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Ejercicios

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Cave Ogdon es un escritor paraguayo. Nació en Asunción, Paraguay, en 1987. Ha publicado la colección de cuentos "Los incómodos" (Editorial Arandurá, 2015). Ejercicios is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International License.

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CAVE OGDON

EJERCICIOS

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BICICLETA Desde mi puesto de vigilancia, el oscuro zaguán de la casa

de mis padres, casi de rodillas, la cabeza asomada apenas unos centímetros por sobre el tupido helecho de la maceta, me quedaba largo rato observando los movimientos seguros, bruscos y varoniles del novio que dominaban el cuerpo delgado y dócil de Lucía. Ninguna de las veces que me propuse espiar a la pareja me pregunté qué motivos tendría para entrometerme en su intimidad y ahora pienso que no lo hacía movido por los celos. Tuvo que ser otra cosa, quizás la intención de vengarme, de tumbar la súbita indiferencia que me mostraba por las mañanas.

Me basta pensar en todas las tardes, durante la época de clases o las vacaciones, en que tocaba, invariable, el timbre de mi casa para que saliéramos con las bicicletas a dar vueltas por el barrio, por los camineros de la plaza, o más allá, cruzando la avenida. En aquellas tardes ella reía de mis absurdos chistes, de la forma graciosa con que pedaleaba mi bicicleta, siempre dando la impresión de ir a perder el equilibrio de un momento a otro. Sólo el aire perdido de aquella plaza, hirviente de verde, había sido, por entonces, el testigo de nuestra amistad.

Puedo recordar la primera vez que se atrevió a oprimir el timbre de mi casa como un torrente de sonidos y colores: la excitada voz de mi madre avisándome que, afuera, una chica preguntaba por mí, los temblorosos pasos hasta la puerta, la profusa claridad de la tarde invadiendo el jardín delantero y, finalmente, la visión de Lucía acodada en la pequeña muralla de la casa, blanca, pecosa y delgada, proyectando su serena apariencia. Con una sonrisa acompañada de un leve cabeceo, contó que me había visto alguna mañana en el colegio, ella vivía enfrente y nunca antes se le había ocurrido acercarse. Por unos segundos, fue como si la vista se me nublara por completo. Luego, su cara sonriente reapareció mientras exclamaba:

—Dale, vamos. Sacá tu bici.

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Recién entonces, aún algo desconcertado, me percaté de que había una hermosa bicicleta rosa apoyada en la muralla, arrojando un manso destello bajo el sol. Al instante, sentí crecer en mí una inesperada alegría al comprender que Lucía y yo éramos vecinos destinados a jugar juntos.

Cuando nos largamos a la carrera, mientras pedaleaba cada vez con mayor velocidad, sentí que el mundo se expandía, que el marco de la rutina se quebraba como las crujientes hojas secas bajo las ruedas de goma, que los colores se avivaban chispeantes ante mis ojos, que su melena pelirroja se convertía en una estela rojiza que incendiaba el aire.

Y, sin embargo, también fue la época en que sentí un gusto amargo en la lengua, una comezón molestosa en la nariz. Aquellas tardes maravillosas, las carreras, las bromas a profesoras desagradables y compañeros tontos, no sólo parecían pertenecer a una irrealidad por las mañanas, sino desvanecerse cuando ella subía al transporte escolar más seria y callada de lo habitual, como si se tratara de una Lucía distinta y soñolienta que no atinaba a reconocerme. Se limitaba a hacerme un tímido saludo con la mano, esa mano tan blanca y pequeña que tenía, y enseguida se ponía a cuchichear con Rosa, su mejor amiga, que siempre le reservaba un asiento a su lado, dos filas más adelante de donde yo me sentaba. Por mi parte, solía viajar arrimado contra la ventanilla derecha, casi siempre teniendo por compañero a un muchacho más grande que me daba coscorrones en la cabeza. Otras veces, se sentaba a mi lado un niño taciturno, con el pelo cortado en forma de taza, por lo que en esos casos viajaba abstraído, mirando las calles que se sucedían incesantemente al otro lado del vidrio. Y cada vez que mis ojos pasaban de la vista del tráfico a la nuca desnuda de Lucía, admiraba su piel blanca y suave, el delicado modo en que se recogía el cabello con una vincha negra, e imaginaba qué le habría dicho si se hubiera vuelto para hablarme de la tarde anterior y las veloces bicicletas y la concurrida plaza. Pero nunca volteaba y yo permanecía pedaleando mi bicicleta una y otra vez, a medida que ascendía las

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escaleras en dirección al aula de clases. En más de una ocasión, cuando yo no jugaba al fútbol con

mis compañeros, observaba a Lucía caminando sola. Por mucho tiempo, ella fue retraída y solitaria, no tenía muchas amigas, salvo Rosa. Pero recuerdo que un verano el padre, un pelirrojo gordo y enorme que tenía un gracioso mostacho y la cara llena de pecas, apareció conduciendo un lujoso Mercedes y se la llevó de vacaciones a Uruguay, de donde regresó colorada por el sol y más alegre y avispada. Desde entonces, perdió la serenidad que tanto me atraía, se convirtió en una llama incandescente en torno a la cual reían y jugaban las demás compañeras, y en aquel rostro enmarcado por la larga melena pelirroja comenzó a cobrar vida una sonrisa notablemente irónica.

En aquella época coincidió que la mayoría de sus compañeras empezaban a cumplir los trece o catorce años, los senos se empinaban bajo las camisas e iban siendo inundadas por una nerviosa simpatía hacia los varones, mezclada a la curiosidad de placeres insospechados. Aunque Lucía era dos años mayor que yo, había comenzado a sentir por ella algo más que un cariño inocente, y la indiferencia que me mostraba en los viajes de transporte, en los recreos, a veces en el barrio cuando venía a verla el padre, me provocaba ahora un dolor distinto, más entrañable y oscuro. Una noche, avergonzado por haberme masturbado viéndola a escondidas desde mi ventana despedir al hombre, apenas vestida con una blusa azul marino y unos shorts ajustados, creí estarme enamorando de ella.

Cuando volvió de Uruguay, con el busto crecido y una ternura impresa en cada gesto o palabra que saliera de la boca pequeña y sensual, ella y su madre vinieron una tarde a merendar a mi casa y pude darme cuenta de que mi madre quedó encantada con las anécdotas que Lucía le contó del país rioplatense, los familiares que tenía allá, la cantidad de amigos con quienes había ido a la playa durante un fin de semana espléndido. A mí me habló con entusiasmo, como queriendo deslumbrarme y al mismo tiempo imponer entre ambos una distancia

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inconmensurable. Lo cierto es que no volvieron a repetirse los paseos en

bicicleta y ella dejó de ir al colegio en transporte escolar, porque la madre pudo comprarse un coche. Con el tiempo, por caprichos de la edad, también yo dejé de hacerlo y comencé a viajar en transporte público, decisión que al menos me libró de los coscorrones del muchacho que se sentaba a mi lado. Por otra parte, decidí llenar las aburridas tardes sin paseos o carreras en bicicleta, sin la ternura y los juegos de Lucía, con clases de batería en un conservatorio de música.

Una tarde salí a la despensa y escuché una risa resurgida del

pasado: aquella risa que despertaban mis chistes de cuando más joven, pero atravesada por una repentina y desconocida sensualidad. Era Lucía, abrazada a la cintura de un muchacho alto, esbelto, de cabello enrulado y ojos claros. Él murmuraba pequeñas palabras con una voz muy delicada, apenas audible, pero los ojos de la muchacha brillaban con una intensidad que nunca antes le había observado. Todo sucedió muy rápido: ver los labios unidos en un largo beso, sentir las risas aguijoneando mis oídos, bajar la cabeza y cruzar la calle, fingiendo no haberlos visto, acorazado en una aparente indiferencia.

El novio comenzó a visitarla cada tarde. Al comienzo, me obligaba a mirar desde la ventana de mi cuarto hasta que llegara, para entonces dejarme vencer por la rabia y sentarme a tocar la batería que me habían comprado mis padres. Cada golpe que daba a los platillos y tambores me libraba de una profunda consternación, pues sabía que entre ella y yo se levantaba un muro de silencio, al tiempo que crecía el desprecio hacia mis compañeras, quienes por entonces organizaban grandes fiestas de cumpleaños para bailar, fumar, beber a escondidas y experimentar, así, los ansiosos y torpes besos de la adolescencia. Cuando ganaba el cansancio, permanecía de pie frente al espejo, sin remera, y apreciaba mi torso desnudo, los músculos que

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empezaba a desarrollar de tanto practicar la percusión y alzar pesas en un gimnasio del barrio.

Una noche fui con Aldo, mi mejor amigo, a una fiesta de los alumnos de último curso. Apenas teníamos quince años, pero éramos fuertes y robustos para nuestra edad, por lo que nos asegurábamos el respeto de los muchachos mayores. Lucía había ido acompañada del novio. Aldo no sospechaba de mis sentimientos hacia ella, pero le di a entender, mediante un comentario burlón acerca de su procedencia social, que no soportaba al acompañante. Aldo era impulsivo, tenía una gran fuerza física y yo sabía perfectamente lo mucho que le gustaban las peleas. De algún modo, nuestra amistad era un balance perfecto: yo le enseñaba a tocar ritmos básicos en la batería y él me enseñaba a pelear mejor. Así que aquella noche sellamos, con una sola mirada, la promesa de provocar al novio de Lucía y tumbarlo a golpes.

Durante una hora, comimos y bebimos en la cantina hasta que la pista de baile se apiñó de gente que se puso a bailar sin parar, entre desbordadas risas y efusivos abrazos. Una seña de Aldo me hizo recobrar la lucidez, algo empañada por la cerveza. Lo vi caminar hacia la pareja, que bailaba a un costado de la pista, tomados de la mano, mientras yo lo seguía por detrás. Aldo simuló darle al muchacho un empujón accidental que lo hizo estrellarse contra la pared y lastimarse un brazo. El novio apartó a Lucía y cometió la imprudencia de empujar a Aldo. Empezaron a insultarse tanto que los gritos podían escucharse por encima de la ensordecedora música. Ella le estiraba un brazo a cada uno para que no se metieran en líos. Cuando me di cuenta que Aldo me miraba con una mueca casi maligna en el rostro, avancé hacia el novio, lo sujeté de la camisa y, entonces, sin perder tiempo, obedeciendo a un reflejo automático del odio que sentía, alargué violentamente un brazo hacia su cara y el sonoro golpe lo hizo caer al suelo aturdido. Al verlo doblado y con las piernas encogidas, sacudiéndose adolorido, una rabia ciega se apoderó de mí, por lo que inmovilicé el tembloroso cuerpo con un brutal

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puntapié en el estómago. De inmediato, después de mucho tiempo, tan inesperada como la tarde en que volvió a mis oídos aquella hiriente risa ahogada por los besos del tipo que ahora yacía en el suelo, escuché la voz rabiosa de Lucía gritando mi nombre e insultándome cruelmente. Las personas comenzaron a rodearnos en la pista de baile, pero, afortunadamente, unos amigos nos ayudaron a escapar.

—Lo reventaste al imbécil —se burló Aldo y, celebrando estas palabras, seguimos bebiendo el resto de la noche en un bar de mala muerte.

Finalmente, había conseguido que Lucía volviera a fijarse en mí, pero de una manera salvaje y violenta. Mientras bebía con mis amigos, estaba convencido de que aquella golpiza había sido el único recurso que las circunstancias y el desprecio de Lucía me habían concedido para llamar su atención. Pero cuando me despedí de Aldo ya no me sentía excitado por la pelea, sino tan miserable como todas las veces que Lucía había pasado a mi lado, del brazo con las compañeras, simulando no conocerme.

A la mañana siguiente, recibí una reprimenda terrible por parte de mis padres, quienes, además de enterarse del altercado en la fiesta, recibieron una llamada de la madre de Lucía. La mujer habló furiosa y dijo sentirse indignada de saber que el agresor de su yerno vivía enfrente. Por un tiempo, no salí de la casa más que para ir a clases e ignoro si el muchacho continuó visitando a Lucía con frecuencia. En el colegio, por alguna razón, la vi una sola vez, durante un recreo, y recuerdo que me miró con ojos que expresaban profundo odio. Supongo que ambos nos evitábamos mutuamente. Luego de unas semanas, estuve seguro de que ya no estudiaba en el colegio porque no la volví a ver, ni siquiera en las formaciones mensuales. Tiempo después, supe, escuchando de paso una conversación entre mi madre y una vecina, que Lucía estaba enferma.

Pasaron los meses, un agente inmobiliario clavó un cartel de venta en el portón de su casa y me enteré de una reconciliación inimaginable de los padres y de un viaje definitivo

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al Uruguay por motivos laborales. Al parecer, Lucía había recuperado su salud.

Cuando un matrimonio alemán decidió alquilar la casa, me llevé una sorpresa. El día de su mudanza, la señora Gretel fue recibida al barrio con una merienda realizada en mi casa. Era una mujerona obesa y rubia, de grandes cachetes colorados y enormes senos caídos. Desde que aplastó las nalgas en el sillón de la sala empezó a quejarse de una dolencia en las piernas. Mi padre, que era médico, le recomendó ejercitarse más. Entonces, los ojos de la alemana brillaron de gracia mientras asentía en dificultoso español:

—Bueno, en la casa, Ralph encontró una bicicleta de niña, pero es tan pequeña —y agregó, divertida y sonriente—: Aunque podría subir.

Todos los presentes nos pusimos a reír al imaginar a la señora Gretel subida a una diminuta bicicleta. Pero yo reí con inesperada alegría porque, por primera vez en mucho tiempo, el recuerdo de aquella bicicleta rosada y brillante bajo el sol comenzaba a ser una imagen tolerable del pasado.

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CAROLINA EN LA LUZ Me disponía a escribir cuando me interrumpieron unos

fuertes bocinazos provenientes de la calle. Salí a mirar y presencié, inmóvil desde la puerta, los primeros cabeceos del sol vespertino rindiéndose al anochecer. Entonces sucedió algo curioso. Aún observaba el nacimiento del manso crepúsculo cuando vi descender de un automóvil negro, con vidrios polarizados, a una vulgar prostituta. Era muy joven, no tendría más de veinte años. Al bajar, la muchacha cerró la portezuela con un rápido movimiento del brazo, caminó unos pasos, balanceándose sobre los finos tacos de las botas de cuero, y se detuvo en la esquina. Bajo la amarillenta luz del reflector, pude observarla mejor y me provocó una sensación de familiaridad, como si la conociera de algún sitio. Luego se volvió hacia donde me encontraba y su rostro de virgen corrompida se me antojó el de Carolina en una engañosa visión.

Regresé adentro, vagamente consternado, y apoyé los puños sobre el escritorio, seguro de que aquella visión imaginaria sólo podía conducirme a escribir sobre el pasado. Lo primero que recuerdo es que, después de clases, la mayoría de los compañeros nos sentábamos a fumar en la esquina del colegio, casi siempre apoyados contra un gran cantero en que florecían palmeras verdes y exuberantes. Así supimos que Carolina comenzó a esperar a Julio a la salida de clases para luego alejarse juntos con las manos enlazadas, ruborizados por los silbidos burlones, por las bromas casi infantiles, de los compañeros. Para mí, ella era más que aquella muchacha alta, delgada, de cabello castaño, muy brillante y ondulado, que atravesaba, ligera como una pluma, el aire seco y caliente para besar a Julio, nuestro torpe compañero. Yo la observaba con la seguridad que producen los hechos habituales, ya vividos. La recordaba tendida a mi lado, los ojos muy abiertos y nerviosos, hacía apenas un año, ayudándola a arrancarse la ignorancia que, al final, quedó convertida en una

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ridícula mancha roja sobre el colchón de mi cama. Había crecido al igual que nosotros, los muchachos del último curso, pero ahora yo me sentía prácticamente un hombre, más cercano al gusto de una mujer completa, y ella seguía pareciéndome una adolescente. Lo era, ciertamente, si es que importa para la historia que fuera tres años menor. La recordaba, en fin, pura y frágil como un cristal de colores, pero Julio nunca supo nada. Ella y yo fuimos felices y prometimos guardar el secreto.

Nos poníamos a mirarlos y algunos bromeaban acerca de lo cohibido que era Julio. Ciertamente, lo era, pero no se trataba de una timidez en sus maneras, sino de algo distinto. Julio no era pudoroso ni reprimido, pero a veces, al pasar tiempo en compañía suya, a mí me daba la sensación de que su intimidad era infranqueable. Uno podía percatarse de que su reserva era pronunciada, pero al mismo tiempo sentir que no ocultaba ningún secreto abominable ni mucho menos. Quizás sólo había tomado la decisión, sorprendentemente madura, de no exponer ante los demás aspectos de su vida que sólo le concernían a sí mismo.

Por aquella época, cada vez que los veía alejarse, oyendo reír estúpidamente a mis compañeros, pensaba que Carolina conseguía desenredar, como nadie jamás lo había hecho, las amarras con las que Julio había asfixiado, por tantos años, un sentimiento tan simple y necesario como el amor. Estaba seguro de que los encuentros luego de clases y las visitas que efectuaba a la casa de ella, siempre que los padres no estuvieran, eran momentos en que no importaba que un vehemente beso consumiera el poco tiempo que tenían para verse, pues en cada entrega asomaba el trémulo resplandor de la alegría.

Todo esto ocurría durante el último año de secundaria. En

el invierno, Julio comenzó a venir a clases con una campera muy gruesa, tejida en lana, de color verde, que a mí me parecía chistosa, digna de burla. Los muchachos andábamos por el patio

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y los pasillos abrigados como orugas, tiritando por el frío que se calaba hasta los huesos y nos cortaba las mejillas. Teníamos las orejas rojas, lo cual era molestoso, y una inusual ansiedad por fumar. Hasta Julio había empezado a hacerlo, por lo que acaso me sentí más cercano a él, ya que hasta entonces yo era uno de los pocos estudiantes fumadores que se animaba a exhibir su vicio en la entrada misma del colegio, riéndome de las caras indignadas y molestas de los profesores que pasaban a mi lado y amenazaban con delatarme.

En esos días, con la bufanda tapándole parte de la boca, Julio me habló de sus problemas con Carolina. Me dijo que ella no quería acostarse y se resistía cada vez que iban a la habitación. Confieso que me sentí incómodo, pero creo haberle dicho que fuera más romántico, resuelto o indiferente, no recuerdo. El hecho es que, días después, nos enteramos de que habían tenido una pelea terrible. Quizás Julio se había sobrepasado, porque vimos a las amigas de Carolina consolándola en forma exagerada y a Julio caminando solo, con cara de perro apenado. Una noche, Carolina me llamó al celular y me dijo que Julio estaba loco y obsesionado con llevarla a la cama. A mí eso me causó un poco de gracia, pero le dije que lo mejor sería que resolvieran sus problemas sin la intromisión de nadie. Carolina, sin embargo, no estaba segura de querer hacerlo. Después me preguntó si aún pensaba en ella y la cara adolorida de Julio pareció clavarse en mis pensamientos como una advertencia.

―¿Eso qué tiene que ver? ―dije. ―No sé ―dijo―. Bueno, te dejo, perdón por molestarte,

chau ―y colgó. La tarde siguiente, luego de estudiar en casa de un

compañero, Julio y yo dirigimos nuestros pasos a una plazoleta cercana al colegio. Era un espacio marginal, en donde solían juntarse delincuentes. El aspecto general de la plaza reflejaba el tipo de gente que la frecuentaba: el pasto crecido salvajemente, al punto que los pies de uno se hundían entre las matas desbordadas, perdiéndose de vista; las estructuras metálicas de los

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juegos exhibían una herrumbre deprimente; los bancos, en su mayoría, se hallaban rotos e inclinados hacia un lado, completamente descoloridos. Julio, sin embargo, frecuentaba el horrible lugar cuando quería estar solo y pensar. Por eso fue capaz de señalarme el único banco que se conservaba en buen estado, el cual emergía, apenas distinguible, de la penumbra enroscada en un rincón lejano, junto a las hamacas. No había nadie más y yo agradecía esa soledad porque significaba evitar un seguro asalto.

―Me dijiste que tuvieron problemas ―dije al sentarnos. ―Sí, no sé si hablarte de esto. No me miró mientras hablaba, pero me ofreció enseguida,

en forma distraída, la cajetilla de cigarrillos. Extraje uno, lo encendí y, tras un par de aspiraciones, le convidé de fumar, ya que por entonces los cigarrillos eran costosos y había que aprovecharlos al máximo.

―No hables si no querés ―dije―. El amor es una cosa difícil.

Julio sonrió con expresión resignada y dijo: ―Creo que ahora entiendo por qué sos un escéptico de

mierda en estas cosas. ¿Pero cómo hacés para no sufrir? ¿Cómo hacés para no sentirte mal por las tipas con las que apretás?

―¿Querés saber la verdad? ―Sí. ―¿No te vas a ofender? ―No, quiero saber ―insistió mientras observaba en sus

ojos un brillo ansioso y desesperado. ―No sufro, viejo, porque sencillamente no amo a nadie. ―¿Nunca? ―preguntó con voz temblorosa. ―Nunca ―respondí―. Aunque suene cruel. Julio me devolvió el cigarrillo, se levantó y dio unos pasos

alrededor. Pasado un rato, se aproximó al banco y apoyó un pie en las tablas, con las manos metidas en los bolsillos y el rostro dubitativo.

―Me sorprende que puedas vivir así ―dijo―. Sos de piedra,

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parece. ―Julio ―dije, soplando el humo―, si querés saber te voy a

contar. ―A ver. ―Claro que sentí amor alguna vez, pero la perra me hizo

tanto daño que aprendí que es una locura entregarse de pies y manos a una mujer. Hay que usar la cabeza.

El cigarrillo se iba apagando cuando Julio quitó el pie de encima del banco. Me levanté y con un gesto le sugerí marcharnos de una vez antes de congelarnos. Mientras caminábamos, podía darme cuenta de que Julio sufría en silencio, sin decir nada. Odiaba tener que responder sus preguntas ―formuladas por la angustia que lo carcomía―, de modo que aceleré el paso. Antes de separarnos en una sombría esquina, Julio me dio una brusca palmada en la espalda, como si me agradeciera las duras palabras que no habían hecho sino confundirlo más.

―Andá a dormir, viejo. Quedate tranquilo. ―Che, una cosa. ―Decime. ―¿Vos decís que puedo olvidarla? Permanecí con la cabeza gacha un momento, incómodo. ―No podés, Julio, nunca ―dije―. Pero podés dejar de

pensar en ella todo el tiempo, torturándote al pedo. Después nos estrechamos la mano y cada uno siguió su

camino. Aún recuerdo que aquella fría mañana traspuse el portón de

mi casa con las manos completamente congeladas. Por alguna razón, tenía los nudillos adoloridos. La calle se extendía deslucida y grisácea, silenciosa como un muerto. A medida que caminaba con pasos apresurados, intentando librarme así del molestoso frío, veía los árboles zarandeados por ráfagas heladas de viento. Cuando llegué al colegio, saludé al portero, un morocho petiso y regordete, de cabeza redonda y semblante arrugado, que se

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peinaba de costado los escasos mechones de pelo renegrido para disimular la calva que ya anunciaba la vejez. Ese día rendíamos el examen final de Historia y yo, con paciente calma, entré en el aula pronunciando en voz alta nombres de personajes y sucesos que no tenían ninguna importancia para mí y, a decir verdad, tampoco tendrían utilidad en mi posterior vida de adulto. Me extrañó no ver a Julio por ningún lado.

La prueba comenzó y Julio no llegaba. Me metí de lleno en el examen, en el trabajo intelectual de poner en orden mis ideas, y perdí noción del tiempo y de mi entorno. Cuando le extendí la hoja de examen a la profesora, una mujer esmirriada y de grandes ojos saltones, no había rastros de Julio, de modo que salí del aula. El frío se clavó en varias partes de mi cuerpo y tuve la sensación de que un fuego invisible abrasaba mi rostro. Con las piernas endurecidas, me dirigí hacia el patio de primaria. El tacho de basura se había volcado a causa del fuerte viento, y los desperdicios yacían esparcidos. En una de las aulas se oía un griterío de niños tan insoportable que imaginé a una maestra deforme fustigando a los alumnos sin piedad. Luego me detuve en el centro mismo del cuadrado que formaban los tres bloques de aulas y el sucio depósito trasero, separado del patio por un alambrado gris y desigual. En el cielo se veían grandes nubes partiéndose poco a poco, como manchas blancas en un lienzo gélido y celeste. Me llamó la atención que no se escucharan aves, pues siempre me había parecido llamativo la impresionante cantidad de pájaros que albergaban los tejados de las aulas.

Estuve parado allí unos minutos, sin moverme, soportando el frío como si se tratara de una prueba estoica. Cuando al fin llegó a mis oídos el rumor de un lejano pájaro, vi a una mujer salir de la Dirección, con rostro compungido, la boca partida en una mueca de evidente disgusto, los ojos titilantes por lágrimas de impotencia o enojo. Supe que era la madre de Julio cuando la vi vacilar en sus pasos y volver la cabeza a un lado y otro, nerviosa, asustada, inquieta. Avancé hacia ella con tranquila curiosidad.

Al reconocerme, la mujer pareció tranquilizarse y lanzó un

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largo suspiro. ―Ay, qué suerte que te veo ―dijo, pasándome un brazo por

el cuello y reteniéndome contra ella. Era una mujer efusiva y cariñosa, excesivamente maternal―. No sabés el día que tuve hoy, Dios mío.

―¿Pero qué pasa, tía? Julio no vino a rendir. ―Ya sé, vine a hablar de eso con la directora. Por suerte

entendió y va a hacer una excepción en su caso. ―¿Está enfermo? ―dije. ―No, no es eso. ―¿Entonces? La mujer parecía indecisa. ―No sé cómo explicarte. Julio está mal y se quedó en la

casa ―puso una mueca triste y bizqueó los ojos―. Anoche hizo una locura. Vino raro, furioso, rompió cosas en la cocina y en su cuarto y casi golpea a su hermana. Porque la empujó frente a mí. Pero no te preocupes ―dijo, pasándose la mano por la cara enrojecida―, Julio ya está mejor. Se quedó tranquilo en la casa.

Luego ensayó un forzado intento de sonrisa, me dio un beso en la mejilla y revolvió mi cabello, despidiéndose. La miré alejarse hacia el portón de salida, vi al morocho medio calvo abrirle la reja con cara seria y asentir con un breve cabeceo a algo que le dijo la mujer a modo de despedida, nerviosa y apurada, casi tropezando en uno de los escalones grises, en donde se arremolinaba el viento frío de la mañana.

Pasado el mediodía, cuando sonó la estrepitosa campanilla

que anunciaba la salida, crucé a gran velocidad el portón del colegio, sin reparar en nada ni en nadie. Sólo pensaba en Julio. Llegué a la casa, oprimí varias veces el timbre, que sobresalía, pequeño y amarillo, de la muralla de ladrillo, pero nadie me atendió. Dejándome guiar por una vaga intuición, me aventuré a trepar el portón delantero, al igual que muchas veces en el pasado, y una vez que brinqué hacia adentro, rodeé el edificio de

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la casa hasta dar con la ventana del cuarto de Julio. Las persianas se encontraban abiertas de par en par, pero me percaté de que los vidrios estaban entornados, formando un retazo triangular en el que se adivinaba parte del edredón azul de una cama y la punta de madera de una mesita de luz. Cuando me acerqué el vidrio lanzó un fugaz destello seguido de mi propio reflejo. Me asomé, intentando ver por el cristal, pero al principio no distinguí nada. Recién al aguzar la mirada se perfiló ante mí la inconfundible silueta de Julio. Lo veía de espaldas, acostado en la cama, agitándose inquieto. Noté que se daba puñetazos en el muslo de la pierna doblada, repetidamente, con rabia lenta y sistemática. La carne estaba completamente enrojecida y había aparecido en ella una mancha violácea. Aunque estaba desconcertado, pude dar unos golpecitos en la ventana. Julio volvió la cabeza y noté que algo extraño parecía flotar en sus ojos, encendidos con un brillo inusual, desacostumbrado, un brillo casi demente, mientras que su rostro daba la impresión de estar cubierto por un velo sombrío y temible. Se incorporó con brusquedad y abrió violentamente la hoja entornada. Iba a decirle algo cuando sus labios se estiraron en forma de trompa y dispararon un sonoro e imprevisible escupitajo que me salpicó la cara.

―¿Qué carajo te pasa? ―le grité. Su rostro comenzó a deformarse en una expresión lunática. ―Le cogiste, ¿verdad? Sí, le cogiste, hijo de puta. Iba a saltarle encima, pero algo me retuvo al verlo tan

trastornado: una extraña mezcla de piedad y espanto. Tuve que marcharme y dejar que el cuarto se tragara los

gritos. En las siguientes semanas, rendí los exámenes que me

faltaban para graduarme con honores, pero no sentí alivio al ver que la ausencia de Julio se había hecho permanente. Tampoco ninguno de los compañeros volvió a saber de él ni de su familia. Algunos hablaron de locura con una excitación casi temible, riéndose del patético Julio y de su nerviosa madre, lo que me hizo pensar que muchas veces la perfidia subyace en silencio dentro de

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personas que consideramos cercanas y familiares, hasta el día en que aflora con infinita maldad y nos destruye. La noche antes de mi fiesta de graduación Carolina me llamó y dijo sentir miedo de Julio, pero a mí su voz me sonó lejana y no quise hablar. Corté el teléfono, con la sensación de que la vida no era más que un eterno desentendimiento, un cruce de visiones sin sentido, un tropel de preguntas ciegas rendidas a la luz. Y ahora me percato de que todo este tiempo, al escribir, me estuve perdiendo en una pregunta ciega, en la misma luz que convirtió a una prostituta en la única muchacha virgen con la que me he acostado.

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UN LUGAR EN EL MUNDO Para Robi el tío Martín no sólo era uno de los mejores

amigos de su padre, sino su padrino. Por muchos años, sin embargo, había vivido en el extranjero ―había formado parte del cuerpo diplomático en Alemania―, pero su padre y él nunca perdieron contacto. Cuando regresó al país para encabezar uno de los ministerios del nuevo gobierno, Robi cursaba el último año de secundaria y el tío Martín comenzó a llevarlo, durante los fines de semana, a su estancia en el campo, en donde cabalgaban por las extensas tierras que poseía y disparaban al blanco con escopeta. Por las noches, solían sentarse en los retablos, junto a los peones, y el hombre obligaba, por así decirlo, a beber y hablar de la situación política que atravesaba el país, al frente de cuyo gobierno se hallaba el partido político al que pertenecía y que él defendía, sin excusas, a capa y espada. Robi había notado que todos los peones, sin excepción, no sólo respetaban la larga perorata de su padrino, sino que lo apoyaban de manera fanática, al punto que cualquiera de ellos hubiese sido capaz de cortarse un brazo antes que contradecirlo o traicionarlo.

El tío Martín tenía un hijo, también llamado Martín, muy parecido a él físicamente: una mandíbula cuadrada, una frente lisa, un ceño obstinado, una boca grande y una voz firme y gruesa. Sin embargo, Martín no demostraba ningún interés por la política, al igual que Robi, por lo que, durante aquellas noches en la estancia, solían alejarse del círculo de hombres para hablar de sus respectivos colegios, de amigos y mujeres, de películas y música, de esa cosa vaga e indefinida, pero que semejaba una placentera pista de diversiones y descubrimientos, que era la vida.

Cuando Robi terminó el colegio, el tío Martín le ahorró la angustia de buscar incesantemente trabajo en un país sin oportunidades para los jóvenes. Una mañana, simplemente, sonó su celular y Robi oyó al tío Martín diciéndole:

―Bueno, pibe, el señor te va a esperar mañana a las nueve.

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Ya tenés la dirección y haceme el favor de ir a verlo. Al día siguiente, a las nueve y media, Robi estrechaba la

mano del que sería su jefe por muchos años en la empresa importadora de automóviles en que fue contratado de inmediato. Antes de que terminara la semana, Robi salió a comer con su tío y Martín y conversaron de posibles estudios y vocaciones. Martín había desistido no sólo de su idea de volver a Alemania para estudiar ingeniería, sino de estudiar en general.

―Es una pérdida de tiempo, viejo ―le dijo a su padre―, dejame laburar en la empresa y hacerme cargo.

Al principio, el tío Martín pareció remiso a este cambio de actitud, pero sabía perfectamente que tampoco él había necesitado de estudios universitarios para hacerse de un lugar en el mundo. Le había bastado con dedicarse de lleno a la actividad política dentro de su partido y cultivar las relaciones adecuadas, según soplara el viento. En diez años, había sido diputado nacional por dos periodos seguidos, luego funcionario diplomático y, más tarde, cónsul, ejecutando una especie de salto de garrocha por sobre las miradas atónitas de funcionarios de carrera a la espera de la gloria internacional. Sí, pensaba, era conveniente estudiar y lo deseaba para su hijo, pero para él la inteligencia era, en esencia, otra cosa: era ese penetrante silbido de víbora que lo había aconsejado siempre en los momentos más difíciles, como un diminuto e insidioso diablo escondido en su oreja. De modo que, en aquel almuerzo, sintiéndose satisfecho de haberle solucionado a Robi el problema laboral, pidió un whisky y al sentir la cara enrojecida y caliente puso una mano sobre la cabeza de su hijo y le dijo:

―Está bien. Vos tenés madera para hacerte cargo. Pero nunca te olvides ―agregó con tono amenazante― lo que le costó a tu viejo levantar la empresa.

Robi se inquietó, pero intentó mantener la calma. El tío Martín era el principal accionista de una empresa proveedora de materiales de construcción que, en virtud de arreglos políticos, siempre ganaba las millonarias licitaciones del Estado. La

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empresa, más la producción de la enorme estancia y sus numerosas propiedades, eran el “lugar en el mundo” que había conquistado y que, tarde o temprano, heredaría su hijo. Robi nunca vio a Martín sonreír tanto tiempo de seguido, a pesar de tener la pesada mano de su padre sobre la cabeza.

Las cosas siguieron un curso normal y, cuando llegó el siguiente sábado, Martín llamó a Robi y le propuso salir esa noche.

―Llevo minas ―dijo antes de cortar. Se reunieron en un boliche nocturno en donde tocaban

salsa hasta altas horas de la madrugada. Una gran cantidad de gente se arremolinaba bailando entre humo y haces resplandecientes. Martín estaba junto a la barra cuando vio que Robi le hacía señas. Se abrazaron más efusivamente de lo habitual ―Martín ya estaba algo pasado de copas― y fueron a un espacio de mesas reservadas. En su mesa había dos chicas. Una de ellas, que abrazó a Martín mientras tumbaba por accidente un vasito con tequila, se llamaba Yohana y, acaso por ser cinco años mayor que ellos, concentraba en la cara una expresión madura y precavida, como la de alguien que no vacila en enfrentar los desafíos cotidianos, pero apostando sus fichas en forma inteligente: una jugadora prematuramente tallada por la experiencia del juego. Bebieron y salieron a bailar, Martín pegado a Yohana todo el tiempo. Robi se puso a hablar, en medio de la música a todo volumen, con la amiga de Yohana, pero ésta le pareció demasiado tonta y poco atractiva. Robi vio que Martín y Yohana bailaban sin despegarse el uno del otro. En un momento dado, Robi y Martín fueron a la barra y éste le dijo que se estaba acostando con Yohana desde hacía unos días. Ella salía del trabajo, iban a cenar y subían a su departamento. Robi le preguntó de dónde la conocía.

―Estuvo laburando en la empresa del viejo ―dijo Martín―. Ahora trabaja en otro lado. Justo ahora que yo estoy ahí.

―¿Qué querés decir? ―Y, viejo, por mí me la cogería hasta en el escritorio. La

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mina me vuelve loco. Los dos rieron y vaciaron al mismo tiempo sus tequilas,

pero cuando Robi golpeó el vasito contra la barra y miró de golpe al barman, un tipo sonriente y musculoso, se sintió repentinamente falso, cubierto de mentiras que no alcanzaba a identificar ni comprender, pero que pesaban en él como una molestia insoportable.

Las salidas se repitieron a lo largo del año, sin interrupción. Desde el primer encuentro, Yohana le había gustado a Robi y ella, por otra parte, era muy comunicativa con él. A veces, se enredaban en conversaciones tan estúpidas como divertidas; otras, se contaban cosas del pasado, pero esto ocurría casi siempre cuando Martín estaba ocupado hablando con amigos, discutiendo con clientes, comprando algo, o bien cuando lo esperaban por largo rato en algún lugar, ya que era un impuntual incorregible. Muy pronto, Robi se dio cuenta de que ambos habían empezado a demostrarse un cariño particular, pero esta curiosa afinidad disminuía en presencia de Martín, porque entonces a ella se le encendían los ojos y parecía olvidarse no sólo de quienes la rodeaban, sino de sí misma. Martín solía sujetarla de la cintura, a modo de juego, y le hablaba divertido y confiado. Era la misma Yohana delgada, morena, independiente y enérgica, pero despojada de la electricidad que Robi creía percibir en sus ratos a solas, una electricidad que tenía que ver con la sangre del cuerpo y el espacio del aire y el sonido de las palabras a las cuales su voz imprimía una sugestiva vitalidad. Robi era consciente de que ella estaba locamente enamorada de Martín y suponía que eran pareja, aunque nunca escuchó de la boca de ninguno palabras de amor. Para él, sencillamente, era verlos abrazarse, besarse, hablar sin parar y deshacerse en risas, como dos tigres forcejeando por el placer de medir fuerzas antes de caer rendidos de sueño o cansancio en un anillo de cómoda placidez.

Una noche, después de varias semanas sin verse, Robi se encontró con Martín en un pub y se sorprendió al verlo del brazo con otra chica. Martín, sonriente, dijo que era su novia. Se

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llamaba Laura y Robi, al principio, no pudo quitarle los ojos de encima porque, en verdad, era muy hermosa y, además, proyectaba una sensualidad irresistible. Más tarde, llevaron a Laura a su casa. Cuando se detuvieron a comer unos lomitos callejeros, Martín le contó que se había alejado de Yohana porque se había vuelto insoportable. Robi le preguntó por Laura y Martín le dijo que se habían conocido una semana atrás en un evento empresarial y había sido como un flechazo, amor a primera vista. Robi, recién entonces, terminó de convencerse de que Martín nunca había amado a Yohana, pero lo veía tan feliz que respetó su decisión y no volvió a meter hilo en el asunto. Lo último que Martín le comentó fue que no se preocupara por Laura: ella sabía de su historia con Yohana y no le importaba en absoluto. Ahora todo eso quedaba en el pasado. Por alguna razón, en vez de imaginar una fosa cubierta de tierra, Robi imaginó la boca negra de una caverna: el pasado gritaba, vivo, presente.

De nuevo, por varias semanas, Robi no volvió a saber de Martín ni de Laura, pero una tarde Yohana lo llamó y, con voz transida, pidió que se vieran. Tomaron un café en una confitería y Robi escuchó la otra versión del asunto: una noche, Martín se puso a beber más de la cuenta, tirado en la cama, desnudo, con la vista clavada en el televisor sin volumen. Habían discutido en el almuerzo y se habían reconciliado a la tarde haciendo el amor, casi desesperados. Cuando ella salió del baño, se tendió a su lado y comenzó a acariciarle el pecho, pero él la apartó con fría tranquilidad y dijo:

―Me tenés podrido, Yohana. Ya no puedo seguir. Yohana no sabía cómo perdió repentinamente el control al

estar segura de que Martín se había enamorado de otra. Discutieron de nuevo, ahora a los gritos, y él, a lo último, tuvo que apartarla con violencia de la puerta, porque ella se negaba a dejarlo salir sin conocer antes el nombre de la otra. Martín se fue y ahora ya no atendía sus llamadas ni contestaba sus mensajes. Cuando Yohana le preguntó a Robi quién era la otra, éste dijo, confundido:

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―Quizás se cansó por algo, trabaja mucho. No tiene que haber necesariamente otra persona.

Yohana se quebró en lágrimas y las personas de las mesas vecinas se pusieron a mirarlos con seriedad. Robi pagó apresuradamente la cuenta y se marcharon, con el filo de las curiosas miradas perforándoles la espalda.

Luego de aquel incómodo encuentro, Robi comenzó a hablar a diario con Yohana: solía llamarla a la hora del almuerzo y se acostumbraron a charlar largos ratos de banalidades. No transcurrió mucho para que Robi empezara a visitarla al departamento en donde vivía sola: el “7-A” de un gran edificio verde gris, de ventanas interminables, asediado día y noche por palomas sucias e inquietas. La primera vez, Robi se sintió extrañamente excitado mientras subía en el ascensor esperando que se encendiera la casilla del piso 7 y pensó, con una sonrisa que vio reflejada en el cristal, que el 7 era su número favorito. Cuando ella abrió la puerta, con un delantal de cocina manchado, ambos rieron divertidos por un rato y luego Robi, con bastante torpeza, la ayudó a terminar la pizza que había estado preparando antes de que llegara. Esa noche, y en noches sucesivas, Robi fue introduciéndose en una especie de bosque lleno de senderos y bifurcaciones, de árboles y pájaros. Entre comidas, mates, cervezas, películas, fue ayudándola a desenredar la trama de su pasado: conoció a la chica que decidió venir a la ciudad y vivir con una tía muy anciana, una viuda maniática, sólo para estudiar y abrirse camino hacia algo más que el manso aburrimiento, que la bucólica monotonía de su ciudad natal, esparcida entre una ruidosa ruta de camiones de carga y colinas verdes y grisáceas barridas por el viento solitario. Supo de la muerte de la anciana y el hambre y la pobreza al marcharse de la casa alquilada y de la pieza de pensión a la que regresaba tras caminar día y noche buscando un trabajo: primero, cajera en una ferretería; luego, vendedora en la minúscula tienda de ropas de una amiga; finalmente, aquel aviso en el diario, leído con desesperada ansiedad, la luminosa sala de la entrevista, la oportunidad

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concedida en la empresa constructora del tío Martín, el trabajo y el sueldo digno que permitieron alquilar el actual departamento, modesto, pequeño, pero seguro y próximo a su nuevo trabajo y a la facultad en donde al fin pudo empezar a estudiar. Robi fue leyendo cada línea, palpando, confiado y paciente, la delicada superficie que lentamente revelaba las grietas a través de las que nadie, ni siquiera Martín, había mirado con amor y compasión: las cicatrices de su prematuro sufrimiento, de su humano sacrificio.

Yohana volvió a encenderse, eléctrica y sonriente, y salvó con alegría la cuidadosa distancia que antes debían mantener en presencia de Martín, a quien Robi, pretextando excesivo trabajo, intentaba evitar lo más posible, ahora que era más consciente de otros matices de su cara, de su indiferencia hacia el placer infame que había arrancado al cuerpo de Yohana. Ahora lo miraba desde la orilla de la vida cotidiana de ella, desde las márgenes de su pasado, instalado en su vida. Pero la herida permanecía intacta, pese a que Robi, una noche, al despedirla en la entrada de su facultad, viéndola caminar con sus libros y la enorme cartera roja que solía llevar a todos lados, deseó pegar los labios en la carne sangrante y compartir el dolor, si eso aseguraba días más largos, noches más entrañables, la mirada de ella mostrando el amor, el asentimiento callado, la entrega definitiva a lo que él pudiera ofrecerle.

Lo que después hubo, en cambio, fueron fotos de Martín y Laura en Facebook, indisolublemente abrazos, recortados en cuadros brillantes e instantáneos de viajes a diferentes playas veraniegas. Yohana torció la boca que tanto codiciaba Robi y quiso estar sola. Robi regresó a su anterior rutina: trabajo, aburridas clases, asados en familia, su opresiva habitación. Martín lo llamó algunas veces, pero él siguió fingiendo, enmascarado, incapaz de confesar que no quería verlo o, en realidad, que ya no podía verlo en la misma forma. Una noche, sin embargo, Yohana fue a esperarlo a la salida del trabajo y Robi, cuando tuvo delante aquella sensualidad más provocadora de lo habitual, al parecer concentrada en los ojos maquillados, en la boca exageradamente

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roja, en el apretado escote ofrecido a sus ojos, supo y aceptó, como nunca lo había imaginado, que estaba enamorado de ella, sin remedio, quizás desde la primera vez que la vio con los oídos taponados por la música a todo volumen. Ella mostró unos tickets amarillos de consumición gratis en una chopería cercana a su departamento, en donde se celebraba una especie de carnaval saturado de jolgorio y grandes jarras de cerveza negra. Esa noche se estiró tan frenéticamente que acabó esfumándose y Robi, feliz y caliente, sin dejar de escucharla y de reír, compró una última botella de vino que bebieron en el departamento. Arrullados en el sofá de la diminuta sala, ella se puso callada mientras se acariciaban las manos, como dos niños jugando con inocencia. Después Yohana le dijo que se iba a la cama y le rogó que se quedara hasta que amaneciera, faltaban sólo un par de horas. Cuando Robi oyó el bombeo de la cisterna y vio a Yohana salir del baño, la siguió a la pieza y, sentándose en la cama, la sujetó de la cintura, mirándola desde abajo. Ella bajó hacia él unos ojos en los que ardía una tristeza a la vez bondadosa y compasiva, apagó el velador y se recostó junto a él. Cuando Robi tanteó su cuerpo en la oscuridad, la escuchó quejarse:

―No, pará. La voz lo petrificó, lo hizo levantarse como un autómata,

abrir la puerta, salir a una noche convertida en laberintos de sombras. Días después, Martín pasó a buscarlo a su casa, hablaron con la alegría del reencuentro y fueron a pasear a la costanera de la ciudad, recientemente inaugurada. Apoyado en la baranda, sintiendo el rumor del río, escuchó hablar a Martín sin mucho interés: su relación con Laura era lo mejor que le había pasado, ella le daba la libertad que a él le gustaba mantener y, aun así, se sentía comprometido y unido a ella; en la cama se la follaba como un loco, hacían de todo, y siempre había algo nuevo por descubrir juntos. Cuando lo invitó a su cumpleaños, no dijo nada, pero aceptó. Esa noche, en la discoteca, Robi habló con las amigas de Laura, sin demasiado entusiasmo, y se emborrachó sin importarle que Martín tuviera que dejar a su novia para poder

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llevarlo a su casa, puteando. En la semana, consiguió alimentar la voluntad de avanzar

en el trabajo con la amargura que sentía la mayor parte del tiempo y, cada noche, como cumpliendo un ritual necesario para atizar esa rabiosa llamarada de soledad, le escribía mensajes a Yohana con el celular, sin más respuesta que un sordo silencio, que una pantalla en blanco. Un sábado de noche, Robi conoció, chateando en Facebook, a una chica llamada Eliana y, días después, salieron a comer para conocerse. Fue un encuentro feliz porque Robi tuvo delante a alguien con quien se parecía en muchas cosas y podía hablar de todo. Eliana tenía una expresión confiada e inteligente y era muy bromista. Luego de algunas semanas, ella se dejó conducir tranquilamente a un hotel, se dejó desnudar, y ejecutaron juntos los deseos de una felicidad compartida. Más adelante, Robi escuchó la confesión amorosa que ella desparramó sobre la almohada, desnuda e indefensa, y no vaciló en convertirla en su novia. Cuando Martín la conoció, le dijo:

―Esta mina es genial para vos. También Laura se sintió a gusto con ella y pronto se

hicieron amigas. Un tiempo después, un lunes en que Robi casi perdió el

trabajo, Yohana le escribió un mensaje al celular: “Necesito verte”. Borró automáticamente el mensaje, sintiendo la inesperada descarga eléctrica que aún parecía unirlo a ella. Esa noche le hizo el amor a Eliana con una vehemencia ciega, como si pretendiera anestesiar aquella insospechada angustia.

Una noche, mientras manejaba a casa de Eliana, un bache, casi invisible en la penumbra de una calle, le hizo pinchar un neumático aparatosamente y, cuando llegó con más de una hora de retraso, la encontró viendo una película en compañía de Martín. Ella se mostró preocupada, pero Robi no alcanzaba a comprender por qué cuando la llamó para avisar del percance, ella no le mencionó que Martín estaba con ella. Entonces lo hirió un miedo estúpido: ella y su amigo follaban a escondidas. Unos

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días más tarde, Eliana le armó una escena de celos, terrible y exagerada, porque a Robi le llegó un mensaje de Yohana cuando fue al baño y olvidó el celular en la mesita de la sala. Pelearon y Robi se marchó con la imagen de Martín empañando su mirada. Por primera vez en su vida, conoció el rencor, el principio de un odio impotente.

Al día siguiente, luego de discutir de nuevo con Eliana por teléfono y de que ella lo insultara soezmente, manejó a toda velocidad al edificio de Yohana. Llegó al anochecer y, cuando ella abrió la puerta, se abrazaron por largo rato. Él le pidió perdón y ella dijo que no importaba, que aquella noche habían bebido demasiado. Entonces Robi no soportó más y dijo:

―Yo quería, ¿entendés? ―Yo también ―dijo ella―, pero me asusté. Pasaron juntos el fin de semana, encerrados, entregándose

de pies y manos, inconscientes, al inagotable esfuerzo de dos pieles que buscan librarse de la soledad. Ella fue contando, ansiosa, cada vez que reposaban en la penumbra, que lo había entendido todo luego de aquella noche de borrachera: había entendido que Robi era el mejor tipo que había conocido, que la había tratado y hecho sentir como nadie, que Martín ya era una huella borrada en el pasado; en fin, había superado el miedo, las dudas, y ahora se daba cuenta de lo mucho que lo necesitaba y había empezado a amarlo. La había destrozado ver fotos suyas con Eliana.

Por varias semanas, Robi siguió yendo al departamento, en donde comenzaba a sentirse cómodo, a gusto, como si las reducidas dimensiones del sitio le aseguraran algún tipo de familiaridad largamente anhelada y al fin concedida. A veces, sólo dormían juntos luego de cenar y hablar por largas horas, aunque siempre desnudos, con la piel erizada por la ternura. En una sola ocasión, Robi se sintió perplejo, tentado por las dudas: una madrugada en que se despertó oyéndola sollozar muy bajo y ella no quiso hablar.

Un sábado, observando a su padre en el almuerzo, Robi

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estuvo convencido de que Eliana ya no le interesaba en absoluto. Tampoco ella había buscado comunicarse en todo ese tiempo, por lo que tomó la decisión de arriesgar sus fichas en Yohana. Todos los momentos compartidos con ella comenzaron a arremolinarse en su mente, que no podía apartarse de la idea de ir a vivir al pequeño pero hermoso departamento, testigo mudo de su historia. Era como si la visión de Yohana riendo desnuda en la sala o en la cama se hubiese convertido en un espacio al cual podía pertenecer, como el tío Martín a su estancia y a sus caballos, como Martín a la empresa constructora. A siete pisos de altura, había descubierto su lugar en el mundo.

Aguardó la llegada de la noche, condujo lo más tranquilo posible, intentando contener la ansiedad de verla después de días. Era más que seguro que subiría y la encontraría preparando una pizza como la primera vez que abrió la puerta del “7-A”. En el ascensor, como aquella lejana noche, volvió a examinarse la sonrisa en el cristal, los dientes más blancos, el cabello un poco más corto. Tocó el timbre con despreocupación, con familiaridad, y la puerta se abrió. Vio a Martín, la cara desencajada a medias, con un olor desagradable a cerveza. Robi dijo algo incomprensible, o al menos eso le pareció.

―Dale, pasá ―dijo Martín de mala gana. En la sala, no había nadie, pero vio una pizza a medio

comer y varias botellas de cerveza, algunas aún sin abrir. No había rastros de la cartera roja. Martín se dejó caer en el sofá, en donde él y Yohana habían jugado a tocarse las manos como dos niños.

―¿Qué hacés acá? ―dijo Martín. Robi tardó en contestar. Martín le clavaba una mirada

desconfiada. ―Vengo de visita, suelo venir. ―Imbécil, nunca me contaste ―dijo Martín, pero Robi no

percibió el acero caliente de la furia, de los celos, sino el habitual sarcasmo de su amigo.

“Te odio”, pensó. Después dijo:

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―Suelo venir últimamente. No te conté nada porque ella fue tu novia.

Martín rió y bebió de una de las botellas. ―¿Y qué? ¿Son amiguitos? ―Sí. ―¿Y te la chupa? ―dijo de golpe. Robi cerró los ojos, como viendo venir una piedra. ―Decime, ¿te la chupa o no? Robi siguió mudo, pero sus ojos, al mirar de nuevo a

Martín, revelaron lo que no podía decir. Martín rió otra vez y ahora dijo, más serio:

―Te enamoraste. Con razón Eliana quería dejarte. ―¿Y vos cómo sabés eso? ―Eliana me contó todo luego de que cortaron. Se dio

cuenta enseguida de lo que pasaba. Seguramente, ya sabía todo antes que vos te dieras cuenta. Mujeres, viejo.

Dio otro sorbo de la botella y dijo: ―Mejor andate, ¿querés? Te lo digo bien. Perdiste mal con

Eliana y con Yohana también. Ella no te quiere y no jodas porque no está. Tuvo que salir.

Robi se alteró. ―¿Y vos cómo entraste? ―dijo irritado. Martín se puso de pie y su mandíbula cuadrada pareció

crecer de tamaño. ―Yo tengo mi llave ―dijo. Robi enmudeció. ―Ahora escuchame bien, Robi. Nunca te dije nada porque

no había razón, pero si sabía de esto antes te contaba todo ―sacudió la cabeza, al parecer molesto―. Yohana era secretaria de mi viejo y se acostaban. Papá le ayuda a pagar hasta ahora este departamento y ella le debe muchas cosas que ni te imaginás. Claro, papá estuvo con ella un tiempo y después, como le agarró cariño, siguió ayudándola igual.

Martín se detuvo al ver que Robi dejaba de mirarlo, pero siguió diciendo:

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―Cuando yo comencé a ir a la empresa y nos conocimos, papá me dijo que le diera para adelante, pero como diversión. Ella me quiere, o me quiso, ahora da igual, el tema es que papá sigue bancando buena parte de este alquiler. ¿Te pensás que con su sueldo de mierda le alcanza? Y a mí, ¿para qué te voy a mentir?, siempre me gustó coger con ella, ¿o no te acordás de lo que te conté esa noche en la barra?

―Pero ¿cómo vas a aprovecharte así? ―dijo Robi. Martín lo miró incrédulo, atajando una especie de burla

ahogada. ―¿Vos me hablás en serio? Robi, ella hace años vive así y le

gusta y se deja. Y de vos sólo me contó lo que anda pasando y por eso te esperé. Ella pensó bien y me dijo que no quiere arriesgar lo que tiene. Mierda, tratá de entender lo que hago por vos ―dijo, sulfurado―. Dejate de joder con esta mina y seguí tu vida. Papá te diría lo mismo, Robi. Y papá aún no sabe nada.

“Hijo de puta”, pensó Robi al cruzar la calle y volver la cabeza hacia el edificio verde gris, oyendo el nervioso canturreo de palomas invisibles. Subió al coche y manejó, casi sin pensar, hacia la costanera, aceleró en la angosta ruta de acceso y frenó al llegar al primer tramo de barandas. Allí bajó y fue a apoyarse, con lento cansancio, enfrentando las caras de su padrino, de Martín, de Yohana. El río lucía negro, al igual que el cielo y las nubes y el policía que debió trotar detrás de él, extrañado, gritando y haciendo señas, al ver el coche atravesar a toda velocidad la ruta de acceso a esa hora clausurada.

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VESPA Quizás porque no tenía el valor de dejar el banco, de ser

obsecuente con los deseos de sus padres, Marcos se aferraba a su orgullo, dejándose llevar por la suave velocidad de la Vespa, la brisa como un rumor persistente alrededor del casco. El día, claro, promisorio ―la llamada de su madre a las once, tu papi quiere verte, va a comprar la carne, te esperamos el domingo, claro que voy a limpiar la parrilla, tu papi ya no puede, está viejo, el pobre―, naciendo en curiosa oposición al tráfico mañanero, al caos urbano, al ronroneo punzante del acelerador. Otro día más, idéntico a los anteriores, hijo de la insalvable costumbre, esa cosa indefinida y, sin embargo, cada día más pesada, más consistente. ¿Qué era esa cosa indefinible? La pregunta sólo asomaba de paso su larga nariz inverosímil, desconcertante, y le guiñaba un ojo como lo hacía el guardia cuando lo saludaba en la entrada del banco, ante la puerta giratoria de cristal, apretándole la mano con fuerza, saludo confiado. En realidad, sólo comenzaba a pensar esa pregunta y luego, al percibir su verdadera magnitud, la abandonaba por la urgencia inmediata de abrir la caja y comprobar los billetes cuidadosamente alineados en sus placas y reír de los chistes habituales del compañero de al lado. No tenía una buena definición, pero sabía que la costumbre era eso: escuchar a su compañero de caja contar un chiste y reír y avivar el humor, como el fuego de un hogar durante el invierno, con otro chiste más ingenioso o grosero; ayudarlo a despejar dudas; darle un empujoncito de aliento antes de que terminara su pasantía; los clientes, familiares o desconocidos, que extendían boletas de depósito o extracción meticulosamente completadas; la eterna precaución al examinar la forma de un billete, como lo haría un médico con la lengua hinchada de un paciente. Para entonces, la nariz puntiaguda de la pregunta ya le rozaba la parte inferior del cráneo, por lo que se rascaba la nuca, tomaba aire antes de hacer el cabeceo cortés frente a la siguiente persona que aparecía al otro

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lado de la ventanilla. Era eso: aferrarse al orgullo como un marinero al palo de una embarcación en una noche de impetuosa tormenta, porque no tenía el valor de abandonar ese trabajo, de romper con la nueva vida que había comenzado a construir desde hacía unos meses, de renunciar a todo. Y siempre, al sentirse de ese modo, lo inundaba la misma certeza: si había conseguido desligarse de los nudos marineros, si había realizado una pirueta de trapecista imposible, justo cuando el público creía haberlo visto todo, entonces podía soportar esa incipiente costumbre que empezaba a enervarlo, podía acostumbrarse a esa cosa que no alcanzaba a definir.

Tonta, tontísima, pensaba Zulaica, cerrando la portezuela

del auto, ahora ya no importaba, pero nunca más. Toda su vida ―su vida: días y días amarillos, azules, verdes, rosados, henchidos de voces cariñosas, de risas interminables, de la familia, de las amigas, de salidas impensables y chismes y secretos y miedos y deseos y hombres, buenos o malos, quemados o mojados, altos o bajos, gordos o flacos, musculosos o escuálidos, con dientes perfectos o deformes, perfumados o malolientes, bien vestidos o descuidados, emocionantes o aburridos, respetuosos o calentones, sobrios o borrachos, todos maleables, todos ajustables a las necesidades o veleidades de una―, toda su vida así, sabiendo lo que debía evitar, pero dejándose acariciar, por las noches, en su cama, por las tardes, aplastada en el asiento del auto, por la deliciosa ocurrencia de decir: ¿y si hago y nadie se entera? ¿Y si inclusive yo lo olvido o finjo olvidar? Lo cierto era que el silbido de la serpiente subía y le cosquilleaba la oreja. ¿Y por qué no podía probar algo nuevo, peligroso, desconocido, al menos una vez en su vida, si nadie debía saberlo? Pero no, ya había pasado una vez ―ella no había podido olvidarlo― y, además, existía Luz. Ahora eran otras las necesidades y obligaciones, más inflexibles y pesadas, más despiadadas si una se dejaba vencer. Ya no estaba sola, se cansaba más y era mayor el

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sacrificio impuesto por cada presión cotidiana. Eduardo se había marchado, no había querido acompañarla en el embarazo, ella y Luz se habían quedado solas y de aquel doble desamparado, apenas compensado por la frágil presencia de mamá, había nacido una inusitada fortaleza para encarar el trabajo, la vida. Él se había convertido en una pieza que ya no encajaba en el rompecabezas que Luz desbarataba llorando, ensuciando pañales, resfriándose, vomitando o pataleando sin cesar, el rompecabezas en que se había convertido su existencia y que debía poner en orden cada día, con fatigada paciencia, con abnegación, con renuncia de sí misma. Tonta, tontísima, ahora ya no importaba, se seguía adelante, pero no había cabida para el riesgo, para alguien como Eduardo, para el cosquilleo, la duda, la tentación de la aventura, de lo insólito, que siempre la ponía feliz y nerviosa, vivaz, tontísima.

La costumbre hizo que Marcos se sentara a almorzar en el

patio de comidas del shopping. Gaseosa, papas fritas, hamburguesa, la figura diminuta del presentador de noticias en un televisor instalado en el extremo de una fría columna, robos, crímenes o choques de motociclistas, biciclos destrozados como la Vespa que había comprado a pesar de que su madre se había tomado la cabeza con las manos, con exagerada desesperación, por favor, no te subas, mi hijo, las calles están peligrosas, manejan como locos, te vas a matar, te vas a caer aunque lleves casco y te vas a romper los huesos, vas a matarte y no vas a casarte ni darme nietos, no subas a la moto. Comió deprisa, sin saborear la comida chatarra, y ahora le dolía el estómago. Se reclinó en la silla, aumentando la visibilidad de las mesas esparcidas en el enorme patio de comidas. Nadie comía solo, todos estaban en grupos o parejas, serios o sonrientes, con gestos de voracidad, de disgusto o de indolencia. Por lo pronto, la parrilla el domingo, nueva costumbre que había inventado su padre para obligarlo a volver a la casa durante los fines de semana, ahora que le alquilaba, por un

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precio irrisorio, una pieza a Víctor. La mudanza lo había liberado físicamente de una realidad que lo angustiaba, pero no de la galería de imágenes que visitaba una y otra vez en los ratos de ocio: los días de amor con Mara, la incomodidad y rechazo de sus padres a ese amor, un descenso en picada por culpa de una infidelidad, la decisión final de cortar con todo aquello, ya no puedo, Mara, me abro, un llanto vergonzoso en la ducha y a trabajar. Después, sus padres renovaron el rechazo general con que pretendían torcer sus más íntimos deseos: la Vespa, la mudanza a lo de Víctor, la decisión de tomarse un año libre sin estudiar ninguna carrera universitaria. La costumbre hacía que repasara cada momento con rabioso orgullo ―ese pasado que se había convertido en una galería de cuadros que él cuidaba como un terco y meticuloso curador―, que pensara con insistencia en sus padres, en Mara, en Víctor y su enorme casa, con la panza adolorida, con una mueca de disgusto, con una papa frita entre los dientes.

Luz está bien, pasámela, hola, mi chiquita, te amo mucho,

portate bien, no llores, mami ya va a jugar contigo, besos, mi nena preciosa. Recién entonces Zulaica pudo dar un manotazo a la cartera marrón, se acomodó los zapatos con taco ―los pies le dolían y también el espinazo de tanto agacharse y cargar a Luz― y salió deprisa del banco, cruzó la calle y entró a una oficina de cobranzas, rebuscó interminablemente dentro de la cartera, al fin, la boleta vencida del agua, ¿cuánto es con la mora?, acá tenés, gracias, chau. Ahora dos cuadras hasta el shopping, algo rápido de almuerzo y vuelta al banco, el jefe la había reprendido, seguro porque no le doy bola, maldito desubicado, no soy puta como su asistente. El patio de comidas estaba lleno y, como siempre, sonrió con nerviosismo al imaginar que, desde alguna mesa, podían mirarla pasar, apurada, intentando no perder el equilibrio de los malditos tacos, tan desarreglada, tan apagada, ¿cómo estar linda si se levantaba a la mañana y tenía que alimentar a Luz antes

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de bañarse a toda velocidad? Y menos mal que mamá ya había planchado la camisa y la falda del uniforme. Buscó con ojos ansiosos y despiertos ―el sueño, el mal sueño, le pesaba detrás de la excesiva atención que trataba de poner a todo lo que veía, a todos sus movimientos― el montón de bandejas apiladas, tomó una, junto a un par de cubiertos, se sirvió una mezcla de ensaladas y una porción minúscula de tarta de queso, pagó y se adentró, sin darse cuenta, entre las bulliciosas mesas. Todo estaba tan iluminado ―el ascensor rectangular subía ahora lentamente, haciendo destellar sus cristales―, había tantas caras, multitud de caras desconocidas ―¿quiénes eran todas esas personas? ¿Estaría Eduardo ahí, comiendo con alguna tipa? ¿Por qué pensaba en ese idiota si ya no le importaba? Para colmo, esa mañana él le había escrito varios mensajes al WhatsApp, insistiendo en que se vieran, en que hablaran para solucionar las cosas. Tonta, tontísima, parate derecha y no te tropieces justo delante de esta señora, allá hay una mesita libre, no, la mesita ya había sido ocupada por un hombre que la miró con deseo, chasqueando la lengua―, caras y caras, pero ninguna que ella conociera, aunque volteara rápidamente la vista hacia todos lados, con la bandeja en las manos y la cartera colgando del hombro. Entonces vio a su compañero de trabajo, al tipo de la caja, Marcos, y una mezcla de esperanza y de urgencia la condujo hacia la mesa en que éste mordía, aburrido, una papa frita. Al aproximarse, vio que Marcos la observaba sorprendido.

―Marcos ―dijo, riendo―, salvame por favor. Él se incorporó enseguida, nervioso. ―Sentate ―dijo y le arrimó una silla. ―Gracias. Marcos estuvo callado un rato, se restregó las manos hasta

que dijo: ―No hay mesas libres. El lugar está lleno. ―Ya ves ―dijo Zulaica―. Disculpá si te molesto. ―No, ya comí. Estaba por volver, en realidad. Puedo

dejarte comer tranquila si querés.

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―No, quedate. No me molestás en absoluto. Aunque ahora que pienso, ésta es la primera vez que hablamos fuera del banco.

―La caja me absorbe. Además, vos estás siempre muy ocupada.

―La verdad que sí. Marcos se puso a mirarla. Esperó a que ella masticara un

gran bocado y dijo luego: ―¿Siempre estuviste en atención al cliente? ―Claro ―dijo Zulaica―. Las chicas lindas siempre estamos

ahí. ―No sos para nada vanidosa. ―Para nada. Zulaica apartó el plato sin sobras, al parecer satisfecha. ―Es simpático ―dijo Marcos―, pero en mi primer día yo

podía jurar que te llamabas Laura o Lorena, algún nombre con L. Ella lo miró divertida, pero algo extrañada. ―Estaría bueno, pero la verdad es que a mi mamá se le dio

por experimentar y ya ves el nombre que me puso. ―¿No te gusta Zulaica? ―Odio mi nombre, es horrible. Se miraron un rato sin palabras, sonriéndose por primera

vez. ―Ahora que pienso ―dijo Zulaica―, en parte acertaste con

lo de la L. ―¿Por qué? ―dijo Marcos. ―Porque mi hija se llama Luz. ―Quizás leí tu mente. ―Quizás. ¿Querés ver fotos de Luz? Es mi vida, te juro. ―Bueno. Cuatro horas más de caja, de forzosa concentración, a pesar

de los procedimientos más bien mecánicos. La especial ubicación de las cabinas de los cajeros le impedía ver bien la entrada y el par de escritorios, en uno de los cuales Zulaica recibía a clientes y los

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convencía, con una sonrisa aprendida de memoria, de los beneficios de ser cliente del banco. Cuatro horas de costumbre antes de salir y ver a Zulaica subir a su auto, haciéndole adiós con la mano y sonriéndole en forma inusitada. Cuatro horas para respirar de nuevo el aire exterior y comprender, por sobre los estertores de las bocinas y el ruido del tráfico, que haberle arrimado una silla a Zulaica durante el almuerzo había sido lo único desacostumbrado del día, mientras viajaba montado a la Vespa, horadando la cortina de humo gris-negra que desparramaba el ómnibus que corría delante, oyendo aletear el viento alrededor del casco. Aquella sensación era como una sombra atravesada por un rayo luminoso ―Luz era blanquísima, tan blanca como aquella mañana diáfana de su infancia, lo había notado en la pantalla del celular que Zulaica le había extendido sin dejar de hablar con entusiasmo de la niña, una niña tan clara que parecía un reflejo puro de la infancia, de su propia felicidad de cuando niño―, una sensación de bienestar que persistía durante el viaje, mientras recordaba que debía lavar sus calzoncillos y una camisa y debatir con Víctor cuál podría ser la miserable cena de esa noche. Claro, Víctor no tiene por qué compartir nada conmigo, yo soy el inquilino y él es el casero, pero compartimos porque nos hicimos amigos, en el fondo, él no soporta estar solo, arrastra alguna pendejita para distraerse a la tarde y, a la noche, cocina y compra dos o tres ñoños para emborracharse, y todo para que yo le haga compañía. Entró a la casa por la reja del costado, que conducía a la pieza trasera que ya había comenzado a memorizar en sus más mínimos detalles, reconstruyéndolos luego en un intento de inventar un origen estrictamente individual, un espacio físico al que sólo él perteneciera, suprimiendo a sus padres, al mismo Víctor. Se tiró en la cama y debió pasar otra hora, porque, tendido boca abajo, con la cara volteada hacia la pared, sintió que alguien lo sacudía del sueño. Reconoció a Víctor mientras se desperezaba.

―Viniste muerto, parece ―dijo Víctor. ―Me dormí, viejo.

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―Te dejo. ―No, imbécil, ya me despertaste. ―Tranquilo ―dijo Víctor, y se puso a fumar apoyado en el

marco de la puerta. ―¿Es de noche? ―No es tan tarde. Además mañana no laburás. ¿Qué te

calienta? ―Olvidé que hoy es viernes. ―Marcos, te hace falta una pendeja. ―¿Eh? ―Vivís preocupado al pedo. Deberías garcharle a alguna y

relajarte. ―Ahora no hay nada. ―Llamala a Mara y decile: sólo sexo. Te apuesto que

acepta, la muy turra. Víctor rió en forma desagradable. ―Viejo, ya no quiero saber nada de ella, ya te expliqué. ―Cierto, me había olvidado de que estás enamorado como

un boludo. ―No es eso. No quiero verla, nada más. ―Y bueno, hay un lugar cerca de acá. No quería contarte

porque es casi un último recurso. ―¿Un quilombo? ―No es un quilombo, Marcos. Imaginá que es un harén de

hermosas mujeres, un palacio de hembras en celo dispuestas a complacerte, unas artistas del placer carnal capaces de provocarte sensaciones inimaginables.

―Estás loco, viejo. ―Bueno ―dijo Víctor, riendo, y arrojó el cigarrillo―.

Hacete una paja mientras voy a comprar unas birras. Marcos volvió a cerrar los ojos cuando desapareció Víctor,

olvidando ya el cansancio, viendo o sintiendo cómo la pieza, aun con la puerta abierta al patio, se había puesto más oscura, de modo que ni siquiera distinguía su propio cuerpo, la forma alargada y flaca de sus piernas, sus pies con uñas crecidas. Volvió

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a pensar en Luz al abrir los ojos a la semioscuridad, como si las penumbrosas dimensiones del cuarto pudieran convertirse de pronto en la pantalla del celular donde vio aparecer, una tras otra, las sucesivas sonrisas y muecas de la niña ―Luz era blanca como la mañana en que él y su padre caminaban por el campo, él viéndolo desde abajo sonreír y fumar alternativamente, transmitiendo esa sensación de seguridad, de perfecto conocimiento de las cosas, encandilando con su sonrisa, deslizando bromas, imprimiendo al ambiente la impronta de su risa ronca, una sensación de calma tan grande―, tan luminosa como un símbolo de límpida pureza. Volteó el cuerpo sin desprenderse de su inocente sonrisa, de los ojos dulces, fijos en él, hasta que oyó los pasos de Víctor, su tos inconfundible, la misma tos que ahora aquejaba a su padre, sólo que él no sintió lástima por Víctor, ni se le humedecieron un poco los ojos al pensar que el cigarrillo envenenaba a su amigo, como a él la cerveza, la desilusión de Mara, la costumbre cada vez más pesada, parecida a un gato insoportable del que no podía librarse. Pensó si valía la pena vivir, mejorar, cambiar, reponerse, al menos para tener una hija luminosa como Luz, quizás para ser el padre de la misma Luz, para que a alguien se le humedecieran los ojos cuando él tosiera o enfermara o muriera, quizás los ojos de Zulaica. Quizás hechos así podían devolverle algo similar a la mañana junto a su padre, sano y sonriente, detrás de una morisqueta de humo que no podía dañarlo porque su padre era invencible.

Luz había llorado, se había ensuciado los pañales e

interrumpido la cena con mamá, ella había perdido su cédula de identidad ―quizás la había dejado entre las carpetas entreveradas de su escritorio en el banco, quizás se le había caído al revolver la cartera en busca de la factura del agua o en el coche, cuando subió apurada, nerviosa o ansiosa porque en ese preciso momento Marcos salía y se detenía a mirarla con una expresión

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desacostumbrada, como si realmente quisiera ver algo en ella, algo que le era importante, necesario, y ella había sentido el cosquilleo que sólo le hacía sentir Eduardo, la sensación de que era especial porque era observada con adoración, el mismo cosquilleo mezclado, sí, con la conciencia de las imperfecciones de su cuerpo, de los detalles que la fastidiaban de ella misma ―su nariz roma, demasiado masculina, sus cejas demasiado gruesas, las manchas blanquecinas en su brazo derecho, en sus hombros demasiado estirados en comparación con su estrecha y casi recta cadera―; había sentido un ardor punzante mezclado con una especie de humedad caliente ―sí, como un reguero de agua caliente― en las orejas, entre las piernas, en las yemas de los dedos, y tuvo que abrir la portezuela del coche deprisa y meterse adentro y arrancar sin quitar el freno de mano, tonta, tontísima. No era Marcos, ni Eduardo, ni nadie, eran el cosquilleo y la excitación y las dudas que le provocaban algo semejante a un hormigueo enfebrecido que minaba el frágil cerco que había levantado en torno a ella para no sufrir, para no decepcionarse, para aferrarse sólo a lo que le pertenecía realmente, la carne de su carne, y que no estaba dispuesta a poner en peligro. Pero le parecía seguir viendo los ojos de Marcos, bondadosos y desesperados, como los de un niño hambriento, le parecía sentir de nuevo su presencia durante el almuerzo, la repentina intuición de que él la había escuchado, de que se había interesado en ella de verdad, de que era esa clase de tipo que podía aceptarla como era, sin que ella tuviese que aparentar la ansiosa y falsa alegría que copiaba de sus compañeras cuando se fotografiaban en los ratos libres del trabajo. Marcos era como un recipiente que nunca había notado y del cual ella ―cualquier mujer― podía valerse para verter en su interior su mundo de ansiedades, de vacilaciones, siempre que lo necesitara, y que además podía amoldar de una manera sorprendente, como no había podido hacer con Eduardo, demasiado terco, indiferente, imbécil. Menos mal que ya no le había escrito al WhatsApp durante la tarde.

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Otra vez la brisa de la mañana, naciente, joven, el

acelerador suave y ruidoso a la vez, la parrilla había estado esperándolo limpia: la carne, roja, jugosa, la tira de chorizos y, en medio de los carbones en ascuas, de los platos sucios con grasa, filtrándose por detrás de sus ojos, la sonrisa espontánea, de pequeños dientes, de la niña, ahora liberada de las reducidas dimensiones de la pantalla táctil, ahora confundida con la hierba verde y el cielo cálido y celeste de aquella mañana en que su padre lo llevaba caminando firmemente de la mano. Otra vez el gato enroscado de la rutina, con ojos amarillos y curiosos, la cara jovial del guardia apretándole la mano en la entrada del banco, la puerta giratoria, el escritorio de Zulaica, aún desocupado, las cabinas de los cajeros, su silla y una cortina de humo imaginario disipándose, dando paso a la imagen de él y Zulaica ayudando a caminar a Luz, entre risas, encarrilando sus pasos lentos y temblorosos. El resto del personal comenzó a llegar, a ocupar sus lugares, empezaron a sonar los teléfonos, el rumor de voces y pasos al otro lado de la vitrina, las siluetas recortadas, las bromas esporádicas con el compañero de al lado. Otro día regodeado en su propio movimiento, un gato desenrollando el hilo de la costumbre, el empecinamiento en mirar al menos los brazos y parte de la cara de Zulaica cuando se encorvaba o inclinaba el cuello hacia algún cliente, así hasta que la vio salir apurada, al parecer con permiso para tramitar una nueva cédula de identidad. Regresó después del mediodía, cuando él contaba el dinero de la caja por tercera vez, y, al intercambiar una rápida mirada, ella le dedicó una sonrisa diferente a la del otro día, ambigua. La última hora se resistió a desgranar cada segundo, como una anciana mezquina aferrada a su bolso, como un gato obstinado cuyo maullido le hacía temblar las manos al ordenar las boletas amarillas, más distraído de lo habitual, más torpe y nervioso en su tarea. Cuando su compañero de caja le dijo algo y le dio un coscorrón en la cabeza a modo de juego, Marcos se dispuso a marcharse. Al cruzar con largos pasos el salón vacío, donde hacía tan sólo unas horas se había formado

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una apretujada e inquieta cola de clientes, miró de nuevo el escritorio de Zulaica, bajó la cabeza y atravesó la puerta giratoria de cristal. Apretó la mano que le tendió el guardia y se encaminó al estacionamiento prácticamente desierto. Casi todos se habían ido y eso hacía que su Vespa luciese inmóvil y solitaria en un costado de la pista. En el otro extremo, vio el auto inconfundible de Zulaica ―el único de color blanco― y, a unos metros, la vio a ella discutiendo acalorada, con ademanes nerviosos, con un hombre, ancho de espaldas, aunque no muy alto, que le sujetaba los brazos, causándole daño. Marcos escuchó maullar al gato, pero con un tono más salvaje y violento que de costumbre, en algún recodo de su mente, y sus piernas se movieron por inercia, a medida que una crispación hirviente se apoderaba de su piel. Vio los ojos de Zulaica, dilatados, al verlo aproximarse, al escucharlo decir:

―Che, ¿estás bien? El hombre volteó para mirarlo, con una expresión irónica y

amenazante. Zulaica se adelantó, tomando de un brazo al tipo, mirándolo de reojo, visiblemente preocupada.

―Dejá de meterte en problemas ajenos, loco. ―Eduardo, calmate ―dijo Zulaica, con la voz rota, casi con

miedo―. No pasa nada, Marcos, es mi novio. Por favor, dejanos solos.

―Idiota ―dijo el otro y le dio la espalda. Ahora había un maullido infernal taladrándole los oídos y

Zulaica y el tipo parecieron más grandes de lo normal, como si él se hubiera encogido de repente. Asintió, a duras penas, con un cabeceo, la cara disgustada, y volvió sobre sus pasos, oyéndolos hablar palabras ya remotas, tan absurdas como sus pensamientos en las últimas horas. Montó la Vespa, la puso en marcha, con un brusco movimiento del pie, y aceleró ruidosamente. Enseguida se largó a una furiosa carrera, con la mirada puesta en un punto incierto del paisaje, sintiendo que su cuerpo, que todas las cosas, se deshacían a medida que aumentaba la velocidad, como sometidas a la voluntad del manubrio acelerador. A las pocas

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cuadras, lo cegó un resplandeciente haz de luz y sintió un golpe seco, un brusco crujido metálico que le taponó los oídos. Casi al instante, vio a su padre desde abajo, con una sensación de calma tan absoluta y pura como el aire de su infancia.

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