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DOS CONCEPTOS DE POLÍTICA EN LA HISTORIA SOCIAL CHILENA * Manuel Bastias Saavedra Quisiera comenzar aclarando el sentido que tiene el título de esta ponencia: Dos conceptos de política en la historia social chilena. Lo primero que quiero establecer es que por “historia social” me refiero a una determinada forma estudio de la historia, esto es, a un área específica de investigación historiográfica. Por ello, los dos conceptos de política que intentaré explicitar se insertan en lo que podría ser una discusión entre historiadores. Sin embargo, quisiera establecer que esta mirada a la historiografía no es más que un ejemplo de problemas de conceptualización de la política que van más allá de la misma disciplina e incluso trascienden el ámbito académico. Por lo que esta reseña debe considerarse como un ejemplo de debates que se dan en diferentes niveles de nuestra vida social y de los que la filosofía puede sacar mucho provecho. Antes de entrar en el tema, me parece pertinente contextualizar la discusión. Por ello, intentaré brevemente ilustrar la relación que ha establecido la historiografía con la política en un sentido amplio, para luego discutir cuál ha sido la relación específica entre historia social y política. Desde que la historia comenzó a configurarse en la disciplina que conocemos hoy, su vinculación con la política parecía inevitable. Los más grandes historiadores del siglo XIX chileno dedicaron todos sus esfuerzos a desmenuzar los archivos estatales de modo de encontrar ahí el pasado tal como había sido. Estos esfuerzos se iniciaron hacia 1840 con el trabajo de recolección y crítica de documentos realizada por Claudio Gay, concluyendo hacia la década de 1930 con el trabajo bibliográfico realizado por José Toribio Medina. Durante casi un siglo los historiadores trabajaron con los archivos disponibles para narrar los acontecimientos más o menos relevantes de la historia nacional. Debido a este escaso repertorio metodológico, y a la resistencia explícita a interpretar los acontecimientos relatados, la historia era inevitablemente la historia de los próceres, de los presidentes, de las grandes batallas y de las grandes obras públicas. Esta tendencia se repetía en todos los rincones del mundo; la historia tendía a ser historia política. En Francia se produjo el viraje fundamental en la relación entre historia y política, viraje que iba a marcar el desarrollo de la ciencia histórica de manera definitiva. En un desplazamiento desde la narración de acontecimientos hacia los aspectos demográficos y estadísticos, la conocida Escuela de los Annales iba a conducir el análisis histórico hacia las masas anónimas y los procesos de larga duración. Esto conllevaba el abandono e incluso el desprecio de la historia de los grandes acontecimientos y los grandes personajes. En su lugar aparecían los sujetos anónimos, los sujetos-estructura: la burguesía, el proletariado o el Mediterráneo, tal como lo propuso Braudel. El cambio de eje de la historia planteado por los historiadores sociales franceses, significaba un acercamiento a las ciencias sociales; * Ponencia presentada en el Seminario Internacional de Filosofía Política : “República, liberalismo y democracia”. Aula Magna, Facultad de Derecho, Universidad de Chile. 5 y 6 de Julio 2007.

Dos Conceptos de Politica

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DOS CONCEPTOS DE POLÍTICA EN LA HISTORIA SOCIAL CHILENA *

Manuel Bastias Saavedra

Quisiera comenzar aclarando el sentido que tiene el título de esta ponencia: Dos

conceptos de política en la historia social chilena. Lo primero que quiero establecer es que por “historia social” me refiero a una determinada forma estudio de la historia, esto es, a un área específica de investigación historiográfica. Por ello, los dos conceptos de política que intentaré explicitar se insertan en lo que podría ser una discusión entre historiadores. Sin embargo, quisiera establecer que esta mirada a la historiografía no es más que un ejemplo de problemas de conceptualización de la política que van más allá de la misma disciplina e incluso trascienden el ámbito académico. Por lo que esta reseña debe considerarse como un ejemplo de debates que se dan en diferentes niveles de nuestra vida social y de los que la filosofía puede sacar mucho provecho.

Antes de entrar en el tema, me parece pertinente contextualizar la discusión. Por

ello, intentaré brevemente ilustrar la relación que ha establecido la historiografía con la política en un sentido amplio, para luego discutir cuál ha sido la relación específica entre historia social y política.

Desde que la historia comenzó a configurarse en la disciplina que conocemos hoy, su vinculación con la política parecía inevitable. Los más grandes historiadores del siglo XIX chileno dedicaron todos sus esfuerzos a desmenuzar los archivos estatales de modo de encontrar ahí el pasado tal como había sido. Estos esfuerzos se iniciaron hacia 1840 con el trabajo de recolección y crítica de documentos realizada por Claudio Gay, concluyendo hacia la década de 1930 con el trabajo bibliográfico realizado por José Toribio Medina. Durante casi un siglo los historiadores trabajaron con los archivos disponibles para narrar los acontecimientos más o menos relevantes de la historia nacional. Debido a este escaso repertorio metodológico, y a la resistencia explícita a interpretar los acontecimientos relatados, la historia era inevitablemente la historia de los próceres, de los presidentes, de las grandes batallas y de las grandes obras públicas. Esta tendencia se repetía en todos los rincones del mundo; la historia tendía a ser historia política. En Francia se produjo el viraje fundamental en la relación entre historia y política, viraje que iba a marcar el desarrollo de la ciencia histórica de manera definitiva. En un desplazamiento desde la narración de acontecimientos hacia los aspectos demográficos y estadísticos, la conocida Escuela de los Annales iba a conducir el análisis histórico hacia las masas anónimas y los procesos de larga duración. Esto conllevaba el abandono e incluso el desprecio de la historia de los grandes acontecimientos y los grandes personajes. En su lugar aparecían los sujetos anónimos, los sujetos-estructura: la burguesía, el proletariado o el Mediterráneo, tal como lo propuso Braudel. El cambio de eje de la historia planteado por los historiadores sociales franceses, significaba un acercamiento a las ciencias sociales;

* Ponencia presentada en el Seminario Internacional de Filosofía Política : “República, liberalismo y democracia”. Aula Magna, Facultad de Derecho, Universidad de Chile. 5 y 6 de Julio 2007.

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suponía la inclusión de nuevas fuentes y la utilización de métodos apropiados a sus nuevos objetos. La historia, tal como la entendieron los historiadores decimonónicos, había llegado a su fin.

Jacques Rancière nos presenta un excelente ejemplo de este fenómeno a través de su análisis de la obra clásica de Braudel, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II. En su colosal obra, Braudel dedica algunas de las páginas finales a lo que debió haber sido el acontecimiento político más espectacular del periodo que estudia: la muerte de Felipe II, el 13 de septiembre de 1598. Sin embargo, este acontecimiento es colocado a un margen, fuera del relato, desplazado hacia el final. La respuesta de Ranciére a esta inclusión / exclusión propuesta por Braudel es interesante: “Entendemos que la muerte desplazada de Felipe II metaforiza la muerte de cierta historia, la de los acontecimientos y los reyes. El acontecimiento teórico con el que se cierra el libro es el siguiente: que la muerte del rey ya no es más un acontecimiento. La muerte del rey significa que los reyes han muerto como centro y fuerza de la historia.”1 De este modo, la sólida unión establecida entre historia y política a lo largo del siglo XIX comienza a desmoronarse ante el auge paulatino de la historia económica y social. Tanto la tendencia decimonónica de reducir la historia a lo político como la tendencia estructuralista de reducir lo político a la insignificancia, configuran una relación histórica de conflicto entre historiografía y política. Nuestra disciplina aún no es capaz de encontrar las proporciones que le corresponden a cada parte en este ensamblaje. En lo que queda, quisiera exponer brevemente las soluciones que se han presentado a este problema a partir de 1970, para luego discutir estas opciones a partir del caso de la actual historia social chilena.

Ante la exclusión teórica de la política en la historiografía social de cuño estructuralista, en la década de los 70’ surgieron –sobre todo entre los historiadores sociales anglosajones– una serie de críticas dirigidas a reinsertar la política en la historia social. Si bien los ataques se orientaron tanto a los aspectos metodológicos como a los problemas específicos del contenido, quiero destacar aquí dos puntos centrales. En primer lugar, según los críticos, el énfasis en los aspectos estructurales, cuantitativos y seriales terminaba por desvincular sujeto e historia en favor de los procesos. En otras palabras, las personas perdían protagonismo frente a macro-sujetos que sólo poseen existencia como representaciones mentadas. En segundo lugar, el excesivo énfasis en los procesos de larga data o la transformación de estos procesos en el sujeto de la historia, implicaba que la historia social ya no podía dar cuenta de las relaciones de dominación que se presentaban en ellos. Así, los grandes procesos económicos o la descripción de las relaciones sociales dejaban de lado el análisis de los efectos del poder económico o el control político sobre la vida social. De modo que la exigencia de estos historiadores consistía, por un lado, en la recuperación de los actores sociales como sujetos de la historia y en el revelamiento de las relaciones de dominación que se ejercían en contra de estos sujetos, por otro. Este doble matiz permitiría superar las deficiencias de una historia social desvinculada de la política.

1 Jaques Rancière, Los nombres de la historia. Una poética del saber, Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 1993, p. 20.

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Proponían, en suma, retomar en alguna medida la política, ya sea situándola como un elemento primordial de ciertos procesos, o redirigiendo la mirada desde las relaciones sociales y económicas hacia un reconocimiento de las fuentes de conflicto como elementos políticos. De este modo, según han planteado estos críticos, la nueva historia social debe versar sobre las relaciones de dominación que se manifiestan tanto en la política como en el sustrato cultural de la sociedad. En Chile la situación adquirió un matiz diferente. Si bien la influencia de la Escuela de los Annales es visible en la obra de muchos historiadores contemporáneos, la historia social tendió a sentarse sobre los postulados del materialismo histórico. Hacia 1950 comenzaba a surgir una interpretación marxista de la historia de Chile en la precursora obra de Julio César Jobet. Esta generación de historiadores se había propuesto la doble tarea de situar al pueblo como sujeto de la historia —en contraposición a los grandes personajes—, a la vez que incluir la dimensión económica y social como el ámbito de trabajo historiográfico por excelencia, distanciándose de este modo de la historia política tradicional. Sin embargo, la línea de análisis que asumieron fue menos estructuralista que la de los historiadores franceses que hemos mencionado, situando imperialismo y la lucha de clases como temáticas centrales. Con ello buscaban revelar los hechos de dominación que se daban en la sociedad chilena, tanto en el dominio de una nación por otra como en la explotación de una clase por sobre otra.

La crítica que se presentó a partir de la década de 1970 entre los historiadores anglosajones resultaba insuficiente para apelar a la historiografía económica y social chilena. De modo que, la cuestión se debió formular en un sentido radicalmente diferente. Esta es la tarea que asumió la llamada nueva historia social chilena, articulada hacia la década de 1980 por diversos historiadores de izquierda que buscaban reconstruir las bases de la historiografía social y pensar su vinculación al marxismo de un modo diferente. Todos tienen en común el haber adoptado como centro de la historia a los sujetos populares. Esta generación dirige gran parte de su impulso a “hacer hablar” a su sujeto, darle cabida a los sujetos para reconstruir sus propias historias. Esto señalaba María Angélica Illanes en 1994: “El historiógrafo ‘popular’, (...), ha preferido retirarse él, bajar del escenario y entregarle el lápiz (…) a los simples hombres y mujeres que hacen-estando la vida y la historia.”2

Este sujeto popular no es el proletariado de la historia marxista, ni los sujetos-

estructura de la historia social francesa, sino, por el contrario, los “sujetos de carne y hueso”; hombres, mujeres y niños que viven vidas comunes, que no participan de grandes procesos revolucionarios o acontecimientos espectaculares. Así, si se quería descubrir la historia de estos sujetos populares, se debían encontrar nuevas fuentes, releer las que existían y dirigir la mirada a encontrar los rastros que permitieran reconstruir su historia. En este sentido, esta generación se exigía a sí misma la rigurosidad que había faltado a los historiadores marxistas. Querían presentar datos, mostrar los hechos. Querían entregar una base empírica sólida antes que lanzarse a las interpretaciones, o al menos sentar esas interpretaciones en los datos entregados por la investigación.

2 María Angélica Illanes, “La historiografía ‘popular’: una epistemología de ‘mujer’. Chile década de 1980”, Solar, 1994.

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De este modo, el quiebre con la historia social marxista se presentaba como una

ruptura, en primer lugar, con el objeto de estudio, ampliándolo desde el proletariado al ‘bajo pueblo’ en general y, en segundo lugar, como un distanciamiento del excesivo teoricismo de la historia marxista clásica, esto es, se exigieron el trabajo de archivo y la presentación de datos antes que la especulación teórica.

Los representantes de la nueva historia social chilena, a pesar de haber sentado una

cantidad de precisiones a los alcances y limitaciones de la historiografía marxista clásica, nunca precisaron cuál iba a ser la relación que iban a establecer entre sus sujetos populares y la política. Quizá asumiendo la premisa de Hobsbawm, de que toda historia es, en último término, historia social, dieron por sentado el lugar de la política en su obra. Quizá asumiendo la perspectiva de los Annales prefirieron excluir la política por su vinculación al tiempo corto e insignificante del acontecimiento. Quizá metodológicamente, su preferencia por los sujetos populares les impedía establecer los vínculos necesarios entre la vida social y la política. Cualquiera de estas opciones parece factible. En cualquier caso, el haber pasado por alto el lugar de la política en la historia de los sujetos populares no es un problema menor, pues precisamente en cuanto a la relación entre historia social y política, la nueva historia social chilena no ha sido capaz de llegar a una orientación común.

Sergio Grez es quien explicita esta cuestión –olvidada en la década de 1980– en un

artículo publicado el año 2005. El artículo, intitulado «Escribir la historia de los sectores populares: ¿Con o sin la política incluida?», se pregunta si la historia de los sectores populares debe o no incluir la política. Su crítica se centra fundamentalmente en la tendencia de algunos historiadores de la nueva historia social chilena, a escribir la historia según los parámetros apolíticos de la segunda generación de la escuela francesa de los Annales, cuyo énfasis en los procesos de larga duración terminó por excluir completamente la política del análisis histórico. Esto, según Grez, «ha llevado a algunos historiadores sociales a postular (si no en la teoría, al menos en los hechos) una historia de “los de abajo” vaciada de su acción política» (p. 21).

La crítica de Grez se dirige —dentro de los historiadores sociales chilenos—

exclusivamente al Labradores, peones y proletarios de Gabriel Salazar (1ª edición 1985), y apunta fundamentalmente a su insistencia en estudiar la sociedad popular en las manifestaciones «naturales» de su vida y reproducción.3 Con esto, Salazar habría prescindido de la política como elemento de análisis al estudiar el «bajo pueblo» peonal del siglo XIX. De modo más puntual, en opinión de Grez, el mismo sujeto que Salazar privilegia en esta obra carece del potencial para ser siquiera considerado dentro de los parámetros de una historia social de la política. «La historia de los sectores populares con la política incluida exige privilegiar otros actores, sujetos con capacidad para proyectarse más o menos conscientemente en el plano de la defensa de sus intereses y entrar organizadamente en el juego de las relaciones de poder. O, en su defecto, seguir

3 Este es uno de los aspectos más problemáticos del artículo de Grez, pues la crítica hubiese resultado inequívoca de haber sido dirigida hacia los historiadores más marcadamente estructuralistas (Rolando Mellafe, Mario Góngora, Sergio Villalobos, Álvaro Jara, etc.) o aquellos que realizan historia social con énfasis en los aspectos económicos (Eduardo Cavieres, Jorge Pinto).

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investigando el devenir de vastos ramales del peonaje hasta su transformación en proletariado y con ello la reconfiguración de sus identidades y su proceso de politización e incorporación a las luchas políticas» (Grez 2005:24).

Esta crítica es sumamente interesante, pues abre la posibilidad de discutir sobre el

lugar de la política en la historia de los sujetos populares. Sin embargo, quiero distanciarme del planteamiento de Grez, puesto que la pregunta que él mismo plantea, “Escribir la historia de los sectores populares ¿con o sin política incluida?”, no permite al historiador social que ha asumido la política como elemento de análisis responder una cuestión de mayor importancia, a saber, ¿Cuál es el concepto de política que resulta más apropiado para escribir la historia de los sectores populares?

Si consideramos que la nueva historia social abarca una serie de nuevos sujetos que

hasta la década de 1980 no habían sido considerados, la inclusión de una categoría política entendida en su sentido tradicional resulta sumamente problemática. Entonces, ¿a qué se refiere Grez con la incorporación de los sujetos populares en las luchas políticas? Según entiendo, la opción de Grez es mostrar cómo los sectores populares interpelan a los actores políticos tradicionales por medio de su aparición en el escenario político estatal o en los espacios públicos tradicionales.

Si se observa con cuidado, la crítica que Grez hace de la obra de Salazar está regida

fundamentalmente por una comprensión de la política que se reduce a la incorporación de los movimientos populares en el juego elitista de las luchas por el control del poder administrativo. Aquí es donde surge mi discrepancia fundamental, ya que reducir la política a las relaciones de los sujetos populares con el poder estatal o los partidos políticos supone una seria limitación para el estudio de los sectores populares.

En este sentido, la historia social debiese asumir un concepto democrático de

política, con el cual se pueda situar la mirada en la constitución interna de los movimientos populares, en el proceso de su formación política y en las relaciones de solidaridad sobre las que se sustentan. Puesto que las relaciones que se establecen dentro de los movimientos son las propiamente políticas, en tanto son las que potencian su acción hacia fuera y permiten la transformación de sus condiciones de vida inmediata. Y es dudoso también pensar que, ante el proceso de marginación que tradicionalmente sufren los sectores populares, no puedan surgir manifestaciones políticas en espacios públicos alternativos, diferentes de aquel enmarcado por la Moneda o las Alamedas.

Creo que a eso apunta la crítica de Salazar a la historia social marxista en el mismo

Labradores, peones y proletarios (2000:10), cuando nos dice que ésta «en lugar de [enfatizar] la historia social del ‘pueblo’, (…) había enfatizado más la historia de sus enemigos estructurales. Y en vez de sus relaciones económicas, sociales, culturales y políticas internas (…) retrató el nudo gordiano de los monopolios nacionales e internacionales. Y a cambio del tejido solidario por el que circula su poder histórico, (…) describió el paisaje amurallado de la clase dominante».

Poner demasiada atención en los elementos de dominación, en las relaciones de

poder –como propusieron los historiadores anglosajones o marxistas chilenos– o reducir la

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política a los espacios públicos tradicionales –como sugiere Grez– supone serias restricciones a una historia política “desde abajo”. Por un lado, no es capaz de entregar un marco metodológico adecuado para estudiar los movimientos populares desde dentro; mientras que, por otro lado, conduce a excluir demasiado pronto algunos sujetos populares por su escasa capacidad de participar de discusiones políticas en el espacio público tradicional.

Para finalizar, considero que es tiempo que la historia social comience a plantearse

un viraje en el sentido de apropiarse de un concepto de política que sea realmente funcional a la dinámica de los movimientos sociales. De lo contrario, permanecerá en la ambigüedad del intentar situarse fuera de las estructuras estatales como ejercicio de la política, usando un sujeto que al mismo tiempo intenta insertarse dentro de esas mismas estructuras. Las relaciones sistémicas de Estado, mercado y sociedad deben ser comprendidas como esferas que intervienen y socavan la actividad política de los movimientos populares de forma constante. Pero no por eso se puede reducir la política a la dominación, pues los movimientos populares tienen relaciones más amplias de expresión que las protestas o la resistencia política, ya que tienden a redirigir su poder colectivo en otras direcciones cuando esos canales les han sido cerrados. Por ello, debemos apartarnos de las concepciones que igualan política y dominación, y enfocarnos en buscar un concepto de política que se sustente en las manifestaciones solidarias de integración social. Porque una historia social consecuente no sólo debe mostrar la dominación como un hecho, sino que a partir de su reconocimiento, debe mostrar cómo los grupos humanos han transformado o han intentado transformar esas condiciones de dominación. En fin, sólo en la medida en que reconozcamos las categorías implícitas en las concepciones de política, podrá existir un debate rico en cuanto al lugar que deben ocupar lo político, lo social, lo económico y lo cultural en el desarrollo de la historicidad del «bajo pueblo».