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El Hombre Del Bosque Zane Grey Comentario [LT1]:

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Zane Grey

Comentario [LT1]:

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El hombre del bosque Zane Grey

I A1 ponerse el sol la selva estaba solitaria. El mayor silencio reinaba en ella. Dulce

perfume de abeto y flores campestres saturaba el aire. Todo era áureo, colorado o verde. El único hombre que avanzaba entre los copudos árboles confundíase con ellos en medio de un derroche fantástico de colores.

Los últimos rayos del sol poniente teñían de arrebol la cima de Old Baldy, la más alta de todas las Montañas Blancas. A los pies de esta montaña, de unos tres mil metros de altura, se extendía, rodeada y aislada por desiertos de Arizona, una inmensa región de tupidos bosques y agrestes y frondosos montes, mansión de alces y ciervos, osos y pumas, lobos y zorras, domicilio y refugio de los apaches.

En aquellas altitudes la brisa fría que comenzaba a soplar en septiembre después de ponerse el sol, refrescaba súbitamente el ambiente, trayendo en volandas el crepúsculo y los sonidos lejanos, imperceptibles pocos minutos antes.

Milt Dale, el hombre del bosque, se detuvo en lo alto de un frondoso collado para escuchar y otear. Tenía a sus pies un estrecho y ubérrimo valle desde el cual se elevaba un débil murmullo de agua corriente acompañado de la música menos grata de los aullidos de los coyotes. Desde las altas copas de los abetos partían las vocecillas de los pájaros, que se disputaban buscando en la enramada cómodo y seguro lugar donde pasar la noche.

En todos estos sonidos no advertía Dale nada que no fuera normal. Oíalos con placer porque no percibía entre ellos ninguna patada de caballo herrado, cosa que le desagradaba por indicar la presencia del hombre blanco. Mucho más amaba a los indios que .i los hombres de su propia raza. Los indios, por su parte, no sentían enemistad alguna contra el cazador solitario, pero la espesura del bosque servía también de refugio y escondrijo a una partida de facinerosos con quienes Dale no deseaba topar.

Cuando Milt Dale continuo su marcha por el declive, las últimas luces del radiante cielo reflejábanse en el suelo formando bellos claroscuros de amarillo y azul. Las superficies pulidas de los remansos a orillas del arroyo brillaban como espejos. Dale recorrió con su mirada el valle procurando penetrar las espesas sombras que envolvían el arroyo, tras el cual las piceas, con sus hojas lanceoladas, que destacaban su perfil sobre el fulgor del cielo, formaban un negro muro impenetrable a la vista humana. El viento empezó a gemir entre los árboles y mil señales de lluvia se dejaron sentir en el ambiente.

Con la noche encima y el aguacero inminente, Dale dirigió sus pasos a una vieja choza de troncos, en vez de ir a dormir a su campamento, a varias millas de distancia. Cuando llego a la choza la oscuridad era poco menos que absoluta. Se acerco con precaución, porque en aquella choza podían haber ido a buscar refugio tal vez unos indios, tal vez algún oso o algún jaguar. Por fortuna, nadie se le había anticipado todavía, y Dale tomó posesión del albergue y se puso a estudiar los síntomas del cielo. Una llovizna menuda y fina le humedeció la cara, y el hombre del bosque comprendió que llovería toda la noche abundantemente.

Al poco rato oyó el trotar de varios caballos, y en seguida atisbo algunas sombras que se movían en la proximidad. No había podido oír a los intrusos hasta tenerlos materialmente encima porque el viento se llevaba los sonidos en dirección contraria. A la proximidad a que estaban, Dale pudo comprobar que los jinetes eran cinco. Pronto oyó sus voces broncas y ásperas. Retrocedió rá- pidamente, tanteando con

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cautela para dar con una esca- ]era que en otras ocasiones había visto abandonada por allí. La encontró y subió con su ayuda al sobradillo de la choza, quedando allí agazapado, sin moverse y sin soltar el fusil. Apenas se había acomodado lo mejor que pudo cuando oyó los pasos y las espuelas de los hombres que entraban en la cabaña.

-¡Hola, Beasley! ¿Está usted aquí?-exclamo una voz. No hubo respuesta. El que había hecho la pregunta dio un gruñido y las espuelas

volvieron a sonar. -Amigos, Beasley no ha llegado todavía - dijo la misma voz después del gruñido-;

atad los caballos y esperemos. -¡Esperar! -rezongo uno- ¡Quizá toda la noche y sin nada que llevar al estomago ! -¡Cierra el pico, Moze! No sirves más que para comer. A cuidar de los caballos y a

traer alguna leña, eso es lo que os digo. Siguieron a esta orden algunos rezongos, algunos pasos y el sonido sordo de las

pisadas de los caballos en la tierra húmeda. Al poco rato, un hombre volvió a entrar en la choza.

-¿Para que nos has traído aquí, Snake? -murmuró-. ¡Ya me figuraba yo lo que sucede!

-Paciencia, Jim ; Beasley no puede tardar -fue la contestación desabrida e imperiosa.

Dale sintió acelerársele la sangre en las venas. Un escalofrío recorrió su cuerpo. El hombre que capitaneaba la pandilla era Snake Anson, el bandido más feroz, más temible y peligroso de toda la comarca. Los demás serían otros monstruos como el. Y el Beasley que acababan de nombrar era uno de los hacendados más ricos y res-petados de Montañas Blancas. ¿Que podía significar aquel contubernio convenido entre el rico ganadero y el bandido? Claramente tuvo que comprender Milt Dale que no podía significar nada bueno. ¡Cuántas misteriosas desapariciones de ovejas, pobreza y desesperación del pequeño pueblo de Pine, se explicaban ya fácilmente! También se explicaba la exagerada, la incomprensible prosperidad de Beasley.

Otros hombres más entraron en la choza. -¡Vaya aguacero! -exclamó uno, y en seguida se oyó el ruido sordo de unos leños

arrojados al suelo. -Jim, aquí traigo un haz de leña seca como la yesca -dijo otro. Varios golpes y chasquidos dieron a Milt Dale la seguridad de que los de abajo se

esforzaban en arrancar de los leños unas cuantas astillas con que encender el fuego. -Déjame tu pipa, Snake, y ahora mismo tendremos fuego. -Quiero mi tabaco para mí y no me interesa el fuego -contestó Snake. Sonaron los golpes repetidos del acero contra el pedernal, prueba palmaria de los

esfuerzos de Jim por hacer brotar la llama. De repente hízose un poco de luz en la estancia, y el siseo del fuego prendiendo en la leña se dejó oír claramente en la habitación.

Dale estaba tendido boca abajo y los chisporroteos le enviaban chispas cerca de los ojos. Cuando la llama era bastante viva, podía distinguir perfectamente a los hombres que tenía debajo. Jim Wilson era el único a quien conocía de todos ellos. Wilson, mucho más antiguo en aquellos contornos que Snake Anson, no era tan malo como los hombres con quienes solía juntarse. Corrían rumores de ciertas desavenencias entre é1 y Snake.

-El calorcito del fuego se agradece -dijo Moze, un hombre ancho de hombros y muy moreno-; se nota la proximidad del otoño. ¡Si no tuviéramos tanta hambre!

-En el maletín de mi caballo hay una buena tajada de carne de ciervo, Moze, y te daré la mitad si vas a buscármela -dijo otro.

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Moze salió inmediatamente, lleno de alegría. A la luz de la llama el rostro de Snake aparecía enjuto y alargado como el de un

ofidio. Sus ojos brillaban con siniestro fulgor y su cuello larguirucho y su cuerpo des-madejado contribuían a darle marcada semejanza con un repugnante reptil.

-Snake, ¿qué tenemos que tratar aquí con Beasley? -quiso saber Jim. -Ya lo sabrás cuando yo mismo lo sepa-contestó el capitán de la banda con aire

caviloso. -¿No hemos despojado ya a bastantes gringos sin ganar nada?-preguntó el más

joven de la pandilla, un muchachote ovos labios pálidos y ojos hambrientos le distinguían de sus camaradas.

-Tienes razón, Burt, y yo pienso lo mismo que tú -declaró el que había enviado a Moze a buscar su carne.

-Snake, estos montes no tardarán en estar cubiertos de nieve -dijo Wilson-. ¿Vamos a invernar en la cuenca del Tonto, o a orillas del Gila?

-Calculo que tendremos que galopar bastante todavía antes de que podamos dirigirnos hacia el Sur-respondió Snake no de muy buen talante.

En aquel momento volvió Moze. -Capitán, acabo de oír un caballo por el senderoanunció. Snake se levantó y se detuvo en la puerta, escuchando. Fuera, el viento soplaba con

fuerza arrojando sobre las paredes de la cabaña la abundante lluvia. Hubo un momento de silencio y Dale no tardó en oír los cascos de la cabalgadura

golpeando el suelo rocoso. Los hombres de Snake Anson rezongaban entre dientes, pero ninguno de ellos se atrevió a hablar. El fuego crepitaba alegremente. Snake Anson regresó de la puerta con movimientos que denotaban a la vez duda y precaución.

El caballo detuvo su marcha. -¡Hola, ahí dentro! -gritó una voz desde la oscuridad. -¡Hola! ¡Aquí estamos! -repuso Anson. -¿Eres tú, Snake? -preguntó el recién llegado. -Sí, yo soy-respondió Anson, mostrándose. El recién llegado entró, chorreando agua. El sombrero, bien encasquetado, le

sombreaba el rostro ocultándole la mitad de la cara. Su bigote era negro y lacio; su barbilla, recia y firme como de piedra. Sus movimientos eran testimonio de fuerza, salud y vigor.

-¡Hola, Snake; hola, Wilson! -dijo-. He de hablar con vosotros de otro asunto. Algo absolutamente particular y privado.

E hizo un gesto significativo de que los hombres de Snake tenían que abandonar la estancia.

-Moze, retírate con Shady y con Burt -ordenó Anson-. Id ensillando los caballos, mientras hablo con este caballero.

Los tres hombres de la banda salieron, no sin arrojar antes algunas miradas furtivas y curiosas al recién llegado.

-Ya puedes hablar, Beasley -dijo Anson-. Jim puede oírlo todo, porque no tengo secretos para él.

-Lo que me trae aquí hoy, nada tiene que ver con las ovejas -dijo Beasley acercándose al fuego y extendiendo sus manos al calor de la llama.

-Sea lo que sea, no me gusta el modo que tienes de hacerme trotar y aguardar-gruñó Anson -. Hemos estado esperando todo el día en Big Spring. Por último llegó el gringo para hacernos venir aquí, lejos de nuestro campamento, sin víveres ni mantas.

-Poco será lo que voy a deteneros -dijo Beasley-, pero aun cuando os retuviera

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largo rato no lo lamentaríais, pues has de saber que he venido a tratar contigo de algo relacionado con Al Auchincloss, el hombre por culpa del cual tú vives hoy al margen de la sociedad.

La vibración, la sacudida que experimentó todo el cuerpo de Anson fue prueba inequívoca de su sorpresa. También los ojos de Wilson denotaron curiosidad. Beasley echó una mirada a la puerta, y prosiguió:

-El viejo Auchincloss está en las últimas. No tardará dos semanas en reventar. Él mismo comprende que se va a morir de un momento a otro. Tiene una sobrina en Missouri y quiere que venga para dejarle toda su fortuna: sus ranchos, sus ovejas, todo. Según parece, no tiene ningún otro heredero. Ya sabes que Al y yo fuimos socios en varios negocios ganaderos. Aseguró que yo le era infiel y rescindió los contratos. Desde entonces yo he venido sosteniendo que el faltó a sus compromisos, que me hizo traición y que me debe ovejas y dinero. En Pine, y en toda la comarca, tengo tantos amigos como Auchincloss. La joven ha de llegar a Magdalena el 16, o sea de mañana en ocho. Allí cogerá la diligencia para Snowdrop, adonde irán a recibirla los hombres de Auchincloss.

-Bien -gruñó Anson-, ¿y que tenemos con todo eso? -Que esa señorita no debe llegar a Snowdrop. -¿Quieres que detenga la diligencia y rapte a la muchacha? -Exactamente. -Bien; ¿y después? -Te marchas con ella. La haces desaparecer. ¿Cómo? Eso es asunto tuyo. Lo

importante es que desaparezca. Yo aprovechare esta circunstancia para renovar mis reclamaciones y demandas contra Auchincloss, le hostigare, no le dejare defenderse, y tomare posesión de sus propiedades inmediatamente después de exhalado su último suspiro. Luego podréis soltar a la muchacha, pues ya no me importará que vuelva. Tú y Wilson os arreglareis para repartiros lo que os corresponda. A los de tu banda no les digas de quien se trata, ni les dejes entrever los motivos del rapto. Este asunto te valdrá una buena recompensa y permiso para salir del territorio.

-Todo eso me parece bien -musitó Snake Anson-; el único punto oscuro a mi ver es la muerte de Auchincloss. El viejo Al es más fuerte de lo que parece. Quizá no se muera tan pronto como tú te figuras.

-Auchincloss está ya con un pie en el sepulcro -aseveró Beasley con tal convicción que no había manera de contradecirle.

-Sí; la verdad es que no hacía cara de mucha salud la última vez que le vi. Bueno, caso de que yo acepte el plan, ¿cómo conoceré a la muchacha?

-Se llama Elena Rayner. Tiene veinte años. Es hermosa como lo han sido todos los Auchincloss.

-Bueno; veamos ahora: ¿que tajada sacaré de este negocio? -No des participación en el a nadie más. Vosotros dos podéis detener la diligencia.

Como nunca la han atacado, pillareis al mayoral desprevenido. Será conveniente que os tapéis la cara. ¿Te parece bien que te recompense con unas diez mil ovejas, o con su valor en oro?

A lo cual Jim Wilson añadió en voz baja: -Y permiso para abandonar el territorio. -En efecto, permiso para abandonar el territorio -repitió Beasley. -Bueno, puedes contar conmigo -declaró Snake Anson -. El 16 de septiembre la

chica estará en Magdalena, y dices que se llama Elena y que es bonita. -Sí; mis pastores empezarán a dirigirse al Sur dentro de dos semanas. Envíame

noticias por mediación de alguno de ellos.

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Beasley aproximó una vez más las manos al fuego, se puso a continuación los guantes y se encasquetó el Bombero, saliendo pronto tras breve y seca despedida.

Poco después daba Snake Anson a los suyos la orden de partir igualmente, y al poco rato no se oía en la cabaña sino el gemido del viento y el ruido monótono de la lluvia.

II

Milt Dale se sentó despacio y clavó sus ojos pensativos en la oscuridad. Era un hombre de treinta años. A los catorce había huido del colegio y de su casa

de Iowa para agregarse a una caravana de colonos exploradores. Fue uno de los primeros en ver cabañas de madera en las laderas de Montañas Blancas. La vida monótona y pacífica del rancho no le gustaba y llevaba ya doce años viviendo en la selva, con raras, muy raras visitas a Pine, Show Down y Snowdrop. Esta vida, selvática y solitaria, no significaba desamor por sus semejantes, pues se interesaba por ellos y era bien recibido en todas partes; pero la selva le atraía con su inmarcesible belleza, su encanto, sus peligros, sus misterios, y él la amaba con la fuerza instintiva de un salvaje.

La casualidad le había permitido descubrir una confabulación contra la única persona, entre todos los honrados habitantes de la región, a quien no podía considerar como un amigo.

-Ese Beasley -soliloqueaba-, ese Beasley, en oscuros tratos con Snake Anson. Tiene razón. Al Auchincloss está en las últimas, el pobre. Será inútil que le cuente lo ocurrido, pues no me creerá.

Después de lo que acababa de oír Dale, tenía que ir apresuradamente a Pine. -Una muchacha de veinte años -musitó-, a la que hay que raptar por orden de

Beasley. Eso para la muchacha es peor que la muerte. Dale aceptaba los hechos con una ecuanimidad de espíritu y un fatalismo propios

de su alma curtida en las luchas crueles de la vida selvática. Los hombres perversos no sienten por sus víctimas más piedad que los lobos por los ciervos que despedazan. ¡A cuántos lobos había dado muerte en castigo de su maldad! No había derramado nunca, en cambio, sangre humana. Siempre había sentido tendencias protectoras : los viejos y los niños despertaban a este respecto todas sus simpatías ; en cambio las jóve-nes no habían suscitado nunca su interés. ¡Que extraño le parecía que sintiera deseos de vencer a Beasley y ayudar a Al Auchincloss, por causa de una muchacha! La pobrecilla estaría ya, sin duda, en camino, sola, confiada, esperanzada, forjándose ilusiones y pensando en su futuro hogar. ¡Cuán difícil es siempre prever cómo ha de terminar un viaje! Muchos senderos terminan de repente en lo más enmarañado de la selva y únicamente los más diestros hombres del bosque son capaces de evitar la tragedia.

-¿Que misterioso destino me haría acortar hoy, a través de la selva, desde Spruce Swamp? -reflexionó Dale.

Ninguna circunstancia, ningún movimiento le parecía fortuito. Rara vez cambiaba ninguno de sus métodos o de sus hábitos. El haberlo hecho, sin motivo alguno para ello, aquel día, y el haber descubierto, por tal causa, el plan que se tramaba contra una joven, era una coincidencia que le hacía meditar.

Cuanto más consideraba los hechos, más sentía Milt Dale una extraña emoción, un calor raro, apoderarse de su cuerpo. Él, a quien tan indiferente le dejaban las querellas

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de los hombres, sentía encendérsele la sangre ante las cobardes maquinaciones en contra de una joven inocente.

-El viejo Al no querrá oírme -lamentó-, y aun cuando me oyera, no me creería. ¡Quizá nadie quiera creerme! Como sea, Snake Anson no se apoderará de la muchacha.

Estas palabras dieron a Dale la satisfacción de una decisión firmemente tomada y sus reflexiones cesaron. Cogió su fusil, bajó a la planta baja y asomó la cabeza por la puerta. La oscuridad era aún mayor, el viento soplaba con más fuerza, el frío había recrudecido. Tirones de nubes barrían el cielo, dejando sólo acá y acullá alguna que otra estrella. Las ráfagas del Noroeste lanzaban contra las paredes de la cabaña el orvallo de una lluvia cernida y fina. Mil sonidos sordos llenaban la selva.

-Me parece que lo mejor será pernoctar aquí-murmuró, acercándose al fuego. Los leños estaban hechos ascuas. De los bolsillos de su cazadora se sacó un paquetito de sal y algunos trozos de cecina, que puso a asar al fuego y que comió luego con el hambre y la satisfacción del cazador acostumbrado a la sobriedad.

Se sentó en un tronco y adelantó las manos hacia el fuego fijando la mirada en las doradas y rutilantes ascuas. El viento soplaba con furia cada vez mayor, desgajando ramas y produciendo en el bosque horrísono estruendo. El suave calor del interior de la cabaña era como una invitación al sueño. El rugido del viento entre los árboles comenzó a sonar en los oídos de Milt Dale; al principio, como una cascada ; luego, como un ejercito en retirada, y finalmente, como un susurro quedo y melancólico. Y en las brillantes ascuas veía, como en sueños, mil y mil imágenes extrañas.

Comprendiendo que no tardaría en pegar los ojos, volvió a subir al sobradillo y tendiéndose cuan largo era se quedó pronto profundamente dormido.

Púsose en camino, sin embargo, antes de rayar la aurora. El viento había cambiado de dirección durante la noche y la lluvia había cesado.

En los lugares despejados la hierba estaba cubierta con una leve cana de escarcha. Todo era gris; las sombras lo poblaban todo, como espectros. Poco a poco el Este fue inflamándose y no tardaron los alegres rayos del sol en llenar de claridad todos los ámbitos.

Éste era siempre para Dale el momento más feliz del día, así como el del ocaso era el más triste. Algo había en su sangre que acompañaba al despertar de toda la Naturaleza. Sus pasos eran largos, silenciosos, e iban dejando oscuras huellas sobre la hierba húmeda.

Para evitar una ascensión penosa, Milt Dale marchaba describiendo eses. Lo mismo los llanos altos y abiertos que los bosques espesos le brindaban su abundante caza. Un crujido entre la ramas, una mancha gris entre los arbustos, un objeto cualquiera en movimiento, todo tenía para Dale una significación fácil de reconocer. Al asomar cautamente por un terromontero, divisó una zorra que estaba espiando una mancha gris que luego resultó ser un grupo de perdices. Levantaron el vuelo tronchando las ramillas más delgadas, y la zorra desapareció en veloz carrera. En todas las llanuras altas, Milt Dale encontraba gran número de pavos silvestres que se alimentaban con las semillas de la abundante hierba.

Tenía la costumbre de llevar, en sus visitas a Pine, alguna carne recién matada por el a los amigos, que siempre la recibían con agrado y le brindaban hospitalidad. La prisa que llevaba aquel día no bastó a que faltara a tal costumbre.

Por fin llegó al cinturón de pinos, en donde los altos y corpulentos árboles erguían majestuosamente sus verdes cabezas al cielo, a buena distancia unos de otros, y el suelo estaba cubierto de una espesa, blanda y olorosa estera de pinochos. Las ardillas le miraban curiosas e intrigadas, huyendo listas y vivarachas al verle cerca. Las había

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de varios colores y tamaños: unas delgadas, oscuras, con rayas en la piel; otras grandes, coloradas, y otras gris oscuro, con sus grandes colas de sedoso pelo y sus orejas empenachadas.

Aquel cinturón de pinos terminaba bruscamente junto a una zona de tierra abierta, casi una pradera, con colinas acá y acullá y algunos grupos de álamos temblones de cuando en cuando. Allí encontró Dale una manada de unos cuarenta pavos salvajes. Por sus colores sin brillo y sus líneas menos vigorosas comprendió Dale que todos eran hembras. Ni un solo pavo había en el grupo. Al darse cuenta de la presencia del cazador empezaron a correr todas por entre la hierba, sin mostrar más que las cabezas, y desaparecieron luego prontamente. Dale se fijó, también, en unos coyotes que habían estado espiando a las pavas con propósito de caer sobre ellas al menor descuido, disparando contra uno de ellos, aunque sin ánimo de herirle. La bala fue a hundirse en el suelo, y el animal, asustado con el estampido y el golpetazo de hojas y tierra que recibió en el hocico, se internó velozmente entre la espesura, huyendo del peligro. Ésta era una de las diversiones del cazador solitario. Su fusil estaba siempre dispuesto a matar cualquiera de los muchos animales dañinos de la selva, aunque Dale sabía muy bien que en el grande y vasto plan del Universo, el puma, el oso, el lobo y la zorra eran tan necesarios como los otros seres más débiles e indefensos que les servían de alimento. Pero el amaba más a estos que a aquéllos, y así, aun doblegándose ante arcanos que acataba, no podía menos de deplorar la inevitable crueldad.

Cruzó la ancha y verde llanura y emprendió, entre álamos temblones y pinos, suave descenso por una barrancada al fondo de la cual corría un claro y tumultuoso arroyo. La voz de un pavo silvestre le hizo cambiar el curso de sus pasos, dando silenciosamente un rodeo en torno de un grupo de álamos temblones. En medio de un trozo de terreno cubierto sólo por la alta v abundante hierba había una docena o más de pavos silvestres, con la cabeza alta y vigilante en la actitud de desconfianza característica de la especie. Ningún animal tan difícil de matar como estos recelosos pavos silvestres. Dale mató a dos; los otros desaparecieron corriendo ayudados de las alas, como los avestruces, y remontando a poco el vuelo hasta la altura de un hombre, desaparecieron en el bosque.

Dale se echó los dos pavos muertos al hombro, y continuó su camino. Una quebrada en el bosque le permitió divisar una pendiente de más de una legua, cubierta de pinos y cedros, y a continuación el desierto, pelado, arenoso, brillante, extendiéndose hasta la línea oscura y lejana del horizonte.

El pequeño pueblo de Pine estaba situado junto a los últimos árboles del bosque. Las chozas de madera que lo componían, de cuyos techos se elevaban perezosamente al cielo algunas columnas de humo, estaban colocadas a uno y otro lado de una calle paralela a un arroyo de agua oscura y rápida corriente. Campos de trigo y de avena, amarillentos bajo los rayos del sol, rodeaban la aldea. Abundaban también los verdes pastizales con caballos' y ganado lanar y vacuno. Era un lugar desprovisto de bosque por la misma Naturaleza, pues no había signo alguno de tala de árboles. Demasiado agreste el cuadro para servir de escenario a un poema bucólico, estaba, sin embargo, impregnado de majestad y calma; sus chozas, su tranquilidad, su quietud, sugerían la idea de alguna comunidad remota, próspera y feliz en su vida retirada y sencilla.

Dale se detuvo delante de una cabaña de madera, rodeada de un jardincito con girasoles. A su llamada, salió a la puerta una anciana, de pelo blanco y espalda encor-vada, pero de mirada viva y sano aspecto.

-¡Oh, bendito sea Dios! Milt Dale, si mis ojos no me engañan -exclamó alborozada. -Yo soy, señora Cass - fue el afectuoso saludo-. Y aquí le traigo un pavo.

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-Milt, es usted siempre el buen hombre que nunca olvida a la viuda Cass. ¡Vaya un pavo! El primero que veo este otoño. Mi marido acostumbraba traerme algunos como este. ¡Quién sabe si todavía volverá el día menos pensado!

Su marido, Tom Cass, se había ido a cazar al bosque, algunos años atrás, y no se habían vuelto a tener noticias de él. Pero la pobre mujer no le olvidaba y abrigaba siempre la esperanza de su regreso.

-Muchos hombres a quienes se consideraba perdidos han regresado cuando ya nadie se acordaba de ellos -le decía siempre Milt Dale, para animarla.

-Entre usted. Ha de tener apetito, seguramente. ¿Cuánto tiempo hace que no ha comido usted ni¡ huevo fresco, o una torta de sartén?

-Usted lo sabe mejor que nadie -contestó Dale riendo, mientras seguía a la señora Cass a la cocina, limpia y pequeña.

-Es verdad. Hace varios meses-ponderó la señora Cass moviendo su cabeza encanecida- Milt, tendría usted que renunciar a esta vida huraña que lleva, casarse y fundar un hogar.

-Siempre me dice lo mismo. -Se lo repetiré hasta que le convenza. Pero siéntese un momento, que pronto le

serviré algo que le gustará. -¿Qué noticias me cuenta usted, señora Cass?-preguntó. -Por aquí ya sabe que nunca hay muchas novedades. Nadie ha llegado hasta

Snowdrop durante estas dos últimas semanas. Sary Jones murió, la pobre; mejor estará en el cielo. Una de mis vacas se ha escapado. Es un animal muy cerril en cuanto se encuentra en el bosque, y usted es el único capaz de dominarla y volverla a mis corrales. El capataz de John Dakkers murió atacado por un puma. A Lem Harden los ladrones le robaron su caballo favorito, aquel animal tan veloz que tenía. Lem está medio loco del disgusto. Por cierto, Milt, ¿dónde ha dejado usted el caballo, el que nunca ha querido usted vender ni alquilar?

-Mis caballos han quedado a buen recaudo en los bosques, donde no hay el peligro de robo, según creo.

-Eso es cuestión de suerte; este verano nos han robado aquí a nosotros varias veces. De este modo, mientras le preparaba la refacción, la buena mujer iba contando a

Dale todo lo ocurrido en la aldea desde la última visita del solitario cazador. Dale disfrutaba oyéndola y sabía hacer los honores a los manjares con que ella le regalaba. Estaba convencido de no poder hallar en ninguna otra parte la manteca y la nata, el jamón y los huevos con que le obsequiaba la señora Cass. Esta buena mujer le obsequiaba siempre con pasteles de naranja, única cosa que echaba verdaderamente de menos cuando vagaba por los bosques.

-,Cómo está el viejo Al Auchincloss? -preguntó Dale. -Mal, mal -suspiró la bondadosa señora Cass-. Pero anda, monta y se mueve como

siempre. No vivirá mucho tiempo. Por cierto que aún no le he dado a usted la gran noticia.

-¡Una noticia l -exclamó Dale para animarla. -Al ha escrito a Saint Joseph llamando a su sobrina Elena Rayner para que venga a

heredar su propiedad. Hemos oído hablar mucho de ella. Es una muchacha muy buena, según dicen. Milt, aquí tiene usted una ocasión magnífica para casarse.

-No pienso casarme por ahora, señora Cass - aseguró Dale sonriendo. -¡Tantas como querrían casarse con usted! -suspiró la buena mujer. -¡Conmigo! ¿Por qué? -preguntó divirtiéndose con la conversación, pero algo

pensativo. Cuando hablaba con las personas civilizadas siempre tenía que ajustar sus pensamientos a los de ellas.

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-Porque no hay hombre por estos contornos que pueda compararse con usted. Esta muchacha tendrá toda la belleza y todas las prendas de las Auchincloss.

-Pues no creo que pueda convenirme -repuso Dale. -Es verdad que no tiene usted muchos motivos para amar a ningún miembro de la

familia Auchincloss; pero, muchacho, las Auchincloss han sido siempre buenas es-posas.

-Usted sueña, señora Cass -exclamó Dale, categórico-. No quiero casarme. Soy feliz en los bosques.

-¿Piensa usted continuar así toda la vida? -Así lo espero. -Debería darle vergüenza, Milt. Pero ya le atrapará a usted algún día alguna

muchacha. Quizá sea esa Elena Rayner que todos esperamos. Yo he de rezar incansablemente porque así suceda.

-Supóngase que esa Elena Rayner fuese capaz de cambiar mis ideas, nunca cambiaría las del viejo Al, y ya sabe usted que me detesta.

-No estoy yo tan segura de esto, Milt. El otro día, al encontrarle, me preguntó por usted, diciéndome que usted es un semisalvaje, pero bueno en el fondo, y que los hombres como usted son de gran utilidad en una hacienda. Sólo Dios sabe todos los beneficios que los habitantes de esta aldea le debemos. El viejo Al no aprueba su vida selvática y errante; pero nunca tuvo un resentimiento serio contra usted hasta el día en que su puma domesticado le mató tantas ovejas.

-No creo, señora Cass, que Tom matara nunca ninguna oveja -declaró Dale. -Pero Al así lo cree, y muchos opinan lo mismo que él -aseguró la señora Cass

moviendo la cabeza con aire de incredulidad-. Usted nunca juró que el puma no las matara, y hay dos pastores que juraron haberlas visto matar.

-¿Qué saben ellos, si tan sólo vieron un felino, y echaron a correr llenos de miedo? -Cualquiera hubiera hecho lo mismo. No hay quien no escape ante la proximidad

de una fiera. Por lo que más quiera, Milt, no vuelva a traer aquí a su puma. Nunca olvidaré el día que lo trajo usted. Todos los niños, los caballos y los habitantes de Pine huyeron.

-Sí, pero Tom no cometió ningún desmán. Es el más dócil de todos mis animales. ¿No recuerda usted cómo le puso la cabeza en el regazo, tratando de lamerle las manos?

-Es verdad, Milt; su puma se portó mejor que muchas personas. Pero su aspecto y lo que cuentan de él bastan para asustarme.

-¿Qué dicen de él, señora Cass? -Dicen que no hay animal más temible, cuando no está usted delante, y que

seguiría cualquier pista que usted le mandara seguir, hasta llegar al perseguido, ma-tándolo.

-Es verdad, así lo he amaestrado. -Bueno, pues no vuelva a visitamos en compañía de él. Terminó Dale su sabrosa colación y, después de hablar un rato más con la señora

Cass, cogió su fusil y el otro pavo y se despidió de su amiga. Ella le acompañó hasta la puerta.

-No tarde en volver por aquí -le encargó-. La sobrina de Al Auchincloss estará entre nosotros dentro de una semana y necesita usted conocerla.

-Sí, creo que pronto volveré a dejarme ver. Dígame. señora Cass, ¿ha visto usted a mis amigos los jóvenes mormones?

-No; ni los he visto, ni deseo verlos -replicó ella-. Milt Dale, si alguien ha de hacerle a usted alguna vez algún daño, témalo usted de los mormones.

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El hombre del bosque Zane Grey

-No lo crea. Son buenos amigos míos. Muchas veces, cuando me ven en el bosque, me piden que les ayude a acorralar alguna vaca, o a matar algún animal.

-Ahora trabajan con Beasley. -¿De veras? -exclamó con evidente sorpresa-. ¿Qué hacen? -Beasley se ha enriquecido de tal modo que nunca tiene bastantes trabajadores. -¡Beasley se ha enriquecido! -repitió caviloso-. ¿Más caballos, y ovejas, y ganado,

que nunca? ¿No es verdad? -Sí, sí; más que nunca. Es imposible calcular las cabezas de ganado que Beasley

posee. Es el hombre más rico de todos estos contornos, desde que la fortuna de Al empezó a decaer. La salud del viejo Al no gana nada con esta prosperidad de Beasley. Dicen que han tenido algunos altercados últimamente.

Dale se despidió de nuevo de su amiga y salió de su casa caviloso y pensativo. No solamente sería difícil vencer a Beasley, sino peligroso oponerse en su camino. Era evidente que se había hecho el amo del pueblo. Por la calle, Dale encontró a varios amigos suyos, a quienes saludo y con quienes converso, distrayéndose de sus ideas. Llevo el pavo a otra amiga suya y luego se dirigió al boliche del pueblo. Era una rústica construcción de madera, frente a la cual había varios caballos y un grupo de ociosos.

-¡Que me maten si ése no es Milt Dale! -exclamó uno. -Dichosos los ojos que te ven, Milt -añadió otro. Después de cada una de sus prolongadas ausencias, Dale experimentaba íntimo

placer al encontrar a sus antiguas amistades. Dos del grupo le pidieron que les trajera algún pavo o carne de venado; otro deseaba cazar con él. Lem Harden salió del boliche y rogó a Dale que le ayudara a recuperar el caballo que le habían robado. El hermano de Lem reclamaba la ayuda de Dale para echar el lazo a una yegua brava que se le había escapado, y volverla al potrero, Jess Lyons quería que Dale le ayudara a domar un potro. Así todos asediaban a Dale con sus peticiones egoístas. Dos mujeres llegaron en aquel momento al boliche a añadir una nueva prueba de la popularidad de Milt Dale.

-¿No es ése Milt Dale? -exclamo la más vieja-. ¡Qué suerte! Mi vaca está enferma y nadie sabe lo que tiene. Él me la curará.

-Él o nadie -asintió la otra mujer. -Buenos días, Milt Dale -dijo la que había hablado primero-; cuando se separe de

esos holgazanes, pase usted por casa. Dale nunca negaba un servicio, y por eso se prolongaban tanto sus raras visitas a

Pine. Beasley, que a la sazón acertó pasar por allí, se fijo en Dale cuando iba a entrar en

el boliche. - ¡Hola, Milt, tanto bueno por aquí! -exclamó adelantándole la mano con

cordialidad. El saludo era sincero, aun cuando su mirada denotaba que no veía con gusto la

llegada de Dale en aquella ocasión. Visto a la luz del día Beasley era un hombre alto, fuerte, fornido. Sus rasgos duros y su mirada hosca denotaban que si acaso no había de ser muy bueno para amigo, había de ser malo, muy malo, para enemigo.

Dale le dio la mano. -¿Como está usted, Beasley? -No me puedo quejar de mi suerte, Milt, aunque tengo tanto trabajo que no

descanso un momento. Me temo que usted no querrá un empleo de capataz en mi casa.

-Tiene usted razón; no lo quiero. Le agradezco de todos modos el ofrecimiento -

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contestó Dale. -¿Qué noticias nos trae usted de esos bosques? -Que están llenos de caza. Muchos pavos y venados. Y muchos osos también. Los

indios se han retirado hacia el Sur muy pronto este otoño. Pero yo creo que el invierno llegará tarde y será suave.

-¿Y de donde viene usted ahora? -De mi campamento, atravesando bosques -respondió Dale eludiendo una

contestación categórica a esta pregunta. -¿Su campamento? ¡Nadie lo ha visto nunca! -comentó Beasley con ironía. -Allí está, en la montaña- declaro alegremente. -Supongo tendrá usted al puma encadenado a la puerta de su cabaña -dijo Beasley,

no sin cierto imperceptible estremecimiento y cierta dilatación de las pupilas. -Tom no está encadenado. Además, yo no tengo cabaña. -¡Como! ¿Mantiene usted a aquella fiera en el campo sin encadenarla ni enjaularla?

- preguntó Beasley, lleno de asombro. -Ciertamente. -Es increíble. Más de una vez me han seguido los pumas y jaguares. No le diré a

usted que haya sentido miedo, precisamente; pero le confieso que no me gustan esos animales. ¿Cuánto tiempo piensa permanecer entre nosotros?

-Algunos días todavía. -Venga a visitarme a mi rancho. Tendré mucho gusto en verle por allí. Encontrará a

varios de sus amigos y compañeros de caza que trabajan para mí. -Gracias, Beasley. Es muy posible que le visite. Beasley dio unos pasos para marcharse; mas, de pronto, como si una súbita idea le

hiciese cambiar de intento, se detuvo y volviéndose de nuevo hacia Milt Dale, le dijo -Supongo que habrá usted oído lo que se dice de Al Auchincloss. -La señora Cass me lo ha contado todo. Parece que ese pobre hombre no puede

vivir mucho. -Está con un pie en la tumba. Lo siento, aunque él nunca ha sido leal conmigo. -Beasley -replicó Dale prestamente-, eso no me lo hará usted creer a mí. Al

Auchincloss ha sido siempre el hombre más recto y más íntegro de la región. Beasley lanzo a Dale una mirada

sombría, llena de odio. -Dale, su opinión personal no cambiará los hechos ni influirá para nada en el sentir de todos-repuso Beasley con despecho-. Usted vive en los bosques y...

-Creo que puede uno vivir en los bosques y saber una porción de cosas -interrumpió Dale con aplomo.

El grupo de desocupados cambio miradas de sorpresa. Beasley no pudo ocultar su contrariedad. -¿Sobre que?-quiso saber Beasley. Sobre lo que pasa y sucede en Pine -respondió con su acostumbrada entereza el

hombre del bosque. Hubo algunas risas. Probablemente Beasley no había tenido nunca a Milt Dale

como hombre hombre digno de tenerse en cuenta. Nunca le hubiera creído, sobre todo, capaz de interponérsele en su camino. Pero en aquel instante, una voz instintiva le decía que en Dale tendría un terrible antagonista.

-Dale -dijo-, yo tengo algunas diferencias con Al Auchincloss. Estas diferencias son ya antiguas. Mucho de lo que Auchincloss posee me pertenece y pronto pasará a mis manos.La gente ha de tomar partido por él o por mí. La mayoría se pronuncia en favor mío. Es necesario que sepamos de que lado está usted. Al Auchincloss nunca

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fue amigo suyo ; es, además, un hombre moribundo que no le puede favorecer en nada. ¿Se me irá usted al campo de Auchincloss?

-Sí; al campo de Auchincloss. -Bueno. Celebro que lo haya usted declarado con tanta claridad -dijo Beasley

secamente, volviendo la espalda y marchándose. En sus pasos firmes y enérgicos adivinábase la decisión de suprimir todo obstáculo

que se le interpusiera en el camino. -Milt, ha sido una imprudencia lo que has hecho -dijo Lem Harden-. Beasley está

haciéndose el amo de todo este pueblo. -No hay quien pueda ponerse enfrente de el -dijo otro. -Es muy noble lo que has hecho, y el viejo Al te lo agradecerá -declaró el hermano

de Lem. Dale se separo de todos ellos y emprendió su camino completamente entregado a

sus pensamientos. Lo que había averiguado en la cabaña teníale ya menos preocupado y su determinación parecíale más sensata. Necesitaba reflexionar antes de visitar a Auchincloss, y a tal objeto busco una hora de soledad entre los pinos.

III Por la tarde, Dale, después de haber ejecutado varias tareas impuestas por sus

amigos, encaminó sus pasos al rancho de Al Auchincloss. Era una construcción de piedra y madera situada en lo alto de una colina. Una

mansión espaciosa, al mismo tiempo que una fortaleza. Fue la primera habitación para familias de raza blanca que se construyo en aquella región, y los trabajos fueron interrumpidos más de una vez por los ataques de los indios. Los apaches habían elegido, sin embargo, el sur de la cordillera con preferencia para sus correrías. El rancho de Auchincloss estaba. rodeado de trojes, cobertizos y corrales de varias formas v dimensiones, de centenares de áreas de terreno magníficamente cultivado. Los campos de avena ondeaban grises y amarillos a los rayos del sol vespertino. Un arroyo bordeado de sauces dividía en dos inmensas parcelas un enorme pastizal en el que abundaban los caballos, las ovejas y las vacas.

El rancho acreditaba en todas sus partes la labor asidua y perseverante de su propietario. El arroyo regaba el verde y riente valle que se extendía entre el rancho y la aldea. El agua para las necesidades de la casa llegaba, sin embargo, de lo alto de las elevadas montañas vecinas, transportada por medios tan primitivos como sencillos. Con troncos de pino horadados y herméticamente unidos por sus extremos habían formado una conducción que era la maravilla de cuantos la veían. El agua así transportada bajada de lo alto de la montaña, a lo largo de la ladera, hasta el valle, y volvía a subir por la colina hasta la mansión de Auchincloss.

Aquel día encontró Dale a Al Auchincloss sentado a la sombra del pórtico de su casa hablando con algunos pastores y peones suyos. Auchincloss era un hombre de poca estatura, pero ancho de hombros y muy fornido. No tenía canas, ni aparentaba excesiva edad, pero la palidez de su cara y el sello de cansancio de sus facciones eran prueba evidente de una vitalidad en rápido descenso. Su mirada triste y mortecina conservaba aún la llama de un espíritu fuerte y vigoroso.

Dale no sabía como Auchincloss le recibiría y más temía que le impidiera llegar hasta el que otra cosa. Años hacía que no se había acercado por allí. Con gran sor-presa, por lo tanto, vio que Auchincloss no solo no le recibía con disgusto, sino que

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ordenaba a los hombres con quienes estaba hablando, que se retiraran. -Buenos días, Al ; ¿como está usted? -dijo Dale con naturalidad, mientras dejaba su

fusil apoyado contra la pared de la casa. Auchincloss no se levanto; pero alargo la mano al recién llegado. -Buenos días, Milt Dale -contestó -. Ésta es la primera vez que me ve usted sin

fuerzas suficientes para derribarle. -¿Quiere usted decir que no anda bien de salud? Lo siento, Al -manifestó Dale. -Es la primera vez que estoy enfermo. Mi salud fue siempre excelente ; mas

ahora... Usted, en cambio, cada día más joven. Se ve que la vida del bosque le prueba. -Sí, me encuentro perfectamente. Los años no pasan para mí.

-Quizá no sea una locura tan grande, a negar de todo, vivir como usted vive. Pero, Milt, sin salar de los bosques no se enriquecerá usted.

-Tengo todo lo que necesito y deseo. -Pero no ayuda usted a nadie. Su vida es inútil para todo el mundo. -No pensamos lo mismo -replicó Dale con una débil sonrisa. -Nunca hemos coincidido en nada. ¿Ha venido usted únicamente para saludarme? -Solo para eso, no-respondió Dale gravemente-. En primer lugar deseo decirle que

estoy dispuesto a pagar las ovejas que usted asegura que le mato mi felino. -¡Quiere usted pagármelas! ¿Y cómo si no tendrá bastante dinero? -¿Fueron muchas ovejas? -Unas cincuenta. -¡Tantas! ¿Y cree usted que todas las mato mi puma? -Estoy seguro de ello, Milt, absolutamente seguro. -Vamos, sea usted razonable. ¿Como puede saber una cosa que yo ignoro? De

todos modos, yo deseo borrar esta diferencia entre nosotros, y estoy dispuesto a venir a trabajar en su rancho hasta haberle pagado a usted.

-¡Está usted dispuesto a venir a trabajar aquí hasta pagarme en trabajo el precio de las cincuenta ovejas! -exclamó Al Auchincloss sin atreverse a dar crédito a sus oídos.

-Ciertamente. -¡Es maravilloso! -exclamo echándose atrás y mirando a Dale con mirada

inquisitiva-. ¿Qué ha sucedido para que usted haya podido tomar tal resolución? ¿Ha oído usted decir que yo espero a mi sobrina y piensa usted enamorarla? -Le confesaré, Al, que mi resolución depende en gran parte de la venida de su

sobrina; pero nunca he pensado en presentarme a ella, y mucho menos en llegar a interesarla.

-¡Oh, oh! ¡Es usted igual que los demás jóvenes de la región! La juventud es la juventud. Cualquier día encontrará usted una mujer que le sacará de los bosques. Pero, muchacho, esta sobrina mía, Elena Rayner, no es para usted. Nunca la he visto. Dicen que es como su madre y le aseguro que Nell Auchincloss era una joven preciosísima.

Dale sintió subírsele la sangre a las mejillas. Aquella conversación le desagradaba completamente. -Le aseguro, Al...-exclamó.

-No mienta usted a un viejo. -¡Oh, yo no miento nunca! Eso se deja solo a los hombres de las ciudades, en

constantes negocios y tratos para explotarse y engañarse unos a otros. Mas yo vivo en la selva, en donde nada me obliga a mentir.

-Bueno, bueno, no se enfade. No tuve intención de ofenderle -replicó Auchincloss -. Hablábamos antes de las ovejas que su puma me mato. Milt, puedo probarlo. Estoy seguro de que fue su puma el que me las mató. Quizá me tome usted por loco cuando le de mis razones. Mi seguridad no se funda en el testimonio de los pastores, sino en algo más serio y fehaciente.

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-¿Que es ello? -preguntó Dale, intrigado. -Cuando usted trajo su puma, ahora hace un año, yo lo vi. Estaba echado a la

puerta del boliche, mientras usted seguía en el interior efectuando algunas compras. Fue como encontrar a un enemigo cara a cara. Porque en su mirada pude descubrir su culpabilidad. Se lo aseguro.

El viejo ranchero esperaba que Dale se burlaría de él. Pero este permaneció serio y grave.

-Al, comprendo lo que usted me dice-respondió, como si estuvieran discutiendo la conducta de un ser humano-. Comprenda usted también cuánto me cuesta admitir la culpabilidad de Tom. Pero es una fiera, y las fieras siempre pueden sorprendernos con alguna de las

suyas. Como sea, Al, ya le digo que estoy dispuesto a resarcirle de la perdida de sus ovejas.

-No; no le acepto el sacrificio-contesto Auchincloss noblemente-. Me basta con el ofrecimiento. Con el me doy por satisfecho. Así pues, olvidemos el asunto. Aquí no ha pasado nada.

-Necesitaba decirle a usted otra cosa, Al -dijo Dale después de un momento de vacilación-. Se trata de Beasley.

Auchincloss dio un respingo, y su cara enrojeció como si toda la sangre hubiera acudido súbitamente a la cabeza. Levanto un puño amenazador. Dale se dio inmediata cuenta de la sacudida que acababan de experimentar los nervios del viejo ranchero.

-¡No me nombre usted a ese caballa! -prorrumpió Auchincloss-. No puedo oírlo nombrar. Ya se que usted ha hablado hoy en mi favor, que se ha declarado partidario mío. Lem Harden me lo ha dicho. He tenido una alegría, y por esto precisamente he querido olvidar nuestra antigua querella. Pero no me nombre usted a ese ladrón, o le echare a usted de mi casa inmediatamente.

-Sea usted razonable, Al -insistió Dale-. Es necesario que yo le hable a usted de... de Beasley.

-No, no; de ninguna manera. No le escuchare. -Es necesario, Al Beasley quiere apoderarse de sus propiedades. Acaba de cerrar

un trato. -¡Por vida de...! ¡Ya lo se! -exclamó Auchincloss rojo de cólera-. ¿Cree usted que

me dice algo nuevo? ¡Cállese, Dale! ¡No quiero oírle! -Pero, Al, aún hay algo peor -continuó Dale impertumbable -. Algo mucho peor.

Su vida está amenazada, y su sobrina... -¡Cállese, cállese, y salga inmediatamente de aquí! -rugió fuera de sí Auchincloss,

amenazando a Dale con los puños. Parecía que se iba a caer presa de un accidente, cuando impelido por su furia se

levanto temblando hacia la puerta de su casa. Unos segundos de ira le habían trans-formado totalmente.

-¡Pero, Al, considere usted que yo soy su amigo! - imploro todavía Dale. -Mi amigo, ¿eh? -exclamó Auchincloss, con amargura, con sarcasmo-. Pues es

usted el único. Milt Dale, yo soy rico y sé que no tardaré en morirme. No me fío de nadie. Si es usted mi amigo,

demuéstremelo. Vaya y mate a ese canalla. Haga algo y luego vuelva y hable conmigo. Antes no, porque no quiero oírle.

Y diciendo esto entró tambaleándose en su casa, y cerró la puerta tras sí. Dale se quedó un momento confuso, desconcertado. Cogiendo después su fusil se

marchó de allí triste y resignado. Al ponerse el sol Dale se encaminó al campamento de sus cuatro amigos

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mormones, llegando allí a la hora de la cena. John, Roy, Joe y Hal Beeman eran hijos de un primitivo colono que se había

asentado en la pequeña comunidad de Snowdrop. Eran jóvenes, pero el trabajo duro v la vida al aire libre les había dado el aspecto de hombres maduros. Entre John y Roy no había sino un solo año de diferencia, y lo mismo sucedía entre Roy v Joe, y entre Joe y Hal. Tanto se asemejaban los cuatro que era difícil distinguir uno de otro. Buenos jinetes, pastores, vaqueros, cazadores, los cuatro poseían todas las condi-ciones propias de los hombres de su laya. Eran enjutos de carnes, ligeros, fuertes, musculosos. Sus caras bronceadas por el sol, y su vista serena y penetrante, eran seguro testimonio del género de vida que llevaban.

Habían fijado su campamento cerca de un manantial que surgía de una peña rodeada de álamos temblones, a unas tres millas de Pine.

Dale y los cuatro hermanos tenían costumbres muy parecidas. Ésta era precisamente la base de la amistad que reinaba entre ellos. Pero hasta entonces no habían hablado sino de cosas relativas a la vida selvática. Dale cenó con los mormones y conversó con ellos como siempre, sin avanzar palabra relacionada con el objeto que le había llevado allí. Después de la cena ayudó a Joe a capturar los caballos y a llevarlos al verde potrero, sombreado de pinos, en donde debían pasar la noche. Luego, cuando la oscuridad reinaba en los bosques, y el viento había refrescado, y el fuego del campamento llameaba confortablemente, Dale inició la conversación sobre el asunto que le preocupaba.

-De manera que estáis trabajando contratados por Beasley -dijo para empezar. -Trabajábamos -contestó John-, pero hoy ha vencido nuestro mes de trabajo, hemos

cobrado y nos hemos despedido. Por cierto que Beasley lo ha sentido. -¿Por qué no habéis querido continuar con él? John no contestó y sus hermanos imitaron su silencio. -Oíd a lo que he venido, y luego hablaréis -dijo Dale. Y contó rápidamente el plan de Beasley para eliminar a la sobrina de Al

Auchincloss y apoderarse de las propiedades de este último. Los jóvenes mormones oyeron el relato de Dale sin muestras de asombro ni

sorpresa. John cogió un palo y con él atizó lenta v calladamente el fuego. -Bien, Milt - dijo al cabo de un rato-, ¿y por qué nos cuentas todo esto? -Porque vosotros sois los únicos amigos que tengo -declaró Dale -. No convenía

que yo hablase de estas cosas en el pueblo. En seguida me acordé de vosotros. No permitiré que Snake Anson se apodere de la muchacha. Necesito ayuda y he venido a reclamarla de vosotros.

-Beasley tiene mucha fuerza en Pine. Al, por el contrario, cada día tiene menos. Con la muchacha, o sin la muchacha, Beasley se apoderará de las propiedades de Auchincloss -sentenció John.

-No siempre las cosas suceden según se ha previsto. Pero dejemos eso. Lo que a mí me preocupa es lo que se intenta con la chica. Ha de llegar a Magdalena el 16, para tomar la diligencia vara Snowdrop. ¿Qué hacer? Es preciso evitar que suba. a la diligencia. Muchachos, sea como sea, yo he de salvarla. ¿Me ayudaréis? Varias veces me he visto en trances apurados por vuestra causa. El caso, ahora es diferente. ya lo sé; pero, ¿sois mis amigos, o no? Ya sabéis quién es Beasley. El pueblo entero está perdido si ha de mandar aquí la banda de Snake Anson. Tenéis buenos caballos, una vista magnífica y fusiles que sabéis manejar admirablemente. Hombres como vosotros son los que se necesitan cuando uno tiene que habérselas con una banda como la de Snake Anson. ¿Me ayudaréis o permitiréis que me las componga solo?

John Beeman se levantó entonces y, con la cara pálida, en silencio, dio a Milt Dale

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un fuerte apretón de manos, y lo mismo hicieron los demás hermanos lino tras otro. -Quizá sepamos, Milt, quién es Beasley mucho mejor que tú -dijo John-. Arruinó a

mi padre y ha hecho mucho daño a otros mormones. Nos consta que a sus apriscos van a parar todas las ovejas que Snake Anson roba. Pero no podíamos acusarle, y así hemos sufrido en silencio. «Dejad que otro pronuncie la primera palabra contra Beasley», nos decía siempre nuestro padre, y ahora tú llegas como caído del cielo.

Roy Beeman colocó su mano en el hombro de Dale. Roy era quizás el más bravo de los hermanos y el más enamorado de los peligros y aventuras. Había cazado mu-chas veces con Dale y era el mejor jinete y el hombre más baqueano de la región.

-No irás solo; nosotros te acompañaremos - dijo con voz firme y decidida. Volvieron a ocupar todos sus respectivos sitios junto al fuego. John echó más leña

y la llama formó fantásticas volutas agitada por el viento. Al cerrar la noche el silbido del viento entre los pinos se convirtió en verdadero rugido. Los coyotes comenzaron a lanzar sus lúgubres gemidos.

Los cinco jóvenes conversaron largo rato exponiendo, examinando y rechazando las ideas aportadas por cada uno de ellos. La mayor parte de ideas aceptables fueron expuestas por Dale y Roy Beeman. Unos cazadores como ellos tenían forzosamente que prestar gran atención a todos los detalles. Iban a hacer frente a una situación ardua y difícil en la que era de todo punto imposible prever el giro que tomarían los acontecimientos. Era preciso dar un gran rodeo para llegar a Magdalena sin ser observados. ¿Cómo rescatarían a una muchacha que desconfiaría de ellos y que se obstinaría en tomar la diligencia? Tal vez sería menester rescatarla a viva fuerza. Habría, después, la lucha, la inevitable persecución, la huída al bosque, y por último, la entrega de la muchacha a Auchincloss.

-Basta por hoy -dijo John-. Ahora, a dormir, que ya no tenemos nada más que hablar.

Desdoblaron sus petates, compartiendo Dale las mantas de Roy, y pronto quedaron dormidos, mientras el fuego se iba extinguiendo lentamente y el viento cesaba hasta dejar la selva sumida en el mayor silencio.

IV Veinticuatro horas llevaba Elena Rayner en el tren cuando descubrió algo

alarmante. Elena había salido de Saint Joseph acompañada de su hermana Bo, una precoz

muchacha de dieciocho años. Las despedidas le habían llenado el corazón de amargura, pero la esperanza de una vida gozosa y llena de atractivos en el lejano Oeste, atenuaba su desconsuelo. Había heredado de sus antepasados el amor por las aventuras, las sorpresas y la vida activa. No solamente esto, sino el deseo de ayudar a su madre viuda, le determinó a aceptar el ofrecimiento de su rico tío. Había dado lecciones a sus hermanitos y hermanitas, y había desempeñado también el cargo de maestra en una escuela. Así era como había ayudado a su familia cuanto le había sido posible. Por fin se realizaban sus sueños dorados: ser útil a su familia; cuidar de su hermosa y traviesa hermanita; trocar la mefítica y sórdida atmósfera de las ciudades por el ambiente, puro, luminoso, saludable del campo dilatado y sin límites; vivir en un lindo rancho que algún día había de ser de su propiedad; satisfacer su desmedida y loca afición a los caballos, las vacas, las ovejas, el desierto y las montañas, el amor por los árboles, el agua, las flores y la Naturaleza; vivir, en suma, más en armonía con

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sus tendencias, sus gustos y sus inclinaciones. El descubrimiento de que Harve Riggs viajaba en el mismo tren que ella le había

llenado de zozobra. La presencia de aquel hombre allí no podía significar sino que la perseguía. Riggs había sido la causa de uno de sus mayores sufrimientos. Algún poder o influencia extraña ejercía en su madre cuando ésta patrocinaba sus pretensiones de casarse con ella. Riggs no tenía el menor atractivo; no era bueno, no era trabajador, no poseía cualidad alguna que pudiera hacerle interesante. Era un aventurero desaprensivo y orgulloso, con abundante melena, grandes pistolas y aires de valentón. Elena dudaba de la veracidad de sus relatos referentes a las luchas que pretendía haber sostenido; pero en la estación de La Junta le bastó una brevísima mirada para convencerse de que aquel hombre había de constituir para ella uno de los más serios y difíciles problemas de la vida.

Todo no habían de ser rosas en su camino hacia el Oeste. Riggs la seguiría por doquier sin detenerse ante ningún escrúpulo de conciencia con tal de lograr sus fines. Abandonada a sus solas fuerzas y únicos recursos sintió mas que nunca toda la debilidad de una mujer. Estos sentimientos, sin embargo, incompatibles con su orgullo y ardiente temperamento, no persistieron mucho tiempo en su espíritu. La fortuna había llamado a sus puertas y ella no tenía por qué temer nada. No habría sido la sobrina de Al Auchincloss si hubiera temblado. Cuando salió de Saint Joseph, había tomado la firme resolución de tener valor en todos los trances de la vida y ser en toda ocasión una digna habitante del Oeste. Habían de constituirse nuevos hogares en aquel lejano país. Así se lo había escrito su tío Al. El Oeste necesitaba mujeres. Medito las palabras con que le despediría si él se atrevía a acercarse a ella, y tomó la resolución de no acordarse más del importuno galán. Elena aprovechaba la rápida marcha del tren para contemplar a través de las ventanillas el paisaje soberbio y encantador. Vio el rojizo sol coloreando las lejanas cordilleras de Nuevo Méjico. Bo expresaba su entusiasmo con exclamaciones y palmoteos, y apenas el astro diurno se había ocultado tras los montes, Bo pidió a su hermana que le permitiese abrir la cesta de la merienda.

Estaban sentadas una frente a la otra en un extremo del vagón, y la cesta de la merienda estaba junto con el resto del equipaje en la ménsula del mismo. Con la cesta colocada entre sus rodillas comieron las dos hermanas alegremente, echando frecuentes miradas a las bellas y lejanas montañas. El tren marchaba con una velocidad bastante moderada a causa del enorme número de curvas de la vía. Todos los viajeros cenaban; pero el interés que despertaba en Elena el paisaje le impedía fijarse en sus compañeros de viaje. No obstante, se dio perfecta cuenta del número de hombres, mujeres y niños que viajaban en el mismo vagón en busca de un rincón en el Oeste en donde fundar su nuevo hogar. Durante horas y horas corría el tren sin que Elena divisara una casa, una choza, una cabaña. Era preciosa la inmensidad de aquel territorio. Elena, que tanto amaba los arroyos y cursos de agua, no acertaba a descubrir en el seco país el menor manantial.

Por fin vino la noche, y refresco la brisa notablemente. Las estrellas empezaron a brillar en el firmamento y las dos hermanas, cogidas de las manos y cubiertas con una manta, apoyaron una en otra la cabeza y se entregaron al sueño.

A la madrugada siguiente, mientras las muchachas estaban rebuscando todavía en la cesta de la merienda, el tren se detuvo en Las Vegas.

-¡Mira, mira! -exclamó Bo, entusiasmada-, cowboys. ¡Oh!, mira Elena, cuántos cowboys.

Elena miro primeramente a su hermana y pensó, riendo, cuán bonita y atractiva era. Bo era pequeñita, tenía el pelo color castaño y los ojos azul oscuro. Su mirada era viva, picaresca, expresiva.

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En el andén de la rústica estación había varios empleados, algunos mejicanos y un grupo de cowboys, altos, delgados, con cara simpática y mirada franca. Uno de ellos, sobre todo, resultaba particularmente interesante por su buena figura, su rostro atezado, su pistola que le colgaba del cinto y las enormes y brillantes espuelas. Este cowboy se dio, evidentemente, perfecta cuenta de la admiración que había provocado en Bo, porque diciendo unas palabras a sus compañeros se dirigió directamente a la ventanilla junto a la cual estaban sentadas las muchachas. Su paso era lento, vacilante casi, como si no tuviera mucha costumbre de andar. Las grandes espuelas sonaban rítmicamente a tenor de sus pasos. Se quito el sombrero y se detuvo sonriendo tímidamente.

-Buenos días -dijo con amable acento-, ¿puede saberse adonde se dirigen ustedes, señoritas?

-Vamos a Magdalena, en donde tomaremos la diligencia para Montañas Blancas - contestó Elena.

La mirada fija y serena del cowboy mostró sorpresa. -Un país de apaches, señoritas -dijo-, mal país para ustedes. ¿Son ustedes parientes

de los mormones? -No, somos sobrinas de Al Auchincloss -respondió Elena. -El Oeste necesita mujeres. He oído hablar de Al, un antiguo ganadero de Arizona.

¿Cree usted que si yo fuera a pedirle un empleo me lo daría? Era imposible resistir su sonrisa sin sonreír al mismo tiempo; era imposible hablar

con más franqueza que aquel hombre. La mirada que dirigió a Bo agradó a Elena. En aquellos dos últimos años Bo se estaba poniendo cada día más bonita y atraía todas las miradas de admiración de los hombres. Aquel cowboy la miraba con complacencia al mismo tiempo que con respeto e interés.

-Mi tío me dijo una vez en una carta que nunca tenía bastantes hombres para trabajar en su rancho -contestó Elena.

-Pues no dejare de ofrecerle mis servicios. -Tal vez mi hermanita hable en favor de usted a mi tío Al -dijo Elena. En aquel momento el tren se puso lentamente en marcha. El cowboy dio algunas

zancadas al lado del vagón con su cara juvenil casi pegada a la ventanilla mirando con ojos entre atrevidos y discretos a la encantadora Bo.

-Adiós, simpática -le dijo. -¡Vaya, ya has hecho una conquista! -exclamó Elena entre complacida y

disgustada. -¿Verdad que es simpático? -repuso Bo ruborizándose. -->í, no puede negarse. Era indudable que Bo sentía deseos de sacar la mano por la ventanilla para

despedirse por última vez del cowboy, pero no se atrevió sino a asomar un poco la ca-beza para echar una última y furtiva mirada.

-¿Crees que irá a pedirle el empleo al tío Al? -preguntó Bo. -¡Que esperanza, niña! Eso lo ha dicho solamente en broma. -Pues yo apostaría, Elena, que no faltará. ¡Cuánto me gustará verle por allá! Me

gustan los cowboys; no se parecen en nada a ese Harve Riggs que te persigue. Suspiró Elena, en parte porque recordaba al latoso pretendiente, y en parte porque

el porvenir de Bo le preocupaba seriamente. Elena tenía que ser a la vez para su hermana una madre y un ángel custodio.

Uno de los empleados del tren llamó la atención de las muchachas hacia una verde montaña cuya cúspide era de pura y desnuda roca diciendo que se llamaba Starvation Peak y contando cómo los indios sitiaron una vez en aquel paraje a los españoles

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matándolos de hambre. Aquella historia interesó vivamente a Bo, quien, desde aquel momento, no se

cansaba de dirigir preguntas a todos los empleados del tren que encontraba. Las casas de adobe de los mejicanos le encantaban extraordinariamente y cuando el tren entró en la región de los indios, en donde aparecían pueblos enteros cerca de la vía con sus habitantes pintarrajeados, jinetes en escuálidos e indómitos caballos, su entusiasmo no tenía límites.

-Estos indios tienen cara de ser muy pacíficos -exclamó con desencanto. -¡No querrías encontrarte con indios guerreros, supongo yo! - repuso Elena. Llegaron a Alburquerque a eso del mediodía. La estación estaba llena de

mejicanos, cowboys e indios. No fue operación fácil para Elena la de cambiar de tren con todo su equipaje y la necesidad de vigilar a la atolondrada Bo; pero el amable guardafrenos que tan servicial se había portado con ella, la ayudó en aquel momento.

-Alburquerque es un lugar poco seguro -dijo-, vale más que permanezcan ustedes en el coche hasta que salga el tren, sin dejar su asiento para nada ni asomar la cabeza por la ventanilla. Tengan ustedes buen viaje.

En el vagón había solamente unos cuantos pasajeros, mejicanos todos ellos. El tren se componía de un vagón de pasajeros, un furgón y varios vagones de carga.

Elena pensaba con angustia que pronto sabría con certeza si Harve Riggs la seguía o no; si pensaba seguirla hasta Magdalena tomaría, sin duda alguna, el mismo tren que ella. De pronto Bo, sin hacer caso de los prudentes consejos, asomó la cabeza por la ventanilla. La sorpresa que recibió la dejó unos instantes parada.

-¡Elena! -exclamó-, acabo de ver a Riggs; se dispone a subir a nuestro tren. -Sí, ayer le vi -contestó Elena con tristeza. -¿De modo que te sigue el rufián? -No te exaltes, Bo -repuso Elena-, ya no estamos en casa y hemos de aceptar las

cosas según se presenten. No te importe que Riggs nos siga, ya sabré yo defenderme de el. No le hables, no le digas una palabra.

-No lo haré si puedo evitarlo. Unos cuantos pasajeros más subieron al tren, andrajosos, sucios, cubiertos de

polvo, algunas mujeres entre ellos, también pobremente vestidas, iodos con muestras indudables de cansancio. Entre ellos muchos mejicanos. Entre voces y discusiones se colocaron y se repartieron por los sitios vacíos del vagón.

En aquel momento Elena vio entrar a Harve Riggs cargado con mucho equipaje. Era un hombre de mediana estatura, de aspecto poco agradable, con luengo mostacho y largo cabello negro. Usaba una americana negra, pantalones negros, grandes botas y un chaleco bordado, corbata suelta, y sombrero negro de anchas alas. Un gran revolver pendía de su cinto. Su presencia provoco varios comentarios entre los demás viajeros. Después de colocar su equipaje en la ménsula del coche, y debajo del asiento, se dirigió denodadamente hacia las muchachas. Se sentó frente a ellas, se quito el sombrero y clavo su mirada en Elena. Sus ojos brillaban y la expresión de su cara era arrogante y procaz.

-¿Le sorprenderá a usted mi presencia? ¿No es eso, Elena? -dijo con desenvoltura. -No - contesto fríamente Elena. -No lo niegue usted. -Le dije a usted el día antes de salir de mi casa que nada de lo que usted dijera e

hiciese podía importarme. -Yo apostaría a que no es así. Toda mujer a quien me propongo conquistar tiene

motivos para estar preocupada, usted lo sabe. -Así, pues, ¿usted está aquí porque me persigue? -preguntó Elena con voz que

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revelaba un hondo y profundo desprecio. -Ciertamente -respondió Riggs con expresión no exenta de amenaza. -Esto es una locura; no logrará usted nada. -Pues yo le juro que será usted mía o de nadie más -rugió con voz que demostraba

egoísmo más que pasión amorosa-. De todos modos creo que un día u otro hubiera elegido el Oeste para fijar en él mi residencia definitiva.

-¿No piensa usted llegar hasta Pine? -murmuró Elena perdiendo momentáneamente su aplomo.

-Elena, yo iré hasta donde usted vaya -declaró Riggs. Bo, al oír esto, salto con la cara pálida y los ojos centelleantes. -Usted dejará a mi hermana en paz -exclamó en un rapto de entereza y valor -. Si

usted la sigue, yo haré que mi tío Al o cualquier cowboy de nuestro rancho le expulse a usted del

país. -¡Hola, chiquilla! –replicó Riggs con frialdad-, veo que continúas tan mal educada

como siempre. -Yo no gasto los buenos modales con... -Cállate, Bo -aconsejo Elena. Era difícil conseguir que Bo se callara, porque Riggs no le imponía lo más mínimo.

A no ser por Elena, Bo se habría atrevido sin duda alguna a pegarle a aquel hombre antipático. Elena, por el contrario, sintió que el valor con que había afrontado un viaje tan lleno de peligros como el que estaba realizando, empezaba a abandonarla. Sería necesario que sacara fuerzas de flaqueza. De protectora se estaba convirtiendo en protegida. Su hermanita tenía más valor que ella. Es indudable que se adaptaría más pronto a la vida del Oeste, con sus impulsos juveniles y su irreflexión.

Bo volvió la espalda a Riggs poniéndose a mirar el paisaje. Riggs lanzo una carcajada. Se levantó e inclinándose hacia Elena le dijo:

-La seguiré adonde sea. Puede usted tomar estas palabras como una admonición amistosa o como una declaración de guerra. Como usted guste, pero si usted tiene un poco de buen sentido no revelará a nadie sus temores respecto a mí. ¿No sería mejor que actuáramos como buenos amigos? Por mi parte me propongo escoltarla con propósito de evitarle todo peligro, quiera usted o no quiera.

Elena había visto a este hombre desde un principio con disgusto, lo había considerado después como una amenaza para ella, pero en aquel momento sentía por él verdadero aborrecimiento. Por mucho que le desolara la idea de ver en él un nuevo factor de su vida tenía que reconocer que aquel hombre existía para ella como algo más que un simple particular. No estaba en su mano el alejarle. Por mucho que se lo propusiera no podría arrancarle del pensamiento. Le odiaba, le odiaba, le odiaba.

-No necesito. que me escolte, no necesito que me defienda ni se ocupe de mí -le dijo volviéndole la espalda.

El, entonces, se retiro sin decir palabra, apeándose poco después del vagón. Bo coloco una mano entre las de su hermana.

-No te preocupes, Elena -murmuró-, piensa que el cowboy amigo mío vencerá a Riggs.

Elena sintió un gran consuelo ante la denodada actitud de su valiente hermanita. -¡Tu cowboy! -dijo-. Al principio no querías saber nada de el y ahora reclamas sus

servicios. -Es un hombre que me gusta -repuso Bo con el corazón lleno de ilusiones-. Creo

que podría llegar a amarle. -¡Que niña! ¿Cuántas veces has dicho lo mismo y luego no has querido volver a

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mirar a la persona que tanto te había gustado en principio? -Es diferente, este no se parece a los demás. Apuesto lo que quieras, Elena, a que

hemos de encontrarle en Pine. ¡Ojalá! ¡Ojalá! ¡Cuánto me gustaría que estuviera en este tren!

-También a mí me ha producido muy buen efecto, Bo. -Pero el me ha mirado a mí primero, de modo que tú no tienes por que hacerte

ilusiones. ¡Oh!, el tren ya se pone en marcha. ¡Adiós, Alburquerque! ¡Qué nombre más feo! Vamos a comer, Elena; me estoy muriendo de debilidad.

Elena, oyendo la charla de Bo, se olvido de sus penas y repartiendo con ella las gollerías que guardaba en la cesta de la merienda, recupero pronto su buen humor.

El valle de Río Grande se extendía a su vista, verde y sonriente; las oscuras montañas estrechábanse hacia donde el río serpenteaba bajo un sol de fuego. Bo no sabía como expresar el entusiasmo que le producía la vista de un panorama maravilloso y espléndido en donde los mejicanitos, desnudos, salían retozones de sus casas de adobe para ver pasar el tren llenos de curiosidad. Los indios, los caballos salvajes y particularmente un grupo de cowboys, despertó en ella el interés. A Elena le faltaban ojos para mirar todo lo que Bo le señalaba, pero lo que más le gustaba era el verde y sonriente valle tan dilatado, tan grande y tan prometedor para ella como si su inmensidad fuera un avance de futuras felicidades. Nunca había experimentado los pensamientos que embargaban su pecho en aquel momento, nunca se hubiera imaginado que la tierra pudiera ser tan acogedora. El sol dejaba caer sus rayos de fuego según pudo comprobar cuando saco una mano por la ventanilla. Un viento huracanado levantaba nubes densísimas de polvo. Elena comprendió en seguida toda la fuerza que habrían de tener en la vida del Oeste aquellos tres terribles factores de la Naturaleza : el sol, el viento y el polvo. Sin embargo, se sentía atraída por ellos. Es-taba delante de la vida salvaje, hermosa, solitaria, y sintió la atracción de la selva, del misterio, de las aventuras. La contemplación de aquella naturaleza agreste y feraz le despertaba los mismos sentimientos que habían llevado a su tío a establecerse en el extremo Occidente. Puesto que debía heredar su rancho, necesitaba heredar primero su espíritu.

Al fin, Bo se canso de mirar continuamente un panorama en el que no se advertía señal alguna que denotase la vida humana e inclinando la cabeza en el respaldo del acento cerro los ojos con ánimo de conciliar el sueño. Elena, en cambio, continuo mirando las montañas y el llano. Durante horas v horas recreo su vista con aquel paisaje que no tardaría en serle familiar.

La mujer tiene que amar el hogar este donde este. Elena aceptaba con placer, más que única y meramente por obligación, la vida llena de aventuras que le aguardaba. ;Como podía la vida ser monótona o aburrida en aquellas inmensidades bajo el cielo azul donde las cosas que en la ciudad parecen serias resultaban fútiles y ridículas? Fue con verdadera pena que vio desaparecer de su vista el valle de Río Grande y poco después las cordilleras que lo bordeaban. Pero no tardaron en presentársele otros valles, otras montañas, otras llanuras v otros montes, con sus torrentes, sus ríos, sus barrancos, con todos los accidentes que caracterizan la magnificencia y belleza del Oeste.

Su espíritu observador advirtió pronto que el color amarillento de la tierra v las rocas se trocaba insensiblemente en rojo oscuro, lo que indicaba la proximidad de Arizona. Arizona, la agreste, la desierta, la rojiza, la grande meseta de Arizona, con sus caudalosos ríos, sus grandes bosques, sus caballos salvajes, sus cowboys, sus bandidos, sus lobos v sus felinos. Desde niña, Arizona había despertado en ella una curiosidad y un deseo enormes de conocer los misterios de aquel país ignoto y

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despoblado. ¡Qué lástima que hubiese nacido mujer con la debilidad inherente a su sexo! ¡Cuánto hubiera deseado en aquel momento haber nacido hombre para arrojarse con valor e intrepidez en busca de lo desconocido! Contemplando el paisaje, soñando y pensando, pasaron las horas insensiblemente. De tarde en tarde el tren se paraba delante de pequeñas estaciones de ladrillo, en donde no había sino algunos mejicanos perezosos, mucho polvo y mucho calor. Bo se despertó y se puso pronto a rebuscar en la cesta de la merienda. El guardafrenos les dijo que faltaban solamente dos estaciones para llegar a Magdalena. ¿Quién les aguardaría allí? ¿Qué sorpresa les esperaba? Imposible prever lo que había de sucederles. Riggs paso dos veces por delante de ellas mirándolas con mirada y sonrisa irónicas. Pero Elena no hizo de él el menor caso. Aquel hombre para ella no era un hombre. ¿Qué tenía ella que temer, ni qué podía él hacerle sino molestarla hasta llegar a Pine? Su tío iría a encontrarla o enviaría alguien a recogerla a Snowdrop, localidad que Elena sabía perfectamente estaba aún distante de Magdalena. Este camino, que Elena tenía que hacer en una diligencia, era la parte del viaje más temida por la joven.

-¡Oh, Elena -exclamó Bo, entusiasmada-, ya nos acercamos! El guardafrenos ha dicho que no falta más que una estación.

-No sé si con la diligencia tendremos que viajar de noche -dijo Elena, pensativa. -Seguramente - respondió la intrépida Bo. El tren seguía marchando con una velocidad pasmosa; el sol teñía de color las

cúspides de los montes mejicanos. Magdalena estaba ya a la vista. A Elena le latía el corazón con fuerza inusitada. El viaje en ferrocarril tocaba a su término. El tren modero su marcha; varios chiquillos se precipitaron corriendo seguidos de algunos mejicanos. Elena ayudó a Bo a ponerse el sombrero tratando de disimular el temblor de sus manos. En el vagón todos los viajeros hablaban y se movían preparando el equipaje para descender del tren.

El tren se detuvo. Elena se fijo en un grupo de mejicanos y de indios inmóviles y estólidos, como si ni el tren, ni nada en el mundo les interesara. Vio también con cierta satisfacción a un hombre blanco junto a los indios, alto y fornido; por su traje de gamuza y por el fusil que sostenía en la mano, Elena comprendió que debía ser un ca-zador.

V Allí nadie ayudó a las viajeras a transportar los equipajes. Elena rogó a Bo que se

encargara de algunos bultos. Así cargadas las dos hermanas abandonaron con bastante dificultad el tren. Apenas hubo puesto Elena el pie en el andén cuando una mano vigorosa se apoderó de su valija al mismo tiempo que una voz varonil decía:

-Señoritas, han llegado ustedes al salvaje Oeste. Era Riggs quien hablaba y quien se había apoderado de la parte del equipaje con un

gesto y un tono más propio para impresionar que para demostrar los buenos deseos que pudieran animarle. Con la emoción de la llegada, Elena se había olvidado de él. Al verle de nuevo ante ella a punto estuvo de desfallecer; pero se rehizo pronto y dijo

-Señor Riggs, suelte usted mi valija; yo la llevaré. -No, esta valija pesa demasiado para usted; coja usted algunos los bultos que lleva

su hermanita - dijo en tono que intentaba ser familiar. -Yo quiero mi valija -insistió Elena, con voz tranquila y firme al propio tiempo que

adelantaba la mano para apoderarse de ella y quitársela a Riggs.

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-Déjese de bromas, Elena -exclamó Riggs negándose a soltarla. -No son bromas -declaró Elena-, ya sabe usted que no necesito sus amabilidades. -Sí, ya lo sé, pero soy su amigo y he de ayudarla a pesar suyo. Me separaré de

usted cuando la deje en seguridad en casa de su tío. Elena dio la espalda al importuno. Mientras tanto el cazador ayudaba a Bo a bajar

los bultos del coche. Concluida la operación se dirigió a Elena. -¿Es usted Elena Rayner? -preguntó . -Sí, señor. -Yo me llamo Dale y he venido a recibir a usted. -¡Ah, mi tío le envía! -exclamó Elena con satisfacción. -No, no es su tío quien me envía, pero... No pudo acabar la frase porque Riggs cogió a Elena por el brazo obligándola a

apartarse algunos pasos. -Diga usted, caballero, ¿es usted o no un enviado de Auchincloss? -preguntó

arrogantemente. Dale paseo su mirada de Elena a Riggs. -No; he venido espontáneamente -contestó con calma. -Pues tengo que advertirle a usted que estas señoritas viajan bajo mi protección -

declaro Riggs. Dale clavo entonces su mirada en Elena. -Señorita -dijo-, creo haberle oído a usted que no quería los servicios de este

caballero. -Efectivamente -respondió Elena-, no me interesan en absoluto. Bo se acerco a su hermana y la cogió del brazo. Indudablemente las dos coincidían

en el mismo pensamiento. Lo primero que habían encontrado al término de su viaje era un verdadero hombre del Oeste.

Riggs se acerco a Dale. -¿Sabe usted que yo soy oriundo de Texas? -dijo. -Está usted haciéndonos perder un tiempo precioso -exclamó Dale en tono

aparentemente pacífico-. Si ha estado usted alguna vez en Texas respete a las señoritas y hable con más moderación.

-¿Cómo? -exclamó Riggs en tono altivo acariciando significativamente la culata de su revólver.

-Deje usted su revólver tranquilo. Podría dispararse -dijo Dale. Cualquiera que hubiese sido la intención de Riggs, y era lo más probable que Dale

no se hubiera equivocado al juzgarle, el hecho es que a éste no le habría cogido de improviso.

Con tanta rapidez arrebato Dale el revólver a Riggs que Elena no pudo seguir con su vista el movimiento. Únicamente oyó el ruido del arma al caer al suelo. El revólver cayo en medio de un grupo de indios y mejicanos.

-Tiene que ir con cuidado con estas armas. No sabe usted usarlas y cualquier día puede hacerse daño -dijo Dale.

Nunca había oído Elena una voz más fría, más tranquila, más penetrante que la de aquel cazador. Sin precipitación, sin emoción, sin amenaza, parecía advertir algo más de lo que las palabras significaban.

Riggs había dejado caer el brazo muerto. Era indudable que la rapidez de Dale le había desconcertado. En su cara se retrataba una expresión de sorpresa. Echo a Dale una mirada de odio reconcentrado y otra a Elena, de venganza, y mientras los grupos comentaban el suceso se acerco al de los mejicanos e indios para recoger su revólver.

Dale no prestaba ya ninguna atención a sus movimientos; cargando con el equipaje

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de Elena se abrió a empujones un camino entre los grupos rogando a las dos hermanas que le siguieran.

-¿Qué te pasa, Elena?, estás temblando -murmuró Bo. Elena se daba perfecta cuenta de su desasosiego. enojo y temor. Entre la multitud

vio pronto una vieja diligencia tirada por cuatro escuálidos jamelgos. En el pescante había un hombre de pelo gris con el látigo y las riendas en la mano. A su lado tenía a un hombre con un fusil encima de sus rodillas. Otro hombre joven, alto, delgado v moreno mantenía la puerta de la diligencia abierta. Al acercarse las señoritas se quito el sombrero. Sus ojos brillaban con extraña viveza cuando preguntó a Dale:

-¿Nadie te ha molestado? -No, pero un importuno se ha complacido en molestar a las muchachas; al verme

ha querido echar mano a su revólver y me he visto obligado a arrebatárselo -contestó Dale, mientras colocaba el equipaje en la diligencia.

Estas palabras hicieron reír a Bo. Sus ojos expresaban sentimientos de emoción al mirar a Dale.

El joven del carruaje la miro con una expresión simpática que atenuaba la dureza de los rasgos de su cara.

-Sube, Joe -dijo. -Bueno, Milt -dijo el cochero -, ¿cuándo vamos a partir? Dale, con la mano en la portezuela vacilo, miró a la multitud y luego a Elena. -Creo que debo decirle a usted... -y pareció vacilar antes de concluir la frase. -¿Qué? - pregunto Elena. -Algo no muy agradable. Pero no tenemos tiempo que perder y mis explicaciones

resultarían ahora demasiado largas. -¿Tanta necesidad tenemos de no perder un minuto? -repuso Elena. -Sí, señorita, creo que sí. -¿No es ésta la diligencia de Snowdrop? -No, la diligencia de Snowdrop tiene su partida señalada para mañana. Hemos

contratado este viejo carruaje para poder partir esta misma noche. -Sí, cuanto antes mejor, pero no entiendo esta prisa -repuso Elena. -No estaría usted segura viajando en la diligencia de mañana -explicó Dale. -¡Que no estaría segura! -exclamó Elena-. ¿Qué quiere usted decir? -No tenemos tiempo para entrar en discusiones, pero si quiere fiarse de mí... -¡Fiarme de usted! -exclamó Elena- ¿Ha venido para llevarnos a Snowdrop? -Creo que sería mejor dar un rodeo para evitar Snowdrop -respondió Dale

misteriosamente. -Entonces, ¿me dejará en Pine en casa de mi tío Al Auchincloss? -preguntó Elena. -Sí, ésta es mi intención. Elena contuvo la respiración. Comprendía perfectamente que algún grave peligro

la amenazaba. Echó a aquel hombre una mirada escrutadora. Empezaban para ella los acontecimientos y los peligros propios del Oeste. ¡Cuán lleno de incógnitas se le presentaba en aquel momento su porvenir y el de su hermanita ! Aquel hombre tenía que ser un explorador o un cazador; su continente, su mirada, el tono de su voz, todo hablaba en favor suyo. Elena, sin embargo, no sabía qué hacer, no sabía si debía o no confiarse a él.

-Sí, pongo toda mi confianza en usted. Subamos al coche y partamos en seguida; por el camino me explicará lo que sucede.

-Vamos Bill, ¡en marcha! -exclamó Dale tomando asiento en el interior del coche. El cochero hizo chasquear el látigo y el coche se puso en marcha, perdiéndose pronto de vista a los grupos que iban quedando atrás.

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Dale se quitó el sombrero y se inclinó respetuosamente colocando su fusil entre las rodillas. Con la cabeza descubierta parecía más guapo.

Nunca había visto Elena una cara que, como aquélla, pareciese de bronce a primera vista, recobrando a medida que se la miraba una movilidad y una vida extraordinarias. El deseaba ver sonreír a la muchacha. Ella por su parte no comprendía por qué se había fiado tan pronto de aquel hombre. Algo había en él que la atraía, pero Elena no podía explicarse en qué consistía tal fuerza de atracción. Unas veces le parecía que lo que le gustaba era su energía, otras veces la dulzura de sus maneras, otras veces ni una ni otra cosa.

-Es una suerte que haya venido usted con su hermanita -le dijo el desconocido. -¿Cómo sabe usted que es mi hermanita? -Por lo mucho que se parece a usted. -Nadie me lo había dicho hasta ahora -replicó Elena tratando de sonreír. -¡Cuánto desearía ser la mitad de lo bonita que es mi hermana Nell! -exclamó Bo. -¿Nell? ¿No se llama usted Elena? -exclamó Dale. -Sí, pero mi hermana me llama Nell. -¿Y cómo se llama usted? -preguntó Dale dirigiéndose a Bo. -Me llamo Bo. Qué nombre más feo, ¿verdad?, pero no me consultaron cuando me

lo pusieron. -Bo es un nombre bonito y breve, no lo había oído nunca; bien es verdad que

conozco a muy poca gente. -¡Oh, estamos lejos de las ciudades! -exclamó Bo-. ¡Mira, Nell, no se ve a nadie,

esto es un desierto! -Un desierto efectivamente; cuarenta millas hemos de recorrer por esta pelada

llanura antes de que demos con una colina o un árbol. Elena observó la inmensa y gris llanura desprovista de ondulaciones y sinuosidades

en todo lo que alcanzaba la mirada; una llanura abierta, desolada, solitaria, que la hizo estremecer.

-¿Le ha escrito su tío alguna vez algo referente a una persona llamada Beasley?- preguntó Dale.

-Sí -contestó Elena, sorprendida de la pregunta-. El nombre Beasley nos es familiar e ingrato. Parece que este Beasley ha sido el peor enemigo de mi tío, desde hace años. Mi tío nos escribía antes a menudo quejándose de él, pero estos últimos años no nos ha vuelto a nombrar a este hombre.

-Bueno -dijo Dale imprimiendo a sus palabras una extraña expresión de gravedad-, mejor es decir las noticias sin rodeos. Siento tener que prevenirla de algo desagradable, pero necesita usted aceptar el Oeste tal cual es; hay en él mucho bueno y mucho malo, tal vez más malo que bueno. Es un país que empieza, no formado todavía... Mas para decírselo de tina vez, ese Beasley ha contratado a una banda de malhechores para que asalten la diligencia, en la que tenia usted que ir a Snowdrop mañana, a fin de raptarla.

-¡Raptarme! - exclamó Elena, asustada. -Si, señorita, cosa que en este país es mucho peor que la muerte-declaró Dale con

acento hosco v golpeando su rodilla con el puño. Elena quedó anonadada. -¿Raptarme? ¿Y con qué fin? -Por razones fáciles de comprender -contestó Dale. Ni su voz ni la expresión de su cara cambiaron lo más mínimo. Algo había, sin

embargo, en su rostro que atraía a Elena. -Yo soy un cazador -continuó Dale- y vivo en los bosques. Hace unas noches me

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sorprendió la tempestad y fui a guarecerme a una cabaña abandonada. Algunos hombres entraron después de mi en ella. Gracias a la oscuridad reinante me fue fácil esconderme de modo que ellos no pudieron advertir m` presencia. Hablaron sin sos-pechar que sus palabras podían ser oídas. Por esta causa pude descubrir que aquellos hombres eran los cuatreros capitaneados por Snake Anson. Habían acudido a una cita que tenían con Beasley. Éste no tardó en llegar diciendo a Anson que su tío de usted estaba próximo a abandonar este mundo y que presintiendo su próxima muerte le había llamado para que llegara a tiempo de hacerse cargo del rancho. Beasley dijo que tenia varias quejas contra su tío. Convino con Anson que éste se encargaría de hacerla desaparecer, para lo cual le informó del día que tenia que llegar a Magdalena. Una vez muerto su tío Al, no estando usted allí, ni existiendo, de momento, ningún heredero conocido, Beasley pensaba adueñarse de las propiedades del difunto. Una vez pose-sionado de ellas hubiérale tenido sin cuidado los pleitos que se hubiesen podido suscitar. Terminada la conversación y puestos de acuerdo los bellacos no tardaron en abandonar la cabaña. Al día siguiente fui a Pine, en donde todos los vecinos, excepto su tío Al, eran amigos míos, pero no de todos podía yo fiarme. Beasley es un hombre muy influyente y era de presumir, por lo tanto, que Snake Anson hubiese de tener como amigos las personas adictas a Beasley. Por este motivo me fui directamente a ver a su tío, quien nunca me había tenido el menor afecto por suponerme perezoso como un indio. Su tío Al detesta a los holgazanes. Tenia, además, un antiguo y hondo resentimiento contra mi, porque creía que un puma amaestrado que yo tengo le había matado un buen número de ovejas. Admitiendo la culpabilidad de mi animal, le ofrecí reparar el daño, pero no aceptó mi ofrecimiento. Cuando le expliqué lo que me llevaba allí se enfadó mucho y me arrojó del rancho. Me fui entonces en busca de cuatro amigos míos mormones, hermanos los cuatro, los puse al corriente del siniestro plan de Beasley, reclamando su ayuda, y por este motivo estamos aquí los cinco para librarla a usted de los ataques de Anson. Beasley tiene en Magdalena tanta influencia como en Pine, por cuyo motivo es preciso que obremos con gran cautela y prudencia. Mis amigos tienen aquí dos camaradas, mormones también, que han consentido en ayudarnos. Son los dueños de este carruaje, y gracias a ellos está usted en este instante viajando con nosotros.

-Es usted un perfecto caballero - manifestó Bo, no hallando palabras con que expresar mejor su agradecimiento.

Dale perdió su gravedad por unos momentos para dejar lugar en su cara a la expresión de halago que le habían producido aquellas palabras.

Elena tenia el cuerpo rígido y tembloroso, sus manos estaban frías, el horror de aquella revelación le había dejado sin poder articular palabra, pero desde lo profundo de su corazón asentía plenamente a la frase de Bo.

-No me extraña -prosiguió Dale- su sorpresa y zozobra. No he sabido prepararla y le he dado la noticia demasiado bruscamente. Tenemos que recorrer todavia treinta millas antes de llegar a Snowdrop. El resto de mis amigos, Roy, John y Hal, tenían que salir hoy de Show Down, pequeña población que está algo más lejos de Snowdrop. A su cuidado quedaron mis caballos e impedimenta. Los encontraremos por el camino esta noche o tal vez mañana. ¡Quiera Dios que no los encontremos esta noche porque eso significaría que la banda de Anson se dirigía a toda prisa a Magdalena!

Elena juntó sus manos como para pedir ayuda al cielo. -¡Oh, Dios mío! ¿Me faltará el valor? -murmuró. -Elena, yo estoy tan asustada como tú misma -le dijo Bo abrazándola para

consolarla.

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-Es natural -manifestó Dale tratando de excusar la flaqueza de ánimo de las jóvenes-, pero es necesario que empiecen ustedes por serenarse; el asunto es algo feo, pero yo he de hacer todo lo posible por salvarlas y me atrevo a asegurarles que, excepción hecha del rancho de su tío, en ningún sitio podrán estar más protegidas que a nuestro lado.

-No me juzgue ingrata ni excesivamente cobarde -dijo Elena con los ojos humedecidos-. Ha de comprender que la sorpresa ha sido grande.

-Paciencia, querida Elena; aceptemos las cosas tal como nos las presenta el Destino - dijo Bo.

-Ahora ya saben lo que sucede-exclamó Dale-. He querido ponerles en autos de la gravedad de la situación, pero quizá salgamos del conflicto con más facilidad de lo que ustedes se imaginan. Cuando encontremos a mis amigos utilizaremos sus caballos y nos meteremos por trochas y veredas conocidas. ¿Saben montar?

-Bo ha dedicado gran parte de su vida a los caballos y yo monto bastante bien - respondió Elena.

La idea de montar le infundió nuevas fuerzas y valor. -Magnífico, porque es muy posible que tengamos que cabalgar largo y tendido

antes de que lleguemos a Pine. Elena oyó pisadas de caballo; poco después el animal pasó a galope tendido. Dale abrió la portezuela y asomó la cabeza. El carruaje se detuvo. Dale se apeó de

él y escudriñó la planicie. -¿Quién es ése, Joe? -preguntó. -¡Yo qué sé! -respondió Joe-. Bill tampoco lo conoce; hace un rato que le vemos

galopar de prisa; luego, como si deseara que le pasáramos delante, ha disminuido la marcha del caballo, mas de repente ha acelerado de nuevo la velocidad.

Dale movió la cabeza como si aquello no le agradara. -No temas, Milt; Roy no dejará a ese individuo proseguir por este camino -dijo Joe. -Tal vez pase sin que Roy le vea. -No es muy probable. Elena no pudo reprimir sus temores. -¿Cree usted que ese jinete era un emisario que ha salido para avisar a la banda de

Anson? -preguntó. -¿Quién podría asegurarlo? -repuso Dale. Entonces el joven Joe se inclinó desde el asiento delantero y dijo a Elena -No se preocupe usted. Más probable es que a ese hombre le metan una bala en el

cuerpo que no que llegue a su destino. Las palabras de Joe eran amables y persuasivas, mas a Elena le parecieron tan

siniestras como una amenaza a su propia vida. No ignoraba que la vida en el Oeste se vende muy barata, pero era un conocimiento teórico y nunca se había encontrado aún en una situación que le demostrara la verdad de la terrible reputación del país en donde tenía que fijar su residencia. Aquel hombre joven y optimista hablaba de los acontecimientos que podían terminar en derramamiento de sangre con una frialdad y una indiferencia pasmosa. No podía tolerar el derramamiento de sangre, ni siquiera en el pensamiento. Elena comprendió que en aquel país se había de ver rodeada de ins-tintos y pasiones indómitas que al chocar unas con otras constituirían una grave amenaza y un peligro para ella.

-Usted, Joe, alcáncenos la cesta de la merienda, la más pequeña, la que tiene las bebidas - dijo Dale disponiéndose a ayudarle.

Y a continuación metió en la diligencia una cesta pequeña cubierta con un trapo, diciendo

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-Coman ustedes a su sabor, y que les aproveche. -Gracias, pero nuestra cesta está todavía casi llena -repuso Elena. -Reserven sus provisiones, porque las necesitarán -antes de llegar a Pine. Ahora me

voy a cenar con los muchachos arriba del coche. Como pronto se hará oscuro, tendremos que detenernos con frecuencia para escuchar.

Pero no se asusten. Y cogiendo el fusil, cerró la portezuela y subió al pescante. El carruaje se puso de

nuevo en marcha. Era de ver el apetito con que Bo se apoderó de la cesta de la merienda. Elena quedó

verdaderamente sorprendida. -¿Será posible que puedas comer? -exclamó. -¿Por qué no? -preguntó la intrépida Bo-. Y tú también comerás aunque tenga que

empujarte. ¿Dónde está tu valor, Elena? Nos hemos de alimentar a fin de poder tener fuerzas para resistir lo que venga. ¡h! Estamos viviendo toda una novela; este desconocido tiene todo el aspecto de un príncipe disfrazado de cazador. Y luego, el arriesgado viaje en este coche. Los temores de atraco y rapto. La lucha. La huída en veloces e indómitos caballos por montes y colinas. La persecución a través de las selvas. Nuevos sobresaltos. Nuevas luchas. Por fin, la llegada al rancho. Y como feliz epílogo, mi casamiento con nuestro salvador. O no, mejor dicho, tu casamiento, porque yo he de permanecer fiel a mi novio de Las Vegas.

-¡Que tonta, cuánta tontería has dicho, Bo! ¿Será posible que no experimentes el menor temor?

-Si he de confesarte la verdad, tengo un miedo que no me deja vivir, pero si las muchachas del Oeste saben resistir valientemente estas cosas, yo no quiero ser menos, no quiero dejarme achicar por ellas.

Estas palabras le hicieron comprender a Elena que a su vez no tenía que dejarse superar en ánimo y valor por su hermana y sintió vergüenza de su debilidad.

-Ha sido una merced del cielo, Bo -dijo Elena-, que tú me acompañaras. Comeré si te empeñas.

Y como si estas palabras hubieran tenido la virtud de abrirle el apetito, sintió en seguida verdaderas ganas de comer. Mientras comía, miraban a uno y otro lado del coche. Por las ventanas sin cristal entraba el aire frío de la noche. Hacía buen rato que se había puesto el sol. Hacia el Oeste veíase todavía, sin embargo, sobre la línea oscura del horizonte, el dorado y resplandeciente suelo con tonalidades gualdas y azules. La tierra aparecía dilatada y queda como un mar en calma. Las estrellas pálidas todavía y escasas, empezaban a brillar en la bóveda celeste. La brisa estaba llena de fragancia y perfumes nuevos para Elena.

-Acabo de oír un aullido -dijo Bo, de pronto, escuchando con la cabeza erguida y el oído atento.

Pero Elena no oyó sino las pisadas de los caballos, los crujidos del coche y el ruido de los arreos y atelajes. De vez en cuando, algún siseo de los hombres en el pescante.

Cuando las jóvenes terminaron su cena, era ya noche cerrada. Bien arrimadas la una a la otra se cubrieron con una manta y se pusieron a hablar

en voz baja. Elena estaba poco locuaz. No así su hermana, siempre aficionada a la conversación. -No las tengo todas conmigo, hermana -dijo-. ¿Dónde estaremos ahora? Esos

hombres que están en el pescante son mormones que se entienden para raptamos. -Dale no es mormón -replicó Elena. -¿Cómo lo sabes? -Lo he adivinado por el modo como habla de sus amigos.

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-Tal vez tengas razón, pero yo desearía que no estuviese tan oscuro. A mí no me asusta nada de día, pero de noche tengo miedo. ¿No es verdad, Elena, que este cazador es muy guapo? ¿Cómo se llama? Milt Dale, ¿no es eso? Dice que vive en los bosques. Si no estuviese ya enamorada del primer cowboy que he visto, ahora me enamoraría de el.

Después de un intervalo de silencio, Bo exclamó de repente: -¿Estará siguiéndonos ahora Harve Riggs? -Claro que sí -respondió Elena con melancolía. -Pues mejor haría en andarse con cuidado. Aquí hay muchos hombres que sabrán

plantarle cara y no me gustaría estar en su pellejo. Después de esto, Bo se puso a hablar de su tío y de la fatal enfermedad que tenía y

luego de las personas que habían quedado en el hogar tan lejano ya que parecía haber quedado en el otro extremo del mundo.

Esto le llenó los ojos de lágrimas hasta que apoyada la cabeza en el hombro de Elena concluyó por dormirse.

Elena, en cambio, no pudo conciliar el sueño. Siempre había deseado la vida activa y llena de sorpresas que había admirado en las novelas, pero en aquel momento comprendió que le aguardaba un porvenir como el que se anunciaba de un modo tan amenazador; mejor hubiera sido continuar en su vida pacífica del hogar.

La diligencia fue disminuyendo paulatinamente la rapidez de su marcha. Oíase la respiración de los caballos, el choque de las correas y de los arneses, el siseo de los hombres en misteriosa conversación. Éstos eran los únicos ruidos que se oían. Elena miró por la ventanilla creyendo, sin embargo, que le sería imposible penetrar con su mirada la densidad de las tinieblas, pero con gran sorpresa suya la noche estaba más clara de lo que ella había esperado; podíanse ver los objetos a cierta distancia. Una estrella errante le llamó la atención; los hombres prestaban oído atento. También ella aguzó el oído, pero aparte de los sonidos antes mencionados no percibía el menor rumor. De pronto, el cochero arreó a sus caballos y se reanudó la marcha.

Durante un buen rato, la diligencia continuó su carrera aceleradamente dando grandes traqueteos y crujiendo como si fuese a volcar a cada momento o a deshacerse. Volvió después a terreno nivelado y se detuvo durante algunos minutos, al cabo de los cuales partió de nuevo para emprender una penosa y difícil ascensión. Elena supuso que debían de haber recorrido muchas millas. El desierto parecía encontrar sus límites en los primeros grupos de sauces y de arbustos que cada vez con más frecuencia iban encontrando. El suelo era cada vez más desigual y rocoso, tanto que una vez al bajar un declive, Bo en un avén salió disparada de los brazos de Elena y ésta estuvo también a punto de caer de su asiento.

-¿Dónde estamos? -preguntó Bo al despertarse. -Ya estarás contenta; no podrás quejarte por falta de aventuras; pero no te puedo

decir en dónde estamos -contestó Elena. Bo se frotó los ojos y se acabó de despertar, no pudiendo dormir de ningún modo

con aquel traqueteo infernal. -Ni que hubiéramos recorrido un millar de millas estaría más derrengada -

manifestó Elena-. No me queda un solo hueso sano en el cuerpo. Bo asomó la cabeza por la ventanilla. -¡Oh, qué oscuro y qué solitario! Y lo peor del caso es que hace un frío atroz; yo

estoy helada. -Yo creí que a ti te gustaba el frío -dijo Elena. -Por tu acento me parece advertir que ya estás más tranquila -dijo Bo con gran

satisfacción.

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A pesar de lo difícil de la situación, las dos jóvenes conseguían mantenerse bastante bien en su asiento apoyadas una en otra, bien cubiertas con la manta. Única-mente de vez en cuando algún salto inesperado las lanzaba del asiento.

-¡Oh! -exclamó una vez Bo, indignada-. No te perdonaré nunca, Elena, que me hayas dado este viaje infernal.

-Pues si no te hubiese traído, no hubieras conocido al guapo cowboy de Las Vegas -repuso Elena.

Esta insinuación bastó para que Bo recobrara inmediatamente la conformidad. En sus largos ratos de silencio tenían ocasión de admirar la habilidad del cochero

en obtener de los caballos, como un verdadero hombre del Oeste, todo el rendimiento posible en aquellos malos caminos interminables.

Tan frecuentemente se paraba el coche hablando los hombres en voz queda y misteriosa, que las dos hermanas comenzaron a sentir verdadera aprensión.

De repente se oyó un silbido desde la oscuridad. -Ése es Roy - dijo Joe Beeman en voz baja. -Eso creo yo, y no es muy buena señal por cierto que salga a nuestro encuentro tan

pronto -contestó Dale- Prosigamos, Bill. -No tan pronto como parece -observó el cochero-, porque hemos recorrido lo

menos treinta millas. La diligencia continuó su camino mientras Elena y Bo se arrimaban una a otra

preguntándose qué nuevo suceso se les avecinaba. Luego la diligencia volvió a pararse. Elena oyó pasos de hombre y relinchos. -He visto algunos caballos, Elena -murmuró Bo, excitada-. Allí, al lado del

camino... ¡Y aquí llega un hombre! ¡oh, si fuera el que estamos esperando! Elena miró y vio una sombra alta que se movía silenciosamente y detrás de ella

unos cuantos caballos, algunos de ellos con varios bultos sobre sus lomos. Dale salió al encuentro del recién llegado. -¡Hola, Milt! Seguramente la señorita está contigo, pues de lo contrario no estarías

tú aquí - dijo en voz baja. -Son dos las señoritas -contestó Dale. Roy silbó suavemente y otro hombre, delgado, de mediana estatura, salió de la

oscuridad al encuentro de Dale. -¿Qué noticias me traéis, muchachos, de la banda de Anson? - preguntó Dale. -Los he encontrado en Snowdrop bebiendo y querellándose; apostaría cualquier

cosa que se quedarán allí hasta el amanecer. -¿Cuánto tiempo has estado tú allí, Roy? -Tal vez un par de horas. -¿Ha pasado por allí algún caballo? Porque he de decirte, Roy, que un jinete

misterioso ha pasado junto a nosotros antes de cerrar la noche; iba bastante de prisa; me extraña mucho que no le hayas visto.

-Ésa es una noticia que no me gusta -contestó Roy torciendo el ceño-. No podemos perder el tiempo teniendo que cabalgar con señoritas; es necesario partir con la mayor anticipación posible. ¿No es cierto, John?

-Snake Anson es muy hábil en seguir las huellas - dijo uno de ellos. -Tú dirás lo que hemos de hacer, Milt -dijo Roy mirando las estrellas-. La aurora

está próxima, los caballos están dispuestos; puedes perfectamente estar entre los pinos al salir el sol.

Siguió un silencio durante el cual Elena pudo oír los latidos de su corazón y la respiración jadeante de su hermanita.

Las dos miraron por la ventanilla con las manos entrelazadas, aguzando el oído

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presas de gran sorpresa. -Es muy posible que el jinete que hemos visto pasar la noche anterior no fuera un

mensajero de, Anson -calculó Dale-. En tal caso, ¿por qué viene siguiendo las huellas de nuestros caballos y de nuestro coche?

-No teniendo la menor noción de que hemos pasado por aquí se dirigirá a detener la diligencia ordinaria. ¿Podrías volver atrás, Bill, para encontrar la diligencia antes que Anson?

-Creo que sí, sin correr mucho -contestó Bill. -Muy bien - aprobó Dale al instante- Vosotros, John, Joe y Ha], retrocederéis hasta

encontrar la diligencia, y cuando la encontréis, subid a ella y esperad la llegada de Anson.

-Esa será una aventura muy divertida -manifestó John. -De buena gana iría con vosotros -dijo Roy compartiendo la opinión de su

hermano. -No, tú no puedes ir, necesito que nos acompañes hasta que estemos en seguridad

en los bosques. Ayuda a descargar los bultos, y tú, Roy, ayúdame a hacerme cargo de ellos.

-Tenemos abundantes provisiones también, a menos de que las señoritas sean muy comilonas. Hay aquí provisiones para dos meses.

Dale se dirigió al coche y abrió la portezuela. -Si no duermen ustedes, vengan. La primera que se apeó del coche fue Bo. -,Cómo quiere usted que durmamos con todos estos traqueteos? -dijo. Roy Beeman celebró la ocurrencia con una carcajada. Púsose el sombrero y

permaneció de pie en silencio ayudando a Elena a descender del coche. Ella agradeció la ayuda y la actitud respetuosa del muchacho. El gran revólver que le colgaba del cinto llamó la atención de la animosa muchacha. Dale subió al coche a hacerse cargo del equipaje que dejó en el suelo.

-Vamos, BiIl, despacha. John y Hal saldrán detrás de ti dentro de poco - dijo Dale. -Señoritas, he tenido mucho gusto en servirles y siento separarme de ustedes, pero

tengo la seguridad de que las dejo bien acompañadas y de que pronto llegarán al hogar sanas y salvas.

-Cállate, majadero -dijo Dale. -Bueno, ya me callo. Adiós, señoritas, y buena suerte -dijo Bill agitando las

riendas. Bo pronunció un adiós claramente articulado, mientras que Elena murmuró la

despedida. El buen hombre parecía un antiguo amigo. Los caballos piafaron y el coche crujió, desapareciendo pronto en la oscuridad. -Está usted temblando -dijo de pronto Dale mirando a Elena y cogiéndole una

mano- Está fría como el mármol. -Sí, tengo frío -contestó Elena-; no voy bastante abrigada. -Todo el día hemos tenido un calor sofocante y ahora nos morimos de frío -dijo

Bo-. Por lo visto, aquí de noche es invierno y de día verano. -,Quieres guantes y ropa de abrigo? -preguntó Roy. -En esta maleta tenemos guantes, trajes y botas de montar, todo elegante y nuevo -

dijo Bo, entusiasmada, dando con el pie en la maleta. -Esta noche nos harán mucho servicio -contestó Elena. -Señoritas, ahora es el momento de cambiar de ropa -dijo Roy-, así ahorraremos

tiempo y además se evitarán ustedes las molestias del frío antes de la salida del sol. Elena miró al hombre sorprendida por sus palabras. Le aconsejaba que cambiase su

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traje de viaje por otro de montar, en medio del desierto azotado por un viento frío, a medianoche y delante de varios jóvenes.

-¿De quién es esta valija? -preguntó Dale a Bo como si ésta fuera su hermana. Y cuando Bo le hubo dicho que era la suya, la cogió diciendo -Síganme fuera del

camino. Bo le siguió y Elena hizo lo mismo. Dale las dejó entonces a algunos pasos del camino detrás de unos espesos arbustos. -Aquí pueden cambiarse la ropa perfectamente -les dijo. Y se alejó en seguida. Bo se sentó para quitarse los zapatos. ¡Qué pálida y bonita le pareció a Elena! Sus

ojos brillaban a la luz de las estrellas. Al mirarla comprendió que Bo causaría mejor impresión que ella en el Oeste.

-Son muy simpáticos estos muchachos -dijo Bo-. ¿Has visto con qué franqueza nos han preguntado si teníamos frío?

Elena no comprendía ella misma la facilidad con que empezó a cambiarse de ropa en aquel desierto frío y azotado por el viento, pero una vez iniciada la operación vio que podía terminarla sin la menor molestia ni dificultad. Casi le daban ganas de reír viendo a su hermanita tirar las prendas al aire para que el viento se las llevara a cierta distancia.

-Uf, uf -repitió Bo-, nunca he tenido más frío en toda mi vida; si Dios no nos socorre, Elena, nos vamos a morir de frío.

Preocupada como estaba Elena por todas aquellas aventuras no tenía muchas ganas de hablar. Bo la ayudaba a vestirse. Elena, cuando estuvo lista, empaquetó, con manos ateridas y torpes, la ropa que se había quitado.

-¡Oh, yaya un lío que he hecho con estos trajes de viaje! ¡Cómo están de arrugados -No te preocupes -replicó Bo-, ya los plancharemos mañana sentándonos encima. En seguida volvieron al camino. Bo no llevaba el lío de su ropa y parecía inquieta. Los hombres les esperaban cerca

de un grupo de caballos; uno de ellos llevaba un paquete. -Deme usted esos fardos -dijo Dale a Elena quitándoselos de la mano-. Roy, hazte

cargo de ellos mien- tras yo acabo de atar este fardo. Roy acercó dos caballos. -Monte usted en éste -dijo a Bo-; los estribos de esta silla son más cortos. Tan trabajosamente obedeció Bo, que Elena no podía dar crédito a sus ojos,

sabiendo lo ágil y admirable jinete que era su hermanita. -¿.Están bien los estribos? -preguntó Roy-. A ver, alargue usted el pie. Creo que

están bien -dijo Roy-. Tenga mucho cuidado, que este caballo es muy nervioso; necesita contenerle mucho.

Bo no parecía merecer la reputación de excelente caballista que su hermana le había dado.

-Ahora, señorita, monte usted -dijo Roy a Elena. Y un instante después encontrábase la muchacha a horcajadas en un negro y brioso

caballo. A pesar del frío intenso de la noche sintió correr aceleradamente la sangre por sus venas.

Roy se acercó para arreglarle los estribos. -Quizá tengamos que dar un largo rodeo en torno a las Montañas Blancas. -¿Oyes esto, Bo? -preguntó Elena. Bo no respondió. Su posición en la silla era algo desgarbada y torpe, lo cual

extrañó e inquietó a Elena. En aquel momento, Dale se les acercó. -¿Has apretado bien las cinchas, Roy? -Sí. todo está perfectamente -contestó Roy.

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Dale se detuvo junto a Elena, acariciando el caballo. ¡Qué alto era! Sus hombros llegaban al arzón delantero de la silla. -Este caballo se llama Ranger -dijo-, y es el más rápido y resistente de la comarca. -Sí, excepto mi bayo, no hay otro como él -asintió Roy. -Si hubieras montado alguna vez a Ranger comprenderías, Roy, que tu caballo no

vale nada-dijo Dale-; pero partamos al momento. Tú, Roy, llevarás las acémilas. Se cercioró bien del estado de los arreos y silla del caballo de Elena y después se

acercó al de Bo para hacer lo mismo. -¿Están ustedes bien? -Yo estoy casi helada -contestó Bo con voz débil. A la luz de las estrellas se podía advertir perfectamente la intensa palidez de su

cara. Elena comprendió que no era sólo el frío lo que molestaba a Bo. -¡Oh, Bo! -exclamó asustada. -No es nada, Elena, no es nada. -Permita que yo la lleve - fue el ofrecimiento de Dale. -No, no hay miedo, no me pasará nada -dijo Bo con orgullo. Dale y Roy se fijaron en la palidez del rostro de la muchacha. Luego Roy se acercó

al grupo de caballos que había quedado fuera del camino y Dale fue a montar el caballo que había quedado para él.

-No se aparten ustedes de mí. Bo se colocó detrás de Dale y Elena detrás de Bo. Aquello parecía el fin de un sueño. Elena esperaba despertar de un momento a otro

para encontrarse de repente entre las paredes de su cuarto oyendo el murmullo de la brisa en las rejas de su jardín y el canto del gallo anunciando el nuevo día.

VI Con el continuo trote, Elena entró en reacción de tal modo que únicamente tenía

los dedos fríos y ateridos. Su ánimo, sin embargo, decaía tanto más cuanto más consi-deraba lo comprometido de la situación. Tan oscura se puso la noche, que aun cuando su caballo marchaba con la cabeza casi pegada al flanco del de Bo, apenas-podía ver Elena a su hermanita. De vez en cuando le preguntaba cómo se encontraba y la respuesta era siempre tranquilizadora.

Más de un año hacía que Elena no montaba a caballo, y muchos habían transcurrido sin que hubiese montado con regularidad. Por este motivo, el temor y el recelo la embargaban cuando se colocó en la silla; pero no sin sorpresa y gran satisfacción por su parte pudo comprobar la firmeza con que se sostenía en ella, gracias principalmente a las reacciones suaves y a la docilidad del caballo Ranger. Bo, en cambio, habiendo tenido ocasión de montar con más frecuencia en una hacienda cercana a su casa, demostró ser mejor jinete cine su hermana. Menos mal cine la silla era cómoda v blanda; de lo contrario, la ordalía hubiese sido mucho más penosa.

A pesar de la oscuridad de la noche, Elena pudo ver débilmente el camino que pisaba. El suelo era rocoso v sin señales de gran tránsito. Tuvieron que abandonar el camino para internarse en un llano cubierto de arbustos. La marcha se higo evidentemente más difícil y penosa, pero no por eso disminuyó Dale la rapidez de la misma. Los caballos seguían todos al cine les servía de guía. Convencida Elena de la inutilidad de continuar guiando a Ranger, lo abandonó a su propio instinto. Las vacas sombras que se percibían en la noche la llenaron de sobresalto, pero pronto

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comprobaba que no eran sino rocas o árboles enanos. Cuanto más se internaban por aquel terreno fangoso, más se repetían estas vacas apariciones. Muchas veces volvió la cabeza vara penetrar con la mirada las sombras que iban quedando atrás. Hacíalo de un modo involuntario, y sin poder evitar cada vez un estremecimiento de temor.

Dale temía ser perseguido. Lo mismo esperaba Elena, cuyo pavor aumentaba con la idea de que sus enemigos no sólo codiciaban su herencia, sino que pretendían apo-derarse de ella y quitarle la liberad. Las palabras que Dale había pronunciado para ponerla al corriente de los monstruosos planes que se habían tramado contra ella re-sonaban constantemente en sus oídos, haciéndola estremecer. Parecía absurdo, imposible; no obstante, era real v positivo el peligro que Dale le había anunciado. El Oeste era algo pavoroso, horrible.

De repente su caballo se detuvo junto al de Bo, obedeciendo ambos al movimiento del de Dale, quien contuvo al suyo para mejor escuchar en las tinieblas. De Roy y sus acémilas no se percibía el menor signo de proximidad.

-¿Que sucede?-murmuró Elena. -Creo haber oído a un lobo -contestó Dale. -¿Ha sido eso un lobo? -preguntó Bo. -Sí, yo también lo he oído. Ha sido algo parecido a un gemido desesperado. -Nos acercamos ya al pie de las montañas -explicó Dale-. Fíjense cómo ha

refrescado el aire. -Ahora no tengo frío -contestó Bo-; antes. en cambio, parecía que iba a quedarme

helada. ¿Y tú, Elena, cómo te encuentras? -Tampoco yo tengo frío ahora -contestó Elena. -Si te dieran a elegir entre estar aquí o en casa, ¿que elegirías? -preguntó Bo. -¿Cómo puedes hacerme tal pregunta? -exclamó Elena, asombrada. -No te extrañes: yo, por mi parte, elegiría estar aquí montando este caballo-aseveró

Bo. Estas palabras no pasaron inadvertidas, porque Dale volvió la cabeza con gesto que

demostraba su sorpresa, e inmediatamente aceleró el paso de su cabalgadura. Elena seguía trotando junto a Bo, sin que ninguna de las dos cortara el silencio.

A Elena le pareció advertir por Oriente un apenas perceptible albor, nuncio de la aurora. Las estrellas comenzaron a desaparecer. Poco después, una tenue claridad borró del cielo las estrellas menores. La estrella de la mañana suscitó la admiración de Elena, por su brillo extraordinario. Nunca había visto un astro más claro y hermoso en un cielo de un azul pálido más bello y rutilante. Vieron desaparecer las tinieblas de la noche, y el desierto fue mostrando sus colores y perspectivas.

A poca distancia surgían en la penumbra unas cuantas colinas onduladas v de pobre vegetación. Detrás de ellas, un espacio dilatado empezaba a acusar el perfil de sus formas. Hacia el Este, el horizonte, iluminado con luz rojiza, mostraba sus líneas sinuosas.

-Nos convendría juntarnos con Roy -dijo Dale espoleando a su caballo. Esto bastó para que Ranger y el caballo de Bo aceleraran su trote. No tardaron en

dar alcance a Roy con las acémilas v sus cargas. El aire frío hacía saltar las lágrimas a Elena. Le atería las mejillas. Tan suaves eran las reacciones de Ranger que cabalgar en él al trote corto, era como balancearse en una mecedora. Aquella galopada animada y movida les pareció a todos muy corta.

-Elena, no tengo ningún temor de lo que pueda ocurrirnos -exclamó Bo, con su acostumbrada intrepidez. Su cara estaba colorada y fresca. Sus ojos azules brillaban, su cabello flotaba al viento con tonalidades metálicas. Estos estímulos físicos, causa del optimismo de Bo, hubieran producido en Elena el mismo efecto saludable de

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haber podado ella desechar de su mente los pensamientos sombríos que tan intranquila la tenían.

Era ya completamente de día cuando Roy creyó conveniente dar un rodeo en torno de un grupo de cedros diseminados por la parte baja de las colinas.

-Estos árboles crecen en las llanuras del Norte, en donde las nieves tardan más en fundirse -explicó Dale.

Descendieron luego a un valle que no parecía muy grande, pero que una vez en él resultó dilatado y profundo. Al ascender de nuevo por otra colina, Elena pudo divisar el sol naciente iluminando un panorama tan espléndido y hermoso que la dejó sin palabras con que responder a las exclamaciones entusiastas de Bo.

Ascendieron luego por una pendiente pelada y amarillenta tan suave, que casi parecía que estaban cabalgando por una llanura. Los cedros que la cubrían iban siendo más escasos hacia la cumbre, desde la cual se divisaba el disco solar a gran altura, sobre el horizonte.

-¡Qué hermosura! -exclamó Bo-. Pero no sé por qué las llaman las Montañas Blancas.

-Aquel picacho de allí, llamado Old Baldy, está blanco la mitad del año-dijo Dale. Las muchachas miraron en silencio. A Elena le parecía tener delante de sus ojos el

mundo entero. ¡Cuán dilatado e inmenso era el desierto! ¡Cuán distinto de como ella se lo había imaginado, rojo y áureo o con tonalidades purpúreas! Inmenso, sin límites, sin más vegetación que la señalada por algunas manchas verdes, acá y acullá, y algunas líneas oscuras que sólo servían para acentuar la sensación de la distancia.

-Miren ustedes aquella mancha verde -dijo Roy señalándola-. Aquello es Snowdrop. Y aquella otra, hacia la derecha, es Show Down.

-¿Dónde está Pine? -preguntó Elena. -Algo más lejos, al otro lado de las colinas, junto al bosque. -Entonces estamos alejándonos. -Sí. Si hubiéramos ido en línea recta, los bandidos nos habrían asaltado. Pine está a

cuatro jornadas a caballo. Yendo a través de las montañas las huellas no quedarán marcadas. Cuando Anson se interne por la espesura buscándolas, Milt les guiará a ustedes por caminos seguros hasta Pine.

-,Cree usted, señor Dale, que llegaremos allí pronto, sin contratiempo alguno? - preguntó Elena.

-No le prometo a usted que sea pronto, únicamente que llegaremos a Pine sanos y salvos. Y sena usted que no me gusta que me llamen señor.

-¿Cuándo comeremos? - preguntó Bo, con impaciencia. A esta pregunta, Roy Beeman volvió la cabeza para mirar riéndose a Bo. Elena se

fijó en su cara plenamente iluminada; era enjuta y torva, broncínea, con ojos redondos y fijos, como los del mochuelo. De su mandíbula inferior, fuerte y prominente, pendía una barba rala y recia.

-Pronto -dijo-, no se apure usted. En cuanto lleguemos al oquedal. -Sí, lo mejor es continuar ahora sin detenernos para descansar luego un buen rato-

dijo Dale acelerando el trote de su caballo. Durante una hora de continuo y seguido trote, los ojos de Elena iban de derecha a

izquierda, no perdiendo detalle de cuantos objetos la rodeaban en la proximidad o en la lejanía. La enana artemisa, entre la cual crecía lozana y fresca hierba, y las manchas oscuras, que resultaron ser cedros enanos, y los barrancos que se abrían inopinada-mente en lo que a cierta distancia parecía cielo sin solución de continuidad, las grandes peñas, los pinos que se reunían fraternalmente en pequeños grupos, los amari-llentos álamos temblones y más lejos la línea oscura del bosque, todo cautivaba y

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admiraba a la muchacha. Ni un ave, ni un animal vieron en aquella larga cabalgata en dirección al espeso

oquedal, cosa que no dejó de llamar la atención a Elena. El aire perdió su penetrante frialdad cuando el sol se elevó a gran altura sobre el horizonte. Parecía, en cambio, llevar en sus alas más perfumes y fragancias silvestres. Eran aromas completamente nuevos para Elena, perfumes que le hacían sentir la nostalgia del hogar por su extremado exotismo. Parecía como si nunca hubiera olido los perfumes de la selva, como si aquello pudiese únicamente impresionar sus sentidos sin evocar ningún recuerdo interior.

Pocos eran los accidentes que cortaban la monotonía de la llanura. Roy guió los caballos a una pequeña hondonada, por cuyo fondo corría un arroyuelo, que siguió por su orilla izquierda hasta llegar a un punto en donde algunos cedros y pinos enanos formaban un pequeño bosque. Allí aguardó a los demás sentado en la silla de su caballo con las piernas cruzadas.

-Éste es un punto magnífico para reposar unos instantes -dijo cuando llegaron los demás de la partida-. Apuesto a que están ustedes cansadas.

-Tengo mucha más hambre que cansancio -replicó Bo. Al desmontar comprendió Elena que la larga y dura cabalgata le había quitado la

fuerza de las piernas hasta el punto de que casi no le era posible tenerse en pie. Bo se rió al verla hacer equilibrios para no caerse, pero a ella misma le costó gran trabajo dar algunos pasos cuando se apeó del caballo.

Cuando Roy desmontó sorprendió mucho a Elena ver que también él a su vez andaba con dificultad.

-Un caballo me lanzó un día de la silla, pisoteándome luego en el suelo. Me rompió varios huesos y quedé renco para toda la vida -explicó Roy, al notar la sorpresa de la muchacha.

Era evidente, sin embargo, que, a pesar de estar lisiado, aquel hombre conservaba bastante fuerza y agilidad.

-Creo que les convendría pasear para estirar las piernas -aconsejó Dale-. De lo contrario, luego no podrán moverse. No se alejen ustedes demasiado; las llamaré en cuanto la comida esté a punto.

Unos silbidos estridentes llamaron poco después a las muchachas al campamento, provisto ya de una apetitosa comida que las aguardaba. Roy estaba sentado con las piernas cruzadas como un indio, frente a una loma, encima de la cual Dale había colocado la comida.

Elena se dio inmediata cuenta de la pulcritud de los alimentos. Comió con verdadero apetito. Bo devoró su ración con tanta hambre, que Elena no sabía si reírse o avergonzarse. Los hombres las miraban y servían con gran solicitud, pero hablando apenas. No pasaron inadvertidas para Elena las continuas miradas de inquietud que Dale dirigía en todas direcciones. La cara impasible del cazador celaba perfectamente sus emociones, pero Elena adivinó en él una buena dosis de inquietud.

-Te declaro, Elena -exclamo Bo cuando no pudo comer más-, que esto es increíble. Debo de estar soñando. El caballo negro que tú has montado es el más hermoso que he visto en mi vida.

Ranger pacía tranquilamente la hierba cerca del arroyo con los demás animales. Todos estaban libres de sus sillas y cargas. Los hombres comían con perfecta calma. Hubiera sido difícil sospechar que temían la llegada de sus perseguidores. Elena creyó descubrir en aquellos rostros la intranquilidad. Era evidente que Roy se esforzaba en aparentar una satisfacción que no sentía; Dale, en cambio, disimulaba su inquietud detrás de una impenetrable capa de imperturbabilidad.

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-Descansen ustedes o paseen -aconsejo a las muchachas-. Hemos de recorrer todavía cuarenta millas antes de que anochezca.

Elena eligió el descanso. Bo prefirió el paseo. Se fue a acariciar a los caballos y a corretear alegremente por los prados. Su curiosidad la llevo también a revolver y hus-mear la impedimenta.

Dale y Roy cuchicheaban en voz baja mientras lavaban los utensilios y los empaquetaban y colocaban en una gran cesta de mimbre.

-¿Esperas que Anson encontrará nuestras huellas esta mañana? -preguntó Dale. -Mucho me lo temo-replico Roy. -¿Y cómo podrá encontrarlas tan pronto? -No conoces a Snake Anson, si crees lo contrario afirmo Roy. -¿Por que había de sospechar? -preguntó Dale. -Escucha, Milt, ya te dije que ayer Snake nos encontró en Show Drown y nos miro

con suspicacia. -Pero ni me vio a mí ni oyó nada que pudiera hacerle recelar mi intervención en

este asunto. -Quizá sí, quizá no; mas, como sea, ¿que más da que nos encuentre esta mañana o

esta tarde? -Así, pues, tú consideras segura la lucha una vez Anson haya asaltado la diligencia. -Creo que lo mejor será estar prevenidos, por si acaso. -En este caso, tú te quedarás aquí vigilando, y en cuanto los percibas atravesarás

los montes a toda prisa hasta Big Spring, en donde puedes acampar esta noche. Roy aprobó esta determinación y, sin añadir palabra, los dos hombres recogieron las cuerdas y se acercaron a sus caballos.

Elena apartó la vista de Dale tan pronto como las exclamaciones de su hermana la hicieron fijarse en un potro furioso, que a no mucha distancia de ellas se alzaba sobre sus patas posteriores, batiendo el aire con las de delante. Roy lo había cazado con el lazo y lo arrastraba al campamento.

-Mira, Elena, esta jaca salvaje -exclamo Bo. Elena se apresuro a ponerse a cubierto de las embestidas del furioso animal. Hoy lo

ato a un cedro próximo. -No te asustes, no es nada -dijo Roy con voz suave, acercándose despacio al

asustado animal. Poco a poco le iba disminuyendo la longitud del lazo. El animal, en su espanto, dejaba ver lo blanco de sus ojos y también sus dientes;

pero se estuvo quieto mientras Roy le arrojo el lazo para sujetarle con él por medio de un complicado nudo alrededor del cuello.

-Que se desate, si puede -dijo, señalando el nudo-; este animal no ha probado nunca la brida, ni la toleraría.

-¿No lo monta usted? -preguntó Elena. -Algunas veces -contesto Roy, sonriendo-. ¿Se atreven ustedes a montarlo? -Yo no - contestó Elena. -Pues yo casi me atrevería - insinuó Bo. -Pues lo siento, porque yo no quiero la responsabilidad. Estoy seguro de que la

tiraría a usted con extremada violencia. En la media hora siguiente, Elena vio y aprendió mucho más de lo que ella había

oído en toda su vida respecto al modo de tratar a los caballos indómitos. Excepto Ranger, el caballo bayo de Roy y la jaca blanca de Bo, los demás caballos

fueron llevados al campamento, después de cazados con el lazo, para colocarles la

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silla y cargar la impedimenta. Para los hombres fuertes y bravos del Oeste aquello era un verdadero juego, mas

no por eso pudieron dominar a los animales sin recurrir a toda su fuerza y habilidad. Aquel espectáculo sirvió para que en Elena aumentara la confianza y el respeto que sentía por aquellos hombres. Para una mujer de su espíritu observador, aquella media hora le basto para enseñarle muchas cosas.

Cuando todo estuvo dispuesto para la marcha. Dale montó y dijo con voz intencionada:

-Espero, Roy, volverte a ver a la puesta del sol. De ninguna manera antes. Dicho esto puso su caballo en marcha. Las muchachas se despidieron de Roy y

siguieron a Dale. Roy desapareció pronto con su caballo bayo detrás de un grupo de árboles.

Los caballos sueltos marchaban seguidos de las acémilas, al lado de las cuales iban los jinetes. Toda la comitiva viajaba al trote.

El sol calentaba la espalda de Elena, y el aire, frío y húmedo poco antes, se saturó de perfumes silvestres. Dale se metió por el valle limitado por bosques, en dirección a un espeso boscaje que se divisaba a varias millas de distancia.

Elena no comprendía por qué los grandes pinos que tenía a la vista se extendían por toda la llanura, pero no más allá. Probablemente la nieve les impedía el crecimien-to; pero como el terreno continuaba al mismo nivel, le parecía más natural que los pinos continuaran creciendo en el interior del bosque.

Se internaron con los caballos por la espesura. A Elena le parecía que entraban en un mundo distinto, que acabaría por cautivarla. Los pinos eran gigantescos. Sus tron-cos, morenos y retorcidos, daban la sensación de robustez. Los árboles crecían bastante separados unos de otros. Entre ellos abundaban los arbustos cubiertos de flores. La flora de la región era interesantísima, consistente en su mayor parte en una planta herbácea de color argentino. El suelo estaba cubierto por una verdadera alfombra de pinochos secos. De vez en cuando tropezaban con algún árbol caído al peso de los años. El silencio era imponente, mas a pesar de él los caballos andaban sin hacer ruido, gracias a la gruesa capa de pinochos y hojas secas que cubrían el suelo. No solamente la alfombra de pinochos amortiguaba las pisadas de los caballos, sino que impedía que los cascos dejaran marcadas su huella en el suelo. Ni un solo vestigio de su paso dejaban los animales tras de sí. Muy aguda tenía que ser la vista que fuera capaz de seguir la pista de los viajeros. Esto devolvió la tranquilidad a Elena, quien por primera vez desde que salió de Magdalena sintió aligerársele el corazón del peso que lo oprimía. No creía que fuera posible hacer aquel viaje en circunstancias más favorables. Bo era demasiado joven, demasiado alborotada, demasiado impulsiva, para detenerse a analizar las circunstancias del viaje. Aceptaba los hechos con entusiasmo, tanto que Elena empezaba a sospechar que su hermana no sólo no temía, sino que deseaba ardientemente las aventuras. No se podía negar que corría la sangre de los Auchincloss por sus venas. También Elena empezaba a sentir ciertos impulsos, ciertos deseos contra los que había estado luchando aquellos tres últimos días y que hasta entonces nunca había sentido. ¿Sería que también su sangre le pedía luchas y aventuras?

Bo amaba la acción, pero carecía de espíritu contemplativo. Su mayor entusiasmo consistía en ayudar a Dale a guiar los caballos y obligarles a marchar en correcta formación. Montaba admirablemente y resistía a maravilla el cansancio y la fatiga. Elena, en cambio, sucumbía más fácilmente; no tanto, sin embargo, que perdiera el in-terés de cuanto le rodeaba.

Un bosque espeso sin pájaros le parecía una cosa imposible. Elena amaba a los

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pájaros' más que a ninguna otra criatura en el mundo; conocía muchas especies e imitaba el canto de algunos. Si las aves brillaban por su ausencia, las ardillas, en cambio, abundaban extraordinariamente. Las había de varias especies y tamaños; unas, más valientes, se quedaban quietas, mirando con curiosidad a los jinetes; otras huían despavoridas apenas se daban cuenta de su proximidad.

Dale detuvo su caballo y extendiendo su brazo señaló a Elena un grupo de ciervos que mostraban su recelo enderezando las orejas. Por su posición y sus actitudes for-maban con el fondo del paisaje un cuadro encantador. De repente huyeron a la desbandada en loca y precipitada carrera.

El bosque se extendía por la llanura sin más accidente que algunos cauces que rompían su regularidad y monotonía. Hacía el mediodía, sin embargo, el paisaje comenzó a cambiar, cosa que Elena comprendió podía haber observado antes de haber aguzado más su atención. A medida que el suelo se elevaba, los árboles eran más her-mosos.

Elena efectuó otra observación. Desde que estaba en el bosque sentía en su nariz una sensación de obstrucción, cual si la tuviese opilada. De repente, sin embargo, se le desobstruyó, como si el olor del pino tuviese una acción directa sobre la membrana pituitaria. Tan fuerte era el olor, que incluso resultaba desagradable. Su garganta y sus pulmones le escocían.

Empezó a perder el interés por el bosque y la selva cuando los dolores que sentía por todo el cuerpo aumentaron en forma bastante molesta. Hasta entonces, muchas veces se distraía hasta el punto de olvidarlos; desde aquel momento esto era ya imposible. Los músculos del costado, encima de la cadera, le dolían sobre todo de un modo tanto más insoportable cuanto que no eran persistentes. El dolor atacaba y desaparecía inopinadamente. Una vez iniciado, Elena podía defenderse de el, inclinando el cuerpo, pero como solía presentarse cuando ella menos lo esperaba, el primer ataque era verdaderamente agudo. Muchas veces lo aguardaba equivocadamente, y cuando se atrevía a respirar, sentía de repente lo mismo que si le clavaran un puñal en el flanco. Éste es uno de los sufrimientos más terribles que ha de padecer una persona que cabalga largamente por vez primera. La belleza del bosque, el paisaje espléndido y salvaje, la distancia infinita, todo perdía interés delante de este dolor insoportable. Por fortuna no tardó en hacer un descubrimiento : el trote era lo que más la hacía sufrir. Cuando Ranger marchaba al paso, el dolor era menos agudo. Por lo tanto, Elena procuraba refrenar al animal hasta que Dale y Bo iban a perderse de vista; entonces lanzaba el caballo al galope para alcanzarlos.

Pasaban las horas y el sol empezaba a declinar, enviando haces de sus rayos dorados sobre las copas de los árboles, y los colores de la selva acentuaron a la vez su oscuridad y su brillo; la luz fue debilitándose. El crepúsculo se avecinaba de prisa.

Elena oyó el chapoteo de los caballos en el agua. Cruzaron varias charcas de agua cristalina cubierta de musgos. Llegaron luego a un lugar menos frondoso en donde los pinos eran gigantescos, pero crecían más separados unos de otros. A la derecha se elevaba un pequeño mogote de pura peña, no más alto que la mayoría de los árboles. Desde un punto no muy fácil de determinar se oía el ruido de un torrente.

-Big Spring - anunció Dale -. Hemos de acampar aquí. Una detenida inspección demostró a Elena que todas aquellas pequeñas corrientes

de agua procedían del subsuelo del mogote. -Me muero de sed - dijo Bo con una de sus acostumbradas exageraciones. -Me figuro que nunca olvidará usted el sabor de esta agua -dijo Dale. Al ir a apearse Bo no tuvo fuerzas para mantenerse en pie y cayó al suelo cuan

larga era, costándole gran trabajo levantarse. Dale corrió en su ayuda.

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-¿Cómo es eso que las piernas no me obedecen? -preguntó Bo, llena de asombro. -Tendrá usted los músculos dormidos de tanto montar -replicó Dale, ayudándola a

dar algunos pasos. -Je has hecho daño? -preguntó Elena, sin atreverse a desmontar, aunque los deseos

no le faltaban. Bo lanzó a su hermana una mirada muy significativa. -¿Y tú, Elena? -le preguntó-. ¿No has sentido en el costado unas punzadas muy

dolorosas y agudas? -Sí, a ratos creía que no iba a poder resistirlas -respondió Elena. Con el ejemplo de su hermana tomó todas las precauciones necesarias para no

caerse al apearse del caballo, logrando conservar el equilibrio más bien que sostenerse por las fuerzas de sus piernas, que en realidad parecían de madera.

Cuando hubieron recuperado un poco el dominio de los músculos vectores, las dos hermanas se dirigieron a un manantial.

-Beban ustedes despacio- recomendó Dale. Big Spring era un abundante y claro manantial que tenía su origen a gran

profundidad en el subsuelo del pétreo mogote. Debajo de éste había una gran concavidad, dentro de la cual resonaba el rumor del agua. Indudablemente había allí un gran depósito de agua que buscaba la salida filtrándose a través de las porosas peñas.

Elena y Bo se sentaron sobre un peñasco cubierto de musgo y alargando la cabeza bebieron con delicia pero sin avidez, no olvidando la recomendación de Dale, unos cuantos sorbos de la fría y cristalina agua. Tan acaloradas estaban y tan sedientas, que de no haber seguido previsoramente el consejo, no hay duda que hubieran pagado la imprudencia con una grave enfermedad. Elena contempló un rato el agua. Era tan pura e incolora como fría e insípida.

-¿No te recuerda, Bo, esta agua la del surtidor de nuestra casa? - fue la evocación de Elena. Y con el recuerdo del lejano hogar las dos hermanas continuaron bebiendo lindamente hasta saciar por completo su sed.

VII Lo primero que hizo Dale al suspender la marcha fue abrir uno de los fardos de la

impedimenta y sacar de él lonas y mantas para preparar las yacijas bajo un pino. -Ahora, señoritas, a descansar -dijo. -Cualquiera diría, Bo, que el señor Dale pretende hacernos quedar largo tiempo en

estos bosques - insinuó Elena. -Eso parece -asintió Bo tendiéndose cuan larga era sobre las mantas y reclinando la

cabeza en una silla de montar-. Pero no sé por qué le llamas señor. ¿No te ha dicho que no le gustaba?

Mientras tanto, Dale estaba ocupado en descargar los demás fardos de los otros caballos.

Elena se tendió al lado de Bo. Nunca como entonces había sentido las delicias del reposo.

-¿Cómo le llamarás tú? -preguntó. -Le llamaré Milt -contestó Bo. Elena no pudo reprimir la risa, a pesar de su cansancio y sus dolores. -¿Cómo llamarás entonces a tu simpático cowboy cuando le veas? -preguntó.

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A Bo le salieron los colores a la cara, cosa insólita en ella. -Le nombrare con algún diminutivo cariñoso -confesó-. Estamos en el Oeste,

Elena, y es preciso que nos amoldemos a sus costumbres. Antes soñabas siempre en el; ahora que estás aquí parece que no puedas adaptarte a estas costumbres. Esto no puede ser.

Estas palabras de Bo produjeron en su hermana profundo efecto. Elena nada respondió a ellas. Verdad era que sus deseos de conocer el Oeste no se extendían hasta el extremo de realizar por él tan azarosas correrías. ¿Sería el Oeste en su vida cotidiana una pura y continua sucesión de estas persecuciones, aventuras, luchas, pruebas y ordalías? Todo para preparar una vida mejor a las generaciones ulteriores. Éste era el significado de las palabras de Bo, aun sin que ella misma se diera cuenta de su alcance. Tan extenuada estaba Elena, sin embargo, que sin gusto para entregarse a sus reflexiones prefirió entretenerse mirando a Dale.

Éste maneó los caballos y los soltó. Cogió después una hacha y se acercó a un árbol pequeño y seco que divisó entre un grupo de álamos temblones. Avanzaba balanceando el hacha con el brazo colgando. En mangas de camisa, con su fornido pecho y anchos hombros, con sus brazos hercúleos, parecía un gigante tremebundo. Era ágil y gallardo, fuerte, sin abundancia de carnes. El hacha, con el movimiento, despedía reflejos fulgúreos. Unos cuantos hachazos bastaron para partir el carcomido tronco. El árbol cayó y ,Dale lo convirtió pronto en astillas. Era interesante ver cómo encendía el fuego. Primero amontonó unas cuantas astillas delgadas, colocando encima de ellas otros leños más gruesos. Sacó luego eslabón y pedernal del maletín de una silla pendiente de una rama. Al primer golpe brotaron las chispas en tal cantidad, que de las astillas salió inmediatamente una llama de más de un palmo de alto. Dale colocó en seguida unos cuantos leños más y el fuego prendió en ellos con vivos resplandores y alegres chisporroteos.

Terminada esta tarea permaneció un rato en pie, mirando al Norte. Elena recordó entonces que le había visto avizorando en la misma dirección, dos veces antes de llegar a Big Spring. Si escudriñaba y escuchaba con tanta atención, era por el interés de percibir alguna señal que denunciase la presencia de Roy. A todo esto se puso el sol y las copas de los pinos perdieron su nimbo rosáceo.

Un tintineo metálico demostró que el cazador estaba desempaquetando las cacerolas y los utensilios para la cena. De un gran fardo sacó varios paquetes de diversos tamaños que contenían algunas vituallas y provisiones. El balde estaba abollado, como si un caballo hubiese pasado por encima de él. Dale fue a llenarlo a un manantial próximo. Lo primero que hizo al volver al campamento fue verter parte del agua en una gamella y arrodillarse para lavarse las manos. Aquella operación debía de ser habitual en él, porque Elena advirtió que mientras se enjabonaba espiaba los bosques v escuchaba. Secó luego sus manos al fuego y volviendo al lugar donde habían quedado los cachivaches de cocina comenzó los preparativos para la cena.

Elena púsose a pensar entonces en aquel hombre, analizando sus actos y palabras. En Magdalena, la noche anterior, se había fiado de aquel cazador por haberle juzgado noble y sincero. Y habla sentido por él una gratitud inmensa. Pero no había advertido en él nada que le colocase por encima de los demás hombres. Pero en aquel momento empezaba a creer que la casualidad le había puesto en relación con un ser verdaderamente extraordinario. Vista era la impresión que predominaba en ella. No precisamente por su bravura y porque su generosidad le había llevado a brindar ayuda a una joven en peligro, ni por su intrepidez y resistencia en todos los trances de su vida selvática. Eso era connatural a todos los hombres del Oeste. Todos eran valientes, todos sabían cocinar, y la mayoría eran capaces de socorrer a una mujer en

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peligro. Aquel cazador era realmente un hermoso ejemplar humano, con cierta expresión

leonina en sus gestos y actitudes. Tampoco era ésta la causa de su impresión. Elena había sido maestra, amaba la infancia, y veía en aquel cazador un fondo admirable de sencillez y sinceridad infantil. Inclinábase, no obstante, a creer que era la fuerza espiritual y mental de Dale lo que a ella la atraía y admiraba principalmente.

-Tres veces te he hablado sin que me oyeras, Elena -protestó Bo-. ¿En qué estás pensando?

-Estoy muy cansada y el sueño empieza a vencerme -pretextó Elena- ¿Que me decías?

-Sencillamente, que tengo un apetito atroz. -No me extraña. Tú siempre estás dispuesta a darle al diente. Yo estoy demasiado

fatigada para comer. Tengo sueño; pero el miedo no me deja cerrar los ojos. Cuando los pegue, me costará muchísimo volverlos a abrir. ¿Cuándo hemos dormido por última vez, Bo?

-La penúltima noche antes de salir de casa -declaró Bo. -¡Cuatro noches sin dormir! ¿Es posible? -Lo que es yo estoy dispuesta a dormir tan tranquila en estos bosques. ¿Es aquí

donde tendremos que pasar la noche, debajo de este árbol, sin tienda ni nada que nos cobije?

-Así parece -respondió Elena, compungida. -¡Qué hermoso! -exclamó Bo, entusiasmada-. Veremos las estrellas a través de los

pinos. -Parece que se avecinan densos nubarrones. Sólo nos faltaría que descargara una

tormenta. -Las tormentas del Oeste deben de ser formidables comentó Bo. Elena reconoció nuevamente en su hermana ciertas cualidades de carácter que si le

daban gran aptitud para la vida del hogar, aun la hacían más apta e idónea para aquella nueva vida de peligros y aventuras en que estaban metidas. ¡Cuánto podía cambiar todavía Bo en unos cuantos años! Siendo más joven, más impresionable, con impulsos más instintivos que intelectuales adquiriría con el tiempo mayor valor y fortaleza. Elena, en cambio, temía no adaptarse nunca a la vida del Oeste. Pero, ¿cómo podría prescindir y trocar la inteligencia por el instinto? Únicamente los salvajes podían vivir sin pensar.

Elena advirtió que Dale volvía a ponerse en pie, escudriñando los bosques y prestando oído atento.

-Roy no vuelve por ahora, lo cual es un buen síntoma - soliloqueaba. Volviéndose luego a las jóvenes, les dijo: -La cena está preparada. Elena y Bo comieron con el hambre de quien no ha comido en varios días. Dale las

servía con gran solicitud. -Mañana habrá carne en la cepa-prometió. -¿Que carne?-preguntó Bo. -Pavo silvestre o ciervo. Tal vez una y otra, si ustedes quieren. Pero la carne de los

animales silvestres es muy fuerte y conviene comerla con parsimonia. La carne de pavo silvestre es deliciosa.

Dale comió cuando Elena y Bo hubieron concluido, y mientras comía escuchaba su conversación v contestaba de cuando en cuando las preguntas que le dirigían. A la luz del crepúsculo lavó los platos y utensilios, siendo ya noche oscura cuando concluyó la operación. Alimentó luego el fuego y se sentó en un tocón para contemplar la llama.

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Elena y Bo se recostaron cómodamente en sus sillas de montar. -No tardaré un minuto en dormirme -manifestó Bo-, y es lástima después de lo

mucho que he cenado. -Pues yo no podré conciliar el sueño, y cree que siento verdadera necesidad de

dormir. Dale irguió la cabeza en actitud de alerta. -Escuchen ustedes. Las dos hermanas aguzaron el oído cuanto les fue posible. Elena no oyó a lo sumo

sino el leve sonido de algunas pisadas de caballo en la oscuridad. La selva parecía dormida. En la mirada de Bo conoció que tampoco su hermanita había percibido lo que había llamado la atención de Dale.

-Una manada de coyotes se acerca-explicó el cazador. De pronto el aire se llenó de aullidos y ladridos intensos y angustiosos. Era algo

verdaderamente salvaje, imponente. No tardaron en columbrarse algunas formas en el borde de luz diseminada por la hoguera. Oíanse las suaves pisadas de los animales en los continuos y ululantes gemidos. Elena no recuperó la tranquilidad sino cuando la manada de los hambrientos y trashumantes coyotes se hubo alejado.

El silencio volvió a reinar en el bosque. A no ser por la ansiedad que le embargaba el ánimo, Elena habría saboreado con íntimo placer las delicias de aquel silencio acogedor.

-¡Oh, oigan ustedes a ése! -les dijo Dale, con voz emocionada. Las muchachas prestaron de nuevo oído atento. Esta vez, sin embargo, el aullido se

dejó oír claro y perceptible, como un largo y lúgubre lamento. -¿Que es esto? -preguntó Bo. -Esto es la voz de un gran lobo gris. El lobo solitario de los bosques -explicó Dale-.

Debe de andar por alguna peña de un collado que hay aquí detrás. Nos ha olido y protesta. Ya se aleja, fíjense. ¡Y está hambriento

Elena mantuvo su vista fija en Dale, mientras escuchaba aquel aullido tan lúgubre y pavoroso que era imposible oírlo sin estremecerse de miedo.

-¡Usted disfruta oyendo este aullido! -exclamó, sin comprender ella misma por qué decía aquello.

Nunca había tenido ocasión Dale de preguntarse si le gustaba o no el aullido del terrible lobo gris.

-Creo que sí -confesó-. Este animal me inspira mucha simpatía. -Pues los lobos devoran a los cervatillos v matan y destruyen cuanto animal

indefenso hay en la selva -contestó Bo. El cazador asintió con la cabeza. -¿Cómo puede usted sentir simpatía por una fiera de tal ralea?-preguntó Elena. -¿Cómo podré explicarlo? -repuso Dale-. No me faltan razones para ello. Mata sin

ardides, noblemente. No come carroñas. No es cobarde. Lucha bien. Es amigo de la caza... ¡Y le gusta la soledad!

-¿Mata noblemente? ¿Cómo justifica usted eso? -El jaguar, por ejemplo, cuando salta sobre un ciervo, lo hace sorprendiéndole, y le

destroza terriblemente, lentamente, con crueldad. El lobo, en cambio, mata de prisa y a dentellada limpia, y ataca siempre de cara y sin esconderse. Y lo mismo que el jaguar matan la pantera, el puma y el oso.

-¡Que animales más crueles! -exclamó Elena, estremeciéndose. -Todo es cruel en la Naturaleza. Muchas veces he matado a los lobos por haber

atacado a un ciervo por el sistema del releo. -¿Qué es eso?

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-Muchas veces se reúnen varios lobos para -dar caza a un ciervo por este sistema. Uno de ellos le persigue, obligándole a huir en dirección del punto en donde está el otro apostado. Éste persigue a su vez al ciervo, repitiendo la misma estratagema, y los demás hacen lo mismo, hasta que el ciervo cae rendido de fatiga. Entonces se precipitan todos sobre él y lo devoran. Es cruel; pero no es menos cruel la Naturaleza cuando con la nieve v el hielo mata a un ser viviente, o cuando una zorra deora, delante de su madre, a los polluelos de pavo silvestre recién nacidos, o cuando un cuero saca a picotazos los ojos a un corderillo, aguardando luego a que muera para merendárselo. Y si vamos a mirar, los hombres somos peores que las bestias, porque somos más refinados en nuestras crueldades y atacamos con todas las armas, todas las argucias y todos los procedimientos que nos sugiere nuestra inteligencia ferozmente egoísta.

Elena estaba demasiado impresionada para poder hablar. No solamente acababan de abrirse a su espíritu nuevos puntos de vista en la interpretación de los hechos de la Naturaleza, sino que había descubierto, además, el fundamento del carácter singular y notable que ella había adivinado en aquel hombre. Un cazador era un hombre que mataba animales para aprovechar su piel, su carne, o sus cuernos y pezuñas. Ésa era, para Elena, la definición de un cazador. No de otro modo podía definirlo cualquier persona civilizada. Pero al fin comprendía que esta definición podía ser errónea. Un cazador podía ser algo diferente, algo muy distinto y superior a un simple perseguidor de animales. La vida de la selva era un arcano para la mayoría de los mortales. Quizá Dale conociera sus secretos, sus dramas, su belleza, sus tristezas y sus alegrías. ¡Cuán rica, cuán alta debía de ser su inteligencia! Para él los hombres no eran mejores que los lobos. ¿Era ésta la filosofía que enseñaba la soledad de las selvas? En el corazón de aquel cazador no había sitio, de seguro, para el despecho, la envidia, los celos, el aborrecimiento y el odio. Elena, no con su sagacidad, sino con su intuición de mujer, había descubierto esta gran verdad.

Dale se puso en pie, y volviendo el oído al Norte, púsose a escuchar de nuevo. -¿Espera usted todavía a Roy? -preguntó Elena. -No; no es probable que vuelva esta noche -contestó Dale, apoyando la mano en el

tronco del pino a cuya proximidad se habían echado las muchachas. Su ademán, y el modo de mirar a la copa del árbol y a los demás pinos de alrededor, intrigó a Elena.

-Calculo que este pino está aquí desde hace más de quinientos años; pero aún tendrá fuerza para mantenerse en pie esta noche -declaró.

Aquel árbol era el monarca del grupo. -Vuelvan ustedes a escuchar -dijo Dale. Bo estaba dormida; pero Elena, al prestar atención, oyó una especie de bramido bastante perceptible. -Esto es el viento. Se avecina una tormenta -explicó Dale-. Oirá usted algo

tremebundo; pero no se asuste. Lo probable es que no nos pase nada. Es posible que se desgajen algunos árboles, pero éste es sólido y corpulento y resistirá perfectamente, sin duda alguna, los embates del vendaval. Es mejor que se tapen ustedes con las mantas, y que yo les coloque luego la lona encima.

Elena se deslizó debajo de la manta, vestida como estaba, excepto las botas, que, lo mismo que Bo, se había quitado, y juntó su cabeza con la de Bo. Dale las cubrió con la lona, sujetándola con el propio peso de las dos muchachas.

-Cuando llueva se despertarán ustedes. Tiren entonces de la lona y cúbranse con ella la cabeza.

-¿Lloverá? -preguntó Elena. Aquel momento era el más raro de todos. A la luz de la fogata la cara de Dale

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aparecía tranquila, serena, indiferente. Aquel hombre tenía para ellas muchas atenciones; pero era evidente que no se acordaba en aquel momento que tenía bajo su protección a dos muchachas débiles e indefensas. En realidad no parecía acordarse de ellas para nada.

-Velare, a fin de evitar que el fuego se apague -murmuró. Elena le oyó andar y moverse en la oscuridad. Luego oyó el golpe de un leño cayendo en el fuego. Saltó un volcán de chispas, muchas de las cuales fueron a apagarse en el suelo húmedo. El humo se elevó hasta la copa de los árboles vecinos y las llamas dibujaron alegres y brillantes volutas.

Elena continuaba escuchando el gemido del viento. Parecía aumentar cada vez en fuerza y violencia, agostando su cara y sacudiendo los bucles de Bo. De vez en cuando, cesaba para volver a soplar inmediatamente con renovado brío. Elena comprendió que la tempestad andaba cerca. Le costaba gran trabajo mantener los ojos abiertos, pero sabía que en cuanto dejara caer los párpados caería inmediatamente dormida. Y quería oír el bramido del vendaval en las ramas de los pinos.

Unas cuantas gruesas gotas de lluvia le recordaron que dormía al raso, al caerle inopinadamente en la cara. Una ráfaga llevó hasta su nariz el olor de leña quemada, evocando los días felices de su niñez en que se divertía con sus hermanos encendiendo grandes hogueras en el jardín de su casa. Los ruidos del viento en la selva eran cada vez más fuertes y amenazadores. Elena estaba asustada, temerosa. ¡Cuán violento y amenazador soplaba el viento! Parecía un ejército que se aproximara con todo el estruendo de sus cañones e impedimenta. El estrépito volvía a llenar el bosque, se alejaba, e inmediatamente se acercaba una y otra vez. A ratos cesaba el viento. Ni una hoja, ni un pinocho temblaba en la rama; pero el aire era denso, opresivo. El bramido aumentó luego en forma tal que aquello no era va el estrépito del viento, sino terrible aquelarre, un infernal estruendo parecido al que produciría un océano desbordado que de repente invadiera y se tragara la tierra. Bo se despertó arrimándose a Elena, presa de pavor. La tormenta estaba encima v Elena sintió moverse la silla de montar balo su cabeza. El gigantesco pino se meneaba como si fuera a desgajarse. En las copas de los árboles el viento quebraba las ramas como cañas.

Durante un buen rato la selva pareció destinada a sucumbir bajo las iras desatadas del furioso elemento. Después el gran estruendo degeneró nuevamente en bramido, y éste fue debilitándose hasta perderse en la letanía.

Apenas hubo cesado el ruido de la tormenta cuando un nuevo bramido volvió a oírse por la parte Norte, y después otro, y después otro. Elena conversaba en voz bala con Bo, y pudo oír perfectamente los nuevos conatos de tempestad.

Al cesar el viento, las nubes se deshicieron en lluvia. Elena se cubrió entonces con la lona impermeable, tal como Dale le había recomendado, y arrimándose bien a la hermanita, cerró los ojos y se durmió. El olor de la leña quemada fue la última de sus sensaciones.

En cuanto abrió los ojos todos los recuerdos del día anterior volvieron a su mente como si tan sólo hubieran transcurrido unos minutos. Pero era ya de día, aun cuando el sol estaba oculto tras las densas y grises nubes. Las hojas de los árboles escurrían el agua gota a gota. El fuego chisporroteaba elevando al cielo retorcida columna de humo azul. Hasta Elena llegó el estimulante olor del café. Los caballos se mordían y coceaban jugueteando. Bo estaba todavía profundamente dormida. Dale, entregado a sus ocupaciones junto al fuego, las suspendió de pronto para erguir la cabeza y escuchar. En aquel mismo instante sonó un grito en la espesura. Elena reconoció en seguida la voz de Roy. Inmediatamente oyó un chapoteo en el agua y las pisadas de

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caballo acercándose. Unos minutos después el mesteño de Roy penetraba en el cam-pamento con su dueño sobre sus lomos.

-Mala mañana para los patos, pero magnífica para nosotros -fueron las primeras palabras del recién llegado.

-¡Hola, Roy! -exclamó Dale con inconfundible alegría-. Hace un rato que te esperaba.

Roy saltó del mesteño con agilidad y con rápidas manos le desensilló en un periquete. El animal tenía la piel húmeda de sudor y agua. Con el calor de la agitada carrera salía de todo su cuerpo un espeso y cálido vaho.

-Debéis de haber corrido mucho -observó Dale. -Ciertamente -corroboró Roy. Y volviéndose hacia Elena le dio amablemente los

buenos días, participándole en seguida que era portador de buenas noticias. -Gracias sean dadas al cielo-respondió sacudiendo a su hermanita para despertarla

1 . Bo, Bo - le dijo -, despiértate; Roy ya está de vuelta. Al oír estas palabras Bo se incorporó despeinada y con ojos soñolientos. -¡Oh, oh, cómo me duele todo el cuerpo! -exclamó. Y después, al advertir los

preparativos, preguntó-: ¿Está ya dispuesto el almuerzo? -Poco le falta-respondió Dale. En el modo de calzarse se conocía que a Bo ya no le dolía el cuerpo. Elena acercó

el neceser de viaje y las dos hermanas se asearon aprovechando para ello el agua del manantial. Los hombres se alejaron, pero no tanto que no pudieran oírlas si ellas les llamaban.

-¿Cuándo te decidirás a hablar? - preguntó Dale impaciente y curioso. -Ahora mismo; no seas tan impaciente -replicó Roy-. El jinete que se os ha

adelantado era un mensajero de Anson. Él y su banda nos descubrieron pronto la pista. Yo les vi llegar a eso de las diez, e inmediatamente me interné en el bosque. Desde allí observé sus movimientos. Por fortuna no tardaron en perder tu pista. Se diseminaron, entonces, por los bosques en dirección Sur, pensando, sin duda alguna, que vosotros pretendíais llegar a Pine dando un rodeo por el sur de Old Baldy. Les seguí durante una hora, hasta que me convencí de que andaban muy lejos de nuestra pista. En seguida fui a apostarme al lugar en donde tú te metiste en el bosque. Y me estuve toda la tarde escondido por si ellos volvían por allí. Pero no se dejaron ver. Me aparté de aquel sitio y acampé en el bosque hasta unos minutos antes de rayar el alba.

-Hasta aquí todo han sido buenas noticias -manifestó Dale. -Seguramente. Al sur de Baldy el terreno es muy abrupto, pero Anson acampará,

sin duda alguna, cerca de la pista. -En este caso comprendo que para despistarle, lo mejor será que yo vuelva a mi

campamento y esperar allí que tú llegues para decirme que puedo sacar sin peligro a las señoritas y llevarlas a Pine.

-Eso es - aprobó Roy. -Si yo pudiera alejarme unas quince o veinte millas por terreno en que las huellas

no quedaran impresas, creo que podría continuar luego hasta Pine sin tropiezo - re-flexionó Dale.

-Ciertamente -asintió Roy-. Acabo de topar con unos pastores mejicanos que conducían un gran rebaño. Vienen desde el Sur y se dirigen a Turkey-Senacas. Se dirigirán luego hacia el Sur continuando después hasta Phenix. Esto y la humedad del tiempo ayudarán a ocultar las huellas. Te conviene partir inmediatamente hacia el camino que ha seguido este rebaño, lo mismo que si tú también te dirigieras hacia el Sur; pero en vez de proseguir en linea recta darás un rodeo para colocarte a la cabeza del ganado. Así cuando los animales pasen por encima de tus huellas las borrarán con

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sus patas. -Y si a pesar de todo, Anson da con la pista, ¿que sucederá? -No temas. Hacia el Sur el camino desciende y está cubierto de barro. Ya ves que

el tiempo está metido en agua. Tus huellas desaparecerán pronto bajo la lluvia. Confía en mi, Milt. Tú eres muy inteligente en asuntos de caza, pero yo entiendo más que tú en lo referente a pistas.

Y sin prolongar la conversación, Dale rogó a las muchachas que se dieran prisa.

VIII Las dos muchachas llevaban unos impermeables nuevos de que se mostraban muy

orgullosas, poco acostumbradas como estaban a llevar prendas flamantes. -Me parece que voy a tener que hacerles algún corte -manifestó Dale afilando un

gran cuchillo. -¿Por qué? -fue la débil protesta de Bo. -Porque no están hechos para montar y si no los adapto para ello quedarán ustedes

hechas una sopa. De todos modos será imposible evitar cierto remojón. -Pues haga usted lo que quiera-hubo de asentir Elena. Dale dio el corte prometido y Elena no pudo menos de reconocer lo acertado de la

medida cuando comprobó cómo, gracias a esta precaución, los faldones de los im-permeables caían a uno y otro lado de las sillas tapándoles las piernas y los pies.

La mañana era oscura y fría. La lluvia, fina y continua, amenazaba con inundarlo todo. Elena quedó sorprendida al ver que volvían al campo abierto, abandonando el refugio acogedor del bosque espeso. El campo era llano hacia la derecha, elevándose gradualmente hacia la izquierda hasta terminar en un alto y denso boscaje. Las nubes bajas y negruzcas cubrían la cúspide de las montañas. El viento parecía querer soplar cada vez con más violencia. Dale y Roy marchaban a la cabeza al trote largo, condu-ciendo las acémilas que al seguirles zarandeaban horriblemente los fardos de la impedimenta. Elena y Bo pasaban mil fatigas para no quedar rezagadas.

Poco cambiaron el tiempo y el panorama durante la primera hora de marcha, pero Elena, en cambio, comprendió los sufrimientos que la esperaban. Eran muy hermosos los sitios por donde pasaban, pero los desniveles del terreno le producían gran molestia. Lo que más le importunaba era el traqueteo de los descensos, porque Ranger se ponía a trotar, siendo entonces sus reacciones poco menos que insoportables. Otra cosa que disgustaba a Elena era la tendencia de su caballo a saltar por encima de todos los charcos que encontraba, poniéndola en peligro de caerse con gran quebranto de sus huesos y con grave mengua de su amor propio. Elena no había sido nunca vanidosa, pero no le gustaba tampoco ponerse en evidencia, y el temor de que la vieran torpe a caballo la tenía muy disgustada. Afortunadamente, Bo iba siempre delante de ella y raras veces se volvía a mirar a su hermana. No tardaron mucho en llegar a un ancho y fangoso camino lleno de innumerables vestigios de pezuñas. Indu-dablemente, aquéllas eran las huellas de que había hablado Roy. Las siguieron durante tres o cuatro millas, al cabo de las cuales se encontraron, en un verde valle, un nu-meroso rebaño de ovejas que saturaban el aire con su olor característico. Las ovejas cubrían en grupo compacto varias áreas de terreno, mordiendo la hierba con avidez, sin suspender por eso su marcha un solo instante. Conducían el rebaño tres pastores a caballo. La impedimenta iba a lomos de varios burros de carga. Dale trabó conversación con uno de los mejicanos. Los mejicanos hablaban en voz baja, no tanto,

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sin embargo, que no llegaran hasta Elena las palabras «sí, señor», «gracias, señor». Era hermoso el aspecto del rebaño extendiéndose como una desbordada ola de encrespada lana por las praderas. Dale se dirigió hacia el camino que habían de seguir las ovejas procurando adelantarse al rebaño. De pronto, un rayo de sol atravesó las nubes descorriéndolas y dejando ver parte del cielo azul. Pero no por eso parecía muy segura la vuelta del buen tiempo. El viento volvió a soplar. De las montañas volvieron a amontonarse negros y densos nubarrones portadores de recia lluvia, que pronto cayó sobre las fugitivas.

Con la cabeza inclinada trotó Elena durante horas que a ella le parecieron siglos, bajo una lluvia fría que le atería los huesos. Pasado el chaparrón continuó el menudo y espeso cernidillo. Las nubes pasaban bajas y oscuras ocultando la cumbre de la montañas y dando al paisaje un aspecto sombrío. Elena tenía las rodillas y los pies empapados como si hubiera estado andando un buen rato por el agua. El frío le penetraba hasta los huesos. Los guantes que llevaba no eran impermeables, por lo cual las manos estaban también húmedas y ateridas. Tan fríos tenía los dedos que necesitaba golpearse frecuentemente las manos para provocar la reacción. Ranger, al oír las palmadas, entendía que debía acelerar la marcha, cosa que era, para Elena, peor todavía que el frío. Otra tanda de nubes más densas y amenazadoras que las precedentes llegaron anunciando una gran nevada. El viento era frío y penetrante. Elena conservaba el calor del cuerpo, pero sus extremidades sufrían extraordinariamente del frío. Su mirada daba lástima, no había esperanza para ella, era preciso continuar marchando. Dale y Roy continuaban impasibles en sus sillas, pero probablemente debían de estar empapados hasta la medula porque no usaban im-permeable. Bo no se apartaba de ellos y era evidente que también sufría del frío. Esta segunda tormenta era más tolerable que la primera porque la lluvia era menos fuerte. La frialdad del viento, por el contrario, era más acerada y penetrante. Duró lo menos una hora, durante la cual los caballos no cesaron un momento de trotar. A esta segunda tormenta sucedió otra y otra y otra. Los pies de Elena perdieron la sensibilidad, pero los dedos, a causa de los esfuerzos que ella hacía para mantener en ellos la circulación, continuaban sensibles a las molestias del frío. El viento parecía atravesarla con mil invisibles saetas. Ella misma estaba maravillada de su resistencia, aun cuando había momentos en que creía no poder seguir adelante. Pero sacando fuerzas de flaqueza resistía siempre admirablemente la fatiga. En todos os inviernos que recordaba, no había visto un solo día como aquél. El aire parecía no suministrarle el oxígeno que su sangre necesitaba.

No obstante, Elena no cesaba de mirar con atención los lugares que atravesaban, de tal modo que no le hubiera costado ningún trabajo reconocerlos si hubiera tenido que volver a pasar por ellos. Era ya bastante avanzada la tarde cuando Dale y Roy condujeron a las muchachas a un lugar en donde las aguas formaban un verdadero lago cuajado de cañas. Cabalgaron a lo largo de sus orillas tronchando multitud de cañas y asustando a las grullas y garzas, que huían perezosamente con su tardo y torpe vuelo. Los patos silvestres huían también despavoridos de una orilla a otra. Esta depresión del terreno estaba rodeada de altas rocas, tras las cuales volvía a aparecer una nueva hilera de árboles.

¡Cuántas millas! Tantas le parecieron a Elena, como las interminables horas transcurridas desde que iniciaron la marcha; pero al fin llegaron a los pinos en el preciso instante que la lluvia comenzaba a caer con la misma violencia anterior. Elena se sostenía sobre la silla como un cuerpo muerto, viéndose obligada a asirse con las manos al arzón para no caerse, cada vez que Ranger aceleraba el paso o saltaba por encima de algún charco. Las más tristes ideas poblaban su mente haciéndole sentir la

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nostalgia del hogar tan intensamente que casi había llegado a tener medio olvidada a su hermanita Bo. Quedábale, no obstante, atención suficiente para advertir y grabar en su memoria los menores cambios en la topografía del país que iban atravesando. El bosque era cada vez más abrupto y denso. Los árboles proyectaban sombras negras y alargadas. Dale y Roy desaparecieron al bajar una pendiente. Asimismo perdió Elena de vista a su hermanita Bo. Un rumor de agua en rápida corriente llegó hasta los oídos de Elena. Ranger aceleró el trote. Pronto llegó Elena al borde de un gran valle tan oscuro que era imposible distinguir ningún objeto a cuatro pasos de distancia; pero tuvo la evidencia de que por el fondo corría un río. El sonido del agua era profundo, continuo, susurrante, casi musical. El camino era empinado. Elena no había perdido todavía completamente la sensación de sus miembros, como había esperado y casi deseado. Su pobre cuerpo, maltrecho y zarandeado, respondía con punzadas de dolor a todos los movimientos del trote. Durante mucho rato Elena marchó sin mirar por dónde pasaba. Cuando volvió a levantar la vista se encontró en un espacio verde y sin más árboles que los sauces que lo bordeaban en el fondo del valle. Una corriente de agua turbia serpenteaba por allí produciendo un sonido grato al oído.

Dale y Roy guiaron las acémilas a través de la corriente remontándola después al lado de los animales. Bo guió a su caballo por el agua espumosa con la misma facilidad que si hubiera estado acostumbrada a hacerlo durante toda su vida. Un resbalón, una caída, hubiera podido ser fatal para la muchacha.

Ranger trotaba por el borde de la corriente deteniéndose allí, cuando Elena le obligó a ello tirándole de la brida. La corriente tenia unos cincuenta pies de ancho, era poco profunda en la orilla próxima y un poco más profunda en la orilla opuesta, siendo muy notable la fuerza

del agua. Elena sentía verdadero . pavor al pensar que tenia que atravesarla. -Vamos, decídase -gritó Dale-. ¿Qué espera usted? ¡Ranger! El animal se metió en el agua sin titubear. Aquella corriente que Elena estimaba

infranqueable no era nada para el. Elena no tuvo fuerzas para levantar las piernas y el agua le cubrió los pies. Pocos pasos bastaron para que Ranger llegara a la orilla y de un salto se colocara en la verde hierba, yendo al trote a reunirse pronto con los demás animales que esperaban parados bajo los pinos.

Roy se adelantó para ayudarla a apearse. -Treinta millas, señorita -le dijo con voz que dejaba traslucir su admiración. La ayudó a desmontar y a andar hasta el árbol, en donde la esperaba Bo. Dale había

colocado tina silla en el suelo y estaba poniendo mantas delante de ella bajo un pino. -Elena, muchas veces me has dicho que me querías - le dijo Bo con triste acento.

Sus mejillas estaban pálidas; sus labios, lívidos. Apenas podía tenerse en pie. -Tienes razón para dudarlo, Bo -contestó Elena-, pues no se comprende cómo

queriéndote haya podido traerte a un viaje así. ¡Que horrible marcha! La lluvia seguía cayendo insistentemente, los árboles escurrían el agua convertidas

sus hojas en canales, el cielo estaba cada vez más encapotado. Todo el suelo estaba convertido en una marisma con charcas y pozas por todas partes. Ante tan desolador espectáculo, el recuerdo del hogar surgía en la mente de Elena cada vez con mayor viveza. Tan quebrantada y molida estaba, que el descanso permitido por el breve tiempo que podía sentarse sobre la hierba, le parecía más bien que un alivio una burla irritante o una mentira. No podía creer que hubiera llegado verdaderamente la ocasión de reposar un instante. Era evidente que el lugar en que se hallaban había sido el campamento de algunos cazadores o pastores, pues había en él algunas señales de haber habido fuego. Dale levantó el extremo quemado de un leño y lo hizo saltar en menudos trozos, de un golpe. No tardó en encontrar otros leños con las mismas

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señales evidentes ele haber ardido en parte. Era asombrosa la fuerza y la facilidad con que Dale partía los leños semiquemados. Reunía una buena colección de ellos y los amontonaba en el suelo. Roy cogió una hacha haciendo de ellos numerosas astillas. No tardó en salir una densa columna de humo mientras Dale soplaba con su sombrero. Una hermosa llama prendió pronto en la leña disipando el humo gracias a Roy, que en aquel instante había reunido una gran cantidad de astillas secas sacadas del interior de un tronco. Las echó encima del fuego y comenzaron a crujir. Arreglando los leños construyeron una especie de caballete sobre el que colocaron nuevas ramas y troncos secos formando de esta manera una hoguera cuya ígnea pirámide se elevaba a gran altura lanzando una columna de humo denso y negro hacia el cielo. No más de dos minutos habían sido necesarios para llegar a este resultado. El calor de la llama desentumeció las ateridas manos de Elena. También Dale y Roy estaban calados hasta los huesos, pero no necesitaban ir a calentarse junto al fuego. Ataron una cuerda entre dos pinos colocando en forma de V una lona impermeable que sujetaron al suelo por sus cuatro extremos. Debajo de este improvisado toldo se colocaron los equipajes de las muchachas, las provisones y las mantas. Estas operaciones se efectuaron en cinco minutos según cálculos de Elena. En tan corto espacio de tiempo, el fuego había prendido en casi todos los leños. La lluvia continuaba cayendo insistentemente, pero no con tanta fuerza que impidiera la combustión de la leña. El calor de la llama evaporaba el agua antes de que ésta pudiera llegar a mojar el combustible. Al principio, los sufrimientos de Elena no sólo continuaban, sino que parecían aumentar en intensidad; pero bien pronto, la persistencia del calor le hizo sentir un dulce y durable bienestar.

-Nunca hubiera dicho cuánto bienestar puede proporcionarnos un poco de fuego-dijo Bo a su hermana.

Diez minutos necesitó Elena para secarse y calentarse. La oscuridad envolvía el bosque ; pero aquella hoguera iluminaba el campamento con viva claridad. Crujían los leños y saltaban las chispas, saliendo de la llama una densa y reducida columna de humo. Dale cogió una estaca apartando unas cuantas brasas, encima de las cuales colocó la cafetera, y dijo:

-Roy ha prometido a las muchachas pavo para esta noche. -Tal vez podamos comerlo mañana si el viento es favorable; de otro modo será

muy difícil que podamos cazar a ninguno de estos animales. -Roy, a mí me bastará con un plato de patatas -declaró Bo-. En mi vida volveré a

comer dulces ni pasteles. Nunca he sido golosa. En cambio, he sido siempre muy tragona. Pero se puede decir que no he sabido lo que es hambre hasta ahora.

-Todo ha de aprenderse-dijo Dale con una mirada significativa. La felicidad de Elena no tenía límites; en el breve espacio de unos minutos había

pasado de las mayores penalidades a una dulce comodidad. La lluvia continuaba cayendo, pero con tendencia a disminuir a medida que se

acercaba la noche. El viento amainaba asimismo y únicamente el rumor del -agua in-terrumpía el silencio del bosque. Entre el fuego y el pino extendieron los hombres una lona impermeable encima de la cual colocaron los platos y tazas para la cena. De las cacerolas se desprendía un olor delicioso muy a propósito para abrir el apetito, cuanto más a los que no necesitaban de este estímulo para llevar algo a sus estómagos.

Aleó más tarde, cuando las muchachas estaban bien cubiertas con su manta bajo el toldo que las protegía contra la lluvia. Elena tardó bastante más rato que Bo en dormirse. La llama iluminaba el interior de la improvisada tienda lo mismo que si fuera de día. Elena podía ver el humo, el tronco del enorme pino recto y enhiesto y un buen espacio de cielo despejado. El rumor de la corriente sonaba en sus oídos como

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un arrullo. Antes de que la joven pegara los ojos, el cazador y su amigo se pusieron a

conversar junto al fuego después de haber dejado convenientemente maneados a los caballos.

-Lo que es nuestras huellas de hoy quedarán bien borradas, según creo -declaró Roy con satisfacción.

-Sí, las que no hayan desaparecido bajo las pisadas de las ovejas, habrán quedado desvanecidas por la lluvia. Hemos tenido tanta suerte que ahora ya no siento la menor preocupación -contestó Dale.

-¡Preocupación! ¿Pero has estado tú preocupado alguna vez? -Amigo, nunca había tenido un asunto como ésteprotestó el cazador. -Eso es verdad. -Cuando Al Auchincloss se entere de cómo han ido las cosas va a ponerse furioso. -¿Crees que la gente se pondrá a favor de él y en contra de Beasley? -Algunos sí, pero la mayoría no; ya sabes que la gente es muy aficionada a ponerse

bajo el sol que más calienta. Al reunirá sin duda alguna los hombres que pueda para que salgan al encuentro de sus sobrinas.

-Bueno, lo que aquí procede ante todo es ocultar a las muchachas lo mejor posible, hasta que yo pueda llevarlas a tu campamento, o si no hasta que pueda acompañarlas a Pine.

-Tú y tus hermanos sois los únicos que habéis visto mi campamento. De todos modos, no sería nada difícil que alguien diera con él.

-No es probable que Anson llegue allí. -¿Por qué? -Porque yo seguiré las huellas de ese ladrón de ganados con el mismo afán con que un lobo persigue a un ciervo herido, y si veo que se aproxima a tu campamento me adelantaré a él a todo

el correr de mi caballo. -Bien -declaró Dale-, calculo que tú llegarás a Pine más pronto o más tarde. -Al menos que observe en Anson la intención de ir allí. He dicho a John que en

caso de que no hubiera pelea en la diligencia se dirigiera inmediatamente en línea recta a Pine a fin de avisar a Al ofreciéndole sus servicios junto con los de Joe y Hal.

-¿De manera que de un modo o de otro este asunto ha de concluir en sangre? -Indudablemente, esto es inevitable. ¡Cuánto desearía tener a ese Beasley al

alcance de mi revólver! -Pues tendría muchas probabilidades de escapar con el cuerpo ileso. -No me haces justicia, Milt Dale; no tiro tan mal como te figuras-declaró Roy con

dignidad. -Con blancos fijos no eres de los peores, pero cuando el blanco se mueve no

aciertas casi nunca. -Quizá tengas razón, pero yo no apuntaré a un blanco lejano cuando tenga a

Beasley a mi alcance. No olvides que, si no soy un cazador, soy, en cambio, un buen jinete. Tú dices esto de mí porque estás acostumbrado a matar

a tiros las moscas que se pasean por la cornamenta de los ciervos, únicamente para divertirte.

-¿Crees, Roy, que podremos llegar a mi campamento mañana por la noche? -preguntó Dale en tono que demostraba la importancia que é1 concedía a este extremo.

-Indudablemente, si cada uno de nosotros lleva sobre su caballo a una de las muchachas. ¿Has visto alguna vez una muchacha más intrépida que la menor de esas dos señoritas?

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-Jo?' ¿Cuándo he conocido a ninguna muchacha?exclamó Dale- No recuerdo sino a las que traté siendo todavía un niño. Desde que cumplí los catorce años apenas si he cruzado algunas breves palabras con mujeres jóvenes.

-Me gustaría casarme con una joven como Bo -declaró Roy con vehemencia. A estas palabras siguió un rato de silencio. -¿Cómo, Roy, puedes hablar de matrimonio estando ya casado? -preguntó Dale con

sorpresa. -¿Has vivido, Milt, tanto tiempo en los bosques que ignoras que un mormón puede

tener dos mujeres?-respondió Roy echándose a reír. -Nunca he podido comprender cómo un hombre, fuere cual fuere la secta a que

pertenezca, pudiera tener más de una sola mujer. -Pues cásate con una sola mujer y después de vivir una temporada con ella a solas

ya me dirás si no deseas tener otra. -Creo que Milt Dale no tendrá nunca necesidad de más de una mujer. -He de confesarte, amigo, que siempre he envidiado tu libertad -dijo Roy

secamente -, pero la vida es de otro modo distinto. -¿Quieres decir que la vida consiste en el amor a la mujer? -No, esto es solamente una harte de la vida. Para mí, lo que acapara el corazón de

un hombre es un hilo, una criatura que haya de continuar nuestra vida cuando nosotros estemos en la sepultura.

-Sí, muchas veces he pensado en ello, sobre todo al contemplar a las aves cuando se emparejan en el bosque y construyen sus nidos y alimentan a sus pequeñuelos.

Cuando no se tienen hijos, la muerte es un mal demasiado horrible. -¡Oh! -repuso Roy-. Yo no voy tan lejos como tú. Digo solamente que el corazón

nos pide un hijo que herede nuestra sangre y nuestros bienes. Con estas palabras melancólicas y profundas terminó la conversación. De nuevo

volvió a reinar el silencio en la selva sin más rumor que el murmullo de la corriente. Un búho ululó en la noche oscura. Un caballo dejó oír el sonido sordo de sus

pisadas y desde el lugar en donde se movía partía un sonido de hierba ramoneada. -¿Estás muerta o dormida? -preguntó la alegre y penetrante voz de Bo sacando a su

hermana del profundo sueño en que estaba sumida. -Poco me falta para lo primero-respondió Elena-, no tengo un solo hueso sano.

Mejor harías en dejarme dormir un rato más a ver si me repongo un poc=o. -Roy acaba de llamarnos -dijo Bo-, recomendándonos que nos demos prisa.

También a mí me dolía todo el cuerpo cuando he tratado de incorporarme y hubiera dado mil dólares a quien hubiera querido atarme las botas. No te quejes hasta que no intentes calzarte. Entonces verás lo que es bueno.

Pronto pudo comprobar Elena la veracidad de las palabras de su hermanita; al tratar de incorporarse, sus dolores eran irresistibles; pero lo malo fue cuando trató de calzarse.

¡Con cuánta pena y cuántos esfuerzos logró ensanchar una bota para poner en ella el pie! Hubiérase dicho que tenía los pies hinchados y que las botas se habían enco-gido. Bo se reía protervamente al ver los esfuerzos de su hermana.

-Sé valiente -le decía-, aquí quiero yo ver el valor de una muchacha del Oeste. Fuera que las palabras de Bo picaran el amor propio de Elena de tal modo que ésta

hallara en ellas estímulo suficiente para vencer la inercia de sus músculos, o que estos hubiesen recuperado ya parte de su elasticidad natural, el hecho es que Elena logró al fin calzarse. Moviéndose y paseando, las articulaciones recuperaron su juego. El agua de la corriente adonde fueron las muchachas a lavarse estaba más fría que el hielo. A Elena

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se le quedaron las manos ateridas. Para Bo, en cambio, aquella baja temperatura era un nuevo motivo para reír v divertirse. Antes de poder peinarse tuvieron que ir a calentarse las manos junto al fuego. El aire también era frío y sutil. Por el Este, una línea de bello rosicler anunciaba la próxima salida del astro rey.

-¿Están ustedes listas, señoritas? -preguntó Rey-. Si no lo están dense prisa porque Milt no tardará en llegar con los caballos. Tenemos que cabalgar mucho hoy; lo de ayer no fue nada en comparación con lo que hoy nos espera.

-Pero, ¿brillará al menos el sol? -preguntó Bo. -Creo que sí - contestó Roy alejándose. Elena y Bo comieron con sumo apetito el desayuno y permanecieron esperando en

el campamento quizá media hora todavía, al cabo de la cual Dale y Roy hicieron su aparición montando a pelo sus respectivos caballos. El sol había asomado ya su rutilante faz por el horizonte cuando llegó el momento de partir. Dale inspeccionó el aparejo de los caballos y apretó la cincha del de Bo.

-?Que prefieren ustedes: hacer conmigo una larga jornada con la impedimenta o acortar a través de las colinas en compañía de Roy? -preguntó.

-Prefiero atravesar, las colinas -contestó Elena sonriendo. -Sí, de este modo acortará usted la jornada, pero tendrá usted que galopar-dijo

Dale. -¿Cuántas millas recorrimos ayer? -preguntó Bo. -Treinta solamente, pero con un tiempo frío y húmedo. Hoy el tiempo se anuncia

mucho mejor. -Milt, déjame llevar una manta y algunas vituallas por si no te reúnes con nosotros

esta noche -dijo Roy. Bo montó sin necesidad de ayuda, pero Elena tenía el cuerpo tan dolorido y sus

miembros se negaban a obedecer de tal modo que le fijé imposible montar por sus solas fuerzas.

El cazador dirigió los pasos de su caballo hacia la garganta de la ladera más próxima, que por aquel lado apenas presentaba verdadero desnivel. Marchaban por un bosque de pinos en cuyo suelo apuntaban los verdes matorrales de tonalidades argentinas. Al subir la pendiente, los dolores de Elena eran bastante soportables. La múchacha sosteníase mejor en la silla y las reacciones del caballo eran menos violentas; pero la verdad era que la cuesta arriba le había parecido siempre más dura que el descenso. Atravesaban una selva hermosa y abrupta. Cabalgaron mucho tiempo con la clara corriente a bastante distancia: no tan lejos, sin embargo, que sus reflejos no hiriesen constantemente la vista.

Dale detuvo su caballo para inspeccionar detenidamente el suelo cubierto de pinochos secos.

-Aquí hay huellas recientes de venado-dijo señalándolas con el dedo. -Noticia fresca, ya las había descubierto yo hace rato -declaró Roy. -Nunca tendremos ocasión mejor-dijo Dale-; estos ciervos llevan el mismo camino

que nosotros. Prepara tu fusil, Roy. Al reanudar la marcha, Roy se coloco a la cabeza de la comitiva pare mejor

inspeccionar el terreno. De pronto se apeó del caballo, se echó la brida al brazo v miró en lontananza con

precaución. Volviéndose luego hacia el resto de la comitiva agitó su sombrero en el aire. Las acémilas se detuvieron en grupo. Dale hizo signo a las muchachas para que continuaran hasta alcanzar a Roy, a quien Elena descubrió en el punto culminante de dos gargantas entrecruzadas. Dale desmonto sin sacar su fusil de la funda y se acerco a Roy.

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-Un macho y dos hembras -dijo en voz baja-; nos han olido, pero todavía no nos han visto. Acérquense ustedes, señoritas, sin hacer ruido.

Mirando en la dirección señalada por Dale, Elena descubrió un oquedal de altos pinos v álamos luciendo sus hojas temblorosas a la clara luz del sol.

-¡Oh, ya los veo, ya los veo! -exclamó de pronto Bo. Siguiendo con la vista las indicaciones de su hermanita, Elena vio a un hermoso

ciervo parado y quieto como una estatua, con su enorme cornamenta al aire; la mirada avizora y las orejas tensas en actitud de alarma. A su lado había dos animales más, desprovistos de cornamenta y de lineas más delicadas y graciosas.

-Están en nivel inferior al nuestro -advirtió Dale-, y vas a errar el tiro. -¡Oh, por favor! -clamó Elena al ver a Roy con el fusil levantado. La observación de Dale debió de parecer muy fundada a Roy porque' éste rectificó

inmediatamente la puntería. -¿Como puedes saber que yo no apuntaba bien?pregunto-. Yo creía que era tiro

seguro. -No calculabas el desnivel del terreno. Pero tira pronto porque el animal nos está

mirando. Roy volvió a levantar demasiado el fusil y, disparando, erró el tiro. El animal, sin

embargo, continuó inmóvil como si hubiese sido de piedra. Las hembras saltaron des-pavoridas.

-¿No te lo dije? La bala se ha incrustado en aquel pino; ha pasado por encima del lomo. Vuelva a tirar. Apunta a las patas.

Roy volvió a apuntar y disparó inmediatamente. Esta vez la bala fue a incrustarse en el suelo entre las patas del ciervo, el cual desapareció detrás de la maleza, en rápida carrera, seguido de las hembras.

-¡Maldita suerte! -gruñó Roy con la cara colorada de vergüenza- No volveré a tirar a ningún animal que esté en un terreno inferior al mío.

La mirada de disculpa que dirigió a las muchachas provoco la alegre hilaridad de Bo.

-No sabe usted lo que me alegro de que el animal haya podido escapar con vida-exclamó Bo.

-Pues yo lo siento porque se quedarán ustedes sin comer su deliciosa carne. Continuaron el camino doblando a la derecha en dirección al borde de una de las

gargantas después de un rato descendieron al fondo de ella, en donde un claro arroyo burbujeaba entre los sauces. Siguiéronlo a lo largo de una milla o más, hasta el lugar en donde desembocaba en una corriente más caudalosa.

-Aquí hemos de separarnos -dijo Dale-; nos reuniremos de nuevo en mi campamento, adonde ustedes llegarán primero. Yo no podré llegar antes de anochecido.

-Oye, Milt - dijo Roy -, ya no me acordaba de tu querido puma v del resto de tus fieras. Me parece que Tom sobre todo asustará a las señoritas.

-Nadie verá a Tom antes de que llegue al campamento -aseguró Dale. -¿Lo tienes enjaulado o encadenado? -Bueno, pues separémonos y que la suerte nos acompañe a todos. Dale hizo un signo de despedida a las muchachas y se llevó las acémilas en

dirección del calvero que se divisaba a lo lejos entre la corriente de agua y las laderas cubiertas de bosques.

Roy se apeó del caballo con aquella agilidad que tanto admiraba Elena. -Creo que será mejor apretar las cinchas-dijo asegurándolas-, porque vamos a

atravesar una de las partes más abruptas del país.

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-¿Quién es Tom? -preguntó Bo, intrigada. -Es el animal favorito de Dale. Un puma. Es muy hermoso y si se aficiona a usted

le lamerá las manos, jugará con usted, le obedecerá como un manso cordero. Bo escuchaba con los ojos desmesuradamente abiertos. -¿Tiene también algunas otras fieras? -preguntó. -Nunca he entrado en su campamento, pero tengo entendido que tiene una serie de

aves, ardillas v alimañas de todas clases completamente domesticadas. Una vez pasada la primera impresión desagradable se aficionarán ustedes de tal modo a aquel campamento, que sentirán luego tener que abandonarlo.

Halagó con la mano a los caballos y volviendo a montar en el suyo advirtió a las muchachas que convenía proseguir sin más dilación la marcha.

-Éste es un vado fácil -dijo Roy espoleando su caballo-. Presto, señoritas, síganme. El río en aquel lugar era bastante ancho y parecía ser algo profundo. No obstante,

las palabras de Roy resultaron ser ciertas. -Marchen ustedes una detrás de otra -advirtió Roy-, sin alejarse de mí. En cuanto se

sientan ustedes excesivamente fatigadas q les pase algo desagradable, avísenme. Y diciendo esto se internó en la espesura. Bo marchaba detrás de él y Elena seguía

detrás de su hermanita. Tan juntos estaban los sauces. que con su follaje ocultaban a Roy. Elena dio con la cabeza contra una rama algo bala, pero afortunadamente el daño no fue de consideración. Roy remontó una cuesta sin acortar el trote de su caballo. Al llegar a un bosque de pinos pudieron cabalgar varias millas por terreno llano y abierto. A Elena, aquel día el bosque le parecía más hermoso, era de un verde oscuro con tonalidades áureas en los lugares heridos por el sol. A diferencia del día anterior fueron numerosas las aves que pudo divisar.

Muchas veces Roy señalaba algún lugar en donde una vista avizora podía descubrir algún ciervo medio oculto por el follaje.

Elena comprendió en seguida que aquel día la jornada seria menos dura que la del día anterior. Hasta entonces todo se había reducido a dolores por todo el cuerpo, pero a partir de aquel momento, las perspectivas se presentaban algo más risueñas. Entusiasta de la selva y de las emociones, veía con placer aumentar cada vez lo silvestre del paisaje y su belleza. El sol calentaba cada vez más ; el viento era fresco y perfumado; el cielo era de un azul rutilante.

De repente, Roy detuvo el caballo en seco. -Miren ustedes-indicó rápido con el dedo. Bo dio un grito. -No, por este lado no. ¡Ah! Ya se ha ido. -Sí, ya lo he visto -exclamó Bo-, era un oso y no como los del circo; un oso de

verdad. Elena deploró en el alma haber perdido por torpeza suya la ocasión de haber visto a

aquella fiera en libertad. -Afortunadamente -dijo Roy-, el oso se ha marchado sin atacarnos, porque han de

saber ustedes que es una de las especies más feroces de estas latitudes. Continuaron marchando hasta llegar a cierta altura que dominaba el cañón y la

cordillera, las cimas y los precipicios, el valle y las hondonadas. A la derecha había un bosque de pinos hermosos y serenos en su majestuosa quietud. En la lejanía de las montañas debía de extenderse sin duda alguna el desierto; pero la vista no lo alcan-zaba.

-Veo algunos pavos en aquella dirección -dijo Roy volviéndose a señalarlos-. Acerquémonos algo más y tal vez mate alguno de un tiro.

A través de la maleza llegaron hasta una peña escondida entre los pinos, los robles

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y los alcornoques. A Elena producíale gran placer ver sus árboles familiares, aun cuando aquéllos se distinguían bastante de los del Missouri. Arrimados y retorcidos sus troncos, extendían estos árboles sus ramas cubiertas de hojas amarillentas. Roy continuó por una pendiente exuberante de vegetación y apeándose del caballo apuntó con el fusil dispuesto a disparar, pero Bo trató de evitar el crimen con sus gritos. Elena vio en seguida una gran manada de pavos, distintos únicamente de la especie doméstica que ella conocía, por los reflejos metálicos de sus plumas y su color algo más blancuzco. Debía haber unos cien o más, la mayoría hembras. Los machos dieron la señal de alarma emprendiendo una precipitada fuga. La manada producía gran ruido con palas y alas dejando tras de sí una nube de polvo y plumas.

-Dos han caído -exclamó Roy, adelantándose con alegría a recoger la caza cobrada. Poco después volvía con las dos piezas y atándolas en el arzón trasero de la silla

volvió prestamente a montar a caballo. -Esta noche -dijo- comeremos pavo si Milt regresa a tiempo. Continuaron la marcha. -Por aquí han pasado algunos osos -aseguró Roy-, observo sus huellas en el suelo;

suelen comer bellotas en otoño y tal vez no tardemos en encontrar alguno. Cuanto más avanzaban más gruesos y corpulentos eran los árboles cuyas ramas

dificultaban muchas veces el paso. Ranger parecía disfrutar rozando las ramas, lo cual fue causa de algunas escoriaciones que Elena no pudo evitar. Una vez estuvo casi a punto de romperse la rodilla contra un tronco.

Roy se detuvo junto a una verde sabana de agua cubierta de vegetación y en algunos lugares de amarillenta espuma que parecía un pantano, pero que resultó ser la fuente que daba origen a un río. Roy señaló a un lugar fangoso.

-¿Ven ustedes aquellas huellas? -preguntó-. Pues son indicio seguro de que no hace un minuto siquiera ha pasado por aquí un oso. Fíjense en los arañazos marcados en este tronco, unos más grandes y otros más pequeños. No hay duda de que era una osa con sus oseznos. - Roy se acercó al árbol para tocar con la mano las señales a que se refería.

-Estos bosques están llenos de osos -dijo-, y ningún encuentro más peligroso que el de una osa con sus oseznos.

El fondo de la garganta con su frondosidad exuberante despertó más que ningún otro rincón del paisaje el entu siasmo de Elena. La marcha, sin embargo, volvía a ha cerse penosa a causa de la aspereza del suelo. Una ves más Roy trepó por una y otra cuesta, dejando atrás cerros y collados. El sol, a todo esto, continuaba su carrera hasta lanzar a plomo sus rayos sobre las cabezas. Hoy creyó conveniente detenerse unos instantes a fin de dar al cuerpo algún descanso. Desensilló los caballos y les dejó pa-cer la fresca hierba. A las muchachas les hizo tomar un ligero refrigerio. Mientras tanto, él se alejó algunos pasos con su fusil, animado sin duda por traer alguna caza, mas regresó sin ella, y ensillando nuevamente los caballos dio la orden de continuar la marcha.

Aquel descanso fue el último que tenían que disfrutar las muchachas; desde aquel momento la marcha tenía que ser cada vez más dura. El terreno era no sólo empinado, sino resbaladizo, siendo necesario cruzar barrancos y collados en gran número. Las pendientes que continuamente tenían que subir y bajar estaban cubiertas de zarzas y matas espinosas que desgarraban la ropa y lastimaban la piel de personas y animales. Ranger, con su noble instinto, sabía sortear el peligro. El caballo blanco de Bo, por el contrario, se daba menos maña para sortear las espinas. Entre la maleza elevaban su copa majestuosa los pinos y los árboles. El suelo era blando y los caballos hundían las patas en el fango. Una vez Ranger en una pendiente hincó sus patas delanteras en el

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suelo y se dejó deslizar agachando la grupa. Éste era un modo muy expeditivo de facilitar el avance, pero a Elena le produjo gran sobresalto. Más adelante fue preciso descender del caballo y continuar la marcha a pie. Después de cruzar de esta manera una media docena de cuestas y pendientes las piernas se negaban a sostener a Elena y la respiración le faltaba. Todo parecía girar en torno a su cabeza. Sus pies parecían de plomo y el traje le pesaba como si llevara los bolsillos llenos de piedras. Agotada por los continuos cambios de calor y humedad veíase obligada a detenerse. Siempre se había distinguido por lo andariega, pero en aquella ocasión costábale tanto andar como montar. Al sangrarle la nariz comprendió que todas aquellas molestias provenían no tanto del cansancio como de la altitud a que habían llegado. El corazón, sin embargo, no le dolía, aun cuando sentía en el pecho una opresión considerable. Por fin Roy se metió en un barranco tau profundo, ancho y cubierto de verdura, que parecía imposible se pudiera atravesar. No obstante, Roy no mostró la menor vacilación, desmontando al poco rato. Elena pudo comprobar que conducir a su caballo de la brida era todavía más penoso que bajar por aquella escarpada pendiente a lomos de el. El caballo se le echaba encima y ella apenas si tenía tiempo muchas veces para apartarse y no ser atropellada.

-¿No es esto hermoso, Elena? -exclamó Bo, jadeante y llena de entusiasmo. -¿Estás loca, Bo? -fue la contestación de Elena. Roy intentó en varios lugares la ascensión, siempre inútilmente, continuando el

descenso un centenar de metros más. Intentó de nuevo salir de aquella hondonada en un punto en que el terreno aparecía algo despejado, pero cuando hubo probado la consistencia del suelo se volvió para advertir a las muchachas que anduvieran con pre-caución, y marcharan siempre poniendo al caballo del lado del precipicio.

Esto era más fácil de decir que de hacer. Elena no pudo vigilar a su hermana porque Ranger no le daba tiempo para ello. Tiraba de la brida y relinchaba.

-Cuanto más de prisa anden ustedes, mejor -advirtió Roy. Elena obedeció aunque sin comprender aquella advertencia. Roy y Bo ascendían en

zigzag por la traidora pendiente. Elena quiso seguir las huellas de sus predecesores, pero Ranger ascendía con excesiva celeridad, arrastrándola e impidiéndola ponerse del lado contrario al precipicio. Por muchos esfuerzos que hizo, sus pies resbalaban junto a su caballo; gracias a que el inteligente animal hacía todo lo posible para no atropellarla.

-Cuidado, póngase usted del lado opuesto al precipicio -gritó Roy. Bien quería Elena obedecer, pero no le era posible. La tierra empezó a resbalar

bajo los cascos de Ranger impidiendo el progreso de Elena, que continuaba agarrada a la brida del caballo.

-Suelte, suelte -gritó Roy. Elena soltó la brida en el mismo instante en que las patas de Ranger se deslizaban

por el suelo deleznable. Relinchó fieramente el animal y dando un salto formidable se colocó en terreno más firme y sólido. Elena quedó hundida hasta las rodillas,

costándole gran trabajo salir de aquel atolladero. -Malos pasos - fue el comentario de Roy cuando las dos muchachas estuvieron a su

lado. Roy parecía indeciso a propósito del camino que debían seguir. Subió a una altura

y miró desde allí en todas direcciones. A Elena todos los caminos le parecían igual-mente ásperos y estrechos. Roy cabalgó un buen rato en una dirección determinada ; mas después cambió de camino.

De repente se detuvo. -Creo estar ya orientado -dijo.

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-¿De veras? ¿No estaremos perdidas? -preguntó Bo. -Lo hemos estado durante un par de horas -contestó Roy-, nunca había pasado por

estos andurriales. Ahora ya estoy orientado, pero les engañaría si les dijera que co-nozco el camino.

-¡Ah! -fue la única exclamación que salió de los labios de la atribulada Elena.

IX Elena se quedó sin palabras cuando al mirar a su hermanita leyó en el pálido rostro

de ésta sus recelos y temores. Era indudable que Bo repasaba en aquellos momentos en su memoria los cuentos e historias de viajeros extraviados que habían hallado la muerte en el desamparo de aquellas inmensidades.

-Milt y yo nos encontramos perdidos con frecuencia -explicó Roy-; no pensarán ustedes que es posible conocer al dedillo todos los rincones y vericuetos de un país como este. Para nosotros perdernos no tiene ya ninguna importancia.

-¡Oh, yo me perdí un día siendo muy niña! -recordó Bo. -Tal vez hubiera sido mejor ocultarles la contrariedad -dijo Roy con aire

compungido-. No se apuren ustedes demasiado, porque yo no necesito sino encara-marme a uno de los picachos de Old Baldy para hallar el camino.

Elena recuperó la esperanza al ver trotar a Roy en dirección Oeste hacia la cumbre de uno de los promontorios que había dejado atrás. Allí estaba Old Baldy, alto, oscuro e imponente, con sus laderas cubiertas de bosque ocre y verde, desnudas a trechos.

-No nos hemos apartado del camino tanto como temíamos -anunció Roy dando vuelta a su caballo -. Esta noche dormiremos en el campamento de Milt.

Condujo a su caballo a un valle al pie de la cordillera, remontando luego otra altura, en donde el bosque presentaba un aspecto distinto. En vez de pinos poblaban el suelo los abetos y los chopos. Tan exuberante era la vegetación, que la luz apenas podía atravesar el follaje.

La marcha era -penosa. Abundaban los ventisqueros, que era precisor sortear, y los árboles caídos que interceptaban el paso. Los caballos hundíanse con frecuencia en el barro, hasta los corvejones. Los troncos aparecían cubiertos de musgo.

¡Cuán hermoso era aquel bosque primitivo ! ¡Tan callado, tan oscuro, tan sombrío! ¡Y tan oloroso, tan fragante! Los montones de árboles caídos, arrancados de cuajo y hacinados por la tempestad, eran prueba patente de la violencia del viento en aquellos parajes. Alrededor de algún árbol gigante que había resistido los furiosos embates del vendaval, crecían otros arbolillos pequeños como promesa cierta de una frondosa repoblación del bosque. Hasta los árboles parecían luchar unos contra otros. La selva era un lugar lleno de misterios; pero el ojo menos avezado a penetrar los arcanos de la Naturaleza descubría fácilmente la ley ineluctable de perpetua lucha.

Llegó un momento en que la extremada dureza de esta ley obligó a Elena a concentrar su atención en el suelo y los árboles de su proximidad, renunciando al pla-cer de contemplar la salvaje belleza del panorama general. El viaje era cada vez más penoso, y las horas transcurrían con una lentitud desesperante.

Roy marchaba delante y Ranger seguía, mientras la oscuridad era cada vez más densa debajo de los árboles. Elena se agitaba en la silla, enferma y cegata, cuando oyó con la consiguiente alegría que Roy anunciaba gritando el próximo fin de aquella penosa jornada.

-¿No percibe usted el olor del humo? -preguntó-, que me maten si Milt no anda por

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estas cercanías. Continuó marchando, seguido de Elena, cuya ávida mirada atalayaba impaciente

los negros boscajes y las abruptas laderas rojizas y doradas bajo los últimos rayos del sol poniente.

A lo lejos pudo divisar un grupo de varios caballos y ciervos paciendo en amigable compañía la crecida y verde hierba. Tras unos cerros cubiertos de tupida verdura di-visaron el resplandor de una hoguera. Más allá del campamento erguíanse varias rocas con atrevimiento, y algunos canchales de pura piedra daban acceso a una concavidad de la montaña, de donde brotaba una clara cascada.

La silueta de Dale se dibujó, débilmente iluminada, sobre el fondo oscuro del paisaje en sombras.

-¿Cómo has llegado tan tarde? -preguntó. -Me he extraviado -fue la compungida contestación de Roy. -Me lo temía. Por eso deseaba que las señoritas hubiesen venido conmigo -dijo

Dale, alargando la mano para ayudar a Bo á descender del caballo. Bo aceptó la ayuda ofrecida, y al ir a sacar los pies de los estribos resbaló, cayendo

en brazos del cazador, quien, sosteniéndola para que pudiera mantenerse en pie, le dijo con solicitud

-Un centenar de millas en tres días es un recorrido tan notable para unas señoritas no acostumbradas a estos trotes, que su tío Al se sentirá orgulloso de ustedes cuando tenga conocimiento de la proeza. Ahora ha de dar usted algunos paseos para desentumecer las piernas.

Y diciendo esto acompañó a Bo, como si estuviese enseñando a andar a una niña en sus primeros pasos. Elena estaba admirada de ver a su hermana dejándose conducir sin pronunciar palabra. A su vez también ella avanzaba con dificultad asistida por Roy.

Una de las gigantescas rocas tenía la forma de una concha. De una hendidura brotaba un claro manantial. El fuego preparado por Dale ardía bajo un pino, lanzando al cielo una densa columna de humo azulado. Sobre la hierba había multitud de bultos y paquetes, abiertos muchos de ellos. No se descubría allí signo alguno que revelara ser aquel paraje el lugar elegido por Dale como refugio y albergue. Pero algo más lejos había ciertas cuevas que quizás utilizara el cazador para guarecerse.

-Mi campamento está algo más lejos -manifestó Dale, como si hubiese adivinado los pensamientos de Elena -. Mañana disfrutarán ustedes de mayor comodidad.

Elena y Bo se acomodaron lo mejor que pudieron con sus mantas y sillas de montar, mientras los hombres se dedicaban a las tareas más perentorias.

-¿No es todo esto un sueño? -exclamo Bo. -No, niña, no; todo es muy real, terriblemente real -contestó Elena-. Ahora que ya

estamos aquí, después de tan larga cabalgata, podemos dedicarnos a pensar con calma en nuestra situación.

-¡Es tan hermoso este sitio, que me gustaría que tardáramos en salir de aquí! -manifestó Bo.

-¡Que dices, chiquilla! -reprendió Elena-. Piensa en los años del tío Al y en su ansiedad.

-No sentirá la menor inquietud si conoce a Dale. -¡Si el mismo Dale nos ha dicho que nuestro tío no le quiere! -¿Que tiene esto que ver para la confianza que pueda merecerle? Lo que te digo

ahora es que no sé qué puede más en mí, el hambre p el cansancio. -Pues yo no podré comer esta noche -objetó Elena. Al desperezarse y estirar sus miembros fueron tales sus dolores que experimento

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por unos momentos la consoladora sensación de la muerte. Hubo un instante en que creyó morir, lo cual la lleno de alegría. Entre el tamiz de los pinochos vio una pálida estrella sonriéndole compasiva desde el oscuro cendal del cielo. La débil luz crepuscular desaparecía de prisa. El delicioso y sedante silencio de la Naturaleza no tenía más interrupción que el dulce y susurrante rumor del agua. Elena cerro los ojos, disponiéndose a dormir. El malestar de su cuerpo cedía tan solo paulatinamente. En algunos puntos los huesos parecían haber perdido la carne que los cubría. En otros las punzadas y los dolores eran verdaderamente horribles. Los músculos recuperaban lentamente su elasticidad. La sangre arrastraba un verdadero torrente de fuego por sus venas.

Con la cabeza de su hermanita apoyada en el hombro, Elena empezó a perder la intensidad de las sensaciones.

Pronto dejó de oír el rumor del agua. Tampoco tardo mucho en perder la sensación confortadora del fuego del campamento.

La última sensación que experimento fue la de querer abrir los ojos inútilmente. Al despertarse era ya de día claro. El sol lucía casi encima de su cabeza. Elena

quedo maravillada. Bo todavía dormía profundamente, con la frente y la melena cubiertas de sudor. Elena se armo de valor, porque la espina dorsal le dolía como si tuviera todas las vértebras rotas, y, haciendo un gran esfuerzo, echo a los pies la manta y trato de incorporarse. No lo consiguió. Su voluntad era muy grande, pero los músculos no le obedecían. Cerró los ojos, y con un violento esfuerzo espasmódico logró alzar el cuerpo. Bo se despertó con el violento empujón de su hermana, diciendo

-Buenos días, Elena. ¿Es hora va de levantarnos? - pregunto con ojos soñolientos. -¿Podrás? -¿Por qué no? -repuso Bo, haciendo esfuerzos para demostrar el dominio de sus

movimientos. Pero al comprobar la inutilidad de sus músculos, exclamó, con aire triste y compungido-: ¡Oh, estoy muerta ! ¡No hay salvación para mí!

-Pues si quieres ser, como dices, una muchacha del Oeste, es menester que tengas bríos suficientes para moverte.

-Allá voy -anunció Bo. Y dando una vuelta coloco las manos en el suelo, consiguiendo incorporarse por

este medio, no sin exhalar algunos gemidos de dolor. -¿En donde están los demás? -preguntó-. ¡Oh, Elena, esto es el paraíso terrenal! Elena miro a su alrededor. Únicamente vio la hoguera encendida, pero no diviso a

nadie por aquellas cercanías. En su examen de los objetos que la rodeaban, lo que más le llamo la atención fue el brillo extraordinario de los colores. Formada con ramas de picea apoyadas en un mástil central había una linda y verde choza. La mitad de la abertura anterior estaba cerrada, lo mismo que los costados. Las ramas partían del suelo y tenían todas la misma dirección, como si verdaderamente hubiesen nacido allí las piceas.

-Esta choza no estaba ayer aquí -exclamó Bo. -Por lo menos yo no la vi. -De seguro que nos la han construido para nosotras, y si no fíjate en nuestro

equipaje. Está allí dentro. Con dolor, pero no sin diversión, lograron las hermanas ponerse en pie,

ayudándose una a otra. La choza les pareció hermosísima. Por delante de ella deslizábase la corriente de agua, yendo a parar a un pequeño pantano. El suelo de aquella rústica habitación estaba cubierto con una verdadera alfombra de ramitas de Picea, de unos diez centímetros de grueso. Abrieron Elena y Bo sus neceseres de viaje, y con el jabón, los Peines, los cepillos y el agua se asearon todo lo bien que les permitió el dolor que sentían al hacer el menor movimiento. Al concluir esta

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operación fueron a ponerse junto al fuego. Ciertos objetos en movimiento atrajeron la atención de Elena. En seguida, y

coincidiendo con un grito de alegría de Bo, divisó entre el follaje la figura esbelta y delicada de una cierva. Dale andaba junto a ella.

-¡Cuántas horas han dormido ustedes! -fue la salutación del cazador-. Hoy tienen ustedes mejor aspecto.

-Buenos días. O buenas tardes, porque no sé a punto fijo si es antes o después del mediodía. Sí, hoy, por lo menos, ya podemos andar y movernos - contestó Elena.

-Yo podría incluso hasta montar a caballo -aseguró Bo jactanciosamente-. ¡Oh, Elena, mira cómo se me acerca la cierva!

El animal se había rezagado un poco al ver a Dale acercarse al fuego del campamento. Era una hermosa bestia delgada y ligera, con sedosa y fina piel y grandes ojos negros. Se detuvo un momento, con sus largas orejas tensas, e inmediatamente se aproximó a Bo, acercándole el hocico a sus manos. Era extraordinario ver la mansedumbre de aquel animal, en apariencia tan salvaje. De pronto, súbitamente, cuando Bo le acariciaba las orejas, dio un salto y desapareció tras los pinos.

-¿Por que se ha asustado? -preguntó Bo. Dale señaló, a unos diez metros del suelo, una concavidad, en el fondo de la cual

había un gran felino plácidamente echado. -Tiene miedo a Tom -explicó-. Le reconoce, sin duda, como un enemigo

hereditario. No logro que hagan las paces. -¡Ah! ¿Ése es el puma favorito de usted? -admiró Bo-. ¡No me extraña que la

cierva haya huido con tal celeridad! -¿Cuánto tiempo hace que está aquí este animal? -preguntó Elena, mirando

fascinada al famoso felino. -No se lo podría asegurar. Tom va y viene a su antojo -contestó Dale-. Yo le dejé

aquí, sin embargo, ayer noche. -¡Y ha permanecido tan cerca de nosotras, suelto, mientras dormíamos! - exclamó

Bo, sin poder contener cierto estremecimiento. -Sí, mas no creo que corrieran ustedes ningún peligro. -¿Pues no es una fiera? -comentó Bo-. ¡Parece una pantera! -¡No; es un puma! Cuatro años hace que lo tengo. Cuando me apoderé de él era un

cachorrito que casi cabía en mi bolsillo. -¿Está perfectamente amaestrado? ¿No ataca nunca? -preguntó Elena, presa del

mayor recelo. -Nunca, aunque yo me guardo muy bien de declararlo así -contestó Dale-. Puede

estar completamente tranquila. Ningún felino americano ataca al hombre, si no es en actitud de defensa, o empujado por el hambre. Tom no es sino un cachorro grande.

El puma levantó la cabeza y los miró con sus ojos soñolientos. -¿Le llamo? -preguntó Dale. Bo no supo qué responder. -Que no se acerque demasiado - fue la prudente prevención de Elena. -No tema. Si se le aproxima acaríciele la cabeza y verá cómo se lo agradece.

Apuesto a que las dos tienen' apetito. -No tanto como usted se imagina -contestó Elena. -Lo que es yo, tengo un hambre que no veo -confesó Bo. -Tan pronto como el pavo esté asado, comeremos. Mi campamento está allí, entre

las peñas. No tardaré en llamarlas. Al verlo marchar, Elena se dio cuenta del aspecto distinto del cazador. Llevaba un

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traje de piel de ante, sin chaqueta, y en vez de las botas de montar calzaba abarcas. Parecía otro hombre.

-No sé lo que piensas de él, Elena -dijo Bo -; pero a mí me parece guapísimo. Elena no supo qué responder a esto. Con pena y dificultad anduvieron hasta un tocón, a pocos metros del lugar en

donde habían acampado. Desde allí se gozaba de una vista admirable. -¡Dios mío, cuánta belleza! - exclamó Bo, con asombrados ojos. - ¡Hermosísimo! -asintió Elena. Entre montañas frondosas y agrestes extendíase un valle verde y profundo, salvaje

y encantador, y triste en su imponente soledad. El ruido de una cascada dominaba la magnificencia del panorama, como una voz del espíritu del lugar, soñador, soñoliento y tranquilo. Era un concento, un arrullo que sonaba a veces más fuerte y lleno, y a ratos más débil, casi imperceptible, para dejarse oír luego nuevamente ronco y halagador.

-¡Un paraíso! -murmuró Bo. La llamada de Dale interrumpió su éxtasis. Con toda la prisa que sus doloridas

piernas les permitían andar se dirigieron a una gran hoguera encendida a la derecha del peñasco que cobijaba la choza de ramas de picea. No había en el campamento cabaña, ni construcción de ninguna clase. En realidad no se necesitaban, pues en los huecos y grietas de las rocas había sitio más que suficiente para cobijar a un centenar de cazadores. Los pinos crecían altos y majestuosos entre las peñas. Las piceas extendían su color argentino hasta un arroyo vecino. Aquel campamento estaba sólo a muy pocos pasos del lugar en donde las muchachas habían pasado la noche. Todo indicaba que en aquel sitio había fijado su mansión un cazador. Las armas, las provisiones, las pieles, los huesos, las cornamentas, la leña.

-¿Que haces por ahí? -dijo Dale, arrojando un palo a un osezno lanudo y gris que apareció, deteniéndose a poca distancia-. Éste es Bund - añadió Dale, cuando las muchachas se acercaron a observarle-. Tiene cara de haber pasado mucha hambre durante mi ausencia. Ahora agradecerá lo que se le dé, sobre todo azúcar, cosa de la que aquí disponemos muy raramente.

-¡Que bonito es! ¡Cuánto me gusta! -exclamó Bo-. Aproxímate, Bund, quiero tocarte.

El osezno, sin embargo, permanecía inmóvil, mirando a Dale con sus ojillos penetrantes.

-¿Dónde está Roy? -preguntó Elena. -Roy se ha ido; ha lamentado no poder despedirse de ustedes, pero era necesario

que fuera a ocultarse entre los pinos, a fin de descubrir los movimientos de Anson. Caso de que Anson intente dirigirse a Pine, él le tomará la delantera para advertir a su tío.

-¿Que espera usted? - preguntó Elena gravemente. -Estoy preparado a todo -respondió Dale-. Supongo que a estas horas su tío estará

enterado de todo, y quizás haya organizado alguna expedición por las montañas. Si tropieza con Roy pronto estarán aquí, pero no se haga usted muchas ilusiones ni tenga demasiadas esperanzas de ver a su tío muy pronto. Yo hago todo lo que puedo; pero este asunto es muy feo.

-No me crea desagradecida -protestó Elena-. Es usted un hombre excelente, muy caballero; es mucho lo que le debo, y mi reconocimiento será eterno.

Dale permanecía frente a ella erguido y mirándola con sus ojos vivos y penetrantes. -Tal vez tenga usted que permanecer aquí conmigo durante varias semanas y quizá

meses si tenemos la mala suerte de quedar aislados por las nieves -dijo lentamente,

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como si buscara las palabras con el fin de revelar su pensamiento -. Ustedes están aquí en seguridad, ningún ladrón de ovejas será capaz de descubrir este campamento; yo haré todo lo que sea menester, para dejarla a salvo en poder de su tío. Pero es necesario que se tomen todas las precauciones debidas y que se haga todo lo que deba hacerse. Aquí no les ha de faltar de comer y el paraje es delicioso.

-¡Oh, sí, delicioso, espléndido ! -exclamó Bo-. ¡Un verdadero paraíso! -¡Un paraíso! -comentó Dale-. No es la primera vez que le oigo comparar estos

lugares a un paraíso. -Sí, este país es una maravilla - dijo Bo, con la alegría retratada en su mirada. -Ahora a comer -dijo Dale-; espero que el pavo les gustará. Sobre una limpia lona había una comida abundante y suculenta, tan bien preparada

como en una casa elegante. No faltaban las humeantes y deliciosas tortas de sartén, las patatas, las salsas, las manzanas asadas, la manteca y el café. Tan inesperado banquete sorprendió y deleitó tanto a las muchachas, que las dos hicieron ruborizarse a Dale con sus elogios.

-¡Ojalá no viniera el tío Al a buscarnos durante un mes! -exclamó Bo. Sus mejillas y su nariz conservaban todavía la grasa de los huesos roídos.

Dale no pudo contener la risa. Era delicioso ver reír de aquel modo a aquel hombre franco, sencillo y sin doblez. -¿No quiere usted comer con nosotras? -preguntó Elena. -Sí - contestó Dale -. Así ahorraremos tiempo. Además, la comida caliente sabe mucho mejor. Tras varios minutos de silencio,

Dale advirtió -Aquí tenemos a Tom. Elena admiró las líneas a la vez elegantes y fornidas del felino, que se acercaba

lenta y majestuosamente. De color leonado, su piel magnífica lucía algunas manchas blanquecinas. Sus patas flexibles y sus garras poderosas producían espanto. Tenía -la cabeza erguida y miraba con ojos de fuego.

Podía ser manso y dócil, pero su presencia era verdaderamente salvaje. Se acercó con la mansedumbre de un perro, estando a escasísima distancia de Bo cuando ésta se volvió a mirarlo.

-¡Oh, Dios mío! -clamó levantando las manos a! cielo, sin soltar el muslo de pavo que tenía en una de ellas.

Tom se lo arrebató sin mala intención, pero dando una dentellada tan vigorosa que Elena dio un salto, sin poder contener su espanto.

Había que ver la cara de desencanto de Bo cuando se quedó sin el substancioso bocado. Tom dio un paso más hacia ella, pero Bo estaba demasiado disgustada para poder sentir los efectos del miedo.

-Ladrón, me has dejado sin comida- exclamó. -Ven aquí, Tarro - ordenó Dale con imperio. El puma se deslizó hacia su amo, con el vientre rozando el suelo. -Ahora estáte- aquí y no te muevas de mi lado. Tom se echó apoyando la cabeza en sus patas delanteras, sin apartar de su amo su

mirada fría y penetrante. -Esto es para ti, pero no has de tragártelo con demasiada ansia -dijo Dale, arrojando

un trozo de pavo que el animal se tragó con menos voracidad. Al ver la preferencia de que Tom era objeto, el osezno hizo varias manifestaciones

de protesta. -¡Pobrecito! -exclamó Bo-. Dice que nadie se acuerda de él. Acércate Bund, yo sí

que te quiero.

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Pero Bund no se atrevía a acercarse al grupo sin ser llamado por Dale. Cuando éste le dio permiso se adelantó dando muestras de alegría.

Bo casi se olvidó de su propia hambre con el deseo y el afán de dar de comer a su nuevo amigo.

Era gracioso ver los celos retratados en la mirada de Tom y el temor y respeto en las actitudes de Bund.

Elena apenas podía dar crédito a sus ojos, tan inverosímil le parecía que pudiera estar saboreando una bien condimentada comida en un bosque tan salvaje como aquél, en compañía de un enorme puma y de un osezno que un hombre singular, enamorado de la selva, había elegido por compañeros.

Terminada la comida, Bo se llevó al osezno a su campamento, naciendo pronto una gran amistad entre ella v el pequeño plantígrado. Al ver Elena los juegos de su hermana con el animalito, casi tenía envidia en el fondo de su corazón. ¡Cuánto hubiera deseado ella adaptarse a la vida del Oeste con la misma rapidez ! Para Bo, ca-paz de aprovechar todos los alicientes de la selva, las numerosas horas de soledad que les aguardaban habían de ser menos lentas y apuradas.

-¿Qué podría hacer yo en esta soledad? -preguntó Elena, descorazonada. -Descansa -respondió Bo-, y no pongas esa cara de sufrimiento. Andas renqueando

como una vieja baldada. A Elena, esta comparación le pareció exagerada, pero el consejo de su hermana no

podía ser más prudente. Las mantas extendidas encima de la hierba parecían invitarla al reposo, calientes, como estaban, por el rato que habían permanecido expuestas a los rayos del sol.

La brisa soplaba suave, acariciadora, fragante, transportando a lo lejos el murmullo de la cascada melodiosa y grata al oído. Elena se preparó una almohada y se entregó al descanso. Los pinochos dibujaban, con sus entrelazamientos, caprichosos cañamazos sobre el cielo azul. No habiendo pájaros que cautivasen su atención, Elena se puso a considerar lo difícil que era atravesar las distancias a través de una atmósfera purísima. Un águila negra, enorme, parecía un pequeño pajarito a la altura en que se cernía.

¡Quién hubiera tenido las alas de aquella ave! Entregando su imaginación a estos pensamientos, Elena fue conciliando el sueño. Durmió toda la tarde, y al despertarse hacia la hora de ponerse el sol, encontró a Bo acurrucada a su lado. Dale las había cubierto previsoramente con una manta. Había encendido además una hoguera cerca de ellas, adivinando que la temperatura había de descender.

Algo más tarde, cuando, con sus abrigos puestos, fueron a colocarse junto al fuego, recibieron la visita de Dale.

-Temo que, privadas de las distracciones habituales de la ciudad, pasarán ustedes en estas soledades largos ratos de aburrimiento -dijo-, pues no pueden estar durmiendo constantemente.

-¡Soledades! -repitió Elena. Hasta entonces no había pensado en lo terrible que debía de ser la soledad.

-Mucho me ha preocupado esto -dijo Dale, sentándose como un indio junto al fuego -. Es muy natural que a ustedes se les hagan las horas largas 'aquí, acostum-bradas, como están, a la compañía y a las distracciones.

-No oreo que la soledad me pese demasiado -repuso Elena con tono enfático. Dale no mostró la sorpresa que le causaban estas palabras por no herir los

sentimientos de la muchacha. -Perdóneme -dijo, fijando sus ojos azules en los de ella-. Le ha gustado a usted

como a las demás muchachas que recuerdo. No hace tanto tiempo que abandoné la

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casa de mis padres. Mis amiguitas de entonces se hubieran aburrido enormemente aquí. -Y dirigiéndose a Bo le preguntó -: Y usted, ¿cómo soportará la soledad? Yo creí que usted sería la que la aceptaría con más agrado y su hermana la que la sufriría con más dificultad.

-No suelo aburrirme con mucha frecuencia -respondió Bo. -Esto me satisface mucho, pues no habiendo tenido nunca a ninguna muchacha en

mi compañía me asustaba pensar que pudieran ustedes sentir excesivamente la nostalgia del hogar. No obstante, dentro de un día o dos, cuando ustedes no sientan ya los efectos del cansancio, les ayudare a encontrar algún entretenimiento.

Los ojos de Bo brillaron con el interés que despertaron en ella estas palabras. -¿Cómo? -preguntó. No había en el tono de su voz la ironía dubitativa de una muchacha de la ciudad en

coloquio con un hablante de las selvas, sino una sincera expresión de curiosidad. Pero Dale juzgaba que su honor le obligaba a demostrar que era hombre capaz de cumplir lo que acababa de prometer.

-¿Cómo? -repitió, dibujándose en sus labios una sonrisa de seguridad en sí mismo-. Conduciéndolas a caballo a sitios hermosos y haciéndolas trepar a alturas casi inaccesibles. Y demostrándolas, además, si la Naturaleza les interesa, cuán poco la conocen ustedes, lo mismo que la mayoría de esas personas que se llaman civilizadas.

Elena comprendió una vez más que aquel hombre, cazador, misántropo, ermitaño o lo que fuere, no carecía de ilustración, aun cuando propiamente no pudiera decirse de él que tuviera cultura alguna.

-Mucho me gustará ampliar mis conocimientos al lado de usted -dijo. -También a mí me gustará mucho -aseguró Bo-. Nunca podrá usted calmar la

curiosidad de una hija de Missouri. La sonrisa que estas palabras provocaron en los labios de Dale determinó una

corriente de simpatía entre él y Elena. En el cazador había algo de esa naturaleza agreste que tanto le agradaba, una quietud, una tranquilidad, una calma, un espíritu frío y claro como el aire de la montaña, una fuerza, un vigor, muy parecidos al de las fieras de que él gustaba rodearse.

-Apuesto a que puedo decirles muchas más cosas de las que serán capaces de recordar.

-¿Que apostará usted? -preguntó Bo. -Pues un pavo asado contra cualquier cosa bonita de que usted pueda disponer una vez esté en salvo en el rancho de su tío. -Aceptada la apuesta. ¿No te parece, Elena? Ésta asintió con la cabeza. -Muy bien; Elena será el juez -dijo Dale, medio en broma, medio en serio -; lo

primero que haremos para matar el tiempo será lanzar nuestros caballos al galope tendido para ver cuál corre más. Pescaremos luego en los arroyos y cazaremos en los bosques. Ya verán la maña que me doy para abatir la caza. Treparemos a los picachos más altos para gozar de vistas espléndidas. Les descubriré una porción de secretos de la Naturaleza. Que deseen ustedes verdaderamente aprender o que me oigan y escuchen solamente movidas por un verdadero espíritu de curiosidad, es lo mismo; lo que importa es que yo gane la apuesta. Verán como este gran parque salvaje que habitamos ha nacido en el cráter de un volcán que estuvo en tiempos remotos cubierto de agua. Verán como las nieves se acumulan en invierno en toda la montaña, casi hasta el pie de la misma, por un lado, cuando en el otro no llegan nunca a cuajar. Verán como crecen los árboles y viven y luchan unos contra otros defendiendo también la vida de cada uno, de los ataques de los demás y protegiendo mancomunadamente el bosque contra la fuerza de los vientos. Verán también, como

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retienen el agua que da origen a las fuentes y a los grandes ríos. Verán como las criaturas y animales que viven en los bosques son útiles a la existencia de los mismos, no pudiendo existir los unos sin los otros. Les mostraré, por último, mi colección zoológica, compuesta de animales salvajes y domésticos, y les demostraré que el hombre es quien hace que los animales sean ariscos con el mal trato que les da, pues todos se domestican fácilmente y acaban por amar al amo que los trata bien. Verán como en la vida del bosque reina y predomina la lucha, como viven los osos y los felinos y los lobos y los venados. Verán cuán truculenta es la Naturaleza, cuán cruelmente desgarra el lobo o el jaguar su presa. Verán como sediento de sangre vive el lobo y con que feroz placer desgarra el jaguar el trozo de la pobre víctima que cae entre sus garras desde la cruz hasta la grupa. Y advertirán que esta crueldad de la Naturaleza, esta sanguinaria sed de sangre del lobo y del jaguar, esta necesidad de vivir en constante alerta para huir a tiempo de sus enemigos es lo que da al ciervo la belleza de sus líneas elegantes y mantiene en la especie la agilidad y sensibilidad que le caracterizan. Sin estos enemigos tremebundos, la especie degeneraría y concluiría por perecer. Verán como este principio selecto obra e influye en todas las criaturas de la selva. La lucha es ley impuesta a toda la creación. Sin ella no hay salvación posible. Si tienen ustedes un espíritu observador, advertirán que la ley de la selva es la misma que la de la humanidad, aun cuando no existen ya en el mundo hombres antropófagos. Los árboles luchan, las aves luchan, los animales luchan, los hombres luchan.

Dale siguió hablando, casi como un sonámbulo, con una extraña exaltación. Su voz tenía cálidas inflexiones, era enérgica y persuasiva. A veces fijaba sus ojos azules en los de Elena o en los chispeantes de Bo, que le escuchaba embelesaba; otras veces contemplaba, como ensimismado, las llamas que surgían de los olorosos leños. Parecía buscar ritmo y ardor en aquella lumbre dorada.

La secreta vida de los bosques- con sus perfumes y susurros, sus ignotas flores, sus cascadas de cristal y de nieve - vibraba en las descripciones de Milt Dale. Sólo un hombre compenetrado con los grandes bosques y las praderas salvajes podía hablar de aquel modo. En su mirada parecía reflejarse la extraña luz de los crepúsculos contemplados entre el ramaje de los cedros o el titilar de las estrellas invernales. Había en sus ademanes una singular energía, que adquiría, a momentos, como un dejo bravío, un ímpetu de fiereza. Pero Milt Dale irradiaba casi siempre serenidad y sosiego; su voz, su mirada, toda su persona, inspiraban confianza y comunicaban una sensación de paz.

Elena recordó las palabras de su hermana : « ¡Un paraíso! » Sí; aquel hombre vivía en un paraíso. Para él tenían voz los árboles, el viento, el agua límpida de las cumbres. Las mismas fieras se le acercaban mansamente, le obedecían, tomaban el alimento de su mano. Su bronceado rostro reflejaba el sosiego de las soledades vírgenes.

« Es natural -se dijo Elena - que confiara en él, casi sin titubeo, desde el primer instante. n Como un caballero de otros tiempos, había acudido a protegerlas de un grave peligro. La muchacha sintió un escalofrío al pensar en Snake Anson y en sus hombres, a quienes se había confiado la misión de raptarla. ¡Que pronto empezaban para ella las aventuras en el salvaje oeste! Su imaginación, estimulada por los vivos comentarios de Dale sobre la vida agreste, habíale hecho olvidar los riesgos que corrían. Pero lo cierto era que en tomo a Elena se había fraguado un temible plan; los bienes de Al Auchincloss despertaban la codicia de unos malvados que, para conseguir sus fines, no vacilaban ni ante el mismo crimen. ¿Qué hubiera ocurrido a no ser por la caballerosidad y la decisión de Milt Dale?

Tras unos momentos de silencio, Dale volvió a hablar de la áspera vida de los cazadores. Al conjuro de su voz surgía, en la angosta choza, todo el cortejo de las

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estaciones : los otoños de oro y púrpura, la blanca majestad de los inviernos, las claras flores de abril. En sus palabras palpitaba el misterio, la rudeza y la dulzura de las grandes soledades.

-Milt Dale, he perdido la apuesta -declaró Bo, con una seriedad impropia de sus pocos años.

-Me había olvidado de ella -dijo Dale-; ya ve usted, cuando la ocasión se presenta, como yo no tengo aquí ocasión de hablar sino conmigo mismo o con Tom; muchas veces, para no perder el hábito de la palabra, pienso en voz alta o me pongo a hablar con cualquier ser irracional o con cualquier objeto inanimado.

-Yo no me cansaría nunca de oírle -manifestó Bo. Habla usted con tal entusiasmo de la vida en los bosques que, a pesar de sus peligros, casi me gustaría ser cazador. Pasaría meses y meses sin ver a nadie. ¡Que delicia! Mis compañeros serían los árboles, el viento y las nubes. Estoy segura de que no me aburriría, aunque (he de confesarlo) no dejaría de pasar algún ratito de miedo.

-Olvida usted que me acompañan a menudo el puma y el osezno -dijo sonriendo Milt Dale.

-¿Lee usted? ¿Tiene usted algún libro? - preguntó Elena. -Sí, leo bastante bien, aun cuando apenas si sé escribir -respondió Dale-. He ido a

la escuela hasta la edad de quince años, pero los estudios no me han gustado nunca; a la lectura, en cambio, siempre he sido aficionado. Hace años que una antigua amiga mía, ve

cina de Pine, la viuda de Cass, me regaló una gran cantidad de libros. Me los traje aquí y me proporcionan ratos deliciosos. Cuando más leo es en invierno.

La conversación languideció después de esto y no tardó Dale en desear las buenas noches a las muchachas, retirándose a sus reales.

Elena continuó mirando hacia el lugar por donde se había marchado Dale cuando éste había ya desaparecido.

-Elena -le dijo Bo con voz intencionada-, te he llamado tres veces y no me has respondido. ¿Cuándo quieres que nos vayamos a dormir?

-¡Oh, estaba distraída! - fue la disculpa de Elena. -No me extraña que no me hayas oído -replicó Bo-. Elena, ¿quieres que te diga una

cosa? -Sí, dime -asintió Elena, sin comprender la intención de su hermana. -Pues sencillamente, que te estás enamorando del cazador. No sólo produjeron en Elena gran sorpresa estas palabras, sino verdadero enfado.

No encontrando vocablos con que expresar su indignación, la expresó en una mirada llena de enojo.

-No lo niegues, lo estoy viendo con mis propios ojos -insistió Bo con aplomo. -Bo, eres una loca, una romántica, una sentimental. No piensas ni dices más que

tonterías. Te figuras que la única finalidad de la vida es el amor. -Es cierto, Elena, fuera del amor no hay nada.

X Tan profundamente durmió Elena toda la noche, que al despertar apenas si podía

creer que habían transcurrido unas pocas horas. Bo se despertó mucho más animada, y con menos dolores en el cuerpo.

-Hoy has recuperado el buen color de tu cara-dijo a Elena-. Tus ojos brillan. ¡Qué

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mañana tan deliciosa! Es embriagador este aire tan sutil, perfumado con el aroma de las flores silvestres. Y, además, abre el apetito. Yo tengo unas ganas de comer horribles.

-Dale tendrá pronto necesidad de toda su experiencia y toda su destreza de cazador si tu voracidad continúa -dijo Elena esforzándose en evitar que el cabello le tapara la vista mientras se calzaba.

-Mira aquel perrazo, Elena. Ésta miro adonde su hermana le señalaba, y vio un perro de enorme tamaño, negro

y leonado, con orejas largas y caídas. La curiosidad le había llevado hasta muy cerca de la choza en donde se albergaban las dos hermanas, deteniéndose allí para mirarlas. Elevaba noblemente la cabeza; su mirada era oscura y triste. Era difícil predecir si sus intenciones eran buenas o malas.

-Hola, amiguito; acércate, que no hemos de hacerte ningún daño-le grito Bol deseosa de entrar en relaciones con aquel animal.

Esta salida hizo reír a Elena. -No hay otra como tú, Bo -le dijo-. En vez de estar asustada, eres tú la que

pretendes tranquilizar al animal. -¡Claro! No sé si es de Dale, aunque supongo que sí. Sin hacer caso de la amable invitación de la muchacha, el perro volvió grupas y

desapareció corriendo. Más tarde, Elena y Bo le volvieron a ver, tendido junto al fuego del campamento. Tan largas eran sus orejas que la mitad de ellas descansaban en el suelo.

-He enviado a Pedro, para que las despertara -fue el saludo de Dale-. ¿Han tenido ustedes miedo?

-¿Pedro? ¿Ése es su nombre? No; no me ha asustado. Elena es la que ha temblado un poco. ¡Es tan medrosa! -dijo Bo.

-Es un perro hermosísimo -añadió Elena, sin hacer caso de la charla de su hermanita-. Me gustan mucho los perros. Desearía que éste y yo fuéramos buenos amigos.

-Es un perro a la vez fiera y tímido. No le gusta permanecer en el campamento sin mí, cuando yo me ausento. Tom y él sienten grandes celos uno de otro. Tenía yo antes una jauría numerosa y he ido perdiendo todos los perros por culpa de Tom. El único que me queda es Pedro. Creo que por poco que se lo proponga logrará usted fácilmente hacer buenas migas con él. Pruébelo.

Los primeros ensayos de Elena para iniciar amistades con Pedro dieron bastante resultado; pero el perro era maduro, huraño, poco aficionado al trato humano. Su mirada profunda y melancólica parecía querer leer en el corazón de Elena.

-Parece inteligente -dijo Elena mientras le acariciaba las largas orejas. -Este anima¡ tiene casi alma humana -respondió Dale-. Venga y le explicaré,

mientras come, muchas cosas de Pedro, que le interesarán. Dale había recibido el perro de manos de un pastor mejicano siendo solo un

cachorro, y lo crió con cariño, consiguiendo que el animal, por su parte, se le aficionara de verdad. Al principio no se llevaba muy bien con los demás animales del cazador y Dale tuvo que tomar la determinación de confiarlo a un ranchero del valle. Al día siguiente, sin embargo, Pedro estaba de nuevo en su campamento. Desde aquel instante, Dale duplico los cuidados que hasta entonces había prodigado al can; pero continuaba con la idea de deshacerse de él por varias razones. Pedro era un perro demasiado fino para poder soportar con facilidad la ordalía de tener que buscar el alimento por sí solo la mitad del tiempo. Aquel otoño, Dale se había visto precisado a ir a Snowdrop, en donde había confiado Pedro a un amigo. Dale había ido luego a

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Show Down y Pine, y al campamento de los Beeman, habiendo perseguido con éstos a varios caballos salvajes durante varios centenares de millas hasta Nuevo Méjico. Las montañas estaban ya cubiertas de nieve cuando Dale volvió a su campamento. Y allí encontró a Pedro, escuálido y famélico, dando saltos de alegría al ver a su amo. Roy Beeman visito más tarde a Dale y le dijo que el amigo a quien éste había confiado el perro en Snowdrop no había sido capaz de retenerlo. El animal, después de romper una cadena, había saltado por encima de una cerca de tres metros de alto, para escapar. Siguió las huellas de Dale hasta Show Down, en donde uno de los amigos de Dale, al reconocer el perro, lo recogió con intención de guardarlo hasta el regreso del cazador. Pero Pedro se negó a probar alimentos. El amigo de Dale facturo entonces el animal para el campamento de los Beeman, aprovechando el paso de una carreta con carga para tal destino. Desde entonces Roy ya no podía asegurar lo que había hecho el perro; pero creía, lo mismo que Dale, que Pedro les había seguido en su caza de caballos salvajes. A la primavera siguiente, un pastor con quien Dale y Beeman habían pasado algunas horas en su camino a Nuevo Méjico, les dio algunas noticias más. Cuando Dale había partido de aquel campamento, llegó Pedro, y otro pastor robó al perro. Pero Pedro logró escapar.

-Y cuando volví a mi campamento, aquí me lo encontré -concluyó Dale sonriendo-. Desde entonces no he vuelto a querer desprenderme de él. Es el mejor perro que he visto en mi vida. Entiende todo lo que le digo y poco le falta para hablar. Cuando abandono el campamento sin llevarlo conmigo derrama verdaderas lágrimas.

-Todo esto es admirable -afirmó Bo-. A mí me gustan muchísimo los animales, pero prefiero los caballos a los perros.

Pedro, mientras tanto, bajaba la mirada y respiraba fuertemente, como si comprendiese que hablaban de él. Elena había oído contar mil anécdotas referentes al amor de los perros por sus amos; pero ninguna tan cautivadora como la que acababa de oír.

Poca simpatía había en las miradas que Tom dirigía a Pedro en aquellos momentos ; pero éste no se dignaba hacer caso. Sentado cerca de Bo, no esperaba sino que esta le echara algún hueso o alguna tajada.

-A mí me gusta mucho Tom -dijo Bo-, pero cuando estoy cerca de él no puedo menos de sentir cierto recelo.

-Los animales son tan caprichosos como las personas -manifestó Dale-. Sienten simpatías y antipatías. Por lo que he podido observar, aseguraría que Tom empieza a aficionarse a usted, mientras que Pedro se interesa por su hermana.

-¿Dónde está Bund? - preguntó Bo. -No sé; tal vez está durmiendo en algún rincón o paseando por las cercanías.

Ahora, cuando yo concluya mis tareas, ¿qué desearán que hagamos? -Montar a caballo-declaró Bo. -¿No le duele a usted el cuerpo? -Sí, pero no me importa. Cuando yo iba a caballo a la hacienda de mi tío, cerca de

Saint Joseph, siempre comprobé que el montar me curaba todos mis dolores. -Muy bien; montará usted puesto que es su gusto. ¿Y usted que desea hacer? -preguntó Dale volviéndose hacia Elena. -Yo descansaré, entreteniéndome a solas con mi pensamiento, mientras les veo a

ustedes. -Muy bien, que descanse usted un poco; pero después necesita la actividad. Haga

algo, lo que sea, lo que más le agrade; pero no esté ociosa. -¿Y por que no permanecer inactiva en este bello rincón del mundo? Aquí me

podría pasar las horas, los días enteros, sin hacer otra cosa más que pensar y soñar. -No lo haga. Años me ha costado a mí aprender lo malo de la inacción. Aún es la

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hora en que por poco que me abandonara no me costaría nada olvidar mis animales y mi trabajo, para entregarme a las dulzuras traidoras de la molicie y la inactividad.

-¿Hay, algo mejor que la vida puramente contemplativa? ¿Para qué ha creado Dios el cielo azul, los variadísimos y ricos colores del paisaje, el agua rumorosa, los barrancos, los picachos, las sierras, las nubes y los bosques sino para que nosotros nos extasiemos contemplándolos?

-Todas estas cosas son tan hermosas que por amor a ellas he abrazado yo la profesión de cazador.

-Por mi parte-repuso Elena-, el amor a la Naturaleza no me llevaría nunca a olvidarme de la misión que juzgo he de cumplir en el mundo civilizado.

Elena creyó advertir que Dale se estremecía ligeramente al oír estas palabras. -Los designios de la Providencia son impenetrables -dijo Dale-. La Naturaleza nos

atrae hacia la vida primitiva; al vencer en nosotros este impulso quizá podamos cumplir nuestra misión en el mundo mejor que si permanecemos en el mundo civilizado.

-¿Preferir yo la vida salvaje a la civilizada? ¡Eso nunca! -exclamó Elena Pero, suponiendo que yo renunciara a la vida civilizada, ¿qué finalidad tendría mi vida en las selvas?

-La misma que en los centros de civilización - aseveró Dale-. La principal misión de una mujer consiste en tener hijos. En todos los seres de la creación, la hembra no tiene otra finalidad que la de subvenir a la perpetuación de la especie. La Naturaleza no persigue, en sus múltiples evoluciones, sino un fin : el perfeccionamiento de todas las criaturas, siendo la verdadera perfección algo a lo que todo lo creado tiende constantemente, sin poder alcanzarlo jamás.

-¿Qué opina usted del desarrollo mental v moral del hombre? - preguntó Elena. -Inteligencia v corazón no son sino obstáculos cara el hombre, en orden al

mejoramiento de la especie. Este mejoramiento ha de conseguirse por medios exclusivamente fisiológicos. La Naturaleza excluye todo cuanto no sea físico. Lo único que importa a la Naturaleza es que todas las criaturas sean eternas, y fuertes en lo posible.

-Pero, ¿y el alma? -murmuró Elena. -Cuando usted pronuncia la palabra alma, y yo pronuncio la palabra vida, los dos

nos referimos a una sola y misma cosa. Ya hablaremos de estas cosas durante su permanencia aquí. Tiempo tendremos sobrado. He de poner algún orden en mis ideas.

-También yo - confesó Elena con una sonrisa de aquiescencia. Bo, a todo esto, no había hecho sino escuchar con la boca abierta. -Tú, Elena, necesitarías mil años para perder tus hábitos de mujer civilizada- dijo-,

pero a mí me bastaría una semana para convertirme en salvaje. -Tú ya lo eras antes de salir de Saint Joseph - arguyó Elena-. ¿No recuerdas que tu

maestra Barnes solía decir que eras mitad india, mitad pantera? ¡Aún me acuerdo del día en que te dio un punterazo!

-No me lo dio; quiso dármelo, que no es lo mismo; pero le falló el golpe, porque lo esquive a tiempo -replicó Bo-. Elena, te agradecería mucho no me recordaras las escenas de mi niñez.

-Eso sucedió no hace más de dos años -repuso Elena, sorprendida. -¿Y qué? Entonces era una niña, ya no lo soy. Te apuesto... Bo se interrumpió de repente y, meneando la cabeza, dio unas palmadas cariñosas

a Tom, y se escapó de prisa bordeando un precipicio. Elena la siguió sin apresurarse. -¿Sabes, Elena -le dijo Bo cuando la tuvo a su lado-, que este cazador echará por

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tierra todas tus teorías? -¡Quien sabe! Te confieso que impresionan mucho sus palabras- admitió Elena -.

Lo que más me sorprende es que a pesar de no tener ilustración habla y piensa mejor que muchos hombres de carrera.

-Hermana mía, es inútil que te obstines en negarlo: este hombre es sencillamente admirable. A su lado aprenderás muchas más cosas de las que has aprendido en tu vida. Yo no me cansaría de oírle. Así es como me gusta ilustrarme. Los libros de estudio no me han gustado nunca.

Poco después apareció Dale con algunas bridas en la mano y Pedro detrás de él. -Le recomiendo que monte usted el caballo que ya conoce -aconsejó a Bo. -Como usted guste; pero debo decirle que querría ir montándolos todos. -Ya los montará. Tengo un potro que le entusiasmará. Pero es muy nervioso. Cuando Dale se retiró, Pedro y Elena le siguieron con la mirada. -No te vayas, Pedro; quédate aquí conmigo -dijo Elena. Al oír Dale que Elena deseaba que el perro se quedara con ella, ordenó al animal

que no le siguiera. Obediente a las órdenes del cazador corrió Pedro a ponerse al lado de la muchacha, aun cuando mirándola con suspicacia, como si no estuviera seguro de sus intenciones. En su mirada brillaba, sin embargo, cierto sentimiento amistoso. Elena fue a acomodarse en el hueco de unas peñas, donde pensaba pasar algunas horas dejando correr libremente su imaginación y contemplando las bellezas del paisaje. Pedro se echó, hecho un ovillo, a sus pies. La alta figura de Dale pasó por el parque en dirección a los caballos. Un ciervo pacía tranquilamente entre ellos. Al husmear a Dale alzó la cabeza para contemplarle unos minutos, y después desapareció al galope tras la espesura. Unos cuantos caballos huyeron coceando al aire. Dale los llamó con un silbido que resonó agudo y vibrante en el aire.

-¡Oh! Mira cómo se escapan -exclamó Bo alegremente al lado de su hermana v echándose sobre la alfombra de pinochos secos, estirándose y desperezándose allí

como un gato perezoso. Sus movimientos retozones y graciosos tenían algo de los del felino. Se tendió cuan larga era y apoyó la cabeza en el suelo para mejor mirar las copas de los árboles.

-¿No sería estupendo -murmuró como hablando consigo misma-que el cowboy de Las Vegas se presentare aquí de pronto y en seguida un terremoto derribase las rocas y las montañas de modo que todas las salidas de este parque delicioso quedasen interceptadas y no pudiéramos salir nunca de estos parajes?

-Bo, ¿has pensado en lo que diría mamá si te oyera? -rezongó Elena. -Pero di, Elena, ¿no sería estupendo, magnífico? -Di más bien que sería terrible. -Nunca has tenido sentimientos románticos -dijo Bo-. Los terremotos son

frecuentes en estos lugares y es seguro que alguna vez habrá ocurrido algo parecido a lo que yo deseo.

-Sí, ya sé que yo soy un espíritu vulgar-protestó Elena ofendida en sus sentimientos.

-No te ofendas-repuso Bo-. Supón solamente que esto sucediera. Supón tan sólo que por cualquier causa imprevista nos quedáramos encerradas aquí las dos con Dale y el cowboy de Las Vegas, sin esperanzas de volver jamás al mundo civilizado. ¿Qué harías? ¿Te desesperarías hasta el punto de pensar en el suicidio, despeñándote por algún precipicio o dejándote morir de hambre? ¿O lucharías, por el contrario, para prolongar tu vida procurándote la mayor felicidad posible?

-El instinto de conservación es el primer estímulo de todo ser viviente -replicó Elena, sorprendida de la pregunta de su hermana-. Es claro que lucharía por vivir.

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-Claro está también que yo no desearía que sucediese lo que he dicho; pero si sucediera me regocijaría, lejos de entristecerme.

Mientras hablaban, Dale volvió con los caballos. -¿Sabe usted poner la brida a un caballo y ensillarlo? -preguntó. -No; aunque me da vergüenza, debo confesar que no sé. -Pues ahora es el momento de aprenderlo. Venga y mire cómo yo lo hago. Bo era todo ojos cuando Dale puso la cabezada a su caballo con un movimiento

rápido, ajustándola después con movimientos lentos y seguros e inmediatamente aca-rició el lomo del caballo, sacudió un poco la manta, y pasándola por el lomo, la puso en el lugar conveniente, mostrando a Bo su verdadera posición. Llevando luego la silla la colocó sobre el caballo, y apretó la cincha.

-Ahora pruebe usted -dijo. Según el criterio de Elena, Bo realizó aquellas operaciones tan bien como pudiera

hacerlo la más baquiana de las hijas del Oeste; pero Dale desaprobó con la cabeza obligando a la muchacha a repetir la operación.

-Ahora ya lo hace usted mejor -dijo-. Claro está que la silla es demasiado pesada para que usted la levante. Podrá usted aprender a ensillar con una silla menos pesada. Ahora pruebe usted de colocar nuevamente el bocado; no tenga usted miedo de que el caballo le muerda. Así, muy bien; ahora a montar.

Cuando Bo se colocó sobre el caballo, Dale volvió a desaprobar. -Ha montado usted pronto y ágilmente, pero sus movimientos no acaban de

gustarme. Míreme a mí. Bo tuvo que montar varias veces antes de que Dale se diera por satisfecho. Le

ordenó después alejarse a cierta distancia. Cuando Bo estuvo fuera del alcance de la voz, dijo a Elena

-Su hermana será pronto una insuperable caballista. Y montando a su vez, corrió tras ella. Al verlos Elena trotando y galopando por la verde hierba se arrepintió de no

haberles querido acompañar. Cuando Bo regresó junto a su hermana, estaba colorada, radiante, muy hermosa,

con las greñas cayéndole por encima de las sienes. ¡Cuánta vida había en su mi rada! Poco duró el descanso de Bo, pues pronto se marchó en busca de Bund para

jugar con él. Más tarde obligó a Elena a acompañarla a buscar flores. Después se quedó pronto profundamente dormida, de un modo que recordó a Elena

los pasados días de la niñez que no habían de volver jamás. Dale las llamó a comer a eso de las cuatro, cuando el sol coloreaba las crestas

occidentales. Elena apenas si podía creer que el sol se hubiese puesto ya. Las horas habían transcurrido rápidas, serenas, sin darle tiempo apenas vara pensar en su tío

o en aquellos malvados que intentaban apoderarse de ella. Indudablemente, a Dale se debía en gran parte la celeridad de las horas. A la hora de la comida su espíritu estaba más tranquilo que de costumbre y se dio perfecta cuenta de que no había esto pasado inadvertido para Dale, quien hizo todo lo que pudo por interesarla y distraerla, cosa que consiguió plenamente sin que ella, sin embargo, quisiera confesarlo y reconocerlo así. Para disimular el interés con que escuchaba a Dale se aparto de el, yendo a buscar la sombra junto a un pino. Bo se fue tras ella con manifiesto propósito de solazarse con el estado de ánimo de su hermana.

-¡Qué romántica te estás volviendo! Nunca durante toda su vida le habían parecido, en efecto, las estrellas más

hermosas y brillantes ni la luz crepuscular más misteriosa y poética con su acompañamiento de aullidos, murmullos, rugidos, rocas, árboles, sombras v demás

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elementos que constituían la mansión ordinaria de aquel hombre extraordinario de la selva.

A la mañana siguiente, recuperadas ya sus energías, Elena acompaño a Bo en sus prácticas de equitación. Pero Bo corría tan de prisa que a Elena le fue imposible seguirla. Dale, interesado y divertido al ver a la chiquilla tan animada, pero algo inquieto por lo que pudiera sucederle, estuvo casi todo el rato al costado de Bo. Elena tuvo que resignarse, por lo tanto. con la soledad. La mayor sorpresa en ella era el considerar lo pequeña que veía a su hermana. La nitidez de la atmósfera la engañaba; creíase que su hermana estaba cerca por lo fácilmente con que advertía los más mínimos detalles, mas debía de estar algo lejos a juzgar por el tamaño en comaración con la perspectiva de los demás objetos. Dale y Bo se le acercaron y su sorpresa no tuvo límites cuando Dale le dijo que el arroyo junto al cual habían cabalgado desaparecía bajo las rocas saliendo de nuevo al otro lado de las montañas. Algún día las llevaría a visitar el lago que formaba allí.

-¿Al otro lado de las montañas? -preguntó Elena, asombrada, recordando el vital interés que ellas tenían en estar ocultas-. ¿Podemos dejar nuestro escondite sin peligro?

-Más difícil es que nos descubran allí que aquí -replicó Dale-; el valle por aquel lado es accesible solamente desde aquella vertiente. No tengan ustedes miedo de que las encuentren. Ya les he dicho a ustedes que Roy Beeman vigila a Anson y a su partida, y si nuestros perseguidores se dirigen hacia aquí, Roy se adelantaría a damos la noticia.

Estas palabras tranquilizaron bastante a Elena; el temor, no obstante, no podía abandonarla por completo.

El día siguiente fue menos duro para Elena; la actividad, el descanso, la comida y el sueño tuvieron para ella una significación completamente nueva. Nunca hubiera sospechado que estas cosas pudieran proporcionar tanto placer. Cabalgó, paseo, trepo a algunas alturas, durmió unos ratos bajo los pinos, ayudo a Dale a encender el fuego, y cuando llego la noche no parecía la misma. Así paso el día sin sentir; y así transcurrieron del mismo modo varios días más. Era evidente que se iba acostum-brando de prisa a una situación que podía durar todavía semanas v aun meses.

Elena amaba la tarde más que ninguna otra parte del día. Encontraba la madrugada fresca y hermosa; la mañana aireada y fragante: el atardecer era rosado, el crepúsculo era bello v melancólico; la noche infinitamente dulce con sus estrellas, su silencio y su invitación al descanso y al sueño. Pero la tarde. cuando todo es serenidad, cuando nada cambia, cuando el día parece estabilizado, parecíale a Elena la Darte del día más deliciosa y encantadora.

Una tarde estaba sola en el campamento. Bo se había ido a montar y Dale había trepado a un picacho para ver si descubría alguna columna de humo o algún otro vestigio o alguna señal que le permitiera sospechar que alguien se acercaba. Bund no estaba por allí ni se veía tampoco a ninguno de los demás animales que componían la colección zoológica de Dale. Tom habría ido seguramente a colocarse sobre un peñasco a tomar el sol perezosamente, según la costumbre de todos los individuos de su especie. Pedro no se había dejado ver por allí desde más de veinticuatro horas, cosa que de momento había contrariado bastante a Elena. Ya tenía casi olvidado al animal cuando le vio aparecer renqueando.

-¿Qué te pasa, Pedro, has luchado? -preguntó-. Ven, acércate. El animal se le aproximó adelantando la mano derecha. Elena le examinó, advirtiendo con gran sorpresa que Pedro tenía clavada una valva

en la pata. La herida debía de ser evidentemente muy dolorosa. Elena tuvo que hacer

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uso de toda su fuerza para arrancar la valva. Pedro lanzó un aullido de dolor, pero inmediatamente demostró su agradecimiento lamiendo la mano de su bienhechora. Elena le lavó la herida y se la vendó.

Cuando Dale volvió al campamento, Elena le contó el incidente mostrándole la valva y preguntando de dónde había podido salir aquello.

-¿.Acaso hay moluscos en estas montañas? -Hubo una época en que estas montañas estaban balo el mar-aclaró Dale- He

encontrado cosas que la llenarían a usted de asombro. -¿Bajo el mar?-admiro Elena. Muchas veces había leído la explicación de los fenómenos geológicos que se

habían realizado en el mundo cambiando completamente la estructura de su super-ficie; pero una cosa era leer esto en los libros y otra muy distinta comprobarla, palmariamente, con la vista.

Dale siempre le estaba mostrando cosas nuevas o diciéndole algo que la instruyera y asombrara.

-Mire usted -le dijo un día-, ¿se ha fijado en aquel pequeño grupo de álamos temblones?

Crecían en un extremo de la selva, en un lugar en donde el bosque se perdía entre copas de piceas y álamos temblones.

El pequeño grupo de álamos temblones que Dale le señalaba no se diferenciaba de otros muchos que Elena había visto.

-No veo nada de particular en lo que me señala -confesó Elena- No veo sino un pequeño grupo de álamos temblones, muy pequeños algunos de ellos, otros aleo mayores; pero ninguno de ellos grande en realidad. Es bonito ver el extraño temblor de sus hojas, verdes y amarillas.

-¿No le da esto la idea de una lucha? -¿De una lucha? ¡No! De ningún modo -declaró Elena. -Pues aquí tiene uno de tantos ejemplos de lucha egoísta y cruel como abundan en

la selva -dijo Dale-. Sigame con su hermana y les demostraré que es verdad lo que les digo.

-Vamos, Elena -exclamó Bo con entusiasmo -; esto es muy interesante. -Un centenar podrán ustedes contar aquí -dijo Dale cuando llegaron al pequeño

grupo de álamos temblones-. Son, como ven, muy bonitos y están perfectamente sombreados por las piteas; pero recaben el sol en el momento de su salda y en el de la puesta. Todos estos árboles proceden de las mismas semillas; todos tienen la misma edad. Cuatro de ellos tienen una altura de unos tres metros o más, siendo su tronco del grosor de mi puño. Aquí tienen ustedes el mayor de todos, fíjense en su follaje; verán como se yergue por encima de los demás, pero no muy por encima de estos cuatro próximos a él. Todos estos álamos crecen muy cerca uno de otro; la mayoría de ellos no son más grandes que mi pulgar. Miren que pocas ramas tienen; ninguna de ellas está caída. Fíjense cuán escasas son sus hojas. ¿Ven ustedes como todas las ramas se dirigen 'al Este y al Oeste y como todas las hojas tienen también la misma dirección? Miren como la rama de un árbol se aparta del otro árbol; ésta es la lucha que los árboles sostienen en busca de la luz. Aquí hay uno, dos, tres árboles muertos. Miren debajo de ellos y verán pequeños árboles de dos metros escasos de altura, algunos de ellos ni siquiera tienen medro metro. Miren que pálidos, qué delgados, qué enfermizos están todos. ¡Reciben tan poca luz! Han nacido al mismo tiempo que los demás árboles; pero las condiciones en que se han desarrollado no han sido las mismas. La posición de cada uno de ellos da a unos ciertas ventajas sobre los demás.

Dale hizo dar a las muchachas la vuelta por el grupo de álamos, ilustrando sus

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palabras con ejemplos prácticos. -¿Ven ustedes? Es una lucha en busca del agua y de la luz, principalmente de la

luz; porque si las hojas pueden absorber el sol, el árbol criará siempre raíces sufi-cientes con las que pueda encontrar la humedad donde sea. La falta de luz es la muerte de los árboles. Estos pequeños álamos temblones sostienen una verdadera lucha para defender su puesto al sol. Es una lucha sin cuartel.

Se empujan unos a otros con la intención de sofocar y ahogar al compañero. Quizá de todos estos árboles que ven ustedes aquí, la mirad perecerán en beneficio de los que salgan triunfantes. Una estación dará la ventaja a un árbol y la estación siguiente la dará al otro. De esta manera unos árboles ostentan un predominio sobre los otros; este predominio, sin embargo, no siempre se puede conservar. El viento, la tempestad, un rival afortunado, dan a veces al traste las ventajas adquiridas por un árbol cualquiera. La lucha es, como ustedes ven, continua y sin tregua. Lo que les digo de estos álamos, lo digo también de todos los árboles y de todas las plantas del bosque. Lo más admirable, lo más maravilloso es la tenacidad de la vida.

Al día siguiente Dale les demostró un ejemplo todavía más misterioso de la Naturaleza. Las llevó a caballo a una de las verdes vertientes de la montaña, llamando su atención sobre los diferentes crecimientos de los árboles en las distintas latitudes de la montaña hasta llegar a un punto en donde la vegetación era escasa y enana. En el límite de la línea de verdura les enseñó una picea desmedrada y reducida con casi todas sus ramas desnudas, dirigidas hacia un mismo lado. Era un árbol verdadera-mente escuálido. Estaba solo, aislado. Apenas si había una mancha de verdura cerca de él. Pero era un árbol vivo y fuerte; ningún rival le quitaba parte del sol y de la humedad que le correspondía. No tenía más enemigos que la nieve y el viento frío de las alturas.

Todo aquello que Dale decía era tan maravilloso y tan misterioso como terrible, y en aquel momento Elena sentía en su corazón el terror y la alegría de vivir. Aquellos extraños fenómenos que Dale ponía ante sus ojos habían de contribuir enormemente a transformar su carácter, y aun cuando las lecciones que acababa de recibir fueran dolorosas, Elena las agradecía.

XI Te montaré aunque me descrisme - aseveró Bo enseñando el puño a la jaca torda. Dale permaneció junto a ella con alegre sonrisa dibujada en su cara. Elena estaba

no muy lejos presenciando la escena con tanto temor y sobresalto que no tuvo fuerzas para gritar a su hermana que desistiera de su empeño. La hermosa jaca era de finos remos, muy ágiles y dispuestos para la carrera; sus crines eran largas y oscuras; su cabeza era una preciosidad. Tenía una manta atada en el lomo; pero no estaba ensillada. Bo la aguantaba por el ronzal. Su blusa, descotada, estaba cubierta de motas y hierbecillas. Su cabello le caía por las mejillas lacio y desordenado. Una de sus mejillas estaba manchada de tierra, y acaso también de sangre. La otra estaba pálida y roja. Sus ojos brillaban. De sus cejas goteaba el sudor mientras tiraba del ronzal de la jaca para que no se le escapara.

Bo estaba furiosa por no haber salido victoriosa en su empeño de montar la más nerviosa jaca de Dale. El animal no tenía resabios, ni malas intenciones, pero era san-guíneo, asombradizo, exuberante de vida y bríos, y había lanzado varias veces por tierra a la muchacha. Por fortuna Bo había caído siempre sobre los helechos y la hier-

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ba, como sobre un colchón. Dale no había puesto a la jaca ni brida ni bocado, no estando acostumbrado a ellos el fogoso animal; pero esto, si bien ofrecía el inconve-niente de no permitir dominar al caballo, presentaba la ventaja de hacer que las caídas fueran menos peligrosas. Bo comenzó por halagar con la mano a la jaca, a la que llamó varias veces con el nombre de Pony. Pony se dejó montar con facilidad; pero apenas Bo estuvo sobre sus lomos, comenzó a dar saltos y brincos hasta desmontarla. Al principio la brava muchacha resistió las sacudidas con orgullo; pero pronto empezó a borrarse de sus labios la sonrisa que daba expresión de osadía y satisfacción a su cara. Se olvidó de que la miraban y concluyó por no pensar sino en el modo de evitar que el caballo la venciese.

-Sujételo bien -le aconsejó Dale al verla luchar denodadamente con el embravecido animal.

Bo pesaba poco, pero tenía bastante fuerza, y tirando con ánimo del ronzal consiguió sujetarle.

-Ahora, aguante fuerte y acorte la cuerda -gritó Dale-. Procure no asustarle. Háblele. Dígale que va a montarle. En cuanto se aquiete un poco agárrese bien a su crin, y sáltele encima. Pásele luego los talones bajo

el vientre, apriétele bien con las piernas, y manténgase firme. Un escalofrío de alarma y zozobra recorrió el cuerpo de Elena, cuando Bo, ágil y

valerosa, se colocó de un salto sobre el lomo del sanguíneo animal. Pony agachó la cabeza y comenzó a dar saltos de carnero. Esta vez, sin embargo, Bo resistió magníficamente todos los embates.

-Bien, bien; muy bien -jadeó Dale-. Apriétele sin piedad con las rodillas. Rodéele la cabeza con el ronzal. Así. Un poco más de energía y el triunfo es seguro.

La jaca pasó junto a Elena y Dale dando terribles botes, y lanzando con sus violentas patadas la hierba y la tierra por el aire.

Varias veces consiguió despegar de su lomo a la muchacha, pero Bo volvía a caer sobre el y agarrándose fuertemente con las rodillas salía triunfante de los embates. Dale respondía con júbilo a los victoriosos gritos de Bo. Pero tras algunos botes más la jaca dio un traspié y cayó lanzando a Bo a gran distancia por encima de sus orejas. Por fortuna, la muchacha fue a parar encima de unos arbustos que amortiguaron sensiblemente la violencia de la caída.

Elena lanzó un grito y corrió hacia su hermana. Bo estaba de rodillas en el suelo cuando Dale llegó al lugar del accidente. La ayudó a levantarse y a salir del sitio en donde había caído, que era un lodazal. Bo estaba hecha una lástima. De la cabeza a los pies aparecía cubierta de barro.

-¿Te has hecho mucho daño? -le preguntó Elena. Evidentemente la boca de Bo estaba llena de barro, porque fue con grandes fatigas

que pudo contestar. -¿Daño? No; no ha sido gran cosa. Pero ya lo has visto, no ha sido Pony el que me

ha tirado. Los dos hemos ido por tierra. Esta vez he sabido resistir todos sus botes. -Es verdad, le ha montado usted admirablementecorroboró Dale-. Por suerte el

fango y las matas han amortiguado la violencia de la caída. -Sí, pero ni veo, ni puedo respirar. Tengo boca, nariz y ojos cubiertos de barro. Mi

lindo traje de montar, que era nuevo, también está sucio y manchado. Bo decía esto con voz compungida, casi próxima a !llorar. Elena, al ver que su

hermana había salido ilesa del percance, empezó a reír. Bo era para ella en aquel momento la cosa más graciosa que había visto en su vida.

-¿Te estás riendo de mí, Elena? -preguntó Bo con enojo e indignación. -¿Riéndome? No, no me río. ¿No ves que sólo...?

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-¿Cómo puedo ver nada, si mis ojos tienen una capa de barro que no se quiere desprender? No te veo; pero te oigo y no me gusta que te rías.

Dale se reía también, pero sin hacer ruido, por cuya razón Bo no pudo enterarse. A todas éstas llegaron al campamento y Dale procedió a quitar el barro de la cara de Bo, con una toalla húmeda. No obstante eso, Bo quiso darse unos buenos chapuzones en el agua y, frotándose bien con las manos, consiguió verse libre al fin del barro que le cubría la cara y le tenía el cabello hecho una masa.

-No me he descrismado; pero el traje ya no vale nada. Ya arreglaré yo las cuentas a ese caballo. Ahora déme usted la toalla. ¡Ah! ¿Pero también se ríe usted de mí, Milt Dale?

-Yo, no; de ninguna manera-protestó Dale apretándose los costados para no reventar de risa.

Bo miró al cazador con la misma indignación que a su hermana. -Supongo que aunque la jaca me hubiese coceado y aplastado, reirían ustedes de la

misma manera - dijo -. Lo que más siento es el traje. Ya tienen razón en reírse. Debo de estar hecha una facha. Elena, ya has visto que he salido victoriosa. He montado a esa jaca brava. Sí, sí; he sabido montarla. Ya me gustará verte a ti probándolo. Ríete lo que quieras, porque la cosa no es para menos; pero si te quieres reconciliar conmigo, has de ayudarme a limpiar el traje.

Algo avanzada la noche, Elena oyó como Dale llamaba a Pedro, lo que no pudo menos de alarmarle. Nada sucedió, sin embargo, y no tardó en conciliar nuevamente el sueño. A la mañana siguiente Dale explicó, mientras comían, lo sucedido.

-Pedro y Tom estaban inquietos esta noche. Su nerviosidad me indica que deben andar algunos felinos por aquí. Yo mismo oí el quejido de uno de ellos.

-¿El quejido? -Sí; si ustedes oyeran alguna vez el quejido de un puma lo confundirían con el de

una mujer en la agonía. El quejido del jaguar es la cosa más tétrica y espeluznante que pueda oírse en la noche. El aullido del lobo es lúgubre, terrible y melancólico; pero el quejido del jaguar es más desesperado, más semejante a un grito humano, más terrorífico y desolador. Vamos a ensillar los caballos para recorrer estos contornos. Quizá Pedro descubra algún puma encaramado en algún árbol. En este caso, Bo, ¿tiraría usted sobre la fiera?

-¡Claro que sí! -afirmó Bo con la boca llena. Terminada la comida efectuaron una detenida exploración por los alrededores. Aun

cuando ascendieron a varias alturas no subieron a ninguna desde la que pudieran divisar las inmensidades del otro lado de la cordillera. Dale las obligó a subir y bajar varias veces hasta llegar a una elevación desde la cual la vista dominaba varios bosques y no pocos riachuelos que lucían a la luz del sol la línea tortuosa y plateada de su largo curso.

Dale tuvo que llamar varias veces a Pedro, porque el animal, excitado con la emoción de la caza, se alejaba más de lo justo.

-Aquí tienen ustedes una antigua víctima -dijo Dale señalando algunos huesos diseminados bajo una picea.

-¿De qué animal son estos huesos? -preguntó Bo. -De ciervo. No cabe duda. Ha debido morir devorado por un puma el último otoño.

El cráneo está partido; pero no puedo asegurar que esto sea obra del puma. Elena se estremeció pensando en el ciervo domesticado que había visto en el

campamento. Continuaron la exploración por parajes cada vez más abruptos y agrestes. De

pronto Elena oyó ladrar a Pedro por vez primera. El animal tenía el pelo del cuello eri-

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zado y fueron precisas varias llamadas de Dale para que no se lanzara furiosamente hacia el lugar objeto de su alarma. Dale se apeo del caballo.

-Aquí, Pedro; no te muevas -ordenó-. No tardaré en dejarte avanzar; pero de momento quiero que te estés quieto. Señoritas, van a ver algo que les sorprenderá; pero por ahora no se muevan de sus caballos.

Dale se adelantó solo, no tardando en hacer signo a las muchachas para que fueran a reunirse con él a una pequeña elevación en donde se había detenido.

-Fíjense como la hierba está aplastada aquí -dijo señalando el suelo- Aquí ha habido esta mañana un felino al acecho. Ahora vamos a ver si podemos seguirle la pista.

Dale se puso a estudiar el suelo seguido de Pedro. Se irguió, de pronto, con los ojos centelleantes y dijo.

-Aquí es donde el felino dio el salto. Elena no pudo advertir, por más que miró, las señales en que el cazador pudiera

fundar su afirmación. El hombre del bosque dio un largo paso, y luego otro. -Y aquí es donde el felino cayó sobre los lomos del ciervo -dijo-. Fíjense en las

huellas profundas que han dejado en el suelo las pezuñas del animal. Ha sido un salto enorme.

Dale aparto con las manos la hierba para mostrar la tierra violentamente removida por las pezuñas del desesperado ciervo.

-Síganme -dijo Dale apresurando el paso -. Pronto veremos algo nuevo. Aquí es donde el ciervo cayó al saltar llevando en la espalda al enorme felino.

-¿Es posible? -exclamó Bo, incrédula. -No lo dude. El ciervo galopo con el felino a cuestas. Voy a demostrárselo.

Síganme. Es una pista fácil. Tú, Pedro, no te muevas de mi lado. Dale anduvo algunos pasos llevando a su caballo de la brida, y volviéndose a las

muchachas, señalo el suelo y les dijo: -Miren; esto es pelo. Elena vio entonces algunas vedijas de pelo leonado esparcidas por el suelo y creyó

advertir además en la hierba ciertas señales de haber pasado algún animal por allí. De repente Dale se detuvo. Cuando Elena le alcanzó, Bo estaba ya con él mirando el suelo en un sitio donde la hierba aparecía bastante aplastada. Incluso la mirada inexperta de Elena pudo descubrir indicios claros y evidentes de lucha. Entre la hierba hollada abundaban las vedijas de pelo gris. Elena no hubiera querido ver más, pero Dale señaló una mancha de sangre y dijo:

-El felino mato al ciervo aquí, probablemente desnucándole. El ciervo pudo correr, como ustedes ven, unos cien metros con la fiera sobre sus lomos. El paso

del ciervo, con su enorme carga encima, está bien marcado. Pronto veremos los restos palpitantes del animal devorado no hace aún muchos minutos.

-¿Como puede asegurar esto?-pregunto Bo. -Mire usted la hierba. Todavía está algo tronchada, pero ya comienza a enderezar

sus tallos. Dale volvió a pararse bajo una picea de ramas bajas y largas. Elena no pudo ver a

Pedro sin pavor, tan claras y evidentes muestras daba este animal de estar preparado para la lucha. Llena de miedo volvió la muchacha la mirada al sitio que le indicaba Dale, esperando ver a la fiera. Pero lo que vio fue un ciervo en el suelo con la lengua fuera, los ojos vidriosos y el pelo manchado de sangre.

-El felino se ha marchado al descubrir nuestra proximidad -explicó Dale, agachándose para alzar la cabeza del ciervo-. Todavía está caliente el animal. ¿Lo ven? Ya lo decía yo, ha muerto desnucado. Fíjense en los desgarros causados por las

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zarpas y los dientes del felino. No vayan ustedes a desmayarse; esto no es sino un in-cidente normal en la vida cotidiana de la selva. Miren, el felino ha despellejado al ciervo con tanta seguridad como hubiera podido hacerlo yo mismo. Empezaba a devorarlo cuando nos ha oído y se ha marchado.

-¡Qué espectáculo más horripilante! ¡No puedo verlo! -exclamó Elena. -Es la ley de la Naturaleza- afirmo simplemente Dale. -Vamos a matar a la fiera-propuso Bu. Por toda respuesta Dale apretó las cinchas a los caballos y, montando, dio orden a

Pedro de aprestarse a la caza. El perro se lanzo como una flecha hacia la espesura. -Síganme sin separarse mucho de mí -aconsejó el cazador al iniciar la marcha. Pedro corría en línea recta husmeando el aire. Dale le seguía a poca distancia. Aun

cuando Elena montaba uno de los mejores caballos de Dale, no tardo en quedar algo rezagada; tal era la celeridad de los otros. El bosque no era tan tupido que opusiera serias dificultades al avance. El caballo de Bo corría casi con la misma rapidez con que hubiera podido hacerlo en terreno despejado. Asustada Elena al verlo, recomendó a gritos a su hermana

la moderación y la prudencia. En la selva sonaban de cuando en cuando, claros y vibrantes, los gritos que Dale daba para ayudar a las muchachas a que le siguieran. El caballo de Elena fue calentándose y pronto se puso a competir en rapidez con el de Bo. La misma Elena fue sintiendo, mal que le pesara, el fuego y el entusiasmo de la caza. Pero la prudencia, natural en ella, no le permitía olvidar ni un momento las recomendaciones de Dale. Procuraba evitar cuidadosamente las ramas y los troncos. No obstante, recibió algunos golpes y encontrones. Una vez medio se desmonto de la silla, pero pudo agarrarse a tiempo y evito la caída. Otra vez una rama traidora le dio en plena cara un golpazo que la dejo medio aturdida. Bo estuvo varias veces a punto de romperse la cabeza contra un árbol. Elena perdió de vista a Pedro y a Dale. Cuando empezaba a perder asimismo de vista a su hermana, comprendió que había mayores peligros en quedar rezagada que en galopar velozmente y acelero la carrera de su caballo. Los gritos de Dale menudeaban. No dejaba de ser emocionante tener que ayudarse del oído, para seguirle, más bien que de la vista. El viento y la maleza azotaban la cara y el cuerpo de la muchacha. El aire estaba deliciosamente saturado de olor de pino. Elena oyó unos alaridos tan salvajes que dio por seguro que Pedro había encontrado a la fiera. Inmediatamente espoleo con nuevo brío a su caballo.

No tardo en tener que volver a contenerlo. Los troncos y árboles caídos que había por el suelo le obligaron a moderar la marcha. Vio a Dale a lo lejos remontando una pendiente. En la selva resonaban continuamente los gritos del cazador. En Elena volvió a tomar incremento el interés cinegético. Vio a Bo galopando a su derecha. Los gritos de Dale procedían también de aquella dirección.

Cuando el caballo llego a una parte del terreno más despejada se puso a correr tan velozmente que Elena se hubiera puesto a gritar entre asustada y complacida a no haber sido porque le falto aliento para ello. Tuvo la mala suerte de pasar luego por un suelo más blando donde se hundieron las patas del caballo. Éste se arrodillo v Elena salió despedida por las orejas. Unos sauces llorones y la alta y abundante hierba amortiguaron la violencia de la caída. Ella misma quedo maravillada de ver la presteza con que se levanto sin daño alguno, volviendo luego a montar inmediatamente. Con orgullo consideraba el accidente, pensando contárselo a Bo en cuanto la alcanzara, pero en aquel mismo momento Bo desapareció de su vista detrás de la espesura. Allí se dirigió Elena a toda prisa quebrando ramas y hollando malezas. Por fin vio a Bo cabalgar entre pinos y piceas. En aquel momento oyó el grito de Dale muy próximo a ella. No tardo en verle pie a tierra bajo un pino con Pedro cerca de el

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apoyando las patas delanteras en el tronco del árbol. Agazapado en la copa de este árbol había un puma del tamaño v contextura de Tom.

El caballo de Bo modero su marcha, presa sin duda de temor y alarma, pero continuó avanzando hasta juntarse con el caballo de Dale. Pero el de Elena se negó a dar un paso más ; gracias a que pudo contenerle y evitar que se le marchara. Echo pie a tierra la muchacha y atando al caballo a un árbol se fue por su propio pie, jadeante y emocionada, a reunirse con su hermana y Dale.

-Te estás volviendo muy intrépida -le dijo Bo en cuanto pudo hablarle. -Las dos se están ustedes portando admirablemente -dijo Dale-. Me hubiera

gustado que hubiesen visto ustedes al puma en el momento de trepar al árbol. Pedro estuvo a punto de mordisquearle la cola. Yo me llevé un sobresalto, porque si llega a agarrarla, el puma le hubiera matado. Aquí tienen ustedes al animal que ha matado al ciervo; es un macho de gran tamaño.

Al decir esto, Dale cogió el fusil entre las manos y miro a Bo como esperando que ésta le dijera algo, pero Bo tenía toda su atención puesta en el puma.

- ¡Que animal más hermoso! -dijo-. Es igual que un gato grande ; se agarra a las ramas como si tuviera miedo de caer del árbol.

-Indudablemente teme la caída, porque los pumas no saben aguantar el equilibrio ; si se sostienen, es gracias a sus uñas y a la fuerza con que se agarran a la madera.

A Elena le pareció que el puma estaba allí muy seguro. Admiraba su cuerpo alargado y rollizo, esbelto y leonado. Sacaba la lengua en demostración del esfuerzo que

había tenido que hacer para trepar hasta la copa del árbol. Lo que más llamó la atención de Elena fue las miradas recelosas que el puma

dirigía a Pedro. Era evidente que la fiera comprendía el peligro en que se hallaba. Ele-na no hubiera querido -ver por nada del mundo como mataban al puma; no se decidió, sin embargo, a rogar a su hermana que no disparara.

-Veamos su puntería-dijo Dale a la jovencita ofreciéndole el fusil. Bo miro con tímida sonrisa a Dale. -He cambiado de opinión -le dijo-; quería matar al puma, pero ya he desistido de

mi intento. Dale demostró su aquiescencia con una sonrisa de aprobación que le conquistó la

simpatía de Elena. Volviendo a poner el fusil en la funda montó de nuevo a caballo, llamando en seguida a Pedro.

-Bueno, de todos modos hemos obligado al puma a encaramarse al árbol y eso nos ha divertido. Ahora volveremos, al lugar en donde ha quedado el ciervo que ha matado y nos proveeremos de carne para nuestro propio uso.

-¿Volverá luego el puma a acabar de devorarlo?pregunto Bo. -Indudablemente; aun cuando le persiguiéramos veinte veces, veinte veces volvería

luego adonde había quedado su víctima. Los pumas no matan nunca sin necesidad. Elena al oír esto hizo a Dale una porción de preguntas que el cazador contesto

diciéndole -Ustedes, señoritas, no conocen la vida de la selva. Cuando fueron creados los

ciervos tuvieron que ser creados también los pumas. La existencia de los unos depen-de de la de los otros. Los lobos no sienten una preferencia expresa por la carne de ciervo; matan a los alces y a todos los animales que caen a su alcance, lo mismo que los pumas, pero éstos siguen con preferencia los ciervos. En donde no hay venados no hay pumas. Si no hubiera pumas, los ciervos se multiplicarían con tanta rapidez que en pocos años habría centenares de ellos en donde ahora no hay sino uno, y andando el tiempo, generación tras generación, acabarían por perder el temor, el alerta, la

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rapidez y la fuerza que constituyen en ellos el amor a la vida. Perdidas todas estas cualidades acabarían por degenerar de tal modo que las enfermedades acabarían con ellos. De vez en cuando quedan diezmados por epidemias que contribuyen con las fieras a impedir su excesiva multiplicación. A causa de los pumas, los ciervos conservan a través de las generaciones las cualidades que permiten a la especie no sólo perdurar, sino evolucionar lentamente en el sentido de la perfección. Es la ley de la Naturaleza. En la Naturaleza hay siempre un equilibrio perfecto entre todas sus criaturas. Este equilibrio puede oscilar algo en el transcurso de algunos años, pero a la larga se restablece de nuevo de un modo firme y positivo.

-Es asombroso todo eso que usted nos dice -exclamó Bo con su acostumbrada ingenuidad-. Me alegro ahora de no haber matado al puma.

-Pues lo que me dice me causa verdadero sentimiento -dijo Elena-, comprendo lo inevitable que es la ley dolorosa que usted acaba de exponernos, pero preferiría ignorar estas leyes tan crueles de la Naturaleza, este equilibrio tan triste.

-¿Por que ignorarlas? -preguntó Dale-. Bien le gustan a usted los pájaros y, sin embargo, los pájaros son las criaturas más crueles y sanguinarias de la creación.

-No me lo diga. No me lo demuestre -imploró Elena-. No puedo pensar en el dolor de las criaturas ; soy capaz de soportarlo yo misma, pero la conmiseración que suscita en mí el dolor ajeno me anonada.

-Mire usted -replicó Dale-, cuando un hombre ha vivido solo muchos años en la selva ha ten'_ do tiempo y lugar suficientes para pensar despacio muchas cosas.

-Tampoco podría yo pensar en el dolor de los demás, pero ahora la ley indeclinable del dolor general tiene para mí una nueva significación.

Por la noche, cuando sentados junto al fuego descansaban de las fatigas del día, Dale preguntó a las muchachas qué pensaban de las emociones habidas.

-Uno de los días más estupendos de mi vida -declaró Bo. -¿Por qué?-preguntó Dale- Usted es una señorita acostumbrada a las comodidades

del hogar, a la seguridad que ofrece la organización de los pueblos civilizados y al bienestar. ¿Cómo puede disfrutar con los peligros y las incomodidades?

-Quizá precisamente porque estoy acostumbrada a cosa muy distinta. No sabría explicármelo yo misma: me ha gustado el movimiento del caballo, la sensación del viento, el olor de los vinos, la vista de los bosques de los árboles caídos, de las rocas y de las oscuras sombras proyectadas por las piceas. Mi corazón palpitaba con fuerza a causa de la emoción y mi sangre ardía en mis venas. Mis dientes castañeteaban. El corazón se me detenía a veces privándome del aliento en los momentos de mayor peligro, pero en seguida se ponía a latir con más fuerza.

-Usted habla tal como hubiera podido hacerlo yo mismo -dijo Dale-; lo que me extraña, porque usted y o nos hemos criado en medios muy distintos. Y usted, Elena, ¿qué dice de la jornada de hoy?

-Si le han halagado las palabras de mi hermanacontestó Elena-, yo no podría ser sincera sin herir sus sentimientos. El hecho de no haber querido Bo matar al puma me ha causado más placer que nada en el resto del día. En todo lo que ha dicho Bo no veo sino razones de orden puramente físico. Recuerde usted, Dale, lo que nos dijo respecto al elemento físico de la vida. Al oír 'a mi hermana diríase que no es sino una hembra joven, salvare y sensible de la especie. El entusiasmo que ha suscitado en ella la cacería es muy parecido al que hubiera sentido una india. Bo ha odiado siempre el estudio. La cacería de hoy ha sido una revelación para mí. Muchas de las sensaciones que he sentido se parecen a las que Bo dice haber experimentado, aunque las mías han pido menos intensas porque las he sofocado con mi razón y mi cansancio. Había en mí dos naturalezas : una, que me ha sorprendido por su violencia y su irresistibilídad;

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era como si un insospechado aspecto de mi personalidad surgiera súbitamente dentro de mí diciéndome: aquí estoy, aquí estoy yo; no olvides que en adelante tendrás que contar siempre conmigo. Una vez el caballo cayó y me arrojó al suelo. No se alarme usted: ha sido una caída con suerte, porque gracias a la blandura del terreno salí ilesa. Pero mientras iba por el aire pensé que aquel instante había de ser el último de mi vida. Muchas de las cosas que he pasado y sentido hoy se parecen mucho a las que me han hecho pensar y sentir mis estudios y lecturas; pero la realidad y la acción han sido causa de que las sintiera con más intensidad.

Dale escuchaba sopesando gravemente las palabras de Elena, y cuando ésta terminó de hablar cogió una estaca para revolver las cenizas del fuego. Su cara no expresaba la menor emoción; sus rasgos impasibles y serenos no se habían alterado en nada; pero a Elena le pareció leer en la mirada de aquel hombre cierta tristeza, cierto anhelo vago e indefinido, cierto temor y melancolía. Ella había hablado como lo había hecho sólo porque tenía curiosidad de oír lo que el cazador contestaría.

-Creo haberla entendido perfectamente -contestó Dale-, aun cuando confieso que lo que acaba de servirme es un plato demasiado fuerte para mi corta inteligencia. He leído varios libros, pero en ninguno de ellos he encontrado palabras tan sugerentes como las que acaba de pronunciar. Lo que yo concluyo de todo esto es que usted tiene la misma sangre de Bo, y que la sangre es más fuerte que el cerebro. La sangre es vida, y le convendría dar rienda suelta a sus instintos como hace su hermanita. Su sangre de usted hizo esto hace mil años o diez mil años, antes de que naciera la inteligencia en sus antecesores. El instinto no es tal vez superior a la razón, pero es más antiguo. Hoy su cabeza estaba llena de pensamientos demasiado coercitivos. Usted no ha sabido olvidarse de sí misma; no ha sabido entregarse por completo a la sensación y al instinto como lo hace Bo. No ha sabido ser sincera con su propia naturaleza.

-No estoy conforme -replicó Elena- Yo no necesito convertirme en una india para ser leal a mí misma.

-Sí, es necesario -insistió Dale. -Nunca podría ser una india - declaró Elena categóricamente-. Yo no podría dejar

nunca el sentimiento sin la restricción de la idea y la razón como usted dice que ha hecho Bo. ¿De que servirían todos mis estudios si no tuviera yo dominio de mis sentimientos primitivos y de mis instintos?

-Usted perderá este dominio que ahora cree tener sobre su naturaleza cuando llegue el momento -respondió Dale-. La educación que tiene y sus estudios la han apartado considerablemente de su propia naturaleza, pero los instintos naturales están latentes dentro de usted y surgirán con incontrastable fuerza cuando deban surgir.

-No, aun cuando yo viva cien años en el Oeste -aseguró Elena. Aquí Bo soltó la carcajada. -¿Sabes lo que dices, hermana? -Insisto -añadió Elena- en que nunca perderé los sentimientos que ha sembrado en

mi alma la civilización. Lo digo porque me conozco. -Cree conocerse, pero se equivoca; se desconoce en absoluto. Usted ha recibido

una educación esmerada, eso es verdad, pero ignora lo que es la Naturaleza y la vida, las dos supremas realidades. ¿Quiere contestarme sinceramente?

-Sí, aun cuando me hace a veces preguntas muy difíciles de contestar. -¿Ha estado alguna vez a punto de morir de hambre? -No-respondió Elena. -¿Se ha extraviado usted en los bosques alguna vez? -No.

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-¿Ha visto alguna vez la muerte de cerca, amenazadora, terrible? -Tampoco. -¿Ha sentido alguna vez impulsos fieros e irresistibles de matar a alguien con sus

propias manos? -¡Oh, por Dios, vaya una pregunta! No, claro está que no. -Otra pregunta, aun cuando ya se lo que me va a contestar. ¿Ha amado alguna vez a

algún hombre tan intensamente que para usted la vida no haya tenido ya ninguna significación sin el?

-No, gracias a Dios -contestó Elena. -En este caso usted ni siquiera presume lo que es la vida - fue la conclusión a que

llegó Dale. -¿Y usted ha experimentado todas estas cosas? -preguntó Elena después de unos

minutos de silencio, y sin querer darse por vencida. -Todas menos la última. El amor no ha anidado nunca en mi pecho. ¿Cómo habría

sido esto posible en medio de la soledad en que vivo? Además ninguna muchacha me querría. Mi experiencia en cuestiones de amor es nula. De todos modos entiendo lo que es el amor por comparación con los demás sentimientos que hay en mí.

Elena escuchaba al cazador maravillada de su ingenuidad. Mientras él hablaba tenía la mirada fija en el fuego, como si quisiera leer en el los

sentimientos que el hombre no puede penetrar. Acababa de decir que ninguna mujer le amaría y ella veía que aquel hombre rústico v extraordinario sabía menos del corazón de las mujeres que de la vida y los misterios de la selva.

-Usted ha declarado -dijo Elena- que yo no me conozco y que llegará un día en que yo no tendré ningún dominio sobre mis instintos, y yo sostengo que en ambas cosas se equivoca.

-Ya veremos cuando pase por alguno de los grandes trances de la vida -prosiguió él.

-¿.Cuáles son esos trances -Ya se los he enumerado a usted. Con las preguntas que le he hecho, comprenderá

lo que puede sucederle algún día. -Yo no he de verme nunca probablemente en ninguno de esos trances-objetó Elena. -Sí, hermana, sí -intervino Bo-, especialmente en el último. Día llegará en que tú

amarás locamente. Ni Elena ni Dale dieron muestras de haber oído la interrupción. -Pongamos un ejemplo- dijo Dale- Aquí yo soy el hombre que representa la

Naturaleza física e instintiva, la vida salvaje, y usted es la mujer compleja e intelec-tual. No olvide que está en una selva y supóngase que las circunstancias le obligaran por cualquier causa a permanecer aquí toda la vida. Usted lucharía con los elementos para vivir y como ni uno ni otro tendríamos más trato que el de nuestra recíproca compañía, uno u otro acabaría por cambiar sufriendo la influencia del carácter más fuerte. ¿No cree que habría de ser usted la que cambiaría al fin? No a causa de mi superioridad, porque en realidad yo soy muy inferior a usted, sino a causa de las circunstancias. Usted acabaría por perder su complejidad y transcurridos algunos años volvería a su estado natural de mujer meramente física e instintiva.

-¡Oh Dios mío! -exclamó Elena, desolada-. ¿Es éste el destino de todas las mujeres del Oeste?

-De ningún modo -contestó Dale- Lo que el Oeste necesita son mujeres que puedan criar y educar a sus

hijos porque la instrucción y la cultura han de extenderse en el Oeste gracias a ellas. Usted no me ha entendido bien, veo que no soy capaz de expresarme como yo

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deseo. Lo único que le digo es esto : que tarde o temprano llegará el día en que usted se olvide de sí misma, vencida por sus instintos naturales.

-Yo creo que Dale tiene razón -dijo Bo seriamente-. Te parecerá extraño, pero te aseguro que yo le entiendo mejor que tú. Nosotras hemos vivido demasiado tiempo en las ciudades y lejos de la Naturaleza; ya sabes lo que la Biblia dice: «Polvo eres y en polvo te convertirás». Déjate, pues, de andróminas y renuncia a tus pujos de cultura para vivir una vida más sencilla y natural.

XII Lo primero para Elena, todas las mañanas, era preguntarse si aquel día recibiría

noticias de su tío, o que nuevas emociones y peligros le reservaba la jornada. Espe-raba a su tío con verdadera ansiedad, convencida de que no podía tardar mucho en llegar. Empezaba a adaptarse de prisa al nuevo género de vida. Concedía cada vez menos atención e importancia al vestido. Sus ropas comenzaban a necesitar reparación, pero ella difería este menester juzgándolo de menor urgencia. Las tareas del campamento le interesaban más. Ayudaba ya a ellas mucho mejor que Bo. El miedo la atormentaba todavía, pero no tanto como al principio. Tenía ganas de llegar cuanto antes al rancho de su tío para dar principio a la nueva vida de actividad que le aguardaba.

También Bo se acostumbraba rápidamente a la vida de incesante actividad al aire libre. Sus ojos brillaban con nuevo fulgor y nueva vida, sus mejillas y sus manos se bronceaban, su salud se fortalecía. Montaba cada vez mejor, tiraba con tanta puntería que varias veces Dale se había creído obligado a felicitarla.

-Si te encontraras de manos a boca con ese oso gigantesco que Dale dijo que vio el otro día, ¿qué harías? -le preguntó Elena.

-Nada, ¿qué había de hacer? ¡Tirar sobre el si tenía el fusil a mano! -¡Si te he visto a veces tener miedo de un ratón! -Se puede tener miedo de un ratón

y no tenerlo de un oso. -¡No comprendo -Muy sencillo. En el Oeste ya sé que he de encontrar osos, pumas, fieras y

bandidos, y estoy ya preparada a estos encuentros. Con los ratones, en cambio, no quiero tratos -explicó Bo.

Discutieron como solían hacerlo : Elena, en representación de la lógica y el buen sentido; Bo, con salidas prontas y dichos agudos.

La mañana de aquella discusión Dale tardo bastante en capturar los caballos. Al regresar al campamento, despues de realizado este trabajo, parecía algo pensativo.

-Alguna fiera ha estado persiguiendo a los caballos esta noche -dijo-. ¿No los han oído ustedes relinchar?

Tan profundamente habían dormido las dos hermanas que ninguna de ellas había oído nada.

-He notado la desaparición de un potro y he de irme a buscarlo ahora mismo. La prisa que demostraba Dale por salir al encuentro del potro era asaz significativa.

Cogió su fusil predilecto y llamando a Pedro para que le acompañara, monto a caballo y se alejó sin decir nada más a las muchachas.

Bo le vio alejarse y en seguida se puso a ensillar su jaca. -Supongo que no vas a seguirle -le dijo Elena. -Te equivocas mucho. Le seguiré, puesto que el no me lo ha prohibido.

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-Pero de sobra comprendes que no desea nuestra compañía. -Quizá no desee la tuya, pero de la mía estoy segura que no ha de protestar-replicó

Bo. -Eso crees tú -exclamó Elena mordiéndose, ofendida, el labio, para no dar una mala

contestación a su hermana. ¿Tan cobarde era? ¿En tan poco tenía Dale su valor? ¿Se figuraría el cazador que de las dos, Bo era la única valerosa? ¿Para qué engañarse? ¡Era evidente que Bo tenía razón¡ y que esta era la opinión de Milt Dale!

Un irresistible impulso la llevó a ensillar a su vez su caballo. Ya tenía el aparejo casi completamente colocado cuando la voz de Bo la distrajo.

-Oye. Elena -le dijo. Elena escucho, llegando hasta sus oídos un fuerte aullido. -¡Pedro! -exclamó estremeciéndose. -Sí; nunca le habíamos oído aullar así. -¿Dónde está Dale? -Ha desaparecido por allí -dijo Bo señalando el sitio a que se refería-. Pedro debe

de estar muy lejos de él. -Pero Dale hará todo lo que sea menester para encontrarle. -Sin duda. Únicamente sería menester que tuviese alas para poder llegar junto a el

a tiempo de evitar una desgracia. ¡Escucha! El nuevo aullido de Pedro determino a Bo a la acción inmediata. Cogió la más

ligera de las escopetas de Dale y, colocándola en la funda, salto sobre su caballo y se interno por el bosque en dirección al sitio de donde partían los aullidos. Elena se quedo unos instantes sin respiración y sin palabras. No tardo, sin embargo, en seguir el ejemplo de su hermana y sin detenerse a ponerse el sombrero y la chaqueta ensilló el caballo y puso un pie en el estribo, dispuesta a montar. El nervioso animal caracoleó y dio algunos tornillazos antes de que Elena tuviera tiempo de colocarse en la silla; pero la brava muchacha, más valerosa que nunca en aquella ocasión, aprovecho un momento favorable para colocarse de un salto sobre sus lomos. Quería gritar rogando a Bo que la esperara, pero su hermanita estaba ya fuera del alcance de su vista, y optó por seguir las huellas que la jaca había dejado en el húmedo suelo y en la verde hierba. En realidad, su mismo caballo seguía estas huellas sin necesidad de que ella lo guiara. Cuando alcanzo a su hermanita la halló de pie y escuchando.

-Allí está-dijo Bo, al oír el nuevo aullido de Pedro, más próximo y bélico que las demás veces. Y se lanzo al galope.

El caballo de Elena la siguió sin necesidad de estímulo. Estaba excitado. Tenía las orejas tiesas. Algo flotaba en el aire. Elena no había estado nunca por allí y el caballo de Bo corría tanto que era casi imposible seguirle. Atravesó pantanos, ciénagas, matorrales, cerros y collados. Cruzó bosques tan espesos que el caballo apenas si podía pasar entre los troncos de los árboles. Por fin encontró a Bo escudriñando y escuchando. Elena se le acercó creyendo haber oído al perro.

-¡Mira, mira! -exclamo Bo dando tal grito que el caballo, asustado, inicio una empinada.

Elena dirigió la vista al lugar que su hermana le señalaba y vio con terror un enorme oso que avanzaba pesadamente ladera abajo.

-¡Es un oso gris! -exclamó Bo, presa de gran agitación-. ¡Matará a Pedro! ¡Oh ¿Donde estará Dale?

-Bo, este oso se nos acerca. Es preciso que huyamos -dijo Elena casi sin poder respirar de miedo.

-No es posible que Dale esté cerca. No tiene tiempo para ello. ¡oh, cuánto desearía que estuviese aquí! ¡No sé que hacer!

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-Retrocedamos. Por lo menos esperemos el regreso de Dale a respetable distancia del oso-propuso Elena. Pero Pedro no era de esta opinión, porque se removió

eh la maleza dando furiosos ladridos que probaron que el animal estaba no muy lejos de las muchachas.

-¿Oyes, Elena? Pedro está luchando con el oso -dijo Bo, con la angustia retratada en su mirada- El pobre animal hallará la muerte entre las zarpas de la fiera.

-¡Oh, eso sería tristísimo! -declaró Elena-. Pero ¿qué podemos hacer nosotras para evitarlo?

-¡Dale! ¡ Milt Dale! -gritó la chiquilla con toda la fuerza de sus pulmones. No hubo respuesta, pero el ruido de las ramas al quebrarse, el rodar de las piedras,

los gruñidos, ladridos y aullidos demostraron que el perro había provocado al oso a una lucha fiera y desigual.

-Elena, me voy a salvar a Pedro -dijo Bo, muy decidida. -¡No hagas tal locura, Bo, te lo suplico! -imploró Elena.. -Si no voy el oso matará a Pedro. -Si vas, quizá te mate a ti. -No; no temas. Tú lanza el caballo en aquella dirección y llama a Dale con toda la

fuerza de tus pulmones -dijo Bo. -¿Que harás mientras tanto? -quiso saber Elena, anhelante. -Dispararé contra el oso. Si no le mato, por lo menos le pondré en fuga. No creo

que me ataque. En todo caso me libraré de sus zarpas a todo correr de mi caballo. -¡Qué locura ! - clamo Elena intentando arrebatarle el fusil. Pero Bo no quiso ni oirla. Espoleo a su jaca y esta, siempre dispuesta a la carrera,

partió inmediatamente al galope. Pocos instantes después, Bo desaparecía tras la frondosidad del bosque. Elena la siguió quebrando ramas y hollando maleza. Un crujido repentino y prolongado alarmo a la muchacha y le hizo detener el caballo. Una enorme figura gris salió de un salto de la espesura. Era un oso de gran tamaño. A Elena la sangre se le helo en las venas. La lengua se le pego al paladar. El oso dio una vuelta. Su boca, entreabierta, chorreaba sangre. Lanzó un gruñido espantoso. Elena perdió el movimiento. El caballo se le encabritó, asustado. Como cuerpo inerte cayo entonces la muchacha de la silla. No vio al caballo, pera le oyó correr buscando su salvación en la fuga. Sus ojos no podían apartarse de la fiera que tenía delante. El oso balanceaba pausadamente la cabeza a uno y otro lado. Al oír los ladridos cerca de él volvió grupas y se internó eh la espesura, en busca del perro.

El instante en que el oso desapareció fue para Elena de un espanto en nada inferior al que sintió cuando el oso apareció ante su vista. Pasmada por el horror no había podido moverse ni pensar. Se había convertido de repente en una masa de carne fría e inerte, cubierta de sudor, temblorosa. Su mente había pasado por unos instantes de verdadera paralización; pero volvía a trabajar lentamente. El momento no era menos terrible que aquel en que el oso, al verla, había expresado en un gruñido salvaje toda su furia y fiereza. Estaba poseída de una fuerte emoción que le impedía pensar y actuar. Su cuerpo temblaba como el azogue, pero le era imposible levantar una mano. Tenía un nudo en la garganta. La respiración le faltaba. El peso enorme que oprimía su corazón fue aligerándose antes de que recuperase el movimiento de sus miembros. El pasmo fue disipándose, como una pesadilla, resurgiendo la conciencia y el uso de todos los órganos y miembros del cuerpo. ¡Que alivio experimento Elena entonces! Lo primero que hizo fue mirar anhelante en torno suyo. Ni el oso ni el caballo estaban por allí. Se levantó, aunque con pena y trabajo. Se acordó de Bo y este pensamiento contribuyo a darle nuevas fuerzas. Escuchó, en seguida, con atención.

Oyó patadas de caballo y a poco sonó la llamada clara y penetrante de Dale. Elena respondió inmediatamente. ¡Cuán largos le parecieron los minutos que tuvo que es-

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perar antes de que Dale se presentara llevando a Ranger de la brida ! Verle y reponerse completamente fue una sola y misma cosa. ¡Con que placer volvió a montar en su caballo!

-¡Que pálida! -exclamó Dale al verla- ¿Está usted herida? -No; asustada nada más. -¿El caballo la ha arrojado al suelo? -Sí; efectivamente. -¿Cómo ha sido eso? -liemos oído los ladridos del perro y nos hemos lanzado en dirección del bosque.

Luego hemos visto el oso, un verdadero monstruo, gris, peludo. -Sí, ya lo sé; es el oso que ha matado al potro que me faltaba -dijo Dale-. Pero

dígame pronto, ¿que ha sido de Bo? -Al saber que Pedro luchaba con el oso, Bo quiso ir a ayudarle y montando a

caballo se dirigió a todo galope al lugar de la lucha. Yo la seguí en la imposibilidad de detenerla. En este mismo lugar se me presentó el oso lanzando terribles gruñidos. Mi caballo me arrojo al suelo, debiendo solo la vida a los ladridos de Pedro. Han sido unos momentos horribles hasta que por fin ha aparecido usted.

-Bo ha ido tras el perro -exclamo Dale. Y llevando sus manos a la boca lanzó un estentóreo grito que resonó por todos los

ámbitos. Espero después unos instantes escuchando con atención. Desde muy lejos llego una voz débil, aguda y dulce que fue a perderse en el fondo de los barrancos.

-Está muy lejos de nosotros - declaro Dale, preocupado y mohino. -Bo se ha llevado su fusil-dijo Elena-, pero es preciso que nos apresuremos. -Usted no -objetó Dale-. Usted ha de volver al campamento. Estas palabras suscitaron en Elena un sentimiento de profunda contrariedad, y se

negó a seguir el consejo. Dale espoleo su caballo lanzándolo en dirección del monte pelado. Elena le siguió

hasta que llegaron al bosque. Allí ascendieron por una empinada cuesta hasta un lugar en donde Dale echo pie a tierra.

-Huellas de caballo, huellas de oso, huellas de perro -dilo encorvándose para examinarlas-. Aquí tendremos que continuar marchando a pie, el terreno es muy áspero y no sólo no agotaremos los caballos, sino que es posible que aun ahorremos tiempo.

-!Encontraremos a Bo allá arriba? -preguntó Elena atalayando ávidamente las alturas.

- Seguramente -dijo Dale iniciando la ascensión con el caballo de la brida. Elena le siguió. La ascensión fue difícil y penosa; aun cuando Elena iba

ligeramente vestida, no tardo en sudar y el corazón empezó a dolerle. La primera vez que Dale se detuvo para descansar, Elena no tenía ya fuerzas para tenerse en pie. De cuando en cuando se oían los ladridos de Pedro, pero hacía un rato que había dejado de percibirse. Dale dijo que esto era porque el oso y el perro se habían ido al otro lado de la montaña y que volverían a oírlos tan pronto como llegaran a la cumbre.

-Mire usted -dijo de. pronto señalando unas huellas recientes más grandes que las que dejaba en el suelo la jaca de Bo-. Estas son huellas de alce. No tardaremos en verlo.

Cuando llego a la cumbre, Elena no podía respirar, de tan cansada que estaba, puesto que nunca había efectuado una ascensión tan de prisa como aquélla. Apenas si tenía fuerzas para montar a caballo.

Dale la condujo a lo largo de la cresta de aquella cordillera frondosa hacia el extremo occidental, mucho mis alto que el otro. En muchos lugares faltaba la

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vegetación por ser el suelo rocoso. Dale señalo un promontorio. Elena vio la silueta de un alce dibujándose perfectamente sobre el cielo azul; la grupa era gris, la cruz y la cabeza negras. Con su magnífica y desarrollada cornamenta y su cuerpo robusto, parecía una estatua puesta en aquellos lugares para contribuir a la ornamentación de la montaña. Miraba hacia el valle escuchando sin duda alguna los ladridos del perro. Cuando oyó al caballo de Dale dio un bote elegante y vigoroso desapareciendo con su cornamenta tras la espesura. Dale volvió a señalar una parte de terreno desprovista de vegetación.

Elena vio grandes vestigios redondos en el suelo, que le hicieron estremecer porque reconoció en ellos las huellas del enorme oso gris.

En aquella cresta tan abrupta era imposible cabalgar de prisa, gracias a lo cual Elena pudo respirar esta vez con mayor facilidad. Por fin, al llegar a la cumbre de la montaña, Dale oyó al perro.

Los ojos de Elena no pudieron recrearse en la belleza salvaje de un paisaje que se extendía ante sus ojos por la ladera occidental de la montaña, pelada en su parte más alta y gradualmente más y más frondosa hasta la profundidad de los valles y cañones.

-Corramos ahora -dijo Dale-, he visto a Bo y es preciso que nos apresuremos mucho para darle alcance.

Dale lanzo su caballo al galope por la ladera abajo. le siguió y aun cuando la velocidad le producía frecuentes estremecimientos de terror no corría lo suficiente, puesto que iba paulatinamente quedándose más y más rezagada. Muchas veces su caballo resbalaba por la pendiente con la grupa rozando el suelo y en tales momentos de verdadero peligro sacaba los pies del estribo para evitar el riesgo de ser arrastrada por el caballo, en el caso de que éste se despeñara. Dejaba que su cabalgadura eligiera el camino y no tenía ojos más que para fijarse en Dale y atalayar la lejanía con la esperanza de descubrir a Bo.

Por fin, en un bosque lejano vio pasar rápidamente a Bo con su jaca torda. Su corazón se puso a latir con fuerza. Pronto Dale la alcanzaría salvándola del peligro. Ya no temía por su hermana y acelero la marcha del caballo. Perdió de vista a Dale, pero su mirada penetrante no tardo en descubrir las huellas del cazador. También descubrió las de la jaca de Bo, las del oso y las del perro. Presintiendo la caza y temiendo quedarse solo, su caballo se puso a correr con renovados bríos, por las peñas y la maleza. Si no se despeñaron ella y su caballo fue por milagro. Pero ella tampoco quería quedarse atrás y el temor de peligro había desaparecido. Su sangre le ardía en las venas haciéndola sentir la alegría extraordinaria de la caza. Cuando vio que Dale había alcanzado a Bo y que ésta montaba su jaca con más alegría que nunca, Elena, embriagada por un entusiasmo jamás sentido, no pensaba sino en tomar una parte muy activa en la caza para demostrarles a ambos quién era Elena Rayner.

La parte despejada era poco extensa y con lo de prisa que iba Elena, llegó pronto al bosque frondoso, en donde tuvo que usar de toda su fuerza para impedir que el caballo la estrellara contra algún árbol. El follaje y la frondosidad fueron causa de que perdiera de vista a Bo. Elena se consideró perdida, extraviada en mitad de la selva. No le quedaba más recurso que seguir la pista, pero en muchos lugares no era fácil de descubrirla desde el caballo.

Su caballo, además, era muy nervioso y asombradizo. Era preciso darle rienda suelta dejándole en libertad de elegir por sí mismo el camino. Esto valió a Elena varios coscorrones y algunas desolladuras en cara y manos. Los ladridos del perro ya no llegaban a sus oídos. Los pinos eran chiquitines, crecían demasiado juntos y no se doblegaban fácilmente. Los golpes que la muchacha recibía en cara, manos y piernas menudeaban. El caballo parecía cada vez más empeñado en seguir el camino que a el

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se le antojaba en vez del que Elena quería. Esto valió un sinfín de torturas a la muchacha, especialmente cuando el animal se metió por entre un bosque de abetos demasiado apretados unos con otros para permitir fácil paso. Pero Elena no paraba ya mientes en estos pequeños detalles ; la sangre le hervía de tal modo que solo pensaba en alcanzar a Bo y a Dale, y en llegar pronto al lugar en donde debían de estar el oso y el perro luchando. No razonaba ya la necesidad de aquella marcha acelerada. Ni siquiera pensó en retener su caballo cuando recibió un testarazo que a punto estuvo de quitarle el conocimiento.

Por fin llegó Elena a otra pendiente. Allí oyó la voz de Dale resonando clara y vibrante por la selva. La contestación de Bo, aguda y penetrante, no tardo en demos-trar que la muchacha no andaba lejos. Desde el fondo del cañón elevábanse también los gruñidos del oso y los ladridos del perro.

Elena volvió a perder la pista de Dale y Bo. El descenso al fondo del cañón era difícil, casi impracticable.

Galopó un buen rato por el borde del precipicio, siempre adelante. Por fin halló el lugar en donde el suelo indicaba que por allí habían descendido otros caballos. Por allí se metió Elena, indiferente a los peligros que afrontaba. Cada tropezón del caballo la despedía de la silla poniéndola en riesgo inminente de acabar allí con su vida. Pero la animosa muchacha se abrazaba fuertemente al cuello de su montura, y no pasaba nada. Cuanto mayores eran los obstáculos y peligros, mayor era el ardor v el entusiasmo de Elena. Los gruñidos del oso y los ladridos de guerra del perro volvieron a dejarse oír excitando bárbaramente al caballo, que relinchó presa de gran pavor. Aceleró su marcha, cuesta abajo, resbalando, tronchando ramas y haciendo rodar piedras. Una vez dio tal traspié que cayó, como masa inerte, sobre un apretado haz de álamos temblones, gracias a los cuales no rodó hasta el fondo del abismo. Se levantó ligero y continuó su marcha sin que Elena se despegara de la silla. Cesó el fragor de la lucha v el grito de Dale flotó en el aire saturado de esencias silvestres.

Antes de que Elena se diera cuenta de ello se encontró al final de la pendiente, en el lecho de un angosto cañón, fragoso y áspero con sus múltiples rocas y numerosos árboles. Un grato rumor de agua acariciábale los oídos. Por todas partes abundaban las huellas, indicando éstas claramente en un sitio más despejado el lugar en donde el oso se había sumergido en el agua. Allí era en donde se había iniciado el encuentro del oso y el perro. Las señales de' la lucha no escaseaban. Elena advirtió claramente el lugar por dónde el oso había salido del agua, en la otra orilla. Las huellas dejadas por las enormes zarpas estaban todavía húmedas.

Elena continuó todavía con su caballo en loca y desenfrenada marcha, siguiendo el sentido de la corriente. A cada revuelta, a cada recodo, Elena esperaba dar de manos a boca con Dale y Bo frente al oso. El cañón se estrechaba cada vez más y el lechó del arroyo era a la vez más profundo. No tuvo más remedio que retener a su caballo a fin de poder sortear las numerosas rocas y los árboles que se interponían a su paso. Cuando menos lo esperaba topó con Dale y Be. Pedro, jadeante, estaba con ellos. El caballo de Elena se detuvo sin aguardar la retención, contestando con alegría a los relinchos de los otros caballos.

Dale miró con asombro y admiración a la recién llegada. -¿Ha encontrado usted otra vez al oso? -le preguntó. -No. ¿No lo ha matado usted? -replicó Elena respirando todavía con dificultad a

causa de la precipitada carrera. -La fragosidad del terreno le ha facilitado la fuga -respondió el cazador. Elena se apeó del caballo y exhaló una leve exclamación de alivio. Estaba

manchada, despeinada, cubierta de sangre y de sudor. El traje estaba hecho jirones.

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Todos los músculos de su cuerpo le dolían, la piel le ardía y hacíale sufrir verdaderas torturas. Pero todo lo daba por bien empleado y de nada se acordaba delante de la mi-rada de admiración de Dale y la expresión de incrédula sorpresa de su hermana.

-Pero, ¿eres tú, Elena? - fueron las palabras de asombro que pronunció Be. -Con otro caballo algo más fuerte os hubiera alcanzado en el bosque. No me

hubiese quedado rezagada, no hubieras podido vencerme -fue la contestación de Elena.

-¿Ha descendido esta escabrosa escarpa a caballo? -preguntó Dale, necesitando la confirmación de Elena para poder dar crédito a sus ojos.

-¿Lo duda usted? - preguntó Elena con victoriosa sonrisa. -Nosotros la hemos descendido a pie, y aún nos hemos considerado muy dichosos

por haber llegado hasta aquí ilesos -declaró Dale gravemente-. Ha sido una imprudencia descender hasta aquí a caballo. No comprendo cómo no se ha despeñado usted con su montura.

-Una vez nos fuimos rodando él y yo; pero no me despegue de la silla. La admiración y la incredulidad tenían a Bo sin palabras. Dale sonreía satisfecho y

complacido. -Siento haberla dejado atrás-se excusó-, pero me imaginé que se volvería al

campamento. Afortunadamente no le ha ocurrido nada malo. Lo que no me explicó es cómo ha podido usted cambiar hasta el punto de haber hecho lo que ha hecho. Elena bajó los ojos no atreviéndose a afrontar la mirada inquisitiva que Dale le

dirigía. Recordaba las preguntas que el cazador le había formulado y su aseveración de que ella no conocía el verdadero sentido de la vida.

-La caza excita y enciende, tiene usted razón -dijo-. Nunca me lo habría imaginado. -¿En cuántas cosas cree usted que tengo razón?quiso saber el cazador. -En todas las que usted ha dicho, menos una -contestó Elena riendo y

estremeciéndose a la vez-. Ahora tengo un hambre que me siento morir por momentos. Hace unos instantes estaba tan indignada con Bo, que de buena gana la hubiera estrangulado entre mis manos. Me he visto frente a aquella horrible fiera sin esperanza de salir con vida del terrible encuentro. Dos o tres veces me he visto perdida, irremisiblemente Perdida en la selva. Nada más.

Bo creyó llegado el momento de demostrar que había recuperado el habla. -No te falta más que enamorarte locamente -dijo. -Sí; según Dale, es preciso que a mis nuevas experiencias de hoy añada el

enamoramiento, para poder decir que conozco el valor y el sentido de la vida -concedió Elena.

El cazador se abstuvo de comentario, limitándose a dar la señal de regreso.

XIII Después de varios días de recorrer a caballo aquellos frondosos contornos de oro y

púrpura, oyendo, con la imaginación llena de ensueños, el murmullo siempre variante y siempre acariciador de la cascada, y, por la noche, el lúgubre, espeluznante aullido del lobo, y después de trepar innumerables veces a los picachos y a las alturas en donde el viento parece penetrar como finas agujas en la piel. Elena Rayner concluyó por perder la noción del tiempo, olvidándose del peligro que la amenazaba.

Roy Beeman no volvía. Cada vez que Dale hablaba de él, las dos hermanas sentían

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renacer su antigua ansiedad, pero pronto olvidaban su situación para no pensar sino en las delicias de la vida activa y libre en aquel paradisíaco rincón del mundo.

Bo estaba completamente dedicada a sus caballos, a los animales que componían la colección de Dale, y, sobre todo, a Tom. El enorme felino la seguía por doquier, jugaba con ella como un gatito, poniendo muchas veces su fina cabeza en el regazo de la muchacha, con ronquidos de cariño y placer. Bo, tan intrépida siempre, concluyó por perder pronto el poco miedo que le inspiraran al principio las fieras y los peligros de la selva.

Otro de los animales de Dale era un oso negro, no muy grande, llamado Muss. Sentía este oso invencibles celos del pequeño Bund y odiaba a Tom. Por lo demás, su carácter no tenía tacha y era muy adicto a su amo. Tom le obligaba a abandonar el campamento siempre que Dale se ausentaba, por cuyo motivo Muss veíase obligado a vagar con frecuencia solo por las cercanías, procurándose el sustento con sus propios recursos. Para Muss la afición que Bo tenía a los animales fue una fuente inacabable de felicidad. Jugaba con ella y agradecíale sus mimos, sintiendo por la muchacha verdadero cariño, por lo cual Dale vaticinó disgustos entre Tom y Muss.

Andar a trompicones con el oso era para Bo una gran diversión. Ni' muy grande, ni muy pesado, Muss podía luchar con la muchacha sin salir siempre vencedor. Bien es verdad que en estos juegos lo primero para Muss era no hacer daño a su amiguita. Nunca le dio con la boca, ni con la zarpa, aunque algunas veces le arreaba algunos manotazos que sonaban como si realmente hubiese pegado fuerte. En estos casos Bo le amenazaba con el puño y Muss se apresuraba a presentar sus excusas por medio de una actitud contrita.

Una tarde, antes de cenar, Dale y Elena contemplaban a Bo jugando con el oso. Tom, tendido en la fresca hierba, miraba la escena con ojos semicerrados y envi-diosos. Cuando Bo y Muss rodaron por el suelo en un estrecho abrazo, Dale y Elena se fijaron en el puma.

-Tom está celoso -dijo-. Es curioso cómo los animales se parecen a las personas. Pronto tendré que encerrar a Muss para evitar una pelea con Tom.

Elena no observó nada de anormal en Tom como no fuera que no parecía muy satisfecho.

Durante la cena el oso y el puma desaparecieron, aunque de esto nadie se dio cuenta sino algún tiempo después.

Dale silbó y llamó a los dos animales, pero ninguno de ellos volvió. A la mañana siguiente, Tom estaba allí hecho un ovillo a los pies de la cama de Bo.

Cuando Bo se levantó la siguió por todas partes como solía. Esta circunstancia inquietó a Dale; llevándose a Tom consigo salió del

campamento, diciendo al volver que había seguido la pista de Muss durante un largo trecho, habiéndola perdido luego porque Tom no había podido o no había querido seguirla más lejos. Dale dijo que a Tom no le había gustado nunca seguir la pista de los osos, siendo los pumas y los osos ya de suyo eternos enemigos.

Así fue como Bo perdió uno de sus animales favoritos. Al día siguiente, el cazador rebuscó por las laderas próximas, subiendo por ellas

hasta lo más alto de la montaña. No descubrió ninguna huella de Muss, pero a la vuelta anunció que había encontrado otra cosa importante.

-¿Desean ustedes recibir otra nueva emoción? -preguntó. Elena expuso su aquiescencia con una sonrisa, y Bo contestó con uno de sus

exuberantes discursos. -En la parte alta de la montaña he encontrado uno de mis caballos que hacía tiempo

no había visto - con-tinuó Dale- El oso que perseguimos el otro día acababa de darle

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muerte; la sangre le manaba todavía de sus heridas v el oso no debía de estar muy hambriento, porque había abandonado su víctima sin comer sino escasa cantidad de carne. O tal vez la fiera me oyó llegas y se escapó a tiempo. Es indudable que esta noche volverá a darse otro banquete; yo pienso ir allí a esperarla escondido, para matarla en cuanto la tenga a tiro. Si ustedes quieren, pueden acompañarme y aun les aconsejo que lo hagan, porque no les recomiendo que se queden aquí salas esta noche.

-¿Irá Tom con usted? -preguntó Bo. -No; el oso podría husmear su presencia. Tom, además, no sabe contenerse cuando

está en presencia de un oso. También dejaré a Pedro en el campamento. Una vez terminada la cena y que Dale hubo recuperado los caballos, el sol se había

puesto y el valle se cubría de sombras en tanto las paredes altas de la montaña se coronaban de púrpura y oro, salieron los expedicionarios en busca del oso asesino. Una hora tardaron en recorres el largo camino en zigzag que Dale eligió, de tal manera que al llegar a lo alto de la montaña únicamente pudo ver Elena a la débil luz crepuscular la inmensa selva que se extendía ante ella, limitada por tupidos bosques y tachonada aquí y allá de grupos de árboles armo islas en un mar dilatado. Los objetos podían verse destacados a larga distancia y parecían de mayor tamaño. En el Oeste, en donde el crepúsculo persistía sobre la línea oscura y bordeada de piceas del horizonte, dibujábase una línea dorada que Elena sólo podía mirar con entusiasmo y admiración.

Dale lanzó el caballo al galope y los de Elena y Bo le siguieron. El suelo era escabroso con abundante maleza; los caballos, sin embargo, no tropezaron. Sus relinchos y nerviosidades mostraban la excitación de la caza. Dale condujo a las dos muchachas en torno a varios grupos de árboles hasta un lugar pantanoso y abundante de vegetación, y desde allí se dirigió en línea recta hacia el Oeste a través de una llanura abierta en dirección a la línea oscura que se dibujaba entre cielo y tierra. Los caballos marchaban en veloz carrera y el viento cortaba como una hoja acerada. La respiración de Elena era jadeante como si la muchacha acabara de subir laboriosa-mente una larga y escamada cuesta. Las estrellas comenzaron a tachonar el cielo, cada vez más oscuro a pesar de que en la tierra la luz crepuscular subsistía. Al llegar a un grupo de árboles que se extendían, Dale echó pie a tierra invitando a las muchachas a hacer lo mismo y atando los tres caballos a sendos árboles.

-No se aparten ustedes de mí y anden sin hacer rudo -dijo Dale en voz baja. Pisando con mucho cuidado para no hacer ruido, Dale penetró en aquella parte del

bosque llena de pasajes estrechos y recovecos. Cuando llegaron a la parte alta de la frondosa pendiente todo estaba oscuro como boca de lobo. Los árboles eran delgados y pequeñitos, sin vida muchos de ellos.

Tan tranquilamente marchaba Dale que Elena no podía oír sus pasos. La oscuridad era tal que muchas veces tampoco podía distinguirle. Bo no se apartaba un punto de su hermana Elena. Por fin llegaron a un terreno más llano en donde ésta pudo distinguir un fondo gris surcado por rayas negras. Era una parte de suelo desprovisto de vegetación con algunos árboles en primer termino.

Dale se detuvo y obligó a vararse a Elena tocándola con la mano en el brazo. Era interesante verle escuchar erguido e inmóvil como uno de los árboles que le rodeaban.

-No ha venido todavía -murmuró, y comenzó a andar con toda clase de precauciones.

Elena y Bo le siguieron entre ramas secas y delgadas que, por ser invisibles, se rompían a su paso produciendo un ruido delator en la noche. Dale se arrodillo pal-pando el suelo.

-Tendrán ustedes que avanzar a rastras -murmuró. ¡Cuán difícil y emocionante era para Elena el andar de aquel modo! El suelo estaba

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cubierto de hojas y ramas que era preciso aplastar con cuidado. Con el cuerpo pegado al suelo la marcha era lenta, difícil y penosa; Dale abría el camino como una gruesa serpiente. Poco a poco el bosque iba siendo menos espeso; se aproximaban a su lindero. Elena vio una harte de terreno despegada con un muro de oscuras piceas en el fondo.

El crepúsculo brillaba todavía tenuemente a lo lejos, oscureciéndose y volviendo a brillar a intervalos como una aurora boreal. Dale continuó arrastrándose hasta detenerse entre dos árboles en el lindero del bosque.

-Vengan ustedes hasta donde yo estoy -dijo. Elena se arrastro y Bo no tardo en alcanzarla jadeante con las mejillas pálidas y los

ojos abiertos y asombrados brillándole en la penumbra. -La luna empieza a levantarse en el horizonte -dijo Dale-; hemos llegado a tiempo;

el oso no está aquí todavía, pero ya hay algunos coyotes, ¡miren ustedes ! Dale señalo en el cielo despejado un objeto ligero perceptible, algo distante del

muro oscuro de piceas. -Allí está el caballo muerto; si se fijan podrán ustedes ver perfectamente los

coyotes; son muchos y no se están quietos un momento. ¿No los oyen ustedes? Elena aguzo el oído y no tardó en oír aullidos y dentelladas. Bo la tiro del brazo. -Ya los oigo, están luchando -exclamó conteniendo el aliento, presa de gran

excitación. -Cállense ahora y miren y escuchen -aconsejo el cazador. La línea oscura del bosque parecía oscurecerse todavía más. El resto del terreno,

por el contrario, fue alumbrándose poco a poco. Las estrellas palidecieron y su número disminuyo. La luna avanzaba sin detenerse un punto en su carrera. Por encima de las copas de las piceas asomó el astro de la noche en cuarto creciente inundando la selva con su luz de plata en contraste con las sombras todavía más oscuras de las partes no iluminadas.

-¡Miren, miren! -exclamó Bo, impresionada por lo que acababa de ver. -No grite usted tanto- le amonesto Dale. -¿Como quiere que me calle si estoy viendo algo? -Cállese -insistió el cazador. Elena no pudo ver en el punto que Bo señalaba, sino el cielo claramente iluminado

por la luna extendiéndose sin árboles ni vegetación hasta un pequeño collado. -Cállense y no se muevan -ordenó Dale-, voy a ir arrastrándome hasta un punto

desde el cual pueda ver el terreno desde otro ángulo. No tardaré en volver. Retrocedió sin hacer ruido y rápidamente desapareció entre las breñas. Al quedarse

sola, Elena sintió en el corazón algunos inopinados escalofríos que le recorrían todo el cuerpo.

-¡Oh, Elena, mira otra vez; estoy segura de haber visto algo! -murmuró Bo. En la cima del pequeño collado un objeto redondeado se movía lentamente a la luz

de la luna. Elena lo miro sin respirar. Su silueta se dibujaba perfectamente sobre el fondo claro del cielo. Era una bestia enorme, tremebunda. Unas veces parecía mayor, otras menor; parecía acercarse, parecía alejarse. Balanceaba lentamente la cabeza a uno y otro lado. Avanzo hasta colocarse a una docena de metros de distancia. Una nueva sensación de terror se apodero de Elena suspendiendo los latidos de su corazón. Cuando Dale volvió, encontró a las muchachas inmóviles y silenciosas. El terror no les permitía articular palabra.

-Es un puerco espín -explicó el cazador al darse cuenta de la situación-. Poco ha faltado para que pudieran ustedes sentir los efectos de sus púas.

Diciendo esto asustó al animal con un palo. El puerco espín dio un bufido y

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desapareció de la vista. -¿Era un puerco espín? -exclamó Bo, asombrada-. Estoy segura de que a Elena le

ha parecido un oso. A mí por lo menos me parecía un elefante. Elena exhaló un largo y elocuente suspiro. Poca gracia le habría hecho que le

hubiera obligado a explicar lo que había sentido frente a un pequeño e inofensivo animal.

-Escuche -advirtió Dale con voz baja-, ése es el grito más salvaje de la selva. Agudo y lúgubre sonó a lo lejos el aullido del lobo; ¡cuán angustioso, cuán

quejumbroso, cuán amenazador! Elena se estremeció experimentando, al oírle, otra sensación intensa y nueva. Otra vez un sonido de la selva volvía a despertar en su alma instintos ancestrales.

El aullido no volvió a sonar. Los coyotes tampoco dejaban oír su voz lúgubre y horrísona. Ningún otro sonido volvió a interrumpir el silencio de la selva.

Elena aguzó la mirada pudiendo distinguir la silueta de los coyotes alejarse de los lugares iluminados por la luna para internarse en la oscuridad de los bosques en donde desaparecieron. La extremada vigilancia del cazador en medio del silencio de la noche debieron de producir a Bo una impresión terrible porque su hermana la sentía temblar a su lado, oyendo al mismo tiempo la respiración jadeante y penosa.

-¡Ah! - exclamó el cazador quedamente. Elena comprendió lo que aquel momento debía significar para un cazador.

Redoblando su atención pudo percibir débilmente dibujada ante sus ojos una sombra informe que salía del bosque. Movíase lentamente; pero con toda seguridad aquella sombra no podía ser un oso. Pasó de la oscuridad a la luz de la luna. A Elena el co-razón le dio un salto en el pecho porque contra lo que esperaba pudo descubrir que se trataba realmente del oso que se dirigía hacia el caballo muerto. Instintivamente las manos de la muchacha buscaron el brazo del cazador. El contacto de los acerados músculos le alivió la opresión que sentía en el pecho y le devolvió la facilidad de la respiración. El miedo la abandonó, no sintiendo en aquel momento sino una excitación salvaje. Bo dio un suspiro y se estremeció demostrando con ello que también había advertido la presencia de la fiera.

A la luz de la luna la visión del oso resultaba verdaderamente pavorosa. El miedo de Elena, sin embargo, no era tanto que no le quedaran a la muchacha conciencia y pensamientos para admirar la salvaje belleza de aquella escena. Deseaba que Dale matara al oso aun cuando el animal le inspiraba lástima y compasión. La fiera tuvo que andar algunos pasos para llegar hasta el lugar en donde había matado al caballo. Una vez allí dio algunas vueltas en torno de su víctima lanzando gruñidos de protesta y desencanto, indicio seguro de que había descubierto que alguien había merodeado por allí. En aquellos momentos el oso se distinguía perfectamente a una distancia de unos doscientos metros. Asiendo fuertemente a su víctima con los dientes la arrastró algunos metros.

-¡Miren ustedes -murmuró Dale- que fuerza tiene ! Me parece que voy a tener que pararle.

El oso, sin embargo, se paró por su propia iniciativa antes de llegar a la linea oscura del bosque. Saltó allí sobre su víctima empezando a desgarrarla.

-¡Lástima de caballo! -murmuró Dale tristemente-. ¡Demasiado bueno para servir de pasto a una fiera como ésa!

El cazador entonces se arrodilló preparando el fusil y mirando entre las ramas del arbolillo tras el cual se ocultaba.

-No se puede predecir nunca lo que un oso puede hacer -dijo a Elena y Bo -. Estén ustedes dispuestas, y en cuanto se lo diga deben, sin perder segundo, trepar a este

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árbol. Diciendo esto apuntó el fusil apoyando el codo izquierdo en la rodilla del mismo

lado. El cañón del fusil parecía de plata al reflejar la luz de la luna. El hombre y el arma permanecieron unos segundos quietos y silenciosos. Elena apenas si se atrevía a respirar; Dale no osaba apretar el gatillo.

-Es muy difícil apuntar en estas condiciones -dijo volviéndose hacia las muchachas-. Recuerden ustedes a la primera indicación mía, trepen inmediatamente a

este árbol. - Volvió a apuntar quedándose de nuevo inmóvil como una estatua. Elena, fascinada, no podía apartar sus ojos de él. Pronto un fogonazo y una fuerte detonación cambiaron de súbito la situación. Elena oyó el ruido sordo y apenas perceptible de la bala al penetrar en la carne. Volviendo su vista del cazador a su víc-tima vio al oso retroceder -repulsivamente. Oía perfectamente el castañeteo de su formidable dentadura. El fusil de Dale volvió a disparar. Elena oyó nuevamente la entrada del proyectil en la carne del oso. La fiera cayo lanzando un gruñido horrible como si acabara de recibir un golpe mortal. Pero apenas hubo rodado por el suelo cuando volvió a levantarse sobre sus cuatro patas girando en torno de sí y lanzando furiosos gruñidos de agonía y dolor. Con fuerzas todavía para huir no tardo en desaparecer en el bosque oscuro. A los gruñidos uníase el ruido de las matas que rompía a su paso al abrirse camino por la maleza.

-Juzgo que debe de estar muy mal herido -dijo Dale-, pero no quiero seguirle esta noche.

Al levantarse las dos hermanas, Elena temblaba de pies a cabeza y tenía las manos completamente heladas. -Ha sido estupendo -exclamó Bo. -Le castañetean los dientes, ¿ha tenido usted miedo? -le preguntó Dale. -No; tengo frío solamente. -Sí; esta noche lo hace -repuso él- ¿Y usted, Elena? ¡También parece estar helada! Elena asintió con la cabeza; nunca había tenido, en efecto, tanto frío como aquella

noche, a pesar de lo cual sentía en el interior de sus venas un calor extraño que le aceleraba el pulso, y mantenía en ella el deseo de continuar la aventura.

-Apresuremos el paso -dijo Dale-, y abandonemos el bosque para proseguir por la ladera.

Una vez allí ascendieron hasta llegar a un terreno llano que atravesaron en dirección de los árboles en donde habían quedado atados los caballos. Allí empezó a soplar el viento; con cierta fuerza se dejaba sentir en las partes más tupidas del bosque, y tenía bastante violencia para penetrar hasta los huesos en las partes despejadas. Dale ayudó a montar primeramente a Bo y después a Elena.

-Estoy aterida -dijo esta-; mis miembros no me obedecen y no voy a ser capaz de mantenerme a caballo.

-No tenga usted miedo; a los primeros movimientos del trote entrará usted en calor - repuso Dale.

A las primeras de cambio la sangre de Elena empezó, en efecto, a circular aceleradamente devolviendo al cuerpo el calor perdido. La selva aparecía clara y brillante a la luz de la luna, con hermosos reflejos en la fresca hierba y manchas oscuras de vegetación esparcidas por la inmensidad como islas en un gran lago.

Elena se imaginaba que aquellas islas debían de ocultar osos dispuestos a salir traidoramente de su escondrijo con ánimo de atacarles; por esto al acercarse a cada uno de estos lugares de verdura y de vegetación frondosa su corazón palpitaba con inusitado ardor. Al poco rato de cabalgar el frío había desaparecido y todo suscitaba en Elena pensamientos gloriosos; la luna en su lento y solemne curso, las pálidas

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estrellas desde el inconsútil cendal del cielo; la selva dilatada y misteriosa, los caba-llos en acelerada carrera. A la ida el camino le había parecido largo, pero a la vuelta le pareció que los caballos volaban. El viento frío le helaba, en las mejillas, las lágrimas de entusiasmo que le saltaban de los ojos. Todas las sensaciones de aquella noche se incorporaron a su sangre firme y persistentemente, para formar, para siempre, una parte integrante de su ser.

El caballo de Dale salto una zanja. Ranger hizo lo mismo, pero con tan mala suerte que fue a caer sobre unas matas, en las que las patas delanteras se le enredaron de tal modo que la caída de Elena por las orejas del caballo fue inevitable. Oyó el grato de terror lanzado por su hermana. No sintió otra cosa que las manos de Dale que al poco rato la sostenían. El cazador la miraba con interés y Bo le tenía las manos cogidas. Elena respiraba con dificultad.

-Elena, tenga usted ánimo; no es posible que esté herida. Ha caldo ligera como una pluma sobre un colchón de verde hierba -dijo Dale, mientras le reconocía con sus manos los miembros y los brazos para comprobar si tenía o no algún hueso roto -. No es nada - añadió Dale-, no tiene usted ningún daño de consideración; el aire fresco de la noche le repondrá en seguida.

Elena sintió el aire frío y penetrante de la noche entrarle en los pulmones como pequeñas saetas. Lo aspiró dos o tres veces profundamente y recuperó pronto la nor-malidad de la respiración.

-Creo, efectivamente, que he salido bien librada del percance. -Nunca he visto una caída con más suerte -dijo el cazador-. Ranger no acostumbra

tropezar. Le hemos obligado a correr demasiado de prisa, pero todo se ha reducido a una emoción más, sin consecuencia, ¿no es así?

-Ha sido una noche gloriosa, pero me acabo de llevar un susto mayúsculo - manifestó Bo.

Este percance fue el último accidente de aquella noche tan llena de emociones, que Elena no había de olvidar jamás, y cuyo recuerdo iría inseparablemente unido al del cazador que había sabido darle a conocer nuevos y más interesantes aspectos de la vida.

XIV Sin saber si había sido en sueños o si había sido real, Elena oyó un grito que la

despertó. Sobresaltada se sentó en su lecho. Los rayos del sol doraban las copas de las piceas que bordeaban la cima de las montañas. Bo estaba arrodillada arreglándose el pelo con manos temblorosas, mientras atisbaba la lejanía.

Los ecos de la cordillera repitieron varias veces el grito de Dale. -¡Elena, Elena, levantémonos! -exclamó Bo, presa de gran excitación-. Alguien se

acerca, con hombres y caballos. Elena miró de rodillas, por encima del hombro de su hermana. Dale, de pie junto al

fuego del campamento, enarbolaba el sombrero. Por la parte más despejada de la selva veíase acercarse una retahila de acémilas conducidas por varios jinetes a la cabeza de los cuales Elena distinguió y reconoció a Beeman.

-¡Aquél es Roy! -exclamó-. Su posición a caballo no se me despinta. Bo, su presencia aquí significa que nuestro tío Al viene a buscarnos.

-Ciertamente. Somos las dos muchachas más afortu nadas que hay en la tierra. Ya estamos salvadas. Mira cuántos cowboys, mira. ¡Que

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bello espectáculo! -prorrumpió Bo. Elena se sentó unos instantes, sin decir palabra, impresionada por el tono de la voz

de Dale. Hubiérase dicho que el grito que había proferido estaba impregnado de tristeza, como si le doliese la próxima separación. Los jinetes, al fin y al cabo, llegarían al campamento para llevárselas a ellas. El corazón de Elena comenzó a latir aceleradamente, pero sin alegría, como si tampoco ella desease abandonar aquellos breñales y lugares salvajes.

-Dense ustedes prisa, señoritas -volvió a gritar la voz de Dale. La primera que salió de su refugio fue Bo, para ir a lavarse, arrodillada sobre una

piedra, en las claras y frías aguas del arroyo. Tanto le temblaban las manos a Elena que la muchacha pasó mil apuros para atarse el calzado y poder peinarse, de tal t modo que terminó de arreglarse mucho después que Bo. Cuando salió de su rústica habitación un hombre bajo y fornido, con tosco traje y grueso calzado, sostenía entre las suyas las manos de Bo.

-Eres el honor de los Rayner -le decía-. Recuerdo perfectamente a tu padre, un guapo mozo, y tú te pareces mucho a él.

Al lado de aquel hombre Elena distinguió a Dale y a Roy. Detrás de ellos había varios caballos y jinetes.

-Tío, aquí tiene usted a Elena -dijo Bo, señalándola. -¡Oh! -exclamó el viejo ganadero volviéndose a verla con la emoción retratada en

el rostro. Elena apresuró el paso. No esperaba reconocer a su tío; pero apenas fijó su mirada

en aquella cara morena y rugosa, y en aquellos ojos azules de vivo y triste mirar, recordó los principales rasgos fisonómicos de su madre.

El tío abrió las brazos para apretarla contra su pecho. -¡Elena, hija mía! -exclamó-. Eres mi propia sangre, no puedes negarlo. -Tío, yo nunca le he olvidado a usted. Le recuerdo perfectamente, aunque no he

vuelto a verle desde la edad de cuatro años. -Pues yo creo estar viéndote todavía montada sobré mis rodillas, con tu cabello

rubio y ensortijado. Ahora es más oscuro y más lacio. ¡No en balde pasan los años! Dieciséis han transcurrido. Ahora tienes veinte. ¡Qué alta y apuesta! Elena, eres la Auchincloss más bonita que he conocido.

Elena retiró, ruborizada, sus mayos de las de su tío, en el instante en que Roy se adelantaba para presentarle sus respetos. Avanzaba con la cabeza descubierta, alto y delgado, sin que ni sus ojos ni su cara expresaran nada, ni sus labios profirieran palabra alguna en confirmación de la abnegación y la lealtad con que acababa de realizar su generosa acción.

-Buenos días, Elena; buenos días, Bo -se limitó a decir- Veo con satisfacción que las dos tienen cara de salud. Me han de dispensar si no me he dado más prisa •en traerles a su tío, pero estaba seguro de que mientras tanto no lo pasaban ustedes tan mal aquí.

-Lo hemos pasado admirablemente -declaró Bo. -Necesito sentarme - dijo Auchincloss, con la respiración fatigosa. Sus dos sobrinas le siguieron al rústico asiento que Dale les había preparado debajo

de un corpulento pino. -¡Oh, tiene usted cara de cansado, querido tío! ¿Cómo se encuentra usted? -

preguntó Elena, lleno el corazón de zozobra. -Muy cansado, en efecto; pero esto es ahora, despues de la cabalgata. Cuando Joe

Beeman me trajo noticias vuestras mi alegría fue tal que me olvidé que era un viejo carcamal sin fuerzas ya para nada. Vuestra compañía es capaz de hacer un nuevo

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hombre de mí. -Tío, yo le veo a usted fuerte y bien; y hasta joven -declaró Bo. -Sí, hijas, me encuentro mucho mejor desde que estoy con vosotras. ¡Cuánto he

sufrido, pensando que ese malvado de Beasley...! Su cara cambió rápidamente. Elena creyó leer en la nueva expresión del rostro de

su tío todas las angustias, todas las luchas de varios años, algo que nada tenía que ver con la edad ni con la resignación, algo trágico, muy trágico.

-Bueno, no nos acordemos ahora de él -añadió. Y luego, volviéndose hacia el cazador, le rogó que se acercara-. Lo que le debo es más de lo que puedo pagarle -le dijo, con una sobrina en cada brazo.

-No, Al, no me debe usted nada - replicó Dale desviando pensativamente la mirada. -¿Nada? ¡Ya oís, muchachas! Este hombre no quiere que le alaben ni le agradezcan

su bella acción. Ahora, usted, Dale, v vosotras, muchachas, escuchad. Yo tenía antes de usted, Milt, una triste idea; no me figuraba que valiera para otra cosa sino para esta vida de salvaje que lleva. Pero no sabe con cuánto placer rectifico mi juicio. El beneficio que acabo de recibir de usted es tan grande que no sé cómo agradecérselo, ni cómo pagárselo. Le ruego acepte mis excusas, por mis palabras y mi recibimiento incivil la última vez que estuvo en mi casa. Y aquí tiene mi mano, que deseo estrechar con la suya.

-Gracias -contestó Dale acertando con cordial y franca sonrisa la mano que le ofrecía-. Ahora, dígame, ¿piensa usted permanecer muchos días en este campamento?

-No; el tiempo necesario para descansar un poco y recoger las cosas de mis sobrinas. Pero estoy seguro de que usted querrá venir can nosotros.

-Volveré a avisarles cuando el almuerzo esté dispuesto -dijo Dale retirándose sin contestar nada a estas últimas palabras de Auchincloss.

Elena adivinó que Dale no tenía la intención de ir con ellos a Pine, lo que le produjo una inexplicable contrariedad. ¿Acaso había esperado alguna vez que las acompañara?

-Jeff -gritó Al, a uno de sus hombres. Un hombre patizambo con traje polvoriento y tez cetrina se destacó del grupo. No

era joven, pero tenía cara de niño, con sus mofletes y sus ojillos vivos y brillantes. Al acercarse a Auchincloss se quitó torpemente el sombrero.

-Jeff, da la mano a mis sobrinas -le dijo Al-. Ésta es Elena, el ama de quien recibirás órdenes desde ahora. Ésta es Bo. Muchachas, éste es Jeff Mulvey, el más leal de mis hombres. Veinte años hace croe está conmigo.

La presentación dejó algo cohibidos a los tres personajes, principalmente a Jeff. -Jeff, prepara las sillas de montar y las mantas para que descansemos -fue la orden

que Al dio a su mayoral. Dirigiéndose a su sobrina Elena, le dijo -No te creas que no te costará algo mandar a todos estos hombres. Todos son

solteros. Malas cabezas todos ellos. Ninguna mujer sería capaz de soportarlos. -Tío, espero no tener que ser nunca su principal -declaró Elena. -Lo eres ya desde este momento -afirmó su tío-. No son tan malos, a pesar de todo,

y, además, pienso dar entrada en el rancho a un hombre nuevo que contribuirá mucho a mejorar a los demás.

Se volvió hacia Bo, y después de fijarse en su cara le preguntó con fingida severidad

-¿Me has enviado tú a un cowboy llamado Carmichael a pedir trabajo en mi rancho?

La sorpresa que demostró Bo no fue fingida, sino muy real.

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-¿Carmichael? Tío, en mi vida he oído ese nombre. -En tal caso Carmichael me ha mentido -aseveró Auchincloss-. Pero el muchacho

me gusta y no le despediré. Y diciendo esto el ranchero se volvió al grupo de sus hombres. -Las Vegas, venga usted aquí -ordenó en voz baja. Elena se sorprendió al ver al apuesto joven que se destaco del grupo. Su rostro

atezado era alegre y juvenil. Elena le reconoció al momento. Aquel cowboy no era otro sino el admirador de Bo, de Las Vegas.

Elena dirigió entonces una mirada a su hermana, con unas ganas irresistibles de soltar la risa. Bo reconoció también al joven que se acercaba cohibido y con los ojos bajos. La chiquilla palideció al verle; mas en seguida sus mejillas se tiñeron de arrebol.

-Oiga, joven; mi sobrina sostiene que nunca ha oído su nombre - reconvino Al severamente cuando tuvo al cowboy delante.

Elena sabía que su tío trataba a los servidores con bastante rigor; pero comprendió que en aquel momento en todo pensaba menos en usar de su severidad.

-¿No me dijo ¡usted que mi sobrina le había enviado a mí, a fin de que yo le diera un empleo en mi hacienda? - insistió.

-No recuerdo bien, mi amo; tengo muy mala memoria, y... -balbuceó el cowboy, confuso.

-No me venga ahora con andróminas - repuso el viejo -. Si su memoria es mala, la mía es excelente. Usted me aseguró que mi sobrina intercedería en su favor.

Carmichael dirigió en aquel momento una tímida y furtiva mirada a Bo. Indudablemente creyó leer en la expresión de la muchacha algún sentimiento adverso, porque su desconcierto subió de punto.

-¿Me lo aseguro o no me lo aseguró usted? -conminó Auchincloss, paseando su mirada del cowboy a sus demás hombres de un modo que convenció a Elena que todos se estaban divirtiendo a expensas de Carmichael.

-Sí, señor; se lo asegure -contestó este súbitamente. -Pues aquí está mi sobrina; veamos lo que dice en favor de usted. Carmichael y Bo cambiaron unas miradas. Bo bajó pronto los ojos. El cowboy se

olvidó de lo que se le preguntaba. Elena puso la mano en el brazo del viejo hacendado. -Tío -le dijo-, yo tengo la culpa de lo sucedido. Al pararse el tren en Las Vegas este

joven nos vio en la ventanilla, y debió de imaginarse que éramos unas muchachas perdidas por el Oeste y llenas de nostalgia del hogar, porque se acercó a nosotras a hablarnos con gran amabilidad. Dijo que le conocía a usted y nos preguntó si creíamos que podría obtener un empleo en el rancho. Yo, entonces, para divertirme, le aseguré que sí, anunciándole que Bo hablaría en su favor.

-¡Ah, ah!, así se explica todo -concedió Al, volviéndose hacia Bo con alegre mirada-. Bueno, conservare a este joven a mi servicio, según los términos convenidos. Ven, Bo, a hablar en su favor, a menos que prefieras que le despida.

-Es el primer hombre que nos habló amablemente en el Oeste - farfulló Bo. -Esto ya es algo; pero no es bastante. Necesito una recomendación más clara, más

terminante -dijo Al. Del grupo de cowboys partieron algunas risas. Carmichael miraba a todos .lados,

como buscando por donde, escapar. -Me figuro que es un buen jinete -añadió Bo. -Esto es indudable - concedió Al de buena gana. -También creo que tira admirablemente.

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-En eso te equivocas. Sus tiros resultan cortos muchas veces, como los de Jim Wilson y demás pistoleros y cazadores de Texas. Si no encuentras mejor recomen-dación...

-En resumen : yo respondo de él y te lo garantizo. -Eso es hablar bien - manifestó Auchincloss. Y volviéndose hacia el cowboy, le

dijo: -Joven, yo no le conozco a usted; pero mi sobrina me asegura que quedaré

satisfecho de sus servicios y espero que no me dará nunca motivo de queja. Puede continuar trabajando a mis órdenes.

El tono de Auchincloss. pasando de las bromas a las veras, demostró a Elena la necesidad' que su tío presentía de nuevos hombres para los futuros adías de lucha.

Carmichael permaneció delante de Bo, dando vueltas a su sombrero entre las manos, como buscando palabras que no acertaba a pronunciar.

-Señorita Rayner, he quedado muy agradecido -musitó. -¡Oh, no vale la pena! Mas dígame, ¿cómo se llama usted? -quiso saber la

muchacha. -Carmichael. -¿Entonces, por qué le ha llamado también, mi tío, Las Vegas? -No se; esos destripaterrones que me acompañan me llaman a veces así para

divertirse. Mi verdadero nombre es Tom. -A mí me será difícil llamarle de otro modo más que Las Vegas - manifestó Bo. -Si usted me lo permite le diré que no .me gusta - insinuó Carmichael, poniéndose

del color de la grana. Afortunadamente para el muchacho, Dale puso fin a la conversación llamando en

aquel momento a las muchachas a almorzar. Durante la comida, la última de las muchas en aquellos parajes paradisíacos, Elena

habló poco. Bo, en cambio, estaba decidora y locuaz, jugando con los animales, hablando con su tío y bromeando con Dale. El cazador parecía de humor sombrío. Roy mostrábase taciturno, como de costumbre, y Auchincloss se limitaba a desempeñar el papel de espectador; pero cuando Tom se presentó sin pedir permiso y el ranchero vio la figura flexible del gran felino, ya no se pudo contener.

-¡Dale, este es el maldito puma! -exclamó. -Sí, en efecto, éste es Tom. -Pues tendría que tenerlo encadenado o enjaulado -opinó Al. -Tom es tan manso e inofensivo como un cordero. -Eso se lo hará creer a mis sobrinas; pero a mí no. Yo soy un sastre que conoce el

paño - rezongó Auchincloss. -Tío, este animal duerme hecho un ovillo a los pies de mi cama -dijo Bo. Elena corroboró, sonriendo, la afirmación de su hermana. Bo, entonces, llamó a

Tom y le obligó a tenderse delante de ella con la cabeza entre las patas. -¡Si no lo veo, no lo creo! -declaró Al, lleno de asombro-. ¡Tan manso un animal

naturalmente tan feroz! Muchas veces he oído en los bosques el rugido del puma, y no concibo sonido más salvaje y espeluznante. ¿Ruge Tom también tan ferozmente?

-Sí; algunas veces, por la noche -respondió Dale. -¿Piensa usted llevar este animal a Pine? -No. -¿Que hará usted con su colección de fieras? -La seguiré cuidando, como hasta aquí -contestó Dale, sin demostrar queemprendía

la razón de tales preguntas. -¿Pero usted consentirá en venir a mi rancho? -arguyó Auchincloss paladinamente.

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-¿Para qué? Al se rascó la cabeza y miró con perplejidad al cazador. -¿No soy su amigo? Pues para pasar unos días en compañía de un amigo -contestó. -Gracias, Al. La próxima vez que vaya a Pine, patearé por su casa para visitarle.

No creo que sea antes de la primavera. -¡La primavera! -repitió Auchincloss, con ojos ensombrecidos por funestos

presentimientos-. ¡Tal vez ya no esté yo en el mundo de los vivos. -No piense usted tal cosa. Ahora está mejor que nunca, y los cuidados de sus

sobrinas le prolongarán la vida muchos años. Auchincloss no insistió de momento sobre el asunto; pero después de la comida, cuando sus hombres examinaban el campamento y los

animales de Dale, Elena oyó que su tío volvía a la carga. -¿Por qué no quiere venir conmigo? - preguntó nuevamente a Milt Male. -Porque prefiero continuar mi vida selvática de siempre. -No diga tonterías, Milt. No puede continuar cazando osos y domando felinos hasta

que se muera - protestó él viejo ranchero. -¿Por que no? - preguntó el cazador, pensativo. Auchincloss se detuvo un momento antes de contentar, y sacudiendo la cabeza,

como para rechazar una idea, repuso: -Simplemente : porque es mucho más necesario en Pine qué en la selva. -¿Qué dice usted? ¿Quién puede necesitarme, ni acordarse de mí para nada? -¡Yo! Ya ve que me estoy volviendo viejo, valetudinario. Y tengo un terrible

enemigo : Beasley. El rancho, con todas mis propiedades y hacienda, pasará a poder dé Elena. Me interesa encontrar un hombre que lo administre y gobierne. Le ruego acepte el cargo de administrador y .mayoral de mis posesiones y servidores.

-Nunca pude creerme merecedor dé tanta generosidad, Al, y esté usted seguro de mi agradecimiento. Mas no se enfade si declino el ofrecimiento.

-Piénselo bien, Milt. Este país está en vías de rápido crecimiento. El Gobierno está decidido a limpiarlo dé apaches y malhechores y los colonos caerán aquí como lluvia. El porvenir se ¡anuncia próspero. No desperdicie la ocasión qué sé le ofrece. Hay, además, otra razón...

Al llegar a éste punto Al vaciló un instante, mas por fin añadió: -Mi sobrina. Si ella se enamorase de usted, por mi parte no habría inconveniente. -¡Oh, usted se burla de mí! -protestó Dale, indignado. -De ningún modo; digo lo que siento. -Aun siendo así, no puedo forjarme ilusiones sobre el particular, porqué yo no

significaré nunca nada para su sobona. -Pues yo apostaría a que ya la ha interesado -afirmó Al, sin dar su brazo a torcer. Dale movió la cabeza con escepticismo. -Imposible -murmuró. -Milt, no tengo ningún hijo, ni nadie que me defienda, y ya conoce que clase de

enemigo tengo en Beasley -imploró. -Al, me da pena tener que mantenerme en mi negativa - insistió Dale -. Yo no soy

él hombre qué a usted le conviene, no soy él hombre que usted busca. -¿Por qué? -Mire, Al, le hablaré con franqueza. Yo no conozco aún mis puntos débiles; pero

estoy seguro dé que muy pronto saldrían a la superficie si aceptara su ofrecimiento. -¡Ah, ya, vamos! ¡Mi sobrina! -No sé, no sé; no insista. No puedo aceptar su ofrecimiento. -Sí, sí; es menester.

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Elena se levantó y alejóse al oír esto. Había oído lo que su tío no habría dicho si hubiera sospechado que ella estaba cerca. No obstante, estaba muy tejos de de plorar su indiscreción. Una extraña y dulce emoción la embargaba. Cavilosa y agitada caminó algunos pasos la orilla del arroyo, bajo los pinos. Deteniéndose s momentos en un hermoso rincón de la selva, sintió que la belleza del paisaje le calmaba los nervios. Los mi nutos subsiguientes fueron los más felices e intensos que pasó a solas con su pensamiento en aquel paraíso.

Su tío la llamó cuando más engolfada estaba en sus reflexiones. -Elena -dijo esté cazador quiere hacerte donativo dé su caballo negro. Te aconsejo

qué lo aceptes. -Ranger, merece mayores cuidados de los qué yo puedo prodigarle -agregó Dale-.

Por eso le agradécería, Elena, que o' encargue dé él. También le regalo a Pedro. Bo pasó maravillada su mirada del cazador a su hermana. -Claro qué aceptará el regalo -dijo-. Si no lo acepta ella, lo aceptaré yo. Dale se detuvo un momento, indeciso. Tenía una manta en las manos y estaba

dispuesto a ensillar al cahallo. Carmichael se paseaba cerca de Ranger, seducido por la belleza del animal.

-¿Es usted entendido en caballos, Las Vegas? -le preguntó Bo. -No lo dude, y le aseguro que compraría este animal a cualquier precio. -Las Vegas, ha llegado usted tarde -declaró Elena, avanzando hasta colocar una

mano en el animal-. Este caballo es avío. Dale alisó la manta y, doblándola convenientemente, la puso sobre los lomos de

Ranger, colocando encima la silla. -Muchas gracias por el espléndido regalo - le dijo Elena, afectuosa. -No las merece. Soy yo quien se las doy por haber aceptado el obsequio. Y después de asegurarse que el aparejo quedaba debidamente colocado, añadió: -Ya puede montarlo. Y apoyando un brazo en la silla contempló un rato a Elena, mientras la muchacha

halagaba y acariciaba al animal. Elena, serena y dueña de sí, en posesión de su secreto, mimaba, a su vez, fijamente al cazador.

-Nunca podré agradecerle lo bastante su generosa intervención en favor mío y de mi hermana - le dijo.

-No necesita agradecerme nada. Yo soy el primer beneficiado -aseguró Dale. -¿Vendrá usted a Pine con nosotros? -No. -¿Pero no tardará en visitamos? -No sé, tal vez deje pasar algún tiempo antes de ir a verles -respondió. -¿Cuánto tiempo? -No creo les visite a ustedes antes de la primavera. -¡Tanto piensa tardar! ¿No podía venir a visitarme antes? -No sé; no se lo aseguro. -Usted es el primer amigo que he tenido en el Oeste -dijo Elena gravemente. -Ya encontrará usted otros que le harán olvidar pronto a este hombre de das selvas. -No soy yo de las que olvidan a sus amigos, v nunca he tenido un amigo como

usted. -Con gran orgullo escucho esta manifestación. -¿Me promete visitarme en Pine? -Se lo prometo. -Gracias. En este caso ya me marcho más conforme. Adiós, y hasta la vista. -Adiós -repitió Dale, estrechando la mano de Elena.

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Había en la mirada del cazador, clara, franca y hermosa, ciertos dejos de tristeza. La cordial llamada de Auchincloss volvió a Elena a la realidad. Todos estaban ya

montados. Bo se le acercó con su caballo. La expresión de su cara era una mezcla extraña de sentimientos encontrados cuando alargó su mano para despedirse de Milt Dale : tristeza y felicidad, esperanza y nostalgia.

Las acémilas iniciaron el descenso por la verde ladera. Elena fue la última en montar, pero Roy fue el último en separarse del cazador. Pedro siguió de mala gana.

Gozosos y felices marchaban todos por la selva perfumada, entre mirtos y piceas. También el alma de Elena estaba henchida de ventura; pero, en ella, la felicidad no estaba exenta de dolor.

Recordaba que hacia la mitad de la cuesta había un mogote sin vegetación desde la cual se podía divisar perfectamente el campamento de Dale. Su impaciencia le hizo parecer largo el tiempo que tardó en llegar allá. Una vez en el mogote retuvo unos instantes su caballo para despedirse con la vista de los lugares que tanto había llegado a amar.

Roy se unió a ella en aquel momento, reteniendo su caballo a su lado. Enarboló su sombrero al propio tiempo que se despedía por última vez de Dale con un grito, cuyo eco, las montañas -se encargaron de reproducir repetidas veces.

-Hasta ahora, Milt no ha sentido nunca la tristeza de la soledad; pero desde hoy quizá la soledad empiece a pesarle- murmuró, como hablando consigo mismo.

Ranger reanudó la marcha antes que Elena se lo mandara, y, abandonado a su propio instinto, no tardó en internarse por el bosque de piceas. Pronto perdió Elena de vista los lugares en donde había pasado la mejor época de su vida. Durante vanas horas, siguió cabalgando por vericuetos umbríos y olorosos, disfrutando de la belleza orgiástica de los colores, oyendo el murmullo del agua, y revolviendo en su imaginación los recuerdos de los días que acababa de vivir con las palabras que pocas horas antes habían llegado a sus oídos y que le habían descubierto una verdad de hondas e inefables perspectivas que el cazador, aquel hombre extraño de la selva, tan conocedor de la Naturaleza y tan inquebrantable, puro y sencillo como los elementos, se había enamorado de ella sin saberlo.

XV Dale permaneció un buen rato inmóvil, con la cabeza erguida y el brazo levantado,

viendo alejarse a Elena, hasta que desapareció en el bosque. El vasto declive cubierto de piceas parecía habérsela tragado. Lentamente bajo Dale el brazo con un gesto expresivo de una desesperación de que él mismo no tenía conciencia.

Volvió a su campamento con el fin de distraerse dedicándose a los mil quehaceres de su vida selvática. Ni su campamento, ni su refugio, ni su trabajo parecían los de antes.

-Nada tiene de particular este sentimiento -soliloqueaba-, es muy natural; pero es completamente nuevo para mí. Ése es el resultado de tener amigos. A causa de Elena y Bo mi vida ya no es la misma.

No había trabajado aún una hora, cuando advirtió que la soledad empezaba a pesarle por primera vez en su vida. Hasta entonces había puesto siempre toda su atención en su trabajo, consistiera éste en lo que consistiera; pero después de la marcha de las muchachas trabajaba con la imaginación completamente ausente de lo

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que hacía. El osezno gruñía pegado a sus talones, el ciervo domesticado le miraba con ojos

melancólicos e interrogantes, el manso felino paseaba a derecha e izquierda, como buscando algo.

-También vosotros las echáis de menos -dijo Dale-. ¡Que se le va a hacer ! Se han ido, y será preciso que os contentéis con mi compañía.

Le sorprendió descubrir que estaba enojado, irritado consigo mismo y con sus animales, cosa que no le había sucedido nunca hasta

entonces. Varias veces se distrajo hasta el punto de buscar a Bo y a Elena, en continuación de un hábito adquirido. La impresión que recibía cada vez, al darse cuenta de lo que hacía, no podía ser más penosa. Las muchachas se había ido, pero con los ojos de la imaginación las veía el en todas partes. Una vez terminadas -las tareas de su campamento se fue a derribar la rústica construcción que había servido de albergue a las muchachas. Las ramas de picea se habían secado y el viento había levantado un poco el techo. Los costados tendían a caerse hacia la parte de adentro. No teniendo ya ninguna utilidad, Dale determino derribar la choza.

Por primera vez desde que la construyo entro en su interior. Las mantas estaban abandonadas sobre las ramas de piceas, sin orden, como tiradas allí con prisa, pero conservando todavía algo de la forma del cuerpo que habían abrigado. Un chal, que Elena usaba con frecuencia, cubría la almohada de pinochos. De una rama pendía una cinta colorada que Elena usaba a menudo como corbata. Ésas eran todas las prendas que habían quedado olvidadas. Después de contemplarlas largo rato y de recorrer varias veces con la vista el interior de la choza, Dale salió de ella con el convencimiento de que no derribaría nunca una construcción que había servido de albergue a sus dos amigas.

No habiendo almacenado todavía sus provisiones para el invierno, cogió el fusil y salió a cazar. El humor en que estaba le pedía ejercicio y movimiento. Trepo a varias alturas y vio un gran número de ciervos, sin que se decidiera a disparar contra ninguno. Por fin vio un macho que le pareció más bravo y montaraz. Le apuntó y disparo en el mismo instante en que el animal daba un salto enorme para ponerse a salvo. El tiro dio perfectamente en el blanco y el animal rodó por tierra sin vida. Dale se impuso la hercúlea tarea de llevar el animal entero a su campamento. Así, cargado, marchaba bajo los árboles, con el cuerpo cubierto de sudor, con la -respiración ja-deante y todos los músculos locomotores doloridos. Al llegar al campamento soltó al animal en el suelo y lo contemplo un rato. Era uno de los venados más hermosos que había visto. Pero ni al descubrirlo, ni al matarlo, ni al arrastrarlo con un esfuerzo sobrehumano capaz de aniquilar a dos hombres, había experimentado Dale las naturales emociones y la alegría del cazador.

-Es la primera y natural impresión de soledad -reflexionó- después de tantos días de agradable compañía; pero esto pasará pronto.

Equivocábase. La nostalgia de las muchachas había de ser más duradera. Como de costumbre, al volver de la caza, se sentó junto al fuego para observar desde allí la puesta de sol. Como de costumbre también colocó la mano sobre la cabeza del puma; como de costumbre se complació en observar el cambio de color de los últimos fulgores solares, desde el oro al rojo, hasta que la oscuridad envolvía la tierra; como de costumbre recreó sus oídos con el melodioso runruneo del agua. Todos los encantos de la selva, la belleza, la soledad, el silencio, estaban allí, pero el antiguo placer con que los saboreaba parecía perdido para siempre.

Melancólicamente hubo de confesarse que echaba de menos la grata compañía de las muchachas. En su precipitada introspección no distinguía entre Elena y Bo.

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Figurábase que tanto sentía la ausencia de una como de otra. Al acostarse no se durmió inmediatamente, corno solía. A pesar del cansancio tardó un buen rato en pegar los ojos. Los bosques, la selva, las montañas, el campamento, todo parecía haber perdido algo. Hasta la oscuridad de la noche parecía vacía. Por fin se durmió; pero sólo fue para sentirse turbado por sueños agitados y extraños.

Apenas rayó la aurora se levantó y se fue a sus ocupaciones con el paso rápido del hombre acostumbrado a perseguir a los ciervos.

Al final de un día trabajoso, lleno como ninguno de los antiguos alicientes que le proporcionaban la acción y el peligro y de nuevas observaciones realizadas en el fondo de su conciencia, tuvo que confesarse a sí mismo que la caza ya no le proporcionaba el solaz y la alegría de los tiempos pretéritos. Varias veces durante aquel ¿lía, con el viento de las cumbres azotándole el rostro y los dilatados bosques de sauces y piceas extendiéndose a su vista, se dio cuenta de que miraba sin ver, que andaba sin plan ni objeto, soñando como nunca lo había hecho hasta entonces. Una vez que un alce magnífico se le puso a tiro encaramándose gallardo y magnífico sobre una roca, como si provocara a invisibles rivales, Dale ni siquiera se tomó el trabajo de levantar el fusil. En sus oídos sonaba en aquel momento la voz misteriosa de Elena, que le decía: «Milt Dale, tú no eres un indio, tú no eres un hombre que pueda entregarse a la vida egoísta y ociosa de un salvaje. A ti te gustan las soledades de la selva, pero esta vida que llevas no es útil a ningún hombre. El trabajo que no sirve para ayudar a los demás ni es útil a la humanidad ni puede llamarse trabajo.

Desde aquel momento sintió grandes remordimientos de conciencia. No era lo que más le gustaba, sino lo que el deber le dictaba, lo que tenía que hacer. El viejo Al Auchincloss tenía razón. Él estaba malgastando una inteligencia y unas facultades que debían aplicarse a algo que contribuyese al desarrollo y prosperidad de la vida del Oeste. Cuando había adquirido ya la experiencia de la vida, cuando con el conocimiento de las leyes de la Naturaleza había llegado apenas al sentido de la existencia y había comprendido las luchas que los hombres sostienen por la tierra que ocupan, por las propiedades que reivindican y por las ambiciones que les mueven e impulsan, no había motivo para que continuase la vida egoísta y solitaria, privando a la sociedad de un trabajo y de una ayuda que todos los hombres le deben.

Dale no odiaba el trabajo, pero anhelaba la libertad. Vivir solo, vivir en íntimo contacto con la Naturaleza, sentir sus elementos, trabajar y soñar sin coerción alguna, trepar a los riscos y peñascos más altos, dormir y conversar cuando le viniera en gana, sin preocupaciones de ninguna clase y sin que la idea del deber impuesta por las relaciones con los demás hombres le atormentara : éste había sido siempre el ideal de Milt Dale.

Compadecía a los cowboys, a los jinetes, a los pastores, a los hacendados que se afanaban y trabajaban yendo de un sitio a otro en busca de trabajo compensado tan sólo con una exigua retribución. Tal vida no había sido nunca de su agrado. De niño había practicado toda clase de trabajos en compañía de los demás hombres, siendo el que más le había gustado el de serrar madera. Una vez había abandonado un empleo que había conseguido en un rancho porque el dueño le había dedicado a marcar ganado y no le gustaba el olor que desprendía la piel del animal al serle aplicado el hierro candente. La mirada de dolor y los mugidos de las reses le habían indignado. Si los hombres fuesen honrados, no habría necesidad de marcar a los animales. La primera ley de la vida era el instinto de conservación, pero tal como interpretaban esa ley los árboles, los pájaros y todas las plantas, las bestias y los seres de la creación, sin mentira y sin deslealtad. Si todos los seres viven según las leyes de lo que conviene a cada especie, ¿por qué los individuos de la especie humana han de ser diferentes en

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esto a las demás criaturas de la Creación? Pero la filosofía de Dale, fría, clara e inevitable como la misma Naturaleza,

empezó a derrumbarse a los embates de las palabras de Elena. ¿Que había querido ella significar? No que perdiera el amor a la selva, sino que lo tuviera también a la humanidad. Muchas de las palabras de la muchacha tenían profunda y transcendental significación. Él era un hombre joven, fuerte, inteligente, sin vicios. Podía, por lo tanto, ser útil a los demás. ¿A quién? A cualquiera, lo importante era concluir con aquella vida egoísta e inútil. A la pobre viuda Cass, por ejemplo, anciana y coja. O al viejo Al Auchincloss, con un pie en la sepultura, y sus enemigos, y sus propiedades codiciadas por éstos. O a Elena y Bo, nuevas en el Oeste y abocadas a las luchas consiguientes, a la vida del rancho, en -medio de rivales y enemigos. O a tantos otros que conocía en Pine, que habían fracasado y que llevaban una vida dura y miserable, que él podía mejorar con su asistencia y cuidados.

Pero ¿y los deberes que tenía para consigo mismo? Porque los hombres vivían en perpetua lucha, explotándose unos a otros, y cebándose particularmente en los débiles. ¿No estaba con esto justificada su misantropía? ¿Conveníale, acaso, mezclarse con los hombres corrompidos, para corromperse como ellos? La respuesta fue clara y categórica : su deber consistía en vivir en sociedad, manteniéndose puro. La pequeña población de Pine estaba muy necesitada de hombres como él.

Así, Dale, en la oscuridad y silencio de su retiro, llegó a una conclusión que él mismo comprendía no era sino el comienzo de una nueva y más enconada lucha.

Mucho tuvo que pensar y reflexionar para comprender la naturaleza y el carácter de las nuevas luchas que le aguardaban. Pero Elena Rayner le había abierto los ojos, dándole a conocer sus deberes y demostrándole que éstos estaban al lado y no lejos de los demás hombres. No obstante, sentíase perplejo y tímido ante la idea de volverla a ver, de acercarse a ella, de hablarle nuevamente.

De la consideración de sus deberes, sus pensamientos fueron tomando poco a poco un tinte más pasional, acabando por girar únicamente en tomo a Elena.

Al despertarse, al día siguiente, su cabeza era un volcán. Por la noche, durante las pocas horas de sueño, las ideas de la víspera habían continuado trabajando activamente en su conciencia. Las palabras de Auchincloss no se apartaban un instante de su memoria, volviendo a ella, con más insistente empeño, las que le prometieron no oponerse a que conquistara a la sobrina.

Una cosa era proyectar y otra realizar los proyectos. Auchincloss le había hecho pensar en algo que acaso no pudiera realizarse nunca. Las estrellas no podían alcan-zarse con la mano; la vida no podía plasmarse y modelarse a capricho; el destino de las criaturas no podía torcerse. Mas ¿quién le aseguraba a él que Elena Rayner no pudiera ser suya? ¿No habría sido quizá más bien su destino el que le puso en comunicación con ella para que, ,por ella y con ella, emprendiese una nueva vida más en armonía con los fines que el hombre tenía que cumplir en la tierra?

Durante todo el mes de octubre estuvo vagando, como antiguamente, a través de los bosques, con su fusil a cuestas; pero sin hacer uso de él nunca. Recorría millas y millas sin objeto. Su oído y su vista eran, sin embargo, más finos y penetrantes que nunca. Se pasaba horas enteras en un promontorio contemplando a distancia las manchas doradas de los álamos temblones abajo los últimos rayos del sol, en bello contraste con el verde oscuro del bosque. Gustábale contemplar el eterno temblor de sus hojas, en perpetuo movimiento, bajo la brisa, o en los días y horas de completa calma. Muchas veces se sentaba a la orilla de algún torrente o arroyo para deleitar su oído con el concento del agua, mientras con los ojos de la imaginación llenaba aquellos parajes con la figura inolvidable de la ausente. Posábase, con frecuencia, en

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algún alto picacho, para contemplar desde allí, como un águila, la espléndida belleza de los lugares que había elegido para mansión suya, cada día más hermosos, cada día más amados, pero también cada día más tristes, solitarios y melancólicos.

A últimos de octubre cayo la primera nevada. La nieve se fundió en seguida en la parte sur de la cordillera, pero las cumbres y las laderas septentrionales permanecieron blancas.

Dale había trabajado activamente en la preparación y almacenamiento de su provisión de víveres para el invierno, y dedicábase aquellos días a cortar y reunir la leña que había de consumir durante los fríos. Levantaba la mirada y veía con agrado los negros y densos nubarrones que se avecinaban. No tardo en caer una nevada tan tremenda que los pasos y desfiladeros quedaron interceptados por una capa de nieve de más de tres o cuatro metros de espesor. Imposible llegar hasta Pine. Quizás el largo invierno le curaría aquel extraño desorden de sus sentimientos.

Las borrascas y grandes nevadas continuaron durante el mes de noviembre, en las cumbres. La nieve cayo en abundancia; pero la vertiente meridional y soleada de la montaña, en donde Dale tenía su campamento, conservaba sus colores y su temperatura otoñal. Hasta muy entrado el invierno no cuajó la nieve en aquel privilegiado rincón.

Si al principio las nieves no le habían importado, llego el momento en que las vio con desesperación, al pensar que le tenían prisionero. No había comprendido cuánto necesitaba a Elena sino cuando ya era tarde para abandonar el campamento. Se entrego al trabajo con febril actividad; pero no consiguió sino extenuarse físicamente, sin conseguir el alivio que buscaba para las tormentas del alma.

Era la hora de la puesta del sol, y contemplaba él con la nostalgia de costumbre los rosados fulgores de las cumbres nevadas, cuando descubrió la verdad en el fondo de su pecho.

-¡La amo! ¡La amo! -comunicó en alta voz a las cúspides lejanas, a los vientos, a la soledad y silencio de su prisión, a los corpulentos árboles, a los tumultuosos arroyos y a sus fieles animales, en trágica y lastimosa confesión de su debilidad, de su asombro, de sus desesperación.

La lucha ceso cuando Dale se atrevió a mirar cara a cara a su propia alma. Bucear en su conciencia fue para el lo mismo que terminar con sus dudas, sus tribulaciones, sus anhelos y sufrimientos. Pero la fiebre de la inquietud, la incertidumbre v el desasosiego no habían sido nada comparado con el tormento de la pasión que Elena había encendido en su hecho. Con el sombrío propósito de acallar sus pensamientos se entrego con ahinco a las tareas del campamento : el fuego, las comidas, el cuidado de los animales, la reparación de los arreos y la ropa, etc. De este modo, sus días transcurrieron en la actividad; pero ninguna de estas ocupaciones exigía de él una atención especial; todas eran habituales y todas podían realizarse de un modo mecánico y rutinario; y Dale, a ejemplo de muchos hombres que aman la soledad y viven en voluntario retiro, sin retroceder a la condición primitiva del salvaje, era un pensador. Una vez enamorado, el pensamiento no podía ser para él sino una fuente de sufrimientos.

La imagen de Elena Rayner estaba constantemente ante sus ojos. A la luz del sol, no había rincón alguno en su campamento en donde no viera él dibujada la silueta es-belta de su figura, sus ojos oscuros y soñadores, sus labios de carmín y su dulce sonrisa. Por la noche la veía entre las sombras, como un espectro amigo que se acercaba a visitarle bajo los pinos. En las llamas y ascuas del fuego parecíale columbrar los vivos fulgores de su mirada.

La Naturaleza había impulsado a Dale a amar la soledad; pero el amor le había

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hecho sentir su honda significación. La soledad había sido creada para el águila en sus riscos, para el abeto en los ventisqueros de la montaña, para el alce y el lobo en lo más áspero y escabroso de la montaña; pero de ninguna manera para el hombre. Para quien lo ama es posible llegar a sentirse feliz en aquel ambiente salvaje y desolado, pero no es conveniente. El hombre ha de poner siempre sus anhelos en algo inaccesible.

En este caso no se necesitaba más sino el recuerdo de la mujer inalcanzable para amar apasionadamente la soledad, al propio tiempo que ésta se hacía ya insoportable para él. Dale estaba solo con su secreto, y cada pino, cada objeto de la selva era testigo de su abatimiento y dolor.

En la oscuridad de la noche, cuando el viento cesaba y el frío había helado el agua de los torrentes, el silencio se hacía insoportable. Muchas horas que tendría que haber consagrado al sueño, pasábalas paseando bajo los pinos, en la penumbra vaga y mortecina de las pálidas e inclementes estrellas.

Acordábase de las manos de Elena, tan diestras y hábiles. ¡Cuán prestas a la ejecución de todas las tareas del campamento! ¡Cuán graciosas y blancas entre las crenchas oscuras de su pelo al peinarlo! ¡Cuán tiernas y compasivas al curar a cualquiera de sus animales heridos ! ¡Cuán elocuentes al apretar angustiosamente su pecho en los momentos de peligro! ¡Cuán expresivas al descansar suavemente en su brazo!

Dale sentía aquellas manos bonitas y amadas en su brazo, en sus hombros, alrededor de su cuello. Ninguna mujer había apretado su mano y, por lo tanto, hasta entonces, aquellas imágenes no habían podido surgir nunca en su mente, aun cuando había sentido un deseo vago de esas caricias de mujer. Durante el día no le era ex-tremadamente difícil apartar de sí estas alucinaciones; pero por la noche no podía substraerse al imperio de su atracción.

Cuando en el paroxismo de su pasión, Dale, que nunca había probado los labios de una mujer, se imaginaba recibir los besos de Elena, desesperábase inútilmente al considerar su debilidad y amaba a la muchacha tanto como se odiaba a sí mismo. Hubiérase dicho que había experimentado ya aquellos terribles sentimientos en alguna vida anterior, habiéndolos olvidado al volver a nacer. No tenía derecho a pensar en ella; pero no tenía fuerza para evitarlo. Era un sacrilegio pensar en el dulce contacto de sus labios; pero la idea volvía con insistencia a su mente, a pesar de la vergüenza que le producía y las protestas de su honor.

La pasión venció por fin a los estímulos de la honradez, y Dale cesó de esforzarse en rechazar la imagen de Elena y la idea de sus caricias. Vagaba por los bosques ojeroso y melancólico como tantos otros hombres solitarios separados por un cruel capricho de su destino, o por una fatal equivocación, de lo más apetecible a su corazón. Pero esta grande y nueva experiencia contribuyó inmensamente, cuando sus pensamientos se hubieron aclarado con la acción de los días, a ampliar su co-nocimiento de los principios de la Naturaleza aplicados a la vida.

El amor había prendido en su corazón con más fuerza que en los demás hombres a causa de sus años de soledad en la selva, en donde la vida que llevaba era de ver-dadera profilaxis para el alma y para el cuerpo. ¡Cuán simple, cuán natural, cuán inevitable! Hubiera podido amar a cualquier muchacha sana de cuerpo y de espíritu. Como un árbol que lanza sus ramas y sus hojas en dirección del sol, así había él crecido, orientando su naturaleza hacia el amor de una mujer hermosa y sana. ¿Por qué? Porque aquello que más reverenciaba él, la Naturaleza, el espíritu, lo universal, la vida, lo que muchos llaman Dios, había puesto en su pecho en el momento de crearle los tres grandes instintos que le animaban : el de la lucha por la existencia, el de nutrirse v el de reproducirse. Pero, ¡oh, el misterio, la belleza, el tormento y el

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terror de este tercer instinto, esta sed de dulzuras y felicidad suprema al lado de una mujer hermosa!

XVI Elena Rayner dejó caer la labor en su falda y levantó la cabeza, poniéndose a mirar

pensativamente a través de la ventana los campos pelados y amarillos de su tío. Hacía un día de invierno soleado pero muy frío. El viento helado que bajaba de las

montañas nevadas penetraba en la carne como un cuchillo. En los lugares menos expuestos al frío apiñábanse los animales, aguardando pacientemente el fin de la estación invernal. El viento arrastraba por las llanuras la nieve finamente pulverizada.

El interior del rancho de Auchincloss ofrecía todas las comodidades deseables, con sus paredes de ladrillo, sus múltiples cortinas de diversos colores y su gran chimenea de piedra, donde se mantenía constantemente un fuego que templaba los rigores de la temperatura.

Rayner estaba sentada junto al fuego, bien arrellanada en su salón y puesta toda su atención en el libro que tenía en sus manos. Junto a ella estaba Pedro tendido en el suelo con su cabeza entre las patas, buscando el calor de la lumbre.

-¿Ha llamado el tío? -preguntó Elena, saliendo súbitamente de su ensimismamiento.

-No lo he oído -contestó Bo. Elena se levanto y, andando con la punta de los pies para no hacer ruido, levanto

las cortinas para mirar en la habitación que habitaba su tío. Estaba dormido. Muchas veces solía llamar en sus ensueños. Hacía varias semanas que no podía levantarse de la cama, y sus fuerzas disminuían rápidamente. Dando un suspiro volvió Elena a ocupar su asiento cerca de la ventana, reanudando su labor.

-¿Has visto como brilla el sol, Bo? -preguntó a su hermana-. Los días van siendo más largos. ¡Qué alegría !

-Elena, tú siempre estás deseando que los días pasen de prisa. Para mí transcurren más , rápidamente de lo que yo quisiera -respondió su hermana.

Mientras tanto, Bo estudiaba con su mirada los pensamientos de Elena. -¿Te acuerdas mucho de Dale? -le preguntó inopinadamente. -Claro está que sí-contesto Elena, sorprendida de que su hermana pudiera hacerle

tal pregunta. -Bien comprendo que no debía habértelo preguntado -confesó Bo, engolfándose de

nuevo en la lectura de su libro. Elena detuvo tiernamente su mirada en su hermana. En aquel invierno tan lleno de

acontecimientos en el que el cuidado de la casa y las atenciones del rancho y hacienda de su tío le habían absorbido tantas horas, Bo se había distanciado algo. Siempre voluntariosa e indomita, Bo había continuado una vida muy parecida a la que llevara en el campamento de Dale, con gran satisfacción de su tío, enorme sentimiento de Elena, susto y desconcierto de la fiel mejicana que ayudaba a Elena en los cuidados de la casa y trastorno de todos los cowboys que trabajaban en el rancho.

Elena aguardaba pacientemente el -momento oportuno para charlar con su hermana, haciéndole sentir la influencia de sus razones y su cariño; pero cuando ya se disponía a dirigirle la palabra sonaron los pasos de un hombre con espuelas e inmediatamente se oyeron unos golpes en la puerta. Bo corrió a abrirla.

-¡Oh, no es más que usted! -dijo con voz despectiva al recién llegado.

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-¿Como están ustedes? -preguntó la persona a quien Bo había recibido con tanta frialdad.

-Muy bien, señor Carmichael; pero si usted lo prefiere me encontrare muy mal - replico Bo, acentuando la intención malévola de sus palabras.

-¿Mal? ¡Oh, no! -Pues le aseguro que si no quiere verme morir en este mismo instante tendré que

irme a Missouri sin perder momento-añadió Bo con desgaire. -¿Me permitirá usted entrar? -le pregunto Carmichael-. Hace mucho frío afuera y

tengo algo que decir a... -¿A quién? ¿A mí? No le falta osadía -declaró Bo. -Señorita Rayner, siento mucho decirle que no he venido aquí para hablarle a

usted. -¡Ah! ¿no? Ya me extrañaba a mí que usted hubiese venido a excusarse como un

caballero. Puede usted entrar si gusta, mi hermana está aquí para oírle. Elena oyó cerrar la puerta, y cuando volvió la cabeza vio delante de ella a

Carmichael con el sombrero entre las manos. En los últimos meses su cara había dado un gran cambio. Hubiérase dicho que habían transcurrido varios años. Aquellos rasgos francos, frescos y alegres de niño habíanse trocado en los rasgos más duros y acusa-dos de hombre. En realidad nadie como Elena sabía hasta que punto aquel joven era verdadero hombre, pues, como tal, había realizado a la perfección las más duras y complejas tareas del rancho.

-Tal vez le habrá decepcionado, pero yo no he vendo aquí, como le he dicho, para hablar con usted tal y como hubiera podido venir cualquier otro de sus adoradores -dijo todavía con frialdad a la muchacha.

Bo palideció y sus ojos echaban chispas; pero Elena leyó en ellos, más que la indignación, la sorpresa y el dolor.

-¿Otros adoradores? -murmuró-. Me parece que Rayner estaba sentada junto al fuego, bien arrellanada en su salón y puesta toda su atención en el libro que tenía en sus manos. Junto a ella estaba Pedro tendido en el suelo con su cabeza entre las patas, buscando el calor de la lumbre.

-¿Ha llamado el tío? -preguntó Elena, saliendo súbitamente de su ensimismamiento.

-No lo he oído -contestó Bo. Elena se levanto y, andando con la punta de los pies para no hacer ruido, levanto

las cortinas para mirar en la habitación que habitaba su tío. Estaba dormido. Muchas veces solía llamar en sus ensueños. Hacía varias semanas que no podía levantarse de la cama, y sus fuerzas disminuían rápidamente. Dando un suspiro volvió Elena a ocupar su asiento cerca de la ventana, reanudando su labor.

-¿Has visto como brilla el sol, Bo? -preguntó a su hermana-. Los días van siendo más largos. ¡Qué alegría!

-Elena, tú siempre estás deseando que los días pasen de prisa. Para mí transcurren más, rápidamente de lo que yo quisiera -respondió su hermana.

Mientras tanto, Bo estudiaba con su mirada, los pensamientos de Elena. -¿Te acuerdas mucho de Dale? -le pregunto inopinadamente. -Claro está que sí-contestó Elena, sorprendida de que su hermana pudiera hacerle

tal pregunta. -Bien comprendo que no debía habértelo preguntado -confeso Bo, engolfándose de

nuevo en la lectura de su libro. Elena detuvo tiernamente su mirada en su hermana. En aquel invierno tan lleno de

acontecimientos en el que el cuidado de la casa y las atenciones del rancho y hacienda

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de su tío le habían absorbido tantas horas, Bo se había distanciado algo. Siempre voluntariosa e indomita, Bo había continuado una vida muy parecida a la que llevara en el campamento de Dale, con gran satisfacción de su tío, enorme sentimiento de Elena, susto y desconcierto de la fiel mejicana que ayudaba a Elena en los cuidados de la casa y trastorno de todos los cowboys que trabajaban en el rancho.

Elena aguardaba pacientemente el momento oportuno para charlar con su hermana, haciéndole sentir la influencia de sus razones y su cariño; pero cuando ya se disponía a dirigirle la palabra sonaron los pasos de un hombre con espuelas e inmediatamente se oyeron unos golpes en la puerta. Bo corrió a abrirla.

-¡Oh, no es más que usted! -dijo con voz despectiva al recién llegado. -¿Como están ustedes? -preguntó la persona a quien Bo había recibido con tanta

frialdad. -Muy bien, señor Carmichael; pero si usted lo prefiere me encontraré muy mal -

replico Bo, acentuando la intención malévola de sus palabras. -¿Mal? ¡Oh, no ! -Pues le aseguro que si no quiere verme morir en este mismo instante tendré que

irme a Missouri sin perder momento -añadió Bo con desgaire. -¿Me permitirá usted entrar? -le pregunto Carmichael-. Hace mucho frío afuera y

tengo algo que decir a... -¿A quién? ¿A mí? No le falta osadía -declaró Bo. -Señorita Rayner, siento mucho decirle que no he venido aquí para hablarle a

usted. -¡Ah! ¿no? Ya me extrañaba a mí que usted hubiese venido a excusarse como un

caballero. Puede usted entrar si gusta, mi hermana está aquí para oírle. Elena oyó cerrar la puerta, y cuando volvió la cabeza vio delante de ella a

Carmichael con el sombrero entre las manos. En los últimos meses su cara había dado un gran cambio. Hubiérase dicho que habían transcurrido varios años. Aquellos rasgos francos, frescos y alegres de niño habíanse trocado en los rasgos más duros y acusa-dos de hombre. En realidad nadie como Elena sabía hasta qué punto aquel joven era verdadero hombre, pues, como tal, había realizado a la perfección las más duras y complejas tareas del rancho.

-Tal vez le habrá decepcionado, pero yo no he vendo aquí, como le he dicho, para hablar con usted tal y como hubiera podido venir cualquier otro de sus adoradores -dijo todavía con frialdad a la muchacha.

Bo palideció y sus ojos echaban chispas; pero Elena leyó en ellos, más que la indignación, la sorpresa y el dolor.

-¿Otros adoradores? -murmuró-. Me parece que quien va a llevarse una gran decepción es usted, cuando sepa que a mi no me

gustan los hombres jactanciosos -replicó Bo, muy satisfecha de la hiel que había puesto en estas palabras.

¿Jactancioso, yo? Todo menos eso. Si supiera usted cuan descontento estoy de mi mismo, sobre todo estos días...

-No me sorprende. Es usted un hombre detestable y yo le aborrezco con todo mi corazón.

Al oír esto el cowboy bajó la cabeza y no vio a Bo retirarse de la habitación ; pero oyó cerrar la puerta y. coligiendo que se había quedado solo con Elena, se acerco a ella con ánimo de dirigirle unas palabras.

-No se desconsuele usted, Las Vegas -le dijo Elena sonriendo-. Bo tiene muy mal carácter.

-Señorita Elena, yo soy como un perro; cuanto peor, me trata, más la quiero-

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contestó dando un suspiro. A la simpatía que desde el primer momento había sentido Elena por aquel

muchacho, se añadía la admiración, el respeto y el aprecio. Carmichael tenia el rostro atezado por la acción del sol y el aire. Sus botas, su cinturón y las pulseras de cuero que llevaba en sus muñecas estaban gastadas por el uso; al respirar profundamente saltaba de su pecho y hombros el polvo que había quedado prendido en su ropa. Era el hombre que había estado trabajando asiduamente en el campo; no era ya el muchacho dispuesto al baile, al jolgorio o a la parranda.

-¿Que ha hecho usted para merecer de tal modo la inquina de Bo? Mi hermana está furiosa contra usted. Nunca la vi tan enojada como hoy.

-Señorita Elena, ahora sabrá usted lo sucedido -contestó Carmichael-. Bo sabia que yo estaba enamorado de ella, por mi mismo. Le rogué que me diera una contestación definitiva; un si categórico, o un no rotundo. Aunque parezca imposible, nunca me dio el no, pero tampoco pronunció el si. Hemos tenido tres o cuatro discusiones fuertes, siendo la más corta, pero la más agria de todas, esta última.

-Bo me contó una de ellas -dijo Elena-, pero me dijo que la tuvieron porque usted había bebido.

-Eso es verdad. Ella me hizo enfadar y entonces yo fui y me emborraché. -Pues eso está muy mal hecho -protestó Elena. -Tal vez si; pero no es fácil desprenderse radicalmente de una costumbre

inveterada. Antes me gustaba mucho la bebida, y desde que conozco a Bo no me he emborrachado sino una sola vez. Si se lo dijeran a mis antiguos compañeros de Las Vegas, no lo creerían. Prometí a Bo no volverme a emborrachar y he cumplido mi palabra.

-Le felicito. Pero dígame ya la causa del enfado de ahora. -Bo habla demasiado con todos los cowboys -declaró Carmichael bajando la

cabeza-. La semana pasada la llevé al baile del Ayuntamiento. Era la primera vez que se dignaba ir conmigo a alguna parte. Excuso decirle lo orgulloso que yo iba a su lado. Pero aquel día tuvimos una trifulca de mil diablos.

-Dígame usted, cuéntemelo todo -rogó Elena-. Yo tengo la responsabilidad de mi hermana y necesito saber lo que hace.

-Aquel día su hermana no se portó bien -dijo Carmichael-. Todos los muchachos están locos por ella y Bo hablo y bailó con todos mucho más que conmigo.

-Pero, mi buen Carmichael, ¿acaso son ustedes novios? -arguyó Elena. -¡Oh, Dios mío, si lo fuéramos! -suspiró el cowboy. -Entonces, ¿cómo quiere usted que ella no hablase ni bailase sino con usted? ¡Sea

usted razonable! -Es imposible estar enamorado y ser razonable, señorita Elena-repuso Carmichael-.

No sé como expre sarme, pero lo que su hermana hizo no está bien, porque no se juega así con un

hombre. -¿Quiere usted decir que mi hermana ha coqueteado? -Exactamente. -Las Vegas, temo que tenga usted razón -confesó Elena con zozobra- Continúe

explicándome lo ocurrido. -Turner, el servidor de Beasley, empezó a hacer a su hermana objeto de sus

obsequios -repuso Carmichael cerrando los ojos como si el recuerdo de lo que decía le causase profundo dolor-. Turner no me inspira ninguna simpatía. Es vicioso, pendenciero, fanfarrón. Se jacta de enamorar a todas las muchachas, y lo peor del caso es que en esto tiene razón. Aquel día no hizo otra cosa sino andar detrás de Bo

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bailando con ella uno de los bailes que ella tenia comprometidos conmigo. Turner, se nos acercó para decirnos que aquel baile era suyo, y entonces Bo, haciéndose la inocente, se volvió a él diciéndole: »¿De veras? ¡Ay, lo había olvidado! » Y dirigiéndose a mí, me dijo: »Dispénseme, amigo Carmichael». Y se marchó con el otro gozosa y satisfecha. Yo me quedé corrido y despechado, pero reconociendo que Turner baila mejor que yo, y siendo mi propósito proporcionar a Bo aquel día unas horas de diversión, no tuve más remedo que conformarme. Lo que originó la trifulca fue que yo vi a Turnar pasándole el brazo alrededor del cuerpo, en un momento en que la música no sonaba, sin que ella hiciera nada por desasirse de el. Únicamente le empujó un poco para separarle de ella cuando comprendió que yo la veía. Al regresar hube de quejarme de su proceder y me dijo cosas que prefiero olvidar. Entonces yo, señorita Elena, abracé con fuerza a su hermana y le di un beso apasionado, preguntándole al soltarla »Bueno, y ahora, ¿querrá usted casarse conmigo?»

Al concluir este relato, sus ojos transparentaban la angustia de su alma. -¿Y qué hizo Bo? -preguntó Elena, inquieta. -Me pegó una tremenda bofetada -declaró Carmichael-, y en seguida me dijo:

«Antes le prefería a usted, pero desde este momento le odio». Y entrando hecha una furia en la casa me dio con la puerta en las narices.

-Creo que usted cometió una gran equivocaciónaseveró Elena. -Si yo pensara lo mismo, ya le habría pedido perdón. Pero no creo haber obrado

mal. Al contrario, estoy muy satisfecho de lo que hice. Yo no soy más que un cowboy. Nunca trabaje ni hice nada serio antes de conocer a su hermana; pero desde que la conozco no hago sino trabajar, estudiar y aplicar todas mis energías al logro de una posición que poder ofrecerle. Ya no bebo y ahorro todo el dinero que gano. Ella lo sabe y una vez me dijo que estaba satisfecha y orgullosa de mí. Ella sabe que la amo, que por su amor he dejado de ser quien era, he cambiado completamente y me he convertido en un hombre serio y formal. Sabe también que antes no me hubiera atrevido nunca ni siquiera a cogerle una mano; pero sabe asimismo que ha coqueteado con Turner y que yo tan sólo por esta causa la besé.

-Pero ella es una niña -excusó Elena-. Ha de comprenderlo usted. Todo este cambio que ha habido en su vida, el Oeste, la vida selvática, las emociones, la nove-dad, y ustedes mismos perdiendo todos la cabeza por ella, la han sacado un poco de sus casillas. Pero es buena, tiene un corazón de oro, y no tardará en poner fin a sus ligerezas.

-Ya lo sé -asintió Carmichael- pero el Oeste es el Oeste, las mujeres no abundan y una joven como su hermana es capaz de calentar la sangre a mucha gente, y como aquí no nos lo pensamos mucho para empuñar un arma, podría suceder que alguna sangre se derramase por causa de ella, si continúa con sus coqueterías.

-¡Pensar que nuestro tío todavía le da alas! -exclamó Elena con la imaginación llena de aprensionesLe instiga a que cuente lo que los muchachos le han dicho y la oye con gran complacencia cuando ella da cuenta de sus correrías. ¿Qué podré hacer yo que he de cumplir con mi hermana los deberes de una madre?

-Señorita Elena, ¿le gustaría a usted que yo me casara con su hermana? -preguntó el cowboy con la sencillez y la naturalidad propias del hombre que no conoce el disimulo y los convencionalismos artificiales.

En otra ocasión Elena hubiera podido vacilar antes de dar una respuesta a esta pregunta; pero después de lo que había oído, ante los peligros que recelaba para su hermana y la lealtad y honradez de Carmichael, no había vacilación posible.

-Sí -respondió adelantando la mano para estrechar la del cowboy. -En este caso nada tenemos que temer-repuso Carmichael cogiendo con efusión la

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mano de Elena-. Y ahora voy a decirle por que he venido. Y bajando la voz, preguntó: -¿Duerme ahora su tío? -Sí - contestó Elena. -Me parece que haríamos mejor en cerrar esa puerta. Elena se levantó a satisfacer los deseos del cowboy, hacia quien se sentía atraída

por fraternal simpatía y cordial afecto. -Siento ser el que le traiga todas las malas noticias -dijo Carmichael con aire de

excusa. Elena estaba ya preparada. Había sufrido ya bastantes calamidades : pérdidas de

ganado, de caballos, de ovejas ; deserción de algunos servidores de su tío que se ha-bían ido a ofrecer sus servicios a Beasley, mercancías que no habían llegado cuando más necesidad se tenía de ellas, luchas entre los cowboys, e incumplimiento de lo pactado por parte de algunos vecinos con quienes su tío sostenía negocios.

-Su tío Al se fía mucho de Jeff Mulvey - prosiguió Carmichael. -En efecto, tiene en él depositada toda su confianza -asintió Elena. -Pues siento decírselo, señorita Elena -advirtió el cowboy amargamente-, ese

Mulvey no es lo que parece. -¡Oh! ¿Qué quiere usted decir? -Sencillamente, que Mulvey está preparado para irse a servir a Beasley con todos

los hombres que quieran seguirle, tan pronto como su tío se muera. -¡h! ¿Es posible tanta deslealtad en un hombre que ha estado sirviendo a mi tío

durante tantos años? ¿En qué se funda usted para creer lo que dice? -Hace ya tiempo que lo sospechaba, pero nada decía porque no tenía la seguridad

de lo que luego he descubierto. Mulvey se ha mostrado muy afectuoso conmigo durante estos últimos días y yo he aceptado sus obsequios con excepción de la bebida. También sus secuaces han hecho todo lo posible por ganar mi amistad. Lewis se acercó a mí el otro día con propósito de conquistarme para que me pasara con ellos al servicio de Beasley inmediatamente después de la muerte de su tío. Yo fingí aceptar su proposición, con objeto de tirarle de la lengua y conocer mejor sus intenciones, pero Lewis me dijo solamente que intentaba pasarse al servicio de Beasley con Jeff y otros servidores de su tío.

-¡Oh, esos hombres piensan abandonarme tan ignominiosamente! Pero, ¿por qué? -Beasley los ha convencido. A la muerte de su tío, usted heredará el rancho que

Beasley codicia. Él y su tío de usted tuvieron varios negocios juntos tiempo atrás y Beasley ha hecho creer a todo el mundo que su tío le debe dinero. Mostrará documentos y con ayuda de los hombres que se han pasado del servicio de su tío al de él entrará en posesión de lo que usted herede. Lo que le digo es la pura verdad; puede creerlo como el Evangelio.

-De su veracidad no dudo -suspiró Elena-. Lo que no puedo creer fácilmente es tamaña felonía por parte de los servidores de mi tío.

-La expoliación se llevará a cabo de la manera más sencilla. Aquí no hay más ley que la de la posesión. Una vez Beasley se asiente en las tierras de su tío, éstas serán suyas. ¿Qué podrá usted hacer sin hombres que luchen para defender' su herencia?

-Algunos hombres me quedarán, espero -insinuó Elena. -Indudablemente; pero no en suficiente número. -En ese caso siempre me quedará el recurso de contratar a otros. Por ejemplo, a los

hermanos Beeman. Además, Dale siempre está dispuesto a venir a ayudarme -manifestó Elena.

-Dale si viniera sería un elemento de considerable valor -concedió Carmichael -.

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Pero no hay modo de avisarle, ni esperanzas de que salga de su campamento, porque está bloqueado por las nieves, que no se fundirán hasta el mes de mayo.

-No me atrevo a consultar con mi tío, por temor de que el disgusto que le diera al ponerle en autos de lo que ocurre acabara con su vida.

-El asunto presenta mal cariz-repuso Carmichael dando a entender claramente que tenía una idea- Y, señorita Elena, para arreglarlo no hay más que un medio, muy eficaz aquí en el Oeste.

-¿Cuál es? -preguntó Elena con curiosidad. Carmichael permaneció unos segundos erguido delante de ella, mirándola

fijamente. En su cara se retrataba una expresión de misterio. Sus rasgos no tenían ya nada que ver con los de aquel cowboy, franco y amable, que delatara sus primeras impresiones. En sus ojos se transparentaba un sentimiento extraño, frío y seguro como su propia mirada.

-Algunas veces encuentro a Beasley en la taberna. Fácil me sería trabar con él alguna discusión que degenerara en reyerta, y matarle.

-¡Carmichael, no hablará usted en serio! -exclamó Elena, escandalizada por lo que acababa de oír.

-Muy en serio, señorita. Éstos son los únicos procedimientos que valen aquí en el Oeste. Y más sencillo que prender a una ternera con el lazo. Estas gentes de Pine son poco duchas en el manejo de las armas; en cambio, yo vengo del país de los pistoleros. Si yo me encargo de arreglarle el asunto de esta manera, puede usted dormir tranquila que Beasley no la desposeerá a usted de sus propiedades.

Elena dejó al muchacho en la creencia de que ella había temido por su vida, pero lo que a ella le había verdaderamente horrorizado era la posibilidad de que se derramase sangre humana por su causa.

-¿Usted sería capaz de matar a Beasley nada más que porque hasta sus oídos han llegado algunos rumores de la traición de ese mal hombre? -preguntó Elena.

-¿Por que no, si no hay otro remedio mejor? -replicó el cowboy. -No, no; eso es demasiado monstruoso. No comprendo cómo usted puede hablar

con tal sangre fría de un homicidio. -Con sangre fría no. ¡Si supiera usted lo que que cuesta pensar en una cosa así! -

manifestó Carmichael con forzada sonrisa. -Pues sepa usted que de ningún modo admito su ofrecimiento. Por otra parte, no

creo que Beasley llegue a desposeerme nunca de mi herencia. -¿Y si lo consigue? ¿Qué dirá usted entonces? -Lo mismo que ahora-aseveró Elena. Carmichael bajó la cabeza pensativamente, mientras alisaba con sus manos

morenas su sombrero. -Bien se ve que usted es nueva en el Oeste -afirmó sin más excusa-. Bien se ve que

se necesita mucho tiempo para conocer las costumbres de un país. -Sean las que sean estas costumbres, yo no quiero que aquí, ni en el Este ni en

ninguna parte, haya peleas, tiros y sangre derramada por mi causa, aunque peligre mi vida -declaró Elena con tal firmeza que al cawboy no le quedaron más ganas de insistir.

-Muy bien, señorita Elena - murmuró -; esté usted segura de que respetaré sus deseos. Únicamente le prevengo que si Beasley llega a realizar sus perversos de-signios, yo sabré entendérmelas con él y arreglarle las cuentas.

Elena no pudo sino expresar con la mirada, al acompañarle a la puerta, su temor de lo que presentía como un resultado inevitable de la adhesión y lealtad de aquel muchacho hacia ella, y del amor que sentía por su hermana.

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-Más valdría de todos modos que me anticipara a los acontecimientos y me las entendiera antes con ese bastardo. Nos evitaríamos así muchos disgustos -añadió to-davía Carmichael, antes de irse.

-¿Bastardo? ¿Llama usted bastardo a Beasley? -Sí, nació en Magdalena, de padres no muy bien conocidos. -¿Qué importa eso? Las más rudimentarias leyes de humanidad nos impiden matar,

sea a quien sea. -Bien, señorita Elena, esperare a que usted se vuelva loca y me dé la orden, o bien

a que Beasley... -No tenga miedo de que enloquezca hasta el punto de que le dé una orden

semejante -interrumpió Elena-. No soy tan sanguinaria. -Pues yo apostaría lo contrario -repuso Carmichael-. Tal vez crea usted que se

domina mejor que su hermana, pero yo me figuro que una vez puesta en el disparadero ha de ser usted más terrible. ¿No ve usted que corre por sus venas la sangre de los Auchincloss?

Aunque sonreía al decir esto como con deseo de atenuar el efecto de sus palabras, la verdad era que pensaba y creía lo que decía.

-Las Vegas, no. se puede decir nunca «de esta agua no beberé». De todos modos, si alguna vez hubiera disgustos serios, antes de tomar ninguna determinación venga a consultar conmigo.

-Se lo prometo-aseguró Carmichael antes de retirarse. Carmichael dejó a Elena temblorosa y emocionada. Sus palabras le habían

asustado. Ya no dudaba de la gravedad de la situación. Había visto a Beasley varias veces, algunas de ellas bastante cerca, e incluso hubo ocasión en que le fue preciso hablarle, habiendo podido observar que ella había despertado en él un interés particular. En aquella ocasión, sin embargo, ocupada como estaba en rehuir los asedios de Riggs empeñado en no dejarla a sol ni a sombra, había tardado en descubrir la intención de Beasley de organizar con su ayuda una escuela para los niños de Pine. Riggs había llegado a hacerse famoso en la comarca, aun cuando no había logrado conquistarse sino muy escasas simpatías. Pasaba la mayor parte de tiempo en juergas y francachelas. Era borracho y jugador. Todo el mundo sabía en Pine que si estaba allí era por Elena Rayner. Dos veces le había llevado a caballo hasta el rancho, habiendo logrado en una de ellas entrevistarse con la muchacha. A pesar de la indiferencia que ella le demostraba, era lo cierto que no gozaba de completa libertad por causa de él. Otro hombre había en la comarca que pronto influiría también de un modo decisivo en su vida. Beasley.

La responsabilidad del rancho llego a ser una carga muy pesada para ella. Los ,métodos de administración y explotación de las fincas, introducidos por su tío, no eran a propósito para una joven de su sensibilidad. Él era viejo, irritable, terco y duro. Se había conquistado la enemistad o la antipatía de casi todos los vecinos, quienes, como es natural, miraban también con malos ojos a Elena. Su tío no había cometido nunca la menor deslealtad con nadie, ni siquiera había incurrido en ninguna acción vituperable; pero su carácter era tenaz e irreductible: su inteligencia y energía habían suscitado además contra él la ojeriza de las almas envidiosas.

A medida que la enfermedad de su tío iba minándole la naturaleza y quitándole las fuerzas, Elena iba tomando resoluciones por su propia cuenta con resultados bastante halagüeños. Pero la felicidad que había esperado encontrar en el Oeste tardaba demasiado en llegar. Acordábase constantemente de los días pasados en el campamento de Dale, días que se le aparecían en su memoria tanto más dulces y ledos cuanto más lejano y vago su recuerdo. Bo era para ella un consuelo, pero también una

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fuente inagotable de incertidumbres y temores. Hubiera podido ser una ayuda para Elena si no se hubiese adaptado tan rápidamente a las costumbres del Oeste. Así fue como Elena se vio obligada a valerse, cada día más y más, de sí misma, sin poder contar más que con la ayuda de Carmichael, única persona de cuya adhesión y fidelidad no podía dudar. Elena continuo sentada junto a la ventana mirando el campo y considerando las circunstancias de su vida con una sangre fría y un sentido de la realidad que muchas personas más experimentadas que ella le hubieran envidiado. Pronto comprendió que iba a ser poco menos que imposible conservar su propiedad y vivir entre las gentes que le rodeaban, conforme a las leyes y a la idea de justicia y honradez que hasta entonces había constituido la norma de todas sus acciones. Estaba ya convencida de que le iba a ser necesario luchar y para ello necesitaba amigos. Esta convicción suscitaba en su pecho un gran agradecimiento hacia Carmichael por todo lo que este bravo muchacho había hecho por ella. Sentía no haberlo comprendido antes, pero se proponía enmendar en lo sucesivo su anterior olvido.

No había ningún mormón empleado en su rancho por la sencilla razón de que Auchincloss no los quería; pero en uno de los momentos de buen humor, cada vez más raros, había admitido que los mormones eran buenos muchachos, sobrios, fieles y trabajadores, no teniendo otro motivo para no quererles sino la soberbia que les acha-caba. Elena tomo la determinación de contratar a los cuatro Beeman y a cualquiera de sus parientes o amigos que se presentaran; y decidió hacerlo sin que su tío se enterase. Se puso a pensar de nuevo en Carmichael y el deseo de éste de recurrir al auxilio de Dale. Pronto llegaría la primavera, con la multiplicidad de tareas para el rancho. Dale había prometido ir a verlas una vez pasado el invierno, y Elena esperaba que el cazador cumpliría su palabra. Su corazón latía algo más de prisa a pesar de lo absorta que estaba su mente en los asuntos que le preocupaban. Dale estaba todavía bloqueado por las nieves. Elena casi le envidiaba. Nada de particular tenía su amor a la soledad en un paraje tan hermoso, plácido y atractivo como el que había elegido para fijar su campamento. Pero la vida que llevaba allí el cazador, retirado del mundo y apartado de la sociedad de los hombres, era egoísta y censurable, y Elena pensaba hacérselo comprender así. Elena necesitaba su ayuda. Cuando recordaba su vigor físico y las proezas realizadas con los animales comprendía lo que podía hacer aquel hombre en lucha legítima y generosa con los demás hombres. Sonreíase ante la idea de que Beasley intentara desposeerla de su propiedad si contaba con la ayuda de Dale. Lo único que conseguiría Beasley en tal caso sería atraerse la desgracia y el desastre sobre su propia cabeza. ¿Contestaría Dale a Carmichael cuando éste requiriese su auxilio? ¡Quién sabe¡ Carmichael era hombre impulsivo, Dale era hombre reflexivo. Estas cualidades precisamente habían sido la causa de que buscara su dicha y su ventura en la soledad de los bosques, lejos y apartado de los demás hombres, a quienes consideraba envidiosos, crueles, fementidos y malos. Elena se complacía en reconocer que Dale era diferente de su tío y de los demás hombres que ella había conocido; pero abrigaba ciertas dudas con respecto a él. Recordaba la calma con que había hablado de Snake Anson, admitiendo como posible que él le diera muerte por defenderla a ella y esta idea le hizo estremecerse del mismo modo que cuando oyó que Carmichael estaba dispuesto a matar a Beasley. Atormentada por la idea de que podía llegar el caso de carecer de la influencia necesaria para detener a Dale, rechazó de su mente estas ideas. No comprendía por qué si le parecía mal que Carmichael matara a Beasley, le pareciera peor, muchísimo peor, que fuese Dale quien ejecutase el homicidio.

Sus meditaciones fueron interrumpidas por Bo, quien se le acercó con la mirada irritada y expresiva de verdadero enfado. No cambió su actitud sino cuando advirtió

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que Elena estaba sola en la estancia. -¿Se ha marchado ya ese cowboy? -preguntó. -Sí, hace ya bastante rato -contestó Elena. -No sé si será lo que él te ha dicho que te ha puesto tan contenta, pero te aseguro

que tienes mejor color; tus ojos brillan y estás hasta más bonita que de costumbre. -¿De veras? -preguntó Elena riéndose- Pues mira, Bo, tienes razón; él es la causa

de este cambio que notas en mí. Pero no tengas celos. -¿Celos yo? ¿Celos de ese salvaje, de ese bandido, de ese antipático? De ningún

modo, Elena, de ningún modo. Mas cuéntame lo que te ha dicho. -Muchas cosas, Bo -respondió Elena, pensativa-. Todas te las diré, pero despacio.

Primero necesito preguntarte si sabes qué ha hecho Carmichael para ayudarme. -No. Las últimas veces que hemos hablado ha sido sólo para pelearnos. Así que por

él no sé nada. Elena se sonrió regocijada. Tenía ganas de hablar claramente a su hermana; pero

no quería faltar a la palabra dada al cowboy. -Be, tan ocupada como estás en montar y desbravar potros salvajes, en conversar

con los cowboys, en leer y en retirarte a tus habitaciones para guardar a solas tus secretos sin ocuparte de las tribulaciones de tu hermana, hace algunos días que no has tenido tiempo para enterarte de lo que a mí me pasa.

-¿Qué dices, hermana? -exclamó Be, cogiéndole las manos con cariño. -La pura verdad-replicó Elena con voz suave y cariñosa, difícil de resistir, mucho

más penetrante y eficaz que cualquier reproche. -Tienes razón, hermana-exclamó Bo, contrita-, en quejarte de lo abandonada que te

tengo; pero tú me decías algo más y esto es lo que quiero saber. ¿Acaso guardas tú secretos para mí?

-Querida hermana, pocas ocasiones me proporcionas tú para aliviar mi pecho. -Pero yo me he sentado al lado de mi tío, lo he cuidado lo mismo que tú-dijo Bo en

son de disculpa. -Sí, te has portado muy bien con él. -¿.Tenemos acaso otras zozobras? -Tú, no ; pero yo sí -repuso Elena, en tono de fraternal reproche. -¡Oh! ¿Por que no me lo has dicho antes? -prorrumpió Bo en un rapto de sincero

cariño hacia su hermana -. ¿Qué zozobras, qué penas tienes tú? Cuéntamelas ahora. ¿O te figuras que yo soy una muchacha egoísta incapaz de tomar parte -en los disgustos de mi hermana?

-Bo, muchas han sido mis preocupaciones de estos días, pero lo peor de todo es lo que se avecina-contestó Elena, explicando a continuación a Bo las complicaciones y dificultades que ofrecía la administración y el gobierno de una hacienda como la de su tío, sobre todo cuando el dueño estaba enfermo, no recordaba bien las cosas y tenía un carácter en exceso duro y tenaz ; cuando tenía montones de oro y billetes, y olvidaba sus compromisos y aplicaciones; cuando los vecinos se le acercaban a ella con quejas y reclamaciones; cuando los cowboys y pastores estaban descontentos ; sosteniendo querellas entre sí; cuando era preciso alimentar grandes masas de ganado vacuno y lanar y durante un invierno extremadamente frío e inclemente; cuando era preciso recibir vituallas y provisiones que no podían llegar sino después de cruzar desiertos dilatados y fangosos; y, por último, cuando se tenía un enemigo que, como Beasley, le quitaba a una los mejores servidores con objeto de arrebatar las propiedades a los legítimos herederos, a la muerte del dueño. A esto añadía Elena noticias exactas de cómo Carmichael le había servido y estaba dispuesto a continuar ayudándola, impulsado por sus sentimientos de fraternal estimación hacia ella; pero al llegar aquí,

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Bo se cubrió la cara con las manos y se puso a gritar, hecha una furia -No quiero oír más, Elena, no quiero que me nombres a ese monstruo. -Pues necesito hablarte de él -repuso Elena, inexorable-. Quiero que tengas idea

exacta de su adhesión y lealtad. -¡Pero si le odio! -Bo, he de confesarte que sospecho que eso no es verdad. -¡Oh, sí, sí! -Pues tus acciones y actitudes me demuestran lo contrario. -Elena, veo que estás decidida a defenderle. -Sí, lo estoy-asintió Elena-, porque así me lo manda mi conciencia. He tardado en

apreciar lo que este muchacho vale; pero al fin he podido comprender que es todo un hombre. En tres meses ha cambiado enormemente; tengo de él la mejor idea; serio, formal, buen muchacho...

-Apostaría a que te ha hecho el amor -interrumpió Bo. -No digas tonterías, Bo -reprendió ásperamente Elena-. Carmichael no me ha

demostrado sino sentimientos de fraternal afecto. Pero has de saber que si me hubiera hecho el amor, yo me habría mostrado, por lo menos, más agradecida que tú.

Bo estaba pálida, las lágrimas se le saltaban de los ojos, y en la garganta un nudo apenas si le dejaba hablar.

-He sido dura con él, pero aún se merecía peor trato, porque le odio y seguiré odiándole toda la vida; de manera que no me hables más de él.

Elena, sin embargo, se obstinó en contar a su hermana en breves palabras lo hablado con Carmichael, explicándole toda la significación que para ella tenía el ofrecimiento que él le había hecho de matar a Beasley, como único modo de que éste no se apoderara de la hacienda que ella tenía que heredar.

Bo, al oír esto, se resató en lágrimas, abrazándose a su hermana. -Elena, después de esto no me queda más remedio que amarle más que nunca-

confeso, confusa y desesperada. Elena la apretó cariñosamente contra su pecho, tratando de consolarla y

confortarla, como en los días no muy lejanos todavía en que las cuitas no eran tan graves y amenazadoras.

-Claro que le amas -arguyó-; hace días que lo he adivinado y lo celebro de veras. Pero tú has sido una locuela y tu orgullo no te ha permitido rendirte a la evidencia. Has querido coquetear con otros muchachos. Has coqueteado. Tu conducta merece una repulsa.

-Él tiene la culpa, por habérseme mostrado autoritario. Cualquiera hubiera dicho que yo ya le había dado derechos sobre mí. Esto me disgustó extremadamente, y para darle una lección coqueteé un poco con Turner. Él entonces hizo cambiar mi amor en odio, insultándome.

-No despotriques, Bo; es imposible amar y odiar a la vez a la misma persona -protestó Elena.

-¿Qué sabes tú de eso? -objetó Bo -. Te aseguro que es posible. ¿Has visto alguna vez a un cowboy atrapando a un caballo con el lazo v echándole al suelo después de atarle vigorosamente las patas?

-Sí, lo he visto. -¿Tienes idea de la fuerza que tiene un cowboy en sus manos de hierro? -Me lo figuro. -¿Te imaginas también lo salvaje y feroz que puede llegar a ser? -Me lo imagino. -¿Tienes asimismo idea de cómo se apodera de todo cuanto codicia?

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-Admito que los cowboys son rudos y valientes -dijo Elena sonriendo. -Pues bien, Elena, dime que pensarías tú de un cowboy que cuando tú estuvieras

delante de él formal y seria como una señorita, saltara sobre ti con ademán terrible, te colocara los brazos alrededor del cuerpo, apretándote hasta el punto de quitarte la respiración, y así sujeta, sin darte lugar a protestas ni resistencias, te besara violen-tamente en la boca, estrujándote hasta hacerte crujir los huesos.

Elena habíase apartado paulatinamente de su hermana, previendo esta pregunta realmente difícil de contestar.

-Bien, veo que nunca te ha sucedido una cosa semejante -exclamó Bo, con aire de triunfo.

-Ya sabía algo de lo ocurrido por habérmelo contado él mismo -explicó Elena. -¡Ah! ¿Lo sabías, y sabiéndolo has sido capaz de defenderle? -Reconozco que estuvo duro y atrevido; pero no creo que su intención fuese mala.

Por lo que él me dijo, infiero que él deseaba saber de una vez si tú le querías o no. Parece que éste es un mal país para los coqueteos. Me aseguró que por tu causa habría tiros. No deplora lo sucedido. Fíjate lo que esto significa en un hombre de tan honrados y caballerosos sentimientos como los de el. Si te besó, lo hizo como último y desesperado recurso. Bo, sé sincera y leal contigo misma : si Carmichael hizo esto por saber si tú serías suya o no, dime ahora si te perdió o te ganó para siempre con lo que hizo. En otras palabras : dime si le amas o no.

Bo ocultó la cara en el hombro de su hermana. -¡Oh, Elena! ¿Por que negarlo? Aquel día, Carmichael me hizo comprender todo lo

que yo le amaba y por eso precisamente le odié desde aquel momento; pero ahora..., ¡oh, el odio ya ha desaparecido de mi pecho!

XVII Al Auchincloss murió un mes antes de llegar la primavera, mes lleno de

emociones, acontecimientos y trabajo incesante para Elena ; mas, sin embargo, lento, largo, inacabable. Transcurridos esos treinta días, la memoria del tío vivía incólume en el corazón de Elena; pero las innumerables restricciones al progreso y desarrollo del rancho fueron desapareciendo paulatinamente. Beasley no había hecho valer ninguno de sus pretendidos derechos, y Elena empezaba a creer que todos aquellos rumores de guerra carecían de fundamento serio.

Había llegado a sentir verdadero interés por sus ocupaciones. La hacienda era inmensa. No tenía Elena noción exacta del número de áreas de que era propietaria, aunque creía que eran más de mil las que le había dejado su tío en herencia. El pintoresco rancho parecía una pequeña fortaleza al pie de la última de las estribaciones de la cordillera. Los numerosos corrales, campos, graneros, prados, rebaños, caballos y vacas que completaban la hacienda del difunto, pertenecían a Elena.

Una hermosa v fresca mañana del mes de marzo, Elena salió al pórtico del rancho a calentarse al sol y a respirar el aire saturado de esencias silvestres. Ni un día pasaba sin que dirigiera la vista a las cumbres de la cordillera, para seguir, con el corazón anhelante, el progreso en la fusión de las nieves. Al observar lo lentamente que se fun- dían, humedecíanse sus ojos, aunque ella se resistía a confesarse el porqué.

El desierto había revestido sus mejores galas, verdes y frescas en toda su superficie, purpúreas y oscuras a lo lejos, con varias elevaciones y sinuosidades aquí y

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allí. El aire estaba lleno de gorjeos, balidos de ovejas, mugidos v cacareos. Elena disfrutaba viendo montar a su hermana; pero muchas veces este placer iba

mezclado con alguna inquietud y alarma. Aquella mañana, cuando regresaba de uno de sus paseos a caballo, Bo parecía más inclinada que nunca a asustar a su hermana con los escarceos y cabriolas de su corcel. Por el sendero apareció Carmichael agitando los brazos, y Elena comprendió en seguida que Bo deseaba marcharse de donde estaba. Desde aquel día, hacía ya un mes, en que Bo confesó a Elena su amor por Carmichael, las dos hermanas no habían vuelto a hablar del cowboy. Carmichael y Bo no habían hecho todavía las paces; pero esto no inquietaba va a Elena. Bo había mejorado mucho de talante; mostrábase, sobre todo, más afectuosa que nunca con Elena, ayudándola cariñosa y eficazmente en todas sus tareas. Elena estaba persuadida de que todo se arreglaría al fin, y por eso no le preocupaba gran cosa la prolongada tirantez entre su hermana y Carmichael.

Bo detuvo su caballo a la misma puerta del rancho. Usaba un traje de piel de ante, que le sentaba a las mil maravillas. Se había

desarrollado mucho durante el invierno y su cara estaba colorada y rebosante de salud. -Elena, ¿has ido con el soplo a Carmichael? -preguntó. -¿Con el soplo? -repitió Elena palideciendo. -Sí; te confesé, días atrás, que estaba enamorada de él. ¿Has ido tú y se lo has

contado? Necesitábase todo el cariño que tenía a su hermanita y todo su buen carácter para

no enfadarse. -¿Cómo puedes haber pensado eso, Bo? -protestó-. No; no le he contado nada. -¿Ni siquiera le has dado a entender algo con medias palabras? -¡Ni siquiera con medias palabras! -No comprendo, entonces, su conducta. No pudo continuar hablando, porque Carmichael se le acercó en aquel momento. -Buenos días, señorita Elena. Hace un momento decía a su hermana que no

continuara dando sus largos paseos a caballo. -Y quién le ha dicho que puede usted mandarme? -preguntó Bo. -En realidad, Bo, estos paseos me parecen peligrosos, de modo que al suspenderlos

no le obedecerás a él, sino a mí. -Alguien tiene que dictarle órdenes -dijo Carmichael-. Por mi parte, no deseo ser

yo quien la prive a usted de ninguno de sus caprichos, y si por mí fuera podría usted correr cuantas veces quisiera hasta Kingdom-Come, o hasta los poblados de los apaches, o por donde a usted se le antojara; pero yo soy un servidor de la señorita Elena, y ella se opone a que usted continúe alelándose a caballo como hasta aquí. Por eso yo le impediré que se aleje, porque su hermana así lo dispone.

Era divertido ver la cara de Bo al escuchar al cowboy. -¿Podría saberse cómo se las compondrá usted para impedirme galopar por donde

me dé la gana? -¿Cómo? Si tan rebelde es usted que se obstina en no acatar las órdenes de su

hermana, le impediré montar a caballo aunque tenga que atarla con una cuerda. Dijo esto en tono de broma; pero era evidente que poco le habría costado hacer lo

que anunciaba. -Ha de saber que si vuelve usted a tocarme... Carmichael la interrumpió con un gesto expresivo de dignidad herida. -No tema -expresó-. Bien sé que usted y yo no nos entenderemos nunca. Lo

advertí, lo pude comprender, hace un mes, cuando usted cambió súbitamente con-migo. Pero nada de lo que le digo ahora tiene nada que ver con usted y conmigo.

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Hablo como servidor que soy de su hermana. En interés de ella... ¡y en el de usted también! Porque han de saber ustedes, aunque nunca se lo haya comunicado a ninguna de las dos, que he descubierto varias veces a Riggs escondido en el desierto aguardando el momento favorable para caer sobre usted. ¡Ya lo saben ustedes !

Estas palabras no produjeron en Bo el menor efecto, al menos en apariencia ; pero a Elena la llenaron de asombro y alarma.

-¡Riggs! ¡Oh Bo! -exclamó-. Tienes que guardarte de él. Ese Riggs es capaz de cualquier cosa.

-Si lo descubro de nuevo, le seguiré-anunció Carmichael. Dirigió a Bo una mirada penetrante, fría y llena de intención, y bajando luego la

cabeza se alejó en dirección de los corrales. La actitud con que Bo miró al cowboy no presagiaba nada bueno. -¡Un mes atrás! -murmuró-. ¡Cuando cambié súbitamente! ¿Eso es verdad, Elena?

¿Cambié yo a raíz de nuestra conversación? ¡No sé lo que ha querido decir! -Cambiaste para bien, únicamente su orgullo y sensibilidad le impiden reconocerlo

así. Tu seriedad y reserva le han herido más que tus coqueteos, porque interpreta tu actitud como indiferencia hacia su persona.

-¡Vaya un hombre extraño! ¿Acaso espera que yo corra tras él y me arroje en sus brazos? Él es el testarudo y el loco, que yo estoy muy en mis cabales.

-Querría saber yo, Ro -dijo Elena-, si tú, por tu parte, has notado cuánto ha cambiado también él. Es más juicioso, está preocupado. O se está muriendo de amor por ti, o prevé desgracias que comprende no ha de poder evitar. ¡Quizá las dos cosas! ¡Cómo te mira, cómo te vigila! Conoce y sabe todo lo que haces y adónde vas.

Lo que nos ha dicho de Riggs llena mi corazón de alarma. -Si Riggs me sigue con intención de ensayar en mí alguna de sus perversas

prácticas, yo sabré darle el debido escarmiento -aseguró Bo, jactanciosamente- Para esto no necesito la protección de mi cowboy. Me gustaría que Riggs se atreviera. Veríamos entonces lo que importo a Tom Carmichael Las Vegas.

Bo pronunció estas palabras con dejos de pasión y celos, e inmediatamente volvió a empuñar la brida de su caballo.

-Elena, no tengas ningún temor por mí, que yo ya sé defenderme -añadió. Elena vio alejarse a su hermana, sin que estas últimas palabras la tranquilizaran.

Volvió luego a sus tareas cotidianas y a su continuo estudio de las condiciones y el buen régimen del rancho. Cada día traía nuevos problemas. Apuntaba sus observaciones y las noticias que le daban las personas que le eran adictas, costumbre cuyas ventajas había tenido múltiples ocasiones de comprobar desde que la había adquirido.

La experiencia le había enseñado también a no fiarse de todo lo que le dijeran o notificaran sus servidores.

Aquella mañana esperaba Elena novedades debidas a la presencia de Roy Beeman y dos hermanos suyos en el rancho, desde el día anterior. No se equivocaba, pues aquel día, en efecto, se enteró de que Jeff Mulvey la había abandonado, con seis compinches y secuaces suyos, sin darle a ella ninguna explicación, sin despedirse, sin ni siquiera tomarse la molestia de presentársele a reclamar la paga devengada. Carmichael lo había vaticinado. Elena, entonces, había puesto en duda la posibilidad de semejante felonía, pero se había preparado, por si acaso, La deserción, pues, no la cogió de sorpresa. En la puerta de uno de los corrales, el más grande, formado por una alta cerca de troncos desnudos, encontró a Roy Beeman con el lazo en la mano. Al verle sintió Elena una gran emoción horque recordó inmediatamente la inolvidable noche pasada a caballo, Roy tenía que ocuparse de los caballos del rancho, cuyo

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número ascendía a varios centenares, sin contar los muchos que andaban perdidos por las montañas, ni los potros todavía no marcados.

Roy se quitó el sombrero al ver a Elena. Este mormón era cortés con las mujeres, como un hombre de la ciudad. Mucho le habría gustado a Elena tener muchos emplea-dos tan adictos y atentos como él.

-He de confirmarle lo que ya sabrá usted por Carmichael -le dijo el mormón-. Mulvey y sus amigos han abandonado el rancho esta mañana. Temo que sea por no haber visto con agrado mi presencia aquí.

-No lo sienta usted, porque yo no lo siento. Prefiero no tener sino empleados en quienes me pueda fiar plenamente.

-Las Vegas no está tan tranquilo como usted. -Y usted, Roy, que piensa de todo esto? -No estoy muy lejos de sentir los mismos recelos de Las Vegas, aun cuando

nosotros, los mormones, no acostumbramos atormentarnos mucho con los males con que el mañana nos amenaza. Basta a cada día sus cuidados. No puedo ocultarle, sin embargo, mis temores de lo que pueda ocurrir si Beasley se propone apoderarse de sus propiedades. Hablo por experiencia. Hace cuatro o cinco años que Beasley desposeyó a unos cuantos mejicanos de sus bienes, sin que nadie pudiera -nunca averiguar a título de qué.

-Beasley no tiene ningún derecho sobre mi hacienda. Mi tío lo juró en su lecho de muerte. Nada he hallado tampoco que justificara estas pretensiones en los libros y papeles correspondientes a la época en que Beasley trabajaba con mi tío. En realidad nunca fueron socios. Lo único cierto es que mi tío recogió a Beasley, cuando éste no era sino un joven pobre y desvalido, y le dio la mano, proporcionándole trabajo y ayudándole, por pura bondad de corazón.

-Eso es lo que me ha dicho también mi padre -confirmó Roy-. Pero la verdad y la justicia no siempre prevalecen en este país.

-Roy, usted es el hombre más perspicaz que he encontrado desde que estoy en el Oeste. Dígame sin rebozo que espera ha de ocurrir -solicitó Elena.

Era indudable que Beeman se sintió halagado; pero titubeó antes de contestar, aun cuando conocida era ya de Elena la natural reserva del muchacho.

-Si Dale y John llegaran aquí a tiempo, creo que entre todos podríamos frustrar los planes de Beasley.

-¿Cree usted que mi gente resistiría a la suya, rechazaría sus pretensiones, y, en caso necesario, lucharla en defensa de mis derechos?

-Exactamente. -No lo dudo. Pero supóngase que Beasley aprovechara un momento en que no

están ustedes todos aquí, y que, invadiendo con los suyos, inopinadamente, mi rancho, se apoderara de él por sorpresa, haciéndose dueño de mis propiedades. ¿Qué sucedería?

-En tal caso, sólo se trataría de saber quién de los tres, Dale, Carmichael o yo, encontraría más pronto a Beasley.

-Roy, eso precisamente es lo que temo, y eso es lo que quiero evitar. Carmichael me pidió permiso, días atrás, para matar a Beasley, con la misma sencillez con que hubiera podido pedirme autorización para realizar cualquiera de las faenas del rancho. Sus palabras me hicieron mucho daño, y ahora usted me dice que usted, o Dale...

-¿Cómo evitarlo? Las Vegas ama a su hermana, y Dale a usted. ¿Cómo detenerles? No podrá usted impedir que vayan al encuentro de Beasley, lo mismo que el viento echa por tierra al pino débil y carcomido une encuentra a su paso. En cuanto a mí, mis motivos son diferentes. Yo soy mormón, y estoy casado; pero soy amigo y camarada

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de Dale y me intereso por usted y su hermana. Bastan estas razones para que yo procure anticiparme a los otros, arreglando este asunto con Beasley a la primera ocasión.

Elena quiso hablar, pero no pudo. Roy le había recordado el amor de Dale, y esto había cambiado la dirección de sus pensamientos. Olvidó la causa de sus principales inquietudes. Ni siquiera pudo mirar a Roy.

-No le apene lo que pueda ocurrir -añadió Roy-; usted no tiene la culpa de nada. Su llegada al Oeste no ha cambiado para nada los planes de Beasley ; lo único que ha hecho es hacerle sentir ganas de precipitarlos. Mi padre tiene muchos años y recuerda hechos y sucedidos muy antiguos. Por él he podido enterarme de cosas que Beasley tiene interés en ocultar. Los suyos no sois tan antiguos en el Oeste y, por consiguiente, creo que usted no debe temer. A usted, además, no han de faltarle amigos y partidarios.

Elena musitó las gracias al mormón y, sin girar su acostumbrada visita de inspección a establos y corrales, entro en la casa con la preocupación retratada en la cara y con el pecho lleno de sentimientos que no era capaz de dominar. Roy Beeman le había dicho algo que le hizo perder la dirección de sus sentimientos. A la vez con agrado, con sorpresa y con temor había escuchado de labios de uno de los mejores amigos de Dale, que el cazador la amaba. Ya ella lo había adivinado; pero oírlo de labios de un hombre que podía saberlo era diferente. El amor de Dale ya no era sólo un sueño, una fantasmagoría, un secreto que nadie más que ella poseía.

La turbación desapareció de su mirada cuando dirigió sus ojos brillantes y serenos hacia las montañas. ¡Qué bellas estaban! Lugares pocos días antes cubiertos por la nieve, mostraban ya su verdura. La nieve se derretía rápidamente. Dale podría salir pronto de su prisión y llegar a Pine, suceso que Elena deseaba y temía con la misma intensidad.

La campana del mediodía sacó a Elena de sus meditaciones. ¡Cómo habían volado las horas! Por lo menos aquella mañana no había hecho otra cosa sino dejar correr su imaginación.

Bo no estaba en el comedor, ni en su aposento, ni al alcance de la mirada desde la ventana o la puerta. Otras veces había ocurrido lo mismo, pero sin llegar a alarmar a Elena. Aquel día, sin embargo, la desaparición de Bo causó verdadera angustia a su hermana. Elena tuvo que comer sola, aumentada su inquietud por los temores y recelos de la mejicana que la servía.

Terminada la comida envió a Roy y a Carmichael en busca de su hermana. Se dedicó luego a anotar en los libros algunas cuentas pendientes, hasta que unas pisadas de caballo la hicieron levantar impetuosamente para dirigirse a la ventana. Roy llegaba en aquel momento.

-¿La ha encontrado usted? -preguntó Elena con ansiedad. -No he podido descubrir ninguna huella ni señal por el Norte que me permitiera

pensar que ella habla pasado por allí -contestó Roy apeándose del caballo y echándose la brida alrededor del brazo-. He vuelto por ver si descubro desde el corral huellas que pueda seguir. Al venir he visto a Las Vegas, que me ha hecho señas con el sombrero. Volvía del lado sur. Aquí le tiene usted ahora.

Carmichael apareció, en efecto, por el sendero, montado do en Ranger, el gran caballo negro de Elena.

-Es seguro que la ha visto-garantizo Roy, con alegría en cuanto vio a Carmichael. Señorita Elena, su hermana viene hacia aquí -dijo el cowboy deteniendo su caballo

y apeándose con un movimiento rápido y elegante. En seguida, con uno de sus característicos impulsos, tiro con fuerza el sombrero al

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suelo y elevo las manos. -Ya me lo temía -dijo. -¿Qué? -exclamó Elena. -Las Vegas, no nos alarmes inútilmente -aconsejo Roy-; piensa que la señorita

Elena está hoy muy nerviosa. Di, ¿ha sucedido algo -Me figuro que sí, aun cuando no sé qué -respondió Carmichael respirando

fuertemente-. Debo de volverme viejo, porque he estado muy inquieto e impaciente hasta encontrar a Bo. La he visto en el momento de pasar con su caballo desde la ladera de la montaña al valle. Galopaba muy de prisa y confío que llegara aquí centro de poco, si no se detiene en la aldea.

-Ya la veo llegar -dijo Roy-, y verdaderamente galopa muy de prisa. Elena oyó también el correr del caballo. No tardo en ver por la curva del camino de

Pine el caballo de su hermana, blanco de sudor. -¿Has visto apaches, Las Vegas? -preguntó Roy. El cowboy se aparto sin contestar, con ánimo de ayudar a Bo a detener a su

caballo. Bo tiro con fuerza de las riendas al caballo, logrando tan solo que disminuyera su

celeridad, pero sin dominarlo por completo. Difícil hubiera sido pararle si Carmichael no le hubiese cogido de la brida, obligándole a suspender su marcha.

A Elena se le escapo un grito en cuanto vio a su hermana. Bo estaba blanca, había perdido el sombrero y tenía el pelo completamente desgreñado. Su cara estaba man-chada de barro y sangre, y su traje estaba roto y sucio. Era evidente que había caído del caballo. Roy la miro consternado. Carmichael ni siquiera se atrevió a mirarla. En apariencia solo se ocupaba del caballo.

-¡Bueno! ¿Cuándo encontraré alguien que me ayude? -exclamó Bo, impaciente. Su voz era débil, pero no por eso había perdido la joven el ánimo y el valor

característico en ella. Roy se acerco de un salto para ayudarla, y cuando Bo estuvo en tierra pudo

observarse que andaba coja. -¡Oh Bo! ¿Te has caído del caballo? -preguntó Elena ansiosa, apresurándose a

ponerse a su lado para asistirla en caso necesario. Le condujeron entre todos al pórtico, junto a la puerta del rancho. Allí se volvió

ella hacia Carmichael, que estaba todavía examinando el caballo. -Díganle que se acerque -exclamó. -Ven aquí, Las Vegas -le gritó Roy-. Deja ya ese caballo. Apenas acababan de acomodar a Bo en un sillón en el interior del rancho, cuando

entro Carmichael. Era de ver la cara con que se acerco a la muchacha. -¿Como se encuentra? -pregunto hoscamente. -Si no me muero o si no me quedo coja para toda la vida -repuso Bo- no será por

culpa de usted. Usted me dijo que la parte sur era la única segura para mí y mire usted como vengo.

Su respiración jadeante la obligo a suspender un momento sus palabras. Llevaba solamente un guante, y la mano que llevaba desnuda, herida y cubierta de

sangre, temblaba. -¡Oh, dinos pronto si te has hecho daño! -preguntó Elena con afectuosa solicitud. -No mucho; he perdido solamente im poco de sangre, pero estoy furiosa, frenética. Era indudable que si atenuaba el dolor que había podido causarse, no exageraba, en

cambio, el estado de su espíritu. No recordaba Elena haber visto a su hermana tan colérica. Hubiérase dicho que quería saltar del asiento para descargar su ira sobre alguien. Bo estaba preciosa en aquellos instantes. Roy admiraba su belleza, pero

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Carmichael tenía algo más importante en que fijarse, y paulatinamente fue poniéndose pálido.

-He elegido esta mañana los montes de la parte sur para mi paseo-exclamó Bo, haciéndose violencia para no estallar-, por ser éste el paseo que tú, Elena, sueles preferir. Pero te aseguro que si tú vas por allí hoy, no vuelves. He ascendido por la cuesta de los cerros durante unas tres millas. Apenas llegué a la parte alta de las mon-tañas, cuando vi a dos jinetes saliendo de entre unas peñas. Les vi claramente la intención de cortarme el camino de vuelta a casa. Esto me dio muy mala espina. Di entonces un rodeo por el Sur. Pero apenas había recorrido una milla, cuando divisé a otro jinete enfrente de mí. Esto me gustó todavía menos que lo otro. Pensé que los encuentros podían ser casuales, pero comprendí que lo probable era lo contrario. Lo único que podía hacer era dirigirme hacia el Sudoeste lo más de prisa posible. ¡Nunca lo hubiera hecho ! Me metí por un terreno áspero, abrupto, inexcrutable. No pude correr. Subí por fin otra vez a la cuesta de los cedros, creyendo poder eludir así el encuentro de aquellos jinetes, dando otro rodeo hasta llegar a Pine; pero me equivoqué.

Aquí titubeo Bo unos instantes, quizás obligada por la necesidad de respirar, porque había hablado precipitadamente. El efecto que las palabras de la muchacha iban produciendo en los circunstantes, retratábase claramente en la cara de cada uno de ellos. Roy estaba absorto, inmóvil, con sus ojos de acerada y fría mirada, quedos y la boca abierta. Carmichael miraba a Bo como si no esperara nada nuevo en el resto de la relación. Elena sabía que bastaba la atención con que ella escuchaba a su hermana para alentar a ésta a no omitir detalle.

-Fue una verdadera equivocación -repitió Bo-. No tardé en ver un caballo detrás de mí. Un enorme alazán que galopaba furiosamente a través de los cedros. Fue una impresión horrible, pero sin dejarme amilanar espoleé en seguida a mi caballo, emprendiendo una carrera desenfrenada. A cada momento creía caerme de la silla. Iba dando encontrones contra los árboles. Las ramas me azotaban la cara, me rasgaban el traje. El corazón me latía como si fuera a salírseme del pecho; aun cuando hubiera querido gritar, no habría tenido voz para poder hacerlo. Sentía un frío intenso por todo el cuerpo, se me nublaba la vista, a ratos parecía que estaba completamente ciega. Faltábame también la respiración. No es lo mismo correr por placer que correr por salvar la vida. Las emociones son distintas, es algo terrorífico, terrible. Las fuerzas me abandonaban, pero supe mantenerme en la silla. Al llegar a los cedros advertí que el caballo que me perseguía había acortado mucho la distancia que le separaba de mí; cada vez se me acercaba más, sus patadas sonaban ya en mis oídos como golpes de hacha. Entonces fue cuando ocurrió lo peor: mi caballo tropezó y yo salí despedida por las orejas, causándome todos estos rasguños y magullaciones. La rodilla, particularmente, me duele de un nodo horrible. Cuando me levante ya me había alcanzado el jinete que me perseguía. ¿Quién se creen ustedes que era?

Elena comprendió en seguida quién sería, pero no quiso exponerse a manifestar en alta voz un nombre sin tener una seguridad absoluta de no equivocarse. Carmichael sabía positivamente de quien se Trataba, pero guardo silencio. Roy sonreía, como si el nombre que había de pronunciarse no hubiese de sorprenderle grandemente.

-Riggs, Harve Riggs -manifestó Bo-. En cuanto le reconocí perdí el dominio de mí misma, le llené de insultos e improperios, hubiera deseado matarle. «Monta usted muy bien», me dijo. Le pregunté entonces por qué se había atrevido a perseguirme de aquel modo, y me contesto que porque tenía que darme un recado importante para Elena, y a continuación pronunció estas palabras «Comunique a su hermana que Beasley intenta arrojarla de la casa, arrebatándole el rancho y la hacienda; pero dígale que si ella se

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casa conmigo yo arreglaría este asunto. Si me rechaza, me iré, por el contrario, a ayudar a Beasley. » Me ordeno entonces que volviera pronto a casa y no dijera de lo ocurrido nada a nadie, excepción hecha de mi hermana. Aquí me tienen ustedes, jadeante y destrozada.

Su mirada fue de Elena a Roy y de Roy a Las Vegas, dirigiendo a este último una sonrisa que para cualquiera que no hubiera estado excesivamente excitado con la his-toria que acababa de oír, habría sido muy significativa.

Elena se rió al oír el mensaje. -Verdaderamente, la idea de ese hombre es de lo más peregrina. ¡Casarme yo con

él para salvar mi hacienda! ¡No me casaría ni por salvar la vida! Carmichael rompió por fin su largo silencio. -¿Vio usted también a los demás hombres? -preguntó a Bo. -Sí, a eso iba -contestó Bo-; los vi por entre los cedros; los tres iban juntos, o por lo

menos allí había tres jinetes. Se habían detenido debajo de algunos árbo- les. Al volver a casa me puse a pensar, pues mi susto y mi cólera no me habían

impedido efectuar algunas observaciones. La sorpresa que vi retratada en la cara de Riggs cuando me vio cerca de él me persuadió de que no creía perseguirme a mí, antes bien esperaba apoderarse de Elena. Con este traje que llevo parezco más alta. Ademas, yo no perdí el sombrero sino en el mismo momento de caer, y apenas si me podía ver la cara y la cabeza. Es indudable que me confundió con Elena. Otra cosa que recuerdo es que le vi hacer signos, mientras yo le insultaba, a los otros hombres para que no se acercaran. Creo que el plan de Riggs consistía en apoderarse de Elena con ayuda de los otros hombres.

-Bo, tu imaginación te hace ver siempre cosas extraordinarias -protestó Elena, sin poder dar fácil crédito a su hermana, aun cuando interiormente temblaba de coraje e indignación.

-Señorita Elena, no creo yo que su hermana se equivoque mucho -manifestó Roy -. Y usted, Las Vegas, ¿qué opina?

Carmichael abandonó en aquel momento la estancia, antes de dar contestación a lo que se le preguntaba.

-Llámenle en seguida, oblíguenle a venir- ordenó Elena, sobresaltada. -¡Vuelve, Carmichael! -gritó Roy. Elena llegó a la puerta al mismo tiempo que Roy. El cowboy cogió su sombrero, se

lo encasquetó en la cabeza, se apretó bien el cinto, se aseguró de que llevaba el revólver bien colocado y de un salto formidable se colocó en la silla de Ranger.

-Carmichael, quédese -ordenó Elena. El cowboy, sin contestar, espoleó al caballo, lanzándole al galope tendido. -¡Llámale, Bo! ¡Ordénale que se quede! ¡No le dejes partir! -imploró su hermana,

desolada. -No lo haré -declaró Bo, impulsada por el amor que sentía hacia su hermana y por

la influencia que en ella ejercía ya el ambiente del Oeste. -Es inútil, señorita -declaró Roy dirigiéndose a Elena-, no habrá quien le detenga y,

por otra parte, mejor será dejarle que arregle este asunto pronto y bien. Y diciendo esto, montó a caballo y se alejó rápidamente. Pronto se vio que Bo estaba más magullada y maltrecha de lo que al principio

parecía. La rodilla, particularmente, había recibido tanto daño que era seguro que la joven tardaría mucho en volver a montar. Elena, que tenía ya bastante práctica en curar y vendar heridas, encontró ciertas dificultades en curar las múltiples erosiones de su hermana, empleando bastante tiempo en lavarlas y vendarlas. La excitación de Bo duró mucho tiempo después de terminadas las curas. Su palidez persistía y sus

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ojos transparentaban aún el enfado y la cólera. Elena le dijo que se fuera a la cama, porque aun cuando Bo se empeñaba en retardar este momento, la verdad era que no se podía tener en pie y que sus manos temblaban.

-¿Que me vaya a la cama? ¡De ninguna manera, antes de saber lo que Carmichael ha hecho con Riggs!

Esto era lo que tenía también a Elena tan sobresaltada. Si Carmichael mataba a Riggs, ¿cómo podría Elena continuar en aquella hacienda que ella había empezado a administrar con tanto agrado? Tenía firmes esperanzas de que tal desgracia no sucedería; pero la incertidumbre la atormentaba.

-Mi querida Bo, ¿no es verdad que tú no deseas, no quieres que Carmichael mate a Riggs?

-Claro que no, pero al fin y al cabo no me importaría nada que lo hiciera. -¿Crees que lo hará? -Si ese muchacho me ama realmente, podrá haber leído mis deseos en mis ojos

antes de salir de la habitación -declaró Bo. -Y cuáles son tus deseos? -quiso saber Elena. -Que expulse sencillamente a Riggs de la comarca. Que le avergüence delante de

los habitantes de Pine, que muestre a todo el mundo su cobardía, que lo abofetee, que le escupa, que lo arrojé a puntapiés.

Sus palabras vehementes sonaban todavía en la habitación cuando se oyeron algunos pasos en el pórtico. Elena corrió a abrir la puerta y apareció Roy con la cara pálida y los ojos brillantes. Su sonrisa tranquilizó inmediatamente a Elena.

-¿Cómo están ustedes esta noche? -preguntó. A la luz del fuego de la chimenea y de la lámpara colocada encima de la mesa

advertíase perfectamente la todos los circunstantes, deduje que debía de haber sido un insulto intolerable.

»-¿Que he hecho para que me provoque de este modo? -farfulló Riggs, temblando de miedo.

»-Has agraviado a mi novia. n-No es cierto, no es exacto, usted se equivoca -exclamó Riggs, dirigiendo miradas

alrededor, pero sin atreverse a mover una mano; parecía que le hubieran clavado en el suelo. Las Vegas le miraba como si fuera a saltar encima de él.

»-Saca tu revólver-le ordenó con imperio. »Esto encendió el interés de todos los circunstantes, cuyas miradas asaeteaban al

pobre Riggs, pálido y tembloroso; casi llegó a inspirarme compasión. Incapaz de efectuar un movimiento coherente, buscó torpemente el revólver. sin lograr sacarlo de la funda.

»-Yo no he agraviado a tu novia -insistió Riggs con torpes balbuceos. »-Calla y saca pronto tu revólver -ordenó nuevamente Las Vegas. »Tan imperiosa era su voz, que no había modo de resistir su mandato. Riggs estaba

a punto de caer desmayado; no había hombre en la taberna para quien el miedo invencible de aquel ser despreciable pudiera permanecer oculto. Todo el valor de que había hecho gala no era sino fanfarronería, y en el Oeste, lo mismo los bandidos que los hombres honrados, todo lo perdonan, menos la cobardía. Cuando Las Vegas se convenció de que no podía haber duelo, abofeteó a Riggs delante de todo el mundo, primero con una mano, luego con la otra, dirigiéndole mientras tanto los mayores insultos. Nunca le creí conocedor de tantas palabras injuriosas. Cuando se cansó de abofetearle, le escupió a la cara y le arrojó al suelo, sacándole a puntapiés del establecimiento. Una vez en la calle continuó golpeándole hasta los límites de la población, ordenándole que no volviera a poner los pies en Pine.

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Tan satisfecho estaba Roy al terminar su relato, como contenta y orgullosa Bo de saber lo que su cowboy había hecho por ella.

XVIII Dos días estuvo Bo en la cama, con grandes dolores en el cuerpo, delirando a veces

por la fiebre. Lo que decía provocaba con frecuencia la risa de Elena, quien deploraba no pudiese oírlo Carmichael, segura como estaba del placer y la felicidad que le habría proporcionado.

El tercer día, sintiéndose mejor, se empeño en abandonar la cama, acomodándose en un sillón, desde donde dirigía frecuentes miradas a los corrales. Como quien no quiere la cosa, formulaba constantemente preguntas, que Elena contestaba comprendiendo de sobra su intención y su alcance. Lo que más deseaba Elena era que Carmichael se mostrase de repente algo esquivo. Bo se lo merecía, y ninguna ocasión mejor que aquélla. Elena estaba casi tentada de aconsejárselo al cowboy.

Ni aquel día ni al siguiente apareció Carmichael por la casa, aun cuando Elena le vio dos veces fuera. Las dos le hallo ocupado como de costumbre, habiéndole sa-ludado a ella como si nada de particular hubiese ocurrido.

Roy hizo dos visitas aquel día, una por la tarde y otra después de cenar, siendo las dos veces sus palabras las de conocido antiguo. La segunda vez fue para Bo un garapullo las chanzonetas que soltó a propósito de una nueva amiguita de Carmichael, a quien este pensaba invitarla al baile. Si bien la vanidad de Bo no le permitía dar crédito a esta noticia, el conocimiento que ya tenía sobre los hombres la inclinaba a reputarla más que muy verosímil. Roy aquel día dio renovadas pruebas de su perspicacia y buena intención, que, imprimiendo a la conversación el giro que a el le convenía, hizo dos o tres observaciones sobre la rapidez con que se estaba derritiendo la nieve en las montañas, durante aquellos últimos días de marzo, acompañándolas con una mirada que hizo salir los colores a las mejillas de Elena.

Cuando Roy se hubo marchado, Bo se volvió hacia Elena, exclamando -Ese chico es el diablo. Lee en mí como en un libro abierto. -Mi querida hermana, no es difícil adivinar lo que piensas y sientes estos días. -¡Quién habló ! Pues también para ti ha habido algo -repuso Bo-. Mira cómo ha

adivinado que te mueres de ganas de ver la nieve derretida. -¡Morirme de ganas! No tanto, Bo. Claro que deseo ver la nieve derretida, y la

primavera más adelantada, y la vuelta del buen tiempo con sus fragancias, y sus aves canoras, y sus flores.

-¡Ja, ja, ja! ¿Crees que soy tonta, Elena? ¡La vuelta de la primavera! Claro que sí, porque, según dicen los poetas, en primavera las fantasías de un joven fácilmente se truecan en pensamientos de amor.

Elena miró las pálidas estrellas a través de la ventana. -Elena, ¿no has vuelto a verle desde el otro día? -preguntó Bo, no sin que le costara

formular la pregunta. -¿A quién me preguntas si he visto? -necesitó Elena que su hermana le precisara. -¿A quién ha de ser? ¡A Tom! -declaró Bo, profiriendo esta última palabra

precipitadamente. -¿Quién es Tom? ¡Ah, sí, Las Vegas quieres decir! Efectivamente, le he visto. -¿Te ha preguntado por mí?

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-Creo que sí. Me preguntó cómo seguías, si la memoria no me es infiel. -¡Oh, Elena, advierto que no siempre me dices la verdad! Después de estas palabras calló un rato, leyendo, mirando el fuego y dejando correr

libremente su imaginación. Luego se acercó a dar un beso a su hermana y, deseándole las buenas noches, se retiró a la cama.

A primeras horas de la noche siguiente, cuando menos podía esperarlo, oyó Bo en los peldaños del pórtico unos pasos que le eran familiares. Los golpes que sonaron en seguida hicieron dar un salto a su corazón.

Elena fue a abrir la puerta, y Carmichael apareció recién afeitado, con su traje negro, tan elegante comparado con el traje de faenas que usaba a diario, y con una flor en el ojal.

-Buenas noches, señorita Elena; buenas noches, Bo. ¿Cómo están ustedes? -fue su saludo. Elena contestó con afectuosa sonrisa de bienvenida. -Buenas noches... Tom - fue la

contestación de Bo. Aquélla era ciertamente la primera vez que ella se había dignado llamarle con

aquel nombre familiar. Bo estaba aquella noche más bonita que nunca, y su charla fue más atropellada, más atractiva, más graciosa. Pero si con todo eso, y con el uso que por primera vez hizo, con tono afectuoso y prometedor, del nombre de pila, se había creído atontolinar a Carmichael, pronto hubo de reconocer que se equivocaba. El cowboy oyó su nombre de pila como si Bo no le hubiese llamado nunca de otro modo, o como si no se hubiera dado cuenta de que aquella noche le llamaba de un modo diferente. Elena tuvo que reconocer que si los sentimientos de Carmichael no habían varado, el cowboy era un excelente actor. Hasta ella misma estaba algo desconcertada por su nueva actitud; pero gustábanle sus maneras y su sentido de la dignidad. Probablemente reconocía que había ido demasiado legos en sus declaraciones de amor a Bo y quería enmendarlo.

-¿Cómo sigue usted? -preguntó a Bo. -Bastante mejor, gracias -contestó la joven bajando los ojos-;pero todavía cojeo. -Seguramente debió usted recibir todo el peso del caballo encima. Su hermana me

ha dicho que tiene usted la rodilla seriamente magullada. La rodilla es el peor sitio en que puede uno hacerse daño, cuando se quiere seguir montando.

-¡Oh, ya espero estar bien dentro de poco! Tom, tenía muchas ganas de verle para manifestarle mi agradecimiento por lo que ha hecho por mí, dando a Riggs la lección que se merecía.

Hablaba llanamente, con afectuosidad, y sin la ligera entonación de ironía o despecho con que acostumbraba hablar a Carmichael.

-¡Ah! ¿Ya se lo han contado? -repuso Carmichael con naturalidad-. Era necesario. Yo me anticipe porque temía que Roy hubiese ido mucho más lejos. É1, lo mismo que cualquiera de sus hermanos, se hubiera dejado llevar, en un caso así, de su furia, llegando, por el deseo de defender a su hermana, más allá de lo conveniente. Mi deber, como mayoral de su hermana, es velar un poco por todos ellos.

A Elena escarabajeábanle las ganas de reír. El efecto que estas palabras produjeron en Bo fue formidable. Con la fineza, el tacto y la suavidad de un diplomático, aquel rudo muchacho del Oeste había dado una buena lección a una señorita, llena de pretensiones, desconcertándola y humillándola. No era de esperar que Bo se conformara con la derrota. Palabras e intención no habían de faltarle, y así, Elena se dispuso a ser testigo de una acre y graciosa polémica.

-Pero usted dijo que yo era su novia-arguyo Bo, como primeras de cambio. La estocada era digna de un maestro, y Elena no podía adivinar como Carmichael

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la pararía, sobre todo yendo, como iba, acompañada de una mirada irresistible. Pero ni ella ni Bo sospechaban, por lo que nudo verse entonces, lo duro y difícil de

vencer que era el cowboy. -Me vi obligado a hacer esta manifestación para impresionar más fuertemente a los

circunstantes; pero crea que lo siento, v le ruego acepte mis más sinceras y humildes excusas.

Bo se quedo como quien ve visiones, y después de tragar un poco de saliva, se mordió los labios y se callo.

-Solamente he venido para saludarles esta 'noche - prosiguió Carmichael con la mayor indiferencia del mundo -. Esta noche hay baile, y puesto que Flo vive algo más lejos mejor será que me despida ahora. Buenas noches, señorita Bo; espero que pronto estará usted en estado de volver a montar. Buenas noches, señorita Elena.

Bo se puso, con bastante trabajo, en pie, para despedir a su amigo con palabras estudiadas, y Elena acompaño afectuosamente a Carmichael hasta la puerta.

Apenas se hubo éste marchado, cuando Bo dio rienda suelta a su despecho. -¡Flo! -exclamó-. Se va en busca de Flo Stubbs, esa chiquilla -malcriada, fea, bizca,

antipática! -¡Bo! -reconvino Elena-. No sé por qué tienes que hablar así de una muchacha muy

buena y muy simpática. -Elena, no hay ningún hombre que valga nada, y de todos, los peores son los

cowboys - declaro Bo, hecha una fiera. -¿Por qué no apreciaste a Tom cuando le tenías? Demasiada pena había producido va a Bo la inconsiderada conducta del cowboy

para que el recuerdo de las coqueterías con que había hecho sufrir al hombre que tanto quería, no concluyese de anonadar su atribulado espíritu. Sin atreverse a

afrontar la mirada de su hermana le dio las buenas noches con el beso de costumbre y salió de la estancia.

A últimas horas de la tarde del día siguiente, estando Bo y Elena en el vestíbulo del rancho, se oyeron pisadas de caballo en el exterior y pasos en los peldaños del pórtico. ¡Cuál no sería la sorpresa de Elena cuando al abrir la puerta se encontró con que la persona que llegaba a visitarla era nada menos que el propio Beasley en persona! Fuera quedaron los jinetes que le acompañaban. Aun cuando no en aquel momento, la visita estaba, sin embargo, prevista, y Elena se repuso bien pronto de la sorpresa que le causo la vista de su enemigo.

-Buenas tardes, señorita Rayner -dijo el recién llegado descubriéndose-. He venido para hacerle a usted una proposición. ¿Quiere usted oírme?

Elena asintió, convencida de que valía más despachar cuanto antes, puesto que la entrevista era ya inevitable.

-Entre usted -contestó, cerrando tras él la puerta cuando le tuvo en el rancho-. Mi hermana - añadió, presentando a Bo.

-¿Como está usted, señorita? -saludo el ranchero en voz alta y sonora. Bo contesto al saludo con una fría inclinación de cabeza. Guapo y bien plantado, Beasley parecía, visto de cerca, un hombre de no más de

treinta y cinco años. Su cuerpo era fornido y robusto; su piel, morena, y sus ojos negros, como los de los mejicanos, cuya sangre había heredado. Respiraba osadía, vigor y confianza en sí mismo. Aun cuando Elena no hubiese tenido ninguna referencia previa, hubiera desconfiado de el a partir de aquella visita.

-No he venido antes -comenzó-, porque he estado esperando a José, el pastor que apacentaba mis ovejas cuando yo era socio de su tío.

Y se sentó, colocando sus manazas enguatadas sobre las rodillas.

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-¿De veras? -comento simplemente Elena. -Sé que José ha salido ya de Magdalena, y ya puedo exponerle a usted mi

pretensión, porque él no tardará en llegar. -Señorita Rayner, he de participarle que este rancho que usted habita es mío. Tengo

papeles y documentos que lo acreditan. Además, José podrá atestiguarlo. O me paga ochenta mil dólares, o desaloja usted esta hacienda y me la devuelve.

Beasley hablaba con naturalidad, sin amenaza, casi con la sencillez y amabilidad con que hubiera podido proponer un negocio cualquiera.

-Su pretensión, señor Beasley, no es nueva para mí -repuso Elena sin inmutarse-. Ya había oído yo hablar de ella y pregunté a mi tío, quien en su lecho de muerte me juró que no le debía ni un dólar. En los papeles y libros de la época a que usted se refiere no he podido encontrar tampoco ningún dato que justifique su pretensión. Debo, por consiguiente, rechazarla de plano.

-Señorita Rayner, no puedo censurarla por tomar al pie de la letra la palabra de su tío y dar más crédito a ella que a la una -dijo Beasley-. Esto es natural en usted; es nueva en estas tierras e ignora la manera de tratar los negocios aquí. No es agradable hablar mal de los muertos; pero la verdad es que Al Auchincloss comenzó su fortuna robando ganado. laten es verdad que éste ha sido el comienzo de casi todos los hacendados del Oeste. El exceso de palabras no me ha gustado nunca; hablar, además, no es el vicio de los hombres del Oeste. Yo puedo demostrar la razón que me asiste en mis pretensiones y usted lleva las de perder. Éste es el caso. Lo que le propongo es que nos casemos para arreglar de este modo este asunto.

En cualquier otra ocasión, la ofensiva proposición del descomedido habría provocado la cólera de Elena, pero tan preparada estaba la muchacha aquel día a todo evento, que supo reprimir perfectamente su disgusto, limitándose a contestar.

-Gracias, señor Beasley; pero no puedo aceptar en modo alguno su ofrecimiento. -¿Quiere usted tomarse algún tiempo para reflexionar? -insistió Beasley. -No; es inútil. Beasley se levantó sin dar muestras de desencanto o despecho, pero la sonrisa

amable con que hasta entonces había hablado se desvaneció instantáneamente, no que dando en su cara sino la expresión de felonía que predispuso desde un principio a

Elena en contra suya. -Eso quiere decir que me obligará a exigirle los ochenta mil dólares o a lanzarla de

esta casa. -Señor Beasley, aunque se la debiera no le podría pagar una suma tan fabulosa,

porque no la tengo, y no espero que usted se atreva a intentar arrojarme de mi casa, ni creo tampoco que tenga fuerza y poder suficientes para ello.

-¿Y por qué no lo cree usted? -preguntó, clavando en ella su torva mirada. -Porque sus pretensiones son infundadas y yo podré demostrarlo. -¿A quién lo demostrará? -A mi gente, a la de usted, a los habitantes de Pine, a todo el mundo. No habrá una

sola persona que no me crea. -¿Y cómo se las compondrá para probar esto? -preguntó, con ironía. -Señor Beasley, ¿recuerda el último otoño cuando se encontró usted con Snake

Anson y su banda en los bosques para encargarle que se apoderara de mí y me quitara de en medio? - preguntó Elena con acusadora mirada.

La cara cetrina de Beasley pasó de su color oscuro y sanguíneo al pálido verdoso. -Veo que lo recuerda perfectamente -agregó Elena-. Pues bien, Mílt Dale estaba

escondido en la misma cabaña en que se celebró el encuentro y oyó todo lo tratado entre usted y el forajido.

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A Beasley no le quedaba ya nada que añadir ni hacer en aquella casa, y abriendo por sí mismo la puerta salió sin decir palabra. Las pisadas de los caballos indicaron que se alejaba con sus hombres.

Poco tiempo después de cenar, Carmichael asomó su cabeza por la abierta puerta del rancho. Bo no estaba allí. Elena advirtió en seguida que el cowboy estaba pálido, sombrío, emocionado.

-¿Qué ha sucedido? -le preguntó, alarmada. -Han pegado un tiro a Roy en la taberna Turner; pero no lo han matado. Le hemos

llevado a casa de la viuda Cass. Vengo de parte de él a decirle a usted que cree que de esta no morirá.

-¡Un tiro! -exclamó Elena, anonadada. -Sí, un tiro, y por más que él diga -rugió Carmichael-, no creo que se salve. -¡Oh, cielos, qué desgracia! -gimió Elena-. ¡Un hombre como él, tan bueno, tan

cabal! Seguramente le han matado por mi causa. Cuénteme lo ocurrido. Dígame quién le ha matado.

-No lo sé. Eso es precisamente lo que más me enfurece. Yo no presencié la escena, y él se niega a darme a conocer el nombre de su agresor.

-¿Por qué causa? -Lo ignoro. Al principio creí que era porque deseaba vengarse por su propia mano.

Después he comprendido, sin embargo, que éste no podía ser el verdadero motivo. Tal vez quiera evitarme los riesgos de una lucha, para no privarle a usted de uno de sus amigos, ahora que tan necesitada está de todos.

Elena, a su vez, dio a Carmichael cuenta de la visita de Beasley, repitiéndole puntualmente todo lo hablado. -¡Cómo! ¿Ese mestizo, ese bastardo, se ha atrevido a hacerle a usted proposiciones

de matrimonio? -Efectivamente. No puedo ocultar que la proposición me llenó de indignación. Carmichael se quedo un buen rato buscando las palabras con que había de expresar

su cólera. -Señorita Elena -dijo al fin-, me parece que yo soy la persona indicada para aplicar

el hierro candente a ese becerro. -Él debe de ser el asesino de Roy, porque salió de aquí con la rabia y la sed de

venganza en el pecho. -Dudo que podamos arrancar de Roy esta declaración antes que se muera. Lo único

que he podido averiguar es que Roy entró en la taberna solo, y que allí estaban Beasley y Riggs.

-¡Riggs! -exclamó Elena. -Sí, Riggs. Ha vuelto al pueblo. Tanto peor para él. También estaban allí Jeff

Mulvey y sus amigos. Turner me dijo que oyó unas palabras y en seguida un tiro. Cuando salió para conocer lo ocurrido se encontró a Roy en el suelo. Todos los demás habían huido. Yo llegué algo más tarde. Roy todavía estaba allí, sin que nadie le asistiera, ni se ocupara de él. Reproché debidamente a Turner su proceder inhumano. Busqué ayuda, y entre varios llevamos a Roy a casa de la viuda Cass. Hoy parecía bastante animoso; pero a mí no me engaña. A pesar de su energía y valor admirable, su herida es grave. Es indudable que la bala le ha atravesado el pulmón. La sangre le manaba abundante por la boca. Si Turner le hubiese atendido desde el principio, quizás el daño no hubiera sido tan irreparable, y si Roy muere por su culpa...

-Tom, ¿por qué ha de estar siempre pensando en matar a alguien? -recriminó severamente Elena.

-Porque aquí vivimos matándonos siempre unos a otros-repuse el cowboy.

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-Con todo, no se expondrá usted a dejarnos a Bo y a mí sin un amigo -arguyó todavía Elena.

Esta objeción pareció hacer a Carmichael mucho más efecto que el primer reproche.

-Por ustedes, señorita Elena -dijo-, seré prudente, en la medida de lo posible. Esto no es muy fácil, sin embargo; en el Oeste.

-Pongamos nuestras esperanzas en Dios y su clemente providencia -dilo Elena-. Deseo hablar con Roy. Quizá logre sonsacarle el nombre del que le hirió. ¿Cuándo podré verle?

-Mañana, según creo. Vendré a buscarla. Bo debe acompañarnos. Es preciso tomar precauciones. Convendría incluso que Hal y yo nos quedáramos a dormir aquí, en esta casa.

-Es verdad; estaríamos más seguras. Tengo habitaciones de sobra. Acepto, pues, el ofrecimiento -agradeció Elena.

-Magnífico. Ahora mismo me voy en busca de Hal. Siento haberle traído tan malas noticias.

Alrededor de las diez, Carmichael llevó a Elena y a Bo a Pine al día siguiente,

deteniendo el coche delante de la casa de la viuda de Cass. Hermosa floración rosada y blanca exornaba las ramas de los melocotoneros y

manzanos; incesante zumbido de abejas llenaba el aire; los campos vecinos lucían el hermoso verdor de los forrajes; por la chimenea del tejado subía al cielo una retorcida columna de humo azulado; los pájaros cantaban alegremente. Costábale a Elena gran trabajo creer que en medio de aquella tranquilidad pudiera yacer un hombre gravemente herido. Quizá Carmichael la hubiese alarmado más de lo justo, y la herida no fuera tan grave como él se figuraba.

La viuda Cass apareció en el umbral de la puerta, con su mirada bondadosa, sus arrugas, sus canas.

Mucho me alegra verla por aquí, señorita Elena -dijo-, y mucho le agradezco, además, que venga en compañía de su hermana, a quien no tenía todavía el gusto de conocer.

-Buenos días, señora Cass. ¿Cómo está Roy? -preguntó Elena con manifiesta ansiedad.

-¿Roy? No se alarme usted tanto. Roy ya habría montado a caballo, para irse a su casa, si yo le hubiese dejado. Presintiendo que usted había de venir a verle, me ha obligado a tenerle la palangana del agua mientras se afeitaba. Increíble parece que tenga tanta energía un hombre con el pecho agujereado. No se crea que es tan fácil matar a un mormón.

Pasaron en seguida a una habitación, en donde Roy Beeman yacía sobre un canapé, junto a una ventana. Estaba despierto y sonriente, pero extremadamente pálido y con inequívocos signos de dolor en su cara. Una manta tapaba parte de su cuerpo. Por el cuello de la camisa, desabrochada, asomaban los vendajes.

-Buenos días, señorita-dijo Roy-. Mucha bondad es en usted el venir a verme. Elena se detuvo a su lado, e inclinándose sobre él le saludó con afectuosas

palabras. Era evidente que la herida no sólo era grave, sino dolorosa, y la inmovilidad del mormón no presagiaba nada bueno; pero no parecía que la muerte estuviese cercana. Bo estaba pálida, temblorosa, demasiado emocionada para poder hablar. Carmichael colocó sillas cerca de Roy para que las muchachas se sentaran.

-Bueno, ¿qué te duele a ti esta mañana? -preguntó Roy a Carmichael al notar su cara compungida.

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-¿Esperabas que viniese a verte con la cara alegre y feliz del que va a casarse? -preguntó Carmichael.

-Eso no, que bien sé que todavía no te has arreglado con Bo -repuso Roy. Las mejillas de Bo perdieron su palidez y de la cara del cowboy desapareció el

ceño sombrío. -Si te he de ser franco, te diré que este asunto no me parece de tu incumbencia -

replicó Carmichael. -Las Vegas, tú eres un hombre maravilloso con los caballos, con el lazo y con las

armas; pero con las mujeres eres una calamidad. -Cierto que no soy un mormón; pero ya hablaremos de esto otro día. ¿No le parece,

señora Cass, que debemos retiramos? A Roy no le conviene la conversación. -Precisamente -manifestó la señora Cass -iba a decirles a ustedes que Roy tiene

fiebre y que no le conviene hablar. Ella y Carmichael pasaron a la cocina, dejando a las dos hermanas con el herido. Roy miró a Elena con ojos expresivos y penetrantes. -Mi hermano John ha estado aquí -dijo- Acababa de salir cuando han llegado

ustedes. Ha ido a casa para decir a mis padres que mi herida no es muy grave e in-mediatamente saldrá hacia las montañas.

Elena preguntó con la mirada lo que sus labios se negaban a pronunciar. -Ha ido en busca de Dale, porque me figuro que pronto tendremos gran necesidad

de nuestro amigo. Y dirigiendo súbitamente su mirada hacia Bo: -¿No piensa usted lo mismo? -le preguntó. -Indudablemente -respondió Bo sin vacilar. Hasta entonces, Elena había podido ser la dueña de sus impresiones; pero con la

esperanza de la pronta llegada del cazador sintió circular por sus venas una cálida oleada de sangre que le hizo latir fuertemente el corazón.

-¿Podrá John ponerse en comunicación con Dale habiendo todavía tanta nieve en las montañas? -preguntó, inquieta.

-Indudablemente, llegará con dos caballos hasta las alturas en donde comienzan las nieves. Allí, si es necesario, se apeará y continuará a pie con su calzado especial para la nieve. Eso si Dale no le ve antes y sale a su encuentro, cosa muy probable. La nieve, excepción hecha de los pacos más altos de la vertiente Norte, está casi fundida en el resto de la montaña.

-¿Cuándo cree usted entonces que Dale podrá estar aquí? -Calculo que dentro de tres o cuatro días, y no me parece demasiado pronto,

porque, señorita Elena, preveo graves acontecimientos. -No me cogerán desprevenida, ya los espero. ¿Le ha contado Las Vegas la visita

que ayer me hizo Beasley? -No, cuéntemela usted. Puntualmente detalló Elena al herido las circunstancias de aquella visita. -¿Se atrevió a pedirla en matrimonio? ¡Qué barbaridad; nunca hubiera podido

sospechar tanta audacia! Ahora comprendo por qué cuando le vi anoche estaba de un humor tan endiablado. Por lo visto elegí un mal momento.

-¿Para qué, Roy? ¿Qué hizo usted anoche? -Me había propuesto aprovechar la primera ocasión oportuna para hablar con

Beasley y ayer noche le vi entrar en la taberna de Turner y le seguí. Beasley, Riggs y Mulvey estaban dentro bebiendo con algunos compinches. Sin perder momento me dirigí al ranchero.

-¡Oh, Roy, cómo le gustan a usted los peligros!

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-Señorita Elena, éste es el único camino que es posible seguir en el Oeste. El miedo todavía es peor. Beasley me habló al principio con bastante amabilidad; él y yo estuvimos discutiendo un rato mientras sus amigos no nos quitaban los ojos de encima. No recuerdo lo que le dije. Sé que hablé mucho. Manifesté lo que yo sabia por mi padre. Para Beasley no es un secreto que mi padre es no sólo el colono más antiguo de estas tierras, sino el mejor y más honrado; sabe que mi padre no proferiría una mentira por nada del mundo. Apoyándome, pues, en las aseveraciones de mi padre, hice ponderar sus falsos argumentos, demostrándole que no tenía ningún derecho a los bienes que su tío Auchincloss le había dejado a usted en herencia, conminándole con matarle si no la dejaba tranquila. Beasley es soberbio y testarudo; en vez de avenirse a razones se enfureció contra mí. Yo traté de hacerle comprender que él era ya bastante rico sin necesidad de robarle a usted lo que le pertenece. A todo esto, sus amigos nos tenían rodeados en un rincón de la sala, siendo mi posición bastante desventajosa. Pero era preciso sacar de la ocasión todo el partido posible. Beasley me preguntó si yo estaba decidido a luchar en favor de usted, y yo le contesté que si la cosa era inevitable, sólo deseaba que la ocasión se presentara lo antes posible. Inmediatamente caí herido.

-¿Fue él quien le agredió? -preguntó Elena, temblorosa. -Señorita Elena, me he prometido a mí mismo no decirle a Las Vegas quién ha sido

mi agresor- manifestó Roy con resignada sonrisa. -Dígamelo usted a mí-suplicó Elena. -No se lo diré, a menos que usted me prometa no repetírselo a Las Vegas. Ese

muchacho es muy impulsivo y si se entera de quien me ha herido quería vengarme, siendo muy posible que fuera víctima de la traición, como lo he sido yo, y perdería un auxiliar valioso en estos momentos en que tanta necesidad tiene de amigos leales y servidores fieles.

-Le prometo, Roy, no repetir el nombre de su agresor a Las Vegas -dijo Elena solemnemente.

-En este caso sena que Riggs ha sido mi agresor -confesó Roy, acentuando la validez de su rostro y sin poder eliminar de su voz la expresión de ira y cólera-. Esa sabandija me hirió por la espalda sin dejarme lugar a la defensa, porque ni siguiera pude verle sacar el revólver. únicamente sé que fue quien me hirió, porque le vi desde el suelo con el revólver humeante en la mano, muy satisfecho de su hazaña, recibiendo las felicitaciones de Beasley, y demás canallas.

-¡VI cobarde, el bandido! -exclamó Elena. -No, es extraño que Tom tenga tanto interés en saber el nombre del culpable -

manifestó Bo-, y aseguraría que sospecha de Riggs. -Tal vez sí; pero nunca lo sabrá a ciencia cierta, porque yo no he de decírselo. -Aunque usted guarde su secreto, no es probable que Riggs pueda durar mucho

tiempo por aquí. -Con tal que dure hasta que yo recupere la salud, basta. -¡Siempre los mismos : no cambiarán ustedes nunca ¡Son ustedes cowboys y necesitan sangre! -murmuró Elena. -¡Qué remedio, señorita Elena! Yo soy de todos modos como Dale, nada tengo de

camorrista; pero en esta tierra rige una ley no escrita que nos obliga a todos a exigir ojo por ojo, diente por diente. Yo creo en Dios y mi religión me prohibe matar a un semejante; pero Riggs tiró primero sobre mí y es menester que yo obtenga el desquite.

-Roy, yo soy una débil mujer, y mi corazón no podrá nunca comprender estas crueles costumbres del Oeste.

-Espere a que le ocurra algo grave. Supóngase que Beasley entra en su casa y la

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agarra a usted con sus viles manazas y después de abusar de usted la arroja de casa, o que Riggs la acogota en una esquina solitaria con intenciones perversas.

Elena sintió verdaderamente en aquel momento los impulsos violentos de su sangre. La sonrisa melancólica que se dibujo en los labios del herido le demostró que éste había sabido leer perfectamente en su alma.

-Amigo mío, presiento que pueden ocurrir cosas horribles, pero no perdamos la esperanza antes de tiempo.

Advirtiendo ciertos signos de debilidad en el herido, Elena se levanto con propósito de retirarse, no sin prometer antes su visita para el día siguiente. Carmichael y la viuda Cass entraron en aquel momento, y tras breves palabras, Elena dio por terminada la visita. Carmichael se volvió hacia el herido, recomendándole desde la puerta de la habitación conformidad y buen ánimo.

-Da tú el ejemplo, mal fraile -rezongó Roy-; desarruga ese ceño y pon la cara sonriente para entusiasmar a Bo.

Carmichael partió como caballo espoleado. Los colores no se le fueron de la cara durante todo el camino, mientras se dirigía al rancho. Una vez allí entro con las mu-chachas en el vestíbulo. Estaba todavía sombrío, aun cuando había recuperado ya su natural aspecto sereno.

-¿Ha averiguado usted va quién ha herido a Roy? -pregunto con aspereza a Elena. -Sí; pero he prometido no decírselo a usted -respondió Elena nerviosamente,

apartando su mirada de la del cowboy. -¿Ha sido Riggs? -Las Vegas, no me interrogue porque no he de quebrantar mi promesa. El cowboy se acerco a la ventana, mirando afuera unos momentos. Se aproximo

luego a Bo con aire resuelto. -Roy no quiere decirme el nombre del canalla que le agredió por temor a que yo

vaya a encontrarle -dijo-, y si yo deseo encontrarle es porque quiero evitar mayores males. Por eso espero que usted querrá darme a conocer este nombre.

-No puedo, no debo, Tom -contestó Bo, suplicante. -¿Ha dado usted a Roy palabra de callar? -No. -¿Y a su hermana? -Tampoco. -En ese caso confíe en mí; necesita usted depositar en mí su confianza, no porque

yo tuviera un día la loca fantasía de creer que podría corresponder a mi amor... -¡Oh Tom! -interrumpió Bo. -Bueno. Escuche, necesito que confíe usted en mí plenamente. No daría yo una

cosa como segura si no estuviera absolutamente cierto de ella y le juro que no haré en ningún caso nada que Dale no estuviese dispuesto a hacer si estuviera aquí. Escasamente tardará algunos días en llegar, y es preciso tener a los bandidos a raya. Usted se ha asimilado al Oeste mucho más pronto que su hermana; éste es el mayor elogio que puedo tributarle. ¿Quiere pronunciar ahora el nombre que necesito conocer?

-Sí -contestó Bo con fuego en la mirada. -¡Oh Bo, por piedad, no se lo digas! -imploró Elena. -Sí -declaró Bo-, se lo diré. Sepa, Tom, que el cobarde, el canalla que -hirió a Roy

por la espalda ha sido Riggs.

XIX

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La imagen de una mujer concluyó con la paz de Dale, confundió su filosofía, echo

por tierra sus teorías de la suficiencia por sí mismo y la dicha emanada de la soledad de los bosques, y le puso cara a cara con su alma y con la fatal significación de su vida.

Cuando se dio cuenta de su derrota, cuando comprendio que las cosas no eran lo que parecían, que la llegada de la primavera no le traía, como otras veces, júbilo y alegría, y que había estado ciego al abrazar la vida libre y sensorial de los indios, cayó en un estado inextricable de desesperación, en una melancolía y tristeza tan frígida y callada como la selva que había elegido como mansión. Dale comprendía que cuanto más alto estaba un animal, colocado en la escala zoológica, cuanto más fuerte era, cuanto más finos y sensibles fueran sus nervios y más aguda fuese su inteligencia, más hondos y vivos tenían que ser sus sufrimientos. Imaginábase que el mismo no era sino un animal superior obligado, por ley de la Naturaleza, a la acción. Por desgracia para el, el incentivo para la acción había desaparecido. Volvióse haragán. No tenía ganas de moverse. No realizaba sino los trabajos más indispensables, y aun estos perezosamente, de un modo mecánico y automático.

Esperaba que la primavera le traería la liberación, aun cuando no tenía intención de salir del valle que habitaba. Disgustábale el frío, y estaba harto de la nieve y del viento. Deseaba el sol, el verdor de los montes cubiertos de hierba y margaritas, la vuelta de los pájaros y las ardillas, los ciervos y demás animales de la selva. Con to-dos estos elementos quizá recuperara su espíritu parte de la tranquilidad perdida, aun cuando la dicha y la ventura de antaño estuvieran perdidas para siempre.

La llegada de la primavera le hizo sentir los efectos de la sangre ardiente. Su corazón latía con indefinibles e imperiosos anhelos. Volvió a moverse, a trabajar ince-sante y febrilmente desde la mañana a la noche. La acción le fortaleció sus relajados músculos, apartando de su espíritu las ideas tediosas y mortales. Por fin termino para el la vergüenza de estar constantemente suspirando por algo que no había de ser para él; la dulzura de una mujer, un hogar lleno de luz, de alegría, de amor, de esperanza... ¡La felicidad inefable de los hijos! Todos aquellos locos y melancólicos anhelos fueron a morir en el fondo de las más profundas simas.

Dale no llevaba cuenta de los días y las semanas. Todo lo que podía decir es que la primavera había vuelto y la nieve se fundía de prisa aun en las mayores alturas. En sus horas de trabajo, en sus paseos y aun en los momentos consagrados al sueño y al descanso oía una voz en su conciencia que le auguraba un cambio radical en su carácter. Esta voz le decía que concluiría con todas estas pruebas, renunciando a la vida egoísta de soledad y aislamiento que había elegido, para volver a la sociedad de los hombres con el fin de realizar alguna obra útil a sus semejantes. Deseaba, sin embargo, permanecer en aquellas montañas algún tiempo más, hasta que aquella crisis espiritual hubiera pasado y pudiera presentarse a Elena y a los hombres de las poblaciones con menos visos de salvajismo.

Una mañana, el puma exhalo un rugido de alerta. Aquel rugido sorprendió vivamente a Dale, porque en la actitud del animal no había nada que revelase la proxi-midad de un oso o de un ciervo. No tardo Dale en divisar un jinete al paso entre las piteas, como una anticipación de la vida que le aguardaba entre los demás hombres. Nunca la vista de un semejante le había producido tanto alborozo.

Por la manera de montar, Dale creyó reconocer en aquel jinete a uno de los mormones, no tardando en cerciorarse de que era John el que se le acercaba.

¡Con que alegría le vio Dale poner el caballo al trote y llegar poco después al pinar,

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y, en seguida, al campamento! -¡Hola! ¡Seguro que no me esperabas! -gritó John agitando el sombrero. Si cordial fue el saludo del recién llegado, no menos cordial y afectuosa fue la

acogida que Dale le dispenso. jinete y caballo llegaban cubiertos de sudor y barro, fatigados y con signos evidentes de haber llegado hasta allí a marchas forzadas.

-No te esperaba, ciertamente. ¡Que alegría verte por aquí -exclamó Dale. Estrecháronse las manos sin que John se dispusiera a desmontar. Sus ojos claros e

inquisitivos se clavaron un instante en los del cazador. -¿Que te pasa? ¿Que tienes? -le preguntó. -¿Por que? -Estás desconocido. ¿Has estado enfermo? ¡Quien te habrá podido cuidar en estas

soledades -¿Tengo cara de enfermo? -Sí; estás pálido, ojeroso. ¿Que te ocurre? -He trabajado mucho. -Tal vez sea eso. Exceso de trabajo. Milt, has de tener más miramientos con tu

persona; de lo contrario, acabarás pronto. -Mi enfermedad está aquí, John -dijo Dale llevándose la mano al lado izquierdo del

pecho. -¿.En el pulmón? Con un invierno tan frío y en estas latitudes no me extraña-

comento John. -No; en los pulmones, no. -¡Ab, ya! Algo de eso me contó Roy. -¿Qué te contó? -¿No lo adivinas? ¿Ni adivinas tampoco por qué estoy aquí en este momento? Mira

mi caballo. John se apeó, mostrando los signos de fatiga del animal y procediendo

inmediatamente a desensillarlo. -¿No adviertes lo de prisa que hemos venido? -añadió-. Ni la nieve ni la noche han

bastado a detenernos. -Lo interesante es que estés aquí. John, dime: ¿en qué mes estamos? -¿Tan desmemoriado vives? Estamos en marzo, a 23 de marzo. -Ya yes, en estas soledades es fácil descontarse. Yo he perdido este invierno la noción de los días. -Dime, Milt : ¿cómo están tus caballos? -Han resistido bien el invierno. -Me alegro, porque vamos a tener necesidad de los dos más fuertes que tengas. -¿Para qué? -Para ir los dos inmediatamente, y lo más de prisa posible, a Pina. En seguida puso el mormón a Dale en autos de lo que el y sus hermanos

pronosticaban. La necesidad de ir a Pine fue para el hombre del bosque como un renacer a nueva vida, como una verdadera resurrección.

-Dime todo lo ocurrido -rogó. -Roy ha recibido un tiro; pero no creo que muera -contestó John-. Él es quien me

envía a buscarte. Se avecinan acontecimientos. Beasley quiere arrojar a Elena Rayner del rancho, apoderándose de sus propiedades.

Dale tembló de coraje al oír esto. Habíase iniciado ya el tránsito del pasado al fatal e inevitable futuro. Hasta entonces, sus emociones no se basaban sino en esperanzas, recuerdos, anhelos e ilusiones; pero el requerimiento que le dirigían sus amigos tenía un fundamento de honda e incontrastable realidad.

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-¿Cuándo murió el viejo Al? -preguntó. -Hace ya tiempo. Creo que fue a mediados de febrero. Elena heredó todos sus

bienes, habiéndolos administrado admirablemente, tanto que mucha gente dice que sería una lástima que los perdiera.

-No los perderá -declaró Dale. ¡Cuán exóticamente le sonaba su propia voz! Su timbre no era el mismo. Era ronca

y extraña, acaso por los meses de largo y forzado silencio. -No todos piensan lo mismo. Mi padre dice que los perderá, y Carmichael y yo

tememos lo mismo. -¿Quien dices? -Supongo que no habrás olvidado aún al joven cowboy que llegó a Pine siguiendo

a las Rayner el último otoño. -No le he olvidado; pero le oí llamar Las Vegas. Me pareció un muchacho muy

simpático. -Más te irá gustando cuando le conozcas. Es la persona de más confianza que ha

tenido Elena. Pero el solo no se basta. Nosotros no podemos tampoco contra tantos enemigos. Beasley se ha unido con Riggs, ¿lo recuerdas?, y necesitamos prontos refuerzos.

-Sí; recuerdo a Riggs perfectamente. -Ha permanecido en Pine todo este invierno aguardando pacientemente la ocasión

de realizar sus propósitos. Bo se cayó últimamente del caballo, quedando muy malparada, porque el la había estado persiguiendo. Roy dice que si la persiguió fue porque la confundió con Elena. Carmichael abofeteó a Riggs y le arrojó fuera del pueblo; pero Riggs no tardó en volver. Beasley visitó a Elena, proponiéndole el arreglo de todas las diferencias por medio del matrimonio.

De los labios de Dale se escapó un tremendo juramento. -Exacto -musitó John-, lo mismo habría exclamado yo si mi religión no me

prohibiese la blasfemia. Roy se indignó de tal modo al enterarse, que sintió el inme-diato deseo de entrevistarse con Beasley. Roy estima de veras a Elena y Bo. En cuanto halló ocasión se acercó a Beasley y le- dijo lo que hacía el caso. Dicen que Beasley sacaba espuma de lo rabioso que estaba. Entonces fue cuando Riggs tiró sobre Roy, por la espalda. Pero, afortunadamente, no lo mató. Y continuará alardeando, luego, de ser un gran tirador! Quizás eso sea un buen tiro para él.

-Posiblemente -asintió Dale-. Dame ahora cuenta del mensaje que Roy te ha confiado para mí.

-¿Cómo quieres que recuerde exactamente las palabras de Roy? -dijo John-. Me encargó que te contase lo ocurrido, que te advirtiera del peligro que corre Elena

Rayner, mucho mayor que el que la amenazaba en octubre pasado; que te dijera, además, que el había visto en los ojos de Elena el recuerdo melancólico de los días que había pasado en este campamento, y que estaba convencido de que en todo y sobre todo necesitaba y quería volverte a ver y tener a su lado.

Dale se estremeció al oír esto y se puso a temblar, como presa de un ataque. Sin atreverse a dar crédito a las palabras de su amigo, sentía impulso de insultarle a el y a su hermano, por figurarse que era más bien objeto de una burla.

-Roy está loco -rezongó. -¿Que dices, Milt? ¡Parece imposible que pienses eso! Roy es el hombre más

inteligente de Pine y el más sensato. -Si el me hiciera creer una cosa semejante v resultara luego lo contrario le mataría-

replicó Dale. -¿Crees a Roy capaz de mentir o burlarse en casos semejantes?-preguntó John

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Beeman. -Pero tú, John, acabas de decirme que Elena quiere verme, desea tenerme a su lado,

y esto es imposible. -Estás demasiado enamorado para comprender la verdad -repuso John-. Pero has de

saber que mi hermano Roy no se equivoca nunca al juzgar el corazón de las mujeres. Roy tiene tres mujeres, y aun calculo que se casará otra vez más. Tiene solamente veintiocho años y es dueño de dos grandes chacras. Él aseguró que ha visto resplandecer en los ojos de Elena el amor hacia ti, y si él lo dice ha de ser verdad. ¡Ya ves cuán necesario es que te apresures a volver a Pine para luchar en defensa de esa muchacha!

-Iré -prometió Dale sentándose, emocionado, sobre un tronco cerca del fuego. Se quedó un rato inmóvil contemplando las campanillas azules diseminadas por el

suelo delante de sus pies, mientras en su cabeza se desencadenaba una verdadera tor-menta de pensamientos encontrados; pero predominando pronto las nuevas tendencias de abnegación y altruísmo, la tempestad se calmó al rechazar Dale de su mente todos los pensamientos egoístas de retiro y soledad. Al levantarse, enérgico y resuelto, parecía otro hombre. La expresión morbosa de amargura y melancolía que John había advertido en él, había desaparecido completamente de su cara. La gran crisis espiritual había terminado. No quería detenerse en analizar los motivos que hubiera podido tener Roy Beeman para asegurar lo que tanto le alborozaba; pero bastábale la insistencia de John para darse cuenta de que no podía expulsar de su pecho la esperanza.

Montados en sus más fuertes caballos, con sólo un ligero paquete, una hacha y sus armas, los dos hombres llegaron a la zona donde empezaba la nieve, a eso del mediodía; Tom, el puma domesticado, les iba a la zaga.

La nieve, reblandecida por el sol, les dificultaba mucho la marcha, tanto que los hombres tuvieron que apearse para marchar conduciendo al caballo de la brida. Los pies se les hundían. Tres horas tardaron en recorrer unos cuantos centenares de metros por la blanda nieve en las apuras del puerto. El que con más facilidad avanzaba era el puma, aun cuando hacialo con visibles muestras de desagrado. No menos penoso fue el descenso por la opuesta vertiente, tan inclinada y escabrosa que los caballos resbalaban constantemente, con peligro de despenarse. No obstante, esta vez el avance pudo llevarse a cabo más rápidamente.

Al llegar a un bosque frondoso, bajo cuyos árboles la nieve se conservaba todavía en grandes cantidades, Dale y John volvieron a tropezar con serias dificultades en su marcha. Cuando salieron de las nieves se encontraron en un suelo blando y traidor, que les hubiera hecho perder muchas horas si ellos no hubiesen tenido la precaución de sortearlo dando un rodeo. No encontraron terreno duro y sólido sino después de cerrada la noche, cuando tanto los animales como ellos mismos, extenuados de fatiga, necesitaban el descanso.

Acamparon en un oquedal, en donde los hombres se echaron en camas formadas con ramas de árboles, con los pies próximos al fuego. Los caballos permanecieron inmóviles en el mismo lugar en donde los desensillaron, tan cansados estaban.

John movió la cabeza dubitativamente al mirarles. -¡Y decías que llegaríamos a Pine a la caída de la noche! -dijo-. Mira esos caballos

y calcula lo que tardaremos todavía en llegar. ¿Cuánto nos falta? -Unas cincuenta millas -contestó Dale. -Pues ¡a saber si estos caballos tendrán fuerzas para recorrerlas! -La verdad es que les hemos hecho trabajar hoy más de lo debido. Antes de salir el sol volvieron a ensillar los caballos y pusiéronse de nuevo en

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marcha. A medida que iban descendiendo, la vegetación iba siendo más tupida y fron-dosa. Pronto comenzaron a ver ardillas, pavos, gamos y demás fauna de los bosques. Esto obligo a Dale a llamar varias veces al puma, propenso a dar caza a algún animal.

-Tom es poco andador -dijo Dale-, pero tengo ahora interés en que nos siga; ¿quién sabe si podrá prestamos algún servicio?

-Quizá pueda verdaderamente ayudarnos -objetó John-, porque aun cuando a mí no me han asustado nunca las fieras, hay muchos hombres, valientes en ocasiones, pero incapaces de conservar la serenidad delante de un felino, y podría suceder que Beasley y los suyos tuvieran más miedo de este animal que de nosotros.

Poco hablaron los hombres durante el resto del camino. Dale iba delante, con Tom a su lado. John iba detrás. Cruzaron montes y colinas, bosques y barrancos en terreno verdaderamente abrupto y escabroso. Todo lo más que podían hacer era de seis a ocho millas por hora, y eso sin descansar apenas durante el día y muy poco durante la noche, a pesar de lo cual los caballos resistieron bastante bien la prueba.

Dale sentía una extraña emoción a medida que se alejaba de sus amadas selvas. Era un placer para sus sentidos el murmullo de percepciones que le brindaban los colores, el ambiente y la vida de los bosques que atravesaban después de las muchas crisis que acababa de vivir durante el pasado invierno, sin que el sol, ni el viento, ni las nubes, ni el olor de los pinos, ni nada pudiera sacarle de su marasmo. Su mente, su corazón, su alma, parecían embriagarse en anticipadas alegrías, mientras sus ojos, sus oídos, su nariz, se deleitaban con los olores, los sonidos y los aromas de la selva. Vio un objeto oscuro a lo lejos, parecido a un tronco en movimiento, y reconoció inmediatamente en aquella figura imprecisa el cuerpo hirsuto de un oso. Vio gamos y coyotes, zorras y pavos. Vio claras huellas de animales que en otra ocasión hubiera deseado cazar. Oyó los gorjeos y las notas melancólicas de los pájaros, el susurro del viento, la caída de los pinochos, los chillidos de las ardillas, el murmullo del agua y el grito del águila mezclándose con las pisadas de los caballos.

Los olores eran fragantes y embriagadores. La fuerza de la primavera saturaba el aire de esencias silvestres. Era una delicia aspirar el aire perfumado.

-Siento olor a humo -dijo Dale de pronto deteniendo el caballo y volviéndose para oír la opinión de su compañero.

John, a su vez, olfateo el aire. -Tendrás el olfato más fino que yo -confesó John haciendo una mueca de

incredulidad. Siguieron marchando hasta llegar al extremo de la última cuesta. Delante de ellos

se extendía una ancha planicie de verdura salpicada por grupos de cedros y otros árboles hasta el borde del desierto, que extendía a lo lejos la inmensa superficie de sus reverberantes arenas.

Pine se divisaba junto al sendero del gran bosque, apareciendo sus ranchos y construcciones como pequeñas manchas blancas en medio de un gran tapiz verde.

-Mira allí-señalo Dale. Algunas millas hacia la derecha, una serie de rocas grises se destacaban de la

inclinación general de la ladera, formando un promontorio. De aquellas rocas salía una delgada y pálida columna de humo.

-Éste es el humo que tú has olido, no hay duda -confesó John, caviloso-. Lo que me intriga es pensar quien pueda tener interés en acampar en un sitio en donde no hay agua ni pasto para los caballos.

-John, estas columnas de humo se han usado muchas veces como señales para comunicar algún mensaje a distancia.

-En eso mismo estaba pensando yo. ¿Te parece que vayamos a ver quién puede

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estar allí? -No, pero no olvidemos que si Beasley quiere llevar a cabo sus desalmados

proyectos, la banda de Snake Anson no puede andar lejos. -Ésta era también la opinión de Roy -aseguró John-. Tres horas faltan para que se

ponga el sol, los caballos pueden resistir todavía bastante y quizá llegaremos a Pine antes de cerrar la noche si no fuera por este puma, que parece cansado y sin fuerzas para andar.

El puma se arrastraba perezosamente, con los ojos medio cerrados. -Tom no tiene sino que ha comido mucho y no tiene ganas de andar; pero tiene

fuerzas más que suficientes para continuar marchando a este paso una semana entera si fuera preciso. De todos modos convendrá que descansemos una media hora antes de continuar. Aun así, podemos llegar a Pine antes de anochecido. Mientras tanto estudiaremos esta columna de humo.

Al continuar la marcha, algo más lejos, hacia el pie de la montaña, Dale descubrió huellas de caballo en dirección del promontorio rocoso. Se apeó para examinarlas. John hizo lo mismo.

-¿Qué te parecen estas huellas? -preguntó. -Ayer tarde pasaron por aquí algunos caballos y una jaca; esta huella más reciente

es de un caballo que ha pasado por aquí hoy -aseveró Dale. -Muy bien, Milt; para un cazador no especializado en huellas de caballo no está

mal -reconoció John-, pero a ver si sabes decirme cuántos caballos pasaron por aquí ayer.

-Tienes razón, no sabré decírtelo exactamente. Cuatro o cinco, a lo que presumo. -Pues pasaron seis caballos y un potro sin herrar. ¿Qué opinas tú de eso? -No sé. A no ser por el humo que hemos visto en el promontorio rocoso, no habría

concedido yo gran importancia a estas huellas. El relacionar lo uno con lo otro me da, en cambio, muy mala espina.

-¡Cuánto daría yo porque mi hermano Roy estuviese aquí con nosotros! -exclamó John rascándose la cabeza-. Milt, el corazón me dice que si Roy estuviera aquí sería de opinión de seguir las huellas.

-Tal vez, pero no tenemos tiempo para eso. Estas huellas nos alejarían de Pine, y hemos de llegar allí cuanto antes.

En el camino de Pine, al borde de los cedros, advirtieron, entre algunas peñas diseminadas, signos inequívocos de haber acampado allí algunos hombres días antes. Las huellas de los caballos pasaban por allí, siendo evidente que habían salido de Pine. Las huellas impresas en el suelo aquel mismo día por un caballo solo, procedían, en cambio, de la parte Norte. Del Este procedían otras dos huellas impresas por un par de caballos del día anterior. Estas huellas correspondían a casi-os grandes y pequeños. John se detuvo a estudiar estas huellas; pero Dale, menos interesado, que él en este estudio, permaneció algo apartado, aguardándole.

-Mílt, las huellas más pequeñas no son de un potro -aseveró John. -¿En qué te fundas para creerlo y qué deduces de que no sean de un potro? -

preguntó Dale. -Me fundo en que los potros suelen andar dando frecuentes saltos de uno a otro

lado. Estas pequeñas huellas no se apartan de las grandes, de lo que deduzco que están hechas por un mesteño llevado del ronzal por el jinete del caballo grande.

Por toda respuesta, Dale puso su caballo al trote, obligando al puma a seguirle de cerca.

Cuando llegaron al ancho camino, bordeado de flores, que conducía a Pine, el sol ocultaba su disco de fuego tras los montes. Los caballos estaban tan fatigados que era

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inútil pedirles el trote. Los habitantes de la aldea, al ver a Dale y a John Beeman seguidos del enorme felino, se reunían en pequeños grupos, impelidos por la natural propensión al comentario. Del grupo que se había formado frente al establecimiento de Turner partieron varias miradas hacia el camino, y no hubiera sido difícil a un observador perspicaz descubrir signos de excitación entre las personas que lo constituían. Dale y John se apearon frente a la casa de la viuda Cass. La señora Cass salió a abrirles pálida y temblorosa, pero aparentemente serena.

-¿Cómo está Roy? -le preguntó Dale. -Dios sabe lo que me alegro de verles, muchachos -exclamó la buena mujer-. Mílt,

le encuentro a usted delgado y su cara no me gusta nada. Roy ha tenido un pequeño retroceso; esta mañana ha tenido un disgusto que le ha perjudicado. La, fiebre le ha aumentado y en este momento está delirando. Vale más que no pierdan tiempo viéndole. Hay otros que necesitan que acudan ustedes presto. Pero, j por el amor de Dios, Milt, aparte usted de mí esa fiera!

-Tom no le hará a usted ningún daño -garantizó Dale-. Pero usted acaba de decimos que hay otras personas que necesitan vernos. ¿Ha ocurrido alguna desgracia a Elena Rayner?

-Corran en seguida a verla y no malgasten más tiempo aquí - fue la contestación de la viuda Cass.

Dale monto inmediatamente y lo mismo hizo John, pero los caballos tuvieron que ser duramente castigados con la espuela antes de ponerse al trote.

El camino hasta el rancho de Auchincloss le pareció a Dale interminable. Por muy dueño que fuera el cazador de sus sentimientos, no podía sofocar en su pecho la co-mezón de las desgracias que auguraba; pero, sobre todo, otro sentimiento predominaba en su alma : la dulce emoción, el gozo inefable de pensar que pronto iba a volver a ver a Elena.

Delante del rancho había varios caballos sin jinete. En el mismo banco en que había visto a Auchincloss cuando fue a visitarle, vio Dale, bajo el pórtico, a un joven mejicano sentado. La puerta del rancho estaba abierta. El perfume de las flores, el zumbido de las abejas y los golpes de los cascos al piafar los caballos, apenas si impresionaron los sentidos de Dale. Sus ojos se oscurecieron de tal modo, que al apearse del caballo, el suelo le parecía estar más abajo. Al poner el pie en el primer peldaño del pórtico, la vista se le aclaro súbitamente. Tanta era su emoción, que no acertó a decir sino algunas palabras incoherentes al mejicano. Dale golpeó la puerta para anunciar su llegada y entró inmediatamente en la casa, sin pasar del vestíbulo.

Fiel a sus hábitos, John, aun en aquellos momentos graves, permaneció fuera para ocuparse de los caballos, procediendo a desensillarlos y a prodigarles los cuidados del caso.

Dale oyó una voz en la habitación contigua, unos pasos y el chirrido de la puerta. Inmediatamente, Elena hizo su aparición. No era ya la muchacha morena y de ojos oscuros cuya imagen tenía tan profundamente grabada en su corazón y en su memoria, sino una belleza atormentada por la angustia y el dolor. Dale no acertó a pronunciar palabra.

-¡Oh amigo mío, cuánto le agradezco que haya venido! -exclamó Elena. Dale adelantó la mano, pero ella no advirtió siquiera este gesto. Se acerco a él

hasta poner los dos cuerpos en contacto, pasándole los brazos alrededor del cuello. -Gracias, Milt. Ya sabía yo que usted vendría -dijo apoyando su cabeza en el

hombro del cazador. Dale adivino lo que ya había presentido. Habían raptado a la hermana de Elena. El

abrazo de Elena, no menos glorioso por eso, no tenía otra significación ni otro

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fundamento que el dolor y la desesperación de la pobre por el dramático suceso. -¡Bol -exclamó el, desolado. -Ayer salió a caballo y ya no volvió -explicó Elena. -He visto sus huellas, se la han llevado a los bosques y yo la encontraré y se la

traeré a usted - prometió el cazador. -¿La encontrará, la traerá usted? -preguntó Elena levantando la cabeza para leer en

los ojos del cazador la confirmación de sus palabras. -Sí -corroboro Dale. Entonces fue cuando Elena se dio cuenta de la posición en que estaba. Él la sintió

estremecerse cuando lo soltó, apartándose, al mismo tiempo que la palidez de su cara trocábase en vivo arrebol. Pero tuvo en su confusión el valor de no bajar la vista, aunque sus ojos cambiaron rápidamente de expresión, transparentando la sorpresa, el rubor y otros sentimientos que Dale no acertó a revelar.

-Estoy aturdida, no sé lo que hago-balbuceó Elena. -Es natural, ya lo he comprendido; pero ahora es preciso que tenga usted presencia

de ánimo. No tenemos tiempo que perder-repuso Dale acompañándola a la puerta. -John - dijo Dale-, han raptado a Bo. Desde ayer no se ha vuelto a tener noticias de

ella. Haz que me preparen unas alforjas con carne y pan mientras tú vas al corral a prepararme un caballo, Ranger si es posible, y date prisa.

Sin contestar una palabra, John saltó rápidamente sobre el lomo de uno de los caballos desensillados y espoleándolo con energía atravesó aceleradamente el patio.

El puma, en aquel momento, al ver a Elena en el umbral de la puerta, se levanto del lugar en donde estaba hecho un ovillo bajo el pórtico y se acercó a ella.

-¡Es Tom! -exclamó Elena acariciándole la cabeza con mano temblorosa-. El hermoso animal que lío quería tanto. ¡Cuánto le he recordado!

-¿Donde está Carmichael? -preguntó Dale-. ¿Ha ido en busca de Bo? -Sí, él fue quien noto primero su ausencia; ayer estuvo buscándola por todas partes.

Ayer noche, cuando vino, sin que sus pesquisas hubieran dado resultado, estaba desesperado, y hoy no le he visto en todo el día. Ha querido que todos los hombres se quedaran en el rancho, excepto Hal y Joe.

-Muy bien pensado. John también debe quedarse aquí-declaro Dale- Lo que me extraña es que Carmichael no haya encontrado las huellas de su hermana. ¿No montaba una jaca?

-Sí, una jaca muy nerviosa, fuerte y veloz. -Yo cruce sus huellas en mi camino. ¿Como puede no haberlas visto Carmichael? -Las vio y las siguió por el lado del Norte; por donde el había prohibido a Bo que

paseara. Bo y Carmichael se aman, han reñido ya varias veces; ni él ni ella han querido ceder. Bo le desobedeció. Los montes del Norte son peligrosos, según Carmichael. Llego un momento en que Carmichael perdió las huellas de mi hermana.

-¿Descubrió algunas otras huellas al lado de las de ella? -No. -Pues yo las he descubierto por la parte sudeste de Pine, bastante lejos de aquí.

Bastante arriba, en la montaña. Siete caballos más habían dejado sus huellas junto a las de la jaca cuando nosotros las vimos. Encontramos también un campamento, en donde varios hombres habían acampado. Bo había entrado en aquel campamento conducida del ronzal, por un jinete que montaba un caballo grande. Procedían del Nordeste esas huellas, explicando lo ocurrido.

-¡Riggs se ha apoderado de ella y la ha raptado! -exclamó Elena, desolada- ¡El bandido, el criminal, tenía hombres que le esperaban! ¡Esa es la obra de Beasley; probablemente era a mí a quien querían coger!

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-Tal vez eso que dice no se ajuste completamente a la realidad, pero le anda muy cerca. Bo ha caído en malas manos, preciso es que lo comprenda y esté preparada a todo.

-Amigo mío, usted la salvará. -Se la traeré a usted viva o muerta. -¡Muerta! ¡Oh, Dios mío! -exclamó Elena, cerrando los ojos un instante, para

volverlos a abrir con la tristeza más profunda en la mirada- Bo no está muerta, el corazón me lo dice, no morirá ni se dejará matar tan fácilmente. Es muy valiente. Luchará como una leona en defensa de su vida. Es fuerte e intrépida; al menos que la. asesinen traidoramente, resistirá cualquier acometida; por lo tanto, le ruego, amigo, que no pierda un instante y corra en su socorro.

Dale temblaba al recibir el apretón de manos de Elena. Y desprendiéndose de ella salió del rancho en el mismo momento en que John volvía al galope, trayendo a Ranger.

-Elena, no volveré sin su hermana-le prometio el cazador- Creo que no debe de perder usted la esperanza; pero este preparada a lo une sea. Es duro lo que le digo, pero estos sucesos son corrientes aquí en el Oeste.

-Y si mientras tanto Beasley viene aquí, ¿que debo hacer? -preguntó Elena. -Negarse en absoluto a abandonar el rancho -respondió Dale-, sin permitir que ni el

ni ninguno de sus hombres la toque con sus manos indignas. En caso de que el la amenace o intente acometerla, cargue usted con sus ropas y objetos de más valor y trasládese a casa de la viuda de Cass, en donde me esperará.

-¡En donde le esperare! -comentó ella, pronunciando lentamente estas palabras- Milt, usted es como Las Vegas ; quiere matar a Beasley.

Dale se rió, sonando su propia risa de un modo extraño en sus oídos. La ira, el odio que sentía hacia Beasley, a pesar de no tener más causa que el daño que Beasley preparaba a Elena, estaba en pugna con el amor y la ternura que sentía por ella. No era fácil dejarla sola en aquellos momentos al verla tan triste, tan abatida, apoyándose en la jamba de la puerta. Mas era preciso ir. Dale, sin pensarlo más, bajo los peldaños del pórtico seguido de Tom. El caballo negro relincho al reconocerle y se encabrito al reparar en el puma. En aquel mismo momento el joven mejicano llego con las alforjas. Dale las ato con el pequeño paquete por detrás de la silla.

-John, tú te quedarás aquí con la señorita Elenadijo Dale, y si Carmichael viene haz que se quede también, y si esta noche alguien llega a Pine desde donde nosotros hemos venido, fíjate bien y procura que no se te despinte.

-Así lo haré, Milt -prometió John. Dale montó, y al volverse hacia Elena con intención de decir algunas palabras

animosas, perdió el habla al ver a la muchacha pálida y desesperada con las manos en el pecho. Ni siquiera pudo volverla a mirar.

-Sígueme, Tom -ordenó al felino-, es muy posible que por fin llegue el momento que puedas pagarme el favor de haberte domesticado.

-¡Adiós, amigo mío! -exclamó Elena con voz triste, que sonó en los oídos de Dale como un quejido-. ¡Adiós y que el cielo le proteja y le ayude a salvarla!

Ranger partió al galope y Dale no oyó más. No tuvo ánimo para volver la cabeza. En su pecho sentía una opresión dolorosa. ¡Cuántos esfuerzos le costó dominar esta impresión! A no haber sido por la necesidad de cumplir un deber, quizá no hubiera podido dominarla a pesar de toda su energía.

No atravesó la aldea, sino que la rodeó por el lado Norte, continuando luego hacia el Sur, en donde, siguiendo las mismas huellas que él había hecho, contaba con llegar al lugar donde había encontrado las otras. La noche se echaba encima a pasos

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agigantados. Más gusto encontraba el puma en alejarse del pueblo que haber ido a él. Ranger

estaba descansado y tenía ganas de correr; pero Dale le retenía. De las montañas descendía un viento frío y penetrante. A la luz de las estrellas

distinguió Dale a lo lejos las líneas recortadas del promontorio. Aquellas rocas pare-cían llamarle con insistencia, atraerle con fuerza irresistible. Una noche, y quizás un día, le separaban de los bandidos que tenían a Bo prisionera. Dale no había formado todavía plan alguno, únicamente tenía un motivo para la acción, tan grande como el amor que sentía por Elena.

El genio perverso de Beasley había planeado el rapto. Riggs no era sino un instrumento, un espíritu cobarde y egoísta dominado por un carácter más fuerte y poderoso. Snake Anson y su banda habían estado esperando en el campamento, bajo los cedros; ellos eran los que habían dejado marcadas en el suelo las huellas que continuaban luego montaña arriba. Beasley había estado con ellos aquel mismo día. De esto estaba Dale tan seguro como de haber visto a los hombres. Pero en el modo de recuperar a la muchacha tenía Dale puestos todos sus pensamientos. Mientras marchaba tratando de atravesar con la mirada las sombras de la noche y escuchando con aguzada atención los más leves ruidos, pasaban por su imaginación multitud de proyectos. Pero Dale los iba rechazando todos uno tras otro. Tenía un vivo presentimiento del papel que había de representar, en cualquier plan que eligiera, el puma que había domesticado, y no cesaba de mirarle, recreándose en la finura de sus líneas, la elasticidad de su cuerpo, la ferocidad de su mirada, el vigor de sus músculos y la fuerza de sus garras. Dale confiaba en que su puma sería capaz de seguir cualquier huella; no obstante, no le había sometido nunca a pruebas decisivas. Una cosa era indudable : y era que él había conocido a muchos hombres valientes que perdían la serenidad delante de un felino.

A bastante altura, en la montaña, en un lugar en donde Ranger encontró hierba para pacer y agua para beber, se aprestó Dale a pasar la noche. Economizaba el alimento, dando a Tom una ración más abundante de lo que él mismo se permitía comer en relación con el hambre y las necesidades de cada cual. Hecho un ovillo a los pies de Dale, el puma no tardó en dormirse. Dale, en cambio, tardó bastante en conciliar el sueño. Ningún ruido interrumpió el silencio de la noche. Únicamente oíase el débil gemido del viento, en los árboles. En las estrellas creyó Dale leer promesas halagüeñas. No le prometían precisamente la salvación de la hermana de Elena, pero le aseguraban algo grato y venturoso para el futuro. Más que un pensamiento vago e impreciso, llegó a constituir esta esperanza una verdadera seguridad, incompatible, sin embargo, con cualquiera de los planes que su mente formara. Detrás de estas promesas y estos planes surgía todo el conocimiento que él tenía de la selva : sus Distas, sus olores, sus sombras, sus animales, los hombres que se atrevían a penetrar en ella, los bosques solitarios y su puma domesticado, obediente a su voluntad soberana.

Con estos pensamientos fue durmiéndose, lejos de su espíritu toda duda en cuanto al feliz resultado de su magno y difícil empeño.

XX No había en la banda de Snake Anson quien pudiera competir con el joven Burt en

claridad y alcance de la vista. Por eso habíasele colocado de centinela en el pro-

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montorio rocoso, con orden de atalayar minuciosamente las laderas de las montañas v señalar, en cuanto lo divisara, el paso de cualquier caballo.

Desde la salida del sol habían mantenido encendida una hoguera formada con troncos de cedro y cubierta con ramas verdes, a fin de que saliera de ella una espesa columna de humo.

La noche anterior habían acampado en un lugar llano bajo los cedros de detrás del promontorio. Pero Anson no tenía intenciones de permanecer allí mucho tiempo. Apenas terminado el almuerzo se coloco la impedimenta sobre las acémilas y se ensillaron los caballos. El sol, bastante elevado sobre el horizonte, era cálido y la brisa no podía refrescar aquel lugar abrigado.

Shady Jones había partido muy de mañana a llenar los odres de agua y no había vuelto todavía. Anson, más delgado, largo y escuchimizado que nunca, jugaba una partida de cartas con Moze. En vez de dinero, los jugadores se valían de botellas, cada una de las cuales representaba la cantidad de tabaco necesaria para llenar una pipa. Jim Wilson, apoyado en un cedro, lanzaba frecuentes miradas a Riggs, como si le bastaran los ojos para entenderse con él. Riggs, sin chaqueta, ni sombrero, paseaba nerviosamente de derecha a izquierda, con sus pantalones de paño negro y su chaleco bordado rasgados. De su cinto pendía, por debajo de la cadera, un revolver. Era evidente que sus pensamientos eran agitados y poco tranquilizadores. Su cara estaba cubierta de sudor, sin estar colorada. No sentía el sol ni las moscas. Su mirada, vaga e incierta, se dirigía frecuentemente hacia el cedro, bajo el cual estaba sentada la joven cautiva, a pocos metros del bribón.

Bo Rayner tenía los pies atados con una cuerda cuyo extremo había quedado en el suelo. Sus manos estaban libres. Su traje, alado y sucio. Sus ojos brillaban retadores en su cara pálida y serena.

-Harve Riggs, no querría yo encontrarme en su pellejo por nada del mundo-dijo sarcásticamente.

Riggs fingió no haber oído. -Lleva usted muy mal prendido el revolver. ¿Por qué lo luce, si no sabe usarlo? -

añadió. Snake Anson soltó una carcajada, y Moze, Jim Wilson y Sullen le imitaron. -Mejor haría en callarse -advirtió Riggs. -No pienso callar -declaró Bo. -Pues se expone a que la estrangule -amenazó el malvado. -¿A mí? Inténtelo y le arrancare de un puñado todo el pelo que tiene. Riggs avanzó, adelantando las manos, como ávido de cumplir su amenaza. La

muchacha inclino el cuerpo en actitud defensiva. Su cara estaba encendida; sus ojos echaban llamas.

-Sepa, especie de cotorra charlatana, que le retuerzo a usted el pescuezo si no se calla-insistió Riggs.

-Acérquese, atrévase y verá lo que pasa. Harve Riggs, he de decirle que no le terno-declaró la valerosa muchacha-. Es usted un embustero, una hiena, una saban-dija, indigno hasta de codearse con estos bandidos que ha elegido como compañeros.

Riggs dio dos pasos, rechinándole los dientes de rabia, y dio un tremendo puñetazo a la deslenguada, en un parietal.

Aun cuando la cabeza se movió pronunciadamente hacia atrás por la fuerza del golpe, Bo no profirió el menor grito.

-¿Se callará usted ahora? -preguntó el energúmeno, rojo de ira. -No -manifestó Bo con asombrosa sangre fría-. Usted me ha atado y me ha

golpeado. Lo único que le falta es coger una estaca y deshacerme a golpes. ¡Hágalo!

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Snake Anson había suspendido su partida de cartas, para escuchar con expresión mitad divertida, mitad enojada. Jim Wilson púsose lentamente en pie, seducido por la escena, pero tan reconcentrado, con todo, en sus propios pensamientos, que una vez desato las cintas de su blusa sin darse cuenta de ello.

Riggs volvió a descargar el puño sobre la cabeza de la muchacha, pero esta vez ésta hizo un esguince y el golpe no la alcanzó.

-¡Bandido! -clamó la muchacha-. Ah, si tuviese un revólver a mi alcance. La belleza trágica de aquella cara pálida y de aquellos iracundos ojos impresionó a

Snake Anson hasta el punto de decidirle a intervenir en favor de la muchacha. -¡Harve Riggs! -dijo-. No maltrate usted a esa mocosa. ¿Qué gana con ello? -¿Le he insultado yo a usted alguna vez, ni a ninguno de sus hombres? -preguntó

Bo al jefe de la banda. -No -respondió Snake Anson. -Ni lo haré mientras se me trate bien -manifestó Bo-. No sé qué negocios tiene

usted con Riggs. Sé únicamente que él me cogió, me ató y me trajo aquí. Ahora espero ver llegar a Beasley de un momento a otro.

-Veo que para adivina no tiene usted precio -asintió Snake Anson. -¿Sabe usted que yo no soy la muchacha que él buscaba? -¿No es usted Elena Rayner, la heredera de todos los bienes dejados por Al

Auchincloss? -No; soy Bo Rayner, hermana de Elena. Ella es la propietaria del rancho y la

muchacha a quien Beasley quiere despojar de su herencia. Anson profirió unos cuantos juramentos, echando varias miradas de recelo a Riggs. -Diga, Riggs, ¿es verdad lo que dice esa chiquilla? -Sí; es la hermana de Elena Rayner. -¿Para qué la ha traído entonces a este campamento, y para qué estamos avisando a

Beasley, si no es esta mu chacha la que él quiere? ¿Se ha equivocado usted lo mismo que la otra vez? -No puedo negar que la confundí con su hermana. -Pero usted la ha traído a mi campamento sabiendo perfectamente quién era. Riggs sacudió la cabeza. Estaba muy pálido y el sudor le corría abundantemente

por la cara. Sus crenchas le caían empapadas por encima de la frente. Sus maneras eran las del hombre que súbitamente comprende que se ha metido en un mal asunto.

-Claro que sí -corroboró Bo-. Vino de mi mismo pueblo y nos conoce a mi hermana y a mí desde hace muchos años. Snake Anson se volvió a mirar a Wilson. -Jim, esto que sucede es muy extraño -dijo-. Ya me parecía a mí demasiado joven

esta muchacha. ¿No te acuerdas de que Beasley nos dijo que Elena Rayner era una mujer muy bonita?

-Perdón, Anson; si esta joven de aquí no es preciosa es que yo tengo un gusto muy raro.

-¡Ah, va salió el galanteador! -arguyó Anson, con ironía-. Fíjate que tu contestación no me saca de dudas, ni me da a conocer tu opinión.

-Mi opinión es clara, porque conozco a Elena Rayner y puedo asegurar que no es esta joven de aquí.

Anson estudió unos momentos la cara de su lugarteniente, y sacando luego la petaca del bolsillo se sentó sobre una piedra, procediendo a liar un cigarrillo que se llevó a la boca, olvidándose de encenderlo. Durante algunos minutos no hizo otra cosa sino mirar al suelo y a unas matas de artemisa, muy embebido en sus pensamientos. Riggs, mientras tanto, paseaba arriba y abajo. Wilson continuaba como antes, apoyado

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el cuerpo contra un cedro. La muchacha iba recuperando paulatinamente su natural humor.

-Chiquilla -le interpeló Anson-, si Riggs te ha traído aquí sabiendo que tú no eres Elena, ¿por qué lo ha hecho?

-Me persiguió, me alcanzó, se apoderó de mí, y cuando ya me tenía divisó a alguien que se dirigía hacia nosotros. Entonces él, asustado, me trajo a toda prisa a este campamento.

Riggs debió de oírla, a juzgar por la mirada iracunda que le dirigió. -La he traído a su campamento -dijo dirigiéndose a Anson-, porque sabía que su

hermana nos daría cuanto le pidiéramos por su rescate. Anson oyó estas palabras con aire de credulidad. -No le crea usted -le advirtió Bo-, es un embuste ro y un enredador que les está

engañando a la vez a Beasley a ustedes. Riggs levantó nuevamente la mano en actitud de amenaza. -Cállate -dijo-, o te cierro la boca de un golpe. -Usted es el que ha de callar ahora -le ordenó Anson, poniéndose en pie-. Aquí

mando yo, y me va pareciendo interesante lo que dice esta muchacha. Prosigue, chiquilla, di todo lo que tengas que decir.

-Digo que Riggs les está engañando a todos -manifestó Bo, sin aguardar a que le repitieran la orden -. Me extraña que lo admitan ustedes en su compañía. Mi tío, mi novio Carmichael y mi amigo Dale me han dicho que todos los hombres del Oeste, incluso los ladrones, los bandidos y los pistoleros de oficio, odian la mentira y la cobardía. Por mi parte conozco ya el Oeste lo suficiente para comprender que los traidores y cobardes como Riggs no pueden vivir aquí mucho tiempo. Se las echa de bravucón y camorrista, cultiva su fama de bebedor, juerguista y mujeriego; pero no es más que un tramposo, un cobarde y un embustero. Está enamorado de mi hermana; pero ella le detesta. Nos ha seguido al Oeste, persiguiéndonos constantemente. Mi hermana y yo no podíamos salir de casa sin que él espiara nuestros pasos. Un día me persiguió, y Carmichael le abofeteo, en castigo, en la taberna de Turner, delante de mucha gente, insultándole, escupiéndole y arrojándole a puntapiés del establecimiento y del pueblo. Todo lo que hace con ustedes y Beasley no tiene otro objeto sino lograr lo único que le interesa, que no es otra cosa sino apoderarse de mi hermana, y a ustedes les hace servir de instrumento para sus fines, engañándoles. Estaría hablando una hora y no acabaría; pero si tuviera un revolver a mi alcance pronto le daría su merecido.

El cuerpo de Jim Wilson vibro ostensiblemente. Anson saco su revolver de la funda y lo ofreció a la muchacha, presentándoselo por la culata; pero en cuanto Bo alargo la mano para apoderarse de el, Anson retiro la suya con presteza.

-¡Cuidado! -exclamó Riggs con alarma. -¡Que me maten si la chiquilla no trae mala intención! -dijo el bandido. -Dígame -preguntó Wilson, con curioso interés, a la muchacha-, ¿le mataría usted

si tuviese un arma? -No -contestó Bo-. No quiero mancharme las manos con su sangre cobarde y

villana. Le haría bailar, le haría huir, pondría de manifiesto su cobardía. -¿De veras sabe manejar el revólver? Afirmo la muchacha su contestación con la cabeza, lanzando lumbre por los ojos y

mostrando su resolución en la expresión de su cara. Wilson le alargo el revolver y Bo se lo arrebato de la mano antes de que pudiera impedírselo. -Suelta el arma-rugió Anson. Riggs se volvió con los ojos huera de las órbitas y también profirió algunas

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palabras confusas; pero su grito sono de muy distinto modo. -Baile usted o huya corriendo -ordenó la intrépida muchacha al hombre odiado, sin

hacer caso de ordenes ni prevenciones. Salió el tiro y el revolver casi se le escapo de la mano; pero Bo lo agarró con las

dos manos y volvió a disparar. La segunda bala fue a incrustarse en el suelo, entre los pies de Riggs, levantando el polvo y las piedrezuelas. Riggs dio un salto, y luego otro, corriendo después en busca del refugio de unas rocas. La tercera bala debió de rozar la piel del medroso, a juzgar por el chillido que lanzo y el apresuramiento con que se oculto detrás de la roca mas cercana.

Jim Wilson contemplaba la escena con el mismo aire impasible que había caracterizado su actitud desde la llegada de la joven al campamento. En cuanto Riggs se hubo ocultado, Wilson se adelanto y arrebato el revolver de las manos de Bo, procediendo en seguida a cargarlo de nuevo. La risa de Snake Anson cesó.

-¿Sabes que con tu revolver en las manos de esta chiquilla hubiera podido darnos un mal rato a todos?

-No creo que tenga nada contra ninguno de nosotros -declaró Wilson. -Tú conoces más que yo a las mujeres; pero dime qué habrías hecho tú de haberte

encontrado en el pellejo de Riggs. La pregunta no carecía de intención y Wilson meditó unos instantes antes de

contestar. -Habría permanecido delante del arma quieto como una roca y sin chistar -declaro. -Yo también - asintió Anson, meneando la cabeza. Así fue como expresaron aquellos bandidos su desaprobación y el desprecio que

les merecía la cobardía de Riggs, y la admiración que había despertado en ellos una muchacha que tenía la única cosa que respetaban todos los hombres del Oeste : el valor.

En aquel mismo momento una voz que partía del promontorio llamó la atención de los bandidos. Anson se adelantó para encaramarse sobre unas rocas que ?e impedían ver. Moze dejó ver también su cuerpo desgarbado detrás de su jefe.

-Señorita, la felicitó por el modo como ha hecho huir a Riggs -dijo mientras tanto Wilson a la muchacha, estudiándola con la mirada.

-Gracias por haberme prestado el revólver -contestó Bo -. Creo haberle desollado un poco la pierna.

-No cabe duda; Jim Wilson se lo asegura. -¿Jim Wilson? ¿Es usted el forajido que mi tío conocía? -El mismo. -Me acuerdo que me hablaba de la partida de Snake Anson; le mencionó a usted,

diciendo que tenía mucha puntería y que era una lástima fuese un forajido. -¡Ah! ¿De manera que su tío hablaba de mí con simpatía? ¡Muy amable su tío!

Bueno, señorita, dígame lo que puedo hacer en su favor. Bo clavó inmediatamente sus ojos en los del bandido, ávida de descubrir el

significado y la intención de sus palabras. -¿Qué quiere usted decir? -preguntó. -¡Oh, nada!, siento decírselo. Nada que justifique esa alegría -explicó Wilson-.

Verdad es que yo no soy, quizás, absolutamente como los demás bandidos; pero soy un bandido, un forajido. Eso es innegable.

Entendió ella lo que estas palabras significaban, y tuvo que felicitarle por no ser hombre dispuesto fácilmente a traicionar a su jefe.

-Haga el favor de desatarme -le dijo, para aprovechar su ofrecimiento-. ¡Que pueda yo pasear un poco! Riggs no me quitaba la vista de encima. Le prometo no hacer nada

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por escaparme. Además le agradeceré que me dé de beber, porque me muero de sed. -Con mucho gusto haré lo que me pide -dijo Wilson, quitándole las ligaduras y

ayudándola a levantarse-. No tardaré en poderle traer un poco de agua. Espere con paciencia unos minutos.

Y se alejó para dirigirse al lugar en donde Rigss estaba contemplándose la quemadura que la bala le había producido en la pierna.

-Mire usted, Riggs -dijo Wilson-, he tomado bajo mi responsabilidad el desatar a la muchacha, dándole permiso para pasear a su gusto por estos contornos. Es imposible que escape y nada ganamos con ser crueles.

Riggs continuó desenrollándose los pantalones y calzándose la bota, sin decir palabra. Luego marchó en dirección del promontorio, encontrando a medio camino a Snake Anson.

-Beasley viene por un lado, y por el otro llega Shady. Antes del mediodía podremos abandonar estas rocas -dijo el jefe de la banda.

Riggs se llegó hasta el promontorio para corroborar la noticia con sus propios ojos. -¿Dónde está la chiquilla? -preguntó Anson, lleno de sorpresa, cuando volvió al

campamento. -Está paseando por estos contornos -declaró Wilson-. Sí, porque me ha prometido

no escaparse y no la creo capaz de faltar a la palabra ni siquiera ante la consideración de haberla empeñado a un bandido.

-Soy de tu misma opinión en eso; pero, Jim, noto que esa muchacha despierta en ti demasiada simpatía. ¿re crees haber vuelto a los días de juventud en que tenías amistades que, por lo visto, aún no has olvidado?

-Es posible. Sentiría que eso te disgustara. -¡Oh, oh l ¡Así se dejan prender los hombres por una mirada o por una sonrisa de

mujer - rezongó Anson, yéndose a buscar la sombra. En aquel momento llegó el joven Burt secándose el rostro, sucio y sudoroso. Sus

ojos, tan finos y sanos, y que tantos servicios prestaban a la banda, escudriñaban todos los rincones del campamento.

-¿Dónde está la muchacha? -preguntó. -Jim la ha dejado dar un paseo -explicó Anson. -Sí, ya he notado que Jim siente cierta debilidad por ella -dijo soltando una

carcajada. Pero Snake Anson no se mostró muy propicio a la hilaridad. Nadie en el

campamento parecía estar de humor para bromas, circunstancia que no pasó inadvertida a Burt. Riggs y Moze volvieron del promontorio, este último anunciando la inminente llegada de Shady Jones. La muchacha se presentó entonces avanzando lentamente y fue a sentarse a unos diez metros del grupo.

Aguardaron todos en silencio hasta que el esperado caballero hizo su aparición sobre un caballo cargado con varias cantimploras llenas de agua. Nunca emisario al-guno fue mejor recibido. Todos en el campamento estaban sedientos. Wilson llevó agua a Bo antes de beber él.

-Hay que pasar mucho calor para traer el agua hasta aquí -declaró Shady-. Si le he de pedir un favor, patrón, le agradeceré que no vuelva a elegirme para este servicio.

-Tranquilízate, Shady -le contestó Anson-. Hoy no terminaremos el día aquí. -¡Que me maten si no es ésta la mejor noticia que podía haber oído! ¿No piensas tú

lo mismo, Moze? Moze asintió con un movimiento de su cabeza, morena y desgreñada. -Yo ya estoy harto de este asunto-gruñó Burt, evidentemente instigado por sus

compañeros-. Desde el otoño no hacemos más que vagar por los montes, muriéndonos

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de frío, sin comer, sin beber, sin ganar nada, alimentándonos tan sólo de esperanzas. Estas palabras de rebeldía obraron en todos los pechos como un fermento de

discordia. Wilson, sin embargo, permanecía abstraído y desligado de lo que pasaba en el campamento. Otras ideas embargaban su atención.

-Burt, ¿acaso te hice yo promesas categóricas? -preguntó Snake Anson, enfurruñado.

-No; únicamente nos dijo que podría suceder que terminásemos ricos. Pero si no nos prometió nada, a usted sí que le prometieron, y no espero que permita que le defrauden impunemente ahora que tenemos en nuestro poder a la muchacha.

-Muchacho, has de saber que no es la que Beasley quiere. Riggs nos ha traído a la hermana.

El disgusto que estas palabras produjeron en Burt y Shady Jones no es para descrito. Refunfuñaron un rato, haciéndose luego el silencio en el campamento. El causante del desencanto general manteníase alejado de los demás, sin atreverse a mirar a nadie, y en una actitud de indiferencia adoptada para disimular su miedo.

Un caballo enderezó las orejas, prueba evidente de que había olido o divisado algo antes que ningún hombre.

Esto bastó para que todos, excepto Wilson, aguzaran la atención. Pronto se oyeron las pisadas de un caballo sobre la roca. Riggs se puso nerviosamente en pie. Los demás hicieron lo mismo uno a uno. El único que permaneció sentado fue Wilson.

Unos segundos después un hermoso alazán penetró en el campamento, apeándose de el su jinete con notable agilidad dadas su edad y su corpulencia.

-Salud, Beasley -fue el saludo de Anson. -Buenos días, Snake -contestó Beasley, paseando su mirada audaz por el grupo. Llegaba lleno de polvo y acalorado. El sudor resbalábale abundantemente por

sienes y cara; pero era evidente que sus preocupaciones le absorbían demasiado la atención para que pudiera parar mientes en estas pequeñas incomodidades.

-He visto la señal que me habéis hecho por el humo e inmediatamente he montado a caballo. Pero me he dirigido hacia el Norte, no dando la vuelta hacia aquí, sino algún tiempo después de haber salido de Pine. ¿Quien se ha apoderado de la muchacha, vosotros o Riggs? ¿Que os pasa? Noto algo extraño en vuestra mirada. ¿Acaso la muchacha no está aquí? No creo que me hayáis avisado para nada.

Snake Anson hizo un signo a Bo para que se acercara. -Sal, tú, déjate ver-le ordenó. La mucha salió de debajo del cedro que la cubría con sus ramas tupidas y caídas. Beasley abrió los ojos sorprendido al ver a la muchacha. -Ésa no es la muchacha que yo necesitaba, sino su hermana. -Eso parece -asintió Snake. El asombro tenía a Beasley con la boca abierta. La furia y la rabia eran, sin

embargo, mucho mayores que su sorpresa. -¿Que es esta burla? -rugió-. ¿Quién se ha apoderado de ella? ¿Quien la ha traído

aquí? -¿Quién ha de ser? -manifestó Anson con expresión de ludibrio-. Ese valentón

llamado Riggs, aquí presente. -Riggs, usted no ha traído la muchacha que yo necesitaba -vociferó Beasley-. Es la

segunda vez que comete esta equivocación. ¿Qué se propone? -Me apodere de ella creyéndome que había perseguido a Elena Rayner -fueron las

palabras de sinceración de Riggs-. Cuando me di cuenta de la equivocación ya era tarde, y pensé que lo mejor era retener de todos modos a la que había caído en mis manos. ¿Quiere usted oírme unas palabras aparte?

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-¿Qué impulsos de locura han podido lanzarle en contra de mis planes? -rugió Beasley -. Conocía perfectamente mis planes y sabe muy bien que un rapto así no puede realizarse dos veces, porque la condición principal de su éxito es la sorpresa. ¿Estaba usted borracho o loco cuando cometió la equivocación? Ni borracho ni loco -rectificó-; lo que pasa es que se dejó engañar como un tonto.

Beasley miró, después de proferir estas palabras, primero a la muchacha, después a Anson, luego a Wilson y por último a Riggs. Su cara se puso lívida, sus ojos echaron llamas, y cerrando la mano arrojó a Riggs, cuan largo era, al suelo de un certero y formidable puñetazo. Se acercó inmediatamente a él, acariciando con mano nerviosa la culata de su revólver.

-¡Miserable! Ya me habían dicho que usted iba tan sólo a su negocio. -Tan sólo a mi negocio, no -repuso Riggs levantándose con cautela-. Yo no le he

engañado nunca; mi interés se confundía con el de usted. El de usted consistía en sacar de su casa a la muchacha y el mío en apoderarme de ella.

-¿Por qué no ha traído usted en este caso a la muchacha?-preguntó Beasley, todavía presa del mayor furor.

-Beasley, dígales que me devuelvan el caballo ; necesito volver a casa-le rogó Bo Rayner.

Beasley volvió la cabeza hacia ella, sin saber qué contestar. Lo que haría con aquella muchacha era para él un problema.

-Nada tengo que ver yo con la presencia de usted en este campamento, ni tampoco tengo que intervenir en la suerte que aquí o fuera de aquí le esté reservada -declaró, después de breve reflexión.

Bo palideció al oír estas palabras y sus ojos despidieron llamas. -Es usted tan embustero y tan cobarde como Riggs -gritó, en un rapto de

indignación-. Es usted un ladrón, un bandido, un cobarde que se ceba en las mucha-chas indefensas. Sus planes nos son conocidos. Milt Dale le oyó tratar de ellos con Anson, y sabemos perfectamente que quería raptar a mi hermana. El sitio de usted es la horca, el patíbulo.

-Te arrancaré la lengua si no callas - amenazó Beasley. -No dudo que lo haría usted si me tuviera sola. Pero estos forajidos, estos ladrones

de ganado, estos hombres de quienes contaba servirse para sus planes son mejores que usted y que Riggs y no le permitirían cumplir su amenaza. ¿Sabe lo que hará Carmichael con usted? ¡Carmichael!, mi novio; ya sabe lo que hizo con Riggs. ¿Tiene bastante cabeza para comprender lo que hará con usted?

-¿Qué puede hacer conmigo esa bambarria? -refunfuñó Beasley, esforzándose en aparentar indiferencia, pero pálido y tembloroso en realidad.

. -¿Qué? -continuó Bo-. ¿Sabe que es de Texas, ¡de Texas!? ¿Se ha enterado usted? -Sí, de Texas, ¿qué tenemos con eso? -gruñó Beasley-. Por todas partes se

encuentran tejanos. Aquí tenemos a Jim Wilson, que también es de Texas. -¿Es usted de Texas? -preguntó Bo, asombrada, dirigiéndose al aludido. -Sí, aun cuando no merezco ese honor -contestó Wil son, con muestras evidentes

de sentirse avergonzado al descubrir su procedencia. -¡De Texas y no me ha defendido usted! ¡Yo que creía que incluso los bandidos

defendían en Texas a las jóvenes indefensas! -murmuró Bo, acentuando la actitud de sus palabras con el tono sarcástico de su voz.

La vergüenza no permitía a Jim Wilson levantar la cabeza. Snake, que le conocía, le miraba con recelo y temor de que su segundo se declarase de repente en favor de la muchacha.

-Beasley, está usted jugando con el peligro -advirtió a su antiguo asociado.

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-Eso creo yo también-corroboró Bo con un acento de amenaza que hizo estremecer a todos los oyentes-. Pretende arrojar de casa a mi hermana. Pero sus días están contados. Carmichael le matará.

Beasley montó de nuevo a caballo, lívido y furioso. Antes de partir se volvió hacia Snake, para decirle:

-Snake, no es falta mía si el negocio ha fracasado. Yo he sido leal; le prometí retribuirle espléndidamente sus servicios si ¡ni plan se realizaba, pero el plan ha fracasado; si alguien le ha de pagar será el diablo.

-Me parece, Beasley, que tengo fuerzas suficientes para obligarle a cumplir, sus promesas -repuso Anson, pronunciando lentamente estas palabras -. Si usted ha sido leal hasta aquí, no lo es ahora. Hemos trabajado duramente desde el otoño en su favor; mis hombres han sufrido mucho. Estamos agrupados en bandos y no hemos ganado nada. Usted y yo no nos hemos peleado nunca, pero paréceme que podría suceder aún lo que nunca ha sucedido.

-¿Le debo a usted algo, según nuestros tratos? -preguntó Beasley. -No, no me debe usted nada -respondió Anson. -En este caso en paz -repuso Beasley-; yo me lavo las manos, sin querer saber nada

de lo que ha ocurrido y pueda ocurrir todavía aquí. Riggs es el que ha de pagar los vidrios rotos. Tiene dinero y puede hacerlo. Diríjase usted a el.

Y sin añadir una palabra más espoleo Beasley a su caballo y se marchó más que de prisa. Los bandidos le siguieron con la mirada hasta que desapareció entre los cedros.

-¿Que podíamos esperar de un avaro como ése? -refunfuñó Shady Jones. -¿No se lo decía yo a usted, Anson? -exclamó Burt. Moze estaba furioso, dándose a todos los diablos. Jim Wilson era el único que no

daba muestras de desesperación. Riggs parecía más tranquilo. -Anson -dijo éste -, provéame de algunos víveres y yo me llevare a la muchacha. -¿Adonde? -quiso saber Anson-. Usted no conoce estos caminos y se necesita estar

loco para creer que sin guía podrá usted llegar a Pine, sobre todo teniendo en cuenta que ya hay por estas montañas gente verdaderamente baquiana siguiéndole la pista.

Bo volvió los ojos suplicantes a Wilson. -No permita usted que se me lleve -rogó. Ésta fue la primera muestra de debilidad que dio la muchacha. -Yo no soy el jefe aquí -fue la bronca respuesta del interpelado. -Pero usted es un hombre -insistió ella. -Snake, permítame que yo conduzca a la muchacha otra vez a Fine -dijo Jim

Wilson. La sorpresa de Anson al oír esto no tuvo límites. -Piense usted en las ventajas de lo que me propongo -arguyo Wilson -; tenemos ya

bastantes dificultades con que luchar; y la presencia de esta muchacha en nuestro campamento no puede representar para nosotros sino una dificultad más. Lo mejor es que devolvamos esta muchacha a su hogar.

-¿No sería mejor pedirle por ella a su hermana un buen rescate? -Lo que usted quiera, pero no olvide que yo me he ofrecido a acompañarla -

concluyo Wilson. -Jim, si yo quisiera deshacerme de ella permitiría a Riggs que se la llevara -repuso

Snake Anson. No obstante estas palabras decisivas, las que había pronunciado Wilson le tenían

inquieto y preocupado. Riggs no oyó lo hablado entre Anson y Wilson por haberse apartado unos cuantos

metros en busca de su caballo.

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Poco después del mediodía Anson ordeno levantar el campo y ponerse en marcha. Burt, Jones y Moze se encargaron de conducir las acémilas. Anson iba detrás, y la muchacha cabalgaba entre el y Riggs. Jim Wilson cerraba la retaguardia.

Descendieron serpenteando la ladera de la montaña. Cruzaron un profundo barranco, siguiendo hasta penetrar en un espeso bosque. Desde. allí la marcha fue más rápida. Los caballos pudieron ponerse al trote, pues hasta entonces solo habían marchado al paso. En el momento en que una manada de venados salía inopinadamente de la espesura, Burt hizo detener los caballos para matar un ciervo con su excelente puntería. Continuaron luego los demás, dejándole a el ocupado en descuartizar al animal y hacerse cargo de la carne. La segunda vez que hicieron alto fue junto a un arroyo; allí fue donde Burt se reunió de nuevo con sus compañeros. Continuaron por bosques y montes frondosos, por trochas y vericuetos, trepando por cuestas de difícil acceso, a un terreno más alto desde el que pudieron divisar el rojo disco solar hundiendose por el horizonte y la luz crepuscular, cada vez más débil, daba aceleradamente paso a la noche cuando Anson dio la voz de alto.

El lugar elegido para acampar era un valle agreste y feraz entre pendientes cubiertas de piceas. Abundaban en el la hierba, la leña y el agua. Los hombres estaban ya en el suelo ocupados en desensillar los caballos y en deshacer los paquetes, cuando la muchacha todavía no se había apeado. Riggs se acerco a desmontarla y ella castigo su atrevimiento con un soberbio bofetón.

Wilson vio lo sucedido, pero Anson no. -¿Que ha sucedido? -preguntó este. -El honorable pistolero Riggs ha recibido una caricia de la señorita en pago de sus

galanterías -explicó Moze, dándoselas de gracioso. -¿Lo has presenciado tú, Jim? -preguntó Anson. -Sí -contestó Wilson-. Él se ha acercado para desmontarla y ella le ha dado un

bofetón. -Ese Riggs está completamente loco -dijo Anson a Moze, en voz baja. -Patrón, fíjese en lo que dijo Jim; ese Riggs será nuestra perdición. Todos se pusieron a la obra y en pocos momentos el fuego ardía, el agua hervía y

los peroles de la comida exhalaban un apetitoso vaho. La muchacha se había apeado ya del caballo, habiéndose sentado en el suelo, mientras Riggs se cuidaba de poner el caballo aparte. Parecía distraída, absorta en sus pensamientos, como si hubiese olvidado que estaba en poder de los bandidos.

Wilson había cogido una hacha y se había ido a cortar ramas de piteas. Fue y volvió varias veces, hasta reunir las necesarias para construir debajo de un álamo un pequeño cobijo en forma de V con una pequeña abertura en la parte delantera. Concluída esta tarea fue a desempaquetar una manta, que introdujo en el cobijo, diciendo a Bo Rayner:

-Cuando guste descansar métase aquí dentro y duerma tranquila, porque yo estaré aquí cerca por si le ocurre algo.

-¡Gracias! -respondió la muchacha-. Quizá sea usted verdaderamente un tejano. -¡Quizás! -asintió melancólicamente Jim Wilson.

XXI Bo rehusó el alimento ofrecido por Riggs, pero comió y bebió lo que Wilson le

proporcionó, acomodándose en seguida en su cobijo.

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Por mucha camaradería que hubiese entre los hombres de Snake Anson, no se manifestaba aquella noche. Todos estaban taciturnos, todos parecían presagiar desgracias, muy creídos de que sus compañeros vivían muy ajenos a sospechar los males inminentes. Todos fumaban. Moze y Shady jugaban a las cartas a la luz de la lumbre ; pero apenas si se cruzaba entre ellos alguna que otra palabra. Riggs fue a colocarse, envuelto en su manta, a poca distancia del cobijo de Bo. Burt también fue a tenderse en su yacija y los jugadores no tardaron en imitar el ejemplo. Snake Anson y Jim Wilson se quedaron un buen rato meditando junto al fuego.

La noche era oscura, con muy pocas estrellas en el cielo. Un viento bastante violento agitaba y hacía gemir las ramas de las piceas. De vez en cuando oíanse las patadas de los caballos. Ni un aullido, ni un rugido, ni voz alguna de bestia nocturna atestiguaba la realidad de la selva. Los hombres de la partida dormían profundamente.

-Jim, este maldito Riggs nos ha estropeado el negocio -dijo Anson en voz baja. -Así es - asintió Wilson. -Y aun me temo que nos haya traído la mala suerte. -No voy yo tan lejos como tú. ¿Que quieres decir? -Nada en concreto -fue la sombría respuesta-. Sólo sé que las cosas marchan cada

vez peor. Empezamos el asunto en otoño y estamos en abril sin haberlo terminado. Este invierno ha sido muy malo para nosotros. Hemos consumido inútilmente

nuestras provisiones. ¿Que fuerza te parece que tiene Beasley en el pueblo? -Mucha menos de la que alardea. -Lo mismo creo yo. Ayer lo vi bien claro cuando advertí el miedo con que oyó a la

muchacha cuando le previno que Carmichael le mataría. No hay duda de que le matará. Este Carmichael no me es desconocido. Le vi en Magdalena hace algunos años, cuando no era más que un chiquillo; pero ya entonces me pareció un joven muy bragado.

-¡Quien lo duda ! ¡Un tejano! -Jim, ya advertí que ayer bajaste la mirada cuando se habló de Texas. Wilson nada contestó a esta observación. -Nada tiene esto de particular -agregó Snake Anson-. Tú no has sido un forajido

toda tu vida. Tampoco yo, Jim, nunca vi con buenos ojos este negocio. -Confieso que siempre me pareció que lo aceptaste de mala gana -reconoció

Wilson. -Ahora el mal ya está hecho. Algún día u otro lo pagaremos. Se puede vivir

robando vacas y ovejas. Raptar muchachas no es lo mismo. Beasley es capaz de denunciarnos, lanzando a sus propios hombres en nuestra persecución. Todo el mundo en Pine y en Show Down se volverá en contra nuestra. Los mormones son de temer. Supónte que Carmichael haya recabado la ayuda de Dale y los Beeman.

-¡Mal asunto! -murmuró Wilson-. Ya te lo decía yo, y no comprendo por que no me dejaste llevar a la muchacha a su casa.

-Porque necesito dinero, Jim, y ese no es el modo de obtenerlo. Quiero exigir por ella un rescate.

-Snake, ¿cómo te las compondrás para lograrlo? -Todavía no lo he pensado. -¡Claro, la cosa no tiene prisa! -rezongó Wilson con hosca ironía. -Jim, ¿por qué estás disgustado? -Ya puedes figurártelo. -Todos estáis disgustados aquí-gruñó Anson, enfurruñado-. Los demás lo están

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porque no comen, no tienen whisky, no tienen dinero ni tabaco. Pero las causas de tu descontento son otras.

-¿Cuáles te figuras que son? -preguntó Wilson. -Yo estoy descontento porque presiento que se acerca el fin de mi señorío en estas

montañas. No sabría explicar en que fundo mis temores; pero es así. Algo que flota en el aire, que me anuncian las sombras, que me dicen los árboles... Tú estás descontento porque has sido siempre un hombre medro decente y ahora has visto a la banda caer demasiado bajo.

-¿Desconfías de mí, Snake? -No; eso nunca. Tú has sido siempre mi mejor amigo y el hombre en quien más he

podido confiar. En los años que hemos andado juntos no hemos tenido más palabras de discrepancia que las motivadas por ese maldito asunto de Beasley. Culpa mía fue oírle; pero, Jim, ahora ya es demasiado tarde para lamentarlo.

-¡Quizá lo sea hoy, pero no lo era ayer! -¡Quizá! Pero hoy lo es, y ya no nos queda otro remedio que exigir un buen rescate

por la muchacha, no soltándola sino a cambio de mucho dinero-declaró el bandido hoscamente.

-Snake, yo he visto partidas más fuertes que la tuya desaparecer y disolverse por causas parecidas. La banda de Bend, en Texas, estaba constituida únicamente por bandidos de la peor calaña. Tú no tienes ninguno tan desalmado y feroz como aquellos hombres. Y, sin embargo, aquellos hombres no tuvieron valor para luchar.

-¿Quieres decir que si Carmichael o cualquier otro defensor de la chiquilla nos persigue te rendirás sin lucha?

-Yo no hablaba por mí. Hablo sólo en términos generales. -Jim, nosotros no nos dejaremos sorprender fácilmente. Conocemos el terreno,

emprenderemos marchas, viviremos alerta, despistaremos a nuestros enemigos, hasta que podamos aprovechar una ocasión oportuna para desaparecer por el Sur.

-Snake, me está pareciendo que hablas sin tener en cuenta los. sentimientos de' tus hombres, los míos propios y los tuyos. Apuesto mi caballo a que dentro de un día o dos tu partida está disuelta.

-Temo que tus palabras sean las de un oráculo -refunfuñó Anson levantando las manos al cielo en ademán de resignación.

Snake Anson era valiente, pero no hay hombre de las selvas que no reconozca y admita una fuerza superior e incontrastable. Se quedó un rato inmóvil junto al fuego, mirando las llamas con ojos de basilisco. Se levantó, al fin, y sin decir ni una palabra más a su compañero fue a contemplar a los dormidos forajidos.

Jim Wilson permaneció junto al fuego. Con los ojos fijos en las rolas ascuas, quizá leía en ellas las páginas de su pasado. No todas las sombras de su cara procedían de las llamas y las enhiestas piceas. De cuando en cuando levantaba la cabeza, no como quien atiende a algún sonido esperado, sino involuntariamente. Anson tenía razón : algo imperceptible flotaba en el aire. El bosque tenebroso anunciaba desgracias con los silbidos del viento. Las miradas que Jim dirigía a derecha e izquierda demostraban que ningún perseguido puede amar las sombras de la noche, ni siquiera ante la consideración de que ellas le encubren. Los bandidos dormían como bestias fatigadas, guardando sus secretos en el fondo de sus corazones.

Después de un rato, Wilson añadió nueva leña al fuego. Las llamas mostraron claramente las caras de los dormidos. Wilson los miró a todos con sardónica sonrisa. Quizá fueran las sombras y la falsa luz de la hoguera, quizás el odio verdadero, ello es que, al mirar a Riggs, la cara del bandido adoptó una expresión terrible. La mirada que Wilson clavó en Riggs fue larga y misteriosa, como los suspiros del viento en

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aquella noche oscura y nefasta. Permaneció unos instantes más contemplando el fuego y arreglándose luego una

yacija frente al cobijo de Bo Rayner, apoyó la cabeza en su silla de montar, se arropó convenientemente y cerró los ojos con propósito de dormitar algunas horas.

Los hombres de Anson no se levantaron a la misma hora temprana en que suelen saludar el día los cazadores, los forajidos y los habitantes todos de los bosques y las selvas. Aquel día, los bandidos, incluso Anson y Riggs, no vieron con buenos ojos la salida del sol. Pobre y triste comida, inútil recogida y nueva carga de los bártulos y paquetes, y fatigosa y larga marcha sin rumbo fijo, eso es lo que significaba para ellos el nuevo día. ¡Y por encima de todos esos males, el presentimiento, el temor de una catástrofe!

El capitán de la partida se levantó de pésimo humor. Tuvo que obligar a Burt a calzarse, y le costó algún trabajo lograr que este partiera en busca de los caballos. Riggs le siguió. Shady Jones no hizo sino refunfuñar y gruñir. Wilson, por común acuerdo, se ocupaba todos los días del desayuno, y aquella mañana anduvo excesiva-mente lento en prepararlo. Anson y Moze se encargaron de los demás quehaceres sin entusiasmo. Bo Rayner no aparecía.

-¿Por que no está aquí esa chiquilla? ¿Está muerta o que le pasa? -preguntó Anson. -Está dormida; déjala -contestó Wilson-. Mientras duerme no sufre. -¡Lástima que todos nosotros no sigamos dormidos igualmente! -fue el amargo

comentario de Snake Anson. Burt volvió en aquel momento al campamento montando un caballo a pelo y

conduciendo otros del ronzal. Riggs le seguía con unos cuantos más. Pero el caballo favorito de Anson y otros cuantos más faltaban. ¿Que habría hecho Anson sin aquel caballo? Durante el desayuno reprendió a sus hombres por su pereza. Al terminar la colación, Riggs fue, de mala gana, en busca de los caballos que quedaban; pero Burt se negó a acompañarle.

-De hoy en adelante, yo no me ocupare sino de mi caballo. No se por que tengo que traer siempre los caballos de los demás. A partir de hoy, que cada cual se traiga el suyo.

La primera señal de debilidad del capitán se manifestó en aquel momento, porque en vez de obligar al rebelde prefirió encargar la tarea a Shady y Moze, rogando á Wilson que les ayudara. Éste se negó a alejarse del campamento, aunque tuvo buen cuidado de no decir que era por no querer dejar a la muchacha con uno, o algunos, o todos los hombres de la banda de Snake Anson. Pero Shady Dones tuvo entonces un comentario irónico

-Patrón, ¿no sabe usted que la hermosa es más ladrona que todos nosotros nosotros? ¡Pero tan sólo roba corazones!

-¡Cállate, imbécil! -le ordenó Snake Anson-. Sígueme y ayúdame a traer los caballos.

Cuando se hubieron ido, Burt cogió su fusil y se internó en el bosque. Bo Rayner salió entonces de su cobijo. Estaba despeinada y pálida. Profundas sombras surcaban su cara. Pidió agua para lavarse y Wilson le señaló el arroyo. Cuando ella se arrodillaba junto a su orilla. Wilson le ofreció su peine.

Después de aseada parecía otra, con el pelo peinado y las mejillas rosadas. -Señorita, supongo que tendrá usted ganas de comer -le dijo Wilson. -Efectivamente -respondió Bo. Wilson le sirvió pan, carne y una taza de café. -¿Donde están los demás? -preguntó ella mientras comía. -En busca de los caballos.

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El laconismo de estas palabras y el tono con que fueron pronunciadas dieron a entender a la muchacha que Wilson no tenía ganas de hablar. Sin tratar de obligarle a admitir la conversación fue a colocarse a la sombra de un álamo temblón, lelos del humo, que le había estado dando en la cara. El tejano paseaba mientras tanto, a derecha e izquierda del fuego, con la cabeza baja y las manos a la espalda. A no ser por el revolver, hubiérase dicho que era un pacífico y honrado granjero. Después de mirar y escuchar varias veces en dirección del bosque. advirtió a la muchacha que pronto volvería y desapareció entre la espesura.

Apenas se hubo marchado, demasiado pronto en realidad para que la cosa pudiera juzgarse como casual, se presentó Riggs corriendo hacia Bo, desde amas matas del lado opuesto. Ro, al verle, se pulo en pie de un salto.

-He escondido dos caballos y ahora me llevaré estas dos sillas. Cola usted algunas provisiones y sígame. Éste es el momento de escaparnos.

-¡No! -contestó ella retrocediendo. -Sí, es preciso; aquí no estamos seguros -insistió él precipitadamente-. La

conduciré a usted a su casa. Se lo juro. -Estoy más segura aquí, con los bandidos -declaró ella. -¿Se niega a seguirme? -pregunto él palideciendo. -Prefiero servir de pasto a estos bandidos, si no tienen otra cosa que comer, a pasar

ni un solo minuto sola con usted en los bosques-respondió con invencible odio. -La arrastraré. Pudo agarrarla; pero no pudo retenerla entre sus manos. -¡Socorro! -gritó Bo desprendiéndose merced a una vigorosa sacudida. Riggs perdió el color; sus ojos denotaban locura y frenesí. Cerrando los dedos y

apretando los dientes dio a la muchacha un terrible puñetazo en la boca. Bo perdió el equilibrio y, tropezando con una silla de montar, cayo al suelo. Él le pasó inmediatamente las manos alrededor del cuello, dispuesto a apretar. Pero ella no intento proferir el menor grito. Comprendiéndolo así él, en vez de estrangularla la ayudo a levantarse.

-Pronto -dijo-, no tenemos tiempo que perder; coja algunos alimentos y sígame. La muchacha se resistió. Sus ojos estaban desmesuradamente abiertos, su mirada

parecía sondear la impenetrable cortina de verdura, sus labios temblaban. -Grite otra vez, y morirá en mis manos - fue la amenaza con que el malvado intento

intimidarla. -No es necesario; con una sola vez basta-fueron las palabras con que Wilson

anuncio su presencia. Riggs estuvo a punto de caerse redondo, tan fuerte, tan inesperada fue la impresión.

Wilson se detuvo a pocos pasos de él, con el revolver en la mano. En su cara no se advertía nada anormal, pero sus ojos despedían una luz vibrante, como la de dos pequeñas esferas de un metal en fusión.

-¿Quién le ha hecho a usted esa sangre que mana de su boca, señorita? -preguntó. -Riggs -respondió ella. Después, presintiendo lo que iba a ocurrir, débil, al fin, como mujer, delante de la

tragedia que se avecinaba, cayo de rodillas y fue a ocultarse en el interior de su cobijo, a rastras.

-Riggs, saca tu revolver -le invitó Wilson con terrible, con amenazadora sangre fría.

Riggs no tuvo fuerzas ni alma para desenfundar el arma, para hablar ni para moverse. Parecía clavado en el suelo, y hubiérase dicho que se había convertido en estatua, a no ser por el temblor que se apodero de su cuerpo.

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-Harve Riggs, gran pistolero y perdonavidas de Missouri -continuó la voz fría y claramente intencionada del provocador-, me figuro que habrás visto muchos revól-veres vueltos hacia ti, en tu vida. Mira ahora éste.

Y Wilson puso el cañón de su arma en línea recta con los ojos estupefactos del cobarde golpeador de mujeres.

-¿No te has jactado frecuentemente en la taberna de Turner de ser capaz de anticiparte al disparo del mejor y más rápido pistolero del mundo? Pues, anda, anticípate ahora.

La bala salió, envuelta en llamas y humo, para ir a incrustarse en el ojo derecho de Riggs. El izquierdo giro en su órbita, como una blanca esfera, de una manera horriblemente macabra. El cuerpo exánime se balanceó un momento sin vida y cayó luego pesadamente como masa inerte.

Enfundó Wilson nuevamente el arma y se puso a dar lentos paseos junto al fuego. Poco tiempo después se oyó la proximidad de los caballos en el bosque. Pronto apare-ció Anson con sus hombres y uno de los caballos perdidos. Burt llegaba por el otro lado andando de prisa, como quien es portador de alguna noticia.

Snake Anson, al desmontar, fijó sus ojos en el cadáver de Riggs. -Jim, creo haber oído un tiro -dijo. Todos los bandidos echaron pie a tierra para acercarse al cuerpo exánime con el

respeto inevitable en todo hombre puesto inopinadamente en presencia de la muerte. La emoción, sin embargo, fue sólo momentánea.

-¡Le ha saltado un ojo! -exclamó Moze. -Es maravilloso como esa pieza se parece al invencible pistolero Riggs -dijo Shady

Jones soltando la carcajada. -¡Vaya un tiro! -comentó Burt. Probablemente había visto pocos hombres heridos de aquella manera. -Jim, ese cobarde ni siquiera intentó sacar el revólver -exclamó Snake Anson,

extrañado. Wilson no contestó ni cesó de pasear. -¿Por qué le has matado? -preguntó Anson con curiosidad. -Porque había pegado un puñetazo a la muchacha. Esta declaración provocó

muchos comentarios y miradas entre los bandidos. -Jim, me has ahorrado a mí el trabajo de desenfundar mi revólver -declaró el

capitán-. Te estoy muy agradecido. Muchachos, ahora a repartirnos la herencia del muerto. ¿Estás conforme, Jim?

-Absolutamente conforme, y regalo a todos mi parte. En los bolsillos del difunto encontraron muchos billetes de Banco y no pocas

monedas de oro. Shady Jones se quedó con las botas, Moze se apropió el revólver. Una vez efectuado el despojo, los bandidos abandonaron el cadáver tal como había quedado en el suelo.

-Jim, tendrás que ir a buscar los caballos -le dijo Anson-. De los dos que faltan, uno es el mío.

Al oír estas palabras, Bo asomó la cabeza por el cobijo de piceas y dijo: -Riggs me aseguró que tenía dos caballos escondidos; deben de estar cerca de aquí,

por aquella dirección. -¡Ah, ésas son buenas noticias! -exclamó Anson con alegría-. Por lo visto, deseaba

escaparse contigo -añadió. -Sí; pero yo no he querido. -¿Y por eso te ha pegado? -Sí -contestó la muchacha escondiendo nuevamente la cabeza.

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-Muchachos, en marcha -ordenó Snake Anson-; dos de vosotros, a buscar los caballos, que deben de estar escondidos seguramente entre las piteas. Los demás, a empaquetar y cargar todos los objetos.

Pronto los bandidos estuvieron nuevamente en marcha hacia las cumbres de la cordelera, no desviando su camino de la línea recta, sino para buscar prados blandos y cubiertos de hierba, en donde las huellas de su pezuña quedaron marcadas. No recorrieron más allá de unas doce millas aquella tarde; llegaron, sin embargo, a la meseta, cuyos bosques se extendían en suave declive hacia la cresta de los montes. Allí empezaba el extenso y oscuro bosque de abetos y pinos dominando y sofocando el crecimiento de las raquíticas y raras piceas. La última hora de viaje fue penosa y dura. Se marchó todo el rato serpenteando formando espirales, apartándose de la línea recta, trepando alturas difícilmente accesibles en busca de un lugar del agrado de Snake Anson. Ninguno le parecía bastante seguro para pasar la noche. Al fin encontró un punto cuyas condiciones le gustaron.

Un calvero, en un extremo del cual se elevaba un farallón con algunas rocas, menos altas todas ellas que los pinos que crecían a su alrededor. Lamiendo los pies de este farallón corría un arroyo de aguas claras y susurrantes.

Los bandidos, cuyo humor había mejorado mucho después de la muerte de Riggs, continuaban algo más locuaces. Pero ninguno de ellos se atrevía a mantener una con-versación en voz alta, dadas las precauciones que necesitaban tomar.

Wilson se mostró tan servicial con la muchacha como la noche anterior, recomendándole se alimentara para que la debilidad no se apoderara de ella. Ella siguió su consejo, aunque no sin esfuerzo.

Como la jornada había sido fatigosa por haber tenido que recorrer todos, menos la muchacha, varias millas a pie, no tardaron los bandidos mucho tiempo, después de cenar, en entregarse al sueño. Tan espeso era el follaje, que ni una sola estrella podía verse a través de la copa de los árboles. El viento sacaba de los pinochos agudos sonidos, como de cuerdas musicales. De vez en cuando se oía el crujido de alguna roca que se partía o de alguna rama que se resquebrajaba. Eran los ruidos de la selva perfectamente físicos y naturales, pero que necesitaban la luz del día para convencer a los bandidos que no eran ruidos del otro mundo. Después, a pesar del viento y del incesante murmullo del agua, pareció caer sobre la selva un silencio más profundo e impenetrable que las tinieblas que le envolvían. Pero los forajidos, fatigados de la pe-nosa marcha, se durmieron profundamente para no oír nada. Despertáronse solamente con la salida del sol, cuando los bosques parecían envueltos en una densa neblina y cuando la luz, los pájaros y las ardillas proclamaban la llegada del día.

Los caballos no se habían alejado del campamento aquella noche, detalle que no pasó inadvertido a Anson.

-Este lugar no será muy agradable ; pero pocos habrá más seguros, me parece a mí-proclamó Anson.

-No hay ningún lugar seguro en la tierra -objetó Wilson. -El único lado que hemos de vigilar es el mismo que nosotros hemos recorrido,

porque no hay otro camino pana llegar hasta aquí -repuso Snake Anson. -Snake, nosotros somos excelentes cuatreros; pero para andar por las selvas somos

menos baquianos. Anson dirigió una mirada de extrañeza a aquel hombre que había sido antes su

mejor amigo, y envió a Burt a cazar algo con que poder alimentar a la banda, invitando luego a sus hombres a que jugaran a cartas.

Como no carecían de dinero después de la muerte de Riggs, pronto se entregaron al juego con pasión. Wilson, mientras fumaba, partía su atención entre los jugadores y la

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muchacha. El aire de la mañana era fresco, y ella, no muy interesada evidentemente en la compañía de los bandidos, fue a calentarse al sol, ya que estos habían acaparado la vecindad del fuego.

Un par de horas después, los rayos del sol quitaron al viento su penetrante frialdad. -Jim -dijo Anson a Wilson levantando la cabeza y mirando las laderas-, los

caballos se están alejando demasiado. Wilson se levantó y se fue hacia el lugar que señalaba su jefe. Dos de los caballos

habían descendido al fondo de un fangoso y frondoso barranco. Wilson los oyó, aun-que no pudo verlos, y descendió al fondo del barranco dando un rodeo para cortarles la retirada. El arroyo corría entre rocas. Wilson no lo veía; pero oía perfectamente el rumor del agua runruneante. Una vez se detuvo instintivamente a escuchar; pero no oyó sino los naturales sonidos del bosque. Sus oídos, bien alerta, no tardaron en oír, sin embargo, las pisadas sordas de un caballo, cuyos cuatro cascos iban envueltos en sendas arpilleras, con el fin de ahogar el ruido de su marcha. Desde aquel momento, sus movimientos fueron más precavidos, yendo a ocultarse en un lugar más espeso cubierto de helechos y campanillas. En medio de aquel lugar observó señales evidentes de haber dormido allí un puma. Se inclinó para estudiar las huellas del animal, y en aquel mismo momento recibió en la espalda una fuerte aguijadura, encontrándose, al volverse, con un cazador que le apuntaba con un fusil. Al lado de este cazador había un puma espantoso, que le miraba con ojos amenazadores.

XXII Hola, Dale! Tienes una manera de anunciarte muy poco amistosa - musitó Wilson. -Silencio. No hables tan alto -ordenó el cazador en voz baja-. ¿Eres tú Jim Wilson? -El mismo. Pronto has dado con nosotros. ¿O tal vez el encuentro ha sido casual? -Os he seguido la pista. Wilson, necesito la muchacha. -No necesitabas decírmelo. Podías comprender que me lo figuraba. El puma miraba atentamente a su amo, con el evidente deseo de obedecer sin

dilación las ordenes que éste le diera. Sus garras eran vigorosas y terribles. Su boca, abierta, mostraba cuatro colmillos agudos como puñales. El bandido no tenía evidentemente miedo alguno del fusil que le apuntaba; pero la vista de la fiera le tenía menos tranquilo.

-Wilson, muchas veces he oído hablar de ti como de un forajido con buenos sentimientos -dijo Dale.

-Quizá -murmuró Wilson-; pero en este momento no estoy seguro. Con fieras no tengo costumbre de luchar.

-El puma no saltará sobre ti mientras yo no se lo mande. Wilson, si te suelto, ¿te comprometerás a traerme la muchacha?

-¿Y si rehuso? -preguntó Wilson. -En ese caso ya puedes comprender lo que ha de sucederte. -¿Acaso tengo libertad para escoger? ¡Sí, te la traeré! -prometió el forajido-. Pero

¿aceptarás tú mi palabra? -Sí -declaró Dale-. Creo que me puedo fiar de ti. Además, preciso es que

comprendas que tengo a la banda de Anson en mi mano. No podríais vencerme a mí en estos bosques. Para mí es la cosa más fácil del mundo dejaros sin caballos en estas selvas y cogeros después a todos uno a uno. También podría soltar contra vosotros el puma, durante la noche.

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-No lo dudo. Tú estás en tu terreno; nosotros, no -reconoció el honrado bandido-. Entre los dos sea dicho, Dale, yo nunca fui partidario de este negocio.

-¿Quién mato a Riggs? He encontrado su cadáver. Wilson se hizo el remolón para contestar. -¿Y la muchacha? ¿Está sana e ilesa? -preguntó Dale con interés.

-Tan sana y segura está como en su propia casa. Es la muchacha más valiente que he visto en mi vida. Nunca hubiera creído que una joven pudiese tener tanto valor. El único que le hizo daño fue Riggs, que le dio un puñetazo en la boca. Por eso le maté. Por esta buena acción creo que Dios me ayudará a salvarla.

-¿Cómo? -preguntó Dale. -La sacaré del campamento y correré con ella a tu encuentro. -Esto ha de suceder pronto. -Escúchame, Dale -repuso Wilson, caviloso- El apresuramiento puede sernos tan

nocivo como la excesiva lentitud. Snake está muy preocupado estos días, puede recelar algo y matar a la muchacha. Conozco a mis compinches, y sé de lo que son capaces. Conviene que tomemos precauciones. Es preciso que tracemos previamente un plan.

Los claros ojos de Wilson brillaron con una idea. Iba a bajar una de sus manos para señalar al puma, cuando comprendió que mejor sería que continuara manteniéndolas levantadas.

-A Snake Anson le asustan los felinos -dijo-. Tal vez lo mejor fuera sembrar el pánico en el campamento y sacar de allí a la muchacha con ayuda de esta fiera. ¡¿La tienes bastante amaestrada para lograr que por la noche entre en el campamento y ponga a hombres y caballos en fuga?

-Si a Snake Anson le asustan los felinos, el susto que le voy a dar le va a envejecer diez años en una sola noche.

-En ese caso, no hay que dudarlo -concluyó Wilson, satisfecho-. Prevendré a la muchacha a fin de que ella esté en su papel y nos ayude a salvarla. Tú te caes sobre nuestro campamento unos minutos antes de que cierre la noche. Yo tendré el terreno preparado. Tan pronto como el puma haya sembrado el pánico entre mis compañeros, yo te traeré la muchacha aquí, o donde tú me digas... Pero quizás este plan no sea tan bueno, a pesar de todo, pues podría suceder que la fiera saltara sobre mí en vez de atacar a los demás de la banda. Comprenderás que esto no me haría ninguna gracia.

-Wilson, este puma es un cordero -aseguró DaleNo tiene de fiera más que el aspecto. Nunca ha atacado al hombre ni ha clavado sus uñas y sus colmillos más que en los cuerpos palpitantes de los venados o de los coyotes. Me puedo valer de él para seguir cualquier pista, pero ya me sería más difícil lanzarle contra ningún hombre. No obstante, su aspecto es terrible, y para el que no esté previamente prevenido de su mansedumbre el

susto de verse frente a él ha de ser terrible. -Estas razones me tranquilizan. ¡Cuánto me reiré cuando vea a mis compañeros

muertos de miedo! Dale, puedes fiarte de mí, porque no pienso engañarte. Esta noche te entregaré a la muchacha, o, en caso de que las cosas no salgan como esperamos, mañana con toda seguridad.

Dale bajo la escopeta. Wilson bajo las manos y se interno por el bosque de piteas, atravesó luego el barranco en dirección del campamento; una vez allí, a la vista de sus compañeros, su voz y sus ademanes cambiaron de expresión.

-¿Se han ido muy lejos los caballos, Jim? -preguntó Anson recogiendo las cartas. -Ciertamente, parecen asustados -repuso Wilson-; cualquiera diría que huelen la

proximidad de alguna fiera. -Algún osezno quizá -murmuró Anson-. Jim, no pierdas de vista a estas

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cabalgaduras, pues nos veríamos en un verdadero aprieto si perdiéramos alguna. -No parece sino que no hay en el campamento otra persona para hacer todos los

trabajos -murmuro Wilson-. Mientras vosotros no hacéis sino jugar a cartas, yo he de óandar tras los caballos, he de traer agua, he de buscar leña, he de atender el fuego, he de preparar la comida, he de lavar la ropa.

-¿Qué culpa tenemos nosotros de que seas tú el que mejor hace todas esas cosas?-repuso Anson.

-Jim, desde que estás enamorado te escuece demasiado el trabajo -dijo Shady Jones con una sonrisa que atenuaba la acritud de sus palabras, coreadas por los bandidos con estrepitosas carcajadas.

-Si no fuera por mí, a muchacha habría muerto de hambre. Y aprovechó astutamente la ocasión para acercarse a Bo Rayner con el pretexto de

la comida. -Señorita, yo soy el cocinero -le dijo en voz alta-, y deseo saber lo que le apetecería

para cenar. Los bandidos volvieron a reírse a grandes carcajadas. La muchacha parecía

sorprendida; Wilson le guiño el ojo, y cuando estuvo cerca de ella le dijo de prisa, en voz baja y disimuladamente:

-Acabo de encontrar a Dale en el bosque con su puma. Ha venido siguiéndonos la pista en busca de usted y yo estoy dispuesto a ayudarle a salvarla. Usted ha de ayudamos por su parte. Haga ver que está loca; haga y diga cuantas extravagancias se le ocurran y no tema nada.

Vamos a sembrar el pánico en el campamento para apartarla de aquí, aprovechando el miedo de mis compañeros. Esto será esta noche, o, a más tardar, mañana con toda seguridad.

Antes de que Wilson empezara a hablar, Bo estaba pálida, triste, cariacontecida. Pero estas palabras tuvieron la virtud de transformarla de tal modo, que cuando Wilson termino su informe ya no era la misma muchacha. Le dirigió una mirada de comprensión y asintió rápidamente con la cabeza.

El bandido se separo de ella con aire de gran indiferencia, empezando a silbar una canción mientras atizaba el fuego y le añadía nueva leña, antes de entregarse a los preparativos de la comida. Parecía tener el espíritu completamente pendiente de lo que hacía: pero su atención estaba, en realidad, más alerta en todo lo que sucedía en el campamento. Vio a la muchacha salir de su escondrijo con el cabello caído delante de la cara. Los bandidos, sin embargo, tardaron un rato en fijarse en ella.

-¡Mal rayo me parta si estas cartas no están embrujadas! -vociferó Anson, furioso de no haber tenido un solo momento de suerte.

-La culpa del burro no se eche a la albarda -replicó Shady Jones-: no son las cartas, es usted el que juega mal, patrón.

-Está usted distraído todo el rato - aclaro Moze lacónicamente. -Muchachos, quizá tengáis razón -declaró Anson con disgusto-. No sé lo que me

pasa. Las cosas van cada vez peor; desde el último otoño. No culpo a nadie. Yo soy el patrón; ya sé que la culpa es mía.

-Snake, la culpa de todo la tiene el feo asunto de la muchacha -intervino Wilson -, ya te lo avisé. Nuestras contrariedades empiezan ahora; lo siento en el viento, lo veo. - Wilson señalo a la muchacha. Bo Rayner hacía, en aquel momento, grandes reverencias a un tronco de árbol.

Anson la miro con ojos sorprendidos; la cara de sorpresa que puso al ver aquella escena tan inesperada, daba risa. Los otros dos bandidos abrieron no menos desmesu

rados ojos.

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-Pero, ¿qué hace esa muchacha? -preguntó Snake, sin atreverse a dar crédito a lo que veía-. ¿Está loca o se burla de nosotros?

Wilson se llevo el dedo a la frente con intención maligna. -Ya lo había descubierto yo esta mañana -murmuró. -¿Qué dices? -preguntó Anson, cada vez más asombrado. -Si esta muchacha no está loca, declaro que soy yo el que he perdido el juicio-

aseguro Jones con aire de suficiencia. Moze se quedó sin palabras de puro alarmado. -Me estaba temiendo lo que sucede -dijo Wilson-, pero no me atrevía a decir nada

sin estar seguro, por temor a que os burlarais de mí. Ahora siento no haber hablado antes.

Anson movió la cabeza cavilosamente. No se atrevía a dar crédito a sus ojos, pero los hechos eran claros y elocuentes.

Como si la muchacha fuera un animal dañino y peligroso, se acerco a ella despacio y con precauciones. Wilson le siguió y los demás hicieron lo mismo.

-¡Hola, muchacha! -dijo Anson con voz ronca. La muchacha se enderezo, elevando la cabeza en actitud estatuaria. A través de sus

crenchas de pelo, los ojos miraban a los bandidos con aire altivo y solemne. Pero sus labios no articularon una sola palabra.

-¡Hola, muchacha! -repitió Anson-. ¿Qué te pasa? muy satisfecha de que os hayáis dignado dirigirle reina palabra. -¡ Oh! -fue la única exclamación que salió de los labios de Anson. -La reina espera tus ordenes, Majestad; acabo de remojar todas estas flores para Su

Eminencia. Y acerco las manos vacías a su nariz para que olfateara. Shady Jones prorrumpió en una risa sardónica; pero su alegría no duró mucho,

porque Bo se acerco a el, dándole una tremenda bofetada. -Nunca he oído una rana que croara peor que ésta -dijo, y le volvió la espalda,

alejándose de él con pasos majestuosos. Después de esto se acerco a Moze y le chasqueo los dedos en sus propias narices -Este diablo me gusta más -dijo-, porque tiene cuernos. Moze no se atrevió a reír, por si acaso. Anson encontró en sí mismo bastante valor para adelantarse hacia ella, alzando la

mano para tocarla. Probablemente quería darle algunas palmadas cariñosas con propósito de apaciguarla; pero ella retrocedió, dando un gran chillido y exclamando

-¡Tus dedos arden, tus dedos queman! Por eso, hombre brutal, te huyen todas las mujeres.

Anson perdió el color y dio muestras de gran desconcierto. -El diablo te convertirá en serpiente -manifestó Bo-. Medirás cuarenta y cinco

metros y tendrás los ojos verdes. Verás qué de prisa andarás sobre tu vientre; pero procura que mi cowboy no te pise la cola.

Y se aparto de ellos dando graciosas vueltas, cual si fuera un torbellino. y prorrumpiendo, cuando se hubo alelado, en canciones tan pronto tristes como alegres. Danzo luego alrededor de un pino y se metió, por fin, haciendo cabriolas, en su cobijo, desde donde comenzó a lanzar los más lastimosos quejidos.

-¡Oh, una chiquilla tan brava! -comentó Anson-. ¡Quién lo hubiera dicho! ¡Pobre muchacha!

-¡Con tal que eso no acabe de traernos la desgracia! -manifestó Wilson. -Eso no nos puede traer nada bueno-asintió Shady melancólicamente. -Es una maldición que ha caído sobre nosotros -murmuró Moze.

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-Una loca en mi campamento. ¡Era lo único que nos faltaba! -prorrumpió Anson. La superstición se apoderaba del espíritu ignorante de aquellos hombres valientes

en otras ocasiones, y tan propensos ahora al miedo y al terror. Wilson se acerco a su jefe con ánimo evidente de decirle algo; pero éste leyó en los

ojos lo que él iba a decirle y no le dio lugar a que abriera los labios. -Loca o no, no la soltaré sino a cambio de un crecido rescate -vociferó. -Pero, hombre, no seas insensato, ¿o te has vuelto tú también tan loco como ella?

¿No ves que es imposible que obtengas ningún rescate? -¿Por que no? -Porque nos siguen la pista, porque bastante tenemos con huir. -¿De donde sacas tú lo que dices? -preguntó Anson, levantando la cabeza como

una serpiente dispuesta a herir. Sus hombres también volvieron los ojos hacia Wilson con vivo interés. -El corazón me lo dice. Esta noche no he hecho otra cosa sino soñar que nos

seguían. Dos o tres veces me he despertado creyendo oír pasos. La tranquilidad ha acabado para nosotros.

-Pues bien, si yo compruebo que alguien nos sigue, inmediatamente mataré a la muchacha - repuso Anson con expresión sombría.

Wilson ejecuto un movimiento rápido de violencia v pasión, -tan amenazador, que los tres bandidos que lo vieron se quedaron con los ojos filos y la boca abierta.

-En este caso -dijo en tono decidido a su jefe-, tendrás que matarme primero a mí. -¿Que dices, Jim? ¿Te atreverías a rebelarte? -imploró Anson, elevando las manos

al cielo con tristeza y dignidad. -También yo estoy perdiendo la cabeza y más valdría que me la perforaras de un

tiro, antes de que yo te la perfore a ti para evitar que mates a esa pobre muchacha -manifestó Wilson con

entereza. -Jim, ha sido un rapto de locura-replicó Anson-; veo que la muchacha nos ha

contagiado a todos un poco. -Bebamos para olvidar. En el whisky buscó Snake Anson el olvido de sus preocupaciones; pero ni él ni sus

hombres lo lograron. Wilson se aparto de ellos moviendo tristemente la cabeza. -Patrón, deje solo a Jim -insinuó Shady-. Jiras es un hombre tranquilo y leal cuando

no se le inquieta; pero es terrible cuando se ciega. Moze se adhirió a la opinión de Shady con movimientos de cabeza. Al terminar la partida, Anson no quiso continuar jugando, y si Moze y Shady

continuaron fue ya sin poner ningún interés en las cartas. Wilson continuaba en sus tareas en actitud de quien no advierte nada de lo que

pasa a su alrededor y no tardó en llamar a los demás a cenar. -Snake, ¿quieres que vaya a llevar algo de comida a la muchacha? -pregunto

Wilson. -¿Tienes que pedirme permiso para eso? -preguntó Anson-. ¡Bien hemos de

alimentarla aun cuando ella no quiera comer! -Bueno, pues allá voy a llevarle algo. Y se acerco con precauciones al cobijo, como si él también temiese alguna locura

inopinada de la muchacha. Y arrodillándose a la entrada del cobijo le ofreció alimentos y bebidas. La

muchacha, siempre alerta, le había visto acercarse sin duda alguna, pues en cuanto le vio le saludo con una amable sonrisa.

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-¿He representado bien el papel? -le preguntó en voz baja. -Es usted una actriz maravillosa -musitó Wilson-. Ahora diré a Anson que usted

dice que está enferma, envenenada o algo así. Esperaremos luego la noche. Dale nos ayudará a triunfar.

-¡Cuántas ganas tengo de salir de aquí! -exclamó Wilson, no olvidaré lo que hace usted por mí, mientras viva.

-Señorita, yo hago lo que puedo; pero no le garantizo los resultados Tenga paciencia, domine sus nervios y no se asuste. Creo que entre Dale y yo la salvaremos.

Y sin decir más volvió al campamento, en donde Anson le esperaba impaciente. -Le he llevado comida -dijo-, pero se empeña en no probar bocado. Dice que está

enferma, que la hemos envenenado. -¿Qué le decías por lo bajo, Jim? -preguntó Anson. -Trataba de apaciguarla con palabras cariñosas. -Tiempo perdido -opinó Anson-. ¿Donde está Burt? Ha salido del campamento

muy temprano y todavía no ha vuelto. Es un hombre que nunca ha sabido orientarse con facilidad; seguramente se ha extraviado en la selva.

-Es posible-asintió Wilson. Anson bajó la cabeza, con visibles muestras de preocupación. Se tendió bajo un

árbol, quedándose dormido poco después. Moze y Shady continuaron jugando a cartas; Wilson siguió paseando. Hizo algunas

visitas a los caballos y volvió luego al campamento. Las horas de la tarde pasaron despacio.

A la hora del crepúsculo, Anson estaba nervioso por la tardanza de Burt. -¿No hay noticias de Burt? -preguntó. -¿Esperas ahora a Burt? -preguntó Wilson con sorpresa. -Claro que sí -declaró Anson-. ¿Por qué no? Preciso será buscarle si no viene. -¿Ya vuelven a apoderarse de ti los sentimientos extraños? -preguntó Wilson. -No -respondió Snake. Pero la fuerza con que acentuó la negativa, demostró lo contrario. Wilson añadió nueva leña al fuego y se comió un trozo de galleta. Nadie le pidió

que preparara la comida. Nadie pensó tampoco en substituirle en este menester. Uno a uno fueron los hombres a buscar en sus propias alforjas un poco de pan y carne curada. Esperaron luego con la inquietud de las hombres que no saben lo que la suerte les depara, pero que temen sea algo tremendo y desgraciado.

El crepúsculo llenó de sombras la selva, largas y rastreras, como espectros. De repente, el relincho de los caballos y su nervioso patear sobresaltó a los hombres.

-¿Qué habrá sido lo que ha asustado de este modo a los caballos? -preguntó Anson poniéndose en pie -. ¡Vamos a ver!

Moze le acompañó y ambos desaparecieron en la oscuridad. Oyéronse nuevas pisadas de caballos, el quebrar de algunas ramas y voces de hombre. Poco tiempo después volvían los dos bandidos, conduciendo del ronzal a tres caballos que habían encontrado en la cañada.

A la luz de la hoguera, la cara de Anson aparecía fosca y grave. -Jim -dijo-, estos caballos están más asustados que si fueran ciervos. Yo cogí el

mío y Moze se apoderó de los otros dos; pero los demás huyeron despavoridos en cuanto nos acercamos. Alguna alimaña los ha asustado.

Wilson se puso en pie, moviendo su cabeza dubitativamente. En aquel mismo momento sonó un relincho salvaje y desesperado de un caballo asustado. A este relin-cho siguieron otros varios de terror y patadas de animales pugnando por desatarse. Anson corrió a detener su caballo, que no se atrevió a soltar hasta que los relinchos y

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la alarma cesaron. -Nuestros caballos se han escapado. ¿No los habéis oído?-preguntó pálido por la

contrariedad. -Patrón, no podremos desandar lo andado ni en diez años -declaró Moze. La noche se presentó oscura, lúgubre, tenebrosa, sin una sola estrella en el

firmamento. El viento soplaba lanzando mil gemidos. El arroyo no susurraba manso y suave como de costumbre, sino bronco v fatídico. El rumor de sus aguas variaba : tan pronto era un sonido débil y apagado, como un sonido hueco y trepidante como el de una cascada. Las rocas próximas no se veían y, sin embargo, parecían mostrar mil caras extrañas. Los pinos gigantes parecían moverse como espectros en la noche. Las sombras eran espesas, tétricas, misteriosas. Las llamas de la hoguera dibujaban en las caras de los bandidos sombras fantásticas. Uno tras otro, los bandidos, como obede-ciendo a una consigna, removieron los leños para lograr que ardieran alegremente, como de costumbre. Pero no lo lograron. Aquella noche las llamas no despedían un resplandor normal. Apenas se alimentaba el fuego con nueva leña, ardía ésta con vivísima llama que consumía los troncos con gran rapidez, dejando otra vez el cam-pamento en la penumbra.

Poco tiempo después de cerrada la noche, ni uno solo de los bandidos parecía atreverse a pronunciar palabra. Nadie fumaba. Todos tenían su mirada sombría fija en las mortecinas ascuas. Todos estaban concentrados en su propio pensamiento y en las dudas suscitadas por el Incierto futuro.

Por la noche todo parecía distinto. Durante el día, las cosas no estaban llenas de presagios nefastos ; por la noche, sí. Con el espíritu lleno de preocupaciones, aquellos bandidos eran tan distintos de lo que habían sido, como aquella noche lo era del día que la había precedido. Wilson no tenía sobre su conciencia el mismo pecado que los demás, porque había hecho y hacía cuanto estaba en su mano por ayudar a la muchacha. No le atormentaban, por consiguiente, el alma los temores supersticiosos, pero él tenía precisamente un presentimiento más preciso y consciente de la catástrofe que se les avecinaba.

El daño que habían hecho hablaba por las voces de la Naturaleza y por los sonidos de la noche, interpretándolos cada cual según sus propios y particulares temores o esperanzas. El temor era el sentimiento que más les embargaba y al que más acostumbrados estaban. Durante muchos años habían vivido -temiendo algo: la venganza de los hombres honrados, la persecución, el hambre, la falta de agua y de dinero, el derramamiento de sangre y la muerte, la mala suerte, la fatalidad y los mil enemigos con quienes debido a la vida que llevaban tenían que combatir. Wilson era de los hombres que menos temores sentía, aun cuando llevaba dentro de sí el temor de todos : el de su propio carácter y naturaleza.

Así estaban aquellos hombres arracimados junto al fuego, temerosos porque la esperanza había llegado a su nivel más bajo, escuchando porque el misterioso y negro silencio de la noche con sus gemidos y susurros les compelían a oír; fatigados, tronchados, rendidos y sin poder dormir porque el sueño había huído de ellos.

Entre todos, Anson fue el que primero oyó en su alma el anuncio fatídico de una catástrofe inevitable.

XXIII -¡Atención! Anson permaneció un buen rato quieto, escuchando. Sus ojos miraban a una y otra

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pare. Impuso silencio a todos con un signo de la mano. Un tercer sonido más extraño acompañó al lúgubre gemido del viento y el susurro

burlón del arroyo. Hubiérase dicho que por las cercanías sonaba alguna voz del otro mundo, mezclada con los mil y un rumores de la selva.

-¿Si fuera el rugido de algún felino que amenazara nuestro campamento? -insinuó Anson.

-En todo caso, aún está bastante lejos -repuso Wilson. Shady Jones y Moze emitieron también sus opiniones. Todos respiraron con más tranquilidad cuando pasaron varaos minutos sin que la

extraña y alarmante voz volviera a dejarse oír. Un impenetrable muro de sombras rodeaba el pálido espacio iluminado por el fuego del campamento. Este breve espacio contenía el sombrío grupo de hombres, la mortecina hoguera, unos cuantos árboles espectrales y los caballos que, por estar con las patas maneadas, apenas podían moverse, pero que levantaban la cabeza y erguían las orejas en señal de atención a todas las peculiaridades de la noche.

En un momento de completo silencio volvió a sonar más fuerte y espeluznante que nunca la misma voz extraña y lúgubre.

-Es la loca-declaró Snake Anson. Sus hombres aceptaron esta explicación con tanto contento como habían

experimentado cuando cesó el alarido. -No hay duda que es ella -corroboró Jim Wilson gravemente. -No nos va a dejar dormir en toda la noche -gruñó Shady Jones. -Me dan ganas de retorcerle el pescuezo -declaró Moze. Wilson se levantó para continuar sus paseos con la cabeza doblada y las manos a la

espalda, como un triste e impresionante prototipo de la más honda y viva pre-ocupación.

-Siéntate, Jim, que me pones nervioso con tus paseos -le dijo Anson, impaciente. Wilson se puso a reír, pero sin hacer ruido, como si temiese dar rienda suelta a la

hilaridad. -Snake, te apuesto mi caballo y mi fusil contra una hogaza que no tardaremos

muchos minutos en estar todos pateando de pavor, como los caballos. Anson se quedó, al oír esto, con la boca abierta. Los otros dos bandidos le miraron

con estupefacción. Wilson no estaba borracho, y hablaba en serio. ¿Qué querría sig-nificar con aquellas palabras?

-¿Te estás volviendo cobarde, Jim? -exclamó Anson, con voz ronca. -Tal vez. Eso sólo Dios lo sabe. Pero dime, Snake, ¿has visto morir a mucha gente? -He visto morir a muchos, sí. ¿A qué viene esta pregunta? -¿Has visto morir a alguien dé impresión, dé emoción, dé miedo? -Eso no; nunca. -Yo sí, y eso es lo qué temo : tener qué presenciar ésta noche otra muerte por la

misma causa-declaró Wilson, reanudando sus paseos. Anson y sus dos camaradas cambiaron miradas dé asombro. -¿Quién puede morir aquí de miedo? -interrogó Anson. -¿Quién ha dé ser? ¡La muchacha! El miedo, la impresión, las emociones la han

vuelto loca, y el miedo, la impresión y las emociones la matarán. ¡Esa muchacha está muriéndose ! -declaró Wilson con voz lúgubre.

Los tres bandidos sé miraron, sin atreverse a creer ni a rechazar dé plano él tétrico augurio dé su compañero.

Wilson, murmurando palabras entré dientes, sé alejó hasta el bordé del círculo iluminado, y volvió atrás otra vez. Se alejó dé nuevo, casi hasta perderse dé vista ésta

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vez, para regresar igualmente. La tercera vez desapareció entre la frondosidad del bosque. Los tres hombres qué quedaron junto al fuego, apenas si movían ningún músculo al mirar el sitio por donde desapareció. Pocos momentos después volvió Wilson con paso inseguro y vista alarmada.

-No hay duda de qué se muere -dijo-. Me ha costado, pero la he mirado a la cara. Aquél alarido extraño qué oíamos es él estertor de su agonía. Es él airé que al pasar por su garganta estrechada por las convulsiones de la muerte producía aquél sonido largo y estridente.

-Si sé ha dé morir -dijo Anson-, hágalo cuanto antes. Tres noches llevo sin dormir y necesito un poco dé whisky.

-Eso es hablar con sentido -declaró Shady Jones. La dirección del sonido procedente de la cañada era difícil dé determinar, pero por

poco avezado que se estuviera a localizar los ruidos dé la selva habría sido fácil comprobar que las diferencias dé intensidad eran hijas dé las distancias y posiciones. También hubiérase podido notar qué cuanto más intenso era el grito, más se aseme-jaba a un gemido. Pero aquéllos bandidos oían con sus conciencias.

Por fin cesaron los misteriosos alaridos Wilson se apartó nuevamente del grupo para desaparecer en las tinieblas. Su

ausencia duró más que otras veces. Cuando volvió, lo hizo precipitadamente. -¡Ha muerte! -anunció con voz afectada-. Esa infeliz, qué nunca hizo daño a nadie

y que hubiera sido capaz dé regenerar a un hombre con su cara bonita, ha muerto. Anson, tendrás que dar cuenta a Dios dé ésta muerte cuando llegue tu hora.

-¿Qué dices, insensato? ¿La he matado yo acaso?protestó Anson. -A ti té alcanza toda la responsabilidad -declaró Wilson-. Tu expiación será dura,

no lo dudes. -No creo qué haya muerto -objetó Anson, tembloroso-. Estará solamente dormida.

Dadme una luz. -Patrón, es una gran locura acercarse a una muchacha muerta en tales

circunstancias -opinó Shady Jones. -¡Oh, oh ! ¿Que viento dé locura sé ha apoderado dé toda mi banda? -protestó

Anson, apoderándose dé un tizón encendido por un solo extremo, y dirigiéndose con él al cobijo dé la muchacha.

Su corpachón, alto y desgalichado, acababa dé dar, a la luz de la improvisada antorcha, un aspecto fantástico y pavoroso a la escena. Asustado de su propia sombra, se pudo observar qué a medida qué se acercaba a la muchacha avanzaba más despacio y cautamente.

-¡No está aquí! -exclamó, después dé inclinarse para mirar él interior del cobijo. La llama se apagó, no despidiendo él tizón sino la débil luz de su punto convertida

en ascua. Agitó Anson él tizón, sin lograr qué volviera a encenderse. Sus compañeros concluyeron por no verle, a él ni al tizón. Las tinieblas parecían habérselo tragado.

Transcurrieron algunos segundos sin que sé oyera él menor sonido. El viento volvió luego a llenar el espacio con sus gemidos, mezclados con él susurro burlón y cadencioso del -torrente. Sintióse después él paso dé algo entre las piceas, cuyas ramas sé movieron al impulso dé lo qué quizá no fuese sino una ráfaga. Anson volvió corriendo a la vera del fuego. Llevaba él terror retratado en su cara pálida. Sus ojos, desmesuradamente abiertos, parecían querer salírsele de las órbitas. Había desenfun-dado su revólver.

-¿Habéis oído algo? -jadeó, mirando atrás v alrededor suyo y por fin a sus hombres.

-No, y te aseguro que miraba y escuchaba -respondió Wilson.

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-No hemos oído nada, patrón -declaró Moze. -Yo tengo los sentidos más agudos -declaró Shady Dones-; a mí me parece haber

percibido algo. -La muchacha no está allí -declaró Anson, con expresión de mal contenido terror-.

Se ha marchado. Mi antorcha se apagó. No he podido ver nada. En la oscuridad he creído sentir algo que pasaba de prisa, haciéndome estremecer. He mirado a mi alrededor, todo estaba oscuro. No obstante, me ha parecido ver un cuerpo gris; algo positivamente real, o yo estoy más loco que la muchacha. Pasó tan de prisa, que hubiera podido confundirse con una ráfaga.

-¡Desaparecida! -exclamó Wilson, alarmado-. Amigos míos, eso indica bien claro que ha muerto ahora vaga por estos bosques, porque de que está muerta no cabe la menor duda. Yo le ausculté el corazón y no le latía.

-Yo me marcho ahora mismo de aquí -declaró Shady Jones, levantándose dispuesto a huir.

Moze aprobó con la cabeza la decisión de su compañero, disponiéndose a imitarle. -Jim; si la muchacha ha muerto, ¿cómo quieres que se haya ido? -dijo,

malhumorado, Anson -. Me parece que estamos todos más locos que ella. Hablemos con sentido.

-Anson, te aseguro que hay en el mundo muchas más cosas de las que tú y yo presumimos -repuso Wilson -. Estamos rodeados de misterios. A mí no me sorprende nada de lo que pueda suceder.

-¿Que es eso? -exclamó Anson, volviéndose de un salto y desenfundando el revólver, como si hubiera creído oír súbitamente algo detrás de él.

Una enorme sombra, grisácea, informe, pasó, efectivamente, entre los hombres y los árboles, arrastrando tras sí el aire.

-Snake, yo no he visto nada-aseguró Wilson. -Yo sí-manifestó Shady Jones. -Ha sido solamente una ráfaga que ha removido esta columna de humo -opinó

Moze. -Apostaría mi alma a que ha pasado algo por detrás de mí -declaró Anson, tratando

de atravesar con su mirada la densa oscuridad. -Escuchemos y saldremos de dudas -repuso Wilson. Las conciencias agitadas y culpables de los bandidos hacíanles sentir un miedo que

a la luz temblorosa de la llama podía cada cual atestiguarlo claramente en la cara de sus compañeros. Todos permanecían quietos como estatuas de piedra espiando con la mirada las sombras de la noche y escuchando los rumores más imperceptibles.

Pocos eran los ruidos que interrumpían el silencio de la noche. De vez en cuando oíase alguna patada de caballo. Los quejidos del viento se mezclaban con los rumores burlones del arroyo, no sirviendo estos ruidos sino para hacer resaltar de un modo más pavoroso el silencio sepulcral de la noche. A una conciencia tranquila, aquella noche le hubiera parecido la más bella y pacífica de cuantas hubieran podido soñarse; pero los bandidos no oían los sonidos de la noche con sus oídos, sino con su imaginación torturada.

De repente, rasgó el aire silencioso, opresivo y sobrecargado de la noche, un grito corto y penetrante.

El caballo de Anson se encabritó, batiendo el aire con sus remos delanteros, y perdiendo el equilibrio cayó pesadamente al suelo. Los demás caballos se pusieron a temblar, despavoridos por el terror.

-¿Ha pasado por aquí algún felino? -preguntó Anson. -Eso ha sido el grito de una mujer -repuso Wilson, temblando como una hoja

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agitada por el viento. -En este caso, yo tenía razón; la muchacha está viva y vaga por estos alrededores.

Ella ha sido la que ha lanzado el grito -dijo Anson. -Viva sí, vagando por estos alrededores no -aseveró Wilson. -¡Qué dices, Dios mío! ¿Vuelves a tus locuras? -Sostengo que si la muchacha no está muerta, está agonizando -insistió Wilson,

comenzando a balbucear por lo bajo palabras incoherentes, como si el miedo le tuviese también a él a dos dedos de perder la razón.

-Si yo hubiese sabido lo que iba a suceder, habría saltado desde un principio los sesos a esa muchacha. ¡Lo que es como continúe gritando de ese modo...!

No pudo continuar, porque un grito agudo y desesperado, muy parecido a los anteriores, le cortó la palabra. Este último alarido procedía del mogote cercano.

Desde otro punto, no muy lejano, en el fondo de la cañada, se elevó el grito de una mujer agonizante : lúgubre, terrorífico, salvaje.

El caballo de Anson empezó a retroceder, rompiendo el ronzal y yendo casi a caer de espaldas sobre unas rocas. Anson lo cogió, acercándolo de nuevo al fuego. Los otros caballos temblaban, esforzándose por soltarse y salir disparados. Shady Jones echó leña al fuego. La llama, chisporroteante y envuelta en denso humo, daba a la figura de Wilson, con sus brazos extendidos, la apariencia de un espectro.

El extraño y terrorífico alarido no se repitió; pero el gemido de mujer, en mortal trance, rasgó el silencio de la noche, repetido varias veces por los ecos cada vez más débiles y lejanos. El silencio volvió a reinar nuevamente en la selva y la oscuridad pareció ser cada vez más densa. Los hombres esperaban calladamente, y cuando ya empezaban a recobrar la tranquilidad, el grito sonó de nuevo terriblemente cerca, casi detrás de los árboles. Era un grito humano, personificación del sufrimiento y el terror de la lucha tremenda entre la vida y la muerte. Tan recio, tan evocador, tan maravilloso era el grito, que los que lo oyeron se estremecieron como si hubieran visto una inocente, tierna y hermosa criatura horriblemente despedazada delante de sus ojos. Era un grito acusador, mortal, que sugería, no tanto las penas del sufrimiento como los horrores de la muerte.

En terrible sobresalto, el capitán de la banda desenfundó desesperadamente su revólver, disparándolo contra la oscuridad hacia el lugar de donde había partido el grito. Tuvo luego que luchar con su caballo para impedir que se le escapara. Al tiro siguió un intervalo de silencio. Los caballos comenzaron a apaciguarse, los hombres se apiñaron ante el fuego con las manos puestas en la culata de sus revólveres.

-Ha sido indudablemente un felino -dijo Anson. -De ningún modo -repuso Wilson-; espera y mira. Todos guardaron silencio, escuchando con los oídos dirigidos a diferentes puntos

de la selva y tratando de atravesar con su mirada la oscuridad, asustados hasta de sus sombras. De nuevo, únicamente los quejidos del viento mezclados con el burlón e irónico murmullo del agua volvió a dominar el silencio de la cañada.

-Patrón, abandonemos este embrujado rincón -propuso de pronto Moze. Aun cuando la proposición no podía desagradar a Anson, no quiso éste acceder tan

fácilmente a lo que se le pedía. -Tenemos tan sólo tres caballos -replicó-, y el mío está demasiado asustado para

emprender la marcha en las sombras de la noche; no podemos abandonar nuestra impedimenta, y difícilmente encontraremos un lugar más seguro.

-No importa, vayámonos -insistió Moze-, yo montaré dirigiendo el camino; tengo buena vista; los demás pueden ir a caballo, repartiendo la impedimenta entre las cabalgaduras que nos quedan. Luego, cuando sea de día, volveremos a buscar el resto

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de la impedimenta. -¿Qué dices tú a esto, Jim? -preguntó Anson. -Me parece una gran idea -declaró Jim. -El alarido ha salido de las fauces de un felino -opinó Anson-, aun cuando en mis

oídos ha sonado como el grito de una mujer. -Snake, ¿es verdad que tú has visto a una mujer aquí últimamente? -preguntó

Wilson. -Es cierto, sí, era la muchacha -aseguró Anson, aun cuando era indudable que no

podía menos de abrigar sus dudas sobre este asunto. -Tú la habías visto antes enloquecer, ¿no es verdad? -Así es, efectivamente. -Y cuando tú fuiste a inspeccionar el cobijo, ¿no la hallaste en él? -No la hallé. El argumento de Wilson parecía incontestable. Shady y Moze asintieron,

asustados. Anson bajó la cabeza. -No importa si la vuelvo a oír... -y se calló súbitamente, sin atreverse a concluir la

frase. Encima de ellos, desde algún lugar exterior al círculo iluminado por la hoguera del

campamento, sonó otro quejido, el más terrorífico y espeluznante de cuantos hasta entonces se habían oído a causa de su proximidad. Los bandidos se quedaron convertidos en estatuas de piedra, inmóviles y sin sangre en las venas. El caballo de Anson

retrocedió y lanzando un estridente relincho procuró desprenderse de su dueño con un tremendo salto, arrastrando a Snake Anson. Wilson se apartó a tiempo de no ser arrastrado; pero Anson no pudo evitar un golpe fatal porque, al caer el caballo sobre él, se oyó un lamento, un quejido de dolor que no dejó a los bandidos duda alguna sobre la gravedad del mal. Wilson se acercó en seguida a Snake.

-Venid a ayudarme, compañeros- exclamó. Los tres hombres ayudaron a Wilson a apartar el caballo y atarlo a un árbol. Una

vez hecho esto volvieron a acercarse a Anson, que yacía en el suelo sin poder valerse, dando quejidos.

-No cabe duda de que está herido -dijo Wilson. -El caballo ha caído encima de él y este animal es grande y gordo-aseveró Moze. Los tres bandidos se agacharon alrededor de su capitán, en cuya cara retratábase el

dolor en la oscuridad; la respiración era difícil y fatigosa. -Snake, amigo mío, ¿dónde has recibido el daño?preguntó Wilson, con un ligero

temblor en su voz. No habiendo recibido respuesta rogó a sus compañeros que le ayudaran a

transportar al jefe a un lugar en donde pudieran examinarle el cuerpo. Los tres hombres lo transportaron entonces con cuidado cerca del fuego. Anson no

había perdido el conocimiento; pero su cara estaba enormemente pálida, de sus labios manaba sangre.

Wilson se arrodilló a su lado. Los otros bandidos permanecieron en pie, dirigiéndose miradas que demostraban en cuán poco estimaban ya la vida de su jefe. En aquel mismo instante volvió a dejarse oír el horrible grito de agonía desesperado y doloroso como el de una mujer en tormento. Shady Jones murmuró algo al oído de Moze, y los dos hombres se pusieron a mirar al jefe tendido en el suelo.

-Dime, ¿en dónde estás herido? -preguntó Wilson. -Me ha aplastado el pecho-dijo Anson con palabras difícilmente salidas de su boca. Las manos solícitas de Wilson desabrocharon apresuradamente la camisa del

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herido, palpando con emoción la región torácica. -No, el esternón está completamente sano -dijo Wil son con voz esperanzada ; pero continuando su examen alrededor del tórax advirtió

con pena que las costillas estaban rotas por ambos lados, prueba evidente de que el cuerpo del caballo había aplastado al pobre Anson. La sangre que manaba de la boca del herido y la dificultad dolorosa de la respiración eran prueba evidente de que las astillas del hueso le habían penetrado en los pulmones, produciéndole una herida inevitablemente mortal-. Amigo, tienes una o dos costillas rotas - añadió Wilson.

-¡Oh, Jim, algunas más deben de ser! No puedo respirar, mis dolores son horribles. -Ya se te irán aliviando - repuso Wilson, tratando de animar al compañero. Moze se aproximó a Anson para examinar de cerca aquel rostro demacrado,

aquellos labios sanguinolentos y aquellas manos marmóreas. -Shady, esto es cuestión de pocas horas, vayámonos de aquí -dijo al oído de su

compañero. -Tienes razón, vayámonos -respondió Jones. Marcháronse ambos, desatando sus dos caballos para conducirlos adonde estaban

las sillas. Pronto les pusieron las mantas encima de los Iomos, los ensillaron y les apretaron las cinchas. Anson miraba fijamente a Wilson, comprendiendo la intención de sus subordinados. Wilson permanecía silencioso al lado de su amigo.

-Ocúpate del pan y yo me ocuparé de la carne -dijo Moze a Shady. Los dos hombres se acercaron al fuego, a unos tres metros del lugar en donde

estaba su jefe. -Muchachos, ¿queréis traicionarme? -murmuró con voz asombrada y amenazadora

el herido. -Patrón, somos los mismos de siempre; pero no podemos ayudarle en nada, y este

lugar es poco saludable -repuso Moze. Shady Jones se apartó un poco, colocándose de un salto encima de su caballo. -Moze, no vais a dejar a Jim aquí solo - imploró Anson. -Jim puede quedarse si gusta hasta que eche raíces -repuso Moze-; yo no quiero

permanecer aquí ni un instante más. -Moze, considera que yo siempre he sido leal contigo -jadeó Anson-. Jim no me

abandona. Yo, si tú estuvieras en mi caso, tampoco te abandonaría. No nos aban-donéis vosotros ahora.

-Snake, a ti te quedan pocos minutos de vida -repuso Moze, con sarcasmo. Un estremecimiento recorrió el cuerpo exangüe del herido. En su cara cadavérica

se dibujo una mueca de cólera. Había llegado para 61 el grande y terrible momento que presentía desde muchas horas antes. Wilson también había presentido el trágico desenlace. Había sido inútil que Anson se empeñara en eludir los designios de la fa-talidad. Moze y Shady permanecían encerrados dentro de sus motivos egoístas y sordos.

Herido y moribundo como estaba, sacó Anson el revolver de su funda y tiro sobre Moze, quien, sin fuerzas siquiera para exhalar un gemido, cavo redondo y sin vida al suelo : tan certera había sido la bala. Apuntando inmediatamente a Shady disparo el segundo tiro; pero el caballo de este bandido dio un salto tan inesperado que la bala% fue a perderse en la oscuridad del bosque sin hacer blanco. Shady apunto a Anson sin apearse; pero la bala se incrusto en el suelo, arrojando sobre el cuerpo del herido gran cantidad de tierra y grava. Volvió a apuntar; pero Wilson no le dio tiempo a disparar la segunda vez, porque se le adelantó, atravesándole el pecho de un balazo. Shady cayó pesadamente sobre el cuello del caballo y el animal, asustado, emprendió veloz carrera en dirección del bosque, arrojando al exánime jinete al suelo y tronchando

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ramas y maleza. -Jim, ¿le has herido? -murmuró Anson. -Creo haberle matado, Snake -respondió, enfundando de nuevo su revolver y

poniendo debajo de la cabeza del herido una manta doblada. -Jim, mis pies están fríos-dijo Anson. -No es de extrañar, está haciendo mucho frío -replicó Wilson, tomando una manta

y colocándola sobre las piernas de Anson-. Snake, me parece que Shady te ha tocado - añadió.

-Su bala me ha rozado un poco -contestó Anson -, pero no tendría importancia esta herida si no tuviera ya mayor daño en el cuerpo.

-Quédate aquí un momento quieto mientras voy a coger el caballo de Shady, que debe de haberse detenido no muy lejos de aquí.

-Jim, no hace mucho he vuelto a oír el mismo gemido de antes. -La muchacha se ha ido -repuso Wilson-; esta vez debe de haber sido seguramente

algún felino. Wilson desapareció en la oscuridad. La muralla de tinieblas parecía más oscura e

impenetrable que nunca. Wilson adelanto cautelosamente, procurando no dar un paso en falso. Avanzaba de árbol en árbol en dirección del mogote. Al llegar a una roca no más alta que un hombre vio, a pesar de la oscuridad de la noche, una forma clara apoyada en ella.

-¿Está usted sin novedad, señorita? -preguntó con interés. -Sí, pero muy asustada -contestó Bo. -Razón tiene para ello. Sígame, porque creo que sus pesares tocan a su fin. La ayudó a marchar por la selva oscura siguiendo el camino del arroyo, cuyos

rumores apenas si dejaron oír el silbido cauteloso con que Wilson llamó a Dale. La muchacha andaba con dificultad, ¡tan decaídas estaban sus fuerzas! A un segundo silbido, Dale contesto desde la oscuridad. Wilson espero con la muchacha apoyada en su pecho.

-Aquí está Dale, ánimo -le dijo- No se desmaye usted ahora después de todo el valor que ha demostrado.

Unos pasos en la maleza y pronto apareció Dale seguido del puma, a cuya vista Wilson no pudo reprimir una sacudida nerviosa.

-¡Wilson! - exclamo Dale, en voz baja. -Aquí te traigo a la muchacha, Dale, sana y salvacontesto Wilson, adelantándose al

cazador y poniendo a la muchacha en sus brazos. -¡Bo! ¡Bo! ¿Está usted sana? -preguntó Dale con voz trémula. Ella no supo contestar sino con exclamaciones y saltos de alegría. -¡Oh, Dale! -contestó-. ¡Cuántos sufrimientos, cuántos temores!, pero todo ha

pasado ya. Debemos mi salvación a Jim Wilson. -Sí, hemos de estarle agradecidos toda nuestra vida -repuso Dale- Wilson, eres un

hombre ; si algún día quieres abandonar esta banda... -Dale, no te creas que queda ya aran cosa de la banda. Si tú no sueltas a Burt... -

respondió Wilson. -Ni le herí, ni le tengo prisionero -explicó Daleúnicamente le he asustado de tal

modo que creo que todavía está corriendo. Dime, Wilson, ¿ha sido sangrienta la lucha? Porque he oído todos los tiros.

-Bastante sangrienta. -¡Oh, Dale!, ha sido terrible, yo la he visto -corroboró Bo. -Señorita, ya se la explicará usted cuando yo me haya ido; ahora les deseo a los dos

buena suerte.

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Su voz era fría, ligeramente temblorosa. -¡Dios le ayude, Wilson; no hay duda que es usted de Texas; me acordaré y rezaré

por usted toda mi vida! Wilson se separó del cazador y la muchacha, desapareciendo por entre los pinos.

XXIV Por raro e incomprensible que pareciese, la verdad era que Elena vio partir á Dale,

olvidando los peligros que iba a correr y el servicio vital que iba a prestarle, para no pensar sino en el cúmulo de sentimientos desconcertantes y tumultuosos que invadieron su pecho cuando ella le paso los brazos alrededor del cuello.

No importaba que Dale, tan caballero siempre en su rusticidad, le hubiera evitado la ocasión de avergonzarle dando al abrazo la interpretación que él le dio. El hecho de haberle abrazado bastaba. ¡Qué difícil le era comprender sus impulsos una vez realizados los actos! Lo más extraño del caso es que Elena estaba convencida de que cuando Dale volviera con su hermana, volvería a abrazarle.

-Esta vez seré más franca -se dijo ruborizándose. Elena siguió a Dale con la mirada mientras le alcanzó con la vista.

Cuando quedo sola, el fastidio y el temor substituyeron a la otra emoción. Antes de cenar, empaqueto los libros, papeles, ropa y objetos de valor, para que los acontecimientos no le cogieran desprevenida. De este mo

do, si tenía que abandonar rápidamente la casa, por lo menos podría llevarse consigo los objetos más interesantes.

A fin de evitarle una sorpresa nocturna, los mormones dormían bajo el pórtico del rancho, junto con algunos otros hombres de confianza. Pero llego el día, con sus múltiples problemas, sin que sucediera nada extraordinario. Las horas pasaron lentamente entre temores y sobresaltos infundados.

Carmichael no regreso ni se tuvieron de él noticias buenas ni malas. Lo último que se supo de el es que un pastor le había visto por la tarde del día anterior en dirección a los montes del Norte. Los Beeman volvieron con noticias más halagüeñas de Roy.

Aquella segunda noche de soledad fue casi insoportable para Elena. No cerro los ojos sino para soñar cosas horribles. Mientras estaba despierta, cualquier ruidito, el crujido de un mueble, el movimiento de una rama, el paso de un animal, la sobresaltaba. No podía apartar a Bo ni un momento de su imaginación, pensando constantemente con angustia en los peligros y sufrimientos que le estaban reservados. ¡Cuántas veces se dijo que más hubiera valido regalar el rancho y toda su hacienda a Beasley, con tal de no haber comprometido la vida de su hermana 1 Porque para Elena no cabía duda que la desaparición de Bo era una fatal consecuencia de la codicia insatisfecha del ranchero. Riggs no había sido sino el instrumento de los fines de Beasley.

Estas ideas obsesionantes la atormentaban menos durante el día, distraída como estaba por los quehaceres cotidianos. A la mañana siguiente, poco antes del mediodía, un grito inesperado la saco de sus cavilaciones. También se oyó el cercano galopar de los caballos. Desde la ventana vio una densa humareda.

-¡Fuego en uno de los almiares! Alguno de esos tercos mejicanos, con sus sempiternos cigarros en la boca, seguramente -murmuró.

No le faltaban a Elena ganas de salir a saber lo que pasaba; pero había resuelto quedarse en casa. Tan solo cuando los pasos sonaron en el mismo soportal del rancho

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y se oyeron golpes en la puerta, Elena se decidió a abrir la. Cuatro mejicanos la rodearon. Uno de ellos, rápido como el pensamiento, la agarro con una mano y la saco

de casa de un violento tirón. -No pensamos hacerle daño, señora -dijo-; pero es menester que salga

inmediatamente de aquí. Elena no necesitó que le dijeran quien les enviaba. En sus conjeturas no había

llegado, sin embargo, a calcular que Beasley pudiera someterla a tal ultraje. Su sangre se rebelaba contra su infame villanía.

-¿Cómo se atreven ustedes? -exclamó haciendo grandes esfuerzos por dominar su cólera.

Pero la dignidad, la voz, la razón y la calidad de la persona nada significaban para los mejicanos. Todos se burlaron de ella. Uno imitó el gesto del primero, colocándole, a su vez, la mano encima. El contacto la hizo estremecerse de asco e indignación.

-¡Suelte usted! -ordenó furiosamente. E instintivamente empezó a luchar por libertarse, Al verla tan brava, los otros

mejicanos acudieron en auxilio del que la tenía asida, sujetándola entre todos. Entonces conoció todos los impulsos de la sangre cálida de Auchincloss. Ella, que había resuelto varias veces no perderíamás, y por ningún motivo, el continente digno de mujer civilizada, luchó en aquella ocasión como una tigresa. Gran trabajo costó a los mejicanos vencerla, hasta que por fin, levantándola, pudieron entre todos separarla de la casa. La transportaron, como si fuera un saco de trigo, hasta la mitad del camino, en donde la dejaron sin miramiento alguno.

Elena les vio dirigirse a la puerta del rancho, dispuestos a impedirle a ella la entrada. Convencida de la inutilidad de otra cosa se dirigió a la aldea. Tan trastornada estaba, que le parecía tener una densa neblina ante sus ojos. El camino hasta la casa de la viuda Cass le pareció interminable. Al llegar allí, la buena anciana la recibió con lágrimas en los ojos, Débil, afectada, enferma, Elena se dejó caer en un sillón de la selva.

Poco a poco fue recuperando la serenidad. Roy, más blanco que el papel, la miraba con ojos interrogadores. La anciana le dirigía palabras de consuelo mientras la ayudaba a poner en orden su desgarrado vestido y su cabello.

-Cuatro mejicanos se han apoderado de mí, arrojándome del rancho y empujándome hasta la mitad del camino -explicó, jadeante.

Parecía decir esto para sincerarse ante sí misma del temblor furioso que había impreso en su cuerpo la cólera que se había apoderado de ella.

-¡Si llego a tener un revólver, los mato! Profirió este aserto con voz fría y segura, y con sus ojos, secos y encendidos,

puestos sin temblar en sus amigos. Roy adelantó una mano para coger una de las de Elena. Pronunció toscamente algunas palabras; pero Elena apenas si penetró veladamente su alcance y su sentido. Arrodillada al lado de la joven, la solícita anciana procuraba coserle, con sus manos temblorosas, los jirones del vestido. Poco a poco fue dejando de temblar, serenándose y recuperando su acostumbrada dignidad y compostura, hasta llegar a avergonzarse de haber sentido impulsos de tigresa en sus venas.

-¡Oh señorita Elena! -le dijo la viuda Cass al verla tan demudada y descompuesta- Creí que estaba usted

herida. Elena !miró con sorpresa las erosiones de sus manos, la media caída y arrugada en

torno de su tobillo y el desgarro de la blusa, que había puesto al descubierto el hombro níveo ante las miradas lascivas y soeces de los cuatro brutos.

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-He salido completamente ilesa de la refriega -aseguró. Roy recuperó algo el color, y la expresión de fiereza de su mirada dejó paso

únicamente a otra más suave de prevención y amabilidad, que le caracterizaba. -Aún podemos felicitarnos, señorita Elena, de que haya salido usted tan bien

librada. Lo que conviene ahora -dijo Roy- es que no se deje amilanar por lo sucedido y que nos permita a sus amigos arreglarle los asuntos tal como se ventilan aquí, sin que deje por eso de amar al Oeste, lo mismo que lo amaría si no fuese tan truculento.

Elena no adivinó sino a medias la significación de estas palabras; pero esto bastó a sumirla en un mar de cavilaciones. El Oeste era un país tan hermoso como sangriento. En las caras de sus amigos empezaba ella a columbrar al verdad dura y cruel de un porvenir de lucha continua e inclemente.

-Por lo que más quiera, cuéntenos con detalle todo lo sucedido -importunó la viuda Cass.

Accediendo a este ruego, Elena contó, con los ojos cerrados, la brutal escena, sin perder detalle.

-Tan cierto es que ya me esperaba yo todo esto, como que usted está afortunadamente en este momento con la piel entera entre nosotros- declaró Rey -. Beasley ha tomado ya posesión del rancho y ahora será ya muy difícil echarle.

-Pero ¿cómo cree usted, Roy, que voy a resignarme a dejarle que disfrute tranquilamente de lo que me pertenece? -objetó Elena.

-Señorita Elena, cuando Pine se haya desarrollado lo suficiente para tener autoridades que hagan respetar la ley, usted ya tendrá canas. De nada sirven sus derechos ante la fuerza, en este país. Con la razón nada más, no vencerá nunca a Beasley. Su tío Al sabía cómo se manejaban los asuntos. Pero tenía la mano dura y su carácter no era muy a propósito para crearse amigos. No todos los enemigos que tenía están muertos, y usted pagará las culpas de su tío, porque los que le odiaban a él no, la amarán nunca a usted, y usted se encontrará con demasiadas personas en contra en este país.

-¿Que podré hacer? Yo no puedo, no debo ceder. He sido atropellada. Me han robado; me han despojado de lo mío. ¿Nadie me ayudará? ¿Debo bajar mansamente la cabeza, mientras ese ladrón...? ¡Oh, no; eso es imposible!

-Ha de tener paciencia durante unos días. Todo se arreglará al fin. -Roy, usted mismo ha dicho que había previsto todo lo sucedido -recordó Elena. -Efectivamente, todo. De algo me había de servir mi conocimiento del país. -Dígame, pues, lo que ha de ocurrir después de esos días de paciente espera que

usted me recomienda. -¿Me promete no alterarse ni indignarse demasiado cuando se lo diga? -Procurare oírle con valor; mas comprenderá que sea lo que sea lo que tenga que

ocurrir, conviene que este algo preparada. -Pues bien, usted tiene a Dale y a Las Vegas, y también me tiene a mí. Cualquiera

de nosotros tres podemos arreglar perfectamente este asunto con Beasley. Ese hombre no tardará en ocupar el sitio que le deben de tener ya preparado en el infierno.

-Ya sabe usted que me opongo a que deliberadamente se derrame sangre humana-objetó Elena estremeciéndose al considerar las palabras del mormón-. La efusión de sangre va contra mi religión, y además, considere mi dolor al saber a Dale y a todos ustedes en peligro.

-Supóngase que yo fuese capaz de detener mi mano en obsequio a sus escrúpulos; ni el respeto a su religión, ni el amor, ni la amistad, ni los ruegos, ni las prohibiciones, ni nada seria capaz de detener a Dale ni a Las Vegas.

-¡Oh! Si Dale me devuelve a mi hermana, ¿qué me importa a mí entonces este

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rancho? -Entonces le importará más que nunca -repuso intencionadamente el mormón -.

Dale ya no volverá a las selvas. Aquel mismo día, antes de terminarse la mañana, el equipaje que Elena había

dejado empaquetado en el rancho fue depositado en el porche de la casa de la viuda Cass. Esto le permitió asearse un poco.

Con gran sorpresa por su parte, Elena tuvo que recibir las visitas de muchas personas del pueblo que se le acercaron movidas por su espíritu curioso y el afán y la necesidad de dirigirle mil preguntas, no todas discretas. Elena pudo comprobar que las mujeres de los hombres dominados por Beasley pensaban, en su mayoría, que nada bueno podía seguirse de aquel despojo. Elena terminó el día más valiente y más confortada.

Al día siguiente, Roy participó a Elena que su hermano John le había anunciado la inminente llegada de Dale. No se había disparado ni un solo tiro, y no hubo más perdidas materiales que las del almiar incendiado con el fin de atraer a los servidores de Elena a un solo lugar, para que los hombres de Beasley pudieran caer sobre ellos por sorpresa y en número tres veces mayor. Beasley permitió que se quedaran en el rancho los hombres que estuvieran dispuestos a aceptarle por patrón, y los tres Beeman se quedaron, juzgando que en aquellas circunstancias podrían más fácilmente ser así útiles a Elena. Beasley había bajado aquel día a Pine, como de costumbre.

Los tres o cuatro días siguientes transcurrieron lentos y trístes. Por las noches le era imposible a Elena conciliar el sueño, por cuyo motivo las pasaba la muchacha casi enteras rezando. Por la tarde, en cambio, conseguía dormir algunas horas. No podía hablar ni pensar en otra cosa sino en las probabilidades de que Dale salvara a su hermana.

-Hace usted poco favor a Dale-protesto por fin pacientemente Hoy -. Le aseguro que no hay nana que Milt Dale no pueda hacer en los bosques. En los poblados la cosa varia. De todos modos, Dale es un hombre muy hombre en la selva y en todas partes.

Estas palabras lograron que renaciera la esperanza en el pecho de Elena; pero la hicieron estremecer al mismo tiempo por lo que tenían de presagiadoras de los peligros que tendría que correr Dale en Pine.

Durante la tarde del quinto día, la siesta de Elena fue interrumpida de súbito. El sol estaba ya casi en el ocaso. Oyó voces y exclamaciones de alegría de la viuda Cass, unas palabras que hicieron saltar su corazón de alegría y una risa jubilosa y feliz. Oyó también pasos y pisadas de caballo. Era Dale que volvía con Bo. La emoción le quito las fuerzas hasta el punto de no tenerlas siquiera para ponerse en pie. El corazón le palpitaba con tuerza inusitada, como si quisiera salírsele del pecho. Un gozo dulce y perfecto inundo súbitamente su alma. Dio gracias a Dios por haber oído sus plegarias. Recuperando repentinamente las fuerzas, salió precipitadamente al encuentro de los recién llegados.

Roy Beeman también se adelanto a recibir a Bo y a su salvador, como si nunca hubiera recibido un tiro.

-¡Hola, Roy! ¡Con cuánta alegría te veo¡ -fueron las primeras palabras de Dale. ¡Qué sedante efecto produjo en Elena la voz del cazador 1 En Bo no se observaba

el menor cambio. Únicamente volvía algo más pálida y despeinada. En cuanto vio a Elena corrió a abrazarla.

-Aquí me tienes por fin, Elena, sana y salva. Nunca he sido más feliz en mi vida. Ya re contaré todas mis aventuras. Elena, hermana querida, ahora sí que ya no volveré a sentir la tentación de las grandes emociones.

Bo expresaba su alegría con gestos y risas, pero Elena ni siquiera podía expresarla

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con palabras. Tan emocionada estaba que apenas si veía a Dale contemplándola con su hermana entre sus brazos,;" pero sintió la mano de él cuando le estrecho la suya.

-Me imagino lo que habrá sufrido usted estos días. Elena -dijo con voz grave y afectuosa-. No necesita usted decirme por que está de

nuevo aquí, pues de sobra lo adivino. Roy hizo entrar a todos en la casa. -Milt, algún vecino cuidará del caballo -dijo cuando Dale se volvió hacia el

fatigado y polvoriento Ranger-. ¿Donde has dejado el puma? -Le he hecho volver a mi campamento -respondió Dale. -¡Cuánto necesitábamos su presencia aquí! -ponderó la viuda Cass-. Todos

estábamos impacientes; pero la señorita Elena no vivía pensando en ustedes. -Todo eso está muy bien, señora Cass; pero ha de saber que a Bo y a mí poco nos

falta para caemos de debilidad. ¿No podría usted servirnos algo de comer? -preguntó Dale con risueño acento.

-Voy a preparar la cena lo más de prisa posibleofreció la buena mujer, llena de buena voluntad.

-¿Por qué estás tú aquí, Elena? - pregunto Bo, suspicaz. Por toda contestación, Elena condujo a su hermana a su habitación, cerrando la

puerta tras de sí. Bo se fijo en el equipaje, y la expresión de su cara cambio inmediata-mente.

-¡Así, pues, se ha consumado ya la expoliación! -exclamó. -¡A Dios gracias ya te tengo aquí! -repuso Elena-. Lo demás no importa; yo no he

rezado sino para que tú volvieras. -Mi buena hermana -exclamó Bo besándola y abrazándola -, bien sé yo lo que me

quieres ; pero es preciso que recuperes tu hacienda. ¿Donde está Tom? -Cinco días hace que no se sabe nada de él. Está por esas montañas buscándote. -¡Y han aprovechado su ausencia para despojarte de lo tuyo! - comento la cariñosa

joven. -Efectivamente -asintió Elena. Y en pocas palabras contó la historia de su despojo. -¿Sabe Tom Carmichael lo ocurrido? -preguntó Bo, profundamente conmovida por

el relato. -¿Como quieres que lo sepa si el hecho ha ocurrido durante su ausencia? -Cuando se entere sucederá algo gordo. Estoy muy contenta de haber llegado antes

que él. Elena, no he tenido ocasión de descalzarme durante todo este tiempo; necesito jabón, agua caliente y ropa limpia. Nosotras, mi querida hermana, no estamos acostumbradas a estas cosas del Oeste. Nos es difícil prescindir de ciertos lujos.

Y Elena tuvo ocasión de oír seguidamente un relato lleno de caballos veloces, bandidos, Riggs, Beasley, un bandido que era un héroe, un duelo sangriento de este bandido con Riggs, sangre y muerte, marchas precipitadas a través de las selvas y los montes, campamentos en la noche oscura, soledad, espectros, sonidos espantosos, luchas entre los bandidos, alaridos en la noche, pánicos, felinos, muertes y más muertes sangre a todo pasto y un bandido llamado Wilson, generoso y bueno, y, por fin, la salvación, gracias a este bandido y al sin igual Milt Dale.

A todo esto, la señora Cass había llamado dos veces a la puerta para avisarles que la cena estaba a punto.

Era evidente que mientras Elena y Bo hablaban, también Roy y Dale habían tenido sus confidencias. Roy celebraba esta reunión sentándose a la mesa por primera vez desde que había recibido el tiro, y a pesar de la desgracia de Elena y la amenaza de próximos sucesos sangrientos, en la cena reino la más cordial alegría. La viuda Cass

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estaba en. sus glorias. Aún no era completamente de día cuando Roy se levanto y salió al pórtico. Sus

finos oídos habían oído algo. También a Elena le pareció que había oído el rápido ga-lopar de un caballo.

Roy llamo a Dale y el cazador acudió prestamente. Elena y Bo le siguieron, reuniéndose todos en la puerta.

-Es Las Vegas -dijo Dale. Se oyeron algunas voces en la puerta. Una de ellas era la de Carmichael. Apareció

pronto un caballo escarbando en el suelo y piafando. El jinete que lo mandaba era Carmichael. Bo dio un grito de alegría al verle.

Nadie hubiera dicho que Roy estaba herido, a juzgar por la agilidad con que bajó los peldaños de la casa, seguido de Dale. Carmichael les apretó las manos con verdadera efusión.

-Me han dicho, apenas llegado al pueblo, que ya se ha encontrado y que está aquí. -Ciertamente. Dale nos la ha traído y aquí está -repuso Roy. El cowboy paso entre sus dos amigos y apresuradamente se dirigió a la puerta de la

casa. Bo estaba delante de su hermana y probablemente se hubiera arrojado en brazos del cowboy, de haberse dejado llevar únicamente por los impulsos de su corazón.

-¡Bo! - exclamo, como un salvaje, aunque en realidad no lo parecía. -¡Oh Tom! -contesto Bo adelantando, casi, los brazos. -¡Usted aquí! -fue la segunda exclamación del cowboy. Dos pasos más y Carmichael se coloco al lado de Bo. Sus miradas desvanecieron el

carmín de las mejillas de la muchacha. En seguida su cara cambio hasta convertirse en la muchachita gentil y alegre tan querida y pretendida por Las Vegas.

-¿Y Riggs? -preguntó Carmichael, ávido de saber lo que había sido de aquel hombre odioso.

-Wilson lo mato -explicó Dale. -Jim Wilson! ¡El tejano! ¡Me ha evitado a mí ese trabajo! -Amigo mío, el fue quien salvo a Bo -repuso Dale con emoción-. Mi puma y yo no

hemos hecho sino ayudar. -¡Te has valido de Wilson para salvar a Bo! -admiróse Carmichael. -Sí; pero él mato a Riggs antes de mi llegada, y estoy seguro de que habría salvado

a Bo incluso sin mí. -¿Qué ha sido de la banda? -Ha quedado disuelta. Puede decirse que el único que queda es Wilson. -Me han dicho que Beasley ha arrojado a Elena del rancho. ¿Es eso verdad? -Sí; cuatro mejicanos se apoderaron de ella y la dejaron en mitad del camino,

maltratándola y rasgándole el vestido. -¡Cuatro mejicanos! ¡Ahí se ve claramente la mano de Beasley! -Sí, Riggs no fue más que un instrumento; Beasley fue quien trazo el plan, pero era

a Elena a la que de seaba raptar. Carmichael salió inmediatamente, haciendo sonar las espuelas a su paso. -¡Detente, Carmichael ! -exclamó Dale corriendo tras él. -¡Por favor, Tom! -imploró Bo. -Todo será inútil, nadie detendrá a Las Vegas - opinó Roy -. Las Vegas ha bebido

un poco. -¿Ha bebido? ¡Nunca seré de él! -exclamó Bo, de solada. Por excepción, Elena no acudió a consolar a Bo. Un fuerte impulso de su corazón

la había obligado a seguir a Dale en los pasos que éste daba tras Carmichael. -¡Oh Dale, por favor, deténgale! -le rogó en voz baja.

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Dale se paró súbitamente, como si hubiera chocado contra una barra de hierro. Al volver la cabeza, Elena estaba ya a su lado. A pesar de la oscuridad del crepúsculo bajo los melocotoneros, Elena pudo ver los ojos ávidos y centelleantes del cazador.

-Todavía no le he dado a usted las gracias por haberme traído a Bo -murmuró. -Elena, no tiene usted que agradecerme nada. En todo caso no es ésta la mejor

ocasión : ahora tengo prisa. Necesito alcanzar a ese cowboy. -No, ahora es cuando quiero hablar con usted -murmuró acercándosele y alargando

los brazos con ademán de rodearle el cuello. Aquella acción tenía que ser su castigo por la otra vez que lo había realizado.

También había de servir para expresar su agradecimiento. Pero por extraña inhibición del movimiento, sus manos se detuvieron a agarrar las solapas de la chaqueta del cazador.

-Le doy a usted las gracias con todo mi corazón -dijo con cordial acento-. Le debo a usted, por lo que ha hecho conmigo y con mi hermana, mucho más de lo que podré pagarle.

-Elena, yo soy su amigo -repuso Dale pacíficamente-; no me hable usted de pagos ni agradecimientos y déjeme ir inmediatamente tras Las Vegas.

-¿Para qué? -quiso saber Elena. -Porque quiero estar a su lado en la taberna o dondequiera que él vaya. -No me lo diga, demasiado lo sé y lo comprendo; lo que ustedes se proponen es

encontrar a Beasley. -Elena, si me detiene usted un minuto más me será imposible encontrar a Beasley

antes que Carmichael. Elena agarró más firmemente que nunca a Dale por las solapas, acercándose a él

temerosa de lo que iba a ocurrir. -No le dejaré marchar -dijo. Él puso sus manos fornidas sobre las de ella. -¿Que está usted diciendo, muchacha? No podrá usted detenerme -le dijo. -Sí podré, Dale; yo no quiero que exponga usted su vida. Él la miró e hizo ademán de desasirse de ella. -Escuche, por favor, escuche -imploró Elena-. Si usted va deliberadamente a matar

a Beasley y se mancha las manos con su sangre, habrá cometido un asesinato, cosa que mi religión no permite, y yo seré desgraciada toda la vida.

-Más desgraciada será usted si no arreglamos este asunto con Beasley del único modo que estas cosas se arreglan en este país-repuso Dale deshaciéndose de su amiga por medio de un movimiento rápido.

Pero no menos veloz fue Elena en pasar sus brazos alrededor del cuello, enlazando las manos para sujetarle.

-Milt -le dijo-, estoy leyendo en mi alma. La otra vez, cuando hice esto mismo, usted encontró una disculpa para mí. Pero hoy no quiero ocultarle mis sentimientos.

Por evitar que Dale matara a Beasley estaba dispuesta a sacrificar su orgullo y su rubor. La mirada que el le dirigió en aquellos momentos se le grabó a ella en el co-razón de un modo indeleble. La emoción que sentía casi la distrajo de sus propósitos.

-Elena, en este momento en que es usted objeto de tantas emociones, no me diga usted ni una palabrarogó el cazador insistiendo en sus propósitos de partir tras Carmichael.

-Usted ha sido mi primer amigo... ¡Oh Dale, yo sé que usted me ama! -exclamó Elena ocultando su rostro en el pecho de su amigo.

-Si necesita usted oírlo de mis labios, sí, sepa que la amo -confesó Dale. Estas palabras penetraron en el corazón de la muchacha como si hubiesen sido

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pronunciadas desde lejos. Elena levantó la cabeza con el alma en los labios. -Si mata usted a Beasley no podré casarme con usted. -¿Y quién le ha dicho que yo espero casarme? -repuso Dale con honda y amarga

sonrisa- ¿Cree que yo necesito que usted se case conmigo para saldar cuentas? Elena, ésta es la única vez que me ha agraviado. Siento que haya podido usted imaginarse que yo sería capaz de aceptar una mano que se me concedía por gratitud.

-¡Oh, usted es tan denso como las selvas que habita! -exclamó Elena cerrando los ojos para mejor advertir luego la transfiguración del cazador, para mejor pronunciar la palabra difícil-. Milt, yo también le amo.

Estas palabras brotaron trémulas y sinceras desde el fondo del corazón, en donde habían estado incubándose desde hacía muchos días.

En el tumulto de sentimientos y emociones que embriagaban su pecho, creyó ella entonces sentir que él la cogía y levantaba en sus brazos, abrazándola y besándola con ternura y pasión.

-Esas palabras me han dado a conocer la felicidad - exclamó con un suspiro de júbilo inmenso. -¿Desiste de ir a encontrar a...? Los labios de Elena se negaron a articular el nombre de Beasley. -Es preciso-repuso Dale, inconmovible-. Vuelve al lado de Bo y no te preocupes de

recordar lo que te decía en los bosques. Elena oyó sus pasos precipitados, sola en la penumbra del crepúsculo. Un frío

intenso se apoderó de su cuerpo privándola de todo movimiento, como si se hubiera convertido en una estatua de piedra.

Transcurrieron segundos que a ella le parecieron siglos, y recuperando el uso de sus músculos locomotores, se lanzó en persecución de Dale. La verdad era que, a pesar de todo cuanto ella le había dicho en la selva, a pesar del amor que él le tenía y de la enorme influencia que ella ejercía en él, Dale continuaba siendo el hombre na-cido y criado en el Oeste violento y salvaje.

La oscuridad era ya muy densa, y Elena tuvo que recorrer varios metros antes de que divisara la alta y bella figura de Dale nimbada por la luz amarilla de la taberna de Turner.

En aquellos acerbos instantes en que su amado corría el peligro de convertirse en asesino, Elena sintió más que nunca la influencia de la civilización y el aborrecimiento y repulsión que le merecían los procedimientos de justicia primitivos y brutales del Oeste. Su imaginación le presentó el Oeste tal como sería algún tiempo más tarde, cuando, gracias a las mujeres y a los niños, aquellas tierras salvajes hubieran dado frutos de civilización. Su inteligencia le mostró también la necesidad que el Oeste tenía de hombres como Roy Beeman y Dale, e incluso como el rudo y violento Carmichael. Convenía que los hombres como Beasley desaparecieran de la sociedad. Pero Elena no quería que su novio, su futuro marido, el padre probable de sus hijos, se manchara las manos con sangre humana. Alcanzó a Dale en la misma puerta de la taberna.

-Espera, Milt, te lo suplico -jadeó. Dale dejó escapar un terno entre dientes. Estaban solos a la luz amarillenta que

salía de la taberna. Atados a las rejas había varios caballos en actitud soñolienta. -Vuelve atrás - ordenó el cazador con torvo acento. Su cara estaba pálida, sus ojos no podían ocultar la contrariedad con que veía que

Elena le hubiera dado alcance. -No volveré sin ti -declaró Elena en tono firme y resuelto.

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Él la rechazó entonces con mano dura. Su violencia y su mirada fiera y torva aterrorizaron a Elena, le quitaron fuerzas; pero nada pudo hacerla desistir de su empeño.

Sentíase victoriosa. Su femineidad, su amar y su presencia vencerían la resistencia de Dale.

En el momento en que él apartaba a Elena de su lado, en el interior de la taberna aumentaba la algarabía de vasos, mesas y sillas violentamente arrastradas o empuja

das. Sin ocuparse de Elena para nada, Dale entró en la taberna. Los caballos empezaron a relinchar, a piafar. El tumulto infundía a Elena verdadero pavor; no obstante, se lanzó sin vacilar hacia la puerta y entró en la taberna.

El interior del establecimiento estaba débilmente alumbrado. Flotaba en el aire una neblina azulada con fuerte olor a tabaco. En el suelo había dos hombres tendidos.

Las sillas y mesas estaban caídas y en revuelto orden. Adosado a la pared de enfrente había un apiñado grupo de hombres con cara pálida

y sucia y fea indumentaria. Turner, el dueño del establecimiento, estaba en pie en un extremo de la taberna con

su cara lívida y sus manos temblorosas separadas del cuerpo. Carmichael apoyaba la espalda en el mostrador. En su mano derecha tenía un revolver humeante.

Lo primero que hizo Elena al entrar en la taberna fue buscar a Dale con ojos azorados.

En cuanto él la vio se acerco hacia ella. Elena vio en seguida a los dos hombres que yacían en el suelo. Uno de ellos era Jeff Mulvey, el antiguo capataz de su tío. Su cara causaba horror. Junto a su mano había un revolver humeante. El otro hombre había caído de cara. Por su traje advertíase que era mejicano. Todavía no estaba muerto. Al sentir Elena el brazo de Dale en torno de su cuerpo, paseó su mirada por el resto de la habitación, impulsada por una invencible curiosidad. Sus ojos se fijaron entonces en el hombre apoyado en el mostrador, en aquel joven que había sido tan buen amigo para ella, tan violento y rudo como caballeroso, tan franco y sencillo y tan enamorado de su hermana.

Aquel joven ya no era un muchacho, era un hombre violento, terrible, con una imponente expresión de muerte en su mirada. Con el codo izquierdo sobre el mostrador, sostenía en la mano un vaso de vino. El revolver que sostenía en la otra mano permanecía mirando al suelo, tan fijo e inmóvil como si pendiera de una estatua.

Carmichael bebió, mientras su terrible mirada mantenía a distancia a los demás hombres. Entonces, en un rapto de pasión salvaje, cogió el vaso y lo arrojó con fuerza y desprecio sobre el cuerpo convulsivo del mejicano agonizante.

Elena se sintió desfallecer. Los ojos se le nublaron. No pudo ver a Dale, pero sintió que sus brazos la sostenían en el preciso instante en que ella caía desmayada.

XXV Las Vegas Carmichael era un verdadero tejano. En Texas la vida de los cowboys es

más violenta, más difícil, más agitada, más caballerosa y, generalmente, más corta que en ninguna otra parte. Los únicos que conseguían llegar a viejos eran los que más rápidamente sabían desenfundar el revolver y hacer blanco.

Los aventureros y primeros colonos del Oeste no habrían conseguido nunca hacer el país habitable de no haber sido por estos bravos cowboys, excelentes tiradores,

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magníficos jinetes, sencillos, intrépidos y serenos en el peligro, impávidos ante la muerte.

Las Vegas entro como el huracán en la taberna de Turner. Todos los bebedores comprendieron inmediatamente lo que le llevaba allí. Un rayo no hubiera dejado más rápidamente en suspenso las conversaciones. Durante un segundo se oyó en el local el volar de una mosca. Después los concurrentes volvieron poco a poco a respirar, a beber, a moverse. De pronto, los grupos se apartaron retirando sillas y mesas.

La mirada asaeteadora del cowboy se había fijado en Mulvey y el mejicano que estaba con él. Los bebedores dejaron entonces a los tres hombres solos en medio del salón.

-¡Hola, Jeff! ¿Dónde está tu patrón? -preguntó Las Vegas. Su voz era fría, natural, casi amistosa; pero la mirada era poco tranquilizadora.

Mulvey y el mejicano palidecieron. -Supongo que estará en casa. -¿En que casa? -En el antiguo rancho de Auchincloss -respondió Mulvey con voz débil, pero con

mirada segura y vigilante. Las Vegas manifestó su indignación con un respingo. Una oleada de sangre dio a

su cara un tinte alternativamente blanco y rojo. -Jeff, tú has trabajado durante muchos años con Auchincloss, habiendo tenido con

él vuestras diferencias, En esto no me he de meter; pero has traicionado a la señorita Elena, y este ya es asunto mío.

Mulvey no intento sincerarse ni disculparse. Su palidez se acentuó ostensiblemente. Una vez más, sin embargo Las Vegas había expresado mucho más con los ojos que con las palabras.

-Pedro, tú eres el sicario de Beasley -fue la acusa ción de Las Vegas -, y tú fuiste uno de los cuatro me mejicanos que...

El cowboy se interrumpió aquí, devorando sus palabras, como si le costase verdadero dolor, pronunciarlas. El mejicano comenzó a dar muestras de cobardía. Su mandíbula empezó a temblar. Intento pronunciar algunas palabras de excusa; pero Las Vegas le ordenó imperiosamente que cerrara el pico. Todos los bebedores que estaban en aquel momento en la taberna se hicieron a un lado, dejando en medio del salón a los tres.

Las Vegas aguardo un momento; pero Mulvey parecía haberse vuelto de piedra. El mejicano, en cambio, parecía más peligroso, a pesar de su miedo. Sus dedos se contrajeron, como si los tendones de la mano se le hubiesen súbitamente acortado.

Demostrada la cobardía de Mulvey y su compinche, Las Vegas se rió de ellos con desprecio, y volviéndoles la espalda se dirigió al mostrador, en donde pidió una botella de vino que Turner le sirvió con temblorosa mano. Las Vegas lleno el vaso sin apartar la vista del espejo colocado detrás del mostrador.

El modo de volver la espalda a sus dos enemigos mostraba en qué género de escuela se había formado Las Vegas. Si los dos hombres a quienes había provocado hubiesen sido dignos •antagonistas suyos, nunca hubiera podido escarnecerles tanto. Cuando Las Vegas vio en el espejo que Mulvey y el mejicano llevaban la mano a sus revólveres, se volvió rápidamente y disparó dos veces. Mulvey disparo el revolver en el instante mismo de caer al suelo. La bala del mejicano también fue a incrustarse en el suelo en el momento de desplomarse este otro cobarde. Libre de sus enemigos, Las Vegas se volvió otra vez al mostrador para alcanzar con la mano izquierda el vaso en que había escanciado el vino.

Entonces fue cuando Dale entro en la taberna. Refrenando sus ímpetus, se acercó al

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mostrador, deteniéndose a poca distancia de Carmichael. La puerta volvió a abrirse para dejar paso a Elena Rayner, pálida y azorada.

Las Vegas brindo por la destrucción de toda la banda de Beasley y muerte ignominiosa de éste, lanzando seguidamente, en desafío, el vaso que tenía en la mano sobre el cuerpo palpitante del mejicano moribundo. Dale se precipito hacia Elena para sostenerla cuando la vio desmayarse.

Las Vegas empezó a proferir juramentos, y acercándose a Dale le empujo fuera del establecimiento.

-¿Que haces aquí? -le preguntó, con bronco y desabrido acento-. ¿No tienes una muchacha que cuidar? ¡Pues a ocuparte de ella, especie de indio! ¿No te da vergüenza de haberla dejado correr detrás de ti hasta un lugar como éste? ¡Largo de aquí y a cuidar de ella y de Bo, dejándome a mí solo este asunto!

A pesar de lo furioso que estaba contra Dale, Carmichael no había dejado de observar los caballos y los hombres agrupados en la penumbra. Dale cogió a Elena entre sus brazos y sin decir palabra desapareció con ella en la oscuridad. Las Vegas volvió a entrar en la taberna, sin soltar el revolver de la mano. Si algún cambio había habido en los bebedores, solo fue imperceptible. La expectación había amainado. Turner no tenía ya las manos levantadas al cielo.

-¡Que las conversaciones y los juegos continúen como si tal cosa! -ordenó el cowboy -. Pero que nadie intente salir, por poco amor que tenga a su pellejo.

Y diciendo esto volvió a apoyar la espalda en el mostrador, cerca de la botella de vino. Turner comenzó a recoger y ordenar las mesas y las sillas, y los bebedores reanudaron sus interrumpidos juegos y conversaciones, no sin precauciones y recelo. Ninguno se atrevió a acercarse a la puerta. De vez en cuando Turner servía las bebidas que se le pedían.

Después de un rato, Las Vegas enfundo el revolver y continuo bebiendo, con la mirada siempre puesta en la puerta. Nadie entro ni salió. Ni los juegos, ni la bebida, hicieron renacer el júbilo. Visión siniestra y tenebrosa la de aquel tabernucho maloliente, mal iluminado, lleno de hombres de mal aspecto, con un muerto, boca arriba, cuyos ojos, desmesuradamente abiertos, imprimían al rostro inanimado una macabra expresión de terror, y un moribundo, boca abajo, en las últimas convulsiones de la agonía, y dominándolo todo la figura sombría del cowboy al lado de la botella, con los ojos y el oído puestos en la puerta, esperando a alguien que tardaba demasiado en llegar.

Mientras tanto, Carmichael bebía, sin que el vino tuviera fuerza para emborracharle. Hubiérase dicho que el fuego de su pasión destruía y neutralizaba los efectos del alcohol. Era como el combustible que necesitaba en aquel momento su ardor. A medida que pasaba el tiempo, su rostro tomaba una expresión más sombría, más torva, más encapotada, más impaciente, más premiosa. Al fin, cuando ya se convenció de que Beasley no entraría en la taberna, Las Vegas salió de aquel antro de vicio y muerte.

En la aldea no quedaba ninguna luz encendida. Los caballos, en su mayoría, se habían echado. Las Vegas montó en el suyo y lo guió por la carretera y un sendero a un campo en donde se divisaba un hórreo a la débil luz de las estrellas. La salida del sol no estaba lejos. Desensilló Carmichael el caballo y, soltándolo, entró en el hórreo. No debía ser aquélla la primera vez que andaba por allí porque, dando pruebas de serle conocidos todos los rincones, cogió una escalera para subir por ella hasta un sobradillo, donde se echó sobre la paja.

Descansó, pero sin conciliar el sueño. Al rayar el alba bajó del sobradillo y metió el caballo en la cuadra. Cuando salió el sol, Carmichael no hacía sino pasear dentro de

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la rústica construcción, mirando con suma frecuencia a través de las rendijas. Durante dos horas no pasó inadvertido para el cowboy ni un jinete, ni un pastor, que cruzara la aldea.

Más tarde, Las Vegas ensilló el caballo y deshizo el camino que había hecho la noche anterior. En la taberna de Turner pidió algo de comer y whisky. Después de esta ligera colación no hizo sino observar y escuchar. Bebió abundantemente. Al cabo de una hora parecía estar beodo pero su borrachera nada tenía que ver con las pa-palinas corrientes. Furioso, irritado, feroz, discutir con él hubiera sido extremadamente peligroso. Turner le servía con evidente miedo.

Un rato después, los vapores del alcohol le obligaban a desplegar una actividad independiente de su albedrío. No podía permanecer quieto, ni sentado. Salió del establecimiento, dirigiéndose al camino, en donde miraba a derecha e izquierda en actitud de alerta, como si aguardase un tiro de algún enemigo escondido. Los hombres se apartaban, para evitar su encuentro. Cuando volvió a la aldea ni un alma se dejó ver en ella. Volvió a la taberna, pero sin pedir nueva bebida. La nerviosidad del tabernero mostraba la alarma que su presencia en el establecimiento le causaba.

-Turner, me parece que la próxima vez que vuelva a la taberna será para matarte-dijo al cuitado, y salió del establecimiento.

Las tiendas, las calles, la aldea entera parecía ser de él. Paseábase por ella como un centinela que espera el ataque de los indios.

A eso del mediodía un hombre se aventuró a acercarse a Las Vegas. -Las Vegas, vengo a decirte que todos los mejicanos están abandonando el pueblo -

manifestó. -¿Que me dices, Abe? -exclamó, sorprendido, Las Vegas. El hombre repitió su información y Las Vegas prorrumpió en terribles juramentos. -Abe, ¿sabes lo que está haciendo en estos momentos Beasley? -Sí. Está con sus hombres en el rancho; pero no puede tardar en verse obligado a

partir a todo correr de su caballo. Allí estaba la fuerza del Oeste. Beasley no podría eludir el encuentro con su

enemigo. De haber abrigado en su pecho unos átomos de valor no habría aguardado tanto a salir de casa. Beasley no podía alquilar hombres que sostuvieran en su lugar el encuentro con Las Vegas. Esto le habría desprestigiado de tal modo, que no hubiera tardado en verse abandonado de todo el mundo. El Oeste le había permitido la ejecución de todos sus crímenes; mas le abandonaba una vez llegado el momento de la expiación.

-Abe, si este cobarde no viene pronto aquí, iré yo a su encuentro. -No tengas prisa, que no se te escapará. -Le esperaré un rato más. Dame un cigarrillo. Con dedos ligeramente temblorosos Abe lió un cigarrillo, lo encendió con el que él

fumaba y lo ofreció al cowboy. -Las Vegas, me parece oír caballos -dijo. -A mí también -corroboró Las Vegas, con la cabeza alta y atenta, como la de un

ciervo alarmado. Inmediatamente se olvidó del cigarrillo y del amigo. Abe se metió en un boliche. Las Vegas volvió a pasear arriba y abajo con movimientos que no eran sino una

exageración de sus anteriores ademanes. Un habitante de una población cualquiera del Oeste que hubiese llegado en aquel momento y hubiera visto a aquel cowboy con la cara rola v los movimientos desgarbados, le habría creído borracho o loco. Probablemente Las Vegas tenía el aspecto de las dos cosas. Como fuera, no podía haber un instrumento más eficiente y maravilloso para precipitar el fatal desenlace.

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¡Cuántos millares de paseos y movimientos parecidos a los de este cowboy se habían repetido en el Oeste!

Pine parecía una aldea desierta o habitada únicamente por un hombre que la recorría de extremo a extremo, despacio y ojo alerta. Avanzaba con las precauciones de un indio, de árbol a árbol y de esquina a esquina, metiéndose tan pronto en un establecimiento para atisbar desde allí la calle desierta, como rodeando, por las afueras del pueblo, las granjas v graneros vara volver otra vez al centro de la aldea. De vez en cuando se acercaba al caballo, cual si sintiera la tentación de montar. La última vez que entro en la taberna de Turner no encontró a nadie en el establecimiento. Golpeo imperativamente el mostrador con su revolver, mas nadie salió a servirle. Rabioso, entonces, y colérico la emprendió a tiros contra el espejo y las lámparas. Apunto a una botella y le partió el gollete, _bebiendo el líquido que contenía. Después de esto volvió a cargar el revólver con toda calma. Empujo luego violentamente las puertas y saliendo del establecimiento se coloco de un brinco encima de su caballo, espoleándolo para apartarse de prisa de aquel lugar maldito.

Los hombres que se asomaron curiosos a las ventanas de las casas vieron pasar cómo una flecha a un jinete envuelto en una nube de polvo. Habían pasado va las horas de incertidumbre, según el código consuetudinario del Oeste. Las Vegas había esperado ya más del tiempo necesario para demostrar que su enemigo era un cobarde. Cualquiera que fuese ya el desenlace de aquel drama, Beasley quedaría cubierto para siempre de oprobio e ignominia. Había acabado ya para él la época de prestigio y poder. Él y sus hombres podrían matar tal vez traidoramente al cowboy que había osado desafiarle; pero eso no cambiaría el estado de las cosas, antes bien arrojaría sobre la frente del cobarde mayor contumelia y baldón.

Terminaba Beasley la suculenta cena que le había servido la mejicana, cuando Buck Weaver entro en el rancho para notificarle la muerte de Mulvey y Pedro.

-¿De cuántos hombres se compone la cuadrilla? -preguntó nuevamente. -De uno solo, patrón -respondió Weaver. La sorpresa de Beasley no tuvo límites. Él y sus hombres estaban preparados para

recibir a los servidores de la muchacha que habían arrojado del rancho que en aquel momento ocupaban ellos, no esperando que la refriega pudiera ser sangrienta, a causa de su superioridad. Pero la noticia que le trajo Weaver daba a la situación un cariz muy diferente.

-¡Un hombre! -repitió, desconcertado. -Sí, patrón; el cowboy Las Vegas, que ha resultado ser un tejano de un valor y un

dominio de las armas extraordinarios. Yo presencié lo ocurrido en la taberna de Turner. Lo primero que hizo Las Vegas cuando entro en el salón fue llamar a Jeff y a Pedro, y después de humillarles con un aluvión de insultos, les volvió desdeñosa-mente la espalda, acercándose al mostrador para pedir una bebida. Pero no dejaba de mirar a Jeff y a Pedro por el espejo que tenía delante de él, y en cuanto les vio llevar sus manos a los revólveres, se volvió rapidísimo y con la velocidad del rayo disparo certeramente su revolver, dejando tendidos en el suelo a sus dos enemigos.

-¿Y por que no le mataste tú en seguida? -rugió Beasley. Buck Weaver fijo con calma sus ojos en el patrón y respondió -Porque yo no acostumbró matar a nadie a traición, y en cuanto a encontrar yo a

Las Vegas..., dispénseme. Todavía me interesa un poco la luz del sol y el aguardiente ; eso aparte de que yo no tengo nada que ver con Las Vegas. Si él viniera aquí a la cabeza de unos cuantos hombres con ánimo de echarnos de este rancho, yo entonces lucharía; pero nos equivocábamos cuando calculábamos que esas eran sus intenciones. El pleito ha de ventilarse entre usted y él. Así lo manifestó el claramente cuando

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arrojo a Dale a empujones de la taberna. -¡Dale! Pero, ¿está aquí Dale? -preguntó Beasley, estupefacto. -Entro en la taberna un minuto después de haber caído Jeff atravesado por la bala

del cowboy. La muchacha penetró tras él y se desmayó al poco rato en sus brazos. Entonces, Las Vegas arrojó a Dale de aquel lugar, asegurando entre mil juramentos que aquel era un pleito que tenía que ventilarse únicamente entre usted y él.

Así fue como Beasley oyó la voz del Oeste por boca de uno de sus propios servidores. Acerbas, sarcásticas, aceradas habían sido sus palabras. Aquel hombre había trabajado antes a las órdenes de Auchincloss, habiendo desertado del rancho para seguir a Mulvey. Mulvey estaba ya muerto y la situación había cambiado.

Beasley dirigió a Weaver una mirada sombría y terrible, ordenándole retirarse. Weaver miró a Beasley desde la puerta con ojos escudriñadores y fatídicos. Beasley sintió en sus venas el frío de aquella mirada, que no podía significar otra cosa sino lo que las leyes no escritas del Oeste le mandaban, a saber : que tenía que salir al en-cuentro de Las Vegas.

Pero Beasley no salió. En vez de ello desfogó su nerviosidad dando inquietos paseos por la estancia. Varias veces se dirigió a la puerta con ánimo de salir; pero otras tantas se detuvo antes de abrirla. Bastante después de medianoche se acostó, sin poder conciliar el sueño. Pasó toda la noche dando vueltas en la cama, para levantarse al día siguiente sombrío e irritable.

Llenó de improperios a la mejicana que le sirvió el desayuno y, con asombro suyo, observó que ninguno de sus hombres había ido a presentársele. Esperó largo rato va-namente, hasta que, convencido de la inutilidad de la espera, salió a los corrales y establos llevando un fusil en la mano. Sus hombres estaban allí en un grupo, que se deshizo al acercarse el. No pudo ver ni un solo mejicano.

Beasley ordenó que ensillaran los caballos y que le siguieran a la aldea todos sus hombres. Esta orden fue desobedecida. Beasley prorrumpió en un sinfín de palabras amenazadoras y malsonantes; pero sus hombres le oyeron con irritante indiferencia. Beasley podía leer claramente una pronunciada hostilidad en todas las miradas. Los que llevaban más tiempo trabajando con el mostrábanse menos hostiles, pero no menos reacios y desobedientes. Al fin Beasley se decidió a preguntar por los meji-canos.

-Patrón, hemos de decirle a usted que los mejicanos han abandonado el rancho hace un par de horas con dirección a Magdalena -declaró Buck Weaver.

De todas las contrariedades y amargas sorpresas que había tenido que soportar hasta entonces, aquella era la peor. Beasley la oyó profiriendo unas cuantas blasfemias.

-Patrón, se han ido temerosos de lo que pudiera hacer con ellos el bravo tejano - manifestó Weaver.

Uno de los hombres de Beasley le trajo su caballo ensillado. Pasó la brida por el brazo de su patrón y fue a reunirse con sus camaradas, sin pronunciar palabra. Nadie abrió la boca. La presencia del caballo era muy elocuente; pero Beasley no pareció entender lo que aquello significaba, porque, sin hacer caso de la cabalgadura, se metió, sin soltar el fusil, en el interior del rancho.

La ira y el miedo que le dominaban no le permitían pensar en lo que sus hombres dirían de él. Sin embargo, si hubiera habido alguna probabilidad de recuperar su prestigio, el momento habla pasado ya hacía tiempo.

Una vez en el interior del rancho, Beasley se sirvió una copa de vino, pero algo debió de asustarle a la vista de la botella, porque la apartó violentamente a un lado. Era como si aquella botella contuviese un valor y una osadía que cualquier hombre,

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excepto el, hubiese podido libar. Luego volvió a pasear nuevamente por la estancia, palideciendo a medida que sus

pensamientos le presentaban más claramente la verdadera gravedad de su situación. Dos veces la sirvienta le llamó inútilmente a cenar.

El comedor estaba iluminado y la comida servida; pero Beasley se sentó a la mesa sin decidirse a probar bocado. Un precipitado y ligero ruido de espuelas le sobresaltó, obligándole a volver con espanto la cabeza.

-Buenas noches, Beasley -dijo Las Vegas, apareciendo súbitamente. Frías gotas de sudor le corrieron a Beasley por todo el cuerpo. -¿Qué hay? ¿Que desea usted a estas horas? -preguntó, torpemente: -Le diré, patrón; la señorita Elena dice que como yo soy el capataz de este rancho,

conviene que yo me siente con usted, esta noche, a la mesa en cena de despedida -repuso el cowboy con voz fría, melosa e irónicamente

amistosa; pero su mirada era la del halcón pronto a lanzarse sobre su presa. La réplica de Beasley fue vaga, incoherente, desabrida. Las Vegas se sentó delante de Beasley. -Coma usted o no coma, a mí me es lo mismo -dijo, empezando a servirse con la

mano izquierda, mientras mantenía la derecha apoyando ligeramente la punta de los dedos en la mesa.

Ni un momento apartó su vista viva y penetrante de los ojos de Beasley. -He de confesarle, patrón, que me disgusta mucho verle sentado a usted en el sitio

de la señorita Elena -continuó diciendo suavemente Las Vegas, mientras se servía con calma comida y bebida con la mano izquierda- Durante mi vida he encontrado ciertamente muchos forajidos, muchos ladrones, muchos asesinos; pero como usted ninguno. Le voy a matar dentro de un minuto o dos, o antes si hace el menor movimiento sospechoso; espero, sin embargo, que preferirá vivir dos minutos más, lo cual me dará ocasión para decirle que es el peor de los hombres, pues además de ser malo y criminal es usted un cobarde. Yo esperaba que vendría ayer noche a encontrarme; pero usted no vino y siento mucho tener que matarle, porque me da vergüenza tener que perforar la piel a un sapo, a una sabandija, a una alimaña rastrera y asquerosa.

-Carmichael, por favor -imploró la voz temblorosa y débil de Beasley-. Tienes razón ; he sido un malvado; pero no me mates y te daré diez mil dólares.

La mano derecha de Carmichael comenzó a bajar lentamente en dirección del revólver.

-Doblo la cantidad -aseguró Beasley, presa de un pavor mortal-. Te ofrezco la mitad del rancho, todo mi ganado.

La mano continuaba acercándose al revólver. -Te devolveré el rancho -vociferó enloquecido el desdichado. -¡Ha llegado tu hora! -declaró Las Vegas, dando con la mano izquierda un terrible

puñetazo en la mesa. Beasley, frenético, loco, desesperado, desenfundó el revólver

XXVI Para Elena Rayner, aquellos días que había tenido que pasar fuera de su rancho se

habían convertido en una cosa del pasado, casi olvidada. Dos meses habían transcurrido desde entonces, ledos y veloces, en medio de la

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felicidad, del amor, del trabajo y de la rauda adaptación al nuevo ambiente. Todos sus antiguos servidores habían vuelto llenos de júbilo a su trabajo, muy agradecidos de que la clemente patrona estuviera dispuesta a perdonarles su infidelidad y a darles nueva participación en las tareas del rancho.

Elena había introducido varios cambios en la casa, alterando el arreglo de las habitaciones y añadiendo una nueva sección. Una sola vez había penetrado en aquella pieza luctuosa en que Beasley había caído, atravesado el corazón por la bala certera de Las Vegas. La convirtió en almacén, trasladando el comedor a otra parte.

Elena era feliz, casi le parecía serlo en exceso, según la compasión y la piedad que sentía por todos los que tenían que probar el acíbar de la vida. Carmichael había desaparecido de Pine, indudablemente en persecución de los mejicanos que habían ejecutado las órdenes de Beasley. Lo único que se sabía de él era que le habían visto en Show Down, can la cara inflamada y la mirada torva, como un sabueso en la pista de un ladrón. Desde entonces, dos meses habían transcurrido sin que volvieran a tener noticias.

Dale sacudía la cabeza con penosa incertidumbre cada vez que le preguntaban por Las Vegas. Hubiera sido una cosa muy propia de él desaparecer sin dejar rastro. Pero más propio y digno de él era permanecer oculto y alejado hasta que en la mente de sus amigos no pudiera quedar ya el menor recuerdo de su borrachera y sus transportes. La desaparición de Las Vegas pareció afectar menos nos a Bo que a Elena. Pero Bo cada día mostrábase más inquieta, más malhumorada y más voluntariosa. Elena creía adivinar la causa de estas intemperancias de carácter, y una vez aventuró una pregunta referente al regreso de Carmichael.

-Si Tom no vuelve pronto, me casaré con Milt Dale -le repuso Bo, ásperamente. -¿Qué dices, chiquilla? ¿No sabes que Milt Dale es mi novio? -protestó Elena,

medio enfadada. -Ciertamente; pero, ¡tardáis tanto en casaros ! Por lo visto yo tengo más prisa que

vosotros. -Hermana, el corazón me dice que Tom no tardará en presentarse. Te amaba

demasiado para que su ausencia pueda prolongarse todavía mucho más. -¿De veras, Elena? ¿Lo crees así? -Indudablemente. Te amaba mucho más de lo que tú te merecías. Estas palabras tuvieron la virtud de causar una de las dulces, desconcertantes,

inesperadas transformaciones de Bo. Sus recelos, su resentimiento, su obstinación se desvanecieron. Su cara se convirtió en el espejo de sus sentimientos benignos y propicios.

-¡Oh, Elena, tienes razón! -confesó-. Si Dios quiere que vuelva a tener ocasión de reconciliarme con él, no la dejaré escapar. ¡Quizá no vuelva a beber en su vida!

-Bo, sé buena y serás feliz. No vuelvas a alejarte a caballo, ni a complacerte en importunar y hacer sufrir a tus adoradores, que todo se arreglará al fin.

Bo recupero pronto su ecuanimidad. -Tú tienes motivos de estar contenta -dijo-. Tienes un novio que no sabe vivir sin

ti. Y, sin embargo, aún no he olvidado los días en que te embargaba el más negro pesimismo. ¡Quizá también a mí me aguarde un futuro lleno de felicidad!

Bo no tuvo necesidad de nuevos consuelos. Elena no tuvo ya sino que suspirar y rezar porque sus augurios se cumplieran pronto.

El primero de julio se anuncio con una fuerte tormenta apenas salido el sol.

Retumbo el trueno en los espacios y los rayos tiñeron las nubes de fuego y oro, dejando en los campos, al terminar el fantástico espectáculo, un suave y fresco olor de

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humedad, que deleito a Elena. Los árboles estaban llenos de aves canoras. Las flores tenían su cohorte de

zumbonas abejas. De los campos vecinos al arroyo partían los silbidos, cantos y gorjeos del mirlo y de la alondra. Un asno puso en conmoción el aire con su disonante rebuzno. Las ovejas balaban, siendo el balido de los corderitos especialmente grato a los oídos de Elena. Al dar aquel día su cotidiano paseo disfruto más que nunca de las delicias de la vida en contacto inmediato con la Naturaleza. Todo era color, actividad y vida. La brisa era cálida y traía al llano aromas de las montañas, frondosas y verdes, con el calor del estío. Elena sentía renacer en su pecho el deseo de volver a ellas.

En aquel momento se acerco a Dale. Estaba el cazador en mangas de camisa, cubierto y acalorado, inmóvil y con la vista fija en las lejanas montañas. El saludo de Elena le saco de su abstracción.

-Estaba mirando las cumbres remotas -dijo, sonriendo. Elena sintió la dulce emoción de la clara, maravillosa luz de sus ojos. -También las miraba yo -dijo-. ¿Echas de menos tus montañas? -No echo de menos nada; pero me gustaría visitar contigo, una vez más, mis

bosques favoritos. -Los visitaremos -prometió Elena. -¿Cuándo? -Pronto -dijo, apartándose de el con las mejillas encendidas y los ojos bajos. De antiguo deseaba Elena poderse casar en los maravillosos lugares en que se

había dado cuenta de su amor por el cazador. Pero había guardado para ella este deseo, esta esperanza secreta. Mas la coincidencia de deseos le había hecho sospechar que Dale había adivinado su anhelo.

Al entrar en el sendero que conducía a la casa encontró a uno de los antiguos mozos de cuadra conduciendo una acémila.

-¿De quién es este equipaje? -le preguntó. -No lo sé, señora -contesto el interpelado. El corazón de Elena le dio un salto en el pecho, porque la hizo presentir la llegada

de Las Vegas. Apresuróse la muchacha y a pocos pasos diviso a Roy Beeman sos-teniendo de la rienda un hermoso sanguíneo mesteño. Junto a el había otro hombre, que desmontaba en aquel momento de su caballo. En este jinete reconoció Elena a Las Vegas. Él la vio también en aquel mismo instante. Tan contenta estaba Elena de la vuelta de Las Vegas, que las lágrimas se le saltaban de los ojos de alegría.

-Señorita Elena, estoy verdaderamente contento de verla de nuevo -dijo Carmichael, con la cabeza descubierta. Era el mismo joven franco y simpático que habían visto desde el tren en la primera estación del Oeste.

-¡Tom! - exclamó ella, alargándole las manos. Él se las estrechó, fijando sus ojos en ella. La mirada con que Elena contestó a la

suya eliminó de su corazón las negras dudas que lo corroían. Aquél era el mismo muchacho que ella había conocido, que tanta simpatía y afecto había sabido despertar en ella y que tanto había hecho para merecer el amor de su hermana. La cara de Carmichael era limpia, fresca, joven, rebosante de salud. Sonreía con la misma sonrisa ingenua, sencilla y natural. Sus ojos eran como los de Dale, penetrantes, claros como el cristal, sin la menor sombra. ¿Era posible que la maldad, la embriaguez, el vicio o los impulsos criminales de la sangre, germinaran en un pecho tan noble y tan puro de un joven como aquél, verdadero arquetipo de la generosidad, intrepidez y bravura del Oeste? Adondequiera que hubiese ido, fuese lo que fuese lo que hubiere hecho durante su larga ausencia, había vuelto corregido de los fieros y salvajes impulsos, que podían ya darse al olvido.

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-¿Dónde está Bo? -preguntó, con la misma naturalidad que si volviera de alguna comisión encargada por Elena, después de muy pocos días (le ausencia.

-Bo está muy bien y se alegrará mucho de verle -respondió Elena. -¿Y cómo está Dale? -Admirablemente. Es seguro que también tendrá una gran alegría cuando sepa que

ya está usted aquí de vuelta. -Calculo que habré llegado cuando ya estarán todos ustedes casados. -Aquí no se ha casado todavía nadie -repuso Elena, y las mejillas se le tiñeron de

arrebol. -Más vale así-dijo- He estado cazando caballos salvajes en Nuevo Méjico, y aquí

traigo este mesteño para Bo. El mesteño que Roy sostenía de la brida era un precioso ejemplar, de color ruano,

no muy grande ni gordo; pero muy musculado y de admirable estampa, con crines largas y negras y una cabeza preciosa e inteligente.

-Siento envidia -dijo Elena, para divertirse-. En mi vida he visto un potro más hermoso. ¿Por qué no me lo regala a mí?

-No creo que quiera usted montar nunca más caballo que Ranger -declaró Las Vegas.

-Eso es verdad; sin embargo, lamento que este caballo no sea mío. Ya sabe usted que yo soy muy ambiciosa y egoísta.

-Estoy por regalárselo para ver la cara de protesta que pondrá Bo. -No; no me lo regale. Bo se iba a morir del disgusto. Tan alborozada estaba Elena con la vuelta de Carmichael, que sentía tentaciones de

abrazarle. ¡Había regresado sin nada que pudiera distraerla! Era indudable que del terrible papel que espontáneamente había aceptado para concluir con los enemigos de ella ni siquiera se acordaba ya. Aquel joven era una verdadera encarnación de todo el Oeste, grande y magnífico. Era un héroe, pero tan ingenuo y sencillo que ni siquiera sospechaba su propia grandeza.

Se abrió en aquel momento la puerta y del interior del rancho se oyó una voz argentina y gozosa.

-¡Oh, Roy, vaya un potro! ¿De quien es? -Señorita Bo, si son ciertas mis noticias este mesteño es de usted-respondió Roy. Bo se asomó a la puerta y bajó precipitadamente los peldaños. La llamarada de

alegría que le había encendido las mejillas al ver el potro se disipó instantáneamente en cuanto fijó sus ojos en el cowboy.

-¡Bo, le aseguro que siento una gran alegría! -exclamó Las Vegas acercándose a ella, sombrero en mano.

Elena no pudo observar ningún síntoma de confusión en él. únicamente advirtió extraordinario júbilo. Fue mala pitonisa, porque daba por seguro que Bo se lanzaría en los brazos del cowboy, y sus previsiones resultaron fallidas.

-También yo estoy muy contenta de verle -contestó Bo. Ella y el se estrecharon efusivamente las manos, como antiguos amigos. -Tiene usted cara de alegría y salud dijo el. -¡Oh, me encuentro admirablemente! Y a usted, ¿cómo le ha ido durante estos seis

meses? -Creí que mi ausencia había durado bastante más -respondió- Ahora me encuentro

bastante bien; pero he sufrido mucho del corazón. -¿Del corazón? ¿Cómo es eso? -¡Oh, nada tiene de extraño! Exceso de alimentación. En Nuevo Méjico cogí la

mala costumbre de comer demasiado.

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-¿Sabe que usted coloca el corazón muy abajo? -exclamó Bo, riendo. En seguida se acercó al potro para contemplarlo a su sabor de frente y de costado. -Bo, es un animal magnífico -declaró Roy-. Nunca vi un caballo más bonito.

Correrá como el viento. Tiene una mirada muy inteligente. Demasiado nervioso, tal vez; pero preveo que éste será su caballo favorito.

Bo se acercó poco a poco, hasta tocar al animal, sin asustarlo. Lo halagó con varias palmadas, hasta que se le rindió a su voluntad.

-Tom, no encuentro palabras con que expresarle mi agradecimiento - dijo. -No necesita agradecerme nada -repuso el cowboy-; únicamente necesita aceptar

mis condiciones, antes de montarlo. -¿Sus condiciones? -repitió Bo, intrigada. Elena disfrutaba mirando a Las Vegas. Nunca le había visto tan sereno, tan seguro

de sí mismo, tan dueño de la situación. No obstante, no acertaba a interpretar su intención.

-Bo Rayner -dijo Las Vegas-, este potro será suyo y lo podrá montar cuando usted sea la señora de Carmichael.

Nunca el tono de su voz había sido más dulce y suave; nunca había mirado con más ternura a Bo. Roy se quedó convertido en la estatua del asombro. Elena hacía heroicos esfuerzos para no manifestar tumultuosamente su extraordinaria, su inmensa alegría. Bo fijó sus ojos asombrados en su pretendiente. Tras breves instantes de re-flexión se acercó a el, para responderle

-¿Habla usted en serio? -Muy en serio. -No es posible. Esto que usted acaba de decir es una broma. Una de sus graciosas

salidas. Tom, a usted le gusta mucho chancearse -repuso Bo. -De ningún modo, Bo - protestó Las Vegas -. Soy poco amigo de burlas, y nunca

he hablado más seriamente que ahora. -¡Pues yo quiero montar el potro esta tarde! -declaró la muchacha con aplomo. Las Vegas comprendió el sentido de estas palabras y a punto estuvo de caerse

redondo de alegría. -Si lo que usted ha dicho no es una broma -añadió la feliz muchacha-, vaya

inmediatamente a buscar un pastor para que nos case hoy mismo, antes de comer. Procure únicamente presentarse un poco más en armonía con su papel de novio.

El imperioso tono de su voz fue cambiando a medida que iba advirtiendo el efecto maravilloso que sus palabras prometedoras producían en el enamorado cowboy. Con los colores del más vio rubor en sus mejillas, le echó los brazos al cuello, le besó y desapareció a toda prisa en la casa, dejando en el aire una estela de alegres y francas risas.

Aquella estatua de piedra en que Roy se había convertido, recuperó por fin el movimiento y el habla, para dar franco paso, en exclamaciones y ademanes, al júbilo que llenaba el pecho del buen mormón. Elena mezclaba las lágrimas y las risas en su extraordinario gozo. Las Vegas estaba medio loco de alegría. Nunca hubiera imaginado que Bo tuviera tanta prisa, y el beso que había recibido había dado al traste con su estudiada frialdad. En extremados transportes de felicidad se acercó a Elena con palabras que a borbotones le salían de su boca.

-¡Que no eran serias mis palabras! Dios mío, he necesitado que ella confirmara las suyas de una manera tan gloriosa, para que a mi vez pudiera yo creer en su formalidad -exclamó-. ¡La señora de Carmichael, antes de mediodía! ¡Oh, o estoy loco, estoy beodo!

-No: diga más bien que la felicidad le embarga -arguyó Elena.

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Ella y Roy Beeman persuadieron al cowboy de que debía darse prisa para aprovechar el tiempo.

-¿Que ha querido decir cuando me ha recomendado que me presentase un poco más en armonía con mi papel de novio? -preguntó a Elena-. ¿No estoy presentable: ¿Que me falta?

-Ha querido decir que tiene usted que vestirse con su mejor ropa. Esto es claro. -Bueno; pero, ¿cómo me las compongo yo para traer un pastor antes de comer? El

más próximo que conozco yo está en Show Down, a cuarenta millas de aquí. »No hay caballo que galope tan de prisa; Roy, dame una idea. ¿No conoces algún

otro pastor que esté más cerca? -Uno conozco que está cerquísima, y si no te parece mal que sea yo quien os case,

te diré que yo mismo soy el pastor que necesitas. Tal vez te cause sorpresa esto, porque nunca te lo había dicho, pero el hecho es que soy un pastor mormón. Tengo autoridad y facultades para ligaros con vínculo indisoluble.

Las Vegas se agarró a su amigo como un náufrago a la tabla de salvación. -Roy, ¿podrá usted casarlos con mi Biblia y el mobiliario de mi capilla? -preguntó

Elena, no menos ebria de alegría que su futuro cuñado. -Indudablemente. He casado en mi vida a muchas parejas de religión distinta a la

mía. -¡Antes de comer! -exclamó Las Vegas, en el paroxismo de su inmenso júbilo. -Ciertamente -aseguró Roy-. Ahora, tú corre a trajearte algo mejor, y usted, Elena,

ande ;, participar a su hermana que todo está dispuesto para la ceremonia. Y cogiendo el ronzal del mesteño, se lo llevó a los corrales, no sin que antes le

pusiera Las Vegas en el brazo la brida de su caballo, yendo después inmediatamente a ponerse elegante.

Así fue como Bo pudo montar el potro aquella misma tarde, sin contravenir las condiciones de Las Vegas. Éste no quiso dejarla partir sola, y los recién casados celebraron su enlace con una de sus más locas y emocionantes galopadas. Dale accedió gustoso a los deseos que Elena le manifestó de seguir a su hermana, pero imposible fue dar alcance a la feliz pareja.

Fuere porque le hubiese adivinado el deseo, o porque sus pensamientos soliesen siempre correr parejos con los de Elena, el caso es que Dale le propuso, cuando volvían a casa, que fueran a pasar unos días a las selvas que el había habitado. Imposible que hubiese propuesto una cosa más del agrado de Elena.

-¿Vendrán Bo y Tom con nosotros? -preguntó ella, contentísima. -Sí, y Roy nos acompañará- respondió Dale con significativa expresión. -¡Oh, qué alegría! -comentó ella con naturalidad, como si no hubiese cogido el

verdadero sentido de estas palabras ; pero volvió la cabeza vara ocultar la llama que encendió sus mejillas e hizo brillar sus ojos con fulgores de felicidad.

»¿Querrán acompañarnos Tom y Bo? -fue la duda que Elena expresó poco después.

-Tom ha sido el que me ha metido esta idea en la cabeza-contestó Dale-. John y Ha] vigilarán a los hombres y cuidarán del rancho durante nuestra ausencia.

-¿Tom es quien te ha sugerido la idea? A ver si todavía resultará que yo no querré ir! -objetó Elena.

-Siempre lo he deseado, Elena -repuso Dale- Me propongo trabajar toda la vida para ti, pero siempre han de serme gratas las frecuentes visitas a mis bosques. Y si alguna vez te decides a hacerme el más feliz de los hombres, tendrá que ser allí arriba, en mis antiguos lares, en donde tengamos que casarnos.

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-¿También Carmichael te ha sugerido esta idea? -preguntó Elena. -¿Quieres saber lo que me ha dicho Las Vegas? -Absolutamente. -Esto es lo que me dijo hace apenas una hora: «Milt, déjame que te dé un consejo.

Yo soy ahora un hombre casado y entiendo mucho en los asuntos de familia. La verdad es que el corazón de las mujeres no ha tenido nunca secretos para mí; yo he leído siempre en cl pecho de una mujer como en un libro abierto. Si me quieres creer, no te casarás con Elena Rayner en la casa o cerca de la casa en donde yo mate a Beasley. Ella lo recordaría siempre y esto enturbiaría su felicidad. Vale más que te cases en los bosques ; en tu antiguo campamento. Bo y yo iremos con vosotros.»

Elena le alargó la mano y continuaron con los caballos al paso, uno al lado del otro. Elena agradecía desde el fondo de su corazón, no menos que admiraba, la delicada sagacidad de Carmichael. Dale le había salvado a ella la vida; pero Las Vegas le había salvado la felicidad.

Pocos días después, a la hora tardía en que las sombras crepusculares alargaban en el suelo las formas de los

objetos, Elena se encaramo en el promontorio que dominaba el antiguo campamento de Milt Dale.

Roy conducía las acémilas cantando; Bo y Las Vegas cabalgaban de lado. Dale había echado pie a tierra para contemplar, al lado de Elena, la hermosa vista de su antiguo campamento con sus oscuros bosques, surcados de arroyos y torrentes plateados.

Era el mes de julio y, por tanto, inútil buscar las tonalidades áureas y bermejas que tanto habían encantado los ojos de Elena; pero la belleza estival no era menos admirable. Las laderas cubiertas de oscuras piteas y verdes pinos, con la nota clara de los álamos temblones y la música grata al oído de las cascadas espumosas, todo eso bien valía la espléndida belleza otoñal. Elena hubiera querido permanecer un rato en el promontorio; pero los demás la llamaron y Ranger expreso, por medio de un relincho, su impaciencia por volver a los lugares cubiertos de hierba y rodeados de agua. Cuando volviera a encaramarse sobre aquella elevación, sería ya otra mujer.

El sol acababa de ponerse tras la cordillera, cuando los tres duchos y fuertes hombres de la montaña habían preparado el campamento y la cena.

Roy Beeman tomo entonces la Biblia que Elena le había dado para que casara a Bo, y llamo con voz cariñosa y grave a la pareja que tenía que unir.

-Elena y Dale, acercaos. Elena y Dale se aproximaron a Roy y él los casó bajo los grandes y seculares

pinos, en medio de las caricias del aire fragante y embalsamado, los gemidos dulces y tiernos del viento en la fronda, el murmullo de la cascada y el aullido de un lobo solitario necesitado de comida y de compañera.

-Ahora recemos -dijo Roy cerrando la Biblia y arrodillándose con los demás -. No hay más que un Dios -fueron sus palabras-, al cual yo ruego en mi sagrado ministerio bendiga desde lo alto a la pareja que yo acabo de unir, les conforte y sostenga durante toda su vida. ¡Que bendiga los frutos de este matrimonio haciendo que los hijos sean fuertes como este hombre del bosque, y las mujeres, dulces y buenas para que puedan ser en su día garantía de paz y de civilización en el Oeste! ¡Ilumínalos, Señor, y protégelos en el áspero, duro y oscuro camino de la vida! ¡Señor, que tu cruz, tu pasión

y tu muerte sean siempre puerto de salvación a que lleguen a través de todas las tormentas ! Te lo pido por el valor de tu propia sangre preciosísima derramada en beneficio y provecho de todos los hombres. Amén.

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Cuando el pastor volvió a ponerse en pie levantando a los recién casados, la expresión grave de su cara había desaparecido. Roy volvió a ser de nuevo el joven moreno, de ojos negros, alegres y amables, de enigmática sonrisa en sus labios.

-Señora de Milt Dale -dijo estrechándole la mano-, le deseo a usted eterna felicidad, y ahora reclamo la debida recompensa por el servicio que acabo de prestarle -dijo besándola.

Después de él fue Bo la que se acerco a besar a su hermana, felicitándola con cariño y emoción. El cowboy también se le acerco diciéndole

-Elena, esta es la única ocasión que tendré en la vida para besarte. Porque cuando este indio que es ahora tu marido sepa a qué saben tus besos, no me permitirá que me los des ni los recibas de mí, ni siquiera a título de cuñado.

Y Las Vegas dio a Elena un beso efusivo y fraternal. Todo esto dejo a Elena confusa y feliz; comprendió lo que había de pasar en aquellos momentos por el pecho de Dale, porque sus ojos reflejaban la felicidad con que veían el precioso tesoro que -era ya de su propiedad.

Cuando terminaron la suculenta y alegre cena, Roy manifestó su intención de partir en aquel mismo instante. Fueron inútiles los ruegos para que desistiera de su pro-pósito. Se limito a escucharlos sonriendo y sin dejar de ensillar su caballo.

-Roy, quédese usted - suplico Elena -, es casi de noche y está usted muy cansado. -De ningún modo me gusta ser el tercero al lado de una feliz pareja. -Pero aquí no somos dos, sino cuatro. -Sois dos parejas, que es lo mismo. Señora Dale, no olvide usted que yo me he

casado varias veces. Elena quedo convencida con la fuerza del argumento. Las Vegas se retorcía de risa; Dale no sabía qué pensar. -Roy, no me extraña que tenga tantas mujeres siendo tan simpático -dijo Bo, con

maliciosa mirada-. ¿Sabe usted que si yo no me hubiese enamorado de Tom, es muy posible que me hubiera enamorado de usted? ¿Qué número me habría correspondido entre todas leas mujeres?

Siempre era Bo la que tenía que dejar corrido a alguien. Roy se quedó sin poder contestar y muy embarazado viendo la risa que la graciosa salida de Bo había despertado en los demás. No se atrevió a mirarles hasta que hubo montado.

-¡Adiós, amigos míos l -dijo Roy entonces desapareciendo entre las piteas. Bo y Las Vegas olvidaron a Roy, a Dale y a Elena, las faenas que el campamento

reclamaba y todo cuanto no fuera ellos mismos. El primer deber que Elena quiso cum-plir como esposa fue ayudar a su marido a recoger la vajilla después de la suculenta cena. En esta operación estaban cuando oyeron la voz con que Roy se despidió de ellos desde la oscuridad. Fue un grito sonoro y cordial que repercutió en el aire, rompiendo el majestuoso silencio de la noche y repitiéndose con débiles ecos de pen-diente en pendiente y de barranco en barranco.

Dale no se atrevió a turbar el delicioso silencio de la noche con otro grito, dejando incontestada la cordial despedida de su amigo.

-¿Echas algo de menos, Elena? - preguntó Dale. -No, nada-contestó ella-; soy la mujer más feliz del mundo; nunca me atreví a pedir

a Dios en mis oraciones tanta felicidad como me ha dado. -No me refiero a personas o cosas, sino a mis animales. -¡Oh, los había olvidado! ¿En dónde están? -¡Quién sabe dónde estarán por esas

selvas! Han tenido que abandonar el campamento para alimentarse durante mi ausencia, que ha sido larga.

En aquel mismo momento rasgó el silencio de la noche un alarido penetrante,

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angustioso, como el de una mujer en terrible agonía. -Ese es Tom -exclamó Dale. -¡Oh, me había asustado! -murmuró Elena. Bo llegó en aquel momento corriendo, con Las Vegas a sus talones. -Milt, ése ha sido el puma -exclamó- Nunca lo olvidare, hasta en sueños oiré

siempre ese alarido. Llámale, por favor. Dale llamó al puma; pero el felino no acudió a la llamada. El cazador volvió a

llamarle desde diferentes sitios de la selva, pero todo fue inútil; el puma contestaba con nuevos y más frecuentes

alaridos extraños en su significación, pero sin dejarse ver. -Nos ha oído y nos ha visto; pero no quiere tener trato con nosotros -declaró Dale. ¡Cuánto complacía a Elena el conocimiento que Dale tenía de la Naturaleza !

Pensando en ello, su imaginación parecía tener alas. ¡Cuán fundadas eran su confianza y su felicidad al pensar que su amor y su porvenir, sus hijos y quizá sus nietos, todo había de quedar bajo la égida y protección de tal hombre ! Apenas comenzaba ella a entender entonces los secretos del bien y el mal en relación con las leyes de la Naturaleza. Muchos siglos antes, los hombres habían vivido sobre el haz de la tierra como entes de la selva, habitando en las concavidades de las rocas, buscando su alimento en los frutos silvestres, en las bestias que caían a su alcance y en los nidos de los árboles, aguantando la lluvia, sufriendo los rigores del frío y del calor, la escarcha, el sol, la noche, la tormenta y la calma, libando el néctar de las flores, como las abejas, y disfrutando de la belleza de la selva en sus múltiples formas de vida con sus inescrutables designios. Conocer algo de ellos y amarlos era acercarse al reino de la Tierra y quizá más aún al reino de los Cielos. Porque todo cuanto respiraba y se movía era una parte de la Creación. El arrullo de la tórtola, los líquenes en las peñas musgosas, e tétrico y luctuoso aullido del lobo, el murmullo de la cascada, las altas y majestuosas copas de las piceas, el trueno en las alturas, todo eso tenía que estar regido por el Gran Espíritu, por el Ser inmenso y único que gobernaba el Universo y que había creado al hombre y al espíritu humano.

Y allí, a la luz de las estrellas, bajo los retorcidos pinos, suspirando quedamente palabras de amor que el viento acompañaba por las soledades de la selva, Elena se sentó al lado de Dale en la vieja piedra que un alud había lanzado allí desde los picachos más altos, hacía millones de años, para que pudiera servir algún día de lecho nupcial a los enamorados que desearan celebrar sus bodas en plena Naturaleza, embriagados con la fragancia de las piteas mezclada con el acre olor del humo desprendido de una hoguera de troncos resinosos. ¡Cuán claras las estrellas y cuánta serenidad en el cielo ! Un coyote aulló a lo lejos en la noche oscura. Una roca desprendida rodó de barranco en barranco hasta la profundidad de los abismos insondables. El viento gemía suavemente. Elena sentía toda la tristeza y misterio y nobleza de aquella soledad selvática, y su corazón le decía que algún día en el mundo bajo de las sociedades humanas todo llegaría a regirse de acuerdo con las leyes más sabias e inmutables de la Naturaleza.

-Elena, he de convertir estas selvas en una granja -dijo Dale-; de este modo nos pertenecerán y serán nuestras.

-¿En una granja? ¿Nuestras? ¿Qué quieres decir? - murmuró Elena. -El Gobierno cederá tierras inroturadas en propiedad a los hombres que las cultiven

-explicó Dale-. Construiremos aquí una habitación para nosotros. -Y vendremos frecuentemente a pasar largas temporadas en estos parajes-exclamo

Elena con entusiasmo. Dale le dio entonces los primeros besos puros y serenos como su misma vida,

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besos que tuvieron el poder de inundar su pecho de la inefable alegría del momento, haciéndola, enmudecer.

La risa argentina de Bo y su voz chancera y juguetona se oyó en el silencio de la noche, y en seguida resonaron los reproches de su marido invitándola a no turbar la quietud de aquellas horas nocturnales.

Las selvas volvían a acoger propiciamente un nuevo idilio. Todo parecía invitar al amor en aquellas soledades. Elena oyó el murmullo del viento en los pinos, la vieja historia eternamente renovada y eternamente bella. Se estremeció hasta lo más profundo de su ser. Las puntiagudas piteas erguíanse rectas y majestuosas señalando el cielo. Toda la inmensa soledad respiraba y aguardaba cargada con su secreto, pronta a revelarse al corazón trémulo y anhelante de la enamorada.

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