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El libro de Monelle Marcel Schwob Indice: I. Palabras de Monelle II. Las hermanas de Monelle La egoísta La voluptuosa La perversa La decepcionada La salvaje La enamorada fiel La predestinada La soñadora Anhelo cumplido La insensible La sacrificada III. Monelle De su aparición De su vida De su huída De su paciencia De su reino De su resurrección I. Palabras de Monelle Monelle me encontró en la llanura por donde yo andaba errante, y me tomó de la mano: -No te sorprendas- dijo-, soy yo y no soy yo. Me volverás a encontrar y me perderás. Una vez más volveré entre vosotros; pues pocos hombres me han visto y ninguno me ha comprendido.

El Libro de Monelle

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Page 1: El Libro de Monelle

El libro de Monelle Marcel Schwob

Indice:

I. Palabras de Monelle

II. Las hermanas de Monelle La egoísta La voluptuosa La perversa La decepcionada La salvaje La enamorada fiel La predestinada La soñadora Anhelo cumplido La insensible La sacrificada III. Monelle De su aparición De su vida De su huída De su paciencia De su reino De su resurrección

I. Palabras de Monelle

Monelle me encontró en la llanura por donde yo andaba errante, y me tomó de la mano: -No te sorprendas- dijo-, soy yo y no soy yo. Me volverás a encontrar y me perderás.

Una vez más volveré entre vosotros; pues pocos hombres me han visto y ninguno me ha comprendido. Y me olvidarás y me reconocerás y me volverás a olvidar.

Y añadió Monelle: Yo te hablaré de las pequeñas rameras, y tú sabrás el comienzo.

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Cuando Bonaparte el asesino tenía dieciocho años, halló bajo las puertas de hierro del Palacio Real a una pequeña prostituta. Tenía la tez pálida y tiritaba de frío. Pero “era necesario vivir”, le dijo ella. Ni tú ni yo sabemos el nombre de esa pequeña a quien Bonaparte llevó, una noche de noviembre, a su cuarto del hotel de Cherburgo. Era de Nantes, en Bretaña. Estaba débil y cansada y su amante acababa de abandonarla. Era sencilla y buena; su voz sonaba muy dulcemente. Bonaparte recordó todo esto. Y creo que, más tarde, el recuerdo del sonido de su voz lo emocionó hasta las lágrimas y la buscó largo tiempo, durante las noches de invierno, sin volverla a encontrar nunca más.

Porque sabrás que las pequeñas rameras sólo salen una vez de la muchedumbre nocturna para cumplir una misión de bondad. La pobre Ana acudió en auxilio de Thomas de Quincey, el fumador de opio, que desfallecía en una ancha calle de Oxford bajo los grandes quinqués encendidos. Con los ojos húmedos le acercó a los labios un vaso de vino dulce, lo abrazó y le prodigó caricias. Luego volvió a sumergirse en la noche. Tal vez murió poco después. “Tosía- dice de Quincey- la última noche que la vi”. Quizá erraba aún por las calles; pero, a pesar de su apasionada búsqueda y de haber arrostrado las burlas de las gentes a las cuales interrogaba, Ana se perdió para siempre. Más tarde, cuando pudo disfrutar de una vivienda abrigada, pensó muchas veces, con lágrimas en los ojos, que la pobre Ana hubiera podido vivir allí, junto a él. En cambio se la imaginaba enferma, moribunda o desolada, en la negrura central de un burdel de Londres, habiendo llevado consigo todo el amor piadoso de su corazón.

Has de saber que ellas lanzan un grito de compasión por vosotros y os acarician la mano con la suya descarnada. No os comprenden sino cuando sois desgraciados; lloran con vosotros y os consuelan. La pequeña Nelly salió de su infame casa para ir a ver al forzado Dostoievsky y, agonizando en fiebre, lo miró largamente con sus grandes y temblorosos ojos negros. La pequeña Sonia (ella existió, como todas las demás) abrazó al asesino Rodión después de confesarle éste su crimen. “¡Está usted perdido!”, le dijo con acento desesperado. Y levantándose súbitamente, se arrojó a su cuello y lo abrazó… “¡No, en este momento no hay sobre la tierra un hombre más desdichado que tú!”, exclamó en un impulso de piedad; y de pronto estalló en sollozos.

Como Ana y como aquella muchacha sin nombre que encontró el joven y triste Bonaparte, la pequeña Nelly se sumergió en la bruma. Dostoievsky no dijo que fue de la pequeña Sonia, pálida y demacrada. Ni tú ni yo sabemos si pudo ayudar a Raskólnikof hasta el término de su expiación. No lo creo. Se apagó suavemente en sus brazos, después de haber sufrido y amado en exceso.

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Compréndelo: ninguna de ellas puede permanecer junto a vosotros. Se sentirían demasiado tristes y, además, tienen vergüenza de quedarse. Una vez que vuestro llanto ha cesado, ellas no se atreven a miraros. Os enseñan su lección y luego se van. Vienen en medio del frío y de la lluvia para besar vuestra frente y enjugar vuestros ojos; después, las espantosas tinieblas vuelven a tragarlas. Pues tal vez deben irse a otra parte.

No las conocéis sino cuando se compadecen de vosotros. No debéis pensar en otra cosa. No debéis pensar en lo que hayan podido hacer en las tinieblas. Nelly en esa horrible casa, Sonia ebria sobre el banco del bulevar y Ana devolviendo el recipiente vacío en el comercio de vinos de una oscura callejuela, eran quizá crueles y obscenas. Eran criaturas de carne. Pero cuando salían de un oscuro callejón para dar un beso de piedad bajo el farol encendido de la ancha calle, en ese momento se tornaban divinas.

Hay que olvidar todo el resto.

Callose Monelle y me lanzó una mirada: He salido de la noche- dijo- y volveré a la noche. Pues yo también soy una pequeña ramera.

Y Monelle dijo después: Tengo piedad de ti, tengo piedad de ti, mi amado.

Sin embargo, volveré al seno de la noche; pues es necesario que me pierdas, antes de volverme a encontrar. Y si me encuentras, huiré de ti nuevamente.

Pues yo soy la que está sola.

Y luego dijo Monelle: Porque estoy sola tú me darás el nombre de Monelle. Pero no olvidarás que tengo todos los otros nombres.

Y yo soy ésta y aquélla y la que no tiene nombre.

Y te conduciré entre mis hermanas, que son yo misma, y semejantes a rameras sin inteligencia.

Y tú las verás atormentadas por el egoísmo, la voluptuosidad, la crueldad, el orgullo, la paciencia y la piedad, sin haberse encontrado todavía a sí mismas.

Y las verás irse a lo lejos, para buscarse a sí mismas.

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Y tú mismo me encontrarás y yo me encontraré a mí misma; y me perderás y yo te perderé.

Porque soy la que se pierde tan pronto como se la encuentra.

Y añadió Monelle: Ese día, una mujercita tocará tu mano y huirá.

Porque todas las cosas son fugaces; pero Monelle es la más fugaz.

Y, antes que me encuentres nuevamente, te instruiré en esta llanura y tú escribirás el libro de Monelle.

Y Monelle me tendió una férula ahuecada en la que ardía un filamento rosado.

-Toma esta antorcha- dijo- y prende fuego. Quema todo lo que hay sobre la tierra y en el cielo. Quiebra la férula y apágala cuando lo hayas quemado todo, pues nada debe transmitirse.

A fin de que seas el segundo nartecóforo y destruyas mediante el fuego, y el fuego descendido del cielo suba nuevamente al cielo.

Y Monelle dijo luego: Te hablaré de la destrucción.

He aquí la palabra: Destruye, destruye. Destruye en ti mismo, destruye a tu alrededor. Haz lugar para tu alma y para las otras almas.

Destruye todo bien y todo mal. Los escombros son similares.

Destruye las antiguas moradas de los hombres y las antiguas moradas de las almas; las cosas muertas son espejos que deforman.

Destruye, pues toda creación proviene de la destrucción.

Para lograr la bondad superior hay que aniquilar la bondad inferior. Y así el nuevo bien parece saturado de mal.

Para imaginar un nuevo arte hay que destrozar el arte viejo. Y así el nuevo arte parece una especie de iconoclasia.

Pues toda construcción está hecha de ruinas y nada hay nuevo en este mundo sino las formas. Pero hay que destruir las formas. Y agregó Monelle: Te hablaré de la formación. El mismo deseo de lo nuevo no es más que la apetencia del alma que desea formarse.

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Y las almas desechan las formas antiguas, así coma las serpientes sus viejas pieles.

Y los pacientes coleccionistas de viejas pieles de serpiente entristecen a las serpientes jóvenes porque tienen sobre ellas un poder mágico.

Pues aquél que posee las viejas pieles de serpiente impide la transformación de las serpientes jóvenes.

He aquí por qué las serpientes desnudan su cuerpo en el verde sendero de una espesura profunda; y una vez al año, las jóvenes se reúnen en círculo para quemar las viejas pieles.

Sé, pues, semejante a las estaciones destructoras y formadoras.

Construye tu propia casa y quémala con tus manos.

No arrojes escombros detrás de ti; que cada uno se sirva de sus propias ruinas.

No construyas en la noche pasada. Deja que tus obras huyan a la deriva.

Piensa en levantar construcciones nuevas a los menores impulsos de tu alma.

Para todo deseo nuevo crea dioses nuevos.

Y siguió diciendo Monelle: Te hablaré de los dioses.

Deja que mueran los antiguos dioses; no te quedes sentado, junto a sus tumbas, semejante a una plañidera.

Pues los antiguos dioses escapan de sus sepulcros.

Y no protejas a los dioses jóvenes rodeándolos de ligaduras.

Que todo dios vuele, tan pronto como se lo haya creado.

Que toda creación perezca, tan pronto como se la haya concebido.

Que el antiguo dios ofrezca su creación al joven dios, a fin de que este la reduzca a polvo.

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Que todo dios sea dios del momento.

Y Monelle agregó: Te hablaré de los momentos.

Contempla todas las cosas bajo el aspecto del momento.

Deja ir tu yo al capricho momentáneo.

Piensa en el momento. Todo pensamiento que dura es contradicción.

Ama el momento. Todo amor que dura es odio.

Sé sincero en el momento. Toda sinceridad que dura es mentira.

Sé justo en el momento. Toda justicia que dura es injusticia.

Actúa en función del momento. Toda acción que dura es un reino difunto.

Siente la felicidad del momento. Toda felicidad que dura es desgracia.

Ten respeto por todos los momentos y no establezcas relaciones entre la cosas.

No prolongues el momento; podrías fatigar la agonía.

Mira: todo momento es una cuna y un ataúd: que toda vida y toda muerte te parezcan extrañas y nuevas.

Y Monelle volvió a decir: Te hablaré de la vida y de la muerte.

Los momentos son como bastones mitad blancos y mitad negros.

No ordenes tu vida por medio de dibujos hechos con las mitades blancas.

Pues encontrarás enseguida los dibujos hechos con las mitades negras.

Que cada negrura esté atravesada por la espera de la blancura venidera.

No digas: ahora vivo y mañana moriré. No dividas la realidad entre la vida y la muerte. Di: ahora vivo y muero.

Agota en todo momento la totalidad positiva y negativa de las cosas.

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La rosa de otoño dura una estación; cada mañana se abre; todas las noches se cierra.

Sé como las rosas: ofrece tus hojas para que las arranquen las voluptuosidades y las pisoteen los dolores.

Que todo éxtasis esté en ti agonizante y que toda voluptuosidad desee morir.

Que todo dolor sea en ti como el paso de un insecto que va a volar. No te cierres sobre el insecto roedor. No te enamores de esos cárabos negros.

Que toda alegría sea en ti como el paso de un insecto pronto a volar. No te cierres sobre el insecto chupador. No te enamores de esas cetoínas doradas.

Que toda inteligencia brille y se extinga en ti con la brevedad de un relámpago.

Que tu felicidad se divida en fulguraciones. Así, tu parte de alegría será igual a la de los otros.

Contempla el universo como un atomista.

No resistas a la naturaleza. No apoyes sobre las cosas los pies de tu alma. Que tu alma no vuelva su rostro como lo hace el niño malo.

Vive en paz con la roja luz de la mañana y el resplandor gris del atardecer. Sé el alba mezclada al crepúsculo.

Mezcla la muerte con la vida y divídelas en momentos.

No esperes la muerte: está en ti. Sé su camarada y apriétala contra ti; ella es como tú mismo.

Muere de tu muerte; no envidies las muertes antiguas. Varía los géneros de muerte con los géneros de vida.

Considera toda cosa incierta como viviente y toda cosa segura como muerta.

Y luego dijo Monelle: Te hablaré de las cosas muertas.

Quema cuidadosamente a los muertos y expande sus cenizas a los cuatro vientos del cielo.

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Quema cuidadosamente las acciones pasadas y aplasta las cenizas; pues el fénix que renacería de ellas sería el mismo.

No juegues con los muertos ni acaricies su rostro. No te rías ni llores sobre ellos; olvídalos.

No confíes en las cosas pasadas. No te ocupes de construir bellos ataúdes para los momentos pasados: piensa en matar los momentos que vendrán.

Desconfía de todos los cadáveres.

No abraces a los muertos; porque ellos ahogan a los vivos.

Ten hacia las cosas muertas el respeto que se debe a las piedras destinadas a construir.

No ensucies tus manos en los cauces gastados. Purifica tus dedos en las aguas nuevas.

Aspira tu propio soplo y no los hálitos muertos.

No contemples las vidas pasadas más que tu propia vida pasada. No colecciones sobres vacíos.

No lleves en ti el cementerio. Los muertos producen pestilencia.

Y Monelle siguió diciendo: Te hablaré de tus acciones.

Que toda copa de arcilla transmitida se pulverice en tus manos. Quiebra toda copa en la que hayas bebido.

Sopla la lámpara de vida que te tiende el trotamundos. Pues toda lámpara antigua desprende humo.

No te legues nada a ti mismo: ni placer ni dolor.

No seas esclavo de ropaje alguno: ni del alma ni del cuerpo.

Nunca golpees con el mismo lado de la mano.

No te contemples en la muerte, deja que tu imagen sea llevada por las aguas que corren.

Huye de las ruinas y no llores entre ellas.

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Cuando dejes tus ropas por la noche, despójate de tu alma diurna; desnúdate en todos los momentos.

Toda satisfacción te parecerá mortal. Fustígate de antemano.

No digieras los días pasados. Nútrete de las cosas futuras.

No confieses las cosas pasadas, pues están muertas; confiesa ante ti mismo las cosas futuras.

No bajes a recoger las flores que crecen a lo largo del camino.

Conténtate con toda apariencia. Pero abandona la apariencia y no te des vuelta.

No te vuelvas jamás: detrás de ti acuden jadeantes las llamas de Sodoma, y podrías convertirte en estatua de lágrimas petrificadas.

No mires detrás de ti. No mires demasiado delante de ti. Si miras en tu interior, que todo sea blanco.

No te asombres de nada por la comparación del recuerdo; asómbrate de todo por la novedad de la ignorancia.

Asómbrate de todas las cosas; pues todas las cosas son diferentes en la vida y semejantes en la muerte.

Construye en las diferencias; destruye en las similitudes.

No te dirijas a las permanencias; no están ni sobre la tierra ni en el cielo.

La razón era permanente; ahora tú la destruirás y dejarás cambiar tu sensibilidad.

No temas contradecirte; no hay contradicción en el momento.

No ames tu dolor, puesto que no ha de durar.

Reflexiona acerca de tus uñas que crecen y de las pequeñas escamas que se desprenden de tu piel.

Sé olvidadizo de todas las cosas.

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Con un punzón acerado ocúpate de matar pacientemente tus recuerdos, así como el antiguo emperador mataba las moscas.

No hagas durar la dicha del recuerdo hasta el porvenir.

No recuerdes ni preveas.

No digas: trabajo para adquirir; trabajo para olvidar. Sé olvidadizo de la adquisición y del trabajo.

Rebélate contra todo trabajo; contra toda actividad que trascienda el momento, rebélate.

Que tu marcha no se dirija de un extremo a otro, pues no hay tal cosa; pero que cada uno de tus pasos sea una proyección rectificada.

Borrarás con el pie izquierdo la huella de tu pie derecho.

La mano derecha debe ignorar lo que acaba de hacer la mano derecha.

No te conozcas a ti mismo.

No te preocupes de tu libertad: olvídate de ti mismo.

Y Monelle añadió: Te hablaré de mis palabras.

Las palabras son tales mientras se las pronuncia.

Las palabras conservadas están muertas y engendran la pestilencia.

Escucha mis palabras habladas y no actúes según mis palabras escritas.

Habiendo hablado así en la llanura, Monelle quedó callada y triste; pues debía regresar al seno de la noche.

Y me dijo desde lejos: Olvídame y te seré devuelta.

Y al mirar a través de la llanura, vi levantarse a las hermanas de Monelle.

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II. Las hermanas de Monelle

La egoísta

Por una de las ventanitas del edificio gris de la casa de enseñanza, situada en la cima del acantilado, se extendió un brazo infantil que empuñaba un paquete anudado con una cintita rosa.

-Toma esto primero- dijo una voz de niña-. Ten cuidado: se puede romper. Después me ayudarás.

Una lluvia fina caía uniformemente en los huecos de la roca y la profunda ensenada, acribillando el remolino formado por las olas al pie del acantilado. El grumete, que espiaba en el cerco, avanzó y dijo en voz muy baja: -Pasa adelante; apúrate, pues.

La niñita gritó: -¡No, no, no! No puedo. Hay que esconder mi paquete. Quiero llevar las cosas que son mías. ¡Egoísta! ¡Egoísta! Bien ves que me estás haciendo mojar. El grumete torció la boca y cogió el paquetito. El papel mojado reventó y entonces rodaron por el barro triángulos de seda amarilla y violeta sembrados de flores, cintitas de terciopelo, un calzoncito de batista para la muñeca, un corazón de oro hueco, una bisagra y una bobina nueva de hilo rojo. La niña pasó del otro lado del cerco; al pincharse las manos en las duras ramitas, sus labios temblaron.

-Ahí tienes- dijo- eres muy testarudo. Ahora todas mis cosas se han estropeado.

Frunció la nariz, arrugó el entrecejo, su boca se distendió; en seguida comenzó a llorar.

-Déjame, déjame. Ya no quiero nada de ti. Vete. Me haces llorar. Volveré con Mademoiselle.

Luego recogió tristemente sus objetos.

-Mi linda bobina se ha perdido- dijo-. ¡Yo, que quería bordar el vestido de Lilí!

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A través del bolsillo horriblemente abierto de su falda corta, asomaba una cabecita de porcelana de rasgos regulares, cubierta por una extraordinaria y desgreñada peluca rubia.

-Ven- sugirió el grumete-. Estoy seguro que tu Mademoiselle te está buscando ya.

Ella se dejó conducir, mientras se enjugaba lo ojos con el reverso de una manita manchada de tinta.

-¿Qué mosca te ha picado esta semana?- preguntó el grumete-. Ayer no querías seguir allí.

-Me golpeó con el mango de la escoba- dijo la niña apretando los labios-. Me golpeó y me encerró en la carbonera con las arañas y los bichos. Cuando vuelva pondré la escoba en su cama, quemaré su casa con el carbón y la mataré con sus tijeras. Sí. (Al decir esto puso trompita). ¡Oh! Llévame lejos para que no la vea más. Tengo miedo de su nariz afilada y de sus anteojos. Antes de irme me vengué bien. Figúrate que ella tenía el retrato de sus padres en unas cosas de terciopelo, sobre la chimenea. Eran viejos, no como mi mamá. Tú no te puedes imaginar. Los embadurné con bleque. Deben estar espantosos. Bien hecho. Pero podías responderme, al menos.

El grumete extendía su vista sobre el mar, que estaba sombrío y brumoso. Una cortina de lluvia velaba toda la bahía. No se veían los escollos ni las balizas. Por momentos, el húmedo sudario tejido de gotitas fluidas se perforaba sobre los montones de negras algas.

-No se podrá andar esta noche- dijo el grumete-. Será preciso ir a la choza de la aduana, donde hay heno. -¡No quiero! ¡Es sucia!- gritó la niña.

-No hay más remedio- replicó el grumete-. ¿Tienes ganas de volver a ver a tu Mademoiselle?

-¡Egoísta!- dijo la niña, estallando en sollozos-. No sabía que eras así. ¡Dios mío, si hubiera sabido! ¡Y pensar que no te conocía!

-No haberte marchado, entonces. ¿Quién me llamó la otra mañana cuando pasaba por el camino? -¿Yo? ¡Ah, mentiroso! No me habría ido si tú no me lo hubieras dicho. Tenía miedo de ti. Quiero irme. No quiera acostarme sobre el heno. Quiero mi cama.

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-Eres libre- dijo el grumete.

Ella continuó caminando, alzándose de hombros. Al cabo de unos instantes habló: -Si acepto es porque estoy mojada, nada más que por eso.

La choza estaba a cierta altura sobre el mar y las briznas de paja dispuestas en el barro del techo chorreaban silenciosamente. Los niños empujaron la tabla de la entrada. Al fondo había una especie de alcoba hecha con tapas de cajas y rellenada con heno.

La niñita se sentó y el grumete cubrió de hierba seca sus pies y piernas.

-Esto pica- dijo ella.

-Pero calienta- afirmó el grumete.

Este se sentó junto a la puerta para escrutar el tiempo. La humedad lo hacía tiritar débilmente.

-Tú no tienes frío, al menos- dijo la niña-. Después te enfermarás, y ¿qué haré yo entonces?

El grumete sacudió la cabeza. Permanecieron un rato sin hablar. A pesar del cielo cubierto, se percibía el crepúsculo.

Tengo hambre- anunció la niña-. Esta noche hay pato asado con castañas en casa de Mademoiselle. ¡Oh! Tú no te has acordado de nada. Pero yo traje cortezas. Están en papilla. Toma.

Ella extendió la mano. Tenía los dedos pegados a una panatela fría.

-Voy a buscar cangrejos- declaró el grumete-. Los hay al extremo de las Piedras Negras. Tomaré la barca de la aduana, que está abajo.

-Tendré miedo de quedarme tan sola. -¿No quieres comer?

Ella no respondió.

El grumete se sacudió las ramitas adheridas a su blusa y deslizóse fuera. La lluvia gris lo envolvió por completo. Ella oyó sus pasos ahogados por el barro.

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Luego se oyeron ráfagas y el gran silencio rítmico del aguacero. Vinieron las sombras, cada vez más densas y tristes. La hora de la cena en lo de Mademoiselle había pasado. La hora de acostarse había pasado también. Allá, bajo las lámparas de aceite suspendidas, todo mundo dormía en los blancos lechos. Algunas gaviotas anunciaron la tempestad. El viento se arremolinó y las oleadas de agua tronaron en las grandes cavidades del acantilado. Esperando la cena la niña se durmió, despertándose algo más tarde. Sin duda el grumete estaría entreteniéndose con los cangrejos. ¡Qué egoísta! Bien sabía ella que los botes flotan en el agua. Las personas se ahogan cuando no tienen bote.

-Se llevará un buen chasco cuando me vea dormida- se dijo-. No le contestaré una palabra; fingiré bien. Lo tendrá merecido.

Hacia la medianoche sintió que estaba bajo la luz de una linterna. Un hombre vestido con capote puntiagudo acababa de descubrirla, agazapada como un ratón. Su figura estaba resplandeciente de agua y de luz…

-¿Dónde está la barca?- preguntó el recién llegado.

Ella exclamó con despecho: -¡Oh, estaba segura! ¡No encontró los cangrejos y perdió el bote!

La voluptuosa

-Esto es terrible- dijo la niña-, porque echa sangre blanca.

Tajaba con sus uñas las cabezas verdes de las adormideras. Su amiguito la observaba tranquilamente. Habían jugado a los bandidos entre los castaños, habían bombardeado las rosas con castañas frescas, descortezado bellotas nuevas y colocado sobre las tablas de la empalizada al gatito que maullaba. El fondo del oscuro jardín, donde se alzaba un árbol bifurcado había sido la isla de Robinson. Un poco de regadera había servido de concha guerrera para el ataque de los salvajes. Algunas hierbas de larga y negra cabeza habían sido hechas prisioneras y decapitadas. Cetoínas azules y verdes capturadas en su vuelo, agitaban pesadamente sus élitros en el cubo del pozo. Los niños habían hecho pozos en la arena de los senderos a fuerza de hacer pasar ejércitos con bastones de parada. Ahora, acababan de lanzar el asalto a un otero herboso de la pradera. El sol poniente los envolvía en su gloriosa luz.

Algo cansados, se establecieron sobre las posiciones conquistadas y admiraron las lejanas brumas otoñales de color carmesí.

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-Si yo fuera Robinson- dijo el niño- y tú Viernes, y si a nuestros pies se extendiese una gran playa, iríamos a buscar huellas de caníbales en la arena.

Ella reflexionó un instante y luego preguntó: -¿Robinson castigaba a Viernes para hacerse obedecer?

-No me acuerdo- respondió él-; pero juntos derrotaron a los infames españoles y a los salvajes del país de Viernes.

-No me gustan esas historias- dijo ella-; son juegos de muchachos. Va a ser noche. Si jugásemos a los cuentos tendríamos miedo de veras.

-¿Miedo de veras?

-Mira: ¿crees que la casa del Ogro de largos dientes no viene todas las noches al fondo del bosque?

El la observó un momento e hizo crujir las mandíbulas.

-Y después de comerse a las siete princesitas hizo gnam, gnam, gnam.

-No, eso no- replicó la niña-; no se puede ser mas que el Ogro o Pulgarcito. Nadie sabe el nombre de las princesitas. Si quieres, yo seré la Bella que duerme en su castillo y tú vendrás a despertarme. Tendrás que abrazarme muy fuerte. Los príncipes abrazan terriblemente, ¿sabes? El sintió timidez y respondió: -Creo que es demasiado tarde para dormir sobre la hierba. La Bella estaba en su lecho, en un castillo rodeado de espinos y flores.

-Entonces juguemos a Barba Azul. Yo seré tu esposa y tú me prohibirás entrar en el cuarto pequeño. Empieza: tú vienes para casarte conmigo. “Señor, yo no sé… Vuestras seis esposas han desaparecido de manera misteriosa. Es verdad que tenéis una grande y hermosa barba azul y que vivís en un espléndido castillo. Pero ¿no me haréis daño nunca, nunca?” Al decir esto imploraba con la mirada.

-Me has pedido en matrimonio y mis padres han consentido. Estamos casados. Tú me das todas las llaves. “Y ésta, tan bonita y pequeña, ¿de dónde es?” Tú pondrás una voz gruesa y me prohibirás que abra.

Después, tú te vas e inmediatamente yo desobedezco. “¡Oh, qué horror! ¡Seis mujeres asesinadas!” Me desmayo y tú llegas para sostenerme. Así. Vienes como Barba Azul y hablas con voz gruesa. “Señor mío, aquí están todas las llaves que me habéis confiado”. Tú me

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preguntas dónde está la más pequeña. ”Señor, no lo sé, no la he tocado”. Tú te enojas y gritas. “Señor, perdonadme, aquí la tenéis. Estaba en el fondo de mi bolsillo”.

Entonces tú miras la llave. ¿Tenía sangre, no es así?

- Sí, una mancha de sangre.

-Ya me acuerdo. La froté mucho pero no pude quitarla. Era la sangre de las seis mujeres, ¿no?

-De las seis mujeres.

-Las había matado a todas porque entraban en esa pequeña cámara, ¿verdad? ¿Cómo las mataba? ¿Les cortaba la cabeza y luego las colgaba en el gabinete oscuro? ¿Y la sangre les corría por los pies hasta llegar al piso? Era sangre muy roja, color rojo oscuro, no como la sangre de las adormideras cuando yo las estrujo. Una tiene que ponerse de rodillas para que la degüellen, ¿no es así?

-Creo que hay que ponerse de rodillas- respondió él.

-Va a ser muy divertido- dijo la niña-. ¿Pero me cortarás la cabeza como si fuera de veras?

-Sí; pero Barba Azul no pudo matar a su esposa.

-Eso no tiene nada que ver. ¿Pero por qué no le pudo cortar la cabeza?

-Porque llegaron los hermanos de ella.

-Ella tenía miedo, ¿verdad?

-Mucho miedo.

-¿Gritaba?

-Llamaba a su hermana Ana.

-Yo no habría gritado.

-Sí- respondió él-; pero en esa forma Barba Azul habría tenido tiempo de matarte. La hermana Ana estaba en la torre, observando cómo verdeaba la hierba. Sus hermanos, que eran mosqueteros muy fuertes, llegaron a todo galope en sus caballos.

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-No quiero jugar así- protestó la niña-. Me fastidia, puesto que no tengo ninguna hermana Ana.

Luego, volviéndose hacia él, le dijo: -Ya que mis hermanos no vendrán, tendrás que matarme, mi pequeño Barba Azul; matarme bien fuerte, bien fuerte.

Se puso de rodillas. El asió sus cabellos, los llevó hacia delante y levantó la mano.

Lentamente, con los ojos cerrados y las pestañas temblorosas, las comisuras de los labios agitadas por una sonrisa nerviosa, la niña ofreció voluptuosamente el vello de su nuca, su cuello y sus hombros al filo cruel del sable de Barba Azul.

La perversa

-¡Magda!

La voz subió por la abertura cuadrada del suelo. Un enorme eje de roble atravesaba el techo redondo, girando con un sonido ronco. Las grandes aspas de tela gris claveteada sobre el esqueleto de madera huían ante el desván en medio del polvo de sol. Abajo, dos bestias de piedra parecían luchar constantemente, mientras el molino jadeaba y temblaba sobre su base. Cada cinco segundos una sombra larga y recta invadía la pequeña habitación. La escala que subía hasta la techumbre interior estaba cubierta de harina.

-Magda, ¿vienes?- repitió la voz.

Magda había apoyado su mano sobre el eje de roble. Un roce continuo le cosquilleaba la piel mientras contemplaba, algo inclinada, la campiña plana. El otero del molino se redondeaba como una cabeza rasurada. Las aspas giratorias casi rozaban la hierba corta, en la que sus negras imágenes se perseguían sin alcanzarse jamás. Tantos asnos parecían haber rascado su lomo contra el vientre de ese muro débilmente cimentado, que la enjalbegadura dejaba ver las manchas grises de las piedras. En la base del montículo, un sendero ahondado por huellas secas bajaba hacia el amplio estanque en el que se mojaban hojas de color rojo.

-Magda, nos vamos- volvió a exclamar la voz.

-Pues, váyanse- dijo ella muy bajito.

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-La puertecita del molino rechinó. Magda vio temblar las dos orejas del asno que tanteaba cautamente la hierba con su pata. Un grueso saco pendía de su albarda. El viejo molinero y su hijo espoleaban las ancas del animal. Todos descendieron por el camino cóncavo. Magda permanecía sola, con la cabeza asomada por la ventana del tejado.

Cierta noche sus padres habíanla encontrado tendida boca bajo en el lecho, con la boca llena de arena y carbón. Consultaron a algunos médicos, que les aconsejaron enviar a Magda al campo a fin de que se fatigaran sus piernas, brazos y espalda. Pero desde que estaba en el molino se escapaba todas las mañanas, al amanecer, para refugiarse bajo el techito desde el cual contemplaba la sombra giratoria de las aspas.

De pronto se estremeció desde la punta de los cabellos hasta la punta de los pies. Alguien había levantado el pestillo de la puerta.

-¿Quién es?- preguntó Magda a través de la abertura cuadrada.

Entonces le respondió una débil voz: -Si hubiera algo para beber… Tengo mucha sed.

Magda miró a través de los escalones. Era un viejo mendigo del campo, que llevaba un pan en su alforja.

-Tiene pan- pensó Magda-; es lástima que no tenga hambre.

Quería a los mendigos del mismo modo que a los sapos, las babosas y los cementerios: con cierto horror. Gritó: -¡Espere un momento!

Descendió la escalera, con el rostro hacia delante. Cuando llegó abajo le preguntó: -¡Es usted tan viejo y tiene sed!

-Oh, sí, mi buena señorita- respondió el anciano.

-Los mendigos tienen hambre- prosiguió Magda con decisión-. A mí me gusta el yeso. Mire.

Arrancó una costra blanca de la pared y la masticó. Luego dijo: -Todos los de la casa han salido. Yo no tengo vaso; pero está la bomba.

Le indicó el mango encorvado. El mendigo se inclinó y, mientras sorbía el chorro con la boca pegada al caño, Magda le sacó subrepticiamente el pan de la alforja y lo ocultó en un montón de harina.

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Cuando él se dio vuelta, los ojos de la niña danzaban.

-Allá- dijo ella- está el gran estanque. Los pobres pueden beber allí.

-No somos bestias- respondió el anciano.

-No- añadió Magda-, pero es usted desgraciado. Si tiene hambre robaré un poco de harina y se la daré. Con el agua del estanque, esta noche podrá usted hacer pasta.

-¡Pasta cruda!- exclamó el mendigo-. Muchas gracias, señorita, me han dado un pan.

-¿Y qué haría usted si no tuviese pan? Yo, si fuera tan vieja me ahogaría. Los ahogados deben de ser muy felices. Deben de ser hermosos. Lo compadezco mucho, buen hombre. -Dios sea con usted, buena señorita- respondió el viejo-. Estoy muy cansado.

-¡Y esta noche tendrá hambre!- exclamó Magda mientras descendía por la pendiente del montículo-. ¿No es verdad, buen hombre, qué tendrá hambre? Tendrá que comer su pan. Tendrá que mojarlo en el agua del estanque si sus dientes son malos. El estanque es muy profundo.

Magda escuchó hasta que los pasos se apagaron. Entonces extrajo suavemente el pan del montón de harina y lo miró. Era una hogaza negra de aldea, ahora manchada de blanco.

-¡Puf!- exclamó-. Si yo fuese pobre robaría el pan blanco de las lindas panaderías.

Cuando el molinero regresó, Magda estaba tendida sobre la espalda, con la cabeza apoyada en la molienda. Apretaba el pan contra su cintura, con las dos manos. Con los ojos desorbitados, las mejillas infladas y la punta violácea de la lengua entre los dientes apretados, trataba de imitar la imagen que ella se formaba de una persona ahogada.

Después que hubieron tomado la sopa, preguntó: -Maestro, ¿no es cierto que antes, hace mucho, mucho tiempo vivía en este molino un gigante enorme que hacía su pan con huesos de hombres muertos?

-Esas son historias, nada más. Pero debajo de las colinas hay cámaras de piedras que una sociedad quiso comprarme para hacer búsquedas.

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Antes que eso preferiría demoler mi molino. No tienen más que abrir las viejas tumbas de sus ciudades. Se pudren bastante.

-¡Ah, cómo debían crujir los huesos de los muertos!- dijo Magda-. Más que vuestro trigo, maestro. Y el gigante haría sin duda un pan apetitoso con ellos, muy apetitoso; y lo comía, sí, lo comía.

Juan, el muchacho, se encogió de hombros. El molino había cesado de jadear. El viento no inflaba ya las aspas. Las dos bestias circulares de piedra habían interrumpido su lucha; la una pesaba sobre la otra, silenciosamente. -Maestro- prosiguió Magda-, Juan me ha dicho que se puede encontrar a los ahogados con ayuda de un pan dentro del cual se ha puesto mercurio: se hace un agujerito en la costra y se lo echa dentro. Luego se tira el pan al agua y se detiene justamente sobre el ahogado.

-¿Qué sé yo de eso?- dijo el molinero-. No son ocupaciones para señoritas. ¡Bonitas historias le cuentas, Juan! -Fue la señorita Magda quien me preguntó- replicó el muchacho.

-Yo pondría perdigones de caza- dijo Magda-. Aquí no hay mercurio. Tal vez así se podrían encontrar los cuerpos de los ahogados en el estanque.

Se detuvo ante la puerta para aguardar el crepúsculo, con el pan bajo su delantal y apretando en su mano algunos perdigones menudos. El mendigo debía haber sentido hambre. Se había ahogado en el estanque. Ella haría reaparecer su cuerpo y, al igual que el gigante, podría moler harina y amasar pasta con los huesos de un hombre muerto.

La decepcionada

En la unión de esos dos canales había una esclusa alta y negra; el agua mansa tenía una tonalidad verde hasta la sombra de los muros. En la cabaña del cuidador, hecha de tablas embreadas y sin una flor, los póstigos golpeaban agitados por el viento; a través de la puerta entornada veíase la figura delgada y pálida de una niña que tenía los cabellos desparramados y el vestido recogido entre las piernas. Sobre la margen del canal se doblaban y se erguían las ortigas; había toda una bandada de semillas aladas del bajo otoño y pequeñas bocanadas de polvo blanco. La cabaña parecía estar vacía en medio del campo lúgubre; una franja de hierba amarillenta perdíase en el horizonte.

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Al agonizar la corta luz del día, escuchóse la respiración del pequeño remolcador. Apareció más allá de la esclusa, pudiendo divisarse el rostro ennegrecido del conductor que miraba indolentemente por su puerta de palastro; en la parte posterior una cadena se iba hundiendo en el agua. Luego venía, flotando apaciblemente, una barca marrón, grande y chata que llevaba en el medio una casita muy blanca cuyos pequeños vidrios eran redondos y relucientes, volúbilis rojos y amarillos trepaban alrededor de las ventanas y a ambos lados del umbral veíanse artesas de madera llenas de tierra, en las que crecían muguetes, reseda y geranios.

Un hombre que hacía chasquear una blusa mojada sobre el borde de la barca, dijo al que tenía el bichero: -Mahot, ¿quieres comer un bocado mientras llegamos a la esclusa?

-Ya voy- respondió Mahot.

Colocó el bichero en su lugar, pasó por encima de una pila hueca de cuerdas enroscadas y fue a sentarse entre las dos artesas con flores. Su compañero le palmeó la espalda, entró en la casita blanca y volvió a salir con un envoltorio grasiento que contenía un pan largo y un cantarillo de barro. El viento arrancó la envoltura aceitosa y la arrojó sobre los macizos de muguetes, llevándola luego hasta los pies de la niña.

-¡Buen provecho, allá arriba!- gritó el hombre-; aquí cenamos.

Y añadió: -El Indio, para servir a usted, mi paisana. Podrás decir a los muchachos que hemos pasado por aquí.

-No seas bromista, Indio- intervino Mahot-. Deja a esta juventud. Porque tiene la piel oscura, señorita, lo llamamos así en las chalanas.

Una vocecita delicada preguntó: -¿Dónde van en la barca?

-Llevamos carbón al Mediodía- gritó el Indio.

-¿Adónde hay sol?- dijo la vocecita.

-Y tanto, que le ha curtido el cuero al viejo- respondió Mahot.

Después de un silencio, la vocecita dijo: -¿Quieren llevarme con ustedes en la barca?

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Mahot dejó de masticar el pescado. El Indio posó en el suelo el cantarillo para largarse a reír. -¡Véan ustedes, la barca!- exclamó Mahot-. ¡La señorita Barquita! ¿Y tu esclusa? Ya veremos lo que pasa mañana a la mañana. Tu papá no va a estar muy contento.

La vocecita no dijo nada más; la figura pálida y delgada volvió a entrar en la cabaña.

La noche cerró las murallas del canal. El agua verde subió a lo largo de las puertas de la esclusa. Ya no se veía más que el resplandor de una vela tras las cortinas rojas y blancas de la casita. Oíanse los golpes isócronos del agua contra la quilla y, en su balanceo, la barca se elevaba. Poco antes del alba los goznes chirriaron con un ruido de cadenas y, al abrirse la esclusa, la barca flotó hacia delante arrastrada por el pequeño remolcador de hálito exhausto. Cuando los vidrios redondos reflejaron las primeras nubes rosadas, la embarcación había abandonado ya ese campo sombrío en que el viento frío sopla sobre las ortigas.

El Indio y Mahot despertaron al oír el tierno gorjeo de una flauta que parecía hablar, y unos golpecitos en los vidrios.

-Esta noche los gorriones han tenido frío, viejo- dijo Mahot.

-No- dijo el Indio-, es una gorrioncita: la chica de la esclusa. Está allí: ¡palabra de honor!

No pudieron contener una sonrisa. La pequeña que estaba roja de aurora, dijo con su voz menuda: -Ustedes me habían permitido venir mañana a la mañana. Ya es mañana a la mañana. Voy con ustedes adonde está el sol.

-¿El sol?- preguntó Mahot.

-Sí- prosiguió la niña-. Yo sé. Allí donde hay moscas verdes y moscas azules que iluminan la noche; donde hay pájaros del tamaño de una uña, que viven sobre las flores; donde las uvas trepan por los árboles; donde hay pan en las ramas y leche en las nueces, ranas que ladran como los perros grandes y… cosas… que van por el agua, calabazas… no… bichos que meten la cabeza en una concha. Las gentes se los echan a la espalda. Hacen sopa con ellos… Calabazas. No… ya no sé más… ayúdenme.

-El diablo me lleve- dijo Mahot-. ¿Tortugas, tal vez?

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-Sí- replicó la niña-. Tortugas.

-No hay todo eso- dijo Mahot-. ¿Y tu papá?

-Fue él quien me enseñó.

-Eso es demasiado- terció el Indio-. ¿Te enseñó qué?

-Todo lo que dije: lo de las moscas que alumbran, lo de los pájaros y las… calabazas. Vamos, papá era marino antes de abrir la esclusa. Pero ahora está viejo. Donde estamos llueve siempre. No hay más que plantas malas. ¿Saben ustedes? Yo quise hacer un jardín, un lindo jardín en nuestra casa. Pero afuera hay demasiado viento. Iba a quitar las tablas del piso, en la parte del medio; iba a poner tierra buena; también rosas y flores rojas que se cierran por la noche; preciosos pajaritos; ruiseñores, verderones y pardillos, para conversar. Pero papá me lo prohibió. Me dijo que eso estropearía la casa y traería humedad. Por eso vengo con ustedes, para que me lleven allá abajo.

La barca flotaba suavemente. A lo largo de las riberas del canal, huían las hileras de árboles. La esclusa había quedado lejos. No se podía virar de bordo. Más adelante silbaba el remolcador.

-Pero con nosotros no verás nada- dijo Mahot-.no vamos al mar. Jamás encontraremos tus famosas moscas, ni tus pájaros, ni tus ramas. Habrá un poco más de sol, pero eso será todo. ¿No es así, Indio?

-Seguro- respondió el aludido.

-¿Seguro?- respondió la niñita-. ¡Mentirosos! Vamos, yo sé bien lo que digo.

El Indio se encogió de hombros.

-De todos modos, no hay por qué morirse de hambre- dijo-. Ven a tomar tu sopa, Barquita.

Y ella conservó este nombre. A través de los canales grises y verdes, fríos y tibios, la niña les hizo compañía en la barca, esperando siempre llegar al país de los milagros. La embarcación costeó los campos pardos, con sus delicados retoños. Los magros arbolitos comenzaron a mudar las hojas; las mieses amarillearon y las amapolas se tendieron como copitas rojas hacia las nubes. Pero Barquita no se alegró con la llegada del verano. Sentada entre las artesas de flores, mientras el Indio o Mahot manejaban el bichero, pensaba que la habían engañado. Pues aunque el sol lanzaba sus rondas gozosas en el piso a través de los pequeños

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vidrios relucientes, a pesar de los martines pescadores que cruzaban el agua y de las golondrinas que sacudían su pico mojado, ella no había visto los pájaros que viven sobre las flores, ni las uvas que trepan por los árboles, ni las grandes nueces llenas de leche, ni las ranas parecidas a perros. La barca había llegado al Mediodía. Las casas que se veían en las riberas del canal estaban rodeadas de follaje y flores. Las puertas se hallaban coronadas por rojos tomates y había cortinas de pimientos sobre las ventanas.

-Esto es todo- dijo un día Mahot-. Pronto vamos a desembarcar el carbón y a volver. Tu papá estará contento, ¿eh?

Barquita sacudió la cabeza.

A la mañana siguiente, estando el barco amarrado, escucharon otra vez ligeros golpecitos sobre los vidrios redondos: -¡Mentirosos!- gritó una vocecita aguda. El Indio y Mahot salieron de la casita. Una figura pálida y delgada volvióse hacia ellos desde la ribera del canal; y Barquita les gritó de nuevo huyendo detrás de la orilla.

-¡Mentirosos! ¡Sois todos unos mentirosos!

La salvaje

El padre de Bûchette solía llevarla al bosque al despuntar el alba, y la niña permanecía sentada muy cerca mientras él talaba los árboles. Bûchette veía como se hundía el hacha haciendo volar delgados trozos de corteza: a menudo, los musgos grises venían a arrastrarse sobre su rostro. “¡Cuidado!”, gritaba el padre cuando el árbol se inclinaba produciendo un crujido que parecía subterráneo. Ella sentía cierta tristeza por el monstruo extendido en el claro del bosque, con sus ramas magulladas y sus ramitas heridas. Por la noche, un círculo rojizo de pilas de carbón se encendía en medio de la sombra. Bûchette sabía a qué hora había que abrir la cesta de juncos para ofrecer a su padre el cántaro de gres y el trozo de pan moreno. El se tendía entre las ramitas desprendidas y masticaba con lentitud. Después, Bûchette sorbía su sopa. Corría en torno a los árboles marcados y, si su padre no la miraba, se escondía para gritar: “¡Uuuu!”

Había una caverna oscura, llena de zarzas y de ecos sonoros, a la que se le daba el nombre de Santa María Becerra. Alzándose en puntas de pies, Bûchette solía observarla desde lejos.

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Cierta mañana de otoño en que las marchitas cimas del bosque estaban aún encendidas por la aurora, Bûchette vio que delante de la Becerra se estremecía un objeto verde: tenía brazos y piernas, y la cabeza parecía pertenecer a una niñita de la misma edad de Bûchette.

Al principio tuvo mido de acercarse; ni siquiera se atrevió a llamar a su padre. Pensó que era una de las personas que respondían en la caverna de la Becerra cuando alguien hablaba fuerte. Cerró los ojos, temiendo que cualquier movimiento suyo provocase algún siniestro ataque. Al inclinar la cabeza oyó un sollozo cercano: la extraordinaria criatura verde lloraba. Entonces, Bûchette abrió los ojos y sintió pena. Pues veía el rostro verde, dulce y triste, humedecido por las lágrimas, y dos nerviosas manitas verdes que se apretaban contra la garganta de la niñita extraordinaria.

-Tal vez se haya caído sobre malas hojas que destiñen- se dijo Bûchette.

Armándose de valor atravesó helechos erizados de ganchos y de zarcillos, hasta llegar casi junto a la singular figura. Dos bracitos verdeantes se tendieron hacia Bûchette, en medio de las mustias zarzas.

-Se parece a mí- pensó Bûchette-, pero tiene un extraño color.

La sollozante criatura verde estaba semicubierta por una especie de túnica hecha de hojas cosidas. Era en realidad una niñita que tenía el tinte de una planta silvestre. Bûchette imaginó que sus pies estaban arraigados en la tierra. A pesar de esto, los movía con mucha ligereza.

Bûchette le acarició los cabellos y le tomó de la mano. Ella se dejó conducir siempre llorosa. Parecía que no supiese hablar.

-¡Ay! ¡Dios mío! ¡Una diablesa verde!- exclamó el padre de Bûchette cuando la vio llegar-. ¿De dónde vienes, pequeña? ¿Por qué eres verde? ¿No sabes responder?

Era imposible saber si la niña verde había entendido. “Tal vez tenga hambre”, dijo él. Y le ofreció el pan y el cántaro. Pero ella dio vueltas al pan en sus manos y lo arrojó al suelo; luego agitó el cántaro pera escuchar el ruido del vino.

Bûchette rogó a su padre que no dejara a esa pobre criatura en el bosque durante la noche. A la hora del crepúsculo las pilas de carbón brillaron una por una y la muchacha verde observó, temblorosa, los fuegos. Cuando entró en la casita, retrocedió al ver la luz. No podía

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acostumbrarse a las llamas y lanzaba un grito cada vez que alguien encendía la vela.

Al verla, la madre de Bûchette se persignó. “Dios me ayude- afirmó- si se trata de un demonio; pero no es ni remotamente una cristiana”.

La niña verde no quiso tocar ni el pan, ni la sal, ni el vino, de lo cual surgía claramente que no podía haber sido bautizada ni presentada a la comunidad. Fueron a avisar al cura, quien llegó a la casa en el preciso momento en que Bûchette ofrecía a la criatura habas en su vaina.

Muy contenta al parecer, se puso de inmediato a partir el tallo con la uñas pensando encontrar las habas en el interior. Mas luego, decepcionada, comenzó a llorar hasta que Bûchette le hubo abierto una vaina. Entonces royó las habas mientras observaba al cura.

Por más que llevaron a su presencia al maestro de escuela, no fue posible hacerle comprender una sola palabra humana ni pronunciar un solo sonido articulado. Lloraba, reía, o emitía gritos.

El cura la examinó minuciosamente, sin descubrir en su cuerpo ninguna señal del demonio. Al domingo siguiente la condujeron a la iglesia y allí no manifestó signo alguno de inquietud, aparte de gemir cuando la humedecieron con agua bendita. Pero no retrocedió lo más mínimo ante la imagen de la cruz y, cuando pasó sus manos por sobre las sagradas llagas y las desgarraduras de las espinas, pareció apenada.

Las gentes de la aldea sintieron gran curiosidad y algunas hasta temor. A pesar del consejo del párroco, seguían hablando de la “diablesa verde”.

La criatura sólo se nutría de granos y frutas; cada vez que le ofrecían espigas o ramitas, partía el tallo o la madera y lloraba de desilusión. Bûchette no lograba hacerle aprender en qué lugar había que buscar los granos de trigo o las cerezas, y su decepción era siempre la misma.

Por imitación pronto fue capaz de transportar madera y agua, barrer, secar, y hasta coser, aun cuando manejaba la tela con cierta repulsión. Mas nunca se resignó a encender el fuego, o tan siquiera a aproximarse al hogar.

Entretanto, Bûchette crecía y sus padres quisieron ponerla a trabajar. Esto le causó tanta pena que todas las noches, oculta bajo las sábanas, sollozaba suavemente. La otra niña se condolía al ver en ese estado a su amiguita. Por la mañana miraba largamente a Bûchette y los ojos se le llenaban de lágrimas. Y por la noche, durante su llanto, Bûchette

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sentía que una mano tierna le acariciaba los cabellos y unos labios frescos se posaban en su mejilla.

Se acercaba la fecha en que Bûchette debía entrar a trabajar. Sus sollozos se habían hecho casi tan angustiosos como los de la criatura verde cuando la hallaron abandonada ante la caverna de la Becerra.

La última noche, cuando el padre y la madre de Bûchette estaban entregados al sueño, la niña verde acarició los cabellos de su amiga y la tomó de la mano. Luego abrió la puerta y extendió el brazo hacia la noche. Y así como antes Bûchette la había conducido a las casas de los hombres, ella la llevó de la mano hacia la libertad ignorada.

La enamorada fiel

El enamorado de Jeanie se había hecho marinero. Y ella quedó sola, muy sola. Escribió una carta, la selló con su dedito y la arrojó al río entre las largas hierbas rojas. De este modo iría hasta el océano. A decir verdad, Jeanie no sabía escribir; pero su enamorado debía comprender de todos modos, puesto que la carta era de amor. Y esperó largo tiempo la respuesta que llegaría desde el mar; más la respuesta no llegó. No había río cuyas aguas corriesen desde él hasta Jeanie.

Y un día Jeanie partió en busca de su amado. Contempló las flores que crecen al borde del agua, con sus tallos inclinados; y todas las flores se doblaban hacia ella. Mientras caminaba, Jeanie se dijo:”Sobre el mar hay un barco, en el barco un cuarto, en el cuarto una jaula, en la jaula un pájaro, en el pájaro un corazón una carta y en la carta está escrito: AMO A JEANIE. Amo a Jeanie dice en la carta; la carta está en el corazón, el corazón en el pájaro, el pájaro en la jaula, la jaula en el cuarto, el cuarto en el barco y el barco está muy lejos, en el gran mar”.

Y como Jeanie no temía a los hombres, los polvorientos molineros, al verla tan sencilla y suave con el anillo de oro puesto en su dedo, le ofrecían pan y leche y le permitían acostarse entre los sacos de harina, dándole un casto beso.

Así atravesó ella su país de rocas salvajes y la comarca de los bajos bosques y de las lisas praderas que contornean el río cerca de las ciudades. Muchos de los que brindaban albergue a Jeanie le daban besos; pero ella no lo devolvía jamás, pues los besos infieles que dan las mujeres que aman quedan marcados en sus mejillas con huellas de sangre.

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Llegó por fin a la ciudad marítima en la que se había embarcado su amante. Buscó en el puerto el nombre del navío, pero no le fue posible hallarlo porque, pensó Jeanie, el navío había sido enviado al mar de América.

Calles negras y oblicuas descendían hacia los muelles desde lo alto de la ciudad. Algunas estaban empedradas y tenían un arroyo en el medio; otras no eran sino angostas escaleras hechas de losas antiguas.

Divisó casas pintadas de amarillo y azul con cabezas de negras e imágenes de aves con pico rojo. Por la noche, grandes faroles se balancearon ante las puertas, por las cuales veíanse hombres con aspecto de ebrios.

Jeanie pensó que eran las posadas de los marineros que volvían del país de las mujeres negras y los pájaros de colores. Sintió un gran deseo de esperar a su amado en una de esas posadas, que acaso tendría el olor del lejano océano.

-Pero esta pequeña tiene su alianza, ¿no?- dijo la mujer gorda.

Y todas gritaron al unísono: -¿De veras? ¿Una alianza?

Entonces una tras otra, abrazaron a Jeanie, la acariciaron y la hicieron beber, consiguiendo despertar las sonrisas de la dama que cosía en el pequeño cuarto.

Mientras tanto, un violín tocaba frente a la puerta y Jeanie se había dormido. Dos mujeres la depositaron suavemente en el lecho de un pequeño dormitorio, al que se llegaba por una escalerita.

Luego, todas dijeron al mismo tiempo: -Hay que darle alguna cosa. ¿Pero qué?

El loro se despertó y comenzó a charlar.

-Yo les voy a decir- explicó la gorda.

Y habló largamente en voz baja. Una de las mujeres se enjugó los ojos.

-Es verdad- dijo-, nunca hemos tenido una; eso nos traerá buena suerte.

-Ella para nosotras cuatro, ¿no?- dijo otra.

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-Hay que preguntar a Madame si nos permite- dijo la gorda.

Al día siguiente, cuando se marchó, Jeanie tenía un anillo de alianza en cada dedo de su mano izquierda. Su amado estaba muy lejos pero ella golpearía en su corazón con los cinco anillos de oro, para volver a entrar en él.

Al levantar la cabeza vio blancas figuras de mujeres, apoyadas en las ventanas enrejadas para tomar un poco de fresco. Jeanie empujó una puerta doble y se encontró en una sala embaldosada, entre mujeres vestidas de rosa que dejaban al descubierto una buena parte su cuerpo. Al fondo de la cálida sombra, un loro movía lentamente sus párpados. Sobre la mesa había tres vasos grandes y angostos que todavía conservaban un poco de espuma.

Cuatro mujeres sonrientes rodearon a Jeanie, quien advirtió a otra más, vestida de oscuro y cosiendo en un cuartito.

-Es del campo- dijo una de las mujeres.

-¡Shhhh!- dijo otra-, no hay que decir nada.

Y todas le gritaron a la vez: -¿Quieres beber, pequeña?

Jeanie se dejó abrazar y bebió en uno de los vasos estrechos. En ese momento, una gruesa mujer vio el anillo.

-¿Qué hablan ustedes? ¡Si es casada!

Todas preguntaron al mismo tiempo: -¿Eres casada, pequeña?

Jeanie se sonrojó, pues no sabía si era verdaderamente casada, ni cómo debía responder.

-Las conozco a esas, a las casadas- dijo una mujer-. También yo, cuando era pequeña, a los siete años, no tenía enaguas. Iba completamente desnuda al bosque para edificar mi iglesia… y todos los pajaritos me ayudaban a trabajar. Estaba el buitre para arrancar la piedra y la paloma, con su gran pico, para tallarla, y el tordillo para tocar el órgano. Esa fue mi iglesia de bodas y mi misa.

La predestinada

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En cuanto fue lo bastante crecida, Ilsée adquirió la costumbre de ponerse todas las mañanas frente al espejo y decir: “Buenos días, mi pequeña Ilsée”. Luego besaba el frío vidrio y fruncía los labios. La imagen parecía venir; pero en realidad estaba muy lejos. La otra Ilsée, más pálida, que surgía desde las profundidades del espejo, era una prisionera de boca helada. Ilsée se compadecía de ella, pues parecía triste y cruel. Su sonrisa matinal era como un alba descolorida que todavía conservaba las huellas del horror nocturno.

No obstante, Ilsée la amaba y le decía: “Nadie te da los buenos días, mi pobre y pequeña Ilsée. Abrázame, pues. Hoy iremos a pasear, Ilsée. Mi amado vendrá a buscarnos. Vente con nosotros”. Cuando Ilsée se volvía de espaldas, la otra Ilsée, melancólica, huía hacia la sombra luminosa.

Ilsée le mostraba sus muñecas y sus vestidos. “Juega conmigo. Vístete conmigo”. La otra Ilsée, celosa, alzaba también hacia Ilsée muñecas más blancas y vestidos descoloridos. Estaba silenciosa; no hacía más que mover los labios al mismo tiempo que Ilsée.

A veces, Ilsée se irritaba como una niña contra la dama muda, que se irritaba a su vez. “¡Mala, mala Ilsée!, gritaba. ¿Quieres responderme, quieres abrazarme?” Y golpeaba el espejo con la mano. Una extraña mano, que no pertenecía a cuerpo alguno, aparecía frente a la suya. Pero Ilsée nunca pudo alcanzar a la otra Ilsée.

Durante la noche la perdonaba; y al otro día, dichosa de encontrarla nuevamente, saltaba de su lecho para abrazarla, murmurándole: “Buen día, mi pequeña Ilsée”.

Cuando Ilsée tuvo un novio de veras, lo llevó hasta su espejo y dijo a la otra Ilsée: “Mira a mi amado, pero no lo mires demasiado. Aunque es mío, quiero que tú lo veas. Cuando nos hayamos casado, le permitiré que te abrace conmigo todas las mañanas”. El novio se puso a reír. Ilsée, en el espejo, sonrió también. “¿No es cierto que es hermoso y que lo amo?”, dijo Ilsée. “Sí, sí”, respondió la otra Ilsée. “Si lo miras demasiado, no volveré a abrazarte”, advirtió Ilsée. “Estoy tan celosa como tú. Hasta pronto, mi pequeña Ilsée”.

A medida que Ilsée fue conociendo el amor, la joven del espejo se tornó cada vez más triste. Pues su amiga ya no iba a besarla todas las mañanas. La tenía muy olvidada. Mejor dicho, la imagen de su novio acudía, pasadas las horas de la noche, hacia el despertar de Ilsée. Durante el día. Ilsée no veía ya a la dama del espejo; pero su novio, por el contrario, la contemplaba. “¡Oh!- decía Ilsée-, ya no piensas en mí, malo. Es a la otra a quien miras. Ella está prisionera; no vendrá jamás. Tiene celos de ti; pero yo estoy más celosa que ella. No la mires, amado

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mío; mírame a mí. Mala Ilsée del espejo, te prohibo que respondas a mi novio. Tú no puedes venir; nunca podrás venir. No me lo lleves, mala Ilsée. Cuando nos hayamos casado, le permitiré que te abrace conmigo. Ríe Ilsée. Tú estarás con nosotros”.

Ilsée estaba celosa de la otra Ilsée. Si el día se iba sin que llegase el amado, le reprochaba: “Tú lo alejas, tú lo alejas con tu rostro malo. Vete, mala, déjanos”.

Un día Ilsée cubrió el espejo con un lienzo blanco y delgado. Levantó un paño a fin de tapar el último clavito, y dijo: “Adiós, Ilsée”.

Sin embargo, su amado parecía haberse cansado de ella. “Ya no me ama- pensó Ilsée-; no viene más, estoy sola, sola. ¿Dónde está la otra Ilsée? ¿Partió con él?” Con unas pequeñas tijeras de oro rasgó un poco de tela, para poder mirar. El espejo estaba cubierto por una sombra blanca.

“Ha partido”, pensó Ilsée.

-Es preciso- se dijo Ilsée- tener mucha paciencia. La otra Ilsée estará celosa y triste. Mi amado volverá. Yo sabré esperarlo.

Todas las mañanas, semidormida aún, le parecía ver junto a la almohada la cabeza de él junto a la suya. “¡Oh, mi bienamado!- murmuraba-. ¿Has vuelto, entonces? Buen día, buen día, querido mío”. Pero al estirar la mano tocaba la fresca sábana.

-Es preciso- volvió a decirse Ilsée- ser muy paciente. Largo tiempo esperó a su novio, hasta que su paciencia se deshizo en lágrimas. Una húmeda bruma envolvió sus ojos y por sus mejillas corrían líneas mojadas. Su rostro se iba sumiendo poco a poco. Cada día, cada mes, cada año ajaban su semblante con crueldad cada vez más implacable.

-¡Oh, mi amado!- dijo Ilsée-. Dudo de ti.

Entonces rasgó el lienzo blanco en la parte central y en el marco pálido apareció el espejo, lleno de manchas oscuras. La superficie estaba surcada por claras arrugas y, allí donde el estaño se había separado del vidrio, aparecían los lagos de sombra.

La otra Ilsée surgió en el fondo del espejo, vestida de negro al igual que Ilsée, con el rostro enflaquecido y marcado por las extrañas señales del

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vidrio que no refleja entre el vidrio que refleja. Y el espejo parecía haber llorado.

-Tú estás triste, como yo- dijo Ilsée.

La dama del espejo lloró, Ilsée la besó y dijo: “Buenas noches, mi pobre Ilsée”.

Al entrar en su dormitorio con la lámpara en la mano, Ilsée se sintió sorprendida: pues la otra Ilsée, lámpara en mano, avanzaba hacia ella con la mirada triste. Ilsée levantó su lámpara por encima de su cabeza y se sentó en la cama. Y la otra Ilsée levantó su lámpara por encima de su cabeza y se sentó cerca de ella. -Comprendo bien- pensó Ilsée-. La dama del espejo se ha liberado. Ha venido a buscarme. Voy a morir.

La soñadora

Al morir sus padres, Marjolaine permaneció en la casita paterna junto a la vieja nodriza. Habíanle dejado un techo de paja bruñida y el manto de la gran chimenea. Pues el padre de Marjolaine había sido narrador y constructor de sueños. Algún amigo de sus bellas ideas le había prestado su tierra para construir y un poco de dinero para soñar. Durante largo tiempo había mezclado diversas especies de arcilla con polvos de metal, a fin de preparar un sublime esmalte. Había intentado fundir y dorar extrañas cristalerías. Había amasado bolitas duras perforadas de “linternas”, y el bronce enfriado se irisaba como la superficie de los pantanos. Pero no quedaban de él más que dos o tres crisoles ennegrecidos, placas de bronces gastadas y deformadas por la escoria y siete grandes cántaros descoloridos sobre el hogar. De la madre de Marjolaine, piadosa hija del campo, nada quedaba: había vendido para el “arcillero” hasta su rosario de plata.

Marjolaine creció junto a su padre; éste usaba un delantal verde, tenía siempre las manos terrosas y las pupilas inyectadas de fuego. Ella admiraba los siete cántaros de la chimenea, impregnados de humo, plenos de misterio, semejantes a un arcoiris hueco y ondulado. Morgana hubiera hecho salir del cántaro sangrante un bandido untado de aceite, con un sable cubierto de flores de Damasco. En el cántaro anaranjado seguramente se podía encontrar como lo hiciera Aladino, frutos de rubí, ciruelas de amatista, cerezas de granate, membrillos de topacio, racimos de ópalo y bayas de diamante. El cántaro amarillo estaba lleno de polvo de oro que Camaralzaman había escondido bajo un montón de aceitunas. Una de ellas asomaba bajo la tapa, y el borde de la vasija resplandecía. El cántaro verde debía estar cerrado por un gran sello de

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cobre marcado por el rey Salomón. El tiempo lo había cubierto de una capa de cardenillo; pues este cántaro había morado antaño en el océano y desde varios milenios atrás contenía un genio, que era príncipe. Una muchacha muy joven y prudente podría quebrar el encantamiento bajo la luna llena, con el permiso del rey Salomón, que dio voz a las mandrágoras. En el cántaro azul claro, Giauharé había encerrado todas sus vestimentas marinas, tejidas con algas, incrustadas de aguamarinas y teñidas con la púrpura de los moluscos. Todo el cielo del paraíso terrestre, los apetitosos frutos del árbol y las encendidas escamas de la serpiente estaban contenidos en el cántaro de color azul sombrío, semejante a la enorme cúpula azulada de una flor austral. Y la misteriosa Lilith había volcado todo el cielo del paraíso celeste en el último de los cántaros, que se erguía violeta y rígido como la esclavina de los obispos.

Los que ignoraban estas cosas sólo veían siete viejos cántaros descoloridos sobre el hinchado manto de la chimenea. Pero Marjolaine conocía la verdad a través de los relatos de su padre. Durante las noches de invierno, en medio de la sombra cambiante de las llamas que brotaban de la leña y de la candela, seguía con la vista el hormiguear de esas maravillas; hasta la hora en que se iba a acostar.

Mientras tanto, la hucha del pan estaba vacía lo mismo que el recipiente de sal, y la nodriza imploraba a Marjolaine: -Cásate, mi florecilla amada. Tu madre pensaba en Juan; ¿no quieres casarte con Juan? Mi Jolaine, mi Jolaine, ¡qué linda esposa serás!

-La Marjolaine de los cuentos tuvo caballeros- respondió la soñadora-. Yo tendré un príncipe.

-Princesa Marjolaine- dijo la nodriza-, cásate con Juan y lo harás príncipe.

-Nada de eso, nodriza; prefiero hilar. Espero mis diamantes y mis vestidos para lucirlos ante un espíritu más bello. Compra cáñamo, ruecas y un huso pulido. Pronto tendremos nuestro palacio. Por el momento está en un oscuro desierto de Africa. Lo habita un mago cubierto de sangre y de venenos. En el vino de los viajeros echa un polvo moreno que los convierte en bestias velludas. El palacio está alumbrado por antorchas vivas y los negros que sirven las comidas ostentan coronas de oro. Mi príncipe matará al mago y el palacio vendrá a nuestra comarca y tú acunarás a mi hijo.

-¡Oh, Marjolaine, cásate con Juan!- repitió al vieja nodriza.

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Marjolaine se sentó y comenzó a hilar. Pacientemente hizo girar el huso, torció el cáñamo y lo destorció. Las ruecas adelgazaban y volvían a engrosar. Juan iba a sentarse junto a ella y la admiraba. Pero ella no ponía atención en él. Pues lo siete cántaros de la gran chimenea estaba llenos de sueños. Durante el día creía oírlos gemir o cantar. Cuando cesaba de hilar, la rueca ya no se estremecía por los cántaros y el huso dejaba de prestarles su zumbido.

-¡Oh Marjolaine, cásate con Juan!- decíale todas las noches la anciana nodriza.

Pero a medianoche la soñadora se levantaba. Como Morgana, arrojaba granos de arena sobre las tinajas, a fin de conjurar los misterios. No obstante, el bandido continuaba durmiendo; los preciosos frutos no se entrechocaban, no se escuchaba el deslizar del polvo de oro ni el crujir de la seda de los vestidos, y el sello de Salomón pesaba implacablemente sobre el príncipe encerrado. Marjolaine vertía uno a uno los granos de arena. Siete veces repicaban sobre la tierra dura de los cántaros; siete veces el silencio recomenzaba.

-¡Oh, Marjolaine, cásate con Juan!- le imploraba la nodriza todas las mañanas.

Marjolaine fruncía el entrecejo cada vez que veía a Juan; entonces éste dejó de ir a verla. Y una madrugada encontraron muerta a la vieja nodriza, con una sonrisa en el rostro. Marjolaine se puso un vestido negro y una cofia oscura y siguió hilando.

Todas las noches se levantaba e, igual que Morgana, arrojaba sobre los cántaros granos de arena para despertar los misterios. Pero lo sueños siempre dormían.

Marjolaine tornóse vieja en su espera. Pero el príncipe cautivo bajo el sello del rey Salomón era siempre joven, sin duda, a pesar de haber vivido miles de años. Una noche de luna llena la soñadora se levantó y cogió un martillo, como una asesina. Golpeó furiosamente seis de los cántaros; por su frente corría un sudor de angustia. Los recipientes crujieron y se abrieron: estaban vacíos. Vaciló frente al cántaro en que Lilith había volcado el paraíso violeta; luego, lo asesinó como a los otros. Entre los despojos rodó una rosa seca y gris de Jericó. Cuando Marjolaine quiso hacerla florecer, se deshizo en polvo.

Anhelo cumplido

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Cice replegó las piernas en su camita y pegó las orejas a la pared. La ventana estaba pálida. El muro vibraba, como si durmiera con una respiración ahogada. La pequeña enagua blanca se había inflado sobre la silla, de la que pendían dos medias semejantes a piernas negras, blandas y vacías. Un vestido marcaba misteriosamente el muro, como si quisiese trepar hasta el cielorraso. Las tablas del piso gritaban débilmente en medio de la noche. El jarro de agua parecía un sapo blanco acurrucado en la palangana, sorbiendo la sombra.

-Soy demasiado infeliz- dijo Cice. Y se puso a llorar bajo la sábana. La pared suspiró con más fuerza aún; pero las dos piernas permanecieron inertes, y el vestido dejó de trepar y el sapo blanco acurrucado no cerró su húmedo hocico.

Cice dijo luego: -Ya que todos me odian, ya que no quieren sino a mis hermanas, ya que me dejaron ir a acostarme durante la cena, me iré, sí, me iré muy lejos. Soy una Cenicienta; eso soy. Pero ya les enseñaré. Tendré un príncipe, sí; y ellas no tendrán nadie, absolutamente a nadie. Y vendré en una bella carroza con mi príncipe; eso haré. Si entonces ellas son buenas conmigo, las perdonaré. Pobre Cenicienta; vamos, veréis que es mejor que vosotras.

Su corazoncito volvió a latir fuertemente mientras se calzaba las medias y se anudaba la enagua. La silla vacía quedó abandonada en medio de la habitación. Cice bajó suavemente a la cocina y esta vez lloró ante al hogar, con la manos hundidas en las cenizas.

El ruido monótono de un torno la hizo volverse. Un cuerpo tibio y velludo rozó sus piernas. No tengo madrina- dijo Cice-, pero en cambio tengo a mi gato. ¿Verdad?

Le tendió sus dedos y él los lamió lentamente con su lengüita caliente.

-Ven- dijo Cice.

Empujó la puerta del jardín, dejando entrar una fresca bocanada de aire. Una mancha sombríamente verdosa señalaba la presencia del césped; el gran sicómoro temblaba y entre las ramas parecían estar suspendidas las estrellas. El huerto estaba claro, más allá de los árboles, y resplandecían las campanas de vidrio.

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Los pies de Cice rozaron dos macizos de hierbas largas que la cosquillearon delicadamente. Luego corrió entre las campánulas, en las que revoloteaban breves resplandores.

-No tengo madrina. Gato, ¿tú sabes hacer una carroza?

El animalito bostezó hacia el cielo, por el que huían grises nubes.

-Aún no tengo príncipe- dijo Cice-. ¿Cuándo vendrá?

Sentada junto a un gran cardo violáceo, contempló el seto de la huerta. Luego se quitó una de sus pantuflas y la lanzó con todas sus fuerzas por encima de los groselleros. La pantufla cayó en medio del camino grande.

Cice acarició al gato y le dijo: -Escucha, gato. Si el príncipe no me trae mi pantufla, te compraré botas e iremos en su busca. Es un joven muy hermoso. Viste de verde y se adorna con diamantes. Me quiere mucho, pero jamás me ha visto. Tú no estarás celoso. Viviremos juntos, los tres. Yo me sentiré más feliz que Cenicienta, porque he sido más desdichada. Cenicienta iba al baile todas las noches y le llevaban vestidos muy suntuosos. Pero yo no tengo a nadie más que a ti, mi gatito querido.

Y abrazó su morro de tafilete mojado. El gato lanzó un débil maullido y se pasó una pata sobre la oreja. Después se lamió y comenzó a ronronear.

Cice recogió grosellas verdes.

-Una para mí, una para mi príncipe, una para ti. Una para mi príncipe, una para ti, una para mí. Una para ti, una para mí, una para mi príncipe. Así viviremos nosotros. Compartiremos todo entre los tres y no tendremos hermanas malas.

Las nubes grises se habían amontonado en el cielo. Una pálida bandada se elevaba hacia el oriente. Los árboles se bañaban en una penumbra lívida. De pronto, una bocanada de viento helado agitó las faldas de Cice. Todo se estremeció en torno. El cardo violeta se inclinó dos o tres veces. El gato arqueó el lomo y erizó todos sus pelos.

Cice escuchó un lejano rumor de ruedas procedentes del camino.

Un fuego opaco recorrió las cimas bamboleantes de los árboles y el techo de la casita.

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El ruido de ruedas se hizo más próximo. Pronto lo acompañaron relinchos de caballos y un murmullo confuso de voces masculinas. -Escucha, gato- dijo Cice-. Escucha. Se acerca una gran carroza. Es la carroza de mi príncipe. Rápido, rápido, que va a llamarme.

Una pantufla de cuero marrón dorado voló por encima de los groselleros, yendo a caer en medo de las campanas de vidrio.

Cice corrió hacia la empalizada de mimbre y la abrió.

Un carruaje largo y oscuro avanzó pesadamente. El bicornio del cochero estaba iluminado por un rayo rojo. Dos hombres de negro marchaban a cada lado de los caballos. La parte trasera de la carroza era baja y oblonga como un féretro. Un olor desabrido flotaba en la brisa matinal.

Pero Cice no comprendió nada de todo esto. Sólo veía una cosa: que el carruaje maravilloso estaba allí. El cochero del príncipe se hallaba recubierto de oro. El pesado cofre estaba lleno de joyas nupciales; y ese perfume terrible y soberano la envolvía en una atmósfera de realeza.

Entonces Cice tendió los brazos exclamando.

-¡Príncipe, llévame contigo!

La insensible

La princesa Morgana no amaba a nadie. Poseía un frío candor y vivía entre flores y espejos. Pinchaba en sus cabellos rosas rojas y luego se contemplaba. No veía a ninguna muchacha ni a ningún joven porque en sus miradas se observaba a sí misma. Y la crueldad o la voluptuosidad le eran desconocidas. Sus negros cabellos descendían en torno a su rostro como lentas olas. Deseaba amarse a sí misma: pero la imagen de los espejos tenía una frialdad quieta y lejana, la imagen de los estanques era triste y pálida, y la imagen de los ríos huía temblorosa.

La princesa Morgana había leído en los libros la historia del espejo de Blanca Nieves, que sabía hablar y le anunció su muerte; el cuento del espejo de Ilsée del cual salió otra Ilsée que mató a la anterior, y la aventura del espejo nocturno de la ciudad de Mileto, que hacía estrangularse a los habitantes al caer la noche. Había visto la misteriosa pintura en que el novio extiende una espada ante su prometida, porque se han descubierto a sí mismos en la bruma del atardecer: pues los dobles amenazan la muerte. Pero ella no temía a su imagen, pues jamás se había encontrado a sí misma de otra manera que cándida y velada, nunca cruel y voluptuosa. Y las pulidas láminas de oro verde, las

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pesadas capas de azogue, no mostraban a Morgana cómo era Morgana en realidad.

Los sacerdotes de su país eran geománticos y adoradores del fuego. Dispusieron la arena en la caja cuadrada y trazaron las líneas; calcularon por medio de sus talismanes de pergamino e hicieron un espejo negro valiéndose del agua mezclada con humo. Por la noche, Morgana fue hacia ellos y arrojó en el fuego tres pastelillos como ofrenda. “Aquí está”, dijo el geomántico; y mostró el espejo negro y líquido. Morgana miró: primeramente, un vapor claro se arrastró por la superficie y luego burbujeó un círculo coloreado, hasta que por último surgió una imagen que se movió levemente. Era una casa blanca de forma cúbica, con ventanas alargadas; bajo la tercera ventana pendía un gran anillo de bronce. La casa estaba enteramente rodeada de arena gris. “Este- dijo el geomántico- es el lugar donde se encuentra el verdadero espejo; pero nuestra ciencia no puede determinarlo ni explicarlo”.

Morgana se inclinó y arrojó en el fuego otros tres pastelillos a modo de ofrenda. Pero la imagen vaciló y se oscureció; la casa blanca hundióse y fue en vano que Morgana siguiera contemplando el espejo negro.

Al día siguiente; Morgana tuvo el deseo de emprender un viaje. Pues le parecía haber reconocido el taciturno color de la arena y por eso se dirigió hacia el occidente. Su padre le dio una caravana escogida, con mulas que tenían campanillas de plata; a ella la condujeron en una litera cuyas paredes interiores estaban hechas de espejos preciosos.

Así atravesó Persia, examinando siempre las hosterías aisladas, tanto las que están construidas cerca de lo pozos y por las cuales pasan los grupos de viajeros, como las casas vedadas donde las mujeres cantan por la noche y procuran ganar dinero.

Y al llegar cerca de los confines del reino de Persia vio muchas casas blancas, de forma cúbica y con ventanas alargadas; pero de ninguna de ellas pendía el anillo de bronce. Se le dijo entonces que el anillo debía encontrarse en el país cristiano de Siria, al occidente.

Morgana cruzó las lisas riberas del río que bordea la comarca de las llanuras húmedas, en las que crecen bosques de regalizas. Había castillos incrustados en una sola piedra estrecha apoyada en la punta; y en el camino por donde pasaba la caravana había mujeres sentadas al sol con la frente ceñida por torzales de crin roja. Allí moran los que conducen manadas de caballos y llevan lanzas con puntas de plata.

Más lejos, hay una montaña salvaje, habitada por bandidos que beben el aguardiente de trigo en honor de sus divinidades. Adoran las piedras

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verdes de extraña forma y se prostituyen unos a otros entre círculos de brezas inflamadas. Morgana tuvo horror de ellos. Más lejos aún, hay una ciudad subterránea de hombres negros que sólo son visitados por los dioses durante su sueño. Se nutren con la fibra del cáñamo y se cubren el rostro con polvo de tiza. Y los que se embriagan con el cáñamo durante la noche cercenan la garganta de los que duermen, a fin de enviarlos a las divinidades nocturnas. Morgana tuvo horror de ellos.

Y más lejos todavía se extiende el desierto de arena gris, donde las plantas y las piedras son semejantes a la arena. Y a la entrada de ese desierto Morgana halló la posada del anillo.

Ordenó detener su litera y los arrieros descargaron las mulas. Era una casa antigua, construida sin ayuda del cemento; los bloques de piedra estaban blanqueados por el sol. Pero el amo de la posada no pudo hablarle del espejo pues nunca lo había visto.

Por la noche, después que hubieron comido las delgadas galletas, el amo dijo a Morgana que en tiempos antiguos la casa del anillo había sido habitada por una reina cruel. A causa de su maldad fue castigada: pues había mandado a cortar la cabeza a un hombre religioso que vivía solitario en medio de la extensión de arena y hacía bañarse a los viajeros en las aguas del río, diciéndoles buenas palabras. E inmediatamente después la reina pereció, al igual que toda su dinastía. Y la cámara de la reina fue tapiada. El amo de la hostería indicó a Morgana la puerta obstruida por piedras.

Luego, los viajeros se acostaron en las salas cuadradas situadas bajo el cobertizo. Pero hacia la medianoche, Morgana despertó a sus arrieros y les hizo derribar la puerta amurallada. Y entró por la polvorienta brecha, con una antorcha de hierro en la mano.

Las gentes de Morgana oyeron un grito y se acercaron a la princesa. Esta se hallaba de rodillas en el centro de la cámara tapiada, ante una fuente de cobre batido llena de sangre, contemplándola con ardorosa mirada. Entonces, el amo de la hostería alzó los brazos: pues la sangre del recipiente no se había secado en la cámara hermética desde que la reina cruel hiciera colocar allí una cabeza cercenada.

Nadie sabe lo que la princesa Morgana vio en el espejo de sangre. Pero en el camino de regreso fueron hallados los cuerpos de sus arrieros, con el rostro gris vuelto hacia el cielo, asesinados uno tras otro en noches sucesivas, después de haber penetrado en la litera. Y se denominó a esta princesa Morgana la Roja; fue ella una famosa cortesana y una terrible degolladora de hombres.

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La sacrificada

Lily y Nan eran criadas de granja. En verano transportaban el agua del pozo por el sendero apenas abierto entre los trigos maduros; y en invierno, cuando hacía frío y los carámbanos se bamboleaban en las ventanas, Lily iba a acostarse junto a Nan. Apelotonadas bajo las cobijas, escuchaban aullar al viento. Siempre tenían monedas en sus bolsillos y finas tocas con cintas de color cereza. Las dos eran igualmente rubias. Todas las noches ponían en el rincón del hogar una cubeta de bella agua fresca; según se dice allí también encontraban, al saltar del lecho, las piezas de plata que hacían tintinear en el hueco de su mano. Pues los “pixies”1 las echaban a la cubeta después de haberse bañado en ella. Pero ni Nan ni Lily, ni nadie había visto “pixies” más que en los cuentos y baladas, donde son unas cositas negras y malas con colas remolineantes.

Una noche, Nan olvidó sacar agua; además, como era diciembre, la cadena oxidada del pozo estaba cubierta de hielo. Mientras dormía, con las manos apoyadas sobre los hombros de Lily, sintió de súbito pellizcones en los brazos y en las pantorrillas y crueles tirones en los cabellos de su nuca. Se despertó llorando: “¡Mañana estaré negra y azul!” Y díjole entonces, a Lily: “Apriétame, apriétame: no puse la cubeta de buena agua fresca; pero no saldré de mi cama, a pesar de todos los «pixies» de Devonshire”. Entonces la bondadosa Lily la abrazó, se puso en pie, fue a sacar agua y colocó la cubeta en el rincón del hogar. Cuando volvió a acostarse, Nan estaba dormida.

Y mientras dormía la pequeña Lily tuvo una visión. Le pareció que una reina vestida de hojas verdes y con una corona de oro en la cabeza, se aproximaba a su lecho y, después de tocarla suavemente, le hablaba en esta forma: “Soy la reina Mandosiana; Lily, ven a buscarme”. Y luego decía: “Estoy sentada en una pradera de esmeraldas y el camino que conduce hacia mí es de tres colores: amarillo, azul y verde”. Y añadía luego: “Soy la reina Mandosiana Lily; ven a buscarme”.

Lily sumergió su cabeza en la almohada negra de la noche y ya no vio nada. Pero a la mañana, cuando se oyó el canto del gallo, Nan no pudo levantarse y prorrumpió en quejas agudas, pues sus dos piernas estaban insensibles y le era imposible moverlas. Durante el día la visitaron los médicos y en gran consulta dictaminaron que, sin duda, permanecería toda la vida acostada sin volver a caminar nunca más. La pobre Nan lloraba, pues así jamás encontraría marido.

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Lily sintió gran piedad por ella. Mientras mondaba las papas de invierno, alineaba los nísperos, batía la leche para hacer la manteca o secaba el suero con sus manos enrojecidas, no cesaba de imaginar que era posible curar a la pobre Nan. Ya había olvidado su sueño cuando, una noche en que caía una nieve espesa y se bebía cerveza caliente con tostadas, un viejo vendedor de baladas llamó a la puerta. Todas las criadas de granja saltaron en su derredor, pues traía guantes, canciones de amor, cintas, telas de Holanda, ligas, horquillas y cofias de oro. -Aquí está a triste historia- dijo- de la mujer del usurero; durante doce meses cargada de veinte sacos de escudos y presa del ansia bien singular de comer cabezas de víboras guisadas y sapos en carbonada.

-Aquí está la balada del gran pez que llegó a la costa el décimo cuarto día de abril, salió del agua después de haber nadado más de cuarenta brazas, y vomitó unas cinco fanegas de anillos de casamiento cubiertos de verdín por las aguas del mar.

-Aquí está la canción de las tres malas hijas del rey y de la que derramó un vaso de sangre sobre la barba de su padre.

-Y traía también las aventuras de la reina Mandosiana, pero una pícara tormenta me arrancó de las manos la última hoja, en el recodo del camino.

De inmediato, Lily reconoció su sueño y supo que la reina Mandosiana le ordenaba ir.

Y esa misma noche Lily abrazó tiernamente a Nan, púsose los zapatos nuevos y se marchó sola por los caminos. Pero el viejo vendedor de baladas había desaparecido y su hoja se había volado tan lejos que Lily no pudo hallarla; de suerte que no sabía ni quién era la reina Mandosiana ni dónde debía buscarla.

Nadie pudo responderle, aunque interrogó en su viaje a los ancianos labradores que la seguían mirando a lo lejos, protegiéndose los ojos con la mano, y a las jóvenes mujeres encintas que charlaban indolentemente ante su puerta, y a los niños que comenzaban a hablar y hasta quienes ella bajaba las ramas de los moreras a través de los cercos. Los unos decían: “Ya no existen reinas”; los otros: “No tenemos nada semejante por aquí; eso era en los viejos tiempos”; los otros: “¿Es ése el nombre de un lindo muchacho?” Otros, malas personas, condujeron a Lily ante una de esas casas que están cerradas durante el día y que por la noche se abren e iluminan, diciéndole y asegurándole que la reina Mandosiana residía allí, vestida con una camisa roja y servida por mujeres desnudas.

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Pero Lily sabía muy bien que la reina Mandosiana vestía de verde, no de rojo, y que debía atravesarse un camino de tres colores. Así conoció la mentira de los malos. Entretanto, caminó largo tiempo. Pasó el verano de su vida trotando por el polvo blanco, chapoteando en el espeso barro de las huellas, acompañada por los vehículos de los carreteros y a veces, a la hora del crepúsculo, cuando el cielo presentaba un espléndido matiz rojo, seguida por los grandes carros en los que se amontonaban gavillas y se balanceaban algunas guadañas resplandecientes. Pero nadie podía hablarle de la reina Mandosiana.

A fin de no olvidar un nombre tan difícil, había hecho tres nudos en su liga. Un mediodía en que había avanzado mucho hacia el levante, entró en una sinuosa ruta amarilla bordeada por un canal azul. El canal doblaba junto con el camino y, entre ambos, un talud verde seguía sus contornos. A uno y otro lado veíanse bosquecillos de arbustos; y a lo lejos, en todo lo que abarcaba la vista, no se distinguía otra cosa que pantanos y sombra verdeante. Entre las manchas del lodazal se elevaban pequeñas cabañas cónicas y el largo camino se hundía directamente en las sangrientas nubes del cielo.

Allí encontró a un niño de ojos extrañamente rasgados, que halaba una pesada barca a lo largo del canal. Quiso preguntarle si había visto a la reina, más advirtió con horror que había olvidado su nombre. Entonces gritó, lloró y tanteó en vano su liga. Luego gritó más fuerte aún, al ver que marchaba por el camino de tres colores, hecho de polvo amarillo, de un canal azul y de un talud verde. De nuevo tocó los tres nudos que ella misma había hecho, y sollozó. Y el niño viéndola sufrir e incapaz de comprender su dolor, recogió del borde del camino amarillo una pobre hierba que puso en su mano.

-La mandosiana cura- díjole.

Y fue así como Lily encontró a su reina vestida de verdes hojas.

La apretó ansiosamente y regresó inmediatamente por el largo camino. El viaje de vuelta fue más lento, pues Lily estaba cansada. Le pareció que caminaba desde hacía muchos años, pero sentíase contenta al pensar que curaría a la pobre Nan.

Atravesó el mar, cuyas olas eran monstruosas. Por último llegó a Devon, apretando la hierba entre su saya y su camisa. Al principio no reconoció los árboles, pareciéndole también que todos los animales habían cambiado. Y en la gran sala de la granja vio a una anciana rodeada de niños. Corriendo hacia ella le preguntó por Nan. Sorprendida, la anciana contempló aun rato a Lily y luego le dijo: -Nan ha partido hace mucho tiempo; se ha casado.

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-¿Entonces se curó?- dijo alegremente Lily.

-Naturalmente, se curó- respondió la anciana-. Y tú, pobrecita, ¿no eres acaso Lily?

-Sí; pero ¿qué edad podré tener, entonces?

-Cincuenta años, ¿verdad, abuela?- gritaron los niños-. Ella no es tan vieja como tú.

Y mientras Lily sonreía con fatiga, el perfume demasiado fuerte de la mandosiana hízola desfallecer; y murió bajo el sol. De este modo Lily, que había ido en busca de la reina Mandosiana, fue llevada por ella.

III. Monelle

De su aparición

No sé cómo llegué, a través de una oscura lluvia, hasta el extraño escaparate que se me apareció en medio de la noche. Ignoro la ciudad y el año: recuerdo solamente que la estación era lluviosa, muy lluviosa.

Es cierto que en esa misma época los hombres hallaron por las calles a niños vagabundos que no querían crecer. Niñitas de siete años imploraban de rodillas que su edad permaneciese inmóvil, y la pubertad ya parecía mortal. Bajo el cielo lívido hubo procesiones blanquecinas durante las cuales pequeñas sombras que apenas sabían hablar, exhortaban a los seres pueriles. No deseaban nada más que una ignorancia perpetua. Anhelaban dedicarse a juegos eternos. Desesperaban del trabajo de la vida. Para ellos, todo no era sino pasado.

En esos días sombríos, en esa estación lluviosa, muy lluviosa, percibí las luces humeantes de la pequeña vendedora de lámparas.

Me aproximé al colgadizo y la lluvia me corrió por la nuca mientras inclinaba la cabeza.

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Le dije: -¿Qué ofrece usted, pequeña vendedora, en esta triste estación de lluvias?

-Lámparas- me respondió-, solamente lámparas encendidas.

En realidad- le dije-, ¿qué son esas lámparas encendidas, del tamaño del dedo meñique, que arden con luz tan menuda como una cabeza de alfiler?

-Son- dijo-, las lámparas de esta estación tenebrosa. Antes fueron lámparas de muñecas. Pero los niños no quieren seguir creciendo. Por eso les vendo estas lamparitas que apenas alumbran la lluvia oscura.

-¿Y vive usted así, pequeña vendedora vestida de negro? ¿Y come usted con el dinero que pagan los niños por sus lámparas?

-Sí- respondió ella simplemente-. Pero gano muy poco. Pues la lluvia siniestra apaga a menudo mis lamparitas en el preciso momento en que las entrego. Y cuando se apagan, los niños ya no las quieren. Nadie puede volver a encenderlas. No me quedan más que éstas. Sé bien que no podré encontrar otras. Cuando estén vendidas, nos quedaremos en la oscuridad de la lluvia.

-Es, pues, la única luz- proseguí- de esta lúgubre estación. ¿Y cómo se puede alumbrar las mojadas tinieblas con lámparas tan pequeñas?

La lluvia las apaga a menudo- repitió ella-; y en los campos o en las calles no pueden servir ya. Pero hay que encerrarse. Los niños protegen mis lamparitas con sus manos y se encierran. Se encierran cada uno con su lámpara y un espejo; y les basta para ver su imagen en el espejo.

Observé durante unos instantes las pobres llamas temblorosas.

-¡Ay, pequeña vendedora!, es una luz triste y las imágenes de los espejos deben ser tristes imágenes.

-No son tan tristes- dijo la niña vestida de negro, sacudiendo la cabeza-. No lo son tanto mientras no se agranden. Pero las lamparitas que vendo no son eternas. Su llama decrece, como si la lluvia oscura las afligiera. Y cuando mis lamparitas se extinguen, los niños ya no ven el brillo del espejo y se desesperan. Pues temen no advertir el instante en que van a crecer. Por eso huyen gimiendo en medio de la noche. Pero no me está permitido vender más de una lámpara a cada niño. Si intentan comprar otra, se extingue en sus propias manos.

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Me incliné un poco más hacia la pequeña vendedora y quise tomar una de sus lámparas. -¡Oh, no hay que tocar!- exclamó-. Usted ha pasado la edad en que mis lámparas arden. No están hechas sino para las muñecas o los niños. ¿No tiene usted en su casa una lámpara para personas grandes?

-¡Ay!- exclamé-. En esta estación lluviosa y oscura, en este lúgubre tiempo ignorado, las únicas lámparas que arden son sus lámparas infantiles. También yo desearía contemplar todavía una vez más el resplandor del espejo.

-Venga- dijo-, miremos juntos.

Por una pequeña escalera carcomida me condujo hasta una modesta habitación de madera en la que había un trozo de espejo sobre la pared.

-¡Shh!- murmuró-. Yo le mostraré. Pues mi lámpara es más clara y poderosa que las otras; y no soy demasiado pobre entre estas lluviosas tinieblas.

Levantó su lamparita hacia el espejo.

Entonces hubo un reflejo pálido en el que vi desfilar historias conocidas. Pero la lamparita mentía, mentía, mentía. Vi alzarse la pluma sobre los labios de Cornelia, que sonreía y se curaba; vivía con su viejo padre en una gran jaula, como un pájaro, y besaba su barba blanca. Contemplé a Ofelia jugar sobre el agua vidriosa del estanque y rodear el cuello de Hamlet con sus húmedos brazos enguirnaldados de violetas. Vi a Desdémona despierta, errando bajo los sauces. Vi a la princesa Malena apartar sus dos manos de los ojos del anciano rey, y reír y danzar. Vi a Melisanda, liberada, mirándose en la fuente.

Y exclamé: -Lamparita embustera…

-¡Shhh!- dijo la pequeña vendedora de las lámparas poniéndome un dedo sobre los labios-. No hay que decir nada. ¿La lluvia no es acaso bastante oscura?

Entonces bajé la cabeza y me encaminé hacia la noche lluviosa de la ciudad desconocida.

De su vida

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No sé dónde me tomó Monelle de la mano. Pero creo que fue una noche de otoño, cuando la lluvia ya es fría.

-Ven a jugar con nosotros- me dijo.

Llevaba en su delantal viejas muñecas, volantes de plumas ajadas y galones deslucidos.

Su rostro estaba pálido y sus ojos reían.

-Ven a jugar- me dijo-. Nosotros no trabajamos más; jugamos.

Había viento y barro. Los empedrados brillaban. Todo a lo largo de los cobertizos de los negocios goteaba el agua incesantemente. En el umbral de las abacerías había niñas que tiritaban. Las bujías encendidas parecían rojas.

Monelle sacó de su bolsillo un dedal de plomo, un pequeño sable de lata y una pelota de goma.

-Todo esto es para ellos- dijo-. Soy yo quien se encarga de comprar las provisiones.

-¿Y qué casa tienen ustedes? ¿Qué trabajo, qué dinero, pequeña…?

-Monelle- contempló la niña, dándome un apretón de manos-. Me llaman Monelle. Nuestra casa es una casa donde se juega: hemos desterrado el trabajo y las monedas que aún nos quedan, nos las habían dado para comprar pasteles. Todos los días voy a buscar niños por la calle; les habló de nuestra casa y los traigo. Nos ocultamos bien para que no nos encuentren. Las personas grandes nos obligarían a volver y nos quitarían todo lo que tenemos. Y nosotros queremos estar juntos y jugar.

-¿Y a qué jugáis, pequeña Monelle?

-Jugamos a todo. Los más grandes se hacen fusiles y pistolas; los otros juegan con la raqueta, saltan a la cuerda, se arrojan la pelota. Algunos danzan rondas y se toman de la mano; otros dibujan sobre los vidrios las bellas imágenes que nunca se ven y hacen pompas de jabón; otros visten a sus muñecas y las llevan a pasear, y los más grandes contamos en los dedos de los pequeñines para hacerlos reír.

La casa a la que me condujo Monelle parecía tener ventanas tapiadas. Estaba apartada del camino y toda su luz provenía de un profundo jardín. Ya allí, escuché voces jubilosas.

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Tres niños vinieron saltando a nuestro alrededor.

-¡Monelle! ¡Monelle!- gritaron-. ¡Monelle ha vuelto!

Al verme murmuraron: -¡Qué grande es! ¿Sabrá jugar, Monelle?

Y la niña les respondió: -Pronto vendrán con nosotros las personas grandes. Buscarán a los niños pequeños. Aprenderán a jugar. Les daremos clase, y en nuestra clase no se trabajará jamás. ¿Tenéis hambre?

Algunas voces gritaron: -¡Sí, sí! Hay que preparar la comidita.

Entonces se trajeron mesitas redondas, servilletas como hojas de lilas, vasos tan profundos como dedales y platos hondos como cáscaras de nuez. La comida consistía en chocolate y azúcar desmenuzados; y el vino no podía correr en los vasos porque los frasquitos blancos, del tamaño del dedo meñique, tenían el cuello demasiado delgado.

La sala era vieja y alta. Por todas partes ardían velitas verdes y rosas en los minúsculos candeleros de estaño. Sobre los muros, los espejitos redondos parecían monedas transformadas. No se distinguía a las muñecas de los niños, a no ser por su inmovilidad. Pues aquéllas permanecían sentadas en sus sillones o, con los brazos en alto, se arreglaban el cabello ante pequeños tocadores, o bien estaban ya acostadas, con la sábana subida hasta el mentón, en sus camitas de cobre. Y el suelo se hallaba sembrado de ese fino musgo verde que se suele poner en los rediles de madera. La casa parecía una prisión o un hospital: pero una prisión en la que se encerraba a inocentes para impedirles sufrir, o un hospital donde la gente acudía para curarse del trabajo de la vida. Y Monelle era la carcelera y la enfermera.

La pequeña Monelle miraba jugar a los niños. Pero estaba muy pálida. Tal vez tuviera hambre.

-¿De qué viven ustedes, Monelle?- preguntéle a boca de jarro.

Y me respondió simplemente: -Nosotros no vivimos de nada. No lo sabemos. Enseguida se largó a reír. Pero estaba muy débil.

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Fue a sentarse al pie del lecho de un niño que estaba enfermo. Después de tenderle una de las botellitas blancas permaneció largo tiempo inclinada, con los labios entreabiertos.

Algunos niños danzaban una ronda y cantaban con voz clara, Monelle levantó un poco la mano y les dijo: -¡Chitón!

Luego habló dulcemente, con sus lindas palabritas: -Creo que estoy enferma. No se vayan ustedes. Jueguen a mi alrededor. Mañana, otra irá a buscar hermosos juguetes. Yo me quedaré con ustedes. Nos divertiremos sin hacer ruido. ¡Shh! Más adelante jugaremos en las calles y en los campos, y nos darán de comer en todos los negocios. Ahora nos obligarían a vivir como los demás. Hay que esperar. Tendremos que esperar bastante. Luego, Monelle añadió: -Quiéranme bien. Yo los quiero a todos. Pareció que se dormía junto al niño enfermo.

Los demás niños la observaban, estirando la cabeza.

Una vocecita temblorosa dijo débilmente: “Monelle está muerta”. Y se hizo un gran silencio.

Los niños llevaron en torno al lecho las pequeñas bujías encendidas. Y, pensando que tal vez dormía, colocaron delante de ella, como si fuera una muñeca, arbolitos de color verde tallados en punta y los dispusieron entre los carneros de madera blanca, con la mirada dirigida hacia ella. Luego se sentaron para observarla. Poco rato después, el niño enfermo, al sentir que se enfriaba la mejilla de Monelle, se puso a llorar.

De su huída

Había un niño que tenía costumbre de jugar con Monelle. Era en otro tiempo, cuando Monelle aún no había partido. Todas las horas del día las pasaba junto a ella, mirando temblar sus ojos. Ella reía sin motivo y él también. Cuando Monelle dormía, sus labios entreabiertos no cesaban de pronunciar buenas palabras. Al despertarse sonreía sabiendo que él iría a verla.

No era el suyo un verdadero juego: pues Monelle estaba obligada a trabajar. Pequeña como era, se estaba todo el día sentada detrás de un viejo vidrio polvoriento. La pared de enfrente se hallaba cubierta de cemento, bajo la triste luz del norte. Pero los deditos de Monelle corrían

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a través del lienzo, como si trotasen por un camino de tela blanca, y los alfileres pinchados en sus rodillas marcaban las paradas. La mano derecha, encogida como un carrito de carne, avanzaba dejando atrás un surco orlado; rechinando, rechinando, la aguja clavaba su lengua de acero, se hundía y volvía a emerger, sacando el largo hilo por su ojo de oro. Y era bueno ver la izquierda, porque acariciaba suavemente la tela nueva y la aligeraba de todos sus pliegues, como si alisase calladamente las frescas sábanas de un enfermo.

Entretanto, el niño observaba a Monelle y gozaba en silencio, pues su trabajo se le antojaba un juego y ella le decía cosas sencillas que no tenían mucho sentido. Ella reía con el sol, reía con la lluvia, reía con la nieve. Le gustaba sentirse caliente, mojada, helada. Si tenía dinero reía, pensando que no se pondría un vestido nuevo para ir a bailar. Si estaba en la miseria reía, pensando que comería habichuelas y harían gran provisión de ellas para la semana. Y cuando tenía unas monedas se acordaba de otros niños a quienes llevaría la risa; y esperaba, con las manitas vacías, poder acurrucarse y abrigarse en su hambre y en su pobreza.

Estaba siempre rodeada de niños que la contemplaban con ojos muy abiertos. Pero quizá prefería entre todos al niño que iba a pasar a su lado todas las horas del día. Sin embargo, un día partió dejándolo solo. Nunca le había hablado de su partida, pero se tornó grave y lo miró más largamente que de costumbre. El recordó también que Monelle había dejado de amar todo cuanto la rodeaba: su silloncito, los animales pintados que le llevaban de regalo, todos los juguetes y todos sus trapos. Con un dedo puesto sobre la boca, ella soñaba en otras cosas.

Se fue una noche de diciembre, cuando el niño no estaba allí. Sosteniendo en su mano la lamparita vacilante, se hundió en las tinieblas y ya no volvió la cabeza. Cuando el niño llegó, alcanzó a ver en el extremo oscuro de la calle angosta, una pequeña llama suspirante. Eso fue todo. Nunca más vio a Monelle.

Durante mucho tiempo se preguntó por qué se había marchado ella sin decir nada. Pensó que no había querido entristecerse con su tristeza. Se persuadió de que había ido en busca de otros niños que la necesitaban. Con su lucecita agonizante había ido a llevar socorro, el socorro de una chispa sonriente en medio de la noche. Tal vez había pensado que era preciso no quererlo demasiado a él sólo, para poder amar a también a otros pequeñuelos desconocidos. Quizá lo que pasaba era que, habiendo arrastrado la aguja con su ojo de oro al carrito de carne hasta el extremo del surco orlado, Monelle se había cansado del crudo camino de tela que raspaba sus manos. Sin duda, ella hubiera querido jugar eternamente; y el niño no había sabido el recurso del juego eterno. Tal vez había

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deseado ver por fin lo que había detrás de la vieja pared ciega cuyos ojos estaban tapados con cemento, desde muchos años atrás.

Quizá ella volviera. En vez de decir: “hasta la vuelta, espérame, pórtate bien” para que él acechara el ruido de los tenues pasos en el corredor y el sonido de todas las llaves en las cerraduras, se había callado y vendría sorpresivamente desde atrás, poniéndole dos tibias manecitas sobre los ojos. ¡Ah, sí! Y gritaría: “¡cucú!”, con la voz del pajarillo que sale junto al fuego.

Recordó el primer día que la viera, brincando como una frágil blancura llameante, sacudido todo su cuerpo por la risa. Y sus ojos eran ojos de agua en los que se movían los pensamientos como sombras de plantas. Allí, en el recodo de la calle, había estado ella candorosamente. Había reído con carcajadas lentas, semejantes a la vibración pasajera de una copa de cristal. Era un crepúsculo de invierno envuelto por la bruma; ese negocio estaba abierto, igual que ahora. La misma noche, las mismas cosas en torno, el mismo murmullo en los oídos: sólo el año y la espera eran diferentes. Avanzó con precaución; todas las cosas eran como entonces, como la primera vez. Pero él la esperaba: ¿no era una razón para que ella volviera? Y tendió su pobre mano abierta a través de la bruma.

Esta vez, Monelle no salió de lo desconocido. Ninguna leve risa agitó la bruma. Monelle estaba lejos y no recordaba ya la noche ni el año.

¿Quién sabe? Podría ser que ella se hubiera deslizado por la noche en el cuartito deshabitado y lo estuviera acechando detrás de la puerta con un dulce estremecimiento. El niño avanzó sin hacer ruido, como para sorprenderla. Pero ella ya no estaba allí. Iba a volver, oh, sí, iba a volver. Ya había hecho bastante felices a los otros niños… Ahora le correspondería a él. Escuchó la voz de ella, que murmuraba con malicia: “¡Hoy me porto bien!” Palabras desvanecidas, lejanas, borradas como una vieja tintura, gastadas por los ecos del recuerdo.

El niño se sentó pacientemente. Allí estaba el silloncito de mimbre marcado por el peso de su cuerpo, el taburete que tanto quería ella, el espejito más amado aun porque estaba roto, y el último camisolín “que se llamaba Monelle” erguido, algo hinchado, aguardando a su dueña.

Todos los pequeños objetos del cuarto la esperaban. El costurero había quedado abierto. El centímetro encerrado en el redondo estuche estiraba su lengua verde, perforada por un anillo. La tela desplegada de los pañuelos formaba pequeñas colinas blancas, detrás de las cuales se erguían las puntas de las agujas, semejantes a lanzas emboscadas. El diminuto dedal de hierro labrado era un yelmo abandonado. Las tijeras

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abrían indolentemente sus fauces, como un dragón de acero. Y así, todo dormía en la espera. El flexible y ágil carrito de carne ya no circulaba derramando su tibio calor sobre ese mundo encantado. El extraño castillo de trabajo estaba entregado al sueño. El niño esperaba. La puerta se abriría suavemente, y entonces revolotearía la chispa reidora. Las blancas colinas se aplanarían: las delgadas lanzas iban entrechocarse: el yelmo volvería a encontrar su cabeza rosada; el dragón de acero haría crujir sus fauces; el carrito de carne trotaría por doquier y la voz borrada diría nuevamente: “¡Hoy me porto bien!” ¿Es que los milagros no suceden dos veces?

De su paciencia Llegué a un lugar muy estrecho y oscuro, pero perfumado de un triste olor a violetas sofocadas. No había medio alguno de evitar ese lugar, que es como un largo pasaje. Y, tanteando a mi alrededor, toqué un cuerpecito acurrucado en el sueño como otrora, rocé cabellos y pasé la mano por sobre una cara conocida; y me pareció que el pequeño rostro se fruncía bajo mis dedos y entonces comprendí que había encontrado a Monelle, durmiendo solitaria en ese lugar oscuro. Lancé una exclamación de sorpresa y le dije, pues ella no lloraba ni reía: -¡Oh Monelle! ¿Has venido, pues, a dormir aquí, lejos de nosotros, como un paciente gerbo en lo profundo del surco?

Ella agrandó los ojos y entreabrió los labios, como hacía antes cuando no comprendía nada e imploraba explicación a aquél a quien amaba.

-¡Oh Monelle!- seguí diciéndole-. Los niños lloran en la casa vacía; los juguetes se cubren de polvo, la lamparita se ha apagado y todas las risas que estaban en todos los rincones han huido y la gente retornó al trabajo. Pero nosotros te creíamos en otra parte. Pensábamos que jugabas lejos de nosotros, en un lugar al que no podíamos llegar. Y he aquí que duermes, escondida como un animalito salvaje bajo la nieve que tanto amabas por su blancura.

Entonces ella habló y, cosa curiosa, su voz era la misma en ese lugar oscuro. Como me fue imposible contener el llanto, ella enjugó mis lágrimas con sus cabellos, pues carecía hasta de lo más necesario.

-Oh, mi querido- dijo-, no debes llorar; porque tú necesitas los ojos para trabajar, mientras se viva trabajando, y el día que anhelábamos no ha llegado aún. No debes quedarte en este lugar frío y oscuro.

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Sollozando le pregunté: -Pero tú temías a las tinieblas, ¿no es verdad, Monelle?

-No las temo ya- me respondió.

-¡Oh, Monelle, pero tenías miedo del frío como de la mano de un muerto!

-Ya no tengo miedo del frío.

-Y tú, que eres una niña, estás sola, muy sola; y antes llorabas cuando estabas sola.

-Ya no estoy sola- respondió-, pues espero.

-Oh, Monelle, ¿qué esperas mientras duermes enroscada en este lugar sombrío?

-No sé- fue su respuesta-; pero espero. Y me acompaña mi espera.

Advertí entonces que su carita estaba dirigida hacia una gran esperanza.

-No debes permanecer aquí- insistió-, en este lugar frío y oscuro, amado mío; vuelve con tus amigos.

-¿No quieres guiarme y enseñarme, Monelle, para que también yo tenga la paciencia de tu espera? ¡Estoy tan solo!

-¡Oh, mi amado! Sería inhábil para enseñarte como en otro tiempo, cuando era, como tú decías, un animalito; son cosas que tú descubrirás seguramente al cabo de una larga y paciente reflexión, tal como yo las he visto de golpe durante mi sueño.

-¿Estás escondida así, Monelle, sin el recuerdo de tu vida pasada, o te acuerdas todavía de nosotros?

-¿Cómo podría olvidarte amado mío? Vosotros estáis en mi espera, sobre la cual duermo; pero no lo puedo explicar. Tú recuerdas que yo amaba mucho a la tierra y arrancaba las flores de raíz para volverlas a plantar. Acuérdate que decía a menudo: “Si yo fuera un pajarito, tú me pondrías en el bolsillo cuando te fueras”. ¡Oh, mi amado!, aquí estoy en la buena tierra, como una semilla negra, y espero convertirme en pájaro.

-Monelle, tú duermes antes de volar muy lejos de nosotros.

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-No, amado mío; no sé si volaré, pues no sé nada. Pero estoy enroscada en lo que amaba y duermo apoyada en mi espera. Antes de dormirme era un animalito, como tú decías, porque me parecía a un gusanillo desnudo. Un día, tú y yo encontramos un capullo muy blanco, muy sedoso, que no estaba perforado en ninguna parte. Tú lo abriste, malo, y lo encontraste vacío. ¿Piensas que el bichito alado no se había ido? Pero nadie puede saber de qué manera. Había dormido allí largo tiempo. Antes de dormirse había sido un gusanillo desnudo; y los gusanillos son ciegos. Amado mío, imagínate (no es verdad, pero así pienso a menudo) que yo he tejido mi capullo con lo que amaba: la tierra, los juguetes, las flores, los niños, las palabritas y tu recuerdo, querido mío; es un refugio blanco y sedoso y no me parece frío ni oscuro. Pero tal vez no lo sea así para los demás.

Bien sé que no se abrirá y que permanecerá cerrado como el capullo de otrora. Pero yo ya no estaré en él, mi amado. Pues mi espera consiste en irme, al igual que el animalito alado; nadie puede saber cómo. Dónde quiero ir, no lo sé; pero es mi espera. Y también los niños, y tú, mi amado, y el día en que no se trabajará más sobre la tierra, son mi espera. Yo soy siempre un animalito, amado mío; no sé explicarlo mejor.

-Es preciso, es preciso- le dije- que salgas conmigo de este oscuro lugar, Monelle; pues sé que tú no piensas esas cosas, que tú te has ocultado para llorar. Y puesto que al fin te he encontrado muy sola, durmiendo aquí absolutamente sola, esperando aquí, ven conmigo fuera de este lugar oscuro y estrecho.

-No te quedes, ¡oh, mi amado!- replicó Monelle-, pues sufrirías mucho. Y yo, yo no puedo ir, porque la casa que me he tejido está herméticamente cerrada y no será así como saldré.

Entonces Monelle me rodeó el cuello con sus brazos y su beso se pareció, cosa extraña, a los de antes. Y he aquí por qué lloré nuevamente, mientras ella me enjugaba las lágrimas con sus cabellos.

No tienes que llorar- dijo-, si no quieres afligirme en mi espera; y tal vez no deberé esperar mucho tiempo. No estés desolado: pues yo te bendigo por haberme ayudado a dormir en mi pequeña urna sedosa, cuya mejor seda blanca está hecha de ti y en la que ahora duermo enroscada sobre ti mismo.

Y como en otro tiempo, en su sueño, Monelle se acurrucó contra lo invisible y me dijo: -Duermo, amado mío.

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Así la encontré; pero ¿cómo puedo estar seguro de volverla a encontrar en ese lugar tan estrecho y oscuro?

De su reino

Esa noche, yo estaba leyendo y mi dedo seguía las líneas y las palabras; mis pensamientos estaban en otra parte. Y en torno mío caía una lluvia negra, oblicua y acerada. La lumbre de mi lámpara iluminaba las cenizas frías del hogar. Y mi boca estaba impregnada de un gusto de vergüenza y de escándalo; pues el mundo me parecía oscuro y mis luces estaban apagadas. Tres veces exclamé: “Quisiera tanta agua cenagosa como fuera necesario para apagar mi sed de infamia.”

“¡Oh, estoy con lo escandaloso: señaladme con el dedo!”

“Hay que ensuciarlos con barro, puesto que no me desprecian.”

“Y los siete vasos plenos de sangre me esperarán sobre la mesa y el resplandor de una corona de oro centelleará entre ellos.”

Pero resonó una voz que no me era extraña, y el rostro de la que apareció no me era desconocido. Y gritaba estas palabras: -¡Un reino blanco! ¡Un reino blanco: yo conozco un reino blanco!

Volví la cabeza y le dije, sin el menor dejo de sorpresa: -Cabecita mentirosa, boquita que miente, no hay más reyes ni reino. En vano deseo yo un reino rojo: pues el tiempo ha pasado ya. Y este reino es negro, pero no es reino; porque un pueblo de reyes tenebrosos agitan en él sus brazos. Y en ninguna parte del mundo existe un reino blanco, ni un rey blanco.

Pero ella volvió a gritar estas palabras: -¡Un reino blanco! ¡Un reino blanco! ¡Conozco un reino blanco!

Yo quise tomarle la mano; pero ella me eludió. -No por la tristeza- dijo- ni por la violencia. Sin embargo, hay un reino blanco. Ven con mis palabras; escucha.

Permaneció silenciosa; y lo recordé.

-Ni por el pensamiento- dijo-. Ven con mis palabras; escucha.

Y volvió a guardar silencio.

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Entonces yo destruí en mí mismo la tristeza de mi recuerdo, y el deseo de mi violencia, y toda mi inteligencia desapareció. Y quedé a la espera.

-Así- dijo- verás el reino, pero no sé si entrarás en él. Pues soy difícil de comprender, salvo para aquellos que no comprenden; y soy difícil de reconocer, salvo para los que no tienen recuerdo. En realidad, he aquí que tú me tienes y no me tienes ya. Escucha.

Pero no oí nada. Ella sacudió la cabeza y me dijo: -Tú deploras tu violencia y tu recuerdo, pero la destrucción no está concluida. Es preciso destruir para obtener el reino blanco. Confiésate y te verás libre; deposita en mis manos tu violencia y tu recuerdo, y yo los destruiré; pues toda confesión es una destrucción.

Y yo exclamé: -Te daré todo, sí, te daré todo. Y tú lo llevarás y lo aniquilarás, porque yo ya no soy lo bastante fuerte.

Deseaba un reino rojo. Había reyes sanguinarios que afilaban las hojas de sus sables. Mujeres de ojos ennegrecidos lloraban sobre embarcaciones cargadas de opio. Varios piratas enterraban en la arena de las islas, cofres cargados de lingotes. Todas las prostitutas eran libres. Los ladrones cruzaban los caminos bajo la palidez del alba. Muchas jovencitas se hartaban de golosinas y de lujuria. Un tropel de embalsamadoras doraban cadáveres en la noche azul. Los niños deseaban amores lejanos y asesinatos ignorados. Había cuerpos desnudos esparcidos sobre las losas de las calientes estufas. Todas las cosas estaban frotadas con especias ardientes y alumbradas con cirios rojos. Pero ese reino se hundió bajo la tierra y yo desperté en medio de las tinieblas.

Y entonces tuve un reino negro que no es un reino: pues está poblado de reyes que se creen reyes y que lo oscurecen con sus obras y sus mandatos. Y una sombría lluvia lo moja día y noche. Anduve largo tiempo errante por lo caminos, hasta que en medio de la noche se me apareció el minúsculo resplandor de una lámpara temblorosa. La lluvia empapaba mi cabeza; pero yo viví bajo la lamparita. Aquella que la sostenía se llamaba Monelle y con ella jugué en este reino negro. Pero una noche extinguióse la lamparita y Monelle huyó. La busqué largamente entre estas tinieblas; mas aún no he podido hallarla. Y esta noche la buscaba en los libros; pero la busco en vano. Me he extraviado en el reino negro; y no puedo olvidar el breve fulgor de Monelle. Tengo en la boca un gusto de infamia.

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Cuando hube terminado de hablar sentí que la destrucción se había operado en mí y mi espera se iluminó con un temblor y escuché la voz de las tinieblas que decía: -Olvida todas las cosas, y todas las cosas te serán devueltas. Olvida a Monelle y te será devuelta. Tal es la nueva palabra. Imita al perrito cuyos ojos no se han abierto aún y busca a tientas un hueco para su hocico frío.

Y la que me hablaba exclamó: -¡Un reino blanco! ¡Un reino blanco! ¡Conozco un reino blanco!

Me sentí colmado de olvido y mis ojos irradiaron candor.

Y la que me hablaba volvió a decir: -¡Un reino blanco! ¡Un reino blanco! ¡Yo conozco un reino blanco!

Y el olvido penetró en mí y mi inteligencia se tornó profundamente cándida.

Y la que me hablaba gritó una vez más: -¡Un reino blanco! ¡Un reino blanco! ¡Yo conozco un reino blanco! Aquí está la llave del reino: en el reino rojo hay un reino negro; en el reino negro hay un reino blanco; en el reino blanco…

-¡Monelle!- exclamé-, ¡Monelle! ¡En el reino blanco está Monelle!

Y el reino apareció; pero estaba encerrado entre blancas murallas.

Entonces yo pregunté: -¿Y dónde está la llave del reino?

Pero la que me hablaba permaneció taciturna.

De su resurrección

Por una verde campiña Louvette me condujo hasta el lindero del campo. Algo más lejos el terreno se elevaba y, en el horizonte, una línea parda cortaba el cielo. Ya las nubes inflamadas se inclinaban hacia el poniente. Bajo el incierto resplandor del crepúsculo distinguí unas pequeñas sombras errantes.

-Enseguida- dijo ella- veremos encenderse el fuego. Y mañana será más lejos. Pues no se quedan en ninguna parte. No encienden más que un fuego en cada lugar.

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-¿Quiénes son?- pregunté a Louvette.

-No se sabe. Son criaturas vestidas de blanco. Algunas han venido de nuestras aldeas. Otras caminan desde hace largo tiempo.

Vimos brillar una llamita que danzaba allá arriba.

-Ese es su fuego- dijo Louvette-. Ahora podremos encontrarlos. Pues pernoctan donde hacen su hoguera y al día siguiente abandonan la comarca.

Cuando llegamos a la cima en que ardía la llama, divisamos muchos niños blancos alrededor del fuego.

Y entre ellos, pareciendo que les hablaba y aconsejaba, reconocí a la pequeña vendedora de lámparas a quien había encontrado antes en la ciudad negra y lluviosa.

Poniéndose de pie entre los niños que la rodeaban, me dijo: -Ya no vendo las lamparitas mentirosas que se apagan bajo la lluvia triste.

Pues ha llegado el tiempo en que la mentira ocupa el lugar de la verdad y en que el trabajo miserable ha perecido.

Hemos jugado en la casa de Monelle; pero las lámparas eran juguetes y la casa un asilo.

Monelle está muerta; yo soy la misma Monelle y me he levantado en la noche; y los pequeños han venido conmigo para marchar a través del mundo.

Se volvió hacia Louvette: -Ven con nosotros- le dijo-, y sé feliz en la mentira.

Louvette corrió hacia los niños y la vistieron de blanco, igual que ellos.

-Nosotros- prosiguió la que nos guiaba- mentimos a todo el que viene, a fin de darle alegría.

Nuestros juguetes eran mentiras, y, ahora, las cosas son nuestros juguetes.

Entre nosotros, nadie sufre y nadie muere; decimos que aquéllos se esfuerzan en conocer la triste verdad, que no existe de ningún modo. Los que quieren conocer la verdad se apartan y nos abandonan.

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Por el contrario, no tenemos fe alguna en las verdades del mundo; pues ellas conducen a la tristeza.

Y nosotros queremos llevar a nuestros niños hacia la alegría.

Ahora, las personas grandes podrán venir a nosotros; les enseñaremos la ignorancia y la ilusión.

Les mostraremos las florecillas de los campos, tal como ellos no las han visto; pues cada una es nueva.

Y nos asombraremos de todo país que conozcamos; pues todo país es nuevo.

No hay semejanzas en este mundo y no hay recuerdos para nosotros.

Todo cambia sin cesar y nosotros nos hemos acostumbrado al cambio.

He aquí por qué todas las noches encendemos un fuego en un lugar diferente; y en torno al fuego inventamos, para el placer del instante, las historias de los pigmeos y de las muñecas vivientes.

Y cuando la llama se extingue, otra mentira se apodera de nosotros y estamos contentos de asombrarnos de ella.

Y a la mañana no conocemos ya nuestros rostros: pues es posible que los unos hayan deseado conocer la verdad y los otros no recuerden otra cosa que la mentira de la víspera.

Así pasamos a través de las comarcas y las gentes acuden en tropel hacia nosotros, y los que nos siguen se vuelven dichosos.

Cuando vivíamos en la cuidad teníamos que realizar el mismo trabajo y amar a las mismas personas; y el mismo trabajo nos fatigaba y nos desolábamos al ver sufrir y morir a las personas amadas.

Y nuestro error consistía en detenernos de esa manera en la vida y, permaneciendo inmóviles, contemplar al fluir de todas las cosas o tratar de detener la vida y construirnos una morada eterna entre las ruinas flotantes.

Pero las lamparitas embusteras nos han aclarado el camino de la felicidad.

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Los hombres buscan su alegría en el recuerdo y resisten a la existencia y se enorgullecen de la verdad del mundo, que ya no es verdadera puesto que se ha convertido en verdad.

Les aflige la muerte, la cual, sin embargo, no es sino la imagen de su ciencia y de sus leyes inmutables; les desconsuela haber escogido mal en el porvenir, que ellos han calculado de acuerdo a verdades viejas y en el que escogen según deseos viejos. Para nosotros, todo deseo es nuevo y no deseamos sino el momento falaz; todo recuerdo es verdadero y nosotros hemos renunciado a conocer la verdad.

Y consideramos el trabajo como algo funesto, puesto que detiene nuestra vida y la hace semejante a sí misma.

Y todo hábito nos es pernicioso; pues nos impide ofrecernos íntegramente a las mentiras nuevas.

Tales fueron las palabras de aquélla que nos guiaba.

Y yo supliqué a Louvette que regresase conmigo a casa de sus padres; pero vi claramente en sus ojos que ya no me reconocía.

Toda la noche viví en un universo de sueños y de mentiras, y procuré aprender la ignorancia, la ilusión y el asombro del niño recién nacido.

Luego, las llamitas danzantes se consumieron.

Entonces, en la triste noche, divisé niños cándidos que lloraban porque todavía no habían perdido la memoria.

Y otros, súbitamente invadidos por el frenesí del trabajo, cortaban espigas y con ellas formaban gavillas en medio de la sombra.

Y otros más, que habían querido conocer la verdad, volvieron sus pequeños rostros pálidos hacia las cenizas frías y murieron tiritando bajo sus blancos vestidos.

Pero cuando el cielo rosado palpitó, la que nos guiaba se levantó y no se acordó de nosotros ni de los que habían querido conocer la verdad; se puso en camino, seguida de numerosos niños blancos.

Sus acompañantes eran alegres y reían suavemente de todas las cosas.

Y cuando llegó la noche encendieron nuevamente su hoguera.

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Y otra vez las llamas se empequeñecieron y, a la medianoche, las cenizas se enfriaron.

Entonces Louvette recordó; prefiriendo amar y sufrir, vino a mí con su blanco vestido y los dos huimos a través del campo.

Fin de “El libro de Monelle”.

1 Duendes. En inglés en el original. (N. del. E.)

Bibliografía: “El libro de Monelle”; Marcel Schwob; Premià editora s. a., colección “La nave de los locos”, México 1978; pp. 121; traducción Teba Bronstein.