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JUAN DONOSO CORTÉS ENSAYO SOBRE EL CATOLICISMO, EL LIBERALISMO Y EL SOCIALISMO * DISCURSO SOBRE LA DICTADURA Y DISCURSO SOBRE LA BIBLIA Edición especial preparada por la Agrupación universitaria FUP, de la UNSAM, 2010

DONOSO CORTÉS- ENSAYOS... Y DISCURSO SOBRE LA DICTADURA

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JUAN DONOSO CORTÉS

ENSAYO SOBRE EL CATOLICISMO, EL LI-BERALISMO Y EL SOCIALISMO

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DISCURSO SOBRE LA DICTADURA Y DISCURSO SOBRE LA BIBLIA

Edición especial preparada por laAgrupación universitaria FUP, de la UNSAM, 2010

(Textos extraídos de http://www.laeditorialvirtual.com.ar)

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Juan Donoso Cortés Ensayo sobre el Catolicismo, el Liberalismo y el Socialismo

JUAN DONOSO CORTÉS

ENSAYO SOBRE EL CATOLICISMO, EL LIBERALISMO Y EL SOCIALISMO

Considerados en sus principios fundamentalesMadrid 1851

INDICE

Reseña……………………………………………………………………………………………………………………...……..3Biografía de Donoso Cortés por Santiago G.Herrero……………………………………………………………………………..3Libro primeroCapítulo I - De cómo en toda gran cuestión política va envuelta siempre una gran cuestión teológica ………………………...16Capítulo II - De la sociedad bajo el imperio de la teología católica……………………………………………………………..20Capítulo III - De la sociedad bajo el imperio de la Iglesia Católica………………………………………………………..……22 Capítulo IV- El Catolicismo es amor………………………………………………………………………………………….…27Capítulo V - Que nuestro señor Jesucristo no ha triunfado del mundo por la santidad de su doctrina ni por las profecías y mila -gros, sino a pesar de todas estas cosas………………………………………………………………………………...………....28Capítulo VI- Que nuestro señor Jesucristo ha triunfado del mundo exclusivamente por medios sobrenaturales……….………29Capítulo VII - Que la Iglesia ha triunfado de la sociedad a pesar de los mismos obstáculos y por los mismos medios sobrenatu -rales que dieron la victoria sobre el mundo a nuestro Señor Jesucristo……………………………………………………….…33Libro segundo Problemas y soluciones relativos al orden general………………………………………………………………………………35Capítulo I - Del libre albedrío del hombre……………………………………………………………………………….………35Capítulo II - Se da respuesta a algunas objeciones relativas a este dogma………………………………………………………37Capítulo III - Maniqueísmo. Maniqueísmo Proudhoniano………………………………………………………………………40Capítulo IV - De cómo se salva por el Catolicismo el dogma de la providencia y el de la libertad sin caer en la teoría de la riva-lidad entre Dios y el hombre…………………………………………………………………………………………………42Capítulo V - Secretas analogías entre las perturbaciones físicas y las morales, derivadas todas de la libertad humana…..……45Capítulo VI - De la prevaricación angélica y la humana grandeza y enormidad del pecado……………………………………47Capítulo VII - De cómo Dios saca el bien de la prevaricación Angélica y de la humana……………………………….………49Capítulo VIII - Soluciones de la Escuela Liberal relativas a estos problemas……………………………………………..……52Capítulo IX - Soluciones socialistas………………………………………………………………..……………………………55Capítulo X- Continuación del mismo asunto. Conclusión de este libro…………………………………………………………58 Libro tercero –Problemas y soluciones relativas al orden en la humanidad……………………………………………………………..………63Capítulo I - Transmisión de la culpa, dogma de la imputación……………………………………………………………….…63Capítulo II - De cómo saca Dios el bien de la transmisión de la culpa y de la pena y de la acción purificante del dolor libremen -te aceptado……………………………………………………………………………………………………..………………...66Capítulo III - Dogma de la solidaridad. Contradicciones de la Escuela Liberal…………………………………………………69Capítulo IV - Continuación del mismo asunto. Contradicciones socialistas……………………………….……………………73Capítulo V - Continuación del mismo asunto……………………………………………………………………………………78Capítulo VI - Dogmas correlativos al de la solidaridad: los sacrificios sangrientos. Teorías de las Escuelas Racionalistas acerca de la pena de muerte……………………………………………………………………………………………………………..80 Capítulo VII - Recapitulación. Ineficacia de todas las soluciones propuestas. Necesidad de una solución más alta……………84Capítulo VIII - De la encarnación del hijo de Dios y de la redención del género humano…………………………………...…86Capítulo IX -Continuación del mismo asunto. Conclusión de este libro………………………………………………………...89Conclusión………………………………………………………………………………………………………………………94

APÉNDICE 1Discurso sobre la dictadura- (4 de enero de 1849)……………………………………………………………………………………….94

APÉNDICE 2Discurso académico sobre la Biblia- (16 de abril de 1848) ……………………………………………………………………………101

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Juan Donoso Cortés Ensayo sobre el Catolicismo, el Liberalismo y el Socialismo

JUAN DONOSO CORTÉS

ENSAYO SOBRE EL CATOLICISMO, EL LIBERA-LISMO Y EL SOCIALISMO

RESEÑA

Juan Donoso Cortés, primer marqués de Valdega-mas, nació en Badajoz el 6 de mayo de 1809 y murió en París, desempeñando el cargo de embajador de Es-paña, el 3 de marzo de 1853. Descendiente por rama paterna del conquistador Hernán Cortés, recibió una esmerada educación y se destacó desde muy temprano por su inclinación a la metafísica, la filosofía y la historia. En 1832 publicó "Memoria sobre la situación actual de la monarquía" , una obra dirigida a Fernando VII. Después de ello, se dedicó por completo a la vida pública, destacándose como excelente orador. Llegó a ocupar puestos muy altos dentro del marco de su lealtad a Isabel II de cuya educación se ocupó por encargo de la reina María Cristina. Originalmente de simpatías liberales, los aconteci-mientos europeos de 1848 y la muerte de un hermano lo convencieron de distanciarse del liberalismo y reto-mar con profunda fe la religión en la que había sido educado. Su posición final quedó meridianemente cla-ra en un ya célebre discurso en el cual afirmó la su-premacía de la Iglesia Católica en todos los órdenes de la política y de la moral. El "Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo" que aquí puede consultarse se publicó en 1851, dos años antes de morir con apenas 43 años de edad. Los últimos años de su vida fueron de oración y sacrificio; de diálogo interno, de intensa piedad y de activa caridad. Su estilo de exposición alcanzó alturas rara vez igualadas de madurez y sólida argumenta-ción, llamando la atención de varios pensadores euro-peos, entre ellos Carl Schmitt quien demostró por él un profundo respeto y gran consideración intelectual. En el momento de su publicación, el "Ensayo" des-ató un mar de polémicas. Sin embargo, ya sea porque refleja en forma acabada la imperturbable certeza de una fe inconmovible, ya sea porque su estilo es ejem-plar en el desarrollo lógico de los argumentos, o bien por varios de sus párrafos que resultaron sorprenden-temente premonitorios, el hecho es que el "Ensayo" de Donoso Cortés es una de esas obras-clave de la filoso-fía política que ningún interesado en el tema debería dejar de leer y analizar. De hecho, la obra de Donoso Cortés, más allá de banderías políticas y hasta religiosas, sigue vigente y estimulando el intelecto de muchos. Su pensamiento político no ha dejado de influir, a veces en forma di-

recta, a veces indirecta; a veces, incluso, en los no po-cos denodados esfuerzos que se han realizado en inten-tos de rebatirla. El hecho no deja de ser una especie de milagro. Porque si hay un pensamiento político que va contra corriente, si hay un pensamiento políticamente incorrecto y radicalmente opositor, ése es el de Dono-so Cortés.

Donoso Cortés - Biografía 

«Yo represento la tradición, por la cual son lo que son las naciones

en toda la dilatación de los siglos. Si mi voz tiene alguna autoridad, no es,

señores, porque es la mía: la tiene porque es la voz de nuestros padres.»

Juan Donoso Cortés

Primeros años

Extremadura soportaba en 1809 enérgicamente, resis-tiendo hasta el límite, la presión del ejército napoleónico. Pero sus ciudades iban cayendo en manos del enemigo. El 28 de marzo fue ocupado Medellín. La población civil, ca-rente de medios de defensa; huía ante la proximidad de los gabachos. La familia Donoso Cortés, vecina de Don Beni-to, no fue ajena a estos sinsabores, agravados por el hecho de que la madre se encontraba muy próxima a dar a luz; tanto, que no pudo dar término a su viaje, y el 6 de mayo de 1809 le nacía un varón. Las circunstancias extraordina-rias de este alumbramiento, la zozobra anhelante de los campesinos extremeños que buscaban refugio frente al in-vasor de su patria, habían de estar presentes durante el res-to de su vida en el recién nacido, a quien la madre ofrendó a Nuestra Señora de la Salud, muy venerada en la parro-quia en que se le bautizó. Al neófito le fueron impuestos los nombres de Juan Francisco María de la Salud. El lugar exacto del nacimiento es origen de controver-sias. Lo cierto es que nació fuera de Don Benito y que fue bautizado en la parroquia más próxima al alumbramiento: la de Valle de la Serena. Los Donoso Cortés eran, y son, una familia de muy alto y antiguo abolengo, descendientes del conquistador de Mé-jico, Hernán Cortés, originarios, al parecer, de Aragón y establecidos en Extremadura desde hace varias generacio-nes. El padre del futuro marqués de Valdegamas era abo-gado, labrador y ganadero acomodado, lo que le permitía una amplia movilidad económica. Por esto se permitió el lujo de llevar a Don Benito un maestro que enseñara las primeras letras a sus hijos. Juan, a los once años, sabía ya algo de latín, y convenientemente aleccionado por el padre se trasladó a Salamanca para proseguir sus estudios. Esto era en el año 1820, el del pronunciamiento de Riego en Cabezas de San Juan, lo que indudablemente hace suponer que la vieja Universidad, ya acusada con anterioridad de doctrinas liberales, sería un foco de estas enseñanzas. El bagaje espiritual que Juan llevaba a Salamanca pro-venía, principalmente, de los desvelos de su madre, quien le inspiró una dulce y recia devoción por la Santísima Vir-

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gen, que fue, sin duda, una de las bases más seguras para el desarrollo del proceso de lo que él ha llamado su con-versión. No puede decirse que a la altura de su vida en que nos encontramos fuera ya un agudo lector de textos filosóficos, pero sí cabe señalar su afición a los temas históricos. La pluma acompañaba siempre sus lecturas, y en un cuaderno anotaba las impresiones y conclusiones a que llegaba. Hemos de suponer que los juegos ocuparían gran parte de su tiempo, para lo cual contaba con una buena colec-ción de hermanos –Pedro, Manuel, Francisco, María Jose-fa, Antonio, Ramón, Elena, María Manuela y Eusebio–, que habrían de ayudarle en sus travesuras, pues él era el mayor.

* * * En la Universidad de Salamanca permaneció Juan tan sólo un año. Cursó elementos de Aritmética, Álgebra y Geometría, y poca pudo ser la influencia filosófica que, por tanto, ejercieron sobre él los profesores salmantinos, seguidores entonces del sensualismo y utilitarismo, tan en boga, aun cuando sí es posible que despertaran en el joven Donoso el deseo de conocer las obras de estos autores. Terminado el curso, sus padres decidieron trasladarlo a Cáceres, al Colegio de San Pedro, sin duda para tenerlo más cerca. Este centro de enseñanza se fundó entonces con la categoría de Universidad Provincial. Allí cursó los dos últimos años exigidos para poder estudiar Jurisprudencia. El verano de 1823 Donoso lo pasa en Cabeza de Buey, y allí conoce a Quintana, precisado a refugiarse después de la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis, que aca-bó con el régimen liberal. La amistad entre ambos fue pronto profunda, de tal forma que el viejo político dotó de cartas de recomendación a Donoso, en las que hizo gran-des elogios de su joven amigo. Esta amistad es una in-fluencia preciosa en la primera formación política de Do-noso, pues fueron varios los veranos en que Quintana des-plegó ante él todas sus ilusiones constitucionales. En octu-bre de 1823 se traslada Juan a Sevilla, donde, después de justificar que tiene aprobada la Filosofía Moral, es admiti-do al segundo curso de Jurisprudencia, cuando contaba únicamente catorce años de edad. Sevilla ejerció sobre Juan el embrujo de su clima. Hizo versos, escribió dramas que jamás se estrenaron, asistió a tertulias y cenáculos literarios, tuvo sus primeras ilusiones amorosas... Gabino Tejado comenta así esta época de Do-noso. «Nuestro filósofo se trocó entonces en Bucólico Ba-tilo, que tuvo su correspondiente Dorila a quien consagrar enamoradas endechas.» De los amigos sevillanos de Dono-so recordamos a Pacheco, Gallardo, Sotelo, Cívico, Ulloa y J. Claro. Estos años de Sevilla fueron definitivos en la formación del carácter del futuro marqués de Valdegamas.

* * *

Terminados sus estudios de Jurisprudencia, Donoso marcha a Madrid con recomendaciones para diversos ami-gos de la familia que habitan en la Corte y lleno de ilusio-nes y de esperanzas. Inmediatamente de llegar se puso en contacto con los grupos literarios, y algún dinero debió de costarle, pues pronto pide a su padre aumento de la canti-dad que le tenía asignada. En una de estas tertulias debió

de conocer a Nicomedes Pastor Díaz, de quien se hizo ínti-mo amigo. Trató a Larra, pues fue a su entierro, y allí co-noció a José Zorrilla, que leyó una poesía sobre la tumba de «Fígaro». Desde entonces el vallisoletano concurrió a las reuniones de la casa que Donoso tenía en la calle de Atocha. Fundó revistas literarias, frecuentó Redacciones de pe-riódicos políticos, intrigó, se movió y consiguió ser cono-cido. Pero en otoño de 1828 el Colegio de Cáceres, del que había sido alumno, le llama para ser profesor del mismo, y le pide que haga el discurso de inauguración. En la confe-rencia hizo un recorrido histórico por las distintas culturas, comenzando con la caída del Imperio Romano, para seguir por la invasión de los bárbaros, el espíritu de las Cruzadas y entonar un encendido canto al siglo XVIII, del que dice que ha recogido en un solo punto todas las fuerzas que el espíritu humano ha podido adquirir. La contextura del dis-curso da clara idea de que fue preparado con todo cuidado y de que se había preocupado por tener en cuenta a los grandes creadores de sistemas filosóficos. El racionalismo preside todas sus tesis, y Tejado descubre en él un «eclec-ticismo propio». Durante la ceremonia inaugural del curso en Cáceres conoció a Teresa Carrasco, quien sintió inmediata admira-ción por aquel joven de mirada enérgica y segura que triunfaba con el discurso. De aquí partió una amistad sin-cera que terminó pronto –Donoso obraba con vehemencia cuando estaba convencido de la bondad de una causa– en boda. A principios de 1830 contrajeron matrimonio los dos jóvenes. En los dos años siguientes a la boda Donoso trabajó co-mo abogado junto a su padre. De esta época aparecen re-dactadas por él dos exposiciones a Fernando VII. Hacia 1832 volvió de nuevo a la Corte. El 13 de octubre de este año, con objeto de hacerse notar, escribe una Memoria, so-bre la situación actual de España, que es una alabanza de las dotes de Fernando VII y un duro ataque a los partida-rios del infante don Carlos. El primer punto en que se apo-ya Donoso para su labor política puede resumirse en estas líneas: defensa del trono de Isabel, adhesión a los princi-pios liberales con un sentido conservador y burgués, que le hará formar en la etapa siguiente en el grupo moderado, al que se adscribe resueltamente. La Memoria tuvo una feliz acogida en la prensa. Federico Suárez Verdeguer afirma que «el mayor servicio que podía haber recibido el libera-lismo español en 1832 lo prestó Donoso Cortés con su Me-moria sobre la Monarquía».

* * *

Donoso consiguió con su trabajo el efecto apetecido fue nombrado funcionario de la Secretaría de Estado y despa-cho de Gracia y Justicia, y un año más tarde –1834– obtie-ne su primer ascenso. Continúa su colaboración en periódi-cos y revistas, y por entonces publica sus Consideraciones sobre la diplomacia y su influencia en el estado político y social de Europa, desde la Revolución de julio hasta el tra-tado de la Cuádruple Alianza. En el prólogo, escrito des-pués de las terribles matanzas de frailes en Madrid el 17 de julio de 1834, y bastante después de la obra, se nota el gran efecto que en su ánimo hizo este sangriento hecho. Pero después de recusar a los impulsores de los desmanes, y ha-cer un canto a la religión, inexplicablemente, colaboró con

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Mendizábal, que, si no mató físicamente a los frailes, des-truyó sus casas y les secularizó, pretendiendo así darles muerte moral. En las Consideraciones hace la apología de la pequeña Isabel y ataca durísimamente al pretendiente don Carlos. Se muestra constitucionalista, admirador de la Constitu-ción de 1812, sin que le ofusque su brillo, apreciando sus defectos sin exagerar sus errores. «Mi corazón no simpati-za jamás con los que la desprecian, pero mi conciencia no me permite quemar incienso en sus altares.» Se muestra partidario del gobierno por la inteligencia, principio que ha de conservar por mucho tiempo. «La razón nos dicta y la Historia nos enseña que sólo en nombre de la inteligencia se puede dominar, porque sólo a ella pertenece el dominio absoluto de las sociedades.» No aparece muy clara su idea de la legitimidad. Rechaza que la unión de muchos hom-bres con sus votos pueda hacer un rey, pero basa la legiti-midad en el ejercicio, en la relación de los actos del sobe-rano con la justicia. Termina las Consideraciones haciendo un llamamiento a las Cortes que van a reunirse para que obren con discreción y procuren salvar el «divorcio» entre la libertad y el orden. Suárez Verdeguer ha encontrado en esta obra como objetivos principales: defender el trono, consolidar la libertad, sofocar la anarquía. La influencia de los doctrinarios franceses se ve clara a lo largo de este es-crito, como en el que nos hemos de ocupar a continuación. El Gobierno, tras la matanza de frailes, el alzamiento de los militares liberales en enero de 1835 y las medidas contra las Órdenes religiosas recién iniciadas, creyó opor-tuno asegurar, sobre bases más sólidas que aquellas en que se, apoyaba, el débil trono de la niña Isabel, y así proclamó el Estatuto Real, obra esencialmente de Martínez de la Ro-sa, y envió agentes a las distintas regiones españolas para lograr adhesiones a la causa de María Cristina. Donoso marchó a Extremadura, y debió de obtener un éxito sobre-saliente, ya que se le premió dándole la categoría de fun-cionario más antiguo y una condecoración. El folleto La Ley Electoral, considerada en su base y en sus relaciones con el espíritu de nuestras instituciones fue comentado por Pastor Díaz muy favorablemente, pues vino en el momento más preciso para hacer triunfar la tesis de la elección directa sobre la indirecta, que contaba con mu-chos partidarios. El espíritu que alienta esta producción donosiana hace decir a Suárez Verdeguer: «Es el momento en que Donoso está caído, el punto más bajo de la evolu-ción.» En realidad, continúa defendiendo al Gobierno de la inteligencia como único capaz de constituir y mantener unidas a las sociedades. El triunfo de la inteligencia se lo atribuye a Lutero: «Él secularizó a la inteligencia, que, una vez emancipada, debía dominar como señora.» Esta obra fue completada por la Revolución francesa. Si el Gobierno pertenece a la inteligencia, han de gobernar los más inteli-gentes, es decir, las aristocracias legítimas. Lo interesante: ya no es, pues, el origen del Poder, sino las manos que lo ejercen, y por ellas se legitima. A través de las breves pá-ginas del escrito se nos muestra un Donoso racionalista. También triunfa con esta nueva obra, y es nombrado jefe de Sección por Gómez Becerra, y más tarde –el 8 de mayo de 1836–, secretario del Gabinete de la Presidencia del Go-bierno, que por aquel entonces ostentaba Mendizábal, el reformador del panorama religioso español, y al caer éste, dimite de sus cargos. Sobre esta colaboración, como ya he-

mos dicho, no hay una explicación lógica que hacerse, y nada puede justificarla. Donoso, pese a su gran labor política, no perdió afición a las tertulias literarias, y en 16 de noviembre de 1835 asis-te a una reunión para reorganizar el Ateneo y obtiene votos para ser nombrado secretario. Después fue uno de los más asiduos concurrentes. Ocurre entonces en la vida íntima de Donoso un suceso excepcional que va a imprimir carácter a su existencia. A poco de morir la hija única de su matrimonio, muere la es-posa en el verano de 1835. Él será ya, por siempre, un gran solitario. En los momentos difíciles no tiene el consuelo que le ayude a soportar los duros trances; en los felices no encuentra con quién compartir sus éxitos. Pero quizá a esto debamos el Donoso que vamos a buscar, porque su soledad le llevó a la meditación, y allí, escudriñando en las profun-didades de su conciencia, con la gracia de Dios, encontró la verdad, a la que había consagrado su vida. No era hom-bre dado a proclamar sus sentimientos íntimos, pero Veui-llot, íntimo amigo del marqués de Valdegamas, nos habla de que la imagen de Teresa no se separó un momento de él y la conservó siempre un fiel recuerdo, hasta el punto de que en París a todas las niñas de quien, muchas veces por motivos de caridad o apostolado, fue padrino les impuso el nombre querido de su esposa. Desde la muerte de Teresa, Donoso no conoció el amor de otra mujer. El proclamar esto es uno de los mejores homenajes a este hombre de al-ma exquisita.

El político liberal

En 1836 Donoso alcanza un puesto codiciado para que su voz se oyera en el país: es elegido diputado a Cortes por la provincia de Badajoz. En las colecciones de periódicos de la época, especialmente en El Correo Nacional, donde se dan amplias referencias de las sesiones del Congreso de Diputados, aparece el nombre de Donoso frecuentemente. Sus intervenciones, si no muy numerosas, son las suficien-tes para hacer que su nombre sea conocido. La actuación periodística de Donoso es ahora mucho mayor. Fue redactor de La Abeja (1834-36), El Porvenir (1837), El Correo Nacional (1838), El Piloto (1839), y co-laboró en la Revista de Madrid, El Heraldo (1842), El Tiempo (1846), El Faro (1847), El País (1849), La Época (1849) y La Coalición, de Badajoz. El hecho más importante de su actuación pública fue el Curso de Derecho Público, que dio por encargo del Ateneo de Madrid en su salón de actos, y que desarrolló del 22 de noviembre de 1836 al 21 de febrero de 1837. Estas leccio-nes han sido desigualmente juzgadas, y generalmente mal. Joaquín Costa, sin embargo, llega a decir que son el más importante tratado técnico político desde Suárez. La obra fue duramente criticada por El Eco del Comercio, donde llegó a llamarse a Donoso «Guizotín». Para nosotros la im-portancia de las lecciones reside en que marcan un punto interesante en el itinerario de la transformación ideológica de Donoso. Comienza señalando un conflicto –que tam-bién encarnaba en él– representado por la autonomía de la razón, como principio social armonizador, y el de la liber-tad, como destructor de la armonía social. «Las inteligen-cias –la razón– se atraen. Las libertades se excluyen. La ley de las primeras es la fusión y la armonía; la ley de los segundos, la divergencia y el combate. Este dualismo del

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hombre es el misterio de la Naturaleza y el problema de la sociedad.» Para superar el dualismo se precisa de una cohesión –el Gobierno–, que no es otra cosa que «la socie-dad misma en acción». Aquí aparece la idea, bien moder-na, del Estado como movimiento. La acción del Gobierno tiene un límite que no puede traspasar, y cuando lo hace se convierte en despotismo. Importante es su exposición acer-ca de la soberanía; hay dos soberanías: la del derecho y la de hecho; la primera reside en la razón absoluta; la segun-da, en la razón limitada, que es un reflejo de la anterior, y la poseen los distintos miembros de la sociedad con arre-glo a sus distintas capacidades. Los representantes del pue-blo son los más capaces en teoría, según cree Donoso, por lo que el Gobierno debe ser representativo. En las leccio-nes hay atisbo de algo que le obsesiona durante toda su vi-da, y es que tanto la revolución como la dictadura son ne-cesidades transitorias de la vida política. En 1837 publicó el folleto titulado Principios constitu-cionales aplicados al principio de Ley fundamental presen-tado a las Cortes por la Comisión nombrada al efecto. Se ha querido ver en este trabajo la primera iniciativa para el cambio ideológico de Donoso. Critica la clásica división de poderes diciendo que es un absurdo, pues siempre do-mina el más fuerte. Afirma la necesidad de reforzar el po-der del Monarca –la Familia Real es la depositaria de la in-teligencia que le han legado los siglos– y afirma que «cuando la persona que se sienta en el trono está despojada de él –el Poder–, esa persona es un súbdito con diadema». Las Cortes son «una institución sublime, sólo inferior en importancia al trono», pera no son Poder. Concibe aquí la sociedad organizada jerárquicamente, en cuya cima coloca al Monarca. Piensa que además de la Cámara popular debe haber otra elegida por el Monarca, sin intervención popu-lar. Termina con esta advertencia: «Representantes del pueblo: No desarméis al trono delante de la democracia, ni al Poder delante de las facciones, porque ahora más que nunca es débil el Poder, es fuerte el pueblo.» Se nota un largo camino recorrido desde las Lecciones de Derecho político, y no digamos nada de las Considera-ciones sobre la diplomacia, hasta este folleto. Donoso ha sentido vacilar ya sus convicciones con las duras experien-cias a que la realidad de su tiempo le ha sometido, y al contraponer sus creencias a los hechos se ve precisado a avanzar insensiblemente hacia puntos por él ignorados. Po-co después, en julio de 1838, publica en El Correo Nacio-nal, con el título «Polémica con el doctor Rossi y juicio crítico acerca de los doctrinarios», un artículo, en el que muestra su distanciamiento de los antiguos maestros fran-ceses, a los que dice que fueron aptos para gobernar en una época de transición, por faltarles el «dogma filosófico, po-lítico, y social que la sociedad buscaba, pero que cayeron por no saber darle la seguridad ideológica apetecida». Merecen mención otros dos escritos de esta misma épo-ca: España desde 1834 y De la Monarquía absoluta en Es-paña, donde sigue avanzando en su mutación ideológica. Esta variación en la postura ideológica de Donoso le acerca a los círculos más próximos a María Cristina, ante la hostilidad de los progresistas capitaneados por Esparte-ro. El 13 de enero de 1840 es nombrado nuevamente jefe de Sección del Ministerio de Gracia y Justicia y obtiene acta como diputado por Cádiz. El 17 de julio de 1839 mar-cha a Francia, después de obtener permiso en su cargo ad-ministrativo. Bien había observado el panorama político.

El 12 de octubre la reina gobernadora resigna la Regencia, y el 17 embarca en Valencia para Marsella. Allí debió de encontrar a Donoso, quien le redactó el Manifiesto que di-rigió a la nación española. La relación entre Donoso y la reina fue constante en el exilio, y de ella nació una leal de-voción que nuestro hombre profesó siempre –si bien los últimos años de su vida se amenguó mucho– a la última esposa de Fernando VII, y que ésta le devolvía en una gran confianza y afecto. Así, le propuso para formar parte de un Consejo de tutela de las infantas Isabel y Luisa Fernanda, aun cuando el Gobierno no le admitió y nombró tutor úni-co a Agustín Argüelles. Después de una entrevista en Lyon entre el caballero extremeño y María Cristina, ésta le envió a Madrid con el fin de conseguir un acuerdo con Espartero, nombrado regente del Reino, sobre la cuestión de la tutela, misión en la que fracasó. Donoso, tras publicar en los pe-riódicos de la Corte un artículo en el que defendía los re-gios derechos, regresó nuevamente a París, y tomó amplio contacto con los círculos artísticos y literarios. El Instituto Histórico de París le incorporó a su seno como miembro del mismo. No hay datos concretos para explicar sus rela-ciones durante esta época con los elementos de la escuela tradicionalista francesa, pero se nota que los había leído en sus Cartas al Heraldo y que alguno de ellos, concretamente De Maistre, le había impresionado. Sus consideraciones sobre la guerra, el sacrificio y el dolor, como elementos purificadores, estuvieron siempre presentes en Donoso. «Que entró dentro de la sociedad francesa y no estuvo apartado de ella, como afirma Schramm, lo prueba el que en sus escritos hace desfilar a todos los personajes más re-presentativos de la Francia de entonces.» Noticias, aunque bien escasas, sobre las actividades po-líticas del futuro marqués de Valdegamas en París nos di-cen que actuó como secretario de la propia María Cristina e intervino, por encargo de la reina, en la pacificación de la lucha surgida en el destierro entre los elementos militares y civiles, sobre todo después del fracasado intento de rap-tar a las infantas del Palacio de Oriente. Participó en la lla-mada Orden Militar Española, fundada en la capital fran-cesa como sociedad secreta para trabajar confidencialmen-te en la tarea de hacer caer a Espartero, a quien apoyaban sus «ayacuchos», y al que el país veía con disgusto ante el secuestro, más o menos evidente, en que tenía a la futura reina Isabel. En estas actividades antiesparteristas trabó Donoso amistad con el general Narváez, «el espadón de Loja», cuya figura había de tener tan extraordinaria impor-tancia en el futuro. Tras la famosa «Salve» de Olózaga en el Parlamento y el abandono del país por Espartero, con el triunfo de la su-blevación de Narváez, Donoso regresa a España en octubre de 1843, y reanuda sus tertulias en el Parnasillo, a las que acudían Pastor Díaz, Pacheco, Zorrilla y Campoamor. A poco de regresar a Madrid, Donoso fue nombrado di-putado a Cortes por Badajoz y, como en legislaturas ante-riores, fue un asiduo concurrente a las sesiones del Parla-mento. Su primera intervención de importancia política fue al defender la proclamación de la mayoría de edad de Is-abel II un año antes de lo que disponían las leyes. Se le aclamó reina de España el 8 de noviembre de 1843. Con la nueva reina, su madre, María Cristina, se comu-nicaba por medio de Donoso. Las cartas eran enseñadas a Isabel, y como no convenía que se guardaran en Palacio, las conservaba el propio Donoso. En reconocimiento de su

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lealtad, el 30 de marzo de 1844 fue nombrado secretario particular de S. M. Isabel II, «con ejercicio de decreto», conforme a los deseos expresados por su madre. María Cristina le encargó, además, de todo lo relativo al testa-mento de Fernando VII, y en 12 de septiembre de 1846 se le nombró curador ad litem de la infanta Luisa Fernanda, y en octubre de 1845, consejero de Administración de Su Majestad. Siguiendo esta verdadera lluvia de mercedes, Donoso fue nombrado representante de Isabel II «en comisión es-pecial y con el carácter de ministro plenipotenciario» cerca de S. M., viuda en París, con el sueldo de 100.000 reales anuales para invitarle a regresar a Madrid; pero como esto llevaba anejo el complicado problema del matrimonio de la viuda de Fernando VII, fue uno de los que más trabaja-ron para que se concediera a su nuevo esposo, don Fernan-do Muñoz, hijo del estanquero de Tarancón, el ducado de Riansares. Salvando los inconvenientes y reparos que al regreso de María Cristina ponían Francia e Inglaterra, el 28 de febrero pasó la ex reina la frontera, y el 12 de marzo fue recibida en Valencia, de donde años antes había partido, con un discurso de Donoso Cortés, que por entonces reci-bió la gran cruz de Isabel la Católica. En 1 de octubre de 1845 se le nombró también gentilhombre de Cámara, con ejercicio. Nuevamente fue elegido diputado por Badajoz, y se le designó para formar parte, como secretario, de la Comisión de Reforma Constitucional. Redactó el informe y defendió el proyecto en la Cámara. Por este hecho concreto, Donoso rompió la relación íntima que hasta entonces le había liga-do al grupo moderado, que entonces se llamaba «puri-tano». La reforma significaba tanto como un paso más ha-cia el orden, era como un avance por el mismo camino por el que él marchaba personalmente. Dos eran sus puntos principales: dar un estado de solidez y garantía a las rela-ciones de la Iglesia y el Estado, y ante la proximidad del casamiento de la reina y su hermana, heredera del trono, darles una más amplia libertad en cuanto a la elección de esposo; así, se adoptó el acuerdo de que las Cortes debían ser enteradas simplemente sobre el proyectado enlace. Otro punto de amplia discusión, que defendió Donoso con gran apasionamiento, fue el de la elección de senadores del Reino, que atribuyó solamente al monarca, para establecer «entre el Senado y el Congreso la diversidad que procede de su origen». El dictamen sobre la Reforma, atribuido por todos los autores íntegramente a Donoso, y publicado has-ta ahora como suyo en todas las ediciones de sus Obras, comienza con una tajante afirmación, que indica bien a las claras su contenido: «La Reforma cuenta por adversarios a los que no reconocen a las Cortes, con el rey, la potestad de hacer en las Constituciones políticas aquellas mudanzas y correcciones que aconsejan a veces la variedad de los tiempos y el bien del Estado.» La fórmula de «las Cortes con el rey», tan tradicional en nuestro derecho público, es el reconocimiento expreso del valor de las instituciones se-culares. «Las Cortes con el rey son la fuente de las cosas legítimas.» A pesar de ello sigue condenando la fundamen-tación de la soberanía, tanto en el cielo como en la volun-tad del pueblo. En el discurso, de forma tajante, rompe ya toda relación con el partido moderado. Lafuente dice que «en 1842 esta-ba Donoso sediento de afirmaciones y muy enojado contra las negociaciones y las dudas». fue esto, sin duda, lo que le

llevó a esta situación con los puritanos, a los que acusa de no haber valorado debidamente los elementos políticos ne-tamente españoles, entregándose, por el contrario, a ideas extrañas. Habla con calor de su idea de la Monarquía. «Es-paña, señores, ha sido siempre una Monarquía: esa Monar-quía en toda la prolongación de los tiempos, ha sido una Monarquía democrática. ¡La Monarquía! Ved ahí para no-sotros la realidad política. ¡El catolicismo! Ved ahí para nosotros, para todos, pero especialmente para nosotros, la verdad religiosa.» El alma inquieta de Donoso ha alcanza-do ya una verdad, una verdad en la que empieza a encon-trar descanso y sosiego. Pero le interesa que su idea de la democracia no se confunda. «Cuando yo hablo de la Mo-narquía democrática, el Gobierno democrático, no hablo de la Monarquía de las turbas. La Monarquía democrática –ésa es su definición en aquel momento– es aquella en que prevalecen los intereses comunes sobre los intereses privi-legiados, los intereses generales sobre los intereses aristo-cráticos. Esta es la Monarquía democrática.» La Historia le diría a Donoso que no hay más democracia posible que la de las turbas, en cuanto se admite el principio de contar con esa misma masa, a la que él oponía su veto. La vida parlamentaria del político extremeño llegó a ser en estos años mucho más intensa que lo había sido hasta entonces. Su voz se dejó oír a menudo en las Cortes, y se valoraron en más sus intervenciones, que llegaron a escu-charse con sensación por la influencia que ejercía en la Cá-mara. A pesar de todo, Donoso continuó siendo un solita-rio. «O bien porque le faltaron ciertas prendas de carácter, o bien porque su talento práctico no valiera tanto como su talento especulativo, dado que no sea absurda esta distin-ción de talento, o bien porque las circunstancias entran por mucho en el encumbramiento y buen éxito de los nombres, Donoso Cortés, aunque llegó a formar secta, escuela o se-miescuela, de la que fue jefe, jamás fue, ni capitaneó si-quiera, no ya un partido político activo y militante, pero ni siquiera una pequeña facción.» Otro discurso de importancia en esta época es el que pronunció el 15 de enero de 1845, referente a la dotación de culto y clero, cuando se discutía el proyecto del Go-bierno de Narváez. En él expone, de acuerdo con las ideas de De Maistre, su opinión de que las revoluciones son obra de los designios de la Providencia, y aporta un importante cambio de sus ideas anteriores. «La autoridad pública, con-siderada en general, considerada en abstracto, viene de Dios; en su nombre se ejerce la doméstica del padre; en su nombre, la religiosa de los sacerdotes; en su nombre, la po-lítica de los gobernantes de los pueblos, y el Estado, me encuentro autorizado para decirlo lógicamente, debe ser tan religioso como el hombre.» Afirma que la suprema re-ligiosidad del Estado consiste en reconocer a la Iglesia, y que siendo las dos sociedades de naturaleza distinta, esta independencia puede conservarse sin esfuerzo. Propone que se haga el clero propietario de renta perpetua del Esta-do, como medio seguro de atender a su subsistencia y con-sagrar su independencia. Por primera vez, y única, Donoso levantó la bandera de la necesidad de constituir un partido político nacional que acabe con las diferencias de grupos y banderías. «La cuestión ésta consiste en hallar un terreno bastante alto, bastante desembarazado para que en él pueda evolucionar libremente un partido nacional que ahogue la voz de todos los otros partidos.» Los partidos deben unirse en lo que para él constituye la verdad española, y han de

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ser «muy liberales, muy populares, muy monárquicos, muy religiosos». Se echa de ver, fácilmente, cómo lo mejor del discurso es la idea que en él alienta, pues difícilmente el li-beralismo, esencialmente diversificador, puede unir, y Do-noso prosigue haciéndolo base de su sistema. El discurso sobre los regios enlaces de Isabel II y Luisa Fernanda, del que ya hemos hablado anteriormente, valió a Donoso ser nombrado vizconde del Valle y marqués de Valdegamas, con grandeza de España, así como que el Go-bierno francés le hiciera gran oficial de la Legión de Ho-nor. No faltaban quienes le viesen con desdén o sobrecejo bogar tan prósperamente en las olas agitadas del desdén cortesano; y aun de sus amigos sinceros solía de cuando en cuando, en el seno de la mutua confianza, desprenderse una chispa de ingenio, cuando no un manifiesto reproche por aquel aluvión de blasones que se iban acumulando pa-ra decorar un nombre, que sin ellos ciertamente era ya bas-tante ilustre. Donoso, a quien ni las ingeniosidades ni los reproches en este asunto ofendían jamás, tenía para todos una respuesta que él mismo, en tono familiar, formulaba así cierto día, dirigiéndose a uno de sus amigos verdade-ros: «Diga usted: si usted fuera un rabioso demócrata, y para ganar voluntades necesitara frecuentar encrucijadas tabernas, ¿qué traje usaría usted? ¿No le sería más conve-niente ir con chaqueta al hombro, garrote en mano y colo-rado gorro frigio? Pues aplique usted el cuento, amigo mío, todo lo que mis ideas tienen que hacer en el mundo, se hace principalmente en los palacios, ¿qué traje quiere usted que me ponga sino el que usan los palaciegos?» El ciclo de la actuación parlamentaria de Donoso du-rante esta temporada se cierra con su intervención acerca de las relaciones de España con el extranjero, al discutirse en las Cortes el proyecto de contestación al discurso de la reina. Su primera afirmación es tajante: «España no ha te-nido desde mucho tiempo acá una política exterior propia-mente dicha.» Para él hay tres países en la época de su in-tervención parlamentaría que la tienen: Inglaterra, que quiere a todo trance conservar sus mercados y crear otros nuevos; Rusia, que aspira a conservar sus conquistas y pre-pararse para ampliarlas; Estados Unidos de América del Norte, con el deseo de lograr que el principio de libertad de los mares sea reconocido, y su voluntad de asegurar y convencer que América es para los americanos, y que Eu-ropa no tiene derecho a intervenir en los asuntos del Nuevo Continente. De los demás países, Italia está para él bajo el protectorado de Austria; Bélgica, bajo el protectorado de Europa; los pueblos alemanes, bajo el influjo de la Confe-deración, y la Confederación recibe los impulsos de Berlín y Viena, y éstos están sometidos a la influencia de Rusia. Francia no tiene política exterior aun cuando la busca, y España ni la tiene ni la busca. Habló también en este discurso de las relaciones de Es-paña con Francia y Portugal. Cree que la nación vecina ha buscado nuestra amistad cuando se ha encontrado débil, y, sin embargo, nos ha menospreciado al sentirse poderosa. Nuestro punto de fricción con los franceses lo encuentra en África. Pero en realidad Francia no puede hacer nada en este continente sin nosotros, ya que si geográficamente so-mos una barrera entre los dos, cultural, política y religiosa-mente, nuestras ideas, aun cuando europeas, están influidas de su proximidad al África. «Francia no puede acudir a la asimilación; ¿qué le resta? Acudir al exterminio; pero para el exterminio, prescindiendo de que no es arma puesta al

servicio de las naciones civilizadas, prescindiendo de que no civiliza a los exterminados y barbariza a los extermina-dores, es necesario contar con la alianza del tiempo.» Pero Donoso ve que Francia no tiene tiempo, pues sus ejércitos de África habrá de llevarlos con el tiempo a defender las fronteras del Rhin. España no ha sabido sacar partido de las desventajas de Francia en África, porque nadie se ha planteado seriamente nuestra misión en este Continente, y, sin embargo, «el interés permanente de España es o su do-minación en África, o impedir la dominación exclusiva de cualquiera otra nación. Digo que es nuestro interés perma-nente porque no es de partido; es español. No pasa con los meses ni con los años; es interés que se prolonga con los siglos». A Inglaterra la juzga duramente, como en otros de sus trabajos. «La Inglaterra, señores, no aspira a la posesión material del globo. La Inglaterra se contenta con conside-rar al globo como si fuera un inmenso campo de batalla y ocupar las posiciones más ventajosas, las posiciones estra-tégicas, como si dijéramos, los puntos fortificados; es el sistema de Inglaterra. Esto no quiere decir que Inglaterra aspira a la posesión material de la Península. La Inglaterra, señores, se contenta con tener en la Península dos magnífi-cas posiciones: una, en la boca del Estrecho; otra, en las costas del Océano: Gibraltar y Lisboa. Ahora bien, seño-res, de esto resulta que la Inglaterra está más cerca de no-sotros que la Francia. Si la Francia está en nuestras fronte-ras, la Inglaterra está en nuestro territorio; si la Francia es-tá a nuestras puertas, la Inglaterra está en nuestra casa; lo que tenemos que temer nosotros de Inglaterra, lo que In-glaterra está realizando va, si puede decirse así, es el rom-pimiento de nuestra unidad territorial.» «La dominación exclusiva de la Inglaterra en Portugal es nuestro oprobio. La nación no puede consentirla, la nación no lo consentirá; no lo consentirá, señores, porque la potencia que sea seño-ra de Portugal es tutora de España, y el pueblo español, caído y todo como está, postrado en el suelo como lo ve-mos, conserva todavía, señores, suficiente dignidad viril para no consentir caer bajo la perpetua tutela como la mu-jer romana.» Donoso sigue ascendiendo a la carrera en el camino de su evolución política, acompañada de una profunda trans-formación religiosa. Su espíritu se halla en marcha, la gra-cia del Señor le ha tocado el alma. Sólo hacen falta los acontecimientos precisos que le disparen hacia lo alto.

La transformación de Donoso

El primer signo de esta transformación es su comenta-rio sobre las reformas de Pío IX, a los que ya hicimos refe-rencia. Es hijo sumiso de la Iglesia, y como tal, no encuen-tra sino justificaciones para la actuación del Papa. Pero ahora se producen hechos importantes que van a mover su alma. El camino de su mutación se inicia, como él mismo confiesa, según el testimonio del conde de Bois-le-Comte con la amistad de un hombre que le ejemplariza con su conducta, que le dijo basaba únicamente en su con-dición de católico. Quiso imitar desde ese día a aquel santo varón, y la fe religiosa que estaba aletargada en lo más ín-timo de su ser, ayudada por un movimiento de la Gracia, comenzó a despertarse y a formar parte viva de su estruc-tura mental y de la conducta del joven político. Que nunca dejó de ser católico lo prueba el hilo de sus escritos y dis-

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cursos que hemos seguido hasta ahora, aunque en muchas ocasiones su fogosidad y su pasión dejasen en segundo tér-mino su sentido religioso. La expresión exacta sería decir que el catolicismo estaba presente en su vida, pero no con una vigencia real y plena. Esto se desprende de la carta del mismo Donoso a Blanche-Raffin, tan traída y llevaba por cuantos se han ocupado de su vida: «Yo siempre fui cre-yente en lo íntimo de mi alma; pero mi fe era estéril, por-que ni gobernaba mi pensamiento, ni inspiraba mis discur-sos, ni guiaba mis amores...» La remoción del tesoro de la fe católica que se produce en su vida al contacto con el hombre bueno le hace sentir el deseo de asirse a verdades absolutas, de no andar más entre vacilaciones. En estos años de lucha y de zozobra interior se producen simultá-neamente otros dos hechos decisivos en su evolución. En 1817 muere su hermano más querido, Pedro, hombre afi-liado al partido carlista, de profunda religiosidad, y su muerte edificó de tal suerte a Juan, que por esto, y también por su contacto directo con la muerte en una época de pro-funda lucha interior, se sometió completamente al espíritu que alentaba dentro de él. En su carta al marqués de Raffin de 21 de julio de 1849 lo confiesa sinceramente: «Tuve un hermano a quien vi vivir y morir, y que vivió una vida de ángel y murió como los ángeles morirían si muriesen. Des-de entonces juré amar y adorar, y amo y adoro... –iba a de-cir lo que no se puede decir–, con ternura infinita, al Dios de mi hermano. Dos años van ya recorridos de aquella tre-menda desgracia... Vea usted aquí, amigo mío, la historia íntima y secreta de mi conversión... Como usted ve, aquí no ha tenido influencia ninguna ni el talento ni la razón; con mi talento flaco y con mi razón enferma, antes que la verdadera fe me hubiera llegado la muerte. El misterio (porque toda conversión es un misterio) es un misterio de ternura. No le amaba, y Dios ha querido que le ame, y le amo; y porque le amo, estoy convertido.» Bien claro se de-duce de estas líneas que Donoso percibió el golpe de la Gracia llamando a su corazón, y su alma –llena de ternura, dice él– se entregó por completo. Hasta hoy día el que con más cuidado y éxito ha estu-diado el proceso de transformación de Donoso ha sido Suárez Verdeguer en su trabajo Evolución Política de Do-noso Cortés. Para él es preciso separar cuidadosamente los dos aspectos de su conversión: el intelectual y el religioso, y aunque el método es justo, no cabe dejar de consignar que es preciso andar apoyado en sus avances en un campo para comprender los logrados en el otro. Para su mutación política es preciso tener en cuenta los graves sucesos revo-lucionarios que se producen en toda Europa, excepto en In-glaterra y en España, en el año 1848, y que le intiman a en-trar por un camino en el que la transformación de su ideo-logía política es ya completa. No olvidemos tampoco en este punto que su hermano Pedro era, como hemos dicho, carlista. Schramm considera importantísima en toda la evolución de Donoso su posición política. La nueva posición de Donoso acrecienta su soledad, y ahora ya, por su gran influencia política, va a ser atacado duramente, incluso por su amigos de antes, que le ven triunfar, aun a pesar de su rígida e inflexible ideología. En unas coplas epigramáticas le llaman «mártir plenipotencia-rio, ex diputado y marqués», y le dieron el apodo ridículo de «Quiquiriquí». Desde aquel momento, excepto su intervención en la desavenencia entre los regios esposos –de la que Natalio

Rivas ha hablado–, no actúa en la concreta y pequeña polí-tica diaria, apegada a las circunstancias del momento. Él mismo se considera despegado de la tierra: «Yo estoy can-sadísimo y fatigadísimo de todo; como, por otra parte, ten-go la seguridad de que, todo se lo ha de llevar el diablo, no sería extraño que me metiera en mi casa para ver desde el interior de nuestra provincia cómo fracasa la nave; esto de luchar y luchar sin esperanzas es duro.» Lo dice en 20 de julio de 1851, y poco más tarde afirma: «No puedo menos de felicitar a usted por su propósito de separarse de la polí-tica activa. Este es también mi propósito, y a él arreglo ya mi conducta. Las cosas de la religión me ocupan exclusi-vamente.» Ha sido el propio Donoso quien ha señalado con su misma pluma la transición de una de sus épocas a la otra. En la Colección escogida de sus escritos, que se publicó poco antes de la revolución del 48, dice: «El autor de los escritos que componen esta colección no la publica porque ponga en ella su vanidad, ni porque la estime en mucho; la publica sólo para dar muestra de deferencia a sus amigos, que deseaban hace tiempo ver reunidos los escritos que so-bre materias graves he improvisado en cuestiones críticas o solemnes. Resuelto, por otra parte, de hoy más en nuevos derroteros y rumbos en las ciencias sociales y políticas, ha creído que esta colección podría servir para señalar a un tiempo mismo el término de una época importantísima de su vida y el principio de otra que no ha de ser menos im-portante.» Esta es una prueba más de que, contra lo que opina Schramm, no fue la revolución del 48 lo que influyó decisivamente en su conversión. Si no cabe menospreciar la reacción que ello supone en su ánimo, no cabe darle una importancia excepcional. «La revolución de febrero –dice Tejado– no es la única ni la principal siquiera de las expli-caciones naturales del ardor con que se arrojó en los estu-dios teológicos, embebiendo su alma en los arrobamientos del misticismo. Lo que hizo esa revolución fue confirmar sus creencias, exaltar por la doctrina que se había apodera-do de su espíritu y dotarla de sin igual pujanza para com-batir los que con harta razón juzgaba consecuencias desas-trosas de sus doctrinas opuestas.» Confirmaciones de este cambio es que al ser llamado a la Real Academia Española se dedica al estudio de la Bi-blia, y su discurso de ingreso en la Corporación –16 de abril de 1848– versó precisamente sobre la Sagrada Escri-tura. De esta época son los más conocidos discursos de Do-noso: el llamado «sobre la Dictadura», pronunciado el 4 de enero de 1849, y el que versa «sobre Europa» –30 de enero de 1850–, en los que el camino de su evolución política es-tá ya noblemente, alcanzado. Las dos oraciones parlamen-tarias han recorrido ayer el mundo, y vuelven a recorrerlo hoy, llenando de asombro y admiración. No siempre las in-terpretaciones son justas ni desinteresadas, pero la fuerza de su contenido queda patente con la juventud permanente de sus argumentos. La reciente publicación en España del libro de Carl Schmitt Interpretación europea de Donoso Cortés ha hecho surgir una polémica sobre la verdadera idea de la Dictadu-ra de Valdegamas. Las ideas claras, sin retorcimiento nin-guno, son en este punto fáciles de percibir. Se trata de un discurso pronunciado en plena situación anormal de Espa-ña, rodeada por una Europa en la que la revolución ha he-cho presa. La única posibilidad en aquellos momentos está

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representada por el general Narváez, quien, con la fuerza que le da su grado militar, es el único que puede mantener el orden. Los progresistas le atacan en el Parlamento por la suspensión de garantías constitucionales que consiguió Donoso, que se da cuenta exacta de la situación, defiende al duque de Valencia, partiendo de que más que las leyes importa la sociedad para quien están hechas. «El principio de su señoría –el progresista Cortina–, bien analizado su discurso, es el siguiente: en política interior, la legalidad: todo por la legalidad; la legalidad siempre, la legalidad en todas las circunstancias, la legalidad en todas las ocasio-nes; y yo, señores, que creo que las leyes se han hecho pa-ra las sociedades, y no las sociedades para las leyes, digo: la sociedad, todo para la sociedad, todo por la sociedad; la sociedad siempre, la sociedad en todas sus circunstancias, la sociedad en todas ocasiones. Cuando la legalidad basta para salvar la sociedad, la legalidad; cuando no basta, la dictadura. Señores, esta palabra tremenda (qué tremenda es, aunque no tanto como la palabra revolución, que es la más tremenda de todas); digo que esta palabra tremenda ha sido pronunciada aquí por un hombre que todos conocen; este hombre no ha sido, por cierto, de la madera de los dic-tadores. Yo he nacido para comprenderlos, no he nacido para imitarlos. Dos cosas me son imposibles: condenar la dictadura y ejercerla.» «... Digo, señores, que la dictadura, en ciertas circunstancias, en circunstancias dadas, en cir-cunstancias como las presentes, es un Gobierno legítimo, es un Gobierno bueno, es un Gobierno provechoso, como cualquier otro Gobierno; es un Gobierno racional, que pue-de defenderse, en la teoría, como puede defenderse en la práctica.» Para explicar más su idea, Donoso acude a un sí-mil. Dice que el cuerpo social, al igual que el cuerpo hu-mano, debe concentrar todo el poder para luchar contra las fuerzas invasoras del mal, cuando el mal se concentra en asociaciones políticas para agrupar sus posibilidades contra el Gobierno. Se atreve luego a decir que así como Dios ha impreso unas leyes a la Naturaleza, que comparándolas con el or-den político pudiéramos llamar constitucionales, así tam-bién las suspende algunas veces, quebrantándolas con el hecho sobrenatural o milagroso, que se corresponde en lo político con el hecho extraordinario de la dictadura. Para él «la cuestión, reducida a sus verdaderos términos, no con-siste ya en averiguar si la dictadura es sostenible, si en ciertas circunstancias es buena; la cuestión consiste en ave-riguar sí han llegado o pasado para España estas circuns-tancias». Repasa los acontecimientos revolucionarios a lo largo del año 48, y dice: «La cuestión no está entre la li-bertad y la dictadura; si estuviera entre la libertad y la dic-tadura, yo votaría por la libertad, como todos los que nos sentamos aquí. Pero la cuestión es ésta, y concluyo: se tra-ta de escoger entre la dictadura de la insurrección y la dic-tadura del Gobierno; puesto en este caso, yo escojo la dic-tadura del Gobierno, como menos pesada y menos afrento-sa. Se trata de escoger, por último, entre la dictadura del puñal, y la dictadura del sable: yo escojo la dictadura del sable, porque es más noble.» Donoso habla luego de la necesidad en que se encuentra la sociedad de una mayor represión política cuando falta la fe religiosa, y estudia esta necesidad a lo largo de la Histo-ria. La única solución que entrevé Donoso es la vuelta al espíritu religioso, pero no lo cree posible ni probable en

los pueblos colectivamente, aun cuando lo espera en los hombres. El genio profético de Donoso, del que tanto se ha habla-do, lo explica él así: «Para anunciar estas cosas no necesito ser profeta. Me hasta considerar el conjunto pavoroso de los acontecimientos humanos desde su único punto de vis-ta verdadero: desde las alturas católicas.» Por eso él enjui-cia las revoluciones como hechos providenciales que Dios envía a los pueblos. «Yo he admirado aquí –en España– y allí –fuera de ella– la lamentable ligereza con que se trata de la causa honda de las revoluciones. Señores, aquí, como en otras partes, no se atribuyen las revoluciones sino a los defectos de los Gobiernos. Cuando las catástrofes son uni-versales, imprevistas, simultáneas, son siempre cosa provi-dencial, porque, señores, no otros son los caracteres que distinguen las obras de Dios de las obras de los hombres.» Las revoluciones no las hacen los pueblos esclavos y ham-brientos. Son enfermedades de los pueblos ricos y de los pueblos libres; «el germen de las revoluciones está en los deseos sobreexcitados de las muchedumbres, por los tribu-nos que la explotan y se benefician. Y seréis como los ri-cos; ved ahí la fórmula de las revoluciones socialistas contra las clases medias. Y seréis como los nobles; ved ahí la fórmula de las revoluciones de las clases medias contra las clases nobiliarias. Y seréis como los reyes; ved ahí la fórmula de las revoluciones nobiliarias contra los reyes. Por último, señores, y seréis a manera de dioses; ved ahí la fórmula de la primera rebelión del primer hombre contra Dios. Desde Adán, el primer rebelde, hasta Proudhon, el último impío, ésa es la fórmula de todas las revoluciones». Para comprender en todo su valor este estudio sobre la dictadura sería preciso traer aquí, inmediatamente, posicio-nes personales y textos posteriores que aclaran y comple-tan esta idea de Donoso, interpretada según la convenien-cia del instante por cada uno, olvidándose de las circuns-tancias en que se habló, y de hechos lejanos que aclaran el total significado de la teoría donosiana. Además de atender al Parlamento, presidió Donoso en 1948 el Ateneo de Madrid y el 6 de marzo de 1849 llegó a Berlín como embajador de España, con 200.000 reales de sueldo, puesto del que regresó hacia el mes de noviembre del mismo año con permiso de tres meses como enfermo, después ampliado, por justificar que le sentaba mal el cli-ma de la capital de Prusia, según dice en la solicitud de permiso. Antes de marchar a Berlín pintó Madrazo su céle-bre retrato. A su paso por París visitó a Veuillot, y aunque no se sabe si antes tuvieron relación, de aquí salió una sin-cera y honda amistad, como lo prueba, por ejemplo, la car-ta que Donoso escribió al periodista francés desde Don Be-nito, donde fue a descansar, en la que el extremeño desgra-na toda su espiritualidad y delicadeza de alma ante el pai-saje que le vio nacer. De 26 de mayo de 1849 es una carta del marqués de Valdegamas a Montalembert, escrita en Berlín. En ella in-siste sobre sus tesis acerca de diversos puntos teológicos y políticos. «La civilización católica enseña que la naturale-za humana está enferma y caída; caída y enferma de una manera radical en su esencia y en todos los elementos que la constituyen. Estando enfermo el entendimiento humano, no puede inventar la verdad ni descubrirla, sino verla cuan-do se la ponen delante; estando enferma la voluntad, no puede querer el bien ni obrarle, sino ayudada, y no lo será sino estando sujeta y reprimida. Siendo esto así, es cosa

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clara que la libertad de discusión conduce necesariamente al error, como la libertad de acción conduce necesariamen-te al mal. La razón humana no puede ver la verdad si no se la muestra una autoridad infalible y enseñante; la volun-tad humana no puede querer el bien ni obrarle si no está re-primida por el temor de Dios. Cuando la voluntad se emancipa de Dios y la razón de la Iglesia, el error y el mal reinan sin contrapeso en el mundo.» Plantea también el problema del bien y del mal, afirmando que el triunfo so-bre el mal es una cosa reservada a Dios. Insiste ante Mon-talembert en su propia situación personal: «En esta especie de confesión general que hago en presencia de usted debo declarar aquí ingenuamente que mis ideas religiosas y polí-ticas de hoy no se parecen a mis ideas políticas y religiosas de otro tiempo. Mi conversión a los buenos principios se debe, en primer lugar, a la misericordia divina, y después, al estudio profundo de las revoluciones... Las revoluciones son, desde cierto aspecto y hasta cierto punto, buenas co-mo las herejías, porque confirman en la fe y la esclarecen.» Desde Berlín escribió también diversos despachos ofi-ciales, publicados por Tejado como «Cartas a un amigo»; en ellas estudia la situación general de Prusia, Austria y la Confederación germánica, relacionándolas con Europa. A su vuelta a Madrid, Donoso pronunció en el Parla-mento otro de los discursos que han alcanzado renombre universal. Es el llamado Discurso sobre Europa (30 de ene-ro de 1850), que es una ojeada genial sobre la entonces ac-tualidad europea –con la que ha tomado contacto directo– y una previsión certera del desarrollo de los acontecimien-tos. Combate en primer lugar a quienes creen que el avan-ce socialista puede detenerse únicamente con medidas eco-nómicas. «El socialismo es hijo de la economía política, como el viborezno es hijo de la víbora, que, nacido apenas, devora a su propia madre. Entrad en estas cuestiones eco-nómicas, ponedlas en primer término, y yo os anuncio que antes de dos años tendréis todas las cuestiones socialistas en el Parlamento y en las calles. ¿Se quiere combatir al so-cialismo? Al socialismo no se le combate; y esta opinión, de que antes se hubieran reído los espíritus fuertes, no cau-sa ya risa en la Europa ni en el mundo: si se quiere comba-tir al socialismo, es preciso acudir a aquella religión que enseña la caridad a los ricos; a los pobres, la paciencia: que enseña a los pobres a ser resignados y a los ricos a ser mi-sericordiosos.» Habla luego de la importancia lograda por el socialismo y la debilidad de Europa para combatirlo. Di-ce que el socialismo tiene tres grandes teatros: Francia, donde están los discípulos; Italia, donde están los «seides», y Alemania, donde están los pontífices. La sociedad no sa-be actuar frente a este nuevo hecho, y todo anuncia la con-fusión y el cataclismo. Donoso tiene aquí uno de sus mo-mentos más elocuentemente catastróficos. «Todo anuncia, todo, para el hombre que tiene buena razón, buen sentido e ingenio penetrante, todo anuncia, señores, una crisis próxi-ma y funesta; todo anuncia un cataclismo como no lo han visto los hombres. Y si no, señores, pensad en estos sínto-mas que no se presentan nunca, y, sobre todo, que no se presentan nunca reunidos, sin que detrás vengan pavorosas catástrofes. Hoy día, señores, en Europa todos los caminos conducen a la perdición. Unos se pierden por ceder, otros se pierden por resistir. Donde la debilidad ha de ser la muerte, allí hay príncipes débiles; donde la ambición ha de causar la ruina, allí hay príncipes ambiciosos; donde el ta-lento mismo, señores, ha de ser causa de perdición, allí po-

ne Dios príncipes entendidos.» Pero el mal de Europa, que muchos achacan a los Gobiernos, es muy otro. Para Dono-so está en que los gobernados han llegado a ser ingoberna-bles; en que ha desaparecido por completo la idea de la au-toridad divina y de la autoridad humana. Refiere luego sus afirmaciones concretas al caso de Francia, donde la Repú-blica subsiste, sin que se encuentre un solo republicano, porque para él la República es la forma necesaria de Go-bierno en los pueblos que son ingobernables. Para fundamentar su teoría de las relaciones entre lo re-ligioso y lo político, habla de dos fases históricas de la so-ciedad: una afirmativa y otra negativa. La afirmativa con-tiene estos tres enunciados positivos en el orden religioso: primera, existe un Dios, y ese Dios está en todas las partes; segunda, ese Dios personal que está en todas partes reina en el cielo y en la tierra; este Dios, que reina en el cielo y en la tierra, gobierna absolutamente las cosas divinas y hu-manas. A estas tres afirmaciones religiosas corresponden las tres afirmaciones del orden político: «Hay un rey que está en todas partes por medio de sus agentes; ese rey que está en todas las partes reina sobre sus súbditos; y ese rey que reina sobre sus súbditos gobierna a sus súbditos. De modo que la afirmación política no es más que una conse-cuencia de la afirmación religiosa.» Con estas tres afirma-ciones concluye para Donoso el período de la civilización, del progreso y del catolicismo. En el segundo período, ne-gativo y de barbarie, se gradúan estas tres negaciones: Pri-mera, Dios existe, Dios reina; pero está tan alto, que no puede gobernar las cosas humanas. A esta negación corres-ponde la de los constitucionales progresivos: «El rey exis-te, el rey reina; pero no gobierna.» La segunda negación religiosa es de orden panteísta: «Dios existe, pero no tiene existencia personal; Dios no es persona, y como no es per-sona, ni gobierna ni reina; Dios es todo lo que vemos, es todo lo que vive, todo lo que existe, todo lo que se mueve; Dios es la Humanidad.» La negación correspondiente es la republicana: «El poder existe; pero el poder no es persona, ni reina ni gobierna; el poder es todo lo que vive, todo lo que existe, todo lo que se mueve, luego es la muchedum-bre, luego no hay más medio de gobierno que el sufragio universal, ni más gobierno que la república.» Progresando en el orden de las negaciones religiosas, viene la tercera, la del ateo: «Dios ni reina, ni gobierna, ni es persona, ni es muchedumbre; no existe», a la que se corresponde la nega-ción política representada en aquel momento en que escri-be Donoso por Proudhon, que dice llanamente: «No hay Gobierno.» Dice Donoso que Europa camina por la segunda de las negaciones, y marcha decididamente hacia la tercera. Con-sidera el peligro de Rusia, y cree que no puede atacar en aquel momento, pues ha perdido la influencia que ejercía sobre Austria y Prusia por el torrente revolucionario, que les ha hecho variar de postura. Rusia, en caso de guerra, tendría que luchar contra toda Europa, a lo que no debe es-tar dispuesta. Véase aquí por qué la Prusia rehuye la gue-rra, y véase aquí por qué la Inglaterra quiere la guerra; y la guerra hubiera estallado si no hubiera sido por la debilidad crónica de la Francia, que no quiso seguir en esto a la In-glaterra; si no hubiese sido por la prudencia austriaca y si no hubiese sido por la sagacísima prudencia de la diploma-cia rusa. Sin embrago, Donoso opina que Rusia hará la guerra al Occidente cuando haya conseguido sus propósi-tos. Necesita, primero, que la revolución, después de haber

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disuelto la sociedad, disuelva los ejércitos permanentes; segundo, que el socialismo, despojando a los propietarios, extinga el patriotismo, porque un propietario despojado no es patriota, no puede serlo; cuando la cuestión viene plan-teada de esta manera angustiosa y congojosa, no hay pa-triotismo en el hombre; tercera, el acabamiento de la em-presa de la confederación poderosa de todos los pueblos esclavos bajo la influencia y protectorado de la Rusia. Las naciones esclavonas cuentan, señores, con 80 millones de habitantes. Ahora bien, cuando en Europa no haya ejérci-tos permanentes, habiendo sido disueltos por la revolución; cuando en la Europa no haya patriotismo, habiéndose ex-tinguido por las revoluciones socialistas; cuando en el Oriente de Europa se haya verificado la confederación de los pueblos esclavones; cuando en el Occidente no haya más que dos grandes ejércitos: el ejército de los despoja-dos y el ejército de los despojadores, entonces, señores, so-nará en el reloj de los tiempos la hora de Rusia; entonces la Rusia podrá pasearse tranquila, arma al brazo, por nuestra patria.» El castigo en este momento de Rusia, Donoso lo ve más contra Inglaterra que contra otra cualquier nación. Pero de este contacto de Rusia con la civilización occiden-tal puede venirle su descomposición, pues actuará en sus venas como un veneno. Inglaterra, sin embargo, es la menos expuesta a las re-voluciones. «Yo creo –profetiza– más fácil una revolución en San Petersburgo que en Londres.» Y el tiempo le dio la razón. Pero para que Gran Bretaña pueda cumplir su mi-sión le falta ser católica, tener formas e instituciones cató-licas. Francia para nada cuenta con respecto a este proble-ma en el ánimo de Donoso, pues ya no es una nación; «es el club central de la Europa». Expresa su opinión de que, al fin de cuentas, los Go-biernos absolutos son los más baratos para la sociedad, y que las economías que pretendan hacerse en el presupuesto nacional, como han de hacerse a costa del Ejército, resulta-rán carísimas, pues la civilización está defendida en este momento sólo por las armas. Al pedir la votación en favor del presupuesto de defen-sa se dirige especialmente a las derechas, recelosas de la autoridad: «Y vosotros, señores de la oposición conserva-dora, yo os lo pido: mirad también por vuestro porvenir; mirad, señores, por el porvenir de vuestro partido. Juntos hemos combatido siempre; combatamos juntos todavía. Vuestro divorcio es sacrilegio; la patria os pedirá cuenta de él en el día de sus grandes infortunios. Ese día quizá no es-tá lejos; el que no lo vea posible, padece una ceguedad in-curable. Si sois belicosos, si queréis combatir aquí, guar-dad para ese día vuestras armas. No precipitéis, no precipi-téis los conflictos. Señores, ¿no le basta a cada hora su pe-na, a cada día su congoja y a cada mes su trabajo? Cuando llegue ese día de la tribulación, la congoja será tanta, que llamaremos hermanos hasta aquellos que son nuestros ad-versarios políticos; entonces os arrepentiréis, aunque tarde tal vez, de haber llamado enemigos a los que son vuestros hermanos.» Este discurso corrió por toda Europa, y hasta Metterni-ch hizo llegar sus elogios al joven pensador español. La fuerza oratoria de esta oración es tanta, que por sí solo hu-biera bastado para hacer conocer en todo el Continente el nombre de Juan Donoso Cortés.

El «Ensayo»

Poco después Donoso publicaba un trabajo de gran ex-tensión, que había tardado algún tiempo en preparar. La obra fue terminada el 7 de agosto de 1850, pero hasta el año siguiente no se dio a conocer al público. La versión francesa fue hecha por Luis Veuillot, director de L'Uni-vers, gran amigo del autor. Aquí se hacen notar a cada pa-so los estudios teológicos seguidos por Donoso, y el cam-bio seguro y definitivo de su orientación política y religio-sa. El Ensayo está dividido en tres libros. En el primero trata de las relaciones de la teología y la política, de la so-ciedad y el catolicismo y del triunfo de la Iglesia católica sobre la sociedad. El libro segundo comienza con una refe-rencia a la libertad humana y sus consecuencias; trata del principio del bien y del mal, de la armonización de la Pro-videncia divina y del libre albedrío, y de las soluciones que para estos problemas han encontrado, falsamente, las es-cuelas Liberal y socialista. El tercer libro está dedicado a analizar la solidaridad humana la transmisión de la culpa, la acción purificante del dolor; los errores liberales y so-cialistas a este respecto, y del máximo sacrificio, el de la encarnación del Hijo de Dios y la redención del género hu-mano. Al frente de la edición colocó Donoso esta adver-tencia, que no impidió las más duras críticas: «Esta obra ha sido examinada en su parte dogmática por uno de los teó-logos de más renombre de París, que pertenece a la glorio-sa escuela de los Benedictinos de Solesmes. El autor se ha conformado en la redacción definitiva de su obra con todas sus observaciones.» La iniciación del Ensayo es harto conocida por haber si-do reproducida más de una vez por muchos que no cono-cen del importante estudio sino esta frase: «M. Proudhon ha escrito en su Confesiones de un revolucionario estas no-tables palabras: «Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología.» Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mis-mo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que abarca y contiene todas las cosas.» Hace ver luego cómo todas las sociedades de todos los tiempos han tenido un sentido religioso, que ha sido reconocido por Rousseau y Voltaire. Pero las sociedades que han abandonado el culto de Dios por la idolatría del ingenio son pasto de las revolu-ciones, porque en pos de los sofismas vienen las revolucio-nes, y en pos de los sofistas los verdugos. Analiza genial-mente esta idea, relacionándola con la política, y dice: «En los pueblos orientales como en las Repúblicas griegas y en el Imperio romano como en las Repúblicas griegas y en los pueblos orientales, los sistemas teológicos sirven para ex-plicar los sistemas políticos: la teología es la luz de la His-toria. La teología católica dio vida, pues, a un nuevo orden político. «Por el Catolicismo entró el orden en el hombre, y por el hombre, en las sociedades humanas.» «El orden pasó del mundo religioso al mundo moral, y del mundo moral al orden político. El Dios católico, criador y susten-tador de todas las cosas, las sujetó al gobierno de su provi-dencia, y las gobernó por sus vicarios.» «El Catolicismo, divinizando la autoridad, santificó la obediencia; y santifi-cando la una y divinizando la otra, condenó el orgullo en sus manifestaciones más tremendas, en el espíritu de domi-nación y en el espíritu de rebeldía. Dos cosas son de todo

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punto imposibles en una sociedad verdaderamente católi-ca: el despotismo y las revoluciones.» Dios dejó a la socie-dad para que le indicara el verdadero camino y le enseñara la solución de sus problemas a la Iglesia, su mística ciu-dad. La potestad humana está por debajo de la religiosa en este señalamiento del camino y diferenciación del bien y del mal, y de esa impotencia de la autoridad seglar para de-signar los errores ha nacido el principio de libertad de dis-cusión, principio general de las constituciones modernas, que se funda en el hecho cierto de que no son infalibles los Gobiernos, y en el falso de la infalibilidad de la discusión. Es falsa esa infalibilidad, porque no puede nacer de la dis-cusión si no está antes en los que discuten y en los que go-biernan, y no puede estar en ellos sino a condición de que la naturaleza humana no sea errónea. Por otra parte, si la naturaleza humana es infalible, la verdad está en todos los hombres independientemente de que estén reunidos o no, y si la verdad está en todos los hombres, aislados o juntos, todas sus afirmaciones serán idénticas, y si son idénticas, la discusión es absurda. En el caso de que se afirme que la razón humana está enferma y es falible, no puede estar nunca cierto de la verdad por esa misma falibilidad, y esta incertidumbre está en todos los hombres, juntos o aislados, por lo que sus afirmaciones han de ser inciertas, y si son inciertas, la discusión sigue siendo absurda. La solución católica a este respecto es la siguiente: «El hombre viene de Dios, y el pecado, del hombre; la igno-rancia y el error, como el dolor y la muerte, del pecado; la falibilidad, de la ignorancia; de la falibilidad, lo absurdo de las discusiones.» Pero el hombre fue redimido, por donde salió de la esclavitud del pecado, y de aquí que pueda con-vertir la ignorancia, el error, el dolor y la muerte en medio de su santificación, con el buen uso de su libertad, enno-blecida y restaurada. «Para este fin instituyó Dios su Igle-sia inmortal, impecable e infalible. La Iglesia representa la naturaleza humana sin pecado, tal como salió de las manos de Dios, llena de justicia original y de gracia santificante: por eso es infalible, y por eso no está sujeta a la muerte.» Su existencia en la tierra está puesta como medio de ayuda para el hombre. «Síguese de aquí que sólo la Iglesia tiene el derecho de afirmar y de negar, y que no hay derecho fuera de ella para afirmar lo que ella niega, para negar lo que ella afirma.» De aquí la fecunda intolerancia de la Iglesia que ha salvado al mundo del caos, mientras las so-ciedades escépticas y discutidoras se han perdido vana-mente. «La teoría cartesiana, según la cual la verdad sale de la duda como Minerva de la cabeza de Júpiter, es con-traria a aquella ley divina que preside al mismo tiempo a la generación de los cuerpos y de las ideas, en virtud de lo cual los contrarios excluyen perpetuamente a sus contra-rios, y los semejantes engendran siempre a sus semejantes. En virtud de esta Ley, la duda sale perpetuamente de la du-da, y el escepticismo del escepticismo, como la verdad de la fe, y de la verdad, la ciencia.» Habla más tarde del profundo ejemplo de solidaridad y organización de la sociedad católica, en la que todo hom-bre pertenece a un grupo social, enlazado jerárquicamente a otros, hasta concluir en el Sumo Pontífice, cabeza visible de la Iglesia. Esta ordenación se hace en virtud del precep-to divino del amor. El Hijo de Dios encarnado triunfó so-bre el mundo solamente en virtud de medios sobrenatura-les; «la razón fue vencida por la fe, y la naturaleza por la

gracia». La Iglesia triunfó en el mundo en virtud, también, del medio sobrenatural de la gracia. Es de considerar cómo Dios manifiesta su voluntad en el mundo por medios prodigiosos, de los cuales a los dia-rios llamamos naturaleza, y a los intermitentes, milagrosos. La Providencia «viene a ser una gracia general, en virtud de la cual Dios mantiene en su ser y gobierna según su consejo todo lo que existe; así como la gracia viene a ser a manera de una providencia especial, con la que Dios tiene cuidado del hombre. El dogma de la providencia y de la gracia nos revelan la existencia de un mundo sobrenatural, en donde residen sustancialmente la razón y las causas de todo lo que vemos». La fuerza natural de la gracia se co-munica perpetuamente a los fieles por medio de los sacra-mentos. Este primer libro, cuyo análisis hemos acabado, lo lla-ma Donoso «Del catolicismo», y el segundo, «Problemas y soluciones relativos al orden en general.» Enlaza en su co-mienzo con el final del anterior: «Fuera de la acción de Dios no hay más que la acción del hombre; fuera de la Pro-videncia divina no hay más que la libertad humana. La combinación de esta libertad con aquella Providencia constituye la trama variada y rica de la Historia.» Insiste Donoso en unas consideraciones sobre la liber-tad humana, en virtud de la cual puede resistir el hombre a quien le dio tal libertad, y no sólo resistirle, sino vencerle; pero este vencimiento lleva consigo la muerte del vence-dor. En dejarse vencer tiene el hombre su galardón; en vencer, su castigo. El libre albedrío no consiste en la facul-tad de escoger el bien y el mal, que incitan al hombre por igual. Si fuera así, el hombre sería menos libre, en cuanto fuera más perfecto, pues su libertad de elección quedaría disminuida por una tendencia mayor e irresistible hacia el bien, lo que amenguaría su libertad. Por tanto, entre la li-bertad de elección por el bien o el mal y la perfección hu-mana –que ha de tender al bien – hay «contradicción pa-tente, incompatibilidad absoluta». De donde se deduce que el hombre libre no puede ser perfecto sino renunciando a su libertad, ni puede conservar su libertad sino renuncian-do a su perfección. Si la noción que se tiene de la libertad fuera la exacta, Dios no sería libre, porque habría de estar sometido a las solicitaciones del bien y del mal, lo que es absurdo. El error está, pues, en suponer que la libertad consiste en la facultad de escoger, cuando reside en la de querer, que supone la facultad de entender. De donde la libertad perfecta consistirá en entender y querer perfectamente, «y como sólo Dios entiende y quiere con toda perfección se sigue de aquí, por una ilación forzosa, que sólo Dios es perfectamente libre». El hombre es libre porque tiene en-tendimiento y voluntad, pero no es perfectamente libre, porque no está dotado de un entendimiento y voluntad per-fectos e infinitos. No entiende cuanto hay que entender, y está sujeto al error... «De donde se sigue que la imperfec-ción de su libertad consiste en la facultad que tiene de se-guir el mal y abrazar el error; es decir, que la imperfección de la libertad humana consiste cabalmente en aquella fa-cultad de escoger, en que consiste, según la opinión vulgar, su perfección absoluta». Al ser creado en el Paraíso terre-nal el hombre entendía el bien, y porque lo entendía, lo quería, abrazándolo libremente por ese claro juicio que te-nía para distinguirlo. Entre su libertad y la de Dios había una diferencia de limitación, pues la del Señor no podía

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perderse ni padecer menoscabo, y la del hombre, sí. El pe-cado original nubló su entendimiento y dejó intacta su vo-luntad. La libertad humana enfermó gravísimamente, como está hoy. La relación del hombre por Dios Encarnado su-pone la concesión a cada hombre de «la gracia que es sufi-ciente para mover la voluntad con blandura», es decir, la claridad de entendimiento límite para emitir juicios ciertos en las solicitaciones del bien y del mal. Pero ha de coope-rar el hombre para que la gracia meramente suficiente se torne en eficaz. «Todos los esfuerzos del hombre, deben dirigirse, pues, a dejar en ocio esa facultad, ayudado de la gracia, hasta perderla del todo, si esto fuera posible, con el perpetuo desuso. Sólo el que la pierde entiende el bien, quiere el bien y lo ejecuta; y sólo el que, esto hace es per-fectamente libre, y sólo el que es libre es perfecto, y sólo el que es perfecto es dichoso; por eso ningún dichoso la tie-ne: ni Dios, ni sus santos, ni los coros de sus ángeles.» Destruye a continuación Donoso las objeciones de distin-tos errores sobre este dogma de la libertad humana. Ataca también el principio maniqueo del dios del bien y del mal, y del que hace al hombre principio del bien contra un dios principio del mal. Dios creó al hombre exento de mal, pero no lo hizo dotado de todo el bien, porque en este caso lo hubiera hecho Dios. La imperfección en la bondad del hombre está en la posibilidad de escoger entre el bien y el mal, de la que hizo mal uso apartándose de la verdad, por lo que dejó de entenderla, pero siguió entendiendo y obrando; el término de su entendimiento fue el error, el de su obrar el mal; en suma, el pecado que niega a Dios que es el bien absoluto. El hombre se entronizó entonces a sí mismo como centro de la creación. «Su naturaleza se con-virtió de soberanamente armónica en profundamente anti-tésica.» «En el sistema católico el mal existe, pero existe con una existencia modal; no existe esencialmente.» No hay un principio del bien y del mal cuando en toda rivali-dad entre ello la victoria será siempre y definitivamente de Dios, que es el Bien Absoluto, como ya hemos dicho. Se extiende luego en consideraciones sobre los efectos del pe-cado, causa del desorden del mundo. Pero Dios consintió esto porque está en Él variar el mal en bien y el desorden en orden, de tal forma que el hombre que se separa de Dios por su pecado ha de estar bajo Su in-fluencia por la aplicación de la justicia. «La libertad de los seres inteligentes y libres está en huir de la circunferencia, que es Dios, para ir en Dios, que es el centro; y en huir de dentro, que es Dios, para ir a dar con Dios, que es la cir-cunferencia. Nadie, empero, es poderoso para dilatarse más que la circunferencia, ni para recogerse más que el centro.» «Dios es, pues, el que señala a todas las cosas su término, la criatura escoge la senda.» Analiza estos problemas en las escuelas liberales y so-cialistas, para decirnos que los liberales, en su desprecio de la teología desconocen la relación entre las cuestiones polí-ticas y sociales con las religiosas. Creen éstos que el mal es una pura cuestión de gobierno, y que un gobierno es malo cuando no es legítimo. Son legítimos para ellos los gobiernos sometidos al dominio de la razón, como afirman que el gobierno de la razón divina es el encarnado por el que está sometido a las leyes naturales a que están someti-das desde el principio las cosas materiales. Dice que esto es así, aunque cause extrañeza, porque la escuela liberal no es atea en sus dogmas, sino en sus consecuencias. Es deís-ta, aun sin saberlo, y de aquí parte su teoría constituyente

del pueblo. La escuela liberal, «impotente para el bien, porque carece de toda afirmación dogmática, y para el mal, porque le causa horror toda negación intrépida y absoluta, está condenada a ir, sin saberlo, a dar con el bajel que lleva su fortuna al puerto católico, a los escollos socialistas. Esta escuela no domina sino cuando la sociedad desfallece; el período de su dominación es aquel transitorio y fugitivo en que el mundo no sabe si irse con Barrabás o con Jesús, está suspenso entre una afirmación dogmática y una negación suprema. La sociedad entonces se deja gobernar de buen grado por una escuela que nunca dice afirmo ni niego y que a todo dice distingo. El supremo interés de esta escue-la está en que no llegue el día de las negaciones radicales ni de las afirmaciones soberanas; y para que, no llegue, por medio de la discusión confunde todas las nociones y pro-paga el escepticismo, sabiendo, como sabe, que un pueblo que oye perpetuamente en boca de sus sofistas el pro y el contra de todo acaba por no saber a qué atenerse y por pre-guntarse a sí propio si la verdad y el error, lo injusto y lo justo, lo torpe y lo honesto, son cosas contrarias entre sí o si son una misma cosa mirada desde puntos de vista dife-rentes. Este período angustioso, por mucho que dure, es siempre breve; el hombre ha nacido para obrar, la discu-sión perpetua contradice la naturaleza humana, siendo co-mo es enemigo de las obras. Apremiados los pueblos por todos sus instintos, llega un día en que se derraman por las plazas y las calles pidiendo a Barrabás o pidiendo a Jesús resueltamente, y volcando en el polvo las cátedras de los sofistas.» Poniendo en relación la escuela liberal con la so-cialista, ve a favor de ésta que toma sus decisiones de una forma perentoria y decisiva, sin dilación alguna. Pero el socialismo, que tiene su teología, es detractor, porque si-gue una teología satánica. El triunfo definitivo será de la escuela católica, por ser a un mismo tiempo teológica y di-vina. La crítica liberal termina con estas palabras: «La es-cuela liberal, enemiga a un mismo tiempo de las tinieblas y de la luz, ha escogido para sí no sé qué escrúpulo incierto entre las regiones luminosas y las opuestas, entre las som-bras eternas y las divinas auroras. Puesta en esa región sin nombre, ha acometido la empresa de gobernar sin pueblo y sin Dios; empresa extravagante e imposible; sus días están contados, porque por un punto del horizonte asoma Dios y por otro asoma el pueblo. Nadie sabrá decir dónde está el tremendo día de la batalla y cuándo el campo todo está lleno con las falanges católicas y las falanges socialistas.» Los socialistas creen que el mal está en la sociedad, y por eso hablan de la necesidad de una reforma social. Cuando la transformación por ellos preconizada se haya realizado, entonces la tierra disfrutará de una edad de oro, y el mal habrá desaparecido de la tierra. Donoso rebate es-tos argumentos con la siguiente tesis: El mal está en la so-ciedad de forma esencial o accidental. Si está de forma es-encial, no puede extirparse de ella; si lo está de forma acci-dental, hay que estudiar las causas y orígenes del mal y la forma en que el hombre va a redimir a la sociedad. Se dife-rencia el socialismo del catolicismo en que la redención social es en su obra humana y no divina. La razón humana en el socialismo es bien arriesgada, pues atribuye al hom-bre empresas de trascendencia sobrenatural, además de que si el hombre, componente de la sociedad, está enfermo, di-fícilmente podrá sanarse a sí mismo. El tercer libro del Ensayo lo dedica Donoso a estudiar los «Problemas y soluciones relativas al orden en la Huma-

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nidad». Comienza resaltando el desorden producido por el primer pecado, cuya culpa se transmite a todas las genera-ciones que han sido, son y serán. La explicación de esta transmisión la ve Donoso asemejándola a la transmisión que en el orden moral y en el físico se produce con algunas enfermedades por corrupción radical de la naturaleza. La creación de la primera pareja hace que su posteridad, des-pués de haber nublado su entendimiento con la culpa, lleve también ese estigma de la obnubilación de la inteligencia. Tomando ideas aprendidas de De Maistre, Donoso valora luego el dolor, producido especialmente por la culpa, que es el compañero infatigable del hombre a lo largo de toda su peregrinación terrena. El dolor iguala a los hombres, pues todos padecen; el dolor nos hace despojamos de nues-tras ambiciones y vanidades; el dolor apaga el incendio de las pasiones; todos mejoran su espíritu con el dolor. «Por el contrario, el que deja los dolores por los deleites, luego al punto comienza a descender con un progreso a un mis-mo tiempo rápido y continuo.» La aceptación voluntaria del dolor es uno de los ejercicios más sublimes que hace aumentar las virtudes. Habla luego del dogma de la solida-ridad, admitido a lo largo de los tiempos. El liberalismo niega la solidaridad religiosa al negar la transmisión de la culpa, y niega la solidaridad política al proclamar normas que la excluyen. El socialismo más lógico en llegar al tér-mino de estas negaciones, afirma que la negación de la so-lidaridad lleva consigo la negación de la culpa y la pena, y en el orden político niega la Monarquía hereditaria, niega la solidaridad de la familia y de la propiedad. Así, pues, el liberalismo no ha hecho más que sentar las premisas en las que luego se ha basado el socialismo. Las dos escuelas no se distinguen por las ideas, sino por el arrojo, y la victoria correspondería a la más arrojada. «Las escuelas socialistas demostraron sin grande esfuerzo, contra la escuela liberal, que, una vez negada la solidaridad familiar, la política y la religiosa, no cabía aceptar la solidaridad nacional, ni la monárquica, y que, al revés, era de todo punto necesario suprimir en el derecho público nacional la institución de la Monarquía, y en el derecho público internacional, las dife-rencias constitutivas de los pueblos.» De este sentido de la solidaridad humana y de la valoración del dolor, como ex-piación del mal, pasa a explicar el sentido de los derrama-mientos de sangre con el valor aplacatorio del ofrecimiento de la víctima. La sangre del hombre no podía ser expiato-ria de la culpa original, que es culpa de la especie, el peca-do humano por excelencia. Por eso fue preciso el Sacrifi-cio del Gólgota. «Sin la sangre derramada por el Redentor no se hubiera extinguido nunca aquella deuda común que contrajo con Dios en Adán todo el género humano.» El do-lor, el derramamiento de sangre, cumple su fin necesario; por eso, los «mismos que han hecho creer a las gentes que la tierra puede ser un paraíso, les han hecho creer más fá-cilmente que la tierra ha de ser un paraíso sin sangre.» Termina el Ensayo con una recapitulación general de doctrina, y dice: «El orden humano está en la unión del hombre con Dios: esa unión no puede realizarse en nuestra condición actual y en nuestro actual apartamiento sin es-fuerzo gigantesco para levantarnos hasta él.» La encarna-ción del Hijo de Dios fue el gran acto de amor para acer-carse a las criaturas. El hombre debe usar de la razón en su descubrimiento y unión con la Verdad, no para descubrir sus misterios, sino para explicársela y verla. Y en definiti-va, como decía antes, de una forma u otra siempre se en-

cuentra con Dios. Así termina el libro con estas palabras: «Lo que no ha visto ni verá el mundo es que el hombre que huye del orden por la puerta del pecado, no vuelva a entrar en él por el de la pena, esa mensajera de Dios que alcanza a todos con sus mensajes.» El Ensayo mereció encendidos elogios, pero también duras críticas por parte de quienes se sentían atacados por su liberalismo. Una oportuna carta de Pío IX hizo ver có-mo no había heterodoxia alguna en el escrito y cuánta era la estima en que el Santo Padre tenía a Donoso.

En la cumbre política y religiosa

Hace por este tiempo un discurso en el Parlamento –el de 30 de diciembre de 1850–, en el que Donoso, al fijar su posición frente al Ministerio Narváez, el de los poderes ex-traordinarios, aclara más algunos puntos sobre su idea de la dictadura. En primer lugar, afirma que su apoyo al Mi-nisterio ha sido por exclusión, pues era el que más podía acercarse a sus doctrinas, aun cuando no eran las suyas. El responsable máximo de la triste situación del país cree que es el Gobierno, no lo es la revolución, que revolucionando hace su oficio; no lo son otros Gobiernos que han actuado bajo la presión revolucionaria; pero el Gobierno de Nar-váez sí que es responsable, porque ha sido «el dueño abso-luto y soberano de sus propias acciones». El Ministerio funda toda su gloria en la conservación del orden material, pero esto no es bastante, pues el «orden verdadero consiste en que se proclamen, se sustenten, se defiendan los verda-deros principios políticos, los verdaderos principios socia-les». Luego afirma que la corrupción llena las capas todas del Gobierno y a sus representantes en las provincias. El Ministerio, «es culpable hasta cierto punto, porque alienta esta corrupción con la impunidad en que deja a sus agen-tes, y además es culpable por su silencio». Afirma que la responsabilidad del Gobierno es mayor, por haber usado de un poder omnipotente. «Es necesario que si quiere la dictadura, la proclame y la pida, porque la dictadura, en circunstancias dadas, es un Gobierno bueno, es un Go-bierno excelente, es un Gobierno aceptable; pero, señores, que se pida, que se proclame, porque si no estaremos entre dos Gobiernos a la vez; tendremos un Gobierno de hecho, que será la dictadura, y otro de derecho, que será la liber-tad; situación, señores, la más intolerable de todas, porque la libertad, en vez de servir de escudo, sirve entonces, de celada.» Este discurso acabó con el Gobierno de Narváez, a pesar del optimismo de Martínez de la Rosa, que forma-ba parte de él, por la votación de la Cámara. De entonces es también –26 de noviembre de 1851– una carta que dirigió a la reina madre, doña María Cristina, en la que el embajador de España en Francia señala los males de la sociedad contemporánea: «Las clases meneste-rosas, señora, no se levantan hoy contra las acomodadas sino porque las acomodadas se han resfriado en la caridad para con las menesterosas. Si los ricos no hubieran perdi-do, la virtud de la caridad, Dios no hubiera permitido que los pobres hubieran perdido la virtud de la paciencia.» Son ya los últimos años de la vida del marqués de Val-degamas, embajador de España en París, Gran Cruz de Is-abel la Católica y de Carlos III y Caballero Oficial de la Legión de Honor, que, mientras reparte sus bienes a los pobres, no tiene más que una camisa, que lleva remendada. «La piedad de Donoso Cortés –dice Veuillot– no cesó un

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punto de aumentarse y echar raíces cada vez más hondas hasta el último día de su vida. Discurría acerca de su fe co-mo un hombre de genio; la practicaba como un niño, sin solemnidad, sin miramiento alguno, sin vacilar ni aun en la apariencia en cumplir los preceptos de Dios y de la Iglesia, sin sombra alguna de desconfianza de las divinas prome-sas. En esto no había diferencia entre Donoso y el más hu-milde y fervoroso aldeano de España.» He aquí un ejemplo que cita el mismo escritor francés: «Habiendo sabido que en Agenteuil se conservaba un vestido de Nuestro Señor, quiso ir allí para alcanzar de la misericordia de Dios la salud de uno de sus hermanos que estaba enfermo. Esto fue a fines de otoño de 1851: llovía a cántaros, pero él fue todo el camino a pie. Yo tuve la dicha de ir con él. Como le dijera que nunca imaginé que un español sufriera tanto tiempo el irse mojando, respondióme, sonriendo graciosa-mente, que todavía había menester de otra lluvia para la-varse de sus pecados.» Agotado físicamente, llegó para Donoso la hora de su muerte, aquejado de una dolencia de corazón. Sus últimos días fueron de un gran fervor católico; tanto, que impresio-nó vivamente a sor Bon-Secours, que fue quien le cuidó. A las cuatro y media de la tarde del día 3 de mayo de 1853 sintió tal opresión en el pecho que pidió un sacerdote. Fue avisado el párroco de San Felipe de Roule, que le asistió en último trance. La extremaunción le fue administrada en presencia de los embajadores de Austria y Prusia. La mon-jita le pidió que se acordara de ella cuando estuviera en presencia de Dios, según le había prometido, y Donoso in-sistió en que no se olvidaría. Jamás –decía la sor– pasan cinco minutos sin pensar en Dios; y cuando habla, sus pa-labras penetran en el corazón como flechas.» A las cinco y treinta y cinco minutos de la tarde expiró a consecuencia de pericarditis aguda, según el dictamen médico del doctor Cruveilhier, en el Palacio de la Embajada de España, rue de Corcelles, 29. Ha muerto sin agonía y sin ningún dolor aparente; un ligero suspiro fue la señal que indicó la entre-ga de su alma al Divino Creador, dice el parte oficial por su sustituto en París, señor Quiñones de León. Tenía en-tonces el marqués de Valdegamas cuarenta y cuatro años de edad, menos tres días. Las exequias se celebraron a las doce del día 7 de mayo en la parroquia de Saint-Philippe-du-Roule, y el duelo fue presidido por el encargado de Negocios de España y el Nuncio de Su Santidad en París. Las cintas de la fúnebre carroza eran llevadas por el ministro de Asuntos Exteriores de Francia, el embajador de Inglaterra y los ministros de Suecia y Noruega y de Dinamarca. Asistió todo el Cuerpo diplomático acreditado ante la Corte imperial de Napoleón III, los ministros de su Gobierno y gran número de perso-nas, entre las que, por razón de amistad, citaremos al con-de Montalembert, Guizot y el general Narváez. El Empera-dor estuvo representado por uno de sus ayudantes de cam-po, y le fueron rendidos honores militares. Se le enterró provisionalmente en la bóveda de la iglesia de San Felipe, en París. El 10 de octubre del mismo año 1853 se traslada-ron sus restos a Madrid, y fueron encontrados en 1899, por encargo del marqués de Pidal, en la cripta de la parroquia de Nuestra Señora del Buen Consejo, de Madrid. Es erró-nea, pues, la afirmación de Schramm de que los restos de Donoso no fueron trasladados a Madrid hasta 1900. Hoy reposan en el cementerio de la Colegiata de San Isidro de la capital de España.

Las últimas palabras que escribió en su vida fueron de-dicadas a la esposa y a los hijos de su hermano Pedro, para quien en su testamento tuvo este recuerdo: «Su vida y su muerte han sido asunto perpetuo de mis lágrimas, que aun hoy mismo estoy consagrado a su memoria y aun así no le pago: su prodigiosa virtud obró mi conversión después de la Gracia Divina, y después de la misericordia de Dios, sus encendidas oraciones me abrirán la puerta del cielo.» Todos los periódicos dedicaron encendidos elogios al ilustre desaparecido en plena potencia creadora. Hasta sus enemigos reconocieron el valor de sus escritos. Los traba-jos de Edmund Schramm y Carl Schmitt en las primeras decenas de este siglo contribuyeron a avivar la memoria de Donoso, así como a poner de relieve la actualidad de sus escritos. La escuela tradicionalista española le contó siem-pre, junto a Balmes, Nocedal, Aparisi y Guijarro, Vázquez de Mella... como uno de sus más ilustres pensadores. Si Donoso no fue carlista, aunque quizá hubiera terminado en ese campo, sí era un tradicionalista concorde con el pensa-miento clásico español, y por eso no es aventurado hacerle figurar junto a los nombres citados. Todas las empresas restauradoras del pensamiento español en los últimos años lo han tenido como indudable guía. Bela Menczer decía en un reciente trabajo: «Toda ley racional de expansión y pro-greso conduce al aniquilamiento, a no ser por 'la interven-ción personal, soberana y directa' de la Gracia. Con la filo-sofía de la Historia resumida en esta fórmula, Donoso Cor-tés ocupa un puesto central en la historia del renacimiento católico, que comenzó como réplica a la Revolución fran-cesa», y Rafael Calvo Serer afirma que «las ideas donosia-nas han contribuido a impulsar la historia española en el camino de superación de la revolución moderna como no lo ha hecho ningún otro país». Gran número de tesis docto-rales de Italia, Alemania, Austria y Suiza, principalmente, dedicadas al pensador español acreditan el inmenso valor de la obra de Donoso Cortés como armas recias y potentes para la lucha en que está empeñado el mundo.

Santiago Galindo HerreroTemas españoles, nº 26Publicaciones españolasMadrid 1953, 2ª ed. 1956http://www.filosofia.org/mon/tem/es0026.htm

JUAN DONOSO CORTÉSE n s a y o s o b r e e l c a t o l i c i s m o , e l l i b e r a l i s m o y e l s o c i a l i s m o

Libro primero

Capítulo I

De cómo en toda gran cuestión política va envuelta siempre una gran cuestión teológica

M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revo-lucionario estas notables palabras: «Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología». Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas.

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Todas ellas estuvieron antes de que fueran y están des-pués de creadas en el entendimiento divino; porque, si Dios las hizo de la nada, las ajustó a un molde que está en Él eternamente Todas están allí por aquella altísima mane-ra con que están los efectos en sus causas, las consecuen-cias en sus principios, los reflejos en la luz, las formas en sus eternos ejemplares. En Él están juntamente la anchura de la mar, la gala de los campos, las armonías de los glo-bos, las pompas de los mundos, el esplendor de los astros, las magnificencias de los cielos. Allí está la medida, el pe-so y número de todas las cosas; y todas las cosas salieron de allí con número, peso y medida. Allí están las leyes in-violables y altísimas de todos los seres, y cada cual está bajo el imperio de la suya. Todo lo que vive, encuentra allí las leyes de la vida; todo lo que vegeta, las leyes de la ve-getación; todo lo que se mueve, las leyes del movimiento; todo lo que tiene sentido, la ley de las sensaciones; todo el que tiene inteligencia, la ley de los entendimientos; todo el que tiene libertad, la ley de las voluntades. De esta manera puede afirmarse, sin caer en el panteísmo, que todas las co-sas están en Dios y que Dios está en todas las cosas. Esto sirve para explicar por qué causa, al compás mis-mo con que se disminuye la fe, se disminuyen las verdades en el mundo; y por qué causa la sociedad que vuelve la es-palda a Dios ve ennegrecerse de súbito, con aterradora os-curidad, todos sus horizontes. Por esta razón, la religión ha sido considerada por todos los hombres y en todos los tiempos como el fundamento indestructible de las socieda-des humanas: Omnis humanae societatis fundamentum convellit qui religionem convellit, dice Platón en el libro X de sus Leyes. Según Jenofonte (sobre Sócrates), «las ciu-dades y naciones más piadosas han sido siempre las más duraderas y más sabias». Plutarco afirma (contra Colotés) que «es cosa más fácil fundar una ciudad en el aire que constituir una sociedad sin la creencia de los dioses». Rousseau, en el Contrato social (1.4 c.8), observa que «ja-más se fundó Estado ninguno sin que la religión le sirviese de fundamento». Voltaire dice (Tratado de la tolerancia c.20) que «allí donde hay una sociedad, la religión es de todo punto necesaria». Todas las legislaciones de los pue-blos antiguos descansan en el temor de los dioses. Polibio declara que ese santo temor es todavía más necesario que en los otros en los pueblos libres. Numa, para que Roma fuese la ciudad eterna, hizo de ella la ciudad santa. Entre los pueblos de la antigüedad, el romano fue el más grande, cabalmente porque fue el más religioso. Como César hu-biera pronunciado un día en pleno Senado ciertas palabras contra la existencia de los dioses, luego al punto Catón y Cicerón se levantaron de sus sillas para acusar al mozo irreverente de haber pronunciado una palabra funesta a la República. Cuéntase de Fabricio, capitán romano, que, co-mo oyese al filósofo Cineas mofarse de la divinidad en presencia de Pirro, pronunció estas palabras memorables: «Plegue a los dioses que nuestros enemigos sigan esta doc-trina cuando estén en guerra con la República». La diminución de la fe, que produce la diminución de la verdad, no lleva consigo forzosamente la diminución, sino el extravío de la inteligencia humana. Misericordioso y justo a un tiempo mismo, Dios niega a las inteligencias culpables la verdad, pero no les niega la vida; las condena al error, mas no a la muerte. Por eso, todos hemos visto pa-sar delante de nuestros ojos esos siglos de prodigiosa in-credulidad y de altísima cultura, que han dejado en pos de

sí un surco, menos luminoso que inflamado, en la prolon-gación de los tiempos, y que han resplandecido con una luz fosfórica en la Historia. Poned, sin embargo, en ellos vuestros ojos; miradlos una vez y otra vez, y veréis que sus resplandores son incendios y que no iluminan sino porque relampaguean. Cualquiera diría que su iluminación proce-de de la explosión súbita de materias de suyo oscuras, pero inflamables, más bien que de las purísimas regiones donde se engendra aquella luz apacible, dilatada suavemente en las bóvedas del cielo, con soberano pincel, por un pintor soberano. Y lo mismo que aquí se dice de las edades, puede decir-se de los hombres. Negándoles o concediéndoles la fe, les niega Dios o les quita la verdad; ni les da ni les quita la in-teligencia. La de los incrédulos puede ser altísima, y la de los creyentes humilde: la primera, empero, no es grande sino a la manera del abismo, mientras que la segunda es santa a la manera de un tabernáculo: en la primera habita el error, en la segunda la verdad. En el abismo está, con el error, la muerte; en el tabernáculo, con la verdad, la vida. Por esta razón, para aquellas sociedades que abandonan el culto austero de la verdad por la idolatría del ingenio, no hay esperanza ninguna. En pos de los sofismas vienen las revoluciones, y en pos de los sofistas los verdugos. Posee la verdad política el que conoce las leyes a que están sujetos los gobiernos; posee la verdad social el que conoce las leyes a que están sujetas las sociedades huma-nas; conoce estas leyes el que conoce a Dios; conoce a Dios el que oye lo que Él afirma de sí y cree lo mismo que oye. La teología es la ciencia que tiene por objeto esas afir-maciones. De donde se sigue que toda afirmación relativa a Dios, o, lo que es lo mismo, que toda verdad política o social se convierte forzosamente en una verdad teológica. Si todo se explica en Dios y por Dios, y la teología es la ciencia de Dios, en quien y por quien todo se explica, la teología es la ciencia de todo. Si lo es, no hay nada fuera de esa ciencia, que no tiene plural; porque el todo, que es su asunto, no le tiene. La ciencia política, la ciencia social, no existen sino en calidad de clasificaciones arbitrarias del entendimiento humano. El hombre distingue en su flaque-za lo que está unido en Dios con una unidad simplicísima. De esta manera distingue las afirmaciones políticas de las afirmaciones sociales y de las afirmaciones religiosas, mientras que en Dios no hay sino una afirmación, única, indivisible y soberana. Aquel que, cuando habla explícita-mente de cualquiera cosa, ignora que habla implícitamente de Dios, y que, cuando habla explícitamente de cualquier ciencia, ignora que habla implícitamente de teología, pue-de estar cierto de que no ha recibido de Dios sino la inteli-gencia absolutamente necesaria para ser hombre. La teolo-gía, pues, considerada en su acepción más general, es el asunto perpetuo de todas las ciencias, así como Dios es el asunto perpetuo de las especulaciones humanas. Toda pa-labra que sale de los labios del hombre es una afirmación de la divinidad, hasta aquella que la maldice o que la nie-ga. El que, revolviéndose contra Dios, exclama frenético, diciendo: «Te aborrezco, tú no existes», expone un sistema completo de teología, de la misma manera que el que le-vanta a Él el corazón contrito y le dice: «Señor, hiere a tu siervo que te adora». El primero arroja a su rostro una blasfemia, el segundo pone a sus pies una oración; ambos, empero, le afirman, aunque cada cual a su manera, porque ambos pronuncian su nombre incomunicable.

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En la manera de pronunciar ese nombre está la solución de los más temerosos enigmas: la vocación de las razas, el encargo providencial de los pueblos, las grandes vicisitu-des de la Historia, los levantamientos y las caídas de los imperios más famosos, las conquistas y las guerras, los di-versos temperamentos de las gentes, la fisonomía de las naciones y hasta su varia fortuna. Allí donde Dios es la infinita sustancia, el hombre, en-tregado a una contemplación silenciosa, da la muerte a sus sentidos, y pasa la vida como un sueño, acariciado por bri-sas olorosas y enervantes. El adorador de la infinita sustan-cia está condenado a una esclavitud perpetua y a una indo-lencia infinita: el desierto tendrá para él algo de divino so-bre la ciudad, porque es más silencioso, más solitario y más grande; y, sin embargo, no le adorará como a su dios, porque el desierto no es infinito; el océano sería su única divinidad, porque lo abarca todo, si no tuviera extrañas tur-bulencias y ruidos extraños; el sol, que todo lo alumbra, sería digno de su culto, si no abrazara con su vista su disco resplandeciente; el cielo sería su señor, si no hubiera lum-breras; y la noche, si no tuviera rumores; su dios es todas estas cosas juntas: inmensidad, oscuridad, inmovilidad, si-lencio. Allí se levantarán a lo alto, y de repente, por la se-creta virtud de una vegetación poderosa, imperios colosa-les y bárbaros, que caerán con estrépito en un día, abruma-dos por la inmensa pesadumbre de otros más gigantescos y colosales, sin dejar rastro en la memoria de los hombres ni de su caída ni de su levantamiento; los ejércitos estarán sin disciplina, como los individuos sin inteligencia; el ejército será, ante todas cosas y principalmente, muchedumbre; la guerra tendrá menos por objeto averiguar cuál es la nación más heroica que cuál es el imperio más populoso; la victo-ria misma no será un titulo de legitimidad sino porque es el símbolo de la divinidad siéndolo de la fuerza. Como se ve, la teología y la historia indostánica son una cosa misma. Volviendo los ojos al Occidente, se ve, como tendida a sus puertas, una región que da entrada a un nuevo mundo en lo moral, en lo político y en lo teológico. La inmensa divinidad oriental se descompone allí y pierde lo que tiene de austero y de formidable: su unidad es multitud. La divi-nidad era allí inmóvil; la multitud bulle aquí sin reposo. Todo era allí silencio; todo es aquí rumores, cadencias y armonías. La divinidad oriental se prolongaba por todos los tiempos y rebosaba por todos los espacios; la gran fa-milia divina tiene aquí su árbol genealógico y cabe toda con anchura en la cumbre de un monte. Una eterna paz re-posa en el dios del Oriente; todo es aquí, en el alcázar di-vino, guerra, confusión y tumulto. La unidad política pasa por las mismas vicisitudes que la unidad religiosa: aquí es un imperio cada ciudad, mientras que allí todas las muche-dumbres formaban un imperio. A un dios corresponde un rey; a una república de dioses, otra de ciudades. En esta multitud de ciudades y de dioses todo será desordenado y confuso; los hombres tendrán un no sé qué de heroico y de divino, y los dioses un no sé qué de terrenal y humano; los dioses darán a los hombres la comprensión de las grandes cosas y el instinto de las cosas bellas, y los hombres darán a los dioses sus discordias y sus vicios; habrá hombres de alta fama y virtud, y dioses incestuosos y adúlteros. Impre-sionable y nervioso, ese pueblo será grande por sus poetas y famoso por sus artistas, y se dará al mundo en espectácu-lo; la vida no será bella a sus ojos sino en cuanto resplan-dece con los reflejos de la gloria, ni tendrá a la muerte por

tremenda sino en cuanto le siga el olvido; sensual hasta en la medula de sus huesos, no verá en la vida sino los place-res, y tendrá la muerte por dichosa si muere entre flores. La familiaridad y el parentesco con sus dioses hará a ese pueblo vano, caprichoso, locuaz y petulante; falto de res-peto a la divinidad, carecerá la gravedad en sus designios de fijeza en sus propósitos, de consistencia en sus resolu-ciones. El mundo oriental se presentará a sus ojos como una región llena de sombras o como un mundo poblado de estatuas: el Oriente a su vez, poniendo los ojos en su vida tan efímera, en su muerte tan temprana, en su gloria tan breve, le llamará pueblo de niños. Para el uno la grandeza está en la duración, para el otro en el movimiento. De esta manera la teología griega, y la historia griega, y el tempe-ramento griego son una misma cosa. Este fenómeno es visible sobre todo en la historia del pueblo romano. Sus principales dioses, de familia etrusca, por lo que tenían de dioses, eran griegos; por lo que tenían de etruscos, eran orientales; por lo que tenían de griegos, eran muchos; por lo que tenían de orientales, eran austeros y sombríos. En política, como en religión, Roma es a un mismo tiempo el Oriente y el Occidente. Es una ciudad co-mo la de Teseo, y un imperio como el de Ciro. Roma figu-ra a Jano: en su cabeza hay dos caras, y en sus dos caras dos semblantes; el uno es el símbolo de la duración orien-tal, y el otro el del movimiento griego. Tan grande es su movilidad, que llega a los confines del mundo; y tan agi-gantada su duración, que el mundo la llama eterna. Criada por el consejo divino para preparar las vías a Aquel que había de venir, su encargo providencial fue asimilarse to-das las teologías y dominar a todas las gentes. Obedecien-do a un llamamiento misterioso, todos los dioses suben al Capitolio romano; y pasmadas las gentes con un súbito te-rror, derriban al suelo su cerviz todos los pueblos y todas las naciones. Todas las ciudades, unas después de otras, se ven desamparadas de sus dioses; los dioses, unos después de otros, se ven despojados de todos sus templos y de to-das sus ciudades. Su gigantesco imperio tiene por suya la legitimidad oriental, esto es, la muchedumbre, y la fuerza, y la legitimidad del Occidente, esto es, la inteligencia y la disciplina. Por eso todo lo avasalla y nada le resiste, todo lo tritura y nadie se queja. De la misma manera que su teo-logía tiene al mismo tiempo algo de diferente y algo de co-mún con todas las teologías, Roma tiene algo que le es propio y mucho que le es común con todas las ciudades vencidas por sus armas o deslustradas por su gloria: tiene de Esparta la severidad, de Atenas la cultura, de Menfis la pompa, y la grandeza de Babilonia y de Nínive. Para decir-lo todo de una vez, el Oriente es la tesis, el Occidente su antítesis, Roma la síntesis; y el romano Imperio no signifi-ca otra cosa sino que la tesis oriental y la antítesis occiden-tal han ido a perderse y a confundirse en la síntesis roma-na. Descompóngase ahora en sus elementos constitutivos esa poderosa síntesis, y se observará que no es síntesis en el orden político y social sino porque lo es también en el orden religioso. En los pueblos orientales como en las re-públicas griegas y en el Imperio romano como en las repú-blicas griegas y en los pueblos orientales, los sistemas teo-lógicos sirven para explicar los sistemas políticos: la teolo-gía es la luz de la Historia. La grandeza romana no podía bajar del Capitolio sino por los mismos medios que la habían servido para subir a su cumbre. Nadie podía asentar su planta en Roma sino

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con el permiso de sus dioses; nadie podía escalar el Capi-tolio sino derrocando antes a Júpiter Optimo Máximo. Los antiguos, que tenían una noticia confusa de la fuerza vital que reside en el sistema religioso, creían que ninguna ciu-dad podía ser vencida si antes no era abandonada por los dioses nacionales. Seguíase de aquí, en todas las guerras de ciudad a ciudad, de pueblo a pueblo y de raza a raza, una contienda espiritual y religiosa, que seguía los mismos pasos que la material y política. Los sitiados, al mismo tiempo que resistían con el hierro, volvían los ojos a sus dioses para que no los dejaran en mísero abandono. Los si-tiadores a su vez los conjuraban al abandono de la ciudad con misteriosas imprecaciones. ¡Desventurada la ciudad en donde resonaba tremenda aquella voz que decía: «Vuestros dioses se van, vuestros dioses os abandonan!». El pueblo de Israel no podía ser vencido cuando Moisés levantaba las manos al Señor, y no podía vencer cuando las derribaba hacia el suelo; Moisés es la figura del género humano, pro-clamando en todas edades, con diferentes fórmulas y de di-ferente manera, la omnipotencia de Dios y la dependencia del hombre, el poderío de la religión y la virtud de las ple-garias. Roma sucumbió porque sus dioses sucumbieron; su im-perio acabó porque acabó su teología. De esta manera, la Historia viene a poner como de relieve el gran principio que esta en lo más hondo del abismo de la conciencia hu-mana. Roma había dado al mundo sus Césares y sus dioses. Júpiter y César Augusto se habían dividido entre sí el gran-de Imperio de las cosas humanas y divinas. El sol, que ha-bía visto levantarse y caer agigantados imperios, no había visto ninguno, desde el día de su creación, de tan augusta majestad y de tan extraña grandeza. Todas las gentes ha-bían recibido su yugo; hasta las más ásperas y agrestes ha-bían doblado sus cervices; el mundo había depuesto las ar-mas, la tierra guardaba silencio. Por aquel tiempo nació, en humilde establo, de padres humildes, un Niño prodigioso en la tierra de los prodigios. Decíase de él que al tiempo de aparecer entre los hombres había brillado una nueva estrella en el cielo; que apenas nacido, había sido adorado de pastores y de reyes; que es-píritus angélicos habían hablado a los hombres y habían cruzado por los aires; que su nombre incomunicable y mis-terioso había sido pronunciado en el principio del mundo; que los patriarcas habían aguardado su venida; que los pro-fetas habían anunciado su reino, y que hasta las sibilas ha-bían cantado sus victorias. Estos extraños rumores habían llegado hasta los oídos de los servidores del César, y de aquí un vago terror y sobresalto en sus pechos. Ese sobre-salto y ese vago terror pasaron, sin embargo, muy pronto, cuando vieron que los días y las noches proseguían como siempre en perpetua rotación, y que el sol seguía iluminan-do como antes el horizonte romano. Y dijeron para sí los gobernadores imperiales: El César es inmortal, y los rumo-res que oímos fueron rumores de gente asustadiza y ociosa. Y así pasaron treinta años; contra las preocupaciones del vulgo hay un remedio eficaz: el desprecio y el olvido. Pero véase aquí que, pasados treinta años, la gente des-contentadiza y ociosa vuelve a buscar, en nuevos y más extraños rumores, un nuevo alimento a sus ocios. El Niño se había hecho hombre; al decir de las gentes, al recibir en su cabeza las aguas del Jordán, había venido sobre Él un espíritu en figura de paloma, se habían rasgado los cielos y

había resonado una voz clamando en las alturas: «Este es mi Hijo muy querido». Entre tanto, el que le bautizó, hom-bre austero y sombrío, habitante en los desiertos y aborre-cedor del género humano, clamaba a las gentes sin cesar: «Haced penitencia», y señalando con el dedo al Niño he-cho hombre, daba este testimonio de Él: «Este es el Corde-ro de Dios, que quita los pecados del mundo». Que en todo esto había una farsa de mal género, representada por far-santes de mala especie, era cosa que para todos los espíri-tus fuertes de aquella edad no ofrecía ningún género de du-da. «El pueblo judío -decían- fue siempre muy dado a sor-tilegios y supersticiones: en las edades pasadas, y cuando volvía sus ojos oscurecidos con el llanto hacia su abando-nado templo y hacia su patria perdida, esclavo del babilo-nio, un gran conquistador, anunciado por sus profetas, le había redimido del cautiverio y le había devuelto a un tiempo mismo su templo y su patria; no era, pues, cosa ex-traña, sino antes muy natural, que aguardara una nueva re-dención y un nuevo Libertador que quebrantara para siem-pre en su cerviz la dura cadena de Roma». Si no hubiera habido más que esto, las gentes despreo-cupadas y entendidas de aquella edad hubieran dejado caer probablemente estos rumores, como hicieron con los pasa-dos, hasta que el tiempo, ese gran ministro de la razón hu-mana, los hubiera desvanecido por los aires; pero no sé qué hado funesto dispuso de otra manera las cosas; porque sucedió que Jesús (éste era el nombre de la persona de quien se contaban tan grandes prodigios) comenzó a ense-ñar una nueva doctrina y a obrar obras espantables. Su au-dacia o su locura llegó a punto de llamar hipócritas y so-berbios a los soberbios e hipócritas, y blanqueados sepul-cros a los que eran sepulcros blanqueados. La dureza de sus entrañas fue tan grande, que aconsejó a los pobres la paciencia, y escarneciéndolos después, celebró su buena ventura. Para vengarse de los ricos, que le tuvieron siem-pre en menos, les dijo: «Sed misericordiosos». Condenó la fornicación y el adulterio, y comió el pan de los fornicado-res y adúlteros. Desdeñó, tan grande era su envidia, a los doctores y a los sabios; y conversó, tan ruines eran sus pensamientos, con gentes rudas y groseras. Fue tan extre-mado en el orgullo, que se llamó el Señor de las tierras, de los mares y de los cielos; y fue tan consumado en las artes de la hipocresía, que lavó los pies a unos pobres pescado-res. A pesar de su austeridad estudiada, dijo que su doctri-na era amor; condenó el trabajo en Marta y santificó el ocio en María; estuvo en relaciones secretas con los espíri-tus infernales, y por precio de su alma recibió el don de los milagros. Las turbas le seguían, y le adoraban las muche-dumbres. Como se ve, a pesar de su buena voluntad, no podían permanecer por más tiempo impasibles los guardadores de las cosas santas y de las prerrogativas imperiales, respon-sables como eran, por razón de sus oficios, de la majestad de la religión y de la paz del Imperio. Lo que les movió principalmente a salir de su reposo fue el aviso que tuvie-ron de que, por una parte, una grande multitud de gentes había estado a punto de proclamar a Jesús Rey de los ju-díos; y por otra, se había llamado a sí mismo Hijo de Dios y había intentado apartar a los pueblos del pago de los tri-butos. El que tales cosas había dicho, y el que tales obras ha-bía obrado, era necesario que muriera por el pueblo. Falta-ba sólo justificar estos cargos y aclarar debidamente estos

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puntos. Por lo tocante a los tributos, como fuese pregunta-do sobre el particular, dio aquella célebre respuesta con que desconcertó a los curiosos diciéndoles: «Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César»; que fue tan-to como decir: «Os dejo vuestro César, y os quito vuestro Júpiter». Preguntado por Pilato y por el gran sacerdote, ra-tificó su dicho, afirmando de sí que era el Hijo de Dios; pero que no era de este mundo su reino. Entonces dijo Cai-fás: «Este hombre es culpable y debe morir». y Pilato al re-vés: «Dejad libre a este hombre, porque es inocente». Caifás, gran sacerdote, miraba la cuestión desde el pun-to de vista religioso; Pilato, hombre lego, miraba la cues-tión desde el punto de vista político. Pilato no podía com-prender qué tenía que ver el Estado con la religión, César con Júpiter, la política con la teología; Caifás, por el con-trario, pensaba que una nueva religión trastornaría el Esta-do, que un nuevo Dios destronaría al César, y que la cues-tión política iba envuelta en la cuestión teológica. La mu-chedumbre pensaba instintivamente como Caifás, y en sus roncos bramidos llamaba a Pilato enemigo de Tiberio. La cuestión quedó en este estado por entonces. Pilato, tipo inmortal de los jueces corrompidos, sacrifi-có el justo al miedo, y entregó a Jesús a las furias popula-res, y creyó purificar su conciencia lavándose las manos. El Hijo de Dios subió a la cruz lleno de vilipendios y ludi-brios: allí se levantaron contra Él, con sus manos y con sus bocas, los ricos y los pobres, los hipócritas y los soberbios, los sacerdotes y los sabios, las mujeres de mala vida y los hombres de mala conciencia, los adúlteros y los fornicado-res. El Hijo expiró en la cruz pidiendo por sus verdugos y encomendando su espíritu a su Padre. Todo entró por un momento en reposo; pero después viéronse cosas que aún no habían visto los ojos de los hombres: la abominación de la desolación en el templo; las matronas de Sión maldiciendo su fecundidad; los sepulcros hendidos; Jerusalén sin gente; sus muros por el suelo; su pueblo disperso por el mundo; el mundo en armas; las águilas de Roma dando al aire míseros alaridos; Roma sin Césares y sin dioses; las ciudades despobladas, y poblados los desiertos; por gobernadores de las naciones, hombres que no saben leer, vestidos de pieles; muchedumbres obe-deciendo a la voz de aquel que dijo en el Jordán: «Haced penitencia», y a la voz de aquel otro que dijo: «El que quiera ser perfecto, que deje todas las cosas, que tome su cruz y me siga»; y los reyes adorando la Cruz, y la Cruz le-vantada en todas partes. ¿Por qué tan grandes mudanzas y trastornos? ¿Por qué tan grande desolación y tan universal cataclismo? ¿Qué significa eso? ¿Qué sucede? Nada: que unos nuevos teólo-gos andan anunciando una nueva teología por el mundo.

Capítulo II

De la sociedad bajo el imperio de la teología católica

Esa nueva teología se llama el catolicismo. El catolicis-mo es un sistema de civilización completo; tan completo, que en su inmensidad lo abarca todo: la ciencia de Dios, la ciencia del ángel, la ciencia del universo, la ciencia del hombre. El incrédulo cae en éxtasis a vista de su inconce-bible extravagancia, y el creyente a vista de tan extraña grandeza. Si hay alguno, por ventura, que al mirarle pasa de largo y se sonríe, las gentes, mas asombradas aún de tan

estúpida indiferencia que de aquella grandeza colosal y de aquella extravagancia inconcebible, alzan la voz y excla-man: «Dejemos pasar al insensato». La humanidad entera ha cursado por espacio de dieci-nueve siglos en las escuelas de sus teólogos y de sus doc-tores; y al cabo de tanto aprender y al cabo de tanto cursar, hoy día es, y aún no ha llegado con su sonda al abismo de su ciencia. Allí aprende cómo y cuándo han de acabar y cuándo y cómo han tenido principio las cosas y los tiem-pos; allí se le descubren secretos maravillosos que estuvie-ron siempre escondidos a las especulaciones de los filóso-fos gentiles y al entendimiento de sus sabios; allí se le re-velan las causas finales de todas las cosas, el concertado movimiento de las cosas humanas, la naturaleza de los cuerpos y las esencias de los espíritus, los caminos por donde andan los hombres, el término adonde van, el punto de donde vienen, el misterio de su peregrinación y el de-rrotero de su viaje, el enigma de sus lágrimas, el secreto de la vida y el arcano de la muerte. Los niños amamantados a sus fecundísimos pechos saben hoy más que Aristóteles y Platón, luminares de Atenas. Y, sin embargo, los doctores que tales cosas enseñan, y que a tales alturas alcanzan, son humildes. Sólo al mundo católico le ha sido dado ofrecer un espectáculo en la tierra reservado antes a los ángeles del cielo: el espectáculo de la ciencia derribada por la humil-dad ante el acatamiento divino. Llámase esta teología católica, porque es universal; y lo es en todos los sentidos y bajo todos los aspectos: es uni-versal porque abarca todas las verdades; lo es porque abar-ca todo lo que todas las verdades contienen; lo es porque por su naturaleza está destinada a dilatarse por todos los espacios y a prolongarse por todos los tiempos; lo es en su Dios y lo es en sus dogmas. Dios era unidad en la India, dualismo en la Persia, va-riedad en Grecia, muchedumbre en Roma. El Dios vivo es uno en su sustancia, como el índico: múltiple en sus perso-nas, a la manera del pérsico; a la manera de los dioses grie-gos es vario en sus atributos; y por la multitud de los es-píritus (dioses) que le sirven es muchedumbre a la manera de los dioses romanos. Es causa universal, sustancia infini-ta e impalpable, eterno reposo y autor de todo movimiento; es inteligencia suprema, voluntad soberana, es continente, no contenido. Él es el que lo sacó todo de la nada y el que mantiene cada cosa en su ser; el que gobierna las cosas an-gélicas, las cosas humanas y las cosas infernales. Es mise-ricordiosísimo, justísimo, amorosísimo, fortísimo, potentí-simo, simplicísimo, secretísimo, hermosísimo, sapientísi-mo. El Oriente conoce su voz, el Occidente le obedece, el Mediodía le reverencia, el Septentrión le acata. Su palabra hincha la creación, los astros velan su faz, los serafines re-flejan su luz en sus alas encendidas, los cielos le sirven de trono, y la redondez de la tierra está colgada de su mano. Cuando los tiempos fueron cumplidos, el Dios católico mostró su faz; esto bastó para que todos los ídolos fabrica-dos por los hombres cayeran derribados por el suelo. No podía ser de otra manera, si se atiende a que las teologías humanas no eran sino fragmentos mutilados de la teología católica, y a que los dioses de las naciones no eran otra co-sa sino la deificación de alguna de las propiedades esencia-les del Dios verdadero, del Dios bíblico. El catolicismo se apoderó del hombre en su cuerpo, en sus sentidos y en su alma. Los teólogos dogmáticos le en-señaron lo que había de creer, los morales lo que había de

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obrar, y los místicos, remontándose sobre todos, le enseña-ron a levantarse a lo alto en alas de la oración, esa escala de Jacob de piedras abrillantadas, por donde baja Dios has-ta la tierra y sube el hombre hasta el cielo, hasta confundir-se cielo y tierra, Dios y hombre, abrasados todos junta-mente en el incendio de un amor infinito. Por el catolicismo entró el orden en el hombre, y por el hombre en las sociedades humanas. El mundo moral en-contró en el día de la redención las leyes que había perdido en el día de la prevaricación y del pecado. El dogma católi-co fue el criterio de las ciencias, la moral católica el crite-rio de las acciones, y la caridad el criterio de los afectos. La conciencia humana, salida de su estado caótico, vio cla-ro en las tinieblas interiores, como en las tinieblas exterio-res, y conoció la bienaventuranza de la paz perdida, a la luz de esos tres divinos criterios. El orden pasó del mundo religioso al mundo moral, y del mundo moral al mundo político. El Dios católico, cria-dor y sustentador de todas las cosas, las sujetó al gobierno de su providencia, y las gobernó por sus vicarios. San Pa-blo dice en su Epístola a los Romanos (c.13): Non est potestas nisi a Deo. Y Salomón, en los Proverbios (c.8 v.15): Per me reges regnant, et conditores legum justa decernunt. La autoridad de sus vicarios fue santa, cabal-mente por lo que tuvo de ajena, es decir, de divina. La idea de la autoridad es de origen católico. Los antiguos gober-nadores de las gentes pusieron su soberanía sobre funda-mentos humanos; gobernaron para sí, y gobernaron por la fuerza. Los gobernadores católicos, teniéndose en nada a sí propios, no fueron otra cosa sino ministros de Dios y servi-dores de los pueblos. Cuando el hombre llegó a ser hijo de Dios, luego al punto dejó de ser esclavo del hombre. Nada hay a un tiempo mismo más respetable, más solemne y más augusto que las palabras que la Iglesia ponía en los oí-dos de los príncipes cristianos al tiempo de su consagra-ción: «tomad este bastón como el emblema de vuestro sagrado poder, y para que podáis fortificar al débil, soste-ner al que vacila, corregir al vicioso y llevar al bueno por el camino de la salvación. Tomad el cetro como la regla de la equidad divina, que gobierna al bueno y castiga al malo; aprended por aquí a amar la justicia y a aborrecer la iniqui-dad». Estas palabras guardaban una consonancia perfecta con la idea de la autoridad legítima, revelada al mundo por Nuestro Señor Jesucristo: Scitis quia hi, qui videntur, principari gentibus, dominantur eis: et príncipes eorum potestatem habent ipsorum. Non ita est autem in vobis, sed quicumque voluerit fieri major, erit vester minister; et quicumque voluerit in vobis primus esse, erit omnium servus. Nam et filius hominis non venit ut ministraretur ei, sed ut ministraret, et daret animam suam redemptionem pro multis (Mc 10, 42-45). Todos ganaron con esta revolución dichosa: los pueblos y sus gobernadores; los segundos, porque no habiendo do-minado antes sino sobre los cuerpos por el derecho de la fuerza, gobernaron ya los cuerpos y los espíritus juntamen-te, sustentados por la fuerza del derecho; los primeros, por-que de la obediencia del hombre pasaron a la obediencia de Dios, y porque de la obediencia forzada pasaron a la obediencia consentida. Empero, si todos ganaron, no gana-ron todos igualmente, como quiera que los príncipes, en el hecho mismo de gobernar en nombre de Dios, representa-ban a la Humanidad desde el punto de vista de su impoten-cia para constituir una autoridad legítima por sí sola y en

su nombre propio; mientras que los pueblos, en el hecho mismo de no obedecer en el príncipe sino a su Dios, eran los representantes de la más alta y gloriosa de las prerroga-tivas humanas, la que consiste en no sujetarse sino al yugo de la autoridad divina. Esto sirve para explicar, por una parte, la singular modestia con que resplandecen en la His-toria los príncipes dichosos, a quienes los hombres llaman grandes, y la Iglesia llama santos; y por otra, la singular nobleza y altivez que se echa de ver en el semblante de to-dos los pueblos católicos. Una voz de paz, y de consuelo, y de misericordia se había levantado en el mundo, y había resonado hondamente en la conciencia humana; y esa voz había enseñado a las gentes que los pequeños y menestero-sos nacen para ser servidos, porque son menesterosos y pe-queños; que los grandes y los ricos nacen para servir, por-que son ricos y porque son grandes. El catolicismo, divinizando la autoridad, santificó la obediencia; y santificando la una y divinizando la otra, condenó el orgullo en sus manifestaciones más tremendas, en el espíritu de dominación y en el espíritu de rebeldía. Dos cosas son de todo punto imposibles en una sociedad verdaderamente católica: el despotismo y las revoluciones. Rousseau, que tuvo algunas veces súbitas y grandes ilumi-naciones, ha escrito estas notables palabras: «Los gobier-nos modernos son deudores indudablemente al cristianis-mo, por una parte, de la consistencia de su autoridad; y por otra, de que sean más grandes los intervalos entre las revo-luciones. Ni se ha extendido a esto sólo su influencia, por-que obrando sobre ellos mismos, los ha hecho más huma-nos; para convencerse de ello no hay más que compararlos con los gobiernos antiguos» (Emile 1.4). Y Montesquieu ha dicho: «No cabe duda sino que el cristianismo ha crea-do entre nosotros el derecho político que reconocemos en la paz, y el de gentes que respetamos en la guerra, cuyos beneficios no agradecerá nunca suficientemente el género humano» (Esprit des lois 1.29 c.3). El mismo Dios, que es autor y gobernador de la socie-dad política, es autor y gobernador de la sociedad domésti-ca. En lo más escondido, en lo más alto, en lo más sereno y luminoso de los cielos, reside un Tabernáculo inaccesible aun a los coros de los ángeles: en ese Tabernáculo inacce-sible se está obrando perpetuamente el prodigio de los pro-digios y el misterio de los misterios. Allí está el Dios cató-lico, uno y trino, uno en esencia, trino en las Personas. El Padre engendra eternamente a su Hijo, y del Padre y del Hijo procede eternamente el Espíritu Santo. Y el Espíritu Santo es Dios, y el Hijo es Dios, y el Padre es Dios; y Dios no tiene plural, porque no hay más que un Dios, trino en las Personas y uno en la esencia. El Espíritu Santo es Dios como el Padre, pero no es Padre; es Dios como el Hijo, pe-ro no es Hijo. El Hijo es Dios como el Espíritu Santo, pero no es Espíritu Santo; es Dios como el Padre, pero no es Pa-dre; el Padre es Dios como el Hijo, pero no es Hijo; es Dios como el Espíritu Santo, pero no es Espíritu Santo. El Padre es omnipotencia, el Hijo es sabiduría, el Espíritu Santo es amor; y el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo son infinito amor, potencia suma, perfecta sabiduría. Allí la unidad, dilatándose, engendra eternamente la variedad; y la variedad, condensándose, se resuelve en unidad eterna-mente. Dios es tesis, es antítesis y es síntesis; y es tesis so-berana, antítesis perfecta, síntesis infinita. Porque es uno, es Dios; porque es Dios, es perfecto; porque es perfecto, es fecundísimo; porque es fecundísimo, es variedad; porque

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es variedad, es familia. En su esencia están, de una manera inenarrable e incomprensible, las leyes de la creación y los ejemplares de todas las cosas. Todo ha sido hecho a su imagen; por eso la creación es una y varía. La palabra uni-verso tanto quiere decir como unidad y variedad juntas en uno. El hombre fue hecho por Dios a imagen de Dios, y no solamente a su imagen, sino también a su semejanza; por eso el hombre es uno en la esencia y trino en las personas. Eva procede de Adán, Abel es engendrado por Adán y por Eva, y Abel y Eva y Adán son una misma cosa: son el hombre, son la naturaleza humana. Adán es el hombre pa-dre, Eva es el hombre mujer, Abel es el hombre hijo. Eva es hombre como Adán, pero no es padre; es hombre como Abel, pero no es hijo. Adán es hombre como Abel, sin ser hijo, y como Eva, sin ser mujer. Abel es hombre como Eva, sin ser mujer, y como Adán, sin ser padre. Todos estos nombres son nombres divinos, como son divinas las funciones significadas por ellos. La idea de la paternidad, fundamento de la familia, no ha podido caber en el entendimiento humano. Entre el padre y el hijo no hay ninguna de aquellas diferencias fundamentales que presentan una base bastante ancha para asentar en ella un derecho. La prioridad es un hecho y nada más; la fuerza es un hecho y nada más; la prioridad y la fuerza no pueden constituir por sí mismas el derecho de la paternidad, aun-que pueden dar origen a otro hecho: el hecho de la servi-dumbre. El nombre propio del padre, supuesto este hecho, es el de señor, como el nombre del hijo es el de esclavo. Y esta verdad que nos dicta la razón, está confirmada por la Historia: en los pueblos olvidados de las grandes tradicio-nes bíblicas, la paternidad no ha sido nunca sino el nombre propio de la tiranía doméstica. Si hubiera existido un pue-blo, olvidado por una parte de esas grandes tradiciones y apartado por otra del culto de la fuerza material, en ese pueblo los padres y los hijos hubieran sido y se hubieran llamado hermanos. La paternidad viene de Dios, y sólo de Dios puede venir en el nombre y en la esencia. Si Dios hu-biera permitido el olvido completo de las tradiciones para-disíacas, el género humano, con la institución, hubiera per-dido hasta su nombre. La familia, divina en su institución, divina en su esen-cia, ha seguido en todas partes las vicisitudes de la civili-zación católica; y esto es tan cierto, que la pureza o la co-rrupción de la primera es siempre síntoma infalible de la pureza o de la corrupción de la segunda, así como la histo-ria de las varias vicisitudes y trastornos de la segunda es la historia de los trastornos y de las vicisitudes por que va pa-sando la primera. En las edades católicas, la tendencia de la familia es a perfeccionarse: de natural se convierte en espiritual, y del hogar pasa a los claustros. Mientras que los hijos se pos-tran reverentes en el hogar a los pies del padre y de la ma-dre, los habitantes de los claustros, hijos más rendidos y reverentes, bañan con lágrimas los sacratísimos pies de otro Padre mejor y el sacratísimo manto de otra Madre más tierna. Cuando la civilización católica va de vencida y en-tra en un período decadente, luego al punto la familia de-cae, su constitución se vicia, sus elementos se descompo-nen, y todos sus vínculos se relajan. El padre y la madre, entre quienes no puso Dios otro medianil sino el amor, po-nen entre los dos el medianil de un ceremonial severo, mientras que una familiaridad sacrílega suprime la distan-

cia que puso Dios entre los hijos y los padres, echando por el suelo el medianil de la reverencia. La familia, entonces envilecida y profanada, se dispersa, y va a perderse en los clubs y en los casinos. La historia de la familia puede encerrarse en pocos ren-glones. La Familia divina, ejemplar y modelo de la familia humana, es eterna en todos sus individuos. La familia hu-mana espiritual, que después de la divina es la más perfec-ta de todas, dura en todos sus individuos lo que dura el tiempo; la familia humana natural, entre el padre y la ma-dre, dura lo que dura la vida, y entre el padre y los hijos, largos años. La familia humana anticatólica dura entre el padre y la madre algunos años; entre el padre y los hijos, algunos meses; la familia artificial de los clubs dura un día; la del casino, un instante. La duración es aquí, como en otras muchas cosas, la medida de las perfecciones. En-tre la familia divina y la humana de los claustros hay la misma proporción que entre el tiempo y la eternidad; entre la espiritual de los claustros, la más perfecta, y la sensual de los clubs, la más imperfecta de todas las humanas, hay la misma proporción que entre la brevedad del minuto y la inmensidad de los tiempos.

Capítulo III

De la sociedad bajo el imperio de la Iglesia Católica

Constituidos, por una parte, el criterio de las ciencias, el criterio de los afectos y el criterio de las acciones; consti-tuidas, por otra, en la sociedad la autoridad política, y en la familia la autoridad doméstica, era necesario constituir otra autoridad sobre todas las humanas, órgano infalible de to-dos los dogmas, depositaria augusta de todos los criterios, que fuera a un tiempo mismo santa y santificante, que fue-ra la palabra de Dios encarnada en el mundo, la luz de Dios reverberando en todos los horizontes, la caridad divi-na inflamando todas las almas; que atesorara en altísimo y escondido tabernáculo, para derramarlos por la tierra, los infinitos tesoros de las gracias del cielo; que fuera refrige-rio de los hombres fatigados, refugio de los hombres peca-dores, fuente de aguas vivas para los que tienen sed, pan de vida eterna para los que tienen hambre, sabiduría para los ignorantes, para los extraviados camino; que estuviera llena de advertencias y de lecciones para los poderosos, y para los pobres llena de amor y de misericordia; una auto-ridad puesta en tan grande altura que pudiera hablar a to-das con imperio, y sobre roca tan firme que no pudiera ser contrastada por las alteradas ondas de este mar sin reposo; una autoridad fundada directamente por Dios, y que no es-tuviera sujeta a los vaivenes de las cosas humanas; que fuera a un tiempo mismo siempre nueva y siempre antigua, duración y progreso, y a quien asistiera Dios con especial asistencia. Esa autoridad altísima, infalible, fundada para la eterni-dad, y en quien se agrada Dios eternamente, es la santa Iglesia católica, apostólica, romana, cuerpo místico del Se-ñor, esposa dichosa del Verbo, que enseña al mundo lo que aprende de boca del Espíritu Santo; que, puesta como en una región media entre la tierra y el cielo, cambia plegarias por dones, y ofrece perpetuamente al Padre, por la salva-ción del mundo, la sangre preciosísima del Hijo en sacrifi-cio perpetuo y en perfectísimo holocausto.

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Como quiera que Dios hace todas las cosas acabadas y perfectas, no era propio de su infinita sabiduría dar la ver-dad al mundo y, entrando después en su perfecto reposo, dejarla expuesta a las injurias del tiempo, vano asunto de las disputas del hombre. Por esa razón ideó eternamente su Iglesia, que resplandeció en el mundo en la plenitud de los tiempos, hermosísima y perfectísima, con aquella alta per-fección y soberana hermosura que tuvo siempre en el en-tendimiento divino. Desde entonces ella es, para los que navegamos por este mar del mundo que hierve en tempes-tades, faro luminoso puesto en escollo eminente. Ella sabe lo que nos salva y lo que nos pierde, nuestro primer origen y nuestro último fin, en que consiste la salvación y en qué la condenación del hombre; y ella sola lo sabe; ella gobier-na las almas, y ella sola las gobierna; ella ilumina los en-tendimientos, y ella sola los ilumina; ella endereza la vo-luntad, y ella sola la endereza; ella purifica y enciende los afectos, y ella sola los enciende y los purifica; ella mueve los corazones, y sola los mueve con la gracia del Espíritu Santo. En ella no cabe ni pecado, ni error, ni flaqueza; su túnica no tiene mancha; para ella las tribulaciones son triunfos, los huracanes y las brisas la llevan al puerto. Todo en ella es espiritual, sobrenatural y milagroso: es espiritual, porque su gobierno es de las inteligencias, y porque las armas con que se defiende y con que mata son espirituales; es sobrenatural, porque todo lo ordena a un fin sobrenatural, y porque tiene por oficio ser santa y santifi-car sobrenaturalmente a los hombres; es milagrosa, porque todos los grandes misterios se ordenan a su milagrosa ins-titución y porque su existencia, su duración, sus conquistas son un milagro perpetuo. El Padre envía al Hijo a la tierra, el Hijo envía sus apóstoles al mundo y el Espíritu Santo a sus apóstoles: de esa manera, en la plenitud como en el principio de los tiempos, en la institución de la Iglesia co-mo en la creación universal, intervienen a la vez el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Doce pescadores pronuncian las palabras que suenan misteriosamente en sus oídos y luego al punto es conturbada la tierra; un fuego desusado arde en las venas del mundo; un torbellino saca de quicio a las naciones, arrebata a las gentes, trastorna los imperios, confunde las razas; el género humano suda sangre bajo la presión divina; y de toda esa sangre, y de toda esa confu-sión de razas, de naciones y de gentes, y de esos torbelli-nos impetuosos, y de ese fuego que circula por todas las venas de la tierra, el mundo sale radiante y renovado, pues-to a los pies de la Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo. Esa mística ciudad de Dios tiene puertas que miran a todas partes, para significar el universal llamamiento: Unam omnium Rempublicam agnoscimus mundum, dice Tertuliano. Para ella no hay bárbaros ni griegos, judíos ni gentiles. En ella caben el escita y el romano, el persa y el macedonio, los que acuden del Oriente y del Occidente, los que vienen de la banda del Septentrión y de las partes del Mediodía. Suyo es el santo ministerio de la enseñanza y de la doctrina, suyo el imperio universal y el universal sacerdocio; tiene por ciudadanos a reyes y emperadores; sus héroes son los mártires y los santos. Su invencible mi-licia se compone de aquellos varones fortísimos que ven-cieron en sí todos los apetitos de la carne y sus locas con-cupiscencias. El mismo Dios preside invisiblemente en sus austeros senados y en sus santísimos concilios. Cuando sus Pontífices hablan a la tierra, su palabra infalible ha sido es-crita ya por el mismo Dios en el cielo.

Esa Iglesia, puesta en el mundo sin fundamentos huma-nos, después de haberle sacado de un abismo de corrup-ción, le sacó de la noche de la barbarie. Ella ha combatido siempre los combates del Señor; y habiendo sido en todos atribulada, ha salido en todos vencedora. Los herejes nie-gan su doctrina, y triunfa de los herejes; todas las pasiones humanas se rebelan contra su imperio, y triunfa de todas las pasiones humanas. El paganismo pelea con ella su últi-mo combate, y ella rinde a sus pies al paganismo. Empera-dores y reyes la persiguen, y la ferocidad de sus verdugos es vencida por la constancia de sus mártires. Pelea sólo por su santa libertad, y el mundo le da el imperio. Bajo su imperio fecundísimo han florecido las ciencias, se han purificado las costumbres, se han perfeccionado las leyes y han crecido con rica y espontánea vegetación todas las grandes instituciones domésticas, políticas y sociales. Ella no ha tenido anatemas sino para los hombres impíos, para los pueblos rebeldes y para los reyes tiranos. Ha de-fendido la libertad, contra los reyes que aspiraron a con-vertir la autoridad en tiranía; y la autoridad, contra los pue-blos que aspiraron a una emancipación absoluta; y contra todos, los derechos de Dios y la inviolabilidad de sus san-tos mandamientos. No hay verdad que la Iglesia no haya proclamado, ni error a que no haya dicho anatema. La li-bertad, en la verdad, ha sido para ella santa; y en el error, como el error mismo, abominable; a sus ojos el error nace sin derechos y vive sin derechos, y por esa razón ha ido a buscarle, y a perseguirle, y a extirparle en lo más recóndito del entendimiento humano. Y esa perpetua ilegitimidad, y esa desnudez perpetua del error, así como ha sido un dog-ma religioso, ha sido también un dogma político, procla-mado en todos tiempos por todas las potestades del mundo. Todas han puesto fuera de discusión el principio en que descansan; todas han llamado error, y han despojado de to-da legitimidad y de todo derecho al principio que le sirve de contraste. Todas se han declarado infalibles a sí propias en esa calificación suprema; y si no han condenado todos los errores políticos, no consiste esto en que la conciencia del género humano reconozca la legitimidad de ningún error, sino en que no ha reconocido nunca en las potesta-des humanas el privilegio de la infalibilidad en la califica-ción de los errores. De esa impotencia radical de las potestades humanas para designar los errores ha nacido el principio de la liber-tad de discusión, fundamento de las constituciones moder-nas. Ese principio no supone en la sociedad, como pudiera parecer a primera vista, una imparcialidad incomprensible y culpable entre la verdad y el error; se funda en otras dos suposiciones, de las cuales la una es verdadera y la otra falsa: se funda, por una parte, en que no son infalibles los gobiernos, lo cual es una cosa evidente; se funda, por otra, en la infalibilidad de la discusión, lo cual es falso a todas luces. La infalibilidad no puede resultar de la discusión si no está antes en los que discuten; no puede estar en los que discuten, si no está al mismo tiempo en los que gobiernan; si la infalibilidad es un atributo de la naturaleza humana, está en los primeros y en los segundos; si no está en la na-turaleza humana, ni está en los segundos ni está en los pri-meros, o todos son falibles o son infalibles todos. La cues-tión, pues, consiste en averiguar si la naturaleza humana es falible o infalible; la cual se resuelve forzosamente en esta otra, conviene a saber: si la naturaleza del hombre es sana o está caída y enferma.

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En el primer caso, la infalibilidad, atributo esencial del entendimiento sano, es el primero y el más grande de todos sus atributos, de cuyo principio se siguen naturalmente las siguientes consecuencias. Si el entendimiento del hombre es infalible porque es sano, no puede errar porque es infali-ble; si no puede errar porque es infalible, la verdad está en todos los hombres, ahora se los considere juntos, ahora se los considere aislados; si la verdad está en todos los hom-bres aislados o juntos, todas sus afirmaciones y todas sus negaciones han de ser forzosamente idénticas; si todas sus afirmaciones y todas sus negaciones son idénticas, la dis-cusión es inconcebible y absurda. En el segundo caso, la falibilidad, enfermedad del en-tendimiento enfermo, es la primera y la mayor de las do-lencias humanas; de cuyo principio se siguen las conse-cuencias siguientes: si el entendimiento del hombre es fali-ble porque está enfermo, no puede estar nunca cierto de la verdad porque es falible; si no puede estar nunca cierto de la verdad porque es falible, esa incertidumbre está de una manera esencial en todos los hombres, ahora se los consi-dere juntos, ahora se los considere aislados; si esa incerti-dumbre está de una manera esencial en todos los hombres, aislados o juntos, todas sus afirmaciones y todas sus nega-ciones son una contradicción en los términos, porque han de ser forzosamente inciertas; si todas sus afirmaciones y todas sus negaciones son inciertas, la discusión es absurda e inconcebible. Sólo el catolicismo ha dado una solución satisfactoria y legítima, como todas sus soluciones, a este problema teme-roso. El catolicismo enseña lo siguiente: «El hombre viene de Dios; el pecado, del hombre; la ignorancia y el error, como el dolor y la muerte, del pecado; la falibilidad, de la ignorancia; de la falibilidad, lo absurdo de las discusio-nes». Pero añade después: «El hombre fue redimido», lo cual si no significa que por el acto de la redención, y sin ningún esfuerzo suyo, salió de la esclavitud del pecado, significa, a lo menos, que por la redención adquirió la po-testad de romper esas cadenas y de convertir la ignorancia, el error, el dolor y la muerte en medios de su santificación con el buen uso de su libertad, ennoblecida y restaurada. Para este fin instituyó Dios su Iglesia inmortal, impecable e infalible. La Iglesia representa la naturaleza humana sin pecado, tal como salió de las manos de Dios, llena de justi-cia original y de gracia santificante; por eso es infalible, y por eso no está sujeta a la muerte. Dios la ha puesto en la tierra para que el hombre, ayudado de la gracia, que a na-die se niega, pueda hacerse digno de que se le aplique la sangre derramada por Él en el Calvario, sujetándose libre-mente a sus divinas inspiraciones. Con la fe vencerá su ig-norancia; con su paciencia, el dolor, y con su resignación, la muerte; la muerte, el dolor y la ignorancia no existen sino para ser vencidas por la fe, por la resignación y por la paciencia. Síguese de aquí que sólo la Iglesia tiene el derecho de afirmar y de negar, y que no hay derecho fuera de ella para afirmar lo que ella niega, para negar lo que ella afirma. El día en que la sociedad, poniendo en olvido sus decisiones doctrinales, ha preguntado qué cosa es la verdad, qué cosa es el error, a la prensa y a la tribuna, a los periodistas y a las asambleas, en ese día el error y la verdad se han con-fundido en todos los entendimientos, la sociedad ha entra-do en la región de las sombras, y ha caído bajo el imperio de las ficciones. Sintiendo, por una parte, en sí misma una

necesidad imperiosa de someterse a la verdad y de sus-traerse al error, y siéndole imposible, por otra, averiguar qué cosa es el error y qué cosa es la verdad, ha formado un catálogo de verdades convencionales y arbitrarias, y otro de soñados errores, y ha dicho: «Adoraré las primeras y condenaré los segundos», ignorando, tan grande es su ce-guedad, que, adorando a las unas y condenando a los otros, ni condena ni adora nada, o que, si condena y si adora al-go, se adora y se condena a sí misma. La intolerancia doctrinal de la Iglesia ha salvado el mundo del caos. Su intolerancia doctrinal ha puesto fuera de cuestión la verdad política, la verdad doméstica, la ver-dad social y la verdad religiosa; verdades primitivas y san-tas, que no están sujetas a discusión, porque son el funda-mento de todas las discusiones; verdades que no pueden ponerse en duda un momento, sin que en ese momento mismo el entendimiento oscile, perdido entre la verdad y el error, y se oscurezca y enturbie el clarísimo espejo de la razón humana. Eso sirve para explicar por qué, mientras que la sociedad emancipada de la Iglesia no ha hecho otra cosa sino perder el tiempo en disputas efímeras y estériles, que, teniendo su punto de partida en un absoluto escepti-cismo, no pueden dar por resultado sino un escepticismo completo, la Iglesia, y la Iglesia sola, ha tenido el santo privilegio de las discusiones fructuosas y fecundas. La teo-ría cartesiana, según la cual la verdad sale de la duda, co-mo Minerva de la cabeza de Júpiter, es contraria a aquella ley divina que preside al mismo tiempo a la generación de los cuerpos y a la de las ideas, en virtud de la cual los con-trarios excluyen perpetuamente a sus contrarios, y los se-mejantes engendran siempre a sus semejantes. En virtud de esta ley, la duda sale perpetuamente de la duda, y el escep-ticismo del escepticismo, como la verdad de la fe, y de la verdad la ciencia. A la comprensión profunda de esta ley de la generación intelectual de las ideas se deben las maravillas de la civili-zación católica. A esa portentosa civilización se debe todo lo que admiramos y todo lo que vemos. Sus teólogos, aun considerados humanamente, afrentan a los filósofos mo-dernos y a los filósofos antiguos; sus doctores causan pa-vor por la inmensidad de su ciencia; sus historiadores os-curecen a los de la antigüedad por su mirada generalizado-ra y comprensiva. La Ciudad de Dios, de San Agustín, es aún hoy día el libro más profundo de la Historia que el ge-nio iluminado por los resplandores católicos ha presentado a los ojos atónitos de los hombres. Las actas de sus conci-lios, dejando aparte la divina inspiración, son el monumen-to más acabado de la prudencia humana. Las leyes canóni-cas vencen en sabiduría a las romanas y a las feudales. ¿Quien vence en ciencia a Santo Tomás, en genio a San Agustín, en majestad a Bossuet, en fuerza a San Pablo? ¿Quién es más poeta que Dante? ¿Quién iguala a Shakes-peare? ¿Quién aventaja a Calderón? ¿Quién, como Rafael, puso jamás en el lienzo inspiración y vida? Poned a las gentes a la vista de las pirámides de Egipto, y os dirán: «Por aquí ha pasado una civilización grandiosa y bárbara». Ponedlas a la vista de las estatuas griegas y de los templos griegos, y os dirán: «Por aquí ha pasado una civilización graciosa, efímera y brillante». Ponedlas a la vista de un monumento romano, y os dirán: «Por aquí ha pasado un gran pueblo». Ponedlas a la vista de una catedral, y al ver tanta majestad unida a tanta belleza, tanta grandeza unida a tanto gusto, tanta gracia junta con una hermosura tan pere-

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grina, tan severa unidad en una tan rica variedad, tanta me-sura junta con tanto atrevimiento, tanta morbidez en las piedras, y tanta suavidad en sus contornos, y tan pasmosa armonía entre el silencio y la luz, las sombras y los colo-res, os dirán: «Por aquí ha pasado el pueblo más grande de la historia y la más portentosa de las civilizaciones huma-nas; ese pueblo ha debido tener del egipcio lo grandioso, del griego lo brillante, del romano lo fuerte; y sobre lo fuerte, lo brillante y lo grandioso, algo que vale más que lo grandioso, lo fuerte y lo brillante: lo inmortal y lo perfec-to». Si se pasa de las ciencias, de las letras y de las artes al estudio de las instituciones que la Iglesia vivificó con su soplo, alimentó con su sustancia, mantuvo con su espíritu y abasteció con su ciencia, este nuevo espectáculo no ofre-cerá menores maravillas y portentos. El catolicismo, que todo lo refiere y todo lo ordena a Dios, y que, refiriéndolo y ordenándolo a Dios todo, convierte la suprema libertad en elemento constitutivo del orden supremo, y la infinita variedad en elemento constitutivo de la unidad infinita, es por su naturaleza la religión de las asociaciones vigorosas, unidas todas entre sí por afinidades simpáticas. En el cato-licismo el hombre no está solo nunca: para encontrar un hombre entregado a un aislamiento solitario y sombrío, personificación suprema del egoísmo y del orgullo, es ne-cesario salir de los confines católicos. En el inmenso círcu-lo que describen esos confines inmensos, los hombres vi-ven agrupados entre sí, y se agrupan obedeciendo al impul-so de sus más nobles atracciones. Los grupos mismos en-tran los unos en los otros, y todos en uno más universal y comprensivo, dentro del cual se mueven anchamente, obe-deciendo a la ley de una soberana armonía. El hijo nace y vive en la asociación doméstica, ese fundamento divino de las asociaciones humanas. Las familias se agrupan entre sí de una manera conforme a la ley de su origen, y agrupadas de esta manera, forman aquellos grupos superiores que lle-van el nombre de clases; las diferentes clases se consagran a diferentes funciones: unas cultivan las artes de la paz, otras las artes de la guerra; unas conquistan la gloria, otras administran la justicia y otras acrecientan la industria. Dentro de estos grupos naturales se forman otros espontá-neos, compuestos de los que buscan la gloria por una mis-ma senda, de los que se consagran a una misma industria, de los que profesan un mismo oficio; y todos estos grupos, ordenados en sus clases, y todas las clases jerárquicamente ordenadas entre sí, constituyen el Estado, asociación ancha en la que todas las otras se mueven con anchura. Esto desde el punto de vista social. Desde el punto de vista político, las familias se asocian en grupos diferentes: cada grupo de familias constituye un municipio; cada mu-nicipio es la participación en común de las familias que le forman, del derecho de rendir culto a su Dios, de adminis-trarse a sí propias, de dar pan a los que viven y sepultura a los muertos. Por eso cada municipio tiene un templo, sím-bolo de su unidad religiosa, y una casa municipal, símbolo de su unidad administrativa; y un territorio, símbolo de su unidad jurisdiccional y civil; y un cementerio, símbolo de su derecho de sepulturas. Todas estas diferentes unidades constituyen la unidad municipal, la cual tiene también su símbolo en el derecho de levantar sus armas y de desplegar su bandera. De la variedad de los municipios se forma la unidad nacional, la cual a su vez se simboliza en un trono y se personifica en un rey. Sobre todas estas magníficas

asociaciones está la de todas las naciones católicas con sus príncipes cristianos, fraternalmente agrupados en el seno de la Iglesia. Esta perfectísima y suprema asociación es unidad en su cabeza y variedad en sus miembros: es varie-dad en los fieles derramados por el mundo, y unidad en la cátedra santa que resplandece en Roma, cercada de divinos resplandores. Esa cátedra eminente es el centro de la hu-manidad, representada, en lo que tiene de varia, por los concilios generales, y en lo que tiene de una, por el que es en la tierra Padre común de los fieles y Vicario de Jesu-cristo. Esa es variedad suprema, unidad suma y sociedad per-fectísima. Todos los elementos que braman alterados y en desorden en las sociedades humanas, se mueven en ésta concertadamente. El Pontífice es rey a un mismo tiempo por derecho divino y por derecho humano: el derecho di-vino resplandece principalmente en la institución; el dere-cho humano se manifiesta principalmente en la designa-ción de la persona; y la persona designada para Pontífice por los hombres, es instituida Pontífice por Dios. Así como reúne la sanción humana y la divina, junta en uno también las ventajas de las monarquías electivas y las de las heredi-tarias; de las unas tiene la popularidad, de las otras la in-violabilidad y el prestigio; a semejanza de las primeras, la monarquía pontical está limitada por todas partes; a seme-janza de las segundas, las limitaciones que tiene no la vie-nen de fuera, sino de dentro, ni de la ajena voluntad, sino de la propia; el fundamento de sus limitaciones está en su caridad ardiente, en su prodigiosa humildad y en su pru-dencia infinita. ¿Qué monarquía es esta en la que el rey, siendo elegido, es venerado, y en la que, pudiendo ser re-yes todos, está en pie eternamente, sin que sean parte para derribarla por tierra ni las guerras domésticas ni las discor-dias civiles? ¿Qué monarquía es esta en la que el rey elige a los electores que luego eligen al rey, siendo todos elegi-dos y todos electores? ¿Quién no ve aquí un alto y escon-dido misterio: la unidad engendrando perpetuamente la va-riedad, y la variedad constituyendo su unidad perpetua-mente? ¿Quién no ve aquí representada la universal con-fluencia de todas las cosas? Y ¿quién no advierte que esa extraña monarquía es la representación de Aquel que, sien-do verdadero Dios y verdadero hombre, es divinidad y hu-manidad, unidad y variedad juntas en uno? La ley oculta que preside a la generación de lo uno y de lo vario, debe de ser la más alta, la más universal, la más excelente y la más misteriosa de todas, como quiera que Dios ha sujetado a ella todas las cosas, las humanas como las divinas, las creadas como las increadas, las visibles como las invisi-bles; siendo una en su esencia, es infinita en sus manifesta-ciones; todo lo que existe, parece que no existe sino para manifestarla; y cada una de las cosas que existen la mani-fiestan de diferente manera: de una manera está en Dios, de otra en Dios hecho hombre, de otra en su Iglesia, de otra en la familia, de otra en el universo; pero está en todo y en cada una de las partes del todo; aquí en un misterio invisible e incomprensible, y allí, sin dejar de ser un miste-rio, es un fenómeno visible y un hecho palpable. Al lado del rey, cuyo oficio es reinar con una soberanía independiente, y gobernar con un imperio absoluto, esta un senado perpetuo, compuesto de príncipes que tienen de Dios el principado. Y este senado perpetuo y divino es un senado gobernante; y siendo gobernante, lo es de tal mane-ra, que ni entorpece, ni disminuye, ni eclipsa la potestad

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suprema del monarca. La Iglesia es la sola monarquía que ha conservado intacta la plenitud de su derecho, estando perpetuamente en contacto con una oligarquía potentísima; y es la única oligarquía que, puesta en contacto con un mo-narca absoluto, no ha estallado en rebeliones y turbulen-cias. De la misma manera que en pos del rey van los prín-cipes, en pos de los príncipes vienen los sacerdotes, encar-gados de un ministerio santísimo. En esta sociedad prodi-giosa todas las cosas suceden al revés de como pasan en todas las asociaciones humanas. En éstas la distancia pues-ta entre los que están al pie y los que están en la cumbre de la jerarquía social es tan grande, que los primeros se sien-ten tentados del espíritu de rebelión, y los segundos caen en la tentación de la tiranía. En la Iglesia las cosas están ordenadas de tal modo, que ni es posible la tiranía ni son posible las rebeliones. Aquí la dignidad del Súbdito es tan grande, que la del prelado está en lo que tiene de común con el súbdito, más bien que en lo especial que tiene como prelado. La mayor dignidad de los obispos no está en ser príncipes, ni la de Pontífice en ser rey; está en que Pontífi-ces y obispos son como sus súbditos, sacerdotes. Su pre-rrogativa altísima e incomunicable no está en la goberna-ción; está en la potestad de hacer al Hijo de Dios esclavo de su voz, en ofrecer el Hijo al Padre en sacrificio incruen-to por los delitos del mundo, en ser los canales por donde se comunica la gracia, y en el supremo e incomunicable derecho de remitir y de retener los pecados. La más alta dignidad está en lo que son todos los dignatarios, más bien que en lo que son algunos. No está en el apostolado ni en el pontificado, está en el sacerdocio. Considerada aisladamente la dignidad pontifical, la Iglesia parece una monarquía absoluta. Considerada en sí su constitución apostólica, parece una oligarquía potentísi-ma. Considerada, por una parte, la dignidad común a prela-dos y sacerdotes y, por otra, el hondo abismo que hay entre el sacerdocio y el pueblo, parece una inmensa aristocracia. Cuando se ponen los ojos en la inmensa muchedumbre de los fieles derramados por el mundo, y se ve que el sacerdo-cio y el apostolado y el pontificado están a su servicio, que nada se ordena en esta sociedad prodigiosa para los creci-mientos de los que mandan, sino para la salvación de los que obedecen; cuando se considera el dogma consolador de la igualdad esencial de las almas; cuando se recuerda que el Salvador del género humano padeció las afrentas de la cruz por todos y por cada uno de los hombres; cuando se proclama el principio de que el buen pastor debe morir por sus ovejas; cuando se reflexiona que el término de la ac-ción de todos los diferentes ministerios está en la congre-gación de los fieles, la Iglesia parece una democracia in-mensa, en la gloriosa acepción de esta palabra; o por lo menos, una sociedad instituida para un fin esencialmente popular y democrático. Y lo más singular del caso es que la Iglesia es todo lo que parece. En las otras sociedades esas varias formas de gobierno son incompatibles entre sí, o si por acaso se juntan en uno, no se juntan jamás sin que pierdan muchas de sus propiedades esenciales. La monar-quía no puede vivir juntamente con la oligarquía y con la aristocracia, sin que la primera pierda lo que naturalmente tiene de absoluta, y éstas lo que tienen de potentes. La mo-narquía, la oligarquía y la aristocracia no pueden vivir con la democracia sin que ésta pierda lo que tiene de absorben-te y de exclusiva como la aristocracia lo que tiene de po-tente, la oligarquía lo que tiene de invasora y la monarquía

lo que tiene de absoluta; viniendo a convertirse en definiti-va su mutua unión en su mutuo aniquilamiento. Sólo en la Iglesia, sociedad sobrenatural, caben todos estos gobiernos combinados armónicamente entre sí, sin perder nada de su pureza original ni de su grandeza primitiva. Esta pacífica combinación de fuerzas que son entre sí contrarias, y de gobiernos cuya única ley, humanamente hablando, es la guerra, es el espectáculo más bello en los anales del mun-do. Si el gobierno de la Iglesia pudiera ser definido, podría definírsele diciendo que es una inmensa aristocracia dirigi-da por un poder oligárquico, puesto en la mano de un rey absoluto, el cual tiene por oficio darse perpetuamente en holocausto por la salvación del pueblo. Esta definición se-ría el prodigio de las definiciones, de la misma manera que la cosa en ella definida es el prodigio más grande de la his-toria. Resumiendo en breves palabras cuanto va dicho hasta aquí, podemos afirmar, sin temor de ser desmentidos por los hechos, que el catolicismo ha puesto en orden y en con-cierto todas las cosas humanas. Ese orden y ese concierto, relativamente al hombre, significan que por el catolicismo el cuerpo ha quedado sujeto a la voluntad, la voluntad al entendimiento, el entendimiento a la razón, la razón a la fe, y todo a la caridad, la cual tiene la virtud de transformar al hombre en Dios, purificado con un amor infinito. Relativa-mente a la familia, significan que por el catolicismo han llegado a constituirse definitivamente las tres personas do-mésticas, juntas en uno con dichosísima lazada. Relativa-mente a los gobiernos, significan que por el catolicismo han sido santificadas la autoridad y la obediencia, y conde-nadas para siempre la tiranía y las revoluciones. Relativa-mente a la sociedad, significan que por el catolicismo tuvo fin la guerra de las castas y principio la concertada armo-nía de todos los grupos sociales; que el espíritu de asocia-ciones fecundas sucedió al espíritu de egoísmo y de aisla-miento, y el imperio del amor al imperio del orgullo. Relativamente a las ciencias, a las letras y a las artes, significan que por el catolicismo ha entrado el hombre en posesión de la verdad y de la belleza, del verdadero Dios y de sus divinos resplandores. Resulta, por último, de cuanto llevamos dicho hasta aquí, que con el catolicismo apareció en el mundo una sociedad sobrenatural, excelentísima, per-fectísima, fundada por Dios, conservada por Dios, asistida por Dios; que tiene en depósito perpetuamente su eterna palabra; que abastece al mundo del pan de la vida; que ni puede engañarse ni puede engañarnos; que enseña a los hombres las lecciones que aprende de su divino Maestro; que es perfecto trasunto de las divinas perfecciones, subli-me ejemplar y acabado modelo de las sociedades humanas. En los siguientes capítulos se demostrará cumplidamen-te que ni el cristianismo ni la Iglesia católica, que es su ex-presión absoluta, han podido obrar tan grandes cosas, tan altos prodigios y tan maravillosas mudanzas, sin una ac-ción sobrenatural y constante por parte de Dios, el cual go-bierna sobrenaturalmente a la sociedad con su providencia, y al hombre con su gracia.

Capítulo IV

El Catolicismo es amor

Entre la Iglesia católica y las otras sociedades derrama-das por el mundo hay la misma distancia que entre las con-

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cepciones naturales y las sobrenaturales, entre las humanas y las divinas. Para el mundo pagano la sociedad y la ciudad eran una cosa misma. Para el romano la sociedad era Roma; para el ateniense, Atenas. Fuera de Atenas y de Roma no había más que gentes bárbaras e incultas, por su naturaleza agrestes e insociables. El cristianismo reveló al hombre la sociedad humana; y como si esto no fuera bastante, le re-veló otra sociedad mucho más grande y excelente, a quien no puso en su inmensidad ni términos ni remates. De ella son ciudadanos los santos que triunfan en el cielo, los jus-tos que padecen en el purgatorio y los cristianos que com-baten en la tierra. Léanse atentamente una por una todas las paginas de la historia; y después de haberlas leído, y después de haberlas meditado todas, se verá con asombro que esa concepción gigantesca viene sola, y que viene sin aviso, sin anteceden-te ninguno; que viene como una revelación sobrenatural, comunicada al hombre sobrenaturalmente. El mundo la re-cibió de un golpe, y no la vio venir; como quiera que, cuando la vio, ya era venida. La vio con una sola ilumina-ción y con una simple mirada. ¿Quién, sino Dios, que es amor, podía haber enseñado a los que combaten aquí que están en comunión con los que padecen en el purgatorio y con los que triunfan en el cielo? ¿Quién, sino Dios, pudo unir con amorosa lazada a los muertos y a los vivientes, a los justos, a los santos y a los pecadores? ¿Quién, sino Dios, pudo poner puentes en esos inmensos océanos? La ley de la unidad y de la variedad, esa ley por exce-lencia, que es a un mismo tiempo humana y divina, sin la cual nada se explica y con la cual se explica todo, se nos muestra aquí en una de sus más portentosas manifestacio-nes. La variedad está en el cielo, porque el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son tres personas; y esa variedad va a perderse, sin confundirse, en la unidad, porque el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios, y Dios es uno. La variedad está en el paraíso, porque Adán y Eva son dos personas diferentes; y esa variedad va a perderse, sin confundirse, en la unidad, porque Adán y Eva son la naturaleza humana, y la naturaleza humana es una. La va-riedad está en Nuestro Señor Jesucristo, porque en Él con-curren, por una parte, la naturaleza divina y por otra, la na-turaleza corpórea, y la espiritual en la naturaleza humana; y la naturaleza corpórea y la espiritual y la divina van a perderse, sin confundirse, en Nuestro Señor Jesucristo, que es una sola persona. La variedad, por último, está en la Iglesia que combate en la tierra, y padece en el purgatorio, y triunfa en el cielo, y esa variedad va a perderse, sin con-fundirse, en Nuestro Señor Jesucristo, cabeza única de la Iglesia universal, el cual, considerado como Hijo único del Padre, es, como el Padre, el símbolo de la variedad de las personas en la unidad de la esencia, así como en calidad de Dios hombre es el símbolo de la variedad de las esencias en la unidad de la persona; siendo considerado a un tiempo mismo como Dios hombre y como Hijo de Dios, el símbo-lo perfecto de todas las variedades posibles y de la unidad infinita. Y como quiera que la suprema armonía consiste en que la unidad, de donde toda variedad nace y en la que toda va-riedad se resuelve, se muestre siempre idéntica a si misma en todas sus manifestaciones, de aquí es que una misma es siempre la ley en virtud de la cual se hace uno todo lo que es vario. La variedad de la Trinidad divina es una por el

amor; la variedad humana, compuesta del padre, de la ma-dre y del hijo, se hace una por el amor. La variedad de la naturaleza humana y de la divina se hacen una en Nuestro Señor Jesucristo por la encarnación del Verbo en las entra-ñas de la Virgen, misterio de amor; la variedad de la Igle-sia que combate, de la que padece y de la que triunfa, se hace una en Nuestro Señor Jesucristo por las oraciones de los cristianos que triunfan, las cuales bajan convertidas en benéfico rocío sobre los cristianos que combaten, y por las oraciones de los cristianos que combaten, las cuales bajan como una lluvia fecundísima sobre los cristianos que pade-cen; y la oración perfecta es el éxtasis del amor. «Dios es caridad; el que está en caridad está en Dios, y Dios en él». Si Dios es caridad, la caridad es la infinita unidad, porque Dios es la unidad infinita si el que está en caridad está en Dios y Dios en él: Dios puede bajar hasta el hombre por la caridad, y el hombre puede remontarse por la caridad hasta Dios; y todo esto sin confundirse; de tal manera que ni Dios hecho hombre pierde su naturaleza divina, ni el hom-bre hecho Dios pierde su naturaleza humana, siendo el hombre siempre hombre, aunque sea Dios; y Dios siempre Dios, aunque sea hombre; y todo esto por medios exclusi-vamente sobrenaturales, es decir, por medios exclusiva-mente divinos. Las gentes tuvieron noticias de este dogma supremo, como la tuvieron más o menos cabal, más o menos cumpli-da, de todos los dogmas católicos. En todas las zonas, en todos los tiempos y entre todas las razas humanas, se ha conservado una fe inmortal en una transformación futura, tan radical y soberana, que juntaría en uno para siempre al Creador y su criatura, a la naturaleza humana y a la divina. Ya en la era paradisíaca, el enemigo del género humano habló a nuestros primeros padres de ser dioses. Después de la prevaricación y la caída, los hombres llevaron esta tradi-ción prodigiosa hasta los últimos remates del mundo: no hay erudito que no la encuentre en el fondo de todas las teologías, por poco que ahonde en ellas. La diferencia en-tre el dogma purísimo conservado en la teología católica y el dogma alterado por las tradiciones humanas está en la manera de llegar a esa transformación suprema y de alcan-zar ese fin soberano. El ángel de las tinieblas no engañó a nuestros primeros padres cuando afirmó que llegarían a ser a manera de dioses; el engaño estuvo en ocultarles el ca-mino sobrenatural del amor y en abrirles el camino natural de la desobediencia. El error de las teologías paganas no está en afirmar que la divinidad y la humanidad se juntarán en uno; está en que los paganos vinieron a considerar co-mo cuasi de todo punto idénticas la naturaleza divina y la naturaleza humana, mientras que el catolicismo, conside-rándolas como esencialmente distintas, va a la unidad por la deificación sobrenatural del hombre. Aquella supersti-ción pagana está patente en los honores deíficos tributados a la tierra en calidad de madre inmortal y fecunda de sus dioses, y a varias de las criaturas, que confundieron con los dioses mismos. Por último, la diferencia entre el panteísmo y el catolicismo no está en que el uno afirme y el otro nie-gue la deificación del hombre; está en que el panteísmo sostiene que el hombre es Dios por su naturaleza, mientras que el cristianismo afirma que puede llegar a serlo sobre-naturalmente por la gracia; está en que el panteísmo ense-ña que el hombre, parte del conjunto que es Dios, es absor-bido completamente por el conjunto de que forma parte, mientras que el catolicismo enseña que el hombre, aun

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después de deificado, es decir, después de penetrado por la sustancia divina, conserva todavía la individualidad invio-lable de su propia sustancia. El respeto de Dios hacia la in-dividualidad humana, o lo que es lo mismo, hacia la liber-tad del hombre, que es la que constituye su individualidad absoluta e inviolable, es tal, según el dogma católico, que ha dividido con ella el imperio de todas las sociedades, go-bernadas a un mismo tiempo por la libertad del hombre y por el consejo divino. El amor es fecundísimo de suyo; porque es fecundísi-mo, engendra todas las cosas varias, sin romper su propia unidad; y porque es amor, resuelve en su unidad, sin con-fundirlas, todas las cosas varias. El amor es, pues, infinita variedad y unidad infinita: él es la única ley, el precepto sumo, el solo camino, el último fin. El catolicismo es amor, porque Dios es amor: sólo el que ama es católico, y sólo el católico aprende a amar, porque sólo el católico re-cibe lo que sabe de fuentes sobrenaturales y divinas.

Capítulo V

Que nuestro señor Jesucristo no ha triunfado del mun-do por la santidad de su doctrina ni por las profecías y milagros, sino a pesar de todas estas cosas

El Padre es amor, y envió al Hijo por amor; el Hijo es amor, y envió al Espíritu Santo por amor; el Espíritu Santo es amor e infunde perpetuamente en la Iglesia su amor. La Iglesia es amor, y abrasará al mundo en amor. Los que esto ignoran o los que esto han olvidado, ignorarán perpetua-mente cuál es la causa sobrenatural y secreta de los fenó-menos patentes y naturales, cuál es la causa invisible de to-do lo visible, cuál es el vínculo que sujeta lo temporal a lo eterno, cuál es el resorte secretísimo de los movimientos del alma; de qué manera obra el Espíritu Santo en el hom-bre, en la sociedad la Providencia, Dios en la Historia. Nuestro Señor Jesucristo no venció al mundo con su maravillosa doctrina. Si no hubiera sido otra cosa sino un hombre de doctrina maravillosa, el mundo le hubiera ad-mirado un momento y hubiera puesto en olvido después juntamente a la doctrina y al hombre. Maravillosa y todo como era su doctrina, no fue seguida sino de alguna gente popular, cayó en desprecio de la más granada entre el pue-blo judío, y durante la vida del Maestro fue ignorada del género humano. Nuestro Señor Jesucristo no venció al mundo con sus milagros. De los mismos que le vieron mudar, con sólo su querer, la naturaleza de las cosas, andar sobre las aguas, aquietar los mares, sosegar los vientos, mandar a la vida y a la muerte, unos le llamaron Dios, otros demonio, otros prestidigitador y hechicero. Nuestro Señor Jesucristo no venció al mundo porque se hubieran cumplido en Él las antiguas profecías. La sinago-ga, que era su depositaria, no se convirtió, ni se convirtie-ron los doctores, que se las sabían de memoria, ni se con-virtieron las muchedumbres, que las habían aprendido de los doctores. Nuestro Señor Jesucristo no venció al mundo con la verdad. La verdad esencial del cristianismo estaba en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, como quiera que fue siempre una, eterna, idéntica a sí misma. Esa verdad que estuvo eternamente en el seno de Dios, fue revelada al hombre, infundida en su espíritu y depositada en la Histo-

ria desde que resonó en el mundo la primera palabra divi-na. Y, sin embargo, el Antiguo Testamento, así en lo que tenía de eterno y de esencial como en lo que tenía de acce-sorio, de local y de contingente, en sus dogmas como en sus ritos, no salvó nunca las fronteras del pueblo predesti-nado. Ese mismo pueblo rompió muchas veces en grandes rebeldías, persiguió a sus profetas, escarneció a sus docto-res, idolatró a la manera de los pueblos gentiles, hizo pac-tos nefandos con los espíritus infernales, se entregó en su cuerpo y en su alma a sangrientas y horribles supersticio-nes: y el día en que la verdad tomó carne, la maldijo, la ne-gó y la crucificó en el Calvario. Y mientras que la verdad, que estaba escondida en los antiguos símbolos, representa-da en las antiguas figuras, anunciada por los antiguos pro-fetas, testificada con espantables prodigios y con milagros estupendos, fue puesta en una cruz, cuando vino por sí misma para explicar con su presencia el porqué de aque-llos milagros estupendos y de aquellos prodigios espanta-bles para abonar todas las palabras proféticas y para ense-ñar a las gentes lo que estaba representado en los antiguos símbolos y lo que estaba escondido en las antiguas figuras, el error se había extendido libremente por el mundo, cuan ancho es, y había cubierto todos los horizontes con sus sombras; y todo esto con una prodigiosa rapidez, y sin el auxilio de profetas, ni de símbolos, ni de figuras, ni de mi-lagros. ¡Terrible lección memorable documento para los que creen en la fuerza recóndita y expansiva de la verdad y en la radical impotencia del error para hacer por sí solo su camino por el mundo! Si Nuestro Señor Jesucristo venció al mundo, lo venció a pesar de ser verdad, a pesar de ser el anunciado por los antiguos profetas, el representado en los antiguos símbo-los, el contenido en las antiguas figuras; lo venció a pesar de sus prodigiosos milagros y de su doctrina maravillosa, Ninguna otra doctrina que no hubiera sido la evangélica hubiera podido triunfar con ese inmenso aparato de testi-monios clarísimos, de pruebas irrefragables y de argumen-tos invencibles. Si el mahometismo se derramó a manera de un diluvio por el continente africano, por el asiático y por el europeo, consistió esto en que caminó a la ligera y en que llevaba en la punta de su espada todos sus milagros, todos sus argumentos y todos sus testimonios. El hombre prevaricador y caído no ha sido hecho para la verdad, ni la verdad para el hombre prevaricador y caí-do. Entre la verdad y la razón humana, después de la pre-varicación del hombre, ha puesto Dios una repugnancia in-mortal y una repulsión invencible. La verdad tiene en sí los titulos de su soberanía y no pide venia para imponer su yu-go, mientras que el hombre, desde que se rebeló contra su Dios, no consiente otra soberanía sino la suya propia, si no le piden antes su consentimiento y su venia. Por eso, cuan-do la verdad se pone delante de sus ojos, luego al punto comienza por negarla; y negarla es afirmarse a sí propio en calidad de soberano independiente. Si no puede negarla, entra en combate con ella, y combatiéndola combate por su soberanía. Si la vence, la crucifica; si es vencido, huye; hu-yendo cree huir de su servidumbre, y crucificándola cree crucificar a su tirano. Por el contrario, entre la razón humana y lo absurdo hay una afinidad secreta, un parentesco estrechísimo; el pecado los ha unido con el vínculo de un indisoluble matrimonio. Lo absurdo triunfa del hombre, cabalmente porque está desnudo de todo derecho anterior y superior a la razón hu-

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mana. El hombre le acepta, cabalmente porque viene des-nudo, porque careciendo de derecho no tiene pretensiones; su voluntad le acepta porque es hijo de su entendimiento, y el entendimiento se complace en él porque es su propio hi-jo, su propio verbo; porque es testimonio vivo de su poten-cia creadora: en el acto de su creación el hombre es a ma-nera Dios y se llama Dios a sí propio. Y si es Dios a mane-ra de Dios, Dios, para el hombre todo lo demás es menos, ¿Qué importa que el otro sea el Dios de la verdad, si él es el Dios de lo absurdo? Por lo menos será independiente, a manera de Dios; será soberano, a manera de Dios; adoran-do a su obra, se adorará a sí propio; magnificándola será magnificador de sí mismo. Vosotros los que aspiráis a sojuzgar a las gentes, a do-minar en las naciones y a ejercer un imperio sobre la raza humana, no os anunciéis como depositarios de verdades clarísimas y evidentes, y sobre todo no declaréis vuestras pruebas, si las tenéis, porque jamás el mundo os reconoce-rá por señores, antes se rebelará contra el yugo brutal de vuestra evidencia. Anunciad, por el contrario, que poseéis un argumento que echa por tierra una verdad matemática; que vais a demostrar que dos y dos no hacen cuatro, sino cinco; que Dios no existe o que el hombre es Dios; que el mundo ha sido esclavo hasta ahora de vergonzosas supers-ticiones; que la sabiduría de los siglos no es otra cosa sino pura ignorancia; que toda revelación es una impostura; que todo gobierno es tiranía y toda obediencia servidumbre; que lo hermoso es feo, que lo feo es hermosísimo; que el bien es mal, y el mal es bien; que el diablo es Dios, y que Dios es el diablo; que fuera de este mundo no hay infierno ni paraíso; que el mundo que habitamos es un infierno pre-sente y un paraíso futuro; que la libertad, la igualdad y la fraternidad son dogmas incompatibles con la superstición cristiana; que el robo es un derecho imprescriptible, y que la propiedad es un robo; que no hay orden sino en la anar-quía, ni hay anarquía sin orden; y estad ciertos de que, con este solo anuncio, el mundo, maravillado de vuestra sabi-duría y fascinado por vuestra ciencia, pondrá a vuestras pa-labras un oído atento y reverente. Si al buen sentido, de que habéis dado larga muestra anunciando la demostración de todas estas cosas, añadís después el buen sentido de no demostrarlas de ninguna manera, o si, como única demos-tración de vuestras blasfemias y vuestras afirmaciones, dais vuestras blasfemias y vuestras afirmaciones mismas, entonces el género humano os pondrá sobre los cuernos de la luna, sobre todo si ponéis un cuidado exquisito en lla-mar la atención de las gentes hacia vuestra buena fe, lleva-da hasta el punto de presentaros desnudos como estáis, sin haber acudido a las vanas supercherías de vanas razones, de vanos antecedentes históricos y de vanos milagros, dan-do así un público testimonio de vuestra fe en el triunfo de la verdad por sí sola; y si, por último, revolviendo a todas partes vuestros ojos, preguntáis dónde están y qué se hicie-ron vuestros enemigos, entonces el mundo, extático, atóni-to, proclamará a una voz vuestra magnanimidad, y vuestra grandeza, y vuestra victoria, y os apellidará píos, felices triunfadores. Yo no sé si hay algo debajo del sol más vil y desprecia-ble que el género humano fuera de las vías católicas. En la escala de su degradación y de su vileza, las mu-chedumbres engañadas por los sofistas y oprimidas por los tiranos son la más degradadas y las más viles; los sofistas vienen después, y los tiranos que tienden su látigo san-

griento sobre los unos y sobre las otras son, si bien se mira, los menos viles, los menos degradados y los menos despre-ciables. Los primeros idólatras salen apenas de la mano de Dios, cuando dan consigo en la de los tiranos babilónicos. El paganismo antiguo va rodando de abismo en abismo, de sofista en sofista y de tirano en tirano, hasta caer en la ma-no de Calígula, monstruo horrendo y afrentoso con formas humanas, con ardores insensatos y con apetitos bestiales. El moderno comienza por adorarse a sí propio en una pros-tituta, para derribarse a los pies de Marat, el tirano cínico y sangriento, y a los de Robespierre, encarnación suprema de la vanidad humana con sus instintos inexorables y feroces. El novísimo va a caer en un abismo más hondo y más os-curo; tal vez se remueve ya en el cieno de las cloacas so-ciales el que ha de ajustar a su cerviz el yugo de sus impú-dicas y feroces insolencias.

Capítulo VI

Que nuestro señor Jesucristo ha triunfado del mundo exclusivamente por medios sobrenaturales

«Cuando esté puesto en el alto, es decir, en la cruz, traeré todas las cosas a mí; es decir, aseguraré mi domina-ción y mi victoria sobre el mundo». En estas palabras, so-lemnemente proféticas, descubrió el Señor a sus discípulos a un mismo tiempo lo poco que valían para la conversión del mundo las profecías que anunciaron su advenimiento, los milagros que publicaban su omnipotencia, la santidad de su doctrina, testimonio de su gloria, y lo poderoso que había de ser para obrar este prodigio su inmensísimo amor, revelado a la tierra en su crucifixión y en su muerte. Ego veni in nomine Patris mei, et non accipitis me: si alius venerit in nomine suo, illum accipietis (Io 5,43). En estas palabras está anunciando el triunfo natural del error sobre la verdad, del mal sobre el bien. En ellas está el se-creto del olvido en que tenían puesto a Dios todas las gen-tes, de la propagación asombrosa de las supersticiones pa-ganas, de las hondas tinieblas tendidas por el mundo, así como el anuncio de las futuras crecientes de los errores hu-manos, de la futura disminución de la verdad entre los hombres, de las tribulaciones de la Iglesia, de las persecu-ciones de los justos, de las victorias de los sofistas, de la popularidad de los blasfemos. En aquellas palabras está como encerrada la historia, con todos los escándalos, con todas las herejías, con todas las revoluciones. En ellas se nos declara por qué, puesto entre Barrabás y Jesús, el pue-blo judío condena a Jesús y escoge a Barrabás; por qué, puesto hoy el mundo entre la teología católica y la socialis-ta, escoge la socialista y deja la católica; por qué las discu-siones humanas van a parar a la negación de lo evidente y a la proclamación de lo absurdo. En esas palabras, verda-deramente maravillosas, está el secreto de todo lo que nuestros padres vieron, de todo lo que verán nuestros hijos, de todo lo que vemos nosotros; no; ninguno puede ir al Hi-jo, es decir, a la verdad, si su Padre no le llama; palabras profundísimas que atestiguan a un tiempo mismo la omni-potencia de Dios y la impotencia radical, invencible, del género humano. Pero el Padre llamará, y le responderán las gentes: «El Hijo será puesto en la cruz y atraerá a sí todas las cosas»; ahí está la promesa salvadora del triunfo sobrenatural de la

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verdad sobre el error, del bien sobre el mal; promesa que será del todo cumplida al fin de los tiempos. Pater meus usque modo operatur: et ego operor sieut Pater... sic etfihus quos vult vivificat (Io 5-17.21). Expedit vobis ut ego vadam: si enim non abiero, Paraclitus non veniet ad vos: si autem abiero, mittam eum ad vos (Io 16,7). Las lenguas de todos los doctores, las plumas de todos los sabios no bastarían para explicar todo lo que esas pala-bras contienen. En ellas se declara la soberana virtud de la gracia y la acción sobrenatural, invisible, permanente, del Espíritu Santo. Ahí está el sobrenaturalismo católico con su infinita fecundidad y con sus maravillas inenarrables; ahí está explicado, sobre todo, el triunfo de la cruz, que es el mayor y el más inconcebible de todos los portentos. En efecto: el cristianismo, humanamente hablando, de-bía sucumbir, y era necesario que sucumbiera; debía su-cumbir, lo primero, porque era la verdad; lo segundo, por-que tenía en su apoyo testimonios elocuentísimos, mila-gros portentosos y pruebas irrefragables. Jamás el género humano dejó de rebelarse y de protestar contra todas esas cosas separadas, y no era probable, ni creíble, ni imagina-ble siquiera, que dejara de rebelarse y de protestar contra todas ellas juntas; y de hecho estalló en blasfemias, y en protestas, y en rebeldías. Empero, el justo subió a la cruz por amor, y derramó su sangre por amor, y dio su vida por amor; y ese amor infini-to y esa preciosísima sangre merecieron al mundo la veni-da del Espíritu Santo. Entonces todas las cosas mudaron de faz, porque la razón fue vencida por la fe, y la naturaleza por la gracia. ¡Cuán admirable es Dios en sus obras, cuán maravilloso en sus designios y cuán sublime en sus pensamientos! El hombre y la verdad reñidos; el orgullo indomable del pri-mero se compadecía mal con la evidencia un tanto insolen-te y brutal de la segunda. Dios templó la evidencia de la segunda poniéndola entre nubes transparentes, y envió al primero la fe, y enviándosela, ajustó con él este pacto: «Yo dividiré contigo el imperio; yo te diré lo que has de creer, y te daré fuerza para que lo creas, pero no oprimiré con el yugo de la evidencia tu voluntad soberana; te doy la mano para salvarte, pero te dejo derecho de perderte; obra con-migo tu salvación o piérdete tú solo; no te quitaré lo que te di, y el día que te saqué de la nada, te di el libre albedrío». Y este pacto, por la gracia de Dios, fue libremente acepta-do por el hombre. De esta manera la oscuridad dogmática del catolicismo salvó de un naufragio cierto a su evidencia histórica. La fe, más conforme que la evidencia con el en-tendimiento del hombre, salvó del naufragio a la razón hu-mana. La verdad debía ser propuesta por la fe si había de ser aceptada por el hombre, rebelde de suyo contra la tira-nía de la evidencia. Y el mismo espíritu que propone lo que se ha de creer y nos da fuerza para que lo crearnos, propone lo que es nece-sario obrar, y nos da el deseo de obrarlo, y obra con noso-tros para que lo obremos. Tan grande es la miseria del hombre, tan honda su abyección, tan absoluta su ignoran-cia y tan radical su impotencia, que no puede por sí solo ni formar un buen propósito, ni trazar un gran designio, ni concebir un gran deseo de cosa que agrade a Dios y que aproveche a la salvación de su alma. Y, por otro lado, es tan alta su dignidad, su naturaleza tan noble, su origen tan excelso, su fin tan glorioso, que el mismo Dios piensa por

su pensamiento, ve por sus ojos, anda con sus Pies y obra por sus manos. Él es el que le lleva. para que ande, y el que le detiene para que no tropiece, y el que manda a sus ángeles que le asistan para que no caiga; y si por ventura cae, Él le levanta por sí mismo, y, puesto en pie, le hace que desee perseverar y le hace que persevere. Por eso dice San Agustín «Ninguno creemos que viene a la verdadera salud si Dios no le llama, y ninguno, después de llamado, obra lo que conviene para esta misma salud si Él no le ayu-da». Por eso dice el mismo Dios en el Evangelio de San Juan (c.15 v.4-5): Manete in me et ego in vobis. Sicut palmes non potest ferre fructum a semetipso, nisi manserit in vite, sic nec vos, nisi in me manseritis. Ego sum vitis, vos palmites: qui manet in me, et ego in eo, hic fert fructum multum; quia sine me nihil facere. El Apóstol, en su segunda Epístola a los de Corinto (c.3 v.4-5), dice: Fiduciam autem talem habemus per Christum ad Deunm, non quad sufficientes simus cogitare aliquid a nobis quasi ex nobis; sed sufficientia nostra ex Deo est. Esta misma impotencia radical del hombre en el negocio de su salva-ción confesaba el santo Job cuando decía (c.14): «¿Quién puede hacer limpia una cosa concebida de masa sucia sino Vos, Señor?» y Moisés diciendo (Ex c.34): «Nadie por sí mismo puede». San Agustín, en el inimitable libro de Las Confesiones, volviéndose a Dios, le dice: «Señor, dadme gracias para hacer lo que Vos mandáis, y mandadme lo que mejor os parezca». De manera que, así como Dios me declara lo que debo creer y me da fuerzas para creerlo, del mismo modo me manda lo que debo obrar y me da gracia para obrar aquello mismo que me ha ordenado. ¿Qué entendimiento habrá que conozca, qué lengua ha-brá que declare, qué pluma habrá que escriba la manera en que Dios obra en el hombre estos soberanos prodigios, y cómo te lleva por el camino de la salvación con mano a un mismo tiempo misericordiosa y justa, suavísima y potente? ¿Quién señalará los linderos de ese imperio espiritual entre la voluntad divina y el libre albedrío del hombre? ¿Quién dirá cómo concurren sin confundirse y sin menoscabarse? Sólo sé una cosa, Señor: que pobre y humilde como soy, y grande y potente como eres, me respetas tanto como me amas, y me amas tanto como me respetas. Sé que no me abandonaras a mí mismo, porque por mí mismo nada pue-do sino olvidarte y perderme; y sé que al tenderme la mano que me salva, me la tenderás tan blanda, tan cariñosa y tan suave, que no la sentiré venir. Tú eres como silbo de vien-to delgado en lo suave, como aquilón en lo fuerte. Soy lle-vado por Ti como por el aquilón y me muevo hacia Ti li-bremente, como mecido por viento delgado. Me llevas co-mo si me empujaras; pero no me empujas, sino que me so-licitas. Yo soy el que me muevo, y, sin embargo, Tú te mueves en mí. Tú vienes a mi puerta y llamas con blandu-ra, y si no respondo, aguardas a mi puerta y vuelves a lla-mar; sé que puedo no responderte y perderme, sé que pue-do responderte y salvarme; pero sé que no podría respon-derte si Tú no me llamaras, y que cuando respondo, res-pondo lo que me dices, siendo tuya la pregunta y tuya y mía la respuesta. Sé que no puedo obrar sin Ti, y que por Ti obro, y que, cuando obro, merezco; pero que no merez-co sino porque Tú me ayudas a merecer, como me ayudas-te a obrar; sé que cuando me premias porque merezco, y cuando merezco porque obro, me das tres gracias: la gracia del premio, con que galardonas; la gracia del merecer que me diste, con la cual galardonaste; la gracia que me diste

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de obrar con ayuda tuya. Sé que Tú eres como la madre, y yo como el niño pequeñuelo, en quien la madre infunde el deseo de andar, y luego le da la mano para que ande, y después le da un beso en la frente porque deseó andar y an-duvo con la ayuda de su mano. Sé que no escribo sino por-que Tú me has encendido en el deseo de escribir, y que no escribo sino lo que me enseñas o lo que permites que escri-ba; creo que el que cree que mueve un miembro sin Ti, ni te conoce ni es cristiano. Yo pido perdón a mis lectores por haber entrado, siendo profano y lego como soy, por el camino recóndito y esca-broso de la gracia. Todos reconocerán, sin embargo, a po-co que reflexionen, que el entrar algún tanto por ese áspero camino era una exigencia imperiosa del gravísimo asunto que vengo tratando en los últimos capítulos. Tratábase de averiguar cuál es la explicación legítima del prodigio, siempre antiguo y siempre nuevo, de la acción poderosa que el cristianismo ha ejercido y está ejerciendo en el mun-do, para venir a parar después en el misterio no menos es-tupendo y prodigioso de la virtud de transformación que ha mostrado en sí al ponerse en relación y contacto con las sociedades humanas. El prodigio de su propagación y de su triunfo no está en los testimonios históricos, ni en los anuncios proféticos, ni en la santidad de su doctrina; cir-cunstancias todas que, en el estado a que fue reducido el hombre después de la prevaricación y de la culpa, han sido mas propias para apartar de él a las gentes que para llevar-le triunfante y vencedor hasta los términos más apartados de la tierra. Los milagros no han sido tampoco parte para obrar este prodigio, porque, si bien es cierto que considera-dos en sí son una cosa sobrenatural, considerados como una prueba exterior son una prueba natural, sujeta a las mismas condiciones que los otros testimonios humanos. La propagación y el triunfo del cristianismo es un hecho so-brenatural, como quiera que se ha propagado y ha triunfa-do a pesar de llevar en sí todo lo que debía haber impedido su propagación y su victoria. Siendo éste un hecho sobre-natural, no podía explicarse legítimamente sino subiendo a una causa que, siendo por su naturaleza sobrenatural, obra-ra en lo exterior de una manera conforme a su propia natu-raleza, es decir, sobrenaturalmente. Esta causa sobrenatu-ral en sí misma y sobrenatural en su acción es la gracia. La gracia nos fue merecida por el Señor cuando padeció en la cruz muerte afrentosa, y la recibieron los apóstoles cuando bajó sobre ellos el autor de toda gracia y de toda santifica-ción, el Espíritu Santo. El Espíritu Santo infundió en los apóstoles la gracia que nos mereció la muerte del Hijo por la misericordia del Padre, viniendo de esta manera a ocu-parse en la obra inefable de nuestra redención, como antes en la creación del universo, la Trinidad divina. Esto sirve para explicar dos cosas que sin esta explica-ción serían de todo punto inexplicables, conviene a saber: cómo fue que los apóstoles obraron mayores milagros que su divino Maestro, y que los milagros de los primeros fue-ron más fructuosos que los del segundo, según les fue anunciado por el Señor repetidas veces y en diferentes oca-siones. Consistió esto en que el rescate universal del géne-ro humano en toda la prolongación de los siglos, desde los tiempos adámicos hasta los últimos tiempos, había de ser el galardón de la sangrienta tragedia de la cruz, y en que, hasta que fuera consumada, las divinas mansiones debían estar cerradas ante los desdichados hijos de Adán con puertas de diamante.

Cuando los tiempos fueron llegados, el espíritu de Dios vino sobre los apóstoles como un viento impetuoso en len-guas de fuego. Entonces sucedió que sin transición ningu-na fueron mudadas en un punto todas las cosas, en virtud de una acción sobrenatural y divina. En los apóstoles se obró la primera mudanza: no veían, y tuvieron luz; no en-tendían, y tuvieron entendimiento; eran ignorantes, y fue-ron sapientísimos: hablaban cosas vulgares, y hablaron co-sas prodigiosas. La maldición de Babel tuvo fin: desde en-tonces cada pueblo había hablado su lengua; los apóstoles las hablaron sin confusión todas juntas; eran pusilánimes, fueron atrevidos; eran cobardes, fueron valerosos; eran pe-rezosos, fueron diligentes; habían abandonado a su Señor por la carne y por el mundo, abandonaron por su Señor el mundo y la carne; habían dejado la cruz por la vida, dieron la vida por la cruz; murieron en sus miembros para vivir en sus espíritus; para transformarse en Dios, dejaron de ser hombres; para vivir vida angélica, dejaron la humana. Y así como el Espíritu Santo había transformado a los apóstoles, los apóstoles transformaron al mundo; pero no ellos en verdad, sino el Espíritu invencible que estaba en ellos. El mundo había visto a Dios, y no le había conocido; y ahora que no tenía su vista, tuvo su conocimiento. No había creído en su palabra, y ahora que había dejado de ha-blar creyó en su palabra; había visto sus milagros vana-mente, y ahora que era ido a su Padre el que los obró, cre-yó en sus milagros. Había crucificado a Jesús, y adoró al que había crucificado; había adorado a los ídolos, y quemó sus ídolos. Lo que había tenido por argumentos vanos tuvo ahora por argumentos victoriosos e inconcebibles; cambió-se en amor inmenso su odio profundo. Así como el que no tiene idea de la gracia no la tiene tampoco del cristianismo, el que no tiene noticia de la pro-videncia de Dios está en la ignorancia más completa de to-das las cosas. La providencia, tomada en su acepción mas general, es el cuidado que tiene el Criador de todas las co-sas creadas. Las cosas existieron porque Dios las crió; pero no existen sino porque Dios cuida de ellas por medio de un cuidado continuo que viene a ser una creación incesante. Las cosas que antes de que fueran no tuvieron en sí razón de ser, no tienen en sí razón de subsistir después de que fueron: sólo Dios es la vida y la razón de la vida, el ser y la razón del ser, el subsistir y la razón de subsistir. Nada es, nada vive, nada subsiste por su virtud propia. Fuera de Dios esos atributos supremos no están en ninguna parte ni en cosa ninguna. Dios no es a manera de un pintor que, he-cho el cuadro, se separa de él, le abandona y le olvida; ni las cosas que Dios crió subsisten de la manera que la figu-ra pintada, que subsiste por sí sola. Dios hizo las cosas de una manera más soberana, y las cosas dependen de Dios de una manera más sustancial y excelente. Las cosas del or-den natural, las del orden sobrenatural y las que, por salir del orden común natural o sobrenatural, se llaman y son milagrosas, sin dejar de ser diferentes entre sí, como quiera que son gobernadas y regidas por leyes diferentes, tienen todas algo y aun mucho de común, que consiste en su de-pendencia absoluta de la voluntad divina. No se afirma de las fuentes cuanto de ellas hay que afirmar cuando se afir-ma que corren, porque su naturaleza es correr: ni de los ár-boles cuando se afirma de ellos que fructifican, porque su naturaleza es dar frutos. Su naturaleza no da a las cosas una virtud propia e independiente de la voluntad de su Criador, sino cierta manera determinada de ser dependien-

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te en todos y en cada uno de los momentos de su existen-cia, de la voluntad del soberano Hacedor y del divino Ar-quitecto. Corren las fuentes porque Dios las manda correr con un mandamiento actual, y las manda correr porque hoy, como en el día de su creación, ve que es bueno que corran; fructifican los arboles porque Dios les manda fruc-tificar con un actual mandamiento, y les da este manda-miento porque hoy, como en el día de su creación, ve que es bueno que los árboles fructifiquen. Por donde se ve cuán errados andan los que van a buscar la última explica-ción de los sucesos, ya en las causas segundas, que existen todas bajo la dependencia general e inmediata de Dios, ya en la fortuna, que no existe de ninguna manera. Sólo Dios es criador de todo lo que existe, el conservador de todo lo que subsiste y el autor de todo lo que sucede, según se ve por estas palabras del Eclesiástico (c. 11 v. 14): Bona et mala, vita et mors, paupertas et honestas a Deo sunt. Por eso dice San Basilio que en atribuírselo todo a Dios está la suma de toda la filosofía cristiana, conforme a lo que dice el Señor en San Mateo (c.10 v.29-30): Nonne duo passeres asse veneunt? Et unus ex illis non cadet super terram sine patre vestro. Vestri autem capili capitis omnes numerati sunt. Considerando las cosas desde esta altura, se ve claro que de la misma manera depende de Dios lo que es natural que lo que es sobrenatural y lo que es milagroso. Lo mila-groso, lo sobrenatural y lo natural son fenómenos idénticos sustancialmente entre sí por razón de su origen, que es la voluntad de Dios; voluntad que, siendo actual en todos ellos, es en todos eterna. Dios quiso eterna y actualmente la resurrección de Lázaro, como quiere eterna y actual-mente que los árboles fructifiquen; y los árboles no tienen una razón más independiente de la voluntad divina para fructificar que Lázaro para salir después de muerto del se-pulcro. La diferencia de estos fenómenos no está en su es-encia, puesto que uno y otro dependen de la voluntad divi-na, sino en el modo, porque en los dos casos la divina vo-luntad se ejecuta y se cumple por dos diferentes maneras y en virtud de dos leyes distintas. Una de estas dos maneras se llama y es natural, y la otra se llama y es milagrosa. Los hombres llamamos naturales a los prodigios diarios, y mi-lagrosos a los prodigios intermitentes. Por donde se ve cuán grande es la locura de los que nie-gan la potestad de obrar los intermitentes al mismo que obra los diarios. ¿Qué otra cosa viene a ser esto sino negar al que hace lo que es más la potestad de hacer lo que es menos, o lo que viene a ser lo mismo, negar que puede obrarse alguna vez aquello que se obra siempre? Vosotros, los que negáis la resurrección de Lázaro porque es obra milagrosa, decidme: ¿Por que no negáis otros prodigios mayores? ¿Por qué no negáis ese sol que asoma por el Oriente, y esos cielos tan hermosos y refulgentes y tendi-dos, y sus luminares eternos? ¿Por qué no negáis esos ma-res bramadores, hermosísimos, turbulentísimos, y esa are-na blanda, leve, en donde mueren humildes esos roncos bramidos, esas concertadas armonías y esas grandes turbu-lencias? ¿Por qué no negáis esos campos tan llenos de fres-cura, y esos bosques tan llenos de silencio, de majestad y de sombras, y esas inmensas cataratas con sus inmensos vuelcos, y esos deslumbradores cristales de clarísimas fuentes? Y si no negáis estas cosas, ¿cómo es tan grande vuestra locura, y vuestra inconsecuencia tan palpable, que negáis como imposible, o como difícil siquiera, la resu-

rrección de un hombre? Yo de mí sé decir que no niego mi fe sino al que afirma que habiendo abierto sus ojos exterio-res para ver lo que le rodea, o sus ojos interiores para ver lo que en sí pasa, ha visto fuera o dentro de sí cosa que no sea milagrosa. Síguese de lo dicho que la distinción, por una parte, en-tre las cosas naturales y las sobrenaturales, y por otra entre los fenómenos ordinarios, así del orden natural como del sobrenatural, y los milagrosos, no lleva ni puede llevar consigo no sé qué rivalidad y antagonismo oculto entre lo que existe por la voluntad de Dios y lo que existe por natu-raleza, como si Dios no fuera el autor, y el mantenedor, y el gobernador soberano de todo lo que existe. Todas estas distinciones, sacadas de sus límites dogmá-ticos, han ido a parar, a lo que vemos, a la deificación de la materia y a la negación absoluta, radical, de la providencia y de la gracia. Volviendo a anudar, para concluir, el hilo de este dis-curso, diré que la providencia viene a ser una gracia gene-ral, en virtud de la cual Dios mantiene en su ser y gobierna según su consejo todo lo que existe, así como la gracia vie-ne a ser a manera de una providencia especial, con la que Dios tiene cuidado del hombre. El dogma de la providen-cia y el de la gracia nos revelan la existencia de un mundo sobrenatural en donde residen sustancialmente la razón y las causas de todo lo que vemos; sin la luz que viene de allí, todo es tinieblas; sin la explicación que está allí, todo es inexplicable; sin esa explicación y sin esa luz, todo es fenomenal, efímero, contingente; todas las cosas son humo que se deshace, fantasmas que se desvanecen, sombras que se deslizan, sueños que pasan. Lo sobrenatural está sobre nosotros, fuera de nosotros, dentro de nosotros mismos. Lo sobrenatural circunda lo natural y lo penetra por todos sus poros. El conocimiento de lo sobrenatural es, pues, el funda-mento de todas las ciencias, y señaladamente de las políti-cas y de las morales. En vano aspiraréis a explicar al hom-bre sin la gracia y a la sociedad sin la providencia: sin la providencia y sin la gracia, la sociedad y el hombre son pa-ra el género humano un arcano perpetuo. La importancia de esta demostración y su trascendencia altísima se verá más adelante, cuando, bosquejando el triste y lamentable cuadro de nuestros extravíos y de nuestros errores, se les vea brotar todos de la negación del sobrenaturalismo cató-lico como de su propia fuente. Entre tanto conviene a mi propósito dejar consignado aquí que la acción sobrenatural y constante de Dios sobre la sociedad y sobre el hombre es el anchísimo y seguro fundamento en que se asienta todo el edificio de la doctrina católica, de tal manera que, quita-do ese fundamento, todo ese gran edificio en que se mue-ven anchamente las generaciones humanas viene abajo a igualarse con la tierra.

Capítulo VII

Que la Iglesia ha triunfado de la sociedad a pesar de los mismos obstáculos y por los mismos medios sobrenatu-rales que dieron la victoria sobre el mundo a nuestro Señor Jesucristo

La Iglesia católica, considerada como institución reli-giosa, ha ejercido la misma influencia en la sociedad que el catolicismo, considerado como doctrina, en el mundo; la

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misma que Nuestro Señor Jesucristo en el hombre. Consis-te esto en que Nuestro Señor Jesucristo, su doctrina y su Iglesia no son en realidad sino tres manifestaciones dife-rentes de una misma cosa; conviene a saber: de la acción divina obrando sobrenatural y simultáneamente en el hom-bre y en todas sus potencias, en la sociedad y en todas sus instituciones. Nuestro Señor Jesucristo, el catolicismo y la Iglesia católica son la misma palabra, la palabra de Dios resonando perpetuamente en las alturas. Esa palabra ha tenido que superar los mismos obstácu-los y ha triunfado por los mismos medios en sus encarna-ciones diferentes. Los profetas de Israel habían anunciado la venida del Señor en la plenitud de los tiempos, habían escrito su vida, habían lamentado con tremendas lamenta-ciones sus tremendos infortunios, habían dicho sus dolo-res, habían descrito sus trabajos, habían contado una por una las gotas que componían el mar de sus lágrimas, ha-bían visto sus congojas y vilipendios, habían levantado el acta de su pasión y de su muerte; a pesar de todo esto, el pueblo de Israel no le conoció cuando vino, y cumplió to-das las profecías olvidado de sus profetas. La vida del Se-ñor fue santísima; su boca había sido la única boca humana que se había atrevido a pronunciar en presencia de los hombres estas palabras, insensatamente blasfemas o inefa-blemente divinas: «¿Quién me argüirá de pecado?». Y a pesar de esas palabras, que ningún hombre había pronun-ciado antes, que no pronunciará después ninguno, el mun-do no le conoció, y le llenó de ignominias. Su doctrina era maravillosa y verdadera, y lo era tanto, que iba como per-fumándolo todo con su extremada suavidad y bañándolo todo con sus apacibles resplandores. Cada una de las pala-bras que caían blandamente de sus sacratísimos labios era una revelación portentosa; cada revelación, una verdad su-blime; cada verdad, una esperanza o un consuelo. Y, a pe-sar de todo, el pueblo de Israel apartó la luz de sus ojos y cerró su corazón a aquellas portentosas consolaciones y a aquellas sublimes esperanzas. Obró milagros nunca vistos de los hombres ni oídos de las gentes, y a pesar de esto se apartaron de Él con horror, como si estuviera inficionado de la lepra o como si llevara en la frente una maldición es-tampada por la cólera divina, las gentes y los hombres. Hasta uno de entre sus discípulos, a quien amó con amor, fue sordo al reclamo dulce de sus dulcísimos amores, y ca-yó en el abismo de la traición desde la eminencia del apos-tolado. La Iglesia de Jesucristo venía anunciada por grandes profetas y representada en símbolos o figuras desde el principio de los tiempos. Su mismo divino Fundador, al abrir sus zanjas inmortales y al modelar en un molde mara-villoso sus divinas jerarquías, puso ante los ojos de sus apóstoles su historia advenidera; allí anunció sus grandes tribulaciones, sus persecuciones sin ejemplo; vio pasar uno por uno y unos en pos de otros, en sangrienta procesión, sus confesores y sus mártires. Dijo cómo las potestades del mundo y del infierno ajustarían contra ella, en odio a él, paces horribles y sacrílegas alianzas, y de qué manera triunfaría, por su gracia de todas las potestades del mundo y del infierno. Tendió por toda la prolongación de los tiempos su vista soberana, y anunció el fin de todas las co-sas y la inmortalidad de su Iglesia, transformada en aquella Jerusalén celestial vestida de luz y de piedras resplande-cientes, llenas de gloria y empapadas en perfumes de sua-vísimas fragancias. A pesar de esto, el mundo, que la vio

siempre perseguida y siempre triunfante, que ha podido contar y ha contado por sus tribulaciones sus victorias, le da perpetuamente nuevas victorias con sus nuevas tribula-ciones, cumpliendo así ciegamente la grande profecía, al mismo tiempo que se olvida de lo profetizado y del Profe-ta. La Iglesia es perfecta y santísima, así como su divino Fundador fue perfecto y santísimo. Ella también, y sólo ella, pronuncia en presencia del mundo aquella palabra nunca oída: «¿Quién me argüirá de error? ¿Quién me ar-güirá de pecado?». Y a pesar de esa extraña palabra que ella sola pronuncia, el mundo ni la desmiente ni la sigue sino con sus vituperios. Su doctrina es maravillosa y ver-dadera, porque es la enseñada por el gran Maestro de toda verdad y el gran Hacedor de toda maravilla, y, sin embar-go, el mundo cursa estudios en la cátedra del error y pone un oído atento a la elocuencia vana de impúdicos sofistas y de oscuros histriones. Recibió de su divino Fundador la potestad de hacer milagros, y los hace, siendo ella misma un milagro perpetuo; y, sin embargo, el mundo la llama vana superstición y vergonzosa y es dada en espectáculo a los hombres y a las gentes. Sus propios hijos, amados con tanto amor, ponen su mano sacrílega en el rostro de su ter-nísima Madre, y abandonan el santo hogar que protegió su infancia, y buscan en nueva familia y en nuevo hogar no sé qué torpes delicias y qué impuros amores; y de esta mane-ra va siguiendo el anunciado camino de su dolorosa pa-sión, no conocida del mundo y desconocida de los here-siarcas. Y lo que hay aquí de singular y de maravilloso es que, imitando perfectamente a Nuestro Señor Jesucristo, no pa-dece tribulaciones a pesar de los prodigios que obra, de la vida que vive, de las verdades que enseña y de los testimo-nios invencibles que acreditan la divinidad de su encargo; sino que, al revés, padece esas tribulaciones a causa de esos testimonios invencibles, de esas verdades que enseña, de esa vida santísima que vive y de esos milagros que obra. Suprimid por un momento con la imaginación esa vi-da, esas verdades, esos prodigios y esos invencibles testi-monios, y habréis suprimido, de un solo golpe y de una vez, todas sus tribulaciones, todas sus lágrimas, todos sus infortunios y todos sus desamparos. En las verdades que proclama está el misterio de su tri -bulación; en la fuerza sobrenatural que la asiste está el misterio de su victoria; y esas dos cosas juntas explican a la vez sus victorias y sus tribulaciones. La fuerza sobrenatural de la gracia se comunica perpe-tuamente a los fieles por el ministerio de los sacerdotes y por el canal de los sacramentos, y aquella fuerza sobrena-tural, comunicada de esta manera a los fieles, miembros de la sociedad civil al mismo tiempo que de la Iglesia, es la que ha abierto el profundísimo abismo que hay, aun consi-deradas desde el punto de vista político y social, entre las sociedades antiguas y las sociedades católicas. Entre ellas, todo bien considerado, no hay otra diferencia sino la que resulta de estar las unas compuestas de católicos y las otras de paganos, de estar las unas compuestas de hombres mo-vidos por sus instintos naturales y las otras de hombres que, muertos más o menos completamente a su naturaleza propia, obedecen más o menos cumplidamente al impulso sobrenatural y divino de la gracia. Esto sirve para explicar la distancia que hay entre las instituciones políticas y so-ciales de las sociedades antiguas y las que han brotado co-mo de suyo y espontáneamente en las sociedades moder-

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nas; como quiera que las instituciones son la expresión so-cial de las ideas comunes, las ideas comunes el resultado colectivo de las ideas individuales, las ideas individuales la forma intelectual de la manera de ser y de sentir del hom-bre, y que el hombre pagano y el hombre católico dejaron de ser y de sentir de la misma manera, siendo el uno el re-presentante de la humanidad prevaricadora y desheredada, y el otro el representante de la humanidad redirnida. Las instituciones antiguas y las modernas no son la expresión de dos sociedades diferentes sino porque son la expresión de dos diferentes humanidades. Por eso, cuando las socie-dades católicas prevarican y caen, sucede que luego al punto el paganismo hace irrupción en ellas, y que las ideas, las costumbres, las instituciones y las sociedades mismas tornan a ser paganas. Si hacéis abstracción por un momento de esta fuerza so-brenatural, invisible, con que el catolicismo ha ido trans-formando todo lo que es visible y natural lenta y callada-mente, por medio de una operación misteriosa y secretísi-ma, todo se oscurece a vuestros ojos; y lo natural y lo so-brenatural, lo visible y lo invisible, todo es tinieblas; todas vuestras explicaciones se convierten en hipótesis falsas, que nada explican y que son además inexplicables. No hay espectáculo más triste de ver que el que presen-ta el hombre de esclarecido ingenio cuando acomete la em-presa imposible y absurda de explicar las cosas visibles por las visibles, las naturales por las naturales; lo cual, co-mo quiera que todas las cosas visibles y naturales, en cuan-to naturales y visibles, son una misma cosa, viene a ser tan absurdo como explicar un hecho por el mismo hecho, una cosa por la cosa misma. En este gravísimo error ha caído un hombre eminentísimo y de grandes excelencias, cuyos escritos es imposible leer sin un respeto profundo, cuyos discursos no se pueden oír sin grande admiración y cuyas prendas personales son superiores todavía a sus escritos, a sus discursos y a sus talentos. M. Guizot saca ventaja a to-dos los escritores contemporáneos en el arte de tender so-bre las cuestiones más intrincadas una vista serena. Su mi-rada, generalmente hablando, es imparcial y segura. En la expresión es limpio, en el estilo sobrio, en los atavíos del lenguaje severamente modesto; su elocuencia misma se su-jeta a su razón: su elocuencia es alta, pero su razón altísi-ma. Por elevada que una cuestión esté, cuando M. Guizot sale de su reposo y va hacia ella va siempre como del mon-te al valle, nunca como del valle al monte. Cuando descri-be los fenómenos que ve, no los describe, sino que los crea. Si entra en cuestiones de partido, tiene una compla-cencia refinada en señalar a cada uno la parte de error y la parte de verdad que le corresponde, y no parece que se la da porque le corresponde, sino que le corresponde porque él se la señala. Por lo general, siempre que discute, discute como si enseñara, y enseña como si estuviera naturalmente revestido para enseñar de un magisterio eminente. Si por acaso habla de la religión, su lenguaje es solemne, ceremo-nioso y austero; a serle esto posible, se ve bien que iría hasta los términos de la reverencia; la parte que le concede en la obra de la restauración social es grande, como con-viene a la persona que la da y a la institución que la recibe; nadie sabrá decir si la considera como reina y señora de las otras instituciones; lo que puede afirmarse es, que en todo caso, es a sus ojos como una reina amnistiada, que aún en el día de su gloria conserva señales de su pasada servidum-bre.

La calidad eminente de M. Guizot está en ver bien todo lo que ve, y en ver todo lo visible, y en ver cada cosa de por sí y separadamente. La parte flaca de su entendimiento está en no ver de qué manera esas cosas visibles y separa-das forman entre sí un conjunto jerárquico y armonioso, animado por una fuerza invisible. Se echa de ver más que en ninguna otra parte, así este gran defecto como aquella calidad eminente, en el libro que consagró a hacer una des-cripción cumplida de la civilización europea. M. Guizot ha visto todo lo que hay en esa civilización tan compleja como fecunda: todo, menos la civilización misma. El que busque los elementos múltiples y variados que la componen, búsquelos en su libro, que allí están; el que busque la poderosa unidad que la constituye, el princi-pio de vida que circula libremente por los robustos miem-bros de ese cuerpo social sano y robusto, que busque todas esas cosas en otra parte, porque en su libro no se encuen-tran. M. Guizot ha visto bien todos los elementos visibles de la civilización y todo lo que en ellos hay de visible, y aquellos que no contienen en sí cosa que no caiga debajo de la jurisdicción de los sentidos, han sido examinados por él cumplidamente. Había uno, empero, visible e invisible a un tiempo mismo. Ese elemento era la Iglesia. La Iglesia obraba sobre la sociedad de una manera análoga a la de los otros elementos políticos y sociales y, además, de una ma-nera exclusivamente propia. Considerada como una insti-tución nacida del tiempo y localizada en el espacio, su in-fluencia era visible y limitada, como la de las otras institu-ciones localizadas en el espacio, hijas del tiempo. Conside-rada como una institución divina, tenía en sí una inmensa fuerza sobrenatural, la cual, no sujetándose ni a las leyes del tiempo ni a las del espacio, obraba sobre todo, y en to-das partes a la vez, callada, secretísima y sobrenaturalmen-te. Hasta tal punto es esto verdad, que en la crítica confu-sión de todos los elementos sociales la Iglesia dio algo a todos los demás de exclusivamente suyo, mientras que só-lo ella, impenetrable a la confusión, conservó siempre su identidad absoluta. Al ponerse en contacto con ella la so-ciedad romana, sin dejar de ser romana como antes, fue al-go que antes no había sido: fue católica. Los pueblos ger-mánicos, sin dejar de ser germánicos como antes, fueron algo que antes no habían sido: fueron católicos. Las insti-tuciones políticas y sociales, sin perder la naturaleza que les era propia, tomaron una naturaleza que les era extraña: la naturaleza católica. Y el catolicismo no era una vana forma, porque no dio a ninguna institución forma ninguna; era, por el contrario, algo de íntimo y de esencial y por es-to las dio a todas algo de profundo y de íntimo. El catoli-cismo dejaba las formas y mudaba las esencias, y al mismo tiempo que dejaba en pie todas las formas y mudaba todas las esencias, conservaba íntegra su esencia y recibía de la sociedad todas las formas. La Iglesia fue feudal, como el feudalismo fue católico. Pero la Iglesia no recibía el equi-valente de lo que daba, como quiera que recibía algo que era puramente exterior y que había de pasar como un acci-dente, mientras que daba algo de interior y de íntimo, que había de permanecer como una esencia. Resulta de aquí que en el acervo común de la civiliza-ción europea, que como todas las otras civilizaciones, y más que las otras civilizaciones, es unidad y variedad a un tiempo mismo, todos los otros elementos combinados y juntos la dieron lo que tiene de varia, mientras que la Igle-

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sia por sí sola la dio lo que tiene de una; y dándola lo que tiene de una, la dio lo que tiene de esencial, la dio aquello de donde se toma lo que hay de más esencial en una insti-tución, que es su nombre. La civilización europea no se llamó germánica, ni romana, ni absolutista, ni feudal; se llamó y se llama la civilización católica. El catolicismo no es, pues, solamente, como M. Guizot supone, uno de los varios elementos que entraron en la composición de aquella civilización admirable; es más que eso, aún mucho más que eso; es esa civilización misma. ¡Cosa singular! M. Guizot ve todo lo que ocupa un instante en el tiempo y un lugar circunscrito en el espacio, y no ve aquello que desborda los espacios y los tiempos; ve lo que está allí y lo que está más allá, y no ve lo que está en todas partes; en un cuerpo organizado y viviente no ve la vida que está en los miembros, y ve los miembros que le com-ponen. Haced por un momento abstracción de la virtud divina, de la fuerza sobrenatural que está en la Iglesia, considerada como una institución humana que se dilata y extiende por medios puramente humanos y naturales, y M. Guizot tiene razón contra vosotros; la influencia de su doctrina no pue-de salvar los límites naturales que le asigna con su razón soberana; la dificultad, empero, quedará en pie, porque es un hecho evidente que los ha salvado. Entre la Historia, que dice que los ha salvado, y la razón, que enseña que no los pudo salvar, hay una contradicción evidente; contradic-ción que es necesario resolver en una fórmula superior y en una conciliación suprema, que ponga de acuerdo los he-chos con los principios y la razón con la Historia. Esa fór-mula ha de estar fuera de la Historia y fuera de la razón, fuera de lo natural y fuera de lo visible; y esta en lo que hay de invisible, de sobrenatural, de divino en la santa Iglesia católica. Ese algo divino, sobrenatural, e impalpa-ble es lo que la ha sujetado el mundo, lo que ha derribado a sus pies los obstáculos más invencibles, lo que la han ava-sallado las inteligencias rebeldes y los corazones sober-bios, lo que la ha levantado sobre las vicisitudes humanas, lo que ha asegurado su imperio sobre las tribus de las gen-tes. Ninguno que no tenga en cuenta su virtud sobrenatural y divina comprenderá jamás su influencia, ni sus victorias, ni sus tribulaciones; así como ninguno que no lo compren-da, comprenderá jamás lo que hay de íntimo, de esencial y de profundo en la civilización

Libro segundo

Problemas y soluciones relativos al orden general

Capítulo I

Del libre albedrío del hombre

Fuera de la acción de Dios no hay más que la acción del hombre, fuera de la providencia divina no hay más que la libertad humana. La combinación de esta libertad con aquella providencia constituye la trama variada y rica de la Historia. El libre albedrío del hombre es la obra maestra de la creación y el más portentoso, si fuera lícito hablar así, de los portentos divinos. A él se ordenan todas las cosas inva-

riablemente, de tal manera que la creación seria inexplica-ble sin el hombre, y el hombre sería inexplicable no siendo libre. Su libertad es a un tiempo mismo su explicación y la explicación de todas las cosas. ¿Quién explicará, empero, esa libertad altísima, inviolable, santa, tan santa, tan altísi-ma y tan inviolable, que el mismo que se la dio no se la puede quitar y con la cual puede resistir y vencer al mismo que se la dio, con una resistencia invencible y con una tre-menda victoria? ¿Quién explicará de qué manera, con esa victoria del hombre sobre Dios, queda Dios vencedor y el hombre queda vencido, y esto siendo la victoria del hom-bre una verdadera victoria, y el vencimiento de Dios un vencimiento verdadero? ¿Qué victoria es ésa, seguida ne-cesariamente de la muerte del vencedor? Y ¿qué venci-miento es aquel que va a parar a la glorificación del venci-do? ¿Qué significa el paraíso, galardón de mi vencimiento, y el infierno, pena de mi victoria? Si en mi vencimiento es-tá mi galardón, ¿por qué desecho naturalmente lo que me salva? Y si mi condenación está en mi victoria, ¿por qué apetezco naturalmente aquello mismo que me condena? Cuestiones son éstas que ocuparon todos los entendi-mientos en los siglos de los grandes doctores, y que miran hoy con desdén los petulantes sofistas que no tienen fuerza para levantar del suelo las formidables armas que esgri-mieron fácil y humildemente aquellos doctores santos en las edades católicas. Hoy día parece inexcusable locura tantear humildemente y ayudados con su gracia los altos designios de Dios en sus profundos misterios; como si el hombre pudiera saber alguna cosa sin entender algo de esos misterios profundos y de esos altos designios. Todas las grandes cuestiones sobre Dios parecen hoy estériles y ociosas; como si, siendo Dios inteligencia y verdad, fuera posible ocuparse de Dios sin ganar en verdad y en inteli-gencia. Viniendo a la tremenda cuestión que es asunto de este capítulo, y que procuraré encerrar en los límites más estre-chos, diré que la noción que se tiene generalmente del libre albedrío es de todo punto falsa. El libre albedrío no consis-te, como generalmente se cree, en la facultad de escoger el bien y el mal, que le solicitan con dos contrarias solicita-ciones. Si el libre albedrío consistiera en esa facultad, ha-bían de seguirse de ello forzosamente las siguientes conse-cuencias, una relativa al hombre y otra relativa a Dios, que son evidentemente absurdas. La relativa al hombre consis-te en que sería menos libre cuanto fuera más perfecto, co-mo quiera que no puede crecer en perfección sin sujetarse al imperio de lo que le solicita al bien, y no puede sujetarse al imperio del bien sin sustraerse al imperio del mal, sus-trayéndose del uno en el mismo grado en que se sujeta al otro; lo cual, alterando más o menos, según el grado de su perfección, el equilibrio entre esas dos solicitaciones con-trarias, viene a disminuir su libertad, es decir, su facultad de escoger, en el mismo grado en que se altera ese equili-brio. Consistiendo la suma perfección en el aniquilamiento de una esas dos contrarias solicitaciones, y suponiendo la libertad perfecta la facultad entera de escoger entre esas solicitaciones contrarias, es claro que entre la perfección y la libertad del hombre hay contradicción patente, incompa-tibilidad absoluta. Lo absurdo de esta consecuencia está en que, siendo el hombre libre y debiendo ser perfecto, no puede conservar su libertad sino renunciando a su perfec-ción, ni puede ser perfecto sin renunciar a ser libre.

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La consecuencia relativa a Dios consiste en que, no ha-biendo en Dios solicitaciones contrarias, carece de todo punto de libertad, si la libertad consiste en la facultad ente-ra de escoger entre contrarias solicitaciones. Para que Dios fuera libre era necesario que pudiera escoger entre el bien y el mal, entre la santidad y el pecado. Entre la naturaleza de Dios y la de la libertad así definida hay, pues, contra-dicción radical, incompatibilidad absoluta. Y como quiera que sea absurdo suponer, por una parte, que Dios no puede ser libre siendo Dios y que no puede ser Dios siendo libre, y por otra, que el hombre no puede alcanzar su perfección sin renunciar a su libertad ni ser libre sin renunciar a ser perfecto, síguese de aquí que la noción de la libertad que vamos explicando es de todo punto falsa, contradictoria y absurda. El error que voy combatiendo consiste en suponer que la libertad está en la facultad de escoger, cuando no está sino en la facultad de querer, la cual supone la facultad de en-tender. Todo ser dotado de entendimiento y de voluntad es libre, y su libertad no es una cosa distinta de su voluntad y de su entendimiento; es su mismo entendimiento y su mis-ma voluntad juntos en uno. Cuando se afirma de un ser que tiene entendimiento y voluntad, y de otro que es libre, se afirma de ambos una misma cosa, expresada de dos mane-ras diferentes. Si la libertad consiste en la facultad de entender y de querer la libertad perfecta consistirá en entender y querer perfectamente; y como sólo Dios entiende y quiere con to-da perfección, se sigue de aquí, por una ilación forzosa, que sólo Dios es perfectamente libre. Si la libertad está en entender y en querer, el hombre es libre, porque está dotado de voluntad y de inteligencia; pe-ro no es perfectamente libre, como quiera que no está dota-do de un entendimiento infinito y perfecto y de una volun-tad perfecta e infinita. La imperfección de su entendimiento está, por una par-te, en que no entiende cuanto hay que entender, y por otra, en que está sujeto al error. La imperfección de su voluntad está, por una parte, en que no quiere cuanto se debe querer, y por otra, en que puede ser solicitada y vencida por el mal. De donde se sigue que la imperfección de su libertad consiste en la facultad que tiene de seguir el mal y de abra-zar el error; es decir, que la imperfección de la libertad hu-mana consiste cabalmente en aquella facultad de escoger en que consiste, según la opinión vulgar, su perfección ab-soluta. Cuando el hombre salió de las manos de Dios, entendía el bien; y porque le entendía, le quería, y porque le quería, le ejecutaba; y ejecutando el bien que quería con su volun-tad y que entendía con su entendimiento, era libre. Que és-te es el significado cristiano de la libertad, se ve claro por las siguientes palabras evangélicas: Cognoscetis veritatem, et veritas liberabit vos. (Io 7,32). Entre su liber-tad y la de Dios no había, pues, otra diferencia sino la que hay entre una cosa que puede menoscabarse y perderse y otra que ni puede perderse ni padecer menoscabo, entre una cosa que por su naturaleza es limitada y otra que por su naturaleza es infinita. Cuando la mujer puso a la voz del ángel caído un oído atento y curioso, luego al punto su entendimiento comenzó a oscurecerse, su voluntad a enflaquecer; apartada de Dios, que era su apoyo, padeció un súbito desfallecimiento. En aquel instante mismo, su libertad, que no era una cosa dife-

rente de su voluntad y de su entendimiento, quedó enfer-ma. Cuando pasó de la culpable contemplación al acto cul-pable, su entendimiento padeció una grande oscuridad, su voluntad un profundo desmayo, la mujer arrastró al hom-bre desfallecido, y la libertad humana cayó en tristísima flaqueza. Confundiendo la noción de la libertad con la de una in-dependencia soberana, preguntan algunos por qué se dice que el hombre fue esclavo cuando cayó bajo la jurisdicción del demonio, al mismo tiempo que se afirma que era libre cuando estaba puesto absolutamente en la mano de Dios. A lo cual se responde que no se puede afirmar del hombre que es esclavo sólo porque no se pertenece a sí propio, en cuyo caso sería esclavo siempre, como quiera que no se pertenece nunca a sí mismo de una manera independiente y soberana; afírmase de él que es esclavo solamente cuan-do cae en manos de un usurpador, como se afirma de él que es libre cuando no obedece sino a su legítimo dueño. No hay otra esclavitud sino aquella en que cae el que se sujeta a un tirano, ni más tirano que el que ejerce una po-testad usurpada, ni otra libertad sino la que consiste en la obediencia voluntaria a las potestades legítimas. Otros no alcanzan a comprender de qué manera la gracia, por la cual fuimos puestos en libertad y rescatados, se aviene con esa misma libertad y rescate, pareciéndoles que, en esa opera-ción misteriosa, Dios sólo obra y el hombre padece; en lo cual van de todo punto errados, como quiera que en este gran misterioso concurren Dios y el hombre, obrando el primero y cooperando el segundo. Y aun por esta razón no suele dar Dios, por punto general, sino la gracia que es su-ficiente para mover la voluntad con blandura. Temeroso de oprimirla, se contenta con llamarla hacia sí con suavísimos reclamos. El hombre, por su parte, cuando acude al recla-mo de la gracia, acude con incomparable suavidad y com-placencia; y cuando la voluntad suavísima del hombre que se complace en el llamamiento se junta en uno con la vo-luntad suavísima de Dios, que llamándole se complace y que complaciéndose le llama, entonces sucede que de sufi-ciente que era la gracia, se torna en eficaz por el concurso de estas dos suavísimas voluntades. Por lo que hace a aquellos que no conciben la libertad sino en la ausencia de toda solicitación que mueva a la vo-luntad del hombre, sólo diré que caen sin advertirlo en uno de estos dos grandes absurdos: en el que supone que puede moverse sin ninguna especie de motivo un ser razonable o en el que consiste en suponer que un ser que no es razona-ble puede ser libre. Si lo dicho anteriormente es cierto, la facultad de esco-ger otorgada al hombre, lejos de ser la condición necesaria, es el peligro de la libertad, puesto que en ella está la posi-bilidad de apartarse del bien y de caer en el error, de re-nunciar a la obediencia debida a Dios y de caer en manos del tirano. Todos los esfuerzos del hombre deben dirigirse a dejar en ocio esa facultad, ayudado de la gracia, hasta perderla del todo, si esto fuera posible, con el perpetuo de-suso. Sólo el que la pierde entiende el bien, quiere el bien y le ejecuta; y sólo el que esto hace es perfectamente libre, y sólo el que es libre es perfecto, y sólo el que es perfecto es dichoso; por eso ningún dichoso la tiene: ni Dios, ni sus santos, ni los coros de sus ángeles.

Capítulo II

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Se da respuesta a algunas objeciones relativas a este dogma

Si la facultad de escoger no constituye la perfección, sino el peligro del libre albedrío del hombre; si en aquella facultad tuvo principio su prevaricación y origen su caída, y si en ella está el secreto del pecado, de la condenación y de la muerte, ¿cómo se compadece con la infinita bondad del Dios infinito ese funestísimo don que viene henchido de desventuras y preñado de catástrofes? ¿Cómo llamaré a la mano que me lo da? ¿Misericordiosa o airada? Si es una mano airada, ¿por qué me dio la vida? ¿Por qué me la acompañó con carga tan grave, si es misericordiosa? ¿La llamaré justa o sólo fuerte? Si es justa, ¿qué había hecho yo antes de ser, para ser asunto de sus rigores? Y sí es sólo fuerte, ¿qué hace que no me pisa y no me quiebra? Si pe-qué por el uso del don que recibí, ¿quién es el autor de mi pecado? Si llego a condenarme por el pecado a que me in-cliné po la inclinación que me fue dada, ¿quién es el autor de mi condenación y de mi infierno? Ser misterioso y tre-mendo, a quien no sé si bendecir o detestar, ¿caeré derriba-do a tus pies como tu siervo Job y te enviaré hasta rendirte, acompañándolas con mis acerbos sollozos, mis encendidas plegarias, o pondré monte sobre monte, Pelión sobre Osa, volviendo a emprender contra ti la guerra de los Titanes? Esfinge misteriosa ni sé cómo aplacarte ni sé cómo vencer-te; no sé si echar por el camino de tus enemigos o por el camino de tus siervos. Ni sé aún cómo te llamas. Si, como dicen, eres omnisciente, dime, por lo menos, en cuál de tus libros sellados tienes escrito tu nombre, para saber cómo he de llamarte; porque tus nombres son tan contradictorios como Tú mismo. Los que se salvan te llaman Dios; los que se condenan, tirano. Así habla, vueltos los ojos encendidos hacia Dios, el genio del orgullo y de las blasfemias. Por una demencia inconcebible y por una aberración inexplica-ble, el hombre, hechura de Dios, cita ante su tribunal al mismo Dios, que le da el tribunal en que se asienta, la ra-zón con que le ha de juzgar y hasta la voz con que le lla-ma. Y las blasfemias llaman a otras blasfemias, como el abismo a otro abismo; la blasfemia que le emplaza va a pa-rar a la blasfemia que le condena o a la blasfemia que le absuelve. Absuélvale o condénele, el hombre que en vez de adorarle le juzga, es blasfemo. ¡Desdichados los sober-bios que le emplazan y bienaventurados los humildes que le adoran, porque Él vendrá a los unos y a los otros: a los unos, como emplazado, en el día del emplazamiento; a los otros, como adorado, en el día de las adoraciones; a nin-guno que le llama dejará nunca de responder; a los unos, empero, responderá con sus iras, a los otros con sus miseri-cordias! Y no se diga que con esta doctrina se va a parar a un absurdo, como quiera que se va a parar a la negación de to-da competencia por parte de la razón humana para enten-der en las cosas de Dios, y por aquí a la condenación im-plícita de los teólogos y de los santos doctores, y hasta de la misma Iglesia, que de ellas trataron y entendieron larga-mente en las edades pasadas. Lo que por esta doctrina se condena es la competencia de la razón no alumbrada de la fe para entender en las cosas que son materia de la revela-ción y de la fe, por ser sobrenaturales. Cuando la razón en-tiende en aquellas cosas sin aquella ayuda, trata de Dios y con Dios en calidad de juez supremo, que no consiente ni alzada ni recurso contra sus fallos inapelables; en esta su-

posición, ahora sea condenatorio, ahora absolutorio, su fa-llo es una blasfemia, y lo es no tanto por lo que en él se afirma o se niega de Dios como por lo que la razón huma-na afirma de sí en él implícitamente; como quiera que, así en la condenación como en la absolución, afirma siempre de sí una misma cosa: su propia independencia y su propia soberanía. Cuando la Iglesia santísima afirma o niega algu-na cosa de Dios, no hace otra cosa sino afirmar o negar de Dios lo que a Dios mismo le oye, Cuando los teólogos eminentes y los doctores santos entran con su razón en el abismo oscuro de las divinas excelencias, no entran nunca en él sin un secretísimo terror y sin que la fe les vaya abriendo camino. No se proponen sorprender en Dios se-cretos y maravillas ignoradas de la fe, sino sólo juntar la lumbre de la razón con su lumbre, para ver por otro lado las mismas maravillas y secretos; no van a ver en Dios co-sas nuevas, sino a ver en Él las mismas cosas de dos mane-ras diferentes; y estas dos diferentes maneras de conocerle vienen a ser dos maneras diferentes de adorarle. Porque es de saber que no hay misterio ninguno, entre los que nos enseña la fe y la Iglesia nos propone, que no reúna en sí, por una admirable disposición de Dios, dos ca-lidades que suelen andar reñidas: la oscuridad y la eviden-cia. Los misterios católicos vienen a ser a manera de cuer-pos a un tiempo mismo luminosos y opacos, y que de tal manera lo son, que sus sombras no pueden ser esclarecidas nunca por su luz, ni su luz oscurecida por sus sombras, siendo perpetuamente oscuros y perpetuamente luminosos. Al mismo tiempo que derraman su luz por la creación, guardan para sí sus sombras; lo esclarecen todo, y no pue-den ser por nada esclarecidos. Todo lo penetran, y son im-penetrables. Parece cosa absurda concederlos, y es mayor absurdo negarlos; para el que los concede no hay otra os-curidad sino la suya: para el que los niega, el día se le vuelve noche, y para sus ojos privados de luz, la oscuridad está en todas partes. Y, sin embargo, los hombres -¡tan grande es su ceguedad!- prefieren negarlos a concederlos; la luz les es cosa intolerable si por ventura les viene de una región sombría, y en el despacho de su gigantesco orgullo condenan sus ojos a eterna oscuridad, teniendo por desven-tura mayor las sombras que se concentran en un solo mis-terio que las que se dilatan por todos los horizontes. Sin salir de los altísimos misterios que son asunto de este capítulo, será fácil demostrar cuanto venimos afirman-do. ¿Ignoráis el porqué de ese don tremendo de escoger entre el bien y el mal, entre la santidad y el pecado, entre la vida y la muerte? Pues negadlo por un solo momento, y en ese momento mismo hacéis imposible de todo punto la creación angélica y la creación humana. Si en esa facultad de escoger está la imperfección de la libertad, quitada esa facultad, la libertad es perfecta, y la libertad perfecta es el resultado de la perfección simultánea de la voluntad y del entendimiento. Esa perfección simultánea está en Dios; si la ponéis también en la criatura, Dios y la criatura son una misma cosa: todo es Dios o nada es Dios; de esta manera vais a dar al panteísmo o al ateísmo, que son una misma cosa, expresada de dos maneras diferentes. La imperfec-ción es una cosa tan natural a la criatura, y la perfección es una cosa tan natural a Dios, que no podéis negar ni la una ni la otra sin una implicación en los términos, sin una contradicción sustancial, sin un absurdo evidente. Afirmar de Dios que es imperfecto es afirmar que no existe; afirmar que la criatura es perfecta es afirmar que no existe la cria-

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tura; de donde resulta que, si el misterio es superior, su ne-gación es contraria a la razón humana; dejando el uno por la otra, habéis dejado lo oscuro por lo imposible. Así como todo es falso, contradictorio y absurdo en la negación racionalista, todo es sencillo y natural y lógico en la afirmación católica. El catolicismo afirma de Dios que es absolutamente perfecto; y de los seres creados, que son perfectos con una perfección relativa e imperfectos con una imperfección absoluta; y son perfectos e imperfectos por tan excelente manera, que su imperfección absoluta, por la cual se separan infinitamente de Dios, constituye su perfección relativa, con la cual cumplen perfectamente sus diferentes encargos y forman todos juntos la perfecta ar-monía del universo. La perfección absoluta de Dios está, desde nuestro punto de vista, en ser soberanamente libre, es decir, en entender perfectamente el bien y en querer el bien que entiende con una voluntad perfecta. La imperfec-ción absoluta de todos los otros seres inteligentes y libres está en no entender y en no querer el bien, de tal manera que no puedan entender el mal y querer el mal que entien-de su entendimiento. Su perfección relativa está en esa misma imperfección absoluta, a la cual se debe, por una parte, que sean diferentes de Dios por naturaleza, y por otra, que puedan juntarse con Dios, que es su fin, por un esfuerzo de su propia voluntad, ayudada de la gracia. Estando los seres inteligentes y libres ordenados en je-rarquías, de tal manera son imperfectos, que lo son jerár-quicamente. Se parecen entre sí en que son imperfectos to-dos; se distinguen entre sí en lo que son en diferentes gra-dos, ya que no de diferente manera. El ángel no se diferen-cia del hombre sino en que la imperfección común a los dos es mayor en el hombre y menor en el ángel, como con-venía al diferente puesto que ocupan en la inmensa escala de los seres. Salieron de la mano de Dios el uno y el otro con la facultad de entender y de querer el mal y con la de ejecutar el mal que entendían: en esto está su semejanza; empero, en la naturaleza angélica esta imperfección duró un momento, mientras que en la humana dura siempre: en esto está su diferencia. Hubo para el ángel un momento pa-voroso, solemnísimo, en que le fue dado escoger entre el bien y el mal; en aquel instante tremendo las falanges an-gélicas se dividieron entre sí: de ellas unas se inclinaron ante el acatamiento divino, otras se alzaron en tumulto y se declararon rebeldes. A esta resolución suprema e instantá-nea siguió un fallo instantáneo y supremo: los ángeles re-beldes fueron condenados y los leales fueron confirmados en gracia. El hombre, más flaco de entendimiento y de voluntad que el ángel, porque no era, como él, un espíritu puro, reci-bió una libertad más flaca y más imperfecta, y su imper-fección había de durar en él tanto como su vida. Aquí es donde resplandece con su infinito resplandor la inenarrable belleza de los designios divinos. Dios vio antes de todo principio cuán bellas y convenientes eran las jerarquías, y estableció las jerarquías entre los seres inteligentes y li-bres. Vio, por otro lado, eternamente cuán conveniente y bella era en el Criador cierta manera de igualdad para con todas sus criaturas, y fue tal el soberano artificio, que juntó en uno la belleza de la igualdad con la belleza de la jerar-quía. Para que la jerarquía pudiera existir, hizo desiguales su dones, y para que la ley de la igualdad se cumpliera, exigió más al que dio más, y menos al que dio menos, de tal manera que el más aventajado en los dones fue más es-

trechado en las cuentas, y el menos estrechado en las cuen-tas, menos aventajado en los dones. Porque la nativa exce-lencia del ángel fue mayor, su caída fue sin esperanza y sin remedio, su castigo instantáneo, su condenación eterna; porque la nativa excelencia del hombre fue menor, no cayó sino para ser levantado, no prevaricó sino para ser redimi-do. El fallo que le alcanza no será inapelable, ni su conde-nación irredimible, sino en aquel instante, conocido sólo de Dios, en que la prevaricación angélica y la humana pesen con un peso igual en la balanza divina, llegando a ser la una por la repetición lo que la otra por la grandeza. De esta manera el hombre no podrá decir a Dios: «¿Por qué me hiciste hombre y no ángel?». Ni el ángel: «¿Por que no me hiciste hombre?». Señor, ¿quién no se espanta con el espectáculo de tu justicia? ¿Qué grandeza hay igual a la grandeza de tu mise-ricordia? ¿Qué balanza hay en su fiel como la que Tú tie-nes en la mano? ¿Qué vara hay tan derecha como la vara con que mides? ¿Qué matemático conoce como Tú los nú-meros y sus misteriosas armonías? ¡Cuán bien hechos es-tán todos los prodigios que hiciste! ¡Cuán bien asentadas las cosas que asentaste y cuán armónicamente bellas des-pués de bien asentadas! Abre, Señor, mi entendimiento pa-ra que entienda algo de lo que te propones en tus eternos designios, algo de lo que eternamente entiendes y algo de lo que eternamente ejecutas; porque ¿qué sabes quien no te sabe a ti? Y quien a ti te sabe, ¿qué ignora? Si el hombre no puede decir a Dios: «¿Por qué no me hiciste ángel?» ni «¿Por qué no me hiciste perfecto?», no podrá decirte a lo menos: «Señor, ¿no me valiera más no haber nacido? ¿Por qué me hiciste lo que soy? Si Tú me hubieras consultado, no hubieras recibido la vida con la fa-cultad de perderla; el infierno me aterra más que nada». El hombre no sabe de por sí sino blasfemar; cuando pregunta blasfema, si el mismo Dios, que le ha de dar la respuesta, no le enseña la pregunta; cuando pide algo blas-fema, si no le enseña lo que ha de pedir y cómo lo ha de pedir, el mismo Dios, que le ha de otorgar su demanda. El hombre no supo ni lo que había de pedir ni cómo había de pedirlo, hasta que el mismo Dios, venido al mundo y he-cho hombre, le enseñó el Padrenuestro para que lo tomase, como un niño, de memoria. ¿Qué quiere decir el hombre cuando dice: «¿No me va-liera más no haber nacido?». ¿Existía, por ventura, antes de existir? ¿Y qué significa su pregunta si antes de existir no existía? El hombre puede formarse alguna idea de todo lo que excede su razón; por eso se forma alguna idea de to-dos los misterios; sólo de lo que no existe no puede for-marse idea ninguna; por eso no se forma idea ninguna de la nada. El que se suicida no quiere dejar de ser, quiere de-jar de padecer siendo de otra manera. El hombre, pues, no expresa idea ninguna cuando dice: «¿Por qué soy?». Sólo puede expresar una idea preguntando: «¿Por qué soy lo que soy?». Esta pregunta se resuelve en esta otra: «¿Por qué soy con la facultad de perderme?». La cual es absurda por cualquier lado que se la mire. En efecto: si toda criatu-ra, en el hecho mismo de serlo, es imperfecta, y si la facul-tad de perderse constituye la imperfección especial de los hombres, el que esa pregunta hace viene a preguntar por qué el hombre es una criatura, o lo que es lo mismo, por qué la criatura no es el Criador, por qué el hombre no es el Dios que crió al hombre. Quod absurdum.

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Y si no es esto lo que se quiere decir, si lo que única-mente se dice con esa pregunta es: «¿Por qué no me salvas a pesar de mi facultad de perderme?», el absurdo está más claro todavía; porque ¿qué significa la facultad de perder-se, dada al que no ha de perderse nunca? Si el hombre hu-biera de salvarse de todas maneras, ¿cuál sería el objeto fi-nal de la vida en el tiempo? ¿Por qué no comienza y se perpetúa en el paraíso? La razón no puede concebir que la salvación sea a un tiempo mismo necesaria y futura, como quiera que lo futuro no va sino con lo contingente y que por su naturaleza misma es presente lo que por su naturale-za misma es necesario. Si el hombre debió pasar sin transición a la eternidad de la nada y vivir, desde el momento que vivió, vida gloriosa, queda suprimido el tiempo y el espacio y la creación entera hecha para el hombre, que es su rey. Si su reino no había de ser de este mundo, ¿para qué este mundo? Si no había de ser temporal, ¿para qué el tiempo? Si no había de ser lo-cal, ¿para qué el espacio? Y sin el tiempo y el espacio, ¿para qué las cosas creadas en el espacio y en el tiempo? Por donde se ve que, en la suposición que vamos admitien-do, el absurdo que consiste en la contradicción que hay en-tre la necesidad de salvarse y la facultad de perderse, va a parar al absurdo que consiste en suprimir de un golpe el tiempo y el espacio, el cual lleva consigo el que consiste en la supresión lógica de todas las cosas creadas, con el hombre, para el hombre y a causa del hombre. El hombre no puede poner una idea humana en lugar de otra divina sin que luego al punto el edificio entero de la creación ven-ga abajo, sepultándose a sí mismo en sus gigantescos es-combros. Mirando esta cuestión por otro lado, puede afirmarse que al pedir el hombre el derecho absoluto de salvarse sin perder la facultad de perderse, pide, si cabe, un absurdo mayor que cuando puso pleito a Dios porque le dio la fa-cultad de perderse; como quiera que si en este último liti-gio pleiteaba por ser Dios, en aquél pleitea por tener los privilegios de la divinidad siendo hombre. Por último, si se considera atentamente este gravísimo negocio, se ve claro que no pudo convenir a las divinas ex-celencias salvar al ángel ni al hombre sin anterior mereci-miento. Todo en Dios es razonable: su justicia como su bondad, y su bondad como su misericordia; como quiera que si es infinitamente justo, e infinitamente bueno, e infi-nitamente misericordioso, es razonable también infinita-mente. De donde se sigue que no es posible atribuir a Dios, sin blasfemia, ni una bondad, ni una misericordia, ni una justicia, que no tenga sus fundamentos en la soberana ra-zón, la cual solamente hace que la bondad sea verdadera bondad, y la misericordia verdadera misericordia, y la jus-ticia verdadera. La bondad que no es razonable, es flaqueza; la miseri-cordia que no es razonable, es debilidad; la justicia que no es razonable, es venganza; y Dios es bueno, misericordioso y justo; no es débil, ni vengativo, ni flaco. Esto supuesto, ¿qué es lo que se intenta cuando se le pide en nombre de su infinita bondad la salvación anterior a todo merecimien-to? ¿Quién no ve aquí que lo que se le pide es una sinra-zón, puesto que lo que se le pide es una acción sin su moti-vo y un efecto sin su causa? ¡Contradicción singular! El hombre pide a Dios en nombre de su infinita bondad aque-llo mismo que condena diariamente en el hombre en nom-bre de su razón limitada, y llama en el cielo obra miseri-

cordiosa y justa aquello mismo que llama diariamente en la tierra capricho de mujer nerviosa o extravagancia de ti-ranos. Por lo que hace al infierno, su existencia es de todo punto necesaria para que sea posible aquel perfecto equili-brio que Dios ha puesto en todas las cosas, porque está de una manera sustancial en sus divinas perfecciones. El in-fierno, considerado como pena, está, con la gloria conside-rada como galardón, en un perfecto equilibrio; sólo la fa-cultad de perderse puede formar en el hombre un equili-brio con la facultad de salvarse; y para que la justicia y la misericordia de Dios fueran igualmente infinitas, era nece-sario que existieran simultáneamente, como término de la primera, el infierno; como término de la segunda, la gloria. La gloria supone el infierno, y de tal manera le supone, que sin él ni puede ser explicada ni concebida. Estas dos cosas se suponen entre sí, como la consecuencia supone su principio y como el principio supone su consecuencia; y así como el que afirma la consecuencia que está en su prin-cipio y el principio que contiene su consecuencia no afir-ma en realidad dos cosas diferentes, sino una cosa misma, de la misma manera el que afirma el infierno que va su-puesto en la gloria, y la gloria que supone el infierno, no afirma en realidad dos cosas diferentes, sino una misma cosa. Hay, pues, necesidad lógica de admitir esas dos afir-maciones o de negarlas ambas con una negación absoluta; antes, empero, de negarlas conviene saber lo que negándo-las se niega. En el hombre, lo que con negarlas se niega es la facultad de salvarse y la facultad de perderse; en Dios, lo que con negarlas se niega es su infinita justicia y su infi-nita misericordia. A estas negaciones, por decirlo así, per-sonales, se añade otra negación real, la negación de la vir-tud y del pecado, del bien y del mal, del galardón y del castigo; y como con todas estas negaciones se niegan todas las leyes del mundo moral, la negación del infierno lleva envuelta lógicamente en sí la negación del mundo moral y de todas sus leyes. Y no se diga que el hombre podía sal-varse sin ir a la gloria y perderse sin ir al infierno, porque todo lo que no sea ir a la gloria o ir al infierno ni es pena ni es galardón; no es perderse ni salvarse. La justicia y la mi-sericordia de Dios o no son o son de una manera infinita; siendo infinitas, se han de terminar, por una parte, en el in-fierno, y por otra parte, en la gloria; o han de ser vanas, que es otra manera de ser como si no fueran. Ahora bien: si esta laboriosa demostración da por resul-tado, por una parte, que la facultad de salvarse supone ne-cesariamente la facultad de perderse, y por otra, que la glo-ria supone necesariamente el infierno, se sigue de aquí que el que blasfema contra Dios porque ha hecho el infierno, blasfema contra Dios porque ha hecho la gloria, y que el que pide estar exento de la facultad de perderse, viene a pedir estar exento de la facultad de salvarse.

Capítulo III

Maniqueísmo. Maniqueísmo Proudhoniano

Cualquiera que sea la explicación que pueda darse del libre albedrío del hombre, no cabe duda sino que éste será siempre uno de nuestros más grande y pavorosos miste-rios: en todo caso es fuerza confesar que la facultad dejada al hombre de sacar el mal del bien, el desorden del orden, y de turbar, siquiera sea accidental mente, las grandes ar-

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monías puestas por Dios en todas las cosas creadas, es una facultad tremenda, y considerada en sí, sin relación a lo que la limita y la contiene, hasta cierto punto inconcebible. El libre albedrío dejado al hombre es un don tan alto, tan trascendental, que más bien parece por parte de Dios una abdicación que una gracia; ved, si no, sus efectos: Tended los ojos por toda la prolongación de los tiem-pos, y veréis cuán turbias y cenagosas vienen las aguas de ese río en que la humanidad va navegando: allí viene ha-ciendo cabeza de motín Adán el rebelde, y luego Caín el fratricida, y tras él muchedumbres de gentes sin Dios y sin ley, blasfemas, concubinarias, incestuosas, adúlteras; los pocos magnificadores de Dios y de su gloria olvidan al ca-bo su gloria y sus magnificencias, y todos juntos tumultúan y bajan en tumulto, en el ancho buque que no tiene capi-tán, las turbias corrientes del gran río, con espantoso y ai-rado clamoreo, como de tripulación sublevada. Y no saben ni adónde van, ni de dónde vienen, ni cómo se llama el bu-que que los lleva, ni el viento que los empuja. Si de vez en cuando se levanta una voz lúgubremente profética, dicien-do: «¡Ay de los navegantes! ¡Ay del buque!», ni se para el buque ni la escuchan los navegantes; y los huracanes arre-cian, y el buque comienza a crujir, y siguen las danzas lú-bricas y los espléndidos festines, las carcajadas frenéticas y el insensato clamoreo, hasta que en un momento solem-nísimo todo cesa a la vez: los festines espléndidos, las car-cajadas frenéticas, las danzas lúbricas, el clamoreo insen-sato, el crujir del buque y el bramar de los huracanes; las aguas están sobre todo, y el silencio sobre las aguas, y la ira de Dios sobre las aguas silenciosas. Dios vuelve a obrar, y la nueva obra divina vuelve a ser deshecha por la libertad humana. Un hijo es nacido a Noé que pone a la vergüenza a su padre; el padre maldice al hi-jo y con él a toda su generación, que será maldita hasta la plenitud de los tiempos. Después del diluvio vuelve a co-menzar la historia antediluviana; los hijos de Dios vuelven a combatir con los hijos de los hombres; aquí se levanta la ciudad divina, y enfrente la ciudad del mundo; en una se rinde culto a la libertad y en otra a la Providencia, y la li-bertad y la Providencia, Dios y el hombre, vuelven a reñir aquel gigantesco combate cuyas grandes vicisitudes son el asunto perpetuo de la Historia. Los parciales de Dios van en todas partes de vencida; hasta el nombre de Dios, inco-municable y santo, cae en un olvido profundo, y los hom-bres, en el frenesí de su victoria, se juntan con intento de levantarse una vivienda tan alta que vivan sobre las nubes. El fuego del cielo baja sobre la arrogante vivienda, y Dios confunde en su ira las lenguas de las gentes; las gentes se dispersan por todos los ámbitos del mundo, y crecen y se multiplican, y llenan todas las zonas y todas las regiones. Aquí se levantan grandes y populosas ciudades, allí se sientan llenos de soberbia y de pompa agigantados impe-rios; hordas embrutecidas y feroces vagan con insolente ociosidad por bosques inmensos o por desiertos inconmen-surables. Y el mundo arde en discordias y está como en-sordecido con los grandes clamores de la guerra. Los im-perios caen sobre los imperios, las ciudades sobre las ciu-dades, las naciones sobre las naciones, las razas sobre las razas, las gentes sobre las gentes; la tierra es toda universa-les infortunios y universales incendios. La abominación de la desolación está en el mundo. Y el Dios fuerte, ¿dónde está? ¿Qué hace, que así abandona el campo a la libertad humana, reina y señora de la tierra? ¿Por qué consiente esa

universal rebelión, y ese tumulto universal, y esos ídolos que se levantan, y esos grandes estragos, y esos acumula-dos escombros? Un día llamó a un varón justo y le dijo: «Yo te haré pa-dre de una posteridad tan numerosa como las arenas de la mar y las estrellas del cielo; de tu dichosísima raza nacerá un día el Salvador de las gentes; Yo mismo la gobernaré con mi providencia, y para que no caiga, diré a mis ángeles que la lleven en las palmas de sus manos; Yo seré para ella todo prodigios, y ella atestiguará ante las gentes mi ornni-potencia». Y sus obras fueron conformes a sus palabras. Siendo esclavo su pueblo, le suscitó libertadores; no te-niendo ni patria ni hogar, le sacó milagrosamente de Egip-to y le dio un hogar y una patria. Padeció hambre, y le dio hartura; padeció sed, y obedientes a su voz brotaron aguas las rocas; saliéronle al encuentro grandes muchedumbres de enemigos, y la ira de Dios desvió como un nublado esas grandes muchedumbres. Suspendió sus arpas dolientes de los sauces babilónicos, y le volvió a rescatar de su triste cautiverio, y volvió a ver con sus ojos a Jerusalén la santa, la predestinada, la hermosa. Le dio jueces incorruptibles que le gobernaron en paz y justicia: reyes temerosos de Dios, con renombre de prudentes gloriosos y sabios; le de-putó por embajadores profetas que le descubriesen sus al-tos designios y le mostrasen como presentes las cosas futu-ras. Y ese pueblo carnal y duro puso en olvido sus mila-gros, desechó sus avisos, abandonó su templo, prorrumpió en blasfemias, cayó en idolatría, ultrajó su nombre inco-municable, descabezó a sus profetas santísimos y ardió en discordias y rebeliones. Cumpliéronse entre tanto las semanas proféticas de Da-niel, y vino el que había de venir enviado por el Padre para la redención del mundo y para consuelo de las gentes, y viéndole tan pobre, tan manso y tan humilde, despreció su humildad, ultrajó su pobreza, y escarneció su mansedum-bre, y se escandalizó, y le vistió vestidura de escarnio; y agitado secretamente por las furias infernales, le hizo apu-rar hasta las heces el cáliz de la ignominia en la cruz, des-pués de haber apurado el cáliz de la infamia en el pretorio. Crucificado por los judíos, llamó a los gentiles, y los gentiles vinieron; pero después de venidos, como antes de que vinieran, siguió el mundo por el camino de su perdi-ción y como asentado en sombras de muerte. Su santísima Iglesia heredó de su divino Fundador y Maestro el privile-gio de la persecución y de los ultrajes, y fue ultrajada y perseguida por pueblos, reyes y emperadores. De su propio seno brotaron aquellas grandes herejías que rodearon su cuna, a manera de monstruos dispuestos a devorarla. En vano cayeron derribados a los pies del Hércules divino; la tremenda batalla entre el Hércules divino y el humano, en-tre Dios y el hombre, vuelve a comenzar; igual es la furia, varios los sucesos; el teatro de la batalla es tan grande, que en los continentes se extiende de mar a mar, y en el mar de continente a continente, y en el mundo de un polo al otro polo. Las huestes vencedoras en Europa son vencidas en el Asia: que sucumben en el África triunfan en América. No hay hombre ninguno que, sabiéndolo o ignorándolo, no sea combatiente en este recio combate; ninguno que no tenga una parte activa en la responsabilidad del vencimiento o de la victoria. Lo mismo combate el forzado en su cadena que el rey en su trono; lo mismo el pobre que el rico, el sano que el doliente, el sabio que el necio, el cautivo que el li-bre, el viejo que el mozo, el civilizado que el salvaje. Toda

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palabra que se pronuncia, o está inspirada por Dios o inspi-rada por el mundo, y proclama forzosamente, de una ma-nera implícita o explícita, pero siempre clara, la gloria del uno o el triunfo del otro. En esta singular milicia todos combatimos por alistamiento forzoso; aquí no tiene lugar ni el sistema de los sustitutos ni el de los alistamientos vo-luntarios. En ella no se conoce ni la excepción de sexo ni la de la edad; aquí no se escucha al que dice: «Soy hijo de viuda pobre», ni a la madre del paralítico, ni a la mujer del estropeado. De esta milicia son soldados todos los nacidos. Y no me digas que no quieres combatir, porque en el instante mismo en que me lo dices estás combatiendo; ni que ignoras a qué lado inclinarte, porque en el momento mismo en que eso dices ya te inclinaste a un lado; ni me afirmes que quieres ser neutral, porque, cuando piensas serlo, ya no lo eres; ni me asegures que permanecerás indi-ferente, porque me burlaré de ti, como quiera que al pro-nunciar esa palabra ya tomaste tu partido. No te canses en buscar asilo seguro contra los azares de la guerra, porque te cansas vanamente; esa guerra se dilata tanto como el es-pacio y se prolonga tanto como el tiempo. Sólo en la eter-nidad, patria de los justos, puede encontrar descanso, por-que sólo allí no hay combate; no presumas, empero, que se abran para ti las puertas de la eternidad, si no muestras an-tes las cicatrices que llevas; aquellas puertas no se abren sino para los que combatieron aquí los combates del Señor gloriosamente y para los que van, como el Señor, crucifi-cados. Al poner los ojos en el espectáculo que nos presenta la Historia, el hombre no alumbrado con lumbre de fe va a parar forzosamente a uno de estos dos maniqueísmos: al antiguo, que consiste en afirmar que hay un principio del bien y otro principio del mal, que esos dos principios están encarnados en dos dioses, entre los cuales no hay más ley que la guerra; o el proudhoniano, que consiste en afirmar que Dios es el mal, que el hombre es el bien, que el poder humano y el divino son dos poderes rivales y que el único deber del hombre es vencer a Dios, enemigo del hombre. Del espectáculo de la perpetua batalla a que está conde-nado el mundo se derivan naturalmente estos dos sistemas maniqueos, de los cuales el uno guarda más conformidad con las antiguas tradiciones y el otro un parentesco mayor con las modernas doctrinas; y fuerza es confesar que, al considerar el hecho notorio de este gigantesco combate en sí mismo, y haciendo abstracción de la maravillosa armo-nía que forman, vistas en su conjunto, las cosas humanas y las divinas, las visibles y las invisibles, las creadas y las in-creadas, ese hecho queda suficientemente explicado por cualquiera de esos dos sistemas. La dificultad no está en explicar un hecho cualquiera, considerado en sí mismo; no hay hecho ninguno que, de esa manera considerado, no pueda explicarse suficiente-mente bien por cien hipótesis diferentes; la dificultad con-siste en llenar la condición metafísica de toda explicación, según la cual, para que la explicación de un hecho notorio sea valedera, es menester que con ella no sean inexplica-bles y no queden inexplicados otros hechos notorios y evi-dentes. Por cualquier sistema maniqueo se explica lo que por su naturaleza supone un dualismo, y una batalla le supone; pero se deja sin explicación lo que es uno por su naturale-za, y la razón, aun sin estar alumbrada por la fe, es podero-sa para demostrar que o no existe Dios o que, si existe, es

uno. Por cualquier sistema maniqueo se explica la batalla, pero por ninguno se explica la victoria definitiva, como quiera que la victoria definitiva del mal sobre el bien, o del bien sobre el mal, supone la supresión definitiva del uno o del otro, y no puede ser suprimido definitivamente lo que existe con una existencia sustancial y necesaria. En esta suposición, por vía de consecuencia se saca que hay algo de inexplicable en la batalla misma que parecía explicada suficientemente, como quiera que toda batalla es inexplica-ble donde toda victoria definitiva es imposible. Si de lo que hay de generalmente absurdo en toda expli-cación maniquea pasamos a lo que hay de especialmente absurdo en la explicación proudhoniana, se verá claro que al absurdo general de todo maniqueísmo se añaden aquí to-dos los absurdos particulares posibles, y que aun hay cosas en esa explicación indignas de la majestad de lo absurdo. En efecto: cuando el ciudadano Proudhon llama bien al mal y mal al bien, no dice una cosa absurda; lo absurdo pi-de mayor ingenio; dice una bufonada. Lo absurdo no está en decirla, está en decirla sin objeto ninguno. Desde el mo-mento en que se afirma que el bien y el mal coexisten en el hombre y en Dios, local y sustancialmente, la cuestión, que consiste en averiguar dónde está el mal y dónde el bien, es una cuestión ociosa: el hombre llamará a Dios el mal, y se llamará el bien a si propio, y Dios se llamará a sí propio el bien, y llamará el mal al hombre; el mal y el bien estarán en todas partes y en ninguna parte; la única cuestión enton-ces consiste en averiguar por quién quedará la victoria. Si el mal y el bien son, en esa suposición, cosas indiferentes, no había para qué caer en la ridícula puerilidad de contra-decir el sentimiento común del género humano. El absurdo que le es peculiar al ciudadano Proudhon consiste en que su dualismo es un dualismo de tres miembros, que consti-tuye una unidad absoluta; por donde se ve que su absurdo, más bien que un absurdo religioso, es un absurdo matemá-tico. Dios es el mal, el hombre es el bien: véase ahí el dua-lismo maniqueo; pero en el hombre, que es el bien, hay una potencia esencialmente instintiva y otra potencia esen-cialmente lógica; por la primera es Dios, por la segunda es hombre; de donde se sigue que las dos unidades se des-componen en tres, y eso sin dejar de ser dos, porque fuera del hombre y de Dios no hay bien sustancial ni mal sustan-cial; no hay combatientes, no hay nada. Vemos ahora có-mo las dos unidades, que son tres unidades se convierten en una sola unidad, sin dejar de ser dos unidades y tres unidades. La unidad está en Dios, porque, además de ser Dios, por la potencia instintiva que está en el hombre, es hombre. La unidad está en el hombre, porque, siendo hom-bre por su potencia lógica, es Dios por su potencia instinti-va; de donde se sigue que el hombre es hombre y Dios a un mismo tiempo. Resulta de todo que el dualismo, sin de-jar de ser dualismo, es trinidad; que la trinidad, sin dejar de ser trinidad, es dualismo; que el dualismo y la trinidad, sin dejar de ser lo que son, son unidad, y que la unidad, que es unidad sin dejar de ser trinidad, y dualismo sin dejar de ser trinidad, está en dos partes. Si el ciudadano Proudhon afirmara de sí lo que no afir-ma, que es enviado, y si demostrara después lo que no po-día demostrar, que su misión es divina, todavía la teoría que acabo de exponer debería ser rechazada por absurda e imposible. La unión personal del mal y del bien, conside-rados como existiendo sustancialmente, es imposible y ab-surda, porque envuelve una contradicción evidente. En la

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variedad personal y en la unidad sustancial que constituyen el Dios trino y uno del cristiano, así como en la unidad personal y en la variedad sustancial que constituyen al Hi-jo hecho horibre, según el dogma católico, hay una oscuri-dad profundísima; no hay, empero, imposibilidad lógica, como quiera que no hay contradicción en los términos. Si hay mucho de oscuro, nada hay de esencialmente contra-dictorio, a los ojos de la razón, en afirmar de tres personas que tienen por fundamento una misma sustancia, así como no hay nada de contradictorio, aunque sí mucho de oscuro a los ojos de nuestro entendimiento, en afirmar que tres di-ferentes sustancias están sostenidas por una misma perso-na. En lo que hay imposibilidad radical, porque hay absur-do evidente y contradicción palpable, es en afirmar, des-pués de haber afirmado la existencia sustancial del mal y del bien, que el mal y el bien sustancialmente existentes están sostenidos por una misma persona. ¡Cosa digna de admiración! El hombre no puede huir de la oscuridad cató-lica sin condenarse a sí propio a palpar una oscuridad más densa, ni puede huir de aquello que abruma a su razón sin caer en aquello que la niega, porque la contradice. Y no se crea que el mundo sigue las pisadas del racio-nalismo, a pesar de sus absurdas contradicciones y de sus densas oscuridades; las sigue a causa de esas oscuridades densas y de esas contradicciones absurdas. La razón sigue el error adondequiera que va, como una madre ternísima sigue adondequiera que va, aunque sea al abismo más pro-fundo, al fruto más amado de su amor, al hijo de sus entra-ñas. El error la dará muerte, más ¿qué importa, si es madre y muere a manos del hijo?

Capítulo IV

De cómo se salva por el Catolicismo el dogma de la pro-videncia y el de la libertad sin caer en la teoría de la ri -validad entre Dios y el hombre   En ninguna otra cosa resplandece tanto la incomparable belleza de las soluciones católicas como en su universali-dad, ese atributo incomunicable de las soluciones divinas. No bien es aceptada una solución católica, cuando luego al punto todos los objetos antes oscuros y tenebrosos se es-clarecen, la noche se torna día y el orden sale del caos. No hay ninguna de ellas en que no esté ese soberano atributo y aquella secreta virtud de donde procede la grande maravi-lla del universal esclarecimiento. En esos piélagos de luz no hay más que un punto opaco, aquel en donde está la so-lución misma que penetra con su luz esos piélagos profun-dos. Consiste esto en que, no siendo el hombre Dios, no puede estar en posesión de aquel atributo divino por el cual el Señor de todo lo criado ve todo lo que crió con una luz inefable. El hombre está condenado a recibir de las som-bras la explicación de la luz, y de la luz la explicación de las sombras. Para él no hay cosa evidente que no proceda de un impenetrable misterio. Entre las las cosas misterio-sas y las evidentes hay, sin embargo, la notable diferencia de que el hombre puede esclarecer las evidentes, pero no puede esclarecer las misteriosas. Cuando, para entrar en posesión de esa luz inefable que está en Dios y que no está en él, desecha por oscuras las soluciones divinas, da consi-go en el laberinto intrincado y tenebroso de las soluciones humanas. Entonces sucede lo que acabamos de demostrar: que su solución es particular; como particular, incompleta,

y como incompleta, falsa. Considerada a primera vista, pa-rece que resuelve algo; considerada mejor, se ve que no al-canza a resolver nada de lo que parece que resuelve; y la razón, que comienza por aceptarla como plausible, conclu-ye por desecharla por ineficaz, contradictoria y absurda. Esto último quedó completamente demostrado en el capí-tulo anterior; por lo que hace a la cuestión que venimos discutiendo, después de haber demostrado la ineficacia evidente de la solución humana, sólo nos falta demostrar la eficacia suprema y altísima conveniencia de la solución ca-tólica. Dios, que es el bien absoluto, es el supremo hacedor de todo bien, y todo lo que es bueno, siendo imposible a un tiempo que Dios ponga en la criatura lo que no tiene y que ponga todo lo que tiene en la criatura. Dos cosas son de to-do punto imposibles, a saber: que ponga el mal, que no tie-ne, en alguna cosa, y que ponga en alguna cosa el bien ab-soluto; ambas imposibilidades son evidentes, como quiera que es imposible concebir que alguno dé lo que no tiene y que el Criador quede absorbido en la criatura. No pudiendo comunicar su bondad absoluta, que sería comunicarse a sí propio, ni el mal, que sería comunicar lo que no tiene, co-munica el bien relativo, con lo cual comunica todo lo que puede comunicar, algo de lo que está en él y que no es él, poniendo entre sí y la criatura aquella semejanza que ates-tigua la procedencia y aquella diferencia que atestigua la distancia. De esta manera toda criatura va diciendo, sólo con mostrarse, quién es su criador y que ella no es mas que su criatura. Siendo Dios el criador de todo lo criado, todo lo criado es bueno con una bondad relativa. El hombre es bueno en cuanto hombre, el ángel en cuanto ángel y el árbol en cuanto árbol. Hasta el príncipe que relampaguea en el abis-mo, y el abismo en donde relampaguea, son cosas buenas y excelentes. El príncipe del abismo es bueno en sí, porque por serlo no ha dejado de ser ángel, y Dios es el criador de la naturaleza angélica, excelente sobre todas las cosas cria-das; el abismo es bueno en sí, porque se ordena a un fin que es bueno soberanamente. Y, sin embargo de ser buenas y excelentes todas las es-encias criadas, el catolicismo afirma que el mal está en el mundo y que son grandes y portentosos sus estragos. La cuestión consiste en averiguar, por una parte, qué cosa es el mal; por otra, en dónde tiene su origen, y, últimamente, de qué manera concurre con su propia disonancia a la uni-versal armonía. El mal tiene su origen en el uso que hizo el hombre de la facultad de escoger, la cual, como dijimos, constituye la imperfección de la libertad humana. La facultad de escoger estuvo encerrada en ciertos límites impuestos por la natu-raleza de las cosas. Siendo todas buenas, esa facultad no pudo consistir en escoger entre las cosas buenas, que exis-tían necesariamente, y las malas, que no existían de mane-ra ninguna; consistió sólo en unirse al bien o en apartarse del bien, en afirmarle con su unión o en negarle con su apartamiento. El entendimiento humano se apartó del en-tendimiento divino, lo cual fue apartarse de la verdad; apartado de la verdad, dejó de conocerla. La voluntad hu-mana se apartó de la voluntad divina, lo cual fue apartarse del bien; apartada del bien, dejó de quererle; habiendo de-jado de quererle, dejó de ejecutarle; y como, por otra parte, no pudo dejar de poner en ejercicio sus facultades íntimas e inamisibles, que consistían en entender, en querer y en

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obrar, siguió entendiendo, queriendo y obrando; si bien lo que entendía, apartado de Dios, no era la verdad, que sólo está en Dios; ni lo que quería era el bien, que sólo está en Dios; ni lo que obró pudo ser el bien, que ni entendía ni quería; y que, no siendo ni querido por su entendimiento ni aceptado de su voluntad, no pudo ser el término de sus ac-ciones. El término de su entendimiento fue entonces el error, que es la negación de la verdad; el término de su vo-luntad fue el mal, que es la negación y el bien, y el término de sus acciones el pecado, que es la negación simultánea de la verdad y del bien, manifestaciones diversas de una misma cosa considerada desde dos puntos de vista diferen-tes. Negándose por el pecado todo lo que Dios afirma con su entendimiento, que es la verdad, y todo lo que afirma con su voluntad, que es el bien; no habiendo en Dios más afirmaciones que la del bien, que está en su voluntad, y la de la verdad, que está en su entendimiento, y no siendo Dios sino esas mismas afirmaciones sustancialmente con-sideradas, se sigue de aquí que el pecado, que niega todo lo que Dios afirma, niega virtualmente a Dios en todas sus afirmaciones, y que negándole, y no haciendo otra cosa sino negarle, es la negación por excelencia, la negación universal, la negación absoluta. Esa negación no afectó ni pudo afectar las esencias de las cosas, que existen independientemente de la voluntad humana y que después como antes de la prevaricación fue-ron no sólo buenas en sí, sino también perfectas y excelen-tes. Empero, si el pecado no las quitó su excelencia, las quitó aquella soberana armonía que puso en ellas su divino Hacedor, que es aquella trabazón delicada y aquel orden perfecto con que estaban juntas unas con otras y todas con Él cuando las sacó del caos después de haberlas sacado de la nada por efecto de su bondad infinita. Según aquel or-den perfecto y aquella trabazón admirable, todas las cosas se movían derechamente hacia Dios con un movimiento irresistible y ordenado. El ángel, espíritu puro abrasado de amor, gravitaba hacia Dios, centro de todos los espíritus, con una gravitación amorosa y vehemente. El hombre, me-nos perfecto, pero no menos amoroso, seguía con su gravi-tación el movimiento de la gravitación angélica, para con-fundirse con el ángel en el seno de Dios, centro de las gra-vitaciones angélicas y humanas. La materia misma, agitada por un secreto movimiento de ascensión, seguía la gravita-ción de los espíritus hacia aquel supremo Hacedor que atraía a sí sin esfuerzo todas las cosas. Y así como todas estas cosas, consideradas en sí, son las manifestaciones ex-teriores del bien esencial que está en Dios, esta manera de ser es la manifestación exterior de su manera de ser, como su esencia misma, perfecta y excelente. Las cosas fueron hechas de tal modo, que tuvieron una perfección mudable y otra necesaria e inamisible; su perfección inamisible y necesaria fue aquel bien esencial que puso Dios en toda criatura; su perfección mudable fue aquella manera de ser con que Dios quiso que fueran cuando las sacó de la nada. Dios quiso que fueran siempre lo que son; no quiso, empe-ro, que fueran necesariamente de la misma manera; sustra-jo las esencias a toda jurisdicción que no fuera la suya; pu-so por un tiempo el orden en que están bajo la jurisdicción de aquellos seres que formó inteligentes y libres. De donde se sigue que el mal, producido por el libre albedrío angéli-co o el libre albedrío humano, no pudo ser y no fue otra cosa sino la negación del orden que puso Dios en todas las cosas criadas, cuya negación va envuelta en la palabra mis-

ma que la significa, con lo cual se afirma lo mismo que se niega; esa negación se llama desorden. El desorden es la negación del orden, es decir, de la afirmación divina, rela-tiva a la manera de ser de todas las cosas. Y así como el orden consiste en la unión de las cosas que Dios quiso que estuvieran unidas y en la separación de aquellas que quiso anduvieran separadas, de la misma ma-nera el desorden consiste en unir las cosas que Dios quiso que anduvieran separadas y en separar aquellas que quiso Dios que estuvieran unidas. El desorden causado por la rebelión angélica consistió en el apartamiento, por parte del ángel rebelde, de su Dios, que era su centro, por medio de un cambio en su manera de ser, que consistió en convertir su movimiento de gravi-tación hacia su Dios en un movimiento de rotación sobre sí mismo. El desorden causado por la prevaricación del hombre fue parecido al causado por la rebelión del ángel, no sien-do posible ser rebelde y prevaricador de dos maneras esen-cialmente diferentes. Habiendo dejado el hombre de gravi-tar hacia su Dios con su entendimiento, con su voluntad y con sus obras, se constituyó en centro de sí propio, y fue el último fin de sus obras, de su voluntad y de su entendi-miento. El trastorno causado por esta prevaricación fue grande y profundísimo. Cuando el hombre se hubo apartado de su Dios, luego al punto todas sus potencias se apartaron unas de otras, constituyéndose a sí mismas en otros tantos cen-tros divergentes: su entendimiento perdió su imperio sobre su voluntad; su voluntad perdió su imperio sobre sus ac-ciones; la carne salió de la obediencia en que había estado del espíritu, y el espíritu, que había estado sujeto a Dios, cayó en la servidumbre de la carne. Todo había sido antes en el hombre concordancias y armonías; todo fue después en él guerra, tumulto, contradicciones, disonancias. Su na-turaleza se convirtió de soberanamente armónica en pro-fundamente antitética. Este desorden causado en él por él mismo, se transmitió por él al universo y a la manera de ser de todas las cosas: todas le estaban sujetas, y todas se le rebelaron. Cuando dejó de ser esclavo de Dios, dejó de ser príncipe de la tie-rra, lo cual no nos causará maravilla si consideramos que los títulos de su monarquía terrenal estaban fundados en su divina servidumbre. Los animales, a quien él mismo, en señal de su dominación, había puesto sus nombres, dejaron de obedecer a su voz, y de entender su palabra, y de seguir su mandamiento; la tierra se le llenó de abrojos, el cielo se le volvió de metal, las flores se le rodearon de espinas; la naturaleza entera estuvo como poseída contra él de una fu-ria insensata; los mares, al verle venir, volcaron estrepito-samente sus ondas, y sus abismos resonaron con pavorosos estruendos; las montañas, para atajarle el paso, levantaron hasta los cielos sus cumbres; por sus campos pasaron los torrentes y sobre sus frágiles tiendas vinieron los huraca-nes; los reptiles escupieron en él sus venenos, las hierbas le destilaron sus ponzoñas; en cada paso temió una celada, y en cada celada la muerte. Una vez aceptada la explicación católica del mal, se ex-plica naturalmente todo aquello que sin ella y fuera de ella parecía y era en efecto inexplicable. No existiendo el mal de una manera sustancial, sino antes bien negativa, no pue-de servir de materia a una creación, con lo cual cae natu-ralmente la dificultad que nacía de la coexistencia de dos

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creaciones diferentes y simultáneas. Esta dificultad iba en aumento al paso que se iba adelantando por este escabroso camino, como quiera que el dualismo de la creación supo-nía forzosamente otro dualismo más repugnante todavía a la razón humana: el dualismo esencial de la Divinidad, que ha de ser concebida como una esencia simplicísima o no puede ser concebida de manera ninguna. Juntamente con ese dualismo divino viene por tierra la idea de una rivali-dad a un tiempo mismo imposible y necesaria; necesaria, porque dos dioses que se contradicen y dos esencias que se repugnan están condenadas por la naturaleza misma de las cosas a una lucha perpetua; imposible, porque siendo la victoria definitiva el objeto final de toda contienda, consis-tiendo aquí la victoria definitiva en la supresión del mal por el bien o del bien por el mal, y no pudiendo ser supri-mido ni el uno ni el otro, porque lo que existe de una ma-nera esencial existe necesariamente, de la imposibilidad de la supresión se seguía la imposibilidad de la victoria, y de la imposibilidad de la victoria, objeto final la de la contien-da, la imposibilidad radical de la contienda misma. Con la contradicción divina, a que va a parar forzosamente todo sistema maniqueo, desaparece la contradicción humana, en que se cae cuando se supone la coexistencia del bien y del mal en el hombre. Esa contradicción es absurda, y como absurda inconcebible. Afirmar del hombre que es a un tiempo esencialmente bueno y esencialmente malo, es tan-to como afirmar una de estas dos cosas: o que el hombre es un compuesto de dos esencias contrarias, juntando aquí lo que se ve obligado a separar en la Divinidad el sistema maniqueo, o que la esencia del hombre es una, y que sien-do una es mala y buena a un tiempo mismo, lo cual es afir-mar todo y que se niega a negar todo lo que se afirma de una misma cosa. En el sistema católico el mal existe, pero existe con una existencia modal; no existe esencialmente. El mal, así con-siderado, es sinónimo de desorden, porque no es otra cosa, si bien se mira, sino la manera desordenada en que están las cosas que no han dejado de ser esencialmente buenas, y que por una causa secretísima y misteriosa han dejado de estar bien ordenadas. Por el sistema católico se nos señala esa causa misteriosa y secretísima, y en su señalamiento, si hay mucho que exceda a la razón, no hay nada que la contradiga y la repugne, como quiera que, para explicar una perturbación moral en las cosas que aun después de perturbadas conservan íntegras y puras sus esencias, no hay que recurrir a una intervención divina, con lo cual no habría proporción entre el efecto y la causa: basta, para ex-plicar el hecho suficientemente, acudir a la intervención anárquica de los seres inteligentes y libres, como quiera que, si no pudieran alterar de alguna manera el orden ma-ravilloso de la creación y sus concertadas armonías, no po-drían ser considerados ni como libres ni como inteligentes. Del mal, considerado como accidental y efímero, pueden afirmarse sin contradicción y sin repugnancia estas dos co-sas: la primera, que, por lo que tiene de mal, no ha podido ser obra de Dios; la segunda, que, por lo que tiene de efí-mero y de accidental, ha podido ser obra del hombre. De esta manera las afirmaciones de la razón van a confundirse con las afirmaciones católicas. Supuesto el sistema católico, desaparecen todos los ab-surdos y quedan suprimidas todas las contradicciones. Por este sistema, una es la creación y Dios es uno, con lo cual queda suprimida, con el dualismo divino la guerra de los

dioses. El mal existe, porque, si no existiera, no podría concebirse la libertad humana; pero el mal que existe es un accidente, no es una esencia; porque si fuera una esencia y no fuera un accidente, sería obra de Dios, criador de todas las cosas, lo cual envuelve una contradicción que repugna a un mismo tiempo a la razón humana y a la razón divina. El mal viene del hombre y está en el hombre, y viniendo de él y estando en él, hay en ello una grande conveniencia, lejos de haber en ello contradicción ninguna. La conve-niencia está en que, no pudiendo ser el mal obra de Dios, no podría el hombre escogerle si no pudiera crearle, y no sería libre si no pudiera escogerle. No hay en ello contra-dicción ninguna; porque al afirmar el catolicismo, del hombre, que es bueno en su esencia y malo por accidente, no afirma de él lo mismo que niega, ni niega lo mismo que afirma, como quiera que afirmar del hombre que es malo por accidente y bueno por esencia no es afirmar de él cosas contradictorias, sino cosas en que no cabe contradicción, por ser de todo punto diferentes. Por último, aceptado el sistema católico, cae desploma-do el sistema blasfemo e impío que consiste en suponer una rivalidad perpetua entre Dios y el hombre, entre el Criador y la criatura. El hombre, autor del mal, accidental de suyo transitorio, no es, a manera de Dios, criador, man-tenedor y gobernador de todas las esencias y de todas las cosas. Entre esos dos seres, apartados entre sí por una dis-tancia infinita, no hay rivalidad imaginable ni competencia posible. En los sistemas maniqueo y proudhoniano, la ba-talla entre el Criador del bien esencial y el criador del mal esencial era inconcebible y absurda, porque era imposible la victoria; en el sistema católico no cabe la suposición de la batalla, porque no cabe la suposición de la contienda en-tre partes de las cuales la una ha de ser necesariamente vic-toriosa y la otra vencida necesariamente. Dos condiciones son necesarias para que exista una contienda: que la victo-ria sea posible y que sea incierta la victoria. Toda batalla es absurda cuando la victoria es cierta o cuando la victoria es imposible; de donde se sigue que, de cualquier manera que se las considere, son absurdas esas batallas grandiosas trabadas por la universal dominación y por el sumo impe-rio, ahora sea uno el soberano, ahora dos los emperadores: en el primer caso, porque el que es uno será perpetuamente solo; en el segundo, porque los dos no serán uno jamás y serán dos perpetuamente. Esos combates gigantescos son de tal naturaleza, que o están decididos antes de trabarse o no se deciden después de trabados.

Capítulo V

Secretas analogías entre las perturbaciones físicas y las morales, derivadas todas de la libertad humana   Hasta dónde hayan ido a parar los estragos de la culpa y hasta qué punto se haya cambiado el semblante todo de la creación con tan notable desvarío, es cosa sustraída a las humanas investigaciones; pero lo que está puesto fuera de toda duda es que padecieron degradación juntamente en Adán su espíritu y su carne, por orgulloso aquél y ésta por concupiscente. Siendo una misma la causa de la degradación física y de la moral, entrambas ofrecen portentosas analogías y equivalencias en sus varias manifestaciones.

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Ya dijimos que el pecado, causa primitiva de toda de-gradación, no fue otra cosa sino un desorden; y como con-sistiese el orden en el perfecto equilibrio de todas las cosas criadas, y ese equilibrio en la subordinación jerárquica que mantienen unas con otras y en la absoluta que todas mante-nían con su Criador, síguese de aquí que el pecado o el de-sorden, que es una cosa misma, no consistió en otra cosa sino en la relajación de esas subordinaciones jerárquicas que tenían las cosas entre sí y de la absoluta en que estaban respecto al Ser supremo, o lo que es lo mismo, en el que-brantamiento de aquel perfecto equilibrio y de aquella ma-ravillosa trabazón en que fueron puestas todas las cosas. Y como quiera que los efectos son siempre análogos a sus causas, todos los efectos de la culpa vinieron a ser, hasta cierto punto, lo que ellas: un desorden, una desunión, un desequilibrio. El pecado fue la desunión del hombre y de Dios. El pecado produjo un desorden moral y un desorden físico. El desorden moral consistió en la ignorancia del en-tendimiento y en la flaqueza de la voluntad; la ignorancia del entendimiento no fue otra cosa sino su desunión del en-tendimiento divino; la flaqueza de la voluntad estuvo en su desunión de la voluntad suprema. El desorden físico pro-ducido por el pecado consistió en la enfermedad y en la muerte. Ahora bien: la enfermedad no es otra cosa sino el desorden, la desunión, el desequilibrio de las partes consti-tutivas de nuestro cuerpo; la muerte no es otra cosa sino esa misma desunión, ese mismo desorden, ese mismo des-equilibrio, llevado hasta el último punto. Luego el desor-den físico y moral, la ignorancia y la flaqueza de la volun-tad, por una parte, y la enfermedad y la muerte, por otra, son una cosa misma. Esto se verá más claro todavía sólo con considerar que todos estos desórdenes, así físicos como morales, toman una misma denominación en el punto en donde nacen. La concupiscencia de la carne y el orgullo del espíritu se llaman por un mismo nombre: el pecado, la desunión defi-nitiva del alma y de Dios; y la del cuerpo y del alma se lla-man con un mismo nombre la muerte. Por donde se ve que el vínculo entre lo físico y lo moral es tan estrecho, que sólo en el medio puede observarse su diferencia, viniendo a ser una misma cosa en su fin y en su principio. ¿Y cómo había de ser de otra manera, si así lo fí-sico como lo moral viene de Dios y acaba en Dios, si Dios está antes del pecado y después de la muerte? Por lo demás, esta estrechísima conexión entre lo moral y lo físico podría ser ignorada de la tierra que es puramen-te corpórea, y de los ángeles, que son espíritus puros; pero ¿cómo ese misterio ha de ser una cosa escondida para el hombre, compuesto de un alma inmortal y de una materia corpórea, y que está puesto por Dios en la confluencia de dos mundos? Ni paró aquí aquella gran perturbación pro-ducida por el pecado, como quiera que no sólo Adán que-dó sujeto a la enfermedad y a la muerte, sino que también la tierra fue maldecida a causa de él y en su nombre. Por lo que hace a esta tremenda y hasta cierto punto in-comprensible maldición, sin que sea visto que osemos pe-netrar en tan oscuros arcanos, y reconociendo como reco-nocemos que los juicios de Dios son tan secretos como maravillosas sus obras, parécenos, sin embargo, que, una vez confesada en la teoría la relación misteriosa que ha puesto Dios entre lo moral y lo físico, y una vez confesada en la práctica, por ser, si bien en cierta manera inexplica-ble, hasta cierto punto visible en el hombre, todo lo demás

es menos en este misterio profundo, como quiera que el misterio está en esa ley de relación, más bien que en las aplicaciones que de ella puedan hacerse por vía de conse-cuencia. Conviene notar aquí, para el esclarecimiento de esta materia escabrosa, y en comprobación de cuanto llevamos dicho, que las cosas físicas no pueden considerarse como dotadas de una existencia independiente, como existiendo en sí, por sí y para sí, sino más bien como manifestaciones de las cosas espirituales, que son las únicas que tienen en sí mismas la razón de su existencia. Siendo Dios espíritu puro y principio y fin de todas las cosas, es claro que todas las cosas en su principio y en su fin son espirituales; sien-do esto así, o las cosas físicas son vanas apariencias y no existen, o, si existen existen por Dios y para Dios, lo cual quiere decir que existen por el espíritu y para el espíritu, de donde se infiere que siempre que haya una perturbación, cualquiera que ella sea, en las regiones espirituales, ha de haber forzosamente otra análoga en las regiones corpóreas, no pudiendo concebirse que estén quietas las cosas mismas cuando hay una perturbación en lo que es principio y fin de todas las cosas. La perturbación, pues, producida por el pecado fue y debió de ser general, fue y debió de ser común a las regio-nes altas y a las bajas, a las de todos los espíritus y a la de todos los cuerpos. El rostro de Dios, plácido antes y se-reno, se conturbó con la ira; sus serafines mudaron de sem-blante, la tierra se cuajó de espinas y de abrojos, y se seca-ron sus plantas, y envejecieron sus árboles, y se agostaron sus hierbas, y dejaron de destilar licor suavísimo sus fuen-tes, y fue fertilísima en ponzoñas, y se vistió de bosques oscuros, impenetrables, pavorosos, y se coronó de montes bravos y hubo una zona tórrida y otra frigidísima, y fue consumida por el fuego y abrasada por la escarcha, y se le-vantaron en todos sus horizontes torbellinos impetuosos, y sus ámbitos fueron henchidos con el estruendo de los hura-canes. Puesto el hombre como en el centro de este desorden universal, a un tiempo obra suya y su castigo; desordenado él mismo más honda y radicalmente que el resto de la crea-ción, quedó expuesto, sin otra ayuda que la de la miseri-cordia divina, a la impetuosa corriente de todos los dolores físicos y de todas las congojas morales. Su vida fue toda tentación y batalla, ignorancia su sabiduría, su voluntad to-da flaqueza, toda corrupción su carne. Cada una de sus ac-ciones estuvo acompañada de un arrepentimiento; cada uno de sus placeres fue seguido de un dejo amargo o de un dolor agudísimo; cuantos fueron sus deseos, tantos fueron sus pesares; cuantas sus esperanzas, otras tantas sus ilusio-nes, y cuantas sus ilusiones, otros tantos sus desengaños. Su memoria le sirvió de torcedor, su previsión de tormen-to; su imaginación no le sirvió de otra cosa sino de echar franjas de púrpura y de oro sobre su desnudez y miseria. Enamorado del bien para el que había nacido, echó por la senda del mal por donde había entrado; necesitado de un Dios, cayó en los insondables abismos de todas las supers-ticiones; condenado a padecer, ¿quién será capaz de hacer el recuento de sus infortunios? Condenado a trabajar con fatiga, ¿quién sabe el guarismo de sus trabajos? Condena-da su frente a perpetuo sudor, ¿quién llevará la cuenta de las gotas de sudor que han caído de su frente? Pon al hombre tan alto como sea posible o tan bajo co-mo quieras; en ninguna parte estará exento de aquella pena

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que nos vino de nuestro común pecado. Si al que está en lo alto no le alcanza la injuria, le alcanza la envidia; si al que está bajo no le alcanza la envidia, le alcanza la injuria. ¿Dónde está la carne que no haya padecido dolor, y el es-píritu que no haya padecido congojas? ¿Quién estuvo tan alto que no temiera caer? ¿Quién creyó tan firmemente en la constancia de la fortuna que no temiera sus reveses? Los hombres, en el nacer, en el vivir, en el morir, todos somos unos, porque todos somos culpables y todos somos pena-dos. Si el nacimiento, si la vida y si la muerte no son una pe-na, ¿en qué consiste que no nacemos, vivimos y morimos como todo lo demás que nace, vive y muere? ¿Por qué mo-rimos llenos de terrores? ¿Por qué vivimos llenos de con-gojas? Y ¿por qué cuando nacemos venimos al mundo con los brazos cruzados en el pecho en postura penitente? Y ¿por qué al abrir los ojos a la luz los abrimos al llanto y nuestro primer saludo es un gemido? Los hechos históricos vienen a confirmar los dogmas que acabamos de exponer y todas sus misteriosas conso-nancias. El Salvador del mundo, con edificación y pavor profundísimo de los pocos justos que le seguían y con es-cándalo de los doctores, borraba los pecados curando las enfermedades y curaba las enfermedades absolviendo de los pecados, suprimiendo unas veces la causa por medio de la supresión de los efectos y borrando otras los efectos por medio de la supresión de su causa. Como un paralítico se hubiese puesto en su presencia en ocasión en que se halla-ba rodeado de muchedumbre de doctores y fariseos, alzó la voz y le dijo: «Confía, hijo mío. Yo te remito tus peca-dos». Escandalizáronse en su corazón los que estaban allí presentes, pareciéndoles, por su parte, que la potestad de absolver era en el Nazareno orgullo y locura, y por otra, que intentar sanar las enfermedades absolviendo de los pe-cados era una extravagancia, y como el Señor viese nacer en los corazones de aquellas gentes aquellos pensamientos culpables, añadió luego en seguida: «Y para que a todos sea notorio que el Hijo del hombre tiene en la tierra la po-testad de remitir los pecados, levántate, yo te lo ordeno; lleva contigo tu lecho y vuelve a tu casa». Y así fue hecho como lo dijo, con lo cual vino a demostrar que la potestad de curar y la de absolver son una potestad misma y que el pecado y la enfermedad son una misma cosa. Antes de pasar adelante será bueno notar aquí, en con-firmación de cuanto vamos diciendo, dos cosas dignas de memoria: la primera, que el Señor, antes de poner sus hombros al grave peso de los delitos del mundo, estuvo exento de toda enfermedad y aun de todo achaque, porque estaba exento de pecado; la segunda, que cuando puso en su cabeza los pecados de todas las gentes, aceptando vo-luntariamente los efectos, así como aceptaba las causas, y las consecuencias, así como aceptaba los principios, aceptó el dolor, mirando en él al compañero inseparable del peca-do, y sudó sangre en el huerto, y sintió dolor con la bofeta-da en el pretorio, y desfalleció con el peso de la cruz, y pa-deció sed en el Calvario, y una tremenda agonía en el afrentoso madero, y vio venir la muerte con pavor, y gimió honda y dolorosamente al enviar su espíritu a su santísimo Padre. Por lo que hace a aquella admirable consonancia de que hablamos entre los desórdenes del mundo moral y los del físico, el género humano la proclama a una voz sin com-prenderla, como si un poder sobrenatural e invencible le

obligara a dar testimonio al gran misterio; la voz de todas las tradiciones, todas las voces populares, todos los vagos rumores esparcidos por los vientos, todos los ecos del mundo, nos hablan misteriosamente de un gran desorden físico y moral acaecido en los tiempos anteriores al crepús-culo de la Historia y aun al crepúsculo de la fábula, a con-secuencia de una culpa primitiva, cuya grandeza fue tanta, que ni puede ser comprendida por entendimiento ni expre-sada con vocablos. Aún hoy día es, y si por ventura se de-sordenan los elementos, y hay mudanzas extrañas en las esferas celestes, y vienen sobre las naciones grandes casti-gos de discordias, de pestilencias, de hambres; si las esta-ciones alteran el curso sosegado de su armónica rotación y se confunden y traban entre sí una a manera de batalla; si el suelo viene a padecer sacudidas y temblores, y si los vientos, libres de las riendas que refrenan sus ímpetus, se tornan huracanes, luego al punto se levanta de las entrañas de los pueblos, guardadoras de la tremenda tradición, una voz pertinaz y temerosa que busca la causa de la insólita perturbación en un delito poderoso para enojar a Dios y para atraer sobre la tierra las maldiciones del cielo. Que esos vagos rumores son a veces infundados, y que suelen ser hijos de la ignorancia de las leyes que presiden al curso de los fenómenos naturales, es una cosa evidente; pero no es menos evidente a nuestros ojos que el error está solamente en la aplicación y no en la teórica. La tradición queda en pie, dando perpetuo testimonio a la verdad a pe-sar de todas sus falsas aplicaciones. Las muchedumbres pueden errar, y yerran frecuentemente, cuando afirman que tal pecado es causa de tal desorden; pero ni yerran ni pue-den errar cuando aseguran que el desorden es hijo del pe-cado; y cabalmente porque la tradición, considerada en su generalidad, es la manifestación y la forma visible de una verdad absoluta, es por lo que es una cosa difícil, o casi de todo punto imposible, sacar a los pueblos de los errores concretos que cometen en sus aplicaciones especiales. Lo que la tradición tiene de verdadero da consistencia a lo que la aplicación tiene de falso, y el error concreto vive y crece debajo del amparo de la verdad absoluta. Ni carece la Historia de ejemplos insignes que vienen en apoyo de esta tradición universal, que ha ido transmi-tiéndose de padres a hijos, de familia a familia, de raza a raza, de pueblo a pueblo y de región a región, por todo el linaje humano, hasta los remates de la tierra: porque siem-pre que los delitos han subido sobre cierto nivel y han lle-nado cierta medida, luego al punto han venido sobre las gentes catástrofes tremendas y sobre el mundo ásperos vai-venes y rudos sacudimientos. Sucedió primero aquella uni-versal perversión de que nos hablan las Santas Escrituras, cuando, juntos en una mis ma apostasía y en un mismo ol-vido de Dios todos los hombres en la época antediluviana, vivieron sin otro Dios y sin otra ley que sus criminales an-tojos y sus frenéticas pasiones, y entonces, llenas ya las co-pas de las ira divinas, vino sobre la tierra aquel gran con-flicto y aquella portentosa inundación de las aguas que to-do lo arrastró en el universal estrago y en la común ruina y que igualó los montes con los valles. Llegados después los tiempos a la mitad de su carrera, sucedió que vino al mun-do, en cumplimiento de las antiguas promesas y de las an-tiguas profecías, el Deseado de las naciones: fue la época de su venida nombrada entre todas por la perversidad y malicia de los hombres y por la corrupción universal de las costumbres. Añadióse a esto que en un día triste y de lloro-

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sa memoria, el más lloroso y el más triste de cuantos iban corridos desde la creación, un pueblo ciego e insensato, como si estuviera tomado del vino, se levantó, descom-puesto su rostro con el frenesí de la cólera, tomó a su Dios con su mano y le hizo asunto de sus ludibrios, y acumuló sobre él todas sus afrentas, y cargó sus mansísimos hom-bros con todas las ignominias, y le puso en lo alto, y le dio muerte de cruz en medio de dos ladrones. Entonces tam-bién se vio rebosar la copa de los divinos enojos, el sol re-trajo sus rayos, y el velo del templo dio un temeroso cruji-do, y se abrieron grietas en las rocas, y la tierra toda pade-ció desmayos y temblores. Otros y otros ejemplos pudieran traerse aquí en confir-mación de las misteriosas armonías que se observan entre las perturbaciones físicas y las morales y en abono de la universal tradición, que en todas partes las consigna y las proclama; pero la sobriedad que nos hemos propuesto, por una parte, y por otra, la grandeza de los que dejamos con-signados, nos inclinan a dar por terminado este asunto.

Capítulo VI

De la prevaricación angélica y la humana grandeza y enormidad del pecado   Hasta aquí he expuesto la teoría católica acerca del mal, hijo del pecado, y acerca del pecado que nos vino de la li-bertad humana, la cual se mueve anchamente en sus limita-das esferas, a la vista y con el consentimiento de aquel so-berano Señor que, haciéndolo todo con peso, número y medida, dispuso las cosas con un consejo tan alto, que ni su providencia oprimiese el libre albedrío del hombre, ni los estragos de este libre albedrío, siendo grandes y porten-tosos como son, lo fueran con menoscabo de su gloria. An-tes, empero, de pasar adelante, me ha parecido cosa digna de la majestad de este asunto hacer aquí una relación se-guida de aquella prodigiosa tragedia que comenzó en el cielo y acabó en el paraíso, dejando a un lado los reparos y las objeciones que quedaron desvanecidas en otro lugar, y que de ninguna otra cosa servirían sino de oscurecer la be-lleza, a un mismo tiempo sencilla e imponente, de esta la-mentable historia. Antes vimos de qué manera la teoría ca-tólica se aventaja a las demás por la altísima conveniencia de todas sus soluciones; ahora veremos de qué manera los hechos en que se funda, considerados en sí mismos, aven-tajan a todas las historias primitivas por lo que tienen de grandes y de dramáticos. Antes sacamos su belleza por comparaciones y deducciones; ahora admiraremos en ellos mismos, sin apartar los ojos a otros objetos, su incompara-ble belleza. Antes que el hombre, y en tiempos sustraídos a las in-vestigaciones humanas, había criado Dios a los ángeles, criaturas felicísimas y perfectísimas, a quienes fue dado mirar de hito en hito los clarísimos resplandores de su faz, anegados en un piélago de inenarrables deleites y sumergi-dos perpetuamente en su perpetuo acatamiento. Eran los ángeles espíritus puros, y las excelencias de su naturaleza mayores que las de la naturaleza del hombre, compuesto de un alma inmortal y del barro de la tierra. Por su natura-leza simplicísima dábase el ángel la mano con Dios, mien-tras que por su inteligencia, por su libertad y por su sabidu-ría limitada había sido hecha para darse la mano con el hombre; así como el hombre, por lo que tuvo de espiritual,

estuvo en comercio con el ángel, y por lo que tuvo de cor-poral, con la naturaleza física, puesta toda al servicio de su voluntad y en la obediencia de su palabra. Y todas las cria-turas nacieron con la inclinación y la potestad de transfor-marse y subir por la escala inmensa que, comenzando en los seres más bajos, iba a acabar en aquel Ser altísimo que es sobre todo ser, y a quien los cielos y la tierra, los hom-bres y los ángeles conocen con un nombre que es sobre to-do nombre. La naturaleza física anhelaba por subir hasta espiritualizarse, en cierta manera, a semejanza del hombre; y el hombre hasta espiritualizarse más, a semejanza del án-gel; y el ángel a asemejarse más a aquel Ser perfectísimo, fuente de toda vida, criador de toda criatura, cuya alteza ninguna medida mide y cuya inmensidad ningún cerco comprende. Todo había nacido de Dios, y subiendo debía volver a Dios, que era su principio y su origen; y porque todo había nacido de Él y había de volver a Él, no había nada que no contuviese en sí una centella más o menos resplandeciente de su hermosura. De esta manera la variedad infinita estaba reducida de suyo a aquella amplísima unidad que crió todas las cosas, que puso en ellas un concierto pasmoso y una trabazón ad-mirable, apartando todas las que estaban confusas y reco-giendo las que estaban derramadas. Por donde se ve que el acto de la creación fue complejo y que se compuso de dos actos diferentes, conviene a saber: de aquel por medio del cual dio Dios la existencia a lo que antes no la tenía y de aquel otro por medio del cual ordenó todo aquello a que había dado la existencia. Con el primero de estos actos re-veló su potestad de crear todas las sustancias que sustentan todas las formas; con el segundo, la que tenía de crear to-das las formas que embellecen a todas las sustancias. Y de la misma manera que no hay otras sustancias fuera de las creadas por Dios, no hay tampoco otra belleza fuera de la que Él puso en las cosas. Por eso el universo, que es la pa-labra con que se significa todo lo criado por Dios, es el conjunto de todas las sustancias; y el orden, que es la pala-bra con que se significa la forma que Dios puso en las co-sas, es el conjunto de todas las bellezas. Fuera de Dios no hay criador, fuera del orden no hay belleza, fuera del uni-verso no hay criatura. Si en el orden establecido por Dios en el principio con-siste toda belleza, y si la belleza, la justicia y la bondad son una misma cosa mirada por aspectos diferentes, síguese de aquí que fuera del orden establecido por Dios no hay bon-dad, ni belleza, ni justicia; y como estas tres cosas consti-tuyen el supremo bien, el orden que a todas las contiene es el bien supremo. No habiendo ninguna especie de bien fuera del orden, no hay nada fuera del orden que no sea un mal, ni mal nin-guno que no consista en ponerse fuera del orden; por esta razón, así como el orden es el bien supremo: el desorden es el mal por excelencia; fuera del desorden no hay ningún mal, como fuera del orden no hay bien ninguno. De lo dicho se infiere que el orden, o lo que es lo mis-mo, el bien supremo, consiste en que todas las cosas con-serven aquella trabazón que Dios puso en ellas cuando las sacó de la nada; y que el desorden, o lo que es lo mismo, el mal por excelencia, consiste en romper aquella admirable trabazón y aquel sublime concierto. No pudiendo ser rota aquella trabazón ni este concierto quebrantado sino por quien tenga una voluntad y un poder, hasta cierto punto y en la manera que esto es posible, inde-

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pendientes de la voluntad de Dios, ninguna criatura fue po-derosa para tanto, sino los ángeles y los hombres, únicas entre todas hechas a imagen y semejanza de su Hacedor, es decir, inteligentes y libres. De donde se sigue que sólo los ángeles y los hombres pudieron ser causadores del desor-den, o lo que es lo mismo, del mal por excelencia. Los ángeles y los hombres no pudieron alterar el orden del universo sino rebelándose contra su Hacedor; de donde se infiere que para explicar el mal y el desorden es necesa-rio suponer la existencia de ángeles y de hombres rebeldes. Siendo toda desobediencia y toda rebeldía contra Dios lo que se llama un pecado, y siendo todo pecado una rebeldía y una desobediencia, síguese de aquí que no puede conce-birse el desorden en la creación ni el mal en el mundo sin suponer la existencia del pecado. Si el pecado no es otra cosa sino la desobediencia y la rebeldía, ni la desobediencia ni la rebeldía sino el desor-den, ni el desorden sino el mal, síguese de aquí que el mal, el desorden, la rebeldía, la desobediencia y el pecado son cosas en que la razón encuentra una identidad absoluta, así como el bien, el orden, la sumisión y la obediencia son co-sas en que encuentra la razón una completa semejanza. De donde se viene a concluir que la sumisión a la voluntad di-vina es el bien sumo, y el pecado el mal por excelencia. Cuando todas las criaturas angélicas estaban obedientes a la voz de su Hacedor, mirándose en su rostro, anegándo-se en sus resplandores y moviéndose sin tropiezo y con una concertada armonía al compás de su palabra, sucedió que entre los ángeles el más hermoso apartó los ojos de su Dios para ponerlos en sí mismo, quedando como arrebata-do en su propia adoración y como extático en presencia de su hermosura. Considerándose como subsistente por sí y como el último fin de sí propio, quebrantó aquella ley uni-versal e inviolable según la cual lo que es diverso tiene su fin y su principio en lo que es uno, que, comprendiéndolo todo y no siendo comprendido por nada, es el continente universal de todas las cosas, así como es el potentísimo Criador de todas las criaturas. Aquella rebeldía del ángel fue el primer desorden, el primer mal y el primer pecado, raíz de todos los pecados, de todos los males y de todos los desórdenes que habían de venir sobre la creación, y en particular sobre el humano li-naje, en los tiempos subsiguientes. Porque como el ángel caído, sin hermosura ya y sin luz, viese al hombre y a la mujer en el paraíso, tan limpios, res-plandecientes y hermosos con los resplandores de la gra-cia, sintiendo en sí honda tristeza por el ajeno bien, formó el propósito de arrastrarlos en su condenación, ya que no le era dado igualarse con ellos en su gloria; y tomando la fi-gura de la serpiente, que en adelante había de ser símbolo del engaño y de la astucia, horror de la naturaleza humana y asunto de la cólera divina, entró por las puertas del paraí-so terrenal y, deslizándose por sus hierbas frescas y oloro-sas, circundó a la mujer con aquellas sutilísimas redes en que cayó su inocencia, con pérdida de su ventura. Nada hay que iguale a la sublime sencillez con que res-plandece la relación mosaica de esta solemne tragedia, cu-yo teatro era el paraíso terrenal, cuyo testigo era Dios, cu-yos actores eran, por una parte, el Rey y Señor de los abis-mos; por otra, los reyes y señores de la tierra, cuya víctima había de ser el género humano y cuyo desenlace triste y lloroso habían de lamentar la tierra en sus movimientos, los cielos en sus cursos, los ángeles en sus tronos y los

desventurados hijos de aquellos padres desventurados en estos nuestros valles sin luz, con perpetuas lamentaciones. «¿Por qué os ha prohibido Dios comer el fruto de todos los árboles del paraíso?». De esta manera comenzó su plá-tica la serpiente, y luego al punto sintió la mujer despertar-se en su corazón aquella vana curiosidad, causa primera de su culpa. Desde este momento, su entendimiento y su vo-luntad, acometidos no sé de qué desmayo suave, comenza-ron a apartarse de la voluntad de Dios y del entendimiento divino. «El día en que de este fruto comáis se abrirán vuestros ojos y seréis a manera de dioses, conocedores del bien y del mal». Bajo la influencia maléfica de esa palabra, sintió la mujer en su corazón los primeros vértigos del orgullo; poniendo los ojos en sí con complacencia, la faz de Dios se le veló en aquel punto. Orgullosa y vana, puso los ojos en el árbol de las ilusio-nes infernales y de las amenazas divinas, y vio que era her-moso a la vista, y adivinó que había de ser sabroso al pala-dar, y sintió abrasarse sus sentidos con el hasta entonces desconocido incendio de corrosivos deleites; y la curiosi-dad de los ojos, y el deleite de la carne, y el orgullo del es-píritu, juntos en uno, acabaron con la inocencia de la pri-mera mujer y luego con la inocencia del primer hombre, y las esperanzas atesoradas para su descendencia se tornaron en humo desvanecido en el ambiente. Y luego se conturbó el universo todo cuan grande es; y el desorden, comenzando en lo más alto de la escala de los seres creados, fue comunicándose de unos en otros, hasta no dejar ninguna cosa en el lugar y punto en que había sido puesta por su Hacedor soberano. Aquel anhelo ingénito en toda criatura por subir y remontarse hasta el trono de Dios se trocó en anhelo por bajar hasta no sé qué abismo sin nombre, como quiera que apartar los ojos de Dios era co-mo buscar la muerte y despedirse de la vida. Por mucho que ahonde el hombre en el abismo sin fin de la sabiduría, por alto que se remonte en la investigación de los más recónditos misterios, ni se remontará tanto ni ahondará tanto que sea poderoso para rodear con sus ojos el grande estrago de aquella primera culpa, en la que todas las siguientes estaban cerradas como en su fertilísima se-milla. No; no puede el hombre, no puede el pecador, ni conce-bir siquiera la grandeza y la fealdad del pecado. Para en-tender cuán grande es y cuán terrible y cuán henchido está de desastres, era menester dejar de considerarle desde el punto de vista humano, para considerarle desde el punto de vista divino, como quiera que siendo la Divinidad el bien, y el pecado el mal por excelencia; siendo la Divinidad el orden, y el pecado el desorden; siendo la Divinidad una afirmación completa, y el pecado una negación absoluta; siendo la Divinidad la plenitud de la existencia, y el peca-do su absoluto desfallecimiento; entre la Divinidad y el pe-cado, así como entre la afirmación y la negación, entre el orden y el desorden, y entre el bien y el mal, y entre el ser y el no ser, hay una distancia inconmensurable, una contra-dicción invencible, una repugnancia infinita. Ninguna catástrofe es poderosa para poner turbación en la Divinidad ni para alterar la quietud inefable de su rostro. Vino el diluvio universal sobre las gentes, y vio Dios la tremenda inundación, considerada en sí misma y separada de su causa, con sereno semblante, porque sus ángeles eran los que, obedientes a su mandato, abrían las cataratas del

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cielo, y porque su voz era la que mandaba a las aguas que encumbraran los montes y que rodearan todo el orbe de la tierra. Vienen de los puntos del horizonte nublados que se juntan como un negro promontorio, y el rostro de Dios está tranquilo, porque su voluntad es la que hace los nublados, su voz es la que los llama, y ellos vienen; la que les manda que se junten, y ellos se juntan; Él es el que envía los vien-tos que los han de llevar sobre alguna ciudad pecadora y el que, si así cumple a sus designios, prende y ata las aguas, y detiene el rayo en la nube, y con delgado soplo la va des-vaneciendo por los aires. Sus ojos han visto levantarse y caer todos los imperios; sus oídos han escuchado las plega-rias de naciones asoladas por el hierro de la conquista, por el azote de la peste, por la servidumbre y por el hambre; y su rostro ha permanecido sereno e impasible, porque es el que hace y deshace como vanos juguetes los imperios del mundo, Él es el que pone el hierro en la diestra de los con-quistadores, Él es el que envía los tiranos a los pueblos culpables y el que oprime a las naciones descreídas con el hambre y con la peste cuando así cumple a su justicia so-berana. Hay un lugar pavoroso, asunto de todos los horrores, y de todos los espantos, y de todos los tormentos, en donde hay sed insaciable sin ninguna fuente, hambre perpetua sin género de hartura; en donde los ojos no ven nunca ningún rayo de luz, ni los oídos oyen ningún sonido apacible; en donde todo es agitación sin reposo, llanto sin intermisión, pesar sin consuelo. Todas son allí puertas de entrada, nin-guna de salida. En su dintel muere la esperanza y se inmor-taliza la memoria. Los términos de ese lugar, Dios sólo los conoce; la duración de esos tormentos es de una sola hora, que nunca se acaba. Pues bien: ese lugar maldito, con sus tormentos sin nombre, no alteró el semblante de Dios, por-que Él mismo le puso en donde está, con su mano omnipo-tente. Dios hizo el infierno para los réprobos, como la tie-rra para los hombres y el cielo para los ángeles y para los santos. El infierno denuncia su justicia, como la tierra su bondad y el cielo su misericordia. Las guerras, las inunda-ciones, las pestes, las conquistas, las hambres, el infierno mismo, son un bien, como quiera que todas estas cosas se ordenan convenientemente entre sí con relación al fin últi-mo de la creación y que todas ellas sirven de provechosos instrumentos de la justicia divina. Y porque todas son un bien y porque han sido hechas por el autor de todo bien, ninguna de ellas puede alterar ni altera la inenarrable quietud y el inefable reposo del Hace-dor de las cosas. Nada le pone horror sino lo que Él no ha hecho, y como ha hecho todo lo que existe, nada le pone horror sino la negación de lo que Él ha hecho; por eso le pone horror el desorden, que es la negación del orden que Él puso en las cosas, y la desobediencia, que es la nega-ción de la obediencia que se le debe. Esa desobediencia, ese desorden, son el supremo mal, como quiera que son la negación del supremo bien en lo cual consiste el mal supremo. Pero la desobediencia y el desorden no son otra cosa sino el pecado; de donde se si-gue que el pecado, negación absoluta por parte del hombre de la afirmación absoluta por parte de Dios, es el mal por excelencia y el único que pone horror a Dios y a sus ánge-les. El pecado vistió al cielo de lutos, al infierno de llamas y a la tierra de abrojos. Él fue el que trajo la enfermedad y la peste, el hambre y la muerte sobre el mundo. El que cavó

el sepulcro de las ciudades más ínclitas y llenas de gente. Él presidió los funerales de Babilonia, la de los ostentosos jardines; de Nínive, la excelsa; de Persépolis, la hija del Sol; de Menfis, la de los hondos misterios; de Sodoma, la impúdica; de Atenas, la cómica; de Jerusalén, la ingrata; de Roma, la grande; porque aunque Dios quiso todas estas cosas, no las quiso sino como castigo y remedio del peca-do. El pecado saca todos los gemidos que salen de todos los pechos humanos y todas las lágrimas que caen gota a gota de todos los ojos de los hombres, y lo que es más to-davía, y lo que ningún entendimiento puede concebir ni ningún vocablo expresar: él ha sacado lágrimas de los sa-cratísimos ojos del Hijo de Dios, mansísimo Cordero, que subió a la cruz cargado con los pecados del mundo. Ni los cielos, ni la tierra, ni los hombres le vieron reír, y los hom-bres, y la tierra, y los cielos le vieron llorar, y lloraba por-que tenía puestos sus ojos en el pecado. Lloró sobre el se-pulcro de Lázaro y en la muerte de su amigo nada lloró sino la muerte del alma pecadora. Lloró sobre Jerusalén, y la causa de su llanto era el pecado abominable del pueblo deicida. Sintió tristeza y turbación al poner los pies en el huerto, y el horror del pecado era el que ponía en Él aque-lla turbación insólita y aquel paño de tristeza. Su frente su-dó sangre, y el espectro del pecado era el que hacía brotar en su frente aquellos extraños sudores. Fue enclavado en un madero, y el pecado le enclavó, el pecado le puso en agonía y el pecado le dio la muerte.

Capítulo VII

De cómo Dios saca el bien de la prevaricación Angélica y de la humana   De todos los misterios, el más pavoroso es este de la li -bertad, que constituye al hombre señor de sí mismo y le asocia a la Divinidad en la gestión y en el gobierno de las cosas humanas. Consistiendo la libertad imperfecta dada a la criatura en la facultad suprema de escoger entre la obediencia y la re-beldía hacia su Dios, otorgarle la libertad viene a ser lo mismo que conferirle el derecho de alterar la inmaculada belleza de sus creaciones; y como quiera que en esa belle-za inmaculada consiste el orden y la armonía del universo, otorgarle la facultad de alterarla viene a ser lo mismo que conferirle el derecho de sustituir el orden con el desorden, la armonía con la perturbación, el bien con el mal. Este derecho, aun encerrado en los límites que dijimos, es tan exorbitante, y esta facultad tan monstruosa, que el mismo Dios no hubiera podido otorgarla si no hubiera es-tado cierto de convertirla en instrumento de sus fines y de atajar sus estragos con su poder infinito. La razón suprema de existir la facultad concedida a la criatura de convertir el orden en desorden, la armonía en perturbación, el bien en mal, está en la potestad que tiene Dios de convertir el desorden en orden, la perturbación en armonía y el mal en bien. Suprimida esta altísima potestad en Dios, sería lógicamente necesario o suprimir aquella fa-cultad en la criatura o negar a un mismo tiempo la divina inteligencia y la omnipotencia divina. Si Dios permite el pecado, que es mal y el desorden por excelencia, consiste esto en que el pecado, lejos de impedir su misericordia y su justicia, sirve de ocasión para nuevas manifestaciones de su justicia y de su misericordia. Supri-

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mido el pecador rebelde, no por eso hubieran quedado su-primidas la divina misericordia y la justicia soberana; hu-biera quedado, empero, suprimida una de sus manifesta-ciones especiales: aquella en virtud de la cual se aplican a los rebeldes pecadores. Consistiendo el sumo bien de los seres inteligentes y li-bres en su unión con Dios, Dios en su bondad infinita, y por un acto libre de su misericordia inefable, determinó unirlos a sí, no sólo con los vínculos de la naturaleza, sino también con vínculos sobrenaturales; y como quiera que, por una parte, esa voluntad podía dejar de ser cumplida por el desasimiento voluntario de los seres inteligentes y li-bres, y, por otra, la libertad de la criatura no podría conce-birse sin la facultad de ese voluntario desasimiento, el gran problema consiste en conciliar estas cosas, hasta cierto punto contrarias, de tal manera que ni la libertad de la cria-tura dejara de existir ni la voluntad de Dios dejara de reali-zarse. Siendo necesarias las posibilidades del apartamiento como testimonio de la libertad angélica y humana y la unión como testimonio de la voluntad divina, la cuestión consiste en averiguar de qué manera pueden conciliarse la voluntad de Dios y la libertad de la criatura, la unión que el primero quiere y el apartamiento que la segunda escoge, para que ni la criatura deje de ser libre ni Dios deje de ser soberano. Para esto era menester que el apartamiento fuera, desde un punto de vista, real, y desde otro punto de vista, aparen-te; es decir, que la criatura pudiera apartarse de Dios, pero de tal modo que al apartarse de Él fuera a unirse con Él de otra manera. Los seres inteligentes y libres nacieron unidos a Dios por un efecto de su gracia; por el pecado se aparta-ron realmente de Dios, porque quebrantaron el vínculo de la gracia, real y verdaderamente, con lo cual dieron testi-monio de sí en calidad de criaturas inteligentes y libres; empero, ese apartamiento no fue, si bien se mira, sino una nueva manera de unión, como quiera que, al apartarse de Él por la renuncia voluntaria de su gracia, se acercaron a Él cayendo en las manos de su justicia o siendo asunto de su misericordia. De esta manera el apartamiento y la unión, que a primera vista parecen cosas incompatibles, son, en realidad, cosas de todo punto conciliables; y de tal manera lo son, que todo apartamiento viene a resolverse en una especial manera de unión, y toda unión en una manera especial de apartamiento. La criatura no estuvo unida a Dios en cuanto es gracia, sino porque estuvo apartada de él en cuanto es misericordia y justicia. La criatura que cae en las manos de Él en cuanto es justicia, no cae en ellas sino porque está apartada de Él en cuanto es gracia y misericor-dia; así como la que es objeto de Dios en cuanto es miseri-cordia, no lo es sino porque de tal manera se apartó de Él en cuanto es gracia, que quedó también apartada de Él en cuanto es justicia. La libertad de la criatura consiste, pues, en la facultad de designar el género de unión que prefiere por el apartamiento que escoge, así como la soberanía de Dios consiste en que, cualquiera que sea el género de apar-tamiento escogido por la criatura, vaya a parar a la unión por todos los apartamientos y por todos los caminos. La creación es a manera de un círculo; Dios es, desde un pun-to de vista, su circunferencia; desde otro punto de vista, su centro; como centro, la atrae; como circunferencia, la con-tiene. Nada está fuera de ese continente universal, todo obedece a esa atracción irresistible.

La libertad de los seres inteligentes y libres está en huir de la circunferencia, que es Dios, para ir a dar en Dios, que es el centro, y en huir del centro, que es Dios, para ir a dar en Dios, que es la circunferencia. Nadie, empero, es pode-roso para dilatarse más que la circunferencia ni para reco-gerse más que el centro. ¿Qué ángel hay tan potente, qué hombre tan osado que se atreva a romper ese gran círculo que Dios trazó con su dedo? ¿Cuál criatura presumirá tanto de sí que ose hacer contraste a esas leyes matemáticamente inflexibles que puso eternamente en las cosas el entendi-miento divino? ¿Qué viene a ser el centro de ese círculo inexorable, sino las cosas infinitamente recogidas en Dios? ¿Qué viene a ser esa circunferencia circular, sino las mis-mas cosas dilatadas en Dios infinitamente? ¿Y qué dilata-ción hay mayor que la dilatación infinita? ¿Qué recogi-miento mayor que el infinito recogimiento? Por esta razón, atónito y como pasmado y fuera de sí, viendo a todas las cosas en Dios y a Dios en todas las cosas, y al hombre que-riendo huir sin saber cómo, ahora del centro que le atrae, ahora de la circunferencia que le envuelve, San Agustín, el más bello de los ingenios y el más grande de los doctores, hombre en quien tornó carne el Espíritu de la Iglesia, el santo perdido de amor e inundado de las ondas fortifican-tes de la gracia, arrancó del pecho, como un sollozo subli-me, esta expresión: Pobre mortal, ¿quieres huir de Dios? Arrójate en sus brazos. Jamás boca humana pronunció una expresión tan amorosamente sublime y tan sublimemente tierna. Dios es, pues, el que señala a todas las cosas su tér-mino; la criatura escoge la senda. Designando el término adonde van a parar todas las sendas, Dios es omnipotente-mente soberano, así como, escogiendo la senda por donde ha de ir al término que se le señala, la criatura es inteligen-temente libre. Y no se diga que es escasa aquella libertad que consiste sólo en escoger una de las mil sendas que van a parar a un término necesario, a no ser que se considere como liviana aquella libertad que consiste en escoger entre ganarse o perderse; como quiera que esas mil sendas que van a parar a Dios, término necesario a dos: el infierno y el paraíso. Si la criatura no tiene bastante libertad con la fa-cultad que le ha sido otorgada de ir a Dios por el uno o por el otro, ¿con cuál libertad convertirá en hartura el hambre por ser libre? Fuera de esta explicación, no hay conciliación posible entre cosas que ni imaginarse pueden sino conciliadas de una manera absoluta. Por el contrario, una vez aceptada es-ta explicación, se nos descubren las causas secretas de los misterios más profundos y de los designios más altos. Con ella alcanzamos el porqué de la prevaricación angélica y de la humana, esos grandes testimonios de la libertad deja-da al ángel y al hombre. Si Dios permitió la prevaricación del ángel, consistió esto en que Dios sabía la manera secre-tísima de conciliar con el orden divino el desorden angéli-co, así como el ángel supo sacar el desorden angélico del orden divino. El ángel convirtió el orden en desorden, transformando lo que era unión en lo que fue apartamien-to; Dios sacó el orden del desorden, transformando el apar-tamiento momentáneo en unión indisoluble; el ángel no quiso estar unido a Dios por el galardón, y se vio unido a Él eternamente por la pena; cerró sus oídos al blando recla-mo de su gracia, y sus oídos cerrados oyeron a su pesar el grande estruendo de su justicia; queriendo huir absoluta-mente de Dios, el ángel no consiguió otra cosa sino apar-tarse de Él por un concepto, uniéndose a Él de otra mane-

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ra; se apartó del Dios clemente y se unió con el Dios justo; se apartó de Él en la gloria y se unió con Él en el infierno. El orden puesto en las cosas no consiste en que estén uni-das a Dios de cierta manera, sino en que estén a Dios uni-das; así como el verdadero desorden no consiste en apar-tarse de Dios por un lado para unirse a Él por otro, sino en apartarse de Dios absolutamente. De donde se sigue que el verdadero orden no deja nunca de existir y que el verdade-ro desorden no existe. El pecado es una negación tan radi-cal, tan absoluta, que no sólo niega el orden, sino también el desorden; después de haber negado todas las afirmacio-nes, niega sus propias negaciones, y hasta se niega a sí propio. El pecado es negación de negación, sombra de sombra, apariencia de apariencia. Si Dios permitió la prevaricación del hombre, la cual como antes dijimos, fue menos radical y culpable que la prevaricación angélica, consistió esto en que Dios sabía de toda eternidad la manera altísima de conciliar con el orden divino el desorden humano, así como el hombre supo sacar el desorden humano del orden divino. El hombre convirtió el orden en desorden, apartando lo que juntó Dios con amorosa lazada. Dios sacó el orden del desorden, volvien-do a juntar lo que separó el hombre, con lazada más blanda y amorosa todavía. El hombre no quiso estar unido a Dios con el vínculo de la justicia original y de la gracia santifi-cante, y se vio unido a El por el vínculo de su infinita mi-sericordia. Si Dios permitió su prevaricación, consistió es-to en que guardaba como en reserva al Salvador del mun-do, el que había de venir en la plenitud de los tiempos; aquel supremo mal era necesario para el bien supremo, y para esta gran ventura era necesaria aquella gran catástro-fe. El hombre pecó porque Dios había determinado hacerse hombre; y hecho hombre sin dejar de ser Dios, tenía bas-tante sangre en sus venas y sobrada virtud en su sangre pa-ra lavar el pecado. Vaciló, porque Dios tenía fuerza para sostener al vacilante; cayó, porque Dios tenía fuerza para levantar al caído; lloró, porque el que tuvo poder para en-jugar la tierra anegada con las aguas del diluvio le tenía para enjugar el triste valle regado con nuestras lágrimas; sintió dolores en sus miembros, porque Dios podía quitarle sus dolores; padeció grandes infortunios, porque Dios le tenía guardadas mayores recompensas; salió del edén, se sujetó a la muerte y se reclinó en el sepulcro, porque Dios tenía fuerza para vencer a la muerte, para sacarle del sepul-cro y para levantarle hasta el cielo. Así como la prevaricación angélica y la humana entran como elementos del orden universal por efecto de una ad-mirable operación divina, de la misma manera la libertad del ángel y la libertad del hombre, en que esas dos prevari-caciones tienen origen, entran como elementos necesarios de aquella ley suprema, universal, a la que están sujetas to-das las cosas, todas las creaciones, todos los mundos, así el moral como el material y el divino. Según esa ley, la uni-dad absoluta, en su fecundidad infinita, saca perpetuamen-te de su seno la diversidad, la cual torna perpetuamente al fecundísimo seno de donde salió: el seno de Dios, que es la unidad absoluta. Considerado Dios como Padre, saca de sí eternamente al Hijo por vía de generación, al Espíritu Santo por vía de procedencia, y constituyen de esta manera eternamente la diversidad divina. El Hijo y el Espíritu Santo se identifican eternamente con el Padre y constituyen eternamente con Él su unidad indestructible.

Considerado como Criador, sacó de la nada las cosas por un acto de su voluntad, y constituyó de esta manera la diversidad física; en seguida sujetó todas las cosas a ciertas leyes eternas y a un orden inmutable, y de esta manera la diversidad misma no fue otra cosa, en el mundo físico, sino la manifestación exterior de su unidad absoluta. Considerado como Señor y como legislador, puso en el ángel y en el hombre una libertad distinta de la suya pro-pia, y constituyó de esta manera la diversidad en el mundo moral; en seguida impuso a esa libertad ciertas leyes invio-ladas y un término necesario, y la necesidad de este tér-mino y la inviolabilidad de esas leyes hicieron entrar a la libertad humana y a la angélica en la ancha unidad de sus maravillosos designios. La voluntad divina, que es la unidad absoluta, está en aquel precepto dado a Adán en el paraíso, cuando le dijo Dios: No comerás; la libertad humana, con la imperfección que le es aneja de la facultad de escoger, que es la diversi-dad, está en la condición: y si comieres; la diversidad vuel-ve a la unidad de donde procede, primero por amenaza, cuando dijo Dios al hombre: quedarás sujeto a la muerte, y después con la promesa, cuando prometió a la mujer que nacería de su seno el que había de pisar la cabeza de la ser-piente, con cuya amenaza y con cuya promesa anunció Dios los dos caminos por donde la diversidad, que sale de la unidad, vuelve a la unidad de donde sale: el de su justi-cia y el de su misericordia. Suprimido el precepto, quedaría suprimida en su mani-festación exterior la unidad absoluta. Suprimida la condición, quedaría suprimida en su maní-festación exterior la diversidad, que consiste en la libertad humana. Suprimida por una parte la amenaza y por otra la pro-mesa, quedarían borrados los caminos por los cuales la di-versidad, si no ha de ser subversiva, ha de volver a la uni-dad en donde tuvo su origen. Así como entre la creación física y el Criador no hay unidad sino porque la primera está sujeta eternamente a le-yes físicas e inmutables, manifestación perpetua de la vo-luntad soberana, de la misma manera no hay unidad entre Dios y el hombre sino porque el hombre, apartado de Dios por su delito, vuelve al Dios justiciero como impenitente, o como purgado al Dios misericordioso. Si después de haber considerado la prevaricación angé-lica y la humana separadamente, para venir a parar en que cada una de ellas, si bien es una perturbación por acciden-te, es una armonía por su esencia, ponemos la considera-ción al mismo tiempo en ambas prevaricaciones, quedare-mos como pasmados y absortos al contemplar de qué ma-nera se convierten en cadencias maravillosas sus ásperas disonancias por la irresistible virtud del divino Taumatur-go. Al llegar aquí, y antes de pasar adelante, conviene ob-servar que toda la belleza de la creación consiste en que cada cosa es en sí como un reflejo de alguna de las perfec-ciones divinas, de tal manera que todas juntas son un fiel traslado de su belleza soberana. Por esta razón, desde el globo encendido que ilumina los espacios hasta el humilde lirio que está como olvidado en el valle, y desde mucho más abajo de los valles que se coronan de lirios hasta muy por encima de los cielos en donde resplandecen los globos, todas las criaturas, cada cual a su manera, se cuentan unas a otras las grandes maravillas del Señor, atestiguan consi-

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go mismas sus inefables perfecciones y cantan con un cántico sin fin sus excelencias y sus glorias. Los cielos cantan su omnipotencia, sus grandezas los mares, la tierra su fecundidad, las nubes con sus altísimos promontorios fi-guran la peana en que descansa su pie. El relámpago es su voluntad, el trueno su voz, el rayo su palabra. Él está en los abismos con su sublime silencio, y con su ira sublime en los huracanes bramadores y en los torbellinos tempes-tuosos. Él nos pintó -dicen las flores de los campos. Él me dio -dicen los cielos- mis bóvedas espléndidas. Y las estre-llas: Nosotros somos centellas caídas de su resplandecien-te vestidura. Y el ángel y el hombre: Al pasar por delante de nosotros, su hermosísima, y gloriosísima y perfectísima figura quedó en nosotros estampada. De esta manera unas cosas representaron su grandeza, otras su majestad, otras su omnipotencia, y el ángel y el hombre especialmente los tesoros de su bondad, las mara-villas de su gracia y el resplandor de su hermosura. Dios, empero, no es solamente maravilloso y perfecto por su her-mosura, y por su gracia, y por su bondad, y por su omnipo-tencia; es además de estas cosas, y, sobre todas éstas, si en sus perfecciones hubiera medida, infinitamente justo e infi-nitamente misericordioso. Síguese de aquí que el acto su-premo de la creación no podía considerarse como consu-mado y perfecto sino después de haberse realizado en to-das sus manifestaciones su infinita justicia y su infinita mi-sericordia. Y como quiera que sin la prevaricación de los seres inteligentes y libres no podía Dios ejercer ni la justi-cia ni la misericordia especial que se aplican a los prevari-cadores, de aquí se deduce que la prevaricación misma fue ocasión de la más grande de todas las armonías y de la más bella de todas las consonancias. Cuando todos los seres inteligentes y libres prevarica-ron, Dios resplandeció en medio de la creación con nuevos y más grandes resplandores. El universo en general fue el reflejo perfectísimo de su omnipotencia; el paraíso terrenal fue especialmente el reflejo de su gracia: el cielo fue espe-cialmente el reflejo de su misericordia; el infierno única-mente el reflejo de su justicia, y la tierra, puesta entre estos dos polos de la creación, fue a un tiempo mismo el reflejo de su justicia y el de su misericordia. Cuando con la preva-ricación angélica y con la humana no hubo en Dios perfec-ción que no estuviera manifestada exteriormente por algu-na cosa, fuera de aquella que había de ponerse de mani-fiesto más adelante en el Calvario, las cosas estuvieron en orden. Cuando más se ahonda en estos dogmas pavorosos, tan-to más resplandece la soberana conveniencia, y la perfectí-sima conexión, y la maravillosa concordancia de los miste-rios cristianos. La ciencia de los misterios, si bien se mira, no viene a ser otra cosa sino la ciencia de todas las solucio-nes.

Capítulo VIII

Soluciones de la Escuela Liberal relativas a estos pro-blemas   Antes de poner término a este libro, me parece conve-niente interrogar así a la éscuela liberal como a las socia-listas sobre lo que piensan acerca del mal y del bien, del hombre y de Dios, problemas temerosos con que tropieza

forzosamente la razón al darse cuenta a sí propia de los grandes problemas religiosos, políticos y sociales. Por lo que hace a la escuela liberal, diré de ella sola-mente que en su soberbia ignorancia desprecia la teología, y no porque no sea teológica a su manera, sino porque, aunque lo es, no lo sabe. Esta escuela todavía no ha llega-do a comprender, y probablemente no comprenderá jamás, el estrecho vínculo que une entre sí las cosas divinas y las humanas, el gran parentesco que tienen las cuestiones polí-ticas con las sociales y con las religiosas, y la dependencia en que están todos los problemas relativos al gobierno de las naciones, de aquellos otros que se refieren a Dios, le-gislador supremo de todas las asociaciones humanas. La escuela liberal es la única que entre sus doctores y maestros no tiene ningún teólogo; la absolutista los tuvo, los levantó muchas veces a gobernadores de los pueblos, y los pueblos crecieron, durante su gobernación, en impor-tancia y poderío. La Francia no olvidará nunca el go-bierno del cardenal de Richelieu, afamado y glorioso entre los más gloriosos y afamados de la Monarquía francesa. El lustre del gran cardenal es tan limpio que afrenta al de mu-chos reyes, y su resplandor tan soberano que no padeció eclipse por el advenimiento al trono de aquel rey gloriosí-simo y potentísimo a quien la Francia en su entusiasmo y la Europa en su asombro llamaron a un tiempo mismo el Grande. Cardenales y teólogos fueron Jiménez de Cisneros y Alberoni, los dos ministros más grandes de la Monarquía española: el nombre de aquél está gloriosa y perpetuamen-te asociado al de la reina más esclarecida y al de la mujer más insigne de nuestra España, famosa entre las gentes por sus insignes mujeres y sus esclarecidas reinas; el segundo es grande en la Europa por la grandeza de sus designios y por la agudeza y la sagacidad de su prodigioso ingenio. Nacido aquél en los dichosos días en que los altos hechos de esta nación la levantaron sobre la dignidad de la Histo-ria, encumbrándola hasta la altura y la grandiosidad de la epopeya, gobernó con mano firme el gran bajel del Estado; y poniendo en silencio a la tripulación turbulentísima que iba con él, le llevó por mares inquietos a otros más apaci-bles y tranquilos, en donde hallaron el bajel y el piloto quieta paz y sosegada bonanza. Venido el segundo en aquellos tiempos miserables en que iba desdeñándose ya la majestad de la Monarquía española, estuvo a punto de vol-verla su antigua majestad y poderío, haciéndola pesar gra-vemente en la balanza política de los pueblos europeos. La ciencia de Dios da, al que la posee, sagacidad y fuer-za, porque a un mismo tiempo aguza el ingenio y le dilata. Lo que para mí hay de más admirable en las vidas de los santos, y señaladamente en las de los Padres del yermo, es una circunstancia que aún no ha sido apreciada debida-mente. Yo no sé de ningún hombre acostumbrado a con-versar con Dios y ejercitarse en las divinas especulaciones que en igualdad de circunstancias no se aventaje a los de-más, o por lo entendido y vigoroso de su razón, o por lo sano de su juicio, o por lo penetrante y agudo de su inge-nio; y, sobre todo, no sé de ninguno que en circunstancias iguales no saque ventaja a los demás en aquel sentido prác-tico y prudente que se llama el buen sentido. Si el género humano no estuviera condenado irremisiblemente a ver las cosas del revés, escogería por consejeros entre la generali-dad de los hombres a los teólogos, entre los teólogos a los místicos, y entre los místicos a los que han vivido una vida más apartada de los negocios y del mundo. Entre las perso-

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nas que yo conozco, y conozco a muchas, las únicas en quienes he reconocido un buen sentido imperturbable, y una sagacidad prodigiosa, y una maravillosa aptitud para dar una solución práctica y prudente a los más escabrosos problemas, y para encontrar siempre un escape o una sali-da en los negocios más arduos, son aquellas que han vivi-do una vida contemplativa y retirada; y al revés, no he en-contrado todavía, ni pienso encontrar jamás, uno de esos hombres que se llaman de negocios, despreciadores de to-das las especulaciones espirituales, y sobre todo de las di-vinas, que sea capaz de entender negocio ninguno; a esta clase numerosísima pertenecen aquellos que toman por oficio engañar a los otros, siendo ellos los que se engañan a sí mismos. Y aquí es donde el hombre queda atónito ante los altos juicios de Dios; porque si Dios no hubiera conde-nado a los que le desdeñan o le ignoran, engañadores de profesión, a ser perpetuamente torpes, o si no hubiera puesto un límite en su propia virtud a los que son prodigio-samente sagaces, las sociedades humanas no hubieran po-dido resistir ni a la sagacidad de los unos ni a la malicia de los otros. La virtud de los hombres contemplativos y la tor-peza de los hábiles son las únicas cosas que mantienen al mundo en su ser y en su equilibrio perfecto. Un solo ser hay en la creación que reúne en sí toda la sagacidad de los seres espirituales y contemplativos y toda la malicia de los que ignoran o desprecian a Dios, juntamente con todas las especulaciones espirituales. Ese ser es el demonio. El de-monio tiene de los unos la sagacidad sin virtud, y de los otros la malicia sin su torpeza; y de aquí cabalmente le vie-ne toda su fuerza destructora y todo su inmenso poderío. Por lo que hace a la escuela liberal considerada en ge-neral, no es teológica sino en el grado en que lo son nece-sariamente todas las escuelas; sin hacer una exposición ex-plícita de su fe, sin cuidarse de declarar su pensamiento acerca de Dios y del hombre, del mal y del bien y del or-den y del desorden en que están puestas todas las cosas criadas, y haciendo ostentación, por lo contrario, de tener por cosa de menos valer estas altísimas especulaciones, puede afirmarse de ella, sin embargo, que cree en un dios abstracto e indolente, servido por los filósofos en la gober-nación de las cosas humanas, y por ciertas leyes que insti-tuyó en el principio de los tiempos, en la gobernación uni-versal de las cosas. Aunque es rey de la creación el dios de esta escuela, ignora perpetuamente, con una augusta igno-rancia, la manera en que sus reinos son gobernados y regi-dos; cuando diputó los ministros que los gobernaran en su nombre, depositó en ellos la plenitud de su soberanía y los declaró perpetuos e inviolables. Desde entonces acá los pueblos le deben culto, pero no obediencia. Por lo que hace al mal, la escuela liberal le niega en las cosas físicas y le concede en las humanas. Para esta escue-la, todas las cuestiones relativas al mal o al bien se resuel-ven en una cuestión de gobierno, y toda cuestión de go-bierno en una cuestión de legitimidad; de tal manera que, cuando el gobierno es legítimo, el mal es imposible, y, por el contrario, cuando es ilegítimo el gobierno, el mal es ine-vitable. La cuestión del bien y del mal se reduce, pues, a averiguar, por una parte, cuáles son los gobiernos legíti-mos, y por otra, cuáles son los usurpadores. Llama legítimos la escuela liberal a los gobiernos esta-blecidos por Dios, e ilegítimos a los que no tienen origen en la delegación divina. Dios quiso que las cosas materia-les estuvieran sujetas a ciertas leyes físicas que instituyó

en el principio y de una vez para siempre, y que las socie-dades se gobernaran por la razón, encarnada de una mane-ra general en las clases acomodadas y de una manera espe-cial en los filósofos que las enseñan y dirigen; de donde se sigue, por consecuencia forzosa, que no hay más que dos gobiernos legítimos: el gobierno de la razón humana, en-carnada de una manera general en las clases medias y de una manera especial en los filósofos, y el gobierno de la razón divina, encarnada perpetuamente en ciertas leyes a que están sujetas desde el principio las cosas materiales. No dejará de causar extrañeza a mis lectores, y sobre todo a mis lectores liberales, esta derivación de la legitimi-dad liberal del derecho divino, y, sin embargo, nada hay para mí más evidente. La escuela liberal no es atea en sus dogmas, aunque no siendo católica vaya a parar, sin saber-lo y aun sin quererlo, de consecuencia en consecuencia, hasta los confines del ateísmo. Reconociendo la existencia de un Dios criador de toda criatura, no puede negar en el Dios que reconoce y afirma la plenitud original de todos los derechos o la soberanía constituyente, que viene a ser lo mismo en el lenguaje de la escuela. Es católico el que reconoce en Dios la soberanía constituyente y la actual; es deísta el que le niega la actual y reconoce en él la constitu-yente; es ateo el que niega de él toda soberanía, porque le niega la existencia. Siendo esto así, la escuela liberal, en cuanto deísta, no puede proclamar la soberanía actual de la razón sin proclamar al mismo tiempo la constituyente de Dios, en donde la primera, que es siempre delegada, tiene principio y origen. La teoría de la soberanía constituyente del pueblo es una teoría atea que no está en la escuela libe-ral sino como el ateísmo está en el deísmo, en calidad de consecuencia lejana, aunque inevitable. De aquí proceden las dos grandes parcialidades de la escuela liberal: la de-mocrática y la liberal propiamente dicha; la segunda, más tímida; la primera, más consecuente. La democrática, arrastrada por una lógica inflexible, ha ido a perderse en estos últimos tiempos, como los ríos van a perderse en la mar, en las escuelas a un mismo tiempo ateas y socialistas; la liberal lucha por estar quieta en el alto promontorio que ha levantado para sí, puesto entre dos mares que van alzan-do sus olas y que cubrirán su cima: el socialista y el católi-co. De esta última sólo hablamos aquí, y de ella afirmamos que, no pudiendo reconocer la soberanía constituyente del pueblo sin ser democrática, socialista y atea, ni la sobera-nía actual de Dios sin ser monárquica y católica, reconoce por una parte la soberanía originaria y constituyente de Dios, y por otra la soberanía actual de la razón humana. Y véase cómo teníamos razón al afirmar que la escuela libe-ral no proclama el derecho humano sino como derivado originariamente del divino. Para esta escuela no hay otro mal sino el que procede de no estar el gobierno en donde le puso Dios desde el principio de los tiempos; y como las cosas materiales están perpetuamente sujetas a las leyes físicas que fueron con-temporáneas de la creación, la escuela liberal niega el mal en la universidad de las cosas; y al revés, como sucede que el gobierno de las sociedades no está quieto y fijo en las dinastías filosóficas, en quienes reside por delegación divi-na el derecho exclusivo de gobernación de las cosas huma-nas, la escuela liberal afirma el mal social siempre que el gobierno sale de las manos de los filósofos y de las clases medias para caer en las manos de los reyes o para pasar a las clases populares.

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De todas las escuelas, ésta es la más estéril, porque es la menos docta y la más egoísta. Como se ve, nada sabe de la naturaleza del mal ni del bien; apenas tiene noticia de Dios, y no tiene noticia ninguna del hombre. Impotente pa-ra el bien, porque carece de toda afirmación dogmática, y para el mal, porque le causa horror toda negación intrépida y absoluta, está condenada, sin saberlo, a ir a dar con el ba-jel que lleva su fortuna al puerto católico o a los escollos socialistas. Esta escuela no domina sino cuando la socie-dad desfallece; el período de su dominación es aquel tran-sitorio y fugitivo en que el mundo no sabe si irse con Ba-rrabás o con Jesús y está suspenso entre una afirmación dogmática y una negación suprema. La sociedad entonces se deja gobernar de buen grado por una escuela que nunca dice afirmo ni niego y que a todo dice distingo. El supremo interés de esa escuela está en que no llegue el día de las negaciones radicales o de las afirmaciones soberanas; y pa-ra que no llegue, por medio de la discusión confunde todas las nociones y propaga el escepticismo, sabiendo como sa-be, que un pueblo que oye perpetua mente en boca de sus sofistas el pro y el contra de todo, acaba por no saber a qué atenerse y por preguntarse a sí propio si la verdad y el error, lo justo y lo injusto, lo torpe y lo honesto, son cosas contrarias entre sí o si son una misma cosa mirada desde puntos de vista diferentes. Este período angustioso, por mucho que dure, es siempre breve; el hombre ha nacido para obrar, y la discusión perpetua contradice a la naturale-za humana, siendo, como es, enemiga de las obras. Apre-miados los pueblos por todos sus instintos, llega un día en que se derraman por las plazas y las calles pidiendo a Ba-rrabás o pidiendo a Jesús resueltamente y volcando en el polvo las cátedras de los sofistas. Las escuelas socialistas, hecha abstracción de las bárba-ras muchedumbres que las siguen, y consideradas en sus doctores y maestros, sacan grandes ventajas a la escuela li-beral, cabalmente porque se van derechas a todos los gran-des problemas y a todas las grandes cuestiones y porque proponen siempre una resolución perentoria y decisiva. El socialismo no es fuerte sino porque es una teología satáni-ca. Las escuelas socialistas, por lo que tienen de teológi-cas, prevalecerán sobre la liberal por lo que ésta tiene de antiteológica y de escéptica, y por lo que tienen de satáni-cas, sucumbirán ante la escuela católica, que es a un mis-mo tiempo teológica y divina. Sus instintos deben estar de acuerdo con nuestras afirmaciones, si se considera que guardan para el catolicismo sus odios, mientras que para el liberalismo no tienen sino desdenes. El socialismo democrático tiene razón contra el libera-lismo cuando dice: «¿Qué Dios es ése que ofrecen a mi adoración, y que debe ser menos que tú, porque ni tiene voluntad ni es siquiera una persona? Yo niego el Dios ca-tólico, pero negándole le concibo; lo que no puedo conce-bir es un Dios sin los divinos atributos. Todo me inclina a creer que no le has dado la existencia sino para que Él te dé la legitimidad que no tienes; tu legitimidad y su existen-cia son una ficción que cabalga en otra ficción, y una som-bra que cabalga en otra sombra. Yo he venido al mundo para disipar todas las sombras y para acabar con todas las ficciones. La distinción entre la soberanía actual y la cons-tituyente tiene todos los visos de una invención de los que, no atreviéndose a cogerlas ambas, quieren a lo menos to-mar una. El soberano es como Dios: o es uno o no existe; la soberanía, como la divinidad, o no es o es indivisible e

incomunicable. La legitimidad de la razón son dos pala-bras, de las cuales la última designa el sujeto y la primera el atributo; yo niego el atributo y el sujeto. ¿Qué cosa es la legitimidad y qué cosa es la razón? Y en el caso que sean alguna cosa, ¿de dónde sabes que esa cosa esté en el libe-ralismo y no en el socialismo, en ti y no en mí, en las cla-ses acomodadas y no en el pueblo? Yo niego tu legitimi-dad y tú la mía; tú niegas mi razón y yo la tuya. »Cuando me provocas a discutir, te perdono, porque no sabes lo que haces; la discusión, disolvente universal, cuya virtud secreta no conoces, acabó ya con tus adversarios y va a acabar contigo ahora; por lo que hace a mí, tengo pro-pósito firme de ganarla por la mano, matándola para que no me mate. La discusión es espada espiritual que revuelve el espíritu con ojos vendados; contra ella, ni vale la indus-tria ni la malla de acero; la discusión es el titulo con que viaja la muerte cuando no quiere ser conocida y anda de incógnito. Roma la sesuda la conoció, a pesar de sus dis-fraces, cuando entró por sus muros en traje de sofista; por eso, prudente y avisada, la refrendó su pasaporte. El hom-bre, al decir de los católicos, no se perdió sino porque en-tró en discusiones con la mujer, ni la mujer sino por haber discutido con el diablo. Más adelante, hacia la mitad de los tiempos, dicen que este mismo demonio se apareció a Je-sús en un desierto, provocándole a una batalla espiritual, o como quien diría, a una discusión de tribuna; pero aquí pa-rece que tuvo que habérselas con otro más avisado, el cual le hubo de contestar: Vade Satana, con cuya palabra puso fin a un mismo tiempo a la discusión y a los diabólicos prestigios. Es fuerza confesar que los católicos tienen gra-cia especial para poner de bulto grandes verdades y para vestirlas con ingeniosas ficciones. La antigüedad toda hu-biera condenado unánimemente al insensato que hubiera puesto en pública discusión a un tiempo mismo las cosas divinas y las humanas, las instituciones religiosas y las so-ciales, los magistrados y los dioses. Contra él hubieran fa-llado de consumo Sócrates, Platón y Aristóteles; en el gran duelo hubieran sido sus campeones los cínicos y los sofis-tas. »Por lo que hace al mal, o está en el universo todo o no existe. Las formas de los gobiernos son poca cosa para en-gendrarle: si la sociedad está sana y bien constituida, su constitución es poderosa para resistir a todas las formas posibles de gobierno; y si no las resiste, es porque está mal constituida y enferma. El mal no puede ser concebido sino como un vicio orgánico de la sociedad o como un vicio constitucional de la naturaleza humana, y en este caso el remedio no está en mudar el gobierno, sino en cambiar el organismo social o la constitución del hombre». El error fundamental del liberalismo consiste en no dar importancia sino a las cuestiones de gobierno, que, compa-radas con las del orden religioso y social, no tienen impor-tancia ninguna. Esto sirve para explicar por qué causa el li-beralismo queda de todo punto eclipsado desde el momen-to en que socialistas y católicos proponen al mundo sus tremendos problemas y sus soluciones contradictorias. Cuando el catolicismo afirma que el mal viene del pecado, que el pecado corrompió en el primer hombre a la natura-leza humana, y que, sin embargo, el bien prevalece sobre el mal, y el orden sobre el desorden, porque el uno es hu-mano y el otro divino, no cabe duda sino que, aun antes de ser examinado, satisface en cierta manera a la razón, pro-porcionando la grandeza de las causas a la de los efectos y

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nivelando la grandeza de lo que se propone explicar con la grandeza de sus explicaciones. Cuando el socialismo afir-ma que la naturaleza del hombre está sana y la sociedad enferma; cuando pone al primero en lucha abierta con la segunda para extirpar el mal que está en ella con el bien que está en él; cuando convoca y llama a todos los hom-bres para que se levanten en rebeldía contra todas las insti-tuciones sociales, no cabe duda sino que en esta manera de plantear y de resolver la cuestión, si hay mucho falso, hay algo de gigantesco y de grandioso, digno de la majestad te-rrible del asunto. Pero cuando el liberalismo explica el mal y el bien, el orden y el desorden, por las varias formas de los gobiernos, todas efímeras y transitorias; cuando, pres-cindiendo, por un lado, de todos los problemas sociales, y por otro de todos los religiosos, pone a discusión sus pro-blemas políticos, como los únicos que son dignos por su alteza de ocupar al hombre de Estado, no hay palabras en ningún idioma con que encarecer la profundísima incapa-cidad y la radical impotencia de esta escuela, no para re-solver, sino hasta para plantear estas pavorosas cuestiones. La escuela liberal, enemiga a un mismo tiempo de las ti-nieblas y de la luz, ha escogido para sí no sé qué crepúscu-lo incierto entre las regiones luminosas y las opacas, entre las sombras eternas y las divinas auroras. Puesta en esa re-gión sin nombre, ha acometido la empresa de gobernar sin pueblo y sin Dios; empresa extravagante e imposible: sus días están contados, porque por un punto del horizonte asoma Dios y por otro asoma el pueblo. Nadie sabrá decir dónde está en el tremendo día de la batalla y cuando el campo todo esté lleno con las falanges católicas y las fa-langes socialistas.

Capítulo IX

Soluciones socialistas  Las escuelas socialistas sacan una gran ventaja a la libe-ral, así por la naturaleza de los problemas que se proponen resolver como por la manera de plantearlos y de resolver-los. Sus maestros se muestran familiarizados, hasta cierto punto, con aquellas especulaciones atrevidas que tienen por asunto a Dios y su naturaleza, al hombre y su constitu-ción, a la sociedad y sus instituciones, al universo y sus le-yes. De esta inclinación a generalizarlo todo, a considerar las cosas en su conjunto, a observar las disonancias y las armonías generales, procede una más grande aptitud en ellos para entrar y salir, sin perderse, en el laberinto intrin-cado de la dialéctica racionalista. Si en la gran contienda que tiene como en suspenso al mundo no hubiera otros combatientes sino los socialistas y los liberales, ni la bata-lla sería larga ni dudosa la victoria. Todas las escuelas socialistas, son desde el punto de vista filosófico, racionalistas; desde el punto de vista polí-tico, republicanas; desde el punto de vista religioso, ateas. Por lo que tienen de racionalistas se asemejan a la escuela liberal, y se distinguen de ella por lo que tienen de ateas y de republicanas. La cuestión consiste en averiguar si el ra-cionalismo va a parar lógicamente al punto en que la es-cuela liberal hace alto o al término en que descansan las escuelas socialistas. Reservando para más adelante el exa-men de esta cuestión por lo relativo al punto de vista polí-tico, nos ocuparemos aquí principalmente del punto de vis-ta religioso.

Considerada bajo este aspecto la cuestión, es cosa clara que el sistema en virtud del cual se concede a la razón una competencia omnímoda para resolver por sí y sin ayuda de Dios todas las cuestiones relativas al orden político, al reli-gioso, al social y al humano, supone en la razón una sobe-ranía completa y una independencia absoluta. Este sistema lleva consigo tres negaciones simultáneas: la de la revela-ción, la de la gracia y la de la providencia; la de la revela-ción, porque la revelación contradice la competencia omní-moda de la razón humana; la de la gracia, porque la gracia contradice su independencia absoluta; la de la providencia, porque la providencia es la contradicción de su soberanía independiente. Pero estas tres negaciones, si bien se mira, se resuelven en una: la negación de todo vínculo entre Dios y el hombre, como quiera que si el hombre no está unido a Dios por la revelación, por la providencia y por la gracia, no está unido a Dios de ninguna manera. Ahora bien: afirmar esto de Dios y negarle, es una mis-ma cosa. Afirmarle dogmáticamente después de haberle despojado dogmáticamente de todos sus atributos, es una contradicción reservada a la escuela liberal, la más contra-dictoria entre las racionalistas. Por lo demás esta contra-dicción, lejos de ser accidental, es esencial en esta escuela, la cual, por cualquier lado que se la mire, es un compuesto exótico de palmarias contradicciones. Eso mismo que hace con Dios en el orden religioso, hace en el político con el rey y con el pueblo. La escuela liberal tiene por oficio pro-clamar las existencias que anula y anular las existencias que proclama. Ninguno de sus principios deja de ir acom-pañado del contraprincipio que le destruye. Así, por ejem-plo, proclama la monarquía, y luego la responsabilidad mi-nisterial, y, por consiguiente, la omnipotencia del ministro responsable, contradictoria de la monarquía. Proclama la omnipotencia ministerial, y luego la omnipotencia sobera-na, en materias de gobierno, de las asambleas deliberantes, la cual es contradictoria de la omnipotencia de los minis-tros. Proclama la soberana intervención en los asuntos del Estado de las asambleas políticas, y luego el derecho de los colegios electorales para fallar en última instancia, el cual es contradictorio de la intervención soberana de las asambleas políticas. Proclama el derecho de supremo arbi-traje que reside en los electores, y luego acepta, más o me-nos explícitamente, el supremo derecho de insurrección, contradictorio de aquel arbitraje pacífico y supremo. Pro-clama el derecho de insurrección de las muchedumbres, lo cual es proclamar su soberana ommi potencia, y luego de la ley del censo electoral, lo cual es condenar al ostracismo a las muchedumbres soberanas. Y con todos estos princi-pios y contraprincipios se propone una sola cosa: alcanzar a fuerza de artificio y de industria un equilibrio que nunca alcanza, porque contradictorio de la naturaleza de la socie-dad y de la naturaleza del hombre. Sólo para una fuerza no ha buscado la escuela liberal su correspondiente equilibrio: la fuerza corruptora. La corrupción es el dios de la escuela; y como Dios, está a un tiempo mismo en todas partes. De tal manera ha combinado las cosas la escuela liberal, que donde ella prevalece, todos han de ser forzosamente co-rruptores o corrompidos; porque en donde no hay ningún hombre que no pueda ser César, o votar al César, o acla-mar al César, todos han de ser o Césares o pretorianos. Por esta razón, todas las sociedades que caen debajo de la do-minación de esta escuela, mueren de una misma muerte: todas mueren gangrenadas. Los reyes corrompen a los mi-

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nistros prometiéndoles la eternidad, los ministros a los re-yes prometiéndoles el ensanche de su prerrogativa. Los ministros corrompen a los representantes del pueblo po-niendo a sus pies todas las dignidades del Estado; las asambleas a los ministros con sus votos; los elegidos trafi-can con su poder, los electores con su influencia; todos co-rrompen a las muchedumbres con sus promesas, y las mu-chedumbres a todos con bramidos y amenazas. Volviendo a anudar el hilo de este discurso, diré que, cuando las escuelas socialistas niegan la existencia de Dios, que viene afirmada por la escuela liberal, no hacen otra cosa sino ser más lógicas que la liberal y más conse-cuentes. Y, sin embargo de esto, distan mucho de serlo tanto en su línea como lo es en la suya la escuela católica. La escuela católica afirma a Dios con todos sus atributos, con una afirmación dogmática y soberana; las socialistas al revés, aunque vienen a negarle en definitiva, ni le niegan del mismo modo, ni le niegan por unas mismas razones, ni le niegan resueltamente. Consiste esto en que el hombre más intrépido se sobrecoge de espanto al afirmar que no hay Dios, de una manera absoluta. Cualquiera diría que, al llegar aquí, teme el hombre no poder pasar de aquí, y que se desplome el cielo sobre el blasfemador y su blasfemia. Los unos le niegan diciendo: «Todo lo que existe es Dios, y Dios es todo lo que existe»; los otros, afirmando que la humanidad y Dios son cosas idénticas; entre ellos hay al-gunos que aseguran que en la humanidad hay dualismo de fuerzas y energías y que el hombre es el representante de ese dualismo. Los que son de ese sentir distinguen en el hombre las fuerzas reflexivas y las energías espontáneas; la verdadera humanidad está en las primeras, y la divinidad verdadera en las segundas. Por este sistema, Dios no es ni todo lo que existe ni la humanidad: Dios es la mitad del hombre. Otros son de otro parecer, y niegan que Dios sea hombre o parte del hombre, que sea la humanidad o que sea el universo, y se inclinan a creer que es un Ser sujeto a encarnaciones diferentes y sucesivas; que dondequiera que hay una gran influencia o una grandiosa dominación, allí está Dios encarnado: Dios se ha encarnado en Ciro, y en Alejandro, y en César, y en Carlomagno, y en Napoleón; se encarnó sucesivamente en los grandes imperios asiáti-cos, y luego en el macedónico, y después en el romano; al principio fue el Oriente y después el Occidente. El mundo cambia de semblante en cada una de estas encarnaciones divinas y da un paso en el camino del progreso cada vez que, a consecuencia de una nueva encarnación, cambia de nuevo su semblante. Todos estos sistemas contradictorios y absurdos se han encarnado en un hombre venido al mundo en estos últimos tiempos para ser la personificación de todas las contradic-ciones racionalistas. Este hombre es M. Proudhon, de quien hemos hecho mérito, y de quien lo haremos muchas veces en el discurso de esta obra. M. Proudhon pasa por el más docto y consecuente de los socialistas modernos; por lo que hace a su doctrina, no cabe duda sino que es supe-rior a la de cuasi todos los racionalistas contemporáneos; por lo que hace a su consecuencia, por las muestras que damos aquí, relativas todas a los problemas que son asunto de este libro, podrán formarse de ella una idea cabal nues-tros lectores. En las Confesiones de un revolucionario, M. Proudhon define a Dios de la manera siguiente: «Dios es la fuerza universal, penetrada de inteligencia, que produce, por la

conciencia infinita que de sí tiene, los seres de todos los reinos, desde el fluido imponderable hasta el hombre, y que sólo en el hombre llega a reconocerse a sí misma, y a decir: 'Yo'. Lejos de ser nuestro Señor Dios el asunto de nuestras investigaciones, ¿cómo se han atrevido los tauma-turgos a convertirle en un ser personal, Rey absoluto unas veces, como el Dios de los judíos y de los cristianos, y constitucional otras, como el de los deístas, y cuya provi-dencia incomprensible parece perpetua y únicamente ocu-pada en desorientar nuestra razón?». Aquí hay tres cosas: primera, afirmación de una fuerza universal, inteligente y divina, que es el panteísmo; segun-da, encarnación más excelente de Dios en la humanidad, que es el humanismo; tercera, negación de un Dios perso-nal y de su providencia, que viene a ser el deísmo. En la obra que intituló Sistema de las contradicciones económicas (c.8) dice así: «Prescindiré de la hipótesis pan-teísta, que siempre me ha parecido una hipocresía o una cobardía. Dios es personal o no existe». Aquí se afirma to-do lo que en el texto anterior se niega, y se niega lo que en el texto anterior se afirma. Allí se afirma un Dios panteísta e impersonal; aquí se niegan, como dos cosas igualmente absurdas, la impersonalidad de Dios y el panteísmo. Más adelante añade en este capítulo: «El verdadero re-medio contra el fanatismo no me parece que está en identi-ficar a la Humanidad con la Divinidad, lo cual no viene a ser otra cosa sino afirmar en economía política el comunis-mo y en filosofía el misticismo y el statu quo; el verdadero remedio está en demostrar a la Humanidad que Dios, si es que existe, es su enemigo». Después de haber dado al tras-te con su panteísmo y con su Dios impersonal, aquí acaba con el humanismo, que está contenido en la definición del texto. Por otra parte, aquí comienza a revestirse de una for-ma concreta la teoría de la rivalidad entre Dios y el hom-bre, de que hemos hecho mérito ya en otro capítulo de este libro. La condenación del humanismo y la teoría de la rivali-dad aparecen más claras en el capítulo IX de la misma obra, en donde se lee lo que sigue: «Por mi parte (y siento en verdad haberlo de confesar, cierto como estoy de que esta declaración me separa de los más inteligentes entre los socialistas), mientras más pienso en ello, más imposible me es suscribir a esta deificación de nuestra especie, que, bien considerada, no es otra cosa, en los ateos de nuestros días, sino el último eco de los terrores religiosos, y la cual, rehabilitando y consagrando el misticismo con el nombre de humanismo, vuelve a poner las ciencias bajo el imperio de las preocupaciones, la moral bajo el imperio de los há-bitos, la economía social bajo el imperio del comunismo, o lo que es lo mismo, de la atonía y de la miseria; y, por últi-mo, la lógica misma bajo el imperio de lo absurdo y de lo absoluto. Y cabalmente porque me veo obligado a repu-diar... esta religión, juntamente con todas las que la prece-dieron, es por lo que necesito todavía admitir como plausi-ble la hipótesis de un Ser infinito... contra el cual debo lu-char hasta la muerte, porque ése es mi destino, como Israel contra Jehová». Nada queda de la definición de Dios sino la negación de la Providencia, y hasta esa negación desaparece con es-ta afirmación contraria: «Y véase cómo caminamos a la ventura, conducidos por la Providencia, que nunca nos avi-sa sino cuando nos hiere» (Système des contradictions c.3).

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Por lo expuesto se ve que M. Proudhon, recorriendo la escala de todas las contradicciones racionalistas, es ahora panteísta, luego humanista, después maniqueo; que cree en un Dios impersonal, y luego declara monstruosa y absurda la idea de un Dios, si el Dios ideado no es una persona; y por último, que afirma y niega la Providencia al mismo tiempo. En uno de nuestros capítulos anteriores vimos de qué manera, en la teoría maniquea de la rivalidad entre Dios y el hombre, el hombre proudhoniano era el represen-tante del bien, y el dios proudhoniano el representante del mal; ahora veremos de qué manera, según el mismo Proudhon, todo este sistema viene al suelo. En el capítulo II de la obra ya citada se expresa de esta manera: «La naturaleza o la Divinidad ha desconfiado de nuestros corazones, y no ha creído en el amor del hombre por sus semejantes. Todos los descubrimientos de las cien-cias acerca de los designios de la Providencia sobre las evoluciones sociales (sea dicho para vergüenza de la con-ciencia humana, y sépalo nuestra hipocresía) dan testimo-nio de una misantropía profunda por parte de Dios. Dios nos da ayuda, no por bondad, sino porque el orden consti-tuye su esencia. Si procura el bien del mundo, no es por-que le juzgue digno del bien, sino porque está obligado a ello por la religión de su suprema sabiduría. Y mientras que el vulgo le nombra con el tierno nombre de Padre, ni el historiador ni el economista filósofo encuentran motivo para creer en la posibilidad de que nos estime y nos ame». Con estas palabras viene a tierra el maniqueísmo proudhoniano. El hombre no es el rival, sino el esclavo despreciado de Dios; no es el bien ni el mal, es una criatu-ra en que se agitan los instintos groseros y serviles que en los esclavos engendra la servidumbre; Dios es no sé qué conjunto de leyes severas, inflexibles y matemáticas; obra el bien sin ser bueno, y su misantropía atestigua que sería malo si pudiera. El dios proudhoniano muestra aquí un pa-rentesco evidente con el Fatum de los antiguos. El fatalismo se descubre más claramente todavía en es-tas palabras: «Llegados a la segunda estación de nuestro Calvario, en vez de entregarnos a contemplaciones estéri-les, lo que nos conviene es poner un oído cada vez más atento a las enseñanzas del destino. La fianza de nuestra li-bertad está cabalmente en el progreso de nuestro suplicio». En pos de fatalista viene el ateo. «¿Qué cosa es Dios?». ¿En dónde está? ¿En cuántos dioses se multiplica? ¿Qué es lo que quiere? ¿Hasta dónde alcanza su poder? ¿Qué pro-mesas nos hace? Y ved aquí que, cuando para descubrir to-das estas cosas tomamos en la mano la antorcha del análi-sis, luego al punto todas las divinidades del cielo, de la tie-rra y de los infiernos se nos convierten en un no sé qué in-corpóreo, impasible, inmóvil, incomprensible, indefinible, y, para decirlo todo de una vez, en una negación de todos los atributos de la existencia. En efecto: ahora ponga el hombre detrás de cada objeto un espíritu o genio especial, ahora conciba el universo como gobernado por un poder único, en cualquiera de estas suposiciones no hace otra co-sa sino afirmar la hipótesis de una entidad incondicional, es decir, imposible, para sacar de ella una explicación me-dianamente satisfactoria de los fenómenos que no puede concebir de otra manera. ¡Misterio altísimo y profundísi-mo! Para hacer cada vez más racional el objeto de su ido-latría, el creyente le va despojando sucesivamente de todo lo que podría constituir su realidad; y después de esfuerzos prodigiosos, de lógica y de ingenio, venimos a parar en

que los atributos del Ser por excelencia van a confundirse y a identificarse con los de la nada. Esta evolución es fatal e inevitable. El ateísmo está en el fondo de toda teodicea» (Système des contradictions, prologue). Una vez llegado a esta conclusión suprema y a este abismo tenebroso, no parece sino que las furias entran en posesión del ateo. Las blasfemias hinchan su corazón, oprimen su garganta, queman sus labios, y cuando intenta levantarlas en pirámide, poniéndolas unas sobre otras, has-ta el trono de Dios, ve con asombro que, vencidas de su peso específico, en vez de subir con ligerísimas alas, caen pesadas y groseras en el abismo, que es su centro. Su len-gua no encuentra palabras que no sean sarcásticas o desde-ñosas, ni vocablos que no sean torpes o iracundos, ni arra-ques que no sean frenéticos. Su estilo es a un tiempo mis-mo impetuoso y sucio, elocuente sin aliño y cínicamente grosero. Aquí exclama: «¿De qué sirve adorar este fantas-ma de Divinidad? ¿Y qué es lo que exige de nosotros por medio de esta comparsa de inspirados que nos persiguen en todas partes con sermones?» (Système des contradic-tions c.3). Y más allá deja caer estos vocablos cínicos: «En cuanto a Dios, yo no le conozco. Dios también no es otra cosa sino puro misticismo. Si queréis que os escuche, co-menzad por suprimir esa palabra en vuestros discursos, porque por una experiencia de tres mil años he llegado a convencerme de que todo el que me habla de Dios quiere robarme la libertad o la bolsa. ¿Cuánto me debes? ¿Cuánto te debo? Ved ahí mi religión y mi Dios» (ibid, c.6). Llega-do al paroxismo de la rabia, prorrumpe en el capítulo VIII en las palabras siguientes: «Esto digo: el primer deber del hombre inteligente y libre es arrojar inmediatamente la idea de Dios de su espíritu y de su conciencia, porque Dios, si existe, es esencialmente hostil a nuestra naturale-za, y no dependemos de Él para nada... ¿Con qué derecho me diría Dios todavía: 'Sé santo como Yo soy santo'? '¡Es-píritu engañador! -le respondería yo- ¡Dios imbécil! Tu reinado ha acabado ya; busca otras víctimas entre los ani-males brutos. Yo sé que ni soy ni puedo llegar a ser santo jamás; y en cuanto a ti, ¿cómo lo has de ser Tú, si Tú y yo nos parecemos? Padre Eterno, Júpiter o Jehová, como quiera que te llames, sabe de mí que ya te conocemos. Eres, fuiste y serás perpetuamente el rival de Adán, el ti-rano de Prometeo'» (c.8). Y más adelante, en el mismo ca-pítulo, apostrofando a la Divinidad que niega, la dice: «Triunfabas, y nadie se atrevía a contradecirte, cuando después de haber atormentado en su cuerpo y en su alma al justo Job, figura de nuestra humanidad, insultaste su pie-dad cándida y su ignorancia discreta y respetuosa. Todos éramos como si fuéramos nada en presencia de tu Majes-tad invisible, a quien dábamos el cielo por dosel y la tierra por peana. Tu nombre, en otro tiempo compendio y suma de toda sabiduría, única sanción del juez, sola fuerza del príncipe, esperanza del pobre, refugio del pecador arrepen-tido, ese nombre incomunicable, entregado ya a la execra-ción y al desprecio, será desde hoy más vilipendiado de las gentes. Dios no es otra cosa sino tontería y miedo, hipo-cresía y engaño, tiranía y miseria. Dios es el mal. Mientras que la Humanidad se incline ante un altar, esclava de los reyes y de los sacerdotes, será reprobada; mientras que un solo hombre reciba en nombre de Dios el juramento de otro hombre, la sociedad estará fundada en el perjurio, y la paz y el amor serán desterrados de la tierra. Retírate, Je-hová, porque de hoy más, curado del temor de Dios y ha-

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biendo alcanzado la verdadera sabiduría, estoy pronto a ju-rar, con la mano levantada hacia el cielo, que no eres sino el verdugo de mi razón y el espectro de mi conciencia». El es el que lo ha dicho: Dios es el espectro de su con-ciencia; ninguno puede negar a Dios sin condenarse a sí propio; ninguno puede huir de Dios sin huir de sí mismo. Ese desventurado, sin salir de la tierra, está ya en el in-fierno; esas contracciones musculares, violentas e impo-tentes; ese frenesí cínico, esa rabia insensata, esas iras arrebatadas y tempestuosas, son las contracciones, y el fre-nesí, y la rabia, y las iras de los réprobos. Sin caridad y sin fe, ha perdido hasta el último bien del hombre: ¡la esperan-za! Y, sin embargo, alguna vez, al hablar del catolicismo, siente en sí, sin saberlo, su influencia serena y santificante; entonces sucede que cesa como por encanto su martirio; una brisa mansa y refrigerante venida del cielo toca su ros-tro, enjuga su sudor y suspende el acceso de sus convulsio-nes epilépticas. Entonces deja caer blandamente estas pala-bras: «¡Ah, cuánto más prudente se ha mostrado el catoli-cismo y cuánta ventaja os ha sacado a todos, sansimonia-nos, republicanos, universitarios, economistas, en el cono-cimiento de la sociedad y del hombre! El sacerdote sabe que nuestra vida no es sino una peregrinación y que toda perfección cumplida nos es negada en este mundo; y por-que sabe esto, se contenta con preludiar en la tierra una educación que sólo puede acabarse en el cielo. Por su par-te, el hombre que ha ido creciendo bajo los auspicios de la religión, satisfecho con saber, hacer y obtener lo que basta para la vida del tiempo, no será nunca un obstáculo para las potestades de la tierra: antes preferiría el martirio. ¡Oh religión amada! ¿Por cuál extravío inconcebible de razón sucede que los que más te necesitan, ésos son cabalmente los que más te desconocen?» (Système des contradictions c.3). Antes hablé, como de corrida, de la fama de consecuen-te de M. Proudhon; ahora me parece no sólo conveniente, sino también necesario, decir algo más sobre asunto que es mucho más grave y mucho más trascendental de lo que a primera vista parece. Lo de la fama es un hecho público y notorio, y por lo mismo evidente. Y, sin embargo, ese he-cho es de todo punto inexplicable si se considera que M. Proudhon ha adoptado, unos después de otros, todos los sistemas relativos a la Divinidad, y que entre los socialistas no hay ninguno tan lleno de contradicciones; de donde re-sulta que la fama de consecuente es un hecho contradicto-rio del hecho que la motiva. ¿Por qué caminos subterrá-neos, por qué encadenamiento de deducciones sutiles y es-cabrosas, partiendo del hecho notorio de las contradiccio-nes proudhonianas, ha ido el mundo a parar en llamar a esas contradicciones cabalmente con el nombre que las contradice, es decir, con el nombre de consecuencia? Aquí hay un gran problema que debe ser resuelto y un gran mis-terio que debe ser esclarecido. La solución de ese problema y el esclarecimiento de ese misterio están en que en las teorías de M. Proudhon hay a un tiempo mismo contradicción y consecuencia: la segun-da, real, y la primera, aparente. Si se examinan unos des-pués de otros los fragmentos que acabo de transcribir y si se les considera en si mismos, sin poner la vista más alta, cada uno de ellos es la contradicción del que le antecede y del que le sigue, y todos ellos son entre sí contradictorios; pero si se ponen los ojos en la teoría racionalista, en donde todas las demás tienen su origen, se echa de ver que el ra-

cionalismo, entre todos los pecados el más semejante al pecado original, es, como él, un error actual y todos los errores en potencia, y, por consiguiente, que con su anchí-sima unidad comprende y abarca todos los errores, a los cuales no obsta, para estar unidos en él, el ser entre sí contradictorios, como quiera que hasta las contradicciones son susceptibles de cierta manera de paz y de cierta mane-ra de unión, cuando hay una suprema contradicción que las envuelve a todas. En el caso en cuestión, el racionalismo es esa contradicción que resuelve todas las otras contradic-ciones en su unidad suprema. En efecto: el racionalismo es a un tiempo mismo deísmo, panteísmo, humanismo, mani-queísmo, fatalismo, escepticismo, ateísmo; y entre los ra-cionalistas, el más racionalista y el más consecuente de to-dos es aquel que es a un mismo tiempo deísta, panteísta, humanista, maniqueo, fatalista, escéptico y ateo. Estas consideraciones, que sirven para explicar los dos hechos de que hicimos mérito arriba, en apariencia contra-dictorios, explican también satisfactoriamente por qué, en vez de exponer uno por uno los varios sistemas de los doc-tores socialistas acerca de la Divinidad, hemos preferido considerarlos todos en los escritos de M. Proudhon, en donde pueden verse a un tiempo mismo en su variedad y en su conjunto. Visto lo que los socialistas piensan de la Divinidad, nos falta ver lo que piensan del hombre y de qué manera re-suelven el temeroso problema del mal y del bien, conside-rado en general, que es el asunto de este libro.

Capítulo X

Continuación del mismo asunto. Conclusión de este li-bro   Ningún hombre ha habido tan insensato que se haya atrevido a negar el bien o el mal y su coexistencia en la historia. Los filósofos disputan sobre el modo y la forma en que existen y coexisten; todos, empero, afirman a una voz su existencia y su coexistencia como una cosa averi-guada; todos convienen igualmente en que, en la contienda suscitada entre el bien y el mal, el primero ha de alcanzar sobre el segundo una victoria definitiva. Dejando estos puntos como inconcusos y asentados, en todo lo demás hay diversidad de pareceres, contradicción de sistemas y con-tiendas inacabables. La escuela liberal tiene por cierto que no hay otro mal sino el que está en las instituciones políticas que hemos he-redado de los tiempos, y que el supremo bien consiste en echar por el suelo esas instituciones. Los más de los socia-listas tienen por averiguado que no hay otro mal sino el que está en la sociedad, y que el gran remedio está en el completo trastorno de las instituciones sociales. Todos convienen en que el mal nos viene de los tiempos pasados: los liberales afirman que el bien puede realizarse ya en los tiempos presentes, y los socialistas que la edad de oro no puede comenzar sino en los tiempos venideros. Consistiendo, así para los unos como para los otros, el supremo bien en un trastorno supremo, que, según la es-cuela liberal, debe realizarse en las regiones políticas, y se-gún las escuelas socialistas en las regiones sociales, las unas y las otras convienen en la bondad sustancial e intrín-seca del hombre, que ha de ser el agente inteligente y libre de aquel y de este trastorno. Esta conclusión ha sido enun-

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ciada explícitamente por las escuelas socialistas y va im-plícitamente envuelta en la teoría que sustentan las escue-las liberales. De tal manera procede aquella conclusión de esta teoría, que, siendo negada la conclusión, la teoría mis-ma viene al suelo. En efecto: la teoría según la cual el mal está en el hombre y procede del hombre es contradictoria de aquella otra según la cual el mal está en las institucio-nes sociales o políticas y procede de las instituciones polí-ticas y sociales. Supuesta la primera, lo que procede en buena lógica es extirpar el mal en el hombre, con lo cual se conseguirá su extirpación en la sociedad y en el gobierno necesariamente. Supuesta la segunda, lo que procede en buena lógica es extirpar el mal directamente en la sociedad o en el gobierno, que es en donde está su centro y su ori-gen. Por donde se ve que la teoría católica y las racionalis-tas son entre sí no solamente incompatibles, sino también contradictorias. Por la teoría católica se condena todo tras-torno, ya sea político o social, como insensato e inútil. Las teorías racionalistas condenan toda reforma moral del hombre como inútil y como insensata. Y así la una como las otras son consecuentes en sus condenaciones; porque si el mal no está ni en el gobierno ni en la sociedad, ¿para qué y por qué el trastorno de la sociedad y del gobierno? Y, por el contrario, si el mal ni está en los individuos ni procede de los individuos, ¿para qué y por qué la reforma interior del hombre? Las escuelas socialistas no ven inconveniente ninguno en aceptar la cuestión planteada de esta manera; la escuela liberal, por el contrario, ve en su aceptación gravísimos in-convenientes, y no sin graves motivos. Aceptada la cues-tión tal como viene por sí misma planteada, la escuela libe-ral se ve en el duro trance de negar con una negación radi-cal la teoría católica, considerada en sí misma y en todas sus consecuencias; y a esto es a lo que la escuela liberal se niega resueltamente. Amiga de todos los principios y de todos sus contraprincipios, no quiere desasirse ni de los unos ni de los otros, ocupada perpetuamente en obligar a hacer paces entre sí a todas las teorías contradictorias y a todas las contradicciones humanas. Las reformas morales no le parecen mal, aunque los trastornos políticos le pare-cen excelentes, sin advertir que son estas cosas incompati-bles, como quiera que el hombre purificado interiormente no puede ser agente de trastornos, y que los agentes de trastornos, en el hecho mismo de serlo, declaran que no es-tán interiormente purificados. En esta ocasión, como en to-das las otras, el equilibrio entre el catolicismo y el socialis-mo es de todo punto imposible; porque, una de dos: o el hombre no se ha de purificar o no se han de realizar los trastornos. Si el hombre impurificado toma el oficio de trastornador, los trastornos políticos no son sino el prelu-dio de los trastornos sociales; y si el hombre deja el oficio de trastornador del gobierno para tomar el de reformador de sí propio, ni son posibles los trastornos sociales ni los trastornos políticos. Así en el uno como en el otro caso, la escuela liberal ha de abdicar forzosamente en las manos de las escuelas socialistas o en las de la escuela católica. Síguese de aquí que las escuelas socialistas tienen por suya la lógica y la razón cuando sostienen, contra la escue-la liberal, que si el mal está esencialmente en la sociedad o en el gobierno, no hay que hacer otra cosa sino trastornar el gobierno o la sociedad, sin que sea cosa ni necesaria ni conveniente, sino al revés, perniciosa y absurda, acometer la empresa de la reforma del hombre.

Supuesta la bondad ingénita y absoluta del hombre, el hombre es a un mismo tiempo reformador universal e irre-formable, con lo cual viene a ser transformado de hombre en Dios; su esencia deja de ser humana para ser divina; él es en sí absolutamente bueno y produce fuera de sí, por sus trastornos, el bien absoluto; bien sumo y causa de todo su bien, es excelentísimo, sapientísimo y potentísimo. La ado-ración es una necesidad tan imperiosa, que los socialistas, siendo ateos y no pudiendo adorar a Dios, hacen a los hombres dioses para adorar alguna cosa de alguna manera. Siendo éstas las ideas dominantes de las escuelas socia-listas acerca del hombre, es cosa clara que el socialismo niega su naturaleza antitética como una pura invención de la escuela católica. Por eso el sansimonismo y el fourieris-mo no admiten que el hombre esté de tal manera constitui-do que por un lado vaya su entendimiento y por otro su vo-luntad, ni conceden que haya contradicción de ninguna es-pecie entre su espíritu y su carne; el fin supremo del sansi-monismo es demostrar prácticamente la conciliación y la unidad de esas dos poderosas energías. Esta suprema con-ciliación estaba simbolizada en el sacerdote sansimoniano, cuyo oficio era satisfacer el espíritu por medio de la carne y la carne por medio del espíritu. El principio común a to-dos los socialistas, que consiste en dar a la sociedad mal construida una construcción análoga a la del hombre, que está construido de una manera excelente, condujo a los sansimonianos a negar toda especie de dualismo político, científico y social, cuya negación era necesaria, supuesta la negación de la naturaleza antitética del hombre. Proclama-da la pacificación entre el espíritu y la carne, procedía pro-clamar la pacificación universal y la reconciliación de to-das las cosas; y como las cosas no se pacifican ni se conci-lian sino en la unidad, la unidad universal era una conse-cuencia lógica de la unidad humana, y de aquí el panteís-mo político, el social y el religioso, los cuales constituyen el despotismo ideal a que aspiran con una inmensa aspira-ción todas las escuelas socialistas. El padre común de la escuela Saint-Simon y el omniarca de la escuela Fourier son sus personificaciones augustas y gloriosas. Volviendo a la naturaleza del hombre, que es nuestro obje-to especial por lo de ahora, supuesta por un lado su unidad y por otro su bondad absoluta, procedía proclamar al hom-bre santo y divino; santo y divino no sólo en su unidad, sino también en todos y en cada uno de los elementos que la constituyen; y de aquí la proclamación de la santidad y de la divinidad de las pasiones; por esta razón, todas las es-cuelas socialistas, unas implícita y otras explícitamente, proclaman las pasiones divinas y santas. Supuesta la santi-dad y la divinidad de las pasiones, procedía la condenación explícita de todo sistema represivo y penal, y sobre todo la condenación de la virtud, cuyo oficio es atajarlas el paso, impedir su explosión y reprimir sus ímpetus. Y, en efecto, todas estas cosas, que son a un mismo tiempo consecuen-cia de los principios anteriores y principios de consecuen-cias más remotas, están enseñadas y proclamadas con un cinismo mayor o menor en todas las escuelas socialistas, entre las que resplandecen la sansimoniana y la fourierista, aventajándose a las demás como si fueran dos soles en un cielo estrellado. Eso es lo que significa la rehabilitación sansimoniana de la mujer y su pacificación de la carne. Eso es lo que significa la teoría de Fourier acerca de las atracciones. Fourier dice: «El deber procede del hombre (entiéndase de la sociedad) y la atracción de Dios». Mad.

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de Coeslin, citada por M. Louis de Raybaud, en sus Estu-dios sobre los reformistas contemporáneos, ha expresado este mismo pensamiento con mayor exactitud, diciendo: «Las pasiones son de institución divina; las virtudes, de institución humana»; lo cual quiere decir, supuestos los principios de la escuela, que las virtudes son perniciosas y las pasiones saludables. Por esta razón, el fin supremo del socialismo es crear una nueva atmósfera social, en que las pasiones se muevan libremente, comenzando por destruir las instituciones políticas, religiosas y sociales que las oprimen. La edad de oro, anunciada por los poetas y aguar-dada por las gentes, comenzará en el mundo cuando tenga principio ese gran suceso y cuando despunte en los hori-zontes esa magnífica aurora. La tierra entonces será un pa-raíso, y ese paraíso, con puertas a todos los vientos, no se-rá, como el católico, una prisión guardada por un ángel; el mal habrá desaparecido de la tierra, que ha sido hasta aho-ra, pero que no está condenada a ser perpetuamente, un va-lle de lágrimas. Estas cosas piensa el socialismo del bien y del mal, de Dios y del hombre. Mis lectores no exigirán de mí cierta-mente que siga paso a paso a las escuelas socialistas por el camino escabroso de sus extravagancias perturbadoras. Lo exigirán mucho menos al considerar que ya quedaron vir-tualmente impugnadas desde el momento en que expuse a su vista la majestad de la doctrina católica relativa a estas grandes cuestiones, en su sencilla y augusta magnificencia. Esto no obstante, me creo en el imprescindible y santo de-ber de derribar por el suelo ese edificio del error, con lo que basta y sobra para derribarle: con un solo argumento y con una sola palabra. La sociedad puede ser considerada desde dos puntos de vista diferentes: el católico y el panteísta. Considerada des-de el punto de vista católico, no es otra cosa sino la reu-nión de una multitud de hombres que viven todos bajo la obediencia y al amparo de unas mismas leyes y de unas mismas instituciones; considerada desde el punto de vista panteísta, es un organismo que existe con una existencia individual, concreta y necesaria. En la primera suposición, es claro que, no existiendo la sociedad independientemente de los individuos que la constituyen, nada puede estar en la sociedad que no esté antes en los individuos; de donde se sigue, por consecuencia forzosa, que el mal y el bien que hay en ella le vienen del hombre. Considerado desde este punto de vista, es cosa absurda el intento de extirpar el mal en la sociedad, en donde existe por incidencia, y el propó-sito de no tocar a los individuos, en los que está originaria y esencialmente. En la segunda suposición, según la cual la sociedad es un ser que existe por sí con una existencia concreta, individual y necesaria, los que esto afirman están obligados a resolver de una manera satisfactoria las mis-mas cuestiones que con respecto al hombre los racionalis-tas proponen a los católicos, conviene a saber: si la socie-dad es mala esencial o accidentalmente; si lo primero, có-mo se explica el mal esencial; si lo segundo, cómo, de qué manera, en cuáles circunstancias y con cuál ocasión ha ve-nido a turbarse la armonía social con esa incidencia pertur-badora. Ya hemos visto cómo los católicos desatan todos estos nudos, de qué manera se adelantan a resolver todas estas dificultades y en qué forma responden a todas estas preguntas en lo relativo a la existencia del mal, considera-do como una consecuencia de la prevaricación humana. Lo que no hemos visto hasta aquí, y lo que no veremos jamás

es el modo y la fuerza con que el racionalismo socialista resuelve esas mismas cuestiones en lo relativo a la existen-cia del mal considerado únicamente en las instituciones so-ciales. Esta sola consideración me autorizaría para afirmar que la teoría socialista es una feria de charlatanes y que el so-cialismo no es otra cosa sino la razón social de una compa-ñía de histriones. Para ser tan sobrio como me he propues-to, pondré término a esta argumentación encerrando al so-cialismo en este dilema: o el mal que está en la sociedad es una esencia o un accidente; si es una esencia, para extir-parle no basta trastornar las instituciones sociales; es nece-sario además destruir la sociedad misma, que es la esencia que sostiene todas sus formas. Si el mal social es acciden-tal, entonces estáis obligados a hacer lo que no habéis he-cho, lo que no hacéis, lo que no podéis hacer; estáis obli-gados a explicarme en qué tiempo, por cuál causa, de qué manera y en cuál forma ha sobrevenido ese accidente, y luego por cuál serie de deducciones venís a convertir al hombre en redentor de la sociedad, dándole la potestad de limpiar sus manchas y de lavar sus pecados. Con este mo-tivo convendrá advertir aquí a los incautos que el raciona-lismo, que ataca con furor todos los misterios católicos, proclama después, de otra manera y a otro propósito, esos mismos misterios. El catolicismo afirma dos cosas: el mal y la redención; el socialismo racionalista comprende en el símbolo de su fe las mismas afirmaciones. Entre socialistas y católicos no hay más que esta diferencia: los segundos afirman el mal del hombre y la redención por Dios; los pri-meros afirman el mal de la sociedad y la redención por el hombre. El católico, con sus dos afirmaciones, no hace otra cosa sino afirmar dos cosas sencillas y naturales: que el hombre es hombre y ejecuta obras humanas; que Dios es Dios y acomete empresas divinas. El socialismo, con sus dos afirmaciones, no hace otra cosa sino afirmar que el hombre acomete y lleva a cabo empresas de un Dios y que la sociedad ejecuta las obras propias del hombre. ¿Qué va ganando la razón humana con dejar el catolicismo por el socialismo, sino dejar lo que es a un mismo tiempo eviden-te y misterioso por lo que es a un tiempo mismo misterioso y absurdo? Nuestra impugnación de las teorías socialistas no sería completa si no acudiéramos al arsenal de M. Proudhon, lleno unas veces de razón y otras de elocuencia y de sar-casmo, cuando combate y pulveriza a sus compañeros de armas. Véase aquí lo que M. Proudhon piensa de la naturaleza armonica del hombre, proclamada por Saint-Simon y por Fourier, y de la futura transformación de la tierra en un jar-dín deleitoso, anunciado por todos los socialistas: «Pero el hombre, considerado en el conjunto de sus manifestacio-nes, y cuando todas sus antinomias parecen apuradas, pre-senta todavía una que, no refiriéndose a nada de lo que existe en la tierra, queda aquí abajo sin solución de ningu-na especie. Esto sirve para explicar por qué causa, por per-fecto que sea el orden en la sociedad, no lo es nunca tanto que destierre de todo punto la amargura y el tedio. La feli-cidad en este mundo es un ideal que estamos condenados a seguir siempre, y que el antagonismo invencible de la na-turaleza y del espíritu pone perfectamente fuera de nuestro alcance» (Système des contradictions, capítulo 10). Poned ahora la atención en el siguiente sarcasmo contra la bon-dad nativa del hombre: «El obstáculo mayor que la igual-

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dad tiene que vencer no está en el orgullo aristocrático del rico, sino en el egoísmo indispensable del pobre; y a pesar de eso, ¿os atrevéis todavía a contar con su bondad ingéni-ta para reformar a un tiempo mismo la espontaneidad y la premeditación de su malicia?» (Système des contradic-tions, c.8). El sarcasmo crece de punto en las palabras si-guientes, tomadas de la misma obra y del mismo capítulo: «La lógica del socialismo es verdaderamente maravillosa: El hombre es bueno -nos dicen-, pero es necesario desinte-resarle del mal para que se abstenga de él; el hombre es bueno -repiten-, pero es necesario interesarle en el bien pa-ra que le ponga en práctica; porque si el interés de sus pa-siones le lleva al mal, hará el mal; y si está desinteresado del bien, no le ejecutará. En este caso la sociedad no tendrá derecho para echarle en cara que escuchó sus pasiones, porque ella es la que está en obligación de conducirle por medio de sus pasiones. ¡Qué naturaleza tan excelente y tan maravillosamente enriquecida con dones la de Nerón! ¡Qué alma de artista la de aquel Heliogábalo que organizó la prostitución! Y en cuanto a Tiberio, ¡qué carácter el su-yo tan poderoso y tan grande!, y al revés, ¿dónde hay pala-bras para escarnecer bastante a la sociedad que produjo aquellas almas divinas, y que dio el ser, sin embargo, a Tá-cito y Marco Aurelio? ¿Y eso es lo que nuestros socialistas llaman bondad ingénita del hombre y santidad de sus pa-siones? Una Safo llena de arrugas y abandonada de sus amantes, pone la cerviz al yugo del matrimonio; desintere-sada del amor, se resigna al himeneo. ¡Y a esa mujer la lla-man santa! ¡Lástima grande que esta palabra no tenga en francés el doble sentido que tiene en la lengua hebrea! To-do el mundo estaría entonces de acuerdo acerca de la santi-dad de Safo!». El sarcasmo reviste aquella forma elocuen-temente brutal, que pudiera llamarse la forma proudhonia-na, en el capítulo XII de la misma obra, en donde M. Proudhon se explica de esta manera: «Pasemos de corrida al lado de esas constituciones sansimonianas y fourieristas, y de todas las otras de la misma laya, cuyos autores van prometiendo a voces por las plazas y las calles unir con di-chosa lazada el amor libre con el pudor y la delicadeza y la espiritualidad más pura; triste ilusión la de un socialismo abyecto, último sueño de la crápula en delirio. Dad vuelo a la pasión por medio de la inconstancia, y luego al punto la carne tiranizará al espíritu; los amantes no serán entre sí sino viles instrumentos de placer; a la fusión de los corazo-nes sucederá el prurito de los sentidos, y... para formarse un juicio sobre tales cosas no es menester haber pasado, como Saint-Simon, por las aduanas de la Venus popular». Después de haber expuesto e impugnado en general las teorías socialistas relativas a los problemas que son asunto de este libro, sólo nos falta exponer e impugnar la teoría de M. Proudhon relativa a estos mismos problemas, para po-ner un término a este largo y complicado debate. M. Proudhon expone compendiosa, pero cumplidamente, su doctrina en el capítulo VIII de la obra que acabamos de ci-tar, por las palabras siguientes: «La educación de la liber-tad, la sujeción de nuestros instintos, el rescate o la reden-ción de nuestra alma, eso es lo que significa, como lo ha demostrado Lessing, el misterio cristiano interpretado rec-tamente. Esta educación durará tanto como nuestra vida y la del género humano. Moisés, Buda, Jesucristo, Zoroastro, fueron todos apóstoles de la expiación y símbolos vivos de la penitencia. El hombre es por naturaleza pecador, lo cual no quiere decir precisamente que sea malo, sino más bien

que está mal hecho. Su destino es estar ocupado perpetua-mente en volver a crear su propio ideal dentro de sí mis-mo». En esta profesión de fe hay algo de la teoría católica, al-go de la socialista y algo que ni es de la una ni de la otra, y constituye, por lo mismo, la individualidad de la teoría proudhoniana. Lo que hay aquí de la teoría católica consiste en el reco-nocimiento de la existencia del mal y del pecado, en la confesión de que el pecado está en el hombre y no en la sociedad y de que el mal no viene de la sociedad, sino del hombre; por último, hay aquí de la teoría católica el reco-nocimiento explícito de la necesidad de la redención y de la penitencia. Lo que hay de la teoría socialista está en la afirmación de que el hombre es el redentor. Lo que constituye la indi-vidualidad de la teoría proudhoniana consiste, por una par-te, en este principio contradictorio de la teoría socialista, conviene a saber: que el hombre redentor no redime a la sociedad, sino que se redime a si propio; y en este otro, contradictorio de la teoría católica: que el hombre no se ha hecho malo, sino que, al revés, ha sido mal hecho. Dejando a un lado, por una parte, lo que en esta teoría hay de con-forme con la católica, y por otra lo que hay en ella de con-forme con la socialista, me haré cargo solamente de lo que la constituye diferente de las otras, de aquello en virtud de lo cual deja de ser socialista o católica para ser exclusiva-mente proudhoniana. La individualidad de esta teoría consiste en afirmar que el hombre no es pecador sino porque ha sido mal hecho. Caminando en esta suposición, M. Proudhon ha dado una prueba insigne de sana razón y de buena lógica, buscando al Redentor fuera del Hacedor, por ser cosa clara que por aquel que hemos sido mal hechos no podemos ser bien re-dimidos. No pudiendo ser Dios el redentor, y siendo el re-dentor necesario, había de serlo el hombre o el ángel. Es-tando dudoso de la existencia del ángel y cierto de la nece-sidad de la redención, no teniendo a quien dar este cargo, se lo ha dado al hombre, que es a un mismo tiempo peca-dor y redentor de su pecado. Todas estas proposiciones están bien trabadas y adheri-das entre sí; por donde todas ellas flaquean es por el hecho que les sirve de fundamento y de base, porque o el hombre ha sido bien o mal hecho: en el primer caso viene a tierra la teoría, y en el segundo procede la argumentación si-guiente: Si el hombre está mal hecho y es su propio reden-tor, hay contradicción manifiesta entre su naturaleza y su atributo, como quiera que el hombre, por mal hecho que esté, si está hecho de manera que pueda enmendar la obra de su Hacedor hasta el punto de redimirse, lejos de ser una criatura mal hecha, es una criatura perfectísima; porque ¿cómo puede imaginarse perfección mayor que la que con-siste en la facultad de borrar todos sus pecados, de enmen-dar todas sus imperfecciones y, para decirlo todo de una vez, en la de redimirse a sí propio? Ahora bien: si en el he-cho de ser su propio redentor, cualesquiera que sean sus imperfecciones por otra parte, es el hombre un ser perfectí-simo, afirmar de él a un mismo tiempo que ha sido mal he-cho y que es su propio redentor, es afirmar lo que se niega y negar lo que se afirma, porque es afirmar que ha sido he-cho perfectísimo y que ha sido mal hecho. Y no se diga que sus imperfecciones le vienen de Dios y que la altísima perfección que consiste en redimirse le viene de sí propio,

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porque a esto se responde que el hombre no hubiera podi-do llegar nunca a ser su propio redentor si no hubiera sido hecho con la facultad de llegar a esa grande altura o, por lo menos, con la facultad de adquirir esa facultad en la suce-sión de los tiempos. Alguna de estas cosas es necesario conceder; y aquí conceder algo es concederlo todo, como quiera que si cuando fue hecho era su redentor en potencia antes de serlo actualmente, esa potencia, a pesar de todas sus imperfecciones, le constituyó perfectísimo. Luego la teoría proudhoniana no viene a ser otra cosa sino una contradicción en los términos. La conclusión de todo lo dicho es que no hay escuela ninguna que no reconozca la existencia simultánea del bien y del mal, y que sólo la católica explica satisfactoriamente la naturaleza y el origen del uno y del otro y sus varios y complicados efectos. Ella nos enseña cómo no hay bien ninguno que no venga de Dios y cómo todo lo que proce-de de Dios es un bien; de qué manera comienza el mal con el primer desfallecimiento de la libertad angélica y de la humana, que de obedientes y sumisas se vuelven rebeldes y prevaricadoras, y de qué modo y hasta qué punto esas dos grandes prevaricaciones lo mudan todo con sus in-fluencias y sus estragos. Ella nos muestra, por último, que el bien es de suyo eterno, porque es de suyo esencial, y que el mal es una cosa transitoria, porque es un accidente; de donde se sigue que el bien no está sujeto a caídas y mudan-zas y que el mal puede ser borrado y el pecador redimido. Reservando para más adelante la explicación de aquellos grandes y soberanos misterios con cuya virtud prodigiosa el mal fue extirpado en su origen, nos hemos limitado en este libro a poner como de relieve la soberana industria y el portentoso artificio con que Dios convierte los efectos de la culpa primitiva en elementos constitutivos de un bien superior y de un orden excelente; por eso expusimos de qué manera el bien sale del mal por la virtud de Dios, des-pués de haber expuesto de qué manera sale el mal del bien por culpa del hombre, sin que la acción humana y la reac-ción divina impliquen rivalidad de ninguna especie entre seres que están separados por una distancia infinita. En cuanto a las escuelas racionalistas, el examen de sus varios sistemas sirve para demostrar su profundísima igno-rancia en todo lo que tiene relación con estas altas cuestio-nes. Por lo que hace a la liberal, su ignorancia es prover-bial entre los doctos: en calidad de lega, es esencialmente antiteológica, y en calidad de antiteologica, es impotente para dar un gran impulso a la civilización, que es siempre el reflejo de una teología. Su oficio propio es falsear todos los principios, combinándolos caprichosa y absurdamente con aquellos otros que los contradicen; por aquí piensa lle-gar al equilibrio, y no llega sino a la confusión; piensa ir a la paz, y va a la guerra. Pero como quiera que sea cosa im-posible sustraerse de todo punto al imperio de la ciencia teológica, la escuela liberal es menos lega de lo que ella cree y más teológica de lo que a primera vista parece. La cuestión del bien y del mal, la más esencialmente teológica entre cuantas pueden imaginarse, viene planteada y resuel-ta por sus doctores, si bien se echa de ver desde luego que ignoran el arte de plantearla y el modo de resolverla. En primer lugar prescinden de la cuestión relativa al mal en sí, al mal por excelencia, para ocuparse sólo en cierto género de males; como si fuera posible que el que ignora qué cosa es el mal pueda saber qué cosa son los males particulares; en segundo lugar, particularizando el remedio como parti-

cularizaron el mal, le descubren solamente en ciertas for-mas políticas, ignorando que esas formas son de todo pun-to indiferentes como lo enseña la razón y lo demuestra la Historia. Señalando el mal allí donde no está y el remedio allí donde no se encuentra la escuela liberal ha puesto la cuestión fuera de su verdadero punto de vista, con lo cual ha introducido la confusión y el desorden en las regiones intelectuales. Su efímera dominación ha sido funesta a las sociedades humanas, y durante su reinado transitorio, el principio disolvente de la discusión ha dado al traste con el buen sentido de los pueblos. En este estado de la sociedad no hay trastorno que no sea de temer, ni catástrofe que no pueda venir, ni revolución que no sea inevitable. Por lo que hace a las escuelas socialistas, con sólo con-siderar la manera que tienen de plantear las cuestiones se echa de ver su superioridad sobre la liberal, la cual no está en estado de oponerles resistencia ninguna. Siendo, como son, esencialmente teológicas, miden los abismos en toda su profundidad, y no carecen de cierta grandeza en la ma-nera de plantear los problemas y de proponer las solucio-nes. Empero, consideradas más atentamente, y cuando se entra en el laberinto intrincado de sus soluciones contra-dictorias, luego al punto se descubre su flaqueza radical, disimulada un tanto con sus apariencias grandiosas. Los sectarios socialistas son a la manera de los filósofos paga-nos, cuyos sistemas teológicos y cosmogónicos venían a ser un monstruoso conjunto, por una parte, de tradiciones bíblicas desfiguradas e incompletas, y por otra de hipótesis insostenibles y falsas. Su grandiosidad les viene de la at-mósfera que las rodea, impregnada toda ella de emanacio-nes católicas; y sus contradicciones y su flaqueza, de la ig-norancia del dogma, del olvido de la tradición y de su des-precio por la Iglesia, depositaria universal de los dogmas católicos y de las tradiciones cristianas. A semejanza de nuestros dramáticos de otra edad, los cuales, confundién-dolo todo grotesca, aunque ingeniosamente, ponían en bo-ca de César discursos dignos del Cid y sentencias dignas de los caballeros de Cristo en boca de los adalides moros, los socialistas de nuestros tiempos están perpetuamente ocupados en dar un sentido racionalista a las palabras cató-licas, dando menos pruebas de ingenio que de candor y mostrándose alguna vez menos maliciosos que inocentes. Nada hay ni menos católico ni menos racionalista que entrar a saco la ciudad racionalista y la ciudad católica, to-mando de aquélla las ideas con todas sus contradicciones y de ésta las vestiduras con todas sus magnificencias. El ca-tolicismo, por su parte, no consentirá ni esos escandalosos amaños, ni esa vergonzosa confusión, ni esos torpes despo-jos. El catolicismo está en estado de demostrar que él solo posee el índice ordenado de todos los problemas políticos, religiosos y sociales; que él sólo está en el secreto de las grandes soluciones; que no vale concederle a medias y ne-garle a medias, ni tomarle sus palabras para cubrir con ellas la desnudez de otras doctrinas; que no hay ni otro mal ni otro bien sino el bien y el mal que él señala; que las co-sas no pueden ser explicadas sino de la manera que él ex-plica las cosas; que sólo el Dios que él aclama es el Dios verdadero; que la humanidad es lo que él dice que es, y no una cosa diferente; que cuando él ha dicho de los hombres que son entre sí hermanos, iguales y libres, ha dicho al mismo tiempo cómo lo son, de qué manera lo son y hasta qué punto lo son; que sus palabras han sido hechas a la medida de sus ideas, y sus ideas para sostener a sus pala-

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bras; que es necesario proclamar la libertad, la igualdad y la fraternidad católicas o negar al mismo tiempo todas esas cosas y todos esos nombres; que el dogma de la redención es exclusivamente suyo; que él solo nos enseña el porqué y el para qué de la redención, y cómo se llama el Redentor, y cómo se llama el redimido; que aceptar su dogma para es-tropearle es oficio de charlatán y una bufonada de mal gé-nero; que el que no es con él es contra él; que él es la afir-mación por excelencia, y que contra él no se da sino una negación absoluta. De esta manera viene planteada la cuestión entre racio-nalistas y católicos. El hombre es soberanamente libre, y como libre puede aceptar las soluciones puramente católi-cas o las soluciones puramente racionalistas; puede afir-marlo todo o negarlo todo; puede ganarse o puede perder-se; lo que el hombre no puede hacer es mudar con su vo-luntad la naturaleza de las cosas, que es de suyo inmutable. Lo que el hombre no puede hacer es encontrar reposo y descanso en el eclecticismo liberal o en el eclecticismo so-cialista. Socialistas y liberales están en la obligación de ne-garlo todo para tener el derecho de negar algo. El catolicis-mo, considerado humanamente, no es grande sino porque es el conjunto de todas las afirmaciones posibles; el libera-lismo y el socialismo no son débiles sino porque juntan en uno varias de las afirmaciones católicas y varias de las ne-gaciones racionalistas y porque, en vez de ser escuelas contradictorias del catolicismo, no son otra cosa sino dos escuelas diferentes. Los socialistas no parecen arrojados en sus negaciones sino cuando se les compara con los libera-les, que en cada afirmación ven un escollo y en cada nega-ción un peligro; su timidez, empero, salta a los ojos si se les compara con la escuela católica; sólo entonces se echa de ver el arrojo con que ella afirma y la timidez con que ellos niegan. ¡Cómo! ¿Os llamáis los apóstoles de un nue-vo evangelio, y no habláis del mal y del pecado, de la re-dención y de la gracia, cosas todas de que está lleno el an-tiguo? ¿Os llamáis depositarios de una nueva ciencia polí-tica, social y religiosa, y nos habláis de libertad, de igual-dad y fraternidad, cosas todas tan viejas como el catolicis-mo, que es tan viejo como el mundo? Aquel que ha afirma-do de sí que ensalzaría la humildad y que abatiría el orgu-llo, cumple en vosotros su palabra. Él os condena a no ser sino torpes comentadores de su inmortal Evangelio, por lo mismo que aspiráis con desatentada y loca ambición a pro-mulgar una nueva ley desde un nuevo Sinaí, ya que no des-de un nuevo Calvario.

Libro tercero

Problemas y soluciones relativas al orden en la humani-dad

Capítulo I

Transmisión de la culpa, dogma de la imputación   Con el pecado del primer hombre se explica suficiente-mente aquel gran desorden y aquella formidable confusión que padecieron las cosas a poco de creadas, cuya confu-sión y cuyo desorden se convirtieron, como vimos, sin de-jar de ser lo que eran, en elementos de un orden más exce-lente y de una más grande armonía por aquella virtud se-creta e incomunicable, que está en Dios, de sacar el orden

del desorden, de la confusión el concierto, y el bien del mal, por un acto simplicísimo de su voluntad soberana. Lo que aquel pecado por sí solo no alcanza a explicar en la perpetuidad y constancia de aquella primitiva confusión, la cual subsiste todavía en todas las cosas, señaladamente en el hombre. Para explicar cumplidamente la subsistencia de los efectos es necesario suponer la subsistencia de la causa, y para explicar la subsistencia de la causa es forzoso supo-ner la transmisión perpetua de la culpa. El dogma de la transmisión del pecado con todas sus consecuencias es uno de los misterios más temerosos, más incomprensibles y oscuros entre cuantos nos han sido en-señados por revelación divina. Esa sentencia de condena-ción, dada en cabeza de Adán contra todas las generacio-nes de los hombres, así las que han sido como las que son ahora presentes y las que serán en lo venidero hasta la con-sumación de los tiempos, no se compone bien a primera vista, en el entendimiento humano, con la justicia de Dios, y mucho menos con su inagotable misericordia. Cualquie-ra diría, al considerarla de golpe y por primera vez, que es un dogma sacado de aquellas religiones inexorables y som-brías del Oriente, cuyos ídolos no tienen oídos sino para escuchar lamentos, ni ojos sino para ver la sangre, ni voz sino para lanzar anatemas y para pedir venganzas. El Dios vivo, en la actitud de revelarnos ese dogma tremendo, más bien que como el Dios manso y clemente de los cristianos, se nos muestra como el Moloch de los pueblos idólatras, crecido en grandeza y en barbarie, el cual, no contentándo-se ya con carnes tiernas para aplacar su hambre devorado-ra, va sepultando unas después de otras en las cavernas de su vientre las generaciones humanas. ¿Por qué somos pe-nadas -dicen todas las gentes convertidas a Dios- si no fui-mos culpables? Entrando de lleno y derechamente en las entrañas de la cuestión, no será empresa ardua demostrar la altísima con-veniencia de este profundo misterio. Ante todo, debemos observar que los mismos que niegan la transmisión como dogma revelado están obligados a reconocer que, aun con-siderado este negocio haciendo abstracción completa de lo que tenemos por fe, se va siempre a parar al mismo tér-mino por diferentes caminos. Demos por sentado que el pecado y la pena, siendo personales de suyo, son de suyo intransmisibles; y después de hecha esta concesión, toda-vía demostraremos con evidencia que, con ella como sin ella, queda en pie lo que se nos enseña por el dogma. En efecto: de cualquiera manera que se considere este negocio, siempre resultará que el pecado puede producir en el que le comete tales estragos y tan grandes mudanzas, que sean poderosas para alterar física y moralmente su constitución primitiva; cuando esto sucede, el hombre, que transmite todo lo que tiene constitucionalmente, transmite a sus hijos por la generación sus condiciones constitucio-nales. Cuando una gran explosión de ira produce una en-fermedad en el airado, cuando esa enfermedad que en él produce es constitucional y orgánica, es cosa sencilla y na-tural que transmita a sus hijos por vía de generación el mal constitucional y orgánico que padece. Ese mal constitucio-nal y orgánico se reduce, considerándole bajo su aspecto físico, a una enfermedad verdadera; y considerándole des-de su punto de vista moral, a una predisposición de la car-ne a sojuzgar al espíritu con aquella misma pasión que, cuando fue actual, produjo aquellos grandes estragos. Que la prevaricación de Adán, siendo la mayor de todas las pre-

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varicaciones posibles, debió alterar, y alteró de una manera radical, su constitución moral y física, es una cosa puesta fuera de toda duda, y siéndolo, es cosa clara que debió transmitírsenos con la sangre el estrago de la culpa y la predisposición a cometerla actualmente. Síguese de lo dicho que en realidad nada adelantan los que niegan el dogma de la transmisión del pecado si no niegan al mismo tiempo lo que no pueden negar sin insen-satez evidente y sin evidente locura, a saber: que la culpa, cuando es grande, deja un rastro en la constitución y en el organismo del hombre, y que ese rastro orgánico y consti-tucional se transmite de unas generaciones en otras, vicián-dolas todas en lo que tienen de constitucional y de orgáni-co. Ni adelantan más en ese terreno los que, negando la transmisibilidad del pecado, niegan el dogma de la imputa-ción o la transmisión de la pena, como quiera que aquello mismo que en calidad de pena apartan de sí se les viene encima con otro nombre, con el nombre de desgracia. De-mos por sentado que las desventuras que padecemos no son una pena, la cual lleva consigo la idea de una infrac-ción voluntaria por parte del que la recibe y de una deter-minación voluntaria por parte del que la impone; siempre resultará de aquí que en todas las suposiciones son igual-mente inevitables y ciertas nuestras grandes desventuras; los que no las confiesan como consecuencia legítima del pecado, se ven obligados a confesarlas como una conse-cuencia natural de las relaciones necesarias que tienen en-tre sí las causas y sus efectos. Por este sistema, la corrup-ción radical de su naturaleza fue una pena en nuestros pri-meros padres, voluntariamente pecadores. Su desobedien-cia voluntaria mereció la pena de la corrupción que les fue impuesta por un Juez incorruptible. Esa misma corrupción es en nosotros una desgracia, como quiera que no se nos impone como pena, sino que nos viene en calidad de here-deros de una naturaleza radicalmente corrompida. Y esa desgracia es tan lamentable, que el mismo Dios no podría decretar nuestra exención sin alterar la ley de la causali-dad, que está en las cosas, por medio de un portentoso mi-lagro. Ese milagro se obró en la plenitud de los tiempos por una manera tan conveniente y tan alta, por caminos tan secretos, por medios tan sobrenaturales y por consejo tan sublime, que la obra inenarrable de Dios había de ser para los unos escándalo y para los otros locura. La transmisión de las consecuencias del pecado se ex-plica por sí misma, sin ningún género de contradicción ni de violencia. Nació el primer hombre adornado de inesti-mables privilegios: su carne estaba sujeta a su voluntad, su voluntad a su entendimiento, que recibía su luz del enten-dimiento divino. Si nuestros primeros padres hubieran pro-creado antes de pecar, sus hijos hubieran participado, por vía de generación, de su naturaleza incorrupta. Para que las cosas no hubieran sucedido de esta manera, hubiera sido necesario un milagro por parte de Dios, como quiera que aquella transmisión no hubiera podido impedirse sin mu-dar aquella ley en virtud de la cual cada ser transmite lo que tiene, en otra por cuya virtud su ser no pudiera trans-mitir sino aquello precisamente que le falta. Caídos en mí-sera rebeldía nuestros primeros padres, fueron justamente despojados de todos sus privilegios: su unión espiritual con Dios se trocó en apartamiento de ese mismo Dios con quien estaban unidos. Su sabiduría se convirtió en ignoran-cia, todo su poder fue flaqueza. Por lo que hace a la justi-

cia original y a la gracia en que nacieron, les fueron quita-das del todo, quedando enteramente desnudos. Su carne se rebeló contra su voluntad, su voluntad contra su entendi-miento, su entendimiento contra su voluntad, su voluntad contra su carne, y su carne, su voluntad y su entendimiento contra aquel Dios magnificentísimo que había puesto en ellos tan grandes magnificencias. En este estado es cosa clara que el padre no pudo transmitir por generación sino aquello que tenía, y que el hijo había de nacer ignorante de ignorante, flaco de flaco, corrompido de corrompido, apar-tado de Dios de apartado de Dios, enfermo de enfermo, mortal de mortal, rebelde de rebelde. Para que hubiera na-cido sabio de ignorante, fuerte de flaco, unido a Dios de apartado de Dios, sano de enfermo, inmortal de mortal, su-miso de rebelde, hubiera sido forzoso cambiar la ley en virtud de la cual lo semejante engendra su semejante, en otra por virtud de la cual lo contrario engendra a su contra-rio. Por lo dicho se ve que la razón natural va a parar, aun-que por distintos caminos, al mismo término que el dogma. Entre el uno y la otra hay diferencias especulativas, no hay diferencias prácticas; para medir la distancia inmensa que hay entre la explicación natural y la sobrenatural del hecho que vamos consignando, es de todo punto necesario tender la vista más allá de ese hecho; entonces es cuando se ad-vierte la esterilidad de la explicación humana y la fecundi-dad portentosa de la explicación divina. Esta fecundidad resplandecerá más adelante con el resplandor de la eviden-cia; por ahora lo que cumple a mi propósito es exponer y demostrar el dogma de la transmisión, el cual, sin invalidar lo que en la explicación natural del hecho de la transmisión hay de verdadero, rectifica lo que hay en ella de incomple-to y de falso. La razón natural llama desgracia a lo que se nos trans-mite. El dogma lo llama con tres nombres: culpa, pena y desgracia; es desgracia, por lo que tiene de inevitable; es pena, por lo que tiene de voluntario por parte de Dios; es culpa, por lo que en ello hay de voluntario por parte del hombre. La maravilla está en que, siendo una verdadera desgracia, de tal manera lo es, que se convierte en ventura: que siendo verdaderamente pena, de tal manera es pena, que también es medicina; y que siendo una verdadera cul-pa, de tal manera lo es, que es una culpa dichosa. En este gran designio de Dios resplandece, si cabe, más que en sus otros designios, aquella virtud soberana con que concilia lo que parece inconciliable, y por medio de la cual resuelve en una síntesis magnífica todas las antinomias y todas las contradicciones. Por lo relativo a la culpa, toda la cuestión está en este arduo problema: ¿Cómo puedo ser pecador cuando no pe-co? ¿Cómo peco siendo niño? Para resolverle conviene observar que nuestro primer padre fue a un tiempo mismo un individuo y una especie, un hombre y la especie humana, la variedad y la unidad juntas en uno; y como es ley fundamental y primitiva que la variedad, que está en la unidad, salga de la unidad en que está, para constituirse por separado, salvo el volver en su última evolución a la unidad en donde originalmente re-side, de aquí fue que la especie, que estaba en Adán, salió de Adán, por la generación para constituirse separadamen-te. Empero, como Adán, al propio tiempo que era indivi-duo era especie, resultó necesariamente de aquí que Adán estuvo en la especie de la misma manera que estuvo en el

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individuo. Cuando el individuo y la especie fueron una misma cosa, Adán fue esa cosa misma; cuando el indivi-duo y la especie se apartaron para constituir la unidad y la variedad, Adán fue esas dos cosas separadas, de la misma manera que había sido antes esas dos cosas mismas juntas en uno. Hubo, pues, un Adán individuo y otro Adán espe-cie; y como el pecado fue antes de la separación, y como Adán pecó juntamente con su naturaleza individual y con su naturaleza colectiva, resultó de aquí que así el uno co-mo el otro fueron ambos pecadores. Ahora bien: si el Adán individuo murió, el Adán colectivo no ha muerto, y no ha-biendo muerto, conserva su pecado. Como el Adán colecti-vo y la naturaleza humana son una cosa misma, la natura-leza humana es perpetuamente culpable, porque es perpe-tuamente pecadora. Aplicando estos principios al caso en cuestión, se ve claro que, estando la naturaleza humana en cada individuo, Adán, que es esa misma naturaleza, vive perpetuamente en cada hombre, y vive en él con lo que constituye su vida, es decir, con su pecado. Ahora se comprenderá más fácilmen-te de qué manera puede existir el pecado en el niño que na-ce. Cuando nazco soy pecador, a pesar de ser niño, porque soy Adán; lo soy, no porque peco, sino porque pequé ac-tualmente cuando me llamaba Adán y era adulto, antes de tener el nombre que tengo y de ser niño. Cuando Adán salió de las manos de Dios, yo estaba en él, y él está en mí ahora que salgo del vientre de mi madre. No pudiendo se-pararme de su persona, no puedo separarme de su pecado, y, sin embargo, no soy Adán de tal manera que me confun-da con él de una manera absoluta. Hay algo en mí que no es él, algo por lo que me distingo de él, algo que constituye mi unidad individual y que me distingue aun de aquello a que soy más semejante; y eso que me constituye variedad individual relativamente a la unidad común, es lo que he recibido y tengo del padre que me engendró y de la madre que me tuvo en sus entrañas. Ellos no me han dado la natu-raleza humana, que me viene de Dios por Adán, pero han puesto en ella el sello de la familia y han estampado en ella su figura; no me han dado el ser, sino la manera en que soy, poniendo lo menos en lo más, es decir, aquello por lo que me distingo de los otros en aquello por lo que me ase-mejo a los demás, lo particular en lo común, lo individual en lo humano; y como quiera que eso que tiene de humano y que le asemeja a los otros es lo esencial en el hombre, y que lo que tiene de individual y de distinto no es más que un accidente, síguese de aquí que, teniendo de Dios por Adán lo que constituye su esencia y de Dios por su padre lo que constituye su forma, no hay hombre ninguno que, considerado en su conjunto, no se asemeje más a Adán que a su propio padre. Por lo relativo a la pena, la cuestión está resuelta por sí misma desde el momento en que se da por cosa averiguada que se me transmite la culpa, como quiera que la una no puede concebirse sin la otra. Justo es que sea penado, si es cierto que soy culpable; y como en estas materias es nece-sario lo que es justo, siguese de aquí que la desgracia que padezco, sin dejar de ser desgracia, es necesariamente una pena. La pena y la desgracia, que son cosas diferentes des-de el punto de vista humano, son cosas idénticas desde el punto de vista divino. El hombre llama desgracia al mal producido en calidad de efecto inevitable de una causa se-gunda, y pena al mal que un ser libre impone voluntaria-mente a otro en castigo de una falta voluntaria; y como

quiera que todo lo que sucede necesariamente sucede por la voluntad de Dios, al mismo tiempo que todo lo que su-cede por su voluntad sucede necesariamente, síguese de aquí que Dios es la ecuación suprema entre lo necesario y lo voluntario, que, siendo cosas diferentes para el hombre, son en él una cosa misma. Véase cómo, desde el punto de vista divino, toda desgracia es siempre una pena y toda pe-na una desgracia. Por lo que dijimos antes, se ve cuán grande es el error de aquellos que, sin maravillarse de las misteriosas analo-gías y de las afinidades secretas que pone Dios entre los padres y sus hijos, se maravillan de esas mismas afinidades y de esas analogías misteriosas puestas por Dios entre el rebelde Adán y sus míseros descendientes. No hay enten-dimiento que entienda, ni razón que alcance, ni imagina-ción que imagine lo fuerte del vínculo y lo estrecho de la lazada puesta por el mismo Dios entre todos los hombres y ese hombre único, a un tiempo mismo unidad y colección, singular y plural, individuo y especie, que muere y que so-brevive, que es real y simbólico, figura y esencia, cuerpo y sombra; que nos tuvo a todos en sí y que está en todos no-sotros; pavorosa esfinge que desde cada nuevo punto de vista ofrece un nuevo misterio. Y así como el hombre no puede alcanzar ni con su razón, ni con su imaginación, ni con su entendimiento lo que hay en su naturaleza de singu-larmente complejo y de misteriosamente oscuro, no puede tampoco alcanzar, aunque ponga en juego todas las poten-cias de su alma, la distancia inmensa que hay entre nues-tros pecados y el pecado de aquel hombre, único, como él, por su profundísima malicia y por su grandeza incompara-ble. Después de Adán nadie ha pecado como Adán, y nadie pecará como él en toda la prolongación de los tiempos. Participando el pecado de la naturaleza del pecador, fue uno y vario a un tiempo mismo, porque fue un solo pecado en realidad y todos los pecados en potencia; con él puso Adán mancha en lo que ya no puede ponerla ningún hom-bre, en el puro albor de su inocencia purísima; poniendo unos pecados sobre otros, los que pecamos ahora no hace-mos otra cosa sino poner manchas sobre manchas: sólo a Adán le fue dado oscurecer el ampo de la nieve: con ser nuestra naturaleza dañada un grave mal, y nuestros peca-dos un mal más grande, no carece ese compuesto de cierta belleza de relación, que nace de aquella armonía secreta que hay entre la fealdad propia del pecado y la fealdad propia de la naturaleza del hombre. Las cosas feas pueden armonizarse entre sí como se armonizan las hermosas; y cuando esto sucede, no cabe duda sino que lo que hay en las cosas de esencialmente feo se templa en algún modo por la belleza que reside en lo que hay en ellas de armóni-co y concertado. Esta, sin duda, debe ser la razón de por qué la fealdad física parece que disminuye siempre con los años; la vejez no es cosa que sienta mal a la fealdad, como la fealdad pierde lo que tiene de repugnante cuando se ar-moniza con las arrugas. Nada, por el contrario, es más tris-te de ver y nada más horrible de imaginar que la vejez puesta en la cara de un ángel o la fealdad junta con la pri-mavera de la vida. Las mujeres que, habiendo sido hermo-sas, conservan, siendo viejas, rastro de lo que fueron, me han parecido siempre horribles; hay algo en mí que me da voces y me dice: «¿Quién ha sido el gran culpable que jun-tó por primera vez las cosas que hizo Dios para que estu-vieran separadas?». No; Dios no ha hecho la hermosura para la vejez ni la vejez para la hermosura. Luzbel es el

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único entre los ángeles, y Adán entre los hombres, que jun-taron todo lo que hay de decrépito y de feo con todo lo que había de resplandeciente y hermoso.

Capítulo II

De cómo saca Dios el bien de la transmisión de la culpa y de la pena y de la acción purificante del dolor libre-mente aceptado  La razón, que se subleva contra la pena y la culpa que se nos transmiten, acepta sin repugnancia, aunque con do-lor, lo que nos fue transmitido, si pierde su nombre propio para tomar el de desgracia inevitable. Y, sin embargo, no es cosa ardua demostrar de una manera evidente que esa desgracia no podía convertirse en ventura sino con la con-dición de ser una pena; de donde resultará, por consecuen-cia forzosa, que en su definitivo resultado es menos acep-table la solución racionalista que la solución dogmática. No considerando nuestra actual corrupción sino como un defecto físico y necesario de la corrupción primitiva, y debiendo durar el efecto tanto como su causa, es claro que, no habiendo modo ninguno de hacer que desaparezca la causa, no le hay tampoco de hacer que desaparezca el efec-to. Siendo la corrupción primitiva, causa de nuestra co-rrupción actual, un hecho consumado, nuestra corrupción actual es un hecho definitivo, que nos constituye en una desgracia perpetua. Considerando, por otra parte, que no puede darse nin-guna manera de unión entre lo corrompido y lo incorrupti-ble, síguese de aquí que por la explicación racionalista se hace imposible de todo punto la unión del hombre con Dios, no sólo en el tiempo presente, sino también en el ve-nidero. En efecto: si la corrupción humana es indeleble y perpetua, y si Dios es eternamente incorruptible, entre la incorruptibilidad de Dios y la corrupción perpetua del hombre hay una invencible repugnancia y una contradic-ción absoluta. El hombre, pues, por este sistema, queda apartado de Dios perpetuamente. Y no se me arguya diciendo que el hombre pudo ser redi-mido, porque cabalmente la consecuencia lógica de este sistema es la imposibilidad de la redención humana. Para la desgracia no se da redención sino en cuanto es concebi-da como una pena que viene detrás de un pecado: suprimi-do el pecado, procede la supresión de la pena, y con la su-presión del pecado y de la pena se hace irremediable la desgracia. Por este sistema es de todo punto inexplicable el libre albedrío del hombre. En efecto: si el hombre nace en el apartamiento necesario de Dios, si vive en el apartamiento necesario de Dios y si muere en el apartamiento necesario de Dios, ¿qué significa y qué es el libre albedrío del hom-bre? Si no hay transmisión de la culpa y de la pena, luego al punto viene al suelo el dogma de la redención y el de la li-bertad humana, y con ellos todos los otros juntamente; por-que si el hombre no es libre, no tiene el principado de la tierra; si no tiene el principado de la tierra, la tierra no se une a Dios por el hombre, y si no se une a Dios por el hombre, no se une a Dios de manera ninguna. El hombre mismo, si no tiene libertad, no se aparta de Dios de una manera para volver a Dios en otra forma; se aparta de él absolutamente. Dios no le alcanza ni con su bondad, ni con

su justicia, ni con su misericordia; todas las armonías de la creación se desvanecen, todos los vínculos se rompen, el caos está en todas las cosas, todas las cosas en el caos; por lo que hace a Dios, deja de ser el Dios católico, el Dios vi-vo; Dios está en lo alto, las criaturas en lo bajo, y ni las criaturas se cuidan de Dios ni Dios se cuida de las criatu-ras. En ninguna otra cosa resplandece tanto la divina conso-nancia de los dogmas católicos como en esta trabazón ad-mirable que todos tienen entre sí, la cual es tan maravillosa y tan íntima, que la razón humana no puede concebir otra mayor, viéndose puesta en la tremenda alternativa de acep-tarlos todos juntos o de negarlos todos juntamente. Lo cual consiste en que no contiene cada uno de ellos una verdad diferente, sino una misma verdad, correspondiendo exacta-mente el número de los dogmas al número de sus aspectos. Ni hemos apurado todavía las consecuencias que se se-guirían forzosamente de considerar la lamentable desgracia del hombre caído haciendo abstracción absoluta de la pe-na. En efecto: si su desgracia no es, al mismo tiempo que una desgracia, una pena, si es sólo un efecto inevitable de una causa necesaria, queda sin explicación ninguna lo po-co que conservó Adán y que conservamos nosotros del es-tado primitivo; siendo digno de notarse, en contradicción con lo que a primera vista parece, que no es la justicia, sino, por el contrario, la misericordia, la que más resplan-dece en aquella solemne condenación que siguió inmedia-tamente al pecado. En efecto: si Dios se hubiera abstenido de intervenir con su condenación en esta tremenda catás-trofe; si, viendo al hombre apartado de sí, le hubiera vuelto la espalda y hubiera entrado en su tranquilo reposo, o para decirlo todo de una vez, si en vez de condenarle le hubiera dejado entregado a las inevitables consecuencias de su vo-luntaria desunión y de su voluntario apartamiento, su caída hubiera sido irremediable y su perdición infalible. Para que su desastre pudiera tener remedio, era necesa-rio que Dios se acercara al hombre de alguna manera, vol-viéndosele a unir, aunque imperfectamente, con misericor-diosa lazada. La pena fue el nuevo vínculo de unión entre el Criador y su criatura, y en ella se juntaron misteriosa-mente la misericordia y la justicia: la misericordia porque es vínculo, la justicia porque es pena. Quitando a los padecimientos y a los dolores lo que tie-nen de pena, no se les quita sólo lo que tienen de lazada entre el Criador y la criatura, sino que se les quita también lo que en su acción sobre el hombre tienen de expiatorio y de purificante. Si el dolor no es una pena, es un mal sin mezcla de bien alguno; si es una pena, el dolor, que es un mal desde el punto de vista de su origen, que es el pecado, es un gran bien desde el punto de vista de la purificación de los pecadores. La universalidad del pecado es causa ne-cesitante de la universalidad de la purificación, la cual a su vez exige que el dolor sea universal, para que todo el géne-ro humano se purifique en sus misteriosas aguas. Esto sir-ve para explicar por qué padecen todos los nacidos, hasta que mueren, desde que nacen. El dolor es compañero inse-parable de la vida en este valle oscuro, lleno de nuestros sollozos, ensordecido con nuestros lamentos y humedecido con nuestras lágrimas. Todo hombre es un ser doliente, y todo lo que no es dolor le es extraño: si pone los ojos en lo pasado, siente pesar al verlo desvanecido; si los pone en lo presente, siente congoja porque lo pasado fue mejor; si los pone en lo venidero, siente turbación porque lo venidero

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todo es misterio y sombras. Por poco que considere, ad-vierte que lo pasado, lo presente y lo venidero es todo, y que el todo no es nada; lo pasado ya pasó, lo presente va pasando, lo venidero no es. Los menesterosos van carga-dos de fatigas, los abastecidos padecen harturas, los poten-tes soberbias, los ociosos tedio, envidias los bajos, los altos desdenes. Los conquistadores que van empujando a las gentes van empujados por las furias, y no atropellan a los otros sino porque van huyendo de sí mismos. La lujuria consume con sus impúdicos ardores las carnes del mozo; la ambición toma al mozo, hecho hombre, de manos de la lujuria, y le abrasa con otras llamas y le mete en otras ho-gueras; la avaricia le coge cuando la lujuria no le quiere y cuando la ambición le abandona; ella le da una vida artifi-cial que llama el insomnio; los viejos avaros no viven sino porque no duermen; su vida no es otra cosa sino la falta de sueño. Pasea toda la tierra en ancho y en largo, vuelve los ojos atrás, tiéndelos adelante, devora los espacios y recorre los tiempos, y ninguna otra cosa hallarás en los dominios de los hombres sino esto que ves aquí: un dolor que no remite y una lamentación que nunca acaba. Y ese dolor, aceptado voluntariamente, es la medida de toda grandeza; porque no hay grandeza sin sacrificio, y el sacrificio no es otra cosa sino el dolor voluntariamente aceptado. Los que el mundo llama héroes son aquellos que, siendo traspasados por un cuchillo de dolor, aceptaron voluntariamente el dolor con su cuchillo. Los que la Iglesia llama santos son aquellos que aceptaron todos los dolores, los del espíritu y los de la carne juntamente. Santos son los que, estrechados por la avaricia, dieron de mano a todos los tesoros del mundo; los que, solicitados por la gula, fueron sobrios; los que, abra-sados por la lujuria, aceptaron santamente el combate y fueron castos; los que, entrando en batalla con pensamien-tos sucios, fueron limpios; los que se levantaron tan altos por la humildad que vencieron a su soberbia; los que, sin-tiéndose tristes por el bien ajeno, de tal manera se esforza-ron que convirtieron en santa alegría su torpe tristeza; los que dieron en tierra con la ambición que los levantaba a las nubes; los que, siendo perezosos, se tornaron diligentes; los que, viéndose abatidos por los pesares, dieron a sus pe-sares libelo de repudio y se levantaron a la alegría espiri-tual por un esfuerzo generoso; los que, enamorados de sí, renunciaron a su propio amor por el amor de los otros, ofreciendo por ellos su vida con heroico desprendimiento en perfectísimo holocausto. El género humano ha sido unánime en reconocer una virtud santificante en el dolor. Por esta razón se observa que en todos los tiempos, en todas las zonas y entre todas las gentes, el hombre ha rendido culto y homenaje a los grandes infortunios. Edipo es más grande en el día de su infortunio que en los tiempos de su gloria; el mundo igno-raría su nombre si el rayo de la cólera divina no le hubiera derrocado de su trono. La melancólica belleza que resplan-dece en la fisonomía de Germánico le viene del infortunio que le alcanzó en la primavera de la vida y de aquella bella muerte que murió lejos de la amada patria y de los aires de Roma. Mario, que no es más que un hombre cruel cuando es levantado por la victoria, es un hombre sublime cuando cae en el cieno de las lagunas desde su escollo eminente. Mitrídates nos parece más grande que Pompeyo, y Aníbal, más grande que Escipión. El hombre, sin saber cómo, se inclina siempre del lado del vencido: el infortunio le pare-

ce más bello que la victoria. Sócrates es menos grande por la vida que vivió que por la muerte que le dieron; la inmor-talidad no le viene de haber sabido vivir, sino de haber muerto heroicamente: él debe menos a la filosofía que a la cicuta. El género humano se hubiera indignado contra Ro-ma si hubiera permitido a César morir como los demás hombres mueren: su gloria era tan grande, que merecía ser coronada con un gran infortunio. Morir tranquilamente en su lecho, investido con la potestad soberana, es cosa per-mitida apenas a Cromwell. Napoleón debió morir de otra manera: debió morir vencido en Waterloo; proscrito por la Europa, debió ser puesto en un sepulcro fabricado por Dios para él desde el principio de los tiempos; un ancho foso debía separarle del mundo, y en ese foso anchísimo debía caber el océano. El dolor pone una cierta manera de igualdad entre todos los que padecen, lo cual es ponerla en todos los hombres, porque padecen todos; por el gozar nos separamos, por el padecer nos unimos con vínculos fraternales. El dolor nos quita lo que nos sobra y nos da lo que nos falta, poniendo en el hombre un perfectísimo equilibrio: el soberbio no pa-dece sin perder algo de su soberbia, ni el ambicioso sin perder algo de su ambición, ni el colérico sin perder algo de sus iras, ni el lujurioso sin perder algo de su lujuria. El dolor es soberano para apagar los incendios de las pasio-nes; al propio tiempo que nos quita lo que nos daña, nos da lo que nos ennoblece; el duro no padece nunca sin sentirse más inclinado a compasión, ni el altivo sin encontrarse más humilde, ni el voluptuoso sin hacerse más casto; el violento se amansa, el flaco se fortalece. Ninguno sale peor que entró de esa gran fragua de los dolores; los más salen de ella con altísimas virtudes que nunca conocieron: quién entró impío y sale religioso; quien avaro y sale li-mosnero; quién entra sin haber llorado nunca y sale con don de lágrimas; quién empedernido y sale misericordioso. En el dolor hay un no sé qué de fortificante, y de viril, y de profundo, que es origen de toda heroicidad y de toda gran-deza; ninguno ha sentido su misterioso contacto sin crecer-se; el niño adquiere con el dolor la virilidad de los mozos, los mozos la madurez y la gravedad de los hombres, los hombres la fortaleza de los héroes, los héroes la santidad de los santos. Por el contrario, el que deja los dolores por los deleites, luego al punto comienza a descender con un progreso a un mismo tiempo rápido y continuo. Desde la cumbre de la santidad se derriba hasta el abismo del pecado, desde la gloria va a la infamia. Su heroísmo se convierte en flaque-za; con el hábito de ceder, pierde hasta la memoria del es-fuerzo; con el de caer, pierde hasta la facultad de levantar-se; con el deleite pierden su vitalidad y su energía todas las potencias del alma y su elasticidad y fortaleza todos los músculos del cuerpo. En el deleite hay un no sé qué de co-rrosivo y de enervante, que lleva la muerte callada y es-condida. ¡Ay del que no resiste a su voz, pérfida a un mis-mo tiempo y suave como la de las antiguas sirenas! ¡Ay del que no retrocede y huye despavorido cuando le convi-da con sus fragancias y sus flores, antes de que, sin ser dueño de sí, caiga en aquel desmayo vecino de la muerte, que comunica a los sentidos con el aroma de sus flores y con el vapor de sus fragancias! Cuando esto sucede, o sucumbe miserablemente o sale de allí de todo punto transformado: el niño que por allí pa-sa no llega a mozo; al mozo le nacen canas y el viejo pere-

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ce. El hombre deja allí como en despojos la pujanza de su voluntad, la virilidad de su entendimiento, y pierde el ins-tinto de las grandes cosas. Cínicamente egoísta y extra va-gantemente cruel, siente hervir en su sangre pasiones que no tienen nombre: si le ponéis en lugar humilde, irá a caer de las manos de la justicia en las manos del verdugo; si en lugar eminente, os estremeceréis de terror al verle soltar las riendas a sus apetitos voraces y a sus instintos feroces. Cuando Dios quiere castigar a los pueblos por sus pecados, los pone sujetos con cadenas a los pies de los hombres vo-luptuosos. Embotados sus sentidos con el opio de los delei-tes, ninguna otra cosa es poderosa para sacarlos de su estú-pido entumecimiento sino el vapor de la sangre. Todos eran voluptuosos y afeminados aquellos monstruos calen-turientos que los pretorianos saludaban en la Roma impe-rial con titulo de emperadores. La familia rindió culto a un tiempo mismo a la prostitución y a la muerte: a la prostitu-ción, en sus templos y en sus altares; a la muerte, en sus plazas y en sus cadalsos. Hay, pues, algo de maléfico y de corrosivo en el deleite, como hay algo en el dolor de purificante y de divino. No vaya a creerse, empero, que estas cosas, por ser contrarias entre sí, no van en cierta manera juntas; porque así como sucede que el que acepta libremente el dolor siente en sí cierto deleite espiritual que fortifica y levanta, del mismo modo el que se pone en manos de los deleites siente en sí cierto dolor que en vez de fortalecer enerva y deprime. El dolor es aquella pena universal a que por el pecado queda-mos todos sujetos; adondequiera que tienda su vista o en-derece sus pasos el hombre, se encuentra con el dolor, es-tatua muda y llorosa que siempre tiene delante. El dolor tiene de común con la divinidad que es para nosotros a ma-nera de círculo que nos contiene. A él vamos igualmente cuando gravitamos hacia el centro y cuando corremos ha-cia la circunferencia, y correr y gravitar hacia él es correr y gravitar hacia Dios, hacia el cual corremos con todos nues-tros pasos y gravitamos con todas nuestras gravitaciones. La diferencia está en que por unos dolores vamos al Dios bueno y clemente, por otros al Dios justo y airado, por otros al Dios del perdón y de las misericordias. Por el de-leite vamos al dolor, que es pena, y por la resignación y el sacrificio al dolor, que es medicina. Pues ¿qué locura es la de los hijos de Adán, que, no pudiendo huir del dolor, hu-yen del que es medicina, para caer en el que es pena? Por lo dicho se ve cuán maravilloso es Dios en todos sus designios y cuan admirable en aquel arte divino que consiste en sacar el bien del mal, el orden del desorden, y todas las armonías de todas las disonancias. De la libertad humana procede la disonancia del pecado; del pecado, la degradación de la especie; de la degradación de la especie procede el dolor, y el dolor es a un tiempo mismo una des-gracia en la especie corrompida y una pena en la especie pecadora; lo que tiene de desgracia, eso mismo tiene de inevitable; lo que tiene de pena, eso mismo tiene de redi-mible; estando la gracia en la redención, la gracia está en la pena. El acto más tremendo de la justicia de Dios viene a ser de este modo el acto más grande de su misericordia: por él puede el hombre, ayudado de Dios, levantarse sobre sí mismo, aceptando el dolor con una aceptación volunta-ria; y esa aceptación sublime cambia instantáneamente la pena en una medicina de una virtud incomparable. Toda negación de esta doctrina deja en pie el desorden introdu-cido en la humanidad por el pecado, como quiera que con-

duce necesariamente y a un tiempo mismo a la negación de algunos de los atributos esenciales de Dios y a la negación radical de la libertad humana. Si, considerada la cuestión desde este punto de vista, in-teresa al orden universal de la creación, del mismo modo y por las mismas razones la relativa a la prevaricación huma-na y a la angélica, considerada desde un punto de vista más restricto, interesa de una manera directa y fundamental al orden especial puesto por Dios en los varios elementos que componen la naturaleza humana. La aceptación voluntaria del dolor no produce aquellos grandes prodigios de que ha-blamos sino porque tiene la prodigiosa virtud de cambiar toda la economía de nuestro ser radicalmente. Por ello que-da domada la rebelión de la carne, la cual vuelve a some-terse a la voluntad; por ella queda vencida la voluntad, la cual vuelve a someterse al yugo del entendimiento; por ella se suprime la rebeldía del entendimiento, el cual se su-jeta al imperio de los deberes; por el cumplimiento del de-ber vuelve el hombre al culto y a la obediencia de Dios, de que se apartó por el pecado. Todos estos prodigios obra el que, revolviéndose heroicamente contra sí mismo con un ímpetu generoso, hace fuerza a su carne para que se sujete a su voluntad, y a su voluntad para que se sujete a su en-tendimiento, y a su entendimiento para que entienda en Dios y por Dios, unido a Dios por el vínculo de los actores. No es ésta ocasión de exponer con cuáles condiciones y cuáles ayudas puede la voluntad humana levantarse a es-fuerzo tan sobrenatural y tan alto. Lo que nos importa aho-ra es consignar aquí el hecho evidente de que sin ese le-vantamiento por parte de la voluntad, manifestado en la aceptación voluntaria del dolor, no puede ser restaurada aquella soberana armonía y aquel concierto prodigioso, que puso Dios en el hombre y en todas sus potencias.

Capítulo III

Dogma de la solidaridad. Contradicciones de la Escuela Liberal   Cada uno de los dogmas católicos es una maravilla fe-cunda en maravillas. El entendimiento humano pasa de unos a otros como de una proposición evidente a otra pro-posición evidente, como de un principio a su legítima con-secuencia, unidos entre sí por la lazada de una ilación rigu-rosa. Y cada nuevo dogma nos descubre un nuevo mundo, y en cada nuevo mundo se tiende la vista por nuevos y más anchos horizontes, y a la vista de esos anchísimos horizon-tes el espíritu queda absorto con el resplandor de tantas y tan grandes magnificencias. Los dogmas católicos explican por su universalidad to-dos los hechos universales, y estos mismos hechos, a su vez, explican los dogmas católicos; de esta manera, lo que es vario se explica por lo que es uno, y lo que es uno por lo que es vario; el contenido por el continente, y el continente por el contenido. El dogma de la sabiduría y de la provi-dencia de Dios explica el orden y el maravilloso concierto de las cosas creadas, y por ese mismo orden y concierto vamos a parar a la explicación del dogma católico. El dog-ma de la libertad humana sirve para explicar la prevarica-ción primitiva, y esa misma prevaricación, atestiguada por todas tradiciones, sirve de demostración de aquel dogma. La prevaricación adámica, a un mismo tiempo dogma di-vino y hecho tradicional, explica cumplidamente los gran-

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des desórdenes que alteran la belleza y la armonía de las cosas, y esos mismos desórdenes, en sus manifestaciones evidentes, son una demostración perpetua de la prevarica-ción adámica. El dogma enseña que el mal es una negación y el bien una afirmación, y la razón nos dice que no hay mal que no se resuelva en la negación de una afirmación divina. El dogma proclama que el mal es modal y el bien sustancial, y los hechos demuestran que no hay mal que no se resuelva en cierta manera viciosa y desordenada de ser y que no hay sustancia que no sea relativamente perfecta. El dogma afirma que Dios saca el bien universal del mal uni-versal y un orden perfectísimo del desorden absoluto, y ya hemos visto de qué manera todas las cosas van a Dios, aunque vayan a Él por caminos diferentes, viniendo a constituir por su unión con Dios el orden universal y su-premo. Pasando del orden universal al orden humano, la cone-xión y armonía, por una parte, de los dogmas entre sí, y por otra de los dogmas con los hechos, no es menos evi-dente. El dogma que enseña la corrupción simultánea en Adán del individuo y de la especie, nos explica la transmi-sión, por vía de generación, de la culpa y de los efectos del pecado; y la naturaleza antitética, contradictoria y desorde-nada del hombre, que todos vemos, nos lleva, como por la mano, de inducción en inducción, primero al dogma de una corrupción general de toda la especie humana, después al dogma de una corrupción transmitida por la sangre, y por último, al dogma de la prevaricación primitiva, el cual, enlazándose con el de la libertad dada al hombre y con el de la Providencia, que le dio aquella libertad, viene a ser como el punto de conjunción de los dogmas que sirven pa-ra explicar el orden y el concierto especial en que fueron puestas las cosas humanas, con aquellos otros, más univer-sales y más altos, que sirven para explicar el peso, número y medida en que fueron criadas por el Criador todas las criaturas. Siguiendo ahora en la exposición de los dogmas relati-vos al orden humano, veremos salir de ellos, como de co-piosísima fuente, aquellas leyes generales de la humanidad que nos dejan atónitos por su sabiduría y como pasmados por su grandeza. Del dogma de la concentración de la naturaleza humana en Adán, unido al dogma de la transmisión de esa misma naturaleza a todos los hombres, procede, como una conse-cuencia de su principio, el dogma de la unidad sustancial del género humano. Siendo el género humano uno, debe ser al mismo tiempo vario, según aquella ley, la más uni-versal de todas las leyes, a un mismo tiempo física y mo-ral, humana y divina, en virtud de la cual todo lo que es uno se descompone en lo que es vario, y todo lo que es va-rio se resuelve en lo que es uno. El género humano es uno por la sustancia que le constituye, y es vario por las perso-nas que le componen; de donde se sigue que es uno y vario al mismo tiempo. De la misma manera, cada uno de los in-dividuos que componen la humanidad, estando separado de los demás por lo que le constituye individuo, y junto con ellos por lo que le constituye individuo de la especie, es decir, por la sustancia, viene a ser, como el género hu-mano, uno y vario a un mismo tiempo. El dogma del peca-do actual es correlativo al dogma de la variedad en la espe-cie; el del pecado original y el de la imputación es correla-tivo al que enseña la unidad sustancial del género humano; y como consecuencia de uno y de otro viene el dogma se-

gún el cual el hombre está sujeto a una responsabilidad que le es propia y a otra responsabilidad que le es común con los demás hombres. Esa responsabilidad en común, a que llaman solidari-dad, es una de las más bellas y augustas revelaciones del dogma católico. Por la solidaridad el hombre, levantado a mayor dignidad y a más altas esferas, deja de ser un átomo en el espacio y un minuto en el tiempo, y anteviviéndose y sobreviviéndose a sí mismo, se prolonga hasta donde los tiempos se prolongan y se dilata hasta donde se dilatan los espacios. Por ella se afirma y hasta cierto punto se crea la humanidad, con cuya palabra, que carecía de sentido en las sociedades antiguas, se significa la unidad sustancial de la naturaleza humana y el estrecho parentesco que tienen en-tre sí unos con otros todos los hombres. Desde luego se echa de ver que lo que por este dogma gana la naturaleza humana en lo grandioso, eso gana el hombre en lo nobilísimo; al revés de lo que sucede con la teoría comunista de la solidaridad, de que hablaremos más adelante; según esa teoría, la humanidad no es solidaria en el sentido de que es el vasto conjunto de todos los hombres solidarios entre sí porque por la naturaleza son unos, sino en el sentido de que es una unidad orgánica y viviente, que absorbe a todos los hombres, los cuales, en vez de consti-tuirla, la sirven. Por el dogma católico, la misma dignidad a que es levantada la especie alcanza a los individuos. El catolicismo no levanta por un lado su altísimo nivel para abatirle por otro, ni ha descubierto los títulos nobiliarios de la humanidad para humillar al hombre, sino que la una y el otro se levantan juntamente a las divinas grandezas y a las divinas alturas. Cuando, poniendo mis ojos en lo que soy, me considero en comunicación con el primero y con el úl-timo de los hombres, y cuando, poniéndolos en lo que obra veo a mi acción sobrevivirme y ser causa, en su perpetua prolongación de otras y de otras acciones que a su vez se sobreviven y se multiplican hasta el fin de los tiempos; cuando pienso que todas esas acciones juntas, que en mi acción tienen su origen, toman un cuerpo y una voz y que, alzando esa voz que toman, me aclaman, no sólo por lo que hice, sino por lo que hicieron otros a causa de mí, dig-no de galardón o digno de muerte; cuando todas estas co-sas considero, yo de mí sé decir que me derribo en espíritu ante el acatamiento de Dios, sin acabar de comprender y de medir toda la inmensidad de mi grandeza. ¿Quién sino Dios pudo levantar tan concertadamente y por igual el nivel de todas las cosas? Cuando el hombre quiere levantar algo, no lo hace nunca sin deprimir aquello que no levanta: en las esferas religiosas no sabe levantarse a sí propio sin deprimir a Dios, ni levantar a Dios sin de-primirse a sí propio; en las esferas políticas no acierta a rendir culto a la libertad sin negar a la autoridad su culto y su homenaje; en las esferas sociales no sabe otra cosa sino sacrificar la sociedad al individuo o los individuos a la so-ciedad, como acabamos de ver, fluctuando perpetuamente entre el despotismo comunista o la anarquía proudhoniana. Si alguna vez ha intentado mantenerlo todo en su propio nivel, poniendo en las cosas cierta manera de paz y de jus-ticia, luego al punto la balanza en que las pesa ha rodado por tierra, hecha fragmentos, como si hubiera una irreme-diable falta de proporción entre la pesadumbre de esa ba-lanza y la flaqueza del hombre. No parece sino que Dios, al consagrarle rey en los dominios de las ciencias, sustrajo

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a su potestad y a su jurisdicción una sola: la ciencia del equilibrio. Esto serviría para explicar la impotencia absoluta a que todos los partidos equilibristas aparecen condenados en la Historia, y por qué el gran problema de la conciliación de los derechos del Estado con los individuales y del orden con la libertad es todavía un problema, viniendo, como viene, planteado desde que tuvieron principio las primeras asociaciones. El hombre no puede mantener en equilibrio las cosas sino manteniéndolas en su ser, ni mantenerlas en su ser sino absteniéndose de poner en ellas su mano. Pues-tas todas y bien asentadas por Dios en sus firmísimos asientos, toda mudanza en su manera de estar asentadas y puestas es necesariamente un desequilibrio. Los únicos pueblos que han sido a un tiempo mismo respetuosos y li-bres, los únicos gobiernos que han sido a un tiempo mismo mensurados y fuertes, son aquellos en que no se ve la ma-no del hombre y en que las instituciones se vienen forman-do con aquella lenta y progresiva vegetación con que crece todo lo que es estable en los dominios del tiempo y de la Historia. Esa gran potestad que por excepción ha sido negada al hombre, no sin altísimo consejo, reside en Dios de una ma-nera especial y privativa. Por eso, todo lo que sale de su mano sale de ella en un equilibrio perfecto, y todo lo que se está en donde lo puso Dios se mantiene perfectamente equilibrado. Sin acudir a ejemplos extraños a la cuestión, nos bastará la cuestión misma que venimos planteando y resolviendo para dejar esta verdad puesta fuera de toda du-da. La ley de la solidaridad es tan universal, que se mani-fiesta en todas las asociaciones humanas, y esto hasta tal punto que el hombre, cuantas veces se asocia, tantas cae bajo la jurisdicción de esa ley inexorable. Por sus ascen-dientes está en unión solidaria con el tiempo pasado; por el tracto sucesivo de sus propias acciones y por su descen-dencia entra en comunión con los tiempos futuros; como individuo de una sociedad doméstica, cae bajo la ley de la solidaridad de la familia; como sacerdote o magistrado, es-tá en comunión de derechos y de deberes, de méritos y de prevaricaciones con la magistratura o con el sacerdocio; como miembro de la asociación política, cae bajo la ley de la solidaridad nacional, y, por último, en calidad de hom-bre, le alcanza la ley de la solidaridad humana. Y, sin em-bargo, siendo responsable por tantos conceptos, conserva íntegra, intacta su responsabilidad personal, que ninguna otra disminuye, que ninguna otra restringe, que ninguna otra absorbe; él puede ser santo siendo individuo de una familia pecadora, incorrupto e incorruptible siendo miem-bro de una sociedad corrompida, prevaricador siendo miembro de una magistratura intachable y réprobo siendo miembro de un sacerdocio santísimo. Y al revés, esa potes-tad suprema que le ha sido conferida de sustraerse a la so-lidaridad por un esfuerzo de su voluntad soberana, en nada altera el principio de que, por punto general y dejada la li-bertad a salvo, el hombre es lo que son la familia en que nace y la sociedad en que vive y en que respira. Esta ha sido, en toda la prolongación de los tiempos históricos, la creencia universal de todas las gentes, las cuales, aun después de perdida la huella de las divinas tra-diciones, tuvieron noticia de esta ley de la solidaridad. Si bien no levantaron el espíritu a la contemplación de toda su grandeza, conocieron aquella ley por instinto, pero ig-

noraron de todo punto en dónde tenía sus hondas raíces y sus anchísimos fundamentos. No siendo conocido el dog-ma de la unidad del género humano sino sólo del pueblo de Dios, los otros no podían tener idea de la humanidad una y solidaria; empero, si no podían hacer aplicación de esta ley al género humano, que no conocían, la reconocie-ron y aun la exageraron en todas las asociaciones políticas y domésticas. La idea de la transmisión misteriosa por la sangre, no sólo de las cualidades físicas, sino también de aquellas otras que están en el alma exclusivamente, basta por sí sola para explicar casi todas las instituciones de los antiguos, así las domésticas como las políticas y sociales. Esa idea es la idea misma de la solidaridad, como quiera que todo lo que se transmite a muchos en común constituye la unidad de aquellos a quienes se transmite, y que afirmar de mu-chos que están en comunión entre sí es lo mismo que afir-mar de ellos que son solidarios. Cuando la idea de la trans-misión hereditaria de las cualidades físicas y morales pre-valece en un pueblo, sus instituciones son forzosamente aristocráticas; por esta razón, todos los pueblos antiguos, en los cuales lo que tiene de exclusivo esa idea cuando se aplica a ciertos grupos sociales no estaba templado por lo que tiene de general y de democrático, si puede decirse así, cuando se aplica a todos los hombres, se constituyeron aristocráticamente: las razas más gloriosas sojuzgaban y reducían a servidumbre a las razas inferiores; entre las fa-milias que componían los grupos constitutivos de una raza, tomaba el poder aquella que contaba los más gloriosos as-cendientes. Los héroes, antes de venir a las manos, levan-taban hasta las nubes la gloria de su esclarecido linaje. Las ciudades fundaban su derecho a la dominación en sus ár-boles genealógicos. Aristóteles creía, con toda la antigüe-dad, que unos hombres nacían con el derecho de mandar y con las cualidades propias para el mando, y que recibían aquel derecho y estas cualidades juntamente por transmi-sión hereditaria; correlativa a esta común creencia era la creencia común de que había entre las gentes razas maldi-tas y desheredadas, incapaces de transmitir por la genera-ción ninguna cualidad y ningún derecho y condenadas, por tanto, a legítima y perpetua servidumbre. La democracia de Atenas no era otra cosa sino una aristocracia insolente y tumultuosa, servida por esclavizadas muchedumbres. La Ilíada, de Homero, monumento enciclopédico de la sabi-duría pagana, es el libro de las genealogías de los dioses y de los héroes; considerada desde este punto de vista, no es otra cosa sino el más espléndido de todos los nobiliarios. Esta idea de la solidaridad no tuvo entre los antiguos de desastrosa sino lo que tuvo de incompleta; las varias soli-daridades sociales, políticas y domésticas, no estando su-bordinadas jerárquicamente entre sí por la solidaridad hu-mana, que a todas las ordena y las limita, porque las abarca a todas, no podían producir otra cosa sino guerras, turba-ciones, incendios y desastres. Bajo el imperio de la solida-ridad pagana, el género humano se constituyó en estado de guerra universal y permanente; por eso, la antigüedad no ofrece a la vista otro espectáculo sino el de gentes destrui-das por gentes, y reinos por reinos, y razas por razas, y fa-milias por familias, y ciudades por ciudades. Los dioses combaten con los dioses, los hombres con los hombres y no pocas veces se lanzan unos contra otros en son de gue-rra y vienen a las manos con estrépito los hombres y los dioses inmortales. Dentro de los muros de una misma ciu-

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dad no hay asociación ninguna solidaria que no aspire a ejercer, primero sobre sus individuos y después sobre las otras, una acción dominadora y absorbente. En la asocia-ción doméstica, la personalidad del hijo es absorbida por la personalidad del padre, y la de la mujer por el hombre; el hijo se convierte en cosa; la mujer, sujeta a perpetua tutela, cae en perpetua infamia, y el padre señor del hijo y de la mujer, cambia su potestad en tiranía. Sobre la tiranía del padre está la tiranía del Estado, que absorbe en una común absorción a la mujer, al hijo y al padre, aniquilando de he-cho la sociedad doméstica. Hasta el patriotismo no es entre los antiguos otra cosa sino la declaración de guerra hecha por una casta constituida en nación a todo el género huma-no. Viniendo ahora de las edades pasadas a las presentes, veremos, por una parte, la perpetuidad de la idea contenida en el dogma, y por otra, la perpetuidad de sus estragos siempre que se desvía en todo o en parte del dogma católi-co. La escuela liberal y racionalista niega y concede la soli-daridad a un mismo tiempo, siendo siempre absurda, así cuando la concede como cuando la niega. En primer lugar niega la solidaridad humana en el orden religioso y en el político; la niega en el orden religioso, negando la doctrina de la transmisión hereditaria de la pena y de la culpa, fun-damento exclusivo de este dogma; la niega en el orden po-lítico, proclamando máximas que contradicen la solidari-dad de los pueblos. Entre ellas merecen una mención espe-cial la que consiste en proclamar el principio de no inter-vención, y aquella otra, que le es correlativa, según la cual cada uno debe mirar por sí y ninguno debe salir de su casa para cuidar de la ajena. Estas máximas, idénticas entre sí, no son otra cosa sino el egoísmo pagano sin la virilidad de sus odios. Un pueblo adoctrinado por las doctrinas ener-vantes de esta escuela llamará a los otros extraños, porque no tiene fuerza para llamarlos enemigos. La escuela liberal y racionalista niega la solidaridad fa-miliar, por cuanto proclama el principio de la aptitud legal de todos los hombres para obtener todos los destinos públi-cos y todas las dignidades del Estado, lo cual es negar la acción de los ascendientes sobre sus descendientes y la co-municación de las calidades de los primeros a los segundos por transmisión hereditaria. Pero al mismo tiempo que nie-ga esa transmisión la reconoce de dos maneras diferentes: la primera, proclamando la perpetua identidad de las na-ciones, y la segunda, proclamando el principio hereditario en la monarquía. El principio de la identidad nacional, o no significa nada o significa que hay comunidad de méritos y de deméritos, de glorias y de desastres, de talentos y de ap-titudes entre las generaciones pasadas y las presentes, entre las presentes y las futuras; y esta misma comunidad es de todo punto inexplicable si no se la considera como el resul-tado de nuestra transmisión hereditaria. Por otra parte, la monarquía hereditaria, considerada como institución fun-damental del Estado, es una institución contradictoria y ab-surda allí en donde se niega el principio de la virtud de transmisión de la sangre, que es el principio constitutivo de todas las aristocracias históricas. Por último, la escuela li-beral y racionalista, en su materialismo repugnante, da a la riqueza, que se comunica, la virtud que niega a la sangre, que se transmite. El mando de los ricos le parece más legí-timo que el mando de los nobles.

Vienen en pos de esta escuela efímera y contradictoria las escuelas socialistas, las cuales, concediéndole todos sus principios, le niegan todas sus consecuencias. Las escuelas socialistas toman de la racionalista y liberal la negación de la solidaridad humana en el orden político y en el orden re-ligioso; negándola en el orden religioso, niegan la transmi-sión de la culpa y de la pena, y además la pena y la culpa; negándola en el orden político, toman de la escuela racio-nalista y liberal el principio de la igual aptitud de todos los hombres para obtener los destinos y las dignidades del Es-tado; pasando, empero, más adelante, demuestran a la es-cuela liberal que ese principio lleva consigo en buena lógi-ca la supresión de la monarquía hereditaria y que esta su-presión lleva tras sí la supresión de la monarquía, que, no siendo hereditaria, es una institución inútil y embarazosa. En seguida demuestran, sin grande esfuerzo de razón, que, supuesta la igualdad nativa del hombre, esa igualdad lleva consigo la supresión de todas las distinciones aristocráti-cas, y por consiguiente la supresión del censo electoral, en el cual no se puede reconocer esa virtud misteriosa de con-ferir los atributos soberanos, habiéndosele negado a la san-gre, sin una contradicción evidente. Los pueblos, según los socialistas, no han salido de la servidumbre de los faraones para caer en la de los asirios y babilonios, ni están tan des-nudos de derecho y de fuerza que vayan a dar consigo en las manos de los ricos rapaces, después de haber salido de las manos de los nobles insolentes. Ni les parece menos absurdo negar la solidaridad de la familia para venir a re-conocer en seguida que una nación es solidaria. Aceptado por ellos el primero de estos principios, niegan absoluta-mente el segundo, como contradictorio del primero; y así como proclaman la perfecta igualdad de todos los hom-bres, proclaman también la igualdad perfecta de todos los pueblos. De aquí se deducen las siguientes consecuencias: sien-do los hombres perfectamente iguales entre sí, es una cosa absurda repartirlos en grupos, como quiera que esa manera de repartición no tiene otro fundamento sino la solidaridad de esos mismos grupos, solidaridad que viene negada por las escuelas liberales como origen perpetuo de la desigual-dad entre los hombres. Siendo esto así, lo que en buena ló-gica procede es la disolución de la familia; de tal manera procede esta disolución del conjunto de los principios y de las teorías liberales, que sin ella aquellos principios no pueden realizarse en las asociaciones políticas. En vano proclamaréis la idea de la igualdad; esa idea no tomará cuerpo mientras la familia esté en pie. La familia es un ár-bol de este nombre, que en su fecundidad prodigiosa pro-duce perpetuamente la idea nobiliaria. Pero la supresión de la familia lleva consigo la supre-sión de la propiedad como consecuencia forzosa. El hom-bre, considerado en sí, no puede ser propietario de la tierra, y no puede serlo por una razón muy sencilla: la propiedad de una cosa no se concibe sin que haya cierta manera de proporción entre el propietario y su cosa, y entre la tierra y el hombre no hay proporción de ninguna especie. Para de-mostrarlo cumplidamente bastará observar que el hombre es un ser transitorio y la tierra una cosa que nunca muere y nunca pasa. Siendo esto así, es una cosa contraria a la ra-zón que la tierra caiga en la propiedad de los hombres, considerados individualmente. La institución de la propie-dad es absurda sin la institución de la familia; en ella o en otra que se la asemeje, como los institutos religiosos, está

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la razón de su existencia. La tierra, cosa que nunca muere, no puede caer sino en la propiedad de una asociación reli-giosa o familiar, que nunca pasa; luego suprimida implíci-tamente la asociación doméstica y explícitamente la aso-ciación religiosa, a lo menos la monástica, por la escuela liberal, procede la supresión de la propiedad de la tierra, como consecuencia lógica de sus principios. Esta supre-sión de tal manera va embebida en los principios de la es-cuela liberal, que ha comenzado siempre el período de su dominación por apoderarse de los bienes de la Iglesia, por la supresión de los institutos religiosos y por la de los ma-yorazgos, sin advertir que apoderándose de los unos y su-primiendo los otros, desde el punto de vista de sus princi-pios, hacía poco; desde el punto de vista de sus intereses, en calidad de propietaria, hacía demasiado. La escuela li-beral, que de todo tiene menos de docta, no ha comprendi-do jamás que siendo necesario, para que la tierra sea sus-ceptible de apropiación, que caiga en manos de quien pue-da conservar su propiedad perpetuamente, la supresión de los mayorazgos y la expropiación de la Iglesia con la cláu-sula de que no pueda adquirir es lo mismo que condenar la propiedad con una condenación irrevocable. Esa escuela no ha comprendido jamás que la tierra, hablando en rigor lógico, no puede ser objeto de apropiación individual, sino social, y que no puede serlo, por lo mismo, sino bajo la forma monástica o bajo la forma familiar del mayorazgo, las cuales, desde el punto de vista de la perpetuidad, vie-nen a ser una misma forma, como quiera que una y otra subsisten perpetuamente. La desamortización eclesiástica y civil, proclamada por el liberalismo en tumulto, traerá con-sigo en un tiempo más o menos próximo, pero no muy le-jano si atendemos al paso que llevan las cosas, la expropia-ción universal. Entonces sabrá lo que ahora ignora: que la propiedad no tiene razón de existir sino estando en manos muertas, como quiera que la tierra, perpetua de suyo, no puede ser materia de apropiación para los vivos que pasan, sino para esos muertos que siempre viven. Cuando los socialistas, después de haber negado la fa-milia como consecuencia implícita de los principios de la escuela liberal, y la facultad de adquirir en la Iglesia, prin-cipio reconocido así por los liberales como por los socia-listas, niegan la propiedad como consecuencia última de todos estos principios, no hacen otra cosa sino poner tér-mino dichoso a la obra comenzada cándidamente por los doctores liberales. Por último, cuando, después de haber suprimido la propiedad individual, el comunismo proclama al Estado propietario universal y absoluto de todas las tie-rras, aunque es evidentemente absurdo por otros concep-tos, no lo es si se le considera desde nuestro actual punto de vista. Para convencerse de ello basta considerar que, una vez consumada la disolución de la familia en nombre de los principios de la escuela liberal, la cuestión de la pro-piedad viene agitándose entre los individuos y el Estado únicamente. Ahora bien: planteada la cuestión en estos tér-minos, es una cosa puesta fuera de toda duda que los titu-los del Estado son superiores a los de los individuos, como quiera que el primero es por su naturaleza perpetuo y que los segundos no pueden perpetuarse fuera de la familia. De la perfecta igualdad de todos los pueblos, deducida lógicamente de los principios de la escuela liberal, sacan los socialistas, o saco yo en nombre suyo, las siguientes consecuencias: así como de la perfecta igualdad de todas las familias que componen el Estado saca la escuela liberal

por consecuencia lógica la no existencia de la solidaridad en la sociedad doméstica, del mismo modo, y por la misma razón, de la perfecta igualdad de todos los pueblos en el seno de la humanidad resulta la negación de la solidaridad política. No siendo solidaria la nación, es fuerza negarle todo aquello que se niega lógicamente de la familia, en la suposición de que no es solidaria. De la familia no solida-ria se niega: lo primero, aquel vínculo secretísimo y miste-rioso que la enlaza en el tiempo con los tiempos pasados y con los tiempos futuros, y como consecuencia de esta ne-gación, se niega de ella, lo segundo, que tenga un derecho imprescriptible a participar de las glorias de sus ascendien-tes y la virtud de comunicar a sus descendientes algún re-flejo de su gloria. Arguyendo por identidad de razón, es fuerza negar de una nación no solidaria lo que no siendo solidaria se niega de la familia; de donde se sigue que es fuerza negar de ella, por una parte, que tenga nada que ver con el tiempo pasado y con el venidero, y por otra, que tenga el derecho de reivindicar una parte de las glorias pa-sadas y el de atribuirse una parte de las glorias futuras. Lo que se niega de la familia da por resultado lógico la des-trucción en el hombre de aquel apego al hogar que consti-tuye la dicha de la asociación doméstica; por identidad de razón, lo que se niega de la nación da por resultado forzoso la destrucción radical de aquel amor a su patria que, levan-tando al hombre sobre sí mismo, le impulsa a acometer con intrépido arrojo las empresas más heroicas. Por donde se ve que de estas negaciones se sacan para la sociedad doméstica y para la política estas consecuen-cias: la solución de continuidad de la gloria, la supresión del amor de la familia y del patriotismo, que es el amor de la patria, y, por último, la disolución de la sociedad domés-tica y de la sociedad política, las cuales ni pueden existir ni pueden concebirse sin ese enlace de los tiempos, sin la co-munión de la gloria y sin estar asentadas en aquellos gran-des amores. Las escuelas socialistas, que, si bien son más lógicas que la escuela liberal, no lo son tanto como a primera vista parece, no van de consecuencia en consecuencia hasta nuestra última conclusión, que es, sin embargo, supuestas sus premisas, no sólo procedente, sino de todo punto nece-saria; la prueba de que lo es está en que los socialistas, apremiados por la lógica, lo que no quieren ser en teórica, eso mismo son en la práctica. En la teórica son todavía franceses, italianos, alemanes; en la práctica son ciudada-nos del mundo, y como el mundo, su patria no tiene fronte-ras. ¡Insensatos! Ellos ignoran que donde no hay fronteras no hay patria y que donde no hay patria no hay hombres, aunque haya por ventura socialistas. Entre los partidos que contienden por la dominación, al más lógico le corresponde de derecho la victoria: éste, que es un principio verdadero, es a un mismo tiempo un hecho universal y constante. Humanamente hablando, el catoli-cismo debe sus triunfos a su lógica; si Dios no le llevara por la mano, su lógica le bastaría para caminar triunfante hasta los últimos remates de la tierra. Esto aparecerá más claro en el capítulo siguiente.

Capítulo IV

Continuación del mismo asunto. Contradicciones socia-listas  

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Si hay una verdad demostrada en nuestro último capítu-lo, esa verdad consiste en afirmar que la escuela liberal no ha hecho otra cosa sino asentar las premisas que van a pa-rar a las consecuencias socialistas, y que las escuelas so-cialistas no han hecho otra cosa sino sacar las consecuen-cias que están contenidas en las premisas liberales; estas dos escuelas no se distinguen entre sí por las ideas, sino por el arrojo. Viniendo planteada de esa manera entre ellas la cuestión, es claro que la victoria toca de derecho a la más arrojada, y la más arrojada es, sin ningún género de duda, la que, no parándose en la mitad del camino, acepta con los principios sus consecuencias. Siendo esto así, di-cho se está, y de nuestro anterior capítulo aparece suficien-temente demostrado, que el socialismo lleva lo mejor de la batalla y que en definitiva suyas son las palmas de este combate. De la fuerza de lógica, de que ha hecho muestra y para-da en sus contiendas con la escuela liberal, se ha seguido para la escuela socialista cierto renombre de lógica y con-secuente, que, si bien está hasta cierto punto justificado, está lejos de estarlo suficientemente. En ser más lógica que la más ilógica y contradictoria de todas las escuelas, la so-cialista no hace mucho, y aun apenas hace algo; para ser merecedora de su renombre está obligada a más: por una parte, está obligada a demostrar que no sólo es lógica y consecuente de una manera relativa, sino de una manera absoluta, y después, que es lógica y consecuente de una manera absoluta en la verdad; porque si sólo lo fuera en el error, la lógica y la consecuencia en el error no es más que una manera especial de ser ilógica e inconsecuente. No hay consecuencia ni lógica verdadera sino en la verdad absolu-ta. Ahora bien: el socialismo falta a estas dos condiciones: por una parte, es contradictorio, porque no es uno como se demuestra por la variedad de sus escuelas: símbolo de la variedad de sus doctrinas; por otra parte, no es consecuente negándose a aceptar, a semejanza de la escuela liberal, aunque no en el mismo grado, todas las consecuencias de sus propios principios; y, por último, sus principios son falsos y sus consecuencias absurdas. Que no acepta todas las consecuencias de sus propios principios lo vimos ya en el capítulo anterior, cuando ob-servamos que, siendo una consecuencia lógica de su nega-ción de toda solidaridad la disolución de la sociedad políti-ca, se contentaba con aceptar la disolución de la sociedad doméstica. Hay quien cree que el socialismo se perderá porque pide e invoca mucho; yo soy de sentir que sucederá al revés, y que le vendrá su pérdida porque pide e invoca muy poco. En efecto: lo que procedía en buena lógica, en el caso presente, era comenzar por pedir que los pueblos a cada generación mudasen de nombre. En el sistema solida-rio concibo muy bien que sea uno el nombre nacional, siendo una la nación en toda la prolongación de la Histo-ria. Que se llame Francia la nación gobernada por Luis Felipe y por Clodoveo, es cosa concebible, y no sólo con-cebible, sino natural, y no sólo natural, sino necesaria, su-puesto el sistema que sostiene la solidaridad francesa y la comunión de glorias y de desastres entre las generaciones pasadas y las presentes, entre las generaciones presentes y las futuras. Pero eso mismo, que en el sistema de la solida-ridad es concebible, natural y necesario, es absurdo, incon-cebible y contrario a la naturaleza de las cosas mismas en el sistema que a cada generación corta el raudal de la glo-

ria y el hilo del tiempo. En este sistema hay tantas familias y tantos pueblos como generaciones, y la lógica exige en este caso que, siguiendo los nombres representativos las vicisitudes de las cosas representadas a cada mudanza de generación corresponda una mudanza idéntica en los nom-bres de pueblos y de familias. Que lo absurdo compite aquí con lo grotesco, no habrá nadie que lo niegue; pero que lo grotesco y lo absurdo sean rigurosamente lógicos, no habrá nadie que pueda ponerlo en duda, y cabalmente ésas son las dos cosas que nos convenía demostrar con una demos-tración invencible. Es necesario que el socialismo escoja libremente la muerte de que ha de morir, escogiendo entre lo ilógico y lo absurdo. Las escuelas socialistas demostraron sin grande esfuer-zo, contra la escuela liberal, que una vez negada la solida-ridad familiar, la política y la religiosa, no cabía aceptar la solidaridad nacional ni la monárquica; que al revés, era de todo punto necesario suprimir en el derecho público nacio-nal la institución de la monarquía y en el derecho público internacional las diferencias constitutivas de los pueblos. Pero esas mismas escuelas socialistas, por una contradic-ción de que la escuela liberal, contradictoria y absurda co-mo es, no ha dado ejemplo, reconocen en seguida la más alta, la más universal y la más inconcebible, humanamente hablando, de todas las solidaridades, es decir, la solidari-dad humana. La divisa de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad, como patrimonio común de todos los hombres, o no significa nada o significa que todos los hombres son solidarios. El reconocimiento de esa solidaridad, separada de las otras y del dogma religioso que nos la enseña y nos la explica, es un acto de fe tan sobrenatural y robusto, que yo mismo no le concibo, acostumbrado como estoy a creer lo que no comprendo, siendo católico. Creer en la igualdad de todos los hombres, viéndolos a todos desiguales; creer en la libertad, viendo instituida en todas partes la servidumbre; creer que todos los hombres son hermanos, enseñándome la Historia que todos son ene-migos; creer que hay un acervo común de infortunios y de glorias para todos los nacidos, cuando no acierto a ver sino glorias e infortunios individuales; creer que yo me refiero a la humanidad, cuando sé que refiero la humanidad a mí; creer que esa misma humanidad es mi centro, cuando yo me hago centro de todo, y, por último, creer que debo creer estas cosas, cuando se me afirma por los que me las propo-nen como objeto de mi fe que no debo creer sino a mi ra-zón, que contradice todas esas cosas que me son propues-tas, es un despropósito tan estupendo, una aberración tan inconcebible, que a su presencia quedo como desfallecido y atónito. Mi asombro crece de punto cuando observo que los mismos que afirman la solidaridad humana niegan la fami-liar, lo cual es afirmar que los enemigos son hermanos y que los hermanos no deben serlo; que los mismos que afir-man la solidaridad humana son los que poco antes negaron la política, lo cual es afirmar que nada tengo de común con los propios y que todo me es común con los extraños; que los mismos que afirman la solidaridad humana niegan la religión, siendo así que la primera no puede ser explicada sin la segunda; y de todo deduzco, por legítima consecuen-cia, que las escuelas socialistas son a un tiempo mismo iló-gicas y absurdas: ilógicas, porque después de haber de-mostrado, contra la escuela liberal, que no valía aceptar unas solidaridades y dejar otras, vienen a caer en el mismo

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error, aceptando una sola entre todas y desechándolas to-das menos una; absurdas, porque cabalmente la única que me proponen no es punto de razón, sino de fe, y porque es-ta propuesta me viene de los que niegan la fe y proclaman el derecho imprescriptible de la razón al imperio y a la so-beranía. Las escuelas socialistas caerían en asombro y estupor si, poniendo sus dogmas en tela de juicio, nos viniese la idea de exigirles una respuesta categórica a esta categórica pregunta: ¿De dónde sacáis que los hombres son solidarios entre sí, hermanos, iguales y libres? Y, sin embargo, esta pregunta, que procede aún contra el catolicismo, que está obligado a responder a todo lo que se le pregunta, procede, sobre todo, contra la más racionalista de todas las escuelas. Esas fórmulas abstractas no han sido sacadas ciertamente de la Historia. Si la Historia viene en apoyo de algún siste-ma filosófico, no es ciertamente en apoyo del que procla-ma la solidaridad, la libertad, la igualdad y la fraternidad del género humano, sino más bien de aquel articulado vi-rilmente por Hobbes, según el cual la guerra universal, in-cesante, simultánea, es el estado natural y primitivo del hombre. El hombre nace apenas, y no parece sino que viene al mundo por la virtud misteriosa de un conjunto maléfico y cargado con el peso de una condenación inexorable. Todas las cosas ponen sus manos en él, y él revuelve su mano ai-rada contra todas las cosas. La primera brisa que le toca, y el primer rayo de luz que le hiere, es la primera declara-ción de guerra de las cosas exteriores. Todas sus fuerzas vitales se rebelan contra la presión dolorosa, y su existen-cia toda se concentra en un gemido; los más no pasan de ahí, porque en ese punto y hora les toma la muerte; los po-cos que por ventura resisten, comienzan a andar el camino de su dolorosa pasión, y después de guerras continuas y de varios sucesos van a parar a la última catástrofe, desfalleci-dos con esfuerzos y quebrantados con dolores. La tierra se les muestra avara y dura, les pide su sudor, que es la vida, y en cambio de la vida que les toma, apenas saca una gota de agua de sus fuentes para templar su sed y algún manjar de sus cuevas para aplacar su hambre. No les prolonga la vida para que vivan, sino para que vuelvan a sudar. Los ti-ranos no prolongan la vida de sus siervos sino porque la vida es necesaria para prolongar su servicio. Dondequiera que los hombres se juntan, los flacos caen en la tiranía de los fuertes. Una mujer, insigne por su ingenio, queriendo dar mues-tra de ingeniosa, se puso un día a pensar sobre cuál sería por su extrañeza la paradoja más grande, y ninguna otra encontró mayor, entre las paradojas posibles, que la de afirmar con aplomo que la esclavitud era cosa moderna y la libertad cosa antigua. Si ella llegó a creérsela a fuerza de repetírsela, no lo sabré yo decir; en lo que no cabe ningún género de duda es en que el mundo se la creyó, y lo que es más, en que era muy digno de creérsela. Por lo que hace a la igualdad, no se sabe, aunque esto es posible (¿qué cosa no es posible a un filósofo racionalista?), si esta idea trae su filiación histórica y filosófica de la división del género humano en castas, de las cuales las unas tienen por oficio propio mandar y las otras servir, y todas romper en guerras y rebeliones. La idea de la fraternidad procede, sin duda ninguna, de esos larguísimos períodos de paz y de bonanza que forman la trama de oro de la Historia; y en cuanto a la idea de la solidaridad, ¿quién no ve su procedencia? ¿Hay

quien ignore, por ventura, que los romanos, en quienes vie-ne a resumirse toda la antigüedad, llamaban a los extranje-ros y a los enemigos con un mismo nombre, que era, sin duda, simbólico de la solidaridad humana? Si esas ideas no pueden venirnos de la Historia, que las condena y las desmiente en todas sus páginas, llenas de la-mentos y escritas con sangre, nos han de venir, o de suce-sos acaecidos en aquella época primitiva que precede a to-dos los tiempos históricos, o derechamente de la razón pu-ra. En cuanto a esta última procedencia, me contentaré con afirmar, sin temor de ser contradicho, que la razón pura no se ejercita sino en cosas de pura razón, y que, tratándose aquí de averiguar cuáles son los elementos constitutivos de la naturaleza humana, no se trata de un negocio de pura ra-zón, sino de un hecho que, existiendo con respecto a noso-tros en calidad de hecho oscuro, debe ser mejor observado para que, bañado de luz, mude lo que tiene de oscuro en lo que debe tener de esclarecido. Por lo que hace a esa época primitiva que precede a todos los tiempos históricos, es claro que no podemos conocerla si no nos es revelada. Es-to supuesto, yo me creo autorizado a formular de esta ma-nera mi pregunta: Si lo que afirmáis no lo tenéis de la ra-zón, que lo ignora, ni de la Historia que conocéis que lo contradice, ni de una época anterior a los tiempos históri-cos, que os es desconocida, porque camináis en el supuesto de que no ha sido revelada, ¿de dónde lo tenéis? Y si no lo tenéis de nadie, ¿por qué lo afirmáis? Shakespeare ha di-cho lo que son vuestras teorías: son «palabras, palabras y nada más que palabras...». Pero palabras -añado yo- que dan la muerte al que las dice y al que las escucha. Esta poderosa virtud les viene de que no son palabras racionalistas, las cuales no tienen en sí ninguna virtud, sino palabras católicas, las cuales tienen el privilegio de dar la vida y quitarla, de matar a los vivos y de resucitar a los muertos. Esas palabras no se pronuncian nunca vanamente y siempre infunden terror, porque ninguno sabe si van a dar la muerte o la vida, aunque saben todos cuán grande es su omnipotencia. Un día, cuando las últimas sombras de la tarde se dilataban por las aguas serenas y apacibles, entró el Señor en una barca frágil, seguido de sus discípulos; y como el Señor hubiera cerrado sus ojos, vencidos del sue-ño, un torbellino impetuoso levantó las ondas, y, viéndose a punto de zozobrar, los discípulos oraron, y el Señor abrió los ojos y pronunció algunas palabras, que escucharon con reverencia la mar y los vientos: la mar quedó quieta y el viento callado; volviéndose entonces a sus discípulos, puso en sus oídos otras palabras, y sus discípulos se llenaron de súbito y grande terror: Et timuerunt timore magno. La tem-pestad les había sido menos terrorífica e imponente que la palabra salvadora. Otro día, como se presentaran al Señor dos hombres atormentados de los demonios y como implo-rasen su gracia, el Señor dijo a los demonios: Salid; y los demonios, obedeciendo a su voz, dejaron libres a los hom-bres y buscaron asilo en unos animales inmundos, los cua-les se arrojaron a la mar, que los sepultó en sus aguas. Los que pastoreaban el ganado, llenos de pavor por la virtud de la palabra divina, huyeron, y comunicado el terror a las gentes de aquellos contornos, fueron todas al Señor y le ro-garon que se alejara de sus términos, pastores autem fugerunt, et venientes in civitatem, muntiaverunt omnia, et de eis qui daemonia habuerant; et ecce tota civitas exiit obviam Iesu; et viso eo rogaverunt ut transiret a finibus eorum (Mt 8,33-34). La omnipotencia de la palabra divina

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era más temible para las gentes que los maleficios de los espíritus infernales. Cuando oigo pronunciar una palabra divina, es decir, católica, luego al punto vuelvo los ojos al derredor para ver lo que sucede, cierto como estoy de que ha de suceder algo y de que eso me ha de suceder ha de ser forzosamente un milagro de la divina justicia o un prodigio de la divina misericordia. Si es la Iglesia la que la pronuncia, aguardo la salvación; si el que la pronuncia es otro, aguardo la muerte. Preguntad al mundo por qué está lleno de terror y de espanto; por qué los aires están llenos de lúgubres y si-niestros rumores; por qué las sociedades están todas turba-das y suspensas como quien sueña que le va a faltar el pie y que allí donde le va a faltar está un abismo. Preguntar al mundo esto es lo mismo que preguntar por qué tiembla el que ve entrar a un malvado o a un demente con una vela encendida en un almacén de pólvora sin conocer el uno y conociendo el otro demasiado la virtud de la pólvora y la virtud de la llama. Lo que ha salvado al mundo hasta aquí es que la Iglesia fue en los tiempos antiguos bastante pode-rosa para extirpar las herejías, las cuales, consistiendo principalmente en enseñar una doctrina diferente de la Iglesia con las palabras de que la Iglesia se sirve, hubieran llevado al mundo mucho tiempo ha a su última catástrofe si no hubieran sido extirpadas. El verdadero peligro para las sociedades humanas comenzó en el día en que la gran herejía del siglo XVI obtuvo el derecho de ciudadanía en Europa. Desde entonces no hay revolución ninguna que no lleve consigo para la sociedad un peligro de muerte. Con-siste esto en que, fundadas todas ellas en la herejía protes-tante, son fundamentalmente heréticas; véase, si no, cómo todas vienen dando razón de sí y legitimándose a sí propias con palabras y máximas tomadas del Evangelio: el sancu-lotismo de la primera revolución de Francia buscaba en la desnudez humilde del manso Cordero su antecedente his-tórico y sus títulos de nobleza; ni faltó quien reconociese al Mesías en Marat, ni quien llamara a Robespierre su apos-tol. De la revolución de 1830 brotó la doctrina sansimonia-na, cuyas extravagancias místicas componía no sé qué evangelio corregido y depurado. De la revolución de 1848 brotaron con ímpetu en copioso raudal, expresadas en pa-labras evangélicas, todas las doctrinas socialistas. Nada de esto habían visto los hombres antes del siglo XVI. No quiero decir con esto que el mundo católico no hubiera pa-decido ya grandes dolencias, ni que las sociedades anti-guas no hubieran padecido grandes vaivenes y mudanzas; lo único que quiero decir es que ni estos vaivenes bastaban para derribar a la sociedad por el suelo ni aquellas dolen-cias para quitarla la vida. Hoy todo sucede al revés: una batalla perdida por la sociedad en las calles de París basta por sí sola para derribar por el suelo a la sociedad europea como herida súbitamente de un rayo: e cadde come corpo morto cadde. ¿Quién no ve en las revoluciones modernas, compara-das con las antiguas, una fuerza de destrucción invencible, que, no siendo divina, es forzosamente satánica? Antes de dejar este asunto, me parece cosa oportuna hacer aquí una observación importante, que abandonaré a la meditación de mis lectores. De dos pláticas del ángel de las tinieblas tenemos noticia exacta: la primera la tuvo con Eva en el paraíso; la segunda, con el Señor en el desierto. En la pri-mera habló palabras de Dios, desfiguradas a su modo; en la segunda citó la Escritura, interpretada a su manera. ¿Se-

ría temerario creer que así como la palabra de Dios, toma-da en su sentido verdadero, es la única que tiene el poder de dar la vida, es la única también que, siendo desfigurada, tiene el poder de dar la muerte? Si esto fuera así, quedaría suficientemente explicado por qué las revoluciones moder-nas, en las que se desfigura más o menos la palabra de Dios, tienen esa virtud destructoras. Volviendo ahora a las contradicciones socialistas, diré que no basta haber negado, una después de otra, la solida-ridad religiosa, la doméstica y la política, si, como acabo de demostrar, no se niega también la humana, y con ella la libertad, la igualdad y la fraternidad, principios todos que sólo en ella tienen a un mismo tiempo su razón y su ori-gen; y como, negados estos fundamentos de todas las doc-trinas socialistas, el edificio todo viene abajo, síguese de aquí que el socialismo no puede ser consecuente si, co-menzando por la negación del catolicismo, no concluye por la negación de sí propio. Yo sé que al profesar los so-cialistas el dogma de la solidaridad humana, no por eso profesan en este punto la doctrina católica. Sé que entre el uno y el otro dogma hay una diferencia esencial, velada apenas con la identidad del hombre. La humanidad, que para los católicos no existe sino en los individuos que la constituyen, existe para los socialistas individual y concre-tamente; de donde resulta que, cuando socialistas y católi-cos afirman que la humanidad es solidaria, aunque parece que afirman una misma cosa, afirman en realidad dos co-sas diferentes. Esto no obstante, la contradicción socialista salta a los ojos y es una cosa puesta fuera de toda duda. Aunque la humanidad sea la inteligencia universal, servida por grupos especiales, que llevan el nombre de pueblos y de familias, la lógica exige que todos ellos obedezcan en ella y por ella a su misma ley y que los grupos sean solida-rios si es ella solidaria. De aquí la necesidad de negar la solidaridad humana o de afirmarla a un tiempo mismo en los individuos, en la familia y en el Estado. Ahora bien: si hay una cosa evidente, es que el socialismo es incompati-ble con aquella negación radical y con esta afirmación ab-soluta. Negar la solidaridad humana es negarle, y afirmar la solidaridad de los grupos sociales es negarle de otra ma-nera. El mundo no puede sujetarse a la ley socialista sin re-nunciar antes al imperio de la lógica. Por aquí se verá cuán lejos están de merecer el titulo de consecuentes sus más afamados doctores, y, sobre todo, el que entre los que componen su apostolado goza de más re-nombre y mayor fama. M. Proudhon, en sus contiendas con aquellos partidarios del nuevo evangelio que están por la expropiación de todos los derechos individuales y por la concentración en el Estado de todos los derechos domésti-cos, civiles, políticos, sociales y religiosos, no ha necesita-do de gran esfuerzo para demostrar que el comunismo, es decir, el gubernamentalismo elevado a su última potencia, era una cosa extravagante y absurda desde el punto de vis-ta de los principios que son comunes a los nuevos secta-rios. En efecto: el comunismo, concibiendo el Estado co-mo una unidad absoluta que concentra en sí todos los dere-chos y absorbe a todos los individuos, viene a concebirle como alta y poderosamente solidario, como quiera que unidad y solidaridad son una misma cosa, considerada des-de dos puntos de vista diferentes. El catolicismo, deposita-rio del dogma de la solidaridad, la deriva siempre de la unidad, que la hace posible y necesaria. Ahora bien: como cabalmente el punto de partida del socialismo es la nega-

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ción de ese dogma, es claro que el comunismo se contradi-ce a sí propio cuando le niega en la teoría y le reconoce en la práctica, cuando le niega en sus principios y le afirma en sus aplicaciones. Si la negación de la solidaridad familiar lleva consigo la negación de la familia, la negación de la solidaridad política lleva consigo la negación de todo go-bierno. Esa negación procede igualmente de la noción que los socialistas se forman de la igualdad y de la libertad, co-munes a todos los hombres, como quiera que esa igualdad y esa libertad no pueden ser concebidas como limitadas por un gobierno, sino como limitadas naturalmente por la libre acción y reacción de unos individuos en otros. La consecuencia está, pues, de parte de M. Proudhon, cuando dice en sus Confesiones de un revolucionario: «Todos los hombres son iguales y libres; la sociedad es, pues, así por su naturaleza como por la función a que está destinada au-tonómica, que tanto quiere decir como ingobernable, Sien-do la esfera de la actividad de cada ciudadano el resultado, por una parte, de la división natural del trabajo, y por otra, de la elección que hace de una profesión, y estando consti-tuidas las funciones sociales de tal manera que produzcan un efecto armónico, el orden viene a ser el resultado de la libre acción de todos; de donde saco la negación absoluta del gobierno: todo el que pone en mi su mano para gober-narme es un tirano y un usurpador; yo le declaro mi enemi-go». Pero si M. Proudhon es consecuente negando el go-bierno, no lo es sino a medias cuando señala esta negación como la última de las negaciones que van envueltas en las doctrinas socialistas. Con la familia, está negada la solida-ridad doméstica; con el gobierno, está negada la solidari-dad política; pero allí mismo donde niega estas dos solida-ridades, por una contradicción inconcebible afirma la hu-mana, que las sirve a todas de fundamento. Ya demostra-mos cumplidamente antes que afirmar la igualdad y la li-bertad y afirmar la solidaridad humana era afirmar una misma cosa. Ni para aquí la contradicción, porque al mis-mo tiempo que afirma la igualdad y la libertad en las Con-fesiones de un revolucionario, niega la fraternidad en el capítulo VI de su libro sobre las Contradicciones económi-cas, por estas palabras: «¿De fraternidad me habláis? Sere-mos hermanos si formáis en ello empeño, con tal, empero, que yo sea el hermano mayor y que vengáis todos después de mí, y con esta condición: que la sociedad, nuestra ma-dre común, honre mi primogenitura y mis servicios, dán-dome porción doblada. Me decís que atenderéis a mis ne-cesidades proporcionalmente a mis recursos, y yo preten-do, al revés, que atendáis a ellas proporcionalmente a mi trabajo; de lo contrario, dejo de trabajar». Por donde se ve que la contradicción es doble, porque si, por una parte, hay contradicción en afirmar la solidari-dad humana cuando se niega la doméstica y la política, por otra hay contradicción mayor en negar la fraternidad cuan-do se proclama el principio de la libertad y de la igualdad entre los hombres. La igualdad, la libertad y la fraternidad son principios que se suponen mutuamente y que se resuel-ven los unos en los otros, así como la solidaridad humana, la política y la doméstica son dogmas que se resuelven los unos en los otros y que se suponen mutuamente. Tomar unos y dejar otros es tomar lo que se deja y dejar lo que se toma; es negar lo que se afirma y afirmar lo que se niega a un tiempo mismo.

Por lo que hace a la cuestión relativa al gobierno, la ne-gación de todo gobierno por parte de M. Proudhon no es más que una negación aparente. Si la idea del gobierno no es contradictoria con la idea socialista, no había para qué negarla; y si hay contradicción entre estas dos ideas, es una inconsecuencia insigne proclamar en otra forma al go-bierno que viene negado. Ahora bien: M. Proudhon, que niega el gobierno, símbolo de la unidad y de la solidaridad política, viene a reconocerle de otra manera y en otra for-ma, cuando reconoce y proclama en las palabras siguientes la unidad y la solidaridad social: «Sólo la sociedad, es de-cir, el ser colectivo, puede seguir su inclinación y abando-narse a su libre albedrío sin temor de un error absoluto e inmediato. La razón superior que está en ella, y que va desprendiéndose de ella poco a poco por las manifestacio-nes de la muchedumbre y la reflexión de los individuos, la pone siempre, en definitiva, en el buen camino. El filósofo es incapaz de descubrir la verdad por intuición, y si por ventura se propone dirigir la sociedad, corre un gran riesgo de poner sus propias ideas, ineficaces e insuficientes siem-pre, en lugar de las leyes eternas del orden y de llevar de esta manera la sociedad a los abismos. El filósofo necesita algo que le guíe. ¿Cuál puede ser este algo sino la ley del progreso y aquella lógica que reside como en su centro en la misma humanidad?» (Confesions d'un révolutionaire). Aquí se suponen tres cosas: la unidad, la solidaridad y en definitiva, la infalibilidad social; cabalmente las mismas tres cosas que el comunismo afirma o supone en el Estado; y se niegan otras: la capacidad y la competencia de los in-dividuos para gobernar a las naciones; lo mismo que en ellos niega el comunismo cabalmente. De donde se sigue que entre proudhonianos y comunistas se va a parar a un mismo término por diferentes caminos: unos y otros afir-man el gobierno, y con él la unidad, la solidaridad de las sociedades humanas. El gobierno es para los unos y para los otros infalible, es decir, omnipotente, y, siéndolo, ex-cluye toda idea de libertad en los individuos, los cuales, puestos bajo la jurisdicción de un gobierno omnipotente e infalible, no pueden ser otra cosa sino esclavos. Que el go-bierno resida en el Estado, símbolo de la unidad política, o en la sociedad, considerada como un ser solidario, siempre resultará que el gobierno es la condensación de todos los derechos sociales, así en la primera como en la segunda de estas suposiciones; de donde se sigue para el individuo, considerado aisladamente, la más completa servidumbre. M. Proudhon hace, pues, todo lo contrario de lo que dice y es todo lo contrario de lo que parece: proclama la libertad y la igualdad, y constituye la tiranía; niega la solidaridad, y la supone; se llama a sí propio anarquista, y tiene sed y hambre de gobierno. Es tímido, y parece arrojado; el arrojo está en sus frases, la timidez en sus ideas. Parece dogmáti-co, y es escéptico en la sustancia y dogmático en la forma. Anuncia solemnemente que va a proclamar verdades pere-grinas y nuevas, y no hace otra cosa sino ser el eco de anti-guos y desacreditados errores. Aquel apotegma suyo de que la propiedad es el robo ha cautivado a los franceses por su originalidad y por su inge-nio. Bueno será que sepan nuestros vecinos que ese apo-tegma es antiquísimo de este lado de los Pirineos. Desde Viriato hasta nuestros días, todos los ladrones que salen al camino, al poner la boca de su trabuco en el pecho del ca-minante, le llaman ladrón, y como a ladrón le quitan lo que tiene. M. Proudhon no ha hecho otra cosa sino robar a los

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bandoleros españoles su apotegma, como ellos roban al ca-minante su bolsa. Del mismo modo que se da en espectá-culo a las gentes como original cuando es plagiario, siendo el apóstol de lo pasado, se llama el profeta de lo futuro. Su principal artificio está en expresar la idea que afirma con la palabra que la contradice. Todos llaman despotismo al des-potismo; M. Proudhon le llamará anarquía; y cuando ha puesto a la cosa afirmada su nombre contradictorio, con el nombre hace guerra a sus amigos y con la cosa a sus con-trarios; con la dictadura comunista, que está en el fondo de su sistema, infunde espanto al capital: con la palabra anar-quía ahuyenta y hace huir a sus amigos los comunistas; y cuando, volviendo los ojos por todos lados, ve a los unos sin fuerza para huir y a los otros puestos en vergonzosa fu-ga, suelta la carcajada. Otro de sus artificios está en tomar de cada sistema lo que, no siendo bastante para confundir-se con aquellos que le sostienen, basta para excitar la cóle-ra de los que le contradicen; en él hay páginas que pudie-ran suscribir todos los partidarios del orden; esas páginas van dirigidas a todos los hombres turbulentos; otras que pudieran suscribir los más fanáticos demócratas; ésas van dirigidas a los amigos del orden; en algunas hace ostenta-ción del ateísmo más inmundo, y al escribirlas tiene pre-sentes a los católicos; otras, por fin, pudieran ser aceptadas por el católico más ferviente, y ésas son las que destina a regalar los oídos de los materialistas y ateos. El bien supre-mo de ese hombre es obligar a todos a que levanten la ma-no contra él y levantar él su mano contra todos. Cuando ha afirmado de sí que tiene por enemigo a todo el que quiere gobernarle, no ha revelado sino la mitad de su secreto; la otra mitad está en afirmar que es enemigo suyo todo el que le siga y todo el que le obedezca. Si el mundo se hiciera proudhoniano alguna vez, por hacer contraste al mundo dejaría de ser proudhoniano; y si, dejando de serlo él, deja-ra de serlo el mundo, se colgaría del primer árbol que en-contrara en su camino. Yo no sé si después de la desventu-ra de, no poder amar, que es la desventura satánica por ex-celencia, hay otra mayor que la de no querer ser amado, que es la desventura proudhoniana. Y, sin embargo, ese hombre, asunto tremendo de la cólera divina, conserva allá en lo más recóndito de su ser oscurecido y tenebroso algo que es luz y es amor, algo que le distingue todavía de los espíritus infernales; aunque envuelto ya en sombras que se van rápidamente condensando, no es todo odio y tinieblas. Enemigo declarado de toda belleza literaria, como de toda belleza moral, sin saberlo y sin quererlo es bello, literaria y moralmente, en las pocas páginas que consagra a la suavi-dad modesta del pudor, a los limpios y castos amores y a las armonías y a las magnificencias católicas. Su estilo en-tonces o se levanta hasta su asunto lleno de majestad y de pompa o toma la forma suave y apacible de los más fres-cos idilios. M. Proudhon es inexplicable e inconcebible considera-do en sí aisladamente. M. Proudhon no es una persona, aunque lo parece; es una personificación. Siendo contra-dictorio e ilógico, como lo es, el mundo le llama conse-cuente, porque él es una consecuencia; es la consecuencia de todas las ideas exóticas, de todos los principios contra-dictorios, de todas las premisas absurdas que el racionalis-mo moderno viene planteando de tres siglos a esta parte; y así como la consecuencia contiene a sus premisas y las premisas contienen su consecuencia, esos tres siglos con-tienen necesariamente a M. Proudhon, como M. Proudon

lleva en sí esos tres siglos necesariamente. Por esta razón, el examen del uno y el examen de los otros dan un mismo resultado; todas las contradicciones proudhonianas están en los tres siglos últimos, y en M. Proudhon están las contradicciones de los tres últimos siglos; y las unas y las otras están en su estado de concentración en la obra más notable, desde cierto punto de vista, del siglo presente: en el Sistema de las contradicciones económicas. Entre ese li-bro y su autor y los siglos racionalistas hay una identidad absoluta; la diferencia está sólo en los nombres y en las formas; la cosa representada en común toma aquí la forma de libro, allí la forma de hombre y más allá la forma del tiempo. Esto sirve para explicar por qué M. Proudhon está condenado a no ser original nunca y a parecerlo siempre. Está condenado a no ser original nunca, porque, supuestas las premisas, ¿qué cosa hay menos original que la conse-cuencia? Está condenado a parecerlo siempre, porque ¿qué hay que pueda parecer tan original como la concentración de todas las contradicciones de tres siglos contradictorios en una sola persona? Esto no quiere decir que M. Proudhon no vaya en pos de la originalidad verdadera. M. Proudhon quiere ser ver-daderamente original cuando aspira a formular la síntesis de todas las antinomias y a encontrar la suprema ecuación de todas las contradicciones; pero aquí, que es donde está la manifestación de su personalidad individual, es cabal-mente donde se descubre su impotencia. Su ecuación no es más que el principio de una nueva serie de contradiccio-nes, y su síntesis no es más que el principio de una nueva serie de antinomias. Puesto entre la propiedad, que es la te-sis, y el comunismo, que es la antítesis, busca la síntesis en la propiedad no hereditaria, sin ver que la propiedad no he-reditaria no es propiedad y, por consiguiente, que su sínte-sis no es síntesis, porque no suprime la contradicción, sino una nueva manera de negar la tesis vencida y de afirmar la antítesis vencedora. Cuando para formular la síntesis, que ha de comprender por un lado la autoridad, que es la tesis, y por otro la libertad, que es la antítesis, niega el gobierno y proclama la anarquía; si con esto quiere decir que no ha de haber gobierno ninguno, su síntesis no es otra cosa sino la negación de la tesis, que es la autoridad, y la afirmación de la antítesis, que es la libertad humana; y al revés, si lo que quiere decir es que el gobierno dictatorial y absoluto no ha de estar en el Estado, sino en la sociedad, en ese ca-so no hace otra cosa sino negar la antítesis y afirmar la te-sis, negar la libertad y afirmar la omnipotencia comunista. En uno y otro caso, ¿dónde está la conciliación?, ¿dónde está la síntesis? M. Proudhon no es fuerte sino cuando se contenta con ser la personificación del racionalismo mo-derno, por su naturaleza absurdo y contradictorio; y no es débil sino cuando muestra su personalidad individual, cuando deja de ser una personificación para convertirse en una persona. Si después de haberle examinado bajo varios de sus as-pectos se me preguntara cuál es el rasgo más dominante de su fisonomía espiritual, respondería a esta pregunta que es el desprecio de Dios y de los hombres. Jamás hombre nin-guno pecó tan gravemente contra la humanidad y contra el Espíritu Santo. Cuando resuena esa cuerda de su corazón, resuena siempre con elocuente y robusta resonancia. No es él el que habla entonces, no; es otro que está en él, que le tiene, que le posee y que le hace caer desfallecido en con-vulsiones epilépticas; es otro que es más que él y que man-

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tiene con él un diálogo perpetuo. Lo que dice algunas ve-ces es tan extraño, y eso que dice lo dice de tan extraña manera, que el ánimo queda suspenso hasta el punto de no saber si el que habla es hombre o es demonio y si habla de veras o se burla. Por lo que hace a él, si con su voluntad pudiera ordenar las cosas a su antojo, preferiría ser tenido por demonio a ser tenido por hombre. Hombre o demonio, lo que aquí hay de cierto es que sobre sus hombros pesan con abrumadora pesadumbre tres siglos reprobados.

Capítulo V

Continuación del mismo asunto   El más consecuente de los socialistas modernos, desde el punto de vista de la cuestión que venimos ventilando, me parece ser Roberto Owen, cuando rompiendo en abier-ta y cínica rebelión contra todas las religiones, depositarias de los dogmas religiosos y morales, negó de un golpe el deber, negando no sólo la responsabilidad colectiva, que constituye el dogma de la solidaridad, sino también la res-ponsabilidad individual, que descansa en el dogma del li-bre albedrío del hombre. Negado el libre albedrío, Roberto Owen niega la transmisión de la culpa y la culpa misma. Hasta aquí no puede dudarse sino que hay lógica y conse-cuencia en todas estas deducciones; pero donde comienza la contradicción y la extravagancia es cuando Owen, nega-da la culpa y el libre albedrío, afirma y distingue el bien y el mal moral, y cuando, afirmando y distinguiendo estas cosas, niega la pena, que es su consecuencia necesaria. El hombre, según Roberto Owen, obra en consecuencia de convicciones invencibles. Esas convicciones le vienen, por una parte, de su organización especial, y por otra, de las circunstancias que le rodean; y como él no es autor ni de aquella organización ni de esas circunstancias, síguese de aquí que así las primeras como las segundas obran en él fatal y necesariamente. Todo esto es lógico y consecuente; pero por lo mismo es ilógico, contradictorio y absurdo afir-mar el bien y el mal cuando se niega la libertad humana. El absurdo llega hasta lo inconcebible y lo monstruoso cuan-do nuestro autor intenta fundar una sociedad y un gobierno en esta yuxtaposición de seres irresponsables. La idea del gobierno y la idea de la sociedad son correlativas a la de la libertad humana. Negada la una, procede la negación de las otras juntamente; y cuando no se niegan o se afirman todas a la vez, no se hace otra cosa sino afirmar y negar la misma cosa a un mismo tiempo. Yo no sé si hay en los anales humanos testimonio más insigne de ceguedad, de inconsecuencia y de locura que el que Owen da de sí cuan-do, después de haber negado la responsabilidad y la liber-tad individual, no satisfecho con la extravagancia de afir-mar la sociedad y el gobierno, pasa todavía más adelante, y da consigo en la extravagancia inconcebible de recomen-dar la benevolencia, la justicia y el amor a los que, no sien-do ni responsables ni libres, ni pueden amar ni pueden ser justos ni benevolentes. Los límites que me he impuesto a mí propio al empren-der esta obra me impiden pasar aquí tan adelante como fuera menester por el anchísimo campo de las contradic-ciones socialistas. Las expuestas bastan y aun sobran para dejar puesto fuera de toda duda el hecho incontrovertible de que el socialismo, desde cualquier punto de vista que se le considere, es una torpe contradicción, y que de sus es-

cuelas contradictorias ninguna otra cosa puede salir sino el caos. Su contradicción es tan palpable, que no nos será difícil ponerla de bulto y como de relieve aun en aquellos puntos en los que parece que todos estos sectarios andan unidos y conformes. Si hay alguna negación que les sea común, esta es ciertamente la negación de la solidaridad familiar o no-biliaria. Llegados aquí todos los doctores revolucionarios y socialistas, alzan la voz para negar esa mancomunidad de glorias y de infortunios, de méritos y de deméritos que el género humano ha reconocido como un hecho entre los as-cendientes y sus descendientes en todas las edades. Pues bien: esos mismos revolucionarios y socialistas afirman de sí en la práctica, sin saberlo, aquello mismo que vienen ne-gando de los otros en la teórica. Cuando la revolución francesa, sangrienta y desmelenada, puso debajo de sus pies todas las glorias nacionales; cuando, embriagada con sus triunfos, creyó estar cierta de su definitiva victoria, se apoderó de ella no sé qué orgullo aristocrático y de raza, que estaba en directa oposición con todos sus dogmas. En-tonces fue cuando los revolucionarios más insignes, dán-dose en espectáculo a las gentes como los antiguos barones feudales, comenzaron a mostrarse escrupulosos y remisos en dar a los extraños carta de naturalización en su nobilísi-ma familia. Mis lectores recordarán aquella pregunta fa-mosa dirigida por los doctores de la nueva ley a los que se presentaban a ellos vestidos con el blanco ropaje de la can-didatura: «¿Qué crimen habéis cometido?». ¡Desventura-do aquel que no había cometido ninguno, porque jamás ve-ría abiertas para él las puertas del Capitolio, en donde re-lampagueaban con tremenda majestad los semidioses revo-lucionarios! El género humano había instituido la nobleza de la virtud; la revolución dejó instituida la del crimen. Cuando después de la revolución de febrero hemos vis-to a socialistas y republicanos dividirse en categorías, se-paradas unas de otras por abismos formidables; cuando los unos, con el titulo de republicanos de la víspera, han derra-mado el escarnio y el baldón sobre los otros que no habían sido republicanos sino del día siguiente; cuando, más afor-tunados y, por consiguiente, más altivos que todos los de-más, se han levantado algunos diciendo: «Toda la arrogan-cia es nuestra, porque el republicanismo es en nosotros fa-miliar y nos viene con la sangre», ¿qué viene a ser esto sino proclamar, en pleno republicanismo, todas las preocu-paciones nobiliarias? Examinad bien una después de otra todas sus escuelas; todas y cada una de por sí pugnan por constituirse en una familia y por buscar el ascendiente más noble. En este gru-po familiar, el ascendiente es Saint-Simon el nobilísimo; en aquel, Fourier el ilustre; en el otro, Babeuf el patriota; en todos hay un jefe común, un patrimonio común, una gloria común, un encargo común; y todos los grupos y to-das las familias, unidas entre sí por una estrecha solidari-dad, buscan en las edades pasadas alguna personalidad tan noble, tan alta, tan excelsa, que pueda servirlas a todas de vínculo y de centro. Los unos ponen los ojos en Platón, personificación gloriosa de la sabiduría antigua; los más, levantando su loca ambición hasta la altura de una blasfe-mia, los ponen en el Redentor del género humano; quizá le olvidaran por desvalido y por pobre, le desdeñaran por hu-milde; pero en su insolente orgullo no olvidan que, humil-de, y pobre, y desvalido, era Rey y sentía correr por sus venas la nobilísima sangre de los reyes. Por lo que hace a

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M. Proudhon, tipo perfecto del orgullo socialista, el cual es a su vez el tipo perfecto del orgullo humano, remontándose a edades más escondidas en alas de su soberbia, sube en busca de sus ascendientes hasta aquellos tiempos vecinos de la creación en que florecieron entre los hebreos las ins-tituciones mosaicas. En ocasión más oportuna demostraré cumplidamente que, por lo que hace a M. Proudhon, su no-bleza es tan antigua y su estirpe tan ilustre, que para en-contrar su cepa es necesario subir más todavía, hasta llegar a unos tiempos puestos fuera del ancho círculo de la Histo-ria y a unos seres, en lo perfectísimos y altísimos, incom-parablemente superiores a los hombres. Por ahora basta para mi propósito dejar aquí consignado que las escuelas socialistas están condenadas a la contradicción y al absur-do de una manera irrevocable; que cada uno de sus princi-pios es contradictorio del que le procede y del que le sigue; que su conducta es la condenación completa de todas sus teorías, y que sus teorías son la condenación radical de su conducta. Sólo nos falta ahora formarnos una idea aproximada de lo que sería el edificio socialista sin esas faltas de propor-ción que le afean y que le ponen fuera de todo género re-gular de arquitectura. Visto lo que es el socialismo actual en sus dogmas contradictorios, no parece fuera de propósi-to que examinemos aquí brevemente lo que ha de ser el so-cialismo venidero cuando, por la virtud misteriosa que re-side en toda teoría, vaya perdiendo con la duración lo que hay en él de contradictorio y de inconsecuente. El método aquí consiste en aceptar por punto de partida cualquiera de las proposiciones afirmadas en común por todas las escue-las y sacar de ella, una en pos de otra, las consecuencias que contiene. La negación fundamental del socialismo es la negación del pecado, esa gran afirmación que es como el centro de las afirmaciones católicas. Esta negación lleva consigo por vía de consecuencia una serie de negaciones, relativas unas al ser divino, otras al ser humano y otras al ser social. Re-correr toda esa serie sería cosa imposible y ajena, además, de nuestro propósito; lo que nos cumple solamente es se-ñalar las más fundamentales entre esas negaciones. Los socialistas niegan el pecado y la posibilidad del pe-cado juntamente. Negado el hecho y la posibilidad del he-cho, procede la negación de la libertad humana, que no se concibe sin el pecado o, por lo menos, sin la potestad en la naturaleza humana de convertirse de inocente en pecadora. Negada la libertad, queda negada la responsabilidad del hombre. La negación de la responsabilidad lleva consigo la negación de la pena; negada ésta, procede, por una parte, la negación del gobierno divino, y por otra, la de los go-biernos humanos. Luego, por lo que hace a la cuestión del gobierno, la negación del pecado va a parar al nihilismo. Negada la responsabilidad individual, queda negada la responsabilidad en común: lo que se niega del individuo no puede afirmarse de la especie, lo cual significa que no existe la responsabilidad humana; y como quiera que no puede afirmarse de algunos lo que por una parte se niega de cada uno de por sí y por otra de todos, síguese de aquí que, una vez negada la responsabilidad del individuo y la de la especie, procede negar la responsabilidad de todas las asociaciones. Esto significa que no hay responsabilidad so-cial, ni responsabilidad política, ni responsabilidad domés-tica. Luego, por lo que hace a la cuestión de la responsabi-lidad, la negación del pecado va a parar al nihilismo.

Negada la responsabilidad individual, la doméstica, la política y la humana, procede la negación de la solidaridad en el individuo, en la familia, en el Estado y en la especie, como quiera que la solidaridad ninguna otra cosa significa sino la responsabilidad en común. Luego, por lo que hace a la solidaridad, la negación del pecado va a parar al nihilis-mo. Negada la solidaridad en el nombre, en la familia, en el Estado y en la especie, es forzoso negar la unidad en la es-pecie, en el Estado, en la familia y en el hombre, como quiera que la identidad entre la solidaridad y la unidad es tan completa, que lo que es uno no puede concebirse sino como siendo solidario, ni lo que es solidario sino como siendo uno. Luego, por lo que hace a la cuestión de la uni-dad, la negación del pecado va a parar al nihilismo. Negada la unidad con una negación absoluta, proceden las negaciones siguientes: la de la humanidad, la de la so-ciedad, la de la familia y la del hombre. En efecto: ninguna cosa existe sino con la condición de ser una, y por lo mis-mo no puede afirmarse que la familia, la sociedad y la hu-manidad existen sino con la condición de afirmar la unidad doméstica, la política y la humana; negadas estas tres uni-dades, procede la negación de esas tres cosas. Afirmar su existencia y negar su unidad es contradecirse en los térmi-nos. Cada una de esas cosas ha de ser una o no ha de ser de ninguna manera; luego, si no son unas, no existen; su nom-bre mismo es absurdo, porque es un nombre que ni repre-senta ni designa cosa ninguna. Por lo que hace al hombre individual, procede su nega-ción de diferente manera. El hombre individual es el único que puede existir hasta cierto punto sin ser uno y sin ser solidario; lo que se niega negando su unidad y solidaridad es que en los diferentes momentos de su vida sea una mis-ma persona. Si no hay un vínculo de unión entre los tiem-pos pasados y los presentes y entre los presentes y los futu-ros, lo que se sigue de aquí es que el hombre no existe sino en el momento presente; pero en esta suposición es claro que su existencia es más bien fenomenal que real. Si no vi-vo en lo pasado, porque pasó y porque no hay unidad entre lo presente y lo pasado; si no vivo en lo futuro, porque lo futuro no es y porque cuando sea ya no será lo presente; si no vivo sino en lo presente, y lo presente no existe, porque cuando se va a afirmar su existencia ya ha pasado, resulta de aquí que mi existencia es mas bien teórica que práctica, porque en realidad, si no existo en todos los tiempos, no existo en tiempo ninguno. Yo no concibo el tiempo sino en sus tres formas reunidas, y no puedo concebirle cuando las separo. ¿Qué es lo pasado sino una cosa que no es ya? ¿Qué es lo futuro sino una cosa que no existe todavía? ¿Y quién detiene a lo presente el tiempo necesario para afir-marle después de haber salido de lo futuro y antes de con-vertirse en lo pasado? Luego afirmar la existencia del hombre, negada la unidad de los tiempos, no viene a ser otra cosa sino darle la existencia especulativa del punto matemático. Luego la negación del pecado va a parar al ni-hilismo, así en cuanto a la existencia de la humanidad, de la sociedad y de la familia, como en cuanto a la existencia del hombre. Luego todas las doctrinas socialistas, o para hablar con más exactitud, todas las racionalistas, van a pa-rar forzosamente al nihilismo; y ninguna cosa hay más na-tural y más lógica, si bien se mira, sino que, no habiendo sino la nada fuera de Dios, los que se separan de Dios va-yan a parar a la nada.

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Esto supuesto, yo estoy autorizado para acusar al socia-lismo presente de timido y de contradictorio. Negar el Dios trino y uno, para afirmar otro Dios; negar la humanidad bajo un aspecto, para venir a afirmarla desde otro punto de vista; negar la sociedad con cierta forma, para venir a afir-marla después con formas diferentes; negar la familia por un lado, para afirmarla por otro; negar al hombre de cierta manera, para venir después a afirmarle de una manera o di-ferente o contraria, todo esto es entrar por la senda de tími-das, contradictorias y cobardes transacciones. El socialis-mo presente es todavía un semicatolicismo, y nada más. Si los límites de esta obra me lo permitieran, no me sería difí-cil demostrar que en el más avanzado de sus doctores hay un número mayor de afirmaciones católicas que de nega-ciones socialistas, lo cual da por resultado un catolicismo absurdo y un socialismo contradictorio. Todo lo que sea afirmar un Dios es ir a caer en las manos del Dios de los católicos; todo lo que sea afirmar la humanidad es ir a pa-rar a la humanidad una y solidaria del dogma cristiano; to-do lo que sea afirmar la sociedad es ir a dar consigo, más tarde o más temprano, en la afirmación católica sobre las instituciones sociales; todo lo que sea afirmar la familia es ponerse en el caso de afirmar después, de uno o de otro modo, todo lo que el catolicismo afirma y todo lo que el socialismo niega; por último, todo lo que sea afirmar al hombre de cualquiera manera, se resuelve en definitiva en la afirmación de Adán, el hombre del Génesis. El catolicis-mo es a la manera de aquellos formidables cilindros por donde no pasa la parte sin que después pase el todo. Por ese cilindro formidable pasará, sin dejar rastro de sí, si no muda de rumbo, el socialismo con todos sus pontífices y con todos sus doctores. M. Proudhon, que no suele ser ridículo, es ridículo, sin embargo, cuando, formulando la negación del gobierno co-mo la última de todas las negaciones, va pidiendo a las gentes en ademán cuasi augusto la primera de todas las pa-labras socialistas, por la sublimidad de su audacia. Los so-cialistas en presencia de los católicos son como los griegos en presencia de los sacerdotes del Oriente: niños que pare-cen hombres. La negación de todo gobierno, lejos de ser la última de las negaciones posibles, no es sino una negación preliminar que los nihilistas futuros relegarán en el libro de sus prolegómenos. No pasando de ahí, M. Proudhon pasa-rá, como los demás, por el cilindro católico; por ahí pasa todo, menos la nada; es necesario, pues, o afirmar la nada o pasar con todas sus negaciones o con todas sus afirma-ciones, con toda su alma y con todo su cuerpo por ese ci-lindro. Mientras que M. Proudhon no tome su partido vale-rosamente, me autoriza para que le acuse ante los raciona-listas futuros como sospechoso de catolicismo latente y de moderantismo disfrazado. Los socialistas que no prefieren llamarse sus herederos, se llaman a sí propios la antítesis del catolicismo. El catolicismo no es una tesis, y no sién-dolo, no puede ser combatido por una antítesis. Es una sín-tesis que lo abarca todo, que lo contiene todo y que lo ex-plica todo, lo cual no puede ser, no diré vencida, pero ni combatida siquiera, sino por una síntesis de la misma espe-cie, que a su manera abarque, contenga y explique todas las cosas. En la síntesis católica caben anchamente todas las tesis y todas las antítesis humanas. Ella lo trae y lo con-densa todo en sí con la fuerza invencible de una virtud in-comunicable. Los que piensan que están fuera del catoli-cismo, están en él, porque él es como la atmósfera de las

inteligencias; los socialistas, como los demás, después de esfuerzos gigantescos para separarse de él, ninguna otra cosa han conseguido sino ser unos malos católicos.

Capítulo VI

Dogmas correlativos al de la solidaridad: los sacrificios sangrientos. Teorías de las Escuelas Racionalistas acer-ca de la pena de muerte   Así como el socialismo es un compuesto incoherente de tesis y de antítesis que se contradicen y se destruyen, la gran síntesis católica resuelve todas las cosas en la unidad, poniendo en todas ellas su soberana armonía. De sus dog-mas puede afirmarse que, sin dejar de ser varios, son uno sólo. De tal manera se resuelven los que anteceden en los que le siguen, y los que le siguen en los que le anteceden, que no puede averiguarse nunca cuál es el primero y cuál es el último en el gran círculo divino. Esa virtud que todos tienen de penetrarse los unos a los otros en lo más íntimo de sus esencias, hace que ninguno pueda ser afirmado o negado de por sí, debiendo ser todos afirmados o negados juntamente; y como en sus afirmaciones dogmáticas están apuradas todas las afirmaciones posibles, de aquí procede que contra el catolicismo no se da afirmación de ninguna especie ni negación que sea particular; contra su prodigio-sa síntesis no cabe sino una negación absoluta. Ahora bien: Dios, que está de manifiesto en la palabra católica, ha dis-puesto las cosas de tal modo, que esa suprema negación, lógicamente necesaria para hacer contraste a la palabra di-vina, sea de todo punto imposible, como quiera que para negarlo todo es necesario comenzar por negarse a sí mis-mo, y que el que se niega a sí mismo no puede pasar ade-lante ni negar después cosa ninguna. Síguese de aquí que la palabra católica, siendo invencible, es eterna; desde el primer día de la creación viene dilatándose en los espacios y resonando en los tiempos con una fuerza inmensa de di-latación y con una fuerza infinita de resonancia; su sobera-na virtud no se ha amenguado todavía, y cuando cesen los tiempos de correr y se recojan los espacios, esa palabra se-guirá resonando eternamente en las eternas alturas. Todo este bajo mundo va pasando: los hombres con sus ciencias, que no son sino ignorancia; los imperios con sus glorias, que no son sino humo; sólo está quieta y en su ser esa pa-labra resonante, afirmándolo todo con una sola afirmación, que es siempre idéntica a sí misma. El dogma de la solida-ridad, confundiéndose con el de la unidad, constituye con él un solo dogma; considerado en sí, se resuelve en dos que, como el de la solidaridad y el de la unidad, son uno mismo en la esencia y dos en sus manifestaciones. La soli-daridad y la unidad de todos los hombres entre sí lleva consigo la idea de una responsabilidad en común, y esta responsabilidad supone a su vez que los méritos y los crí-menes de los unos pueden dañar y aprovechar a los otros. Cuando el daño es el que se comunica, el dogma conserva su nombre genérico de solidaridad, y le cambia por el de reversibilidad cuando lo que se comunica es el provecho. Así se dice que todos pecamos en Adán, porque todos so-mos con él solidarios, y que todos fuimos hechos salvos por Jesucristo, porque sus méritos nos son reversibles. Co-mo se ve, la diferencia aquí está en los nombres solamente, y en nada altera la identidad de la cosa significada. Lo mismo sucede con los dogmas de la imputación y de la

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sustitución; los dos no son otra cosa sino aquellos dogmas mismos considerados en sus aplicaciones. En virtud del dogma de la imputación padecemos todos la pena de Adán, y por el de la sustitución padeció el Señor por todos noso-tros. Pero, como se ve aquí, no se trata sino de un dogma sustancialmente. El principio en virtud del cual fuimos to-dos hechos salvos en el Señor es idéntico a aquel por el cual fuimos todos en Adán culpables y penados. Ese prin-cipio de solidaridad con el que se explican los dos grandes misterios de nuestra redención y de la transmisión de la culpa, es a su vez explicado por esa misma transmisión y por la redención humana. Sin la solidaridad no podéis ni concebir siquiera una humanidad prevaricadora y redimi-da; y por otro lado es evidente que si la humanidad no ha sido ni redimida por Jesucristo ni prevaricadora en Adán, no puede ser concebida como siendo una y solidaria. Como por este dogma, junto con el de la prevaricación adámica, se nos revela la verdadera naturaleza del hombre, no ha permitido Dios que cayera de todo punto en el olvi-do de las gentes. Esto sirve para explicar por qué todos los pueblos del mundo vienen dando de él clarísimos testimo-nios y por qué esos testimonios están consignados con una consignación elocuentísima en la historia. No hay pueblo tan civilizado ni tribu tan inculta que no haya creído estas cosas: que los pecados de algunos pueden atraer las iras de Dios sobre las cabezas de todos y que todos pueden ser he-chos salvos de la pena y de la culpa transmitida por el ofre-cimiento de una víctima en perfectísimo holocausto. Por los pecados de Adán condena Dios al género humano, y le salva por los méritos de su amantísimo Hijo. Noé, inspira-do por Dios, condena en Canaán a toda su raza; Dios ben-dice en Abrahán, y luego en Isaac, y luego en Jacob, a toda la raza hebrea. Unas veces salva a hijos culpables por los méritos de sus ascendientes, otras castiga hasta en su últi-ma generación los pecados de ascendientes culpables; y ninguna de estas cosas, que la razón tiene por increíbles, ha causado ni extrañeza ni repugnancia al género humano, que las ha creído con una fe firmísima y robusta. Edipo es pecador, y los dioses derraman sobre Tebas la copa de su enojo; Edipo es asunto de la cólera divina, y los beneficios de su expiación son reversibles a Tebas. En el día más grande y solemne de la creación, cuando el mismo Dios hecho hombre iba a proclamar con su muerte la verdad de todos estos dogmas, quiso que antes fueran proclamados y confesados por el mismo pueblo deicida, el cual, clamando con un clamor sobrenatural y con bramido siniestro, dejó caer estos tremendos vocablos: «Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos». No parece sino que Dios permitió que se condensaran aquí juntamente los tiempos y los dogmas: en un mismo día el mismo pueblo, dándole muerte, imputa a uno y castiga en él los pecados de todos, y pide la aplicación del mismo dogma a sí propio, decla-rando a sus hijos solidarios de sus pecados. En ese mismo día en que eso se proclama por todo un pueblo, el mismo Dios proclama el mismo dogma haciéndose solidario del hombre, y el de la reversibilidad pidiendo al Padre, en pre-mio de su dolor, el perdón de sus enemigos, y el de la sus-titución muriendo por ellos, y el de la redención, conse-cuencia de todos los otros, siendo el pecador redimido, porque el sustituto que en virtud del dogma de la solidari-dad padeció muerte, en virtud del de la reversibilidad fue aceptado.

Todos esos dogmas, proclamados en un mismo día por un pueblo y por un Dios y cumplidos, después de ser pro-clamados, en la persona de un Dios y en las generaciones de un pueblo, vienen proclamándose y cumpliéndose, aun-que imperfectamente, desde el principio del mundo, y fue-ron simbolizados en una institución antes de ser cumplidos en una persona. La institución que los simboliza es la de los sacrificios sangrientos. Esa institución misteriosa y, humanamente ha-blando, inconcebible, es un hecho tan universal y constan-te, que existe en todos los pueblos y en todas las regiones. De manera que entre las instituciones socia les, la más uni-versal es cabalmente la más inconcebible y la que parece más absurda; siendo cosa digna de notarse aquí que esa universalidad es un atributo común a la institución en que aquellos dogmas están simbolizados, a la persona en que fueron cumplidos y a los mismos dogmas que fueron sim-bolizados en aquella institución y cumplidos en aquella persona. La imaginación misma no alcanza a fingir ni otros dogmas, ni otra persona, ni otra institución más universa-les. Aquellos dogmas contienen todas las leyes por las que se gobiernan las cosas humanas; aquella persona contiene a la Divinidad y a la humanidad juntas en uno, y aquella institución es, por un lado, conmemorativa de lo que aque-llos dogmas contienen de universal; por otro, simbólica de aquella persona única en quien está la universalidad por excelencia, mientras que por otra parte, considerada en sí misma, se dilata hasta los remates del mundo y vence los términos de la Historia. Abel es el primer hombre que ofreció a Dios un sacrifi-cio sangriento después de la gran tragedia paradisíaca, y ese sacrificio, por lo que tenía de sangriento, fue acepto a los ojos de Dios, que apartó de sí con enojo el de Caín, consistente en frutos de la tierra. Y lo que aquí hay de sin-gular y de misterioso es que el que derrama la sangre en sacrificio expiatorio toma odio a la sangre y muere por no derramar la del mismo que le mata, mientras que el que rehúsa derramarla como signo de expiación se aficiona a ella hasta el punto de derramar la sangre de su hermano. ¿En qué consiste que, derramada de un modo, quita las manchas, y, derramada del otro modo, las pone? ¿En qué consiste que la derraman todos, aunque de diferente mane-ra? Desde aquella primera efusión de sangre, la sangre no dejó de correr, y no corrió nunca sin condenar a unos y sin purificar a otros, conservando siempre entera su virtud condenatoria y su virtud purificante. Todos los hombres que vinieron después de Abel el justo y de Caín el fratrici-da, se acercaron más o menos a uno de esos dos tipos de aquellas dos ciudades que se gobiernan por leyes contra-rias y por gobernadores diferentes, por nombre la ciudad de Dios y la ciudad del mundo, las cuales no son contrarias entre sí porque en una se derrame sangre y en otra no, sino porque en la una la derrama el amor y en la otra la vengan-za, la una es ofrecida al hombre y en la otra a Dios en sa-crificio expiatorio y en aceptable holocausto. El género humano, en el que no ha dejado de soplar de todo punto el viento de las tradiciones bíblicas, ha creído siempre, con una fe invencible, estas tres cosas: que es fuerza que la sangre sea derramada; que, derramada de un modo, purifica, y de otro, enloquece. De estas verdades da clarísimos testimonios toda la Historia, llena con la rela-ción de historias crueles, de conquistas sangrientas, de

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trastornos y asolamientos de ciudades famosas, de muertes atrocísimas, de víctimas puras puestas en altares humean-tes, de hermanos levantados contra hermanos, y ricos contra pobres, y padres contra hijos, siendo la tierra toda a manera de lago que ni los vientos orean ni seca el sol con sus inmensos ardores. No las atestiguan con menos clari-dad los sacrificios sangrientos ofrecidos a Dios en todos los altares levantados en la tierra, y, por último, la legisla-ción de todos los pueblos, por la que el que quita la vida ajena está excomulgado y pierde la suya, saliendo de la co-munión de los vivientes. En la tragedia de Orestes pone Eurípides en boca de Apolo estas palabras: «No es Elena culpable de la guerra de Troya; su belleza no fue sino el instrumento de que se valieron los dioses para encender la guerra entre los pueblos y hacer correr la sangre que había de purificar la tierra, manchada con la multitud de los deli-tos». Por donde se ve que el poeta, eco a un tiempo mismo de las tradiciones populares y de las tradiciones humanas, da a la sangre una secreta virtud de purificación que está en ella de una manera escondida por una causa misteriosa. Descansando el sacrificio en la suposición de la exis-tencia de esa causa y de aquella virtud, es claro que la san-gre ha debido adquirir esta virtud bajo el imperio de aque-lla causa, en una época anterior a la de los sacrificios san-grientos; y como estos sacrificios vienen instituidos desde el tiempo de Abel, es una cosa puesta fuera de toda duda que la causa y la virtud de que tratamos son anteriores a Abel y contemporáneas de un gran suceso paradisíaco, en donde esa virtud y su causa han de tener principio necesa-riamente. Ese gran suceso es la prevaricación adámica. Culpable la carne en Adán, y en la carne de Adán la carne de toda la especie, para que la pena tuviese proporción con la culpa, era menester que cayera en la carne como en la culpa misma; de aquí la necesidad de la efusión perpetua de la sangre humana. A la culpa de Adán se había seguido, sin embargo, la promesa de un redentor, y esa promesa, poniendo al Redentor en lugar del culpable, fue poderosa para suspender la sentencia condenatoria hasta que el que había de venir fuera venido. Esto sirve para explicar por qué Abel, depositario por Adán a un mismo tiempo de la sentencia condenatoria y de la suspensión hasta que fuera llegado el sustituto que había de padecer la pena por el cul-pable, instituyó el único sacrificio que podía ser acepto a los ojos de Dios: el sacrificio conmemorativo y simbólico. El sacrificio de Abel fue tan perfecto, que contuvo en sí por una manera prodigiosa todos los dogmas católicos; por lo que tuvo de sacrificio en general, fue un acto de recono-cimiento y de adoración hacia el Dios omnipotente y sobe-rano; por lo que tuvo de sacrificio sangriento, fue la pro-clamación del dogma de la prevaricación adámica y del de la libertad del prevaricador, que sin el libre albedrío no hu-biera sido culpable, y del de la transmisión de la culpa y de la pena, sin la cual sólo Adán hubiera debido darse en sa-crificio, y del de la solidaridad, sin el cual no hubiera teni-do Abel el pecado por herencia. Al propio tiempo fue con respecto a Dios el reconocimiento de su justicia y del cui-dado que tiene de las cosas humanas. Considerado desde el punto de vista de las víctimas ofrecidas al Señor, fue a un tiempo mismo una conmemo-ración de la promesa que acompañó a la pena del verdade-ro culpable; y de la reversibilidad, en virtud de la cual los penados por la culpa de Adán habían de ser hechos salvos por los méritos de otro; y de la sustitución, en virtud de la

cual uno que había de venir se había de ofrecer en sacrifi-cio por todo el género humano; por último, consistiendo las víctimas en corderos primogénitos y sin mancha, el sa-crificio de Abel fue simbólico del sacrificio verdadero, en el cual aquel Cordero mansísimo y purísimo, Hijo único del Padre, se había de ofrecer en santísimo holocausto por los delitos del mundo. De esta manera el catolicismo todo, que explica y contiene todas las cosas, por un milagro de condensación, está explicado y contenido en el primer sa-crificio sangriento ofrecido a Dios por un hombre. ¿Qué virtud es esa que está en una dilatación y con una conden-sación infinita? ¿Qué cosas son esas que en su inmensa va-riedad caben todas en un símbolo? ¿Y qué símbolo es ese tan comprensivo y perfecto que contiene tantas y tales co-sas? Tan altas consonancias y armonías, perfecciones tan soberanas y hermosas, están de tal manera sobre el hom-bre, que se adelantan, no sólo a todo lo que entendemos, sino también a todo lo que deseamos y a todo lo que fingi-mos. Pasando la tradición de padres a hijos, vino a suceder que fue borrándose y oscureciéndose poco a poco en la memoria y en el entendimiento de los hombres. Dios no permitió en su infinita sabiduría que dejaran de resonar de todo punto en la tierra aquellos grandes ecos de las tradi-ciones bíblicas; pero en medio del tumulto de los pueblos, precipitados los unos sobre los otros, y todos a los pies de los ídolos, esos ecos fueron alterándose y debilitándose hasta perder su magnífica resonancia y convertirse en soni-dos vagos, intermitentes y confusos. Entonces fue cuando de la idea vaga de una culpa primitiva, radicada en la san-gre, sacaron los hombres la consecuencia de que era nece-sario ofrecer a Dios en sacrificio la sangre misma del hom-bre. El sacrificio dejó de ser simbólico para ser real, y co-mo quiera que en la intención divina no estaba dar eficacia y virtud sino al sacrificio del Redentor solamente, de aquí fue que los sacrificios humanos carecieron de virtud y de eficacia. Aun así y todo, aquellos sacrificios imperfectos e ineficaces contenían en sí virtualmente, por un lado, el dogma del pecado original, el de su transmisión y el de la solidaridad, y por otro, el de la reversibilidad y el de la sustitución, aunque no acertaron a simbolizar ni la sustitu-ción verdadera ni el verdadero sustituto. Cuando los antiguos buscaban una víctima limpia de to-da mancha e inocente y la conducían al altar ceñida de flo-res para que con su muerte aplacara la cólera divina, satis-faciendo la deuda del pueblo, acertaban en mucho y erra-ban en algo. Acertaban en afirmar que la justicia divina de-bía ser aplacada, que no podía serlo sino por el derrama-miento de sangre, que uno podía satisfacer la deuda de to-dos, que la víctima redentora había de ser inocente. En to-das estas cosas acertaban, como quiera que todas ellas no son otra cosa sino la afirmación implícita de los grandes dogmas católicos. El error estuvo exclusivamente en creer que podía haber un hombre inocente y justificado, hasta tal punto y de tal manera que pudiera ser ofrecido eficazmente en sacrificio por los pecados del pueblo, en calidad de víc-tima redentora. Este solo error, este solo olvido de un dog-ma católico convirtió al mundo en un lago de sangre; a fal-ta de otros, hubiera bastado por sí solo para impedir el ad-venimiento de toda civilización verdadera. La barbarie, y la barbarie feroz y sangrienta, es la consecuencia legítima, necesaria, del olvido de cualquier dogma cristiano.

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El error que acabo de señalar no lo era sino en un solo concepto y desde cierto punto de vista: la sangre del hom-bre no puede ser expiatoria del pecado original, que es el pecado de la especie, el pecado humano por excelencia; puede ser y es, sin embargo, expiatoria de ciertos pecados individuales, de donde se sigue no sólo la legitimidad, sino también la necesidad y la conveniencia de la pena de muerte. La universalidad de su institución atestigua la uni-versalidad de la creencia del género humano en la eficacia purificante de la sangre derramada de cierto modo y en su virtud expiatoria cuando de ese modo se derrama. Sine sanguine non fit remissio (Hebr 9,22). Sin la sangre derra-mada por el Redentor no se hubiera extinguido nunca aquella deuda común que contrajo con Dios en Adán todo el género humano. En dondequiera que la pena de muerte ha sido abolida, la sociedad ha destilado sangre por todos sus poros. A su supresión en la Sajonia Real se siguió aquella grande y encarnizada batalla de mayo, que puso al Estado en trance de muerte, hasta el punto de verse en el caso de acudir para su remedio a una intervención extran-jera. El solo principio de su supresión, proclamado en Francfort en nombre de la patria común, puso las cosas alemanas en mayor desorden y desconcierto que ningún otro período de su turbulentísima historia. A su supresión por el Gobierno provisional de la República francesa se si-guieron aquellas tremendas jornadas de junio, que vivirán eternamente con todo su horror en la memoria de los hom-bres; a aquéllas hubieran seguido otras con pavorosa y rá-pida sucesión si una víctima santa y acepta no se hubiera puesto entre las iras de Dios y los delitos de aquel Go-bierno culpable y de aquella ciudad pecadora. Hasta dónde pudo llegar la virtud de aquella sangre augusta e inocente, nadie lo sabrá decir y nadie lo sabe; empero, humanamente hablando, puede afirmarse sin temor de ser desmentido por los hechos, que la sangre volverá a correr en vena abundo-sa, por lo menos hasta que la Francia entre otra vez bajo la jurisdicción de aquella ley providencial que ningún pueblo desechó jamás impunemente. No pondré término a este capítulo sin hacer aquí una re-flexión que me parece de la mayor importancia: si tales efectos ha producido la supresión de la pena de muerte en los delitos políticos, ¿hasta dónde llegarían sus estragos si la supresión se extendiera a los delitos comunes? Ahora bien: si hay para mí una cosa evidente, es que la supresión de la una lleva consigo la supresión de la otra en un tiempo más o menos lejano, así como me parece cosa puesta fuera de toda duda que, suprimida la pena de muerte en ambos conceptos, procede la supresión de toda penalidad humana. Suprimir la pena mayor en los delitos que atacan la seguri-dad del Estado, y con ella la de los individuos que le com-ponen, y conservarla en los delitos que se perpetran contra los particulares solamente, me parece una inconsecuencia monstruosa, que no puede resistir por largo tiempo a la evolución lógica y consecuente de los acontecimientos hu-manos. Por otra parte, suprimir como excesiva la pena de muerte en unos y en otros viene a ser lo mismo que supri-mir todo género de penalidad para los delitos inferiores, como quiera que, una vez aplicada a los primeros una pena que no sea la de muerte, cualquiera otra que se aplique a los segundos ha de faltar a las reglas de la buena propor-ción y ha de ser combatida como opresiva e injusta. Si la supresión de la pena de muerte en los delitos políticos se funda en la negación del delito político, y si esta nega-

ción se saca de la falibilidad del Estado en estas materias, es claro que todo el sistema de penalidad viene al suelo, porque la falibilidad en las cosas políticas supone la falibi-lidad en todas las cosas morales, y la falibilidad en las unas y en las otras lleva consigo la incompetencia radical del Estado para calificar ninguna acción humana de delito. Ahora bien: como esa falibilidad es un hecho, síguese de ahí que en esta materia de la penalidad todos los gobiernos son incompetentes, porque todos son falibles. Sólo puede acusar de delito el que puede acusar de pe-cado, y sólo puede imponer penas por el uno el que puede imponerlas por el otro. Los gobiernos no son competentes para imponer una pena al hombre sino en calidad de dele-gados de Dios, ni la ley humana tiene fuerza sino cuando es el comentario de la ley divina. La negación de Dios y de su ley por parte de los gobiernos viene a ser la negación de sí propios. Negar la ley divina y afirmar la humana, afir-mar el delito y negar el pecado, negar a Dios y afirmar un gobierno cualquiera, es afirmar aquello mismo que se nie-ga y negar aquello mismo que se afirma, es caer en una contradicción palpable y evidente. Entonces sucede que comienza a soplar el cierzo de las revoluciones, el cual no tarda mucho en restaurar el imperio de la lógica, que presi-de a la evolución de los sucesos, suprimiendo con una afir-mación absoluta e inexorable o con una negación absoluta y perentoria las contradicciones humanas. El ateísmo de la ley y del Estado, o lo que en definitiva viene a ser lo mismo, expresado de una manera diferente, la secularización completa del Estado y de la ley, es teoría que no se compone bien con la de la penalidad, viniendo la una del hombre en su estado de apartamiento de Dios y la otra de Dios en su estado de unión con el hombre. No parece sino que los gobiernos conocen por medio de un instinto infalible que sólo en nombre de Dios pueden ser justos y fuertes. Así sucede que, cuando comienzan a secularizarse o apartarse de Dios, luego al punto aflojan en la penalidad, como si sintieran que se les disminuye su de-recho. Las teorías laxas de los criminalistas modernos son contemporáneas de la decadencia religiosa, y su predomi-nio en los códigos es contemporáneo de la secularización completa de las potestades políticas. Desde entonces acá el criminal se ha ido transformando a nuestros ojos lentamen-te, hasta el punto de parecer a los hijos objeto de lástima el mismo que era asunto de horror para sus padres. El que ayer era llamado criminal, hoy pierde su nombre en el de excéntrico o en el de loco. Los racionalistas modernos lla-man al crimen desventura. ¡Día vendrá en que el gobierno pase a los desventurados, y entonces no habrá otro crimen sino la inocencia! A las teorías sobre la penalidad de las monarquías absolutas en sus tiempos decadentes se siguie-ron las de las escuelas liberales, que trajeron las cosas al punto y trance en que hoy las vemos; tras las escuelas libe-rales vienen las socialistas con su teoría de las insurreccio-nes santas y de los delitos heroicos; ni serán éstas las últi-mas, porque allá en los lejanos horizontes comienzan a despuntar nuevas y más sangrientas auroras. El nuevo evangelio del mundo se está escribiendo quizá en un presi-dio. El mundo no tendrá sino lo que merece cuando sea evangelizado por los nuevos apóstoles. Los mismos que han hecho creer a las gentes que la tie-rra puede ser un paraíso, les han hecho creer más fácilmen-te que la tierra ha de ser un paraíso sin sangre. El mal no está en la ilusión; está en que cabalmente en el punto y ho-

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ra en que la ilusión llegara a ser creída de todos, la sangre brotaría hasta de las rocas duras y la tarea se transformaría en infierno. En este oscuro y bajo suelo, el hombre no pue-de aspirar a una ventura imposible sin ser tan desventurado que pierda la poca dicha que alcanza.

Capítulo VII

Recapitulación. Ineficacia de todas las soluciones pro-puestas. Necesidad de una solución más alta   Hasta aquí hemos visto de qué manera la libertad del hombre y la del ángel, con la facultad de escoger entre el bien y el mal, que constituye su imperfección y su peligro, era una cosa no sólo justificada, sino también conveniente. Vimos también cómo del ejercicio de esa libertad consti-tuida salió el mal con el pecado, el cual alteró profundísi-mamente el orden puesto por Dios en todas las cosas y la manera convenientísima de ser de todas las criaturas. Pa-sando más adelante, después de habernos dado cuenta de los desórdenes de la creación, nos propusimos demostrar y demostramos, a nuestro entender cumplidamente, que así como al ángel y al hombre, dotados del libre albedrío, les fue dada la tremenda potestad de sacar el mal del bien y de inficionar todas las cosas, el uno con su rebelión el otro con su desobediencia y ambos con su pecado, Dios, para hacer contraste a esa libertad perturbadora, se reservó la potestad de sacar el bien del mal y el orden del desorden, usando de ella larga y convenientemente, hasta el punto de poner las cosas en un ser más concertado y perfecto que el que hubieran alcanzado sin los ángeles rebeldes y sin los hombres pecadores. No siendo posible evitar el mal sin su-primir la libertad angélica y la humana, que eran un gran bien, Dios, en su infinita sabiduría, hizo de modo que el mal, sin ser suprimido, fue transformado hasta el punto de servir, en su mano omnipotente, de instrumento de mayo-res conveniencias y de más altas perfecciones. Para demostrar lo que a nuestro propósito cumplía, ob-servamos que el fin general de las cosas era manifestar to-das a su manera las perfecciones altísimas de Dios y ser como centellas de su hermosura y magníficos reflejos de su gloria. Consideradas desde el punto de vista de este fin universal, no nos fue difícil demostrar que de la obediencia humana y de la rebelión angélica se siguieron bienes in-comparables, y que así la una como la otra sirvieron para que las criaturas, que antes reflejaban solamente la divina bondad y la divina magnificencia, reflejaran también toda la sublimidad de su misericordia y toda la grandeza de su justicia. El orden no fue universal y absoluto sino cuando las criaturas tuvieron en sí todos estos espléndidos reflejos. De los problemas relativos al orden universal de las co-sas pasamos a los que se refieren al orden general de las cosas humanas; discurriendo por este anchísimo campo, vimos propagarse el mal en la humanidad con el pecado; allí vimos de qué manera la humanidad estuvo en Adán y cómo la especie fue en el individuo pecadora. Así como el pecado, considerado en sí mismo, fue poderoso para turbar el orden del universo, lo fue también y con mayor razón para poner en desorden todas las cosas humanas. Para la inteligencia de lo que antes dijimos y de lo que diremos después, conviene advertir aquí que, así como el fin uni-versal de las cosas es manifestar las perfecciones divinas, el fin particular del hombre es conservar su unión con

Dios, lugar de su alegría y su descanso; el pecado desorde-nó las cosas humanas, apartando al hombre de esa unión, que constituye su fin especial, y desde ese momento el problema, por lo que hace a la humanidad, consiste en ave-riguar de qué manera el mal puede ser vencido en sus efec-tos y en su causa: en sus efectos, es decir, en la corrupción del individuo y de la especie con todas sus consecuencias; en su causa, es decir, en el pecado. Dios, que es simplicísimo en sus obras porque es per-fectísimo en su esencia, vence al mal en su causa y en sus efectos por la secreta virtud de una sola transformación; pero ésta tan radical y portentosa, que por ella todo lo que era mal se muda en bien, y todo lo que era imperfección, en perfección soberana. Hasta aquí hemos venido expo-niendo la manera y forma con que Dios transforma en ins-trumentos del bien los efectos mismos del mal y del peca-do. Procediendo todos ellos de una corrupción primitiva del individuo y de la especie, no son otra cosa en la espe-cie ni en el individuo, considerados en sí, sino una desgra-cia lamentable; quien dice desgracia, dice efecto necesario; y si la causa de donde el efecto se sigue es de aquellas que obran de una manera constante, quien dice desgracia, tanto quiere decir como desgracia, por su naturaleza, invencible. Imponiendo la desgracia como una pena, Dios hizo posible su transformación por medio de su aceptación voluntaria por parte del hombre. Cuando el hombre, ayudado de Dios, aceptó heroicamente como una pena justa su desgracia, su desgracia no cambió de naturaleza, considerada en sí mis-ma, lo cual sería imposible de todo punto; pero adquirió una nueva y extraña virtud: la virtud expiatoria y purifi-cante. Conservando siempre su invencible identidad, pro-duce efectos que naturalmente no están en ella, siempre que se combina de una manera sobrenatural con la acepta-ción voluntaria. Esta doctrina consoladora y sublime nos viene a un tiempo mismo de Dios, de la razón y de la His-toria, constituyendo una verdad racional, histórica y dog-mática. El dogma de la transmisión de la culpa y de la pena y el de la acción purificante de la última, siendo libremente aceptada, nos llevó como por la mano al examen de las le-yes orgánicas de la humanidad, por las cuales se explican cumplidamente todas sus evoluciones históricas y todos sus movimientos. El conjunto de esas leyes constituye el orden humano, y de tal manera le constituye, que no puede ser ni imaginado de otra manera. Después de haber expuesto las soluciones católicas so-bre estos problemas altísimos y temerosos, de los cuales unos son relativos al orden universal y otros al orden hu-mano, propusimos las soluciones inventadas por la escuela liberal y por los socialistas modernos, y demostramos, por una parte, las sublimes armonías y consonancias de los dogmas católicos, y por la otra, las extravagantes contra-dicciones de las escuelas racionalistas. La impotencia radi-cal de la razón para hallar la solución conveniente de estos problemas fundamentales sirve para explicar la incoheren-cia y la contradicción que se observan en las soluciones humanas, y esas contradicciones incoherentes sirven a su vez para demostrar la imposibilidad absoluta en que está el hombre, abandonado a sí mismo, de remontarse con sus propias alas a aquellas encumbradas y serenas alturas en donde puso Dios las leyes secretísimas de todas las cosas. De este examen, hasta cierto punto prolijo, si se atiende a los estrechos límites de esta obra, resulta demostrado hasta

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la evidencia: lo primero, que toda negación de un dogma católico lleva consigo la negación de todos los otros dog-mas, y al revés, que la afirmación de uno sólo lleva consi-go la afirmación de todos los dogmas católicos; lo cual es una demostración invencible de que el catolicismo es una inmensa síntesis, puesta fuera de las leyes del espacio y del tiempo; lo segundo, que ninguna escuela racionalista niega todos los dogmas católicos a la vez; de donde se sigue que todas están condenadas a la inconsecuencia y al absurdo; y lo tercero, que no es posible salir del absurdo y de la in-consecuencia sin aceptar todas las afirmaciones católicas con una aceptación absoluta o negarlas todas con una aceptación tan radical que vaya a parar al nihilismo. Por último, después de haber examinado cada uno de por sí aquellos dogmas que se refieren al orden universal y al orden humano, consideramos su armonioso y magnífico conjunto en la institución de los sacrificios sangrientos, la cual trae su origen de aquella primera edad que siguió in-mediatamente a la gran catástrofe paradisíaca. Allí vimos que esa institución misteriosa es, por un lado, la conmemo-ración de aquella gran tragedia y de la promesa de un re-dentor, hecha por Dios a nuestros primeros padres; por otro, la encarnación de los dogmas de la solidaridad, de la reversibilidad, de la imputación y de la sustitución, y, por último, el símbolo perfectísimo del sacrificio futuro, tal co-mo le habíamos de ver realizado en la plenitud de los tiem-pos. Puestas en olvido entre las gentes las tradiciones bíbli-cas, el mundo olvidó el significado propio de aquella insti-tución religiosa, que vino corrompiéndose por todas partes; por su corrupción se explica la institución universal de los sacrificios humanos, los cuales dan testimonio a la verdad de la tradición, si bien se apartan de ella en aquellos puntos en que había caído en olvido de las gentes. Con este moti-vo expusimos el grande error y la grande enseñanza que están juntos en esa institución, que a primera vista parece inexplicable por lo que tiene de profundamente misteriosa. Su grande error está en atribuir al hombre la virtud expia-toria del que le había de sustituir cuando se hubieran cum-plido los tiempos, según la voz de las antiguas profecías y de las antiguas tradiciones; su grande enseñanza está en atribuir a la sangre derramada en cierta forma la virtud de aplacar en cierto modo y hasta cierto punto la cólera divi-na. Por el encadenamiento y la conexión de estas deduc-ciones fuimos a parar al examen de la pena de muerte, uni-versalmente instituida en toda la tierra como una profesión de fe de la virtud que está en la sangre, hecha en todos los tiempos por todo el género humano. Con este motivo inte-rrogamos a las escuelas racionalistas sobre esta materia es-cabrosa, y en este punto, como en todos los demás, sus res-puestas y sus soluciones nos parecieron contradictorias y absurdas. Llevándolas de contradicción en contradicción, las pusimos en el caso de escoger entre la aceptación de la pena de muerte para los delitos políticos como para los co-munes o la negación radical y absoluta a un tiempo mismo del delito y de la pena. Llegados a este punto de la discusión, sólo nos falta, para ponerla un término dichoso, acercarnos con santo te-rror y con muda y extática reverencia al misterio de los misterios, al sacrificio de los sacrificios, al dogma de los dogmas. Hasta aquí hemos visto, por una parte, las maravi-llas del orden divino; por otra, la armonía del orden uni-versal, y por último, la altísima conveniencia del orden hu-mano; ahora nos cumple subir a cumbre más alta, a la que

domina y señorea todas las cumbres católicas. Allí está asentado en toda su majestad, misericordiosa a un mismo tiempo y tremenda, terribilísima y mansísima, Aquel que había de venir, y que vino, y que viniendo lo trajo todo a sí, y lo unió en sí con fortísima y amorosísima lazada. Él es la solución de todos los problemas, el asunto de todas las profecías, el figurado en todas las figuras, el fin de to-dos los dogmas, la confluencia del orden divino, del uni-versal y del humano; la llave de todos los secretos, la luz de todos los enigmas, el prometido por Dios, el deseado de los patriarcas, el aguardado de las gentes, el Padre de todos los afligidos, el reverenciado de los coros de las naciones y de los coros angélicos, alfa y omega de todas las cosas. El orden universal está en que todo se ordene armonio-samente para aquel fin supremo que impuso Dios a la uni-versalidad de las cosas. El supremo fin de las cosas consis-te en la manifestación exterior de las divinas perfecciones. Todas las criaturas cantan la bondad, la magnificencia y la omnipotencia de Dios. Los justificados ensalzan su miseri-cordia, los réprobos su justicia. ¿Cuál criatura, entre las criadas, celebra su amor de una manera tan especial como los réprobos su justicia y los justificados su misericordia? Y siendo esto así, ¿no se echa de ver claramente la altísima conveniencia de que en el universo, formado para manifes-tar las divinas perfecciones, se levantara una voz universal ensalzando el divino amor, ese último toque de las perfec-ciones divinas? El orden humano está en la unión del hombre con Dios; esa unión no puede realizarse, en nuestra condición actual y en nuestro actual apartamiento, sin un esfuerzo gigantes-co para levantarnos hasta Él. Pero ¿quién pide esfuerzo al que es débil, y quién manda levantarse y subir hasta la cumbre altísima de un monte al que está caído en el valle y lleva sobre sus hombros el peso de su pecado? Sé que la aceptación heroica y voluntaria de mi dolor y de mi cruz me levantaría sobre mí mismo. Pero ¿cómo he de amar lo que naturalmente aborrezco y cómo he de aborrecer lo que naturalmente amo, y esto voluntariamente? Me mandan amar a Dios, y siento discurrir por mis venas el amor co-rrosivo de mi carne. Me mandan andar, y estoy reducido a prisiones. Con mi pecado no puedo merecer, y no puedo apartarme del pecado, que me tiene asido, si no me lo qui-tan. Ninguno puede quitármelo si no tiene hacia mí un infi-nito amor, anterior a todo merecimiento, y nadie me ama con ese amor infinito. Soy el ludibrio de Dios y la fábula del universo; en vano discurriré por todo el cerco de la tie-rra, que adondequiera que vaya irá conmigo mi desventura, y en vano pondré los ojos en ese cielo de metal, que jamás hirió mi frente con un rayo de esperanza. Si todo esto es así, es claro que el edificio católico, que venimos levantando laboriosamente, viene al suelo, falto de aquella espléndida cúpula que le había de servir de re-mate y de áncora. Nueva torre de Babel, levantada por el orgullo y fabricada sobre arenas frágiles y movedizas, será juguete del temporal y escarnio de los vientos; el orden hu-mano, el orden universal, no son otra cosa sino palabras re-sonantes; y todos aquellos temerosos problemas que traen a la humanidad pensativa y contristada, quedan en pie y envueltos en su oscuridad invencible a pesar del vano apa-rato de las soluciones católicas; mejor trabadas entre sí que las soluciones de las escuelas racionalistas, su trabazón no es tan perfecta, sin embargo, que pueda resistir al empuje de la razón humana. Si el catolicismo no dice más, ni ense-

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ña más, ni contiene más que lo que va dicho, contenido y enseñado en aquellas soluciones, el catolicismo no es más que un sistema filosófico, que, siendo más acabado que los sistemas anteriores, según todas las probabilidades, será menos perfecto que los sistemas futuros. Aun hoy día pue-de acusársele ya de impotencia notoria para resolver los grandes problemas que se refieren a Dios, al universo y al hombre; Dios no es perfecto si no ama de una manera infi-nita; el orden no existe en el universo si no hay en él nada que manifieste ese amor; y en cuanto al hombre, el desor-den en que está puesto es tan invencible que no puede sal-varse no siendo amado infinitamente. Y no se diga que Dios es infinitamente bueno e infinita-mente misericordioso y que el amor ya supuesto y como escondido en su infinita bondad y en su infinita misericor-dia, porque el amor es de por sí cosa tan principal, que, cuando existe, a todas las otras las domina y señorea. El amor no es contenido, es continente; se declara, no se es-conde; tal es su condición, que no pueda estar en ninguna parte sin que parezca que está solo y que todo lo avasalla; él lleva de suyo no ordenarse a ningún fin y ordenar a sí todas las cosas. El que ama, si ama bien, ha de parecer que enloquece; y para ser infinito el amor, ha de parecer una infinita locura. Hay una voz que está en mi corazón y que es mi mismo corazón, que está en mí y que es yo mismo, y que me dice: «Sí quieres conocer al verdadero Dios, mira al que te ama hasta enloquecer por ti y al que te ayuda a que le ames has-ta enloquecer por Él, y ése es el Dios verdadero; porque en Dios está la bienaventuranza, y la bienaventuranza no es otra cosa sino amar, y padecer desmayos de amor, y estar desmayado así perpetuamente». Nadie me llame así si no me ama, porque no responderé a su llamamiento. Mas si la voz que escucho es voz de amor: «Heme aquí», diré al punto, y seguiré a mi amado sin preguntarle ni adónde va ni a qué parte me lleva, porque adondequiera que me lleve y adondequiera que vaya hemos de estar él y yo y nuestro amor; y nuestro amor, él y yo somos el cielo. Yo quisiera amar así, y sé que no puedo amar así y que no tengo a quien amar de esta manera, y aun por eso me deshago y me atormento en un cerco sin salida. ¿Quién me sacará de este cerco que me ahoga y me dará alas como de paloma para discurrir por otras regiones y para subir a otras altu-ras?

Capítulo VIII

De la encarnación del hijo de Dios y de la redención del género humano   De dos problemas dijimos que estaban por resolver para que pudiera constituirse de todo punto así el orden univer-sal como el humano. Dios sacó el bien de la prevaricación primitiva, la cual le sirvió de ocasión para manifestar dos de sus más grandes perfecciones: su infinita justicia y su infinita misericordia. No era esto bastante, sin embargo; convenía, además, para que en las cosas de la creación, y especialmente en las humanas, hubiera aquel orden y con-cierto que atestiguan la presencia de. Dios en todas sus obras, que el pecado mismo de la prevaricación fuera bo-rrado de todo punto, como quiera que, cualquiera que fue-se el bien que Dios sacara de él, quedando subsistente, quedaba en pie, y como desafiando a todo el divino poder,

el mal por excelencia. Por otra parte, nada conviene más a la misericordia infinita de Dios sino ayudar con mano a un mismo tiempo potentísima y clementísima la invencible flaqueza del hombre, para que de tal manera se levantara sobre su miserable condición, que pudieran transformarse en instrumento de su propia salvación las consecuencias de su pecado. Borrar el pecado y fortificar al pecador hasta el punto que pudiera levantarse libre y meritoriamente estan-do caído, éste es el gran problema que es necesario resol-ver, aun después de resueltos todos los otros, si el catoli-cismo ha de ser otra cosa que uno de los muchos sistemas laboriosamente imperfectos que vienen dando testimonio de la profunda y radical impotencia de la razón humana. El catolicismo resuelve estos dos grandes problemas por el más alto e inefable e incomprensible y glorioso de todos sus misterios: en ese altísimo misterio están juntas todas las divinas perfecciones. En él está Dios con su es-pantable omnipotencia, con su perfecta sabiduría, con su maravillosa bondad, con su terribilísima justicia, con su al-tísima misericordia y, sobre todo, con aquel inefable amor que domina y señorea todas sus otras perfecciones, el cual manda con imperio, a un tiempo mismo, a su misericordia ser misericordiosa, a su justicia ser justa, a su bondad ser buena, a su sabiduría ser sabia y a su omnipotencia ser om-nipotente. Porque Dios no es ni omnipotencia, ni sabiduría, ni bondad, ni justicia, ni misericordia. Dios es amor, y na-da más que amor; pero ese amor es de suyo omnipotente, sapientísimo, buenísimo, justísimo y misericordiosísimo. El amor fue el que mandó a su misericordia dar al hom-bre prevaricador y caído la esperanza, con aquella divina promesa de un futuro redentor, que vendría al mundo para tomar en sí y para vencer al pecado. El amor fue el que le prometió en el paraíso, el que le envió a la tierra y el que vino: el amor fue el que tomó carne humana, y vivió vida de hombre mortal, y murió muerte de cruz, y resucitó des-pués en su carne y en su gloria. En el amor y por el amor somos salvados todos los que somos pecadores. El gloriosísimo misterio de la encarnación del Hijo de Dios es el único titulo de nobleza que tiene el género hu-mano. Lejos de causarme maravilla el desprecio que los ra-cionalistas modernos muestran hacia el hombre, si hay al-guna cosa que ni alcanzo a explicar ni puedo concebir, es la atentada prudencia y la tímida mesura con que proceden en este negocio. Tomando al hombre despeñado ya por su culpa de aquel primitivo estado en que le puso Dios, de justicia original y de gracia santificante; examinado por dentro en su constitución orgánica, imperfectísima y contradictoria, y cuando se consideran la ceguedad de su entendimiento, la flaqueza de su voluntad, los torpes arre-batos de su carne, el ardor de sus concupiscencias y la per-versidad de sus inclinaciones, no acierto a concebir ni ex-plicar esa parsimonia de vilipendios y esa mesura en los desdenes. Si Dios no ha tomado la naturaleza humana; si, tomándola en sí, no la ha levantado hasta sí, y si, levantán-dola hasta sí, no ha dejado en ella un rastro luminoso de su nobleza divina, es fuerza confesar que para expresar la vi-leza humana faltan vocablos en los idiomas de las gentes. Yo de mí sé decir que si mi Dios no hubiera tomado carne en las entrañas de una mujer, y si no hubiera muerto en una cruz por todo el linaje humano, el reptil que piso con mis pies sería a mis ojos menos despreciable que el hom-bre. Aun así y todo, el punto de fe que más abruma con su peso a mi razón es ese de la nobleza y dignidad de la espe-

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cie humana, dignidad y nobleza que quiero entender y no entiendo, y que quiero alcanzar y no alcanzo. En vano, aparto los ojos, llenos de espanto y de horror, de los anales del crimen, para ponerlos en esferas más altas y en regio-nes más serenas. En vano traigo a mi memoria aquellas le-vantadas virtudes de los que el mundo llama héroes, y de que están llenas las historias, porque mi conciencia levanta su voz y me dice que todas esas heroicas virtudes se re-suelven en vicios heroicos, los cuales se resuelven a su vez en un orgullo ciego o en una ambición insensata. El género humano aparece a mi vista como una inmensa muchedum-bre puesta a los pies de sus héroes, que son sus ídolos, y los héroes como ídolos que se adoran a sí propios. Para creer yo en la nobleza de esas estúpidas muchedumbres ha sido necesario que Dios me la revele. Ninguno puede ne-gar esa revelación y afirmar su propia nobleza. ¿De dónde sabe que es noble, si Dios no se lo ha dicho? Una cosa ex-cede mi razón y me confunde: que haya quien piense que se necesita una fe menos robusta para creer en el incom-prensible misterio de la dignidad humana que para creer en el misterio adorable de un Dios hecho hombre, por la vir-tud del Espíritu Santo, en las entrañas de una virgen. Esto prueba que el hombre vive siempre sujeto a la fe, y que cuando parece que deja la fe por su propia razón, no hace más sino dejar la fe de lo que es divinamente misterioso por la fe de lo que es misteriosamente absurdo. La encarnación del Hijo de Dios fue convenientísima, no solamente en calidad de manifestación soberana de su infinito amor, en el cual está la perfección, si puede decirse así, de las divinas perfecciones, sino también en virtud de otras profundas y altísimas consecuencias. El orden supre-mo de las cosas no puede concebirse si las cosas todas no se resuelven en la unidad absoluta. Ahora bien: sin aquel prodigioso misterio, la creación era doble y el universo un dualismo, símbolo de un antagonismo perpetuo, contradic-torio del orden. De un lado estaba Dios, tesis universal, y de otro las criaturas, su universal antítesis. El orden supre-mo exigía una síntesis tan poderosa y tan ancha que basta-ra a conciliar por medio de la unión la tesis y la antítesis del Criador y las criaturas. Que ésta es una de las leyes fundamentales del orden universal se ve claro cuando se considera que ese mismo misterio, que en Dios nos causa maravilla, sin admirarnos está patente en el hombre. El hombre, considerado desde este punto de vista, no es otra cosa sino una síntesis, compuesta de una esencia incorpó-rea, que es la tesis, y de una antítesis, que es su sustancia corpórea. El mismo ser que, considerado como un com-puesto de espíritu y de materia, es una síntesis, no es más que una antítesis que es necesario reducir a la unidad por medio de una síntesis superior, juntamente con la tesis que le contradice, cuando se le considera en calidad de criatu-ra. La ley de la reducción de la variedad en la unidad, o lo que es lo mismo, de todas las tesis con sus antítesis en una síntesis suprema, es una ley visible e indeclinable. La difi-cultad aquí está sólo en hallar esa suprema síntesis. Estan-do de un lado Dios y de otro todas las cosas criadas, es una cosa evidente que aquí la síntesis conciliadora no puede buscarse fuera de estos términos, fuera de los cuales no hay nada que se pueda imaginar, siendo como son univer-sales y absolutos. La síntesis, pues, había de encontrarse en las criaturas o en Dios, en la antítesis o en la tesis o bien en una y en otra simultánea o sucesivamente.

Si el hombre hubiera permanecido quieto en aquel esta-do excelente y en aquella condición nobilísima en que fue puesto por Dios, la variedad hubiera ido a perderse en la unidad, y la antítesis creada se hubiera unido con la tesis creadora en una suprema síntesis por la deificación del hombre. A esta deificación futura fue dispuesto por Dios cuando le adornó con la justicia original y con la gracia santificante. El hombre, en uso de su libertad soberana, se despojó de aquella gracia y renunció a aquella justicia, y despojándose de la una y renunciando a la otra, puso impe-dimento a la divina voluntad, renunciando a su deificación voluntariamente. Empero, la libertad humana, que es pode-rosa para impedir el cumplimiento de la voluntad de Dios en lo que tiene de relativo, no lo es para impedir la realiza-ción de esa misma voluntad en lo que tiene de absoluto. La reducción de la variedad en la unidad, eso era lo que había de absoluto en la voluntad divina; la reducción por medio exclusivo de la deificación del hombre, eso es lo que había en ella de relativo y contingente; lo cual quiere decir que Dios quiso el fin con una voluntad absoluta y el medio de alcanzar ese fin con una voluntad relativa; y en esto, como en todo, resplandece la sabiduría de Dios con un resplan-dor inefable. En efecto: sin lo que había en su voluntad de absoluto, Dios no hubiera sido soberano, y sin lo que había de relativo en ella, no hubiera sido posible la libertad hu-mana; por el contrario, por lo que en su voluntad hubo a un tiempo mismo de absoluto y relativo, de contingente y de necesario, pudieron coexistir y coexistieron la soberanía de Dios y la libertad del hombre. En calidad de soberano, Dios decretó aquello que había de ser; en calidad de libre, el hombre determinó que aquello que había de ser no sería de cierta manera. Entonces sucedió que el orden universal, querido por Dios con una voluntad absoluta, hubo de realizarse por la humanización inmediata de Dios, no pudiendo realizarse por la deificación inmediata del hombre, la cual fue de to-do punto imposible, primero con una imposibilidad relati-va a causa de su voluntad y después con una imposibilidad absoluta a causa de su pecado. Ya en otra ocasión me propuse demostrar, y demostraré cumplidamente, cuán grande es el alcance y la universali-dad de las soluciones divinas, las cuales, al revés de lo que se observa en las humanas, no suprimen un obstáculo para ir a dar en otro mayor, ni resuelven una dificultad para caer en otra más grande, ni esclarecen un problema desde un punto de vista para dejarle más oscuro que antes mirándole por otro lado, sino que, por el contrario, suprimen de una vez todos los obstáculos, resuelven a un tiempo mismo to-das las dificultades y esclarecen todos los problemas de un solo golpe, con un esclarecimiento simplicísimo. Y esto que se observa en todas las divinas soluciones se observa más particularmente todavía en esta que tratamos, relativa al misterio adorable de la encarnación del Hijo de Dios; porque al propio tiempo que fue el medio soberano de re-ducirlo todo a la unidad, condición divina del orden en el universo, fue también un medio maravilloso de restaurar el orden en la humanidad caída. La imposibilidad radical en que quedó el hombre de volver por sí solo a la amistad y gracia de Dios, después del pecado, está confesada por aquellos mismos que niegan el catolicismo en la mayor parte de sus dogmas. M. Proudhon, el hombre más docto de las escuelas socialistas, no vacila en afirmar que, su-puesto el pecado, la redención del hombre por los méritos

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y trabajos de Dios era de todo punto necesaria, como quie-ra que el hombre pecador no podía ser de otra manera redi-mido. Por lo que hace a los católicos, no vamos tan allá, afirmando solamente que esta manera de redención, sin ser necesaria ni la única posible, es, sin embargo, adorable y convenientísima. Por aquí se ve que Dios se dio traza para vencer con una misma industria así el obstáculo que se oponía a la realización del orden universal como el que impedía el or-den humano. Haciéndose hombre sin dejar de ser Dios, unió sintéticamente a Dios y al hombre, y como en el hom-bre estaban ya sintéticamente unidas la esencia espiritual y la sustancia corpórea, resultó de aquí que Dios hecho hom-bre reunió en sí, por una altísima manera, por un lado las sustancias corpóreas y las esencias espirituales y por otro al Criador de todo con todas sus criaturas. Al propio tiem-po, padeciendo y muriendo voluntariamente por el hom-bre, echó sobre sí, quitándoselo a él, aquel pecado primiti-vo por el cual padeció corrupción y fue condenado a muer-te en Adán toda su raza. Desde cualquier punto de vista que se considere este gran misterio, ofrece, al que se para y le mira, las mismas maravillosas conveniencias. Si todo el linaje humano pade-ció condenación en Adán, nada más razonable y conve-niente sino que todo él se salvara en otro Adán más perfec-to; habiendo sido condenados como lo fuimos por la ley de la solidaridad, que fue ley de justicia, nada más razonable y conveniente sino que fuéramos hechos salvos por la ley de la reversibilidad, que es una ley de misericordia. El pa-decer por los pecados de un representante no hubiera sido cosa justa y conveniente si no nos hubiera sido dado el me-recer por los méritos de un sustituto. Nada más ajustado a la ley de razón sino que, siéndonos imputables los pecados de aquél, los méritos de éste nos sean reversibles. Y con esto se responde a los que llenos de arrogante soberbia mueven la lengua contra Dios por la condenación con que fuimos condenados todos en la cabeza de nuestros prime-ros padres; porque aun suponiendo, por vía de argumenta-ción, que en nuestros primeros padres no hubiéramos sido todos pecadores, ¿con cuál derecho se queja de haber sido condenado en un representante el que ha sido hecho salvo por un sustituto? Volverse contra Dios por la ley de los pe-cados imputables, sin acordarse de aquella otra que la completa y explica, por la cual los méritos ajenos nos son reversibles, es grande temeridad porque es insigne mala fe o torpe ignorancia, y en todo caso calificada locura. Restablecido el orden en el universo por la unión de to-das las cosas en Dios, y el orden en la humanidad en cuan-to estaba impedido por el pecado, sólo falta, para restable-cer el segundo completamente, por una parte poner el hombre en estado de levantarse sobre sí mismo hasta el punto de aceptar las tribulaciones con una aceptación vo-luntaria, y por otra dar a esa aceptación una virtud merito-ria. A ambas cosas ocurrió Dios con este divino misterio, en sus consecuencias fecundísimo y en sí mismo admira-ble. La sangre preciosísima derramada en el Calvario no sólo borró nuestra culpa y satisfizo nuestra pena, sino que por su inestimable valor nos puso, siendonos aplicada, en estado de merecer galardones; por ella se nos dieron dos gracias juntamente: la que consiste en aceptar la tribula-ción y aquella en virtud de la cual la aceptación, alegre-mente aceptada en el Señor y por el Señor, adquiere una virtud meritoria. En esto consiste la suma de la religión ca-

tólica: en creer con firmísima fe que naturalmente nada po-demos y que lo podemos todo en aquel y por aquel que nos fortifica. Todos los otros dogmas sin éste son puras abs-tracciones, desnudas de toda virtud y eficacia. El Dios ca-tólico no es un Dios abstracto ni un Dios muerto; es un Dios vivo y personal, que obra perpetuamente fuera de no-sotros y en nosotros, que, al mismo tiempo que está en no-sotros contenido, nos circunda y nos contiene. El misterio que nos mereció la gracia, sin la cual andamos como perdi-dos y en tinieblas, es el misterio por excelencia; todos los otros son adorables, encumbrados y altísimos; este sólo es el encumbrado, porque sobre él no hay ninguna cumbre; el altísimo, porque sobre él no hay ninguna altura, y porque sobre él no hay nada digno de adoración, el adorable. El día eternamente alegre y eternamente lloroso en que el Hijo de Dios hecho hombre fue puesto en una cruz, to-das las cosas a la vez entraron en orden, y en ese orden di-vino la cruz se levantó sobre todas las cosas criadas. De ellas, unas manifestaban la bondad de Dios, otras su mise-ricordia, otras su justicia. Sólo la cruz fue el símbolo de su amor y la prenda de su gracia. Por ella confesaron los con-fesores, y fueron castas las virgenes, y vivieron vida angé-lica los padres del yermo, y fueron los mártires testigos fir-mes que pusieron sus vidas al cuchillo con varonil y cons-tantísimo semblante. Del sacrificio de la cruz procedieran aquellas portentosas energías con que los flacos asombra-ron a los fuertes, con que los proscritos y desarmados su-bieron al Capitolio, con que unos pobres pescadores ven-cieron al mundo. Por la cruz alcanzan victoria todos los que vencen, y esfuerzo todos los que combaten, y miseri-cordia todos los que la piden, y amparo todos los desampa-rados, y alegría todos los tristes, y consuelo todos los que lloran. Desde que se levantó la cruz en los aires, no hay hombre ninguno que no pueda vivir en el cielo, aun antes de dejar en la tierra sus mortales despojos; porque si aun vive aquí por la tribulación, está ya allí por la esperanza.

Capítulo IX

Continuación del mismo asunto. Conclusión de este li-bro   Este es aquel único sacrificio de inestimable valor a que se refieren como a su fin todos los otros de que hacen mé-rito las historias y las fábulas de todas las gentes. Este es aquel que querían significar, así el pueblo judío como los pueblos gentiles, en sus sangrientos holocaustos, y que fi-guró Abel de una manera cumplida y aceptable cuando ofreció a Dios los primogénitos y más limpios entre todos sus corderos. El verdadero altar había de ser una cruz, y la verdadera víctima un Dios, y el verdadero sacerdote ese mismo Dios, a un mismo tiempo Dios y hombre, pontífice augusto, sacerdote perpetuo, víctima perpetua y santa, el cual vino a cumplir en la plenitud de los tiempos lo que prometió a Adán en los tiempos paradisíacos, fiel cumpli-dor de su promesa y guardador de su palabra, porque, así como no amenaza en vano, no promete tampoco vanamen-te. Amenazó al hombre libre con el desheredamiento, y desheredó al hombre libre y culpable; le prometió luego un redentor, y vino él mismo a redimirle. Con su presencia se esclarecen todos los misterios, se explican todos los dogmas y se cumplen todas las leyes. Para que se cumpla la de la solidaridad, toma en sí todos

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los dolores humanos; para que la de la reversibilidad se cumpla, derrama por el mundo en copioso raudal todas las gracias divinas, alcanzadas con su pasión y con su muerte. Dios en Él se hace hombre de una manera tan perfecta, que sobre Él vienen impetuosas todas las iras de Dios; y el hombre se hace en Él tan perfecto y tan divino, que en Él caen sobre el hombre todas las divinas misericordias como en lluvia delgada y apacible. Para que el dolor fuera santí-simo, padeciendo santificó el dolor, y para que su acepta-ción fuera meritoria, le aceptó con una aceptación volunta-ria. ¿Quién sería fuerte para ofrecer a Dios su voluntad en holocausto si Él no hubiera hecho entera dejación de la su-ya para hacer la de su santísimo Padre? ¿Quién hubiera po-dido subir hasta la cumbre de la humildad si el pacientísi-mo y humildísimo Cordero no hubiera subido antes por se-cretos caminos a esa asperrima cumbre? ¿Y quién, remon-tando aún más su vuelo, hubiera podido encumbrar montes bravos sobre montes bravos, hasta llegar al altísimo del di-vino amor, si Él no los hubiera encumbrado todos, uno por uno, dejando enrojecidas sus laderas con la púrpura de su sangre y dando a sus zarzas en despojos sus blanquísimos y purísimos vellones, afrenta de la nieve? ¿Quién sino Él hubiera podido enseñar a los hombre que al otro lado de esas abruptas y gigantescas montañas, con sus cumbres al cielo y sus valles al abismo, caen praderas alegres y tendi-das donde son benignos los aires, puros los cielos, mansas y limpias las aguas, suavísimos todos los rumores, verdes todos los campos, inefables todas las armonías, perpetuas todas las frescuras; donde la vida es verdadera vida que nunca acaba, y el placer verdadero placer que nunca cesa, y el amor verdadero amor que nunca se extingue; donde hay perpetuo descanso sin ocio, reposo perpetuo sin fatiga, y donde se confunden por una altísima manera lo que tiene de dulce la posesión y lo que hay de bello en la esperanza? El Hijo de Dios, hecho hombre y puesto por el hombre en una cruz, es a un mismo tiempo la realización de todas las cosas perfectas, representadas en todos los símbolos y figuradas en todas las figuras, y la figura y el símbolo uni-versal de todas las perfecciones. El Hijo de Dios hecho hombre, así como es Dios y hombre a un tiempo mismo, es la idealidad y la realidad juntas en uno. La razón natural nos dice, y la experiencia diaria nos enseña, que el hombre no puede llegar en ningún arte ni en ninguna cosa a aquella perfección relativa a que le es dado subir, si no tiene delan-te de los ojos un modelo acabado de una perfección más alta. Para que el pueblo de Atenas adquiriera aquel instinto admirable para descubrir con una mirada simplicísima lo que en las obras del ingenio había de literariamente bello o de artísticamente sublime y lo que había de bellamente he-roico en las acciones humanas, fue de todo punto necesario que tuviera siempre delante de sus ojos las estatuas de sus prodigiosos artistas, los versos de sus sublimes poetas y las acciones heroicas de sus grandes capitanes. El pueblo de Atenas, tal como fue, supone necesariamente sus artistas, sus poetas y sus capitanes, tales como habían sido; y éstos a su vez no llegaron a tan atrevidas alturas sin poner los ojos en alturas más eminentes. Todos los capitanes griegos alcanzaron donde alcanzaron porque pusieron los ojos en Aquiles, puesto en la cumbre altísima de la gloria. Todos aquellos grandes artistas y aquellos eminentísimos poetas no fueron grandes y eminentes sino porque tenían puestos los ojos en la Iliada y en la Odisea, tipos inmortales de la belleza artística y literaria. Los unos y los otros no hubie-

ran existido jamás sin poner la vista en Homero, magnífica personificación de la Grecia artística, literaria y heroica. Esta ley en virtud de la cual todo lo que hay en las mu-chedumbres está de una manera más perfecta en una aris-tocracia, y de una manera incomparablemente más perfecta y más alta en una persona, es tan universal, que puede ser considerada en razón como ley de la Historia. Esta ley está sujeta a su vez a ciertas condiciones indeclinables como ella misma y necesarias. Así, por ejemplo, es condición in-declinable de todas esas personificaciones heroicas que pertenezcan a un tiempo mismo a la asociación especial que personifican y a otra general y superior a la que en ellas viene personificada. Aquiles, Alejandro, César, Na-poleón, así como Homero, Virgilio y Dante, son todos a un tiempo mismo ciudadanos de dos ciudades diferentes, de las cuales una es local y otra general, una es inferior y otra superior; en la superior viven juntos con cierta manera de igualdad, en la inferior domina cada uno de ellos con un imperio absoluto; en la superior son ciudadanos, en la infe-rior emperadores. Esa ciudad superior, en la que todos tie-nen un derecho igual de ciudadanía, se llama la humani-dad, y la inferior, en que imperan, se llama aquí París, allí Atenas y allá Roma. Ahora bien: así como los pueblos, esas ciudades infe-riores se condensan en una persona en la cual están como de relieve y de una manera especial sus perfecciones y vir-tudes, de la misma manera fue cosa convenientísima que esa ley universal de la personificación tipica se cumpliera con respecto a aquella ciudad superior que lleva por nom-bre el género humano. Las excelencias de esta ciudad, ex-celente sobre todas, llevaban consigo la conveniencia de una personificación superior a las demás personificacio-nes, así como ella misma era superior a todas las otras ciu-dades, y debía ser, por tanto, altísima, excelentísima y per-fectísima. Ni bastaba esto sólo, porque, para que se cum-pliera la ley en todos sus puntos, era conveniente que la persona en quien se condensara la humanidad reuniera en su unidad personal dos naturalezas diferentes: por la una había de ser hombre y por la otra había de ser Dios, porque Dios sólo es superior al hombre. Y no se diga que para el cumplimiento de esta ley hubiera bastado la encarnación de un ángel, como quiera que considerando el hombre co-mo compuesto de un alma espiritual y de una sustancia corpórea, participa a un tiempo mismo de la naturaleza fí-sica y de la angélica, siendo como la confluencia de todas las cosas creadas. Esto supuesto, es evidente que la perso-na que había de condensar así la naturaleza humana había de condensar en sí toda la creación; de donde se sigue que siendo, en cuanto hombre, todo lo creado, había de ser Dios para ser al mismo tiempo otra cosa. Por último, para que la ley que venimos exponiendo se cumpliera del todo, era menester que la misma persona que en la ciudad infe-rior dominaba con imperio fuera como ciudadano y nada más en la ciudad más perfecta; por eso el Dios hecho hom-bre es único en el imperio de todas las cosas creadas, mientras que en el tabernáculo habitado por la divina esen-cia es la persona del Hijo, en todo igual a la persona del Padre y a la del Espíritu Santo. Grande sería el error de los que creyeran que tengo por invencible esta argumentación y por perfectas estas analo-gías. Suponer que el hombre puede ver claro en estos hon-dos misterios es insigne ceguedad, y el solo propósito de apartar los velos divinos que los cubren me parece necia

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arrogancia, desatino y locura. No hay rayo de luz tan pode-roso que baste a iluminar lo que Dios escondió en el impe-netrable tabernáculo que está defendido por las divinas ti-nieblas. Mi propósito aquí es solamente demostrar, con una demostración vigorosa, que lejos de ser increíble lo que Dios nos manda creer, es no sólo creíble, sino también razonable. Yo creo que la demostración puede llevarse hasta los límites de la evidencia, siempre que se reduzca a poner en claro esta verdad: que todo el que deja la fe va a parar el absurdo y que las tinieblas divinas son menos os-curas que las tinieblas humanas. No hay dogma ni misterio católico que no reúna en sí estas dos condiciones necesa-rias para que sea razonable una creencia, conviene a saber: la primera, explicarlo todo satisfactoriamente siendo acep-tados; la segunda, ser ellos mismos explicables y compren-sibles hasta cierto punto. No hay hombre ninguno de sana razón y de recta voluntad que no se dé a sí mismo el testi-monio, por una parte, de su impotencia radical para llegar por sí hasta el descubrimiento de las verdades reveladas, y por otra, de su maravillosa aptitud para explicar todas esas verdades de una manera relativamente satisfactoria. Esto serviría para demostrar que la razón no ha sido dada al hombre para descubrir la verdad, sino para explicársela a sí mismo cuando se la muestran y para verla cuando se la po-nen delante. Tan grande es su miseria, y su indigencia inte-lectual tan lamentable, que hoy día es y no está cierto toda-vía de la primera cosa que hubiera debido averiguar, si en el plan divino hubiera entrado que pudiera averiguar por sí alguna cosa. Dígaseme, si no, si hay algún hombre que ha-ya llegado a averiguar con certeza qué cosa es su razón, para qué la tiene, de qué le sirve y hasta dónde alcanza; y como veo, por una parte, que ésta es la letra A de este alfa-beto, y por otra que van ya corriendo seis mil años desde que comenzó a balbucirla, sin que haya acertado a pronun-ciarla, me creo autorizado para afirmar que ese alfabeto no ha sido hecho para ser deletreado por el hombre, ni el hombre para deletrear en ese alfabeto. Volviendo a anudar el hilo de este discurso, diré que era cosa excelentísima y convenientísima que la humanidad entera tuviera delante un modelo universal de universal e infinita perfección, así como las varias asociaciones políti-cas han tenido siempre uno, de donde han sacado, como de su fuente, aquellas dotes y excelencias especiales en que se han aventajado a las demás en los períodos gloriosos de su historia. A falta de otras razones, ésta bastaría por sí sola para explicar el gran misterio que tratamos, como quiera que sólo Dios podía servir de acabado ejemplar y de mode-lo perfectísimo a todas las gentes y naciones. Su presencia entre los hombres, su doctrina maravillosa, su vida santísi-ma, sus tribulaciones sin cuento, su pasión, llena de igno-minia y oprobios, y su cruelísima muerte, que todo lo aca-ba y lo corona, son las únicas cosas que pueden explicar la altura prodigiosa a que subió el nivel de las virtudes huma-nas. En las sociedades que caen al otro lado de la cruz hu-bo héroes; en la gran sociedad católica ha habido santos; y los héroes paganos son a los santos del catolicismo, guar-dada la debida proporción y con las reservas convenientes, lo que las varias personificaciones de los pueblos a la per-sonificación absoluta de la humanidad en la persona de un Dios hecho hombre por el amor de los hombres. Entre esas varias personificaciones y esta personificación absoluta hay una distancia infinita; entre los héroes y los santos, una distancia inconmensurable; ninguna cosa más natural

sino que, siendo infinita la primera, fuera inconmensurable la segunda. Eran los héroes hombres que con la ayuda de una pa-sión carnal, elevada hasta su última potencia, obraban co-sas extraordinarias. Los santos son hombres que, habiendo dado de mano a todas las pasiones carnales, ponen el cons-tantísimo pecho, exentos de toda ayuda carnal, a la impe-tuosa corriente de todos los dolores. Los héroes, poniendo en una exaltación febril todas sus fuerzas propias, acome-tían con ellas a los que les hacían oposición y contraste. Los santos comenzaron siempre por hacer dejación de sus propias fuerzas, y, estando así desamparados y desnudos, entraron en batalla a un mismo tiempo consigo mismos y con todas las potencias humanas e infernales. Proponíanse los héroes alcanzar gloria y muy alta, claro renombre entre las gentes. Mirando los santos como cosa de menos valer el vano decir de las generaciones humanas, pusieron en ol-vido el cuidado de su nombre y de su gloria, y, dejada a un lado, como cosa vil, su propia voluntad, lo pusieron todo y se pusieron a sí mismos en manos de Dios, teniendo por cosa gloriosísima y excelentísima tomar la librea de sier-vos suyos. Eso fueron los héroes y eso fueron los santos; a unos y otros les salió al revés de lo que pensaban, porque los héroes, que pensaron henchir la tierra, cuan grande es, con la gloria de su nombre, han caído en profundísimo ol-vido entre las muchedumbres, mientras que los santos, que sólo ponían los ojos en el cielo, son honrados y reverencia-dos aquí abajo por pueblos, emperadores, pontífices y re-yes. ¡Cuán grande es Dios en sus obras y cuán maravilloso en sus designios! Piensa el hombre que él es el que va, y es Dios el que le lleva. Piensa que va a dar a un valle, y sin saber cómo se encuentra en un monte. Este piensa que ga-na la gloria, y cae en el olvido; aquél busca en el olvido re-fugio y descanso, y se halla de súbito como ensordecido con el clamor de las gentes que cantan su gloria. Todo lo sacrificaron los unos a su nombre, y nadie se llama como ellos; su nombre acabó con ellos mismos. Sus nombres fueron la primera cosa que pusieron los otros como ofren-da en el altar de su sacrificio, y esto hasta el punto de bo-rrarlos de su propia memoria. Pues bien: esos nombres, que ellos olvidaron y escarnecieron, van pasando de padres a hijos y de generación en generación como una gloriosísi-ma reliquia y una riquísima herencia. No hay católico nin-guno que no se llame como un santo. Así se cumple todos los días aquella divina palabra que anunció la humillación de los soberbios y la exaltación de los humildes. Así como entre Dios hecho hombre y los reyes de la hu-mana inteligencia hay una distancia infinita, y entre los hé-roes y los santos una distancia inconmensurable, entre las muchedumbres católicas y las gentiles y entre los que capi-tanean y guían a las unas y a las otras hay una inmensa dis-tancia, como quiera que todas las copias se ordenan a sus modelos. La divinidad con su presencia produce la santi-dad; la santidad de los más eminentes es a su vez causa, por un lado, de la virtud de los medianos, y por otro, del buen sentido de los menores. Por eso se observa que no hay pueblo ninguno que no tenga buen sentido, siendo ca-tólico, ni gentil que tenga lo que se llama el buen sentido, es decir, aquella sana razón que ve cada cosa como es en sí y en su propio lugar con una simple mirada. Lo cual no causará maravilla al que considere que, siendo el catolicis-mo el orden absoluto, la verdad infinita y la perfección su-ma, sólo en él y por él se ven las cosas en sus esencias ínti-

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mas, y en el lugar que ocupan, y en la importancia que tie-nen, y en la maravillosa ordenación en que vienen ordena-das. Sin el catolicismo no hay buen sentido en los meno-res, ni virtud en los medianos, ni santidad en los eminen-tes, porque el buen sentido, la virtud y la santidad en la tie-rra suponen un Dios hecho hombre, ocupado en enseñar la santidad a las almas heroicas, la virtud a las firmes, y en enderezar la razón de las descaminadas muchedumbres en-vueltas en tinieblas y sombras de muerte. Ese maestro divino es aquel ordenador universal que sirve de centro a todas las cosas; por esta razón, por cual-quier lado que se le mire y por cualquier aspecto que se le considere, se le ve siempre en el centro. Considerado como Dios y como hombre a un tiempo mismo, es aquel punto céntrico en que se juntan en uno la esencia criadora y las sustancias creadas. Considerado solamente como Dios, Hi-jo de Dios, es la segunda persona, es decir, el centro de las tres personas divinas. Considerado solamente como hom-bre, es aquel punto central en que se condensa con miste-riosa condensación la naturaleza humana. Considerado co-mo Redentor, es aquella persona central sobre la cual vie-nen a un tiempo mismo todas las divinas gracias y todos los divinos rigores. La redención es la gran síntesis en la que se concilian y se juntan la divina justicia y la divina misericordia. Considerado a un tiempo mismo como Señor de cielos y tierra, y como nacido en un pesebre, y viviendo vida desnuda, y padeciendo muerte de cruz, es aquel punto central en que se juntan para conciliarse en una síntesis su-perior todas las tesis y todas las antítesis, en su perpetua contradicción y en su variedad infinita. Él es el indigentísi-mo y el opulentísimo, el siervo y el rey, el esclavo y el se-ñor; está desnudo y vestido con vestiduras resplandecien-tes, obedece a los hombres y manda a los astros; no tiene pan para aplacar su hambre ni agua para templar su sed, y manda a las rocas que revienten y a los panes que se multi-pliquen para que viva el pueblo y para que tengan hartura las muchedumbres. Los hombres le afrentan y los serafines le adoran; en un mismo instante, obedientísimo y potentísi-mo, muere porque le mandan morir, y manda al velo del templo que se rompa, a los sepulcros que se abran, a los muertos que resuciten, al buen ladrón que le siga, a la na-turaleza toda que pierda el sentido y al sol que encoja sus rayos. Viene en medio de los tiempos, anda en medio de sus discípulos, nace en el punto central de dos grandes ma-res y de tres inmensos continentes. Es ciudadano de una nación que guarda el justo medio entre las del todo inde-pendientes y las del todo sujetas; se llama a sí propio el ca-mino, y todo camino es centro; se llama la verdad y la ver-dad ocupa el medio de las cosas; es la vida, y la vida, que es lo presente, es el medio entre lo pasado y lo futuro; pasa su vida entre los aplausos y los vituperios y muere entre dos ladrones. Y por eso fue a un tiempo mismo escándalo para los ju-díos y locura para los gentiles. Los unos y los otros tenían naturalmente una idea de la tesis divina y de la antítesis humana; pensaban, empero, y en esto, humanamente ha-blando, no iban fuera del camino, que esa tesis y esa antí-tesis eran inconciliables y de todo punto contradictorias; el entendimiento humano no podía levantarse hasta su conci-liación por medio de una síntesis suprema. El mundo había visto siempre ricos y pobres, pero no podía concebir como posible la unión en una persona de la indigencia mayor y de la opulencia suma. Pero eso mismo que parece absurdo

a la razón, parece a esa misma razón convenientísimo cuando la persona en que esas cosas se juntan es una per-sona divina, la cual o no había de ser ni había de venir o había de ser y había de venir de esa manera. Su venida fue la señal de la conciliación universal de todas las cosas y de la paz universal entre todos los hombres: los pobres y los ricos, los humildes y los potentes, los venturosos y los atri-bulados, todos fueron unos en Él, y, sólo en Él fueron unos, porque sólo Él era a un mismo tiempo opulentísimo e indigentísimo, potentísimo y humildísimo, venturosísimo y atribuladísimo. Esta es aquella fraternidad pacífica que Él enseñó a los que abrieron sus entendimientos y sus oí-dos a su divina palabra. Esta es aquella fraternidad evangé-lica que vienen predicando unos después de otros, con per-petua e incansable predicación, todos los doctores católi-cos. Negad a Nuestro Señor Jesucristo, y luego al punto comienzan los bandos y las parcialidades, y los grandes tu-multos, y las soberbias rebeliones, y las vociferaciones si-niestras, y las discordias insensatas, y los rencores impla-cables, y las guerras sin término, y las sangrientas batallas. Los pobres alzan pendones contra los ricos, contra los ven-turosos los escasos de ventura, las aristocracias contra los reyes, las muchedumbres contra las aristocracias, y unas con otras, como dos inmensos océanos que se juntan en la boca del abismo, las alteradas y bárbaras muchedumbres. La verdadera humanidad no está en ningún hombre: es-tuvo en el Hijo de Dios, y allí es donde se nos revela el se-creto de su naturaleza contradictoria, porque por un lado es altísima y excelentísima y por otro es la suma de toda in-dignidad y de toda bajeza. Por un lado es tan excelente, que Dios la tomó por suya, uniéndola con el Verbo; tan al-ta, que fue desde el principio, y antes de que viniera, pro-metida por Dios, adorada por los patriarcas en silencio, de-nunciada a voces por los profetas, revelada al mundo hasta por sus falsos oráculos y figurada en todos los sacrificios y en todas las figuras. Un ángel se la anuncio a una virgen, y el Espíritu Santo la formó por su propia virtud en sus virgi-nales entrañas, y Dios entró en ella y la unió a sí perpetua-mente, y unidad perpetuamente a Dios aquella humanidad sacratísima fue celebrada en su nacimiento por los ángeles, publicada por las estrellas, visitada por los pastores, adora-da por los Reyes, y cuando Dios, junto con esta humani-dad, quiso ser bautizado, se abrieron las bóvedas del cielo, y se vio venir sobre Él al Espíritu Santo en figura de palo-ma, y sonó en las encumbradas alturas aquella gran voz que decía: «Este es mi Hijo muy amado, en quien me agra-dé siempre». Y luego, cuando comenzó a predicar, tales maravillas obró, sanando a los dolientes, consolando a los afligidos, resucitando a los muertos, mandando con impe-rio a los vientos y a los mares, descubriendo las cosas es-condidas y anunciando las venideras, que causó espanto y puso en admiración a los cielos y a la tierra, a los ángeles y a los hombres. Ni pararon aquí aquellos prodigios, porque aquella humanidad fue vista de todos, hoy muerta y tres días después gloriosa y resucitada, vencedora del tiempo y de la muerte, y hendiendo calladamente los aires se la vio subir a lo alto como a una divina aurora. Y esta misma humanidad, por un lado gloriosísima, era, por otro, ejemplar de toda bajeza, como predestinada por Dios, sin ser ella pecadora, a padecer por la sustitución la pena del pecado. Por eso camina tan abatido por el mundo aquel en cuyo rostro divino se miran los ángeles; por eso está tan pesaroso y tan triste aquel en cuyos ojos toman los

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cielos su alegría; por eso anda por este bajo suelo desnudo aquel que en las divinas cumbres viste un manto arrebola-do de estrellas; por eso anda, como si fuera pecador, entre los pecadores, siendo el santo de los santos; aquí conversa con el blasfemo, allí platica con la adúltera, más allá discu-rre con el avaro. A Judas da un ósculo de paz y a un ladrón le ofrece su paraíso, y cuando conversa con los pecadores, lo hace con tanto amor, que las lágrimas se cuajan en sus ojos. Este hombre debe ser gran entendedor de dolores, cuando así se apiada de los doloridos, y gran sabedor de padeceres, cuando así se apiada de los miserables. En cuanto baña el sol y en cuanto se dilata la tierra no hubo hombre ninguno puesto en tan grande orfandad y en tan grande desamparo. Un pueblo entero le maldice; de sus discípulos uno le vende, otro le niega y los otros le aban-donan; ni tiene agua para humedecer sus labios, ni pan pa-ra aquietar su hambre, ni almohada para reclinar su frente. Ninguna agonía hubo igual a la agonía que padeció en el huerto, porque todos sus poros manaron sangre; su rostro fue luego herido con bofetadas; sus carnes, cubiertas con una púrpura de escarnio, y su frente coronada con una pun-zante corona; cargó con su propia cruz, y se derribó en el suelo muchas veces, y subió la ladera del Gólgota seguido de delirantes muchedumbres que iban llenando los aires de vociferaciones siniestras. Cuando fue puesto en lo alto, creció su abandono a punto que su mismo Padre apartó sus ojos de Él, y los ángeles que le servían, por no verle, se cu-brieron con sus alas temerosos y turbados; hasta la parte superior de su alma dejó a su humanidad en aquel trance de su muerte, permaneciendo a todo indiferente y serena. Y las turbas, meneando la cabeza, le decían: «Si eres el Hi-jo de Dios, desciende de esa cruz». ¿Cómo creer, sin una especial gracia de Dios, en la di-vinidad del que está puesto en aquel trance y estado? ¿Có-mo no habían de ser entonces tenidas sus palabras por es-cándalo y locura? Y, sin embargo, aquel hombre, puesto allí en tan grande desamparo y en mortal agonía, sujetó el mundo a su ley, ganándole como por asalto con el esfuerzo de unos pobres pescadores, como Él desamparados de to-dos, peregrinos en la tierra y miserables. Por Él mudaron los hombres sus vidas, por Él dejaron sus haciendas, por su amor tomaron su cruz, y salieron de las ciudades, y pobla-ron los desiertos, y dieron de mano a todos los placeres, y creyeron en la fuerza santificante del dolor, y vivieron vida limpia y espiritual, y dieron a sus carnes castigos atroces, trayéndola siempre sujeta; y a más de esto, creyeron con firmísima fe, poco después de su muerte, cosas estupendas e increíbles, porque creyeron que aquel que había sido cru-cificado era Hijo único de Dios, y Dios; que había sido concebido en el seno de una virgen por obra del Espíritu Santo; que era Señor de cielos y tierra el mismo que había nacido en un pesebre y había sido envuelto en humildísi-mos pañales; que muerto ya, bajó al infierno y se llevó consigo las almas limpias y puras de los antiguos patriar-cas; que tomó después su propio cuerpo, y le sacó glorioso del sepulcro, y se le llevó por los aires, transfigurado ya y resplandeciente; que la mujer que le había llevado en sus entrañas era, al mismo tiempo que Madre amorosa, inma-culada Virgen, que fue arrebatada por los ángeles al cielo, que fue aclamada allí por las falanges angélicas y por edic-to soberano Reina de la creación. Madre de los desampara-dos, intercesora de los justos, abogada de los pecadores, Madre del Hijo, Esposa del Espíritu Santo; que todas las

cosas visibles son de menos valer y dignas sólo de menos-precio al lado de las secretas e invisibles; que no hay otro bien sino el que está en padecer trabajos, y en aceptar do-lores, y en arrastrar angustias, y en vivir en perpetua tribu-lación y congoja, ni otro mal sino el placer y el pecado; que el agua del bautismo purifica, que la confesión de la culpa levanta, que el pan y el vino se convierten en Dios, que Dios está en nosotros, y fuera de nosotros en todas partes, que tiene contados todos los cabellos de nuestra ca-beza; que ninguno nace sin su ordenación, y que no cae ninguno sin su permiso o sin su mandato; que si el hombre piensa su pensamiento, Él es el que se lo pone delante; que si su voluntad se inclina, Él es el que la mueve: que El es el que le fortifica cuando se esfuerza, y que tropieza y cae si llega a faltarle su ayuda; que los muertos resucitan y vie-nen a Juicio; que hay cielo y hay infierno, penas eternas y gloria perdurable; que todo esto había de ser creído por el mundo, contra el poder todo del mundo, y que esta maravi-llosa doctrina se había de abrir paso invencible contra la voluntad y a pesar del gran poderío de príncipes, reyes y emperadores; que por ella habían de dar su sangre y pade-cer tormentos falanges infinitas de confesores ilustres, de doctores insignes, de vírgenes delicadas y púdicas y de mártires gloriosos; que la locura del Calvario había de ser tan contagiosa, que había de enloquecer a las gentes en cuanto mira el sol y en cuanto alcanza todo el orbe de la tierra. Todas estas cosas increíbles fueron creídas por los hombres cuando tuvo fin aquella gran tragedia de las tres horas que se representó en el Gólgota, con miedo del sol,y con temblor de la tierra en todos sus miembros. Así tuvo cumplido efecto aquella palabra que pronunció Dios por Oseas, diciendo: In funiculis Adam trabam eos, in vinculis charitatis (c.11 v.4). Los hombres han caído en esa celada del amor que les tendió el Hijo del Dios vivo blanda y amorosamente. El hombre es de tal condición, que se rebe-la contra la omnipotencia, se alza contra la justicia y resis-te a la misericordia; pero cae en dulcísimo desmayo y co-mo penetrado en amor hasta en la médula de sus huesos si por ventura oye la voz dolorida y lastimera de aquel que muere por él y que muriendo le ama. ¿Por qué me persi-gues? Esta es aquella voz, temerosa a un tiempo mismo y amante, que suena de continuo en los oídos de los pecado-res; y ese acento de queja dulcísima, amorosa y suave, es el que va derecho al alma, y la transforma, y la muda, y la convierte toda a Dios, y la obliga a buscarle por los pobla-dos y por los desiertos, por los montes bravos y por las tie-rras llanas, por los campos agostados y por los vergeles. Aquella voz es la que enciende al alma en el casto amor del esposo y la que la lleva como enloquecida y desalada en seguimiento de sus embriagantes perfumes, como la sed lleva al ciervo a los hermosos manantiales de aguas vivas. Dios vino al mundo para poner fuego a la tierra, y la tierra comenzó a humear y luego a arder por todos sus cuatro costados, y de día en día se han ido dilatanto por todas las regiones las llamas poderosas de esos divinos incendios. El amor explica lo inexplicable, y el hombre cree por el amor lo que parece increíble y obra lo que parecía imposible de obrarse, porque con el amor todo es hacedero y todo es llano. Cuando aquellos de los apóstoles que vieron al Señor antes de padecer transfigurado y vestido de blanquísimas vestiduras, más resplandecientes que el sol y más blancas y

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puras que el ampo de la nieve, dijeron, como extáticos y absortos: «Quedémonos aquí», aun no tenían idea del di-vino amor ni de sus inefables deleites; por eso, el gran Apóstol, maestro ya en este gran arte del amor, dijo des-pués: «Sólo una cosa quiero entender, que es Jesucristo, y ése, crucificado»; que fue tanto como decir: «Quiero sa-berlo todo, y para saberlo todo, quiero saber a Jesucristo solamente, porque sólo en Él están juntos todos los saberes y unidas entre sí todas las cosas». Y añadió después: Y ése, crucificado; y no dijo: y ése, transfigurado y glorioso, por-que poco importa conocerle en su omnipotencia, asistiendo con el pensamiento a la obra maravillosa de la creación universal, ni basta conocerle en su gloria, cuando está su faz resplandeciendo con una luz increada y cuando las po-testades del cielo se derriban absortas ante el acatamiento divino; ni satisface del todo verle pronunciar los fallos de su justicia inapelables, rodeado de ángeles y serafines, ni el alma queda del todo satisfecha cuando asiste a las altas maravillas de su infinita misericordia. El Apóstol, con una sed que nada aplaca, y con un hambre sin hartura, y con un deseo invencible, quiere más, y pide más, y lleva más alto el atrevido pensamiento, porque no se contenta sino con saber a Cristo crucificado, es decir, como él desea más ser sabido, de la manera más alta y excelente que la razón pue-de concebir, y la imaginación imaginar, y desear el más al-tivo y levantado deseo, porque eso es conocerle en el acto de su amor incomprensible e infinito. Eso es lo que quiere significar el Apóstol cuando dice: «Ninguna cosa quiero saber sino a Jesucristo, y ése, crucificado». A ése sólo quisieron saber los pocos bienaventurados que tomaron su cruz y fueron poniendo el pie atentamente en donde vieron el rastro sangriento y glorioso de sus pisa-das. A ése sólo quisieron saber aquellos padres del yermo que convirtieron los desiertos desnudos en pensiles del pa-raíso. A ése sólo quisieron saber aquellas vírgenes castas, milagro de fortaleza, que, puestas todas las concupiscen-cias a sus pies, le tomaron por esposo y le consagraron sus limpios y virginales pensamientos. A ése sólo quisieron sa-ber todos los que, convertidos en fuentes sus ojos, han re-cibido las tribulaciones con alegría de corazón y se han en-cumbrado con pie firme en el áspero monte de la peniten-cia. Entre las maravillas de la creación, el alma en caridad es la más maravillosamente admirable, no sólo porque su estado es el más subido y excelente que en este bajo suelo se puede entender, sino también porque ella va declarando a voces los prodigios obrados por el amor divino, el cual no fue sólo poderoso para borrar nuestro pecado, y con él el desorden y la causa de todo desorden, sino también para inclinarnos a desear libremente aquella misma deificación que desechamos antes y para hacer que pudiéramos conse-guir aquello que deseamos, aceptando la ayuda de la gracia que merecimos en el Señor y por el Señor, cuando para merecérnosla y para que la mereciéramos derramó su san-gre en el Calvario. Todas estas cosas significan aquellas palabras memorables que Jesucristo pronunció al tiempo de expirar, cuando dijo: Todo se ha consumado. Que fue tanto como decir: «Acabé con el amor lo que no pude ni con mi justicia, ni con mi misericordia, ni con mi sabidu-ría, ni con mi omnipotencia, porque borré el pecado, que hacía sombra a la Majestad divina y a la belleza humana, y saqué a la humanidad de su vergonzoso cautiverio, y di al hombre la potestad que con la culpa había perdido de sal-

varse. Ya puede bajar mi espíritu a fortificar al hombre, a embellecer al hombre, a deificar al hombre, porque le he atraído a mí y le he unido a mí con potentísima y amorosí-sima lazada». Cuando aquella palabra memorable fue pronunciada por el Hijo de Dios al expirar en la cruz, todas las cosas quedaron maravillosamente ordenadas y ordenadamente perfectas.

Conclusión

Cada uno de los dogmas contenidos así en este libro co-mo en el anterior es una ley del mundo moral; cada una de esas leyes es de suyo incontrastable y perpetua; todas jun-tas componen el código de las leyes constitutivas del orden moral en la humanidad y en el universo, las cuales, unidas a las físicas a que están sujetas las materiales, forman la ley suprema del orden, por la que se rigen y gobiernan to-das las cosas criadas. De tal manera y hasta tal punto es necesario que todas las cosas estén en un orden perfectísimo, que el hombre, desordenándolo todo, no puede concebir el desorden; por eso no hay ninguna revolución que, al derribar por el suelo las instituciones antiguas, no las derribe en calidad de ab-surdas y de perturbadoras, y que, al sustituirlas con otras de invención individual, no afirme de ellas que constituyen un orden excelente. Esta es la significación de aquella fra-se consagrada entre los revolucionarios de todos los tiem-pos, cuando llaman a la perturbación, que santifican un nuevo orden de cosas. Hasta M. Proudhon, el más atrevido de todos, no defiende su anarquía sino en calidad de ex-presión racional del orden perfecto, es decir, absoluto. De la necesidad perpetua del orden se sigue la necesi-dad perpetua de las leyes, así físicas como morales, que le constituyen, por esa razón, todas ellas fueron creadas y proclamadas solemnemente por Dios desde el principio de los tiempos. Al sacar al mundo de la nada, al formar al hombre del barro de la tierra, al sacar a la mujer de su cos-tado, al constituir la primera familia, quiso Dios declarar de una vez para siempre las leyes físicas y morales que constituyen el orden en la Humanidad y en el universo, sustrayéndolas de la jurisdicción del hombre y poniéndolas fuera del alcance de sus locas especulaciones y de sus va-nos antojos. Hasta los dogmas de la encarnación del Hijo de Dios y de la redención del género humano, que no ha-bían de ser cumplidos sino en la plenitud de los tiempos, fueron revelados por Dios en la edad paradisíaca, cuando hizo a nuestros primeros padres aquella misericordiosa promesa con que vino a templar el rigor de su justicia. El mundo ha negado esas leyes vanamente; aspirando a rescatarse de su yugo por su negación, ninguna otra cosa ha conseguido sino hacer su yugo más pesado por medio de las catástrofes, las cuales se proporcionan siempre a las negaciones, siendo esta misma ley de proporción una de las constitutivas del orden. Libre y extendido campo dejó Dios a las opiniones hu-manas; anchos fueron los dominios que sujetó al imperio y al libre albedrío del hombre, a quien fue dado señorearse del mar y de la tierra, rebelarse contra su Criador, mover guerra a los cielos, entrar en tratos y alianzas con los es-píritus infernales, ensordecer al mundo con el rumor de las

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batallas, abrasar las ciudades con incendios y discordias, estremecerlas con las tremendas sacudidas de las revolu-ciones, cerrar el entendimiento a la verdad y los ojos a la luz y abrir el entendimiento al error y complacerse en las tinieblas; fundar imperios y asolarlos, levantar y allanar re-públicas, cansarse de repúblicas, imperios y monarquías; dejar aquello que quiso, volver a lo que dejó, afirmarlo to-do, hasta lo absurdo; negarlo todo, hasta la evidencia; de-cir: No hay Dios y Soy Dios; proclamarse independiente de todas las potestades, y adorar al astro que le ilumina, al ti-rano que le oprime, al reptil que se arrastra por el suelo, al huracán que viene rebramando, al rayo que cae, al nublado que le lleva, a la nube que pasa. Todo esto y mucho más le fue dado al hombre; pero mientras que todas estas cosas le fueron dadas, los astros cursan perpetuamente y con perpetua cadencia en giros concertados, y las estaciones se mueven unas en pos de otras en armoniosos círculos, sin alcanzarse y sin confun-dirse jamás; y la tierra se vista hoy de hierbas, de árboles y de mieses, como lo hizo siempre desde que recibió de lo alto la virtud de fructificar; y todas las cosas físicas cum-plen hoy, como cumplieron ayer y como cumplirán maña-na, los divinos mandamientos, moviéndose en perpetua paz y concordia, sin traspasar un punto las leyes de su po-tentísimo Hacedor, que con mano soberana concierta sus pasos, refrena sus ímpetus y da rienda a su curso. Todo aquello y mucho más le fue dado al hombre; pero mientras que todas aquellas cosas le fueron dadas, no pudo tanto que a su pecado no siguiera el castigo, y a su delito la pena, y a su primera transgresión la muerte, y la condena-ción a su endurecimiento, y a su libertad la justicia, y a su arrepentimiento la misericordia, y a los escándalos la repa-ración, y a las rebeldías las catástrofes. Al hombre le ha sido dado poner a sus pies la sociedad desgarrada con sus discordias, echar por tierra los muros más firmes, entrar a saco las ciudades más opulentas, de-rribar con estrépito los imperios más extendidos y nombra-dos, hundir en espantosa ruina las civilizaciones más altas, envolviendo sus resplandores en la densa nube de la barba-rie. Lo que no le ha sido dado es suspender por un solo día, por una sola hora, por un solo instante, el cumplimiento in-falible de las leyes fundamentales del mundo físico y del moral, constitutivas del orden en la humanidad y en el uni-verso; lo que no ha visto ni verá el mundo es que el hom-bre, que huye del orden por la puerta del pecado, no vuelva a entrar en él por la de la pena, esa mensajera de Dios que alcanza a todos con sus mensajes.

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APÉNDICE

JUAN DONOSO CORTÉS

DISCURSO SOBRE LA DICTADURA4 de enero de 1849

DISCURSO pronunciado POR EL EXCMO. SR. D. JUAN DONOSO CORTÉS,

Marqués de Valdegamas, en la sesión de 4 del corriente, en el Congreso de Diputados.

SEÑORES: el largo discurso que pronunció ayer el señor Cortina, y á que voy á contestar, considerándole bajo un punto de vista restringido, á pesar de sus largas dimensio-nes, no fue mas que un epílogo; el epilogo de los errores del partido progresista, los cuales á su vez no son mas que otro epilogo; el epilogo de todos los errores que se han in-ventado de tres siglos á esta parte, y que traen conturbadas mas ó menos hoy dia todas las sociedades humanas.

El Sr. Cortina, al comenzar su discurso, manifestó con la buena fe que á S. S. distingue, y que tanto realza su talen-to, que él mismo algunas veces habia llegado á sospechar si sus principios serian falsos, si sus ideas serían desastro-sas al ver que nunca estaban en el poder, y siempre en la oposición. Yo diré á S. S. que por poco que reflexione, su duda se cambiará en certidumbre. Sus ideas no están en el poder, y están en la oposición cabalmente porque son ideas de oposición; señores, son ideas infecundas, ideas estériles, ideas desastrosas, que es necesario combatir hasta que mueran, que es necesario combatir hasta que queden ente-rradas aquí, en su cementerio natural, bajo de estas bóve-das, al pié de esa tribuna.

El Sr. Cortina, siguiendo las tradiciones del partido á quien capitanea y representa; siguiendo, digo, las tradiciones de este partido desde la revolución de febrero, ha pronunciado un discurso dividido en tres partes, que yo llamaré inevita-bles. Primera, un elogio del partido, fundado en una rela-ción de sus méritos pasados. Segunda, el memorial de agravios presentes del partido. Tercera, un programa ó sea una relación de méritos futuros. Señores de la mayoría, yo vengo aquí á defender vuestros principios, pero no esperéis de mi ni un solo elogio: sois los vencedores, y nada sienta en la frente del vencedor como una corona de modestia.

No esperéis de mí, señores, que hable de vuestros agra-vios: no tenéis agravios personales que vengar, sino los agravios hechos á la sociedad y al trono por los traidores á su Reina y á su patria. No hablaré de vuestra relación de méritos ¿Para qué fin hablaría de ellos? ¿Para que la na-ción los sepa? La nación se los sabe de memoria.

El Sr. Cortina, señores, dividió su discurso en dos cuestio-nes, que desde luego se presentan al alcance de todos los señores diputados. S. S. trató de la política exterior, de la política interior del Gobierno, y llamó política exterior im-portante para España la política ó los acontecimientos ocu-rridos en París, en Londres y en Roma. Yo tocaré también esas cuestiones.

Después descendió S. S. á la política interior, y la política interior, tal como la ha tratado el Sr. Cortina, se divide en dos partes: una, cuestión de principios, y otra, cuestión de hechos: una, cuestión de sistema, y otra, cuestion de con-ducta. A la cuestión de hechos, á la cuestión de conducta, ya ha contestado el Ministerio, que esa quien correspondía contestar, que es quien tiene los datos para ello, por el ór-

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gano de los señores ministros de Estado y Gobernación, que han desempeñado este encargo con la elocuencia que acostumbran. Me queda para mi casi intacta la cuestión de principios: esta cuestión solamente abordaré; pero la abor-daré, si el Congreso me lo permite, de lleno.

Señores: ¿cuál es el principio del Sr. Cortina? El principio de S. S., bien analizado su discurso, es el siguiente en la política interior : la legalidad, todo por la legalidad, todo para la legalidad, la legalidad siempre, la legalidad en to-das circunstancias ,' la legalidad en todas ocasiones : y yo, señores, que creo que las leyes se han hecho para las socie-dades, y no las sociedades para las leyes, digo : la socie-dad, todo para la sociedad, todo por la sociedad, la socie-dad siempre, la sociedad en todas circunstancias, la socie-dad en todas ocasiones.

Cuando la legalidad basta para salvar á la sociedad, la le-galidad; cuando no basta, la dictadura. Señores, esta pala-bra tremenda, que tremenda es, aunque no tanto como la palabra revolución, que es la mas tremenda de todas; digo que esta palabra tremenda ha sido pronunciada aquí por un hombre que todos conocen : no ha sido hecho por cierto de la madera de los dictadores. Yo he nacido para compren-derlos, no he nacido para imitarlos. Dos cosas me son im-posibles: condenar la dictadura y ejercerla. Por eso lo de-claro aquí alta, noble y francamente. Estoy incapacitado de gobernar: no puedo aceptar el gobierno en conciencia: yo no podría aceptarle sin poner la mitad de mí mismo en guerra con la otra mitad, sin poner en guerra mi instinto contra mi razón, sin poner en guerra mi razón contra mi instinto.

Por esto, señores, y yo apelo al testimonio de todos los que me conocen, ninguno puede levantarse ni aquí ni fuera de aquí, que haya tropezado conmigo en el camino de la am-bición, tan lleno de gentes; ninguno. Pero todos me encon-trarán, todos me han encontrado en el camino modesto de los buenos ciudadanos. Solo así, señores, cuando mis días estén contados, cuando baje al sepulcro, bajaré sin el re-mordimiento de haber dejado sin defensa á la sociedad bárbaramente atacada, y al mismo tiempo sin el amarguísi-mo, y para mí insoportable dolor, de haber hecho mal á un hombre.

Digo, señores, que la dictadura en ciertas circunstancias, en circunstancias dadas, en circunstancias como las pre-sentes, es un gobierno legítimo, es un gobierno bueno, es un gobierno provechoso como cualquier otro gobierno, es un gobierno racional, que puede defenderse en la teoría, como puede defenderse en la práctica. Y si no, señores, ved lo que es la vida social. La vida social, señores, como la vida humana, se compone de la acción y de la reacción, del flujo y reflujo de ciertas fuerzas invasoras y de ciertas fuerzas resistentes.

Esta es la vida social, así como esta es también la vida hu-mana. Pues bien: las fuerzas invasoras, llamadas enferme-dades en el cuerpo humano, y de otra manera en el cuerpo social, pero siendo esencialmente la misma cosa, tienen dos estados: hay uno en que están derramadas por toda la sociedad, en el que estas fuerzas invasoras están reconcen-tradas solo en individuos: hay otro estado agudísimo de

enfermedad, en que se reconcentran mas, y están represen-tadas por asociaciones políticas. Pues bien: yo digo que no existiendo las fuerzas resistentes, lo mismo en el cuerpo humano que en el cuerpo social, sino para rechazar las fuerzas invasoras, tienen que proporcionarse necesaria-mente á su estado. Cuando las fuerzas invasoras están de-rramadas, las resistentes lo están también; lo están por el Gobierno, por las autoridades y por los tribunales, y en una palabra, por todo el cuerpo social; pero cuando las fuerzas invasoras se reconcentran en asociaciones políticas, enton-ces necesariamente, sin que nadie lo pueda impedir, sin que nadie tenga derecho á impedirlo, las fuerzas resistentes por sí mismas se reconcentran en una mano. Esta es la teo-ría clara, luminosa, indestructible de la dictadura.

Y esta teoría, señores, que es una verdad en el orden racio-nal, es un hecho constante en el orden histórico. Citadme una sociedad que no haya tenido la dictadura, citádmela. Ved, sino, qué pasaba en la democrática Atenas, lo que pa-saba en la aristocrática Roma, En Atenas, ese poder omni-potente estaba en las manos del pueblo, y se llamaba ostra-cismo ; en Roma, ese poder omnipotente estaba en manos del Senado, que le delegaba en un barón consular, y se lla-maba como entre nosotros dictadura. Ved las sociedades modernas, señores; ved la Francia en todas sus vicisitudes. No hablaré de la primera república, que fue una dictadura gigantesca sin fin, llena de sangre y de horrores. Hablo de época posterior. En la Carta de la Restauración la dictadura se había refugiado ó buscado un asilo en el artículo 14: en la Carta de i 830 se encontró en el preámbulo; ¿y en la re-pública actual? De esta no digamos nada. ¿Qué es sino la dictadura con el mote de República?

Aquí se ha citado, y en mala hora, por el Sr. Galvez Cañe-ro la Constitución inglesa. Señores, la Constitución inglesa cabalmente es la única en el mundo, tan sabios son los in-gleses, en que la dictadura no es de derecho excepcional sino de derecho común, y la cosa es clara. El Parlamento tiene en todas ocasiones, en todas épocas, cuando quiere, pues no tiene mas límite que el de todos los poderes huma-nos, la prudencia, este poder.

Tiene todas las facultades, y estas constituyen el poder dic-tatorial, de hacer todo lo que no sea hacer de una mujer un hombre, ó de un hombre una mujer, como dicen sus juris-consultos. Tiene facultades para suspender el habeas cor-pus, para proscribir por medio de un bill d'attaner: puede cambiar de constitución, puede variar hasta de dinastía, y no solo de dinastía, sino hasta de religión, y oprimir las conciencias; en una palabra, lo puede todo. ¿Quién ha vis-to, señores, una dictadura mas monstruosa?

He probado que la dictadura es una verdad en el orden teó-rico, que es un hecho en el orden histórico. Pues ahora voy á decir mas: la dictadura es otro hecho en el orden divino. Señores, Dios ha dejado hasta cierto punto á los hombres el gobierno de las sociedades humanas, y se ha reservado para sí exclusivamente el gobierno del universo. El univer-so está gobernado por Dios, si pudiera decirse así; y si en cosas tan altas pudieran aplicarse las expresiones del len-guaje parlamentario, diría que Dios gobierna el mundo constitucionalmente. Y, señores, la cosa me parece de la mayor claridad, y sobre todo de la mayor evidencia. Está

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gobernado por ciertas leyes precisas, indispensables, á que se llama causas secundarias. ¿Qué son estas leyes sino le-yes análogas á las que se llaman fundamentales respecto de las sociedades humanas?

Pues bien, señores, si con respecto al mundo físico Dios es el legislador, como respecto á las sociedades humanas lo son los legisladores, ¿gobierna Dios siempre con esas mis-mas leyes que él á sí mismo se impuso en su eterna sabidu-ría, y á las que nos sujetó á todos? No, señores, pues algu-nas veces, directa, clara y explícitamente manifiesta su vo-luntad soberana, quebrantando esas mismas leyes que él mismo se impuso, y torciendo el curso natural de las cosas. Y bien, señores, cuando obra así, ¿no podría decirse, si el lenguaje humano pudiera aplicarse á las cosas divinas, que obra dictatorialmente?

Esto prueba, señores, cuan grande es el delirio de un parti-do que cree poder gobernar con menos medios que Dios, quitándose á sí propio el medio, algunas veces necesario, de la dictadura. Señores, siendo esto así, la cuestión, redu-cida á sus verdaderos términos, no consiste ya en averiguar si la dictadura es sostenible, si en ciertas circunstancias es buena: la cuestión consiste en averiguar si han llegado ó pasado por España estas circunstancias. Este es el punto mas importante, y es al que voy á contraerme exclusiva-mente ahora. Para esto tendré que echar una ojeada, y en esto no haré mas que seguir las pisadas de todos los orado-res que me han precedido; una ojeada por Europa y otra ojeada por España.

Señores, la revolución de febrero vino como viene la muerte, de improviso. Dios, señores, habia condenado á la monarquía francesa. En vano esta institución se había tras-formado hondamente para acomodarse á las circunstancias y á los tiempos; ni aun esto la valió: su condenación fue inapelable, y su pérdida infalible. La monarquía de dere-cho divino concluyó con Luis XVI en un cadalso: la mo-narquía de la gloria concluyó con Napoleón en una isla: la monarquía hereditaria concluyó con Carlos X en el destie-rro; y con Luis Felipe ha concluido la última de todas las monarquias posibles, la monarquía de la prudencia. ¡Triste y lamentable espectáculo, señores, el de una institución ve-nerabilísima, antiquísima, gloriosísima, á quien de nada vale, ni el derecho divino, ni la legitimidad, ni la prudencia ni la gloria!

Señores, cuando vino á España la grande nueva de esa grande revolución, todos nos quedamos consternados y atónitos. Nada era comparable á nuestro asombro y á nues-tra consternación, sino la consternación y el asombro de la monarquía vencida. Digo mas: había un asombro mayor, una consternación mas grande que la de la monarquía ven-cida, y era la de la república vencedora. Aun ahora mismo: diez meses van pasados ya desde su triunfo; preguntadla cómo venció; preguntadla por qué venció; preguntadla con qué fuerzas venció, y no sabrá qué responderos. Esto con-siste en que la república no venció, la república fue el ins-trumento de victoria de un poder mas alto.

Ese poder, señores, cuando esté consumada su obra, así co-mo fue fuerte para destruir la monarquía con un escrúpulo de república, será fuerte también, si necesario fuera y con-

veniente á sus fines, para derribar la república con un es-crúpulo de imperio, ó con un escrúpulo de monarquía. Esta revolución, señores, ha sido objeto de grandes comentarios en sus causas y en sus efectos, en todas las tribunas de Eu-ropa, y entre otras en la tribuna española. Yo he admirado aquí y allí la lamentable lijereza con que se trata de las causas hondas de las revoluciones. Señores, aquí, como en otras partes, no se atribuyen las revoluciones sino á los de-fectos de los gobiernos. Cuando las catástrofes son univer-sales, imprevistas, simultáneas, son siempre cosa provi-dencial; porque, señores, estos y no otros son los caracte-res que distinguen las obras de Dios de las obras de los hombres.

Cuando las revoluciones presentan esos síntomas, estad se-guros que vienen del cielo, y que vienen por culpa y para castigo de todos.¿ Queréis, señores, saber la verdad, y toda la verdad concerniente á las causas de la revolución última francesa? Pues la verdad llegó el dia de la gran liquidación de todas las clases de la sociedad con la Providencia, que en ese dia tremendo todas se han encontrado fallidas. En ese dia han venido á liquidación con la Providencia, y repi-to que todas en esa liquidación se han encontrado fallidas. Digo mas, señores: la república misma, el dia mismo de su victoria se declaró también en quiebra. La república habia dicho de sí, que venia á sentar en el mundo la dominación de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad, esos tres dogmas que no vienen de la república, sino que vienen del Calvario. Y bien, señores, ¿qué ha hecho después? En nombre de la libertad ha hecho necesaria, ha proclamado, ha aceptado la dictadura; en nombre de la igualdad, con el título de republicanos de la víspera, de republicanos del dia siguiente, de republicanos de nacimiento, ha inventado no sé qué especie de democracia aristocrática, y no sé qué gé-nero de ridículos blasones; en fin, señores, en nombre de la fraternidad ha restaurado la fraternidad pagana, la fraterni-dad de Eteocles y Polinices; y los hermanos se han devora-do unos á otros en las calles de París, en la batalla mas gi-gantesca que dentro de los muros de una ciudad han pre-senciado los siglos. A esa república que se llamó de las tres verdades, yo la desmiento; es la república de las tres blasfemias, es la república de las tres mentiras.

Viniendo ahora á las causas de esta revolución, el partido progresista tiene unas mismas causas para todo. El Sr. Cor-tina nos dijo ayer que hay revoluciones porque hay ilegali-dades, y porque el instinto de los pueblos los levanta uni-forme y espontáneamente contra los tiranos. Antes nos ha-bia dicho el Sr. Ordaz Avecilla: ¿Queréis evitar las revolu-ciones? dad de comer á los hambrientos. Véase, pues, aquí la teoría del partido progresista en toda su extensión: las causas de la revolución son por una parte la miseria, por otra la tirania. Señores, esa teoría es contraría, totalmente contraria á la historia. Yo pido que se rae cite un ejemplo de una revolución hecha y llevada á cabo por pueblos es-clavos ó por pueblos hambrientos. Las revoluciones son enfermedades de los pueblos ricos; las revoluciones son enfermedades de los pueblos libres. El mundo antiguo era un mando en que los esclavos componían la mayor parte del género humano; citadme cuál revolución fue hecha por esos esclavos.

Lo mas que pudieron conseguir fue fomentar algunas gue-

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rras civiles; pero, las revoluciones profundas fueron hechas siempre por opulentísimos aristócratas. No, señores; no es-tá en la esclavitud, no está en la miseria el germen de las revoluciones: el germen de las revoluciones está en los de-seos sobreexcitados de la muchedumbre por los tribunos que las explotan y benefician. Y seréis como los ricos: ved ahí la fórmula de las revoluciones socialistas contra las clases medias; y seréis como los nobles: ved ahí la fórmula de las revoluciones de las clases medias contra las clases nobiliarias: y seréis como los reyes; ved ahí la fórmula de las revoluciones de las clases nobiliarias contra los reyes; por último, señores; y seréis á manera de Dioses: ved ahí la fórmula de la primera rebelión del primer hombre contra Dios. Desde Adán, el primer rebelde, hasta Prudhom, el úl-timo impío, esa es la fórmula de todas las revoluciones.

El gobierno español, como era su deber, no quiso que esa fórmula tuviese su aplicación en España; tanto menos lo quiso cuanto la situación interior no era la mas lisonjera; y era menester prevenirse así contra las eventualidades del interior como contra las eventualidades exteriores. Para no haberlo hecho así, era necesario haber desconocido de todo punto la marcha de una corriente magnética que se des-prende de los focos de acción revolucionaria, y que va infi-cionándolo todo por el mundo.

La situación interior, en pocas palabras, era esta. La cues-tión política no estaba, no ha estado nunca, no está de todo punto resuelta: no se resuelven así tan fácilmente cuestio-nes políticas en sociedades tan soliventadas por las pasio-nes. La cuestión dinástica no estaba concluida, porque aun-que es verdad que en ella somos nosotros los vencedores, no teníamos la resignación del vencido, que es el comple-mento de la victoria. La cuestión religiosa estaba en muy mal estado. La cuestión de las bodas, todos lo sabéis, esta-ba exacerbada. Yo pregunto, señores, supuesto, como he probado ya, que la dictadura sea en circunstancias dadas legítima, en circunstancias dadas provechosa, ¿estábamos ó no estábamos en esas circunstancias? Sino habían llega-do, decidme cuáles otras mas graves han aparecido en el mundo. La experiencia vino á demostrar que los cálculos del Gobierno y la previsión de esta Cámara no habían sido infundados. Todos lo sabéis, señores: yo en esto hablaré muy de paso, porque todo lo que es alimentar pasiones, lo detesto; no he nacido para eso; todos sabéis que se procla-mó la república á trabucazos por las calles de Madrid; to-dos sabéis que se ganó parte de la guarnición de Madrid y de Sevilla; todos sabéis que sin la resistencia enérjica, acti-va del Gobierno, toda España, desde las columnas de Hércules al Pirineo, de un mar á otro mar, hubiera sido un lago de sangre. Y no solo España: ¿sabéis qué males, si hubiera triunfado la revolución, se habrían propagado por el mundo? ¡Ah señores! Cuando se piensa en estas cosas, fuerza es exclamar que el Ministerio que supo resistir y su-po vencer, mereció bien de su patria.

Esta cuestión vino á complicarse con la cuestión inglesa: voy á decir antes de entrar en ella, y desde ahora anuncio que no entraré sino para salir de ella inmediatamente, por-que así lo conceptúo conveniente y oportuno; pero antes de entrar en ella me permitirá el Congreso que exponga algu-nas ideas generales que me parecen convenientes.

Señores, yo he creído siempre que la ceguedad es una se-ñal así en los hombres, como en los gobiernos, como en las naciones, de perdición. Yo he creído que Dios comienza por cegar siempre á los que quiere perder; yo he creído que para que no vean el abismo que pone á sus pies, comienza por turbarles la cabeza. Aplicando estas ideas á la política general seguida de algunos años á esta parte por la Inglate-rra y por la Francia, señores, lo diré aquí, hace mucho que yo he predicho grandes desventuras y catástrofes: un hecho histórico, un hecho averiguado, un hecho incontrovertible es que el encargo providencial de la Francia es ser el ins-trumento de la Providencia en la propagación de las ideas nuevas, así políticas como religiosas y sociales. En los tiempos modernos tres grandes ideas han invadido la Euro-pa: la idea católica, la idea filosófica, la idea revoluciona-ria.

Pues bien, señores, en esos tres períodos la Francia se ha hecho siempre hombre para propagar esas ideas. Carlo- Magno fué la Francia hecha hombre para propagar la idea católica; Voltaire fue la Francia hecha hombre para propa-gar la idea filosófica; Napoleón ha sido la Francia hecha hombre para propagar la idea revolucionaria. Del mismo modo creo que el encargo providencial de la Inglaterra es mantener el justo equilibrio moral del mundo, haciendo contraste perpetuo con la Francia. La Francia es lo que el flujo, la Inglaterra lo que el reflujo del mar.

Suponed por un momento el flujo sin el reflujo; los mares se extenderían por todos los continentes: suponed el reflujo sin el flujo, los mares desaparecerían de la tierra. Suponed la Francia sin la Inglaterra; el mundo no se movería sino en medio de convulsiones, cada día tendría una nueva constitución, cada hora una nueva forma de gobierno. Su-poned la Inglaterra sin la Francia: el mundo vegetaría siempre bajo la carta del venerable Juan sin Tierra, que es el tipo permanente de todas las constituciones británicas. ¿Qué significa, pues, señores, la coexistencia de estas dos naciones poderosas? Significa, señores, el progreso limita-do por la estabilidad, la estabilidad vivificada por el pro-greso.

Pues bien, señores; de algunos años á esta parte, y apelo á la historia contemporánea y á vuestros recuerdos, esas dos grandes naciones han perdido la memoria de sus hechos, han perdido la memoria de su encargo providencial en el mundo. La Francia, en vez de derramar por la tierra ideas nuevas, predicó por todas partes el statu quo: el statu quo en Francia, el statu quo en España, el statu quo en Italia, el statu quo en el Oriente. Y la Inglaterra en vez de predicar la estabilidad, predicó en todas partes las revueltas: en Es-paña, en Portugal, en Francia, en Italia y en la Grecia. ¿Y qué resultó de aquí? Lo que había de resultar forzosamen-te; que las dos naciones, representando un papel que no ha-bía sido el suyo nunca, le han representado pésimamente. La Francia quiso convertirse de diablo en predicador: la Inglaterra de predicador en diablo.

Esta es, señores, la historia contemporánea; pero hablando solamente de la Inglaterra, porque es de la que me propon-go hablar muy brevemente, diré que yo pido al cielo, seño-res, que no vengan sobre ella, como han venido sobre la

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Francia, las catástrofes que ha merecido por sus errores; porque nada es comparable al error de la Inglaterra de apo-yar en todas partes los partidos revolucionarios. ¡Desgra-ciada! ¿No sabe que el dia del peligro esos partidos con mas instinto que ella la habrán de volver las espaldas? ¿No ha sucedido esto ya? Y ha debido suceder, señores, porque todos los revolucionarios del mundo saben que cuando las revoluciones van de veras, que cuando las nubes se agru-pan, que cuando los horizontes se oscurecen, que cuando las olas suben á lo alto, el navio de la revolución no tiene mas piloto que la Francia.

Señores, esta fue la política seguida por la Inglaterra, ó por mejor decir, por su gobierno y sus agentes durante la últi-ma época. Yo he dicho, y repito, que no quiero tratar esta cuestión; me mueven á ello grandes consideraciones. Pri-mera: la consideración del bien público, porque debo de-clarar aquí solemnemente que yo quiero la alianza mas ín-tima, la unión mas completa entre la nación española y la nación inglesa, á quien admiro y respeto como la nación quizá mas libre, mas fuerte y mas digna de serlo en la tie-rra. No quisiera, pues, con mis palabras exacerbar esta cuestión, y no quisiera tampoco perjudicar ó embarazar ul-teriores declaraciones. Hay otra consideración que me mueve á no hablar mas de este asunto. Para hablar de él tendría que hacerlo de un hombre de quien fui amigo, mas amigo que el señor Cortina; pero yo no puedo ayudarle hasta el punto que el Sr. Cortina le ayudaba; la honra no me permite mas ayuda que el silencio.

El Sr. Cortina al tratar esta cuestión, permitame que se lo diga con franqueza, tuvo una especie de vahído, y se le ol-vidó quién era, dónde estaba y quiénes somos. S. S. creyó que era un abogado, y no era un abogado, que era un ora-dor del Parlamento. S. S. creyó que hablaba ante jueces, y hablaba ante diputados. S. S. creyó que hablaba en un tri-bunal, y hablaba en una asamblea deliberante; creyó que hablaba de un pleito, y hablaba de un asunto político, gran-de, nacional, que si pleito era, era pleito entre dos nacio-nes. Ahora bien, señores; ¿debe doler profundamente al Sr. Cortina haber sido el abogado de la parte contraria á la na-ción española? ¡Y qué, señores! ¿es eso patriotismo por ventura?¿Es eso ser patriota? ¡Ah! no. ¿Sabéis lo que es ser patriota? Ser patriota, señores, es amar, es aborrecer, es sentir como ama, como aborrece nuestra patria.

Dije, señores, que pasaría muy de lijero por esta cuestión, y ya he pasado.

El Sr. SECRETARIO Lafuente Alcántara: Pasadas las ho-ras de reglamento, se pregunta al Congreso si se prorroga la sesión. (Muchas voces: Sí, sí.) Se acordó afirmativa-mente.

El Sr. marques de VALDEGAMAS: Pero, señores, ni las circunstancias interiores que eran tan graves, ni las cir-cunstancias exteriores que eran tan complicadas y peligro-sas, son bastantes para disminuir la oposición en los seño-res que se sientan en aquellos bancos. ¡Y la libertad! nos dicen. ¡Pues qué! la libertad, ¿no es sobre todo? Y la liber-tad, á lo menos la individual, ¿no ha sido sacrificada? ¡La libertad, señores! ¿Saben el principio que proclaman y el nombre que pronuncian los que pronuncian esa palabra

sagrada? ¿Saben los tiempos en que viven? ¿No ha llegado hasta nosotros, señores, el ruido de las últimas catástrofes? ¡Qué! ¿no saben á esta hora que la libertad acabó? Pues qué, ¿no han asistido como he asistido yo con los ojos de mi espíritu á su dolorosa pasion? Pues qué, señores, ¿no la habéis visto vejada, escarnecida, herida alevemente por to-dos los demagogos del mundo? ¿ No la habéis visto llevar su angustia por las montañas de la Suiza, por las orillas del Sena, por las riberas del Rhin y del Danubio, por la» már-genes del Tíber? ¿No la habéis visto subir al Quirinal, que ha sido su calvario?

Señores, tremenda es la palabra; pero no debemos retraer-nos de pronunciar palabras tremendas si dicen la verdad, y yo estoy resuelto á decirla. ¡La libertad acabó! No remata-rá, señores, ni al tercer dia, ni al tercer año, ni al tercer si-glo quizá. ¿Os gusta, señores, la tiranía que sufrimos? De poco os asustáis; veréis cosas mayores. Y aquí os ruego, señores, que guardéis en vuestra memoria mis palabras, porque lo que voy á decir, los sucesos que voy á anunciar en un porvenir mas próximo ó mas lejano, pero muy lejano nunca, se han de cumplir á la letra.

El fundamento, señores, de todos vuestros errores (diri-giéndose á los bancos de la izquierda) consiste en no saber cuál es la dirección de la civilización y del mundo. Voso-tros creéis que la civilización y el mundo van, cuando la civilización y el mundo vuelven. El mundo, señores, cami-na con pasos rapidísimos á la constitución de un despotis-mo el mas gigantesco y asolador de que hay memoria en los hombres. A esto camina la civilización, y á esto camina el mundo. Para anunciar estas cosas no necesito ser profe-ta. Me basta considerar la combinación pavorosa de los acontecimientos humanos desde su único punto de vista verdadero, desde las alturas católicas.

Señores, no hay mas que dos represiones posibles, una in-terior y otra exterior; la religiosa y la política. Estas son de tal naturaleza, que cuando el termómetro religioso está su-bido, el termómetro de la represión política está bajo; y cuando el termómetro religioso está bajo, el termómetro político, la represión política, la tiranía está alta. Esta es una ley de la humanidad, una ley de la historia. Y si no, se-ñores, ved lo que era el mundo, ved lo que era la sociedad que cae al otro lado de la Cruz, decid lo que era cuando no había represión interior, cuando no había represión religio-sa. Entonces aquella era una sociedad de tiranías y de es-clavos. Citadme un solo pueblo donde no haya esclavos y donde no haya tiranía. Este es un hecho incontrovertible, este es un hecho incontrovertido, este es un hecho eviden-te. La libertad, la libertad verdadera, la libertad de todos y para todos no vino al mundo sino con el Salvador del mun-do. Este también es un hecho incontrovertido, es un hecho confesado hasta por los mismos socialistas que lo confie-san. Los socialistas llaman á Jesús un hombre divino, y los socialistas hacen mas, se llaman sus continuadores. ¡Sus continuadores, Santo Dios! ¿Ellos, los hombres de sangre y de venganzas, continuadores del que no vivió sino para hacer bien; del que no abrió la boca sino para bendecir; del que no hizo prodigios sino para librar á los pecadores del pecado, á los muertos de la muerte; el que en el espacio de tres años hizo la revolución mas grande que han presencia-

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do los siglos, y la llevó á cabo sin haber derramado mas sangre que la suya?

Señores, os ruego me prestéis atención; voy á poneros en presencia del paralelismo mas maravilloso que ofrece la historia. Vosotros habéis visto que en el mundo antiguo, cuando la represión religiosa no podia bajar mas porque no existia ninguna, la represión política subió hasta no poder mas, porque subió hasta la tiranía. Pues bien, con Jesucris-to, donde nace la represión religiosa, desaparece completa-mente la represión política. Es esto tan cierto, que habien-do fundado Jesucristo una sociedad con sus discípulos, fue aquella la única sociedad que ha existido sin gobierno. En-tre Jesús y sus discípulos no habia mas gobierno que el amor del Maestro á los discípulos y el amor de los discípu-los al Maestro. Es decir, que cuando la represión era com-pleta, la libertad era absoluta.

Sigamos el paralelismo. Llegan los tiempos apostólicos, que los estenderé, porque así conviene ahora á mi propósi-to, desde los tiempos apostólicos propiamente dichos, has-ta la subida del cristianismo al Capitolio en tiempo de Constantino el Grande. En este tiempo, señores, la religión cristiana, es decir la represión religiosa interior, estaba en todo su apogeo; pero aunque estaba en todo su apogeo, su-cedió lo que sucede en todas las sociedades compuestas de hombres, que comenzó á desarrollarse un germen, nada mas que un germen de licencia y de libertad religiosa. Pues bien, señores, observad el paralelismo: á este principio de descenso en el termómetro religioso corresponde un prin-cipio de subida en el termómetro politico. No hay todavía gobierno, no es necesario el gobierno, pero es necesario ya un germen de gobierno. Así en la sociedad cristiana enton-ces no habia de hecho verdaderos magistrados, sino jueces arbitros y amigables componedores, que son el embrión del gobierno. Realmente no habia mas que eso; los cristia-nos de los tiempos apostólicos no tuvieron pleitos, no iban á los tribunales, decidían sus contiendas por medio de arbi-tros. Obsérvese, señores, cómo con la corrupción va cre-ciendo el gobierno.

Llegan los tiempos feudales, y en estos la religión se en-cuentra todavía en su apogeo, pero hasta cierto punto vi-ciada por las pasiones humanas. ¿Qué es lo que sucede, se-ñores, en este tiempo en el mundo político? Que ya es ne-cesario un gobierno real y efectivo, pero que basta el mas débil de todos, y así se establece la monarquía feudal, la mas débil de las monarquías.

Seguid observando el paralelismo. Llega, señores, el siglo XVI. En este siglo, con la gran reforma luterana, con ese grande escándalo político y social, tanto como religioso, con ese acto de emancipación intelectual y moral de los pueblos, coinciden las siguientes instituciones. En primer lugar, en el instante, las monarquías, de feudales, se hacen absolutas. Vosotros creeréis, señores, que mas que absolu-ta no puede ser una monarquía: un gobierno, ¿qué puede ser mas que absoluto? Pero era necesario, señores, que el termómetro de la represión política subiera mas, porque el termómetro religioso seguía bajando; y con efecto subió mas. ¿Y qué nueva institución se creó? La de los ejércitos permanentes. ¿Y sabéis, señores, lo que son ejércitos per-manentes? Para saberlo, basta saber lo que es un soldado:

un soldado es un esclavo con uniforme. Así, pues, veis que en el momento en que la represión religiosa baja, la repre-sión política sube al absolutismo, y pasa mas allá. No bas-taba á los gobiernos ser absolutos; pidieron y obtuvieron el privilegio de ser absolutos y tener un millón de brazos.

A pesar de esto, señores, era necesario que el termómetro político subiera mas, porque el termómetro religioso se-guia bajando; y subió mas. ¿Qué nueva institución, seño-res, se creó entonces? Los gobiernos dijeron: tenemos un millón de brazos y no nos bastan; necesitamos mas, necesi-tamos un millón de ojos; y tuvieron la policía, y con la po-licía un millón de ojos. A pesar de esto, señores, todavía el termómetro político y la represión política debían subir, porque á pesar de todo, el termómetro religioso seguia ba-jando; y subieron.

A los gobiernos, señores, no les bastó tener un millón de brazos; no les bastó tener un millón de ojos; quisieron te-ner un millón de oídos, y los tuvieron con la centralización administrativa, por la cual vienen á parar al gobierno todas las reclamaciones y todas las quejas.

Y bien, señores; no bastaba esto, porque el termómetro re-ligioso siguió bajando, y era necesario que el termómetro político subiera mas. ¡Señores, hasta dónde! Pues subió mas.

Los gobiernos dijeron: no me bastan para reprimir, un mi-llón de brazos; no me bastan para reprimir, un millón de ojos; no me bastan para reprimir, un millón de oídos; nece-sitamos mas: necesitamos tener el privilegio de hallarnos á un mismo tiempo en todas partes. Y lo tuvieron; y se in-ventó el telégrafo.

Señores, tal era el estado de la Europa y del mundo cuando el primer estallido de la última revolución vino á anunciar-nos, á anunciarnos á todos, que no habia bastante despotis-mo en el mundo; porque el termómetro religioso estaba por bajo de cero. Ahora bien, señores, una de dos...

Yo he prometido, y cumpliré mi palabra, hablar hoy con toda franqueza.

Pues bien, una de dos : ó la reacción religiosa viene ó no : si hay reacción religiosa, ya veréis, señores, como subien-do el termómetro religioso comienza á bajar natural, es-pontáneamente, sin esfuerzo ninguno de los pueblos, ni de los gobiernos, ni de los hombres, el termómetro político, hasta señalar el dia templado de la libertad de los pueblos : pero si por el contrario, señores, y esto es grave (no hay la costumbre de llamar la atención de las asambleas delibe-rantes sobre las cuestiones hacia donde yo la he llamado hoy; pero la gravedad de los acontecimientos del mundo me dispensa, y yo creo que vuestra benevolencia sabrá también dispensarme); pues bien, señores, yo digo que si el termómetro religioso continúa bajando, no sé adonde hemos de parar. Yo, señores, no lo sé, y tiemblo cuando lo pienso. Contemplad las analogías que he puesto á vuestros ojos; y si cuando la represión religiosa estaba en su apogeo no era necesario ni gobierno ninguno siquiera, cuando la represión religiosa no exista, no habrá bastante con ningún género de gobierno, todos los despotismos serán pocos.

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Señores, esto es poner el dedo en la llaga, esta es la cues-tión de España, la cuestión de Europa, la cuestión de la hu-manidad, la cuestión del mundo.

Considerad una cosa, señores. En el mundo antiguo la tira-nía fue feroz y asoladora, y sin embargo esa tiranía estaba limitada físicamente, porque todos los Estados eran peque-ños, y porque las relaciones internacionales eran imposi-bles de todo punto; por consiguiente en la antigüedad no pudo haber tiranías en grande escala, sino una sola, la de Roma. Pero ahora, señores, ¡cuan mudadas están las cosas! Señores, las vias están preparadas para un tirano gigantes-co, colosal, universal, inmenso; todo está preparado para ello: señores, miradlo bien; ya no hay resistencias ni físicas ni morales: no hay resistencias físicas, porque con los bar-cos de vapor y los caminos de hierro no hay fronteras; no hay resistencias físicas, porque con el telégrafo eléctrico no hay distancias; y no hay resistencias morales, porque todos los ánimos están divididos y todos los patriotismos están muertos. Decidme, pues, si tengo ó no razón cuando me preocupo por el porvenir próximo del mundo: decidme si al tratar de esta cuestión no trato de la cuestión verdade-ra.

Una sola cosa puede evitar la catástrofe, una y nada mas: eso no se evita con dar mas libertad, mas garantías, nuevas constituciones; eso se evita procurando todos,hasta donde nuestras fuerzas alcancen, provocar una reacción saluda-ble, religiosa. Ahora bien, señores: ¿es posible esta reac-ción? Posible lo es: pero ¿es probable? Señores, aquí hablo con la mas profunda tristeza: no la creo probable. Yo he visto, señores, y conocido á muchos individuos que salie-ron de la fe y han vuelto á ella: por desgracia, señores, no he visto jamas á ningún pueblo que haya vuelto á la fe des-pués de haberla perdido.

Si aun me quedara alguna esperanza, la hubieran disipado, señores, los últimos sucesos de Roma: y aquí voy á decir dos palabras sobre esta cuestión, tratada también por el Sr. Cortina.

Señores, los sucesos de Roma no tienen un nombre: ¿cómo los llamaríais, señores? ¿Los llamaríais deplorables? De-plorables, todos los que he citado lo son; esos son mucho mas. ¿Los llamaríais horribles? Señores, esos aconteci-mientos son sobre todo horror.

Habia en Roma, ya no le hay, sobre el trono mas eminente el varón mas justo, el varón mas evangélico de la tierra. ¿Qué ha hecho Roma de ese varón evangélico, de ese va-rón justo?¿Qué ha hecho esa ciudad en donde han impera-do los héroes, los Césares y los pontífices? Ha trocado el trono de los pontífices por el trono de los demagogos. Re-belde á Dios, ha caído bajo la idolatría del puñal. Eso ha hecho. El puñal, señores, el puñal demagógico, el puñal sangriento, ese es el ídolo de Roma. Ese es el ídolo que ha derribado á Pió IX. Ese es el ídolo que pasean por las ca-lles tropas de caribes. ¿Dije caribes? dije mal, que los cari-bes son feroces, pero los caribes no son ingratos.

Señores, me he propuesto hablar con toda franqueza, y ha-blaré. Digo que es necesario que el rey de Roma vuelva á

Roma, ó que no quede en Roma, aunque pese al Sr. Corti-na, piedra sobre piedra.

El mundo católico no puede consentir, y no consentirá en la destrucción virtual del cristianismo por una ciudad sola entregada al frenesí de la locura. La Europa civilizada no puede consentir, y no consentirá que se desplome, señores, la cúpula del edificio de la civilización europea. El mundo, señores, no puede consentir, y no consentirá que en Roma, esa ciudad insensata, se verifique el advenimiento al trono de una nueva y extraña dinastía, la dinastía del crimen. Y no se diga, señores, como dice el Sr. Cortina, como dicen en periódicos y discursos los señores que se sientan en aquellos bancos, que hay dos cuestiones allí, una temporal y otra espiritual, y que la cuestión ha sido entre el rey tem-poral y su pueblo. Que el pontífice ha sido respetado, que el pontífice existe todavía. Dos palabras sobre esta cues-tión, dos palabras, señores, lo explicarán todo.

Sin duda ninguna el poder espiritual es lo principal en el Papa, el temporal es accesorio; pero ese accesorio es nece-sario: el mundo católico tiene el derecho de exigir que el oráculo infalible de sus dogmas sea libre é independiente: el mundo católico no puede tener una ciencia cierta, como se necesita, de que es independiente y libre, sino cuando es soberano, porque solo el soberano no depende de nadie. Por consiguiente, señores, la cuestión de soberanía, que es una cuestión política en todas partes, es en Roma ademas una cuestión religiosa; el pueblo que puede ser soberano en todas partes, no puede serlo en Roma; asambleas consti-tuyentes que pueden existir en todas partes, no pueden existir en Roma; en Roma no puede haber mas poder cons-tituyente que el poder constituido. Roma, señores, los Es-tados pontificios, no pertenecen al Estado de Roma, no pertenecen al papa; los Estados pontificios pertenecen al mundo católico; el mundo católico se los ha reconocido al papa para que fuera libre é independiente, y el papa mismo no puede despojarse de esa soberanía, de esa independen-cia.

Señores, voy á concluir, porque el Congreso está muy can-sado y yo lo estoy también. (Varios señores: No, no.) Se-ñores, francamente tengo que declarar aquí, que no puedo extenderme mas porque tengo la boca mala, y ha sido un prodigio que yo pueda hablar, pero lo principal que tenia que decir lo he dicho ya.

Después de haber tratado las tres cuestiones exteriores que trató el Sr. Cortina, vuelvo, para concluir, á la interior. Se-ñores , desde el principio del mundo hasta ahora ha sido una cosa discutable si convenía mas el sistema de la resis-tencia ó el sistema de las concesiones, para evitar las revo-luciones y los trastornos; pero afortunadamente, señores, esa que ha sido una cuestión desde el primer año de la creación hasta el año 48, en el año de gracia de 48 ya no es cuestión de ninguna especie, porque es cosa resuelta : yo, señores, si me lo permitiera el mal que padezco en la boca, haria aquí una reseña de todos los acontecimientos desde febrero hasta ahora, que prueban estas aserciones; pero me contentaré con recordar dos : el de la Francia, señores : allí la monarquía, que no cedió, fue vencida por la república que apenas tenia fuerza para moverse; y la república que

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apenas tenia fuerza para moverse, porque resistió, venció al socialismo.

En Roma, que es otro ejemplo que quiero citar, ¿qué ha su-cedido? ¿No estaba allí vuestro modelo? Decidme: si voso-tros fuerais pintores y quisierais pintar el modelo de un rey, ¿encontraríais otro modelo que no fuera su original Pió IX? Señores, Pió IX quiso ser, como su divino Maes-tro, magnífico y dadivoso: halló proscriptos en su país, y les tendió la mano y los devolvió á su patria: había refor-mistas, señores, y les dio reformas: habia liberales, seño-res, y los hizo libres: cada palabra suya, señores, fue un be-neficio: y ahora, señores, decidme, ¿sus beneficios no igualan, si no exceden, á sus ignominias? Y en vista de es-to, señores, ¿el sistema de las concesiones no es una cosa resuelta?

Señores, si aquí se tratara de elegir, de escoger entre la li-bertad por un lado y la dictadura por otro, aquí no habría disenso ninguno; porque ¿quién, pudiendo abrazarse con la libertad, se hinca de rodillas ante la dictadura? Pero no es esta la cuestión. La libertad no existe de hecho en Europa; los gobiernos constitucionales que la representaban años atrás, no son ya en casi todas partes, señores, sino una ar-mazón de un esqueleto sin vida. Recordad una cosa, recor-dad á Roma imperial. En la Roma imperial existen todas las instituciones republicanas, existen los omnipotentes dictadores, existen los inviolables tribunos, existen las fa-milias senatorias, existen los eminentes cónsules; todo es-to, señores, existe; no falta mas que una cosa, y no sobra mas que otra cosa: sobra un hombre, y falta la república.

Pues esos son, señores, en casi toda Europa los gobiernos constitucionales; sin pensarlo, sin saberlo el señor Cortina, nos lo demostró el otro dia. ¿No nos decia V. S. que pre-fiere, y con razón, lo que dice la historia á lo que dicen las teorías? A la historia apelo. ¿Qué son, señor Cortina, esos gobiernos con sus mayorías legítimas, vencidas siempre por las minorías turbulentas, con sus ministros responsa-bles que de nada responden, con sus reyes inviolables siempre violados? Así, señores, la cuestión, como he dicho antes, no está entre la libertad y la dictadura; si estuviera entre la libertad y la dictadura, yo votaría por la libertad, como todos los que nos sentamos aquí. Pero la cuestión es esta, y concluyo : se trata de escoger entre la dictadura de la insurrección y la dictadura del Gobierno ; puesto en este caso yo escojo la dictadura del Gobierno, como menos pe-sada y menos afrentosa : se trata de escoger entre la dicta-dura que viene de abajo y la dictadura que viene de arriba; yo escojo lo que viene de arriba, porque viene de regiones mas limpias y serenas: se trata de escoger, por último, en-tre la dictadura del puñal y la dictadura del sable; yo esco-jo la dictadura del sable, porque es mas noble. Señores, al votar nos dividiremos en esta cuestión, y dividiéndonos se-remos consecuentes con nosotros mismos. Vosotros, seño-res, votaréis, como siempre, lo mas popular; nosotros, se-ñores, como siempre, votaremos lo mas saludable.

http://es.wikisource.org/wiki/Discurso_sobre_la_dictadura

APÉNDICE 2

Discurso académico sobre la Biblia de Juan Donoso Cortés

16 de abril de 1848

Señores

Llamado por vuestra elección a llenar el vacío que ha deja-do en esta Academia un varón ilustre por su doctrina, céle-bre por la agudeza y la fecundidad de su ingenio y por su literatura y su ciencia merecedor de eterna y esclarecida memoria, ¿qué podrá decir que sea digno de escritor tan eminente y de esta nobilísima asamblea quien como yo es pobre de fama y escaso de ingenio? Puesto en caso tan gra-ve, me ha parecido conveniente escoger para tema de mi discurso un asunto subidísimo, que, cautivando vuestra atención, os fuerce a apartar de mí vuestros ojos, para po-nerlos en su grande majestad y en su sublime alteza.

Hay un libro, tesoro de un pueblo que es hoy fábula y ludi-brio de la tierra, y que fue en tiempos pasados estrella del Oriente, adonde han ido a beber su divina inspiración to-dos los grandes poetas de las regiones occidentales del mundo y en el cual han aprendido el secreto de levantar los corazones y de arrebatar las almas con sobrehumanas y misteriosas armonías. Ese libro es la Biblia, el libro por ex-celencia.

En él aprendió Petrarca a modular sus gemidos; en él vio Dante sus terríficas visiones; de aquella fragua encendida sacó el poeta de Sorrento los espléndidos resplandores de sus cantos. Sin él, Milton no hubiera sorprendido a la mu-jer en su primera flaqueza, al hombre en su primera culpa, a Luzbel en su primera conquista, a Dios en su primer ce-ño; ni hubiera podido decir a las gentes la tragedia del pa-raíso, ni cantar con canto de dolor la mala ventura y triste hado del humano linaje. Y para hablar de nuestra España, ¿quién enseñó al maestro fray Luis de León a ser sencilla-mente sublime? ¿De quién aprendió Herrera su entonación alta, imperiosa y robusta? ¿Quién inspiraba a Rioja aque-llas lúgubres lamentaciones, llenas de pompa y majestad y henchidas de tristeza, que dejaba caer sobre los campos marchitos, y sobre los mustios collados, y sobre las ruinas de los imperios, como un paño de luto? ¿En cuál escuela aprendió Calderón a remontarse a las eternas moradas so-bre las plumas de los vientos? ¿Quién puso delante de los ojos de nuestros grandes escritores místicos los oscuros abismos del corazón humano? ¿Quién puso en sus labios aquellas santas armonías, y aquella vigorosa elocuencia, y aquellas tremendas imprecaciones, y aquellas fatídicas amenazas, y aquellos arranques sublimes, y aquellos suaví-simos acentos de encendida caridad y de castísimo amor, con que unas veces ponían espanto en la conciencia de los pecadores y otras levantaban hasta el arrobamiento las lim-pias almas de los justos? Suprimid la Biblia con la imagi-nación, y habréis suprimido la bella, la grande literatura española, o la habréis despojado al menos de sus destellos más sublimes, de sus más espléndidos atavíos, de sus so-berbias pompas y de sus santas magnificencias.

¿Y qué mucho, señores, que las literaturas se deslustren, si con la supresión de la Biblia quedarían todos los pueblos asentados en tinieblas y en sombras de muerte? Porque en la Biblia están escritos los anales del cielo, de la tierra y

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del género humano; en ella, como en la divinidad misma, se contiene lo que fue, lo que es y lo que será; en su prime-ra página se cuenta el principio de los tiempos y el de las cosas, y en su última página el fin de las cosas y de los tiempos. Comienza con el Génesis, que es un idilio, y aca-ba con el Apocalipsis de San Juan, que es un himno fúne-bre. El Génesis es bello como la primera brisa que refrescó a los mundos, como la primera aurora que se levantó en el cielo, como la primera flor que brotó en los campos, como la primera palabra amorosa que pronunciaron los hombres, como el primer sol que apareció en el Oriente. El Apoca-lipsis de San Juan es triste como la última palpitación de la naturaleza, como el último rayo de luz, como la última mi-rada de un moribundo. Y entre este himno fúnebre y aquel idilio vense pasar unas en pos de otras a la vista de Dios todas las generaciones y unos en pos de otros todos los pueblos: las tribus van con sus patriarcas; las repúblicas, con sus magistrados; las monarquías, con sus reyes, y los imperios, con sus emperadores. Babilonia pasa con su abo-minación, Nínive con su pompa, Menfis con su sacerdocio, Jerusalén con sus profetas y su templo, Atenas con sus ar-tes y con sus héroes, Roma con su diadema y con los des-pojos del mundo. Nada está firme sino Dios; todo lo demás pasa y muere, como pasa y muere la espuma que va desha-ciendo la ola.

Allí se cuentan o se predicen todas las catástrofes, y por eso están allí los modelos inmortales de todas las trage-dias; allí se hace el recuento de todos los dolores humanos; por eso las arpas bíblicas resuenan lúgubremente, dando los tonos de todas las lamentaciones y de todas las elegías. ¿Quién volverá a gemir como Job cuando, derribado en el suelo por una mano excelsa que le oprime, hinche con sus gemidos y humedece con sus lágrimas los valles de Idu-mea? ¿Quién volverá a lamentarse como se lamentaba Je-remías en torno de Jerusalén, abandonada de Dios y de las gentes? ¿Quién será lúgubre y sombrío como era sombrío y lúgubre Ezequiel, el poeta de los grandes infortunios y de los tremendos castigos, cuando daba a los vientos su arrebatada inspiración, espanto de Babilonia? Cuéntanse allí las batallas del Señor, en cuya presencia son vanos si-mulacros las batallas de los hombres; por eso la Biblia, que contiene los modelos de todas las tragedias, de todas las elegías y de todas las lamentaciones, contiene también el modelo inimitable de todos los cantos de victoria. ¿Quién cantará como Moisés del otro lado del mar Rojo, cuando cantaba la victoria de Jehová, el vencimiento de Faraón y la libertad de su pueblo? ¿Quién volverá a cantar un himno de victoria como el que cantaba Débora, la sibila de Israel, la amazona de los hebreos, la mujer fuerte de la Biblia? Y si de los himnos de victoria pasamos a los himnos de ala-banza, ¿en cuál templo resonaron jamás como en el de Is-rael, cuando subían al cielo aquellas voces suaves, armo-niosas, concertadas, con el delicado perfume de las rosas de Jericó y con el aroma del incienso del Oriente? Si bus-cáis modelos de la poesía lírica, ¿qué lira habrá compara-ble con el arpa de David, el amigo de Dios, el que ponía el oído a las suavísimas consonancias y a los dulcísimos can-tos de las arpas angélicas; o con el arpa de Salomón, el rey sabio y felicísimo, que puso la sabiduría en sentencias y en proverbios y acabó por llamar vanidad a la sabiduría; que cantó el amor y sus regalados dejos, y su dulcísima em-briaguez, y sus sabrosos transportes, y sus elocuentes deli-

rios? Si buscáis modelos de la poesía bucólica, ¿en dónde los hallaréis tan frescos y tan puros como en la época bíbli-ca del patriarcado, cuando la mujer, la fuente y la flor eran amigas, porque todas juntas y cada una de por sí eran el símbolo de la primitiva sencillez y de la cándida inocen-cia? ¿Dónde hallaréis sino allí los sentimientos limpios y castos, y el encendido pudor de los esposos, y la misteriosa fragancia de, las familias patriarcales?

Y ved, señores, por qué todos los grandes poetas, todos los que han sentido sus pechos devorados por la llama inspira-dora de un Dios, han corrido a aplacar su sed en las fuentes bíblicas de aguas inextinguibles, que ahora forman impe-tuosos torrentes, ahora ríos anchurosos y hondables, ya es-trepitosas cascadas y bulliciosos arroyos, o tranquilos es-tanques y apacibles remansos.

Libro prodigioso aquél, señores, en que el género humano comenzó a leer treinta y tres siglos ha, y con leer en él to-dos los días, todas las noches y todas las horas, aún no ha acabado su lectura. Libro prodigioso aquél, en que se cal-cula todo antes de haberse inventado la ciencia de los cál-culos; en que sin estudios lingüísticos se da noticia del ori-gen de las lenguas; en que sin estudios astronómicos se computan las revoluciones de los astros; en que sin docu-mentos históricos se cuenta la Historia; en que sin estudios físicos se revelan las leyes del mundo. Libro prodigioso aquél, que lo ve todo y que lo sabe todo; que sabe los pen-samientos que se levantan en el corazón del hombre y los que están presentes en la mente de Dios; que ve lo que pa-sa en los abismos del mar y lo que sucede en los abismos de la tierra; que cuenta o predice todas las catástrofes de las gentes, y en donde se encierran y atesoran todos los te-soros de la misericordia, todos los tesoros de la justicia y todos los tesoros de la venganza. Libro en fin, señores, que, cuando los cielos se replieguen sobre sí mismos como un abanico gigantesco, y cuando la tierra padezca desma-yos, y el sol recoja su luz y se apaguen las estrellas, perma-necerá él solo con Dios, porque es su eterna palabra reso-nando eternamente en las alturas.

Ya veis, señores, cuán libre y extendido campo se abre aquí a las investigaciones de los hombres. Obligado, empe-ro, por la índole exclusivamente literaria de esta ilustre asamblea, a considerar a la Biblia solamente como un libro que contiene la poesía de una nación digna de perdurable memoria, me limitaré a indicar algo de lo mucho que po-dría indicarse y decirse acerca de las causas que sirven pa-ra explicar su poderoso atractivo y su resplandeciente her-mosura.

Tres sentimientos hay en el hombre poéticos por excelen-cia: el amor a Dios, el amor a la mujer y el amor a la pa-tria; el sentimiento religioso, el humano y el político; por eso, allí donde es oscura la noticia de Dios, donde se cubre con un velo el rostro de la mujer y donde son cautivas o siervas las naciones, la poesía es a manera de llama que, falta de alimentos, se consume y desfallece. Por el contra-rio, allí donde Dios brilla en su trono con toda la majestad de su gloria, allí donde impera la mujer con el irresistible poder de sus encantos, allí donde el pueblo es libre, la poesía tiene púdicas rosas para la mujer, gloriosas palmas

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para las naciones, alas espléndidas para encumbrarse a las regiones altísimas del cielo.

De todos los pueblos que caen al otro lado de la Cruz, el hebreo es el único que tuvo una noticia cierta de Dios; el solo que adivinó la dignidad de la mujer y el único que pu-so siempre a salvo su libertad en los grandes azares de su existencia borrascosa. Y si no, volved los ojos al Oriente, al Occidente, al Septentrión y al Mediodía, y no encontra-réis ni a la mujer, ni a Dios, ni al pueblo, en cuanto baña el sol, y en cuanto se extiende el mar, y en cuanto se dilatan los términos de la tierra. Desde el punto de vista religioso, todas las naciones eran idólatras, maniqueas o panteístas. La noticia de un Dios consustancial con el mundo, esparci-da entre todas las gentes en las primitivas edades, tuvo su origen en las regiones indostánicas. La existencia de un Dios, principio de todo bien, y de otro, principio de todo mal, haciéndole oposición y contraste, fue invención de los sacerdotes persas; y las repúblicas griegas fueron el ejem-plar de las naciones idólatras. El Dios del Indostán estaba condenado a un eterno reposo; el de los persas, a una im-potencia absoluta, y los dioses griegos eran hombres.

Por lo que hace a la mujer, estaba condenada en todas las zonas del mundo al ostracismo político y civil y a la servi-dumbre doméstica. ¿Quién reconocería en esa esclava, con la frente inclinada bajo el peso de una maldición tremenda y misteriosa, a la más bella, a la más suave, a la más deli-cada criatura de la creación, en cuyo divino rostro se retra-ta Dios, se reflejan los cielos y se miran los ángeles?

Por último, señores, si buscáis un pueblo libre, un pueblo que tenga noticia de la dignidad humana, no encontraréis ninguno en todos los ámbitos de la tierra que se eleve a tan grande majestad y que se levante a tanta altura. En vano le buscaréis en aquellos imperios portentosos del Asia, que, cayendo con estrépito unos sobre otros, vinieron todos al suelo con espantosa ruina. En vano le buscaréis en la tierra de los Faraones, donde se levantan aquellos gigantescos sepulcros, cuyos cimientos se amasaron con el sudor y con la sangre de naciones vencidas y sujetas, y que publican con elocuencia muda y aterradora que aquellas vastas sole-dades fueron asiento un día de generaciones esclavas. Y si, apartando los ojos de las regiones orientales, los volvéis a las partes de Occidente, ¿qué veis en las repúblicas griegas sino aristocracias orgullosas y tiránicas oligarquías? ¿Qué otra cosa viene a ser Esparta, silla del Imperio de la raza dórica, sino una ciudad oriental, dominada por sus con-quistadores? ¿Y qué viene a ser Atenas, la heroica, la de-mocrática, la culta, patria de los dioses y de los héroes, sino una ciudad habitada por un pueblo esclavo y por una aristocracia fiera, y desvanecida, que no se llamó a sí pro-pia pueblo sino porque el pueblo no era nada?

Vengamos ahora a la nación hebrea, y antes de todo hable-mos de su Dios, porque su nombre está escrito con caracte-res imperecederos en todas las páginas de su historia. Su nombre es Jehová; su naturaleza, espiritual; su inteligen-cia, infinita; su libertad, completa; su independencia, abso-luta; su voluntad, omnipotente. La creación fue un acto de esa voluntad independiente y soberana. Cuanto creó con su poder se mantiene con su providencia. Jehová mantiene a los astros en sus órbitas, a la tierra en su eje, al mar en su

cauce. Las gentes se olvidaron de su nombre, y él retiró su mano de las gentes, y la inteligencia humana se vio en-vuelta de súbito en una eterna noche; y entonces eligió un pueblo entre todos y le llamó hacia sí, y le abrió el entendi-miento para que entendiera; y entendió, y le adoró puesto de hinojos, y caminó por sus vías, y obedeció sus manda-mientos, y se puso debajo de su mano, llena de venganzas y de misericordias, y ejecutó el encargo de ser el instru-mento de sus inescrutables designios, y fue la luz de la tie-rra.

Único entre todos los pueblos, escogido y gobernado por Dios, el pueblo hebreo es también el único cuya historia es un himno sin fin en alabanza del Dios que le conduce y le gobierna. Apartado de todas las sociedades humanas, está solo, solo con Jehová, que le habla con la voz de sus profe-tas y con la de sus sacerdotes, y a quien responde con cánticos de adoración, que están resonando siempre en las cuerdas de su lira.Los cánticos hebreos recibieron de la unidad majestuosa de su Dios su limpia sencillez, su noble majestad y su incom-parable belleza. ¿Qué viene a ser la sencillez de los grie-gos, milagro del artificio, cuando se ponen los ojos en la sencillez hebraica, en la sencillez del pueblo predestinado, que vio en el cielo un solo Dios, en la humanidad un solo hombre y en la tierra un solo templo? ¿Cómo no había de ser maravillosamente sencillo un pueblo para quien toda la sabiduría estaba en una sola palabra, que la tierra pronun-ciaba con la voz de sus huracanes, el mar con la ronca voz de sus magníficos estruendos, las aves con la voz de su canto, los vientos con la voz de sus gemidos?

Lo que caracteriza al pueblo hebreo, lo que le distingue de todos los pueblos de la tierra, es la negación de sí mismo, su aniquilamiento delante de su Dios. Para el pueblo he-breo, todo lo que tiene movimiento y vida es rastro y hue-lla de su majestad omnipotente, que resplandece así en el cedro de las montañas como en el lirio de los valles. Cada una de las palabras de Jehová constituye una época de su historia. Dios, le señala con el dedo la tierra de promisión y le promete que de su raza vendría aquel que anunció en el paraíso en los tiempos adámicos por Redentor del mun-do y por Rey y Señor natural de las naciones. Ésta es la época de la promesa, que corresponde a la de los patriar-cas. Apartado de los caminos del Señor, levanta ídolos en el desierto, cae en horrendas supersticiones e idolatrías, y el Señor le anuncia disturbios, guerras, cautiverios, torbe-llinos grandes y tempestuosos, la ruina del templo, el alla-namiento de los muros de la ciudad santa y su propia dis-persión por todos los ámbitos de la tierra. Ésta es la época de la amenaza. Por último, llega la hora en la plenitud de los tiempos, y aparece en el horizonte la estrella de Jacob, y se consuma el sacrificio cruento del Calvario, y el tem-plo cae, y Jerusalén se desploma, y el pueblo judío se dis-persa por el mundo. Ésta es la época del castigo.

Ya lo veis, señores; la historia del pueblo hebreo no es otra cosa, si bien se mira, sino un drama religioso, compuesto de una promesa, de una amenaza y de una catástrofe. La promesa la oyó Abrahán, y la oyeron todos los patriarcas; la amenaza la oyó Moisés, y la oyeron los profetas; la ca-tástrofe todos la presenciamos. Vivos están los autores de esta tragedia aterradora. Vivo está el Dios de Israel, que

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tan grandes cosas obró para enseñanza perpetua de las gen-tes; vivo está el pueblo desventurado que puso una mano airada y ciega en el rostro de su Dios, y que, peregrino en el mundo, va contando a las naciones sus pasadas glorias y sus presentes desventuras.

Si es una cosa puesta fuera de toda duda que la explicación de su historia está en la palabra divina, no es menos evi-dente que hay una correspondencia admirable entre las vi-cisitudes de su poesía y las evoluciones de su historia. La primera palabra de su Dios es una promesa: su primer pe-ríodo histórico, el patriarcado; y los primeros cantos de su musa dicen al pueblo la promesa de su Dios y a Jehová las esperanzas de su pueblo. El encargo religioso y social de la poesía hebraica, en aquellos tiempos primitivos, era ajustar paces y alianzas entre la Divinidad y el hombre, siendo los mensajeros de estas paces, por parte del hombre, su pro-funda adoración; por parte de la Divinidad, su infinita mi-sericordia. Nada es comparable al encanto de la poesía bí-blica que corresponde a este período.

El patriarca es el tipo de la sencillez y de la inocencia. Más bien que el varón incorruptible y justo, es el niño sin man-cilla de pecado; por eso oye a menudo aquella habla suaví-sima y deleitosa con que Dios le llama hacia sí; por eso re-cibe visitas de los ángeles. Más bien que el hombre recto, que anda gozoso por las vías del Señor, es el habitante del cielo que anda triste por el mundo, porque ha perdido su camino y se acuerda de su patria. Su único padre es su Dios, los ángeles son sus hermanos. Los patriarcas eran entonces, como los apóstoles han sido después, la sal de la tierra. En vano buscaréis por el mundo, en aquellos remotí-simos tiempos, al hombre pobre de espíritu, rico de fe, manso y sencillo de corazón, modesto en las prosperida-des, resignado en las tribulaciones, de vida inocente y de honestas y pacíficas costumbres. El tesoro de esas virtudes apacibles resplandeció solamente en las solitarias tiendas de los patriarcas bíblicos.

Huésped en la tierra de Faraón, el pueblo hebreo se olvidó de su Dios en los tiempos adelante y amancilló sus santas costumbres con las abominaciones egipcíacas; diose enton-ces a supersticiones y agüeros en aquella tierra agorera y supersticiosa, y trocó a un tiempo mismo su Dios por los ídolos y su libertad por la servidumbre. Arrancole de ella violentamente la mano de un hombre gobernado por una fuerza sobrehumana, el más grande de los profetas de Isra-el y el más grande entre los hijos de los hombres.Cuéntase de muchos que han ganado el señorío de las gen-tes y asentado su dominación en las naciones por la fuerza del hierro; de ninguno se cuenta, sino de Moisés, que haya fundado un señorío incontrastable con sólo la fuerza de la palabra. Ciro, Alejandro, Mahoma, llevaron por el mundo la desolación y la muerte, y no fueron grandes sino porque fueron homicidas. Moisés aparta su rostro lleno de horror de las batallas sangrientas, y entra en el seno de Abrahán, vestido de blancas vestiduras y bañado de pacíficos res-plandores. Los fundadores de imperios y principados, de que están llenas las historias, abrieron las zanjas y echaron los cimientos de su poder ayudados de fuertísimos ejérci-tos y de fantásticas muchedumbres. Moisés está solo en los desiertos de la Arabia, rodeado de un gigantesco motín por seiscientos mil rebeldes, y con esos seiscientos mil rebel-

des, derribados en tierra por su voluntad soberana, se com-pone un grande imperio y un vastísimo principado. Todos los filósofos y todos los legisladores han sido hijos, por su inteligencia, de otros legisladores y de más antiguos filóso-fos. Licurgo es el representante de la civilización dórica; Solón, el representante de la cultura intelectual de los pue-blos jonios; Numa Pompilio representa la civilización etrusca; Platón desciende de Pitágoras; Pitágoras, de los sacerdotes del Oriente. Sólo Moisés está sin antecesores.

Los babilonios, los asirios, los egipcios y los griegos esta-ban oprimidos por reyes, y él funda una república. Los templos levantados en la tierra estaban llenos de ídolos; él da la traza de un magnífico santuario, que es el palacio si-lencioso y desierto de un Dios tremendo e invisible. Los hombres estaban sujetos unos a otros; Moisés declara que su pueblo sólo está sujeto a su Dios. Su Dios gobierna las familias por el ministerio de la paternidad; las tribus, por el ministerio de los ancianos; las cosas sagradas, por el mi-nisterio de los sacerdotes; los ejércitos, por el ministerio de sus capitanes, y la república toda, por su omnipotente pala-bra, que los ángeles del cielo ponen en el oído de Moisés en las humeantes cimas de los montes, que, turbándose con la presencia del que los puso allí, tiemblan en sus anchísi-mos fundamentos y se coronan de rayos.

Con los patriarcas tuvo fin la época de la promesa, y en Moisés tiene principio la época de la amenaza. Con la pa-labra de Dios cambia de súbito el semblante de su pueblo, y la poesía hebrea se conforma de suyo a ese nuevo sem-blante y a aquella nueva palabra. Dios se ha convertido, de Padre que era, en Señor; el pueblo, de hijo que era, en es-clavo; Dios le quita la libertad en castigo de sus prevarica-ciones y en premio de su rescate. «Yo soy vuestro Dios, y vosotros sois mi pueblo», había dicho Jehová a los santos patriarcas. «Yo soy tu Señor y tu propietario, el que te li-bró de la servidumbre de los Faraones»; esto dice Jehová, por la boca de Moisés a su pueblo prevaricador y rebelde; Dios deja de hablar dulce y secretamente a los hombres; los ángeles no visitan ya sus tiendas hospitalarias; la blan-ca y pura flor de la inocencia no abre su casto cáliz en los campos de Israel, que resuenan lúgubremente con amena-zas fatídicas y con sordas imprecaciones. Todo es allí som-brío: el desierto con su inmensa soledad, el monte con sus pavorosos misterios, el cielo con sus aterradores prodigios. La musa de Israel amenaza como Dios y gime como el pueblo. Su pecho, que hierve como un volcán, está henchi-do hoy de bendiciones, mañana de anatemas; sus cantos imitan hoy la apacible serenidad de un cielo sin nubes, ma-ñana el sordo estruendo de un mar en tumulto; hoy compo-ne su rostro con la majestad épica, mañana se descompo-nen sus facciones con el terror dramático; poco después parece una bacante en su desorden lírico; ya se ciñe de pal-mas y canta la victoria, ya se inunda de llanto y deja que se escapen de su pecho tristes y dolorosas elegías.

Moisés, que es el más grande de todos los filósofos, el más grande de todos los fundadores de imperios, es también el más grande de todos los poetas. Homero canta las genealo-gías griegas, Moisés las genealogías del género humano; Homero cuenta las peregrinaciones de un hombre, Moisés las peregrinaciones de un pueblo; Homero nos hace asistir al choque violento de la Europa y del Asia, Moisés nos po-

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ne delante las maravillas de la creación; Homero canta a Aquiles, Moisés a Jehová; Homero desfigura a los hom-bres y a los dioses, sus hombres son divinos y sus dioses humanos; Moisés nos muestra sin velo el rostro de Dios y el rostro del hombre. El águila homérica no subió, más alta que las cumbres del Olimpo ni voló más allá de los griegos horizontes. El águila del Sinaí subió hasta el trono resplan-deciente de Dios y tuvo debajo de sus alas todo el orbe de la tierra. En la epopeya homérica, todo es griego: griego es el poeta, griegos son los dioses, griegos los héroes. En la epopeya bíblica, todo es local y general a un tiempo mis-mo. El Dios de Israel es el Dios de todas las gentes; el pue-blo de Israel es sombra y figura de todos los pueblos, y el poeta de Israel es sombra y figura de todos los hombres. Entre la epopeya homérica y la bíblica, entre Homero y Moisés, hay la misma distancia que entre Júpiter y Jehová, entre el Olimpo y el cielo, entre la Grecia y el mundo.

Ya lo veis, señores; para los que como nosotros compren-den la inconmensurable distancia que hay entre la divini-dad gentílica y la hebrea y entre el sentimiento religioso del pueblo de Dios y el de los pueblos gentiles, la causa de la índole diversa de sus grandes monumentos poéticos no puede ser una cosa recóndita y oculta, éralo en tiempos pa-sados, cuando todas las gentes andaban en tinieblas y cuando la naturaleza del hombre y la de Dios eran secretos escondidos a todos los sabios. Pero como quiera que no podéis tener por ocioso y por fuera de sazón que mayores torrentes de luz esparzan la claridad de sus rayos sobre tan ardua y tan importante materia, bueno será que haya una estación aquí para llamar vuestra atención hacia la distan-cia que hay entre la mujer hebrea y la gentílica y hacia los diversos encargos que las dieron esas gentes en los domés-ticos hogares.

Y no extrañéis, señores, que inmediatamente después de haberos hablado de Dios os hable de la mujer. Cuando Dios, enamorado del hombre, su más perfecta criatura, de-terminó hacerle el primer don, le dio en su amor infinito a la mujer, para que esparciera flores por sus sendas y luz por sus horizontes. El hombre fue el Señor, y la mujer el ángel del paraíso.

Cuando la mujer cometió la primera de sus flaquezas, Dios permitió que el hombre cometiera el primero de sus peca-dos, para que vivieran juntos; juntos salieron de aquellas moradas espléndidas, con el pie lleno de temblor, el cora-zón de tristeza, y con los ojos oscurecidos con lágrimas. Juntos han ido atravesando las edades, su mano puesta en su mano, ahora resistiendo grandes torbellinos y tempesta-des procelosas, ahora dejándose llevar mansa y regalada-mente por pacíficos temporales, surcando el mar de la vida con grande bonanza y con sosegada fortuna. Al herir Dios con la vara de su justicia al hombre prevaricador, cerrán-dole las puertas del delicioso jardín que para él había dis-puesto con sus propias manos, tocado de misericordia qui-so dejarle algo que le recordara el suave perfume de aque-llas moradas angélicas; y le dejó a la mujer, para que al po-ner en ella sus ojos, pensara en el paraíso.

Antes que saliera del edén, Dios prometió a la mujer que de sus entrañas nacería, andando el tiempo, el que había de quebrantar la cabeza de la serpiente: De esta manera, el

Padre de todas las justicias y de todas las misericordias juntó el castigo con la promesa y el dolor con la esperanza. Conservose completa esta tradición primitiva, según la cual la mujer era dos veces santa, con la santidad de la pro-mesa y con la santidad del infortunio, entre los descendien-tes de Set, que merecieron ser llamados hijos de Dios; alte-rose, empero, notablemente entre los descendientes de Caín, que, por su mala vida y estragadas costumbres, fue-ron llamados hijos de los hombres; los primeros respetaron a la mujer, uniéndose con ella en la tierra con el vínculo santo, uno e indisoluble que el mismo Dios había formado en el cielo; los segundos la envilecieron y degradaron, ins-tituyendo la poligamia, mancha del lecho nupcial; siendo Lamec, el primero de quien se cuenta que tomó por suyas dos mujeres. Con estos malos principios fueron los hom-bres a dar en grandes estragos, hasta que, generalizada la corrupción, se hizo necesaria la intervención divina y la subsiguiente desaparición de los hombres de sobre la faz de la tierra, cubierta toda con las aguas purificadoras del diluvio.

Aplacado el rostro de Dios, volvió a poblarse la tierra, con-servando, empero, para perpetua enseñanza de los hom-bres, claros testimonios de sus iras; dispersáronse los hom-bres por todas sus zonas, y se levantaron por todas partes grandes imperios, compuestos de diversas gentes y nacio-nes. Hubo entonces, como en los tiempos antediluvianos, quienes fueron llamados hijos de Dios, y otros, que se lla-maron hijos, de los hombres; fueron los primeros los des-cendientes de Abrahán, de Isaac y de Jacob, que llevan en la Historia el nombre de hebreos; fueron los segundos los otros pueblos de la tierra, que llevan en la Historia el nom-bre de gentiles.

Desfigurada entre los últimos la tradición de la mujer, no llegó hasta ellos sino una vaga noticia de su primera culpa, y no vieron en ella otra cosa sino la causa de todos los ma-les que afligen al género humano; borrada, por otra parte, casi de todo punto la tradición del matrimonio instituido en el cielo, los pueblos gentiles ignoraban que la mujer había nacido para ser la compañera del hombre, y la convirtieron en instrumento vil de sus placeres y en víctima inocente de sus furores. Por eso instituyeron, como sus ascendientes antediluvianos, la poligamia, que es el sepulcro del amor; y por eso la dieron, cuando así cumplía a sus antojos livia-nos, libelo de repudio, instituyendo el divorcio, que es la disolución de la sociedad doméstica, fundamento perpetuo de todas las asociaciones humanas. Por eso la hicieron es-clava de su esposo, para que estuviera sin derechos y para que permaneciera perpetuamente en su poder, como una víctima a quien la sociedad pone en manos del sacrificador o debajo de la mano de su verdugo.

Esto sirve para explicar por qué el amor, que es para noso-tros el más delicioso de todos los placeres y el más puro de todos los consuelos, era considerado por los gentiles como un castigo de los dioses. El amor entre el hombre y la mu-jer tenía algo de contrario a la naturaleza de las cosas, que repugna como un sacrilegio toda especie de unión entre se-res entregados por la cólera divina a enemistades perpe-tuas. Cuando en los poemas griegos aparece el amor, luego al punto pasa por delante de nuestros ojos un fatídico nu-blado, síntoma cierto de que están cerca los crímenes y las

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catástrofes. El amor de Elena la adúltera pierde a Troya y al Asia; el amor de una esclava, siendo causa del odio in-solente y desdeñoso de Aquiles, pone a punto de sucumbir a los griegos y a la Europa. Hasta la virtud en la mujer era presagio de tremendas desventuras: la honestidad de las mujeres latinas puso el hierro en las manos romanas y por dos veces produjo la completa perturbación del Estado. Las catástrofes domésticas iban juntas con las catástrofes políticas. El amor toca con su envenenada flecha el cora-zón de Dido, y arde en llamas impuras, y se consume en los incendios de una combustión espontánea. Fedra es visi-tada por el dios, y se siente desfallecer, como si hubiera si-do herida por el rayo, y discurre por sus venas una llama torpe y un corrosivo vitriolo. Vosotros los que os agradáis en las emociones de los trágicos griegos, no os dejéis lle-var de sus peligrosos encantos, que son encantos de sire-nas. Esos amantes que allí veis, están en manos de las Eu-ménides; huid de ellos, que están señalados con la señal de la cólera de los dioses y están tocados de la peste.

La mujer hebrea era, por el contrario, una criatura benéfica y nobilísima. Poseedores los hebreos de la tradición bíblica y sabedores del fin para que la mujer fue criada, la levanta-ron hasta sí, amándola como a compañera suya, y aun la pusieron a mayor altura que el hombre, por ser la mujer el templo en donde había de habitar el Redentor de todo el género humano. No fue, a la verdad, el matrimonio entre la gente hebrea un sacramento, como lo había sido antes en el paraíso, y como había de serlo en adelante, cuando el anunciado al mundo viniese en la plenitud de los tiempos; fue, sin embargo, una institución grandemente religiosa y sagrada, al revés de lo que era en las naciones gentílicas. Las bodas se celebraban al compás de las oraciones que pronunciaban los deudos de los esposos para atraer sobre la nueva familia las bendiciones del cielo; con estas solem-nidades y estos ritos se celebraron las bodas de Rebeca con Isaac, de Rut con Booz y de Sara con Tobías. El gran le-gislador del pueblo hebreo había permitido la poligamia y el divorcio, desórdenes difíciles de ser arrancados de cua-jo, cuando tan hondas raíces habían echado en el mundo, y sobre todo en sus zonas orientales. Esto no obstante, ni el divorcio ni la poligamia fueron tan comunes entre la gente hebrea como entre los pueblos gentiles, ni produjeron allí la disolución de la sociedad doméstica, neutralizadas como estaban aquellas instituciones con saludables y santas doc-trinas; por lo que hace a la esclavitud de la mujer, fue cosa desconocida en el pueblo de Dios, como quiera que la es-clavitud no se compadece con aquella alta prerrogativa de ser Madre del Redentor, otorgada a la mujer desde los tiempos adámicos.

Las tradiciones bíblicas, que fueron causa de la libertad de la mujer, fueron al mismo tiempo ocasión de la libertad de los hijos; los de los gentiles caían en el poder de sus pa-dres, los cuales tenían sobre ellos el mismo derecho que sobre sus cosas; los de los hebreos eran hijos de Dios, y uno de ellos había de ser el Salvador de los hombres. De aquí el santo respeto y ternísimo amor de los hebreos a sus hijos, igual al que tenían a sus mujeres; de aquí el exquisi-to cuidado de las matronas en amamantar a sus propios pe-chos a los que habían llevado en sus entrañas, siendo tan universal esta costumbre, que sólo se sabe de Joás, rey de Judá; de Mifiboset y de Rebeca que no hayan sido ama-

mantados a los pechos de sus madres. De aquí las bendi-ciones que descendían de lo alto sobre los progenitores de una numerosa familia y sobre las madres fecundas. Sus nietos son la corona de los ancianos, dice la Sagrada Escri-tura. Dios había prometido a Abrahán una posteridad nu-merosa, y esa promesa era considerada por los hebreos co-mo una de las más insignes mercedes; de aquí la esmerada solicitud de sus legisladores por los crecimientos de la po-blación, cosa advertida ya por Tácito, que, hablando del pueblo hebreo, observa lo siguiente: Augendae tamen mul-titudini consulitur: nam et necare quemquam ex agnatis ne-fas.

Si ponéis ahora la consideración en la distancia que hay entre la familia gentílica y la hebrea, echaréis luego de ver que están separadas entre sí por un abismo profundo: la fa-milia gentílica se compone de un señor y de sus esclavos; la hebrea, del padre, de la mujer y de sus hijos; entran co-mo elementos constitutivos de la primera deberes y dere-chos absolutos; entran a construir la segunda deberes y de-rechos limitados. La familia gentílica descansa en la servi-dumbre; la hebrea se funda en la libertad. La primera es el resultado de un olvido; la segunda, de un recuerdo; el olvi-do y el recuerdo de las divinas tradiciones, prueba clara de que el hombre no ignora sino porque olvida, y no sabe sino porque aprende.

Ahora se comprenderá fácilmente por qué la mujer hebrea pierde en los poemas bíblicos todo lo que tuvo entre los gentiles de sombrío y de siniestro, y por qué el amor he-breo, a diferencia del gentil, que fue incendio de los cora-zones, es bálsamo de las almas. Abrid los libros de los pro-fetas bíblicos, y en todos aquellos cuadros, o risueños o pa-vorosos, con que daban a entender a las sobresaltadas mu-chedumbres o que iba deshaciéndose el nublado o que la ira de Dios estaba cerca, hallaréis siempre en primer tér-mino a las vírgenes de Israel siempre bellas y vestidas de resplandores apacibles, ahora levanten sus corazones al Se-ñor en melodiosos himnos y en angélicos cantares, ahora inclinen bajo el peso del dolor las cándidas azucenas de sus frentes.

Si reunidas en coros en las plazas públicas o en el templo del Señor cantaban o se movían en concertadas cadencias al compás de sonoros instrumentos, las castas y nobles hi-jas de Sión parecían bajadas del cielo para consuelo de la tierra o enviadas por Dios para regalo de los hombres. Cuando los míseros hebreos, atados al carro del vencedor, pisaron la tierra de su servidumbre, pesoles más de la pér-dida de su vista que de la de su libertad; sin ellas érales el sol odioso, el día oscuro, el canto triste; y luego que por falta de lágrimas suspendieron su llanto y por falta de fuer-zas sus gemidos, cerraron sus ojos a la luz y colgaron sus inútiles arpas en los sauces tristes de Babilonia.

Ni se contentaron los hebreos con fiar a la mujer el blando cetro de los hogares, sino que pusieron muchas veces en su mano fortísima y victoriosa el pendón de las batallas y el gobierno del Estado. La ilustre Débora gobernó la repúbli-ca en calidad de juez supremo de la nación; como general de los ejércitos, peleó y ganó batallas sangrientas; como poeta, celebró los triunfos de Israel y entonó himnos de

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victoria, manejando a un tiempo mismo con igual soltura y maestría la lira, el cetro y la espada.

En tiempo de los reyes, la viuda de Alejandro Janneo tuvo el cetro diez años; la madre del rey Asa le gobernó en nombre de su hijo, y la mujer de Hircano Macabeo fue de-signada por este príncipe para gobernar el Estado después de sus días. Hasta el espíritu de Dios, que se comunicaba a pocos, descendió también sobre la mujer, abriéndola los ojos y el entendimiento para que pudiese ver y entender las cosas futuras. Hulda fue alumbrada con espíritu de profe-cía, y los reyes se acercaban a ella sobresaltados de un gran temor, contritos y recelosos, para saber de sus labios lo que en el libro de la Providencia estaba escrito de su im-perio. La mujer, entre los hebreos, ahora gobernase la fa-milia, ahora dirigiera el Estado, ahora hablara en nombre de Dios, ahora, por último, avasallara los corazones, cauti-vos de sus encantos, era un ser benéfico, que ya participa-ba tanto de la naturaleza angélica como de la naturaleza humana. Leed si no el Cantar de los Cantares, y decidme si aquel amor suavísimo y delicado, si aquella esposa vestida de olorosas y cándidas azucenas, si aquella música acorda-da, si aquellos deliquios inocentes, y aquellos subidos arro-bamientos, y aquellos deleitosos jardines no son, más bien que cosas vistas, oídas y sentidas en la tierra, cosas que se nos han representado como en sueños en una visión del pa-raíso.

Y, sin embargo, señores, para conocer a la mujer por exce-lencia, para tener noticia del encargo que ha recibido de Dios, para considerarla en toda su belleza inmaculada y al-tísima, para formarse alguna idea de su influencia santifi-cadora, no basta poner la vista en aquellos bellísimos tipos de la poesía hebraica, que hasta ahora han deslumbrado nuestros ojos y han embargado nuestros sentidos dulce-mente. El verdadero tipo, el ejemplar verdadero de la mu-jer no es Rebeca, ni Débora, ni la Esposa del Cantar de los Cantares llena de fragancias como una taza de perfumes. Es necesario ir más allá y subir más alto; es necesario lle-gar a la plenitud de los tiempos, al cumplimiento de la pri-mitiva promesa; para sorprender a Dios formando el tipo perfecto de la mujer, es necesario subir hasta el trono res-plandeciente de María. María es una criatura aparte, más bella por sí sola que toda la creación; el hombre no es dig-no de tocar sus blancas vestiduras; la tierra no es digna de servirla de peana, ni de alfombra los paños de brocado; su blancura excede a la nieve que se cuaja en las montañas, su rosicler al rosicler de los cielos, su esplendor al esplendor de las estrellas. María es amada de Dios, adorada de los hombres, servida de los ángeles. El hombre es una criatura nobilisíma, porque es señor de la tierra, ciudadano del cie-lo, hijo de Dios; pero la mujer se le adelanta, y le deslustra, y le vence, porque María tiene nombres más dulces y atri-butos más altos. El Padre la llama Hija, y la envía embaja-dores; el Espíritu Santo la llama Esposa, y la hace sombra con sus alas; el Hijo la llama Madre, y hace su morada de su sacratísimo vientre; los serafines componen su corte, los cielos la llaman Reina, los hombres la llaman Señora; na-ció sin mancha, salvó al mundo, murió sin dolor, vivió sin pecado.

Ved ahí la mujer, señores, ved ahí la mujer; porque Dios en María las ha santificado a todas: a las vírgenes, porque

ella fue virgen; a las esposas, porque ella fue esposa; a las viudas, porque ella fue viuda; a las hijas, porque ella fue hija; a las madres, porque ella fue madre. Grandes y por-tentosas maravillas ha obrado el cristianismo en el mundo; él ha hecho paces entre el cielo y la tierra, ha destruido la esclavitud; ha proclamado la libertad humana y la fraterni-dad de los hombres; pero, con todo eso, la más portentosa de todas sus maravillas, la que más hondamente ha influi-do en la constitución de la sociedad doméstica y de la civil, es la santificación de la mujer, proclamada desde las altu-ras evangélicas. Y cuenta, señores, que desde que Jesucris-to habitó entre nosotros, ni sobre las pecadoras es lícito arrojar los baldones y el insulto, porque hasta sus pecados pueden ser borrados por sus lágrimas. El Salvador de los hombres puso a la Magdalena debajo de su amparo, y cuando hubo llegado el día tremendo en que se anubló el sol y se estremecieron y dislocaron dolorosamente los hue-sos de la tierra, al pie de su cruz estaban juntas su inocentí-sima Madre y la arrepentida pecadora, para darnos así a entender que sus amorosos brazos estaban abiertos igual-mente a la inocencia y al arrepentimiento.

Ya hemos visto de qué manera el sentimiento religioso y el del amor y la noticia completa o desfigurada de la Divini-dad y de la mujer sirven hasta cierto punto para ponernos de manifiesto las diferencias esenciales que se advierten entre la poesía bíblica y la de los pueblos gentiles. Sólo nos falta ahora, para dar fin a este discurso, que va crecien-do demasiado, poner a vuestra vista, como de relieve, la inconmensurable distancia que hay entre las constituciones políticas de los pueblos más cultos entre los antiguos y la del pueblo hebreo, depositario de la palabra revelada, y el diverso influjo que esas distintas constituciones ejercieron en la diferente índole de la poesía gentílica y de la hebrai-ca.

Ya he manifestado antes, y confirmo ahora mi primera ma-nifestación, que las fuentes de toda poesía grande y eleva-da son el amor a Dios, el amor a la mujer y el amor al pue-blo, de tal manera que la poesía pierde las alas con que vuela allí donde los poetas no pueden beber la inspiración en esos manantiales fecundos, en esas clarísimas fuentes. Para que existan esos fecundísimos amores, una cosa es necesaria: que sea conocida la Divinidad con toda su pom-pa, la mujer con todos sus encantos, el pueblo con todas sus libertades y todas sus magnificencias; por esta razón, allí donde se da el nombre de Dios a la criatura, de mujer a una esclava, de pueblo a una aristocracia opresora, puede afirmarse, sin temor de ser desmentido por los hechos, que la poesía, con toda su pompa y majestad, no existe, porque no existen esos fecundísimos amores.

Ahora bien: la noción del pueblo es el resultado de estas dos nociones: la de la asociación y la de la fraternidad. ¿Sabéis lo que es el pueblo? El pueblo es una asociación de hermanos, y ved por qué la noción del pueblo no puede coexistir en el entendimiento con la de la esclavitud. De donde se sigue que el pueblo no ha podido existir ni ha existido sino en las sociedades depositarias de la idea de la fraternidad, revelada por Dios a la gente hebrea, por Jesu-cristo a todas las gentes. Lo que en las repúblicas griegas se llamó pueblo no fue ni pudo ser un verdadero pueblo, es decir, una asociación de hermanos, sino una verdadera

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aristocracia, o, lo que es lo mismo, una asociación de seño-res.

Esto explica por qué entre los griegos la poesía es eminen-temente aristocrática. Homero canta a los reyes y a los dio-ses, nos dice sus genealogías, nos cuenta sus aventuras, nos describe sus guerras, celebra su nacimiento y llora su muerte. Los poetas trágicos presentan a nuestra vista el es-pectáculo, soberbiamente grandioso de sus amores, de sus crímenes y de sus remordimientos. Los humanos infortu-nios y las pasiones humanas, para ser elevadas a la digni-dad y a la altura de sentimientos trágicos, debían caer so-bre las frentes y conturbar los corazones de hombres de re-gia estirpe y de nobilísima cuna. El fratricidio no era un asunto trágico si los fratricidas no se llamaban Eteocles y Polinice y si la sangre no manchaba los mármoles del trono. El incesto no era digno del coturno si la mujer inces-tuosa no se llamaba Fedra o Yocasta y si el horrendo cri-men no manchaba el tálamo de los reyes. Por donde se ve que entre los griegos no había asuntos trágicos, sino perso-nas trágicas, y que la tragedia no era aquella voz de terror, aquel acerbo gemido que la humanidad deja escaparse de sus labios cuando la turban las pasiones, sino aquella otra voz fatídica y tremenda que resonaba lúgubremente en los regios alcázares cuando los dioses querían dar en espectá-culo al mundo las flaquezas de las dinastías y la fragilidad de los imperios.

Si volvemos ahora los ojos al pueblo de Dios, nos causará maravilla la grandeza y la novedad del espectáculo. El pueblo de Dios no trae su origen ni de semidioses ni de re-yes; desciende de pastores. Hijos todos los hebreos de Abrahán, de Isaac y de Jacob, todos son hermanos. Resca-tados todos de la servidumbre de Egipto, todos son libres; sujetos todos a un solo Dios y a una sola ley, todos son iguales. El pueblo de Dios es el único de la tierra, entre los antiguos, que conservó en toda su pureza la noción de la li-bertad, de la igualdad y de la fraternidad de los hombres. Cuando Moisés les dio leyes, no instituyó el gobierno aris-tocrático, sino el popular, y les concedió derecho de elegir sus propios magistrados, que, en calidad de guardadores de su divino estatuto, tenían el encargo y el deber de mante-nerlos a todos, así en la paz como en la guerra, bajo el im-perio igual de la justicia. Desconocíanse entre los hebreos los privilegios aristocráticos y las clases nobiliarias, y te-meroso su gran legislador de que la desigual distribución de las riquezas no alterase con el tiempo aquella prudente armonía de todas las fuerzas sociales, puestas como en equilibrio y balanza, instituyó el jubileo, que venía a resta-blecer periódicamente esa justa balanza y ese sabio equili-brio. Dieron a sus magistrados supremos el nombre de jue-ces, sin duda para significar que su oficio era guardar y ha-cer guardar la ley que les había dado Dios por su Profeta, sin la legítima intervención de su voluntad particular y de sus livianos antojos. En este estado se mantuvo la repúbli-ca largo tiempo, hasta que el pueblo, amigo siempre de mudanzas y novedades, cambió su propio gobierno, insti-tuyendo la monarquía por un acto solemne de su voluntad soberana. Este cambio, sin embargo, tuvo menos de real que de aparente, como quiera que el rey no fue sino el he-redero de la autoridad del juez, limitada por la voluntad de Dios y por la voluntad del pueblo.

Por eso, el pueblo es la persona trágica por excelencia en las tragedias bíblicas. Al pueblo se dirige la promesa y la amenaza; el pueblo es el que acepta y sanciona la ley; el pueblo es el que rompe en tumultos y rebeliones, el que le-vanta ídolos y los adora, el que quita jueces y pone reyes, el que se entrega a supersticiones y agüeros, el que bendice y maldice a un tiempo mismo a sus profetas, el que ya los levanta sobre todas las magistraturas, ya los destroza con atrocísimos tormentos; el que magnifica al Dios de Israel y recibe con himnos de alabanza a los dioses egipcios y ba-bilonios; el que, puesto en el trance de escoger las iras del Señor y sus misericordias, en el ejercicio de su voluntad soberana renuncia a sus misericordias y va delante de sus iras. En Israel no hay más que el pueblo: el pueblo lo llena todo, al pueblo habla Dios, al pueblo habla Moisés, del pueblo hablan los profetas, al pueblo sirven los sacerdotes, al pueblo sirven los reyes, hasta los salmos de David, cuando no son los gemidos de su alma, son cantos popula-res.

Las pompas de la monarquía duraron poco, y se desvane-cieron como la espuma. Fueron David y Salomón prínci-pes temerosos de Dios, amigos del pueblo, en la paz mag-nánimos y en la guerra felicísimos; gobernaron a Israel con imperio templado y justo, y su prosperidad pasaba delante de sus deseos; el último fue visitado por los reyes del Oriente, levantó el templo del Señor sobre piedras precio-sas y le enriqueció con maderamientos dorados; la fama de sus magnificencias y de su sabiduría más que humana se extendió por todas las gentes. Pero cuando estos príncipes dichosos bajaron al sepulcro, luego al punto comenzó a despeñarse la majestad del imperio, sin que nunca más tor-nara a volver en sí; dividiéronse las tribus, y, rota la santa unidad del pueblo de Dios, se formaron de sus fragmentos dos imperios enemigos, dados ambos a torpezas y deleites. Siguiéronse de aquí grandes discordias y guerras, furiosos temporales y horrendas desventuras. Los reyes se hicieron idólatras y adoraron los ídolos; los sacerdotes se entrega-ron al ocio y al descanso. El pueblo se había olvidado de su Dios, y las muchedumbres tumultuaban en las calles.

En medio de tan procelosas tempestades, y corriendo tiem-pos tan turbios y aciagos, despertó Dios a sus grandes pro-fetas, para que hicieran resonar en Judá el eco de su pala-bra y sacaran de su profundo olvido y hondo letargo a los reyes idólatras, a los sacerdotes ociosos y a aquellas bárba-ras muchedumbres, dadas a sediciones y tumultos. Jamás en ningún pueblo de la tierra, antiguo ni moderno, hubo una institución tan admirable, tan santa y tan popular como la de los profetas del pueblo de Dios.

Atenas tuvo poetas y oradores; Roma, tribunos y poetas. Los profetas del pueblo de Dios fueron poetas, tribunos y oradores a un tiempo mismo; como los poetas, cantaban las perfecciones divinas; como los tribunos, defendían los intereses populares; como los oradores, proponían lo que juzgaban conforme a las conveniencias del Estado. Un profeta era más que Homero, más que Demóstenes, más que Graco; era Graco, Homero y Demóstenes a un mismo tiempo. El profeta era el hombre que daba de mano a todo regalo de la carne y a todo amor de la vida, y que, mensa-jero de Dios, tenía el encargo de poner su palabra en el oí-do del pueblo, en el oído de los sacerdotes y en el oído de

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los reyes. Por eso los profetas amenazaban, imprecaban, maldecían; por eso dejaban escaparse de sus pechos, pode-rosas, tremendas, aquellas voces de temor y de espanto que se oían en Jerusalén cuando venía sobre ella con ejército fortísimo y numerosísimo el rey de Babilonia, ministro de las venganzas de Jehová, y de sus iras celestiales.

Los poetas cesáreos miraban siempre, antes de hablar, los semblantes de los príncipes. Los oradores y los tribunos de Atenas y de Roma tenían puestos los ojos, antes de soltar los torrentes de su elocuencia, en los semblantes del pue-blo; los profetas de Israel cerraban los ojos para no lison-jear ni los gustos de los pueblos ni los antojos de los reyes, atentos sólo a lo que Dios les decía interiormente en sus al-mas; por eso hicieron frente a los odios implacables de los príncipes, que, habiendo puesto su sacrílega mano en el templo de Dios, no temían ponerla en el rostro augusto de sus profetas; por eso resistieron con constantísimo sem-blante a la grande indignación y bramido popular, crecien-do su constancia al compás de la persecución y al compás de las olas de aquellas furiosas tempestades, sin que se do-blegasen sus almas sublimes al miedo de los tormentos; por eso, en fin, casi todos, o entregaron sus gargantas al cuchillo o buscaron en tierras extrañas un triste sepulcro.

Yo no sé, señores, si hay en la Historia un espectáculo más bello que el de los profetas del pueblo de Dios luchando armados con el solo misterio de la palabra, contra todas las potestades de la tierra. Yo no sé si ha habido en el mundo poetas más altos, oradores más elocuentes, hombres más grandes, más santos y más libres; nada faltó a su gloria: ni la santidad de la vida, ni la santidad de la causa que susten-taron, ni la corona del martirio.

Con los profetas tuvo fin la época de la amenaza; con el Salvador del mundo comienza la época del castigo. Antes de poner término a este discurso hagamos todos aquí una estación; recojamos el espíritu y el aliento, porque el mo-mento es tan terrible como solemne.

Sófocles escribió una de las más bellas tragedias del mun-do, que intituló Edipo rey. Esta tragedia ha sido traducida, imitada, reformada por los más bellos ingenios, y a noso-tros nos ha cabido la suerte de poseer con ese título una de las tragedias que más honran nuestra literatura clásica.

Pero hay otra tragedia más admirable, más portentosa to-davía, que corre sin nombre de autor, y a quien su autor no puso título, sin duda porque no es una tragedia especial, sino más bien la tragedia por excelencia. Son sus actores principales Dios y un pueblo; el escenario es el mundo, y al prodigioso espectáculo de su tremenda catástrofe asisten todas las gentes y todas las naciones. Entre esa gran trage-dia y la de Sófocles, a vuelta de algunas diferencias, hay tan maravillosas semejanzas, que me atrevería a intitularla Edipo pueblo.

Edipo adivina los enigmas de la esfinge, y es reputado por el más sabio y el más prudente de los hombres; el pueblo judío adivina el enigma de la humanidad, oculto a todas las gentes, es decir, la unidad de Dios y la unidad del género humano, y es llamado por Jehová antorcha de todos los pueblos. Los dioses dan a Edipo la victoria sobre todos los

competidores y le asientan en el trono de Tebas. Jehová lleva como por la mano al pueblo hebreo a la tierra de pro-misión y le saca vencedor de todos sus enemigos. Los dio-ses, por la voz de los oráculos délficos, habían anunciado a Edipo, entre otras cosas nefandas, que sería el matador de su padre; Jehová, por la voz de los oráculos bíblicos, había anunciado a los judíos que matarían a su Dios. Un hombre muere a manos de Edipo en una senda solitaria; un hombre muere a manos del pueblo de Dios en el Calvario; este hombre era el Dios de Judá; aquel hombre era el padre de Edipo. Yo no sé lo que hay; pero algo hay, señores, en este similiter cadens de la Historia, que causa un involuntario pero profundísimo estremecimiento.

Ya lo veis, señores: unos mismos son los oráculos y una misma la catástrofe; ahora veréis cómo una misma cegue-dad hace inevitable esa catástrofe y hace buenos aquellos tremendos oráculos.

Edipo sabe que mató a aquel hombre en aquella senda; pe-ro su conciencia está tranquila, porque su padre era Poli-bio; Polibio estaba muy, lejos de allí, y el que murió, a sus manos era desconocido y extranjero. Los judíos saben que mataron al hombre de Nazaret, saben que le pusieron en una cruz en el monte Calvario y que le pusieron entre dos ladrones para más escarnecerle; pero su conciencia está tranquila; su Dios había de venir, pero aún estaba lejos; su Dios había de ser conquistador y Rey, y había de rugir co-mo el león de Judá, mientras que el hombre de la cruz ha-bía nacido en pobre lugar, de padres pobres, y no había en-contrado una piedra en donde reclinar su frente. «Si eres hijo de Dios, ¿por qué no bajas de la cruz?», dijo el pueblo judío. «Si el que murió a mis manos me había dado el ser, ¿cómo al darle la muerte no saltó el corazón en mi pecho?» « ¿Cómo es que no me habló la voz de la sangre?», esto dijo el rey parricida. Y el pueblo matador de su Dios y el hombre matador de su padre se complacieron en su sagacidad, y escarnecieron a los oráculos y se mofa-ron de los profetas.

Pero la Divinidad implacable, que calladamente está en ellos y obra en ellos, los empuja para que caigan y quita la luz de sus ojos para que no vean los abismos. Ambos se hallan poseídos de súbito de una curiosidad inmensa, so-brehumana. Edipo pregunta a Yocasta, pregunta a Tiresias, pregunta al anciano que sabe su secreto: «¿Quién es el hombre de la senda? ¿Quién es mi padre? ¿Quién soy yo?» El pueblo judío pregunta a Jesús: «¿Quién eres? ¿Eres, por ventura, nuestro Dios y nuestro Rey?» El drama aquí co-mienza a ser terribilísimo; no hay pecho que no sienta una opresión dolorosa, inexplicable, increíble; ni frente que no esté bañada con sudores, ni alma que no desfallezca con angustias.

Entre tanto, la cólera de los dioses cae sobre Tebas: la pes-te diezma las familias y envenena las aguas y los aires. El cielo se deslustra, las flores pierden su fragancia, los cam-pos su alegría. En la populosa ciudad reina el silencio y el espanto, la desolación y la muerte. Las matronas tebanas discurren por los templos, y con votos y plegarias cansan a los dioses. Sobre Jerusalén la mística, la gloriosa, cae un velo fúnebre; por aquí van santas mujeres que se lamentan, por allí discurren en tumulto muchedumbres que se enfure-

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cen. Todas las trompetas proféticas resuenan a la vez en la ciudad sorda, ciega y maldita, que lleva al Calvario al jus-to. «Una generación no pasará sin que vengan sobre voso-tras, matronas de Sión, tan grandes desventuras, que seréis asombro de las gentes; ya, ya asoman por esos repechos las romanas legiones; ya cruzan por los aires, trayendo el rayo de Dios, las águilas capitolinas. ¡Jerusalén! ¡Jerusa-lén! ¡Ay de tus hijos! Porqué tienen hambre, y no encuen-tran pan; tienen sed, y no encuentran agua; quieren hacer plegarias y votos en el templo de Dios, y están sin Dios y sin templo; quieren vivir, y a cada paso tropiezan con la muerte; quieren una sepultura para sus cuerpos, y sus cuer-pos yacen en los campos sin sepultura y son pasto de las aves.»

Edipo sale de su alcázar para consolar a su pueblo mori-bundo, y gobernando los dioses su lengua, los toma por testigos de que el culpable será puesto a tormento y echado de la tierra; lanza sobre él anticipadamente la excomunión sacerdotal; le maldice en nombre de la tierra y del cielo, de los dioses y de los hombres, y carga su cabeza con las exe-craciones públicas. El pueblo judío, tomado de un vértigo caliginoso, poseído de un frenesí delirante, puesto debajo de la mano soberana que le anubla los ojos y le oscurece la razón y ardiendo en la fragua de sus furores, exclama di-ciendo: Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nues-tros hijos. ¡Desventurado pueblo! ¡Desventurado rey! Ellos pronuncian su propia sentencia, siendo a un tiempo mismo jueces, víctimas y verdugos. Y después, cuando los orácu-los bíblicos y los délficos se cumplieron, los torbellinos arrancan al pueblo deicida de la tierra de promisión, y el parricida huye del trono de Tebas.

Edipo fue horror de la Grecia; el pueblo judío es horror de los hombres. Edipo caminó con los ojos sin luz, de monte en monte y de valle en valle, publicando las venganzas di-vinas; el pueblo judío camina, sin lumbre en los ojos y sin reposarse jamás, de pueblo en pueblo, de región en región, de zona en zona, mostrando en sus manos una mancha de sangre, que nunca se quita y nunca se seca. Prefirió la ley del talión a la ley de la gracia, y el mundo le juzga por la ley que él mismo se ha dado; dio bofetadas a su Dios, y ha ya diecinueve siglos que está recibiendo las bofetadas del mundo; escupió en el rostro de Dios, y el mundo escupe en su rostro; despojó a su Dios de sus vestiduras, y las nacio-nes confiscan sus tesoros y le arrojan desnudo al otro lado de los mares; dio a beber a su Dios vinagre con hiel, y con beber en ella a todas horas el pueblo deicida, no consigue apurar la copa de las tribulaciones; puso en los hombros de su Dios una cruz pesadísima, y hoy se inclina su frente ba-jo el peso de todas las maldiciones humanas; crucificó, y es crucificado. Pero el Dios de Abrahán, de Isaac y de Ja-cob al mismo tiempo que justiciero, es clemente; mientras que los dioses ningún otro consuelo dejaron a Edipo sino su Antígona, el Dios que murió en la cruz, en prenda de su misericordia, dejó a sus matadores la esperanza.

Entre la tragedia de Sófocles y esa otra tragedia sin nom-bre y sin título, cuya maravillosa grandeza acabo de expo-ner a vuestros ojos con toda su terrible majestad, hay la misma distancia que entre los dioses gentílicos y el Dios de los hebreos y los cristianos; la misma que entre la Fata-lidad y la Providencia; la misma que entre las desdichas de

un hombre y las desventuras de un pueblo que ha sido el más libre de todos los pueblos y el más grande de todos los poetas.

He terminado, señores, el cuadro que me había propuesto presentar ante vuestros ojos; sí os parece bello y sublime, su sublimidad y su belleza están en él, como trazado que, ha sido por el mismo Dios en la larga y lamentable historia de un pueblo maravilloso; si en él encontráis grandes luna-res y sombras, esas sombras y esos lunares son míos; por ellos reclamo vuestra indulgencia; vuestra indulgencia, se-ñores, que nunca ha sido negada a los que, como yo, la im-ploran y a los que, como yo, la necesitan.

http://es.wikisource.org/wiki/Discurso_acad%C3%A9mico_sobre_la_Biblia

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