3
El libro de los afrodisíacos. Los errores de los alquimistas a menudo traían mayores beneficios que sus aciertos. El enigmático libro que hoy comentamos ante el lector voraz, no es un libro en absoluto, sino una serie de pergaminos y rollos llevados a Europa por Gerberto de Aurillac (más adelante, el papa Silvestre II), quien halló en España a un sabio alquimista árabe cuyo nombre, por desgracia, no se ha conservado. Este sabio, como casi todos los alquimistas, buscaba afanosamente el modo de trasmutar metales, operación en la que había fracasado una y otra vez, obteniendo en cambio otros beneficios acaso más interesantes que la vulgar acumulación de oro. En su laboratorio, aseguraba, se encontraba el resultado de un error genial, extraordinario: el afrodisíaco perfecto. El anciano declaró que sólo lo había utilizado una vez para corroborar su poder, y que, debido a su edad avanzada, abandonó la empresa inmediatamente ya que le resultó imposible saciar los apetitos que el afrodisíaco despertaba en las mujeres. Lo curioso, en todo caso, no es que este anciano alquimista haya encontrado un afrodisíaco, sino que su naturaleza se adaptaba a los olores personales de quien lo utilizaba. Aurillac tomó nota de los comentarios del sabio, y los olvidó. El hombre estaba enamorado (de Dios y una Íncubo) y no estaba interesado en afrodisíacos de ninguna clase, por más eficaces que fuesen. Ya en el siglo XII, estas notas cayeron en manos de Abelardo de Bath, duro alquimista, matemático e investigador, quien decidió someter a prueba la eficacia del afrodisíaco. Su experiencia no sólo confirma la eficacia del elixir, sino que logra explicarla en términos sencillos. Bath afirma que todos poseemos un hedor personal, un tufo escencialmente nuestro, que en su superficie se parece a todos, pero que en las profundas sutiliezas odoríferas reside una suerte de huella, de marca que nos distingue de sudores ajenos. El afrodisíaco hallado por el sabio, continúa Bath, se adapta con esta esencia, se funde con

El Libro de Los Afrodisíacos

Embed Size (px)

DESCRIPTION

El Libro de Los Afrodisíacos

Citation preview

Page 1: El Libro de Los Afrodisíacos

El libro de los afrodisíacos.

Los errores de los alquimistas a menudo traían mayores beneficios que sus aciertos.

El enigmático libro que hoy comentamos ante el lector voraz, no es un libro en absoluto, sino una serie de pergaminos y rollos llevados a Europa por Gerberto de Aurillac (más adelante, el papa Silvestre II), quien halló en España a un sabio alquimista árabe cuyo nombre, por desgracia, no se ha conservado.

Este sabio, como casi todos los alquimistas, buscaba afanosamente el modo de trasmutar metales, operación en la que había fracasado una y otra vez, obteniendo en cambio otros beneficios acaso más interesantes que la vulgar acumulación de oro. En su laboratorio, aseguraba, se encontraba el resultado de un error genial, extraordinario: el afrodisíaco perfecto.

El anciano declaró que sólo lo había utilizado una vez para corroborar su poder, y que, debido a su edad avanzada, abandonó la empresa inmediatamente ya que le resultó imposible saciar los apetitos que el afrodisíaco despertaba en las mujeres. Lo curioso, en todo caso, no es que este anciano alquimista haya encontrado un afrodisíaco, sino que su naturaleza se adaptaba a los olores personales de quien lo utilizaba.

Aurillac tomó nota de los comentarios del sabio, y los olvidó. El hombre estaba enamorado (de Dios y una Íncubo) y no estaba interesado en afrodisíacos de ninguna clase, por más eficaces que fuesen. Ya en el siglo XII, estas notas cayeron en manos de Abelardo de Bath, duro alquimista, matemático e investigador, quien decidió someter a prueba la eficacia del afrodisíaco.

Su experiencia no sólo confirma la eficacia del elixir, sino que logra explicarla en términos sencillos. Bath afirma que todos poseemos un hedor personal, un tufo escencialmente nuestro, que en su superficie se parece a todos, pero que en las profundas sutiliezas odoríferas reside una suerte de huella, de marca que nos distingue de sudores ajenos. El afrodisíaco hallado por el sabio, continúa Bath, se adapta con esta esencia, se funde con nuestra huella odorífera, y prospera a partir de allí como una emanación de nuestro aroma personal.

Poco y nada se sabe de los ingredientes de este afrodisíaco perfecto. Robert Grosseteste menciona una base de nidos de golondrina, filtrados y reducidos a cenizas, como fundamento para la elaboración del elixir, pero olvidó citar el elemento más importante, y el más siniestro, en la larga historia de los afrodisíacos.

Fue el gigantesco Theophrastus Phillippus Aureolus Bombastus von Hohenheim, más conocido como Paracelso, quien dio cuenta de los secretos nefastos de este afrodisíaco infernal. A los dieciséis años, cuando todavía cursaba sus estudios en la Universidad de Basilea, Paracelso entró en contacto con un nigromante llamado Cynolus, sin dudas, un seudónimo canino, quien le ofreció una demostración práctica del poder infalible del afrodisíaco. Colocó unas pocas

Page 2: El Libro de Los Afrodisíacos

gotas del filtro en las axilas y el torso de un mendicante, un hombre pobre y exiliado que vagaba por las callejuelas de Basilea. En pocos minutos varias mujeres que pasaban cerca repararon en el hombre -hasta el momento, invisible- y algunas incluso le ofrecieron dinero y comida; pero luego de una hora el pobre mendigo se encontró acosado por una verdadera horda de mujeres, que fueron oportunamente dispersadas por las autoridades.

Cynolus y Paracelso siguieron al mendigo, que aprovechó la ocasión para huir; pero muchas mujeres siguieron el rastro odorífero del hombre. Una de ellas, anotó Paracelso con cierto horror juvenil, se acercó al hombre dando gritos y ofreciéndole sus pechos desnudos para que se alimente. A la mañana siguiente hallaron el cuerpo del hombre, triturado, descoyuntado, escandalosamente desarticulado por el fervor alquímico que había provocado en las damas de la reión; que tras la muerte del hombre huyeron avergonzadas, ya que los efectos del afrodisíaco se evaporaban apenas su portador dejaba de exudar sus propios hedores, o, en otras palabras, moría.

Años después Paracelso dio cuenta del secreto de este afrodisíaco, pero ocultó todos los demás, acaso para dejar una enseñanza a los intrépidos cazadores de aventuras. El ingrediente esencial del elixir era una substancia que las brujas buscaban afanosamente tras las ejecuciones públicas. Según cuenta la leyenda, algunos ahorcados emitían una suerte de polución póstuma, de eyaculación siniestra al momento de sentir las duras hebras de la soga incrustándose en su cuello. Esta semilla infernal era utilizada para diversos filtros amorosos, entre ellos, el afrodisíaco fatal confeccionado por aquel árabe loco.

Tiempo después, un estudiante de Paracelso elaboró una interesante teoría sobre los afrodisíacos, en la cual razona que ningún elixir desencadena otro efecto que el de despertar en los demás aquello que ansían secretamente, y que el afrodisíaco descrito por Paracelso sólo "desnudaba" el deseo secreto de todas las mujeres de su sociedad, reducidas a una servidumbre moral y física, relegadas desde el nacimiento a un papel pasivo, tanto en la vida como en su sexualidad. El verdadero afrodisíaco, argumenta aquel estudiante, no agrega nada, ni unta de atractivo a quien no lo tiene, sólo despoja a las mujeres del velo inmemorial que las recubre, de esa mortaja hecha de prejuicios y dominación forjada para reprimir la naturaleza divina que habita en ellas, pero de una divinidad que poco tiene que ver con el rústico Dios del desierto, y mucho con las sedientas diosas de la antigüedad, a menudo demasiado intensas para amarlas sin dejar la vida en el intento.

Enlace

Aelfwine.

[email protected]