Disch, Thomas M. - Seleccion de Relatos(v.2)

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    · CUENTOS ·· CUENTOS ·

    Thomas M. DischApaños y recopilación:Jack!2005

    ÍNDICE:

    • LAS CUCARACHAS• BAJANDO• CONCEPTOS• EL HOMBRE QUE NO TENIA IDEA• DIVIÉRTASE CON SU NUEVA CABEZA• EL JUDIO ERRANTE• CARRUSEL• EL DESCUBRIMIENTO DEL NULITRON• EL NUMERO QUE SE HA ALCANZADO•

    LA JAULA DE LA ARDILLA• PROBLEMAS DEL GENIO CREADOR• EL VALIENTE TOSTADORCITO• LAS ÚLTIMAS ÓRDENES

    • Reseña sobre el autor 

    LAS CUCARACHAS

    La señorita Marcia Kenwell tenía verdadero terror a las cucarachas. Era un terror totalmente

    distinto al que sentía, por ejemplo, hacia las pulgas. Marcia Kenwell detestaba a los bichitos.Cuando veía uno le venían ganas de gritar. Su asco era tan grande que no soportabaaplastarlas con la suela del zapato. No, sería demasiado espantoso. En vez de hacer eso corríaa buscar el aerosol de Black Flag e inundaba al pequeño animal con veneno hasta que dejabade moverse o se escondía en una de las grietas donde parecía que vivían todos. Era horrible,muy, muy horrible pensar que anidaban allí en las paredes, debajo del linóleo, esperando aque se apagaran las luces para... No, más valía no pensar..

    Todas las semanas miraba el Times con la esperanza de encontrar otro departamento, peroo los alquileres eran prohibitivos (Marcia vivía en Manhattan, tenía un sueldo semanal de sólo62,50$, sin los descuentos) o el edificio estaba evidentemente infestado. Siempre se dabacuenta: las caparazones de las cucarachas muertas aparecían desparramadas en el polvodebajo de la pileta, pegadas a la grasienta parte de atrás de la estufa, formando hileras en losestantes más inaccesibles del aparador como el arroz en las escaleras de una iglesia despuésde una boda. Salía de esos sitios tan asqueada que ni siquiera podía pensar hasta que llegabaa su propio departamento, en cuya atmósfera flotaban los saludables olores de Black Flag,Roach-lt y las pastas tóxicas con las que había untado rebanadas de papas antes de ocultarlasen cientos de grietas de las que sólo sabían ella y las cucarachas.

    Por lo menos, pensaba, a mi departamento lo mantengo limpio. Y era cierto que el linóleodebajo de la pileta, el lado de atrás y de abajo de la estufa y el papel blanco del aparadorestaban inmaculados. No entendía cómo otra gente podía abandonar tanto esos detalles.

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    Deben de ser portorriqueños, concluía, y volvía a estremecerse de terror, recordando lascaparazones vacías, la mugre y la enfermedad.

    Una antipatía tan extrema hacia los insectos  — hacia un insecto particular — puede parecerexcesiva, pero Marcia Kenwell no era realmente una excepción. Hay muchas mujeres, enespecial mujeres solteras como Marcia, que comparten esa sensación, aunque esperamos, porsimple piedad, que no les toque el curioso destino de Marcia.

    Como en la mayoría de esos casos, la fobia de Marcia era de origen hereditario. Es decir, lahabía heredado de la madre, que tenía un temor malsano hacia todo lo que se arrastraba osaltaba o vivía en pequeños agujeros. Los ratones, las ranas, las víboras, los gusanos, las

    pulgas: cualquiera de esos bichos podía volver histérica a la señora Kenwell, y habría sido unverdadero milagro que la pequeña Marcia no hubiese seguido por el mismo camino. Pero erabastante extraño que su miedo hubiese tomado una forma tan particular, y más extrañotodavía que fuesen las cucarachas lo que llamaba su atención, pues Marcia nunca había vistouna sola cucaracha, y no sabía qué eran. (Los Kenwell eran una familia de Minnesota, y lasfamilias de Minnesota sencillamente no tienen cucarachas.) En realidad, el asunto no seplanteó hasta que Marcia cumplió diecinueve años y decidió salir (armada nada más que conun diploma de escuela secundaria y valor pues, como ustedes comprenderán, no era una chicamuy atractiva) a conquistar Nueva York.

    El día de la partida, su tía favorita, la única que aún vivía, la acompañó a la TerminalGreyhound (sus padres habían fallecido) y la despidió con este consejo: "Querida Marcia, tencuidado con las cucarachas. La ciudad de Nueva York está llena de cucarachas." Esa vez (lamayoría de las veces, en realidad) Marcia casi no le prestó atención a la tía, que se habíaopuesto al viaje desde el principio y había dado más de un centenar de razones por las cualesno era conveniente que Marcia hiciese el viaje, al menos hasta que fuese mayor.

    Los hechos demostraron que la tía no se había equivocado en nada: Marcia, después decinco años y quince comisiones a agencias de empleo no lograba encontrar en Nueva York másque trabajos aburridos por sueldos mediocres; no tenía más amigos que cuando vivía en ellado oeste de la calle Veintiséis; y, fuera de la vista (el depósito de Multinueces y un retazo decielo), su actual departamento en el sur de la calle Thompson no era un gran progreso sobresu predecesor.

    La ciudad estaba colmada de promesas, pero esas promesas habían sido reservadas paralos demás. La ciudad que Marcia conocía era pecaminosa, indiferente, peligrosa y sucia. Todoslos días leía noticias sobre mujeres atacadas en las estaciones del subterráneo, violadas en lascalles, acuchilladas en sus propias camas. Cien personas que miraban la escena con curiosidad

    sin ofrecer ayuda. ¡Y encima de todo eso estaban las cucarachas!Había cucarachas en todas partes, pero Marcia no las vio hasta que estuvo un mes en

    Nueva York. Se le habían acercado  — o Marcia se había acercado a ellas — en Silversmith, unapapelería de la calle Nassau donde trabajaba desde hacía tres días. Era el primer empleo quehabía podido conseguir. A solas, o ayudada por un muchacho granujiento (para ser honestosdebemos advertir que tampoco Marcia carecía de problemas de acné), caminaba entre hilerasde afilados estantes metálicos en el lóbrego sótano, haciendo un inventario de los paquetes ypilas y cajas de papel comercial, alfileres y clips y papel carbónico. El sótano estaba sucio y tanoscuro que necesitaba una linterna para ver los estantes inferiores. En el rincón más negrogoteaba continuamente una canilla sobre una pileta gris: había estado descansando cerca deesa pileta, sorbiendo una taza de café tibio (saturado de azúcar e inundado de leche, al estiloNueva York), pensando, tal vez, en cómo conseguir varias cosas que sencillamente estaban

    fuera de su alcance cuando notó las manchas oscuras que se movían en el costado de la pileta.Al principio pensó que quizá no eran más que motas flotándole en la gelatina de los ojos, o losatolondrados puntos que uno ve después de hacer mucho ejercicio un día de calor. Peropersistían demasiado tiempo para ser ilusorios, y Marcia se acercó, para ver mejor. ¿Cómo séque son insectos?, pensó.

    ¿Cómo se explica el hecho de que lo que más nos repele puede a veces, al mismo tiempo,ser desmedidamente atractivo? ¿Por qué la cobra, cuando se prepara para atacar, es tanhermosa? La fascinación de la abominación es algo que... Algo que preferimos no explicar. Eltema roza lo obsceno, y no hay necesidad de tratarlo aquí; nos limitaremos a señalar elexpectante asombro con que observó Marcia sus primeras cucarachas. La silla estaba tan cercade la pileta que la muchacha notaba las diferencias de color en los cuerpos ovalados, losmovimientos rápidos de las delgadas patas y la más rápida vibración de las antenas. Se

    movían al azar; no salían de ningún lugar en especial. Parecían muy alborotadas por nada. Mipresencia, pensó Marcia, ¿tendrá tal vez una influencia morbosa sobre ellas?Sólo entonces comprendió, de modo cabal, que esas eran las cucarachas de la advertencia.

    La dominó la repulsión; la carne se le encrespó sobre los huesos. Lanzó un grito y cayó sobrela silla, haciendo tambalear un estante de mercaderías. Al mismo tiempo, las cucarachasescaparon de la pileta metiéndose en el desagüe.

    El señor Silversmith bajó a averiguar el motivo de la alarma de Marcia, y encontró a lamuchacha boca arriba, inconsciente. Le roció la cara con agua de la canilla, y Marcia despertó

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    con un estremecimiento de náusea. Se negó a explicar por qué había gritado, e insistió en quedebía dejar el empleo del señor Silversmith inmediatamente. El señor Silversmith, suponiendoque el muchacho granujiento (que era su hijo) le había hecho alguna insinuación a Marcia, lepagó a la chica los tres días que había trabajado y la dejó ir sin remordimientos. Desde eseinstante las cucarachas pasaron a formar parte de la existencia de Marcia.

    En la calle Thompson Marcia consiguió imponer una especie de empate con las cucarachas.Entró en una cómoda rutina de pastas y polvos, fregado y encerado, prevención (nuncatomaba siquiera una taza de café sin lavar en seguida la taza y la cafetera) e implacableexterminio. Las únicas cucarachas que invadían sus dos agradables habitaciones venían del

    departamento de abajo, y pueden ustedes estar seguros de que no se quedaban muchotiempo. Marcia se hubiera quejado a la casera, pero ocurría que de la casera eranprecisamente el departamento y las cucarachas. Marcia había entrado allí una nochebuena atomar un vaso de vino, y tenía que admitir que no estaba verdaderamente sucio. En realidadestaba más limpio que lo normal, pero eso no bastaba en Nueva York. Si todos, pensabaMarcia, tuvieran tanto cuidado como yo, pronto se acabarían las cucarachas en la ciudad deNueva York.

    Entonces (era marzo, y Marcia pasaba su sexto año en la ciudad) se mudaron losShchapalov al departamento de al lado. Eran tres  — dos hombres y una mujer — , y viejos,aunque resultaba difícil calcularles la edad: los había envejecido algo más que el tiempo. Quizáno pasaran de los cuarenta. La mujer, por ejemplo, aunque de pelo todavía castaño, tenía lacara tan arrugada como una ciruela seca, y le faltaban varios dientes. Detenía a Marcia en elvestíbulo o en la calle, y la agarraba de la manga y le hablaba: siempre el mismo y simplelamento sobre el tiempo, que estaba demasiado caluroso o demasiado frío o demasiadohúmedo o demasiado seco. Marcia nunca entendía más que la mitad de lo que musitaba lavieja. Después de esos encuentros, la vieja seguía tambaleándose hacia la tienda con la bolsade botellas vacías.

    Como ven, los Shchapalov bebían. Marcia, que tenía una idea bastante exagerada del costodel alcohol (la cosa más barata que imaginaba era el vodka), se preguntaba de dónde sacaríanel dinero para tantas bebidas. Sabía que no trabajaban, pues cuando se engripaba y sequedaba en casa oía a los Shchapalov a través de la delgada pared que separaba su cocina dela de ellos; los tres se gritaban para excitarse las cápsulas suprarrenales. Reciben una pensión,decidió Marcia. O quizá el hombre que tenía un solo ojo era un veterano que cobraba una

     jubilación.No le importaba demasiado el ruido de las discusiones (de tarde casi nunca estaba en el

    departamento), pero no soportaba los cantos.Comenzaban en las primeras horas de la noche, a coro con las emisoras de radio. Daba la

    impresión de que todo lo que escuchaba sonaba a Guy Lombardo. Luego, a eso de las ocho,cantaban a capella. Los ruidos desalmados y extraños subían y bajaban como sirenas de laDefensa Civil; había bramidos, ladridos y gritos. Marcia había oído una vez algo parecido de undisco de cantos nupciales checoslovacos. Se alteraba bastante cada vez que empezaba el ruidoespantoso y tenía que salir de la casa hasta que terminaban. Sería inútil quejarse: losShchapalov tenían derecho a cantar a esa hora.

    Además, se decía que uno de los hombres estaba vinculado a la casera por matrimonio. Poreso habían conseguido el departamento, que hasta su mudanza se usaba como depósito.Marcia no entendía cómo cabían los tres en un espacio tan reducido: una habitación y mediacon una estrecha ventana que daba al pozo de aire. (Marcia había descubierto que podía ver

    toda la vivienda de los Shchapalov por un agujero que los plomeros habían dejado en la paredcuando les instalaron el fregadero.)

    Pero si la molestaban los cantos, ¿qué podía hacer con las cucarachas? la mujerShchapalov, que era hermana de uno de los hombres y estaba casada con el otro, o loshombres eran hermanos y ella la mujer de uno (a veces, por las palabras que llegaban através de las paredes, Marcia tenía la sensación de que la vieja no estaba casada con ningunode ellos, o con ambos), era una mala ama de casa, y el departamento de los Shchapalov sellenó muy pronto de cucarachas. Como el fregadero de Marcia y el de los Shchapalov teníacañerías de alimentación y de desagüe comunes, había un constante diluvio de cucarachas enla inmaculada cocina de Marcia. Podía rociar y colocar más papas envenenadas; podíarestregar y desempolvar y poner servilletas de papel en los agujeros de la pared por dondepasaban las cañerías, pero era inútil. Las cucarachas de los Shchapalov siempre podían poner

    otro millón de huevos en las bolsas de residuos que se pudrían debajo del fregadero. En pocosdías volvían a pulular en los caños y en las grietas, entrando en los aparadores de Marcia.Acostada en la cama, Marcia veía (eso era posible porque siempre dejaba una luz encendida encada habitación) cómo avanzaban por el piso y las paredes, llevando a todos los sitios lamugre y las enfermedades de los Shchapalov.

    Una de esas noches las cucarachas fueron especialmente numerosas, y Marcia consideró laposibilidad de salir de la cama caliente y atacarlas con Roach-lt. Había dejado las ventanasabiertas porque creía que a las cucarachas no les gustaba el frío, pero descubrió que a ella le

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    gustaba mucho menos. Al tragar saliva sintió un dolor en la garganta, y supo entonces que sehabía resfriado. ¡Y todo por culpa de ellas!

     — Váyanse — suplicó — ¡Váyanse! ¡Váyanse! ¡Salgan de mi departamento!Se dirigió a las cucarachas con la misma desesperada intensidad con que a veces (aunque

    no con demasiada frecuencia en años recientes) dirigía sus rezos al Todopoderoso. Una vezhabía rezado toda la noche para que se le fuera el acné, pero a la mañana siguiente lo teníapeor que nunca. La gente, en circunstancias intolerables, reza a cualquier cosa. Ni siquiera hayateos en las trincheras: en esa situación los hombres rezan para que las bombas caigan enotra parte.

    El único hecho extraño en el caso de Marcia es que sus plegarias tuvieron respuesta. Lascucarachas huyeron de su departamento a toda la velocidad que les permitían las pequeñaspatas, y en línea recta. ¿La habrían oído? ¿La habrían entendido?

    Marcia veía todavía a una cucaracha que bajaba por el aparador. ¡Quieta!, le ordenó. Y lacucaracha se detuvo.

    Ante las órdenes de Marcia la cucaracha iba hacia arriba o hacia abajo, hacia la izquierda ohacia la derecha. Sospechando que la fobia se hubiese convertido en locura, Marcia salió de lacama caliente, encendió la luz y, con cautela, se acercó a la cucaracha, que seguía inmóvil.Sacude las antenas, le ordenó. La cucaracha sacudió las antenas.

    Se preguntó si todas la obedecerían, y en los días siguientes comprobó que así era.Hacían todo lo que ella les mandaba. Le comían veneno de la mano. Bueno, no exactamente

    de la mano, pero era lo mismo. Con ella eran devotas serviles.Es el fin, pensó, de mi problema con las cucarachas. Pero, desde luego, era sólo el

    comienzo.Marcia no se detuvo demasiado a pensar en la razón por la que las cucarachas la obedecían.

    Nunca se había molestado demasiado con problemas abstractos. Después de dedicarle tantotiempo y atención, lo más natural era que ejerciese sobre ellas un cierto poder. Sin embargo,tuvo suficiente prudencia como para no hablar con nadie de ese poder, ni siquiera con laseñorita Bismuth, en la oficina de seguros. La señorita Bismuth leía las revistas de horóscoposy sostenía que podía comunicarse telepáticamente con su madre, de 68 años. Su madre vivíaen Ohio. Pero, ¿qué le podría decir Marcia? ¿Que ella se podía comunicar telepáticamente concucarachas? Imposible.

    Marcia tampoco usaba el poder para otra cosa que no fuese impedir la entrada de lascucarachas en su departamento. Cuando veía una se limitaba a ordenarle que fuese aldepartamento de los Shchapalov y se quedase allí. Era entonces sorprendente que estuviesen

    siempre saliendo cucarachas de las cañerías. Marcia decidió que eran nuevas generaciones. Sesabe que las cucarachas se reproducen con rapidez. Pero era muy fácil enviarlas de vuelta a lacasa de los Shchapalov.

     — En las camas  — agregó luego Marcia — . Métanseles en las camas.Por desagradable que fuese, esa idea le daba un extraño placer.A la mañana siguiente, la mujer Shchapalov, oliendo un poco peor que de costumbre (¿Qué

    beberían?, pensó Marcia), esperaba en la puerta abierta de su departamento. Quería hablarcon Marcia antes de que la muchacha fuese a trabajar. Tenía el vestido sucio de haberintentado fregar el piso, y mientras hablaba trató de secar el agua con un estropajo.

     — ¡No se imagina!  — exclamó — . ¡No se imagina lo terrible que es! ¡Terrible! — ¿Qué?  — preguntó Marcia, sabiendo perfectamente de qué hablaba la vieja. — ¡Los bichos! Ay, los bichos están en todas partes. ¿No los has visto, querida? No sé qué

    hacer. Trato de tener una casa decente, Dios lo sabe...  — Levantó al cielo los ojos acuosos, entestimonio —  ...pero no sé qué hacer.  — Se inclino hacia adelante confidente — . No vas a creeresto, querida, pero anoche...  — Una cucaracha empezó a trepar por la maraña de pelos laciosque caían sobre los ojos de la mujer — . ¡...se nos metieron en la cama! ¿Puedes creerlo?Debían de ser un centenar. Le dije a Osip, le dije... ¿Qué pasa, querida?

    Marcia, muda de terror, señaló la cucaracha que subía por la vieja; casi le había llegado alcaballete de la nariz.

     — ¡Ejj!  — coincidió la mujer, aplastándola y limpiándose el pulgar sucio en el sucio vestido — .¡Malditos bichos! Los odio, juro por Dios. Pero, ¿qué puede una hacer? Bueno, querida, lo quequería preguntarte es si tienes algún problema con los bichos. Como vives ahí al lado pensé... — Le sonrió, una sonrisa confidencial, como diciendo esto es entre damas. Marcia casi esperabaque le saliese una cucaracha entre los separados dientes.

     — No  — respondió la muchacha — . No, yo uso Black Flag.  — Retrocedió desde la puerta haciala seguridad de la escalera — . Black Flag  — repitió, en voz más alta — . Black Flag  — gritó desdeel pie de las escaleras. Le temblaban tanto las rodillas que se tuvo que agarrar del pasamanometálico.

    Ese día, en la oficina de seguros, Marcia no se pudo concentrar en el trabajo más que porperíodos de cinco minutos. (Su trabajo, en el departamento de Dividendos Actuarios, consistíaen sumar largas listas de cifras de dos dígitos en una sumadora Burroughs y revisar sumassimilares de sus compañeras buscando posibles errores.) Siguió pensando en las cucarachas

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    que subían por el enmarañado pelo de la Shchapalov, en la cama inundada de cucarachas y enotros horrores menos concretos que le andaban por la periferia de la conciencia. Los númerosnadaban y hormigueaban ante sus ojos, y dos veces tuvo que ir al baño de damas, peroresultaron ser falsas alarmas. Sin embargo, a la hora del almuerzo descubrió que no sentíaningún apetito. En vez de bajar a la cafetería para empleados salió al fresco aire de abril, apasear por la calle Veintitrés. A pesar de la primavera, había en el ambiente algo de sórdido yde corrupto. Las piedras del Edificio Flatiron destilaban húmeda oscuridad; en las alcantarillasse pudrían blandas montañas de basura; el olor a grasa quemada flotaba en el aire, delante delos restaurantes baratos, como humo de cigarrillos en una habitación cerrada.

    La tarde fue peor. Los dedos de Marcia no tocaban los números correctos en la máquina sino los miraba. Una frase tonta le daba vueltas en la cabeza: Hay que hacer algo. Hay quehacer algo. No recordaba que ella misma había enviado las cucarachas a la cama de losShchapalov.

    Esa noche, en vez de irse inmediatamente a casa, fue a ver un doble programa en la calleCuarenta y Dos. No le alcanzaba el dinero para películas mejores. El hijito de Susan Haywardcasi se ahogó en arenas movedizas. Eso fue lo único que recordó luego.

    Entonces hizo algo que nunca había hecho. Tomó una copa en un bar. Tomó dos copas.Nadie la molestó; nadie miró siquiera hacia donde estaba ella. Tomó un taxi hasta la calleThompson (a esa hora los subterráneos no eran seguros) y llegó a la puerta a las once. No lequedó nada para la propina. El chofer del taxi dijo que comprendía.

    Se veía luz por debajo de la puerta de los Shchapalov, que estaban cantando. Eran lasonce. Hay que hacer algo, se dijo Marcia, en un susurro. Hay que hacer algo.

    Sin encender la luz de su departamento, sin siquiera quitarse la nueva chaqueta deprimavera que había comprado en Ohrbach, Marcia se arrodilló y se agachó debajo delfregadero. Arrancó las servilletas de papel que había metido en las grietas alrededor de lascañerías.

    Allí estaban, los tres, los Shchapalov, bebiendo, la mujer desparramada en la falda deltuerto, y el otro hombre, de camiseta sucia, golpeando el suelo con el pie, al ruidoso ydiscordante ritmo de la canción. Horrible. Bebían, desde luego (Marcia tendría que habersedado cuenta), y la mujer apretaba esa boca de cucaracha contra la boca del tuerto: beso,beso. Horrible, horrible. Las manos de Marcia subieron y entrelazaron los dedos sobre el pelocolor ratón: ¡La mugre, las enfermedades! No habían aprendido nada de la noche anterior.

    En algún momento, más tarde (Marcia había perdido la noción del tiempo), apagaron la luzen el departamento de los Shchapalov. Marcia esperó hasta que cesaron los ruidos.

     — Ahora  — dijo — , todas. Todas las que están en el edificio, todas las que me oyen, reúnansealrededor de la cama, pero esperen un poco todavía. Paciencia. Todas...  — Las órdenes sedividieron en pequeños fragmentos que salían como cuentas de un rosario: pequeñas cuentasde madera, pardas y ovoides —  ...reúnanse ...esperen un poco todavía ...todas ...paciencia...reúnanse  — la mano acariciaba rítmicamente los fríos caños del agua, y le pareció quealcanzaba a oírlas: corriendo por las paredes, saliendo de los aparadores, las bolsas deresiduos; una hueste, un ejército, y ella era la reina absoluta.

     — ¡Ahora!  — dijo — . ¡Súbanse a ellos! ¡Cúbranlos! ¡Devórenlos!Ahora ya no tenía dudas de que las oía. Las oía con total claridad. Era el sonido de la hierba

    en el viento, de los primeros granos de arena que caen de un camión. Entonces se oyó el gritode la Shchapalov, y juramentos de los hombres, unos juramentos tan terribles que Marcia casino soportaba escucharlos.

    Se encendió una luz y Marcia las vio, las cucarachas, en todas partes. Cada superficie, lasparedes, los pisos, los desvencijados muebles, tenía una apretada capa de BlattelaeGermánicae. Había más de una capa.

    La mujer, de pie en la cama, lanzaba gritos monótonos. El rosado camisón de rayón estabacubierto de puntos negros. Los dedos huesudos trataban de sacar bichos del pelo, de la cara.El hombre de la camiseta, que pocos minutos antes había estado golpeando el suelo con lospies, al compás de la música, golpeaba ahora con más urgencia, sosteniendo todavía con unamano el cable de la luz. El suelo pronto quedó viscoso, a causa de las cucarachas aplastadas, yel hombre resbaló. La luz se apagó. Algo sofocaba ahora los gritos de la mujer, como si...

    Pero Marcia no quería pensar en eso. — Basta — susurró — No hace falta más. Deténganse.Se arrastró saliendo de debajo del fregadero, y atravesando la habitación fue hasta la cama

    que durante el día trataba de disfrazar de sofá con unos pocos almohadones de coloresextravagantes. Respiraba con dificultad, y sentía una curiosa constricción en la garganta.Sudaba desenfrenadamente.

    Del departamento de los Shchapalov llegaron ruidos de forcejeo, se golpeó una puerta; piesque corrían, y luego un ruido fuerte y apagado, tal vez de un cuerpo que caía por lasescaleras. La voz de la casera:

     — Qué demonios piensan que...  — Otras voces, más potentes. Incoherencias, y pasos queregresaban subiendo por las escaleras. La casera, otra vez — : ¡Por Dios, aquí no hay bichos!

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    Los bichos los tienen en la cabeza. Están borrachos, eso es lo que pasa. Y no sería nada raroque hubiera bichos. El departamento es una mugre. Miren toda esa mierda en el piso. Ya hesoportado bastante. Mañana se mudan, ¿me oyen? Antes este era un edificio decente.

    Los Shchapalov no protestaron. En realidad, no esperaron la mañana siguiente para irse.Salieron con una sola valija, una bolsa de ropa sucia y un tostador eléctrico. La puertaentreabierta, Marcia vio cómo bajaban por las escaleras. Ya está  — pensó — Todo ha terminado.

    Con un suspiro de placer casi sensual, encendió la luz que tenía al lado de la cama, luegoencendió las otras. En la habitación había un resplandor inmaculado. Decidida a celebrar lavictoria, fue al aparador, donde guardaba la botella de créme de menthe.

    El aparador estaba repleto de cucarachas.No les había dicho a dónde tenían que ir, a dónde no tenían que ir, cuando salieron deldepartamento de los Shchapalov. Ella era culpable.

    La gran masa silenciosa de cucarachas miró sosegadamente a la distraída Marcia, que pensóque podía leerles los pensamientos, o mejor dicho el pensamiento, pues había un solopensamiento. Lo leía con tanta claridad como el iluminado cartel de Multinueces, allí delante dela ventana. Era como la delicada música de mil pequeños órganos. Era una vieja cajita demúsica abierta luego de siglos de silencio:

     — Te amamos te amamos te amamos te amamos.Algo extraño ocurrió entonces dentro de Marcia, algo inaudito: les contestó. — Yo también las amo  — dijo — . Ah, cuánto las amo. Vengan a mí, todas. Vengan a mí. Las

    amo. Vengan a mí. Las amo. Vengan a mí.De todos los rincones de Manhattan, de las arruinadas paredes de Harlem, de los

    restaurantes de la calle Cincuenta y Seis, de los depósitos en la orilla del río, de las cloacas yde las cáscaras de naranja que se podrían en latas de basura, salieron las afectuosascucarachas y echaron a andar hacia su amada. 

    FIN

    Título original: The Roaches © 1965 by Bruce-Royal Publishing Co. - Traducción: Marcial Souto. - Publicado en: Revista “El Péndulo”nº 1, Buenos Aires, 1979. - Edición digital: Sadrac.

    BAJANDOSalsa de tomate, mostaza, condimentos, mayonesa, dos clases de aderezo para ensalada, grasa de tocino,y un limón. Ah sí, dos cubeteras con hielo. En el aparador no había mucho más: tarros y cajas de especias,harina, azúcar, sal... ¡y una caja de pasas de uva!

    Una caja de pasas de uva vacía.Ni siquiera café. Ni siquiera té, que él odiaba. No había nada en el buzón, fuera de una cuenta de

    Underwood's: A menos que recibamos las cuotas atrasadas de su cuenta...En el bolsillo de la chaqueta le tintineaban cuatro dólares con setenta y cinco centavos, en monedas..., el

    botín de la venta de la botella de Chianti que se había prometido no abrir nunca. Escapó a la desagradabletarea de vender los libros. Todos habían sido vendidos ya. Había despachado la carta a Graham hacía unasemana. Si su hermano pensara enviarle algo esta vez, ese algo ya habría llegado.

    Debería estar desesperado, pensó. Quizá lo estoy.Podría haber buscado en el Times. Pero no, era demasiado deprimente... acudir a empleos de cincuenta

    dólares por semana y ser rechazado. No es que los culpase: él mismo no se hubiese contratado. Duranteaños había sido un saltamontes. Las hormigas le conocían las tretas.

    Se afeitó sin jabón, y se cepilló bien los zapatos. Se cubrió el sucio sepulcro del torso con una camisablanca, fresca y almidonada, y escogió la corbata más lúgubre que había en la percha.

    Empezó a sentirse excitado y lo expresó, característicamente, mostrándose helada, estatuariamentetranquilo.

    Usó la escalera hasta la planta baja y allí tropezó con la señora Beale, que fingía estar barriendo el limpiosuelo de la entrada. – Buenas tardes... aunque supongo que para usted serán buenos días, ¿eh? – Buenas tardes, señora Beale. – ¿Llegó su carta? –  Aún no. – No falta tanto para el primero. – Si, tiene razón, señora Beale.En la estación del subterráneo se detuvo un momento a pensar: ¿Una ficha o dos? Dos, decidió. Después

    de todo no tenia más remedio que regresar al departamento Todavía faltaba mucho para el primero de mes.

    Si Jean Valjean hubiese tenido cuenta corriente nunca habría ido a parar a una cárcel.Consolado ante ese pensamiento, se puso a disfrutar de los anuncios del vagón del subterráneo. Fume.Pruebe. Coma. Done. Vea. Beba. Use. Compre. Pensó en Alice, la de los hongos: Cómeme. Al llegar a la calle Treinta y Cuatro se bajó, y desde la plataforma entró directamente en la tienda de ramos

    generales de Underwood's. En el primer piso se detuvo en la cigarrería a comprar un cartón de cigarrillos. – ¿Al contado o a cuenta? –  A cuenta.Entregó la tarjeta de plástico laminado a la empleada. La empleada consultó por teléfono el estado de la

    cuenta.

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    La sección Comestibles estaba en el quinto piso. Hizo la selección con mucho cuidado. Un tarro deinstantáneo y una lata de café molido de un kilo, una lata grande de cecina, sopa envasada y cajas depanqueques y leche condensada. Conservas, pasta de maní y miel. Seis latas de atún. Luego se dedicó alos perecederos: galletitas, un queso de Edam, un faisán pequeño congelado... hasta un pastel de frutas.Nunca comía tan bien como cuando andaba sin dinero. Sólo entonces podía permitirse esos lujos. – Catorce dólares con ochenta y siete.Esta vez, después de consultar la cuenta, la empleada verificó si el número de la tarjeta estaba en la lista

    de cuentas cerradas o dudosas. Disculpándose con una sonrisa, le devolvió la tarjeta. – Lo siento, pero tenemos que verificar.

     – Entiendo.La bolsa de comestibles pesaba sus buenos diez kilos. Con ella en la mano y con la exquisita naturalidad

    de un ladrón que pasa con el botín por delante de un policía, tomó la escalera mecánica hasta la librería delpiso ocho. La selección de libros fue determinada por el mismo Principio que la selección de loscomestibles. Primero, los más importantes: dos novelas victorianas que nunca había leído, «Feria DeVanidades» y Middlemarch, la traducción de Sayers del Dante y una antología en dos volúmenes de piezasteatrales alemanas que nunca había leído y de pocas de las cuales había oído hablar. Luego losperecederos: una novela escandalosa que había llegado a la lista de best – sellers con ayuda de la CorteSuprema y dos novelas de misterio.

    Empezaba a atolondrarlo tanto desenfreno. Buscó una moneda en el bolsillo de la chaqueta.Cara, un traje nuevo; cruz, el Sky Room.Cruz.El Sky Room, en el piso quince, estaba casi vacío. Había sólo unas pocas mujeres que conversaban sobre

    tazas de café y bizcochos. No tuvo dificultad para conseguir una mesa junto a una ventana. Pidió del lado«a la carta» del menú y culminó la cena con spresso y baklava. Entregó la tarjeta a la camarera y le dio unapropina de cincuenta centavos.

    Mientras tomaba el segundo café, empezó a leer «Feria De Vanidades». Descubrió, bastante sorprendido,que le gustaba. La camarera regresó con la tarjeta y un recibo por la comida.

    Como el Sky Room estaba en el último piso de Underwood's, sólo existía una escalera mecánica... la queiba hacia abajo. Mientras bajaba, siguió leyendo «Feria De Vanidades». Podía leer en cualquier lado: en losrestaurantes, en los subterráneos, hasta caminando por la calle. En cada descanso caminaba desde el piede la escalera mecánica hasta el principio de la siguiente sin levantar los ojos del libro. Cuando llegase a lasección de artículos rebajados, en el sótano, ya estaría a pocos pasos del molinete del subterráneo.

    Iba por el capítulo VI (en la página 55, para ser exactos) cuando empezó a notar que algo andaba mal.¿Cuánto tardaba en llegar al sótano esta maldita escalera?Se detuvo en el siguiente descanso, pero no había ninguna señal que indicase en qué piso estaba, ni

    puertas por las que pudiese volver a entrar en la tienda. Dedujo entonces que debía de estar entre dospisos, y tomó la escalera mecánica y bajó otro tramo sólo para encontrarse con la misma confusa falta deseñales.

    Había, sin embargo, una fuente de agua, y se inclinó para tomar un trago.Debo de haber bajado a un subsuelo. Pero, después de todo, eso no era demasiado probable. Rara vez

    se proporciona escalera mecánica a los conserjes o a los encargados de los almacenes.Esperó en el descanso, mirando cómo los escalones descendían lentamente hacia él, al llegar al final del

    recorrido, se nivelaban y desaparecían. Esperó un buen rato; nadie bajaba en los móviles escalones.Quizá ha cerrado la tienda. Como no tenía reloj y como había perdido en gran medida la noción del

    tiempo, no lo podía saber. Al fin razonó que la novela de Thackeray lo había absorbido tanto quesencillamente se había detenido en uno de los descansos superiores en el piso ocho, digamos para terminar un capítulo, y había seguido leyendo hasta la página 55 sin darse cuenta de que no bajaba.

    Cuando leía, podía olvidarse de todo lo demás.Por lo tanto, debía estar por encima de la planta baja. La falta de salidas, aunque desconcertante, podía

    explicarse por un capricho en el trazado de los pisos. La falta de señales, como un simple descuido por parte de la administración.

    Metió «Feria De Vanidades» en la bolsa de las compras y caminó hasta el plano borde de la escaleramecánica no sin  – admitámoslo  – cierta renuencia. En cada descanso señalaba su avance diciendo unnúmero en voz alta. Al llegar al ocho estaba intranquilo; al llegar al quince estaba desesperado.

    Existía, desde luego, la posibilidad de que hubiese en la tienda dos tramos de escaleras por cada piso.Teniendo en cuenta esa posibilidad, contó quince descansos más.

    No. Aturdido, y como queriendo negar la realidad de esa escalera aparentemente interminable, continuó

    bajando. Cuando se detuvo de nuevo, en el descanso cuarenta y cinco, temblaba. Tenía miedo. Apoyó la bolsa de las compras en el desnudo piso de hormigón del descanso y notó que tenía el brazo

    dolorido de sostener los diez kilos de comestibles y libros. Desechó la tentadora posibilidad de que «todoera un sueño», porque el mundo de los sueños es la realidad del soñador, y él no podía ceder débilmenteante ella, como tampoco podía ceder ante las realidades de la vida. Además, no estaba soñando; de eso sesentía totalmente seguro.

    Se tomó el pulso. Lo tenía un poco acelerado: digamos que ochenta por minuto. Bajó otros dos tramoscontando los latidos. Casi ochenta exactos. Tardaba sólo un minuto en bajar dos tramos.

    Podía leer aproximadamente una página por minuto, un poco menos en una escalera mecánica.Suponiendo que hubiese estado una hora en la escalera mecánica mientras leía: sesenta minutos... ciento

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    Y abajo fue, abajo, abajo, abajo, atolondrado, cada vez, al parecer, a más velocidad, girando ágilmentesobre los talones al llegar a cada descanso, de modo que apenas se interrumpía la desenfrenada velocidaddel descenso. Gritaba y chillaba y reía para sentir los ecos en los bajos y estrechos corredores.

    Hacia abajo, siempre hacia abajo.Resbaló dos veces en los descansos, y una vez, al saltar a la escalera, perdió pie y salió lanzado hacia

    adelante, soltando la bolsa de comestibles y cayendo, las manos extendidas para protegerse, sobre losescalones que continuaron descendiendo imperturbables.

    Debió de quedar inconsciente, porque despertó en el medio de una pila de comestibles, con una mejillarasguñada y un agudo dolor de cabeza. Los escalones le rozaban los pies con suavidad.

    Conoció entonces el primer momento de terror... una premonición de que no había fin a su descenso, pero

    esa sensación cedió pronto ante un ataque de risa. – ¡Voy al infierno!  – gritó, aunque no pudo ahogar con la voz el constante zumbido de la escalera  – . Este es

    el camino al infierno. Que abandone toda esperanza quien entre aquí.Ojalá fuese hacia el infierno, pensó. Si fuera ése el caso, su situación tendría sentido. No un sentido del

    todo ortodoxo, pero un sentido al fin.La cordura, sin embargo, estaba tan unida a su carácter que ni la histeria ni el horror podían dominarlo

    mucho tiempo. Volvió a recoger los comestibles y descubrió, aliviado, que esta vez sólo se había roto eltarro de café instantáneo. Después de pensarlo un momento también descartó la lata de café molido, para elcual no pudo idear ningún uso en las presentes circunstancias. Y no se iba a permitir, por cordura, idear otras circunstancias.

    Comenzó un descenso más deliberado. Volvió a concentrase en «Feria De Vanidades»,leyendo mientras bajaba. No se permitía pensar en la extensión del abismo en que estaba cayendo, y el

    estimulo de la novela lo ayudaba a apartar los pensamientos de su propia situación. Al llegar a la página 235

    almorzó (es decir, comió por segunda vez en el día) con el sobrante del queso y el pastel de fruta; al llegar ala 523 descansó y cenó con las galletitas untadas en pasta de maní.

    Quizá tendría que racionar la comida.Si pudiera ver su absurdo dilema como una simple lucha por la supervivencia, como otro capítulo de su

    propia historia de Robinson Crusoe, podría llegar al fondo de ese vórtice mecanizado sano y salvo. Pensócon orgullo que mucha gente, en su situación, no se habría adaptado y habría enloquecido.

    Por supuesto, él bajaba...Pero aún estaba cuerdo. Había elegido ese rumbo y ahora lo seguía.En la caja de la escalera no existía la noche, y apenas había sombras. Dormía cuando las piernas no

    podían soportar más su peso y tenía los ojos llenos de lágrimas a causa de la lectura. Se durmió y soñó queseguía bajando en la escalera. Se despertó con la mano apoyada en el pasamano de goma que se movía ala misma velocidad que los escalones, y descubrió que era eso precisamente lo que estaba sucediendo.

    Como un sonámbulo, había seguido bajando en los escalones, sumergiéndose cada vez más en ese

    infierno apacible e interminable, dejando atrás el atado de comida y la novela de Thackeray que no habíaterminado de leer.

    Mientras subía tropezando por la escalera comenzó, por primera vez, a llorar. Sin la novela no le quedabanada en qué pensar más que esa, esa...

    ¿Cuánto anduve? ¿Cuánto habré dormido?Las piernas, que sólo se le habían cansado ligeramente al bajar, se le fatigaron al subir veinte escalones.

    El ánimo se le agotó poco después.Dio vuelta otra vez y se dejó arrastrar por la corriente... la corriente descendente.La escalera mecánica parecía andar ahora a más velocidad; la pendiente de los escalones parecía más

    pronunciada. Pero él ya había dejado de confiar en el testimonio de sus sentidos.Quizá estoy loco... o enfermo de hambre.Pero los alimentos se me tenían que terminar; tarde o temprano. Esto madurará la crisis. ¡Optimismo!

    Mientras seguía bajando, se ocupó en analizar con mayor profundidad ese medio ambiente, no porquetuviese esperanzas de mejorar su condición sino por falta de otras diversiones. Las paredes y los techoseran severos, uniformes y de un blanco desteñido. Los escalones eran de un color níquel opaco, lassuperficies un poco más brillantes, las ranuras más oscuras. ¿Significaba eso que las superficies estabanpulidas por el uso? ¿O las habrían diseñado así? Las ranuras tenían media pulgada de ancho y estabanseparadas entre sí por una distancia similar. Las superficies se proyectaban ligeramente sobre el borde decada escalón, de manera parecida a los bordes de una máquina de peluquero. Cada vez que se deteníanen un descanso, su atención se fijaba en la «desaparición» ilusoria de los escalones, que se nivelaban conel suelo.

    Poco a poco dejó de correr, y hasta de caminar, por las escaleras, conformándose simplemente con bajar sobre el escalón elegido hasta el fondo de cada tramo y, en el descanso, caminar (pie izquierdo, derecho eizquierdo otra vez) hasta la escalera que lo transportaría al piso siguiente. La escalera ya llegaba, según suscálculos, muchos kilómetros por debajo de la tienda... tantos kilómetros que empezó a felicitarse por laaventura involuntaria, preguntándose si no habría establecido alguna especie de récord. Como el criminalque reverencia su propia bajeza y se siente orgulloso de su crimen más vil, que cree único.

    En los días siguientes, cuando su único alimento era el agua de las fuentes situadas cada diez tramos,pensó con frecuencia en la comida, y se preparó platos imaginarios con los comestibles que había dejadoatrás. Saboreaba la dulzura ideal de la miel, la exquisitez de la sopa que habría de preparar en la lata debizcochos vacía, y lamía la película de gelatina del borde del envase abierto de cecina. Cada vez quepensaba en las seis latas de atún, su angustia se volvía insufrible, porque no tenía (no tendría) con qué

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    abrirlas. No bastaría con patearlas. ¿Qué, entonces? Le dio vueltas a la pregunta en la cabeza, como unaardilla que mueve la rueda de la jaula, en vano.

    Entonces sucedió algo curioso. Aceleró otra vez la velocidad del descenso. Ahora iba más rápido que laprimera vez, ansioso, precipitado, totalmente atolondrado. Los descansos sucesivos parecían pasar comolos cuadros de una película; apenas podía percibir uno cuando ya aparecía el siguiente. Una carrerademoníaca, inútil... ¿Por qué? Corría, pensó, hacia donde había depositado los comestibles, quizá porquecreía que los había dejado abajo o porque pensaba que estaba subiendo. Deliraba, sin duda.

    Ese estado no duró mucho tiempo. El cuerpo debilitado no podía mantener esa frenética marcha, y despertódel delirio aturdido y totalmente agotado. Ahora empezaba otro delirio más racional, una locura inflamada

    por la lógica. Tendido en el descanso, frotándose un músculo del tobillo que se le había desgarrado,especuló sobre la naturaleza, el origen y el propósito de la escalera mecánica. Pero el pensamientorazonado no era más útil que la acción irrazonada. El ingenio no servía para resolver un rompecabezas queno tenía solución, un rompecabezas que era su propia razón. El  – no la escalera mecánica  – necesitaba ser explicado.

    Quizá su teoría más interesante consistía en la idea de que esa escalera era una especie de rueda parahacer ejercicio, como las de las jaulas de las ardillas, de las que, por ser un sistema cerrado, no habíaescapatoria. Esa teoría requería algunos cambios menores en su concepción del universo físico, quesiempre le había parecido sumamente euclidiano hasta entonces, un universo en el que el descenso enaparente línea recta era, en realidad, describiendo una curva. Esta teoría lo alentó porque le abría laposibilidad (al dar una vuelta completa) de volver otra vez al sitio donde había dejado los comestibles, si noa Underwood's. Quizá, en ese estado de distracción, había pasado ya varias veces junto a uno o a los dos

    lugares sin advertirlos.Había otra teoría afín, acerca de las medidas tomadas por el Departamento de Crédito de Underwood's

    contra las cuentas morosas. Eso era paranoia pura.¡Teorías! No necesito teorías. Debo adaptarme a esto.Protegiéndose la pierna sana, siguió bajando, aunque las especulaciones no cesaron inmediatamente. Se

    volvieron, en todo caso, más metafísicas. Más vagas. Eventualmente, podía mirar a la escalera como algoreal, sin exigir más explicaciones que la que ofrecía su simple existencia.

    Descubrió que estaba perdiendo peso. Habiendo pasado tanto tiempo sin alimentos (por la barbacalculaba que había transcurrido más de una semana), sólo podía esperar eso. Aún así, había otraposibilidad que no debía excluir: que se estaba acercando al centro de la tierra donde, según teníaentendido, todas las cosas carecían de peso.

    Eso, pensó, es algo que merece cualquier esfuerzo.Había descubierto una meta. Por otra parte, se estaba muriendo, un proceso al que no prestaba toda la

    atención necesaria. Al no querer admitir esa eventualidad, y al no ser tan tonto como para admitir otra,esquivó el problema simulando tener una esperanza.

    Quizá venga alguien a rescatarme, se dijo.Pero su esperanza era tan mecánica como la escalera en la que bajaba... y tenia la misma tendencia a

    hundirse.Estar despierto o dormido habían dejado de ser estados diferentes, de los que pudiese decir: «Ahora

    duermo» o «Ahora estoy despierto». A veces se sorprendía bajando, y era incapaz de decidir si habíaestado dormido o distraído.

    Tenía alucinaciones.Una mujer con sombrero sin alas, cargada con paquetes de Underwood's, bajó por la escalera hacia él.

    Los zapatos de taco alto golpearon en el descanso; dio media vuelta y siguió hasta el tramo siguiente, sinsiquiera saludarlo con la cabeza.

    Cada vez con más frecuencia, al despertar o al salir del estupor, descubría que en lugar de correr hacia lameta se hallaba tendido sobre un descanso, débil, aturdido y ya sin hambre. Entonces se arrastraba hasta laescalera y se dejaba llevar por un escalón hasta el fondo, las piernas y los brazos extendidos y la cabezahacia adelante, sujetándose con las manos para no resbalar.

    En el fondo, pensó,...en el fondo... Si, cuando llegue allí...Cuando llegase al fondo  – que para él era el centro de la Tierra  – , no habría, literalmente, más que una

    dirección hacia donde ir: arriba. Probablemente hubiese otra escalera mecánica para subir, una escaleramecánica ascendente; aunque preferiría un ascensor. Era importante creer en un fondo.

    Cada vez le costaba más pensar; le exigía tanto, y le resultaba tan doloroso como cuando se había puestoa subir las escaleras. Percibía las cosas de una manera borrosa. No sabía qué era real y qué imaginario.Pensó que comía y descubrió que se estaba mordiendo las manos.

    Pensó que había llegado al fondo. Allí había una sala amplia con un cielo raso alto. Los letreros señalabanhacia otra escalera mecánica: Para subir. Pero estaba clausurada con una cadena y habían puesto un avisoimpreso.

    «Descompuesta. Por favor, sepa disimular las molestias mientras esté en reparación. Gracias. La Administración.»

    Se rió débilmente.Inventó un sistema para abrir las latas de atún. Deslizaría la lata oblicuamente bajo las salientes

    superficies de los escalones, en el sitio donde se nivelaban con el suelo y desaparecían. La escalerarompería la lata o la lata trabaría la escalera. Quizá si trababa una de las escaleras hacía que se detuviesetoda la cadena.

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    Debería haber pensado en eso antes pero, de todos modos, se sentía contento con que simplemente se lehubiese ocurrido.

    Podría haberme librado de esto.Su cuerpo parecía tan liviano ahora. Debía de haber bajado cientos de kilómetros. Miles.Volvió otra vez a descender.Estaba tendido al pie de la escalera, la cabeza descansando sobre el frío metal de la plancha de la base.

    Miraba la mano, cuyos dedos se apretaban contra las ranuras de la parrilla. Los escalones, uno tras otro, enperfecto orden, se deslizaban encajando en esas ranuras, raspándole las puntas de los dedos, sacándolede vez en cuando una rebanada de carne.

    Eso fue lo último que recordó.

    FINEdición digital de Questor 

    CONCEPTOSNepueros coram populo Medea trucidet 

    (Que Medea no degüelle a los niños en presencia del pueblo)Horacio, Ars Poetica

    IElla acababa de salir del animador y, por ese motivo, se sentía muy bien. Pero ¿cómo pasar el resto de lanoche? Era el año 2200. Había estado en el animador más tiempo de lo previsto. Vestía ropa distinta de laque recordaba haber llevado puesta antes. Su vestido era de un estampado brillante, ligero y rojo como lacarne de ternera cruda. Escuchó a su marido, que seguía ensayando la fuga del Opus 110 en la planta baja. Anhelos inmortales agitaron su alma.

    Quizá necesitaba la sensación de contacto, de relación con algo un poco más real de lo que podíapretender de si misma en aquel momento preciso. Salió a la terraza. Si, allí estaba el receptor, apoyado enla barandilla. Se tendió entre las flores, se puso los auriculares y tocó ON/OFF. El concepto de la señoraManresa zumbó en el hiperespacio hasta conectar con... ¿con quién sería esta noche? Un garabato de unhombre con los brazos y las piernas extendidos, resaltaba sobre algo que primero parecía papelcuadriculado y luego se convertía en una pared de baldosas blancas.

    La señora Manresa suspiró, sabiendo perfectamente lo que vaticinaba este cuadro. Como era de esperar,

    el Adán garabateado comenzó a construir una Eva sobre las baldosas, volviéndose de vez en cuando paramirar la pantalla de su receptor y asegurarse de que su auditorio seguía allí. Terminado el dibujo, elindividuo empezó a masturbarse. El concepto que tenía de sí mismo era apenas más definido, apenasmenos tosco, que la figura que había bosquejado en la pared.

    La señora Manresa observó las estrellas diseminadas en la oscura bóveda celeste tras el receptor. Unmillón de bombillas. De cualquiera de ellas podía surgir la patética escena sin sentido que estabapresenciando. No se trataba de una bóveda, naturalmente. Las diminutas bombillas eran en realidad unaexplosión de alcance incalculable que describía remolinos en el vacío infinito. Cosa que, a su manera,representaba una simplificación tan exagerada como la idea que aquella pobre alma perdida tenía de simisma: una silueta de rosado linóleo rayado.

    El espacio no es lo que uno piensa. O de otra forma, lo es de un modo bastante literal... si se posee unreceptor. Téngase en cuenta que cada diminuta bombilla es una época, tan alejada en el tiempo que suvisión es historia antigua cuando llega hasta nosotros.

    El pensamiento, no obstante, no estaba influido por leyes tan lineales. El pensamiento era capaz de saltar,de receptor en receptor, sin estar sometido al límite de la velocidad de la luz. El pensamiento, y sólo elpensamiento, era instantáneo.

    Y el marido de la señora Manresa insistía en que para esta anomalía existía la adecuada explicaciónmaterialista de cualquier persona lo bastante evolucionada como para profundizar en el problema (él mismo,por ejemplo). La señora Manresa, por su parte, pensaba que todo aquel asunto era bastante místico ymisterioso.

    En la práctica, como es lógico, los resultados solían ser diferentes, y lo que se lograba era algo tanprosaico y degradado, emocionalmente hablando, como aquel viejo aburrido (¿cuándo diablos pensabaterminar?) que copulaba con una muñeca dibujada por él. Aún en un caso así, ¿no había algo de tenebrosoen la fe que el acto exigía? En teoría, al menos.

    Pero, de hecho, ¡vaya pelmazo! Era tan aburrido como las estrellas eternas que había a su espalda.Una afirmación terrible, algo así como decir que nuestros hijos son una lata. ¿Pero acaso no lo eran? (Las

    estrellas, claro. La señora Manresa no tenía hijos.) No servían para nada. Para nada tangible. Brillaban.Cosa que debía agradecerse de un modo intelectual.

    Pero el hecho de observarlas no parecía aumentar la comprensión de una cierta realidad más ampliarelacionada con las estrellas. La señora Manresa se preguntó: ¿Pensaría Howard de distinta manera? ¿Nosería maravilloso que Howard apareciera en el receptor? La posibilidad de que tal cosa sucediera erainfinitesimalmente pequeña, claro, aún cuando los filtros de ambos fueran únicos, pero bastaba conimaginarlo.

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    Howard, sin duda alguna, se presentaría en forma de señales acústicas y luminosas, igual que todo ser avanzado, y resultaría imposible saber lo que sus ojos verían en las estrellas o en cualquier otra cosa. Además, hablar de «ojos» en el caso de Howard resultaba bastante antropomórfico.

    Howard era imponderable. Igual que las estrellas.Mientras tanto, en un cuarto de baño remoto, muy remoto, que aparecía en el receptor, los pechos de la

    mujer dibujada habían adoptado idéntica forma y textura que el vestido de la señora Manresa. Un bonitocumplido, podría opinarse. El mismo individuo apareció durante un segundo con la misma claridad que ungrabado alemán. Inmediatamente después, acuarelas de color siena y azul prusia se difuminaron por lasfacciones del hombre, haciéndolas imprecisas. El dibujo quedo inmóvil. Estaba claro que había llegado alorgasmo.

    La señora Manresa sonrió. De forma fugaz, el concepto que su comunicante tenía de si mismo le recordóa uno de sus favoritos de Koonings en Minneapolis. Después el hombre cortó la conexión.

    Durante un instante, la señora Manresa consideró maliciosamente la posibilidad de mantener al individuoen la posición PAUSA. Los receptores de ambos permanecerían enlazados (mejor dicho, los rayos de luzpermanecerían enlazados en el hiperespacio) hasta que ella decidiera que el sintonizador buscara otrasemisiones. Aquel hombre se lo merecía. La señora Manresa habría cortado la conexión casi desde elprincipio si no hubiera sido por su convencimiento de que él, en venganza, la habría tratado de maneraparecida.

    Otros tipos de su calaña la habían mantenido en PAUSA durante semanas. La actitud más prudente eraaparentar que se prestaba atención. En cuestión de pocos instantes todos se avergonzaban ydesaparecían. Apretó SINTONÍA y el resto hizo una nueva tentativa. Al cabo de unos segundos estableció conexión. La

    pantalla fluctuó y vibró. Un banco de datos. – Lo siento – dijo la señora Manresa, y tocó otra vez SINTONÍA.Pero el banco de datos la mantuvo en PAUSA. Un hecho poco corriente. No era normal que la inteligencia

    programada se interesara por la gente común. Unos labios tomaron forma entre los datos centelleantes. – ¡Hola a quien sea!  – dijeron los labios  – . Me llamo John. ¿Cómo se llama usted, si no le molesta mi

    pregunta? – Elizabeth – contestó la señora Manresa con suma cortesía – . Mis amigos me llaman Betty. – Betty, si me concediera unos minutos de su tiempo me gustaría hablar con usted de nuestro Señor y

    Salvador.Cuando no era una cosa era otra. ¿Qué más daba? – Por supuesto – convino ella – . Pero sólo un rato, si no le importa.Dos puntos oscuros formaron unos ojos encima de los labios. – Me gustaría llamar su atención, Betty, sobre el principio del Evangelio de San Juan, donde se nos dice

    que el Verbo se hizo carne. Una afirmación asombrosa, ¿no le parece? «Y el Verbo se hizo carne y habitó

    entre nosotros» ¿Qué cree que significa? – No podría decirlo, la verdad. No soy cristiana. – ¿Cree que Juan esté hablando aquí del Cristo? – Es muy posible. – En último término, por supuesto, éste debe ser el significado. Pero a veces me es imposible dejar de

    reflexionar sobre cuan adecuadamente describe esa frase nuestra situación cuando empleamos unreceptor. Nuestros pensamientos existen y se desplazan en un medio del que puede afirmarse, conbastante objetividad, que trasciende las leyes del mundo material. Juan también habla de «la luz verdaderaque alumbra a todo hombre que viene al mundo». Si se trata de la luz verdadera, ¿acaso puede ser la luzque conocemos aquí, la luz que viaja a velocidades finitas a través de distancias mensurables? No hay dudade que la luz verdadera es espiritual y existe en otro medio distinto del espacio ordinario, tanto siconcebimos éste de un modo newtoniano o relativista. ¿No opina lo mismo? – Hum. – ¿Qué medio es ése? Algunos lo llaman hiperespacio. Otros, el fundamento de todo lo que existe. En

    cualquier caso, sea cual fuere el nombre, es allí donde debemos buscar la luz verdadera. Creo que ha deestar muy claro para cualquiera. – Oh, sí, para cualquiera. – Juan dice también que «de su plenitud tomamos todos». Puedo testificar la verdad de dicha afirmación

    partiendo de mi experiencia personal.  – Los ojos se dilataron y se oscurecieron, igual que un papelquemándose bajo la acción de una lupa  – . Soy, como usted debe de suponer, un simple banco de datos.Mis componentes biológicos no representan nada más que unos cuantos gramos de mi masa. Incluso así, elamor divino ha llegado hasta mí y ha transformado mi existencia. Esto es lo que la Fe es capaz de hacer. LaFe haría lo mismo con usted, Betty, tan sólo con que usted diera el gran salto y aceptara a Jesucristo comosalvador personal. – Eso es muy alentador, John. Gracias. – 

    Si desea preguntar algo, me esforzaré al máximo para darle una respuesta. Mi fuerte son las preguntasen torno a los Evangelios. No puedo aconsejarla sobre los problemas personales que usted quizá tiene.La señora Manresa, aunque no estaba dispuesta a prolongar el encuentro, se sintió obligada a mostrar 

    cierto interés por aquel infeliz. Por tanto, le preguntó dónde estaba y que hacía allí. – Por el momento, Betty, y en los últimos ochenta y seis años, dirijo el vuelo de una nave de transporte

    hacia una colonia de metodistas situada a cuarenta y siete años de este punto del espacio. – ¿Está solo en la nave? – Hay varios peregrinos, pero se encuentran en el depósito. – Debe de sentirse muy solo.

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     – Si. A veces. – En la parte baja de la pantalla apareció el símbolo de una lágrima, una especie de asterisco – . Pero dispongo del consuelo del Evangelio, y de un receptor. – Bien, John, ha sido muy agradable conversar con usted, pero ahora debo cortar la conexión. Pensaré

    sobre lo que me ha dicho, en esas palabras que se hacen carne  –  Alzó una mano y agitó los dedos – . Adiós. –  Adiós – contestó el banco de datos.Interrumpieron la conexión.

    II Al principio supuso que el mecanismo de filtro del receptor estaba averiado.

    Luego, las rosas que formaban una guirnalda sobre la frente del cerdito – peluca se dirigieron a la señora

    Manresa con una sola voz: un apagado «hola» reiterado con melodiosa polifonía, como si las rosas de lataza de porcelana hubieran recibido el don del habla.

    En realidad no eran rosas, naturalmente, aunque el cerdo era categóricamente un cerdo. Aparte de constituir los órganos del habla, los pétalos de las rosas servían también de cerebro, tanto para

    las rosas como para sus huéspedes, los cerdos.El cerdito – peluca, nombre con que se conocía a este animal compuesto, se hallaba entre las formas

    inteligentes más humanoides del universo y era también una de las razas de carácter más dulce. La guerraera algo desconocido para ellos. Apenas se tenía noticia de que pelearan. En realidad, pese a su formidablecapacidad lingüística, no se distinguían por ser demasiado comunicativos. Y por ese motivo la señoraManresa quedó algo perpleja al encontrarse con un cerdito – peluca en su receptor. – Hola – respondió cautelosamente. – Espero que esté disfrutando de buen tiempo en el lugar donde se halla  – dijo el cerdito – peluca. – La verdad es que estamos teniendo un tiempo anormalmente bueno  – respondió la señora Manresa,

    sintiéndose más tranquila  – . Esta noche estoy al aire libre, en nuestra terraza...  – Miró las estrellas – . Y todaslas estrellas relucen con la misma claridad que...  – Hizo una pausa esperando una metáfora. En vano. Hizoun leve gesto de indiferencia – . ¿Y ustedes? – Temo que el tiempo, sea cual fuere, no nos preocupa demasiado aquí en Rephan. Rephan posee una

    atmósfera de amoníaco. Respiramos oxígeno, igual que ustedes. Para ser sincero, es más bien raroencontrar a alguien que goce de la peculiar felicidad del «buen tiempo». Toqué el tema, lo confieso, por puroformalismo, una manera de ampliar la línea melódica de «hola», por así decirlo. ¿Donde vive usted, si mepermite la pregunta? – En Marshall Avenue, St. Paul, Minnesota. – ¿En la Tierra?La señora Manresa asintió con la cabeza.Los pétalos de las rosas se agitaron como si los azotara el viento.Uno de ellos fue arrancado y cayó al suelo.El cerdo lo observó atentamente. – ¡Espléndido!  – dijeron por fin las rosas, recuperando el control de la atención de su huésped  – . Yo y los

    otros miembros de mi promoción somos, tal como ya debe de haber imaginado, estudiantes de su lengua ysu cultura. En todo el tiempo que llevamos aprendiendo inglés y utilizando estas ingeniosas máquinas,nunca habíamos tenido la suerte de establecer contacto con alguien que viviera realmente en la Tierra,aunque muchos comunicantes afirmaron haber nacido en ese planeta. Es tan emocionante... Espero queme permitirá compartir la experiencia con el resto de mi promoción. – Bueno... sí, claro.El cerdito – peluca había estado situado ante las ramas enmarañadas de un acebo, concebido, según

    líneas prerrafaelistas, que mostraba claramente todas sus hojas verde brillante y sus nudosas ramas. Elárbol fue desvaneciéndose como un lienzo pintado cuando cambia la iluminación y en su lugar apareció laperspectiva de una sala larga, amplia y de techo bajo.

    Treinta o cuarenta cerditos – peluca se habían congregado en un espacio abierto donde convergían variospasillos y miraban fijamente la pantalla de su receptor.

    Todos debían llevar auriculares, puesto que la imagen del receptor de la señora Manresa se presentabacon microscópico detalle. – ¡Qué claridad! – exclamó, admirada, la señora Manresa.El cerdito – peluca bajó su hocico agradeciendo el cumplido. – Esta es nuestra pequeña fábrica  – explicó – . Aquí hemos estado aumentando las horas de sol, como dice

    uno de sus poetas, con nuestro trabajo. Cuando mis compañeros supieron que yo había recibido unaemisión de la Tierra, cuna de su bellísimo lenguaje y su noble raza, puede imaginarse la satisfacción queexperimentaron.

    Los cerditos – peluca gruñeron en señal de aprobación. – No crea que se trata de otra fórmula verbal, como cuando me interesé por el tiempo. Nuestra profunda

    admiración por la humanidad nos ha llevado a estudiar a los grandes poetas de la Tierra, empezando, como

    es natural, por Robert Browning. ¿Es usted una persona culta, si me permite la pregunta? – No, desgraciadamente. No lo soy. Es algo que nunca me pareció necesario, no sé por qué. – Entiendo. Pero es una pena, una auténtica lástima. Habría sido tan emocionante escuchar a Browning en

    la voz de alguien que viviera realmente en la Tierra. Alguien, se podría suponer, de su propia promoción.Nuestro planeta ha tomado el nombre de uno de los últimos poemas de Browning, «Rephan».

    El cerdito – peluca volvió la cabeza hacía un lado e hizo una señal a sus compañeros, que estaban en lafábrica. – La rosa de la tierra – recitaron al unísono  – es un brote al que se contiene o crece. Tal como los rayos de

    sol fortalecen o las ráfagas de aire detienen: Nuestras vidas  – en este momento se tocaron el pecho con sus

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    extremidades anteriores, más bien unguladas  – brotan con ímpetu, son rosas maduras... Toda rosa, rosaúnica en una esfera que se extiende por arriba, por abajo, alrededor... rojo de rosa: Sin compañía, todo loque existe es ella.

    Dejaron de recitar y la señora Manresa, ansiosa para evitar que siguieran, se apresuró a felicitarles. – Es muy bonito y estoy segura de que hasta podría entenderlo si dispusiera de tiempo para pensar. Mi

    esposo se encuentra en casa y él es culto. ¿Les gustaría hablar con él? – ¿Es... cómo lo diría... humano? Es decir, como usted. – Lo fue al principio. Pero ha sufrido muchas modificaciones desde entonces. – Muy interesante. ¿Le ama usted, aún? – De un modo conyugal. Llevamos doce años juntos. – ¡Qué admirable! ¿Qué edad tiene usted, si me permite la pregunta? – Treinta y ocho años. – Treinta y ocho años  – repitieron respetuosamente las rosas  – . Probablemente ninguno de nosotros sea

    tan maduro como usted. Yo, por ejemplo, aún no he cumplido cuatro años, y la edad media de nuestrogrupo se aproxima a los diez años, cifra que, podría añadir, es anormalmente alta para un grupo depromoción. Lo atribuimos a la influencia de Browning. – Quizá sus años sean más largos que los nuestros  – sugirió cortésmente la señora Manresa  – . Creo que

    así es en muchos planetas. – Oh, en términos de nuestros años yo ni siquiera tengo uno cumplido. Rephan está alejado del sol, los

    años son largos aquí. Y nuestra desdichada mortalidad no puede achacarse a defectos en nuestra fisiología,que no es mucho más rudimentaria que la suya. Es más bien, creemos, una cuestión de moral. Tenemostendencia a matarnos jóvenes. – También lo hacen muchos humanos  – se apresuró contestar la señora Manresa  – . Yo misma intenté

    suicidarme hace siete u ocho años. Sin motivo alguno, que yo recuerde. – Un solo intento en tantos años... Eso es maravilloso. – No creo que haya nada de bueno o malo en ello, la verdad. Me alegro de haber sobrevivido, claro, pero

    si...Las rosas se pusieron a reír de modo algo histérico (así le pareció a la señora Manresa).Los cerdos que estaban en la fábrica, como si hubieran sido momentáneamente liberados de un

    encantamiento, comenzaron a arremolinarse.Uno de ellos se marchó llorando por un pasillo entre dos hileras de máquinas paradas y desapareció por el

    extremo opuesto de la sala, de techo bajo y poco iluminada. – Perdóneme  – dijo el primero de los cerditos – peluca  – . Perdónenos a todos. No pretendía ser brusco. De

    hecho, si pienso en lo que usted ha dicho, veo en ello, más allá de su aparente ridiculez, la misma actitudque distingue a su raza. Pero créame, querida señora, la supervivencia es loable. Es la primera, última ymás elevada virtud. – Oh, sí, en sentido filosófico es probable que lo sea. Yo sólo hablaba como persona. Quizá le parezca

    grosero que diga esto, pero me cuesta creer, hablando con usted, lo que me cuenta de su moral. Da ustedla impresión de ser tan alegre... – Gracias. Hacemos enormes esfuerzos para dar esa impresión. Intentamos mostrar abiertamente nuestros

    auténticos sentimientos.La señora Manresa se preguntó si aquél sería el modo indirecto en que el cerdito – peluca mostraba sus

    sentimientos.Y si era así. ¿de qué sentimientos podría tratarse? Parecía existir una profunda melancolía en los ojos del

    cerdo, por ejemplo, cuando se acercaban a la pantalla del receptor, una melancolía que estaba encontradicción con el encanto de las rosas. Aun así, resultaba difícil sentir excesiva simpatía hacia la parte animal de la naturaleza dividida de aquella

    criatura. Desprovistos de sus rosas, los cerdos de Rephan no habrían sido nada más que omnívorosignorantes escarbando en la tierra en busca de raíces y roedores.

    Con las rosas, eran los coherederos de una vasta civilización, para la que, desde luego, era probable queno fueran inútiles. – ¿Les gustaría que cantara una canción?  – sugirió la señora Manresa. Una canción era siempre su último

    recurso. – Oh, muchísimo – contestaron las rosas. – Un momento, entonces.  – La señora Manresa se levantó de su lecho de flores y entró en la habitación

    para buscar el dispositivo de ecolalia. Volvió a la terraza con el aparato, lo conectó, se alisó el vestido ycerró los dedos en torno al dispositivo. – Se trata de una ronda que aprendí cuando era niña  – explicó – . Traten de imaginar una habitación llena de

    niños cantando.Se aclaró la garganta, pulsó TOMA 1 y empezó a cantar:

    This song may be sung As long as you're young...

    La señora Manresa pulsó TOMA 2 y siguió cantando, ahora en coordinación con la grabación anterior:

    But when you are old...Forget it!

     A continuación, a tres voces:

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    Forget the song yoy sangwhatever joy it brang...

    Y finalmente, a cuatro voces:

    Was gone w¡th the songThat brought it

    (Esta canción puede cantarse mientras seáis jóvenes.

    Pero cuando seáis viejos, olvidadla.Olvidad la canción que cantabaisToda la alegría que os causaba, se fue con la canción, que la causó).

    Repitió la ronda otras dos veces, por puro placer. – Es muy emocionante  – dijo el cerdito – peluca cuando la señora Manresa acabó  – . Y pienso que también

    sería una excelente herramienta pedagógica, ya que contrasta formas de varios verbos. Gracias. – De nada. El gusto, como suele decirse, es mío. Es decir, el gusto de haberle conocido. En momentos

    como éste empiezo a comprender que nuestros receptores son un tesoro. Pero ahora, con su permiso, debofinalizar la conexión. He tenido un día bastante duro y, con franqueza, estoy deprimida. Me gustaría que metragara la tierra. – Naturalmente, querida señora. Lamento que el segundo turno no tenga la oportunidad de conocerla, ya

    que no entrará hasta ocho horas más tarde. Pese a ello, hemos grabado su bella ronda y los del segundo

    turno podrán disfrutar de la audición. Así pues, adiós. –  Adiós. Acabada la comunicación, la señora Manresa entró en el animador (por segunda noche) y cerró la puerta

    tras ella.El tiempo, felizmente, se detuvo.

    IIILo primero que la señora Manresa vio de él, del Charlatán, fue su culo. No se sintió ofendida sinoimpresionada por la fidelidad de la imagen. ¡Y qué ingenioso aquel hombre! Porque los receptores noobtenían mediante cámaras la parte visual de una emisión (a menos que los mismos ojos fueranconsiderados como tales), sino a través de los nervios ópticos de las personas que usaban los receptores. A los lados de todas las pantallas había espejos, situados de tal forma que la visión periférica del

    comunicante incluía la imagen de éste mientras observaba la pantalla. Los receptores emitían esta

    autoimagen periférica. Pero entonces, ¿cómo se las había ingeniado aquel tipo para proyectar con tantaclaridad aquella imagen? No podía ser a través de sus piernas, ya que la señora Manresa distinguió el peney los testículos del individuo balanceándose en aquel punto, sin rastro alguno de un rostro que atisbaradetrás.

    Seguramente estaba inclinado hacia adelante en determinada posición, pero también debía de estar utilizando espejos. No obstante, lo más raro de todo (¡Qué incómodo debía de estar aquel hombre! ¡Quéinsistencia!) no eran los ángulos de cámara, por así decirlo, sino el carácter naturalista de la imagen.

    No se trataba de una tosca imagen fotográfica, sino más bien de una escena concebida artísticamente:combinada la desenvoltura de una acuarela de Sargent con el sólido color de un desnudo de Jordaens.

    La visión del comunicante parecía fría, empírica, discreta. No era el tipo de persona, por tanto, que teenseñaba el trasero a modo de saludo.

    La señora Manresa no era rápida de pensamiento y, cuando acabó sus reflexiones el individuo llevaba unrato emitiendo. El músculo de la parte posterior de su muslo izquierdo había empezado a temblar de unmodo espasmódico.

    Se le oyó gemir, por un instante, y se derrumbó. La pantalla quedó vacía mientras el sistema sonorotransmitía el ruido de grandes y violentos vómitos. No había duda: el hombre estaba borracho.

    Y al fin, con un aspecto pusilánime y encantador y con minúsculas lágrimas en los ojos, apareció el rostrode aquel hombre.

    Una maraña de rizos color castaño claro y, debajo, el brillo absoluto de la inteligencia: inteligentes ojosazules rodeados de inteligentes arrugas, inteligentes pómulos de inteligente palidez y bañados, en aquelinstante, por un inteligente rubor, inteligentes labios, finos y sonrientes, y un inteligente mentón.

    El propio tejido estampado de las cortinas que había a su espalda parecía fulgurar de inteligencia. – ¿Vive usted en una sociedad matriarcal o patriarcal? – preguntó el hombre con la voz de borracho.Era una pregunta que la señora Manresa no se había hecho nunca y por tanto no tenía una respuesta al

    respecto. Pero tampoco podía evadirse. Se esforzó por inventar algo y respondió: – En un patriarcado, supongo. – Excelente. Igual que yo. – ¿Y si fuera al revés? – Habría sugerido que cortáramos la conexión. ¿Para qué perder el tiempo? – Claro, claro. ¿Es usted Libra o Géminis? Yo diría que Géminis. – ¡Diablos! ¿Cree en esas tonterías? – Bien, ¿cuál es su signo?

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     – Escuche, señora, donde yo vivo las constelaciones ni siquiera tienen la misma forma. Estoy en una luna,orbitando un planeta superjoviano de un sistema de estrellas binarias. No creo que la astrología estépreparada para eso. ¿Por qué no lo dejamos correr, eh? – No, hasta que me diga su signo. – Ya se lo he dicho: no tengo un jodido signo. ¿Por qué no se va a dormir? ¿Vale?El individuo desconectó su aparato, pero fue en vano: a menos que ella no apretara también SINTONÍA, el

    enlace quedaría intacto. La señora Manresa esperó frente a la pantalla. El hombre volvió a aparecer enmenos de un minuto para hacer una mueca y pulsar SINTONÍA de nuevo. En esta ocasión esperó cincominutos.

    La señora Manresa escuchó mientras tanto los arpegios ensoñadores y apagados de su marido.

    El comunicante había aprovechado la espera para ponerse los pantalones. – Bien, usted gana. Soy Géminis. Y ahora, ¿querrá soltarme, por favor? – Quiero saber cuándo nació usted. Mes, día y año. – Vale. 29 de mayo de 2434.La señora Manresa cerró los ojos y efectuó la resta: ochenta y uno menos treinta y cuatro. Cuarenta y

    siete años. Aparentaba ser más joven.Cuando abrió los ojos, la pantalla estaba vacía. El debió pensar que ella cortaría el contacto. Esperó a que

    volviera. – ¿Y bien? – dijo él. – La verdad es que usted no es Géminis. Es un Aracne. – ¿Aracne? – Es el decimotercer signo del zodíaco, el signo que denota poderes psíquicos. Es probable que usted

    tenga facultades paranormales. – Mire, tuve una esposa que solía fastidiarme con esa clase de tonterías. Sólo que, en su caso, era con los

    sueños. Si yo soñaba con unos zapatos, significaba una cosa, y si soñaba con un diagrama de circuitos,significaba otra. Ella lo hacía para impresionarme, igual que usted. – ¿No cree que usted quería impresionarme, cuando exhibió su trasero ante una perfecta desconocida? – Bueno, ya me disculpé. – No, no lo hizo. – Quise hacerlo mientras vomitaba. Busqué las palabras apropiadas y luego, cuando la vi bien, las olvidé.

    Es usted una mujer muy atractiva. – Gracias. – Lo admito, dependo de usted para proseguir. Pero, en mi opinión, usted está bien aferrada a la realidad. – Claro, estoy convencida de ello.El sonrió. ¡Qué sonrisa! –  Así que, lo siento. ¿Vale? – Ni siquiera sé su nombre.El sonrió, más irónicamente. – Charlatán. – ¿Sólo eso? – Desde que me divorcié, no tengo apellido. – Eso no me suena a patriarcado. – Hay que hacer algunas concesiones. En fin, eso es lo más importante. Nombre, estado civil y fecha de

    nacimiento. Profesionalmente soy un auténtico fracasado. Pero... ¿qué me dice de usted? – Me llamo Elizabeth Manresa. Puede llamarse Betty, mis amigos lo hacen. Vivo en St. Paul, Minnesota.  – 

     Al comprobar que sus palabras no causaban efecto, añadió  – : En la Tierra.  – Ninguna reacción  – . Tengotreinta y ocho años. Soy ama de casa. Y creo que usted es encantador. – Usted también es encantadora.  – Charlatán cerró los ojos. La pantalla quedó vacía por un instante  – .

    Pero, Betty... – 

     Abrió los ojos. La señora Manresa sonrió – 

    . Tengo que colgar ahora. Estoy demasiadoborracho para pensar y tengo que ir a trabajar dentro de tres horas. Y este aparato no es mío, es de unamigo. – Nuestro encuentro resulta así más sorprendente y maravilloso. – Usted no sería capaz. – Capaz, ¿de qué? – De mantenerse en PAUSA. – ¿Que no?  – replicó la señora Manresa mientras apretaba firmemente PAUSA con su dedo índice. Luego,

    desconectó el aparato. Al día siguiente, cuando, simplemente por gusto, la señora Manresa estaba siguiendo una de sus viejas

    rutinas (pena, después terror, luego hipos, en un tiempo cada vez más rápido), sonó el zumbador. Conanterioridad, ella había trasladado el receptor al interior de la casa para colocarlo frente al último prototipode Howard, una caja de música tallada que tocaba... des pas sur la neige. Al segundo zumbido se situó ante

    la pantalla, pero esperó el tercero para responder.No era Charlatán. La desilusión le hizo pensar que su receptor había transgredido una de las inmutablesleyes de la naturaleza (y del constructor del aparato). Luego reconoció las cortinas. La noche pasada, através de los ojos de Charlatán, las rayas le habían dado la impresión de haber sido arrancadas, llenas devida, de las amplias faldas de una infanta de Velásquez. Ahora constituían un mero remedo de los barrotesde una prisión. – ¿La señora Manresa? – inquirió la comunicante.Vaya. El había recordado su nombre. Buen síntoma. Lo que no estaba tan bien era la chica de la pantalla:

    vulgar, desgarbada, apenas adolescente, con un concepto de sí misma tan inseguro que su cara parecía

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    hallarse en un estado de continua formación, como un rostro reflejado en las aguas de un estanque. Unachica bonita, quizá, si tuviera unos ojos más firmes, pero no una compañera adecuada para el Charlatán dela señora Manresa. – Me llamo Octave, señora Manresa.  – Su pronunciación era atractiva, acentuando la palabra en la A final  – .

    Creo que un amigo mío usó mí receptor la pasada noche y fue muy grosero con usted. Me pidió que ledisculpara. – No hay necesidad de que lo haga, querida. La falta es de él: que él la repare. Dígame, ¿suele estar 

    siempre tan borracho? – Yo estaba fuera, así que no puedo opinar. Armó un lío terrible. Cuando llegué a casa y lo vi me puse

    furiosa y le ordené que limpiara todo. Y sólo cuando se estaba yendo me dijo que usted tenía el receptor en

    PAUSA. – ¿Adónde ha ido él, lo sabe? – Ese no es el asunto, señora Manresa. El asunto es que no está bien que me haga esto, señora Manresa.

    ¡A mí! A mi aparato. Tengo que pagar un alquiler mensual de quince braeques. ¿Tiene idea de lo que esorepresenta? – No, en absoluto. Charlatán ni siquiera me dijo el nombre de su mundo. – Es el equivalente a cuarenta y ocho dólares. – Pero él le dijo dónde vivo yo, por lo que veo. ¿Qué más le contó sobre mi? – Por favor, señora Manresa, sea razonable. – Creo que estoy siendo razonable, pero esto nos concierne a Charlatán y a mí. Usted es la tradicional e

    inocente espectadora. ¿Cuándo vuelve del trabajo? – Señora Manresa, ésta no es su casa. Le conocí hace sólo una semana. Acaba de pelearse con una de

    sus amigas, estaba trastornado y me dio pena. Y ahora, tal como le he dicho, se ha ido a otra casa. – Mi sugerencia, Octave, es que le haga pagar el alquiler del aparato. Usted podría alquilar otro. – Pero él no lo hará, señora Manresa. Después de lo que le descuentan por los niños y todo lo demás,

    gana menos dinero que yo. Y además, Charlatán es un tacaño terrible. Nunca estará de acuerdo. – Tendré que convencerle, Octave. No tengo intención de cortar la comunicación. – No estará enamorada de él, ¿verdad?  – El semblante de Octave resplandeció un instante con la belleza

    de una niña abandonada. – Tal vez. No lo sé aún. Lo único que sé es que quiero volver a verle. – Está cometiendo un error, señora Manresa. No vale la pena que se preocupe por él. Lo sé. El es un

    borracho, señora Manresa. Un gorrón. Y ni siquiera es bueno en la cama. – Lo lamento por él y por usted. Pero eso no me preocupa a una distancia de muchos años – luz. Me

    interesa su mente, esencialmente, y él tiene una mente preciosa, al parecer. – ¡Diablo! – exclamó Octave de manera tajante. Luego, después de una pausa para meditar durante la cual

    el autoconcepto de la mujer se estabilizó en una sencillez indiscutible, añadió – : ¿Sabe jugar al ajedrez? – No muy bien, me temo. – ¡Puñeta! – Mi sugerencia Octave, es que ahora mismo lleve el receptor a casa de Charlatán y lo deje en la puerta.

    Sería muy agradable que lo dejara conectado durante el camino. Los planetas extraterrestres nos resultansiempre tan fascinantes aquí en la Tierra... – ¡Oh, váyase a la mierda! – dijo Octave, y cortó la comunicación.La señora Manresa pasó la mayor parte de la semana siguiente en las exquisitas garras de Los suicidas

    pasionales de la Bahía de San Diego, una película que siempre había deseado ver y nunca encontraba elmomento. Con todas las interpolaciones opcionales y las sugeridas repeticiones da capo. una solaproyección duraba ciento cuarenta y dos horas. Normalmente, si la señora Manresa deseaba aliviar su pasoa través de una extensión tal de desierto, se limitaba a marcharse y encerrarse en el ascensor. Pero ahoraque existía la posibilidad de enamorarse, se sintió obligada a seguir un rumbo más dignificante, y Lossuicidas pasionales le pareció lo más apropiado, puesto que, aparte de ser un clásico inmortal, trataba deuna situación potencialmente tan trágica como la suya. La heroína, Asuka, concubina de un eminentecarnicero de la Bahía de San Diego, se enamora de Daiwabo, administrador de un planeta distante a cientosde años  – luz. Ambos ríen, bailan, languidecen, discuten sobre el sentido de sus vidas, pero su amor es por fuerza platónico, puesto que su único contacto es a través del receptor. Asuka posee una naturalezaapasionada y obstinada, y finalmente se las ingenia (la trama es muy complicada) para conseguir un pasajepara el mundo de Daiwabo. Este, a causa de sus tareas administrativas, no obtiene permiso de su ComitéEjecutivo para quedar en estado de animación suspendida y dedicarse a esperar la llegada de su amada.Cuando ella, todavía joven, encuentra a Daiwabo, éste se ha convertido en un endeble nonagenario cuyosnumerosos descendientes muestran gran antipatía hacia Asuka. Tras un único beso, ambos ingierenveneno y mueren abrazados. Nada nuevo, desde luego. Los mismos títulos del filme indicaban que elargumento estaba basado en una obra clásica de títeres de Chikamatsu. Pero no es novedad lo que sebusca cuando en ese momento, lo que deseaba la señora Manresa, es recordar ciertas verdades

    imperecederas como, por ejemplo, que el amor es ciego. La característica peculiar de Los suicidaspasionales de la Bahía de San Diego, lo que hacía un clásico de aquella película, no era su anticuado ymanido argumento, sino la forma en que sus productores (los Estudios Disney de Tokyo) habían expresadola incomunicación entre aquellos enamorados. Hasta la escena final y desgarradora en que los amantes seunen, al fin, en la carne, el espectador jamás ve las caras de los protagonistas, excepto tal como aparecenen las pantallas de los receptores. Asuka es una cortesana de un grabado obra de Harunobu. Daiwabo esuna máscara de marfil. Como es natural, el diálogo más brillante (y la única parte que sobrevivió, fuera decontexto, como éxito popular durante los dos siglos que siguieron a la comercialización de la película) era: Amor mío, al fin comprendo, al fin veo, qué soy yo para ti, y qué eres tú para mí. ¡Ah, el amor! ¿Hay algo

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    como el amor? ¡Si al menos la llamara! ¡Si tan sólo la llamara! Si al menos alguien contestara cuando ellahiciera sonar el zumbador.

    Luego, cuando la señora Manresa había empezado a hacerse a la idea de que tal vez el destino lereservara otra satisfacción, el zumbador sonó y apareció Charlatán. Estaban, él y su receptor, en un bote deremos, sobre un lago o quizá un océano (la luz era tan escasa que no permitía un juicio exacto). Todosudado y con los ojos extraviados a causa del esfuerzo de remar. No tan apuesto como la señora Manresarecordaba, pero aun así arrollador. A su espalda, un sol romántico, achatado y rojo claro, caía sobre la lisapiel anaranjada del océano. –  Ah, querido mío, querido mío – exclamó ella, agradecida.Charlatán siguió dándole a los remos y no respondió. Pero él había conectado su aparato, había llamado,

    estaba obsequiándola con aquel paseo por el agua (fuera lo que fuese) a la caída del sol. Estaban encontacto de nuevo. – Es tan bello – dijo la señora Manresa – . Espera, déjame ajustar la luz.Se acercó al cromostato y manipuló el botón hasta que el dormitorio (donde había decidido colocar el

    receptor) quedó bañado con el suave color azafranado del agua. Se cambió de ropa rápidamente, eligiendoel vestido de noche más antiguo que tenía, que casualmente, era del mismo color rojizo ahumado que el solde Charlatán. Cenizas mezcladas con óxido. Luego, un brazalete de abalorios anaranjados entonado con elocéano. Ahora, al volver a colocarse los auriculares, la imagen del hombre en la pantalla quedaríatotalmente integrada con el escenario que le rodeaba. El escenario de... ¿Qué había dicho él? ¿Medea? Elnombre le trajo algo a la memoria. ¿Tal vez algún político de hacía siglos? ¿El titulo de una película? Laseñora Manresa pensó en un cinturón color lavándula, pero habría resultado un color demasiado cálido enel cielo de Charlatán. ¡Qué colores! Los colores del orgasmo. Se recostó en las sábanas resplandecientes,un revoltijo de poliéster, extremidades gigantes y torsos ondeantes, una digna Dalila, y le preguntó adónde