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Editado por LOM Ediciones 1 edición 1995luisemiliorecabarren.cl/files/Galvarino_y_Elena.pdf · un par de años en la revista "Vistazo". ... profesores, la entrevista de los mineros

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Editado por LOM Ediciones 1" edición 1995 © José Miguel Varas Registro de Propiedad Intelectual N° 94.544 I.S.B.N. 956-7369-26-7 Diagramación e Impresión: LOM ediciones Maturana 9, Santiago. fono : 672.2236 - tono/fax:: 671.5612 IMPRESO EN CHILE El autor agradece el apoyo de FONDART(Fondo de Desarrollo de la Cultura y las Artes del Ministerio de Educación) en su concurso de 1994, que hizo posible desarrollar y completar la escritura de este libro.

EL DIARIO HABLADO Habla el autor: No puedo precisar cuándo nació la idea de este libro. En 1992 comencé a someter a Galvarino a un régimen de entrevistas sistemáticas y algo más tarde entendí que también era indispensable dar la palabra a Elena. El interrogatorio, con largas pausas, diálogos interrumpidos en Coquimbo y en Santiago, envío por correo de listas de preguntas (nunca respondidas del todo) y largas conversaciones telefónicas, duró casi dos años. En realidad, había comenzado unos cuarenta años antes. En 1954 me topé por primera vez con Galvarino en el segundo patio de la vieja casa de Catedral 1377, donde funcionaba entonces "El Siglo". Yo llegaba a trabajar en aquel diario, después de un par de años en la revista "Vistazo". Vi a un hombre delgado y menudo como un jockey -un metro 58, unos 48 kilos- que se precipitaba a estrecharme la mano con expresión dichosa, como si mi llegada fuese la culminación de sus mejores esperanzas. Un rostro fino, de cejas espesas, algo simiesco, plegado y desplegado en múltiples arrugas fraternales, una sonrisa nortina con abundancia de dientes blancos, una mano seca y firme, un discurso de bienvenida algo solemne. Me sentí divertido, halagado pese a mi escepticismo ante los elogios, pero no incómodo. Tuve la sensación inmediata del zapato viejo, de la facilidad absoluta con que a veces, raras, se produce una relación humana sin reservas. No me pasaba sólo a mí. Después de un tiempo pude observar que ciertos personajes de temperamento gélido manifestaban en contacto con él, un repentino deshielo. El Chico irradiaba calor. Lo irradia todavía. Uso el pretérito porque estoy hablando del pasado; en rigor debería hablar en presente para referirme a ésta y otras calidades suyas. Si en un ángulo del patio tres periodistas se mostraban sombríos o coléricos, mientras trataban una situación ingrata, como la denegación de un "suple" destinado a financiar en el boliche más cercano una colación de té puro y pan con arrollado, bastaba que Arqueros se aproximara para que en los rostros se produjera una iluminación general, como si en el interior de sus respectivas calaveras se hubiera encendido una ampolleta; todos esbozaban sonrisas o, a lo menos, desfruncían los labios. Un minuto después estallaban risas. Esto no se debía a que Galvarino fuera abundante de

retruécanos, bueno para la talla. No. A veces lo que decía era un saludo simple, un "quiuuubo, compañeros". Su gesto, su presencia, la cordialidad de su voz, acaso la prolongación de la "u" bastaban para cambiar el clima. Transmitía un misterioso contentamiento. No se conocían los motivos que pudiera tener para ser feliz o estar siempre alegre, fuera de su transitoria presencia en este mundo. Era casado, tenía muchos hijos, vivía al borde de la miseria, trabajaba como periodista por un sueldo abstracto en un diario expuesto en cualquier momento a procesos, asaltos, multas y clausuras. Pertenecía a la cofradía maldita de los comunistas, reducida a mínimas proporciones por los años de represión del gobierno de González Videla. La suya era una vida difícil en tiempos difíciles, aunque no exentos de esperanzas. Abundaban éstas, más que hoy. No tanto las sonrisas, salvo las suyas. Cuando regresaba al diario después de recoger noticias en su frente -actividad que se designaba entonces y todavía hoy con el detestable verbo "reportear"- el trabajo se interrumpía. Los que estábamos en la redacción formaban círculo para escucharlo. Llegaba con los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas de excitación periodística. Lo que contaba sobre la huelga de los profesores, la entrevista de los mineros con el Ministro del Trabajo, la manifestación de las dueñas de casa de San Miguel contra la carestía, la inminencia de la huelga del carbón, el pliego de peticiones de los baldosistas u otros episodios de la santa lucha de clases, estaba siempre lleno de tensión dramática y detalles graciosos. Su relato era puntuado una y otra vez por las risas del auditorio. Luego, el Jefe de Crónica o en ocasiones el director, Orlando Millas, le daba indicaciones sobre cuántas carillas debía tener su crónica, en qué aspectos poner el acento, cuánto espacio se le daba y en qué página. Se sentaba a escribir con velocidad notable, borrosas sus manitos sobre el teclado de la histórica Underwood. Media hora después, entregaba dos, tres o cuatro carillas a doble espacio, correctamente tituladas. Su lectura solía ser decepcionante. Estaban, sí, los mismos hechos, expuestos con claridad en el orden adecuado, pero... ¿y las anécdotas, y aquel gracejo? Se habían evaporado. Lo que quedaba era una información de prensa seria. Demasiado seria. Por momentos, doctrinaria. Era como si se revistiera, para escribir, de una casaca rígida y gris de comisario. Entre los redactores de "El Siglo" era conocido este fenómeno. Se hablaba del "diario hablado” del Chico, en contraste con su "diario escrito". Alguien propuso usar una grabadora para registrar lo que decía, sin que él lo supiera, y luego que otro periodista pasara sus palabras al papel. Esta idea nunca se materializó, por dos razones: 1) habría sido ofensiva para él; y 2) éramos muy pobres y no teníamos ninguna posibilidad de disponer de un aparato para registrar la voz, equipo de peso y tamaño considerables que en aquellos años 50 recién hacía su aparición en las radioemisoras más pudientes. (Alguna vez Neruda habló de un fenómeno semejante que se producía con dos de los personajes más admirados por él: Federico García Lorca y Acario Cotapos. Sostenía nuestro poeta que jamás, ni en verso ni en prosa, había alcanzado Federico aquella prodigiosa inventiva y capacidad verbal que manifestaba al hablar en la tertulia cotidiana con sus amigos. Nunca nadie pudo reproducir tampoco las descomunales ocurrencias de Acario. "Alguien tendría que haberles grabado", decía Neruda en tono quejoso). Es probable que el encanto y la animación del "diario hablado" de Galvarino estuviesen en parte motivados por la presencia de un público. El poseía -posee, de nuevo el presente- un temperamento histriónico, una capacidad superior a la normal de proyectar de manera dramática (casi siempre cómica) sus experiencias. Así iba desarrollando ante nosotros, día tras día, su propio personaje como, por lo demás, lo hacemos todos. La diferencia era que el suyo resultaba mucho más juguetón, atractivo y original que los nuestros. Cabe dudar, por otra parte, que "El Siglo" y sus propietarios estuviesen preparados en aquellos tiempos para dar cabida a la soltura irreverente de sus relatos. A lo mejor, él era más realista que nosotros.

La tertulia que animaba siguió viva largo tiempo. Todavía hoy se retuercen de risa algunos colegas de aquellos años que lo escucharon inventar titulares para conflictos imaginarios. Por ejemplo: GREMIO DE BALDOSISTAS CUADRADO CON EL PARO Era una operación poética en la que no podíamos competir con él, aunque lo intentáramos. Otro ejemplo: LOS FERROVIARIOS UNIDOS COMO UN RIEL O bien: APOYO DE MASAS A LOS PANIFICADORES También era insuperable en el conocimiento -o la invención- de dichos y costumbres atribuidos a los trabajadores de los más diversos oficios, faenas, categorías y organizaciones. Nos hizo saber que a los eléctricos los llamaban "los nerviosos"; mecánicos y metalúrgicos eran, por tradición, "los tiznados"; a los carpinteros se les dijo desde siempre "los matapalos" y a los obreros del gas (no sin protestas), "los hediondos". Desplegaba su arte sobre todo al contar pasajes de su vida. El suyo es un talento narrativo natural, perfeccionado por la experiencia y por una cultura vasta e informal adquirida en múltiples fuentes además de los libros. Una combinación de riqueza en los sucesos, memoria precisa, lenguaje exacto y una buena dosis de imaginación. Su tono es la seriedad del humorista. Tengo la esperanza de que parte, a lo menos, de eso permanezca en las páginas que siguen, de manera que el resultado esté más cerca del "diario hablado" que del escrito. Dejé de verlo largos años, desde mucho antes del cataclismo de 1973. Y no lo vi, por cierto, durante los quince años que duró mi exilio. Pero lo recordaba a menudo. De manera vaga pensaba en la posibilidad de recopilar su anecdotario, de intentar una biografía suya basada en sus propias palabras, a la manera del libro sobre Juan Chacón Corona, que publiqué en 1967. ¿Para qué? No me planteaba ahora -como en otros tiempos- objetivos extraliterarios, ideológicos, políticos, didácticos o históricos. Imaginaba ante todo el placer de volver a escucharlo, de buscar nuevas precisiones o detalles de maravillosos episodios que recordaba, como los de "la comida para el perro", "la Bukovina y la Besarabia" o "la mina del Partido". Y el placer de meterme en la empresa literaria de ponerlas sobre el papel. Después, claro, vienen otras racionalizaciones. Pensar, por ejemplo, que la suya es una vida que cubre una parte considerable del siglo XX, desde 1917 hasta hoy, y que ha vivido desde abajo muchos de los principales acontecimientos de este período. Pero, además y sobre todo, evocaba, al recordarlo, el misterio de su sempiterna alegría, anterior-tal vez genética-a la posesión de las gloriosas certidumbres de los que creían (creíamos) tener todas las respuestas... hasta que nos cambiaron las preguntas, como decía un rayado mural de Montevideo. Nos encontramos de nuevo en Santiago, en el sepelio de algún viejo camarada. Conversamos, se dejó convencer y después, ya con mi proyecto en marcha aceptado por él, nos pusimos a trabajar en su casa de la Población San Juan de Coquimbo. Lo que resultó tiene, es cierto, un punto de partida, una base documental. En cierta medida es periodismo, a lo mejor es historia. Pero, también tiene mucho de novela. ¿ 0 no, dicen ustedes?

LOS NOMBRES Habla Galvarino: Mi nombre es Galvarino, pero mucha gente me conoce por Juanito. Esto se debe al teatro. Algunos se impresionan tanto con lo que ven en el escenario, que lo toman por realidad. Bueno, incluso mi compañera sólo me llama así: Juanito que esto, Juanito que lo otro, Juanito que acá que allá. Pero en ella es por otra razón. Me tocó hacer de Juanito en el drama en tres actos "El lamento de la mina" allá por los años 30, en centros mineros de la provincia de Coquimbo. Fue mi mayor éxito en las tablas. También es cierto que fue mi única actuación. El protagonista de la obra era un muchacho de quince años. Valiente y con mucha conciencia de clase, este niño, Juanito, enfrentaba al explotador sin entrañas y levantaba a los mineros a la lucha. Fue el papel que me tocó. A veces, cuando iba caminando por la calle Urmeneta en Andacollo, había gente que me saludaba con respeto y me felicitaba por mi "firmeza". Al cabo de poco tiempo, me encontré con que todos me llamaban "Juanito". Hasta hoy muchos creen que me llamo así. Mi compañera, ya lo dije, también me dice Juanito, pero no es por lo del teatro. Ella encuentra que Galvarino es un nombre "demasiado grande" para mí. En realidad yo debía haberme llamado Julio. Ese fue el nombre que escogió mi padre. Mi mamá fue la encargada de inscribirme en el Registro Civil. Pero en ese trámite la acompañó una vecina con mucha iniciativa. Cuando el funcionario preguntó qué nombre se le iba a dar al niño, mi mamá, que era tímida, se quedó muda y la vecina, con voz fuerte, se adelantó a declarar: -Galvarino. como su padre. Cuando regresamos a la casa, mi papá se acercó a mi madre, que me traía en sus brazos (ella lo contaba) y tomándome con mucha ternura, dijo: -¡Mi Julito! -No se llama Julio -dijo mi mamá, con un hilo de voz. No sé cómo siguió la conversación. Mi padre tuvo que aceptar el hecho consumado. Debo precisar que me llamo Galvarino Arqueros, Phillippi por parte de madre. Mi padre era herrero. Herrar caballos y mulas fue una de sus principales ocupaciones. "Herrar humano es", decía riéndose para adentro entremedio del bigote, mientras con la mano izquierda le levantaba sin esfuerzo la pata trasera a un caballo y con la mano derecha martillaba para hundir los clavos y fijar la herradura en el casco. Además tenía otras gracias. En ese tiempo no había ventana de casa principal sin su reja de fierro forjado. Las que él hacía eran artísticas de veras. Era muy curioso con los metales, carruajes, mecanismos y maquinarias de todo tipo. Llegó a ser un mecánico de alta calificación. La casa donde nací, el 11 de agosto de 1917,estaba en la calle Amunátegui 1150 de Iquique. Al lado se encontraba el taller que instaló mi padre cuando se fue de la Oficina Salitrera "Alianza". Su nombre era Galvarino Arqueros Larrondo. Su padre, o sea mi abuelo, a quien no tuve el gusto de conocer, era profesor de la Escuela de Minas de La Serena y se llamaba José Miguel. Mi abuela paterna se llamaba Josefina. Un antepasado de mi abuelo, minero, descubrió al interior de La Serena un rico mineral de cobre que fue bautizado con su apellido. Esto siempre se recordó con orgullo en la familia. Todavía existe el pueblo Arqueros y la mina de cobre Arqueros se sigue explotando, aunque ahora da poquito. En uno de sus Recados que tengo a mano por aquí en un libro, Gabriela Mistral escribió sobre ese pueblo y sobre la "manía minera" de los nortinos. Dice así: "Recuerdo unos meses de mi juventud pasada en Arqueros. El medio día era muy caluroso; pero en cuanto empezaba a soplar el viento, iban subiendo de la quebrada donde está la aldea,

hombres y mujeres dispersos, los 'cateadores', y caminaban hasta el anochecer como sonámbulos, por los cerros pelados. Recuerdo una cara de verdadero embrujado de ojos ardientes, un “buscador” ya tomado por la locura. -¿A dónde van?- preguntaba yo, porque no se me ocurría que tarde a tarde, durante años, aquellas gentes caminaran así, como poseídos, por las lomas malditas, sin una hierba. -¿A dónde han de ir?- me dijeron-. Los que no tienen caballos, salen así, a pie, a “catear”, hasta donde les alcanza el día. Cuando menos, suelen hallarse una piedra con metal en un rodado. Ahora me doy cuenta de que “catea” media población y la otra mitad “catea” también, aunque sea desde su casa, es decir, subrogada por un vagabundo a quien sostiene”. EL ENGANCHE A mi padre lo agarró, hasta cierto punto, la manía minera. Muy muchacho se fue del Norte Chico al Norte Grande, a la pampa salitrera, hipnotizado por un enganchador que llegó a La Serena. Estos eran hombres rumbosos, buenos para convidar comida y trago, muy bien trajeados, que tenían relojes, cadenas y hasta dientes de oro. Algunos usaban sombrero de copa y fumaban puros. Deslumbraban a la gente. Lo que hacían era reclutar mano de obra para las faenas del salitre por cuenta de las compañías. Buscaban a sus clientes por pueblos y aldeas; eran generalmente los más pobres, jóvenes campesinos o cateadores, pequeños mineros. Pero este diablo que llegó a La Serena tenía otra misión: buscaba adolescentes de ciudad con alguna instrucción. Lo hacía, seguramente, por encargo de alguna empresa necesitada de gente que supiera algo más que echar pala, para otro tipo de trabajo. Hoy se diría "cuadros". Comenzó a hablar con numerosos muchachos. Sabía convencer. Les decía que si se quedaban, no tenían más futuro que meterse de curas o llegara ser, como gran cosa, ebanistas, sastres o peluqueros. En el Norte Grande, en cambio, todo era distinto. "Hay mucho progreso, se puede hacer fortuna". Todos iban a volver ricos. Y sacaba, para mirar la hora, un enorme reloj Waltham, de oro, con cadena del mismo metal, que encandilaba con su brillo. Eso sí, les advertía que se fueran callados de sus padres porque ellos, sobre todo las madres, nunca quieren que los hijos se alejen por el mundo, se hagan hombres y surjan por su esfuerzo. "Pero después, cuando vuelvan con sus buenos pesos, ¿cómo los van a recibir? ¡Con lágrimas en los ojos!" Y escuchándolo, algunos sentían una cierta humedad en la visual y la garganta apretada. Eran como el hijo pródigo antes de partir. Se inscribieron para la aventura unos quince. Llegada la hora, sólo partieron seis o siete. Entre ellos, mi padre y su hermano Luis. Me imagino que en la casa de mi abuelo José Miguel la cosa apretaba. Se las echaron en uno de los barcos caleteros que recorrían el litoral nortino. La distancia hasta el puerto de Iquique la cubrió el vapor en algo más de un día. Llegaron medio muertos, con sed, mareados y hambrientos, pero ansiosos de hacer fortuna. En Iquique los enganchadores los reunieron y les dieron diversos destinos. Entre los que llegaron entonces estaba Elías Lafertte. Pero no enganchado como los otros. Vino de Salamanca acompañado de su madre, maestra primaria. A ella la habían exonerado del magisterio por balmacedista. Por el mismo motivo, su padre estuvo encarcelado en Illapel. Mi papá y Elias comenzaron a trabajar en la maestranza del ferrocarril salitrero. Allí existía una organización obrera vinculada a la Mancomunal. la primera federación de los trabajadores del salitre, nacida con el siglo. Asistieron a una asamblea. Al salir, mi padre le preguntó a Lafertte: -¿Qué te pareció la reunión? -Latosasa. Yo quería salirme, pero tuve que quedarme hasta el final porque nadie se salía.

Mi padre le rebatió: -No, pues. Hay que ir porque así estamos defendiendo nuestro propios intereses. -Así será, -respondió tercamente Elías-, pero ¿cómo aguanto la lata? Mi padre siguió asistiendo a las reuniones y a veces ayudaba en la distibución de volantes o en otras tareas societarias. Elías se burlaba de él: -Mira, mientras tú estabas metido en la lata con los viejos, yo, a la misma hora, estaba en la Filarmónica de la calle Thompson. Había unas niñas tan simpáticas, ¡para qué te digo! -Pero es que la reunión...- decía mi papá. -¡Cómo se va a comparar una cosa con otra, pues hombre!- decía Elías, -ustedes ahí sentados, lateando, y yo. mientras tanto, bailando. ¿Qué tal? No estuvieron mucho tiempo juntos. Mi padre supo que se podían ganar salarios muy superiores en la pampa trabajando como "tiznado" -calderero, herrero o mecánico-en los talleres o fraguas que existían junto a cada oficina salitrera. Se encontraron de nuevo en la gran marcha de 1907, cuando miles de trabajadores del salitre en huelga bajaron a Iquique en demanda de mejores salarios. Se saludaron y mi padre le dijo: -Veo que ahora participas en la organización. Me alegro de verte en la marcha. -No me palabrís tanto,- le contestó Elías-, yo no vine voluntario. Al que no quería participar ni estar en la huelga, le sacaban los pantalones y lo vestían de mujer. Y antes que eso, preferí venir. En su libro "Vida de un comunista", Lafertte atribuye esta amenaza a una mujer, una de las "niñas Oyanedel", propietarias de una casa de comida en la oficina salitrera donde él trabajaba. Por lo que él mismo cuenta, en ese entonces estaba muy enamorado. Así mismo lo dice: "Aferrado a Zoila Bazán, yo no sentía en mi interior el deseo ni la necesidad de acompañar a los trabajadores en todos los ajetreos propios de una huelga.(...) Pero por la mañana, al ir a desayunar a casa de las niñas Oyanedel, con Ernesto Araya, una de ellas se encaró a nosotros, frunció las cejas y nos dijo con tono violento: -¿No piensan ir al campamento de abajo? Si a las doce del día no les han sacado los pantalones, nosotras nos encargaremos de hacerlo". Meses antes, mientras trabajaba en otra oficina, a mi padre le habían encargado arreglar varias victorias destartaladas. Las dejó como nuevas, muy bien calafateadas y pintadas. Se corrió la voz de sus habilidades. Después lo mandaron llamar de Iquique para que hiciera lo propio con los coches de la Intendencia. El comando que dirigía la huelga de los mineros en 1907 funcionaba en la Escuela Santa María. El local estaba repleto de trabajadores y otros miles se concentraban en la plaza delante de la Escuela. Mi padre llevaba allí como una hora cuando divisó al mayordomo de la Intendencia, que se abría paso con gran dificultad por entre aquella masa humana. El hombre le hizo señas, muy agitado y, al llegar a su lado, le dijo en susurros: -¡Arqueros! ¡Nos vamos al tiro, nos vamos al tiro! - y lo agarró de un brazo. El se resistió un poco: -Pero, ¿por qué? ¿Qué pasa? -No me pregunte nada, iñor. Vengo a salvar su vida. ¡Vamos! Cuando estuvieron a cierta distancia le dijo al oído: -Los van a matar. Minutos después las tropas al mando del coronel Silva Renard abrían fuego contra los huelguistas y se desataba la masacre, la más terrible matanza de obreros de la historia de Chile. Mi tío Luis encontró trabajo en la pampa como empleado de administración y mi padre, después de variadas experiencias terminó por tomar a su cargo, en la oficina "Alianza", el herraje de las mulas. Estos animales se usaban en gran número para movilizar las carretas con el caliche desde las faenas en el interior de la pampa, hasta los molinos donde se molían los costrones de tierra reseca y dura como piedra, cargados de mineral, para separar el salitre. Alguna vez le pregunté a mi padre si él o su hermano habían visto de nuevo a sus propios padres, después de huir de La Serena, inducidos por el enganchador. "Nunca", me dijo algo

apenado, "no volvimos a verlos renunca". Parece que mis abuelos don José Miguel y doña Josefa no dejaron gestión por hacer para encontrar a los muchachos fugados: pusieron avisos en los diarios y hasta recurrieron a la policía. Todo fue inútil. El salitre se tragaba jóvenes por miles y miles. El correo era lento pero no funcionaba mal. Cierto que la mayoría no escribía cartas, entre otros motivos, porque no sabían leer ni escribir. Además el trabajo era demasiado absorbente y se cambiaba de empleo y de lugar con frecuencia. Mi papá perdió todo contacto con sus padres y con sus demás familiares, numerosos. Sólo unos veinte años después, para la gran crisis del 30 vino a toparse con Gustavo Arqueros, un primo suyo, en aquel tiempo Intendente de la provincia de Coquimbo. LOS AÑOS FELICES En la pampa, con su trabajo de contratista y herrero, comenzó a ganar plata. Esto le permitió un lujo que pocos "caucheros" podían darse: tomar vacaciones en el sur. El "Sur" para mi papá era Vallenar, cuando más La Serena; Valparaíso ya vendría a ser el extremo Sur. Allá por 1912 o 13, se enteró que acababa de inaugurarse el camino por el interior del valle del río Huasco, desde Vallenar hasta San Félix. Le pintaron ese pueblo como un lugar ideal para descansar, un vergel con árboles, tierras fértiles, vegetación y fruta en abundancia. Averiguó como podía llegar hasta allí. Un cochero vallenarino le dijo que podía llevarlo, pero sus palabras fueron poco alentadoras: -No creo que le convenga. Tengo que llevar dos parejas de caballos. Son sus tres horas y el camino no es conocido. Por todo esto, tendría que cobrarle 150 pesos. Para su sorpresa, mi padre aceptó de inmediato. Mientras subían por la carretera recién abierta, la gente salía a las puertas de las pocas casas que la bordeaban. Mi papá le preguntó al cochero: -¿No estará temblando? Mire como sale la gente... El hombre le respondió: -No, señor. No es eso. Se asoman porque es primera vez que se ve una victoria por estos lados. Salen a la novedad. Cuando llegaron a San Félix, mi padre quiso saber de algún lugar donde pudiese conseguir alojamiento. El cochero había oído hablar de un gringo, casado con una chilena del lugar, que recibía huéspedes en su casa. Lo encontraron sin dificultad. Don Guillermo Phillippi era uno de los gringos que trajo Balmaceda para que hicieran progresar al país. Tenía un almacén donde vendía de todo y al lado un matadero para carnear animales. En la casa había también cuartos donde recibía como alojados o pensionistas a las personas de respeto que llegaban por esos lados. Mi padre fue bien acogido y pasó unas lindas vacaciones a su entera satisfacción. Tenía don Guillermo cuatro o cinco hijas. A mi padre le gustó una de ellas, Leonor. Se enamoró de ella y fue correspondido. Recuerdo los nombres de dos de sus hermanas: Orfelina y Margarita. Tres años seguidos fue a San Félix en el verano y terminó pidiendo la mano de su enamorada. Se casaron en 1916. Y se fueron a la pampa salitrera. A ella le hizo mal el clima del desierto, con sus solazos en el día y el frío húmedo de la camanchaca por las noches. Quedó encinta (ése era yo), pero un médico que la vio le dijo que su salud corría peligro si no se iba a un clima más benigno, un puerto por ejemplo, y que tal vez su embarazo no iba a llegar a término. Para mi padre, tener un hijo era una sentida aspiración y casi una idea fija. No vaciló, pese a que el cambio era una aventura en lo económico: se fueron a Iquique. Allí instaló su taller de mecánica y herrería junto a la casa de la calle Amunátegui. Yo nací al poco tiempo. Desde muy pequeño mi madre hizo que me grabara en la memoria el número de la casa: 1150. No se me ha olvidado.

Los primeros años de mi vida, en Iquique, fueron felices. Como la casa era amplia, llegaban de Santiago o de los puertos y oficinas de la zona salitrera, dirigentes de las organizaciones obreras y del Partido Obrero Socialista, fundado por Luis Emilio Recabarren en Iquique en 1912. Casi todos eran amigos o conocidos de mi padre, de sus tiempos de pampino. Más de una vez estuvo allí el propio Recabarren. Pero mentiría si dijera que conservo algún recuerdo directo de él. En su taller, mi papá arregló en diversas oportunidades la vieja prensa Marinoni, donde se imprimía el periódico del partido, "El Despertar de los Trabajadores". De vez en cuando, por orden de las compañías del salitre y del gobierno, los policías asaltaban la imprenta y se empeñaban en destruir la prensa a golpes de combo. Mi padre se encargaba de repararla en su taller. Según sus recuerdos, en Iquique teníamos una vecina peruana, casada con un chileno, Gatica, un hombre alto y muy flaco, pintor de brocha gorda. Un tabique delgado, con algunos agujeros, separaba nuestra casa de la de este matrimonio. Cada mañana, la vecina comenzaba a hablar en voz muy alta sobre lo que su marido consumía en el desayuno. Su discurso era algo así: -Pero no puede ser, Gatica, ¡cómo va a ser eso! Además de dos huevos con jamón, un tal pedazo de carne, pues. Y todavía ha de comer pan amasado con mantequilla y tan enorme tajada de queso, aparte del café con leche. ¿No le parece exagerado, Gatica? Otras veces la enumeración de los platos del desayuno incluía bisteques con papas y cebolla frita, picantes de guatitas, chorizo, carne mechada, etc. De vez en cuando, mi padre pegaba un ojo a uno de los agujeros de la pared, hechos tal vez por ratones o termitas (con alguna colaboración humana) y veía, así contaba, que cuando la vecina hablaba de tales abundancias, su flaco marido sorbía té puro de un tazón sin oreja mientras roía un pedazo de pan duro. Otras veces, era el pintor quien hablaba. Al llegar a la casa en la tarde, de regreso de alguno de sus trabajos, decía: -Adivine en casa de quién almorcé hoy... -A ver, a ver...- decía ella-, ¿sería donde los Williamson? -No, frío - frío... Ella seguía enumerando los apellidos de familias ricas de Iquique: los Solari, los Eastman, los Hardie... Al final, él decía: -Ya veo que no va a adivinar. Hoy almorcé...en casa del Intendente. Según mi padre, podía ser cierto. En efecto, lo llamaban de vez en cuando de alguna de esas casas para que fuera a hacer trabajos de pintura. Y era verdad que almorzaba allí, sea en la cocina o encuclillado en un rincón del patio. Se reía mi papá pero admiraba la dignidad de Gatica. con hilachas colgando de las mangas, es verdad, pero siempre correctamente vestido de negro, con sombrero, chaleco, cadena de oro (con o sin reloj) y corbata sobre su camisa blanca, muy remendada, lavada y relavada. Con el tiempo, Gatica y la vecina peruana se convirtieron para nosotros en una especie de símbolo. Nos acordábamos de ellos cuando estábamos más pobres y nunca dejábamos de reírnos. Otra historia de mi padre, de aquellos años, es la del aerolito. Al caer la tarde, los vecinos de Iquique se sentaban a las puertas de sus casas a tomar el fresco. Era la ocasión de conversar de cosas del trabajo, de la familia y del tiempo. Unas conversaciones pausadas sobre temas requetesabidos. Un día se produce un hecho extraordinario: pasa de sur a norte a no mucha altura, echando centellas, un cuerpo de fuego del tamaño de una pelota de fútbol.

-¡Un aerolito!- dice uno de los vecinos, más enterado que los demás-. Ese va a ir a caer al Colorado. Es un sector situado a corta distancia, al norte de Iquique. Otro dio una opinión diferente: -¡No! Mucho más lejos. Ese cae en Pisagua. Otro más técnico: -No, no. Si iba bastante alto. Por la inclinación que llevaba, ese cae por lo menos en Arica. Se manifestaron diversos pareceres, pero no se llegó a un acuerdo. En general, se consideró exagerada la idea de que pudiera llegar hasta Arica. Unos días más tarde, un diario de Santiago informó que un aerolito que se desplazaba de sur a norte había caído en el centro de México y había hecho un hoyo de veinte metros de profundidad. Los comentarios de semejante maravilla seguían años después. En eso llegó a su término la I Guerra Mundial y se desató la más grave crisis (hasta entonces) de la industria salitrera. Iquique se llenó de cesantes que alojaban en albergues. No había actividad. Al taller de mi padre no entraban ni las moscas. La situación llegó a tal extremo, que lo vendió en dos chauchas y se inscribió como cesante. El gobierno prometió llevar a Santiago a los cesantes del salitre. En su mayor parte, ellos habían llegado del campo a la pampa, desde las provincias del centro y sur del país. Desde la capital, razonaban las autoridades, volverían a sus pueblos de origen. No fue así. En los hechos, casi todos fueron a dar a los albergues santiaguinos, porque ya no se veían de inquilinos. Tenían pocazas ganas de volver a la esclavitud de las haciendas y conservaban la esperanza de regresar a las duras faenas del salitre, donde los salarios eran o habían sido mucho más altos y se sentían más libres a pesar de los abusos de las pulperías, las listas negras, las masacres, las vinchucas y otros detalles. Estos campesinos transformados en obreros ya no querían convertirse de nuevo en campesinos. Nosotros teníamos donde llegar en Santiago. Mi padre escribió a su cuñado Manuel Phillippi, explicándole la situación y él se manifestó dispuesto a recibirnos. Con eso, ya tuvimos la esperanza de llegar a una casa en vez de ir a parar a un albergue. COSAS DE GRANDES Habla Elena: Mi papá y mi mamá eran prácticamente unos niños cuando hicieron cosas de grandes y me engendraron a mí. El tenía 16 años y ella 14. El resultado de eso fue que me crió mi abuelo; yo siempre le dije papá porque fue en todo como mi padre. Mi madre se llamaba Amalia González y mi padre de verdad, Manuel Rojas. Eran tan chicos, que mi abuelo no los dejó casarse. Pero tal vez ni tanto por la edad. Lo que pasa es que mi papá era muy pobre -un niño que trabajaba en una panadería barriendo y para los mandados- y mi abuelo halló que era poco para su hija. Ni siquiera era panificador. Entonces resultaba ser menos que mi mamá, porque ella estaba en el último año de la Escuela Normal de La Serena. Bueno, de ahí nací yo. Hay esas historias que contaban. Parece que quisieron, alguien quiso, que mi mamá abortara, para evitar el escándalo y además para que continuara estudiando. El dijo que no, por ningún motivo. Entonces mi papá (el de verdad, no mi abuelo, por eso yo lo quiero y se lo decía a él después), ese muchachito flaco y chico que era entonces sacó no sé de adonde un revólver, le salió al camino a mi abuelo cuando iba en su carretela con los tarros de leche y lo amenazó diciéndole que si a la Amalia le hacían el aborto, él lo iba a denunciar y además lo iba a matar. No sé si fue por eso o por otro motivo, lo cierto es que el embarazo siguió su curso y yo pude nacer. A mi mamá la mandaron al campo para que diera a luz en secreto, sin pasar el bochorno

de tener un hijo natural y que todos lo comentaran para deshonra de la familia. Yo fui a nacer en una parte que se llama Los Minerales, entre Condoriaco y Almirante Latorre, unas "posadas" campesinas, así las llaman, caseríos tan chicos que no están en el mapa, no alcanzan a ser pueblitos, aldeas ni nada. Nadie le había enseñado a mi mamá ninguna cosa de cómo nacían los niños, era una niña chica metida en cosas de grandes, y cuando empezó el trabajo de parto le dio tanto miedo... Las casas campesinas tienen las vigas al descubierto. Ella vio que ponían un cordel colgando de allá arriba y se asustó. No sabía para qué podía ser. Es que era tan chica... Recién entonces unas señoras grandes le dijeron por donde nacían las guaguas y todo, y la mandaron a pillar una gallina negra. Las negras son las que dan la sustancia más reponedora. Así, lo que naciera la guagua le iban a dar ese caldito de la negra, para que se repusiera. Y mandaron a buscar a don Simón, un campesino que sabía de esas cosas. Un partero. Además le explicaron a mi mamá que el cordel colgado de las vigas era para que se agarrara de él y pudiera pujar con más fuerza. En el campo era así. Y así nací yo. Con esas historias nací yo. Eran las costumbres de antes. Contaba mi mamá que en los primeros tiempos, cuando me estaba criando, a ella le gustaba irse a pastorear las cabras. A mí me dejaba acomodadita en un chal, en un como nidito que armaba entre las piedras. Un día yo lloraba, lloraba, hasta que de repente me quedé callada. Ahí se alarmó mi mamá. Vino corriendo y me encontró muy tranquila mamándole a una cabra. Feliz y contenta. Unos tres meses debo haber tenido yo. Mi mamá me lo contaba años después. La maldad, decía ella, de haberla mandado por allá sin tener una idea de cómo parir y criar una guagua. Cuando regresamos a La Serena, mi abuelo, como no quería que mi mamá se casara con mi padre, un muchacho sin profesión ni porvenir, le había buscado marido. El candidato era sobrino del obispo, ¡nada menos!, y decía la gente que era "dueño" de la Virgen de Andacollo. Tenía una ocupación de administrador del santuario o algo así. Estaba muy dispuesto a casarse con mi mamá y me iba a reconocer y todo. Pero mi mamá no quiso. Redondamente dijo que no se casaba si no era con Manuel. Al final la internaron en un convento para que terminara de estudiar. A mí me dejaron en la casa, donde me criaron unas tías y mi abuelo, que hizo las veces de padre. Se puede ver entonces qué raros fueron los comienzos míos. VIDA DE PATEPERROS Galvarino: En 1922 nos embarcamos en el vapor "Chile" junto a una gran cantidad de cesantes con sus familias. Yo tenía poco más de cinco años. Tuvimos que viajar en la cubierta, porque los camarotes eran para otra clase de viajeros. Dormíamos sobre frazadas y bajo las estrellas. Tengo un vago recuerdo de discusiones nocturnas, debido a que algunos tocaban guitarras y cantaban, despertando a las guaguas y a los niños chicos. Había intercambios de palabras fuertes pero no violencia. Se imponía el buen criterio. La navegación hasta Valparaíso duró cinco días. Luego hubo que tomar el tren hacia Santiago, donde una comisión recibió a los cesantes del salitre con sus familias y los condujo a los albergues. A nosotros nos esperaba el tío Manuel. Su casa estaba en la tercera cuadra de la calle Chacabuco. Vivía de un pequeño negocio y desarrollaba otras actividades. Gracias a sus relaciones, mi padre encontró trabajo en la sección cerrajería de una gran obra que se construía en la Alameda: la Biblioteca Nacional.

Yo acompañaba a mi madre cada día a llevarle la vianda con el almuerzo. Hacíamos el viaje en un carro con imperial (segundo piso). Al bajar, ella siempre me recomendaba: -No te muevas de mi lado, no te acerques a las acequias, ¡te puedes ahogar! En aquel tiempo, corrían dos acequias a tajo abierto por las dos orillas de la Alameda de las Delicias. Traían bastante agua pero, la verdad, no tanta como para ahogarse. Cierto que yo era chico. El centro de Santiago era bastante arbolado y las costumbres, sencillas. Había gente de campo, hombres y mujeres, que vendían fruta, tortillas de rescoldo, castañas, queso fresco y otras cosas de comer en canastos. Los folleques (autos Ford) eran escasos. Predominaban los carruajes tirados por caballos El ruido de sus cascos y el aroma de sus bostas superaban lejos al ruido y los gases de los motores. Después mi padre consiguió trabajo estable en una industria metalúrgica de la calle Bernal del Mercado -en aquel tiempo Antonio Varas- en el barrio Pila, no lejos de donde vivíamos. "Estable". Me pregunto por qué digo eso. Tal vez porque lo oí decir cuando niño. La verdad es que para mi padre, en esos años, la estabilidad siempre fue como un sueño: algo inalcanzable. A la casa llegaban pampinos amigos de mi padre y lo invitaban a mítines callejeros, donde se reclamaba trabajo y la vuelta de los cesantes al salitre. Algunos habían comenzado a ganarse la vida como comerciantes ambulantes y más bien querían quedarse en Santiago. Hablaban de ir a levantar casas en unos terrenos eriazos que estaban una legua al sur de la Plaza de Armas. Parece que aquel fue el origen de la población La Legua. Empecé a asistir a una escuela del barrio Pila llamada "de los chanchos", a pesar de ser muy aseada. En 1924 mi madre sufrió un infarto. El médico que la examinó le recomendó, otra vez, cambiar de clima. Mis padres decidieron trasladarse a Vallenar, donde vivía una de las hermanas de mi mamá. La cosa se facilitó porque uno de los socios de la industria metalúrgica donde trabajaba mi papá también tenía que ver con una sociedad minera que explotaba una mina de cobre cerca de ese pueblo. Le dijo que allá iba a tener pega y le dio una carta de presentación. La casa de mi tía era grande, pero estaba medio a mal traer debido al terremoto de 1922. Parte del techo se había hundido y algunas piezas eran inhabitables. Pero quedaban otras que se podían usar sin gran peligro. Algunas de las murallas de adobe tenían grietas por las que yo podía pasar de un lado a otro. Por el patio corría una acequia. Encima de ella había una caseta de madera donde los habitantes hacían sus necesidades. Cosa normal en la época. Nos recibieron con mucho cariño. Me sorprendió la cantidad de primas y primos, algunos adolescentes, otros pequeños como yo o aun menores, que encontré en ese hogar. Corría el año 1925. Me matricularon en la escuela pública vecina, parece que en segundo año. Con tanto cambio no podía avanzar en los estudios. Mi padre salía al amanecer hacia la mina y regresaba tarde. Todo parecía muy normal. Pero un día, recibió dos noticias profundamente contradictorias. Una buena y una muy mala. La primera, proveniente de Santiago, era que el mineral de cobre de una nueva veta encontrada era de muy alta ley, según comprobaban los estudios realizados. Por este motivo, la empresa felicitaba a los trabajadores. Todos, mi padre entre ellos, estaban muy contentos. Pero el mismo día, horas más tarde, llegó alguien a caballo para avisarle que mi madre había muerto de un ataque al corazón. Volvió de inmediato a Vallenar. Vinieron el entierro y otras decisiones. Le propusieron que se quedara a cargo de la mina, incluso le rogaron que lo hiciera, pero el resolvió regresar conmigo a Iquique. Supongo que la muerte de mi madre le producía amargura y prefería alejarse de esos lugares. Por lo demás, en el Norte Grande ya volvían a recuperar impulso las actividades salitreras que él conocía tan bien.

Antes de un mes viajamos al puerto de Huasco para embarcarnos. El viaje marítimo fue sin novedades hasta la llegada a Iquique, donde sí las hubo. El oleaje volcó varios lanchones que

llevaban a los pasajeros del barco al puerto. Entre ellos, el nuestro. Mi padre me dijo con serenidad: -Agárrate firme de mi cuello. No te sueltes ni por nada. Así lo hice. No tuvo que nadar mucho tiempo. Acudieron numerosas lanchas en auxilio de los náufragos. Salvamos la vida, pero no el equipaje. En estas condiciones, con lo puesto, y mojados, llegamos a cobijarnos en la casa de un viejo matrimonio relacionado con la familia de mi madre. Lo primero que hizo mi padre en Iquique fue matricularme en la Escuela N° 51 otra vez en segundo año. Luego salió a buscar trabajo. Lo consiguió en actividades diversas. Anduvo repartiendo pan en un carretón tirado por un caballo; estuvo en una embotelladora de bebidas y en un taller de herrería. En todas esas pegas pagaban poco. Subió a la oficina salitrera Santa Laura, para ver si su hermano Luis, que era Jefe de Pampa, podía ayudarlo a conseguir algo mejor. Este hizo que lo pusieran en una comisión que debía viajar periódicamente a Coquimbo, a comprar mulas para las carretas calicheras. Yo seguí por algunos meses en casa de mi tío Luis. A mi papá le dijeron que tomara contacto en Coquimbo con un hombre que conocía el ramo de la venta de animales, un proveedor ya conocido de aquella oficina, le tocó viajar varias veces a buscar las mulas. En la casa de aquel comerciante había una niña, con quien mi padre comenzó a tener conversaciones. Se enamoró, digamos. Ella se llamaba Sabina Cortés. Mi papá se afeitó el bigote, se veía bastante más joven y andaba cocoroco, hasta yo lo notaba. Al año y medio se casó con ella. Luego me comunicó: "Ella reemplaza a tu mamá". Me costó, pero terminé diciéndole mamá, porque era una persona muy buena. Tuvieron una hija, Rudy, hoy maestra jubilada, y un hijo, Ángel Gastón, por muchos años obrero ferroviario y también periodista radial.

INFANCIA EN LA SERENA Elena: Según el certificado, yo nací en el pueblo de Arqueros. Ahí aparezco registrada. Parece cosa del destino. Cuando chica, siempre decía que me gustaría casarme con alguien que no tuviera apellidos corrientes como tantos que hay aquí: Vargas, Flores o González. Me gustaban apellidos de más sonido, como Arqueros y Urquieta. Tonteras de una. ¿Pero no había de casarme con un Arqueros en fin de cuentas? Me crié con mi abuelo, en La Serena. Después mi papá y mi mamá se casaron, pero a mí ni siquiera me pasaron por el Civil. Mi abuelo no dejó nunca que me reconocieran, tal vez por temor de que me alejaran de su casa. Pasé siempre por hija de mi abuelo y de madre desconocida. Nunca tuve segundo apellido, en mis papeles soy González y nada más. Hasta hoy. Mi abuelo me dio todo su cariño y me enseñó muchas cosas. El era una persona muy agradable: alto, esbelto lo hallaba yo, tenía los ojitos azules, era blanco y tenía una como onda en el pelo echado atrás. Se llamaba Sixto González Vega y venía de Combarbalá. A los 20 años se había arrancado de su casa en el campo para venirse a vivir a La Serena. Empezó a trabajar como comerciante. Vendía leche. En ese tiempo no había, como ahora, leche en botellas. La distribuían en unos tarros grandes que llamaban alcantarillas. Claro que es un nombre muy feo. La vendían así, de a litros, de a medios litros, con medidas de latón. Entonces, él iba vendiendo leche casa por casa. Al comienzo tenía una carretela tirada por caballos, después tenía dos. Las carretelas son como carretones, pero más femeninas; por eso se llaman así, carretelas, porque son más arregladitas. más finas ellas. También tuvo un terreno cerca de La Serena y vacas que le daban la leche.

Cuando yo era chica, mi abuelo me regaló una yegua. ¡Tan linda! Yo la montaba y corría por la orilla del río. Mi tía me decía: "Las señoritas no montan así", porque yo montaba a lo hombre, a pierna abierta, qué sabía yo de conveniencias. Mi tía decía que las señoritas tenían que ir sentadas como de lado y con ropón, pero para eso se usan unas sillas de montar especiales con un cacho para afirmar la pierna. Yo me eduqué con mi abuelo y con mis tías. Muchas veces había desacuerdos. Ellas eran jóvenes pero muy a la antigua. Mi abuelo no era una persona muy devota, no iba a misa los domingos, pero me enseñó a rezar. Tenía sus creencias, claro. Creía en Dios y en "La Chinita", la Virgen de Andacollo. En las tardes acostumbraba conversar conmigo. Yo a veces le consultaba cosas que son naturales, curiosidad normal en una niña. En una de esas le pregunté: -¿Qué es el ombligo? Mi tía se escandalizó: -¡Mire qué pregunta! Y usted, papá, no le esté abriendo los ojos a la niña. No le esté enseñando cosas. El no le hizo juicio. Le dijo: -No, a la niña hay que explicarle el qué y el cómo de las cosas... Mire, cuando se está formando la guagua en la guatita de la mamá, está unida a ella por una tripita. Es como un tubito y por ahí le viene la comida. Después del nacimiento, esa tripa se corta y queda el ombligo. Como toda la gente tiene mamá, por lo mismo toda la gente tiene ombligo. Quedé muy conforme con esa explicación. Ya más grande, mi verdadero papá aprendió de panificador, ya ganaba plata. Con mi mamá arrendaron una casita en Coquimbo y al poco tiempo se les ocurrió traerme a mí a vivir con ellos, a ver si me acostumbraba. Yo tendría unos siete años. De primera me mandaron a mecer la guagua chica que ellos tenían, una niñita que lloraba todo el tiempo, y yo tenía que mecerla. La ponían así, al medio, entre dos camas juntas. Un día mi mamá estaba afuera y la guagua estaba calladita. Después de mucho rato fueron a verla y es que se había resbalado y estaba en el suelo, debajo del catre. Dormía como un angelito. Me retaron bien retada y me puse a llorar. En ese momento llegó mi abuelo. Venía en auto, era muy elegante mi abuelo, fue uno de los primeros en tener auto en La Serena. Me saluda y me dice: ¿Cómo ha estado, mijita? Llorando le conté de la guagua que se cayó debajo del catre y de la retada. Mi abuelo dijo: -Me la llevo. No se acostumbra la niña en esta casa. Yo, feliz de irme porque en la casa de mi abuelo era chica y, se puede decir, algo consentida, mientras que en esta otra casa, de mis padres, tenía que hacerme grande y estar cuidando guaguas. Pero eché de menos a mi mamá. A mí me gustaba como ella hablaba, contaba tantas cosas, mi mamá era maravillosa. Años después tuve la oportunidad de convivir con ella pero nunca por mucho tiempo. Es algo que siempre he sentido. LA GRAN CRISIS Galvarino: Vivimos en Iquique hasta fines de diciembre de 1929. Mi padre trabajaba en un taller de fragua donde solía reunirse con viejos amigos y compañeros. Pero tenía la inquietud de mejorar su condición y eso lo llevó a buscar trabajo de nuevo en la pampa salitrera, donde siempre hacía falta gente como él, calificada en el trabajo mecánico y del fierro. Así fue como, al terminar mi

cuarto año primario, nos fuimos a vivir a la oficina San Antonio, junto al pueblo de Zapiga, donde estaba la estación terminal del ferrocarril salitrero que bajaba al puerto de Pisagua. A diferencia de la mayor parte de la pampa, donde el caliche estaba a pocos centímetros bajo la superficie y se sacaba a tajo abierto, con tiros de dinamita, en San Antonio se extraía el mineral mediante piques de veinte o más metros de profundidad. A mi padre le tocó trabajar en el departamento de ventilación de los piques. En lo profundo de los pozos, a veces los trabajadores encontraban restos fósiles de moluscos y otras especies de la fauna marina, que se regalaban a museos o escuelas. Esos terrenos fueron fondo del mar hace millones de años. El salitre no sería otra cosa que acumulaciones de sales de aquellos mares. Cuando se abrieron las matrículas de la escuela que existía en la oficina salitrera, me inscribieron en el quinto año. Yo tenía entonces doce años. Mi gran temor era que una nueva crisis me impidiera concluir el año escolar. Ya se hablaba de eso. Ocurrió tal cual. Un día de agosto de 1930, la empresa notificó a los trabajadores: a partir de septiembre quedan todos sin trabajo, deben inscribirse en listas indicando adonde quieren irse junto con sus familias. Profundo desaliento. Otra vez la peregrinación. Las dueñas de casa lo sentían incluso por sus perros y gatos regalones, que iban a quedar abandonados en el desierto. En medio de tanta tristeza, había un hombre feliz. Era un zapatero, que justamente en ese momento se ganó el premio gordo de la Lotería de Concepción. Cincuenta mil pesos. Hoy serían millones. Este hombre tenía la costumbre de pegar los boletos de lotería que compraba en la puerta de su taller. Por desgracia, el boleto premiado estaba pegado muy firme, con cola de zapatero. Era imposible sacarlo sin destrozarlo. El afortunado pidió auxilio a sus amigos. Uno de ellos, carpintero, cortó la puerta a serrucho. Sacó un rectángulo de madera con el boleto. Luego, en una alegre caravana compuesta de varios folleques, muchos amigos, antiguos y nuevos, lo acompañaron a Iquique, a cobrar el premio. Al partir, el zapatero dejó abierta de pan en par la puerta de su casa. ¿Qué podían importarle ahora sus enseres? Al inscribirse en aquellas listas, los hombres de la oficina San Antonio indicaban a qué lugares querían ir: Curicó, Talca, Chillán, Santa Juana. Muchos eligieron Coquimbo. También mi padre, ya que su señora, mi nueva mamá, era coquimbana. A comienzos de septiembre se ordenó a los cesantes embarcaren el tren salitrero con sus familiares y sus bultos. El viaje hasta Iquique duraba unas tres horas. Al llegar, el comentario obligado era dónde estaría el nuevo rico y cuál habría sido su destino. Un grupo salió a buscarlo y lo encontró después de unas horas todavía celebrando en grande el premio, en una casa alegre. Otros dicen de mal vivir. Contaron que lo rodeaban muchas mujeres y gente diversa, que jamás lo habían conocido pero que le demostraban una gran amistad. "Al pobre lo van a dejar sin nada", comentaban .Es probable. Pero no conocí el desenlace de aquella historia. Una vez que nos embarcamos hacia nuestros diferentes destinos, nadie volvió a acordarse del zapatero que se sacó el gordo. Yo, entretanto, pensaba que aquellos periplos inoportunos atentaban contra la continuidad de mi educación. Por aquellos días cumplí trece años. Por lo tanto, según mis cuentas de ahora, corría el año 30. Mi padre decidió que nos trasladáramos a Coquimbo. El viaje fue mucho más corto que en 1922. Al amanecer del cuarto día de navegación, el barco estaba anclado en la bahía. Nos agrupamos a mirar el puerto. Lo encontramos hermoso, con sus casitas trepando los cerros y admiramos el verdor de los árboles. Los niños pampinos nunca los habían visto. Las casas del puerto se empingorotaban por los faldeos de los cerros lo que aprovechaban muy bien algunos comerciantes, en especial los que vendían el afamado té Ratán Puro. En varias casas, se pintaba

de arriba a bajo una letra, de manera que la frase ocupaba un par de cuadras y era muy visible desde la bahía y desde el plan. Desembarcamos en lanchas, porque en esos años los barcos de mayor calado no atracaban al muelle. Nos recibieron en su casa parientes de mi segunda madre. Nuestro grupo; familiar era pequeño: mis padres, mi hermanita de 40 días y yo. El panorama se veía oscuro. Muchos cesantes del salitre resolvieron, como nosotros, quedarse a probar suerte en Coquimbo. Se sumaron así a los desocupados coquimbanos, también abundantes. Funcionaban ollas comunes. Con algún colega, mi padre consiguió una bigornia y un fuelle y puso una herrería. Había demanda porque casi todo el transporte era de tracción animal. Poco después sus parientes le consiguieron trabajo en las obras de construcción del tranque La Laguna, al interior de Rivadavia. en plena cordillera, donde nace el valle de Elqui.Nos fuimos a vivir al fundo San Jorge, donde trabajaban parientes de mi mamá. El viaje, de menos de dos horas, me encantó porque el tren iba bordeando el río Elqui sus praderas y viñas y animales pastando. En la estación de Vicuña vi un cartel con el resultado del último censo, que se acababa de hacer. Según eso, los chilenos éramos poco más de cuatro millones trescientos mil. Me dije: -Somos pocos y sin embargo, no hay trabajo para todos, de lo contrario no andaríamos como gitanos. Mi mamá me sacó de esas profundas meditaciones y me pasó una botella de té y un sandwich que había comprado. En marzo de 1931 se paralizaron las faenas por el mal tiempo y regresamos a Coquimbo. Mi padre me matriculó en la escuela N° 1, de nuevo en el quinto año que, naturalmente, no había terminado debido al cierre de la oficina. La escuela estaba frente a la Plaza de Armas. El profesor jefe, don Rodolfo Dávila, era un hombre estudioso. Le gustaba conversar con los alumnos sobre temas que iban más allá del programa. Cuando salíamos de excursión hacia las playas cercanas, nos hacía hablar de la situación que cada cual vivía en su hogar. Así, naturalmente, salía la cesantía, las ollas comunes. Se contaban casos de familias que iban a implorar un poco de comida en la cárcel o a las puertas del Regimiento "Arica" de La Serena. Yo conté algo de las calamidades en el salitre, de cómo subsistíamos con el pequeño taller en que mi padre hacía herraduras, usando a veces los clavos dados de baja en ferrocarriles cuando se renovaban los durmientes viejos de la línea. Un compañero de escuela contó que a su padre lo habían mandado confinado a una isla del sur por participar en una huelga. Supimos que otro compañero estaba faltando a clases porque su padre estaba detenido. Fuimos varios en comisión a visitar su casa. Allí nos recibió su madre y nos dijo que cuando detuvieron a su marido, unos amigos pescadores le ofrecieron trabajo al niño para que así pudiera ayudar a mantener el hogar, donde había otros tres hermanitos más chicos. El profesor nos hablaba de las manifestaciones que realizaban en Santiago los trabajadores y los estudiantes contra la dictadura del general Carlos Ibáñez. La prensa informaba de la inmensa agitación que reinaba en el país, no sólo en los sectores sindicales y populares sino en otras capas de la sociedad debido a la crisis y la represión. La dictadura castigaba incluso a empresarios y personalidades políticas de la derecha. Varios fueron desterrados. Supimos de la huelga universitaria y de la muerte del estudiante de medicina Jaime Pinto Riesco en un enfrentamiento con la policía.Cuando por fin cayó el dictador, el 26 de julio de 1931, ¡qué inmensa alegría!

LAS LECCIONES DEL ABUELO Elena:

En 1931, yo había empezado a ir a la escuela y ya mi abuelo tenía auto. El prime auto de La Serena. Se lo manejaba un chofer que se llamaba don Florindo Venegas. A este hombre lo fondearon el año 32. Yo no entendía qué era eso de fondear y mi abuelo me dijo: -Le voy a contar un secreto, pero usted no se lo va a contar a nadie. Don Florindo era comunista. A él lo mataron por eso. Lo fondearon en el mar como al profesor Anabalón. La familia de él está en Andacollo y yo voy a ir a verla. Usted va a venir conmigo. Pero bien calladita, ¿no? De esto usted no va a hablar con nadie. Pasamos a un almacén grande y mi abuelo compró muchos víveres y otras cosas no sé bien qué, y fuimos en el auto, con el nuevo chofer, a Andacollo para entregarle los paquetes a la viuda de don Florindo que vivía allá con sus niños. Después volvíamos todas las semanas a dejarle mercadería. Esto yo vine a entenderlo cabalmente años más tarde. Mi abuelo me dijo una vez en uno de esos viajes: -Los comunistas luchan por toda la gente. Don Florindo fue un hombre bueno. Nunca se me ha borrado el nombre de aquel compañero. Vino la crisis y había gente que le metía miedo a los niños con los cesantes. "¡ Uy llegaron los cesantes! ¡Cierren las puertas! Mi abuelo retó a una de mis tías, que decía esas cosas, y le dijo: -¿Por qué le dice eso a la niña? No es así. Y a mí me explicó: -Usted tiene que saber que ser cesante es no tener trabajo. Si el día de mañana yo quedo sin trabajo y no gano plata, paso a ser cesante y usted no tendría por qu asustarse de mí. Eso significa ser cesante. Los prejuicios eran tremendos, el no querer enseñarle a la gente y andar viendo e1 pecado en todo. Y La Serena debe haber sido mucho peor en esto que cualquiera otra parte de Chile. Cuando chica, un tiempo quise ser prostituta. Después estuve a punto de entrar de monja. Al ir a la escuela, pasaba por la calle Matte y ahí, en una casa, había unas niñas tan lindas, siempre asomadas a la calle por unos ventanales abiertos, con vestidos maravillosos, bien arregladas y pintadas. A veces las veía bordando cosas muy bonitas. A mí me gustaba mirarlas. Una tarde, mi abuelo me preguntó: -¿Y qué quiere ser cuando grande? -Yo quiero ser como esas niñas de la calle Matte,- le dije muy decidida-, tan bonitas que son... -Sí,- me dijo medio pensativo-, son bonitas. Pero, ¿sabe? Vamos a conversar de eso. Me habló con mucha calma: -Esas niñas viven ahí, en esa casa. Pero esos trajes que usan no son de ellas, se los presta una señora, la dueña de la casa. Y para poder usarlos, ellas tienen que hacer todo lo que les mande la señora. Ella tiene un álbum así tan grande donde están las fotos de todas esas niñas bonitas. ¿Usted conoce al Chocoy? Claro que lo conocía. Era un vagabundo, un hombre de esos que hay siempre en los pueblos, siempre medio borracho, miserable, que pedía limosna. "El Chocoy", decía la gente, con un tonito especial. Daba miedo y lo usaban para meter susto, para que los niños se tomaran la sopa. -Bueno, pues -siguió mi abuelo-, el Chocoy junta plata de la que le dan, va a la casa donde están esas niñas, elige una del álbum de fotos, pone su dedo cochino encima y dice: "Con ésta quiero bailar yo". -¿Y ella tiene que bailar con él?- pregunté yo, muy impresionada. -¡Claro que sí! Porque, si no, la señora le quita los vestidos y la echa a la calle. -¡Ah no!- dije yo-, ¿bailar con el Chocoy? ¡Eso sí que no!

Unos días después vi al Chocoy durmiendo en el suelo, cerca de la plaza. Roncaba con la boca abierta, lleno de mugre y de moscas. Asqueroso. Con eso me afirmé en la decisión de no seguir la profesión de las niñas de la calle Matte, aunque me quedara sin vestidos bonitos. Yo tuve contacto con mi mamá, pero no, se puede decir, una relación de hija y madre. Ella era una mujer muy inteligente y siempre, cuando ella iba a la casa, a mí me gustaba. Hay una canción que dice de las estrellas, y mi mamá se sentaba y empezaba a nombrarme las estrellas... Y a mí me gustaba tanto. Inventaba historias de fantasía Bueno, ella había estudiado en la Escuela Normal y después en las monjas. Tuvo otros hijos con mi padre, la Marta y el Manuel. La Marta murió muy joven a los 23 años y Manuel, hace unos cuatro años. Ellos estaban muy orgullosos de su apellidos, eran Rojas González. Y yo no, yo era González no más. Me lo hacían notar pero para mí esa diferencia no tenía tanto valor. Pero, además, mi mamá tuvo otra hija, la Inés, que también es Rojas González Para mí fue una cosa misteriosa. Entonces, yo era todavía bien chica. Un día llegó mi mamá con una guagua, se arrodilló delante de mi papá (mi abuelo) y empezó a llorar y a pedirle perdón. Yo no entendía nada, pero me quedaba calladita. Me había enseñado mi abuelo a ser prudente y no andar preguntando de más. Pero con él yo tengo confianza. En la tarde le pregunté por qué había llegado mi mamá con esa guagua y porqué lloraba. -Ah- me dijo él-, lloraba porque tuvo esa guagua. Lo encontré raro, pero dejé la cosa hasta ahí. ¿Y no resulta que a los dos meses la tía que me crió, que era casada, tuvo guagua también? Y yo anduve todo el día detrás de mi abuelo para ver el momento en que ella se pusiera de rodillas a pedirle perdón. En la tarde todavía no había pasado nada y yo le pregunté a mi abuelo: -¿Por qué mi tía Celinda no le pidió perdón de rodillas, si ella también tuvo guagua, igual que mi mamá? Mi abuelo casi se ahogó de la risa. -No, pues-me dijo-, es distinto. Esta guagua la tuvo la Celinda en su matrimonio, con su marido, ¿entiende? -No- le dije-, no entiendo nada. Para mí son lindas las dos guaguas. Después la vida me fue enseñando por qué era distinta, para él, una guagua de la otra. Pero yo nunca tuve esos prejuicios. Para mí eran iguales y siguieron siendo iguales todos los niños. Todos los días a la oración, como se decía en esos años, o sea, cuando estaba atardeciendo, yo hacía mis tareas y me sentaba a leerle a mi abuelo. Le leía los diarios que él compraba. Entendía algunas cosas, otras no, pero hasta hoy me acuerdo de muchos sucesos de esos años que supe por la prensa. Esa era una manera que él tenía de educarme también. Entonces, ése era mi abuelo. El era así. Con los años, mis tías se casaron y se fueron, mi abuelo se quedó solo y yo entré a estudiar, interna, en el colegio del convento de las monjas de La Providencia.

CORRESPONSAL DE GUERRA Galvarino: Después de la caída de Ibáñez los cambios esperados no llegaron. Continuaba 1a crisis la cesantía aumentaba en lugar de disminuir y así también crecía el descontento, que se concentraba contra el jefe de la Junta de Gobierno Manuel Trucco y su Ministro de Hacienda, Pedro Blanquier. En la escuela, en conversaciones con el grupo de alumnos más inquietos, nuestro profesor hacía notar que, aparte de la libertad de los presos políticos y confinados (hoy se dice relegados) y el

regreso al país de los exiliados, era poco o nada lo conseguido, pese a las grandes esperanzas que se habían puesto en el término de la dictadura de Ibáñez. La medida que rebasó el vaso fue la rebaja de los sueldos de los funcionarios de la administración pública y de los miembros de las Fuerzas Armadas, decretada por el odiado Ministro Blanquier. El l°de septiembre del mismo año estalló la sublevación de la marinería. La cosa comenzó como un movimiento reivindicativo de estilo sindical. Los oficiales compartían la inquietud de las tripulaciones (también sus remuneraciones se reducían en cincuenta por ciento) y de hecho unos pocos de ellos la alentaron. Pero en su mayor parte se mantuvieron al margen de la agitación. Pronto el descontento chocó con la rígida disciplina imperante en la Marina de Guerra. Luego de agitadas asambleas, una comisión de suboficiales se presentó ante el Comodoro de la Escuadra y comandante del acorazado "Almirante Latorre", capitán de navio Alberto Hosben Azahola. para darle a conocer su petición, dirigida al Gobierno, de que se dejara sin efecto la rebaja de los sueldos. El jefe reaccionó con indignación, hizo salir de su despacho a los comisionados y luego ordenó formar en cubierta a toda la tripulación del "Latorre", para arengarla con dureza. Tengo a la mano el trabajo de un ex-marino en el que cuenta estos detalles. Según él, el comandante Hosben dijo en su arenga: “ Es una cobardía pedir que no se efectúe la rebaja de los sueldos del treinta por ciento, sabiendo ustedes que el país está en bancarrota. Castigaré con la expulsión a los cobardes, cualquiera que sea su número, que intenten presentarme tales peticiones”. Terminó sus palabras con un destemplado “ ¡Viva Chile!”. Sólo le hicieron coro unos pocos guardiamarinas. Ya el alzamiento estaba en marcha en todos los barcos de guerra. En la noche de 30 de agosto al 1o de septiembre, los marineros y suboficiales armados obligaron a los oficiales a entregar sus armas y los encerraron en sus camarotes. Se constituyó a Estado Mayor de las Tripulaciones que lanzó al país una proclama en lenguaje elevado en la que se reivindicaba "el sagrado derecho a pensar". Hacía protestas de obediencia pero era de claro tinte revolucionario. Entre otras cosas, leo del mismo trabajo mencionado, decía: "Las Tripulaciones se levantan no ante sus jefes, a los que respetan; no ante la disciplina, que la mantendrán férreamente; no ante el país, que debe confiar en ellas, sino ante la incapacidad de la hora presente y ante el apasionamiento político y fratricida próximo a desbordarse” Agregaba que no se debía aceptar por ningún motivo que "los elementos modestos que resguardan la administración y la paz del país, sufran cercenamientos y el sacrificio de su escaso bienestar para equilibrar situaciones creadas por malosgobernantes y cubrir déficits producidos por los constantes errores y la falta de probidad en las clases gobernantes”. Anunciaba que las escuadras se mantendrían al ancla en la bahía de Coquimbo “mientras no se solucione satisfactoriamente los problemas que presentamos ante la consideración del Gobierno”. Agregaba que “jamás, mientras haya a bordo un solo individuo, los cañones de un barco de guerra chileno serán dirigidos contra sus hermanos del pueblo”. Y terminaba dando un plazo de 48 horas al Gobierno para atender las aspiraciones de los alzados. En Coquimbo la gente se aglomeraba delante de los diarios para conocer las noticias.En aquel tiempo muy pocos tenían radio. La casa comercial Puerta Roldán en calle Aldunate con Alcalde, instaló altoparlantes hacia la calle a través de los cuales se transmitían los informativos radiales. Asi se supo,por ejemplo,que las tripulaciones de los barcos de guerra surtos en la bahía de Talcahuano también adherían al movimiento y que habían zarpado con rumbo a Coquimbo los

submarinos “Thompson”, “ O Brien”, “Guacolda”, “Fresia”, “Quidora” y los escampavías “Janequeo” y “Simbad”. El diario local "El Progreso" sacó por la tarde un suplemento que los diareros voceaban a todo pulmón: "Los marinos sublevados tienen el apoyo de la FOCH. Elaboraron plataforma de lucha". El 6 de septiembre de 1931, desde temprano, bomberos y carabineros recorrieron las calles de la ciudad, golpeando las puertas de casa en casa, para avisar a la población. -Mire, señor (o señora), hay una situación extraordinaria. Va a haber una batalla y es posible que la escuadra bombardee Coquimbo. La mayoría de los coquimbanos, en especial los obreros de la zona, entre los cuales había muchísimos cesantes del salitre, apoyaban el alzamiento o, al menos, simpatizaban con él. El dirigente Del Solar, de la FOCH de La Serena, llegó en un bote hasta uno de los barcos de guerra amotinados y subió a bordo para manifestar a los marineros, el apoyo de los trabajadores. Poco antes había llegado a Coquimbo una delegación de la Federación de Estudiantes, encabezada por Bernardo Leighton, para solidarizar con los sublevados y tratar de hallar una solución. Con las advertencias de carabineros y bomberos se produjo cierto pánico. Cientos de familias, en carretas y carretelas tiradas por caballos, a pie o en burro, llevando atados o bultos a la espalda o empujando carritos de mano, partieron con chiquillos, perros y gatos hacia La Herradura o lugares más alejados, como Huanaqueros, Tongoy o Marquesa. Algunas mujeres se lamentaban y lloraban. Mi padre no creyó que fueran a bombardear la ciudad. No le pareció necesaria la evacuación. Pero, para calmar los temores de su esposa adoptó las siguientes medidas precautorias: llevó al dormitorio dos bancos carpinteros de gruesos tablones y colocó sobre ellos unas planchas de calaminas que se guardaban en el patio. Debajo de este sólido techado interior colocó las camas. Además, dejó dispuestos una serie de baldes con arena. Con esto consideró que el hogar estaba seguro y continuó en sus ocupaciones habituales. De todos modos, aquella noche casi no dormimos, en espera del posible bombardeo. Amaneció sin que pasara nada. Antes de mediodía, nuevos suplementos anunciaban que el gobierno había decidido atacar la flota desde el aire. Al conocer la noticia, confirmada en las pizarras que colocó el diario local, nos dirigimos al muelle con dos compañeros de la escuela para mirar de cerca el combate. La policía había despejado de curiosos el sector pero nosotros logramos pasar y nos instalamos en un punto desde donde se dominaba el panorama. Yo sentía, tal vez desde que nací, una fuerte vocación por el periodismo. En aquellos días, era colaborador del diario mural de la Escuela, una hojita miserable. Además había enviado artículos al diario "El Progreso", pero éste nunca había publicado ninguno. En esta ocasión, decidí que mi deber era presenciar el bombardeo, para informar de los hechos. Llevaba un cuaderno delgadito y un lápiz para tomar notas. Desde nuestro escondite, entre unas rocas, podíamos ver muy bien los barcos, anclados en la bahía a buena distancia de la costa -se veían seis o siete- y a nosotros era difícil que nos vieran. El día era despejado. Todo parecía muy apacible. En eso, escuchamos el lejano moscardoneo de los aviones que se aproximaban. Primero vinieron cinco. Dos se echaron a perder y bajaron rumbo al suroeste. Los otros comenzaron a dar vueltas en el cielo para luego picar sobre los barcos y dejar caer sus bombas sobre ellos. Sentimos ganas de escapar cuando comenzaron a tronar los cañones de los barcos. Rosetas de humo marcaban en el aire, cerca de los aviones, los estallidos de los proyectiles que les disparaban los amotinados. Dos de los tres aparatos cayeron incendiándose. Pero luego se agregaron otros, que sobrevolaban los barcos. Una explosión levantó una montaña de agua junto

a uno de los buques de guerra. Comenzaron a escucharse enormes estampidos y el traqueteo de las ametralladoras de los marinos. No alcancé a ver el desenlace del combate porque llegó mi padre a buscarme con un grado de indignación que no le conocía, me descargó un fuerte chicotazo en los glúteos mientras me amenazaba con las penas del infierno. Así finalizó mi primera experiencia como corresponsal de guerra. Minutos después, ya en la casa, reprimiendo las lágrimas, advertí que había cesado el estrépito del combate y poco después se supo que los marinos se habían rendido. Los tripulantes, prisioneros, fueron llevados inicialmente a las escuelas pública de Coquimbo y La Serena, convertidas en prisiones y más tarde a Santiago, donde fueron sometidos a proceso por tribunales militares. La gente que había huido dos días antes, regresó con los nervios más tranquilos. Muchos, sobre todo los que vivían en sectores más alejados del centro, encontraron sus viviendas desvalijadas. La vida del puerto recuperó su normalidad. Los problemas seguían igual, la cesantía no bajaba. Terminado el trabajo en el tranque La Laguna, mi padre viajó a Santiago y pronto escribió a su esposa que, cuando finalizara el año escolar, viajáramos a reunimos con él en la capital. Antes de mi partida, el profesor Dávíla organizó una once con un grupo de mis compañeros de curso a manera de despedida. Cuando llego el momento de separarnos, me entregó una carta dirigida al profesor Ricardo Fonseca de quien me habló maravillas. Poco después de nuestra llegada a Santiago, en 1932, me movilicé para tomar contacto con Fonseca. Di con la casa, en la calle Recoleta. La señora que me atendíó me dijo con mucha tristeza que el profesor no estaba. Vaciló y al cabo agregó que estaba preso, "parece mentira, un joven tan correcto y tan bueno". Tal vez ella ignoraba qu la detención se debía a motivos políticos. Yo mismo lo vine a saber mucho después. La carta pude entregársela tres años más tarde. Pero eso ya forma parte de otra etapa. Mi padre me matriculó en el sexto año de la Escuela Anexa a la Escuela Normal "José Abelardo Núñez". Aquel era un tiempo de agudos conflictos y tensiones sociales. La crisis económica se prolongaba. Los trabajadores y el magisterio reclamaban empleos y mejores salarios. También se efectuaban mítines muy concurridos para pedir la libertad de los marinos presos a consecuenciade la sublevación de la marinería. Las cosas siguieron revueltas. El 4 de junio de 1932, escuadrillas de aviones sobrevolaron Santiago e hicieron vuelos rasantes sobre el palacio presidencial. También salieron a la calle algunos tanques y llegaron hasta las cercanías de la Moneda. Los que tienen memoria larga saben que la historia se repite. En vista de la situación, se suspendieron las clases en los colegios. Grupos de estudiantes y mucha otra gente llegamos a "copuchar" hasta la Moneda. La policía nos dispersó. Los diareros corrían por las calles a pata pelá voceando las noticias de las ediciones especiales: "Cayó Montero... El coronel Grove con una Junta asume el poder". Con un grupo de compañeros de mi curso hacíamos en aquel tiempo un diarito mural. Con frecuencia chocábamos con la censura. Cuando queríamos hablar de las movilizaciones populares por motivos económicos o políticos, nos advertían: "Eso no corresponde". Cuando Marmaduke Grove derrocó al gobierno de Juan Esteban Montero y proclamó la República Socialista, muchos estudiantes salimos a la calle para celebrar el acontecimiento. La dirección de la Escuela nos reprendió: consideraba que esas no eran preocupaciones apropiadas para escolares. Una de las primeras medidas de la República Socialista fue un decreto que autorizaba a quienes tuviesen herramientas de trabajo en las casas de empeño a retirarlas de inmediato sin pagar nada. Además se congelaron los arriendos en cités y conventillos y se creó el más tarde famoso

Comisariato, encargado de controlar los precios de los artículos de primera necesidad y de luchar contra "el agio y la especulación". Tales medidas despertaron entusiasmo en los sectores populares. Hubo manifestaciones de apoyo al nuevo gobierno. Nuestros profesores comentaban los hechos e intentaban analizar el confuso panorama político. Se sindicaba a Arturo Alessandri como uno de los inspiradores del golpe de Grove. Se afirmaba que había llegado poco antes de la asonada al Estado Mayor de la aviación para alentar al coronel Grove diciéndole: "No afloje, mi coronel". A lo que este habría respondido: "Nunca he estrechado una mano más leal que la suya". En medio de este clima, publicamos en nuestro diario mural un artículo aplaudiendo el derrocamiento de Montero, lo que mereció de nuevo objeciones de nuestro profesor. No todo era respaldo y adhesión al nuevo gobierno. El Partido Comunista, con Elías Lafertte a la cabeza, se tomó la Universidad de Chile para exigir la instauración de un gobierno de "soviets" en el país. Muy pocos sabían qué podía ser eso. LA DICTADURA DE DAVILA La República Socialista duró doce días. Fue derrocada por un nuevo golpe militar, dirigido por Carlos Dávila. Grove, el dirigente socialista Matte Hurtado y otros líderes fueron detenidos y enviados a la Isla de Pascua. A otros dirigentes socialistas y del movimiento sindical les tocó ser confinados a apartadas localidades. Todo el país se conmovió con el "fondeamiento", en Valparaíso, del dirigente de los profesores de Iquique, Luis Anabalón Aedo. Era comunista y lo hizo matar el jefe policial Rencoret. Seguíamos con apasionado interés la campaña de denuncia que desarrollaba en torno al caso la revista "Wikén", dirigida por el periodista Luis Meza Bell. Recuerdo un titular que la revista repetía en cada edición: "La Sección de Investigaciones, baldón de Chile y vergüenza del Cuerpo de Carabineros". El veterano dirigente comunista José Vega Díaz, en aquel tiempo diputado, me contó que Meza Bell fue a la Cámara de Diputados por aquellos días y tomó once con él. Hablaron del asesinato de Anabalón. Vega, según me dijo, le advirtió: "Tienes que cuidarte mucho. Toma tus precauciones. Te lo digo por experiencia". A los dos días, el periodista aparecía muerto con la cabeza destrozada y hundido en las aguas de una acequia que corría por la calle Tucumán, en el barrio Quinta Normal. Eso, por diciembre de 1932. Nos conmovió ese asesinato. Junto con dos compañeros de curso fuimos a la reconstitución de la escena. Estaba a cargo del proceso el magistrado de la Corte de Apelaciones, Arcadio Erbetta. Cuando llegamos al lugar, la policía tenía acordonado el lugar y nos impidió el acceso, al igual que a mucha otra gente que acudió hasta allí. Algo pudimos ver, de todos modos. Había una indescriptible indignación. Decidimos escribir una carta a la revista "Wikén" para expresarle nuestra solidaridad. Lo

hicimos. Fuimos a dejarla a la redacción pero no nos dieron bola. Es posible que estuviese mal escrita. Abundaban los rumores sobre conspiraciones militares. Se hablaba de la llegada de un personaje llamado Domingo Aránguiz, quien no sería otro que el propio general Ibáñez .Se decía que había llegado de incógnito desde Argentina para tomar contacto con dirigentes políticos y jefes militares. También se hablaba mucho de las andanzas del ex Presidente Arturo Alessandri, derrotado en las elecciones de octubre de 1931 por el radical Juan Esteban Montero. Se sentía un clima de anarquía. En eso, el general Pedro Vignola, jefe de la guarnición de Antofagasta, exigió que asumiera la Vicepresidencia de la República el magistrado Abraham

Oyanedel mientras se convocaba a elecciones. El régimen de Dávila rechazó el pronunciamiento y mandó a Antofagasta a otro general, para que reemplazara a Vignola. Pero, al llegar, el enviado fue detenido. En Antofagasta, todos los partidos y las organizaciones sociales apoyaban al general Vignola, quien comenzó a recibir además, escalonadamente, el respaldo de las demás guarniciones del país. Ante esta situación, el gobierno no tuvo otra alternativa que entregar al mando a Oyanedel, quien convocó a elecciones para el mes de octubre, 60 días después. Regresaron los relegados y detenidos políticos. Marmaduke Grove y Eugenio Matte Hurtado fueron recibidos en la Estación Mapocho por una multitud enfervorizada. Se aclamaba a Grove como el futuro Presidente. Estuvimos allí con mi padre. Comenzó la campaña electoral. Había cuatro candidatos: Grove por los socialistas, Lafertte por los comunistas; Alessandri por los liberales y Rodríguez de la Sotta por los conservadores. Una noche salimos con mi padre a hacer propaganda por Grove en nuestro barrio -sector de Blanco Encalada- y nos topamos con una brigada del PC. Alguno de ellos reconoció a mi padre y trató de persuadirlo de que se sumara a la candidatura de Lafertte. Como el momento no era propicio para debates, el autor de mis días le pidió que transmitiera un recado al Comando de la candidatura de Elías para que fueran a conversar con él en su casa. Llegaron unos días después viejos conocidos del salitre, que habían militado con mi padre en la FOCH y en el viejo Partido Obrero Socialista. Le dijeron: -Tú siempre has sido consecuente con tus ideas. Nos extraña que ahora estés apoyando a un militar que no es garantía ninguna para los trabajadores, por mucho que haga demagogia. Es lo mismo que Ibáñez. Tú tienes que estar con Lafertte, el candidato del Partido Comunista, pampino, fochista y compañero de lucha de Recabarren. La discusión fue larga. Mi papá no se dejaba convencer. De un estante sacó un cartel de propaganda de la candidatura de don Elias, en la que aparecía la siguiente consigna: "Por un gobierno de obreros y campesinos, soldados y marineros, vota por Lafertte". La leyó en voz alta y argumentó: -¿Cómo vamos a plantear ahora tal cosa? La clase obrera viene saliendo de la dictadura de Ibáñez y está golpeada y debilitada. Los campesinos no cuentan con organización. Hace poco hubo una violenta represión contra un movimiento campesino. Los jefes de la Marina tienen en la cárcel a muchos de los que participaron en la sublevación de la Escuadra... En fin, yo creo que los votos del Partido Comunista no podrán ser más de cinco mil o algo así. Es más realista votar por Grove, el candidato socialista. Los laferttistas se retiraron mohínos. En aquellas elecciones, el triunfo fue de Arturo Alessandri. Lafertte recibió cuatro mil doscientos votos. Grove, más de sesenta mil. La República Socialista dejó, pese a todo, un gran fermento. La gente discutía sobre la mejor forma de organizar el gobierno y la sociedad para evitar las crisis que azotaban periódicamente al país y mejorar la situación de los trabajadores. Muchos hablaban del socialismo, sin saber en qué consistía. Se editaban y circulaban en gran número libros de autores españoles, franceses y rusos, folletos, revistas y otros impresos, que abordaban desde los más variados ángulos "la cuestión social". Completé el sexto año de la educación primaria en aquella Escuela anexa de la Normal, que funcionaba en una vieja casa de adobes de la calle Ecuador. Enseñaban bastante y yo fui un alumno aventajado. Me gustaba aprender. CLASES PARA NIÑAS PORRAS Elena:

Cuando mi abuelo murió, yo tenía quince años. Estaba en las monjas. Era el año 1938. Teníamos un compromiso, él y yo, que nos íbamos a avisar si uno de los dos se moría. No sé, no sé, tal vez él de veras se acordó de mí, el hecho es que realmente sentí que andaba conmigo esos días. Yo rogaba para que sé alentara, a pesar que nadie me había comunicado que estaba enfermo. Después, un día temprano, cuando me tenía que ir a misa sentí un aviso y no recé más por su salud porque supe que ya era inútil. Cuando mis tías me fueron a ver, a las semanas, y se disculpaban porque no me sacaban de vacaciones todavía, yo les dije: -Sí, yo ya sé que se murió mi papá. ¿Y cómo supiste?- me dijeron. -Yo sé, pus- les dije. Fue para mí una pena muy grande, pero tal vez no con tanta fuerza en ese mismo instante sino después, cuando volví a la casa. Porque sentí que ya no era mi casa. Era la casa de mi tía, que se había casado. No era mi hogar, porque ya no estaba mi papá. Porque con él conversábamos de todas las cosas, jugábamos también. A mí me gustaba ser profesora y jugábamos a las clases. Jugábamos al almacén. Cosas de niños. Y él jugaba conmigo porque ahí no había más niños que la niña de enfrente, la Berta, que era mi amiga. Me encontré, pues, bastante sola. Después de la muerte de mi abuelo, mi vida cambió bruscamente. Mi tía ya tenía sus hijos y sus problemas y yo dejé de ser la…regalona. Como que quedé fuera de la familia. Se acabó mi abuelo y se acabó mi hogar. Esa es la realidad. Era la casa de mi tía y ya no era mi casa. También se desentendió de mi educación. Ella siempre había sido muy estricta conmigo, tenía sus cosas, sus ideas, pero eso no importaba. Ahora lo grave fue que ya no me sentí formando parte de una familia. En ese momento, como que me agrandé. Comprendí que tenía que tomar un camino en la vida por mi propia decisión. Fui al convento a hablar con la madre superiora y le dije: -Ahora mi abuelo se murió y ya nadie me puede pagar el internado. Yo quisiera pedirle si usted me permite seguir estudiando y pagar mis estudios trabajando. -¿En qué puedes trabajar? -Enseñando. La madre superiora aceptó. Pusieron a mi cargo cuatro o cinco niñas, porras para estudiar, para que yo les enseñara lo que sabía. Porque, cuando las niñas iban atrasadas en los estudios, algunas familias ricas las mandaban a las monjas a "nivelarse" y que así no se supiera que andaban mal en los estudios. La Serena, ya dije, es una ciudad de prejuicios. Yo les hacía clases, les recuperaba todo lo que no habían aprendido y quedaban bien para continuar estudiando. Los padres de mis alumnas siempre querian hacerme regalos, las niñas me invitaban y ofrecían sacarme de vacaciones a sus fundos. Yo nunca acepté porque siempre supe cuál era el lugar mío y nunca quise andar en las partes que no me correspondía. Pero la monja me dio una vez una idea: -Mira, Elena, tanto que te quieren llevar y te ofrecen... ¿Porqué no les dices que lo que te quieran regalar lo traigan para acá, pues? Que sus papitos traigan lo qué deseen. Así lo hice, y han llegado con tanta abundancia sacos de higos, sacos de papas, de nueces, todo lo que producían en sus tierras, que era cosa de no creer. Para los Dieciochos, los Años Nuevos y las Pascuas llegaban con corderos. Así que con mi trabajo yo proveía bastante al convento y las monjas me apreciaban y me cuidaban. Sé preocupaban muy discretamente de los zapatos, por ejemplo, porque a mí los zapatos se me anchan y me caigo; entonces ellas, preocupadas, me compraban zapatos, me compraban ropa, me hacían vestidos a la moda, bonitos, aunque además me tenían mi sueldo por mi trabajo de profesora. Sí, yo me sentía feliz allá con las monjas. Era bonito, era como una familia y yo no sentía ninguna necesidad de salir a la calle.

Con las monjas aprendí a organizar y dirigir, algo que siempre les agradezco. Aprendí de ellas la importancia de la jerarquía, que en todas las cosas de la vida hay una cabeza. No pueden ser todos iguales. Me gustó mucho lo que me decía una monja la más cercana a mí: -Hay que saber dirigir y tener autoridad porque, si no, estas niñas, que tienen de todo y son tan orgullosas, no sacarán ningún provecho. La monja decía también: -Si te falta algo, digamos pasta de dientes, por poner un ejemplo, y les pides a ellas, se van a creer con derechos sobre ti, porque te están regalando algo. Para mantener tu autoridad y ser su profesora no tienes que pedirles nada, hay que saber mantener la distancia. Bueno, y también quise ser monja. La cosa fue así. Un día llegó de visita Gabriela Mistral. Ella tenía una hermana o prima en el convento. Entonces las monjas me encargaron que hiciera el discurso a nombre del colegio, ante la Gabriela, el obispo Subercaseaux y otras autoridades, porque yo tenía muy buena dicción. Yo lo escribí y ellas me lo revisaron. Hablé delante de toda esa gente importante y de todas las monjas y de todas las niñas, formadas en el patio con sus uniformes celestes, cuellitos blancos y calcetines blancos. La Gabriela Mistral era una mujer muy alta y maciza y estaba vestida con una ropa ancha, como un manto. Parecía que fuera una monja más importante, una obispa, algo así. No llevaba ninguna joya ni adorno. Era muy bonita, su cara lavada, tenía unos ojos verdes maravillosos y les hablaba a las niñas con mucho cariño. Después del acto, el obispo quiso hablar conmigo. Me llamó y me preguntó: -; Qué te gustaría ser a ti? Le contesté que me gustaban dos profesiones: médica o profesora. -Por qué?-me preguntó. -Porque me gusta trabajar con la gente. Lo malo es que no tengo plata para hacer esos estudios. -•Qué te parece si te damos una beca para que estudies? -Muy lindo, sí. -Pero... ojalá pudieras ser monja. -Me gustaría ser monja- le dije, -claro que sí. Pero educada, con una profesión. El obispo me dijo: -Mira, yo tengo que ir ahora a Condoriaco, a la Fiesta del Minero (el día de San Lorenzo, 9 de agosto) y, cuando vuelva, voy a hablar con tu familia, esa tía que tienes, para que puedas irte a estudiar a Santiago. Y vas a ser monja. Yo feliz. Era como un sueño. Veía todo tan bonito. Pensaba que mi abuelo estaba ayudándome desde el cielo. Pero las cosas se dieron de otra manera. Se fue el Monseñor a la fiesta de Condoriaco y en el camino tuvo un accidente mortal, chocó el auto y se enterró el volante en el pecho. Con eso terminó mi sueño de estudiar y hacerme monja. DON TANCREDO Galvari no: Leíamos en aquel tiempo un periódico de una sola hoja, "Asiés", editado por don Tancredo Pinochet Le Brun. Tenía este periódico rasgos muy particulares propios de su dueño, director y redactor único. Por ejemplo, se indicaba junto a cada artículo el tiempo que duraba su lectura. A veces el editorial consistía en un par de líneas: era un "Editorial de cinco segundos". Su lenguaje era incisivo, cada artículo era una sucesión de argumentos que parecían irrebatibles, cargados de paradojas y humor ácido. A veces Don Tancredo daba conferencias públicas sobre asuntos de actualidad.Se pagaba una pequeña suma por la entrada. Grupos de alumnos de nuestra escuela concurrían a ellas. Me invitaron a acompañarlos y yo también acudí a escuchar a este hombre sorprendente. Exponía

sus ideas -a veces chocantes- en forma elocuente Pensaba que en una democracia debía existir una forma de sufragio selectivo. A su juicio, no podía tener el mismo valor el voto de un ciudadano ignorante, despreocupado y ajeno a todo quehacer social, el voto de un ebrio consuetudinario, por ejemplo, que el de un profesional, educado y capacitado para desenvolverse en cualquier terreno, de un trabajador honesto o de un industrial. No faltaban quienes refutaran tales planteamientos. Un día convocó a una conferencia cuyo tema era: "Cómo se vive y se trabaja en la Unión Soviética". Le costó conseguir un teatro. Tuvo que postergarla una y otra vez y, por último, la dio en el Teatro Monumental, en la Alameda, más abajo de la Estación Central. En aquel tiempo, eso se consideraba poco menos que extramuros. De todos modos, la gente acudió numerosa y la sala se repletó. Don Tancredo comenzó así: "Ustedes dirán que porqué estamos en este teatro.. Yo les voy a contar lo que pretendía ser esta charla. Al comienzo, quise hacerla en el Teatro Municipal. Nada de eso. ¡Imposible!, fue la respuesta". Relató otros intentos fallidos hasta llegar, por último, a aquel teatro de barrio Si su charla hubiera sido "Cómo viven y trabajan las hormigas", dijo, no habría tenido ningún inconveniente. Porque, claro, ninguno de los que asistiesen a una conferencia sobre ese tema habría salido con la idea de vivir y trabajar como las hormigas. Más adelante dijo: "Algunos me han criticado. Me preguntan: ¿cuándo has estado en la Unión Soviética? Nunca. ¿Y te atreves a dar una charla sobre cómo se vive y se trabaja en la Unión Soviética? Yo les respondí: acabo de leer un libro sobre cómo viven y procrean las ballenas. No creo que su autor haya tenido que vivir en el fondo del mar para saberlo". Su manera de argumentar era convincente. Era un hombre de mediana estatura, canoso, de rostro muy vivo e inteligente, con la sonrisa pronta. Estaba siempre dispuesto a debatir y analizar cualquier cosa. Su lenguaje, verbal o escrito, sorprendía siempre. Era un gran polemista, rebatía todo lo que le parecía incorrecto, pero a la vez tenía un gran respeto por las opiniones ajenas. En su diarito "Asiés" daba amplia tribuna a quienes lo atacaban y reproducía sus artículos aunque fueran agresivos y hasta injuriosos. Titulaba: "Tancredo Pinochet censurado por su lenguaje brutal". Y debajo, columnas completas con el texto de quien lo censuraba. Al día siguiente respondía. En primera página, publicaba una breve nota ofreciendo suscripciones al periódico, más o menos en los siguientes términos: "Usted corre un riesgo si se suscribe a Asies.La suscripción anual vale tanto... Pero si este diario deja de publicarse por no encontrar lectores, no se le devolverá el dinero pagado, porque no habrá de donde sacarlo. Por otra parte, si al diario le va bien y sube de volumen y de precio, a usted no le costará más. Usted verá si quiere correr este riesgo". Era un gran individualista o un gran liberal con simpatía por el socialismo. Por otra parte, era un enemigo acérrimo del imperialismo norteamericano, al que denunciaba de manera implacable. Una de sus obsesiones era contribuir a la educación de los trabajadores, a la iluminación de las conciencias y a la formación profesional y técnica. Otra era mantener su independencia en forma absoluta. Vivía, por lo que sé, de las escasas ganancias que producía su famoso Instituto Pinochet-Le Brun, donde enseñaba periodismo, taquigrafía, mecanografía y diversos oficios prácticos. Además, como dije, editaba, imprimía y distribuía él mismo libros, folletos y su famoso periódico "Asíes". Después de una de aquellas charlas de Don Tancredo, le hice varias preguntas y él, a su vez, me preguntó: -¿Te gustaría ser periodista? Yo, que tenía la experiencia del diarito mural y otras ya relatadas, le respondí que sí sin vacilar. Me invitó entonces a matricularme en su Instituto. A mi papá no le pareció mal. El precio de las clases era muy módico. Comencé a asistir a ellas. Pero de nuevo surgieron inconvenientes.

LA QUIMERA DEL ORO La crisis se prolongaba y el nuevo gobierno de Alessandri tuvo que enfrentar de un modo el pro- blema de la cesantía. Una de sus primeras medidas fue enviar a los cesantes del salitre a los lavaderos de oro de la provincia de Coquimbo. Por todas partes se distribuyeron afiches en los que un obrero sonriente sostenía en sus manos un puñado de metal de color yema de huevo, mientras en segundo plano, como en un sueño,se divisaba una hermosa casa y un niño en uniforme y con bolsón parecía dirigirse a la escuela.Debajo,en grandes letras,se leía: "Arranca el oro de tu tierra". Mi padre fue uno de los miles de cesantes que se inscribieron para aquella empresa.Yo estaba consternado, porque pensaba que con este nuevo peregrinaje se alejaría la posibilidad de realizar mis sueños de periodista. Me opuse tenaz e inútilmente a aquella decisión, pero no se usaba someter tales asuntos a consulta con los menores. Don Tancredo, mi maestro, me dijo: -¡Qué lástima! Pero, en fin, en último caso, podríamos continuar el curso por correspondencia... Partimos por tren hacia Coquimbo a comienzos de enero de 1933. A unas veinte familias, entre ellas la nuestra, las hicieron desembarcar en Aucó, un pueblo chiquitito, cerca de Illapel. Luego nos llevaron en camiones unos veinte kilómetros al interior, hasta un lugar llamado Los Almendros. Nos dejaron en unas viviendas improvisadas, unas especies de barracas construidas para los "lavadores de oro". En ese punto, algunos entendidos nos dieron instrucciones de cómo proceder. Era un lugar desolado. Las condiciones eran sumamente penosas. Mi hermanita, de un año, necesitaba leche. Pero no había leche salvo, muy ocasionalmente, de cabra. No había azúcar, ésta escaseaba en todo el país. Para colmo, el oro también escaseaba. En tales circunstancias, mi padre decidió que debíamos irnos para Andacollo, donde había otros parientes, como en casi todos los pueblos del norte. Arrendó una tropa para echar la cama y otras cosas y comenzamos un viaje largo y penoso. Los 150 kilómetros que separaban Aucó de la Estación El Peñón, el punto de partida para subir a Andacollo, los hizo el tren en cinco o seis horas. Ante la pequeña locomotora a vapor, los cordones montañosos que separan los valles transversales parecían barreras infranqueables. En muchos tramos era necesario utilizar cremalleras para poder remontar las cuestas. En los sectores más escarpados, el avance era tan lento, que algunos muchachos se bajaban del tren en marcha y subían caminando los repechos para esperarlo y embarcar de nuevo en la curva superior. No por eso los ánimos decaían. Entre las numerosas historias que se contaban para acortar el viaje estaba la de una viejita semiinválida que salió de su rancho a buscar leña. Caminaba ella, avanzando apenas, como un caracol, junto a la línea, con su atado en la cabeza, cuando la alcanzó la locomotora. El maquinista le dijo: "Suba al tren, abuela, paraque no se canse tanto". A lo que ella respondió: "Gracias, hijito, pero como voy apurada prefiero irme caminando". Al atardecer llegamos a la Estación El Peñón, a unos 28 kilómetros de Coquimbo. Allí almorzamos, en medio de una gran polvareda y mucho ir y venir de gente. El movimiento era extraordinario. Decenas de camiones mixtos -de carga y pasajeros- esperaban en los al- rededores de las pensiones, donde se expendían alimentos y bebidas. La mayoría de estos viajeros eran cesantes como nosotros que llegaban de todo el país a las faenas de! oro. También había comerciantes que llegaban con la esperanza de prosperar rápidamente. Nos embarcamos con nuestras pilchas en un camión. La parte destinada a los pasajeros ya estaba repleta. Tuvimos que arreglarnos encima de la carga. Partimos con una polvareda de los mil diablos por una cuesta empinada que los viejos vehículos trepaban bufando y chirriando.

Las curvas eran tan cerradas que nos daba la impresión que las ruedas traseras podían quedar en cualquier momento en el aire. Los choferes eran expertos, conocían la ruta, sus manos jamás los traicionaban y además, decían ellos, la Virgen de Andacollo los acompañaba. A lo largo del camino rodeado de rocas y vegetación raquítica divisábamos los desmontes de viejas minas, junto a los ranchos de los pirquineros. Majadas de cabras trepaban los riscos. Todo aquello era muy novedoso para mí. Más tarde llegué a conocer la vida de esos mineros solitarios que transcurre en aquellas alturas explotando minerales de oro, plata y cobre, generalmente pobres, con sistemas rudimentarios heredados de la época colonial o de tiempos mucho más antiguos, como el maray, grandes morteros de piedra prehispánicos en los que se pulveriza el mineral extraído. Después trasladaban el producto, a lomo de burro o de mula, hasta las agencias de la famosa Caja de Crédito Minero. Después de una hora de viaje siempre subiendo y de pasar humeando la última curva, nuestro camión llegó a la cumbre del contrafuerte a más de mil metros sobre el nivel del mar y divisamos el pueblo de Andacollo, recostado en una quebrada de unos dos kilómetros y medio de largo. Parecía estar en el centro de un gran volcán dormido. A lo ancho, las casas rodeadas de árboles, no trepaban más de tres o cuatro cuadras por los faldeos. Cerros de variados colores lo circundan por los cuatro puntos cardinales. En ellos nacen riachuelos que convergen hacia la quebrada principal, la que atraviesa el pueblo y, después de un recorrido de muchos kilómetros, baja por el oriente hacia el valle de Elqui para desembocar en el río de ese nombre. Sobresalían entre el casucherío chato las torres de sus dos grandes iglesias -la vieja, más que centenaria, y la nueva, gigantesca, terminada en 1908-, situadas junto a la Plaza Videla. Los dos templos son el centro de las festividades que año tras año se realizan en diciembre, cuando llegan miles de peregrinos a la fiesta de "La Chinita", como llaman a la imagen de la Virgen. Luego de un corto descenso llegamos a la calle Urmeneta. la principal de Andacollo. Vimos enorme movimiento de gente. Eran más de diez mil los cesantes del salitre y de otras regiones del país que habían llegado tras el oro a Andacollo. A lo largo de varias cuadras, sorteando a los comerciantes ambulantes que voceaban sus mercancías, logramos por último llegar a la residencial donde nos esperaban nuestro familiares, entre ellos mi abuela postiza, la madre de mamá Sabina.Abrazos y besos y voces de bienvenida. Desembarcamos nuestros bultos y paquetes y cargados como equecos, partimos hacia el hogar que nos hospedaría. La mayor parte de las casas estaban llenas a reventar con los recién llegados, que se agregaban a las familias de los residentes. En muchas se improvisaban nuevas construcciones para recibir a los forasteros. Me llamó la atención la profusión de cabarets con nombres sugestivos. Altoparlantes atronaban con la música de moda. Predominaban los valses, los foxtrotes y los tangos de Gardel. Nos dijeron que en menos de un año se habían instalado decenas de esos establecimientos, pese a que Andacollo había sido declarado "zona seca". Detodos modos, los borrachos abundaban. Entre los valses populares de esos tiempos me acuerdo de uno muy sentimental, "Con un nudo en la garganta"; y otro, conocido hasta hoy, que viene del Altiplano boliviano: "Hay amores que matan". La casa de nuestros parientes, como casi todas, estaba construida con barro y churque, un arbusto sarmentoso que sujeta muy bien el barro. Las comodidades eran pocas: habitaciones con piso de tierra, un pozo negro y un gran lujo: un "baño de lluvia". Pero, había que ducharse con tres litros de agua, porque ésta se compraba a los "aguadores" que la acarreaban en latas parafineras a lomo de burro y la vendían casa por casa a ochenta centavos la carga de cuatro latas. El precio era alto. La comida que nos ofrecieron consistió en cebolla frita con tomate, un biftec y una taza de té. Era el plato más económico. La carne estaba a cuatro pesos el kilo, por diez centavos daban varias cebollas. El tomate costaba igual. El gramo de oro tenía entonces un precio de dieciocho pesos. Nos dijeron los parientes que una cuadrilla del tres obreros, en algo más de ocho horas,

podía lograr una producción promedio de dos gramos al día. En ocasiones se encontraban arenas auríferas más ricas y entonces la producción podía llegar a siete, ocho o más gramos diarios. Pero eso no era constante. Al día siguiente nos llevaron a mi padre y a mí a una quebrada, muy cerca del, pueblo, donde pasamos los primeros veinte días. La labor era más dura de lo que me imaginaba. Muchas veces había que meterse al barro y trabajar en calzoncillos, con los pies en el agua. La jornada comenzaba a las cinco o seis de la mañana, en invierno con un frío húmedo que calaba. Uno debía acarrear tarros pesadísimos con el material por lavar. Las carretillas eran una rareza. No era fácil reconocer la calidad de las arenas explotables. A veces una cuadrilla trabajaba quince horas y obtenía un resultado igual a cero. A los dos días me comenzaron a sangrar las manos y los pies, debido a las partiduras provocadas por el barro y el agua helada.Un muchacho de mi edad, ya veterano, me dio un remedio: en un tarro chico derretir un cabo de vela, agregarle un poco de limón y aceite de comer y batir esta mezcla; con la pomada así producida, embadurnarse bien los pies, las piernas y las manos. Santo remedio. Aprendí gradualmente el oficio de lavador de oro. El oro de lavaderos se extrae a veces de terrenos cuya circa puede estar a flor de tierra y hasta cincuenta centímetros de profundidad. Esto era lo mas corriente en la zona de Andacollo. Digamos, primero, que la circa es una capa dura, semi-rocosa, impermeable, que impide el paso del oro aun en polvo. Este tipo de faena se conoce como "peladero". En estas condiciones, la explotación es relativamente más fácil, porque el material estéril a eliminar es menos. La tarea la puede hacer un solo trabajador. En otros casos, la circa está a los tres metros de profundidad. Se habla entonces de terreno de escarpe o calichera, por analogía con las faenas del salitre. El lavador de oro tiene aquí que remover todo el material estéril, una enorme cantidad, vaciándolo en otro lado, hasta alcanzar el manto aurífero, que puede llegar a ochenta centímetros o más. La tierra de este manto es la que se lava. El material -arena o tierra susceptible de contener oro- se coloca en una chaya, una especie de lavatorio de madera o metal. Luego se bate en una poza, con un movimiento circular, para que el contenido vaya cayendo gradualmente, hasta que en el fondo del depósito queda una arenilla negra, llamada guerrilla. Allí es posible distinguir el oro, generalmente en polvo muy fino; a veces también, en minúsculos granos. En contadas ocasiones, no tan minúsculos. Si se ve que hay oro, la arena que lo contiene se coloca en una canaleta por la que se desliza el agua y arrastra el material arenoso. En el fondo de la canaleta se colocan sacos o, idealmente, cueros de cabra, entre cuyos pelos queda atrapado el oro. En una jornada, se alcanza a llevar a la canaleta doce o quince carretilladas de arena. Los cueros o sacos se lavan en un barril o en una pequeña poza con fondo empedrado, la cocha, para captar finalmente el oro. Donde el agua escasea, se utiliza otra técnica: el lavado en cunas. Son grandes artesas montadas sobre piezas en forma de medialuna, lo que permite mecerlas como …cunas. Tienen un extremo abierto para vaciar la arena. Esta se lava con agua,que se va vertiendo con una vieja lata de conservas, mientras se mece. La arena sedesliza por sobre ua sere de pequeñas puntas, que retienen la arena y el oro, cuando lo hay. El material estéril, llamado relave, cae por un plano en declive. Por Andacollo pasa un río, que a veces trae bastante agua y otras veces, casi nada. Entre los montes que rodean el pueblo hay una serie de quebradas, por donde bajan arroyos con nombres curiosos: el Culebrón, la Quebrada del Gallo, el Curque, el Zapallo, el Cacho de Cabra, el Llanto, Los Negritos... Las condiciones eran duras y se ganaba poco. Pero muchos se aguantaban y hasta se acostumbraban, viviendo con el espejismo del hallazgo de la pepa gigante que los iba a hacer ricos de la noche a la mañana. Los agarraba la "manía minera". Cerca de las faenas, algunos mineros levantaban unos ranchitos para guardar sus herramientas y no tener que llevarlas cada día de vuelta a la casa. Un día entré en uno de aquellos ranchos, una

construcción que casi se caía, hecha de churque con barro y tablas viejas mal clavadas. Con sorpresa, encontré que allí vivía un minero, un viejito muy flaco, cojo y como retorcido, curtido por la intemperie. Los únicos muebles eran un cajón vacío y unas tablas, encima de las cuales había unos cueros y una cobija mugrienta. Estas tablas venían a formar una especie de plataforma cuyas patas eran unos tarros durazneros rellenos con piedras. Era el famoso patas de oso, el típico catre de los mineros del salitre. Le pregunté: -Y usted, ¿cuánto hace que trabaja aquí? -Bah... como 35 años. -Y usted... ¿aloja aquí por mientras? ¿Tiene su casa en Andacollo? -No, pues. Esta es mi casa. A manera de disculpa agregó: -Es que nunca me he sacado la pepa. Me dijo que tenía 63 años. Parecía mucho mayor. Yo tenía 15. Saqué mis cuentas y deduje que en el oro no había un gran futuro. Mi papá era un hombre práctico. No estuvo mucho tiempo lavando. Pronto pasó a trabajaren el taller de herrería y hojalatería, donde se arreglaban las herramientas que la empresa estatal de los lavaderos entregaba a los trabajadores, y se fabricaban los indispensables baldes. Estos elementos de trabajo no alcanzaban para todos, lo que producía gran descontento. Fue uno de los motivos que llevaron a la formación del sindicato. En algunos sectores no había agua para maquinear. Era preciso acarrearla desde una buena distancia. En los pozos se formaban grupos de mineros que esperaban para llenar sus baldes. Luego los llevábamos, un balde adelante y otro atrás, colgando de un palo atravesado sobre los hombros, como he visto, en fotografías, que hacen los chinos. Las cuadrillas eran inestables. Al cabo de un tiempo surgían peleas, desacuerdos o bien, si la producción era muy baja, alguno se cansaba y se iba. Yo pasé por varias. Un tiempo estuve trabajando con Juan Tabilo en Casuto, donde había unas cuevas profundas, de veinte a treinta metros de profundidad, en cuyo fondo se abrían galerías.Para esta faena se usaban los famosos machos de ocho libras, unos martillos de fierro cuadrados,con los que se introducen cuñas en la pared arenosa o rocosa. A cada golpe, el minero lanza una especie de quejido profundo, como para ailiviar su esfuerzo. Se escucha el golpe, el quejido y de unos treinta metros más allá, llega otro quejido como un eco. La experiencia enseña cuál es la franja de material que lleva oro. Como yo era muy joven, chico y flaco, no me encargaban atacar el cerro sino la tarea de llevar a la espalda el capacho de cuero con una carga de unos cuarenta kilos de material y subir con él a la superficie. Mi flacura me permitía atravesar pasadas angostas. Al ir avanzando en la extracción de las arenas auríferas, siempre se van dejando pininos, partes que se dejan sin tocar. Vienen a ser columnas de sostén formadas con el propio material del terreno. Si en alguna parte la veta era muy rica y se hacía necesario excavar más, desde arriba se lanzaban piedras grandes, que se usaban para apuntalar la galería. Aunque los viejos decían que nunca nada era más sólido que el cerro mismo. Era permanente el peligro de derrumbes. Cuando se va a producir alguno, el cerro avisa. Eso no falla. Por ejemplo, un minero va avanzando golpe a golpe. Sin darse cuenta, puede hacer la galería más ancha de lo necesario. O puede tocarle un sector de falla o de menor densidad, cuando....¡pin! Cae una gotita, una tierrita, un chorrito de arena. O una piedrecita. Cuando eso sucede, es sinónimo de que el cerro está cediendo. Al poco rato, y pueden ser segundos, las partículas comienzan a tupir, a aumentar de tamaño, los trozos se hacen grandes, después más grandes, más grandes... Hay que salir corriendo sin esperar más porque...¡brrrubarabuam! ¡Viene el derrumbe!

A veces un gallo está tan entusiasmado con una veta que no presta atención, ignora las advertencias. Con la fiebre de la riqueza ni le importa que se le caiga encima el cerro. Y adiós. Hubo casos así. ¡Qué curioso es el ser humano! Con Juan Tabilo no nos fue muy bien en los pozos profundos. Entonces comenzamos a relavar un desmonte. O sea, a repasar un montón de material ya explotado donde siempre quedan restos de metal. Así conseguíamos sacar medio gramo, un gramo de oro al día que, siendo poco, no era tan poco. Es una faena agotadora, ingrata, pero a la larga, va dando un rinde regular. La hacíamos a falta de algo mejor. En esto Tabilo encontró que no era práctico que los dos dejáramos la pega para ir a almorzar.Me dijo: -Mira, allá en la pensión hay una niña conocida mía. Se llama Rosalía. Tú lleva un tarro, almuerzas allá y, al final, le pides que te dé, en el tarro, comida para el perro. Eso, por si la patrona escucha. La Rosalía ya está de acuerdo, la tengo palabreada. Así se hizo. Cada día, cuando yo terminaba de almorzar, ella me preguntaba si le iba a llevar "comida para el perro". Yo le decía que sí y ella me echaba una buena cantidad de lo mismo que se servía a la clientela. Pero de veras parecía comida para perro, porque echaba todo mezclado, ensalada con sopa y algo de guiso del segundo. A veces un pan entremedio. Sí, aquello tenía un notorio aspecto de comida para perro. En este punto, debo desmentir de la manera más categórica una versión sobre este hecho, que circuló un tiempo por Andacollo. Según algunas personas aficionadas a reírse del prójimo, yo pedía comida para el perro sin que Tabilo lo supiera. Con lo cual, sostienen, yo me embolsaba los veinte o treinta centavos que costaba el almuerzo. ] Incluso, en su maligno refinamiento, afirman que Tabilo algunas veces murmuraba, mientras comía: "¿Por qué mandarán esto así, todo mezclado? Si parece comida para perro". Mis detractores llegaron al extremo de decir que en cierta ocasión, un día de semana que Tabilo decidió bajar él al pueblo y dejarme a mí en Casuto, fue finamente atendido por la dueña de la pensión. Ella le preguntó con mucho interés: "¿Cómo está el perrito?", y como él la miró sin entender, insistió: "El perrito, pues. Ese perro grande que tienen allá arriba. El niño que trabaja con usted le lleva todos los días la comida en un tarro". Esa es una calumnia miserable y carente de fundamento. Ahora bien, como motivo de chacota en la tertulia del bar, no se puede negar que es divertida, por lo menos por una vez. Pero estuvieron años con el temita, no hay derecho. EL ORO DE LA IGLESIA Una vez con el cabro Valdivia, que era de mi edad, le sacamos oro a la Iglesia.” Fue poco después de la Pascua de 1934. Nos había ido pésimo todo el último tiempo. ¡Estábamos tan re pobres! No encontrábamos ni un miligramo de metal, no teníamos ni para hacer cantar a un ciego. Se acercaba el Año Nuevo. ¡Cómo nos va a pillar sin plata!, -dijo el Valdivia. -Busquemos en otro lado.- Llevábamos ya varias semanas sin conseguir más de un cuarto de gramo o algo así después de ocho horas o más de trabajo. Bueno, eso comúnmente le pasaba a todos, cuando venía la mala. En la minería siempre hay una cuota de suerte. Ibamos bajando y llegamos a la Plaza Videla, donde está la iglesia nueva. Videla por el famoso cirujano, héroe de la Guerra del Pacífico, oriundo de Andacollo. La iglesia es enorme y la rodea un terreno muy amplio que tenía en todo el perímetro una pirca de piedra de su metro veinte de altura. Valdivia era medio leso, pero pillo también. Se le ocurrían cosas. Me dijo:

-Mira, fíjate. Están lavando a la orilla de la iglesia. Hace como trescientos años que están lavando la arena ahí y siempre sale algo de oro. ¿Te imaginas cuánto habrá al lado adentro? ¡Deben ser toneladas! Estuve de acuerdo en su razonamiento. Siguió: -¿Sabes qué idea tengo yo? Que si nos metemos y hacemos un hoyo adentro, en el patio de la iglesia, a lo mejor hallamos. Fíjate. Hay unas ramadas y por el otro lado unos montones de piedras y materiales. Si hacemos un hoyo debajo de las ramadas, nadie nos va a ver. Ni en la iglesia se van a dar cuenta. La idea me pareció acertada. Aquellas ramadas, levantadas por los fieles, servían para actividades de la iglesia, kermesses o ventas en los días de la procesión de la Virgen que era ya muy pronto, el 26 de diciembre. En el lado de la plaza donde estábamos penaban las ánimas. Miramos a todos lados, saltamos la pirca y empezamos a trabajar con nuestras palas. Llevábamos como un metro excavado cuando vamos encontrando tres pepitas como granos de trigo y otras más chiquitas. Llenamos con esta tierra santa dos tarros parafineros, salimos con ellos con todo disimulo y en lugar apropiado la lavamos. Nos dio diecisiete gramos de oro. Locos de alegría, fuimos a vender el oro y nos repartimos el dinero por partes iguales. Llegué a la casa y le mostré la billetada a mi padre. Este se asombró: -¿De dónde sacaste tanta plata? -Estuvimos lavando a la orilla de la iglesia con el Valdivia. Tuvimos suerte. Mi papá se puso feliz. Con esa cantidad podíamos pensar en ponerle piso a la casa. En realidad era mucho. Le entregué lo que había ganado y él me devolvió algo Para mis gastos. Con lo demás compró la madera que se necesitaba. Al otro día nos fuimos a trabajar a otro lugar al lado afuera de la iglesia, pero nuestro plan era volver a meternos al patio. El Valdivia fue a buscar agua y yo seguí, medio desganado, lavando las arenas que habíamos sacado. En un pueblo minero como Andacollo, donde cada cual anda buscando para sí, no falta quien ande cateando. Un viejo se paró y se quedó mirando: -Oye tú, cabro, ¿qué están lavando aquí? -Desmonte. -Psch, desmonte... Pero eso da muy re poco. -Pocazo. Ayer trabajamos todo el día y sacamos medio gramo- le dije yo, para echarlo por el desvío. Se fue. Miramos a todos lados, entramos al patio de la iglesia, nos metimos debajo de las ramadas y repetimos la operación anterior. ¡Sacamos veintiún gramos de oro! Ya nos íbamos cuando pasaron dos o tres mineros y se quedaron mirando. Uno preguntó en tono despectivo: -¿Y cómo les va aquí? Y al Valdivia no sé qué le dio. Se botó a encachado: -¿Quiere ver cómo nos va aquí? ¡Mire! Y le mostró el puñado que habíamos recogido. Los mineros dieron un salto. -¡Cabros de mierda!.- dijo el preguntón y mostró los dientes: -¡Ya! ¡Se van de aquí! ¡Se van ahora mismo! Con él había uno más observador, o es que tal vez ya nos tenía rochados desde antes: -Miren- dijo-, aquí los pillamos a estos. Ahí va el caminito. ¿Ven? ¡Estos dos granujas se meten adentro del terreno de la iglesia y de ahí están sacando oro! Nos amenazaron con los puños. Yo corrí a avisarles a unos compañeros del sindicato que estaban por ahí cerca: -Oigan, fíjense. ¡Nos quitaron! -¿Quién les quitó? Expliqué lo sucedido. Se formó un buen grupo, armado de palas, y todos vinieron corriendo conmigo hasta la plaza. Ahí encararon a los que nos habían amenazado.

-¡Ya!-dijo uno de los nuestros-¡se van de aquí o les sacamos la cresta a palazos! ¡Miren que quitándole a los niños! Como eran más, los otros se fueron. Pero al poco rato regresaron con refuerzos. Traían barretas. Se formaron dos grupos frente a frente, doce o quince por lado. La cosa se puso peluda. En ese momento se oyó una voz más sensata: -Oigan, pues... No nos vamos a estar matando aquí por esta custión. Lo que corresponde es que hagamos lo que hicieron estos cabros. Vamos todos a sacar de donde mismo. Corrieron unos y otros, atropellándose, pasaron la pirca y se pusieron a hacer hoyos al lote en el sector de las ramadas. Como al cuarto de hora llegaron los carabineros, repartieron palos y se llevaron presos a casi todos. También a nosotros dos, que nos habíamos quedado de mirones, viendo cómo se esfumaba el tesoro. En la comisaría, el sargento dijo: -¿Y estos cabros? Son menores de edad. ¡Lárguenlos! Salimos entre contentos y amargados. Los demás, cerca de veinte quedaron adentro hasta el otro día. Como castigo tuvieron que tapar los hoyos que habían hecho y emparejar el terreno en el patio de la iglesia. Nunca más volví a trabajar con el Valdivia. Pero cuando nos veíamos, él siempre me preguntaba: -¿Y por qué ahora no querís trabajar conmigo? PRENSA Y PROPAGANDA Un día, estábamos varios haciendo cola para sacar agua de un pozo, cuando llega un pequeño grupo de trabajadores y uno de ellos nos dirige la palabra, en tono de discurso, empleando una bocina de latón para amplificar la voz: -¡Atención, compañeros! Aquí estamos la mayor parte de los obreros cesantes del salitre y no tenemos la ayuda en herramientas que se nos había prometido. Faltan baldes para sacar el agua, necesitamos palas, cordeles, etc. También queremos materiales para levantar nuestras casas. Pero nada vamos a conseguir si no tenemos un sindicato. Un hombre que estaba allí respondió a gritos; -¡Vayanse a trabajar, huevones de mierda! A mí, criado desde muy niño en un gran respeto a la organización sindical,aquello me pareció tan indignante, que respondí, sin pensar en las consecuencias: -Este hombre es un ignorante. Nos están llamando a organizarnos y él insulta groseramente... El tipo, un grandote, se me acercó amenazador, con ganas de aforrarme, pero otro le dijo: -¿Qué te pasa? ¿No ves que este cabro te está dando una lección? Otros gritaron: -¡Saquémoslo! ¡Que se vaya! ¡Fuera! En fin de cuentas, el hombre se alejó rabioso y no faltó quien le diera un puntapié en el trasero a manera de despedida. El incidente no fue más lejos pero en la tarde, cuando ya íbamos de vuelta a casa, se me acercó un grupo, en el que estaban, recuerdo, Desiderio Arenas, Ángel Veas, más tarde Intendente de Iquique, y Elíseo Flores, que iba a ser el presidente del primer sindicato de Andacollo. Me saludaron amablemente y me preguntaron: -¿Y tú, de qué oficina vienes? Les respondí que antes, con mi padre, habíamos estado en el salitre pero que, con la cesantía, habíamos andado por Coquimbo y Santiago. -¿Tu padre era federado? Eso quería decir si era miembro de la Federación Obrera de Chile. Les dije que sí. -Lo hiciste muy bien,- me dijo un muchacho que tenía un par de años más que yo-, tienes que venir al sindicato. ¿Podrás ayudar en algo? ¿Fuiste a la escuela?

-Sí, estuve en la anexa de la Normal en Santiago. Iba a estudiar periodismo, pero las cosas cambiaron... -¡Mejor que mejor! Ven a juntarte con nosotros. En una pieza del campamento Block N° 12, en la parte alta de Andacollo, organizaron una reunión a la que me invitaron. Les conté de mis estudios de periodismo. Quedaron admirados cuando les dije que sabía hasta escribir a máquina, porque mi papá también componía máquinas de escribir y yo había practicado en las que le mandaban. En vista que tenía tantas habilidades, me propusieron, apesar de mis cortos años, que tomara el cargo de Secretario de Prensa y Propaganda del Sindicato que se estaba organizando. ¡Contentos conmigo, para qué decir! Unos días después, se realizó una asamblea en plena calle, donde se improvisó un estrado. Se reunieron unos mil quinientos mineros. Hubo discursos en los que se habló de los urgentes problemas que afectaban a los trabajadores y se llamó a constituir en el mismo acto el Sindicato. La proposición fue aprobada con entusiasmo. Luego se procedió a elegir por aclamación a los dirigentes, nueve en total, porque éste iba a ser un sindicato "libre", en la tradición de la FOCH, no sujeto a las normas del Código del Trabajo. Cuando se propuso mi nombre, luego de dar a conocer mis condiciones, fue aprobado por unanimidad. La verdad es que no se propuso mi nombre, porque el orador lo olvidó en ese momento. Lo que dijo fue: -Para Secretario de Prensa y Propaganda se propone entonces... al niñito. Me llamaban así porque siendo muy flaco y de poca estatura, aparecía con menos edad. Yo tenía entonces unos diecisiete años, pero no representaba más de trece. Sentí que en aquel momento cambiaba el curso de mi vida, que tenía algo por qué luchar. Más importante aún: sentí que no me iba a pasar el resto de la existencia rasguñando los cerros sin más norte que la ilusión de una pepa de oro que me convirtiera en un hombre feliz, como el que aparecía en los afiches de propaganda de los lavaderos de oro. Me recomendaron que me incorporara a la cuadrilla donde estaban Ángel Veas, Pablo Reyes y algún otro. Reyes llegó a ser más tarde alcalde de Andacollo. En 1946 González Videla nombró a Veas Intendente de Iquique y un año después, cuando se dio la voltereta, lo mandó al campo de concentración de Pisagua, donde murió. Me fui a trabajar con ellos. Me tocaba acarrear arena, lavar, traer agua. La cuadrilla la componían cinco o seis lavadores. Pero mis compañeros decidieron que mi jornada minera iba a ser más corta aunque a fin de mes mi parte en los ingresos iba a ser igual a la de los demás. Me dijeron: -Después del almuerzo te vas al sindicato, porque llega mucha gente a preguntar o a presentar quejas y no hay nadie que atienda. Tú vas a tener la llave. Tienes que tomar nota de quiénes van y de lo que digan. Si hay que ir a la Inspección del Trabajo por alguna denuncia, tú les dices cómo hacerlo. O los citas para que vuelvan más tarde, cuando estemos nosotros. Sobre esto tuve una larga conversación con mi padre. Me felicitó por mi designación, pero me advirtió que el compromiso contraído por mi era muy serio y que me exigiría sacrificios y a menudo, enfrentar incomprensiones. "Por eso yo nunca quise ser dirigente", me dijo. Con un dejo de preocupación, agregó que en adelante yo no tendría horas de descanso. Así fue en cierto modo. Yo trabajaba hasta las doce, almorzaba y partía al local, donde permanecía hasta las nueve o diez de la noche. Uno de los dirigentes, que vivía al lado del local sindical, le encargó a su señora que me llevara once y, más tarde, un plato de comida. La vida del sindicato era muy activa. Viejos dirigentes obreros del Norte daban charlas sobre

el movimiento obrero y relataban las experiencias del Maestro Luis Emilio Recabarren. A veces, alguno traía alguno de sus folletos y leía algún trozo. También llegaban en ocasiones dirigentes nacionales de la FOCH que venían a imponerse de las condiciones de los lavaderos de oro. Uno de ellos fue Higinio Godoy quien habló de la importancia de la prensa obrera para crear conciencia entre los obreros. Era el director del diario "Justicia", órgano del Partido Comunista, y trajo varios ejemplares que distribuyó entre los mineros. Higinio me felicitó por los carteles manuscritos que yo hacía, una especie de primitivo diario mural que colocaba al lado afuera del local, y me designó corresponsal de "Justicia" en Andacollo. Un tiempo después recibí desde Santiago, con enorme emoción, el carnet que me acreditaba como tal. A aquel estímulo se sumó otro. Llegó a Andacollo el director del diario "El Progreso" de Coquimbo, el periodista Carlos Brito, quien quería conocer los problemas laborales y escuchar las opiniones de los dirigentes sindicales. Brito me designó también como corresponsal de su diario aunque, por ser menor de edad, me pidió que firmara mis notas con un seudónimo. Así comencé a trabajar como periodista y vi mis primeras noticias publicadas. Pero con ello creció mi inquietud por formarme de manera más sólida en esta profesión. El curso de periodismo por correspondencia que me había ofrecido don Tancredo Pinochet costaba $180 pesos al mes. Consulté con los compañeros del sindicato si podrían ayudarme para seguirlo. "Ni un problema", dijeron. Ellos me lo pagaron, porque entendieron que sería útil no sólo para mí, sino también para la organización. Por las tardes, en la oficina, yo practicaba, hacía mis tareas y despachaba mis crónicas. Los compañeros llevaron unos pliegos de papel y así regularizamos el diario mural, que pegábamos ahí mismo, en el local del sindicato, con las novedades del pueblo, denuncias, comentarios sobre problemas locales, reivindicaciones, anuncios de reuniones, todo eso. La gente lo seguía con mucho interés. Los que sabían leer lo leían en voz alta para los que no sabían. Con las lecciones de don Tancredo adquirí ciertas bases teóricas y prácticas de periodismo. Eran siempre muy vivas y concretas, con ejemplos tomados de la vida diaria. Si un auto choca con un poste, escribía, esto puede ser una noticia de una columna por cinco centímetros, de escaso interés... o puede ser la principal información de primera página, a cinco columnas. La importancia de una noticia varía según las circunstancias. Veamos. 1) Depende del lugar donde se produjo el hecho: no es lo mismo ese choque en una calle secundaria de los extramuros de Santiago, digamos Copiapó con Sierra Bella, que en Moneda con Morandé. En este caso, cambia el titular. Ya no es simplemente "Auto choca con poste" sino "Accidente a un paso de la Moneda". 2) Depende de si hay sangre o no. El derramamiento de sangre tiene siempre un gran interés para los seres humanos, quienes saben que su vida depende de que dicho líquido circule el mayor tiempo posible por el interior de su cuerpo. Un muerto o un herido pasan siempre a primer plano y al título, por derecho propio, por grandes que hayan sido los daños materiales. Crece la importancia de la noticia y el accidente pasa a ser "grave", "sangriento" u otro adjetivo semejante, según el caso. 3) Depende del o los protagonistas. Si el conductor causante del choque es un ciudadano anónimo, bastará consignar su nombre. Pero la cosa es muy diferente y va subiendo en importancia si es un profesional, un militar, un funcionario público, un político, un ricachón o una autoridad. Si, pongamos por ejemplo, el automóvil era conducido sin autorización y en estado de ebriedad por un joven menor de edad, hijo del Presidente de la Corte Suprema o del

Ministro del Interior, y además el accidente ha ocurrido en las inmediaciones de la Moneda, tenemos todos los ingredientes para una noticia muy destacada. Un tiempo después de mi llegada a Andacollo se presentó por esos lados, como máxima autoridad de la empresa estatal de los lavaderos, el ingeniero comunista Roberto Landaeta. Años más tarde, él me contó cómo fue que lo nombraron en ese cargo. En 1933, ingeniero joven, recién egresado, se encontraba sin trabajo (todavía duraba la crisis) cuando se topó en una calle de Santiago con su antiguo compañero de la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Chile, Jorge Alessandri. Conversaron y, al saber que no tenía empleo, el joven Alessandri le dio una tarjeta para el Ministro de Hacienda de entonces, que debe haber sido, si no me equivoco, Gustavo Ross Santamaría. El Ministro atendió muy bien al recomendado por el hijo del Presidente y sometió a su consideración una lista de siete posibles pegas. Landaeta escogió la Dirección de Lavaderos de Oro. Por culpa mía, el cargo le duró muy poco. La directiva sindical le pidió una audiencia para plantearle una serie de problemas locales. Yo estuve presente en mi calidad de encargado de Prensa y Propaganda, y me dediqué a tomar notas de todo lo que se decía. Se le habló de la falta de herramientas, de baldes, picotas y chuzos; se le pidió madera para la construcción de casas. Se le habló de las condiciones de vida miserables, de la falta de agua y la insuficiencia de los servicios higiénicos (pozos sépticos), etc. Landaeta estimó que la mayor parte de estas peticiones eran razonables y dijo que transmitiría esas inquietudes a sus superiores; pero advirtió que no era fácil obtener su satisfacción a corto plazo. Bajando la voz dijo: -¿Acaso ustedes no saben que este es un gobierno reaccionario, que reprime los trabajadores? Con mucho énfasis dio algunos ejemplos de la política represiva del régimen contra el movimiento sindical. Yo estaba muy impresionado con aquellas palabras las anoté minuciosamente. Al día siguiente las reproduje, con puntos y comas, en el periódico local "El Minero", de propiedad de don Guillermo Castro. En la tarde del mismo día, pusieron un radio desde Santiago para notificar a Roberto Landaeta que había cesado en su cargo y debía salir en el acto de Andacollo ¡Qué eficiencia! Aquel fue un caso amargo y muy aleccionador. Descubrí la importancia que tiene para un periodista, no sólo el revelar los hechos sino también, en ocasiones, saber callar. Mi vida como minero y periodista no era fácil. Muchas veces el oro se ponía esquivo y los pocos miligramos reunidos con enorme esfuerzo no alcanzaban ni para el desayuno. En tales circunstancias, a la cuadrilla no le quedaba otro camino que salir a catear, es decir, a buscar un nuevo yacimiento y yo compartía la faena igual que los demás. Un día, en alguno de esos períodos difíciles, mi papá me mandó llamar y me dijo -Usted está estudiando periodismo. Muy bonito. Está bien como hobby y para ayudar a la organización sindical. Pero no es un trabajo serio. Además el oro es algo muy inestable. ¿No cree que sería bueno que tuviera un oficio como Dios manda pan ganarse la vida? No hallé qué responderle y así pasé a trabajar en el taller de herrería de Churrumata,a unos cinco kilómetros de Andacollo. Mi padre, ya lo dije, estaba a cargo de varios de esos talleres, en el Llano de Casuto, donde se había formado una población más o menos grande. Trabajé como aprendiz durante dos meses. Para mí, el fierro era algo familiar desde niño, porque siempre me había tocado ayudar a mi papá. Sabía calentar las herraduras y templar el fierro. Cuando se pone al rojo, pasa por diferentes colores: rojo amarillo y plomizo (ala de mosca): ese es el momento de meter rápidamente la pieza en el agua fría. Es cosa de segundos. Si se pasa el momento del ala de mosca, el hierro queda quebradizo o se dobla. El jefe del taller, el Maestro Guajardo, era muy severo, exigente y mal hablado. Pero al final, creo, llegó a tomarme algún aprecio, porque yo le hacía empeño como diablo al trabajo. Se

mostró muy molesto -y, para qué decir, mi padre-, cuando al tiempo decidí no continuar en ese oficio. Volví a las tareas sindicales y luego políticas. Y al periodismo. EL INGRESO A LAS FILAS En 1933 llegó a Andacollo un conocido dirigente obrero, miembro del Comité Central del Partido Comunista, Juan Vargas Puebla. Vino a informar sobre un Pleno Nacional realizado a comienzos de ese año, en el cual se había resuelto un importante cambio en la política del Partido. Comunicó que ya no se hablaría más de lograr un gobierno de obreros y campesinos, soldados y marineros, basado en el ejemplo soviético, sino de alcanzar un gobierno antiimperialista, antioligárquico y antifeudal. El cambio era reflejo del nuevo enfoque elaborado por la Internacional Comunista que indicaba que la lucha de los pueblos de América Latina debía concentrarse en el enemigo principal: el imperialismo norteamericano. En Andacollo, el Partido contaba con una dirección muy capaz, de la que formaban parte Florencio Orellana Pavez y los ya nombrados Ángel Veas y Pablo Reyes, entre otros. Un día se me acercó Guillermo Jofré y me dijo: -Ya es hora que ingreses al Partido. ¿Tú quieres ingresar? No le contesté que no, pero el compañero me dijo que lo pensara, me pasó un libro de Lenin (¿cuál sería?) y algunos folletos. Así, en agosto de 1934, hace unos 60 años, ingresé en una célula del Partido Comunista de Chile, Comité Local de Andacollo. Como éramos varios los jóvenes, nos encomendaron una tarea que en aquel tiempo estaba impulsando el Partido en todo el país: formar la Federación Juvenil Comunista. Tuvimos éxito. Partimos con unos catorce jóvenes. Después el número aumentó con rapidez, a medida que reclutábamos a los trabajadores menores de 20 activos en el sindicato. Calculo que a comienzos de 1935 -el año que murió Carlitos Gardel,- ídolo de los jóvenes y también de los viejos- llegó a visitarnos Ricardo Fonseca, entonces Secretario General de la Juventud. Organizamos una gran asamblea de los jóvenes; comunistas, ya más de ochenta, con varios invitados especiales. Fonseca hizo una intervención memorable, que nos hizo abrir mucho los ojos y dejó huellas en nuestra actividad. Hablaba muy sencillamente, dialogando, estimulando a los jóvenes a hacer preguntas a medida que desarrollaba el tema. Empezó por felicitarnos por habernos organizado como Federación Juvenil Comunista: -Ustedes han dado un gran paso. Pero pronto vamos a ser Juventudes Comunistas. Lo de Federación queda estrecho-. Nos miramos sin comprenderlo del todo. Su idea era que la organización fuera muy amplia, que incluyera a jóvenes sindicalistas, estudiantes, deportistas. Una multiplicidad de juventudes, que desarrollaran su trabajo político muy ligado a la actividad específicamente juvenil. Preguntó: -¿Cómo están aquí los jóvenes sindicalistas? -Bien- le dijimos, -todos participamos en el sindicato y ayudamos en sus tareas. Además tenemos un dirigente sindical que es militante de la Juventud. Fonseca preguntó qué otra actividad desarrollábamos. Le contamos que se había formado el Comité Contra la Guerra del Chaco después de una charla que dio Juan Vargas Puebla, dirigente sindical de Valparaíso. El Partido lo había mandado a hablar de ese tema, de la guerra provocada por las compañías petroleras que desangraba a dos pueblos hermanos. Le informamos de los mítines que habíamos organizado para explicar esa situación. -Bien- dijo Fonseca, -¿y qué hay de los estudiantes? -Bueno... hay muy pocos en la organización. -Tienen que hacer más para ganárselos. Pero, ¿y los jóvenes deportistas? ¿Cuántos jóvenes deportistas hay en la Federación Juvenil Comunista? ¿A qué clubes pertenecen? ¿Hay clubes deportivos aquí? -Sí, hay tres clubes.

-¿Y a cuál pertenecen ustedes? Nos sentimos mal. No estábamos en ninguno. Incluso, parece que teníamos cierta predisposición contra los deportistas. Parece... Había muchos anarquistas aqui en Andacollo, naturalmente. Los anarquistas eran numerosos entre los trabajadores del salitre. Y el anarquismo tenía influencia también entre los comunistas. Un día, uno de ellos, Pedro Carrasco, un viejo pampino de lenguaje elevado, nos dijo: -¿Quieren ver la escoria? Cómo, qué? ¿Cuál escoria? -Vengan, asómense. Nos asomamos a la puerta del local del sindicato, donde estábamos, y vimos que había unos jóvenes con pantaloncitos cortos que iban con una pelota hacia una cancha de fútbol cercana. -¡Esa es la escoria!- dijo Carrasco con gran énfasis: -A ellos no les interesan los problemas de los trabajadores. Teniendo una pelota y una cancha, adiós problemas. A la burguesía le gusta entretener así a la juventud. Es una manera. Otra es con el alcohol. Otra es la religión. Aquí está lleno de canchas de fútbol, prostíbulos, salones de baile e iglesias. Parece que nos convenció. O nos influyó por lo menos. Pero Ricardo dijo: -Eso está mal. El deporte es una actividad sana, positiva. A la juventud le gusta el deporte y está muy bien que haga deporte. Y allí donde está la juventud, deben estar los jóvenes comunistas. Poco después formamos el club "Alianza", porque ya se avizoraba la formación de la Alianza Libertadora de la Juventud, y así comenzamos a actuar en el deporte. Pero ya antes se había organizado, al calor de los viejos del salitre, celosos depositarios de la tradición de Recabarren, el conjunto "Luz y Progreso". Su repertorio se componía de obras de teatro sociales o revolucionarias como "La silla vacía", "El dolor de callar", "Flores rojas" y "El lamento de la mina". Del elenco formaban parte dirigentes sindicales como Pablo Reyes, José Cifuentes Olivares, Paulino Hidalgo, Desiderio Arenas y otros más jóvenes, como yo; Alian Quintana y su esposa, Iris Pinto, Clara Penna. Hidalgo recitaba "La Nueva Marsellesa" de Víctor Domingo Silva y poemas de Alejandro Flores como "La carreta". También había algunas mujeres. A nadie le extrañaba que un dirigente subiera al escenario para hacer el papel de un cruel capitalista o de un minero explotado. Al finalizar cada función se improvisaban foros, donde los presentes exponían sus puntos de vista respecto de la obra que acababan de ver y la relacionaban con las situaciones que ellos mismos vivían a diario. Recorrimos varios centros mineros llevando nuestro arte agitativo. Una de las obras de mayor éxito fue "El lamento de la mina", donde el papel principal, el de Juanito, me tocaba a mí. Ya he contado las consecuencias. LA BUKOVINA Y LA BESARABIA El Partido llegó a ser muy grande en Andacollo. Tenía el control del sindicato y otras organizaciones. Las lecciones de Recabarren seguían vivas. Era habitual que las reuniones terminaran con himnos o canciones de carácter revolucionario. Recuerdo por ejemplo, un viejo vals, "Noches de invierno", que nos conmovía profundamente: Cuando llegan las noches de invierno los palacios de luces se llenan y los pobres se mueren de pena en sus chozas sin lumbre ni pan. El autor de su letra era el zapatero y poeta anarquista Francisco Pezoa, el mismo del "Canto a la Pampa" y su ideario se traslucía en aquellos versos, que cantábamos llenos de fervor: Y la cruel burguesía se ensaña contra todos los trabajadores

pero llegan ya tiempos mejores y su crimen tendrán que pagar. Es muy triste vivir, es terrible habitar en la tierra de crueles burgueses donde sólo se sabe explotar. Yo quisiera mirar toda roja una sola bandera en la tierra y que el hombre no fuera a la guerra y que el hombre no muera en prisión. Es muy lindo vivir, es muy bello habitar en un lindo país socialista donde saben los hombres amar... O aquel himno de lucha, "Hijo del pueblo": Hijo del pueblo te oprimen cadenas esa existencia no puede seguir... Si tu existencia es un mundo de pena antes que esclavo prefiere morir. A través del trabajo político aprendimos muchas cosas. Entre otras, se nos enseñó a hacer siempre un punteo de lo que íbamos a decir cuando nos tocara hablar en alguna reunión. El punteo seguía un orden de temas: Io Lo local e inmediato, las reivindicaciones. En el caso nuestro, de Andacollo, se trataba de abordar los problemas de la vivienda, de la falta de herramientas, la petición de subsidios para los días de lluvia en que no se podía trabajar. Cosas así. 2o El plano nacional. Por ejemplo: el gobierno reaccionario de Alessandri detuvo en Santiago a un grupo de dirigentes sindicales que estaban reunidos. Sacar un acuerdo de protesta por ese hecho. 3o El plano internacional. Qué pasa en la Unión Soviética. Las maniobras imperialistas. Ahora, en este momento, el problema de la Bukovina y la Besarabia, pretexto para provocaciones contra la Patria de los trabajadores. Eso no lo podemos olvidar. Así, más o menos, era la pauta partidaria. En una de esas se organizó un mitin en la Plaza. El compañero que habló a nombre del Partido, siguiendo fielmente aquellas normas, tocó los problemas inmediatos y sacó aplausos. Luego denunció que los carabineros habían apaleado a los obreros municipales de Santiago, que salieron a desfilar para pedir mejores salarios. Y que en la Avenida de la Paz detuvieron a los dirigentes de la FOCH que participaban en una reunión. Denunció al gobierno de Alessandri por no cumplir las promesas que había hecho. Aplausos. "Y ahora paso a la parte internacional. Hay que denunciar la gran provocación contra la Unión Soviética, que construye pacíficamente el socialismo y donde está la clase obrera en el poder. Y el punto central, más peligroso, es el problema de la Bukovina y la Besarabia". El compañero no pronunciaba bien esos nombres, ni entendía de qué se trataba.Los decía así, ligerito, para que no se notara mucho. Pero resulta que en el lugar existía entonces una fonda de propiedad del guatón Saravia. Al escuchar al orador, los asistentes a la concentración se dieron codazos y miradas de inteligencia. Entendieron que los comunistas estaban denunciando la venta clandestina de vino que se realizaba en ese lugar. Les pareció escuchar: "Busco vino en lo de Saravia" o algo parecido. Algunos comentaban con admiración: "¡Mire que son gallos los comunistas!" Andacollo era "zona seca", al igual que otros minerales. Pero la norma regía sólo respecto del vino (que igualmente circulaba en el pueblo, de manera clandestina), no así para la cerveza.

Llegaba camión tras camión cargado de cerveza de la fábrica Floto de La Serena y todo el mundo la consumía. No se pedía por botellas sino por sacos. -¡Pónganos un saco! Otros pedían: -¡Medio saco! Nadie pedía menos. En cada saco venían 36 botellas de medio litro en sus respectivos cartuchos de paja. Funcionaban numerosos cabarets con nombres como: "La Tetas de Oro", "El Flores Negras", "La Pecho de Tabla", "El Cachitos pal Techo", "La Poto de Oro". Allí se consumía cerveza en abundancia y se formaban cahuines muy grandes. Había la creencia de que la arena aurífera, rociada con cerveza antes de someterla al lavado, daba más oro. Muchos hacían esta ceremonia. EL FRENTE POPULAR En 1936 surgió el Frente Popular, la alianza de radicales, socialistas y comunistas. En Andacollo nos volcamos con entusiasmo al nuevo movimiento. Mandábamos delegados a los mítines que se hacían en Coquimbo y la fuerza del PC crecía. Estuvimos a punto de elegir diputado al doctor Víctor Bertín Soto, muy conocido por sus campañas de educación contra las enfermedades venéreas, entonces llamadas "sociales". Los militantes de la "Jota" constituimos también en Andacollo la Alianza Libertadora de la Juventud y en 1937 mandamos delegados a su congreso en Santiago. Entre tantas otras cosas, participamos en una gran campaña de solidaridad con la República Española que incluyó el reclutamiento de jóvenes para ir a combatir en España, en las Brigadas Internacionales. De Andacollo partieron quince, aunque nunca supe si en definitiva llegaron a su destino. A Julieta Campusano la conocí a fines de 1937 en uno de los frecuentes viajes a Coquimbo que hacíamos los jóvenes. Ella era también militante de la Jota. Vivía en Guayacán pero iba a Coquimbo muy seguido y a veces subía a Andacollo. En algunas ocasiones alojé en su casa. Su padre fue obrero del salitre y después trabajó en la central eléctrica de Tocopilla. Más o menos en la misma época conocí a Guillermo Carvajal Molongo, quien se casó después con Julieta. íbamos con ella a llevar informaciones de la actividad de la Jota al diario "El Progreso", donde él trabajaba. Cuando iba yo solo a entregar la noticia, publicaba tres líneas. Pero cuando iba Julieta, la cosa aparecía muy destacada, hasta a tres columnas. Se le notaba la preferencia, todo sonrisas y venias. Era una persona muy educada, de muy buenos modales. Guillermo había nacido en Guayacán. Su padre llegó allí en los tiempos florecientes de la industria metalúrgica en esa ciudad. Las famosas fundiciones de José Tomás Urmeneta. Además, era el puerto del fierro. A cada rato llegaban los trenes llenos de metal para los embarques. El padre de Guillermo tenía un almacén de menestras. Sus clientes eran trabajadores del fierro y él les daba crédito, como hacían todos los almacenes. Tenía como cuarenta o cincuenta libretas de la gente con las anotaciones del fiado. De repente estalla la crisis, entiendo que por allá por el año 10, y se sintió arruinado. Porque a los obreros los liquidaron de golpe y nadie le pudo pagar. La deuda alcanzaba una cifra muy importante. Se dispuso a resistir como pudiera cuando a las pocas semanas, empiezan a llegar dos pagos, tres pagos, y a los tres meses ya casi no pasaba día que no recibiera abonos. Y él se admiraba de la honradez de estos trabajadores, tan modestos. Guillermo Carvajal trabajó primero en Chuquicamata, como empleado y después en Coquimbo, en el diario "El Progreso", cuyo director, muy conocido aquí, era don Carlos Brito. Pero antes, se ganaba la vida tocando el piano. Sí, él improvisaba para acompañar las películas mudas, en esos tiempos cada cine tenía su pianista, y tenía que darle ritmo y emoción, tocar acordes temblorosos para las partes de miedo, subrayar los momentos dramáticos, hacer galopes cuando

aparecían los pieles rojas y los cow-boys en sus persecuciones o tocar cosas románticas para las escenas de amor. Lo hacía muy bien y era muy solicitado. En ocasiones tocaba en casas de niñas. También le hacía al violín. Pero en fin de cuentas prefirió el periodismo. El diario en que trabajaba, "El Progreso", era más bien de derecha, pero Guillermo se identificó siempre con los trabajadores. Yo creo que fue por la Julieta que entro a militar en el Partido. La suya fue una militancia muy azarosa. Porque era tremendamente independiente y no se recataba jamás de decir lo que pensaba en los terminos mas crudos. Entonces, a poco andar, ya estaba trenzado en una pelea con los dirigentes y terminaba expulsado. Después de un tiempo se reconciliaban con él y volvían a admitirlo. Pero no pasaban muchos meses sin una nueva discusión violenta y vuelta aexpulsarlo. Debe haber tenido el récord mundial de expulsiones y readmisiones en el Partido. Y llegó la candidatura de don Pedro Aguirre Cerda, que no dejó de tropezar con cierta resistencia entre los viejos pampinos, desconfiados por naturaleza de "los caudillos burgueses". A uno de ellos, antiguo cauchero y después minero en Andacollo le escuché decir con enorme pasión: -Esta candidatura es un tremendo error del Partido. Aguirre Cerda es un burgués y un terrateniente. Para peor, viñatero, uno de esos que se enriquecen envenenando al pueblo con el alcohol. Pero eso no es todo. Además es un masacrador. Este era Ministro del Interior cuando la masacre de San Gregorio en el primer gobierno de Alessandri. ¡No lo sabré yo, que todavía tengo una bala en este brazo! Cuatro meses después, en Punitaqui, fuimos muchos de Andacollo a proclamar a Aguirre Cerda y vi a aquel mismo pampino de la bala en el brazo cantando con el puño en alto y lágrimas en los ojos: Quién será quién será Presidente... quién será quién será, qué caray Entre los mineros, la candidatura de "Don Tinto" despertó entusiasmo. Cuando lo proclamaron en Andacollo, no podía creer la magnitud de la marcha que pasaba por delante de la tribuna donde él estaba, junto con otros dirigentes. Cuentan que se acercó a Contreras Labarca y le preguntó al oído: -Oiga, ¿esto es de verdad o es que dan la vuelta por detrás y desfilan de nuevo? Don Tancredo Pinochet Le Bain, mi maestro de periodismo, estuvo muy en contra de la candidatura de Aguirre Cerda. Decía que era un latifundista y que explotaba a sus inquilinos igual que cualquier oligarca. Cuando el Partido Radical lo proclamó en un acto en el Teatro Municipal, don Tancredo publicó en "Asiés" un artículo muy divertido titulado "¿Han muerto todos en Chile?" en el que, utilizando las estadísticas sobre mortalidad que había citado don Pedro en su discurso, algo exageradas, llegaba a la conclusión que, con tales cifras, los habitantes de Chile no alcanzarían a veinte mil. Y agregaba: "A simple vista, por lo que llevo observado, me parece que hay más gente de la que deja viva el candidato a la Presidencia, señor Aguirre Cerda". Sin embargo, cuando la Convención de los Partidos de Izquierda acordó respaldar su candidatura, declaró que en el futuro él también lo apoyaría. Y así lo hizo. En 1937 me tocaba hacer el servicio militar, pero me lo postergaron para el año siguiente. En marzo o abril del 38 ingresé al Regimiento de Artillería Montada "Arica" de La Serena. Era una unidad militar donde los caballos, unos enormes percherones, tenían importancia capital, porque eran ellos los que arratraban las cureñas. Los cañones eran Krupp, "7,5 largo 30" según la definición reglamentaria, un tipo empleado durante la I guerra mundial.

Al comienzo no tuve problemas. Nos hicieron clases teóricas de artillería: características de los cañones, normas para su servicio, balística. El trabajo práctico consistía en disparar aquellos cañones. Yo era "sirviente 2" y, según mis jefes, me desempeñaba con mucha eficiencia. Para mí, aquello no tenía ningún mérito particular. La tarea se limitaba a manejar el goniómetro, siguiendo estrictamente las instrucciones que un oficial daba por teléfono, marcando distancia, orientación, altura y ángulo de tiro. Si todo se hacía tal cual, el disparo daba en el blanco. Era infalible. Pero había otro asunto que sí era problemático. Cada uno tenía a su cargo un caballo: tenía que hacerle la cama (cambiar la paja en la pesebrera), limpiarlo, raquetearlo, alimentarlo, cuidarlo, mantenerlo en buenas condiciones. El mío se llama "Triulipe", nombre misterioso cuyo significado nunca he sabido. (Hasta me he desvelado tratando de imaginarme qué puede querer decir). Era un rosillo de varios metros de altura, una especie de elefante. Yo no tenía mayores dificultades para atenderlo, aunque la verdad es que siempre fui temeroso de los caballos. Pero, ¿montarlo? Las maniobras de ponerle las bridas y engancharlo a la cureña le tocaban a otros. Cuando salíamos a terreno, yo iba sentado en la cureña. Pero, durante las maniobras, al comenzar a disparar, cada uno debía montar en el caballo, llevarlo hasta un lugar adecuado, a cubierto de las balas, y dejarlo allí, bien protegido. Pero yo tenía demasiado temor y nunca me subí al "Triulipe". Me llamaron la atención varias veces, sin resultado. Me presionaban pero, a decir verdad, no tanto, porque tenían en cuenta que yo era buen artillero. Un vez un sargento me mandó a hablar con el capitán don Enrique Ramírez Bravo, a explicarle por qué no podía montar. Le dije que me daba miedo. Me parece que al capitán la cosa le daba risa, tal vez por el contraste entre mi escasa estatura y la descomunal alzada del caballo, pero se mantenía muy serio el hombre. Me aconsejó que tratara de superar ese defecto para ser un buen soldado, lo que no figuraba entre mis aspiraciones. Pero mostró tolerancia. Por las mañanas teníamos que limpiar los caballos Nos quedaba un espacio de tiempo libre de ocho y media a nueve y lo aprovechábamos para preparar "choca". Tomábamos tecito, comíamos un trozo de pan y hacíamos tertulia. Se acercaban las elecciones presidenciales y se hablaba bastante del tema. Un día, mientras estábamos en la "choca", uno de los conscriptos preguntó sobre los candidatos, Aguirre Cerda y Gustavo Ross. Yo hice una amplia disertación sobre lo que representaban uno y otro, el Frente Popular y la Derecha, los trabajadores por un lado, los banqueros y latifundistas por el otro. En esto, me sorprendió el teniente Correa Labra, jefe de la 6a. batería. Parece que se quedó un rato sapeando y escuchó lo que yo decía. Muy seco me ordenó presentarme en su oficina. Allí, mientras yo lo escuchaba, cuadrado y colorado, me llamó severamente la atención por estar hablando de política en el interior del regimiento, lo que estaba estrictamente prohibido. Me ordenó que le diera una explicación. Le dije que yo no me daba cuenta de haber cometido una falta... creía estar ayudando a la instrucción cívica que se nos daba, explicando cosas que la mayor parte no entendía. El teniente rechazó mis disculpas y me dio un castigo que consistía en trabajar en su oficina, pasando en limpio unas planillas del servicio que le tocaba llenar a él. Ahí me dejó, instalado y, al salir, le dijo al ordenanza: -Arqueros se va a quedar aquí castigado trabajando en las planillas. Si desea tomar un cafecito, se lo trae. No puedo decir que tenga malos recuerdos del servicio militar. Años más tarde, vi muchas veces a mi ex teniente Correa Labra, incluso después del golpe militar de 1973, cuando él ya estaba retirado. Me preguntó si tenía dificultades, si necesitaba algo. Le dije que no, porque en ese momento así era, en efecto.

II

MEJOR REÍRSE Dicen que en estos casos mejor reírse y en medio de la tormenta venga una 'pirse' (Víctor Jara, "La Población")

RECUERDO DE ELENA El autor: A Elena la conocí, como a Galvarino, en los años 50. Alguna vez estuve en la casa de ambos, llena de chiquillos, gatos, perros y de pañales colgados a secar. Pero sólo en los 90, comencé a conocerla de verdad. Comprendí que su biografía, tan cercana y diferente, complementaba la de su "Juanito" y era complementada por ella. Así fue surgiendo este volumen y se me hizo patente la necesidad de trenzar los dos relatos, una operación que siempre me divierte. De la casa de Quinta Normal, conservo la imagen de una habitación algo sombría, cuyo centro ocupaba una mesa. En torno de ella, un racimo de caras infantiles y la sonrisa resplandeciente de Elena ofreciendo el tecito proletario con la hallulla tibia enriquecida con una lámina de fiambre. No tengo idea de qué conversamos, pero sí recuerdo que Galvarino hablaba con su habitual animación y todos nos reíamos, incluidos los niños, y en especial uno muy chico, encaramado en una sillita alta, que se dedicaba a embadurnarse la cara con puré de verduras usando una cuchara de plástico. Elena intentaba de vez en cuando, con obstinada paciencia y sin asomo de tensión, que algunos grumos o, a lo menos, gramos de esa papilla amarillenta penetraran en la boca del pequeño. Este reía a la par con nosotros y al hacerlo proyectaba el contenido de su cavidad bucal en un vasto diámetro. Esto no alteraba la placidez de Elena, quien participaba de igual a igual en la conversación y en las risas. Antes de 1993 tuve pocas oportunidades de charlar con ella sin apuro. Seguí de lejos el portentoso desarrollo de los Centros de Madres en el que desempeñó un papel fundamental, supe de sus campañas, de su candidatura a diputada, de su elección para regidora de Quinta Normal. Me llegaron ecos del debate interno del frente femenino del Partido Comunista, que al parecer alcanzó cierto grado de virulencia. Tal vez como reflejo de él, alguna vez oí hablar de ella como una compañera dura, intolerante. No encontré tales rasgos cuando comencé a visitar la casita de la calle Estado Unidos, en Coquimbo. Era siempre la misma sonrisa luminosa, la misma cordialidad familiar carente de toda afectación. No obstante, al interrogarla choqué con alguna reservas. Lo mismo me pasó con Galvarino. Conversando con esta pareja aprendí entre otras muchas cosas, que toda familia tiene secretos, uno que otro esqueleto en el armario, como dicen que dicen los ingleses. Tuve que respetarlos, naturalmente. Sin embargo, al final Elena me fue contando casi todo. En varios casos, logré convencerla de que el silencio no se justificaba. En otros no. En especial me resultó difícil persuadirla del valor que tiene contar una vida como la suya, con todo lo que en ella es excepcional y típico. Todavía no está muy convencida.

En un estante de madera que separa el living del comedor hay en su casa conejitos blancos y rosados, ositos de color caramelo y otros ejemplares de una fauna blanda y velluda, para guaguas, que ella confecciona en el taller del Centro de Madres de su población. A él concurre puntualmente, como hace cuarenta años a los de Quinta Normal, aunque encuentra que muchas cosas han cambiado. Hoy en estos Centros, la mujeres dedican muchísimo más tiempo a la ejecución de labores artesanales que a política, que apenas roza, tangencialmente, sus inquietudes. A esta altura de su edad Elena se ha descubierto un talento ignorado, que Galvarino le celebra con entusiasmo pinta flores sobre pañuelos o sobre bolsas de compras que ella misma confecciona con una tela adecuada. Son casi siempre pequeños ramilletes de flores silvestres, hojas; espadañas, que transmiten una poesía delicada. Los primeros años de Galvarino, cargados de la aspereza del Norte Grande, con dinamitazos en la pampa, huelgas, masacres, crisis, despidos y viajes imprevistos junto a sus padres, de norte a sur y de sur a norte en busca de trabajo, no podrían haber sido más diferentes de la infancia serenense de Elena, apacible y dulce como una papaya Sin embargo, se diría que estaban predestinados a encontrarse y a hacer juntos un camino que ya dura más de medio siglo. El bebió la rebeldía con la leche materna. Ella la fue forjando desde adentro de su propia experiencia, en un medio que predicaba e imponía el conformismo. Ha vivido horas muy difíciles. La tensión del trabajo clandestino y la intensidad de los sufrimientos ajenos, de los compañeros sometidos a torturas, le causaron una parálisis que le torció atrozmente la cara. Fue sometida a tratamiento médico en Moscú, pero no tuvo oportunidad de completar una segunda etapa de recuperación. Por eso, probablemente, padece cada cierto tiempo de dolores faciales tan intensos que podrían enloquecerla si duraran más. Los médicos no saben como aliviarla. Ella dice, resignada: -Este dolor ya es parte de mí. Se ocupa de sus gallinas, sus arbolitos -la higuera joven, "cargadita este año", el olivo, el tomate chino, el papayo, el damasco, las matas de durazno- y sus siembras de acelgas, cebollas, lechugas, porotos verdes y rábanos. Pasa cada día preocupada de sus tres hijas mujeres y sus tres hijos varones, en especial del menor, César, que vive con ellos en Coquimbo, y de sus trece nietos, que llegan de vez en cuando, nunca todos juntos, a visitarla. Hace las compras, las camas, el aseo, prepara la comida, asiste a sus reuniones de célula y del centro de Madres, cumple sus tareas políticas y artesanales y se ríe un poco de Galvarino, cuando éste inicia, escoba y pala en mano, sus famosas campañas de "aseo y ornato" barriendo la vereda frente a la casa. Pero volvamos al pasado y escuchemos a Elena. MADRE SOLTERA Elena; Seguí como iba, estudiando y enseñando hasta que terminé las humanidades, a los 19 años, en 1943. Ese año conocí a Juanito y las cosas fueron bien rápidas. Ocurre que la casa donde vivía mi tía en realidad era como dos casas, una donde estaba ella y otra donde llegó a vivir la familia Mercado. Juanito era compadre de Mercado, él era de la gente que trabajó en Agua Grande, en la mina del Partido. Bueno y ahí nos conocimos. Me gustaron sus conversaciones, su manera de sonreír y de ver las cosas. Lo escuché hablar en un acto del 1° de mayo y le tomé una gran admiración. Así pasaron las cosas. Cuando volví a las monjas para seguir haciendo clases y estudiando, ya iba embarazada como de unos dos meses. Llegó la Pascua y me fui a ver al médico. El me confirmó el embarazo. No tuve ninguna vacilación: decidí tener esa guagua no más. Tenerla a pesar de las dificultades

económicas que se veían venir y de todo lo que pasaba y de todo lo que le pasa a una mujer soltera en esos casos. Y en esos tiempos. ¡Y en La Serena! Fui a ver una matrona y ella me pregunta: -¿Usted es casada? -No. -¿Es asegurada? -Tampoco. Quizás que cara me vería, lo cierto es que me dijo: -Mire, Ud. no va atenderse en ningún consultorio. Va a venir aquí, a mi consulta. Tenía su propia consulta, y era bien elegante. Bueno, ella me controló durante todo el embarazo. Después de las vacaciones, en enero de 1944, volví donde las monjas, pero ya sólo para retirarme. A mí me gustó estar en el convento. Porque es como una familia grande, grande... Ellas fueron muy buenas conmigo. Yo encontré mucho cariño en las niñas, mis compañeras, y en las monjas. Después tuve que ganarme la vida a como diera lugar. Yo sabía bordar y en esos años había en La Serena mucha gente, mujeres, que trabajaban en bordados a mano. Un trabajo muy caro, es muy elegante. Yo sabía todo eso, le bordaba ropa interior, manteles, ropa de guagua, ajuares de novia. Comencé entonces a trabajar en uno de esos talleres que funcionaban en casas particulares. Entraba a las 9 de la mañana y salía a las 6 de la tarde, almorzaba en la misma casa. En ese tiempo no estaba mi tía en La Serena. Yo me alojaba en casa de una niña que había sido de las monjas. Yo era madrina de una de sus hijas. A todo esto, regresa mi tía y se encuentra la tremenda sorpresa de mi embarazo. Su primera reacción fue "botar la guagua". Le dije redondamente que no. Ya me estaba poniendo medio independiente en mi manera de pensar. Seguí trabajando. Mi tía insistía que si yo no me casaba después que naciera la guagua, ella me iba a llevar a su casa. Ya el embarazo estaba muy avanzado, a los seis meses tenía una tremenda barriga y era mucha la vergüenza, según decían. Proporcional a la panza, supongo. Por lo que una prima de mi tía, que su marido era mediero en una hacienda, me dijo: -Nena, te vas a ir por estos meses para allá... Pero yo quería seguir trabajando para ganar algo porque no tenía con qué recibir a mi guagua. Así que me dieron un trabajo, de entregar las herramientas a los trabajadores de la hacienda. Aprendí así los nombres de las herramientas y además me enseñaron a hacer almacigos, a sembrar. La gente me tomó mucho cariño. Me enseñaban faenas del campo y yo les hacía clases de bordados a las niñas y a las señoras que había. De la cuestión del embarazo yo no sabía nada y nadie me enseñaba ninguna cosa. No había ninguna educación sexual. Todo era tabú, pecado, algo horrible de lo que no se podía ni hablar. Cada mes yo iba al control a La Serena pero tampoco me daban ninguna ilustración. En eso un día empecé a sentirme mal, tenía dolores y pensé que era una indigestión. Así que voy donde la señora que trabajaba en la cocina y le digo: -¿Podría darme algo porque me duele el estómago? Ella me dio un jarro de leche caliente con canela y yo me la pasé toda la noche yendo al baño pero pensaba que era efecto de la leche con canela. Al otro día voy donde la matrona, porque me tocaba control. Ella me examina y me dice: -Ahora se va a quedar. La vamos a hospitalizar, porque va a nacer su guagua. Y ahí me dejó. Por consejo de ella, yo andaba para todos lados con mi maletita de ropa de guagua. A las once de la noche del 11 de agosto nació mi hija mayor, la Susana. Fue un parto normal. El gran drama mío era envolver a la niña, sobre todo fajarle el ombligo. Una verdadera tragedia para mí.

La matrona me atendió muy bien. La verdad es que me había tomado cariño. Le había parecido tan raro que yo, soltera, ni casada ni asegurada, quisiera tener la guagua de todas maneras, no botarla como hacían tantas en tales casos. Después de todo, parece que yo no tenía tan claro todavía lo de mi independencia porque vino mi tía a hablar con su prima, donde yo había estado todo ese tiempo, para decirle que ella me iba a llevar a Cruz Grande, del mineral de El Tofo más allá, donde estaba viviendo entonces -era el puerto de embarque del fierro en esos años- y yo acepté, o de hecho dejé que decidieran por mí. Los miércoles partía el camión a Cruz Grande. Para allá no iban ni micros. Era camión con doble cabina en el que llevaban mercaderías y pasajeros. Eso lo manejaban los yanquis que en ese tiempo eran los dueños del mineral. Entonces un gringo que iba ahí me ve con la Susana en brazos, que tendría apenas unos 15 días, y me dice: -Yo te tengo la niña. Ande no más donde van las mujeres. Las mujeres iban a orinar a la orilla del camino. No había otra parte donde hacerlo. Me impresionó esa mentalidad distinta, no provinciana, del gringo y esa desenvoltura para hacerse cargo de la guagua. Creo que a ningún hombre chileno se le habría ocurrido hacer eso. Cuando volví, me preguntó: -¿Tú tienes un marido? -No. -¿Y qué sabes hacer? Le conté que había estado trabajando en bordados y costura. Me dijo que al llegar fuera a la Casa Grande y que ahí me iban a encargar trabajos. Así fue y yo comencé a hacer mis labores, viviendo en la casa de mi tía. A los nueve meses, la Susana aprendió a andar. Pero a los diez, mi tía, que regresaba a La Serena, me notificó: -Si no te casas, no vas a poder seguir viviendo en la casa conmigo. Parece que eso era un escándalo. Pero yo tenía mucho miedo de casarme. Tenía miedo de tener relaciones sexuales porque no quería tener más hijos, después de todo lo que había pasado. Además, nadie te explicaba nada, no había libros o revistas educativas que leer, ninguna cosa. En todo ese tiempo yo no había tenido ningún contacto, ninguna conversación con Galvarino. Se lo había tragado la tierra. Después supe que su papá lo retaba mucho por eso. Bueno, pues, y me fui a vivir en casa de mi tía. En se tiempo me hice amiga de Violeta Espinoza, que era militante de la Jota. Ella llegaba a la casa vecina, de los Mercado y él era entonces Secretario Regional del Partido. Era como una familia. También llegaba allá Juanito, claro está. Trabajé en una dulcería, también le ayudaba a la Hilda, dueña de un puesto de pescado. El tiempo volaba, todas las cosas vienen y pasan, así como de maravilla. Me alejé de las monjas, de la práctica tan seguida de la religión, me hice comunista casi de la noche a la mañana, pero no dejé de rezar a veces y en ocasiones de ir a misa. Son cosas que una nunca deja o que no la dejan a una. Son creencias y costumbres que se quedan. Hasta los que no creen dicen: "Que sea lo que Dios quiera", "que Dios y la Virgen" o "por Dios...", algo así. Forma parte de nuestra manera de ver las cosas, de la cultura. Me acuerdo, años después, ya casada, cuando estaba tan mal nuestra segunda niñita, que se nos moría, me acuerdo que Juanito me dice: "Tú que tienes fe, ruégale a Dios que se aliente" y parece que yo no tenía ya tanta fe, tanta creencia de que se iba a mejorar. Es que la veía tan malita. Y se murió al amanecer. Con el tiempo, eso se va diluyendo, se va como debilitando, pero no significa que tú no creas. Claro, una empieza a participar en cursos, va aprendiendo más cosas, asume responsabilidades políticas, todo eso... pero no deja de creer porque está muy arraigado dentro de una lo que se crió. Además, una piensa, yo por lo menos siempre lo he pensado así, que lo que estaba haciendo en la actividad social y del Partido era bueno. Es muy bueno. Entonces, nunca tuve ningún problema moral con lo que hacía. Porque eran cosas en favor de la gente. Y otra cosa es

que la moral del Partido tiene muchas cosas como parecidas con la moral católica. Por ejemplo, que hay que ayudar a los demás, que es la solidaridad, ¿no es cierto? Que tú no tienes que enriquecerte a costa de los otros. Ni andar el hombre tomando por ahí y con otras mujeres o pegándole a la señora. Una exigencia moral muy alta. Además que éramos un poco beatos. ¡Bastante beatos! Como comunistas, quiero decir. Por lo menos, así era en el Partido antiguo, porque la verdad es que yo creo que eso se ha perdido. Lamentablemente. Pero eso es lo que una aprendió y así quedó una, con esa enseñanza. Entonces, yo no encontraba ninguna contradicción porque, digamos, ayudar a la gente que perdió a sus hijos en la dictadura de González Videla o en la de Pinochet, ayudar a las madres, a las viudas, a toda la gente a buscar trabajo... Es parte de todo lo que uno quiere, que es el bien, lo bueno. Y coincide con las ideas de la moral cristiana, digo yo. Pero me aparté del tema. ¿En qué estaba? Ah, sí, esos años que salí del convento al mundo y comencé a trabajar. Fue un tiempo corto, como apurado, pero muy lleno de experiencias. Con mi amiga Violeta, dirigente estudiantil y de la Juventud Comunista aprendí muchas cosas. Además fui conviviendo con otros jóvenes comunistas. Vino la masacre de la Plaza Bulnes, el 20 de enero de 1946. A mí me impactó tanto la muerte de la Ramona Parra. La Violeta me dijo que iba a haber una reunión de Jota y quise asistir. Pero mi amiga me dijo: -Tú no eres militante. No puedes entrar a la reunión. Pero un par de días después me dijo: -La Juventud abrió la promoción Ramona Parra para todos los que quieran ingresar. Es tu oportunidad, si quieres... -Sí, yo voy a pedir el ingreso- le dije. En febrero de 1946 me convertí en militante de las Juventudes Comunistas. Claro que se me planteaban algunos problemas entre esta militancia y la formación religiosa que yo tenía. De eso conversé con el Secretario del Partido y con el Secretario Regional de la Juventud Comunista, Luis Muñoz, de La Serena. Los dos me dijeron que en eso no había problema, al Partido pueden venir los creyentes, tú puedes venir y tú misma vas a ir entendiendo cómo son las cosas, me dijeron. Entonces, nadie me ordenó: "no vas a ir nunca más a misa", o no vas a hacer esto o lo otro. Nada. En eso no había sectarismo. Y empecé a participar cada vez más. Y mi tía, siempre llamándome la atención, porque no sabía adonde iba, o haciendo comentarios como a media voz, "quizás en qué pasos anda ésta", cosas así. Y después, cuando se dio cuenta que no eran los pasos que ella creía sino algo que le parecía mucho peor, entre enojada y asustada: "¡De dónde esta niña iba a salir comunista!", decía santiguándose. En eso hubo algo así como un congreso o pleno. No lo sé muy bien, porque a esas alturas no entendía mucho. Aumentaron las reuniones y se hicieron más y más largas. Total que esa noche, era la víspera del congreso, llegué tarde a la casa. Lo que se consideraba tarde en esos tiempos: las nueve de la noche. Por mejor, los compañeros acordaron ir a dejarme a la casa. Iban como seis. Mi tía se escandalizó y se espantó, dijo que cómo una señorita andaba a las nueve de la noche por la calle ¡y con tantos hombres! Y esa misma noche, delante de los compañeros, me echó de la casa a gritos. Me quedé en la calle. Preocupados, quedaron los compañeros. Discutieron un poco y me llevaron a un hotel que tenía una militante del Partido, la compañera Carola. Estaba en la calle Cordovez y era ahí donde estaban alojados los delegados que habían venido de otras partes al congreso. Yo lo encontré muy elegante. Me presentaron y le preguntaron en qué pieza podía quedar alojada yo. La Carola dijo: -¿Una pieza para la compañerita? ¡Cómo se les ocurre, niños, que ella va a dormir sola en una pieza! Aquí mismo le vamos a hacer su cama. Me instaló en su propio dormitorio, una camita al lado de la de ella.

Al otro día empezó el congreso y me eligieron dirigente regional. Pero además se preocuparon de mi situación. Los dirigentes del Partido y de la Juventud acordaron que yo diera un examen para ver si podía quedar trabajando en la administración de "El Siglo", que salía entonces en La Serena como diario regional. También existía "El Siglo" de Santiago. Pasé el examen y me aceptaron. De esta manera me fui a trabajar al diario. También me trasladé a vivir allá. Funcionaba en una casona antigua, con tres patios, al lado de donde ahora está la Municipalidad. En el último patio había unos dormitorios y una cocina donde se preparaba comida cada día. Allí habitaba una familia de compañeros. También Juanito vivía ahí, pero en otra pieza, solo. Me recibieron con todo cariño y me arreglaron cama en una pieza desocupada. En el patio siempre había niños chicos, perros, artesas para lavar y ropa colgada de los alambres. En ese momento ya no tuve más familia que el Partido y viviendo en esa casona me sentí tan contenta y segura como en el convento. No era tan distinto, después de todo. Pero también ésta fue una etapa de dudas y mucho sufrimiento. Es que yo tenía mucho miedo de casarme. El temor que yo tenía eran las relaciones. Pasó otra cosa, además. La mamá de Juanito fue al diario a hablar con los compañeros y a decirles que ella tenía mucho miedo de que él se casara conmigo. Tal vez quería algo mejor para su hijo. Y me acuerdo siempre de lo que dijo Labaste, gran camarada porque yo estaba trabajando en la oficinade al lado y sin querer escuché todo: -Aquí no va a ganar la compañera- le dijo -el que va a ganar es su hijo. Usted debiera estar feliz que él se case con ella. Siempre recuerdo esas palabras de Labaste, porque me dieron mucho valor. En mí pesaban las ideas de mi tía que decía y machacaba: "Las mujeres que tienen un hijo siendo solteras ya no se pueden casar". Esas cuestiones terribles, humillantes... Y yo me sentía como... mal, pues. No lo demostraría, tal vez, pero me sentía achatada. Las palabras de ese compañero me dieron ánimo. En la militancia de la Jota fui entendiendo además el valor que tiene cada cual. El valor de la persona. Los cabros trataban con respeto. Era una cosa bonita, de relaciones fraternales entre hombres y mujeres, de hacer cosas en común por una causa buena, vivir plenamente y compartir ideas. ¡Qué hermandad tan grande! También me enseñaron a hablar en público, aunque en las monjas algo aprendí que me sirvió para eso. Recorríamos todas las partes de la provincia, los pueblos, La Higuera, Punitaqui, Río Hurtado, Monte Patria, Canela, Combarbalá, Vicuña, La compañía, todo eso para el interior. Ellos se echaban a la Susana al hombro, con la amadera y los pañales, y partíamos... Llevábamos un cajoncito para pararnos encima y hablar. Era la tribuna. -¡Ya! Aquí te toca hablara ti. Le tocaba a uno, le tocaba a otro. También me tocó a mí. Así aprendí a hablar en público. Aquella era la campaña presidencial de González Videla. Tantas experiencias en un tiempo tan corto. Yo comenzaba a mirar la vida de otra manera. Sentía que se me abrían caminos, que no estaba limitada como antes a un marco estrecho, tan estrecho. Pero yo nunca me he quejado de mi tía. Porque encuentro que ella tenía su razón para ser así conmigo, porque había sido criada así, con todos esos prejuicios. Era normal. Ella estaba adentro de una normalidad y yo era, parece, la loca. Las cosas eran así. Ella tenía razón dentro de su punto de vista. A todo esto mis padres se habían separado y mi mamá tenía un nuevo compañero, José Véliz, en ese entonces dirigente regional del Partido Comunista. El me ofreció su casa, me dijo: -Ella es su madre y éste es su hogar. Junto a ella usted podrá entender mejor la vida. Me dieron una pieza chica para mí y él me pasaba libros para leer. Me gustaban los materiales del Partido, las denuncias, todo lo que fuera luchar contra la injusticia. Don José me hizo entender cosas de la política. Era realista. Venían elecciones y me dijo:

-Estos grandes se los van a comer a todos. No podemos competir con ellos. Daba explicaciones simples. Por ejemplo, decía, hay una sola compañía de cerveza en la región, la Floto. -Digamos que la Floto apoya a determinado candidato. Si sale elegido, ¿cómo va a votar en la Cámara, para favorecer a los pobres o al que le dio la plata para la campaña? -Bueno... más bien al que le dio la plata. -Sí, pues. Correcto. Y con un centavo o medio centavo que le aumente el precio a cada botella de cerveza de su fábrica, Floto recupera en una semana toda la plata que le pasó a ese candidato. Esos son los candidatos de la derecha. En el Congreso, ¿cómo van a votar por los pobres si ya están vendidos? Las cosas que me hablaba don José Veliz me convencían. Yo encontraba que la lucha de los comunistas era buena, para hacer los cambios y que la gente viviera más feliz. Porque una ve tanta miseria humana, miseria de escasez de cosas y también en ]o espiritual a la gente le falta. LA MINA DEL PARTIDO Galvarino: Un día llega a verme un compañero y me dice: -Compañero, pasa lo siguiente: hay una mina de oro muy rica y es del Partido... Me explica que de común acuerdo con un funcionario de la Caja de Crédito Minero, pongámosle que se llamara don Gustavo, se había organizado la forma de sacar el oro y venderlo en las condiciones más favorables. El sabía cómo hacer las cosas, tenía su gente en la CACREMI, pero se decía que eran "como gatos de campo". Por eso, para mayor garantía del Partido, se había decidido junto con él escoger un grupo jóvenes militantes de confianza y adiestrarlos en toda la operación. -La ley es alta. Da más de mil gramos por tonelada, nunca menos. Pero roban mucho. Por eso, en el grupo de cinco o seis jóvenes que hemos elegido, se ha visto que a usted se le prepare para la compra de oro. Esta va a ser una empresa del Partido, pero no debe saberlo nadie. Nos adiestraron y nos trasladaron a un lugar cerca del límite entre las provincias de Coquimbo y Atacama, donde se instaló el campamento. Esta mina la había descubierto un viejo militante minero. En la Cordillera, explorando vericuetos entre los cerros a gran altura, encontró un camino empedrado. Lo siguió y llegó hasta una mina, que estaba cubierta por un derrumbe de antigua data. Probablemente un temblor o un nuevo derrumbe había dejado al descubierto aquel camino. El hombre buscó, excavó y encontró cacharros de greda incaicos, huacos los llaman, muy antiguos. Por último, encontró la mina, una veta de enorme riqueza. La cantidad de oro era tremenda. Y este hombre la regaló al Partido. Y comenzó la explotación de la mina. Cada cuadrilla vendía su parte. AI mes se juntaban sus catorce a quince kilos de oro, que no deja de ser. La primera vez que compré el metal, ya sin ayudante, porque hubo que pasar una escuela en eso, me sentí complicado. Era una tarea nueva y de tanta responsabilidad... Después de comprar, yo tenía que entregar el oro a don Gustavo en su casa de La Serena. Metía el oro, ya molido y debidamente pesado, en unas alforjas de cuero y partía a caballo, unos doce o trece kilómetros por los cerros, hasta la estación más cercana, para tomar allí el tren a La Serena. Hacía este viaje solo. El caballo lo dejaba encargado donde un compañero que vivía cerca de la estación y a la vuelta volvía al montarlo para regresar al campamento.

Siempre hice ese viaje solo, de ida y de vuelta. Una vez me preguntaron si no me daba miedo de un posible asalto. Yo no había pensado en esa posibilidad, pero al partir de ese momento me dio miedo. Consulté con un compañero de confianza qué podía hacer para protegerme y me recomendó que comprara una pistola. Consulté con los compañeros del Comité Regional y estuvieron muy de acuerdo. Quedó entendido que el arma la usaría yo, pero que no iba a ser de mi propiedad personal y propia, sino del Partido. En una armería de La Serena, que me indicaron, compré una pistola empavonada, grande y de aspecto muy peligroso, marca Walter. Con unos compañeros mineros salimos un día por los cerros y disparamos varios tiros de prueba. Pero cuando me tocó hacer el viaje siguiente, vacilé: ¿iba a salir armado? Y, si me asaltaban, ¿me iba a agarrar a balazos con los asaltantes, con riesgo de matar a alguno o de que me mataran a mí? No me supe ver en tal entrevero. La pistola había costado cara. Tampoco quería arriesgarme a que me la robaran. Al final dejé la pistola en la caja de fondos y me fui desarmado, como de costumbre. Sí, pues, en el rancho que me servía de oficina y casa, tenía hasta caja de fondos, para guardar el oro, claro está. Pero éramos tan confiados... En esos tiempos a mí me encantaba bailar y en el pueblucho se instaló un salón de baile. Le sacábamos chispas al suelo bailando valse y foxtrot. Había algunas niñas. Una tarde de fiesta que yo estaba especialmente entusiasmado, salí temprano de la casa, vestido con mis mejores galas, engominado y perfumado. Como a las dos horas, cuando el baile estaba en lo mejor, vino un niño, hijo de un vecino y comenzó a hacerme señas. Yo no le hacía juicio, embebido en la danza con una dama muy estimada en la zona. Al final, el chiquillo empezó a tirarme de la chaqueta, con tanta insistencia, que comprendí que pasaba algo serio. En voz muy baja me dijo al oído: -Don Juanito, se le quedó la oficina abierta... Sentí un vuelco al corazón. Me disculpé con mi pareja y partí corriendo. Por suerte era cerca. Todo era cerca. De lejos se veía mi casucha iluminada con la lámpara de carburo, la puerta abierta hasta atrás. Entré con el corazón en la boca. No había nadie. Para peor, arrastrado por el demonio del baile, yo había salido desalado sin ni siquiera cerrar la caja de fondos. Estaba abierta y adentro, a vista y paciencia y al alcance de cualquiera, había dos pailas casi llenas de oro. Habría sido cuestión de estirar la mano. Me vinieron escalofríos y estuve horas pesando y repesando para asegurarme que no faltara ni un gramo. No faltaba. Yo no sabía ni quise saber nunca nada sobre el destino del metal después de entregárselo a don Gustavo en La Serena. Pero al llegar por primera vez a su casa tuve una sorpresa. Hay cosas que todavía hoy me parecen raras. Del oro que entregaban las cuadrillas se descontaba el diez por ciento como derecho de la sociedad minera dueña de la mina; por la molienda en el trapiche que tenía la organización, otro diez por ciento más: se descontaba el valor de los explosivos, tanto. Los descuentos significaban una cantidad importante, pero en relación con tan alta producción, siempre quedaba bastante para los mineros. En esos tiempos no había sumadoras, así que yo sumaba cinco o seis veces para comprobar todas las cifras. Tengo entonces, la primera vez, un total de catorce kilos y 750 gramos de oro. Al revisar de nuevo las cantidades producidas por cada cuadrilla, me da como ochenta gramos más. A mí me habían enseñado que la fidelidad no es buena consejera con el oro: siempre hay que ponerse a cubierto, dejando un cierto margen a favor del que compra, por si las moscas. Ese por si las moscas, resultaba al final como ochenta gramos. Yo revisaba: cuadrilla de Manuel Barniza, tanto; cuadrilla de Juan Fuentes, tanto. Y al sobrarme ochenta, las cantidades no me cuadraban. Entonces, no pude cerrar el libro. Cuando llegué a la casa de don Gustavo, él me dijo: -Y, ¿cómo te fue? -Bien, pero tuve un problema. -¿Qué problema? ¿Estás perdiendo plata?

-No. -¿Y qué problema tienes? ¿Traes el libro? -Sí, aquí están todas las cuentas. -¿Y cuánto traes en concreto? Bueno, era esa cantidad que dije antes, catorce kilos 750 gramos de oro. -Pero no me cuadra- le dije, -me sobran ochenta gramos de oro. Me quedó mirando como si no me creyera: - ¡ Bueno que soi bien de las chacras! me dijo luego-. Pon ahí, Pedro Tapia, ochenta gramos. Y con eso cierras. -¿Y la plata? -¡Puchas! Tú no tenis remedio- me dijo-. No sabías como cerrar el libro, ahora no sabís que hacer con la plata... ¿No la vai a botar, no es cierto? Anda a la Caja de Ahorros, saca una libreta y cada vez depositas el valor en pesos de los gramos que te van sobrando. ¡No, si tú te pasaste de leso! Y te sobraron ochenta gramos apenas, hay gallos que les sobra un cuarto de kilo. ¡Psch! ¡80 gramos! Casi no te quedó nada. Y me quedó mirando fijo a los ojos. ¡Chupalla! Sentí como si me hubieran dado un martillazo en la cabeza. A mí me pagaban un sueldo. Yo ganaba, no sé, algo como ochocientos pesos al mes... ¿y después iba a ir a la Caja de Ahorros y a poner todos los meses cinco o seis veces más de lo que ganaba? ¡No era posible una cosa así! ¿Qué explicación podía tener eso? Me acuerdo que al salir de la casa de don Gustavo me sentí medio mareado. Hasta enfermo, porque...¡¿cómo iba a ir a la Caja de Ahorros y a depositar, a echarme al bolsillo eso, que no era mío!? Pasé a una pastelería y me tomé una taza de té. Pensé en la situación hasta que decidí: esto tengo que canalizarlo bien, tengo que ir al Regional. -Compañeros, tengo algo que exponerles, una situación muy delicada, en esto de la mina de oro. Es una cosa muy privada. Les conté. Estaban los dirigentes: Pascual Barraza, Cipriano Pontigo... otros más. Escucharon mi relato con muchísima atención. Al final se quedaron muy callados. Después de un rato, Pascual me preguntó: -Bueno, compañero, ¿y usted qué piensa? -Seguir el consejo de don Gustavo, pues. Cuadro con cualquier nombre y cierro el libro. El silencio estaba de cortarlo. -Pero- agregué-, esa plata yo no la pongo a mi nombre. -¿No? -¡No! -¿Y qué hace con ella? -Se la entrego al tesorero del Comité Regional. Se les reía la cara. -¡Nos llegó el pan del campo!- dijo Pontigo. Otro compañero dijo: -Este sí que es el oro de Moscú. Pascual lo miró feo. Con los años llegó a tener mucho sentido del humor, pero en esos tiempos no se hacían bromas con ciertas cosas. Pero estaban tan contentos los compañeros... ¡Habrían querido darme un beso, hacerme un monumento! Con esa plata del oro se solucionaron todos los problemas. Aumentaron en quinientos por ciento los funcionarios del Regional, se ayudó en la campaña de finanzas de "El Siglo", me refiero al de La Serena, se visitaron las localidades, se organizó Partido, se cumplieron otras tareas. Fue un tónico. La cosa siguió marchando. Del oro yo no sabía más que lo dicho: lo entregaba a don Gustavo, cerrando la cuenta según sus indicaciones, con alguna cuadrilla fantasma por el excedente. El me daba un recibo conforme. Yo no sabía qué hacía él con el oro, a quien se lo entregaba. Nada. Nunca lo he sabido.

Pero nada es eterno. Esta bonanza duró poco menos de dos años. Luego irrumpió una corriente de agua subterránea que inundó la mina y fue imposible seguir trabajando aquella veta. Algunos dijeron que esa fue la venganza del Inca. Entonces, el Partido tuvo que decidir finalmente darle la plata necesaria a los que quisieran irse a Santiago, o a Antofagasta, y así. Quedaron a cargo de la mina los que vivían en el lugar, pero en aquel tiempo, según oí decir, no se disponía de los capitales necesarios para extraer el agua y continuar la explotación. No sé quién la administró, a qué manos pasó, qué ocurrió después. A lo mejor todavía está aquel oro en la cordillera, debajo del agua. Medio siglo después, en 1991, fui a visitar a don Gustavo en Santiago, porque se me ocurrió la idea absurda de preguntarle cómo era la cosa, qué hacía con aquel oro. Todavía estaba el viejo, firme, con más de noventa años de edad. Entonces, lo voy a ver y le digo: -Quiero conversar con usted... Me recibió amablemente, pero no me reconoció. Le recordé que yo generalmente le entregaba, en el año tal y cual, trece, catorce, quince kilos de oro en el mes. A veces más. -Y me gustaría saber cuál era el destino de ese oro...- le dije, -es una simple curiosidad. Después de tantos años... Me miró con los ojos tan fruncidos que parecía un chino: -Eso lo has soñado- me dijo. -¿Cómo soñado? -Estás confundido -me dijo-. Tú tienes que haber entregado el oro a Fulano de Tal... ¿Ese sería? -No, no era ese. -Entonces, Zutano... Me dio como cinco nombres. Y al final, amenazante: -Quede claro que a mí, en todo caso, no me has entregado nunca oro. ¡ Ni un solo gramo! Buenos días. VERSOS ANTICLERICALES A fines de 1940 comenzó la campaña para la elección de regidores de la Municipalidad de Andacollo. El Partido me llevó de candidato. Yo era muy conocido en el pueblo, como dirigente sindical, periodista y actor. De todos modos, algunos me seguían mirando como cabro chico, tal vez por mi poca estatura. El Maestro Guajardo, que había sido mi jefe cuando estuve de aprendiz de herrero en Churrumata y que vivía cerca de mi casa, me increpó con mucha dureza: -¿Así que candidato a regidor, no? ¡No sabís ni limpiarte el poto y querís ser regidor! Aprende bien tu oficio, será mejor. Me sentí sumamente herido por esas palabras, pero no le di respuesta. El mantenía su encono y no perdía ocasión de palabrearme cada vez que me veía. Comencé a dar un rodeo para llegar a mi casa sin pasar delante de la puerta de este crítico tan agresivo. De todos modos, resulté elegido y el 21 de mayo de 1941 asumí como regidor de la Ilustrísima Municipalidad de Andacollo. Fue un tiempo de tremenda actividad, en que establecí relaciones con muchísima gente de diferentes clases sociales, que no tenía nada que ver con el Partido ni con otros partidos. Una de mis funciones, tal vez la principal, era ayudar a resolver los infinitos problemas prácticos y legales que surgían en cualquiera actividad, desde el pequeño comercio hasta el trazado de una calle, el arreglo de una plaza o de un puente, la excavación de un pozo para darle agua a un barrio, qué sé yo. Surgían así relaciones personales, se hacía obligatorio asistir a bautizos, matrimonios y velorios. Yo tuve 26 ahijados, según la cuenta que saqué un día Tuve muy buenas relaciones con el alcalde, radical, y lo acompañé más de una vez en sus viajes a Santiago, que eran indispensables para conversar con parlamentarios, Ministros y otras autoridades, para conseguir fondos para las necesidades locales. Nunca he olvidado esos viajes: ¡una maravilla! Salíamos a las siete de la mañana de Andacollo a Coquimbo en uno de los

camiones "mixtos" (pasajeros y carga) que hacían el servicio. Llegábamos, con suerte, unas tres horas después. No son más de sesenta kilómetros, pero el camino era un tierral y un pedregal empinado y peligroso. En Coquimbo nos cepillábamos bien la ropa, nos echábamos una buena lavada y almorzábamos con toda calma en un hotel. A veces echábamos una siesta sentados en unos sillones confortables, después dábamos un paseo por el centro y nos deteníamos a conversar asuntos políticos y edilicios con los conocidos, que cada vez eran más. A eso de las 7 de la tarde nos íbamos al muelle y nos embarcábamos en el vapor que nos iba a llevar a Valparaíso. A bordo comíamos, jugábamos un dominó, escuchabamos algo de música y nos acostábamos temprano a dormir, cada uno en su cucheta, en un camarote. Antes de las siete el barco anclaba en Valparaíso. Nos dábamos un buen baño, tomábamos desayuno y alcanzábamos sin apuro a tomar el tren de las ocho a Santiago, donde llegábamos frescos, descansados y llenos de espíritu de servicio. A la vuelta repetíamos de vuelta el mismo itinerario. Aquellos viajes, la sensación de disponer de medios hasta entonces totalmente desconocidos para mí, de poder darme ciertos gustos normales (no diría lujos) cumpliendo a la vez con toda responsabilidad mis deberes de servicio público me causaron una impresión prodigiosa. A veces me he preguntado si no estaba aburguesándome. Es algo que nunca he olvidado. Por ese tiempo comenzamos a sacar en Andacollo un periódico nuestro, del Partido, y yo fui su director. Se llamaba "La Voz del Minero" y aparecía tres veces por semana. Lo imprimíamos en una prensa plana. Un día, en el mes de diciembre, llegó a verme uno de los viejos ácratas fochistas del Norte. Se llamaba Manuel Huidobro y era de un anticlericalismo acérrimo, permanente y sin compromiso. Me traía, para que yo lo publicara en el periódico, un largo poema en el que atacaba ferozmente a la Iglesia y además, a los creyentes. Lo hacía esta vez a propósito de la festividad de la "Chinita", en la que participan cada año, el 26 de diciembre, miles de personas y, entre ellas, las famosas comparsas de "chinos", "turbantes" y "danzantes" que hacen bailes tradicionales aymaraes y otros medio españolados y entonan en honor de la Virgen canciones que ellos mismos componen. Muchos mineros formaban parte de estos grupos y entre ellos no pocos militantes comunistas. Aun recuerdo algunos de los versos de Huidobro, escritos con indudable conocimiento del lenguaje y de la métrica: Muñeca fabricada de madera estupendo negocio de los pillos mamarracho que llena la cartera a obispos, frailes y monaguillos. Un verdadero ejército de chinos vestidos con ridículos pingajos dan saltos en su honor como pingüinos haciendo el papelón de los payasos. Leí atentamente los versos en su presencia. Estaban bien escritos, pero eran impublicables. Se lo dije: -Esto no se puede publicar en "La Voz del Minero". ¿Qué sentido tiene atacar de esta manera a la Iglesia, a los curas, a los creyentes? Y todavía cuando viene ahora la fiesta de La Chinita. Ahí participan en masa los mineros, inclusive muchos de nuestros propios compañeros del Partido. Sería faltarles al respeto. -A la gente hay que educarla- me replicó, -hay que enseñarle a conocer a sus enemigos y a sus explotadores. A los trabajadores hay que liberarlos de las cadenas de la ignorancia... Habló largo rato. El hombre tenía labia.

Finalmente le respondí con firmeza que era imposible. Que no podíamos publicar semejantes versos... -Bueno -dijo al final con desprecio- ya veo que usted está inficionado de oportunismo clerical. Yo voy ir a plantearle la cuestión al Partido. -Usted es dueño de hacerlo- le respondí. Tozudo, el hombre le planteó el asunto al compañero Ángel Veas, del Comité Local. Este se limitó a decirle: -Bueno, ¿y qué dice Arqueros? -No lo quiere publicar. Tiene miedo de ponerse en la mala con los curas. -Si es así, así ha de ser- le dijo Ángel. "La Voz del Minero" no publicó los famosos versos. Pero como a la semana, en la víspera de la fiesta de la Virgen, apareció Huidobro con varios miles de ejemplares de su poema, calculo que el tiraje no bajaba de tres mil hojas de colores rosado, verde, celeste y amarillo, a la manera de la "Lira Popular", y pagó a unos cabros chicos para que las distribuyeran por las calles. No faltaron los interesados en esta novedad escandalosa. Entre los mineros, en especial los de tradición anarquista, había anticlericales, aunque si n duda eran minoría. Por otra parte, más de algún libertario que en el bar hacía discursos incendiarios contra los curas, participaba en las festividades religiosas, integrando un baile de chinos. Lo malo es que otra gente, más vinculada a la Iglesia, comenzó a culparnos a los comunistas del poema sacrilego. Y en un sermón el cura, que era nuevo en el pueblo, nos aludió con dureza. Entre las señoras mujeres se incubó un clima de indignación. Algunas nos palabreaban al pasar. Así las cosas, se decidió que era necesario aclarar la cuestión. Nos fuimos por lo tanto, en delegación, Ángel Veas y yo, con nuestras mejores galas, a visitar al cura párroco, don Blas Hernández, para precisar ante él la posición del Partido. Nos recibió amablemente, pero al comienzo un poco tieso. Luego, todo fue sonrisas y miel sobre hojuelas. Le expusimos nuestra actitud, nuestro respeto a la Iglesia y a las creencias de los trabajadores, entre ellos muchos de nuestros propios militantes. Yo dejé en claro que éramos totalmente ajenos a las hojas con aquella poesía irreverente y que jamás se habían publicado ni se publicarían, mientras dependiera de nosotros, en las columnas del periódico local ni en nuestros diarios murales, dedicados a servir los intereses de la clase obrera, ataques de ningún tipo a la Iglesia católica, apostólica y romana. El padre Blas quedó encantado, nos convidó té con unos dulcecitos y nos aseguró que las puertas de la parroquia siempre estarían abiertas para nosotros, frente a cualquier problema que quisiéramos plantear o simplemente para platicar, intercambiar opiniones y tratar los problemas de Andacollo y sus habitantes. CASARSE O NO CASARSE Elena: En "El Siglo" empecé a trabajar en administración y cobranzas. También ayudaba en la redacción. Parece que en aquel tiempo no había tanta especialidad, cada uno podía hacer de todo. Juanito era el director del diario. Habíamos tenido una hija juntos pero la verdad es que nos conocíamos muy poco. Ahora tuve más oportunidad de conversar con él, ya dije que me gustaba su manera de conversar y empezamos a tener conversaciones. Pero los cabros no nos dejaban tranquilos. Cuando estábamos sentados conversando, ya aparecían a molestar. Nunca podíamos estar juntos más o menos tranquilos. Eramos más bien santurrones, esa es la verdad, a pesar que ya teníamos un hija en común. Entonces un día Juanito me dijo:

-Vamos a tener que casarnos para poder conversar. Yo no le dije que bueno pero tampoco le dije que no. En esos días a Galvarino lo mandó llamar el Partido para que se fuera a trabajar al diario "El Siglo" de Santiago. Y él fue a hablar con los compañeros del Partido de La Serena y les dijo que quería casarse conmigo. No había otra autoridad con quien consultar esas cosas. Le dijeron: -Miren, mejor no se casen todavía. ¿Qué apuro tienen? Encontraban que era muy rápido, ellos muy sabios. Y a mí me dijeron: -Si quieres te casas. Si no, no. Sigue no más con Juanito. Entonces, ya. Seguí trabajando en el diario. Juanito partió solo a Santiago, pero quedamos en que yo iba a ir a reunirme con él poco después. Hablé con los compañeros y me dijeron: -Mira, Elena, está bien, ándate a Santiago. Pero tú sabes que aquí tienes tu trabajo y tu casa. Tienes todo. Si no te va bien, te vuelves. Y si no quieres casarte todavía, no te cases. Yo encontré todo eso bastante bueno, esas normas. Notaba, eso sí, como que los valores no eran los mismos. Eran otros criterios. Es decir, yo sola, junto a los compañeros, iba cambiando la mentalidad. De a poco, sin darme mucho cuenta. Un día domingo bajé con la Susana en brazos a despedirme de mi tía. A pesar de todas sus cosas, yo la quería tanto. Le fui a decir que me iba. Estaba con ella mi madrina. -¿Y para dónde te vas? -A Santiago. No lo podían creer: -¡Pero cómo! -Sí- les dije yo-, allá voy a trabajar. -¿Y te vas a casar? Era el tema de mi tía. -No sé- le dije-, no sé si me voy a casar. Casi se desmayó. Es que era una cosa muy rara en una niña decente llegar y decir "no sé si me voy a casar" y con una cría a cuestas. Está el hombre allá y me voy con él. Era chocante. El 22 de octubre de 1946, después de otra conferencia que hubo en La Serena, me fui a Santiago, siempre con la Susana en brazos, junto con un compañero que vino a atender, del Comité Central. Cuando llegamos, Juanito me estaba esperando en la Estación Mapocho. -Vamos a vivir en una residencial, porque ahí no se necesitan muebles ni nada-dijo Juanito-, ni saber cocinar ni ninguna cosa. A mí me pareció fantástico, porque de cocinar y otras tareas domésticas, ¡ni idea! La residencial estaba en Santa Rosa 22. Después la echaron abajo y todavía hoy, como 50 años después, no han edificado en ese sitio. El diario estaba muy cerca, en Mac Iver con Moneda. Era cruzar la Alameda y ya está. Unas semanas después me dice Juanito que lo quieren destinar a otro diario del Partido, "La Región" de Valdivia. De director, en reemplazo de Francisco Javier Neira, que lo llevaban a "El Siglo" de Santiago. Ahí fue cuando conversé por primera vez con Ricardo Fonseca. Me dijo: -Bueno, tú te vas a Valdivia con Arqueros, ¿no es así? Allá vas a poder trabajar con él en el diario. Yo, muy conforme. Entonces me preguntó: -¿Y se van a casar? -Sí- le dije yo-, nos vamos a casar. Se lo dije, pero no teníamos ninguna decisión tomada de eso. La verdad es que la resolución de casarse para mí era como...muy grande. Vivir juntos no era tanto. Pero casarse... Yo consideraba, claro, con toda la enseñanza de las monjas, que casarse era para siempre, no te puedes separar nunca más. Entonces yo tenía esa gran duda: ¿cómo será? ¿me casaré? Mi mamá insistía mucho que debíamos casarnos. Nosotros no teníamos apuro, ni un interés especial en la libreta. Además, a nadie había que andarle mostrando si éramos o no casados. Yo tenía otro temor: que un día yo pudiera enamorarme de otro. Y le dije a Juanito:

-Me da miedo casarme, porque yo no sé como pueden ser esas distracciones... O tú te puedes aburrir conmigo. No estaba tan segura de aquello de "para toda la vida". Pero fue distinto. No tuve razón para esos temores, porque Juanito ha sido de una manera tan buena. El es un ser muy bueno, muy comprensivo. Yo soy más gritona, impaciente, enojona. Con tanto cabro chico que nos fue llegando, yo me ponía rabiosa. El era de otra manera. Bueno, y nos decidimos a dar el paso. Pero toda la noche anterior yo pensaba, Pensaba harto, desvelada. Fueron testigos un tío y el compañero de mi mamá, don José Veliz. Nos casamos por el civil el 29 de noviembre de 1946. Mi tía hizo una fiesta, una comida. Me acuerdo que unos amigos que estuvieron esa noche dijeron que el puesto de director del diario era honorífico no más porque no se ganaba plata. El sueldo era poquito. -No importa- les dije yo-, yo también voy a trabajar. Al día siguiente partimos en el tren a Valdivia. La Susana debe haber tenido poco más de dos años. Contentos nos fuimos. Claro, no sabíamos que nos iban a durar pocazo el trabajo y el sueldo. LECCIONES DE PERIODISMO Galvarino: En 1944 me fui a trabajar al diario "El Siglo" de La Serena, que apareció en 1940 simultáneamente con "El Siglo" de Santiago. En La Serena me vine a topar con Elena González, mi compañera desde hace medio siglo. El director era un compañero admirable, Rufino Rosas, formado como periodista y dirigente obrero en el Norte, junto a Luis Emilio Recabarren. Era un hombre de amplio criterio, el más alejado que yo haya conocido de ese mal tan pernicioso, el sectarismo. Un hombre delgado, de estatura mediana o un poco menos, frente despejada y canas prematuras. A poco de llegar yo a trabajar en el diario, organizó una reunión de todo el personal, redactores, tipógrafos, prensistas y distribuidores, para hablarnos del papel que nos correspondía y de las particularidades de la región: -Compañeros- dijo-, aquí estamos en una ciudad de campanarios, una ciudad muy católica, con más de treinta iglesias. Pero esta provincia es una zona minera, portuaria, pesquera y agrícola, donde los trabajadores enfrentan grandes problemas. Tenemos que tomar esos problemas, informar sobre ellos, agitar sus reivindicaciones, promover su organización, ayudar a dar soluciones, sin dejar de dar la perspectiva de una sociedad más justa, donde los trabajadores estén en el poder. Pero lo que no debemos hacer, de ninguna manera, es enemistarnos con la Iglesia, que aquí es un gran poder. Hay que respetarla y respetar las creencias, porque no debemos olvidar que muchos de esos trabajadores, la mayoría, son católicos... Consecuente con sus palabras, fue a presentar sus respetos al arzobispo y estableció que el diario debía informar cada día, en una de sus páginas, sobre las múltiples actividades de la Iglesia: misas, novenas, procesiones, colectas, rogativas,etc. En esto llegamos a ser tan eficientes que a veces el cura don Pedro Vega, director el diario del arzobispado, "El Día", me decía: -Hoy nos ganaron. Tienen más anuncios de misas que nosotros... Teníamos buenas relaciones con los colegas de los otros diarios, Hugo Marín de "El Chileno" y el director de "El Regional" de Coquimbo. A veces hacíamos palomilladas. Una vez estábamos charlando con estos colegas y a Marín, por mal nombre "Pata de Baldosa", se le ocurrió que debíamos llevar al padre Pedro Vega, a conocer el más afamado prostíbulo de La Serena, el de "Las Motores". Que sí, que no y al final Marín se salió con la suya. Nos fuimos, pues, en

delegación a ver a la regente del establecimiento. En esos tiempos se decía más crudo: la cabrona. Cuando le contamos del proyecto, casi se murió. Estuvo santiguándose como diez minutos. Le pareció una enormidad. Pero, poco a poco, el "Pata de Baldosa" la fue convenciendo. -Aquí no va a haber ningún escándalo -le dijo-, va a ser una cosa de mucho respeto. Sólo queremos que él esté aquí un rato, que se sirva un traguito, converse con las niñas, con usted... Nada más. Después nos vamos. No queremos hacer ningún sacrilegio. De a poco, con susto, la señora le fue tomando el gusto a la cosa. -Podemos arreglar un saloncito privado- dijo. -Claro- le dijimos nosotros-, haga que las niñas se vistan muy discreto, que se porten bien. Y usted hace los honores. Al final aceptó. Se fijó una hora temprana, cuando todavía no hay parroquianos. No fue difícil convencer al padre Vega de ir a visitar a una familia "muy católica", la de la señora X y sus sobrinas, que querían conocerlo. Cuando llegamos, todo marchó de maravilla. La salita que había arreglado la dueña de casa era de lo más respetable. Hasta había colocado un gran Corazón de Jesús enmarcado, que al parecer ella tenía en su dormitorio. Las niñas, cuatro o cinco, andaban bien vestidas, sin escotes ni mangas cortas y se comportaban como colegialas unidas, sin levantar la vista. Al rato entramos en confianza, se sirvieron unas copitas de mistela, unos dulcecitos y hasta cantó una de las niñas, un vals romántico, acompañándose en guitarra. Cierto que un poco desafinada. La jefa de "Las Motores" Parecía una gran dama y se persignaba a cada rato. Un poco demasiado. Pero, no sé, don Pedro Vega no era nadita de tonto y algo debe haber percibido, tal vez notó algunas risitas de Marín o mías. La cosa es que de repente, como a la media hora de estar ahí, se paró y dijo: -Me van a tener que perdonar, pero debo retirarme. Le dio la mano a la señora y nos pegó a nosotros una mirada más bien dura. Se produjo un gran silencio. Salió, pegó un portazo y escuchamos como ponía en marcha, con dificultad, el motor de su folleque, en el que se alejó en cuanto pudo. No pasó nada más. Nos sentimos arrepentidos de la broma, a pesar que en realidad no pasó nada reprobable. El padre Vega, con quien llegué a tener una verdadera amistad, nunca habló del asunto. Rufino fue sucedido en el cargo de director por Rafael Fuentes, quien más tarde se fue a "El Siglo" de Santiago como jefe de crónica. A Fuentes lo reemplacé yo. Cuando Elena González, mi compañera, llegó al diario, al comienzo la pusieron en la parte administrativa, en la cobranza. Después pasó a ser algo así como secretaria de redacción. Salió bastante buena. Coordinaba el trabajo y también escribía algunas cosas. Ella tenía su propia vida. Muy independiente y siempre muy alegre. Conversábamos seguido, nos reíamos y nos entendíamos bastante. Hasta que un día le planteé: "¿Y por qué no nos casamos, ah?" Nunca tuvimos un pololeo formal. Tal vez porque coincidíamos en las ideas. Fue algo así, atípico, como dicen ahora. Es que compartíamos tantas cosas. Claro que el matrimonio fue posterior. En aquel tiempo aprendí algo más de periodismo. La mayor parte de los redactores y todos los corresponsales eran abnegados proletarios, algunos con experiencia como dirigentes de la FOCH y del Partido. Pero tenían una concepción de la prensa un poco unilateral. Un día me llega un despacho del corresponsal en Ovalle. Título: "Postergada conferencia de la CTCH". El texto de la noticia decía, aproximadamente, así: "Se postergó para la segunda semana de octubre la Conferencia Provincial de la Confederación de Trabajadores de Chile, que debía comenzar aquí el lunes próximo con asistencia de delegados de Coquimbo, La Serena, Andacollo, Ovalle, Tierra Amarilla, etc. En esta Conferencia se tratarán los petitorios presentados por los sindicatos mineros, el tarifado de los trabajadores de la construcción de las diferentes organizaciones: enfierradores. albañiles, estucadores, carpinteros, excavadores,

areneros y otros; las demandas de los portuarios y pescadores, de los comuneros... Los dirigentesdel Provincial de la CTCH recomiendan a los Consejos y a las organizaciones de base tomar todas las medidas para asegurar la asistencia de los delegados a la Conferencia que ahora tendrá lugar en la segunda quincena de octubre..." Al final, como un detalle secundario, la nota decía: "La postergación se debió al incendio que en la madrugada de anteayer destruyó totalmente el local de la CTCH y cinco manzanas del centro comercial de la ciudad". Todavía el corresponsal había agregado a lápiz, en el margen, en letras toscas y borrosas, difíciles de leer, una nota confidencial, de uso interno: "Dicen que este incendio fue intencional, hay un muerto, tres detenidos y está metido uno de los principales comerciantes de aquí". No era fácil inculcar los principios del periodismo. Tampoco quiero decir con esto que yo los dominara. Pero iba aprendiendo, sobre todo en las tertulias de las horas muertas. Fuentes y algunos viejos tipógrafos solían contar historias de don Sabino Alcayaga. No estoy seguro de que ese fuera su nombre ni tampoco que las anécdotas fueran auténticas. Este caballero, según contaban, sacaba un diarito de cuatro páginas en un pueblo de la provincia. A menudo tenía dificultades para llenar todo el espacio disponible. Cuando esto ocurría, aumentaba desmesuradamente el tamaño de los avisos de defunciones. Y si este recurso también resultaba insuficiente o demasiado repetido, dejaba en blanco un cuarto de página o más, con un triple filete negro alrededor y ponía en la parte superior del recuadro esta inscripción: "Para que dibujen sus niños". Una mañana, al salir de su casa, don Sabino vio temblando de indignación que los arbolitos plantados menos de un año antes en las dos cuadras centrales de la principal avenida de la localidad yacían, arrancados de cuajo, con sus raíces al aire. Al llegar a la redacción de su diario que, en rigor, no era tal sino lo que se llamaba un "interdiario" -aparecía día por medio- se instaló en su gran escritorio de nogal, con tapa de cortina, y escribió un editorial furibundo, que comenzaba más o menos así: "Manos criminales, al amparo de las sombras de la noche, acaban de cometer un grave atentado contra el ornato, la salud, el buen nombre y el decoro de un centro urbano que, por modesto que sea, aspira a un desarrollo edilicio relevante, concorde con la cultura, las costumbres y la decencia de sus habitantes. "Utilizando chuzos, palas y otras rudas herramientas, desconocidos procedieron, mientras la ciudad dormía, a arrancar de cuajo con salvajismo, no menos de treinta tiernos arbolillos, plantados por la autoridad municipal hace menos de un año, en una iniciativa que mereció el aplauso de estas columnas y el beneplácito de nuestros vecinos, ilusionados con la esperanza de contar en el futuro con una avenida arbolada, comparable con los boulevards de grandes capitales europeas, que ofreciera el amparo fresco de las frondas a quienes desearen solazarse con el higiénico paseo vespertino o reposar al cabo de una dura jornada en alguno de los escaños existentes en nuestra principal avenida, que lleva el nombre del heroico marino Arturo Prat. "No contentos con este acto vandálico, que destruye por la violencia una obra de hermoseamiento local a la par que las esperanzas de un vecindario anhelante de progreso, los individuos que lo perpetraron procedieron a mutilar con salvajismo los tiernos renuevos, cuyos brotes y hojas quedaron esparcidos en una vasta extensión a lo largo de la avenida..." El editorial proseguía en un tono semejante por dos o tres extensos párrafos más. Después cambiaba. Don Sabino, todavía iracundo, pero advertido por la experiencia de la necesidad de cotejar las opiniones con los hechos, había mandado a su único reportero, un niño avispado que además servía de chonguero, encargado de la "choca", distribuidor y suplementero, a averiguar qué se decía en la Municipalidad sobre los desmanes de la Avenida Arturo Prat. Corriendo descalzo, aquel periodista desarrollaba una gran velocidad. Además el pueblo era chico.

Regresó cinco minutos más tarde, sin aliento, con una noticia-bomba: los arbolitos habían sido arrancados por orden del alcalde. Don Sabino comprendió que iba a tener que cambiar el enfoque de su editorial. Lo grave era que, debido al lento sistema de composición tipográfica letra por letra, lo que se llamaba "parar tipos", resultaba imposible escribirlo entero de nuevo, so pena de que el diario no alcanzara a aparecer en su horario normal, con serias consecuencias para su venta. Su solución fue rematar el editorial así: "Ahora bien, si la medida de eliminar estos ejemplares arbóreos de origen exótico, en la especie plátanos orientales, no pertenecientes a nuestra valiosa flora autóctona, hubiese sido decidida y puesta en ejecución por el señor Alcalde, en uso de sus atribuciones y llevado, en sus anhelos de bien público, del deseo, de todo punto de vista plausible, de proteger la salud de la población de graves afecciones alérgicas que dichos árboles suelen provocar, en especial durante el período anual de su inflorescencia, no cabe sino darle, como siempre, nuestro más decidido apoyo y expresar nuestro anhelo de que dichos perniciosos vegetales sean eliminados cuanto antes de esta ciudad". En los tiempos de "El Siglo" serénense llegué a tener relaciones estrechas y cordiales con el diputado radical por esa zona Gabriel González Videla. Cada vez que llegaba a La Serena me llamaba por teléfono y me invitaba a tomar desayuno para contarme de sus actividades. Le dedicábamos titulares de primera página cada día. *************************************************** *******************************************