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Dos cuentos con Juan

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JUANy elMATAGIGANTES

En los viejísimos tiempos de antaño, cuando de noche escarchaba y al alba templaba todos los días del año, vivía en Cornualles un mozo al que llamaban Juan y que se hizo famoso

como matagigantes.Pero esta historia

no trata de ese Juan.

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Trata de otro que vivió mucho después y que hubiera dado un brazo, una pierna o un riñón por tener cualquier nombre menos el del gran héroe que mataba gigantes.

¿Por qué?

Porque este Juan

era un gigante.

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JUAN Y EL MATAGIGANTES

Que unos padres gigantes le pusieran aquel nombre a su hijo gigante no era normal, pero los progenitores de Juan se reían de las viejas leyendas. Siempre decían que los cuentos de duendes eran invenciones para producirles pesadillas a los niños gigantes, y llamaron Juan a su hijo para mostrar su indiferencia.

Solo cuando llegó a su gigadolescencia Juan se enteró de cómo su famoso tocayo había dado buena cuenta de amables grandullones con nombres tales como Camorrón, Patazanco, Tromponio y Gallicante. Y, a diferencia de sus padres, se creyó aquellas historias.

Y lloró.

¡Oh, qué desgracia tener que sufrir

el maldito nombre de semejante

enano infame!

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La sensibilidad de Juan a propósito de esta cuestión se agudizó tanto que, por miedo al ridículo, se negó a volver a poner los pies fuera de su tierra natal o a relacionarse con gigantes de otras regiones.

Aquello no importó mientras sus padres vivieron —la presencia de estos suponía que siempre tenía a alguien cerca para echarle la bronca por ser tan cobardica— pero cuando el egoísmo de ambos hizo que estiraran sus respectivas y gigantescas patas con solo una semana de diferencia, Juan se encontró inesperadamente solo en el mundo.

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JUAN Y EL MATAGIGANTES

Primero la palmó el padre, cuando su barca ballenera volcó como consecuencia de un gigantesco eructo suyo y una manada de orcas lo compartió para merendar; y el fin de la madre tuvo lugar muy poco después, al perder pie

mientras quitaba el polvo a las almenas

una preciosa mañana

de mayo*.

* Lo único bueno del accidente de la madre fue que su chillona caída en picado le ahorró a Juan la molestia de cavarle una sepultura.

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La desaparición de la madre resultó especialmente penosa para el joven gigante. Sollozó durante días, preguntándose quién iba a hacerle la próxima comida.

Pero una triste mañana, mientras hojeaba, embargado de emoción, viejos libros de recetas en la cocina del castillo, se le ocurrió que, si seguía las instrucciones, también él podría ser capaz de preparar comidas. Así que hizo la prueba y, para su sorpresa, descubrió que tenía un instinto natural para lo que ciertas serias instituciones educativas

han dado en llamar

«tecnología de la alimentación»

y su madre

llamaba «guisar».

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JUAN Y EL MATAGIGANTES

Pero ser un genio en la cocina no lo es todo, especialmente cuando no se tiene a nadie para quien guisar excepto a uno mismo. Y una oscura y aplastante soledad se apoderó de Juan, sobre todo por las noches, cuando el castillo estaba

más lóbrego y silencioso.