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El genio de Robert Walser, por J.M. Coetzee 14/04/2012 El día de navidad de 1956, la policía de la ciudad de Herisau, al este de Suiza, recibió un llamado: un grupo niños se había topado con el cadáver de un hombre, muerto por el frío, en un campo cubierto de nieve. Al llegar a la escena, la policía tomó fotografías y removió el cuerpo. El hombre muerto fue identificado fácilmente: era Robert Walser , de 78 años, extraviado de un hospital psiquiátrico. En sus tempranos años, Walser se había ganado cierta reputación en Suiza y en Alemania como escritor. Algunos de sus libros todavía estaban en la imprenta, entre ellos había

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El genio de Robert Walser, por J.M. Coetzee14/04/2012

El día de navidad de 1956, la policía de la ciudad de Herisau, al este de Suiza, recibió un llamado: un grupo niños se había topado con el cadáver de un hombre, muerto por el frío, en un campo cubierto de nieve. Al llegar a la escena, la policía tomó fotografías y removió el cuerpo.

El hombre muerto fue identificado fácilmente: era Robert Walser, de 78 años, extraviado de un hospital psiquiátrico. En sus tempranos años, Walser se había ganado cierta reputación en Suiza y en Alemania como escritor. Algunos de sus libros todavía estaban en la imprenta, entre ellos había una biografía de él. Pasar un cuarto de siglo en instituciones mentales, había secado su escritura. Las largas caminatas por el campo, como en la que murió, habían sido su principal esparcimiento.

La fotografías de la policía mostraban a un anciano en sobretodo y botas tirado en la nieve, sus ojos abiertos, su mandíbula floja. Estas fotografías han sido ampliamente (y

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descaradamente) reproducidas en la literatura crítica sobre Walser que ha florecido en la década de 1960.

La supuesta locura de Walser, su solitaria muerte y el descubrimiento posmórten de sus escritos secretos, fueron los pilares en los cuales se basó su legendaria leyenda como un genio escandalosamente descuidado. Inclusive el repentino interés en Walser se convirtió parte del escándalo. “Me pregunto a mí mismo -escribió el novelista Elías Canetti en 1973- si entre aquellos que construyen su pausada, segura y muerta vida académica regular o un escritor que ha vivido en la miseria y en la desesperación hay uno que se avergüence de sí mismo”.

* * *

Robert Walser nació en 1878 en un cantón de Berna, fue el séptimo de ocho niños. Su padre se formó como encuadernador de libros y tenía una tienda de papelería y accesorios. A los 14 años, Robert fue sacado de la escuela y puesto como aprendiz en un banco, donde realizó sus tareas administrativas de manera ejemplar. Pero, poseído por su sueño de convertirse en actor, huyó a Stuttgart. Su única audición resultó un humillante fracaso: fue descartado por duro e inexpresivo. Abandonando los escenarios, Walser decidió convertirse en un “poeta de buena voluntad”. Pasando de trabajo en trabajo, escribió poemas, bocetos, obras de teatro en prosa y pequeños versos, no sin éxito. Pronto fue tomado por Ingel Verlar, editor de Rilke y Hofmannsthal, quien publicó su primer libro.

En 1905, en un intento de avanzar en su carrera, siguió a su hermano mayor, un exitoso ilustrador de libros y diseñador de escenarios, a Berlín. Allí, se inscribió en una escuela para sirvientes y trabajó un tiempo como mayordomo en una casa de campo (usaba uniforme y respondía al nombre de Monsieur Robert). No pasó mucho tiempo hasta que descubrió que él podía sostenerse a sí mismo mediante su escritura. Colaboró con prestigiosas revistas literarias y fue aceptado en círculos artísticos serios. Pero nunca estuvo cómodo en el rol de un intelectual metropolitano, después de unos tragos tendía a convertirse en un rudo y agresivo provinciano. Gradualmente se fue retirando de la sociedad hacia una solitaria y fructífera vida en las afueras. En ese contexto escribió cuatro novelas, de las cuales tres han sobrevivido: The Tanner Children (1906), The Factotum (1908) y Jakob von Gunten. Todo lo que escribió fue extraído del material de su propia experiencia de vida; pero en el caso de Jakob von Gunten, la más conocida de estas tempranas novelas, esa experiencia es maravillosamente transmutada.

“Uno aprende muy poco aquí”, observa un joven Jakob von Gunten, después de su primer día en el Instituto Benjamenta, donde se inscribió como estudiante. Los maestros yacen a su alrededor como muertos. Hay solamente un libro de texto: “¿A qué aspiran los chicos de la escuela Benjamenta?” y una sola lección: “Como un chico debería comportarse”. Toda la enseñanza es realizada por la señorita Lisa Benjamenta, hermana del director. El señor Benjamenta se sienta en la oficina y cuenta su dinero, como un ogro en un cuento de hadas, la escuela es una especie de estafa.

Sin embargo, después de haber escapado a la gran ciudad (sin nombre, pero está claro que es Berlín) a lo que él llama “una metrópolis muy, muy pequeña”, Jakob no tiene ninguna

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intención de renunciar. No le importa usar el uniforme de Benjamenta, sino que entra en contacto con sus compañeros y, además, tomar los ascensores del centro le da una emoción que lo hace sentir bien a un niño de su época.

Jacob von Gunten pretende ser el diario que Jakob mantiene durante su estancia en el Instituto. Se compone principalmente de sus reflexiones sobre la educación, una educación en humildad y en los extraños hermano y hermana que la ofrecen. La humildad enseñada por los Benjamentas no es de la variedad religiosa. Sus graduados aspiran a ser hombres de servicio o mayordomos, no santos. Pero Jakob es un caso especial, es un alumno al cual las lecciones de humildad le llegan de una manera profunda. “¡Cuán afortunado soy “, él escribe, “al no ser capaz de ver en mí mismo algo digno de respetar y ver! Ser pequeño y quedarme pequeño”.

Los Benjamentas son un misterio y, a primera vista, un par prohibido. Jakob se propone la tarea de penetrar en su misterio. No los trata no con respeto, sino con la atrevida confianza de un niño acostumbrado a que se perdone cualquier travesura porque es simpático, lo que mezcla descaro con una evidente falsa autodegradación, que se mofa de su falta de sinceridad, seguro de que la franqueza desarmará toda crítica, pero sin preocuparse realmente si no lo hace.

La palabra con la que se autocalificaría, con la que le gustaría que el mundo lo calificara, es diablillo. Un diablillo es un espíritu travieso; un diablillo también es menos que un diablo.

Pronto Jakob comenzó a ganar preponderancia sobre los Benjamenta. La señorita Benjamenta insinúa que le gusta, él simula no entender. Ella le revela que lo que siente es quizá más que cariño, quizá sea amor; Jakob responde con un extenso y evasivo discurso repleto de sentimientos respetuosos. Frustrada, la señorita Benjamenta se va suspirando y muere.

El señor Benjamenta inicialmente es hostil Jakob, es manejado hasta el punto de rogarle al niño para que sea su amigo, abondone sus planes y vaya a dar vueltas por el mundo con él. En un princio, Jakob se rehúsa: “Pero, cómo voy a comer, director. Es su deber encontrarme un trabajo decente. Todo lo que quiero es un trabajo”. Inclusive, en la última página de su diario, él anuncia que está cambiando de idea: va a tirar su pluma y partir hacia tierras salvajes junto con el señor Benjamenta (a lo que uno sólo puede responder Dios salve al señor Benjamenta)

* * *

Como personaje literario, Jakob von Gunten no tiene precedente. En el placer que él tiene en extraerse de sí mismo, tiene algo del Underground Man (Memorias del subsuelo) de Dostoevsky y, detrás de él, de Confessions (Confesiones) de Jean-Jacques Rosseau. Pero, como señaló el primer traductor francés de Walser, Marthe Robert, hay también en Jakob algo del héroe del cuento tradicional alemán, algo del muchacho que entra al castillo del gigante y triunfa a pesar de todos los obstáculos. Franz Kafka, al principio de su carrera, admiraba el trabajo de Walser (Max Brod recuerda con qué deleite leía a Kafka en voz alta los sketches humorísticos de Walser).

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En Kafka también se encuentran ecos de la prosa de Walser, con su lúcido diseño sintáctico, sus yuxtaposiciones casuales elevadas con lo banal, y su lógica extrañamente convincente de la paradoja, aquí está Jakob en estado de ánimo reflexivo:

Nosotros usamos uniformes. Ahora, usar uniformes al mismo tiempo nos humilla y nos exalta. Lucimos como gente sin libertad, y eso es posiblemente una desgracia, pero también lucimos agradables con nuestros uniformes y eso nos separa de la profunda desgracia de aquellas personas que caminan alrededor con su propia ropa, pero redeados de sucias. Para mí, por ejemplo, usar uniforme es muy placentero porque antes nunca sabía qué ropa ponerme. Pero en éstas, también soy un misterio para mí mismo por el momento.

¿Cuál es el misterio de Jakob? Walter Benjamin escribió un artículo sobre Walser que resulta más llamativo por estar basado en un muy incompleto conocimiento sobres sus escritos. “La gente de Walser -sugiere Benjamin- son como personajes de cuentos de hadas cuando éstos llegan a su fin, personajes que ahora tienen que vivir en el mundo real. Hay algo de lacerante, inhumano, e infaliblemente superficial acerca de ellos, como si al haber sido rescatados de la locura (o de un hechizo), deben andar con cuidado por temor a caer en ella”.

Jakob es un ser tan extraño y el aire que respira en el instituto Benjamenta es tan raro, tan cerca de lo alegórico que es difícil pensar en él como representante de cualquier elemento de la sociedad. Sin embargo, el cinismo sobre la civilización y sobre los valores en general, su desprecio por la vida de la mente, sus creencias simplistas acerca de cómo el mundo realmente funciona (que está dirigido por las grandes empresas que explotan a los hombres pequeños), su elevada obediencia a la más altas de las virtudes, su predisposición a aguardar el momento oportuno, esperando la llamada del destino, su pretensión de ser descendiente de nobles antepasados guerreros, así como su gusto por el ambiente masculino de la escuela y su delite por las bromas maliciosas, todas estas cartacterísticas, tomadas en conjunto, apuntan proféticamente hacia el pequeño burgués tipo que, en tiempos de gran confusión social, encontraría a las camisas pardas de Hitler muy atractivas.

Walser no era abiertamente un escritor político. Sin embargo, su compromiso emocional con la clase de la que él venía, la clase de los comerciantes, empleados y maestros, era profundo. Berlín le ofreció una clara oportunidad para escapar de sus orígenes sociales, tal como lo hizo su hermano. Pero él rechazó esa oferta, escogiendo en su lugar regresar a los brazos de la Suiza provincial. Aún así, nunca perdió de vista, nunca se permitió perder de vista, las tendencias liberales conformistas de su clase, la intolerancia de gente como él mismo, soñadores y vagabundos.

* * *

En 1913 Walser dejó Berlín y volvió a Suiza, “un autor ridículo y sin éxito” (según sus propias disparatadas palabras). Tomó una habitación en un hotel en la ciudad industrial de Biel, cerca de su hermana, y por los siguientes siete años se ganaba la vida precariamente colaborando en folletines literarios y vendiendo sketches a los diarios. Para el resto se fue a caminatas largas por el país y cumplió sus obligaciones en la Guardia Nacional. En las colecciones de su poesía y de su prosa corta, que continúan apareciendo, se volvió más y

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más al paisaje suizo social y natural. Escribió dos novelas más. El manuscrito de la primera, Theodor, fue perdido por sus editores; la segunda, Tobold, fue destruída por el propio Walser.

Después de la Segunda Guerra Mundial, el gusto entre el público por el tipo de escritura en la que Walser había confiado como ingreso, empezó a desaparecer. Perdió el contacto con sus conocidos en la amplia sociedad alemana; en cuanto a Suiza, el público lector era muy pequeño como para sostener una corporación de escritores. A pesar de que él se enorgullecía de su frugalidad, tuvo que cerrar lo que llamó “su pequeño taller de pedazos de prosa”. Comenzó a sentirse más y más oprimido por la mirada reprobadora de sus vecinos, por la demanda de respetabilidad. Se mudó a Berna, a un puesto en el archivo nacional, pero a los pocos meses fue despedido por insubordinación. Fue de alojamiento en alojamiento, bebía mucho. Sufrió de insomnio, oía voces imaginarias, tenía pesadillas y ataques de ansiedad. Intentó suicidarse, fallando, porque como él admitió con total franqueza “ni siquiera pude hacer un lazo apropiado”.

Era claro que Walser ya no podía vivir solo. Su familia estaba contaminada: su madre había sido una depresiva crónica, uno de sus hermanos se había suicidado, otro había muerto en un hospital psiquiátrico. Se sugirió que su hermana lo había aceptado, pero ella no quiso. Entonces Walser aceptó ser internado en un sanatario en Waldau. “Considerablemente deprimido y severamente inhibido”, decía el reporte médico inicial. “Respondió evasivamente a las preguntas sobre estar enfermo de la vida”.

En evaluaciones posteriores, los doctores de Walser no se ponían de acuerdo acerca de qué, o si algo, estaba mal en él. Inclusive le insitieron para que tratara de vivir afuera nuevamente. Sin embargo, los cimientos de la rutina institucional pareció tornarse indispensable para él y eligió quedarse. En 1933 su familia lo transfirió a un asilo en Herisau, donde tenía derecho a asistencia social. Allí ocupó su tiempo en tareas como pegar bolsas de papel y clasificar frijoles. Permaneció en total dominio de sus facultades, seguía leyendo los diarios y revistas populares; pero, después de 1932, no escribió. “No estoy aquí para escribir, estoy aquí para estar loco”, le dijo a un visitante. Aparte, decía, el tiempo de los literatos había terminado. (Recientemente, un miembro del staff de Herisau declaró haver visto a Walser en trabajo de escritura. Aunque esto sea cierto, no sobrevivió ningún rastro de escritura post 1932).

Ser un escritor fue difícil para Walser en el más elemental de los niveles. No usaba una máquina de escribir, escribía a mano con una letra muy clara y bien formada de la que él se enorgullecía. Los manuscritos que han sobrevivido son modelos de caligrafía. La escritura a mano fue uno de los puntos en que los trastornos psiquiátricos se manifestaron primero. En algún momento durante sus treinta comenzó a sufrir calambres psicosomáticos en su mano derecha que él atribuyó a una animosidad inconciente hacia la lapicera como herramienta. Fue capaz de superar esos trances sólo dejando la lapicera y cambiándola por un lápiz.

El uso del lápiz fue lo suficientemente importante para Walser como para llamarlo “su sistema del lápiz” o “su metódo del lápiz”. Lo que él no menciona es que cuando cambiaba a escribir con lápiz radicalmente cambiaba su escritura. A su muerte dejó alrededor de quinientas páginas de papel cubiertas con una microscópica letra en lápiz, tan difícil de leer

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que su testamentario en un principio pensó que se trataba de un diario escrito en un código secreto. En realidad, Walser no mantenía ningún diario. Tampoco su letra era un código: es simplemente escritura a mano con tantas abreviaciones idiosincráticas que, inclusive para los editores familiarizados con ellas, el desciframiento no siempre es posible. Es en borradores escritos a lápiz como han llegado a nosotros sus últimos trabajos, incluyendo su última novela, The Robber (El ladrón) (24 páginas de letra microscópica, 141 páginas impresas).

Más interesante que la letra en sí misma, es la cuestión de lo que el “método del lápiz” hizo posible para Walser como escritor, algo que la lapicera no pudo proveerle (siguió usando lapicera para copias en limpio así como también para correspondencias). La respuesta parece ser que, tal como un artista con un palo de carbón entre sus dedos, Walser necesitaba tener un movimiento de mano rítmico y constante antes de que pudiera caer en un estado de ánimo en el que la ensoñación, la composición y el flujo de la propia herramienta de escritura se convirtiera en una misma cosa. En un artículo titulado “Boceto en Lápiz” de 1926-1927, menciona la “felicidad excepcional” que el método del lápiz le permitió tener. “Me calma y me alegra”, dijo en alguna parte. Los textos de Walser no están dirigidos ni por la lógica ni por la narrativa, sino por estados de ánimo, fantasías y asociaciones: en temperamento él es menos un pensador o un contador de historias que un ensayista. El lápiz y la auto inventada letra estenográfica permitieron el decisivo, ininterrumpido y todavía fantasioso movimiento de mano que se volvió indispensable para su ánimo creativo.

* * *

El más extenso de los últimos trabajos de Walser es The Robber (El ladrón), escrito en 1925-1926, pero descifrado y publicado sólo en 1972. La historia es liviana al punto de ser insubstancial. Trata de los enredos sentimentales de un hombre de mediana edad conocido simplemente como “el ladrón”, un hombre que no tiene trabajo pero se las arregla para vivir al margen de la sociedad educada de Berna sobre la base de una modesta herencia.

Entre las mujeres, el ladrón tímidamente persigue a una camarera llamada Edith; entre las mujeres que lo persiguen a él están caseras variadas que lo desean tanto para sus hijas como para ellas mismas. La acción termina en una escena en la que “el ladrón” asciende al púlpito y, ante una gran audiencia, reprocha a Edith por preferir a un rival mediocre antes que a él. Indignada. Edith dispara un revólver hiriéndolo levemente. Hay una oleada de chismes alegres. Cuando el polvo se asiente, el ladrón estará colaborando con un escritor profesional para contarle su versión de la historia.

¿Porqué The Robber (El ladrón) como nombre para este tímido galán? La palabra es una indirecta, por supuesto, al primer nombre de Walser. La portada de la traducción de la University of Nebraska Press brinda una pista más. Reproduce una acuarela hecha por Karl Walser sobre su hermano Robert, de 15 años, vestido como su héroe favorito, Karl Moor, en el drama de Schiller Los Ladrones. El ladrón de tiempos modernos del cuento de Walser no es, por desgracia, ningún héroe. Un ratero y plagiario, en lugar de un bandido, que roba más que nada el afecto de las muchachas y las fórmulas de la ficción popular.

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Detrás del Robert ladrón (a quien en adelante llamaremos R) se esconde una oscura figura, el autor nominal del libro, por el cual R es tratado ahora como un protegido, como un rival y como un simple títere para ser cambiado de lugar de situación en situación. Él es crítico de R (por el mal manejo de sus finanzas, por pasar tiempo con chicas de la clase obrera y, en general, por ser un ladrón de día o holgazán, en lugar de un buen suizo), aún así, confiesa, tiene que mantener su ingenio para no confundirse con R. En carácter él se parece mucho a R, burlándose de sí mismo, incluso mientras juega con sus rutinas sociales. De vez en cuando, el autor tiene una oleada de ansiedad sobre el libro que está escribiendo, sobre su lento progreso, la trivialidad de su contenido, la vacuidad de su héroe.

Fundamentalmente, The Robber (El ladrón) no es nada más ni nada menos que la aventura de su propia escritura. Su encanto reside en sus giros inesperados de dirección, en su tratamiento con delicadeza irónica de las fórmulas de juego amatorio, y su explotación flexible e inventiva de los recursos del alemán. Su autor, aturdido por la multiplicidad de hilos narrativos, de repente tiene que manejar, ahora que el lápiz en la mano se está moviendo, una reminiscencia, sobre todo, de Laurence Sterne, el lado suave, sin las miradas lascivas y los dobles sentidos.

El efecto de distanciamiento permitido por un estilo en el cual los sentimientos están cubiertos por un liviano tono de parodia, permite a Walser escribir, una y otra vez, sobre su propia indefensión en los márgenes de la sociedad suiza:

Estaba siempre solo como un pequeño corderito perdido. La gente lo perseguía para ayudarlo a aprender cómo vivir. Daba una impresión tan vulnerable. Se asemejaba a la hoja que un niño derriba de su rama con un palo porque su singularidad la hace llamar la atención. En otras palabras, él invitaba a la persecución.

Como Walser remarcaba, con igual ironía pero en propia persona, en una carta del mismo período: “En momentos siento que me comen vivo, es decir, parte o totalmente consumido por el amor, preocupación e interés de mis excelentes compatriotas”.

The Robber (El ladrón) no estaba preparado para ser publicado. De hecho en ninguna de sus muchas conversaciones con su amigo y benefactor durante sus años de asilo, Carl Seeling, Walser no mencionó mucho su existencia, aún así uno debe ser cuidadoso acerca de tomarlo como autobiográfico. R representa sólo un lado de Walser. Sin embargo, hay referencias de voces persecutorias, y aunque R sufre de delirios de referencia (sospecha significados escondidos, por ejemplo, en la forma en que hombres se suenan la nariz en su presencia), la propia melancolía de Walser, su lado autodestructivo es firmemente mantenido fuera de la imagen.

En un episodio importante R visita a un doctor y con un gran candor describe sus problemas sexuales. Él nunca sintió la urgencia de pasar noches con mujeres, aún así tiene “horribles reservas de potencial amoroso, tanto, que cada vez que salgo a la calle, inmediatamente comienzo a enamorarme”. La única estratagema que le brinda felicidad es imaginarse historias sobre él mismo y su objeto erótico, en las cuales él es “el subordinado, obediente, sacrificado y analizado acompañante”. Algunas veces, de hecho, él siente que es realmente una chica. Pero al mismo tiempo hay algo de muchacho adentro de él, un chico

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travieso. La respuesta del doctor es eminentemente sabia. “Usted parece conocerse muy bien a sí mismo -dice-. No intente cambiar”.

En otro pasaje memorable, Walser simplemente deja fluir el lápiz (permite que la censura dormite) como si se guiara de los placeres de una vida femenina imaginaria a un rico intercambio erótico de la experiencia de los amantes de la ópera, para quienes el gozo de derramar amor en una canción y la felicidad del amor en sí mismo son uno e iguales.

* * *

Jakob von Gunten es traducido (del alemán al inglés) de manera ejemplar por Christopher Middleton, un estudiante pionero de Walser y uno de los grandes mediadores entre la literatura alemana y el mundo de habla inglés de nuestros tiempos. En el caso de The Robber (El ladrón), Susan Bernofsky, levanta espléndidamente el desafío de lo último de Walser, particularmente su juego de formaciones compuestas con las que el alemán es tan considerado.

En un ensayo publicado en 1994, Bernofsky describe algunos de los problemas que Walser presenta para el traductor. Uno de sus pasages más ilustrativos es el siguiente:

Se sentó en el jardín anteriormente mencionado, entrelazado por lianas, “enmariposado” por melodías, y absorto en su amor por la más bella joven aristócrata que bajó de los cielos del refugio de sus padres al ojo público para así, con su encanto, darle al corazón del ladrón una puñalada fatal.

Bernofsky ingenuamente acuña la palabra “enmariposado” (embutterflied) y sus inventivas para posponer el golpe en el última palabra, son admirables. Pero la oración también ilustra uno de los acuciantes problemas de los textos microscópicos de Walser. La palabra traducida aquí como “aristócrata” (herrentochter en alemán), es descifrada por otro editor de Walser como “saaltochter”, que significa “mesera” en suizo-alemán. (La mujer en cuestión, Edith, es ciertamente una mesera y no una aristócrata). Entonces, ¿la versión de quién aceptamos?.

Walser escribió en un alemán elevado (Hochdeutsch), el lenguaje que los niños suizos aprenden en la escuela. El alemán elevado se diferencia no solamente en una multitud de detalles linguísticos, sino también en el mismo temperamento del suizo-germano que es el lenguaje de hogar de tres cuartos de ciudadanos suizos. Escribir en alemán elavado era prácticamente la única opción posible para Walser, adoptando así, inevitablemente. una postura de aprendizaje y refinamiento social, una postura en la que él no estaba cómodo. A pesar de que tenía poco tiempo para la literatura regional suiza (Heimatliteratur) dedicada a reproducir el folcklore helvético y a celebrar agonizantes costumbres, Walser lo hizo, después de su regreso a Suiza, deliberadamente comenzó a introducir suizo-alemán a su escritura para así sonar más suizo.

La coexistencia de dos versiones del mismo lenguaje en el mismo espacio social es un fenómeno sin analogía en el mundo metropolitano de habla inglés, y uno que crea inmensos problemas para el traductor de inglés. La respuesta de Bernofsky al auto llamado dialecto

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de Walser, que comprende no sólo una frase o palabra rara, sino algo más difícil de definir que es el tono suizo de su lenguaje, es no hacer ningún intento por reproducirlo: traducir sus momentos suizos-germanos evocando algún otro dialecto social o regional inglés no lleva a nada, dice ella, salvo a la falsificación cultural.

Tanto Middleton y Bernofsky escriben introducciones informativas de sus traducciones; sin embargo, Middleton está desactualizado en la fecha de escolaridad de Walser. Ninguno de los dos opta por brindar notas explicativas. La ausencia de notas se hará sentir particularmente en The Robber (El ladrón), que está salpicado de referencias literarias, incluidas los orígenes oscuros de la literatura suiza.

* * *

The Robber (El ladrón) es casi contemporáneo en composición con el Ulises de Joyce y con los últimos volúmenes de En busca del tiempo perdido de Proust. Haber sido publicada en 1926 quizás afectó el curso de la literatura alemana moderna, abriendo e inclusive legitimando como un sujeto de las aventuras de la escritura (o del sueño) a sí mismo y a la línea serpenteante de tinta (o lápiz) que surge debajo de la mano que escribe. El proyecto de reunir los escritos de Walser fue iniciado antes de su muerte, sólo fue después de ésta que los primeros volúmenes empezaron a aparecer en 1966, y después de haber sido notado por lectores de Inglaterra y Francia ganó amplia atención en Alemania. Él se siente más cómodo en el formato de ficción corta: historias como “Kleist in thun” (1913) y “Helbling’s Story” (1914) lo muestran en su momento más deslumbrante. Su tranquila y, a su manera, angustiosa vida fue su único y verdadero tema. Todas sus prosas, sugiere él en retrospectiva, deberían ser leídas como capítulos de una historia “real, larga y sin argumento”.

¿Walser fue un gran escritor? Si uno se resiste a llamarlo grande, dijo Canetti, eso es sólo porque nada podía ser más ajeno a él que la grandeza. En uno de sus últimos poemas Walser escribió:

No desearía a nadie ser yo.Sólo yo soy capaz de soportarme a mí mismo.Saber tanto, haber visto tanto y,Decir nada acerca de nada.

Robert Walser - Escrito a lápiz Microgramas 1 (1924-1925)

2 de noviembre de 2009

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Duermo a pierna suelta

Duermo a pierna suelta. Creo poder decir que durmiendo soy una auténtica marmota. Por lo demás, me parece conmovedor que a una tal Judith se le antojara, no ha mucho tiempo, declarar lo siguiente: “El tipo besa que es una delicia”. Dedujo esta certeza de los libros que he ido publicando hasta la fecha, libros que su alma buena frecuentaba y de cuyo contenido se empapaba en sus horas muertas para distraerse lo indecible. Que yo siempre había sido un buen ciudadano, le decía en voz baja, con una ternura indescriptible, a la gente, la cual no alcanzaba a comprender la dimensión de estas amables palabras, ni se atrevía a desmentir rotundamente la afirmación y su supuesta trascendencia, ni tampoco a grabarla en los rincones de su conciencia como algo que está fuera de toda duda. Era ella de una belleza brillante, pardusca, que se esfuerza o esforzaba siempre en darme calabazas, quiero decir en lavar mi imagen ante mis conciudadanos, por no decir que la peinaba. Un servidor puede casi sumir a la gente en un profundo sueño, tanto les fatiga el relato de mis cientos de alegrías, con las que espero, grosero como soy, haber causado más de un disgusto a las mujeres de aquí, que son más pálidas y mejores. Oh, cuánto esfuerzo inútil por iniciar relaciones y volver a romperlas al instante, con gallardía, contiene esta suposición. A mí tanto me gusta llegar como marcharme, tanto llenar hasta el tope las maletas y demás como deshacerlas con decoro y suma prudencia. ¿A quién me estoy dirigiendo? ¿Sólo a un público íntegro? Y qué otra cosa voy a contar, si no un paseo realizado con toda la felicidad del mundo en el que abundaban las preguntas como: “¿Acaso le importaría decirme luego, así, rapidito, qué camino debo tomar?”. Y es que es completamente cierto, es decir, total, rigurosa y absolutamente cierto que iba yo abatido por el agujero negro y enorme de la noche de nuestro querido universo, tranquilo, maravillosamente secreto, y que de vez en cuando me salían unas arengas que, desde el estrado del camino rural, dirigía a la mismísima cara de la naturaleza cósmica. “Oh, hay que ver cómo roncas, querido amigo, al lado de esa mujer insuperable, aunque puede que tú no te enteres y lo hagas sin mala intención”, dije entre otras cosas, refiriéndome a un compañero de trabajo, a un hombre infatigable, distinguido, que se pasa el día dando vueltas a sus problemas y que no acababa de comprender por qué había desaparecido yo de manera tan extraña en una fonda para poder acostarme como es debido. La cosa me costó en sueños una puñalada, pues me desperté sobresaltado de lo más profundo de mi pesadilla, lanzando un enorme suspiro, después de lo cual me incorporé de un salto y exclamé: “Como vuelva a ocurrir...”. El dramatismo de mi actuación no fue más allá.

Ay, con qué dificultad me arrastré por la mañana, con el estómago vacío, hasta las delicias de un banquete de miel y mermelada de zarzamora, para, disfrutando del festín, trabar enseguida amistad con la chica para todo, una muchacha graciosísima que llevaba unas trenzas que eran un encanto, hasta que me aguó la fiesta un auténtico paleto, un tipo que se acercó dando zancadas y me puso un espejo delante del rostro para que viera mi cara de faldero, lo cual, como se comprenderá, a mí me tiene sin cuidado. No sin pensar que estaría bien pagar antes el cubierto, me marché con viento fresco, con fuerzas y la panza llena, y llegué, después de salvar una montaña achaparrada, al pueblo de Villmergen, donde antiguamente, aunque a mí me pese,

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combatieron entre sí los cristianos, que quizás habrían hecho mejor si, en lugar de enfrentarse, hubieran tratado de entenderse y de convivir sin demasiadas hostilidades. ¿Si se dan todavía hoy disputas religiosas con armas blancas de por medio? No lo creo. La humanidad se ha tornado muy sensata. Y más allá, después de pasar junto a ese castillo con cisnes que nadan en las aguas del foso, unas aguas que reflejan la torre del castillo, está Hallwil. Ay, si hubieran visto cómo almorcé en Baden una cabeza de ternera con patatas asadas, y oído cómo una camarera, en Bremgarten, me decía: “Vaya, vaya. ¿Así que quiere marcharse?”. En mi querida Zúrich, fui inteligente y aguardé frente a las puertas de más de un parque. Soy un experto en toda clase de exquisiteces, con ellas me desenvuelvo a la perfección. Aunque ustedes no se lo crean. Con el fin de comprender todo cuanto es comprensible, siempre que es necesario llevo conmigo la comprensión más pesada y a la vez ligera e inmensa, y aún tuve tiempo de darme una vuelta por Zug. A la pequeña ciudad se le humedecieron los ojos cuando al fin —al fin— pudo verme, y puede que mienta un poquito si digo que me estrechó entre sus viejos y fríos, aunque en cierto modo también cálidos, brazos, el suyo fue un abrazo medieval. Entonces metí una perra chica por la oportuna ranura de una hucha que recaudaba fondos en beneficio as de los pobres. Un frailecito tallado en madera llevaba en brazos a un niño pequeño. El hermanito estaba detrás de una rejita muy linda, y por la rejita estuve mirando con gran atención y carita de pícaro durante mucho, mucho tiempo. El lago de Zug se extendía como un manto de seda plateado ante unos ojos, los míos, que han visto, contemplado y asimilado muchas cosas, unos ojos siempre alerta y que se iluminan a todas horas. Comiéndome un salchichón que había comprado en una charcutería, saciado el apetito, presenté mis respetos al lago. Un hombre de pelo cano me mostró el lugar en que hace tiempo se anegaron algunas viviendas, mobiliario incluido, para no resurgir nunca más. Se visitó el ayuntamiento, y diez minutos más tarde, en un restaurante, alguien, o sea yo, se arrimó cariñosamente a una mujer que, vestida de verde, estaba sentada en una silla. Su esposo dijo que no quería presenciarlo y se retiro a la cocina; alguien irrumpió en la habitación revestida de madera y exclamó: “Va usted progresando, es admirable”. “Estará refiriéndose a mí”, pensé. Me sentí terriblemente halagado. “Fritz, pórtate bien o te echo a la calle”, gritó la voz de una criada. “No es posible que se refiera a mí; sería muy descarado”, me pasó por la cabeza. Comparó el cabello de la mujer, que tenía una cabeza griega, con la potabilidad —por no decir con el buqué— del vino, amén de con las nubes rojas y brillantes que había en el cielo, y luego dijo: “Dicen que Lisboa es extraordinariamente bella. Me lo acaba de contar un caballero, y yo lo repito ahora”. “Esta velada —añadí yo— me recuerda a una de esas veladas que he vivido como en trance. Me lo acaba de contar un caballero, y ahora lo repito yo. Uno vive en sus carnes el contenido de las palabras que ha oído, ¿no cree usted?”. Después de contemplar embobado una estufa, acariciar un perro, tutear a una camarera, escribir un poema, abandonar una idea y arrimarme a otra, me senté en un tren expreso que partió traqueteando conmigo y con todas las cosas con razón de ser agitándose en mi fuero interno y todas las nobles obligaciones que aún no había cumplido hiriéndome como un rayo. Está claro que no partió sólo conmigo, sino con todos los pasajeros. Los campos bailaban como una promesa incierta. Me permitirán, y es para mí un placer, subrayar que viajaba en segunda clase. El tren avanzaba como si tirase de él una cuerda, haciendo gala de una pericia que contagió a lo más profundo de mi agitado ser. Pensé en esto y en aquello; pensé, por ejemplo, en los pecados. Aunque dar cuenta aquí causaría muy mal efecto. A propósito: confesar

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las cosas más diversas en un mullido asiento —también vale, hasta cierto punto, un sillón— es un verdadero desahogo. Las sombras se cernían sobre mi rostro de viajero que miraba con ojos altivos. Ay, si hubieran visto el aspecto de un servidor: parecía a la vez un sinvergüenza y un hombre profundamente resignado. Quien se prodiga mucho o poco se pone sin quererlo una especie de máscara de mármol, como si no permitiera que nadie, ni siquiera él mismo, pudiera penetrarlo. Así que, sentado en el tren, podía oír cantar a mi propio ser. A última hora me tomé una buena sopa. ¿Y ahora? Ahora pongo todo eso por escrito. No me van a temblar las manos. Tengo el espíritu tranquilo y elevado. Y ahora resulta que la gente lee esto. Gente que no he visto nunca nunca nunca y que vive aquí o allá presta ahora atención a estas líneas que sin duda merecen ser leídas y que a mí me reportan unos emolumentos que me dejo en el cabaret.

No hace mucho estaba yo con Maximilian Harden y Walther Rathenau en el zoo de Berlín, y recuerdo con pelos y señales, pese a mi mala memoria, que en el fondo es una memoria excelente, que estuvimos hablando del Simplizissimus. Es curioso que de eso haga poco tiempo. Una noche hice una broma de mal gusto sobre Holitscher. La mujer de Paul Cassirer consideró que era feo por mi parte. En el fondo, claro está, tampoco a mí me pareció bonito.

Deberíamos burlarnos siempre sólo de nosotros, nunca de los demás. ¿Por qué le toleramos tan poco al resto de la gente? ¡Oh vida llena de flaquezas, pobre y rica, finita e infinita! Otro gallo cantaría si, pese a causar un disgusto, ofreciéramos siempre nuestra mano al disgustado. (Para quien se fortalece y debilita a la vez,/ para aquel cuya alma alcanza el despertar,/ la tarea más difícil es coser y cantar.) Pues en eso consiste precisamente el arte: en convertir la necesidad en una ventaja. ¡Transformación, cuántas posibilidades albergas!

A los dos les palpitaba el corazón

A los dos les palpitaba el corazón, aunque quizá no precisamente de pasión. En vano se hacían toda suerte de reproches. Ella, tan tierna, le reprochaba a él, no menos tierno, su falta de ternura. Hasta yo tartamudeo al describir el tartamudeo de él, por el que ella ponía siempre cara de disgusto. Sin embargo, estaba mucho más disgustada por culpa de su disgusto que por culpa de él. Por lo demás, no sé, no tengo la menor idea de si se trata sólo de una frase o es poesía meditada y trufada de citas. Si pienso en cómo empalidecían estos amantes al encontrarse el uno frente al otro, me convierto en una suerte de rosa blanca, que exhala la virtuosa y mortal falta de perfume. Temblaban en la dulzura de cuanto era reprobable, o, mejor dicho, habría sido imposible censurarlos desde cualquier punto de vista; además, hubieran muerto satisfechos, se los podría haber atado con facilidad y arrojado juntos a un lago, tal era el grado de resignación que habían alcanzado. Eran almas gemelas, estaban juntos como dos suaves mejillas en un rostro. No sé por qué él no la saludaba nunca por la calle, ni si ella se lo tomaba a mal, no creo, pues cuando lo veía no pensaba en nada, y tampoco él cuando la veía a ella, se miraban y punto, y cómo se comportaban no tiene en el fondo mucha importancia. Sólo les puedo decir que tenían miedo a besarse y que no les faltaban motivos para ello, de modo que no necesitaban buscar con lupa una

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causa. Cuando él le rozaba las puntas de los dedos, ella sentía un placer y una emoción tan grandes que tenía que sentarse en una silla. Con su mirada llena de felicidad, él la había convertido en su glorieta, abanicada por los perfumes de la primavera. A ella eso le gustaba, pero le pidió que tuviera en cuenta qué iba a pensar la gente de ella si la veía ponerse la mano en el pecho con un gesto de entrega, como hacía para sofocar la alegría que le provocaba sentirse objeto de los divinos deseos de él y de la que parecía que iba a reventar. Por lo que puedo contar, una vez estuvieron mucho tiempo sin verse, más o menos medio año. Él se había escondido de ella para poder abrazarla con más ganas, lo que, en su opinión, y según la orientación algo rara de sus principios, sólo podía realizarse tras una larga ausencia, y apenas se le ocurrió pensar en qué es lo que podía mientras tanto pensar ella de él, aunque no se equivocó al decirse que ella nada se diría y que seguiría guardándole cariño. Su corazón seguía siendo suyo, y es más que probable que ella lo supiera. Les debo todavía una explicación acerca del beso que se dieron, aunque lo cierto es que me da mucho apuro librarme de la deuda y ofrecerles una descripción. A las cosas más bellas no les gusta demasiado ajustarse a las palabras, y sin embargo creo que podré decirlo. Se habían hecho tanto daño que les parecía casi imposible soportar los esfuerzos que debían hacer para lograr un poco de intimidad. Por cierto que he vuelto a escaquearme de tratar tan hermoso asunto para hacer lo que más me apetece —divagar en la maleza de las nimiedades—, y por poco vuelvo a olvidar de qué quería hablar. No me pidáis que os reproduzca a todo color los encantadores ojos de ella. Vivía en una guarida que acabó transformando en una dehesa, en un aromático jardín. Cuando una esclava adopta maneras de reina... Pero me detengo, pues me acabo de sorprender a punto de decir algo trivial, todos tenemos nuestro orgullo y nos sentimos también en cierto modo humillados. En fin, que ella no era ninguna excepción. Se perdieron el uno al otro, pero ¿qué significa “perderse el uno al otro?” cuando se trata de dos personas que se quieren de verdad. Sólo se perderían si dejaran de quererse, pero esto último no ocurrirá nunca. Si lo hubierais visto llorar por ella, qué hermoso estaba, como un muchacho que adora a su madre, como un niño que tiende la mano tímidamente, y la dicha por ese dolor maravilloso, y las ganas que tenía de acariciarla con ese dolor, cómo le lavó los pies con sus lágrimas, que a él le parecían deliciosas, y la alegría de mirar luego a la gente con los ojos brillantes, húmedos. Ella era tan hermosa como tímida. Algunas ya tienen a quién parecerse.

Excusas baratas

¡Ah, qué mala es la gente, qué pocilga llena de excusas el corazón humano! Las excusas baratas son extraordinariamente rápidas, y en esta rapidez se adivina algo tremendamente perezoso. Mientras hago estas declaraciones, que bien podrían ser las más sinceras que haya hecho jamás, como chocolate. Quien no es laborioso necesita de las más hermosas excusas baratas para ocultar su desgana. Una buena excusa barata es como una fortaleza. Los fundamentos no son ni de lejos tan sólidos como lo que uno no precisa justificar si alega con notable habilidad excusas baratas. Una buena excusa es un acorazado, no les aconsejo que se enfrenten a ella. Sí, el alma humana es una caja llena de maldad. Quién lo iba reconocer con más desparpajo e intensidad que el autor de estas líneas, venerado en todas partes. Lo adoran porque es un gran amante de la verdad y

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siempre tiene a mano alguna que otra excusa. Dar una buena excusa de esas que testimonian sangre fría ante un auditorio es tan oportuno como hacerlo ante una sola persona o personaje, como, por ejemplo, ante unos amigos a los que aprecias. El cemento no presenta ya tanta dureza como ciertas disculpas que suenan muy suaves. Ante una disculpa no hay nada que hacer porque nos parece un gesto amable. Sólo los bellacos se disculpan, afirmo. Ah, eso es terrible, ¡y me duele el corazón! Me sangra el alma porque la tengo llena de excusas, ¿y qué son las excusas sino asesinos que atacan por la espalda? Gracias a Dios hay más gente que tiene el alma atestada de excusas baratas; si no, no me atrevería ya ni a mirar el sol. Pero, mientras digo todo esto, ¿no estoy utilizando otra vez la más encantadora de las excusas? ¿Hasta qué punto no me acuso, empeñado como estoy en disculparme, en lugar de considerarme el único pecador de este mundo y desahogarme con esta alegre y generosa confesión? ¿Por qué no he ido todavía a ver a mi amada para decirle lo mucho que la quiero? No he ido porque temía que mis confesiones pudieran dañarla. Tiene una salud muy delicada. ¿Ven, señoras y señores, qué otra excusa tan maravillosa, tierna y sin lugar a dudas también barata? Por culpa de eso me sangra el corazón. En realidad, mi alma sangra por el resto de almas sangrantes que se avergüenzan de todas sus excusas y disculpas. Yo me avergüenzo de estar sensiblemente preocupado, lo que no vuelve a ser sino una excusa perfecta, redonda como una bola, de la que debería huir, pero no lo haré porque me encanta. Todos los que emplean excusas baratas se ríen de ellas, sí, pero les encantan. De modo que nos alegramos por nuestra maldad. ¡Oh, Dios! ¡Qué clase de criaturas tan lamentables somos! Aunque, bien mirado, tampoco está tan mal que sea así, ¿no? Me quejo tanto de mí como de los demás. He llegado lejos, muy lejos en el arte de presentar disculpas y de recrearme con la consiguiente y rápida excusa. Sin embargo, todos tenemos nuestros defectos, eso es algo que me consuela, ya que el consuelo va siempre tapizado de nuevo ingenio. Una cosa sí sé: las excusas baratas nos hacen interesantes, de ahí que sean sencillamente un tesoro.

El bosque de Díaz

En un bosque pintado por el francés Narcisse Virgile Díaz de la Peña (1807-1876) aparecían una madrecita y un niño. Estaban más o menos a una hora de camino del pueblo. Nudosos, los troncos de los árboles hablaban la lengua de un mundo arcaico. La madre dijo al hijo: “Creo que no deberías pegarte tanto a mis faldas. Como si yo estuviera sólo para ti. Tontito, ¿en qué estás pensando? A ti, pequeñín, te gustaría que los grandes dependieran de ti. Ay, qué tontería. Es hora de que en tu cabeza de chorlito entre un poco de reflexión, y para que eso suceda te voy a dejar solo. Ahora mismo dejarás de agarrarte a mí con tus manitas, asqueroso, pesado. Tengo motivos para estar enfadada contigo, y creo que lo estoy de verdad. Al fin y al cabo, a ti hay que hablarte en buen romance, porque, si no, serás toda tu vida un niño desvalido y de penderás constantemente de tu madre. Para saber cuánto me amas, tendrás que depender de ti mismo, ir a casa de extraños y servirles, y durante un año, o dos, o incluso más tiempo, no oirás más que palabras duras. Sólo entonces sabrás lo que he sido para ti. Si no me separo de ti, no podrás conocerme. Sí, hijito, no te esfuerzas, no tienes ni idea de qué es el esfuerzo, por no hablar de la ternura, ingrato. Tenerme siempre te convierte en un lerdo. Entonces no piensas siquiera un

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minuto, y eso es precisamente la lerdez. Deberías trabajar, hijo mío, y serás capaz de ello, si quieres, y no tendrás más remedio que quererlo. Tan cierto como que estoy aquí contigo en el bosque que pintó Díaz, deberás ganarte la vida con el sudor de tu frente para que en tu interior no termines convirtiéndote en un degenerado. Muchos niños se embrutecen porque se los ha mimado demasiado y nunca piensan ni aprendieron a pensar. Más tarde se convierten en damas y caballeros aparentemente hermosos y distinguidos, pero siguen siendo egoístas. Para protegerte de eso, para librarte de la crueldad y para que no te entregues a la estupidez, te trato rudamente, pues un trato demasiado esmerado no produce más que personas inconscientes y desconsideradas”. Al oír el discurso, el niño abrió los ojos lleno de espanto y se puso a temblar, y otro temblor recorrió las hojas del bosque de Díaz, pero los troncos, robustos, aguantaron. El follaje que había en el suelo murmuró: “Parece que lo que hay en este pequeño relato es muy sencillo, pero hay épocas en las que todo cuanto es sencillo y fácil de comprender escapa totalmente a la razón humana y por ello se entiende sólo con mucho esfuerzo”. Eso es lo que murmuró el follaje. La madre se había ido. El niño estaba solo. Le esperaba la tarea de orientarse en el mundo, que también es un bosque, de aprender a tener una mala opinión de sí mismo y de quitarse de encima la autocomplacencia para empezar a complacer.

Fue en aquella época, oh, en aquella época

Fue en aquella época, oh, en aquella época, cuando yo pasaba unos días soleados, jóvenes, estúpidos, anodinos y despreocupados en la pequeña ciudad de Thun, célebre por sus hermosos paisajes. Esa realidad montañesa, y luego de nuevo esa habitación vieja y oscura en la que, por así decirlo, me escondía. ¿Me escondía? ¿Por qué digo eso? No tiene ningún sentido. De momento lo digo así, sin más, y luego ya veremos si vuelvo sobre ello. ¿Y ahora qué? Ajá, ese resplandor. Sí, sí, esa dulce música como de violines, esa pieza de Viena, como quien dice medio muerta, olvidada. Sí, sí, eso es. Por lo demás, es probable que luego hable de eso con todo lujo de detalles. Será un placer volver a hacer hincapié, ya lo creo, en ese resplandor. Ahora, antes que nada, bueno, cómo decirlo en dos palabras, estábamos en la pequeña ciudad de Thun, en la que me escondía, en cierto modo, como discreto empleado de una caja de ahorros. Fue en aquella época, oh, en aquella época, cuando, en un majestuoso arrebato, le escribí a un hombre sumamente culto estas palabras: “¡Se lo ordeno!”. Fue una locura, sin duda. Pero ¿para qué se es joven, si no es para comportarse más o menos como un loco? Espero que me comprendan y recuerdo de nuevo ahora a esa dama altiva que vi hace poco en una película y que me emocionó maravillosamente con su vestido de amazona, tan ceñido. Jugueteaba con su fusta y parecía despreocupada y muy muy desdichada. Ah, qué impresión tan profunda e imborrable ejerció esa imagen sobre mí. Soy incapaz de describirla como se merece. Y en aquella época, en Thun, recibí una carta de un hombre en apariencia amable, y este hombre —puede que más tarde hable abundantemente de él— le hacía de lector a esa dama altiva que miraba a la vida sin ataduras, y ese lector editaba de hecho en aquellos días, que me siento con derecho a calificar de radiantes, una revista, una suerte de magazín en el que se publicaron unos poemas que por entonces se me ocurrieron de modo totalmente espontáneo, sin muchas ceremonias, sin pedir la conveniente autorización al respecto,

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saliendo de mí sin más, sobre lo cual me extenderé luego, si puedo, con más detalle. El vestido de la dama altiva me pareció de terciopelo, y así lo era en efecto, y todo su entorno se batía en duelo por ella. Inspiraba a todo el mundo un profundo respeto, y acariciaba con sus maravillosas manos perros delgados, blancos como la nieve, apacibles, y de esta manera erraba por las alturas de su vida sin hallar el camino, y yo estaba allí sentado y debía contemplar todo eso y pensaba en Thun, y luego ella se ponía a practicar esgrima con sus zapatos de tacón, y luego se presentaba alguien que quería hablar con ella. Puedo decir que la película me cautivó. Claro que me gustaría hablar de eso aún con más detenimiento, pero de momento me doy por satisfecho y les pido que lo estén ustedes también, pues en unos tiempos tan difíciles como los nuestros es absolutamente necesario que todos seamos educados, cariñosos y afables, igual que antaño lo fue Goethe, después de todo. Oh, qué orgulloso estoy de esta pequeña expresión, “después de todo”, no puedo ni decir cuánto. La señora, me refiero a esa que en la película mandaba y brillaba con grandeza, no encontraba en ningún lugar paz verdadera. De modo que estaba muy desasosegada.

¿Entienden ustedes ahora el alcance de mis palabras? En particular estaba insatisfecha con su matrimonio y buscaba, cómo no, consolarse de esa situación. Aunque, si lo logró o no, ¿quién puede saberlo? ¡Oh, qué sombrero tan majestuoso y triste llevaba! Viajaba con frecuencia. Su pobre esposo se quedaba en casa, sentado, la cabeza apoyada en las manos, y se sentía solo. Y también yo estaba sentado en la sala de proyecciones. Puede que vuelva sobre ese estar sentado, si ustedes me lo permiten. Les juzgo lo suficientemente indulgentes para hacerlo. Es tan simpático, tan extraordinariamente agradable tener una buena opinión de la gente. Trato de procurarme este placer tan a menudo como puedo, y en el fondo lo consigo casi siempre, motivo por el cual la gente me envidia muchísimo, quiero decir: a millones. Me envidio esta envidiabilidad. ¿Entienden lo que quiero decir? Y volvamos ahora a ese lector al cual he dicho que volvería llegado el caso. Me pregunto cómo se llama. Puede que aún viva, y podría molestarle que dijera su nombre. Hay que andar con cuidado para no ofender a nadie. Este es uno de nuestros deberes más nobles y elevados. Puede que esa que estaba en lo más alto de la existencia leyera de vez en cuando poesía, etc. O quizás también pintara. Lo cierto es que tenía una serie de castillos idílicamente situados y, no obstante, siempre parecía como si le faltara algo. De eso hablaremos quizás más adelante. ¿Les parece bien este género de ensayo que no avanza, verdad? ¿Les gusta? Ciertamente, lo que es yo, creo en la discreción a raudales. Estoy completamente aturdido por mi obra, dulcemente agobiado; creo que es algo hermoso. Nuestra inseguridad nos confiere calma, y la seguridad, es decir, la determinación, nos da a menudo motivos para estar inseguros. Y así me gustaría creer que os he dado una idea suficiente de mi respeto por esa mujer tan respetable que mantenía a un lector que, una vez, hace muchos años, me escribió una carta extremadamente amable y al que no nombraré por delicadeza, lo cual ya he señalado humildemente y lo digo de nuevo porque no es baladí, pues también ustedes, sin duda, creerán que es oportuno que nos respetemos unos a otros y considerarán este respeto como algo precioso e importante. Entretanto, adiós. Me llaman a la mesa.

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Traducción: Juan de Sola Llovet y María Condor

Robert Walser (Suiza, 1878-1956). Toda su obra en español ha sido editada por Siruela. Dentro de los tomos más recientes se cuenta La habitación del poeta.

Cortesía: ddooss

Nota

En 1977 Carl Seelig, último amigo y albacea de Robert Walser, declaró que el legado literario del escritor suizo eran unos papeles cubiertos en su totalidad por jeroglíficos escritos en la clave compulsiva de alguien que había perdido contacto con la realidad. Lo que quiso decir Walser desde su aislamiento voluntario en un sanatorio mental, se convirtió en uno de los grandes misterios de la literatura. Hoy, sin embargo, después de 15 años de minuciosa reconstrucción caligráfica por parte de los académicos Werner Morlang y Bernhard Echte, esas 526 hojas y papeles de distinto formato han sido descifrados. No se trataba de ningún código hermético, sino de clásica escritura Sütterlin (que se enseñaba en las escuelas a principios del siglo XX), sólo que trazada a lápiz y con caracteres minúsculos. Presentamos cinco piezas de las contenidas en estos legajos, tomadas del libro Escrito a lápiz. Microgramas 1 (1924-1925), recién editado por Siruela.

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Por nada (para el gato)

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Anoto el articulillo que me parece quiere nacer aquí, en el silencio de la medianoche, y lo escribo Por Nada, es decir para el gato, es decir, por la costumbre de hacerlo.

Por Nada es una especie de fábrica o de establecimiento industrial para el que los escritores bregan diariamente, cada hora incluso y al que, fieles y asiduos, entregan su mercancía. Producir es mejor que charlar inútilmente sobre la producción, o perderse en discursos estériles sobre lo que es útil. De Pascuas a Ramos, incluso los poetas escriben Por Nada, pensando que es más inteligente hacer algo que no hacer nada en absoluto. Quien trabaja Por Nada, esta quintaesencia de la comercialización, lo hace por el misterio de sus ojos. A ese gato se le conoce sin conocerlo; dormita, ronronea de alegría en su sueño, quienquiera que intente comprenderlo se encuentra ante un enigma impenetrable. Aunque Por Nada represente para la cultura un peligro notorio no parece que uno esté en condiciones de prescindir de él, pues no es otra cosa que la época en la que vivimos y para la que trabajamos, la época que nos provee de trabajo, pues bancos, colegios, restaurantes y casas editoriales, y la mayor parte del comercio, y la importancia fenomenal de las redes de producción de mercancías, y más aún, suponiendo, lo que considero superfluo, que quisiera enumerar todo aquello que pudiera entrar en esta lista, todo eso, es Por Nada, siempre Por Nada, y aún Por Nada. Por Nada, no es sólo bajo mi punto de vista lo que contribuye a la buena marcha del sistema, que tiene algún valor en la maquinaria de la civilización, sino como he dicho, Por Nada, es el mismo sistema, y si hay algo que pueda en rigor distinguirse de él, y pretender no ser hecho Por Nada, es precisamente lo que presenta un valor de eternidad: las obras maestras del arte, por ejemplo, o las acciones que sobrepasan los simples gorjeos, efectos sonoros, rumores y estridencias del día. Solo aquello que no es mascado y devorado por el rechazo o la admiración, dicho de otra forma Por Nada, que por cierto representa algo eminente, solo eso, se dice, está llamado a perdurar y llegará algún día, como un buque de carga o un paquebote, al puerto de una lejana posteridad. Mi colega Tartempion, bajo mi punto de vista, garabatea de todas todas Por Nada, aunque escribe y versifica de la manera más sofisticada. En lo tocante a la nadería natural de su trabajo, sin ninguna duda notable, Trucmuche, que puede decir que tiene una bella y encantadora esposa, que cena y se festeja como un príncipe, que pasea estupendamente todos los días y vive en un apartamento romántico, Trucmuche, pues, comete un flagrante error obstinándose en creer que el gato lo ignora. Pues si, por su parte, éste considera a Trucmuche como a uno de los suyos, Trucmuche insiste en pensar que Por Nada no lo juzga digno, lo que de ninguna manera corresponde a la realidad.

Al mundo actual, yo lo llamo Por Nada; para la posteridad, no me permito denominación familiar.

Por Nada es a menudo desconocido, uno se hace el desdeñoso, y cuando se le echa algo de alimento, se añade con desdén, en una disposición de espíritu totalmente aberrante, ¡es Por Nada! Como si, todos los hombres, desde que el mundo es mundo, no hubieran trabajado para él.

Él es, pues, el destinatario primero de todo lo que acontece; se repite, y solamente lo que continua viviendo y actuando a su pesar es inmortal.

Mis esfuerzos

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Con el tiempo he llegado a ser un tema de preocupación para mis editores. Hay uno que me ha invitado a escribir novelas cortas para él; ¡a mí, que hasta el momento quizá no haya sido capaz de que ni una sola haya salido bien! A los veinte años, escribía versos, y a los cuarenta y ocho, de repente he comenzado de nuevo a escribir poemas. Por principio, en la presente tentativa de autorretrato, voy a evitar cualquier deriva personal. Por ejemplo, no diré ni una sola palabra de las personalidades importantes que he encontrado en mi vida. En cambio, me gustaría hablar lo más fielmente posible de hacia dónde van mis esfuerzos. Creo disfrutar hoy de cierta reputación como escritor de historias cortas. Quizás el valor literario del relato breve sea bastante efímero. ¿Puedo por otra parte rogar al lector que tenga la bondad de creer que lo que sale de mi boca es el fruto de mi excelente humor? Tengo la impresión, en este momento delicioso de mi vida, de ser la alegría en persona. Hasta aquí, he escrito por otra parte en una tranquilidad perfecta, a pesar de que mi naturaleza me haya podido llevar a la intranquilidad. Subrayemos de paso que, más o menos, desde hace cinco años, tengo una amiguita que a fe mía, no quiero siempre con un amor de primerísima categoría. De cuando en cuando, lo confieso abiertamente, leo en francés, sin tener la pretensión de comprender cada palabra de esta lengua. Respecto a los libros y a los seres humanos, considero que entenderlos de cabo a rabo, antes que provechoso, carece de interés. Quizá me haya dejado influenciar, aquí o allá, por las lecturas. Hace unos veinte años, redacté con cierta maña tres novelas, que quizá no lo son en absoluto, sino que serían más bien libros, en los que aparecen un montón de cosas, y cuyo contenido parece que ha gustado a un círculo más o menos grande de mis semejantes. Hace mucho tiempo, uno de mis jóvenes contemporáneos, se puso casi a provocarme al ver que no me emocionaba porque se le hubiera ocurrido decirme que admiraba tal o cual de mis viejos libros. Es un hecho, sin embargo, que la obra en cuestión es por así decirlo inencontrable en librería, por lo que su autor no debería mostrarse encantado. Sucede quizá lo mismo con alguno de mis honorables colegas. Cuando iba al colegio, uno de mis maestros o pedagogos celebró mi redacción como diciendo que era el tipo de escritura de artículo por excelencia, lo que me permitió redactar numerosos borradores, etcétera, y me llevó a cuidar mi oficio de escritor, por lo que, naturalmente, me enorgullezco. En aquella época, si pasé de la redacción de novelas a los artículos, es porque las vastas construcciones épicas comenzaban por así decirlo a irritarme. Mi mano desarrolló como una especie de rechazo a servir. Para recuperar sus buenas costumbres, no le pedía más que ligeras pruebas de eficacia, pues, son precisamente este tipo de detalles los que me han permitido reconquistarla. Conteniendo mi ambición, he tenido por norma el contentarme con cualquier pequeño éxito, por modesto que fuera. El escritor en mí se conformaba a las órdenes de aquel que deseaba seguir llevando una vida muy tranquila, y que cobraba de las redacciones de periódicos más diversos. Por lo que creo, en otro tiempo tuve un nombre; sin embargo, me acostumbré también a un nombre menos notable pues anhelaba adaptarme a la denominación de «cronista de periódicos». Jamás me ha llegado a paralizar la idea sentimental de que se me pudiera considerar como artísticamente perdido. Como una suave mano sobre mi hombro, la pregunta se planteaba a veces: «¿Ya no es arte lo que haces?». Sin embargo, podía decirme que lo que continua mereciendo la pena no tiene que dejarse importunar por exigencias cuyo peso ideológico lo ensombrece. Confesémoslo rotundamente, no tenía voluntad para prohibirme perder el tiempo hasta ciertos límites. Me basta con poder pensar que es verosímil que el tiempo ha cuidado de mí maravillosamente. Aún estoy vivo, lo reconozco, y quizá me sea permitido dar gracias por ello estando dispuesto a vivir en armonía conmigo mismo. Cuando, ocasionalmente, me apetecía

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garabatear al buen tuntún, ello podía parecer un poco descabellado a los ojos de la gente archiseria; pero en realidad, experimentaba en el terreno de la palabra, con la esperanza de que la lengua guardara alguna vitalidad aún desconocida que sería una alegría descubrir. Mientras que mi único deseo era liberarme, y permitía que este deseo existiera, ha podido suceder que aquí o allá, se me desapruebe. La crítica acompañará siempre a los esfuerzos.

El hombre gastado

Lentamente, el hombre gastado hacía su camino, dándose cuenta perfectamente de que en otro tiempo se había echado a perder. Con frecuencia, se había podido ver su imagen, no exenta de seducción, en el grupo de amigos. Hace muchos años, él y estas personas eran presumidos, tenían lo que querían, es decir lo que deseaban, confianza y serenidad. Si apenas se habían sentido llamados a realizar grandes cosas o a esforzarse al máximo. Vivía, como muchos de sus vecinos, en una feliz despreocupación, pasando la mitad de las noches de comilona con toda una compañía de felices guasones y bocazas. Se sentía absolutamente incapaz, por el momento, de dárselas de listo. Ya desde hacía un tiempo, ofrecía a los demás una cara pasmada, asombrada, por así decirlo, pues la soledad se iba haciendo en torno suyo. Creía tener que acordarse de que en otro tiempo, por ejemplo, una multitud de amigos y conocidos habían formado casi continuamente una especie de muralla protectora a su alrededor. Esta buena gente, en cierto sentido, se le parecía mucho. Era, cómo decirlo, un tipo desajustado, o a punto de llegar a serlo poco a poco. A lo largo del año, pensaba y hacía siempre lo mismo, tan poco, pequeñas nadas confortables, fáciles, agradables, propicias a la vanidad. La vanidad, sí, era eso, sobre todo, lo que durante años había contado para él. Ahora, sus manos tenían una expresión de molicie. La renuncia había impreso su sello a todo su comportamiento. Sobre todo, no tenía en absoluto ganas de bromear. Había dejado de reír desde hacía mucho tiempo. Algo en él temía el haber recurrido a la risa, como uno teme una inconveniencia. Antes, había sido claramente un gatillo o un detonador de cohetes de risa. Estos buenos viejos tiempos parecían haber huido para siempre. ¿Era viejo? No. Aún no. Se encontraba más bien en el cenit de la vida, o sea, en su quincuagesimotercer o quincuagesimocuarto año. ¡Ah! ¡Si únicamente su cráneo había sido el cráneo de un cínico triunfador! ¡He ahí lo que le hubiera convenido en su más alto grado, he ahí con lo que disfrutaría! Pero triunfar, ¡ay! No era necesario soñar con ello. Cómo le hubiera gustado imaginarse que era un tigre, una fiera soberbia, vigorosa, invencible. De eso no se encontraba ni rastro en su persona. Temblaba en su fuero interno como un criminal reincidente, es decir como aquel a quien se le podía reprochar tal o cual crimen. Todo el carácter que había tenido parecía desvanecido, probablemente para siempre. Y su lado petulante, chispeante, lleno de ideas, ¿dónde estaba ahora?

Soñando que en una determinada época, había creído controlar la vida, entró indeciso y a la defensiva, en un museo, y se quedó pasmado ante el retrato de un almirante del Renacimiento, ¡completamente ahumado! ¡Inaudita, la expresión impasible que ofrecía! Le llamó la atención otro cuadro que representaba a un hombre de alrededor de ochenta años, que representaba, sin embargo, la destilada firmeza de un joven de muy buena familia.

Al salir del museo, sabía, con certeza y para su mayor desagrado, que sus trazas imploraban asistencia, y que todo su comportamiento delataba el desorden.

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Jamás hubiera creído que fuera posible una cosa parecida. Como pasaba ante las ventanas de una casa completamente construida de cristal, quedó clavado en el suelo, estupefacto ante un extraño espectáculo.

Vio una mujer joven y bella, elegantemente vestida, que bajo las miradas de los viandantes, sentada en un canapé, acercaba de vez en cuando a sus labios el borde de una taza. Sobre la mesa se encontraba un libro abierto. Su fisonomía parecía decirle:

«Tú como los demás, esperabas mucho del porvenir. ¡Pero no es lo que habías imaginado!».

Siguió su camino, y por doquier chocaba consigo mismo, y era para no entender nada.■