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cuento
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1
El llamado a concurso
Sardanápalo
I
Todo comenzó aquella oportunidad en que B., siendo docente de asignaturas de
filosofía pertenecientes al área de formación general de la universidad privada X, tuvo
que asistir a una reunión laboral de carácter especial con su nuevo jefe, recién asignado,
de nombre F. Cabe decir, primero, que F. era un hombre de treinta ocho años, de
contextura gruesa, ojos pardos claros, amplia papada, sonrisa y actitud forzadamente
amistosa –al punto que provocaba, en ciertos instantes, más que recelo, repugnancia–,
hombre tendiente a la calvicie y a la obesidad. F. había cursado el seminario católico
hasta el momento de la ceremonia formal de adopción del sacerdocio, sin realizar este
último, sin dar el paso decisivo, pues había declarado, no sin fingida turbación, no estar
en condiciones de asumir tan profunda y seria decisión de vida.
Es preciso decir que en el ambiente católico en que F. se desenvolvía eran de uso
cotidiano una gran multitud de sutiles y sofisticadas hipocresías. F., después de haber
emprendido todo este camino beatífico de aparente vocación religiosa y al comunicar de
súbito su paso atrás a los sacerdotes superiores, había concitado un gran revuelo en el
convento y en la comunidad católica local.
Cuando F. se hallaba frente a la comisión de sacerdotes que eran sus tutores,
hombres viejos y circunspectos, dijo: “padres míos, he decidido no ser sacerdote”. Tal
declaración provocó frío estupor en la audiencia. Los rostros de los religiosos asumieron
entonces diferentes expresiones, las cuales coincidían en su carácter distorsionado. Se
trataba en general de expresiones cuyo temple eran el odio, la extrañeza, el miedo, el
asombro, la cautela, etc. Los mentores se sentían traicionados por F.; habían invertido
en él mucho esfuerzo, dedicación, tiempo y dinero, mucho derroche de amorosas y
dedicadas enseñanzas, mucho sabio cultivo del espíritu, para que ahora F. tuviera la
desfachatez de no entregarse a la vida monacal como, a estas alturas, ya era no menos
que su obligación. En cierta medida, podía sospecharse que muchos de ellos deseaban
privadamente forzar a F. al sacerdocio, pero estaban muy conscientes, a su pesar, de que
el panorama social actual no lo permitía.
Lo mejor para F., en esta aguda y problemática situación, era aparentar una noble y
sincera confusión personal antes que declarar lisa y llanamente una negativa explícita a
asumir la carga de la castidad eterna por mor a una preferencia abierta a los goces
terrenales. Admitir la preferencia de una vida vulgar frente a una vida espiritual era sin
duda una decisión inaceptable en este contexto. F. sabía que no podía ser sincero a los
tutores, sabía que expresar su franco parecer era un evidente suicidio, un acicate
indiscutible para sufrir el juicio castigador de la comisión y de la comunidad religiosa,
así que aprendió a emplear un nuevo recurso que parecía darle fructíferos resultados: la
mentira piadosa.
En los primeros años de su formación sacerdotal en el seminario, F., envalentonado y
soberbio por su calidad privilegiada de futuro hombre de Dios, siempre había tenido una
opinión muy drástica respecto a las demás personas que no fuesen religiosos, a quienes
solía designar públicamente como los gentiles o los mundanos, sonriendo con fino
desprecio. Solía, en efecto, decirle a una señora o a un caballero: “usted es muy
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gentil…”, a lo que el o la aludida se mostraba agradecido, y frente a la cual respuesta F.
sonreía para sus adentros preguntándose “¿cómo pueden sentirse felices de que se les
llame gentiles, gentuzas ignorantes…?”, ignorando el hecho sociocultural de que la
expresión gentil tiene hoy en día un significado muy distinto al que tuviera
antiguamente en el idioma popular, merced al dinamismo de transformación del
lenguaje.
Habiéndose alejado F. de su primer pensar sacerdotal, ya no veía las cosas de manera
tan purista, pues sus intereses y fines habían cambiado; por ejemplo, al constatar, un par
de veces, los grandes y esculturales senos y traseros de algunas bellas mujeres, así como
sus angelicales y cautivadores rostros, F. había pensado “¿qué cresta hago en el
seminario?” y el terror de perder –de por vida– la oportunidad de satisfacer sus tenaces
impulsos sexuales, lo había hecho declinar por fin a dar el paso decisivo. Sin embargo,
F. sabía que ahora, en el contexto de su renuncia al sacerdocio, no podía dejarse llevar
por su temperamento sino que debía ser hábil para sortear positivamente esta difícil
situación; para ello tenía que valerse hábilmente de su novedoso y revolucionario
recurso, manejarse con amabilidad y astucia a través del arte de las mentiras piadosas.
Luego de una serie de movimientos muy hábiles de genuflexión y persuasión, F.
había logrado mantener viva la amistad de algunas personalidades religiosas y civiles
católicas que conformaban su círculo social –al menos eso pensaba él–, cuyo lazo
fraterno era determinante para una buena vida futura.
En efecto, a lo largo de las semanas en que se gestionó el trámite formal de su
deserción y abandono del seminario, F., ya desde los primeros momentos de asumida su
decisión, comenzó a gestar en su mente una cavilosa y enrevesada reflexión personal en
torno a la disposición de las mejores estrategias para mantener vivos y favorables los
lazos amistosos con los ocultos vigilantes –y jueces– del ambiente, digámoslo así, social
religioso que lo rodeaba. Tanto era su empeño y obsesión en sus planes y
maquinaciones que a momentos el estrés lo inundaba y padecía gran sufrimiento en su
diario vivir, expresado en pesadillas nocturnas y paseos tormentosos, temiendo el
eventual fracaso de sus privadas tentativas.
Así también, a F. le provocaban sumo terror las malas señas que dejasen ciertas
situaciones aparentemente desfavorables, que lo hacían sospechar el inminente arribo
del juicio inquisidor de las sagradas investiduras, terror gélido y pasmoso de ser
excluido de lo que para él era la sagrada y omnipotente curia, el sector que a su juicio
condicionaba a toda la sociedad. Es verdad que F. todavía recuerda aquel áspero diálogo
de la reunión informativa en el que se examinó su deserción.
– Por favor, F., dinos por qué has tomado esta preocupante decisión –dijo uno de los
sacerdotes, un anciano blanco de pelo canoso, con acento algo español, paternal y dulce,
pero depositando una mirada aguda e intimidante en F.
– Querido padre L1 –respondió F. visiblemente nervioso–, debo decirles a ustedes
que amo a Dios y amo a la iglesia, amo a la comunidad cristiano católica, de la cual
indudablemente formo parte. Sin embargo, he decidido dejar el seminario y renunciar al
sacerdocio porque no me siento seguro de estar totalmente preparado para entregarme,
de por vida, al servicio de Dios, de manera completa y eterna.
– Le rogamos que sea más claro, F. –solicitó perspicaz otro sacerdote, con una leve
sonrisa en su rostro. Este sacerdote no tuteaba a F. y era especialmente severo con él.
– ¿En qué sentido, padre M3? –preguntó atemorizado F., sudando grasosa y
abundantemente.
– Me refiero a que nos explique la razón principal de su indecisión… ya que, si no
está decidido a asumir los sagrados votos, es, seguramente, porque su pensamiento está
inclinado hacia otros intereses… quizás más influyentes que la fiel y sana convicción de
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ser un hombre dedicado a Dios. Creo no equivocarme en tal razonamiento. ¿Podría
entonces usted explicarnos qué pensamiento domina su mente en el presente, mitigando
lo que hace poco tiempo era su férreo y público deseo de ser sacerdote? –dijo
hábilmente M3, frotando de manera sosegada e intelectual la fina barba de su mentón y
acomodando con delicadeza sus anteojos, mientras se echaba para atrás en su asiento, a
modo de inquieta espera.
– Ee… bueno… –dijo F., muy turbado por la aguda interpelación de M3–, ee…, yo…
–y arrojándose al suelo de rodillas, comenzando a fingir un dolorido sollozar, añadió–
¡Yo amo a la iglesia, amo a Dios y los amo a ustedes, pero no puedo ser sacerdote, no
puedo!
Entonces dos sacerdotes se levantaron conmovidos y tomaron a F. para abrazarlo y
apoyarlo en tan lamentable irrupción de congoja. Comenzaron pues a limpiar con
esmero los ojos llorosos de F. sirviéndose de dos delicados pañuelos que habían sacado
de sus bolsillos, los cuales no estaban muy limpios. F. ya había dejado de llorar pero los
sacerdotes atacaban sus ojos con los pañuelos limpiadores, de manera que a momentos
los apuñalaban como si sus pañuelos, apuntalados con sus dedos, fuesen voraces y
agresivos picos de cuervos. Los sacerdotes luchaban por limpiar con desmesurado
esmero cualquier vestigio de llanto y quizás por robar los ojos de la víctima agonizante
e indefensa, como trofeos de la traición. Ya sin disimular llanto, F. ahora trataba con
ambas manos de proteger sus ojos de los embates rápidos y certeros de los atacantes,
quienes, mirando seria y atentamente a F., así como sosteniéndolo en el suelo con
amoroso abrazo para que no desfalleciese, esperaban que este descubriera la guardia
para atacarlo hábilmente y punzar sus ojos, así como también buscaban ángulos
propicios para emprender con rapidez la inverosímil tarea, de suerte que esperaban el
momento y perspectiva precisos para lanzar sus pañuelos punzantes sobre su víctima.
– En verdad, F… –retomó M3 mientras los sacerdotes levantaban con fuerza a F. y lo
depositaban sin cuidado en la silla de colegio, para luego volver presurosos a sus
asientos, ordenando sus hábitos–, nos sorprende y entristece mucho su decisión. Debo
serle sincero, desde que usted entró al seminario yo interpreté en su comportamiento la
auspiciosa tendencia de un futuro pastor de nuestro señor y, si bien a momentos dudé de
su vocación, por determinadas razones que no cabe aquí explicar, aún así, su aparente
convicción religiosa me fue conmoviendo y animando. Sin embargo, según parece, a
pesar de mi larga edad y experiencia, me comporté como un jovenzuelo inocente y
crédulo. Ahora, evaluando la situación en el presente, no quisiera decir que usted fingió
durante mucho tiempo una falsa vocación y que lo que usted deseaba en verdad era
satisfacer un capricho infantil, que su móvil era, finalmente, una visión adolescente,
inmadura, poco seria de lo que verdaderamente es el sacerdocio y la vida monástica, la
cual, permítame decirlo, usted nunca comprendió. Creo que sería muy injusto e
irresponsable de mi parte el interpretar el asunto de esa manera, ¿o no? Prefiero pensar
que usted ama a Dios y a la iglesia, pero que, en último término, ha preferido, con
respetable sinceridad, optar por la vida vulgar, queriendo conocer a una mujer a quien
amar y formando con ella una familia en el seno de la comunidad cristiana, lo cual es
muy aceptable, siempre y cuando usted siga siendo católico... Sin embargo, no me deja
de intrigar lo súbito y radical de su giro, de su cambio de opinión y perspectiva, y la
intempestiva y firme decisión de abandonar un maravilloso destino para su vida. De
momento, me da la impresión de que usted nunca comprendió la esencia del
cristianismo y sospecho, en cierta medida, que usted se enfila paulatinamente a una vida
impía y licenciosa. Espero estar equivocado…
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– Querido padre M3 –respondió F. con aduladora sumisión–, yo me siento católico,
yo soy católico… créame, y pretendo vivir mi vida de hoy en adelante, si bien en la vía
vulgar de la existencia, bajo las leyes santas de nuestra sagrada iglesia.
– Escucharlo hablar así me conforta, F., y aliviana un poco el trago amargo de su
deserción… aunque es cierto que nunca olvidaré este lamentable episodio, a saber, el
presenciar el doloroso alejamiento de un fiel que presentaba todas las aptitudes y toda la
intención de ser un hombre dedicado a Dios. Aún así, como sea, intentaré olvidar este
episodio y me esforzaré, de aquí en más, por comprender la razón de su conducta;
espero que Dios me otorgue sabiduría para entender y no guardar rencor. Después de
todo, como sacerdotes estamos llamados a amar a nuestros semejantes, por muy
despreciables que sus actitudes puedan ser… Sin embargo, debo advertirle que lo
estaremos observando, no para juzgarlo o para reprocharle errores o inequidades, sino
para conducirlo siempre en el santo camino de nuestra fe, como es debida misión de
nosotros, testigos y misioneros de Dios todopoderoso.
A pesar de esta deserción y de su tenso final, F. supo, a través de los años, abrirse
camino en el mundo social católico, y lo mejor es que mantuvo los lazos prácticos que
le otorgaban deleitosas expectativas laborales, sin renunciar, claro está, a la exploración
gozosa del mundo terrenal. Es adecuado y justo precisar que F. se anquilosó, de ahí en
más, en los subrepticios deleites de la vida vulgar, mas no sin hábil reserva, sabiendo
deslizarse en la delgada cuerda divisoria de lo público y lo privado. Supo, por tanto,
progresar laboralmente en el mundillo de las instituciones educacionales católicas,
gozando de una vida clandestina y licenciosa, pero manteniendo la apariencia mojigata
y pulcra de un hombre de inquebrantable fe e intachable coherencia personal.
Así las cosas, F. era el jefe de B. y éste ingresó nervioso a la oficina en que aquel lo
esperaba. F, echado de lleno en su cómodo asiento y adecuadamente terneado, saludó a
B. con burocrática amabilidad, rutina propia de estas actividades laborales, y le invitó a
sentarse.
– Hola B., ¿cómo estás? –dijo F. esbozando una sonrisa mecánicamente afectuosa,
mueca previamente ensayada como herramienta idónea para estas situaciones,
limpiando su rostro del grasoso sudor con un pañuelo más que usado.
– Hola F.
– ¿Cómo estás?
– Bien.
– Que bueno… Bien, B., necesito que conversemos un asunto muy serio.
– Te escucho.
– De acuerdo; he recibido algunos reclamos de los jefes de carrera de sicología y
trabajo social. Se trata sin duda de una situación muy delicada… Quisiera que me
contases tú mismo lo que ha ocurrido.
– Realmente no sé a qué te refieres, F.
– Mm… a ver, veamos… Los jefes de carrera han recibido fuertes quejas de algunos
alumnos y se han acercado a mí, visiblemente aproblemados, para expresarme su
preocupación. Según ellos, tú has tenido una actitud hostil, en tu ejercicio docente, hacia
un gran número de alumnos...
– Debe tratarse de algunos alumnos de trabajo social…
– Exacto; estos alumnos se han quejado bastante, han dicho que están muy
preocupados por esta situación; dicen que no entienden la materia, que tú no te haces
entender y que eres algo agresivo con ellos. Yo en tu lugar estaría muy asustado, B…
Los jefes de carrera dicen que los alumnos no entienden y, según veo en el libro de
clases, su rendimiento no ha sido bueno, pues las calificaciones son demasiado bajas…
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– F., yo me he abocado a desarrollar la asignatura conforme a las reglas establecidas
en el programa de asignatura y de acuerdo a las recomendaciones dadas por don Z y por
R. al principio del semestre, instrucciones dadas formalmente en la reunión de
inducción docente. Además, me extraña que los jefes de carrera hayan asumido el
testimonio de los alumnos y se hayan acercado a ti a quejarse sin siquiera escuchar mi
testimonio y apreciación personal respecto del asunto.
– Sí, ese fue un error puntual en el proceder de los jefes de carrera. Sin embargo, la
situación general, analizada en conformidad con todos los antecedentes y variables en
juego, indica un mal rendimiento y muchos errores preocupantes en tu desempeño, B.
Debo decirte que yo comparto enteramente el juicio de los jefes de carrera acerca de
este asunto, comparto sin duda la preocupación proveniente de ellos y del alumnado.
Por lo anterior, tu mal proceder es una situación objetiva y es imprescindible que tú la
reconozcas junto a nosotros, para poder ayudarte y trabajar juntos a fin de remediarla...
– Yo, F., por el contrario, pienso que los alumnos de trabajo social que se quejan lo
hacen porque no han tenido un buen rendimiento y ello se ha dado porque no han sido
capaces de comprender los contenidos tratados adecuadamente en clases, así como de
desarrollar positivamente los instrumentos de evaluación aplicados. Tal aplicación de
los instrumentos de evaluación se ha hecho, desde luego, con posterioridad al debido
proceso de enseñanza de los contenidos respectivos. Creo que los alumnos no han sido
capaces de responder positivamente a esos instrumentos teniendo todas las herramientas
para hacerlo. Además, deben haberse quejado también de que yo soy intransigente…
– Es una de sus muchas apreciaciones negativas con respecto a ti…
– En realidad, F., a mi juicio, ellos han recibido las calificaciones que merecen.
Seguramente, lo que detonó su descontento fue la situación de un Quiz realizado…
– A ver… cuéntame esa situación.
– Lo que ocurrió fue que yo les di una lectura previa para sesión de clases y fijé una
evaluación Quiz para un día determinado. Procedí pues de la forma en que R. y don Z.
han indicado sucesivas veces que debe ser el procedimiento evaluativo de los docentes.
El día indicado, yo llegué y presenté en el pizarrón la evaluación, dando las
instrucciones necesarias. Los alumnos solicitaron con unanimidad que la evaluación se
postergara; yo les respondí que no tenía problema en postergarla, pero que debían
entonces realizar un informe de cinco planas sobre otra lectura, lo que, a juicio de los
alumnos, pero sobre todo a juicio de este grupo específico de alumnos de trabajo social,
era algo tremendamente injusto, una acción terrible del profesor... La resolución justa, a
juicio de ellos, era que yo postergara la evaluación sobre el mismo tema, que hiciese
clase sobre el tema y que los evaluara con la misma dificultad, sin considerar mayor
dificultad en la evaluación por causa de su postergación y sin considerar tampoco mayor
presencia de contenido a evaluar en la misma.
– Claro, lo cual era lo más justo por lo demás…
– Lamento discrepar contigo en ese punto, F. A mi juicio, lo que exigían los alumnos
era que yo cediese sin más a sus demandas, que los evaluara la próxima clase, sobre la
misma materia y con la misma exigencia. Lo justo, para ellos, era que yo cediera
completamente a sus exigencias; de lo contrario, yo era un mal docente… Además, los
alumnos me encontraron en la tarde en la universidad, el mismo día de la clase –la clase
era en la noche–, y entonces me hicieron la solicitud, el mismo día, de postergar la
evaluación; o sea, ni siquiera tuvieron la consideración de hacer la solicitud días antes,
respetando la autoridad del profesor y el hecho de que este debe tener oportunidad de
planificar sus actividades docentes. En lo que se refiere a las calificaciones de los
alumnos, creo que las notas son justas, el mal rendimiento de ese grupo de alumnos
obedece a que la mayoría de ellos no sabe redactar; sus respuestas a los ejercicios
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evaluativos carecían por completo de coherencia, y cuando una respuesta no tiene
coherencia lingüística, a mi juicio, no es respuesta. Para serte sincero, me anticipé al
contenido de esta conversación que entablamos y quise traerte un Quiz de una alumna
de este grupo. Es un Quiz que aún no corrijo; quisiera que lo leas para que me digas qué
opinas sobre él… Quizás así me entiendas.
– A verlo.
En ese momento, F. recibió el Quiz y lo observó con atención.
.
Tras observar el papel, F. esbozó una leve sonrisa, mirando cabizbajo a B.
– ¿Entiendes ahora de lo que se trata, F.? –preguntó B.– Primero, el enunciado del
ejercicio está mal redactado; la alumna lo redactó así, a pesar de que yo redacté en el
pizarrón el enunciado de otro modo; lo hice así: “A partir de la lectura previa ‘sesión
Syllabus: Amor y persona’, explique cuál es la comprensión que Tomás de Aquino
desarrolla en su filosofía acerca de lo que es el amor”. Sin embargo, ella puso el
enunciado como se le ocurrió; pero no importa, eso para mí no fue realmente decisivo.
De hecho, no lo consideré como un elemento negativo en la evaluación de su respuesta,
por condescendencia y tolerancia; para que no se diga que soy intransigente... Lo que
me pareció negativo fue el desarrollo discursivo de la respuesta. ¿Cómo pretenden los
jefes de carrera que yo evalúe bien a esta alumna y a otros alumnos presentando éstos
semejantes respuestas en las evaluaciones? Es cierto que yo debo adaptarme a la
realidad del grupo curso al cual imparto clases y que debo evaluar a los alumnos
considerando, dentro de mis procedimientos pedagógicos, la realidad del alumnado,
pero mira lo que ha respondido esta alumna. Se le preguntó cuál es la comprensión del
amor que tiene Tomás de Aquino, dándosele desde luego una lectura previa sobre el
tema, y mira lo que respondió; ¿cómo puedo evaluar positivamente esta respuesta?
– Pero a mí no me parece que sea una respuesta tan mala… –objetó F.
– ¿Me estás hablando en serio? –interrogó B. con desconcierto.
– Sí… o sea… A ver, mira; ella dice que el amor, para Tomás, es muy importante
porque consiste en avanzar por la vida sabiendo amar a los familiares y añade que ella
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asiste a la iglesia y en ella comparte con su familia, ama a sus familiares y crece en el
amor… Eso me parece un pensamiento valioso y cierto respecto de la vida cristiano
católica…
– Pero, F. –interrumpió B.– disculpa que te interrumpa… Eso es lo que tú interpretas
del texto, pues, en realidad, si te fijas bien en el mismo, no hay un discurso bien
redactado, no hay una argumentación consistente, no hay, en suma, una respuesta bien
diseñada, como sí la hay en numerosos Quiz de otros alumnos que yo revisé. Los
alumnos tuvieron que leer previamente un texto de lectura dado con antelación la clase
anterior y en el cual se insistía numerosas veces que el amor para Tomás de Aquino es
el sentimiento supremo dado en el ser humano, sentimiento racional de
perfeccionamiento en y para la persona humana, sentimiento que nos acerca a Dios y
que Dios dispone en nosotros en la creación. Muchos alumnos contestaron eso y además
presentaron apreciaciones personales que fueron muy bien recibidas por mí en cuanto
estaban presentes sobre la base de esa respuesta necesaria y en un discurso
argumentativo diseñado con mediana o buena coherencia lingüística y argumentativa.
¿Cómo puedo evaluar bien esta respuesta si es muy inferior a esos otros trabajos?, ¿qué
pensarán los alumnos si ven una nota azul sobre un trabajo, perdona que lo diga,
mediocre, aunque ellos tengan nota superior a él? Pensarán, y con toda razón, que
pueden hacer lo que les dé la gana, bueno o malo, pues para su profesor la nota azul va
igual, sea como sea… Los alumnos se decepcionarán del docente, pensarán que el
profesor no asume de manera seria la asignatura, y pensarán eso con mucha razón...
– A ver, B.… –dijo F.– debo confesarte que realmente esta es una mala respuesta…
pero, respecto al tema general que estamos discutiendo, debo confesarte también que el
asunto en verdad es otro… Lo que estamos hablando se decide en realidad en otro
sentido…
– No entiendo –susurró cansado B.
– Te explico –señaló F.–. Muchos de los alumnos que tú tienes en esta asignatura
tienen un bajo nivel educacional; muchos a duras penas obtuvieron el cuarto medio.
Muchos de ellos, además, son padres y madres de familia y trabajan, se esfuerzan para
poder dar sustento a sus familias y se pagan ellos mismos su educación vespertina en
esta universidad; tienen que trabajar y estudiar. Por lo antedicho, tú debes comprender
que la asignatura debe adecuarse a esa realidad...
– Es que también hay alumnos de buen nivel educacional y, valga decirlo, de buen
nivel intelectual. Esos alumnos son los que más consultan; sus preguntas y
cuestionamientos son de un nivel conceptual superior al de los otros. Yo les respondo y
velo porque mis respuestas estén a la altura de sus inquietudes. Es entonces cuando
sucede que los alumnos que tú mencionas no entienden lo que yo respondo y lo que
hablo en general…
– Pero la asignatura es para todos… no sólo para los que tienen mejor educación.
– Conforme, pero explícame cómo concilio esos dos grupos tan heterogéneos…
– Debes explicar tanto para ellos como para los demás; explicar dos veces, en un
lenguaje elevado y luego en un lenguaje muy sencillo, pero debes adecuarte a la
realidad de los alumnos más limitados educacionalmente, por lo que es preferible que
recurras, la mayoría de las veces, a palabras simples y de uso cotidiano. Debo confesarte
que yo tampoco comparto el carácter colegial de la enseñanza que se imparte aquí, pero
te aclaro que es necesario que nos adaptemos a este sistema. Creo que me entiendes si te
repito que debes adaptarte, B., a la realidad de nuestra universidad. Por lo mismo, te
solicito que utilices en general un lenguaje muy claro y sencillo; a su vez, que si los
alumnos te piden que aplaces o modifiques fechas de Quiz, no te niegues sino que
intentes lograr con ellos un acuerdo en términos que sean satisfactorios para ambas
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partes, pero sobre todo para ellos… Además, te ruego que evalúes con mayor
flexibilidad y menor exigencia y que, a los alumnos que no pueden rendir Quiz porque
falten o porque tengan diferentes razones que los excusen, procures pedirles certificado
médico o una razón personal aceptable que te permita evaluarlos a cualquier hora de la
clase, sin calificarlos con nota 1.0. Por último, te pediré que tengas paciencia y que
evites entrar en conflicto con los alumnos. Todas estas solicitudes te las hago por tu
propio bien y por mor a tu permanencia en la institución, ¿me entiendes?
– Pero F., las exigencias que me has hecho…
– No son exigencias, son sugerencias…
– Por tanto, ¿no estoy obligado a cumplirlas?
– Lo más prudente es que lo hagas…
– Pero estas sugerencias son contradictorias con las reglas iniciales dadas por R. y
don Z., al principio del semestre. En la inducción docente, ellos indicaron que los Quiz
son controles periódicos que deben ser realizados al comienzo de la clase a todo el
grupo curso y sin excepciones, sin considerar situaciones particulares de alumnos sino
aplicándolos uniformemente sin más y contemplando un número determinado de Quiz a
lo largo de la asignatura; eliminando, a su vez, al final de la asignatura, el 2% del total
de Quiz, en cuanto corresponda a las peores notas de cada alumno. Sin embargo, tú me
pides ahora que haga algo totalmente contrario a lo establecido en un principio.
Asimismo, me pides que evalúe con mayor flexibilidad y menor exigencia; yo acepto y
emprendo sin queja tu sugerencia si me explicas cómo puedo conformar al alumno que
tiene mayor capacidad cuando se cerciore que el alumno de capacidad deficiente tuvo
una calificación azul y cercana a la suya, pues en buenas cuentas me veo obligado a
aprobar a todos y, entonces, las notas serán más menos cercanas entre sí al estar
contenidas en la escala del 4.0 al 7.0. Por último, ¿qué pensarán los alumnos si ven que
el profesor cambia súbita y antojadizamente las reglas establecidas en un principio?, ¿no
pensarán que el profesor es poco serio y no lo desacreditarán, perdiendo el respeto y la
confianza hacia él?, pues eso es lo que me pides, que a esta altura, a medio camino de
asignatura, cambie las reglas de raíz…
– B., quizás sea útil que nos reunamos algunas veces para que yo te oriente en la
comprensión de algunos elementos y métodos pedagógicos evaluativos –sugirió F.–.
Pienso que eso será útil para tu desempeño docente. En cuanto a las sugerencias que te
propuse, debo decirte que no se contradicen con las reglas preliminares, pues R. y don
Z., al plantearlas, advirtieron que eran reglas generales y que debían ser aplicadas
contextualmente a lo largo del proceso pedagógico, admitiendo eventuales y necesarias
excepciones. Debo insistir, B., que es necesario que desarrolles flexibilidad en tu
ejercicio docente, pues noto en ti una excesiva rigidez y un temperamento algo fuerte,
como decirlo… algo belicoso… lo cual, lejos de contribuir a tu buen desempeño, lo
perjudica. Te sugiero que tengas consideración y comprensión hacia los alumnos de
trabajo social…
– ¿Qué tenga consideración con los mismos que me acusaron y me calumniaron
gratuitamente frente a los jefes de carrera? –preguntó B., ya visiblemente
malhumorado– ¿Qué sea considerado con los que me calumniaron simplemente por
defender ellos sus intereses egoístas, por lograr las condiciones para obtener notas
positivas a cualquier precio, sin un deseo sincero y serio de atenerse a los
procedimientos de la asignatura y de aprender verdaderamente en esos marcos,
procedimientos ideados precisamente para que hubiese verdadero aprendizaje
significativo y no sólo un feliz simulacro del mismo, e ideados por un especialista
competente en el contenido de la asignatura? ¿Me pides que sea condescendiente con
aquellos que, sabiendo que la universidad se los permite por ser clientes, me acusaron,
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teatralmente compungidos, a los jefes de carrera, inventando un drama inexistente entre
ellos y yo, en el cual yo era agresivo e injusto con ellos, además de mal docente,
mintiendo descaradamente sólo por verse en la situación de tener notas insuficientes y
anhelar tener notas positivas a cualquier costo?
– B., no hay que magnificar las cosas. Te recomiendo que te desentiendas de
cualquier conflicto con ellos y los evalúes con benevolencia. Para ser más directo
contigo, te pido que comprendas que ellos son los clientes de esta corporación… B., se
que esto que te diré es una realidad un tanto chocante, pero… debes comprender que la
universidad hoy en día es una empresa y que los alumnos son los clientes que sostienen
el negocio de la empresa educacional... ¿comprendes lo que te digo?
– Sí… –contestó B., cabizbajo y decepcionado de escuchar tal verdad– ¿Entonces me
pides que sea un negociante antes que un verdadero profesor?
– B., el asunto no es tan radical; las cosas no se miden en términos de blanco o negro.
Yo diría que debes ser más humilde y empático, debes ser un profesor a la altura del
presente… Un profesor flexible y dinámico, con capacidad y espíritu de adaptación a la
realidad universitaria actual… Es perfectamente posible, B., que tú seas un excelente
pedagogo y que a la vez contribuyas a los objetivos fundamentales de esta institución.
Sólo debes ser menos tajante, lograr consensos con el alumnado y con nosotros; ¿me
hago entender?
– Sí –respondió secamente B., visiblemente cansado, convencido de que la presente
charla no tenía sentido alguno y deseando retirarse de esa minúscula oficina lo antes
posible.
– Muy bien; terminemos esta asignatura sin novedades y pasemos al segundo
semestre, ¿qué te parece? –propuso F., con ojos abiertos y brillantes, esbozando una
gran sonrisa, excesivamente alegre y forzada, como si en su cara sudada e inexpresiva
hubiese sido pegado un gran sticker de sonrisa feliz.
– Me parece bien –afirmó B. con rostro inmóvil.
– Fabuloso; ¿ves que las cosas pueden ser más sencillas de lo que parecen? Recuerda
entonces lo que conversamos, B., y emprende mis sugerencias. Bueno, debo seguir
trabajando; te libero. Que estés muy bien, ah… Nos vemos pronto, saludos a la
familia...
II
B. ingresó a la sala de clases del curso vespertino en cuestión. Solicitó a los alumnos
que hicieran la lista de asistencia en una hoja y preparó en el data show el material a
proyectar para la realización de la clase.
– Bien, alumnos; el día de hoy continuaremos viendo el tema del amor en Tomás de
Aquino…
– Profesor… –interrumpió la alumna J., una mujer adulta, pálida, de unos treinta y
tantos años, de carácter obsesivo y enérgico– ¿corrigió los Quiz?
– No, lamentablemente no los alcancé a corregir…
– ¡Pero si usted dijo la clase pasada que los traería! –exclamó malhumorada la
alumna, con tono inquisidor, cruzando sus brazos disgustada y portando en sus manos
lápices, regla y goma para apuntar impecablemente la materia en su cuaderno
universitario, de semejante manera a como lo hacen ciertas alumnas de enseñanza
básica.
– Yo no dije eso.
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– ¡Mentira!, ¡sí dijo que los traería! –intervino D., un alumno también adulto, de
alrededor de treinta y ocho años o tal vez cuarenta… de tez blanca y pelo castaño
ruliento, de voz chillona y algo amanerada.
– Insisto que no dije eso; por eso no los traje...
– ¡En usted no se puede confiar! No cumple sus compromisos –alegó J.
– ¿Ahora me acusarán con su jefe de carrera? Que miedo… me pueden expulsar de la
universidad… –señaló lacónico B.
– Claro que lo pueden expulsar…–respondió sonriente y altiva J, hasta con cierta
expresión, diríamos, triunfante.
– Yo cumplo lo que prometo. Veamos lo que corresponde a la clase de hoy.
– Lo único que falta es que nos haga un Quiz ahora, sin aviso… –dijo
sarcásticamente la alumna L., una mujer morena, de corte de pelo y vestimenta
anticuados, propios de algunas asesoras del hogar, sonriendo agresivamente.
– En cuanto a eso, yo advertí, al comienzo de la asignatura, que puedo realizar Quiz
sin aviso. El profesor tiene esa atribución conforme al reglamento…
– ¿Y también advirtió que puede entregar Quiz cuando se le dé la gana? –interrogó
desafiante J.
– No, nunca advertí eso.
– Pero igual lo hace…
– No, yo no he hecho ni hago eso; yo cumplo con mis compromisos –El grupo de
alumnos inquisidores sonrió a coro, mafiosamente– Bien; comencemos la clase. Leamos
esta sentencia de Tomás de Aquino sobre el amor –Al decir esto, B. leyó la sentencia
proyectada en el pizarrón por el data show.
“Y siendo doble el amor, a saber, de concupiscencia y de amistad, ambos
proceden de una cierta aprehensión de la unidad de lo amado con el amante. En efecto,
cuando alguien ama algo con amor de concupiscencia, lo aprehende como
perteneciente a su bienestar. Del mismo modo, cuando uno ama a alguien con amor de
amistad, quiere el bien para él como lo quiere para sí mismo. Por eso lo aprehende
como otro yo, esto es, en cuanto quiere el bien para él como para sí mismo. De ahí que
el amigo se diga ser otro yo”. (Suma Teológica, I-II, q. 28, a.1)
Tras leer, B. prosiguió:
– Bien, veamos: ¿qué es lo que ustedes entienden en esta sentencia de Tomás de
Aquino? –Ante tal pregunta hubo silencio total– Mm… a ver, ¿qué es lo que entiendes
tú? –preguntó a E., un alumno de nacionalidad uruguaya, simpaticón, moreno alto y
macizo, que respondió con su acento uruguayo:
– ¿yho’…? A ver, sii’… se ve que Tomás tiene una visión bastante potente del amor,
viste… es como una mezcla de cosas andá’, como un carnaval de notas musicales… me
refiero a que entiende el amor como bondad pero también como deseo, como un
complemento total, digamos etéreo y… no sé como decirlo… ¿cósmico?
– Sí, algo hay de eso… –respondió B. apuntando en un borde libre del pizarrón
fragmentos de la idea expuesta por E– ¿alguien tiene alguna otra idea?
Entonces intervino F2, un tipo blanco, de pelo corto ordenado y ropas conservadoras,
de finos lentes, de expresión formal y seria, muy reservado y lacónico, así como
inteligente y destacado entre el alumnado.
– A mi juicio, Tomás de Aquino expresa, en la sentencia que leemos, lo siguiente.
Por de pronto, el amor se da en algo, se da en una situación, ¿en cuál?, en la aprehensión
dada en la unidad o relación sin resto de un sujeto o agente que aprehende o capta
cognitivamente y un objeto que es captado o que tiene la propiedad de ser aprehendido
por este sujeto. En este marco de unidad entre un agente aprehensor y una cosa pasiente
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aprehendida, el amor concupiscente es aquel en que la unidad se da de tal forma que lo
aprehendido le resulta al aprehensor como algo que pertenece a su bienestar, quizás
como algo meramente útil, algo que está al servicio de su satisfacción propia. Por el
contrario, cuando la unión es amor de amistad o amor propiamente tal, la unidad de
agente y pasiente es de tal forma que lo aprehendido es un yo, o sea, es una persona,
alguien que no debe ser visto como una mera cosa al servicio de la satisfacción del
bienestar subjetivo o del deleite circunstancial del agente en cuestión. Ahora bien, con
todo, yo discrepo de la visión que Tomás tiene del amor, pues la considero algo
mecanicista y metafísica, en razón de que Tomás supone que el ser humano, por su
naturaleza, debiera necesariamente inclinarse a ese amor benevolente o de amistad, lo
cual me parece improbable, ya que las experiencias anímicas y el aparato anímico
propios de cada ser humano son peculiares unos respecto de otros. Me refiero a que
cada ser humano tiene su peculiar disposición emocional. Si bien los seres humanos
coinciden entre sí en ciertos marcos generales en términos de su aparato anímico y sus
experiencias y vivencias emocionales, en la medida que comparten una organización
biológica semejante por mor de la especie, si bien ello me parece cierto y real, no
obstante, me parece reduccionista la propuesta tomista, a saber: pensar que todos los
individuos deban necesariamente estar dispuestos de un modo único en términos de su
emocionalidad y que deban necesariamente ordenar su vida hacia una finalidad
específica, definida y establecida a priori, de plenitud emocional. ¿No se si me hago
entender?
– Creo que sí, y me parece excelente tu intervención… –declaró muy satisfecho B.–
¿Alguien ha entendido la explicación de F2? Bueno, la explicación que él nos ha dado es
muy precisa y va al meollo de la cuestión, al menos en lo que se refiere al pensamiento
tomista del amor… Además, sobre la base de esa explicación analítica, F2
ha propuesto
una tesis crítica al planteamiento tomista, la cual es aceptable de entrada, si bien es
preciso, desde luego, discutirla con más cuidado, aunque obviamente se agradece… Eso
es lo que yo quiero que ustedes hagan, alumnos, que desarrollen capacidad comprensiva
de los contenidos y sobre esa base piensen y juzguen ustedes mismos…
– Pero yo tengo otra apreciación al respecto, y creo que es tan válida como la de F2 –
intervino D., con su voz chillona y afeminada–. A nosotros nos enseñan en trabajo
social que todas las personas piensan distinto y yo no estoy de acuerdo ni con F2
ni con
Tomás de Aquino.
– ¿Por qué? –interrogó B.
– Porque no todos sentimos ese amor benevolente.
– De acuerdo, pero antes de discrepar, intentemos entender bien lo que Tomás nos
quiere decir. Luego podemos emitir nuestras opiniones personales.
– ¡Y por qué! –discrepó conflictiva J.– ¿por qué tenemos que pensar lo mismo que
Tomás de Aquino?
– Yo no he dicho que tengamos que pensar lo mismo que Tomás… –corrigió B.
– ¡Ah, sí, claro!, pero después en Quiz o en las pruebas solemnes nos evalúa mal si
no respondemos literalmente lo que piensa Tomás de Aquino, o más bien lo que usted
piensa…
– Yo no hago eso.
– ¡Cómo que no! –objetó J., siempre belicosa.
– ¡Claro que hace eso! –declaró L., yendo en apoyo de J.– Es lo que ha hecho desde
el principio. Si usted tuvo profesores intolerantes y soberbios, ese es su problema, no el
nuestro… Nosotros merecemos ser escuchados y que se nos evalúe de acuerdo a lo que
nosotros pensamos…
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– Lo que yo hago al evaluar… –reanudó B.– es exigirles que respondan el contenido
temático propio de la cuestión que se solicita en el ejercicio de evaluación, ya que la
asignatura versa sobre el pensamiento de Tomás de Aquino, pero también admito y
valoro las apreciaciones personales dentro de un margen aceptable, siempre y cuando
tengan coherencia lingüística y argumentativa. Yo evalúo mal aquellas respuestas que,
además de no contener contenido temático de la materia en cuestión, carecen de
coherencia en ortografía y redacción, ya que no son respuestas lógicas ni suficientes.
Las evaluaciones que han sido calificadas deficientemente han recibido nota negativa
por esa razón y no por un eventual capricho o mala fe; eso es algo que he explicado
hasta el cansancio. Además, a ustedes les he dicho una y otra vez que se comuniquen
conmigo a través de la intranet e incluso desde internet para que me vayan consultando
dudas sobre la materia pasada o sobre evaluaciones a medida que la asignatura avanza,
para que tengan mejor rendimiento, pero ustedes no lo hacen; sólo alegan al recibir
notas deficientes.
– ¡Eso es mentira! –reclamó L.–, pues yo tengo varios Quiz que usted evaluó mal y si
tienen la sagrada coherencia que usted tanto exige… Además, yo sí le he enviado
correos y, si bien usted los ha respondido, yo francamente no entiendo sus respuestas –
expresó esto último de modo sarcástico– Por ejemplo, aquí tengo un Quiz mal
evaluado…
– L… –respondió B.–, yo intento explicar todo con muchos ejemplos y con la más
expedita sencillez posible. Por otro lado, en cuanto a ese Quiz, cualquier duda debes
hacerla al final de la clase, pues ahora debemos revisar los contenidos…
– ¡Ah, sí! ¿Y por qué se escabulle? ¿Acaso tiene miedo de estar equivocado?
– No temo estar equivocado; todos podemos cometer errores.
– Pero usted no es humilde… Nunca reconoce sus errores…
– Dime algún error que haya cometido...
– ¡Pues le parecen pocos todos los errores que hemos dicho! –reclamó exasperada L.,
al borde de la histeria, con ojos brillantes de odiosidad.
– Bueno… Si ustedes tienen algún reclamo, les recomiendo que vayan donde su jefa
de carrera y se quejen con ella. Seguramente ella sabrá complacerlos… Yo, por mi
parte, debo hacer la clase.
– ¿Y por qué se pone irónico?, ¿ah?
– Sólo pretendo continuar la clase… –contestó B., extenuado y algo deprimido.
– Siga no más… Si con usted no se puede hablar, no se puede llegar a ningún
acuerdo… –dijo J., altiva y quejosa– Usted se cree dueño de la verdad y nada más. Con
usted no nos podremos entender nunca.
– Bien –aceptó B., mirando de reojo la hora en su celular, anhelando no estar en esa
sala de clases, no estar frente a esa gente que tanto le fastidiaba y deseando estar en un
bar rústico y pintoresco bebiendo unas deliciosas cervezas– Y bien… en qué
estábamos… Perdí el hilo… ¡Ah, sí! Bueno, entonces: ¿qué entienden ustedes en esta
frase y en la explicación dada por F2?
– Lo que yo decía es que no estoy de acuerdo ni con Tomás de Aquino ni con F2 en
cuanto a lo que al amor se refiere –insistió D.
– ¿Entiendes lo que dice Tomás?
– Creo que sí.
– Me parece muy bien; explícanos entonces qué entiende Tomás por el amor.
– Bueno, Tomás dice que el amor es subjetivo y que cada persona entiende el amor
de forma diferente y ama también de manera diferente.
– Tomás no dice eso –objetó B.
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– ¡Por qué no! –aportilló J.–, o sea que el único que entiende a Tomás de Aquino es
usted, nadie más…
– Y F2…
–agregó burlesca L.
– Yo no he dicho eso –expresó B., exhausto y con voz ya temblorosa.
– Ve, ¡está nervioso!, no está seguro de lo que dice… Seguramente no sabe lo que
dice saber… –sentenció desafiante L.
– Yo no soy un especialista en tomismo, pero estudié cuatro años y medio filosofía y
estoy en condiciones de hacer esta asignatura. Por favor, alumnos, no incurramos en
querellas ridículas y tratemos de pensar lo que…
– ¿Nos está diciendo ridículos? –chilló L., ya totalmente fuera de sí.
– No –contestó B., muy somnoliento.
– ¡Ah, no! –gritó L.– Esto es inaceptable… Yo me voy directamente a hablar con A3
–expresó decidora y se levantó tomando sus cosas. Salió entonces de la sala seguida de
J. y de otros alumnos y alumnas, con paso firme a reunirse con A3, jefa de carrera de
trabajo social.
Luego de unos breves segundos, en los cuales B. tomó un merecido respiro y se
decidió a reanudar su clase, observó la hora en su celular; quedaban sólo quince minutos
de clase. B. no entendía cómo había transcurrido tan rápido el tiempo y una vez más, a
fuerza de praxis, comprendió a Einstein. Estaba feliz en cierto modo de que no
permaneciesen en la sala esas personalidades tan desagradables, tan tenaces en sus
discusiones vacías propias de telenovela venezolana, y deseaba poder escapar de esta
clase para dirigirse rápidamente a beber unas merecidas cervezas. Sin embargo, le
pesaba el no poder ya revisar, en el escaso tiempo restante, todos los contenidos que
había planificado tratar, producto de las interrupciones y diálogos intrascendentes a los
que se había visto sometido, en contra de su voluntad, en los minutos precedentes. Con
todo, se conformó y emprendió la clase de nuevo con la esperanza de revisar al menos
un fragmento medianamente aceptable del contenido.
– Bien, lamentablemente deberé hacer, de ahora hasta el final, clase expositiva, ya
que debo revisar estos contenidos –Al decir esto se escuchó un murmullo
desaprobatorio en el alumnado.
– Profesor, ¿por qué no seguimos conversando estos temas mejor? –solicitó C., un
alumno gordo y pequeño, también adulto, de carácter débil, mezcla extraña de empatía y
sutil refunfuñeo–, es que cuando usted hace clases expositivas habla muy rápido y no le
entendemos mucho...
– Es que necesito con urgencia exponer estos contenidos…
– Pero no se trata tan solo de que los exponga rápidamente, sino que debe hacerlo de
manera pedagógica, ¿o no? –alegó C.
– No es justo… ¿Por culpa de las otras alumnas que lo interrumpieron ahora nosotros
pagamos el pato? –intervino G., un sujeto flaco y alto, de expresión y labia muy
informal, de pelo y barba largos.
– No tengo otra opción.
– ¿Y por qué no las echó?
– No tengo la autoridad para expulsar alumnos de la sala de clases.
– ¿Cómo que no tiene la autoridad?, ¡pero si usted es el profesor! –exclamó G.
escandalizado.
– No tengo la autoridad como profesor para expulsar de la sala a ningún alumno.
– ¡Che, andá que barbaridad, que cosa, viste! –exclamó E.
– Bueno, ¿entonces la próxima clase esta gente podrá interrumpirlo e impedir el
curso de la clase a su antojo?
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– Les recomiendo que hablen el tema con su jefe de carrera… En esta universidad los
docentes que trabajan por convenio de honorarios no tienen autoridad en las aulas; los
que verdaderamente la tienen son los jefes de carrera y los demás funcionarios
administrativos que pertenecen a la planta permanente de la institución. Por otro lado,
debo utilizar estos minutos que quedan en revisar estos contenidos…
En ese instante se asomó por la puerta de la sala Don Gα, jefe de auxiliares de la
jornada, y dijo en voz alta a B. frente al alumnado:
– Don B., disculpe que lo interrumpa, pero la señora ∑ me informó que las clases
debían terminar antes de la hora normal, por razones de fuerza mayor –Ante tal anuncio,
B. perdió definitivamente la paciencia.
– ¿Y por qué no se me informó aquello previamente para poder planificar de manera
adecuada esta clase? –consultó B. muy ofuscado.
– Lo lamento mucho, don B., olvidé informarle esto con antelación, pero de todos
modos es necesario que la clase termine en este preciso instante, ya que yo tengo
órdenes expresas de desalojar la universidad y cerrarla. La universidad debe estar
cerrada en cinco minutos más, ni un minuto más ni un minuto menos, pues se trata de
órdenes superiores.
– ¡Pero insisto!, ¿por qué no se me avisó antes, ah? ¡Es que existe algo de respeto por
los docentes en esta…! –exclamaba colérico B., pero mantuvo el control de su lengua,
aunque golpeando la mesa con su puño, mas de inmediato readquirió el letargo que
antes le embargaba– en esta… universidad…
– Lamento la situación, don B. y le pido por su bien, pero sobre todo por respeto al
alumnado y a nuestra universidad, que se tranquilice… –susurró Gα
de manera rápida y
lacónica, como si se tratase del comentario protocolar acostumbrado en estas
circunstancias, como un trámite insignificante que cumplimentar, y desviando la mirada
mecánicamente dijo a los alumnos– Estimados alumnos y alumnas, les agradeceré
muchísimo que comencemos a abandonar el edificio para cerrarlo cuanto antes; que
tengan un buen fin de semana, muchas gracias.
Así finalizó aquel día la clase de B. Entonces B. caminó por los pasillos de la
universidad entre medio de las diversas miradas provenientes del alumnado, miradas
sonrientes, curiosas, serias o atentas, punzantes, desdeñosas, quisquillosas, venenosas o
compasivas, miradas dirigidas hacia él como si se tratase de un gracioso fenómeno
circense, quizás como un orate diminuto, como un emperador decadente, como un
guerrero herido de muerte revolcándose en el barro de su indefensión. Salió cabizbajo,
derrotado del edificio y se dispuso a caminar por el estrecho pasaje paralelo al mismo,
tratando de sortear el tumulto de alumnos agrupados en él, para conseguir acceder a un
paseo peatonal más ancho y perderse en la oscuridad hacia un destino privado, para
alejarse de lo que a su juicio, en el frenesí de su actual frustración, era una horda
indeseable y demasiado patente. Sin embargo, los alumnos se apiñaban a su alrededor
como una manada de animales herbívoros lentos y mugientes, rodeándolo y apresándolo
en su quietud exasperante, en su espera eterna, manada avanzando con un ritmo
desesperantemente pausado, flemático, como si su existencia se jugara en esa paciente y
estúpida procesión. B. intentaba esquivarlos y avanzar entre ellos rápidamente,
sorteándolos con destreza, más los alumnos se interponían en su camino y le
obstaculizaban el paso, obligándolo a formar parte de la siesta caminante, a sumergirse
en la amodorrada masa de la indiferencia.
B. sospechaba entonces que los alumnos estaban de algún modo, quizás instintiva o
hasta racionalmente, coludidos en una abusiva complicidad para impedirle avanzar
hacia su destino, para atenazarlo a su indolencia; pensaba –y a momentos creía tener
íntima certeza– de que los más perspicaces y conspicuos dominaban al resto, a la masa
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más imberbe, con el subrepticio afán de amedrentarlo y dominarlo, para obligarlo a
pertenecer al olvido, para ser absorbido por el tiempo ciego, pero a momentos le parecía
que la fuerza rectora era un movimiento inconsciente de la naturaleza circundante. B.
reflexionaba un instante, ideaba, sin mucha industria y con obligada rapidez, una
estrategia aparentemente eficaz para burlar a la manada e intentaba ejercitar tal
maniobra, más al avanzar hacia un flanco aparentemente despejado, de inmediato varias
sombras femeninas y masculinas se apelotonaban allí, obstaculizándolo, riendo y
charlando cuestiones estudiantiles o caseras. Sin embargo, ninguna de las sombras lo
miraba directamente a la cara; por un momento parecían ignorar por completo su
existencia. Luego intentaba avanzar por otro flanco y sucedía lo mismo. Sin embargo,
también era a momentos jalado por brazos enérgicos para no escapar, lo cual le hacía
entender que en cierto sector de la manada había sombras que sí estaban ciertas de su
existir y de sus fugitivas intenciones. Tales siluetas lo aprisionaban para pertenecer a
aquella atmósfera que para él constituía, sin duda, un mar claustrofóbico de amarguras
antiquísimas y venideras.
De pronto, B. quiso detenerse y remecer su rostro, restregar sus ojos para constatar si
lo que ocurría era real o no. Se detuvo, pero fue empujado hacia dentro de sí mismo por
una fuerza omnipotente; se restregó los ojos y halló de súbito la oscuridad absoluta.
Cerró y abrió de nuevo los ojos, y se vio a sí mismo detenido en frente del portón del
edificio. Vivió segundos de viajes enigmáticos y desesperantes, momentos de vértigo
ahogado; experimentó la pequeñez que algunos viven ante la lejanía del vientre
verdadero, del hogar más preciado. Al frente suyo ya no había alumnos; de hecho,
alrededor no había prácticamente nadie; observó el callejón totalmente despoblado,
hundido en esa noche profunda de invierno, con aquellas banquetas y postes de luz que
siempre había contemplado sin atención, pero que ahora eran tan nítidos e
imprescindibles para el ocaso de su engaño. En realidad, sólo había una persona, era Gώ,
un auxiliar subalterno, hombre moreno y muy pequeño, evangélico, muy amable e
inspirador de bondad. El hombre lo miraba con paciente atención y con cierta cariñosa
espera. Al reconocerlo B., el hombrecito se despidió de él con amena cortesía, casi con
acogedora familiaridad.
– Que tenga un buen fin de semana, don B.
– Y usted también, muchas gracias –respondió B. con entusiasta gratitud.
Así, B. comenzó a caminar por el pasaje desolado. Meditaba lo anteriormente
ocurrido como una preocupante alucinación, como el terrorífico indicio de una posible
esquizofrenia, pero atribuyó todo, al fin, sin reparos, a un viaje mental producido por el
agobio. Pensó después en relajarse bebiendo cerveza, pero meditó en un alegre
comensal al que llamar. Buscó en su celular algún nombre y número adecuado, pero en
realidad las pocas personas que contenía en la agenda no eran indicadas para compartir
una agradable jarana. Por un instante pensó que prácticamente no tenía amistades, que
sólo se tenía a sí mismo y algunos billetes en sus bolsillos. Reflexionó entonces que los
amigos y en general los seres amados no se buscan sino que simplemente aparecen,
aunque ya estuvieran presentes desde siempre, y que si en verdad pertenecen al amor
íntimo y equilibrado, aquel que desborda alegría y sentido, entonces permanecen
complicentes como luces invaluables, constantes, redentoras frente a los miedos
culpables, frente a los abismos amenazantes de congoja humana.
B. avanzaba tranquilo y preclaro, silencioso y adormecido en medio de la noche,
sabiendo que tenía a su familia, a sus padres y hermanos que lo amaban, y sabiendo que
tenía a su novia, una jovencita hermosa en cuerpo y espíritu, leal, dulce, inteligente,
alegre, una compañera verdadera y única para su vida, lucero de esperanza y horizonte
en medio del incierto mundo humano. Pero meditó y sintió agrado por la idea de beber
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en esta oportunidad unas cervezas solo, siendo él mismo su compañía, para meditar una
serie de cuestiones metafísicas que le interesaban bastante. Así, B. avanzó silencioso y
confortado hacia la augusta y melancólica soledad de unas anónimas cervezas.
III
Cabe señalar que la asignatura en cuestión que B. realizaba ese semestre finalizó
sumergida en un ambiente denso y perjudicial para su autoestima como docente y como
persona. Los mismos alumnos conflictivos se mostraron laboriosos hasta el final en su
animadversión y se esforzaron una y otra vez en poner ojo clínico, crítico y reprensor a
cuales quiera minucias que se presentaban paso a paso, siguiendo y fomentando esa
dinámica hasta el examen final, a fin de cosechar querellas y malentendidos
insignificantes a su haber, procediendo hacendosos como pequeños y dedicados obreros
de una pueril, perpetua y hedonista belicosidad.
Naturalmente, B. comprendía que la causa general de tal situación obedecía sobre
todo a la manera en que se enfocaba la enseñanza y la relación con el alumnado en la
universidad privada X. Por tanto, le parecía una problemática que él, con sus propias
fuerzas, no podía solucionar, y en realidad no pretendía esforzarse en ello. “Cuando la
manzana está podrida en la superficie, se pueden cortar con un buen cuchillo los
sectores malos del fruto, pero cuando la manzana está podrida casi en su totalidad, ya no
hay salida; sólo echarla a la basura y esperar a que termine de descomponerse…” pensó
y se sentó a revisar en su PC el mensaje de e-mail dirigido a F. donde hacía constar su
renuncia definitiva al trabajo de docente. Es cierto que formalmente B. no renunciaba,
pues como docente de esta universidad no tenía contrato indefinido sino sólo convenio
de honorarios, por lo que, más que renunciar, daba constancia de que no continuaría en
la institución y, por ende, no firmaría el nuevo convenio. Abrió el documento Word
donde tenía respaldado el mensaje y lo revisó. El documento decía:
“F.:
Te escribo para hacerte expresa mi renuncia al rol de docente que desempeño en la
universidad. Las razones son evidentes y hablan por sí solas. Sin embargo, las expondré
brevemente para dejar constancia de ellas. Durante tres años y medio de labor docente
en la universidad privada X he vivido sucesiva y sistemáticamente conflictos tanto con
los jefes de carrera como con el alumnado, primero en el tiempo en que tenía como jefe
a R. y luego siendo tú mi jefe. Desde el comienzo se me ha presionado por evaluar
positivamente a los alumnos y tal exigencia muchas veces ha lidiado con mi vocación y
consecuencia pedagógicas, así como, desde luego, con mi integridad personal.
Cuando he tenido buenos grupos de alumnos y ellos han demostrado, por tanto, un
buen rendimiento, ustedes no se han quejado para nada, pues las notas positivas,
establecidas con justicia por mí, les han venido a ustedes, jefes de carrera, como anillo
al dedo, conforme a la necesidad de mantener este gran negocio de la empresa
educacional; pero cuando he tenido alumnos deficientes y las notas expresan su bajo
nivel de rendimiento, entonces ustedes se han preocupado de manipular mi asignatura,
de presionarme y chantajearme para que evalúe a los alumnos bajo ciertos parámetros,
aprobándolos y logrando las cifras que ustedes exigen para presentarlas a sus monitores
jefes en la capital.
Muchas veces se me ha exigido mediante chantaje que evalúe positivamente a
alumnos que poseen un rendimiento muy deficiente, lo cual ha significado para mí una
exigencia injusta y poco ética, considerando que la labor esencial de un verdadero
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profesor es enseñar eficientemente y lograr transformaciones cualitativas positivas en la
formación personal de los alumnos, lo cual no se logra fomentando la mediocridad o la
negligencia pedagógicas.
Además, desde hace tiempo he insistido que se me diesen reglas claras para proceder,
pero los jefes de carrera –entre ellos tú– no desean entregar y establecer reglas claras y
fundamentales a sus docentes subalternos, pues si proceden así pierden el poder que
requieren tener para controlar al grupo docente. Si hay reglas claras y elementales, que
no se puedan modificar a piacere, o que sólo sufran modificaciones verdaderamente
excepcionales, ustedes pierden entonces la capacidad de control que sí poseen cuando el
grupo docente no cuenta con un panorama consistente de reglas de acción.
A ustedes, los jefes de carrera, les interesa que el docente no tenga un marco de
reglas a las que atenerse, ofrecen reglas provisorias al principio del ciclo académico y
después, a lo largo del camino, establecen reglas contrarias o contradictorias a esas
reglas previas, argumentando que el reglamento es sólo una guía general y que hay que
velar por las excepciones merced al dinamismo del proceso pedagógico; ustedes obligan
a los profesores a cambiar las reglas con el alumnado y a desdecirse con el mismo,
haciendo que aparezcan como poco serios, indignos de crédito y confianza por parte de
los alumnos. A su vez, lo que a ustedes les interesa como jefes de carrera es sólo cuidar
su pega, ya que necesitan que no haya un procedimiento reglamentado sino que el
panorama se modifique en concordancia a la obtención de los índices y cifras adecuados
para ser presentados a la casa central de la universidad en la capital, desde donde
ustedes son monitoreados y les exigen ciertos resultados esperados en el semestre
académico, resultados que deben ser coincidentes y adecuados con los estándares
ideales para el sistema de acreditación educacional.
Yo comprendo que ustedes quieran cuidar su pega, todos desean tener trabajo para
poder subsistir, pero yo les he insistido y rogado que confíen en mí y que establezcamos
un diálogo sincero y confiado en el cual ustedes me expongan sus objetivos reales y
creemos una armonía entre las exigencias pedagógica y académico-comercial, acuerdo
en el cual yo pueda proceder del modo en que ustedes estimen conveniente y así yo
realice mi trabajo tranquilamente, sin tener que vivir experiencias desagradables.
Sin embargo, ustedes se han mostrado sistemáticamente desconfiados, lejanos y
manipuladores con respecto a mí. De un lado han esbozado sonrisas muy agradables y
protocolares, que un incauto o novato juzgaría de franca amabilidad, pero por otro lado
han repetido año tras año el mismo jueguito que antes he descrito: asegurarme en
primera instancia sobre la necesidad de realizar el curso mediante ciertas reglas y luego,
a mitad del ramo, someterme a reglas nuevas y contradictorias, obligándome a
desdecirme con el alumnado y a entrar en naturales cursos de conflicto; han persistido
en monitorear y controlar las calificaciones, sin importarles la causa de las mismas, es
decir, en qué contexto y por qué razón fueron establecidas así, sino sólo importándoles
los números en el libro, para rellenar con éxito sus informes académicos. Tal actitud que
ustedes asumen me parece del todo anti-ética, por ende, muy censurable y además
mafiosa y prepotente.
Con la mayoría de mis cursos, a lo largo de mi breve labor docente, no he tenido
ningún problemas y he creado una sana amistad, pues he tenido la fortuna de
relacionarme con personas bien intencionadas y comprensivas, entre las cuales había
alumnos estudiosos y capaces, así como también alumnos que tenían mayores
dificultades, pero con los cuales podíamos coordinarnos bien y avanzar armónica y
exitosamente hacia los objetivos propuestos. Con todos estos alumnos, la mayoría del
total de alumnos que he tenido, desarrollé en general una excelente relación y logré, con
su ayuda, sortear los obstáculos inherentes al proceso pedagógico, así como también
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con su ayuda pude sortear los obstáculos que ustedes fueron poniendo en mi camino
sistemáticamente, ya que pareciera que la labor de ustedes como jefes de carrera, más
que guiar y coordinar el trabajo de los docentes, es amargarles la existencia y
someterlos continuamente a nuevas y desagradables dificultades.
Sin embargo, con algunos cursos y/o alumnos no he tenido la fortuna de lograr
confianza y buena relación, y entonces ha comenzado a trabajar la maquinaria de
control y represión de los jefes de carrera. Tal maquinaria está diseñada para reprimir y
conducir al docente vía amenaza y temor hacia un fin deseado, antes que entrar con él
en un sincero y amistoso diálogo de trabajo verdaderamente coordinado. Cuando me he
topado con esos cursos y/o alumnos, la maquinaria ha comenzado su tarea, empezando
por acercarse y consultar a los alumnos de mal rendimiento sobre su impresión respecto
al curso, recopilando, naturalmente, impresiones parciales y aisladas de insatisfacción y
preocupación respecto al rumbo de la asignatura. Acto seguido, la maquinaria ha tejido
el panorama para interpelar al docente haciéndolo temer por su estabilidad en la
institución, acusándolo formalmente de graves errores en su desempeño y exhortándolo
a cambiar su actitud, a seguir nuevas reglas de acción, por su propio bien; y la
maquinaria ha hecho todo esto sin antes consultar al profesor por su impresión respecto
del asunto, pues de seguro el testimonio del profesor, si bien debiera ser importante,
parece en buenas cuentas no tener ningún valor objetivo...
No obstante, pareciera que el docente es de antemano culpable de las acusaciones
que se le impartan y parece que es –y debe ser– mano de obra, mula que debe ser
conducida, orientada a la fuerza hacia un fin del que, a juicio de la autoridad, él, como
docente obrero, no puede ser consciente por sí mismo. Parece que el docente debe ser
fustigado y domado, llevado a la fuerza al corral en el que le es asignado permanecer.
Pareciera que con el docente no se pueden lograr acuerdos sinceros y preclaros sino que
se lo debe amaestrar y domeñar; y si es que el docente es una persona muy empática y
abierta al diálogo, capacitado para el sometimiento a cambios, igualmente se lo debe
exponer de vez en cuando a la sana presión del antojadizo y prestidigitador aparato
reglamentario de la institución, para que no olvide su posición en la jerarquía, para que
no olvide que es un asalariado de la educación, un sirviente de sus superiores y de los
clientes, que son los alumnos, los que pagan, y que, por el solo hecho de pagar, están en
condiciones y en plena facultad de someter al docente a tratos injustificados, así como
de exigir, con patronal alboroto, sus notas positivas como lindos regalitos de navidad...
A lo largo de mi desempeño docente en la universidad, me he atenido siempre a los
programas de asignatura, he diseñado y realizado la enseñanza en concordancia fiel y
estricta a los contenidos reseñados en el programa de cada asignatura. Asimismo, he
diseñado y aplicado las evaluaciones en concordancia a los contenidos establecidos y a
las sugerencias metodológicas dadas por los coordinadores y por los programas de
estudio. Tengo el testimonio a mi favor de muchos alumnos de que mis clases han sido
siempre verdaderamente explicativas y dialogales, y muchas generaciones de alumnos
han considerado una buena asignatura su experiencia conmigo. No se me puede
reprochar, en ningún caso, un rendimiento insuficiente en mi desempeño docente, y
muchísimos alumnos son testigos fieles de eso. Lo que siempre ha ocurrido a lo largo de
estos años es que las acusaciones de ciertos alumnos –escasos, de mala base educacional
y de mal rendimiento– hacia mí, en el sentido de ser poco claro y poco serio en la
evaluación, no han sido más que calumnias apoyadas siempre oportunistamente por los
jefes de carrera, como material de apoyo para ejercitar su estrategia de represión y
control.
Como ves, el asunto no es trivial, sino medular a la organización y gestión de la
universidad. Una golondrina no hace verano; yo no puedo luchar contra esta forma de
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trabajar tan retorcida que tienen ustedes y en realidad sólo deseo descansar por un buen
tiempo, verme lejos de gente tan extraña –los jefes de carrera–, individuos infantiles y
esmerados en sus quisquillosas maquinaciones –muy trascendentales para ellos–, seres
anónimos y caprichosos, altivos y ególatras, minúsculos e indescifrables, mafiosos
creadores de tramas teatrales subrepticias, congregados en pequeñas salas de reuniones,
laboriosos en la producción abstracta de inquinas y querellas, personajes kafkianos,
funcionarios de la burocracia educacional, gentes muy, muy singulares…
No tengo más que decir. Mi decisión es definitiva e irrevocable, adiós.”
Una vez que B. revisó el mensaje, se sintió muy satisfecho con el mismo y lo envió
por e-mail a su jefe. En ese instante, tocaron la puerta de su pieza, era su hermana
mayor, persuasiva psicóloga llamada µ.
– ¿B., estás ahí?
– Sí –La hermana entró a la pieza, saludó con un cariñoso beso a B. y se sentó en la
cama frente a él, quien se encontraba sentado en una silla frente al PC.
– ¿Vas a ir a entregar curriculum para esa pega que salió en el diario? –B. tomó el
diario y leyó a µ el aviso de la oferta laboral.
– µ, mira, el aviso dice: “Se abre oficialmente concurso de trabajo en la oficina de
salud municipal para profesionales de la salud y otros profesionales; dejar curriculum en
la Ilustre municipalidad de Ẁ –ciudad donde residía B.–”. No creo que tenga sentido
dejar curriculum en este trabajo pues el aviso dice explícitamente que se necesitan
profesionales de la salud para la oficina de salud municipal; yo soy Licenciado en
Filosofía y Magister en Filosofía, por lo que en realidad mi formación no se relaciona
con esta área laboral.
– Pero el aviso también añade que se necesitan “otros profesionales” –objetó µ.
– Sí, pero seguramente son profesionales relacionados con el área de la salud –repuso
B.
– ¿Pero estás totalmente seguro de eso? Más bien, ¿estás seguro que tu formación no
tenga relación con el área de la salud, en específico, con los trabajos que se ofertan en
este concurso?
– En realidad, no…
– ¿Y entonces? Si pones atención, verás que en este aviso simplemente se dice “otros
profesionales” y, de un lado, no es seguro que sólo deban ser correspondientes al área
de la salud y, de otro, tampoco posees certeza definitiva de que tu formación sea
incompatible o no tenga relación con el área de la salud –finalizó persuasiva µ y B. se
sintió algo tenso y acorralado en el diálogo.
– ¡Pero µ, si el aviso lo deja medianamente claro!, se trata de profesionales
relacionados con la salud y, si lo analizamos fríamente, es justo pensar que la filosofía
no se relaciona con la salud…
– ¿No vas a dejar curriculum entonces?
– No.
– ¿No te vas a presentar a este concurso entonces y no vas a buscar trabajo?
– Sí buscaré trabajo, pero en otro concurso o en otro aviso laboral.
– Pero, ¿y qué sucederá si en la próxima oportunidad existe algún detalle negativo
mediante el cual te persuadas nuevamente, a ti mismo, de renunciar de antemano a
postular al trabajo? Puede suceder en toda oportunidad que busques algún aspecto
negativo y te aferres a él para renunciar de antemano a perseguir una opción laboral…
¿o no?
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– No me estoy predisponiendo negativamente, µ. Mi intención es trabajar. Yo no le
hago asco al trabajo y al esfuerzo, pero creo que debo esperar a que aparezcan ofertas
que tengan verdadera relación con mi área.
– ¡Pero si ni siquiera sabes si no tienes posibilidad en este trabajo! Has concluido
precipitadamente que la clausula “otros profesionales” excluye de antemano a filósofos.
¿Qué razones o elementos te hacen demostrar eso con tanta seguridad?, ¿por qué no
quieres ni siquiera dejar curriculum ahí?, ¿es acaso algo tan dificultoso el dejar ahí un
curriculum? –insistió tenaz µ.
– ¡Porque es claro que el concurso no corresponde a mi área! –repitió cansado B.
En ese instante se llamó a toda la familia a almorzar. Todos se sentaron a la mesa y µ
prosiguió la charla con B., pero ahora con presencia de los padres y el hermano de
ambos. El padre se llamaba &, la madre % y el hermano $, mayor que B., pero menor
que µ.
– Yo creo que es malo concientizarse mal y previamente ante cualquier oferta laboral
–persistió µ, mientras la madre servía los platos con lasaña– y te recomiendo que vayas
a dejar curriculum al concurso laboral.
– ¿Para qué, si es lógico que no voy a ser seleccionado? –alegó B., visiblemente
incómodo.
– ¡Por qué va a ser lógico, hombre! La cláusula de “otros profesionales” es un
denominativo genérico, es general; por ende, admite que tú, por ejemplo, presentes
curriculum, ¿o no?
– No…
– ¿Qué concurso? – interrogó &, el padre de familia.
– Un concurso para profesionales de la salud… –aclaró B.
– No sólo para profesionales de la salud –corrigió µ–. ¿Dónde está el diario?
– En la pieza –contestó B.
– En el diario… –continuó µ– dice expresamente que se necesitan profesionales de la
salud y “otros profesionales”…
– ¡Para la oficina de salud municipal! –alegó B., tomándose la cabeza en símbolo de
cansancio.
– ¿Por qué no vas a dejar curriculum? –interrogó & a B.
– ¡Porque no tiene sentido hacerlo!, es absurdo… El aviso señala que se necesitan
profesionales para el área de la salud…
– Pero también se necesitan otros profesionales… –intervino $, el hermano ingeniero
comercial– ¿Piensas esperar la pega perfecta y estar sin plata cuanto tiempo? Tú sabes
perfectamente bien que el dinero es importante.
– Yo pienso que debes ir a hacer los trámites y dejar tu postulación al concurso –
opinó & mientras bebía vino y manducaba un trozo pequeño de lasaña.
– Es una opción de trabajo, B., debes optar a ella –aconsejó %, la madre tierna y
dedicada, laboriosa dueña de casa, madre que ama a sus hijos.
– Si no resulta, bueno… mala suerte, pero no puedes predisponerte negativamente así
como lo estás haciendo…–explicó $.
– Uff… pero si les he dicho que no tengo opciones en esta oferta laboral; la oferta
deja las cosas claras por sí mismas, ¿es que acaso no se dan cuenta? –respondió quejoso
B.
– Eres tú el que supones eso, pues la opción de “otros profesionales” abre una puerta
que tú, quizás por qué obstinada razón, pretendes desechar de antemano –contrarió &.
– No tengo título profesional; sólo tengo grados: licenciado y magister. Además, soy
del área humanista y esta es el área de la salud. Francamente creo que deberían analizar
el tema en ese sentido… –persistió B.
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– Bueno, ¿sabes qué? –declaró ya molesta y algo ofuscada µ– Si no quieres postular,
no lo hagas… Nosotros ya te explicamos por qué sería bueno que postules.
– Si, no voy a postular, ¿entienden? No voy a postular a ese concurso porque no tiene
sentido hacerlo –dictaminó taxativo B.– Y, por favor, ¿cambiemos el tema para que el
almuerzo sea agradable?
Al día siguiente, B. se levantó muy temprano para ir al centro de la ciudad a realizar
los trámites pertinentes de postulación al concurso antedicho, a recolectar toda la
documentación necesaria para postular. Al subir a la micro abrió la carpeta en la que
guardaría los documentos y sacó un papel donde tenía anotados todos los nombres de
los documentos necesarios a presentar. En la lista figuraban, además de los documentos
a solicitar con su precio respectivo y recinto de solicitud, también los documentos que él
mismo debía preparar. Los documentos eran: curriculum vitae actualizado (con todos
los documentos idóneos: certificado de experiencia laboral por parte de las instituciones
o empresas en que haya trabajado y certificados de título profesional o certificado de
grado académico), certificado de nacimiento, fotocopia legalizada de título profesional,
fotocopia de carnet de identidad por ambas carillas, certificado de situación militar al
día, papel de antecedentes judiciales, formulario completo de postulación al trabajo,
certificado de constancia de que no ha sido expulsado ni ha tenido problemas laborales
en ninguna institución pública, cartas de recomendación ofrecidas desde sus anteriores
trabajos con timbres comprobatorios respectivos a las instituciones o empresas en que
trabajó, certificado de residencia permanente en el país, licencia de enseñanza media,
además de otros documentos de interés que aquí no cabe precisar...
B. bajó de la micro en el centro de la ciudad y comenzó a caminar hacia el registro
civil para comenzar sus trámites; sin embargo, en una esquina fue interceptado por Z1,
un buen amigo suyo, al que todas las personas que le conocían calificaban como un
buen tipo. Z1 era alto, moreno, de rostro algo moreno y ameno; vestía de manera muy
llamativa y juvenil, pero con buen gusto, era muy agradable y relajado, estudiaba
ingeniería comercial. Ambos se saludaron con natural afectuosidad.
– Hola B., ¿cómo estai’?
– Bien, ¿y tú?
– Bien.
– Am… ¿Estai’ ocupado? –En ese instante, Z1
comenzó a referir a B. cuestiones que,
si bien eran interesantes, B. no las podía atender debido a su premura en las diligencias.
– Sí, debo hacer unos trámites para postular a una pega...
– ¡Ah, piola…! Oye… fui donde los Krishna a cocinar, ¿te conté?
– No.
– ¡Tuvo’ pioolaa’!
– ¿Sí?
– Sí; aprendí a hacer una salsa bacán’ que se servía en unos tacos, o sea, en realidad
no eran tacos, eran como unas masitas hechas con levadura y me enseñaron otras cosas
bacanes…
– Mm…
– ¿Qué vai’ a hacer más tarde? Podríamos charlar unas cervecitas...
– Sí pues; yo te llamo más tarde o hablamos por MSN…
– Dale… Oye…
– ¿Sí?
– ¿Te conté que fui a la cámara de comercio?
– No.
– Am… me fue bien, tuvo pioola’…
– ¿Sí?
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– Ee… Hablé con una señora y la vi bien motivada con mis ideas de crear conciencia
y de organizar a los mini empresarios para combatir el monopolio; estuvo bien.
– Bacán.
– ¡Ee! La señora se mostró interesada y conversamos tendido sobre estas ideas y me
habló cosas bacanes. Oye, ¿acompáñame a comprar acá cerca y te cuento?
– No puedo, debo hacer trámites.
– Nah… no seai’ maricón, si no nos demoramos nada…
– Z1, me levanté temprano a hacer trámites, ¿comprendes?
– Ah… dale… pero deja contarte rápido lo que conversé con la señora…
– ¿Qué tal si hablamos por MSN en la noche o bien me vas a ver un rato después?
– Dale… puta’, ya…
– Ok, nos vemos pronto amigo...
– Chao, suerte…
Así B., una vez que pudo desligarse de su buen amigo, siguió su camino hacia el
registro civil. Una vez que llegó a este, ingresó. El registro consistía en un gran salón
donde se organizaban los mesones de atención, que dividían el sector de acceso para el
público y al sector privado de los funcionarios. En el sector para el público estaban
apostadas las filas de duras sillas plásticas de espera; además habían, sostenidos
metálicamente en las murallas, dos telelevisores pequeños, en los cuales se mostraban
programas de difusión de temas ambientalistas del canal National Geographic,
programas del mundo natural relatados por voces de acento español. Había bastante
gente y los asientos estaban prácticamente todos ocupados, pero precisamente cuando
B. entró una señora se levantó con su guagua y B. aprovechó la oportunidad para
sentarse. Comenzó a esperar y a sumergirse en el relato y las imágenes del programa de
turno; el programa decía, narrado en acento español, algo por el estilo: “Los pequeños
ñus han vivido una infancia feliz junto a la manada, pero ellos aún desconocen los
peligros de la agreste sabana y, en particular, este pequeño ñu ignora por completo el
hecho de que en unos minutos más ha de morir…” Al lado de B. había una mujer
relativamente joven con dos niños; los pequeños eran muy inquietos y uno de ellos
observaba a B. con expresión sádica y burlona, como meditando qué hacer para
perturbar su existencia. El niño comenzó pues por tomar el pantalón B. y tironearlo
insistentemente.
– Oiga –dijo B. a la mujer–, ¿podría preocuparse de su hijo?, me está tirando el
pantalón…
– ¡Que te pasa con el cauro’ chico, hueon’ oh’! –se limitó a responder la mujer, con
actitud bastante grosera y desafiante. B. comprendió que no había diálogo posible con
ella. Entonces el niño escupió la camisa de B, riendo sádicamente, con ojos muy
abiertos y brillantes.
– Oiga, su hijo escupió mi camisa; si usted no lo controla voy a tener que darle una
lección a usted, ya que el niño no tiene la culpa que lo críen tan mal…
– ¡Qué huea’ ni qué lección, concha tu mare’! ¿Me estai’ amenazando, gil culiao’?
Ey, Bryan, este hueon’ me quiere pelar el cable… –exclamó la mujer hacia su pareja, un
tipo, por así decirlo –y sin afán elitista–, bastante poblacional. El sujeto vestía ropa muy
chillona y marquera, de estilo rapero norteamericano; el sujeto se dio vuelta y B., al
contemplarlo, sintió, es verdad, profundo temor.
– ¿Qué hua’ te pasa con mi mina, loco?, ¿los’ querí’ vacilarlo’? –preguntó el sujeto
mientras se acercaba amenazante, haciendo movimientos muy expresivos con sus
brazos.
– El niño escupió mi camisa –se limitó a responder B.
– ¡Ah!, ya… lo hubierai’ dicho ante’, pu’…
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– Recién estamos hablando… –aclaró B.
– Ey, Prisci’, no hueí’ acá al loquito, po’ loca, y vo’, Michael, no le tirí’ pollo al
cahallero’; o me hací’ caso o te aforro en la casa, ah… Disculpe, compañero, que este
pendejo e’ entero e’ cuaático’… como su papito no ma’… déjeme limpiarlo…
– No se preocupe… yo me limpio…
– Vale hermanito…
La mujer aprovechó de pedir disculpas brevemente a B. por lo ocurrido y todo volvió
aparentemente a la normalidad; el niño, primero, se quedó tranquilo y al constatar que
B. ya no era fuente posible de diversión para él, se bajó de las faldas de su madre y se
alejó un poco, junto con su hermanito menor, para jugar en el piso. B. se concentró
nuevamente en el programa televisivo, pero de pronto la mujer puso en su celular una
canción de reggaetón muy popular en la actualidad, cuya letra decía:
Y es que mi cama huele a ti, a tu perfume de miel, a ti
Cierro los ojos y pienso en ti, en tu perfume de miel, en ti…
El celular emitía la canción a un nivel ciertamente irrespetuoso respecto de las
personas ubicadas alrededor y lo hacía con tal frecuencia que impedía a B. poder
escuchar el relato español del programa. B. pensaba que tal música detestable no podía
agradar a ninguno de los presentes. Observó a su alrededor y contempló rostros ajenos y
pusilánimes. Había un anciano, de cabello muy blanco, lentes antiguos gigantes y de
actitud muy pasiva, satisfecho, pero a la vez indiferente a todo lo que lo rodeaba; habían
también unas señoras muy arregladas que conversaban y reían alegres, totalmente ajenas
a la música, absortas en su plática jovial. Por último, había un sujeto flaco y alto, de
pelo castaño, rostro pálido, enjuto y serio, callado y muy tieso, al punto que casi pudiese
pensarse que era un maniquí o un cadáver. B. comprendió que a las personas ubicadas
alrededor les importaba bien poco que la música sonara o no; sin embargo, a él le
fastidiaba profundamente.
En un principio, a B. le había molestado el acento español del relato televisivo, pero
la temática del programa le parecía, si no entretenida, si al menos interesante, útil para
capear el aburrimiento de la espera. Así, curiosamente, producto de la ventaja del
programa en ese sentido y debido a la interrupción invasiva que ocasionaba la mujer
popular con su música, a B. le pareció, de pronto, del todo imprescindible y hasta
necesario poder escuchar el programa, tratándose por ende, para él, casi de un asunto de
vida o muerte, en el que parecía jugarse su integridad y bienestar personal. B, sentía
entonces una profunda animadversión hacia la mujer, hacia su pareja y hacia sus niños,
que le parecían ser gente muy ordinaria y vulgar, totalmente invasivas y maleducadas
hacia sus semejantes; deseaba explotar de rabia y poner las cosas en su lugar de una vez.
No obstante, el conflicto anterior lo hizo reflexionar y entender que había cierto tipo de
gente con la cual no se podía dialogar, por lo que se mordió los labios y procuró
mantenerse callado y cauteloso, a fin de no crear enconos hacia su persona y poder
pasar el mal rato de la manera más tranquila posible.
Así, ocupado en pensamientos negativos y teniendo presente en sus oídos, sin tregua,
el ritmo regaettonero, B. cayó de pronto en la cuenta de una realidad presente muy
desagradable: se percató de que antes de sentarse debía haber sacado un número de
turno desde una maquinita numeraria apostada a lo alto de una muralla. Comprendió
que habían pasado ya varios minutos desde que había llegado y que el conteo de la lista
de espera se había alejado muchísimo del posible número que él pudiese sacar. Entonces
B. sintió una furia muda hacia sí mismo y pensó: “¿Pa’ qué sirvieron tantos años de
filosofía, ahueonao’?”. Sabía de debía levantarse a sacar un número, pero, en virtud de
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que el lugar se encontraba prácticamente lleno, perdería irremediablemente su asiento y
seguramente tendría que esperar muchísimo tiempo de pie.
La toma de conciencia de su presente condición incrementó su malestar y fastidio,
pero no había otra salida. De todos modos, le pidió a una de las señoras parlantes que le
guardara el asiento y la señora accedió muy alegre. B. se levantó y pidió permiso para
salir de la fila, dirigiéndose a sacar su numerito; apenas abandonó su silla ya había
alguien bien instalado en ella. Llegó a su destino, sacó su número y, de pronto, un
caballero algo obeso lo miró y le alcanzó un número que tenía en su poder.
– Tome éste –dijo el sujeto, sonriendo muy amable.
– Muchas gracias –respondió B., plenamente reconfortado; vio el número en el que
iba el conteo oficial en el tablero electrónico: 66 b. Luego vio el número que él había
sacado recién, que era el 36 c, mientras que el número que le había dado el amable
sujeto era el 54 b. Por tanto, si no hubiese recibido ese número, tendría que haber
esperado a que la lista avanzara y completara la centena b, comenzara la lista c y llegara
al número que él había sacado. Por el contrario, con el número en buena hora recibido,
sólo debía esperar doce turnos dentro de la centena b, si bien es cierto, de pie, pero sólo
doce turnos, lo cual era ciertamente más soportable.
Muy satisfecho y dando un gentil palmoteo en la espalda de su salvador, se dispuso a
esperar. El sujeto obeso empezó a hablarle a B. y éste lo escuchaba. B. le tomaba
atención, de un lado, por obligada gratitud y, de otro, para descubrir si se trataba de una
persona interesante.
– Uff… todos los trámites que uno tiene que hacer; obvio que no son baratos…
Todos juntos salen bien caros… si los sumas son plata y plata… –se quejó el sujeto,
mirando de reojo a B. y esbozando una sonrisa semejante a la de Elvis Presley–.
Además que la cosa hoy en día está difícil… no hay pega y todo sale plata…
Ante este comentario del sujeto, B. no supo qué responder. No pudo más que esbozar
una leve e inexpresiva sonrisa aprobatoria y un gesto de asentimiento con su cabeza.
– Y lo peor es eso… –prosiguió el sujeto– no hay pega; pa’ más remate estoy
cesante…
– Mm –interjeccionó B.
– ¿Y que haces tú?
– Hacía clases; ahora soy cesante.
– Bienvenido al club, compadre… –respondió sonriendo el sujeto, ofreciendo la
mano a B., a lo que éste se la estrechó, sin mucho ahínco, y esbozó una sonrisa
pensativa– ¿Y hacías clases de qué?
– De filosofía.
– ¡Ah, cesante ilustrado!, ¡fabuloso! Yo soy un cesante comercial… soy técnico en
administración de empresas, pero ninguna empresa me contrata… jajaj –agregó el
sujeto, lanzando una gran carcajada, como si lo último dicho fuese extremadamente
gracioso. B. se sentía algo incómodo con su interlocutor y prefería alejarse de él, pero su
buena voluntad le obligaba a permanecer ahí; sentía que era su obligación ser cortés con
él y retribuirle al menos con su atención el gran favor de haberle salvado de una
desagradable espera. B. observó el tablero electrónico; el conteo iba en el número 60 b–
¿Y qué hacen los filósofos para ganarse el pan?
– Clases… –respondió B.– Disculpe… ¿Usted, ee… tú no esperas un turno? –
consultó B., tratando de aparentar una gentil preocupación por su igual, pero queriendo
en verdad enterarse de aquello para dilucidar cuando podría liberarse de esta inesperada
compañía.
– No, a mí ya me atendieron, pero debo esperar un rato para recibir los
documentos… ¿Y por qué estudiaste filosofía?, ¿para qué?
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– En realidad no se…
– ¿Cómo es eso?
– Supongo que fue un sueño adolescente… –contestó B., con dejo un tanto irónico,
pero a la vez lapidario.
– Mm… Bueno, en realidad a mí me gustó bastante lo que estudié; me gusta todo lo
relacionado con las finanzas… Además, pienso que tengo buen ojo para los negocios,
aunque no tengo un capital necesario para empezar uno propio, si bien se que en algún
momento la tendré, y pronto… Estoy por recibir una herencia, es harta plata, y pienso
postular a un proyecto CORFO para abrir una consultora de emprendimiento… Se trata
de un buen proyecto en el que se puede ganar harta plata… ¿Ustedes no ganan mucha
plata o sí?
– Depende.
– ¿De qué?
– De tu formación académica y de tu desempeño laboral…
– ¡Claro!, es como en todo en realidad… En el mundo de los negocios importa
bastante también que tengas un buen curriculum en experiencia económica… sí. ¿Y
dónde has trabajado?
– Sólo en la universidad privada X.
– Aa… Esa universidad es católica… ¿Y les hablabas de Dios a los cabros?
– De Dios y de la virgen… –respondió B. y ambos sonrieron bufonamente.
– En realidad a quién le importa la religión hoy en día, ¿o no? A mí, por lo menos, lo
que me importa por ahora es tener trabajo para poder ganar plata, pues con plata podré
lograr hacer una mini empresa y ser mi propio jefe, eso es lo que deseo… La plata es lo
que manda y por plata… –A medida que el sujeto discurseaba sobre su tema económico
B. comenzaba a sentir un profundo cansancio. El sujeto no era en sí mismo
desagradable, más bien era ameno y bienintencionado, pero su temática de conversación
le resultaba a B., por decirlo menos, aborrecible. B, cerraba los ojos víctima del letargo
y los abría sobresaltado, esforzándose por no ser descortés con su camarada de
conversación, pero cayendo rendido en la somnolencia. Al abrir los ojos, B. observaba
esa boca grandilocuente que decía una y otra vez “plata… plata… plata… fondos de
pensión, transacciones bancarias, activos y pasivos, inversiones, bolsa, rentabilidad,
préstamos, créditos, plata… plata… plata…”.
De pronto, B. observó el tablero electrónico y con asombro vio el número 65 b, un
número antes del suyo. Dejando por fuerza a su interlocutor hablando solo, avanzó
hacia la zona cercana al mesón de atención, esquivó a algunas personas en su frenético
avance hacia la gloria, pero mientras corría el conteo del tablero avanzó al 66b e
inmediatamente, sin tregua alguna, llegó al 67 b. Cuando B. había llegado ya había otra
persona presentando el número 67 b. Al parecer ya era demasiado tarde. B. se desesperó
al meditar por un instante la idea de tener que rehacer su espera con un nuevo turno,
pues, si bien guardaba el número que sacó, tendría que esperar demasiado, más de lo
que él pudiese soportar.
Entonces observó para atrás y vio a su amigo el cesante comercial, el cual le miraba
fijamente con una expresión muy peculiar que bien podría ser interpretada como un
mensaje de esta índole: “Te estoy esperando para que conversemos un buen rato…”
– Señora… –expresó B. al único funcionario del área de tramitación que a él le
correspondía, una mujer medianamente joven.
– No soy señora, soy señorita… –respondió molesta la mujer. Esta respuesta angustió
a B. ya que comprendió que, sin quererlo, había insultado a la funcionaria al llamarla
señora, lo cual constituía un elemento en su contra respecto a la tentativa de ser
atendido, de convencer a la mujer para que le recibiera a pesar de estar rezagado.
26
– Señorita, disculpe, yo tengo el número 66b… –La mujer levantó la cara desde su
posición baja, rodeada por su PC, máquinas timbradoras y múltiples documentos.
– ¿Usted es ciego? –interrogó ella con gravedad amenazante.
– ¿Por qué?
– ¿No lee acaso el tablero?, dice 67b. Su turno ya pasó; debe hacer una nueva espera
para un nuevo turno.
– ¡Pero señorita!, el tablero avanzó demasiado rápido, yo estaba cerca y no pude
llegar; se lo ruego, por favor… –imploró B.
– Lo lamento, señor; su turno ya pasó. Le ruego que me deje atender a este señor que
está esperando, gracias.
B. sintió entonces una indecible angustia y una gran exasperación. Deseaba arrojarse
contra esa mujer y destruir toda su maquinaria burocrática, deseaba quemar el registro
civil y tener la fuerza de un dios para eliminar de raíz el flagelo del inmundo papeleo de
la faz de la tierra. No exageramos si dijéramos que se imaginaba en ese instante
dictando un discurso en la OEA, proclamando la inminencia de la última y más feroz
batalla, de todos los pueblos libres, contra la omniabarcante burocracia mundial. Sin
embargo, un funcionario más viejo y de mayor rango había escuchado la conversación
entre B. y la mujer, había percibido la angustia y el abandono de aquel y, tras meditar un
momento sobre el hecho, así como preocupado por el reciente alboroto, se acercó.
IV
– ¿Qué ocurre? –preguntó el funcionario superior a la mujer funcionaria. El superior
era un sujeto alto, delgado, de pelo engominado canoso, rostro enjuto, ojos café miel
muy penetrantes y algo enrojecidos por el arduo trabajo de lectura, nariz aguileña, boca
pequeña y muy expresiva; usaba un overol plomo sobre una camisa impecable,
pantalones también plomos y zapatos finos negros.
– Nada, jefe… sólo que este señor ha perdido su turno e insiste en ser atendido…
Hay personas que no entienden las cosas cuando se las dicen de buena manera… –
respondió la mujer con un tono calmado y algo displicente respecto a B.
– El conteo avanzó demasiado rápido; he esperado mucho rato y no es posible que
me obliguen a realizar una nueva espera… –alegó B., visiblemente angustiado.
– ¿Qué no es posible…? –interrogó el funcionario– Déjeme decirle, señor, que es
perfectamente posible que usted deba hacer una nueva espera, créame…
– ¡Pero no es justo! –exclamó B.
– ¿Por qué no habría de ser justo que usted haga una nueva espera si perdió su
oportunidad de ser atendido? –objetó el funcionario, frunciendo el seño con
perspicacia– ¿Sería injusto atenerse a las reglas dice usted? Si no se siguen las reglas
establecidas, ¿puede haber orden en esta sala?
– Le repito que el conteo avanzó demasiado rápido, no se por qué razón, y no se me
dio oportunidad a asistir a mi turno como era debido… ¿Por qué ocurrió eso?, ¿por qué
el tablero avanzó tan rápido?
– Lo que usted dice no puede haber ocurrido, es imposible, ¿sabe por qué?, porque el
conteo del tablero electrónico está cronometrado de modo exacto, no lo manejamos
nosotros, simplemente avanza de manera regular, programado para que cada persona
pueda tener su espacio de tiempo adecuado para acercarse al mesón y presentarse…
– Eso no es así, ¿y ese botón rojo que está ahí?, con ese botón ustedes pueden
acelerar el conteo, ¿o no?
27
– ¿Está usted poniendo en duda lo que le digo?, ¿pone en tela de juicio mi buena fe,
señor? –consultó amenazante el funcionario a B.– Ese botón tiene, efectivamente, la
función que usted ha descrito… pero es utilizado sólo en situaciones excepcionales…
– ¿Y no pudo ser este caso una de esas situaciones excepcionales, a saber, el que se
haya acelerado el conteo justamente en mi turno, por causa de que alguien apretó el
botón intempestivamente?
– ¿Usted apretó el botón? –preguntó el funcionario a la mujer.
– No, señor; yo he estado aquí trabajando en mi lugar.
– ¿Alguien apretó el botón en algún momento, hace poco…? –consultó el
funcionario, a su vez, a todos los subalternos presentes en la sección.
– ¡Noo! –respondieron todos a coro.
– ¿Se da cuenta, usted? –interpeló el funcionario a B.– Ningún funcionario ha
apretado el botón…
– Pero… ¿Cómo puedo yo estar seguro de eso? –preguntó B. con evidente
desconfianza, presa de la frustración.
– Déjeme decirle, estimado señor… –reanudó el funcionario– que yo tengo una
confianza absoluta en mis subalternos. A lo largo de mis veinte años de servicio, en
general, en la administración pública y, en particular, en esta sección, he aprendido a
confiar en todos y cada uno de mis compañeros de trabajo, tanto superiores, iguales o
subalternos. Por ello, lo que usted plantea, a saber, que alguno de los funcionarios aquí
presentes haya apretado el botón y ahora mienta, desentendiéndose de su eventual
responsabilidad, eso, es algo sencillamente imposible.
– Pero, ¿y si alguno lo hizo y luego, por temor a alguna sanción o reto, por pequeño
que fuese, ha preferido lanzar una mentira piadosa, decir que no ha apretado el botón
para evitar un temible castigo o un vergonzoso llamado de atención? –consultó B.
– Le repito: eso es imposible, sencilla y totalmente imposible. Todos los hombres y
mujeres que trabajan aquí, en esta sección, han demostrado, a lo largo de los años, ser
excelentes trabajadores y rendir con sobrada eficacia y compromiso su función laboral.
Ninguno se atrevería a mentirme, pues con ello se expondría a perder mi confianza, lo
cual sería muy perjudicial para él, o para ella claro está...
– O sea… ¿De lo que usted plantea puede inferirse que yo estoy loco? –dijo
sarcástico B., sonriendo con cierta perplejidad– ¿Usted trata de decirme que yo imaginé
el tránsito inexplicablemente rápido de número a número en el tablero electrónico? ¿Eso
es lo que usted trata de decirme?
– Yo no he dicho nada de eso, estimado señor, ni tampoco pretendo insinuarlo.
Simplemente planteo que quizás usted no se preocupó lo suficiente del conteo y quedó
rezagado. Todos cometemos errores, errar es humano…
– Pero si todos cometemos errores, ¿entonces por qué no se me quiere dar la
oportunidad de ser atendido ahora?
– Sí se le da la oportunidad de ser atendido, señor; se le da la oportunidad de que
usted tome un nuevo número del numerario y realice una nueva espera. En el recinto
tenemos cómodos asientos y dos televisores donde usted puede ver algún programa
televisivo para amenizar su espera. Eso es todo cuanto puedo ofrecerle, si me
disculpa… –finalizó el superior, con intenciones claras de alejarse de B. y sumergirse en
sus labores.
– ¡No! –gritó B. ya presa de naciente rabia–, ¡no lo disculpo!, ¡y exijo que se me
atienda! Es tremendamente injusto lo que ocurre aquí... Si no me quieren atender le
exijo que me diga su nombre y el nombre de esta señorita pues me iré a quejar con sus
superiores, y llegaré, se lo aseguro, hasta las últimas consecuencias…
28
– Señor –respondió reconciliadora y templadamente el funcionario superior–, no
debe usted alterarse de ese modo. Le ruego que comprenda la situación y entienda
nuestra obligación como servidores públicos…
– ¡Entender qué!, ¡que me llaman loco, despreocupado, lerdo por no poder acceder a
mi turno! Más aún, entender que se me falta el respeto al no dársele ningún crédito a mi
testimonio acerca del avance excesivamente rápido del tablero… ¿Ah?, ¿entender qué,
ah? –gritaba B. muy excitado y colérico, mientras los presentes alrededor observaban
asombrados lo que acaecía.
– No es cierto, en ningún caso ni yo ni ninguno de mis subalternos hemos querido
faltarle el respeto a usted… Yo le he expresado con toda sinceridad mi férrea confianza
en mis trabajadores, pues ellos serían incapaces de mentirme, ¿o no? –El superior
comenzó a mirar a sus subalternos uno a uno alternativamente, con dejo investigativo–
Ninguno de ustedes sería capaz de engañarme ni de traicionarme, ¿o sí…?
Todos los subalternos miraban seriamente a su jefe inmediato desde el plano bajo de
sus asientos, sentados, todos, mujeres y hombres, gordos y flacos, bigotudos y calvos, lo
miraban con seriedad y cierto temor. Pero había un hombre muy pequeño, vestido de
modo humilde pero formal, de pelo engominado y carácter débil, que sudaba demasiado
y adquiría a cada momento una actitud demasiado nerviosa, al punto que su conducta se
hacía muy notoria.
– Usted… ∞ –dijo el superior dirigiéndose a él– ¿por qué suda tanto usted, ah? ¿Por
qué está tan nervioso?, es muy extraño… ¿Acaso siente culpa por alguna razón y tiene
algo que ocultar, eh?
De pronto, el pequeño funcionario ∞, flaquito y minúsculo, débil y feo, se arrojó al
suelo sollozando y dijo:
– Jefe, yo apreté el botón… ¡perdóneme, por favor, se lo ruego! –así, lloroso, ∞
abrazó las piernas de su jefe, notablemente arrepentido, casi destrozado en su
autoestima.
– ¿Cómo? –exclamó con exagerado asombro el superior– Usted…¿por qué usted,
∞?, que ya lleva tantos años en esta sección, usted, al que yo consideraba uno de mis
más leales subalternos, ¡oh, no, usted ha apretado el botón!
– Sí, jefe, yo lo he hecho... y muchas veces… ¡Por favor, no me acuse, no me eche,
se lo imploro, piedad!
– Pero… Si esta vez usted me ha mentido, si ha apretado este botón tantas veces que
yo ni siquiera sospecho, y luego ha dicho no hacerlo, si usted me ha traicionado con
alevosía, ¿cómo puedo entonces confiar en usted?, ¿cómo puedo estar seguro de que
usted no me ha mentido durante años?, ¿cómo puedo tener certeza, por ejemplo, de que
usted no es un hombre mal intencionado, venenoso, un tipo que eventualmente se
muestre adulador conmigo y con todos aquí, pero que, a mis espaldas, difame nuestra
sección, un sujeto ponzoñoso que diga cuestiones negativas de mi y de cada uno de los
funcionarios, y perjudique así nuestra oficina?, ¡ah, dígame!, ¿cómo puedo confiar en
usted?
– ¡No, señor! Yo jamás le haría eso a usted, yo… sólo he apretado este botón de vez
en cuando ya que me parece muy bonito y me gusta cómo el tablero avanza más rápido
al apretarlo… Se que es una estupidez y que no debía hacerlo… pero es que sentía tanto
poder, tanta autoridad y satisfacción al apretar ese botón…
– ¿Pero por qué no lo hacía en horarios extraoficiales? Usted sabe que con su
proceder perturbaba el desempeño adecuado de la atención al público. Ahora me
explico tantas anomalías sucedidas a lo largo de estos meses, ¡y hasta años!, en el
desempeño de la sección, ahora se cuál era la pieza misteriosa que faltaba para aclarar el
29
rompecabezas de todos esos errores que a mí juicio resultaban inexplicables y que
atribuía, preferentemente, a errores humanos involuntarios en el funcionamiento común;
¡ahora lo entiendo todo!
– Pero, jefe… es que no lo podía evitar. Dígame si no es bonito el botón… por favor,
entiéndame, perdóneme, se lo ruego… Le prometo que no lo apretaré nunca más si no
es con su permiso…
– Usted sabe que el único a quien se le permite apretar ese botón en esta sección es a
mí; usted lo sabía perfectamente todo este tiempo… Usted ha visto como incluso yo me
he privado por lo general de apretar el botón y sabe también que en eso yo he sido muy
estricto, pues la utilización de ese recurso debe ser tomado como algo muy serio, bajo
las instrucciones precisas de su uso y en armonía con el funcionamiento eficiente de la
sección…
– Pero es que siempre he deseado tanto apretar ese botón, siempre, tantas veces como
sea posible… es que es tan brillante y perfecto… es como uno de esos juguetes que
siempre anhelé en mi niñez… Pero si usted me echa, jefe, ¿qué voy a hacer?, ¿qué será
de mí?, ¿qué pasará con mi familia si no tengo trabajo?
– Disculpe que me entrometa en esto –interrumpió B. dirigiéndose al funcionario
superior–, pero, si usted analiza el asunto fríamente, comprenderá que sólo se trata de
una niñería, de algo que carece por completo de importancia, piénselo… me refiero a
que… ¡se trata de un simple botón!, nada más… ¿Es eso motivo de tanto alboroto, que
alguien apreté o no un botón? Yo creo que lo mejor es que me atiendan a mí ahora, que
luego usted y su subalterno aclaren el asunto y superen el malentendido como un evento
realmente insignificante...
– Usted se equivoca –contestó secamente el superior–. Este asunto es más delicado
de lo que usted cree… La cuestión no se limita simplemente al hecho de que este
funcionario, irresponsable y malicioso, apretase el botón y nada más, el tema no se
limita a un dedo apretando un botón, señor. La cuestión es mucho más problemática y
delicada, pues se trata de un funcionario que ha mentido y engañado alevosamente a su
superior, a quien debe lealtad y obediencia. Levántese –ordenó al funcionario inferior–,
deme su carnet de funcionario… –El inferior se levantó llorando y entregó el carnet–
Diríjase a mi oficina y espéreme ahí.
Entonces ∞ se genuflectó y abrazó suplicante las piernas del jefe, aferrándose a ellas
con fuerza, pero este lo pateó alejándolo; luego ∞ se levantó del suelo, limpiando sus
lágrimas, se acercó a su pequeño escritorio y tomó un par de cosas, una foto enmarcada
de su familia y algunas otras pequeñeces; caminó entonces hacia la zona restringida de
acceso privado a funcionarios, curco y liquidado, sollozando y gimiendo amargamente.
– Le ruego que me disculpe, señor, por este penoso malentendido –expresó serio y
altivo el superior a B.–. Por favor, dígame usted qué documentos necesita y yo
personalmente se los prepararé ahora mismo, indicándole a usted su precio…
– Muchas gracias –dijo B., echándose para atrás con orgullo, con actitud de
importancia, esbozando una sonrisa vencedora hacia la mujer funcionaria, ante lo cual
ella agachó la cabeza encolerizada, sumergiéndose, frustrada y con deseos de revancha,
en su silenciosa y detallista labor– Emm… En realidad sólo necesito estas cosas:
certificado de nacimiento, certificado de residencia, papel de antecedentes y certificado
de situación militar.
– Ya veo… –contestó el funcionario– Mire: de esos cuatro documentos sólo
podemos prepararle tres: el certificado de nacimiento, cuyo valor es de setecientos
ochenta pesos, el papel de antecedentes, de ochocientos pesos y el de residencia, de mil
cuatrocientos pesos. El otro documento debe usted pedirlo en el cantón de
reclutamiento.
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– De acuerdo.
– Deme sus datos…
B. dio todos sus datos al funcionario y éste le indicó que esperase unos minutos para
recibir los documentos. B. se dio vuelta y aún estaba presente su amigo el técnico en
administración de empresas. Sabía que debía alejarse para dejar libre el espacio de
atención al público y que, por la disposición de la gente y del lugar, debía avanzar
irremediablemente hacia el encuentro con su interlocutor comercial. Éste sonreía y lo
miraba fijamente, sosteniendo una carpeta. Avanzó entonces a su encuentro.
– El alboroto que armaste, ah… Está bien… Es bueno recodarle a esta gente que su
trabajo es ser servidores públicos y que les pagan con nuestros impuestos para ayudar a
la gente, no para perjudicarla… –B. aceptó sonriente y orgulloso el comentario de su
interlocutor.
– Sí; esta gente es tan burocrática que enferma… –señaló B., como de soslayo y en
tono muy bajo para no se escuchado por el funcionario superior.
En ese instante, el sujeto comercial comenzaba a hablarle nuevamente a B., pero esta
vez no precisamente de asuntos económicos, sino que más bien intentaba indagar en
cuestiones privadas de la vida de B., haciéndole preguntas para averiguar cuánto ganaba
B. en el trabajo que había desempeñado, qué nivel socio-económico tenía su familia y
otras cuestiones por el estilo. B. se sentía ya profundamente incómodo, pero sentía que
no podía deshacerse de su interlocutor. De pronto, la mujer funcionaria hizo un gesto al
sujeto comercial y éste, tras dar un amistoso y enérgico palmoteo a la espalda de B., casi
golpeándolo, y giñando su ojo complicentemente, le dijo mientras avanzaba al mesón.
– Espérame un momento. Voy a buscar mis documentos y después me das tu
teléfono para que nos juntemos de pronto a charlar…
B. divisó entonces un asiento libre y se sentó en él a esperar al funcionario superior.
Tras unos minutos, éste lo llamó y B. se acercó.
– Bien, señor B., aquí están sus documentos. El precio total de ellos es de dos mil
novecientos ochenta pesos.
B. le dio el dinero y, tras recibir lo que necesitaba, partió raudamente fuera del
registro civil, mientras el sujeto comercial corría a su encuentro para abordarlo y pedirle
su teléfono. B. hizo parar un automóvil colectivo que en realidad no le servía, todo para
evadir de una vez a su persecutor. Se subió al auto y éste partió. A las dos cuadras de
camino B. dijo al chofer.
– ¡Oh, discúlpeme!, este colectivo no me sirve, me confundí… –El chofer miró a B.
con una aguda belicosidad.
– ¿Y pa’ qué se subió entonces?, perdí un pasajero en el lugar donde usted se subió;
todo por su error; debería pagarme el pasaje por eso…
B. se bajó ignorando al chofer y se alejó rápidamente tras los insultos del mismo.
Comenzó a avanzar por las calles del centro de su ciudad. En busca del cantón de
reclutamiento; consultó a un carabinero la ubicación del mismo, quien le dijo que el
cantón se encontraba al lado de la gobernación marítima. La gobernación marítima
estaba medianamente lejos; a pie se demoraría unos diez a quince minutos, y no tenía
sentido tomar transporte para llegar. Era un día soleado de bastante calor. B. caminó
largo rato hasta estar cerca del lugar, atravesándose con mucha gente pues ya eran las
once de la mañana y circulaba bastante gente por todos lugares del centro. De súbito fue
saludado por tres ex alumnas de un curso con el que había tenido muy buena relación.
– ¡Hola profe! –dijeron las tres a coro.
– Hola niñas, ¿cómo están?
– Bien, ¿y usted? –preguntó la líder natural de ellas, una muchacha histriónica y
dulce, aunque un poco obsesiva en su conducta.
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– Piola… –respondió B., juvenilmente…
– ¡Que rico verlo! Oiga, profe, ¿es verdad que ya no sigue en la universidad? –
consultó la misma, mientras las otras dos observaban fijamente a B.
– Sí.
– ¿Y por qué? –preguntó otra.
– Porque en la universidad no se toleran los profesores consecuentes.
– ¡Pucha profe!, lo extrañamos… Siempre nos acordamos de usted. ¿Y qué va a
hacer ahora? –dijo la líder.
– Estar cesante, leer y escribir, hasta que encuentre otro trabajo…
– Am… Profe, ¿sabe que ahora nos hará clases F.?, nos hará la asignatura de
Teología de la Educación.
– Me parece bien; él es un teólogo de tomo a lomo… –sugirió sarcástico B.
– ¿Sí?, ¿pero sabe qué? F. ya nos está tratando mal; nos ha dicho estúpidos e
imbéciles…
– ¿En serio?, qué devoto modo de tratar al prójimo, ejemplo digno de las virtudes
teologales… ¡No les puedo creer! Ustedes deberían quejarse; deberían redactar una
carta a la rectora expresando su molestia oficial ante ese trato injusto e insolente, ¿no lo
creen?.
– Es que nos da miedo… –indicó una de las dos amigas subordinadas.
– Entiendo… Bueno, si es así, lo más conveniente es que eviten confrontarlo ya que
ciertas personas pueden llegar a ser muy vengativas si tienen el poder para serlo… Será
mejor que lo ignoren cuando los insulte, aunque sea difícil, y será mejor que sólo se
preocupen por pasar el ramo, es un trámite… Ya tendrán mejores profesores y, por
ende, mejores asignaturas…
– Sí –respondieron todas, en acuerdo completo con su ex profesor.
B. abrazó cariñosamente a las muchachas, deseándoles lo mejor, y ellas a él; se
despidió y siguió su camino.
Al llegar al cantón, B. ingresó al mismo. Se trataba de una pequeña oficina en la
cual, sin embargo, habían apelotonadas varias personas, sobre todo jóvenes de aspecto
regaettonero. Quien atendía era un militar delgado pero fornido, con su uniforme y
boina roja, asesorado por una mujer joven y elegante. El militar era un sujeto bastante
locuaz, por no decir berborreico, que bromeaba y se burlaba de los jóvenes a cada
momento.
– ¿Ustedes creen que se van a liberar del servicio militar, jajaj? No sean giles, cabros
chicos tontos; lo mejor que pueden hacer es entrar a las fuerzas armadas; es el único
lugar donde realmente tienen futuro personas como ustedes...
B. se sentó a esperar su turno; de un momento a otro, comenzó a sentir una gran
somnolencia pues en la noche había dormido poco y porque una radio pequeña emitía
canciones románticas antiguas, melodiosos y dulces valsecitos y baladas de antaño. B.
cerraba los ojos presa del sueño e intentaba abrirlos para mantenerse despierto y no
perder su turno. Entonces se vio haciendo clases, entrando a la sala con tranquilidad y
estilo propios de un buen académico. En su clase, B. desplegaba un pletórico discurso
sapiencial acerca de bellas verdades de ayer y hoy, pinceladas emotivas y elocuentes de
sabiduría, y sus alumnos predilectos le escuchaban con ávida atención y admiración. De
improviso, ingresó a la sala el militar antes mencionado, con su uniforme más
impecable, echando una mirada altiva y dictatorial tanto a B. como a todo el alumnado.
– B., ¿con qué derecho usted hace clases en esta sala? –preguntó el uniformado,
interrumpiendo el locuaz florilegio sapiencial de B., quien se sintió totalmente pasado a
llevar por esta intempestiva irrupción.
32
– ¡Pues con el derecho que me dan los grados de Licenciado en Filosofía y Magister
en Filosofía!, además del hecho de haber sido contratado para ello en esta institución…
–exclamó B. desafiante y orgulloso hacia su enemigo.
– ¡De acuerdo! Pero… ¿usted es profesor?, ¿ah? –Todos los alumnos miraron
entonces a B. esperando que, como profesor portador de un digno status, se defendiera y
pusiera las cosas en su lugar, reivindicándose como el docente adecuado para ellos en
esa asignatura, y para que despejara cualquier acusación y posibilidad de ineptitud.
– No; pero si esta institución educacional me ha elegido como docente es porque
reúno las condiciones para serlo, ¿o no? –respondió secamente B.
– Me imagino… jejej… –respondió irónico el militar– Usted, B., que es filósofo,
¿tendría la gentileza de responder a una sola pregunta?
– Disculpe, pero no se en verdad a qué se debe esta repentina irrupción… Yo estaba
realizando mi clase para los alumnos y usted…
– Sí, en eso usted tiene toda la razón, y le ruego que me disculpe por mí acción
invasiva, pero hay un asunto muy importante que me trae aquí por encargo de las
máximas autoridades… Pero… le suplico que no desprecie mi solicitud y responda a
esta única pregunta: ¿Quien mejor pesca es el pescador, o no?, ¿quién mejor piensa y
proyecta el diseño de los edificios es el arquitecto?, ¿quién mejor gobierna es el
gobernante?, ¿quien mejor arregla zapatos ha de ser el zapatero?, ¿no es cierto?
– No necesariamente… –replicó lacónico B.
– ¡Oh!, ¿qué intrincada lógica y qué enrevesado razonamiento argüirá usted a su
favor para poder convencernos a todos nosotros, señor B., acerca de su competencia
como docente de esta universidad?, jejej… Ustedes los filósofos son unos magos
excelentes de la persuasión, no cabe duda… Según usted, seguramente, no hay que ser
profesor para ser un buen profesor, jejej…
– El título de profesor es sólo un cartón. El verdadero profesor se hace en las aulas…
–arguyó B., algo arrinconado ya por su adversario.
– Bien pensado, docente B., jejej… Es decir, según su razonamiento, entonces no
hay ningún problema, por ejemplo, en que no hayan universidades y carreras
universitarias o técnicas, vale decir, verdaderas instancias de formación de
profesionales, pues, según usted, son del todo innecesarias y prescindibles… Según su
argumento, el profesional se hace en el camino del ensayo y error laboral… Para usted
no hay ningún inconveniente en que no hayan carreras que acrediten la competencia
laboral de las personas en diferentes trabajos; por ejemplo, no hay problema en que no
haya carreras de ingeniería y en que los ingenieros sean todos los fulanos de las faenas y
ambientes laborales sin más, sin distinción, así de simple, ¿no es cierto? Para usted, los
ingenieros en construcción, por ejemplo, serán aquellos que aprenden en la misma
contru’ su ciencia… Eso es lo que se puede inferir de su razonamiento, B. Y también se
puede inferir de su argumento que, si se producen, por ejemplo, accidentes en los
trabajos por negligencia laboral, producto de la poca capacidad técnica de los
profesionales, el trabajador no tiene responsabilidad alguna de ello y el sistema laboral
debe ser así, asunto cerrado… ¿o no? Para usted no hay problema en que todos los
profesionales de nuestro país se formen solamente en los mismos trabajos… Por ende,
para usted no hay problema en que el profesor se haga en el ensayo y error de la
enseñanza que imparte a sus alumnos y estos no se pueden quejar de estar sufriendo la
condición de conejillos de indias de un aprendiz de brujo… ¿No es eso lo que se deduce
de su pensamiento, B.? Para usted, los alumnos deben ser conejillos de indias de su
aprendizaje, que debe comenzar en la misma aula. ¿No es eso lo que trata de decirnos
usted, señor B.?, jejej… Jóvenes, les presento a su profesor el aprendiz de brujo B., a su
profesor que no es profesor, a su docente que no es docente… jajajaj…
33
– ¡Ya basta! –exclamó B. furioso y avergonzado–, usted no tiene el menor respeto y
ubicación… Ha interrumpido mi clase y pretende más aún humillarme frente al
alumnado… Ni siquiera lo conozco y…
– No se apure, B., no se apure… pues aún no acabo… Mi intención y deber aquí es,
además de denunciarlo como un sujeto incompetente en el área de la docencia, como un
profesor inepto, además de ello, digo, es informarle a usted algo muy importante…
– ¡Puede informarme eso último y salir de la sala, por favor!
– He venido a informarle, B., que usted no ha cumplido con dos deberes de todo
ciudadano de nuestro país: ¡usted no realizó su servicio militar ni regularizó su situación
militar en su momento y tampoco realizó el cuarto año de enseñanza media! Sí, señor
B., usted pretendió, como algo totalmente posible, el engañar a la sociedad presentando
en la universidad una falsa licencia de enseñanza media adulterada, y con ella pudo
acceder a estudiar licenciatura y magistratura en filosofía; pero, para su desventura, ha
sido descubierto. Conforme a ello, todos sus grados académicos obtenidos hasta ahora
son sencillamente nulos, inválidos y, por ende, usted no posee esos grados que dice
poseer, aunque los haya cursado oficialmente son inválidos, son inexistentes, así de
simple. Usted debe ser enrolado inmediatamente en el regimiento y cumplir su servicio
militar, realizar su cuarto año de enseñanza media de manera vespertina y comenzar
luego una formación profesional nueva, pues usted, en verdad, no ha hecho nada
superior al tercer año medio. ¿Me hago entender, colegial B.?, ¿ah?, jejej…
Ante tales declaraciones, B. palideció de terror, sintiendo nauseas y fuertes mareos, a
punto de perder el conocimiento. Algunas alumnas lloraban de decepción, echadas
cabeza abajo sobre sus brazos, en sus respectivos bancos, y otros alumnos exclamaban:
“que tipo más chanta el profe B.…”, “miren, teníamos de profe’ a un colegial…” o
“para que contraten a tipos así esta universidad debe valer callampa…”. El militar se
acercó a B. y le tomó su brazo abusivamente, remeciéndolo con violencia.
– ¡Al suelo!, veinte abdominales y treinta padre nuestros, soldado, ¡a cantar el himno
del regimiento!
– ¡Noooo! –gritó desesperado B.
Como es de suponer, B. había tenido, en su letargo, una honda pesadilla y recién
despertaba, remecido por el militar.
– Oiga, se quedó dormido; tenemos que cerrar… –señaló el uniformado.
– Pero… es que necesito mi certificado de situación militar…
– A ver, deme su nombre completo y su RUT… –B. recitó su nombre y su RUT– Ya,
espere un momento…
El militar revisó en el computador el sistema de registro de civiles en el ejército;
imprimió el documento y se dirigió a B.
– Son ocho mil quinientos pesos.
Al escuchar el precio, B. sintió como si le diesen un puñetazo en la cara; revisó su
bolsillo, sacó su dinero y éste alcanzaba para el precio, pero no podría guardar lo
necesario para la micro o el taxi colectivo que requería para volver a su hogar y debería
entonces irse a pie. Entregó el dinero y el militar soltó displicente el documento,
mirando fijamente a B., quien luego de recibir el mismo salió de la oficina y avanzó por
la calle. Entonces eran las una de la tarde. Sabía que en la municipalidad y en las
notarías atendían también en la tarde y que podría cerrar sus trámites e ir a dejar su
postulación, pero debía ir a su casa a buscar dinero. Comenzó a caminar en dirección a
su casa, sabiendo que el camino a pie duraría por lo menos una media hora bajo un sol y
un calor algo desagradables.
34
V
B. no deseaba caminar hasta su casa a pie, pero no tenía otra opción. Además de ello,
estaba muy molesto por este asunto de la postulación al trabajo, a su juicio se trataba de
una cuestión del todo descabellada. “Esta postulación es sencillamente ridícula…”
meditaba B. mientras caminaba hacia su hogar, muy acalorado, “y más ridículo soy yo
por hacerles caso a todos en la casa y postular a esta pega… Todos estos trámites
costarán en total más de quince mil pesos y es prácticamente seguro que no seré
seleccionado para ningún trabajo en la oficina de salud municipal, sencillamente porque
no reúno en ningún caso el perfil y porque los trabajos que se ofertan no tienen ningún
vínculo con mi formación… ¡Pero claro!, si en la casa me negaba finalmente a postular,
seguramente luego me recriminarían de que me niego de antemano a buscar trabajo,
dirían que soy cómodo y que no tengo motivación para lograr ser autónomo…”.
Mientras B. caminaba divisó a algunos ex amigos que venían en dirección contraria a
la suya por la vereda del frente. Simplemente los ignoró pues sabía que a ese tipo de
gente venenosa e hipócrita no tenía sentido tratarla. Comenzó a rememorar las razones
del rompimiento y ulterior enemistad con estos sujetos. “W® y C
© son el vivo reflejo de
la idiosincrasia de nuestro país…” meditaba, “tipos oportunistas, manipuladores,
traidores y venenosos… Demostraron lo que son al subir ese video a internet, a
Facebook, manteniéndolo ahí durante semanas y asegurándose de que el video fuese
visto por mis jefes y alumnos, agregando a estos a sus perfiles de cuenta y anunciando
con esmero la primicia, la existencia del controvertido video del docente B… para ser
visto por toda la comunidad. Ellos sabían perfectamente que al ser visto ese video,
donde yo salía ebrio hablando odiosidades jocosas y ridículas contra la iglesia y la
religión, podrían lograr su objetivo: perjudicarme en mi trabajo, lograr que yo fuera
fichado y que se me hiciera la vida imposible en la universidad, hasta ser echado u
obligado a renunciar para mantener mi salud mental… Y en verdad lo lograron; por
supuesto que debieron celebrar en privado con mucho alborozo, brindando por su alegre
hazaña… Luego, naturalmente, se desentendieron del todo de su responsabilidad
cizañera y mantuvieron una hipócrita neutralidad… Sin duda ellos son una mierda de
personas… son como mucha gente de este país, mal intencionados, egoístas, sínicos…
Con esas personas no se puede ser sincero e incauto, pero lo mejor que pude haber
hecho fue desligarme de ellos, aunque demasiado tarde… sin captar antes la calidad de
personas que eran. Con todo, debo estar muy atento a lo largo del tiempo, pues cuando
obtenga y desempeñe otros trabajos, ellos quizás se enteren de mi situación laboral y
pretendan de nuevo divertirse perjudicándome hasta que yo sufra nuevamente perjuicios
por su causa. Por lo mismo, en cuanto pueda darles un ataque certero, lo haré sin
dubitar, no por venganza, sino por defensa, para que sepan que no pueden actuar tan
impunemente y con tanta malicia, agrediendo terriblemente a alguien, y luego salir
airosos, triunfadores de su empresa…”
B. meditaba mientras avanzaba raudo y empapado en sudor. “Además, están
realmente enfermos de la cabeza, pues su manera de relacionarse con la gente es
francamente desagradable: son invasivos, irónicos, burlescos y difamadores… Por algo
mucha gente se ha alejado de ellos… Es muy cierto lo que decía una vez un español
respecto de la gente de este país: “ustedes, en su país, son como millones de cucarachas
dentro de una botella abierta, ¿por qué?, porque están todos metidos en la mierda y si
alguno quiere salir, si alguno quiere despegar y buscar otro destino, las demás
cucarachas lo agarran de las patas y lo devuelven a la botella, a la mierda… No se
necesita tapa…” Si, era bastante cuerdo lo que él decía… Pero bueno… hay que
aprender a levantarse del barro para llegar hasta la tierra firme, hasta los pastizales
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hermosos… hay que aprender a lidiar y manejar a las cucarachas, hay que aprender a ser
cauto y perspicaz, desconfiado, pero también hay que aprender a reconocer las flores
donde ellas crecen únicas e invaluables, pues las hay, sin duda que las hay en medio del
lodazal; es verdad que en medio del basural hay cachivaches preciosos, botados,
ignorados para siempre, secretos de belleza y espiritualidad admirables… Sólo es
menester tener los ojos del alma bien abiertos y adiestrados para reconocer y apreciar lo
más precioso… Esa es una de nuestras grandes obligaciones en la vida, lograr abrazar lo
hermoso, para reclamar y anunciar con sensatez el logro de un destino digno, la unión
orgullosa al sentido de la existencia, la lógica augusta del vivir humano…”
Una vez que B. llegó a su hogar, almorzó y partió, algo más tarde, hacia la notaría, a
finalizar sus trámites. En la notaría consultó con una asistente la obtención de los
documentos requeridos y su precio. La mujer fijó un precio, pero B. señaló que le
parecía extraño el valor, pues él tenía entendido que el costo era menor. La mujer se
molestó bastante por el reparo de B., pues de algún modo ponía en tela de juicio su
dominio del trabajo notarial.
– ¿De manera que usted es el que fija los precios aquí? –consultó seria y belicosa la
mujer.
– Sólo le estoy preguntando si está segura de que esos sean los precios… –contestó
extenuado B., pues con los percances de los trámites anteriores ya no quería más guerra.
– ¡Claro que sí estoy segura!. ¡qué pregunta! –exclamó la mujer– Además, usted
debe sacar fotocopias de sus documentos y traerlos para hacer las copias legalizadas...
– He venido otras veces a realizar trámites aquí: siempre he entregado los
documentos y los han fotocopiado ustedes mismos, incluyendo el valor de la fotocopia
en el precio total… ¿Parece que usted es nueva aquí? –precisó B., muy cansado.
– Amm… No, no soy nueva… Espere un momento.
La mujer comenzó a hacer otros trámites de otros clientes e hizo esperar a B.
alrededor de media hora, quizás para darle una lección. B. no pretendía reclamarle sino
que ya estaba resignado a esperar mudo y sentado. Sin embargo, ya era demasiado
tiempo aguardando y B. se vio obligado a actuar. Tras esa media hora, B. se levantó y
observó serio a la mujer, quien hizo un gesto como de sorpresa, queriendo quizás
expresar con esa actitud que había olvidado por completo atenderlo.
– ¡Oh, espere, ya vengo! –exclamó la mujer, sonriente y victimaria.
Tras todo el tiempo transcurrido, alrededor de cuarenta minutos, finalmente la mujer
llegó y entregó a B. los documentos, cobrándole sólo el precio que B. había señalado en
un principio respecto de los mismos. B. entonces meditó: “es verdad lo que dijo cierto
escritor: los funcionarios públicos son personas muy quisquillosas y orgullosas; si
sospechan que se les ha ofendido de algún modo, flagrante o imperceptible, se esmeran
en tomar represalia hacia su enemigo, pero siempre dentro de los abstractos marcos de
la formalidad y legalidad…”.
Ya con todos los documentos necesarios para la postulación reunidos, B. los ordenó
y los metió en un gran sobre, cerrando el mismo y escribiendo en él cuidadosamente sus
datos personales y otros datos necesarios requeridos. Todo estaba listo. Partió entonces
raudo hacia la municipalidad de la ciudad, para entregar su postulación y concluir el
calvario. Al llegar a ella, constató que había una gran fila de postulantes y que debería
realizar la fila de espera. Se consoló a sí mismo diciéndose “falta poco, falta poco…”.
La espera en la fila fue realmente larga y tediosa, una aburrida odisea de pie y
calurosa. Al llegar al ventanal de atención, B. extendió el sobre a modo de súplica,
pensando que ya se liberaba de su obligación. Entonces a través del vidrio oscuro
apareció el rostro de un funcionario municipal.
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– ¿Usted viene a dejar postulación al concurso del servicio de salud municipal? –
preguntó el funcionario.
– Sí –respondió lacónico B.
– Pero aquí en el sobre usted pone como datos generales que es Licenciado en
Filosofía y Magister en Filosofía, ¿para qué postula a ese concurso?
– Para encontrar trabajo, supongo… –precisó B. Cabe decir que detrás de B.
aguardaba impaciente y acalorada mucha gente y que los cercanos en la fila
comenzaban a impacientarse por esta conversación entre B. y el funcionario.
– Mm… Pero usted debería ir al SERME o a los colegios, o a las universidades…
Ahí es donde usted podría encontrar trabajo… –recomendó el funcionario.
– Las bases del concurso señalaban que además de extenderse el concurso a
profesionales de la salud, se extendía también a “otros profesionales”… –señaló B.
– Pero más encima usted sólo tiene grados… Aquí no dice que tenga título
profesional… Además, la cláusula de otros profesionales está dirigida preferentemente a
psicólogos y asistentes sociales, no a filósofos… ¿Qué trabajo podrían desempeñar
filósofos en el área de la salud?, ¿no le parece a usted descabellado postular a este
concurso?
– Para serle sincero… sí.
– ¿Y para qué pierde el tiempo entonces? –Este último comentario desagradó mucho
a B., que respiró hondamente para mantener la templanza.
– Pero… ¿No podría usted aceptar mi postulación y el comité de selección del
concurso evaluará y decidirá mi competencia?
– Sí, desde luego, ellos son los que tienen que decidir… Yo sólo le comentaba el
asunto para que no tenga falsas expectativas…
– Le agradezco mucho su gentileza; bueno, entonces, tome –finalizó B., extendiendo
su brazo con el gran sobre y calculando el introducirlo por la pequeña rendija, lo cual
era imposible por la pequeñez de ésta.
– De todos modos, no puedo recibir su postulación porque esta fila corresponde a
otro concurso, no al que usted vino. Este es el concurso de técnicos en construcción para
las obras de construcción municipales. Debería haber consultado antes de realizar toda
la fila y esperar tanto… –dijo el funcionario, sonriendo ante lo que a su juicio era una
actitud bastante torpe de parte de B., quien figuraba visiblemente alicaído y fatigado.
– ¿No es el concurso?, ¿y dónde debo entregar entonces la postulación? –interrogó B.
– La recepción de postulaciones era, de hecho, para hoy a esta hora, pero se cerró, ya
que el concurso mismo fue suspendido, ¿por quién y por qué razón?, eso yo lo
desconozco, y le aconsejo que, si desea averiguarlo, solicite audiencia con las
autoridades respectivas. No le miento si le digo que el concurso se suspendió hoy
mismo… y no lo reabrirán hasta nuevo aviso… Por ahora no hay manera que ni usted ni
nadie postule…
– ¡Pero cerraron el concurso hoy mismo, el mismo día de postulación! –exclamó
furioso B.– ¡que falta de respeto!, ¿y por qué no avisaron con días de anticipación para
que la gente no hiciera tantos trámites en vano, trámites que cuestan tiempo y dinero?
– Le encuentro toda la razón… –contestó el funcionario, con tono calmado y locuaz–
Sin duda que es una falta de respeto… Pero a mí, por lo menos, me dieron esta
instrucción: informar el cierre indefinido del concurso.
– ¿Y cuando cree usted que se reabra el concurso?, para venir a dejar
postulaciones…
– Francamente, desconozco cuando se reabra el concurso o si de hecho se vaya a
reabrir… Quizás nunca se reabra… Quizás el concurso fue un anuncio erróneo que
surgió desde la municipalidad por equivocación de algún funcionario o por una
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descoordinación de alguna oficina… Digo esto porque nosotros nunca recibimos, hasta
hace pocos días, comentarios fundados acerca del concurso. A decir verdad, el asunto
nunca fue hablado oficialmente en la municipalidad, si bien los anuncios del mismo
figuraron en los diarios durante varios días... Francamente, el asunto nos pareció
siempre muy extraño a todos los funcionarios subalternos… pero nosotros cumplimos
órdenes y los que saben estos temas son los que están más arriba, los que mandan…
Este concurso fue distinto de los concursos realmente establecidos, digámoslo así, con
seriedad y organización, pues siempre fue muy irregular, nunca fue declarado de manera
oficial y difundido como se debía en toda la organización de funcionarios de la
municipalidad…
– ¿O sea que usted me dice que nunca hubo realmente concurso y que quizás nunca
sea abierto?
– A ver… eso es lo que yo estimo respecto del asunto… Pero, en verdad, yo soy un
simple asistente de atención al público… Más bien, le recomiendo que solicite
audiencia con funcionarios más altos relacionados con el área del concurso, para
averiguar de mejor fuente lo ocurrido, y que lea el diario a lo largo de estos días; quizás
el concurso se establezca y se realice como se debe en un plazo cercano, quizás sea
pronto... Tal vez, en algún momento, algún día cercano saldrá el anuncio de la apertura
o reapertura del concurso y se le indicará a los interesados qué día y a qué horario deben
venir aquí a entregar sus postulaciones… Esto es lo único que puedo decirle y
aconsejarle, que trate de averiguar mejor el asunto y que tenga paciencia y esperanza.
Más temprano que tarde podrá usted postular a este concurso, ¡ya lo verá! Aunque… a
decir verdad… le insisto en mi primer consejo, a saber, que evite postular a este
concurso, pues pertenece a un área laboral que no tiene ninguna relación con la suya y,
por ende, es prácticamente imposible que usted sea seleccionado en algún trabajo de la
salud municipal… Busque mejor trabajos relacionados con su formación académica,
siga mi consejo…
B. asintió a las recomendaciones del funcionario, concordando con sus pareceres,
pero quería insistir en sus consultas, pues se hallaba totalmente incrédulo de que nunca
hubiese habido en verdad un concurso o de que, si en verdad lo había, sólo fuese un
error o un rumor infundado, que finalmente se haya desvanecido sin más. B. se
encontraba del todo incrédulo de que hubiese tanta irregularidad en el sector público,
quizás tanta o mayor que en el sector privado… Luego de las palabras del funcionario
B. trató de preguntar una nueva cuestión.
– Disculpe, pero hay mucha gente esperando a ser atendida… –explicó el
funcionario, con solemne amabilidad.
– Sí… bueno… muchas gracias…
B. salió de la municipalidad, se sentó en una banca vieja apostada en una pequeña
plazoleta, ubicada frente al teatro municipal, y prendió un cigarrillo. Quiso entonces
poder ver una obra de teatro junto a su novia amada. Las obras de teatro eran para él, la
mayoría de las veces, tramas narrativas vivas y sabrosas, que abrían mundos hermosos y
reflexivos, expresiones armónicas y placenteras de horizontes abiertos a la experiencia
descubridora. En cambio, la burocracia real le parecía una trama desesperante y
enferma, esquizoide, hostil y omnipotente; la burocracia se le figuraba como una
montaña rusa en la que el viajero debía entrar a viajar recién almorzado, arrancado de
súbito de una dulce siesta, somnoliento y aletargado, indemne y penumbroso. “La
burocracia era y es una obra de teatro maldita en que el espectador es el protagonista de
un avance infinito de nausea” pensó para sí, botando una ondulante bocanada de humo.
Sumergido en estas reflexiones, B. escuchó el sonido de su teléfono celular; contestó y
era su novia.
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– ¿Aló? –dijo B. con voz aguda y exageradamente melosa.
– ¿Aló, amuchitu’? –dijo su novia, imitando el mismo tono de voz.
– ¿Cómo está, lucecita yinda’ amadita’, la amu’, gungunguingui’, tesoriitu’ yicu’
miuu, preciosito’…? –En esta melosa y guagualona charla, B. esbozaba diversos gestos
con su cara, acompasados alternativamente al ritmo de sus decires amorosos. Un
transeúnte que pasaba observó a B. y esbozó una expresión que bien podía decir sin
palabras: “Que tipo más idiota…”, pero B. se hallaba completamente absorto en el
etéreo regaloneo. Así, B. se sumergió un buen rato en el sendero de piropos juguetones
del amorío. Luego de hablar, se levantó y caminó hacia una esquina donde pasaba el
taxi colectivo que lo llevaría adonde su amada; hizo parar un taxi y subió.
En lo tocante a este llamado a concurso, B. leía a menudo el diario o internet
buscando la apertura o reapertura del mismo, así como una fecha y horario publicados
para entregar su postulación y cerrar, de una buena vez, el círculo maltrecho. Sin
embargo, los días pasaban y no había anuncio al respecto; las semanas avanzaban
despejando y liquidando las esperanzas respecto a este concurso. A decir verdad, a B.
no le rebanaba el seso lo negativo inherente a esta situación pues dedicaba su existencia
a muchas otras cuestiones, a su juicio, de mayor interés y profundidad; pero es cierto
que le provocaba, sí, cierta inquietud el carácter misterioso e insondable de este llamado
a concurso casi inexistente. B. consideraba a menudo, en sus reflexiones personales, que
la vida es quizás, en muchos sentidos, un vaivén eterno de llamados a concurso, pues,
por ejemplo, encontrar personas queridas es ser interpelado por otros en lo valioso que
uno pueda poseer, es, visto así, una forma de postular a ser aceptado en un cierto
concurso vital… el cumplir las exigencias para otros y para sí mismo. A su vez, cumplir
las metas personales en la vida es también, en cierta medida, una forma de llamamiento
a concurso, en el cual, a veces, se obtienen trabajos, cómodos o ingratos, dignos de
orgullo o sólo de discreción, pero a veces también permanecen presentes, vivamente
odiosos, ciertos reductos tercos de cesantía, de postergación, de destierro ingrato y
lacerante, de tedioso absurdo.
La vida a B. se le aparecía, entonces, como un haz de múltiples postulaciones, citas
gratas o desagradables, decisivas o superfluas, etc. B. sabía que la vida le llevaría sin
aviso a nuevos senderos de llamado a concurso, experiencias vitales de trabajo y
cesantía social... Con todo, él sabía bien que la vida, para las personas medianamente
cuerdas, no se define en buenas cuentas por fines o tendencias mezquinas y
momentáneas, sino por los verdaderos trabajos, por las empresas o tareas veraces y
grandes, a las que se lanza temerario el animal humano, horizontes latentes de desafío y
gloria para la mente y el sentimiento, para la razón y el corazón, para el anhelo vivo y
auténtico, tenaz y cultivado de verdadera trascendencia, labor constante de arraigo a lo
más noble y superación de ópticas superficiales e insuficientes respecto de la vida
misma.