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© Biblioteca Nacional de Colombia el día después del jueves TREINTA AñOS DEL PREMIO NOBEL DE GABRIEL GARCíA MáRQUEZ Concepto y curaduría Juan David Correa Juan Pablo Fajardo Andrés Fresneda Fotografías © Nereo López © Fondo Nereo López, Biblioteca Nacional de Colombia Diseño La silueta www.lasilueta.com Producción Ana Gabriela Jiménez SECRETARÍA DE CULTURA, RECREACIÓN Y DEPORTE - Instituto Distrital de las Artes

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el día después

del juevestreinta años del premio nobel

de Gabriel García márquez

concepto y curaduríaJuan David Correa Juan Pablo Fajardo Andrés Fresneda

Fotografías © Nereo López © Fondo Nereo López, Biblioteca Nacional de Colombia

diseño La silueta www.lasilueta.com

producciónAna Gabriela Jiménez

SECRETARÍA DE CULTURA, RECREACIÓN Y DEPORTE - Instituto Distrital de las Artes

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había sido destituida de su cargo como presentado-ra del programa ¿Cuánto vale su actuación? por el presidente de Inravisión, Gustavo Castro Caycedo. El caso mereció una carta de Bernardo Ramírez, enton-ces Ministro de Comunicaciones. British Caledonian Airways informaba a sus viajeros los nuevos hora-rios del vuelo Bogotá-Londres para el 29 de octubre en las clases de Sleeper –una verdadera cama–, eje-cutiva y económica. María Fornaguera de Roda es-cribiría, al día siguiente, una reseña sobre Mi alma se la dejo al diablo, de Germán Castro Caycedo.

El 20 de octubre de 1982 se rumoraba la inmi-nente renuncia de Colombia como organi-zadora del Mundial de Fútbol de 1986, cuya

sede había obtenido años atrás. El país no estaba dis-puesto a tocar un solo peso del presupuesto nacional para acometer las obras requeridas por la FIFA, en-tonces en cabeza de Joao Avelange. El gobierno de Belisario Betancur se estrenaba con la promesa de hacer la paz. Y en eso, raras coincidencias, se iba a concentrar. El presidente parecía preocupado por su hermano Juvenal, a quien le tendieron una rara trampa que terminó incriminándolo con el ingreso de unos dineros calientes a sus cuentas bancarias.

La firma Consol –Consolidation Coal of Colombia—era acusada de chantaje por el Ministro de Minas, Carlos Martínez Simahan, tras un intento de soborno en cabe-za de un testaferro para la explotación de la mina de La Loma en el departamento del César. Caracol Televisión invitaba al velorio de Ovidio Peter Charria, un perio-dista que murió ahogado en extrañas circunstancias en el Caribe. Alberto Schelesinger era nombrado director del DANE. A las siete de la mañana comenzó el noticie-ro TV Mundo, dirigido por Manuel Prado. Y esa noche muchos esperaban ver un nuevo capítulo de Guerra de Estrellas, conducido por Saúl García. Andrés Pastrana era el presentador del noticiero TV HOY, de las 9:30 de la noche, en la cadena dos. Neftalí Velasco de Abaun-za llevaba siete días desaparecido. Tenía doce años y en el trayecto de Silvania a Bogotá, se perdió su rastro.

Era un día cualquiera. Alguien se ganó el Premio Mayor de la Lotería del Meta, por $5’000.000. Pache-co anunciaba el Pastel Millonario de la lotería de la Cruz Roja y era entonces una figura pública más fa-mosa que cualquiera. Era miércoles. Y Fanny Mickey

un día antes del jueves

textos sueltos a treinta años del Nobel

Juan David Correa

{2}[continúa en el panel siguiente]

» Portada de El Espectador, 22 de octubre de 1982.

» Anuncio de la Editorial Oveja Negra en El Espectador, 22 de octubre de 1982.

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tal como lo cuenta en la notable crónica… Ni escribi-mos mundos enormes como Cien años de soledad, El otoño del patriarca, o El amor en los tiempos del cólera.

Si alguna cosa somos todos nosotros es una visión que él tuvo de lo que seríamos. Esa es la gracia de la litera-tura, y de GGM. Por eso, de aquí en adelante, querido visitante, usted encontrará recuerdos ficticios o reales –cuál es la diferencia, en todo caso—escritos por un puñado de lectores que se dieron a la tarea de recor-dar qué hacían el 21 de octubre de 1982 cuando se dio la noticia y Colombia, como en un partido de fútbol, celebró con maizena. Hay en estos textos trazos de lo que significó para quienes eran adultos, o niños en ese entonces, una noticia que hizo que al día siguiente el periódico amaneciera con un titular distinto a los de todos los días: “Premio Nobel para García Márquez”. Abajo, a una columna, se informaba la muerte de la socióloga belga.

El mundo, en todo caso, no era un lugar muy distinto. Se iniciaba el juicio a puerta cerrada de Yitzhak Hofi, el ex jefe del servicio secreto, a causa de la masacre de Beirut, que tenía, de nuevo, encendida a la franja de Gaza. Y J. Stigler recibía el Premio Nobel de Economía. Un dólar costaba 67 pesos. Francine Merk, una soció-loga belga agonizaba en una clínica de Pereira, tras ser mordida por su cachorro de 3 meses en el brazo, lo cual le ocasionó una extraña enfermedad, y un coma profundo. En el cine San Carlos, de Bogotá, presenta-ban El tambor de hojalata; en La gata caliente de la 100 con 15, María Eugenia Dávila presentaba su café concierto “Aquí estoy”; y en el Teatro Nacional, Waldo Urrego protagonizaba Muro de contención. En el Rivie-ra estrenaban The Wall. Y la Orquesta Filarmónica de Bogotá celebraba sus 15 años, como un milagro. Esa noche, en Estocolmo, un jurado silencioso, decidió que Gabriel García Márquez era el nuevo Premio Nobel de Literatura. El 22 de octubre no sería un día normal.

Obtener el premio Nobel ha significado un sinnúmero de cosas que van del mero chovinismo y la sacada de pe-cho por la patria, hasta peleas con el padre y discusiones acaloradas sobre la importancia de García Márquez para el país. En todo caso, Colombia no ganó el Nobel, lo ganó GGM por su probada calidad, porque entendió desde muy temprano, cuando era un estudiante en el internado de Zipaquirá, o un niño alelado que escucha-ba las historias en un pueblo hasta entonces inexistente en nuestra geografía, que la literatura podía servirse de la memoria personal, pero también de la colectiva para decir el mundo. Nosotros, todos, estamos contenidos en GGM, pero no somos él; no sufrimos ni padecimos la sorna de ser un costeño en tierra fría, ni vivimos con él sus peripecias por la cortina de hierro, ni nos dimos cuenta de que el desplazamiento forzado comenzó en los años cincuenta, en varias poblaciones del Tolima,

[viene del panel anterior]

{3}

» Portada de la revista Cromos del 26 de octubre de 1982.

» Portada de la revista Semana del 26 de octubre de 1982.

» El Espectador 22, de octubre de 1982, sección B.

» El Espectador, 24 de octubre de 1982, página 3A.

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Cuando le dieron el Nobel a García Márquez, Soledad Navia, tía abuela de mi papá, estaba cumpliendo 100 años. Tengo el recuer-do de oír en la televisión a las presentadoras decir Cien años de soledad y siempre pensaba que se referían a esa viejita sonriente de moña blanca sentada en su mecedora. Nunca pregunté nada que me hiciera salir de mi error. Para mí tanto titular, tanta bulla en la radio y en todas partes, se debía a la ternura infinita que despertaba esa dulce vieja en su silla. Muchos años más tarde, entendí que la novela no era solamente sobre la tía Soledad, sino sobre ella y un millón de cosas más.

melba escobar, Escritora

» Gabriel García Márquez y Aura Lucía Mera, directora de Colcultura.

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» El rey Carlos Gustavo de Suecia entrega el premio a Gabriel García Márquez. Foto Bjorn Elgstrand. Detalle.

Libro Aracataca Estocolmo, editado por Colcultura en 1983. Páginas 58 y 59.

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» El gesto desenfadado que le dio la vuelta el mundo el día en que le entregaron el Nobel a Gabriel García Márquez, de liqui liqui blanco. Foto Bernard Charlon. Detalle.

Libro Aracataca Estocolmo, editado por Colcultura en 1983. Páginas 60 y 61.

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» La delegación artística en el Palacio del Ayuntamiento el 10 de diciembre, día del banquete de la Academia Nobel.

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» Banquete en el Palacio del Ayuntamiento, 10 de diciembre de 1982, 8 de la noche. Gabriel García Márquez en la mesa principal junto con el rey, la reina y los otros premios Nobel.

La verdad es que no tengo la menor idea de qué estaba haciendo ese día. Es raro, pero no tengo recuerdos al respecto.

adriana echeverry, Periodista

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Había conocido en persona al escritor en 1977. Una propuesta política que le hacíamos con Jorge Villegas, al ya casi fallido director de Alternativa, se en-treveraba con su presencia en Panamá, invitado por Torrijos junto a Graham Greene, a la devolución a Panamá, del Canal; lo que comenzaba a crear una conciencia diferente en América Latina. En el 82, viajé a España por un año corto. Estaba invitado por la Cátedra de América, un invento feliz de Germán Arciniegas y Laura González-Pujana. Mi invitación consistía en colaborar para desarrollar el módulo sobre literatura latinoamericana de La Complutense, como la llamábamos. Esto lo dirigía el historiador español Mario Hernández Sánchez-Barba. Nicaragua acababa de derrotar a Somoza, pero los Estados Unidos estaban muy incómodos con la revolución Sandinista. En ese momen-to le dieron el Nobel a Gabo. La noche de su premiación yo dictaba la unidad correspondiente a G.M. y los salones no daban abasto. No por el conferencian-te. Yo comencé con la frase dicha por el perdedor Coronel Aureliano Buendía “Un día de estos armo a mis muchachos y acabo con estos gringos de mierda”.

manuel Hernández benavides, Escritor

» La danza del Congo.

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La memoria es frágil en tiempos digitales: borrosa llega una escena de esas que parecen haber sido una película: un señor en una pinta muy Caribe, cuando Colombia no se sentía costeña, hacía que ganáramos algo en el mundo: las palabras para decirnos, las escrituras que se nos parecen, los relatos que nos harían ser una nación que era capaz de existir. Hoy recuerdo con suspiro eterno que en ese momento solo quería ser periodista, a pesar que mis profesores me decían que eso no valía la pena, y recuerdo con alegría solitaria que este se-ñor, que nos dijeron era periodista, ahora era quien escribía nuestra dignidad con historias. Me parecía que era otra historia del realismo mágico, que nos dijeron era lo que escribía, y fue mágico por su pinta de mar en los fríos del frac y sus palabras calientes que contaron nuestras eternas soledades: me sentí feliz y comprobé que pertenecía a esa república: la de las historias infinitas. Lo mejor: no me acuerdo sino de García Márquez y su puesta en pú-blico: no me recuerdo ni de la algarabía mediática, ni de los que lo acompañaron: todo es olvido menos él y su modo caribeño de contar y estar en el mundo. Desde ese día dejé de ser solo boyacense y pasé a ser boyacaribe. Y pensé que el periodismo valía la pena para comenzar a escribir el mundo.

omar rincón, Periodista

{10}» Gabriel García Márquez en medio de la multitud.

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{11}» Gabriel García Márquez lee su discurso “La Soledad de América Latina”.

Foto Hernando Guerrero. Detalle.

Libro Aracataca Estocolmo, editado por Colcultura en 1983. Páginas 50 y 51.

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Recuerdo agridulce me genera Gabriel García Márquez. Tengo estampado el aburri-miento de la clase de español del colegio, en la que no aprendí ni a escribir ni a leer, pero sí a detestar El coronel no tiene quien le escriba. Tal vez sea esa la primera memo-ria. Esta será reemplazada después por otra que no tendrá que ver con la literatura: un domingo cualquiera de 1993, mi padre y yo almorzábamos y Gabo se encontraba en el mismo establecimiento. Con cualquier excusa, mi papá decidió presentarme al Nobel. Apenadísima, logré contestar un par de preguntas, entre las que confesaba lo que en ese momento pensaba que iba a estudiar, dado que estaba cerca de conquistar el ba-chillerato. Dos días más tarde del encuentro, recibí un sobre a mi nombre con una edi-ción de Cien años de soledad, editada por Oveja Negra en 1992. Adentro una dedicato-ria: “A Cristina, por si le queda tiempo para pensar en Macondo entre los ensueños del código civil y las desilusiones de la vida real”. Con su firma estampó el libro que leería un par de años más tarde, cuando ya mi camino no era el derecho.

cristina lleras, Curadora y gerente de artes plásticas IDARTES{12}

» Firma de libros.

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» Álvaro Castaño, Álvaro Mutis y Mercedes Barcha.

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El primer rumor lo escuchó a mediados del año y le pareció un despropósito. No porque no creyera en sus cualidades y aportes literarios; al contrario, para él Cien años de soledad era la mejor nove-la en lengua española después de El Qui-jote. Los alumnos se rieron y sus colegas pensaron que había perdido el juicio.

Tres meses después llegó la noticia. Y tres meses más tarde, la ceremonia de en-trega y ese discurso que todos aquellos que tienen el español por lengua mater-

na deberían saber de memoria: “La so-ledad de América Latina”.

Se conocieron diez años después y des-de entonces –de vez en cuando– hablan por teléfono o intercambian unas pala-bras en los encuentros ocasionales. Si-gue pensando que es el mejor después de Cervantes, mientras los académicos sostienen que nunca entrará en la Aca-demia. Ni falta que le hace.

conrado zuluaga, Editor

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» Cantó y bailó cumbias y vallentatos. Foto Hernando Guerrero. Detalle.

Libro Aracataca Estocolmo, editado por Colcultura en 1983. Páginas 14 y 15.

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» La Escuela de Danzas Folklóricas de Barranquilla interpretando un baile.

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Mientras Gabriel García Márquez al recibir el premio Nobel hablaba de la soledad de América Latina, yo intentaba sacudirme en vano mi soledad en la ciudad de Barcelona. Vivía en un pequeño apartamento sin calefacción del barrio de Gracia, amenazaba el invierno y no tenía idea de quién era Carmen Balcells. Eso sí, ya co-nocía a cientos de escritores latinoamericanos que comían y bebían en el Can Peret, un restaurante prodigioso para futuros e ilusos miembros del boom. Es decir, pulula-ban Garcías Márquez que aguardaban la fama y el Nobel. Todos estaban contentos con el premio al colombiano y miraban la trasmisión en directo desde Suecia con la certeza de que allí estarían ellos en pocos años.

Guido tamayo, Escritor

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A los seis años uno recuerda más el fútbol que la literatura. Ese año vi mi pri-mer mundial y conocía más a Maradona que a García Márquez. Sin embar-go, mi padre y sus amigos, todos lectores fervorosos suyos – y algunos de la entraña de Gabo–, celebraron ese octubre en que se dio a conocer la noticia. Desde primero de primaria supe que tendría una lectura obligada de ahí en adelante: el primer Nobel colombiano sería al principio una obligación, y con el tiempo, un compañero de viaje, un escritor tremendo, un tipo capaz de tor-cerle el cuello al cisne.

Juan david correa, Escritor

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» Gabriel García Márquez y su mujer Mercedes Barcha.

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Por los días de octubre de 1982, aguaceros y lloviznas, neblinas al amanecer, entre cinco y media y once de la noche, hacía el turno de celador de la novela que me empeñaba en terminar: El patio de los vientos perdidos. Padecía el pánico de que las novelas no se acabaran de escribir nunca. Y tuve el cruel horizonte de haber visto la imagen del final. Agotados los recursos de prometedor de milagros para que mis hijos y mi mujer me mantuvie-ran otro rato, y tres bellas vecinas me surtieran: de whis-ky una, de lavado de ropa otra y de sonrisas pidiendo azúcar la más joven.

Acababa de conseguir otro de los trabajos de pan comer que protegen la moral del escritor, su autonomía. Ahora comía del empleo y vivía de la novela. Aprecié las ruti-nas, horario de albañil. Mis citas con la escritura tenían la cumplida alegría de un enamorado.

Esa mañana llovía y el aire húmedo se pegaba a la piel recién salida de las cobijas y de otro cuerpo. Me metía al baño cuando el teléfono, sobre un baúl marítimo, inte-rrumpió las intimidades del espejo, el remolino del sani-tario, el agua caliente. Descolgué y estaba la voz de Eli-gio García Márquez, desde varios años atrás sin saludo, quién preguntaba: ¿Tienes el radio encendido?

No, le dije. Sentí que aspiró con ruido la atmósfera de la vida y con resignado sigilo me soltó: Ese carajo volvió a botar la pelota.

Fue la primera vez en años de sabernos con lealtad que no lo entendí.

Resolvió mi silencio y dijo: Gabito se ganó el Nobel de li-teratura.

Agregó: estoy pensando en mi mamá y en Nanchi – uno de los hermanos- cómo manejarán a los periodistas.

Reímos emocionados y nos despedimos hasta la noche: Porque cabrón. No me vas a dejar solo.

Arranqué el Renault 4, regalo de mi hermana, el radio cabía debajo del asiento, y puse las canciones de Durán que abrían un paraguas y calentaban el corazón.

Nadie trabajó. Risas y preguntas, sorpresa y contento. Llamadas, la de mi amiga, asesinada por la mafia, Re-gistradora de Instrumentos Públicos de Cali, me dijo: No sabía a quién llamar y esto no me cabe en el alma.

En la nochecita, metida en agua, llegamos con Arnulfo Julio a casa de Eligio, en los altos de la 71, y bajo la du-cha helada de los cerros, contra la rejilla del citófono, él empezó a cantar “Ahí viene la perra”.

Sí: cambió la vida. Un país acomplejado y con miedos de conocer su rostro, al cual su dirigencia le impuso una inferioridad perversa: naturaleza estéril y huma-nidad sin definición, se encontró gracias a los poderes insobornables de la imaginación con el talismán de un jonrón cuando el sol alumbra como en sus mejores tar-des, y un nocaut limpio que se volvieron de todos para bien y para mal.

roberto burgos cantor, Escritor

» Rafael Escalona y su conjunto vallenato.

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En 1982, cuando Gabriel García Márquez ganó el premio Nobel de literatura, yo iba a cumplir nue-ve años. El recuerdo que tengo de ese aconteci-miento es más bien difuso. De hecho, treinta años después, cuando intento regresar a esos días de mi infancia, me doy cuenta de que las imágenes que mi memoria guarda son sobre todo aquellas del 8 de diciembre de 1982, fecha de la ceremonia de entrega del premio en Estocolmo.

Del 21 de octubre del mismo año, día del anuncio oficial difundido por los medios de comunicación muy temprano en la mañana, las imágenes que sobreviven en mí son acaso construcciones pos-teriores a la fecha: la voz exaltada de un locutor radial (¿Juan Gossaín?) que, con un ¡Extra, Urgen-te! Boletín Informativo de ¡Última Hora!, anuncia, por una vez, una buena nueva para Colombia; el tono caribeño del escritor un poco más tarde, su-pongo, declarando que la noticia lo cogió por sor-presa, que todavía está en la cama (leitmotiv de los galardonados desde antes de 1982, sospecho) y que no sabe si está soñando. Una especie de Gregorio Samsa, digo yo, que se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso escritor.

De la segunda fecha, la de la ceremonia en la Aca-demia Sueca, tengo recuerdos más palpables; las imágenes de televisión han ayudado a ello, es evi-dente. Sin embargo, cuando pienso en el Nobel colombiano se me viene a la cabeza un lugar: nuestra nueva casa, más grande, con jardín y un cuarto sólo para mí, pues yo era el mayor y había llegado el momento de que mis dos hermanos me-nores compartieran habitación. Fue en ese cuarto de la casa grande que llegó a mis manos, algunos años después y para el colegio, Relato de un náu-frago, el primer libro de García Márquez que leí si no me equivoco. En aquella casa verde de po-cos libros encontré, tiempo después, la edición de Editorial Sudamericana de Cien años de soledad, con la última e al revés, que todavía conservo. De aquel 8 de diciembre de 1982, imposible olvidar el liquilique impoluto del de Aracataca que hizo co-rrer mucha tinta, su memorable discurso sobre la soledad de América Latina, la alegre irrupción de Totó la Momposina y sus tambores en Estocolmo contrastando con la rígida etiqueta en ese frío y le-jano día de invierno sueco. Pero esta última parte de la historia ya todos la conocemos.

Felipe cammaert, Profesor-Investigador U. de Lisboa{18}{18}

» Emiliano Zuleta en el acordeón.

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» La sonrisa de García Márquez se volvió una marca registrada para celebrar sin protocolo un premio que nadie soñaba.

Libro Aracataca Estocolmo, editado por Colcultura en 1983. Páginas 80 y 81.

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Cuando pasó el Halley yo tenía 5 años, y si el cometa pasa cada 76, y tengo aún cabeza para entender qué es y cuerpo para apreciarlo, a lo mejor la experiencia de su tránsito celeste no será tan nebulosa como la primera vez, de la que sólo re-cuerdo el nombre del cometa y estar en el patio de nuestra casa de Bucaramanga, donde había una jaula enorme llena de periquitos, un mico —no eran épocas de correctismo ecológico y silvestre, lo siento— y una novedosa piscina semi portátil que recuerdo casi de mentiras porque lo que recuerdo son las fotos de la piscina.

En 2061, cuando vuelva a ver al Halley, seré incluso más joven de lo que es hoy García Márquez, y me habré releído la edición conmemorativa cósmica-espacial-digital de El amor en los tiempos del cólera (pues la novela vio la luz por la misma época del Halley), y entonces cuando la relea recordaré que esa era la novela fa-vorita de mi mamá—que ya estará muerta o acercándose a los 110 años— y re-cordaré que leí Cien años de soledad en la universidad cuando nos enseñaron a leer “como literatos” y el ejercicio consistía en pintar de colores los distintos temas que reconociéramos y dibujar el árbol genealógico de los Buendía en una hojita más bien grande, y recordaré que la copia que leí era la de mi papá, que llevaba su firma en la primera hoja y el año en que lo compró: 1982. El año del premio. En edición de Oveja Negra.

catalina Holguín, Escritora

» Artesanos suecos se ocuparon de tallar a Remedios la Bella.

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Nereo muestra su viaje

No es que nunca se hubiera ido, pues en eso se la pasaba el cartagenero Nereo López, nacido en 1920 y emigrante desde los 20 años. Se la pasaba en Barranquilla, en Pasto, en las Ciénagas, y en los contubernios de escritores y artistas. Tal vez por eso, porque por allá a comienzos de los años 50 se convir-tió en un compadre de García Márquez, de Cepeda Samudio, de Obregón, de Figurita y de tantos otros, en aquella tienda de esquina a la que solo iban cazadores llamada La Cueva; aquél diciembre de 1982, atendiendo la invi-tación de Aura Lucía Mera, se montó en el avión y junto a Escalona y Totó y tantos otros se pusieron de ruana el gélido Estocolmo. De ahí el privilegiado testimonio de sus imágenes.

.» Nereo López en Estocolmo.

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Cuando se anunció la noticia de que García Márquez había ganado el premio Nobel de Literatura, en octubre de 1982, recuerdo que iba en un carro, tal vez el del papá de mi esposa, y en la radio Belisario Betancur, presidente de Colombia, le contaba al país que había llamado a “Gabo” a felicitarlo. No estoy seguro si el conductor del programa era Juan Gos-saín, en aquellos días la verborrea real maravillosa fluía de todas par-tes, así que no sé si oí hablar a García Márquez, a Gossaín, a ambos o a ninguno. Sólo recuerdo claramente la voz pausada y emocionada del presidente Betancur. Más allá de la conmoción propia de un galardón tan importante y tan mediático, que tuvo su punto culminante en los días de la entrega, casi tan fastuosos como la boda del príncipe Carlos y Lady Di, poco o nada influyó en mi vida que a García Márquez comen-zaran a decirle El Nobel. Recordé, eso sí, que en 1971 él había dicho que el premio Nobel era una lagartería. Pero nada, la gente tiene derecho a cambiar de opinión.

eduardo arias, Periodista

» El presidente Belisario Betancur en un ensayo de las presentaciones que se preparaban para Estocolmo.

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» Parte de la delegación colombiana.

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Nosotros estábamos de fiesta, íbamos a coronar a nuestro campeón. Avianca nos había prestado un avión y nos subimos todos felices, como si fuéramos a Melgar de paseo. Allá en Estocolmo parrandeábamos toda la noche y nos levantábamos por la tarde, cuando ya era de no-che otra vez. Estábamos con Poncho y Emiliano Zuleta, con Leonor González Mina, con Totó la Momposina, con todos los de La Cueva, Germán Vargas, Alfonso Fuenmayor, la Tita Cepeda, con Castaño, con Mutis y con muchos más. Estábamos tan contentos, era todo tan irreal ya. Gabo mirando a los reyes, un poquito inclinado hacia ade-lante, recibiendo el Nobel y después volteándose hacia nosotros, níti-do ya en la historia, sereno, seguro, pleno de felicidad y de razones. Y yo en ese palco, con las lágrimas rodándome por las mejillas heladas, acordándome de ese amigo cariñoso y dulce de mi papá que iba a la casa cuando éramos chiquitos y que ahora se había ganado el pre-mio Nobel.

Gonzalo mallarino, Escritor

» Música en el avión.

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» Carnaval en el avión.

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Sé que estaba en segundo de primaria, había aprendido a leer y a escribir. Sin embargo, recuerdo que me costaba un montón ya que era la más pequeña de mi curso. Ahora bien, volviendo al Nobel, los recuerdos que tengo son variados y no puedo decir que todos sean exactamente míos, son más bien una mezcla de los de mucha gente: papá, mamá, amigos de ellos y tal vez un video del momento en que García Márquez recibe el premio con su liqui-liqui, ese video seguramente lo vería años después, cuando estudiando literatura me interesé por el discurso. Otro recuerdo que se me viene a la mente es que unas primas paisas de mi mamá cele-braron la entrega del premio y se emborracharon hasta el amanecer con la excu-sa de “habernos ganado un Nobel”. Los colombianos, diría el adagio popular, nos emborrachamos por cualquier cosa, claro está que esa no era cualquier cosa.

camila misas, Productora de televisión

» Parranda de bienvenida en el aeropuerto de Estocolmo.

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» Llegada a Estocolmo.

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» Integrantes de la delegación que acompañó al Premio Nobel, a orillas del Lago Mälar, de izquierda a derecha: Poncho Zuleta, Consuelo Araújo Noguera “La Cacica”, Pedro García, Rafael Escalona, Pablo López y Emiliano Zuleta.

No lo sé. No recuerdo qué hacía yo cuando dieron la noticia del Nobel de García Márquez. Tampoco tengo en la memoria el día que le dieron el premio, rodeado de académicos y una compar-sa colombiana. Sí, en la cabeza tengo la imagen que salió por televisión. No sé si ese día u otro de esa semana o de los meses y años siguientes o la de la última semana. Ya no somos dueños de las imágenes de la memoria ni la de los sueños, las confun-dimos con las del cine y la televisión. No sé si a esa suplantación de imágenes también se le debería llamar desmemoria.

carlos castillo cardona, Escritor

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» Estocolmo.

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La memoria no me alcanza para saber qué pasaba en mi vida en octubre de 1982; creo que solo me llega al primer día de colegio en el 85 (y claro… Armero, la toma del Palacio) y otros sucesos nefastos en el kínder unos meses atrás.

Pero ante todo, recuerdo momentos felices en La Mesa, Cundinamarca, donde visitaba a mi abuela regularmente. Las caminatas a San Javier o simplemente recorrer de arriba a abajo las calles del pueblo y sus perso-najes, con un perro que cumplió muy bien su labor de ser “el mejor amigo del hombre”. Llego varios años después a Cien Años de Soledad; un libro que leí para tratar de inmiscuirme en los sentimientos de un chico que me gustaba en ese entonces; quien en alguna conversación que tampoco recuerdo, habló con tanto entusiasmo de la obra que me animé a hacer la tarea que aún no había hecho -pues creo que para buena parte de mi generación leer a García Márquez se convirtió más en una tarea-. Pero lo que realmente descubrí fue una alegría enorme y una nostalgia profunda por esas historias que viví recorriendo las calles de La Mesa, donde no vi colas de marrano, ni el circo de gitanos, pero sí las historias en la esquina de La Fragata o la renuncia a mi religión por una confesión inocente y absurda con el cura del pueblo. Encontré, (cayendo en el cliché alrededor de la obra de García Márquez) que esos “absurdos” no son tan absurdos y que ese “realismo mágico” podía ser simplemente la historia verdadera de cualquier pueblo de Colombia… y cómo “la llegada del ferrocarril”, y con él el “desarrollo”, transformaron bellas historias en otro realismo, esta vez... “trágico” (tomando prestado el concepto de Hugo Chaparro).

El mismo sentimiento que volví a tener años después al leer Los Ejércitos de Evelio Rosero… momento en el que agradecí profundamente haber alcanzado a vivir algo de esos “bellos absurdos” que muy posiblemente las nuevas generaciones de citadinos colombianos solo encontrarán en la obra de García Márquez.

olga lucía sorzano, Gestora cultural

» Rafael Escalona y otros miembros de la delegación en el Palacio del Ayuntamiento.

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Yo simplemente me acuerdo de ver Crónica de una muerte anunciada en la mesa de noche de mi mamá durante mucho, mucho tiempo. Y me acuerdo de que me impresionó de verdad que el señor que había es-crito ese libro de Oveja Negra que tenía un cadáver ensangrentado en la portada, el señor que firmaba ese libro del que hablaban todos los adultos, se acabara de ganar aquel premio tan importante. Sí fue ex-traño. Sí fue una noticia incluso para un niño de siete años. Yo sólo caí en la tentación de pensar que algo era un triunfo para Colombia cuan-do aparecieron los ciclistas. Pero sí me acuerdo de que no se hablaba de nada más que del premio Nobel por esos días, que era uno de esos tiempos en los que se pensaba en la esperanza y en la paz y en todas esas cosas que de tanto en tanto se piensan en el país. Tengo la idea de que el día en que García Márquez recibió el premio, que estaba claro que era una proeza, a la gente que estaba en el cuarto del televisor de mi casa, unos amigos de mis papás, les pareció ridículo que se hubiera vestido de liqui-liqui para recordarle al mundo de dónde venía. Creo que estaba demasiado niño para que me afectara una noticia del mun-do que no fuera un mundial. Pero sé que, cinco años después, cuando me pusieron a leer un libro del Nobel por primera vez, sentí que estaba en bachillerato.

ricardo silva romero, Escritor

» Angélica “La Palenquera”, integrante del grupo de la Escuela de Danzas Folklóricas de Barranquilla.

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Me enteré del Nobel a Gabriel García Márquez en el colegio, en clase de español. El profesor, “Be-lisaurio”, estaba exultante. Yo tenía 13 años y ya había leído El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora y los cuentos de La increíble y triste historia de la cándida Eréndida y de su abuela desalmada y de Los funerales de la Mamá Grande. Pero mi pieza favorita, que leía y releía has-ta en voz alta, porque me parecía música, era “Blacamán el bueno, vendedor de milagros”. Me veo buscando palabras en el diccionario; me aprendí párrafos enteros de ese cuento... Por esos días no sabía muy bien qué era el Nobel de literatura, pero el despliegue diario, la alegría de mi profesor y de mi papá y de mi tío, las notas en la radio y la televisión, la polémica por el liqui li-qui, todo ese ruido que se armó me dio una idea de la importancia del premio. A los pocos días intenté leer por primera vez Cien años de soledad, y no pude: faltarían otros dos o tres intentos antes de poder terminar de leer la novela y quedar embrujado para siempre por ella. Recuerdo que me decepcionó El amor en los tiempos del cólera la primera vez que la leí: no estaba a la altura de un premio Nobel, pensé, no era tan imaginativa como Cien años de soledad o El otoño del patriarca. Era joven, tenía diecisiete; ahora es la novela que más me gusta de nuestro Nobel.

camilo Jiménez, Editor

» Subió el micrófono para leer su cuento El último viaje del buque fantasma.

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Yo tenía quince años. La noticia llegó a mi casa con orgullo pa-trio; un colombiano había ganado el premio Nobel de literatura. Y mi orgullo era que ya conocía un texto de él: El coronel no tie-ne quien le escriba. Me lo había regalado mi hermana mayor, lo compró en el centro de la ciudad por unos pocos pesos, era un pequeño libro pirata: pasta de cartulina blanca, la imagen del coronel en negro y las hojas interiores en papel periódico. Las letras de la publicación tenían ese leve movimiento propio de la impresión tipográfica, y este objeto, mío, contenía un texto escri-to por el premio Nobel de literatura, la historia inolvidable de ese hombre viejo siempre esperando.

pilar Gutiérrez, Editora

» Rueda de prensa en La Casa del Pueblo.

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Ese día yo tenía 8 años y en el barrio en el que crecí acostumbrábamos a dividirnos en dos grupos: los niños y las niñas. El juego se llama-ba “escondidas americanas” y la idea era que unos persiguieran a los otros, y con tres palma-ditas en la espalda, decretar el ganador de un beso en la mejilla de la niña “alcanzada”. Los niños perseguíamos siempre a las dos o tres más bonitas después de contar hasta cincuen-ta y buscarlas donde fuera dentro de aquel conjunto residencial. Y a veces ellas nos per-seguían, solo que a mí me seguía una fea que corría más que todas –las bonitas nunca fue-ron detrás de mí- y ese día no fue la excepción. Me alcanzó justo detrás de un árbol que servía de “frontera” con las tapias que nos separaban de la calle. Todos mis amigos le huimos a ella siempre, pero yo no tuve escapatoria. Me dijo que ya que nadie nos veía, era hora de darnos

un “pico” pero no en la mejilla sino en la boca. Ni lo pensé. Apenas chocamos torpemente los labios y los dos salimos a correr como si hubié-ramos cometido el mayor de los pecados.

Esa noche, viendo lo del Nobel en el noticiero, mi papá me explicó por qué ese escritor y ese premio eran tan importantes para el mundo. Me decía que seguramente era el colombia-no más importante de la historia. Un hombre capaz de contar las historias más apasionan-tes. Un hombre que alcanzó la gloria a punta de palabras. Lo vi en televisión. Seguramen-te esa fecha es inolvidable para García Már-quez. Para mí no lo fue menos: tantos besos en la vida para que uno se acuerde de pocos. Y uno de esos sucedió ese día.

diego Garzón, Periodista

» La Escuela de Danzas Folklóricas de Barranquilla interpretando la cumbia.

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El día que se anunció que Gabriel García Márquez era el nuevo premio Nobel de Literatura estaba en Barcelona, donde vivía desde hacía 10 años. Me llamó un periodista cultural de La Vanguardia a pedirme unas palabras sobre la decisión de la Academia Sueca. Por una extraña coincidencia, te-nía en mi escritorio, al lado de mi vieja máquina de escribir, un ejemplar de Cien años de soledad. Dije esto: “me alegra muchísimo, tengo en mi mesa de trabajo Cien años de soledad, que estoy leyendo por quinta vez, y para celebrar la noticia brindaré solo con una copa de cava”. Llamé a R.H. More-no Durán y le dije que no era sano celebrar solo una noticia como esa.

Óscar collazos, Escritor

» Gabriel García Márquez, José Vicente Kataraín y Aura Lucía Mera.

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» Parte de la delegación colombiana entre quienes se encuentran Gloria Valencia y Álvaro Castaño Castillo, Plinio Apuleyo Mendoza, Mauricio Vargas, José Vicente Kataraín, Gonzalo Mallarino y Jose Félix Fuenmayor.

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» Rafael Escalona con Aura Lucía Mera, Leonor González Mina y otra integrante de la delegación en el avión.

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La verdad no me acuerdo pero nada de ese día. Lo único que puedo decir es que poco a poco sus libros fueron apareciendo en la casa hasta que llegó, en el 85, El amor en los tiempos del cólera. Mi madre se lo regaló a mi padre de navidad. Como empecé a verlo en su mesa de noche me dio curiosidad y un día de vaca-ciones lo agarré y empecé a leerlo en mi cama. Tendría 7, 8 años. Antes de irse a trabajar mi madre me encontró con el libro en las manos. Me lo quitó, me dijo que estaba muy chiquito para leer eso y lo escondió. Como me gustaba mucho esculcar en los cajones y armarios de la casa lo encontré muy rápido debajo de las camisas de mi papá. No me acuerdo si lo leí todo o no, sólo sé que desde ese momento supe que aquel señor podía ejercer un terrible poder hipnótico a punta de palabras y eso me sorprendió. Unos años después leí La hojarasca y El coronel no tiene quien le escriba. Recuerdo que en la primera página estaba estampada la firma de Pambelé. Mi padre se lo encontró en Cartagena, en la playa. Bueno, esos dos libros me llevaron a otros más, muchos más y son quizá los responsa-bles de que leer sea una de las cosas más importantes en mi vida. Esos libros de García Márquez y el acné.

andrés Felipe solano, Escritor

» Totó “La Momposina” y “Batata”: la candela viva.

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» Escuela de Danzas Folklóricas de Barranquilla.

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» Gabriel García Márquez en el homenaje ofrecido en su honor por la colonia Latinoamericana en La Casa del Pueblo.

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