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El manuscrito de barro

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Índice PortadaSinopsisEl manuscrito de barroDedicatoriaCitasNota del autorPrólogoCapítulo ICapítulo IICapítulo IIICapítulo IVCapítulo VCapítulo VICapítulo VIICapítulo VIIICapítulo IXCapítulo XCapítulo XICapítulo XIICapítulo XIIICapítulo XIVCapítulo XVCapítulo XVICapítulo XVIICapítulo XVIIICapítulo XIXCapítulo XXCapítulo XXICapítulo XXIICapítulo XXIIICapítulo XXIVCapítulo XXVCapítulo XXVICapítulo XXVIICapítulo EpílogoAgradecimientos y deudasCréditos

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Sinopsis

Una mezcla perfecta de erudición y espíritu aventurero 29 de mayo de 1525. Un peregrino es asesinado poco antes de llegar a la ciudad de Burgos; setrata de una más de una serie de extrañas muertes que se vienen produciendo en las diferentesetapas del Camino Francés. El arzobispo de Santiago le pide a Fernando de Rojas que se hagacargo de la investigación del caso.

El célebre pesquisidor tendrá que hacer el Camino de Santiago en pos de las huellas de loscriminales y para ello contará con la ayuda de Elías do Cebreiro, clérigo y archivero de lacatedral compostelana. En su recorrido se encontrarán con toda clase de retos y peligros, seadentrarán en lugares recónditos y misteriosos y conocerán a numerosos viajeros, cada uno con susecreto a cuestas.

Gracias a su cuidada ambientación histórica, esta novela muestra una cara inédita de la rutajacobea en una época de gran turbulencia en la que la peregrinación está en entredicho a causade los airados ataques de Lutero, los falsos peregrinos que se aprovechan de ella y las rivalidadesentre aquellos que tratan de controlarla y sacar beneficio.

El manuscrito de barro no es solo una novela de intriga histórica llena de peripecia, conflictosy sorpresas. Es también un viaje en busca de la verdad y la transformación personal y una historiade amistad forjada en la dureza y las dificultades del Camino. Con ella el autor da un paso másallá en la senda iniciada con El manuscrito de piedra, con la que ha obtenido un extraordinarioéxito de público y crítica.

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LUIS GARCÍA JAMBRINA

EL MANUSCRITO DE BARRO

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Para mi madrey para mi hija, siempre.

A la memoria de Hermann Künig,

y en agradecimiento a Javier Gómez Vila.

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La vida es una peregrinación hacia la muerte.Sentencia de autor anónimo

Yo, Hermann Künig von Vach, quiero, con la ayuda deDios, hacer un pequeño libro que ha de llamarseCamino de Santiago. En él quiero describir caminos ysendas y cómo ha de procurarse comida y bebida cadauno de los hermanos de Santiago y también quierocitar las felonías de los taberneros.

HERMANN KÜNIG, La peregrinacióny el Camino de Santiago, 1495

Traté de ponerme en figura de romero […],principalmente por comer a todas horasy por no ayunar en todos tiempos.

Vida y hechos de Estebanillo González, 1646

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NOTA DEL AUTOR Tras el derribo de una antigua casa en el casco histórico de Talavera de la Reina, donde, según losexpertos, pudo haber vivido algún descendiente de Fernando de Rojas, apareció un viejo arcóncon varios manuscritos sobre el célebre escritor y pesquisidor de los que no se tenía noticia hastala fecha, ya que no se mencionan en ninguno de los publicados hasta ahora ni en ninguna otra parte.En ellos se narran algunos casos que han permanecido ocultos durante cinco siglos, tal vez porqueen su día así lo demandaron las autoridades pertinentes o los familiares de las víctimas o pormiedo a la censura y el Santo Oficio o debido a alguna otra circunstancia relacionada con loscrímenes de los que en ellos se da cuenta. Aquí ofrecemos el primero de los encontrados, quecronológicamente se sitúa entre El manuscrito de aire y El manuscrito de fuego.

Aunque ya se dejaba entrever al final de El manuscrito de fuego, quisiera aprovechar laocasión para señalar que todos los manuscritos fueron redactados por mi antepasado AlonsoJambrina, ayudante del pesquisidor en los últimos diez años de su vida y esposo de una hijanatural de este llamada Isabel, a partir de las declaraciones y confidencias del propio Rojas y delos documentos y anotaciones que el autor de La Celestina le entregó con ese fin. Yo me helimitado a revisarlos y reescribirlos para que resulten más comprensibles por los lectoresactuales. Los cuatro primeros fueron pasando, dentro de mi familia materna, de generación engeneración hasta llegar a mis manos, y componen la tetralogía de Los cuatro elementos, a los quealuden los títulos. Los demás quedaron en poder del célebre bachiller, que, por las razones antesindicadas, decidió mantenerlos escondidos, por lo que constituyen lo que podríamos llamar «Losmanuscritos secretos del pesquisidor Fernando de Rojas», de los que forma parte El manuscritode barro, que ahora se da a conocer. Confío en que el esfuerzo y la espera hayan merecido lapena.

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PRÓLOGO Camino de Burgos, 29 de mayo de 1525 El peregrino se detuvo para tomar aliento, pues estaba exhausto tras varias horas de duro caminar.Pretendía llegar a Burgos antes de que anocheciera, pero el sol ya había comenzado a ocultarsecuando alcanzó a contemplar, desde un altozano, como a legua y media de donde se encontraba,las agujas de piedra de la catedral, una de las más hermosas de toda Castilla. Había oído hablarmucho de ella a otros peregrinos, por lo que tenía gran interés en visitarla y confesar allí suspecados. Para animarse, se imaginó saliendo a la calle por la fachada principal del templo comoun hombre limpio y renacido, dispuesto a completar su mortificación, purificación y penitencia yobtener así la expiación de sus faltas y el perdón de Dios, ya que ese era el motivo principal de sulargo viaje a Santiago de Compostela.

Durante buena parte de su vida, había sido un gran pecador, tal vez no mucho más que lamayoría de sus vecinos, es cierto, pero él lo había hecho con más conciencia y dedicación y, portanto, el arrepentimiento y la contrición tenían que ser también mayores que los de los demás. Asíque un día se hartó de su vida desordenada y decidió dejarlo todo y comenzar su peregrinajejacobeo, su camino en busca de la perdonanza. Acababa de cumplir treinta y tres años, la mismaedad que Cristo cuando se sacrificó por todos los pecadores, y, según decía, quería compensar losmomentos de placer y debilidad de los que había disfrutado con la dura penitencia; pagar, endefinitiva, con sufrimiento los goces de la carne.

El peregrino venía de muy lejos; había cruzado a pie varias naciones y numerosos pueblos yciudades, vadeado ríos, trepado montes y montañas y atravesado bosques umbríos y llenos depeligros y alimañas. Pero esa mañana de finales de mayo, no sabía por qué, se había levantadomuy inquieto e impaciente. En el hospital de peregrinos de San Juan de Ortega, donde habíapernoctado, después de atravesar la comarca de Montes de Oca, había rechazado la invitación asumarse a un pequeño grupo para continuar viaje, pues consideraba que andaban muy despacio yél quería llegar a Burgos ese día, como fuera, y así poder pasar la noche en alguno de los treinta ydos hospitales que había en esa ciudad. Tal vez solo fueran aprensiones y recelos injustificados omotivados por algunos rumores, pero lo cierto era que tenía miedo de que, si no se daba prisa, esedía podría ocurrirle algo.

Espoleado por tales temores, había comenzado la jornada caminando a buen paso, sin apenasdetenerse para descansar ni para contemplar los lugares por los que transitaba: Agés, Atapuerca,Rubena…, como solía hacer, pues ello lo serenaba. Ni siquiera hizo un alto para beber agua de lasfuentes o arroyos o para yantar un trozo de pan y un pedazo de queso, uno que había comprado aun pastor a muy buen precio y que hacía las delicias de todos aquellos que lo probaban, menos deél, que apenas lo había catado, ya que la comida había dejado de interesarle. Como había salidomuy temprano, mucho antes que los demás peregrinos, no se veía ni un alma por ninguna parte. Sinembargo, él estaba convencido de que lo seguían. Puede que se tratara tan solo de una figuración

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suya. Pero tenía la impresión de que alguien le estaba pisando los talones; incluso creía habernotado su incómoda presencia a sus espaldas y, en algún momento, su frío aliento en el cogote. Poreso miraba de continuo hacia atrás o hacia un lado o el otro, como si sufriera espasmos, tratandode sorprender a su supuesto perseguidor.

Esa sensación fue en aumento conforme avanzaba el día y se acercaba a su destino. De hecho,estaba tan abstraído a causa de sus aprensiones que no se había percatado de que con ellodisminuía poco a poco el ritmo de sus pasos y se incrementaba su retraso. Al atardecer, intentócomo pudo recuperar el terreno perdido, pero ya era demasiado tarde para ello. Cuando quisodarse cuenta, la luz había comenzado a declinar, lo que hizo que aumentaran sus temores einseguridades.

Poco después de haber contemplado las torres de la catedral a lo lejos, la noche le cayó encimade repente, como un pesado manto de angustia que no le dejaba ver nada. No era la primera vezque eso le ocurría. Siempre trataba de preparar con esmero cada etapa del Camino, teniendo encuenta su experiencia y la de otros viajeros. Pero bastaba cualquier pequeño contratiempo oincidente o la llegada a una bifurcación o encrucijada no prevista para echar por tierra susprevisiones. En todo caso, esa circunstancia nunca le había parecido algo grave. Andar a esashoras, cuando había luna llena, también tenía su encanto. Para orientarse, podía seguir la VíaLáctea, que era como un reflejo, allá en lo alto, del Camino de Santiago, al que algunos llamabanel «Camino de las Estrellas», o tal vez fuera al revés, y el de aquí abajo se hubiera trazadosiguiendo la estela de la ruta celeste. Lo mismo daba. Por otra parte, raro era el hospital omonasterio en el que, al anochecer, no hicieran sonar las campanas para orientar a los peregrinosy que no se perdieran.

Pero esa noche la oscuridad se le antojaba preñada de toda clase de amenazas. Y no se tratabasolo de lobos u otro tipo de alimañas, sino de algo más tenebroso aún. Así que el peregrinocomenzó a andar más deprisa, haciendo ruido para escuchar sus pasos y sentirse acompañado.Luego empezó a entonar una canción de su tierra, que hablaba precisamente de un peregrino que seextraviaba en medio de la noche y no encontraba el camino acertado por más que lo intentaba,hasta que aparecía una pastora que de forma gentil lo rescataba y lo llevaba a su choza en mediodel monte. Aquí el peregrino se detuvo, pues no quería acabar pecando de pensamiento. Estaba tanconfuso que comenzó a implorar en voz alta al apóstol Santiago, para que lo guiara y lo condujerasano y salvo a Compostela.

De pronto se paró. Había creído ver algo que se movía a uno de los lados del camino, unasombra más oscura que las otras deslizándose muy deprisa entre los árboles de un pequeño soto,junto a un rumoroso arroyo que parecía murmurarle que tuviera cuidado y no diera un mal pie.Tras comprobar que no había nadie, prosiguió su marcha, tentando el suelo con el bordón, como siestuviera ciego. Al poco rato, se encontró ante un pueblo en el que las casas estaban sumidas en laoscuridad. Lo único que se divisaba con alguna claridad era la espadaña de la iglesia, que parecíaemerger de las tinieblas con su presencia aterradora. En las calles no se oía nada, ni siquiera elcanto de la lechuza o el ladrido de los perros, como si en ellas no habitara nadie, tan solo losfantasmas de sus antiguos moradores. Así y todo, habría pedido con mucho gusto alojamiento enalguna de las viviendas. Pero ya era muy tarde para eso. Probablemente estarían durmiendo elsueño de los justos, con la tranca de la puerta bien puesta. En cualquier caso, nadie le habríafranqueado la entrada, y menos a esas horas, pues debía de ser gente muy recelosa y de naturaldesconfiada.

Para colmo de males, en ese momento se desató una tormenta y comenzó a llover con ganas, lo

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que dificultaba aún más su marcha y no le dejaba ver el camino. Cuando salió de la aldea, buscóalgún lugar que pudiera servirle de refugio. Mas no encontró ninguno, ni siquiera una triste pareden ruinas. A lo lejos divisó una tapia de piedra, de la que sobresalía el alero de un tejado, tal vezde un pequeño cobertizo. El peregrino se dirigió raudo hacia ella, bajo una espesa cortina de agua.Al llegar, descubrió que se trataba del cementerio. Este le pareció demasiado grande para tanpoco pueblo, lo que no le dio muy buena espina. No obstante, se acercó para resguardarse deltemporal. Sorprendentemente, la puerta del camposanto estaba abierta de par en par. A la luz de unrelámpago, creyó ver junto a ella una tumba recién excavada; incluso, le llegó el olor a tierrarecién removida. Un rayo rasgó entonces el velo de la noche y le mostró varias sombras delantede la fosa, que le hacían señas para que se acercara. ¿Quiénes eran esas gentes? ¿Y qué hacía allíesa fosa? ¿A quién estaba destinada? Dadas las circunstancias, la respuesta resultaba obvia. Asíque echó a correr con todas sus fuerzas, como alma que lleva el Diablo, no ya para llegar aBurgos antes de que cerraran las puertas de la ciudad, tarea imposible, o para poder alojarse enalguno de los hospitales de peregrinos que había extramuros, sino para tratar de huir de aquellugar, de aquella pesadilla.

Mientras lo hacía, su hábito de peregrino se le enredaba entre las piernas y sus sandalias sehundían en el barro, lo que apenas le dejaba avanzar. A esas alturas, estaba tan extenuado que losmiembros le flaqueaban y los pulmones le ardían como si fueran rescoldos aventados por unfuelle. De modo que no tuvo más remedio que parar. Miró en torno a él en busca de susperseguidores, pero no vio más que sombras negras y movedizas, como de gente que avanzara agrandes trancos o fuera a caballo. Desazonado, agarró el bordón con las dos manos y trató dedefenderse con él torpemente, a la desesperada, arremetiendo contra el aire aquí y allá. Luegovolvió a correr de forma angustiada, al tiempo que trataba de rezar por su alma, mezclando unasoraciones con otras y estas con el turbio recuerdo de sus pecados.

De repente sonó un trueno y alguien le golpeó en la cabeza, con tal contundencia que lo hizocaer al suelo. Trató de incorporarse, y algo se lo impidió, como si tiraran con fuerza de él, yvolvió a rodar por tierra. De la cabeza le manaba un hilillo de sangre, que no tardó en mezclarsecon el agua de un pequeño charco. Al ver que era incapaz de levantarse, pensó que ya habíallegado su hora. Pero lo que más lamentaba no era perecer de ese modo, sino no haber podidocompletar su viaje y tener que morir en pecado mortal, tal y como, por otro lado, había vivido lamayor parte de su existencia. Al final sus afanes y esfuerzos de esos últimos meses no iban aservirle de nada.

En ese momento, alguien se acercó al peregrino y le clavó un puñal en el pecho, a la altura delcorazón, mientras él miraba al cielo y exclamaba: «¡Confesión!». Su cuerpo quedó tendido enmedio del sendero con las palmas de las manos hacia arriba y los brazos en cruz; el izquierdoparecía señalar hacia el este, hacia la parte de donde procedía y a la que jamás volvería; elderecho, por su parte, apuntaba hacia Burgos, ciudad que ya nunca visitaría, al menos no en carnemortal.

Antes de irse, el asesino levantó con cuidado el costado izquierdo del cadáver y escribiódebajo, en el barro, un signo con la punta del bordón.

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I Toledo, 1 de junio de 1525 Había Cortes Generales en Toledo y sus calles estaban a rebosar de procuradores y forasterosvenidos de todos los lugares de Castilla y de otros reinos, ya que a ellas asistían tambiénembajadores y representantes de las principales monarquías europeas y del papado. Hacía unosdías, el emperador Carlos había hecho su entrada triunfal con un numeroso séquito por la puertade Bisagra, donde fue recibido con gran júbilo. Durante varios años, el rey no había queridovisitar la ciudad ni celebrar Cortes en ella debido al levantamiento de los comuneros. Pero, trassus victorias en Francia, había decidido concederle el perdón. Es cierto que, en algunos de sushabitantes, estaban vivos todavía los ecos de la guerra, mas nadie en tal circunstancia se atrevía amanifestarlos en público.

Las Cortes estaban presididas por el arzobispo de Santiago de Compostela, su excelenciareverendísima Juan Pardo de Tavera, que se encontraba al frente del Consejo de Castilla desdehacía un año, y el lugar elegido para tan magno acontecimiento era el monasterio de San Juan delos Reyes, que había sido mandado construir cerca del río Tajo por la reina Isabel la Católica,para conmemorar la victoria en la batalla de Toro y el feliz nacimiento de su hijo, el malogradopríncipe don Juan. Se trataba, además, de un edificio muy notable y de una gran belleza, con unclaustro muy adornado y una iglesia de una sola nave.

Esa mañana se había concentrado frente a la entrada principal un gran concurso de gente, quehabía acudido para ver al rey. Entre los presentes, estaba Fernando de Rojas, que acababa dellegar a la ciudad procedente de Talavera de la Reina, donde vivía y trabajaba como letrado delConcejo. Pero Rojas no estaba allí para contemplar al monarca ni asistir a las Cortes ni participaren los festejos organizados con ese motivo. Era tal la multitud que allí se agolpaba que tuvo queabrirse paso casi a codazos. Al llegar a la puerta, le mostró a uno de los guardias una especie desalvoconducto y este lo dejó pasar. Después de identificarse, uno de los porteros lo condujo hastauna pequeña sala, donde le pidió que aguardara.

Al poco rato, volvió el criado y lo acompañó hasta otra dependencia del monasterio. Allí fuerecibido por un fámulo, que le franqueó la puerta y lo mandó pasar. En el interior lo esperaba elarzobispo de Santiago. Tenía cincuenta y pocos años, más o menos la misma edad que Rojas. Eraalto de cuerpo, delgado y derecho; de presencia muy autorizada y, a la vez, amable. El rostroproporcionado con el cuerpo, más largo que ancho; la frente amplia y despejada; los ojos grandes,rasgados, vivos y alegres, aunque hundidos en sus profundas cuencas; los pómulos salientes ysonrosados; la nariz curvada como el pico de un águila; los labios finos; y las manos largas,blancas y bien torneadas.

—No sabéis cuánto me alegra saludaros —exclamó su excelencia reverendísima, mientrasofrecía la derecha para que Rojas pudiera besarle el anillo.

El prelado tenía el mirar reposado, grave y honesto, y el habla sosegada y graciosa, lo que

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infundía respeto y tranquilidad.—Es un gran privilegio para mí ser recibido por vuestra excelencia reverendísima, pero, si me

lo permitís, me gustaría saber a qué se debe el honor de que queráis hablar conmigo —preguntóRojas.

El arzobispo lo contempló con una sonrisa amistosa y le indicó con un gesto que se sentara alotro lado de una mesa que había junto a la ventana; desde ella se veía una parte del jardín delconvento.

—¿Aún no habéis averiguado quién soy? —le preguntó el prelado, mientras se acomodaba ensu sillón.

Rojas parecía cada vez más desconcertado. Hacía mucho que no visitaba la corte ni teníacontacto con gente de poder, por lo que no era capaz de imaginar dónde podía haber coincididocon alguien así.

—¿No sois el arzobispo de Santiago?—¡Pues claro que sí! Pero eso lo sabe cualquiera en Toledo —replicó el prelado.—Perdonadme, pero no consigo… —reconoció Rojas.—¿Tan envejecido estoy que no me reconocéis?—¿Significa eso que nos conocimos hace tiempo?—Por supuesto. Soy vuestro antiguo compañero de estudios, Juan Pardo de Tavera —proclamó

sin poder esperar más.—Sigo sin…—Juanelo —probó el arzobispo, un tanto desconcertado.—¡¿Juanelo?!—Pero ¿tanto he cambiado?Rojas lo miró de frente y de soslayo, hasta que, por fin, cayó en la cuenta.—¡Es verdad, sois Juanelo! —exclamó con gran contento—. Perdonadme; debe de ser por el

mucho tiempo transcurrido desde la última vez que hablamos, hace más de… veinticinco años —calculó por encima—, o tal vez por este lugar o por la vestimenta, pero no os había reconocido.Lo lamento mucho. No tiene nada que ver con vos. Lo cierto es que todo lo relativo a mi estanciaen Salamanca lo tengo un poco olvidado, en parte por decisión propia.

—Yo, sin embargo, os he reconocido de inmediato. La verdad es que estáis igual, un poco mástalludito, si acaso. También es cierto que jugaba con ventaja, pues he sido yo quien os ha mandadollamar, aunque lo haya hecho en nombre del Consejo de Castilla. Pero decidme, ¿qué tal estáis y aqué os dedicáis?

—Como ya sabéis, vivo en Talavera de la Reina, donde me gano la vida como abogado y poseoalgunas tierras.

—¿Y qué ha sido de vuestro oficio de pesquisidor?—Eso hace ya un tiempo que lo dejé, si bien, de cuando en cuando, me he visto obligado a

hacerme cargo de algunos casos de forma excepcional —le informó Rojas.—Mi tío, Diego de Deza, decía siempre maravillas de vos como pesquisidor, al igual que su

alteza don Fernando el Católico. Yo aún me acuerdo de cómo resolvisteis la muerte del príncipedon Juan y de aquel dominico que era catedrático de la Universidad de Salamanca…, ¿cómo sellamaba?

—Fray Tomás de Santo Domingo —apuntó Rojas.—Eso es. Nos dejasteis a todos suspensos. No sabéis cómo os envidiaba —confesó su

excelencia reverendísima.

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—Yo no considero que fuera para tanto y hace ya mucho tiempo de ello… —comentó Rojas—.Por cierto, ¿qué es de vuestro tío? La última vez que lo vi fue justo hace una década en Sevilla.

—Murió hará apenas dos años.—Lo lamento mucho —se condolió Rojas—. Como bien sabéis, me ayudó cuando yo era

estudiante, si bien luego tuvimos algunos conflictos y ciertas desavenencias. Realmente fue él elque me convirtió en pesquisidor.

—Sí, lo recuerdo bien, pues mi tío me había acogido por entonces en la sede episcopal y fuitestigo privilegiado de ello.

—De repente me vienen a la cabeza un montón de imágenes de aquellos días, incluso algunasque creía olvidadas para siempre —confesó Rojas.

—A mí me pasa lo mismo. ¡Qué tiempos aquellos! —suspiró el arzobispo.—Para mí fueron los mejores y los peores —comentó Rojas con un gesto ambiguo.—¿Y cómo puede ser eso?—Cosas mías, que ahora no vienen a cuento.—No tenéis que explicarme nada —comentó el arzobispo—. Pero, volviendo a vuestro pasado

oficio de pesquisidor, quiero que me contestéis a una pregunta. Si yo os lo pidiera, ¿estaríaisdispuesto a hacer una nueva excepción?

—¿Qué queréis decir? —preguntó Rojas con cierta suspicacia.—Como ya imaginaréis, si os he mandado venir, no ha sido solo para saludaros o rememorar

los buenos tiempos en los que coincidimos en Salamanca. También tengo que pediros algo de unamanera, digamos, oficiosa —dejó caer con un tono más grave.

—¡¿A mí?! —se extrañó Rojas.—Sí, a vos —declaró el arzobispo.—Está bien. Os ruego me digáis ya de qué se trata —lo apremió Rojas con cierta impaciencia.—De que hagáis las pesquisas de un caso de gran importancia para la Iglesia y la Corona y,

especialmente, para la archidiócesis de Santiago de Compostela, que me honro en dirigir. Veréis.Desde hace cosa de dos semanas, están produciéndose una serie de asesinatos a lo largo delCamino de Santiago. El primero del que tenemos noticia aconteció en Roncesvalles, pero esposible que antes de llegar a los Pirineos haya habido otros, de los que no tenemos constancia porhaber sucedido fuera de nuestros reinos y, por lo tanto, de nuestra jurisdicción. Lo que sí estáclaro es que luego vinieron más, probablemente uno por cada jornada o etapa del recorrido. Estamisma mañana he recibido una carta en la que me comunican que hace tres días mataron a otro auna media legua de Burgos. Con este serían ya doce, pero, desde entonces, deben de haber muertootros dos, siempre cerca o en el interior de algunas poblaciones importantes.

El arzobispo le mostró entonces un mapa de pergamino que había sobre la mesa, en el quealguien había trazado el itinerario del Camino Francés a partir de Roncesvalles. Algunos puntosse veían marcados por una cruz roja: el propio Roncesvalles, Zubiri, Pamplona, Puente la Reina,Estella, Torres del Río, Logroño, Nájera, Santo Domingo de la Calzada, Belorado, San Juan deOrtega y Burgos. Después había algunos signos de interrogación.

—Cada cruz es un muerto —le explicó el arzobispo—. Como podéis ver, se trata de algunos delos principales hitos del iter francigenum o francorum o Camino Francés. Entre ellos hay,aproximadamente, una jornada de camino, entre cinco y seis leguas castellanas más o menos,según las dificultades, lo que indica que el asesino va a pie.

—Eso suponiendo que se trate del mismo —apuntó Rojas.—¿Qué queréis decir?

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—Que bien podrían ser varios —sugirió Rojas.—Desde luego —convino su excelencia reverendísima—. Pero, por lo visto, todas las víctimas

han muerto de la misma forma, con un golpe en la cabeza y una cuchillada en el pecho, a la alturadel corazón, y a todos los han encontrado, después de ponerse el sol, tendidos sobre el suelo, conlas palmas de las manos hacia arriba y los brazos estirados, como un crucificado. Y, lo mássorprendente, en todos los casos el criminal ha dejado su firma en el barro, debajo del ladoizquierdo del cadáver; siempre el mismo signo que veis ahí —indicó, señalando un pequeño trazoen el mapa.

Se trataba de la letra Y.—¿Y qué creéis vos que significa? —preguntó Rojas.—Puede que sea la inicial de Yago (procedente de Iacobus y este de Jacob), una de las

variantes en nuestra lengua del nombre del apóstol, de donde viene Santiago, que primero fue SantYago —sugirió el arzobispo.

—O tal vez se trate de la letra ípsilon del alfabeto griego —apuntó Rojas, tras una breve pausa.—No lo había pensado, pero podríais estar en lo cierto. En cuanto a su posible significado, esa

es una de las cosas que vos tendréis que averiguar con vuestra habitual perspicacia —dejó caer elarzobispo—. Naturalmente, los alguaciles del camino han investigado ya los hechos, pero, pordesgracia, no han conseguido nada. Son gente muy limitada, como bien sabréis, y estos crímenesson demasiado para ellos. Por eso os he mandado llamar. Dada vuestra experiencia, inteligencia ydiscreción, no me cabe duda de que vos sois la persona más adecuada para este caso.

—Os agradezco mucho los elogios. Pero antes de aceptar necesito conocer algunos detallesmás.

—Por supuesto.—¿Recordáis si ha ocurrido algo parecido en el pasado? —quiso saber Rojas.—Todos los años perecen muchos romeros durante el viaje, cada vez más, la verdad, y algunos

de ellos asesinados, lo que explica que la mayoría otorgue testamento antes de salir enperegrinación. Pero, en general, son víctimas de bandidos y salteadores o de alguna alimaña. Sinembargo, en este caso, se trata de algo distinto, ya que la finalidad no era robarles ni devorarlos,y, además, estas muertes forman una serie.

—¿Algún testigo de los hechos?—Ninguno, de momento, del que se tenga noticia.—¿Y qué podéis decirme de las víctimas?—Poca cosa: que algunas eran de España, pero otras venían de Francia y algunas de más lejos,

ya sabéis que son muchos los peregrinos extranjeros que atraviesan nuestros reinos camino deCompostela, siguiendo el iter Sancti Jacobi, la ruta sagrada que conduce al sepulcro del apóstol.Por otra parte, el asesino no parece seguir ningún patrón en esto; los hay jóvenes, adultos,ancianos… y hasta hay una mujer. Y es una pena, porque esto va a hacer que muchas peregrinas seretraigan. Ya sé que algunos teólogos critican su presencia en el Camino de Santiago, pues dicenque estas provocan más pecados que indulgencias. Mas no todos opinamos de ese modo. Por logeneral, van en grupo y acompañadas de hombres —informó el arzobispo.

—¿Sabéis si los asesinados tenían algo en común?—No, que se sepa, salvo el hecho de hacer el Camino.—Será entonces como buscar una aguja en un pajar, y más en esta época del año —señaló

Rojas.—Así y todo, tenemos que encontrarlo —replicó su excelencia reverendísima—. Lo más

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probable es que el asesino se haya propuesto seguir matando hasta llegar a Compostela, y eso esalgo que no podemos consentir. Desde que comenzó este siglo, los peregrinos han comenzado adisminuir de forma notable. Si esto continúa así, pronto dejarán de venir de otras naciones, contodo lo que eso significa. El Camino de Santiago vivió una edad de oro en los pasados siglos,gracias, entre otras cosas, a la decadencia en la que se encontraban las peregrinaciones a Roma,por culpa de las guerras, la peste y otras calamidades. Ahora somos nosotros los que vivimos unmal momento, a causa de los nuevos conflictos que asolan a la cristiandad, como la contienda quelibramos con Francia o las recientes revueltas de los campesinos alemanes en el Sacro ImperioRomano Germánico. Por no hablar de Lutero y sus ideas reformadoras, muy críticas con lasindulgencias y, por tanto, también con las peregrinaciones.

—¿Qué queréis decir?—Que para él no son solo una pérdida de tiempo, una superstición y un grave error, sino

también una blasfemia y un acto de idolatría que conduce directamente al infierno; de ahí que lasconsidere poco menos que obra del Diablo. ¡Habrase visto cosa igual! —explicó el arzobispo concierta vehemencia—. Su oposición a la ruta jacobea y su aversión hacia España y los españoles estan visceral que ha amenazado con promover una campaña militar contra la ciudad de Santiago deCompostela si fuera necesario. Lo paradójico del caso es que el Camino Francés se estáconvirtiendo en una de las principales vías de penetración de tan perniciosas ideas.

—Entiendo.—Pero eso no es todo. Como os he insinuado, el Camino se ha vuelto muy peligroso por culpa

de los pícaros, maleantes, bandoleros, prostitutas, mendigos, vagamundos y toda clase deindividuos de mal vivir, que ahora lo invaden dispuestos a aprovecharse de los verdaderosperegrinos y de la hospitalidad de los albergues y conventos. Y para colmo de males —añadió suexcelencia reverendísima, con gesto de impotencia—, han vuelto a circular rumores de que loshuesos que se guardan en el sepulcro de la catedral no son en realidad del apóstol y que, por tanto,todo esto no es más que un engaño para embaucar a la gente y sacar dinero.

—¿Y es eso cierto? —le preguntó Rojas mirándole a los ojos.—¿Habláis en serio? —replicó el arzobispo, sorprendido.—Por lo que he oído, hay grandes estudiosos y humanistas, como Erasmo, que ponen en duda la

autenticidad de las reliquias y critican y condenan, a veces con mordacidad, las peregrinaciones—le recordó Rojas.

—¡Qué sabrá Erasmo! —exclamó su excelencia reverendísima con tono despectivo—. Más levaliera volver a la buena senda y dejar que los demás hagan su camino.

—Pero Erasmo no es el único que piensa así —insistió Rojas.—Os recuerdo que la tumba del apóstol fue descubierta en el siglo IX por el eremita Pelayo y el

obispo Teodomiro, gracias a una lluvia de estrellas que, desde el Pico Sacro, empezó a caer sobreun lugar cercano al bosque de Libredón, donde ahora está la ciudad de Santiago de Compostela.En el archivo de la catedral tenemos infinidad de documentos que lo atestiguan, confirman yavalan. Por no hablar de la fe de cientos de miles de peregrinos que todos los años emprenden elCamino desde diferentes lugares. Nuestro Señor, además, no consentiría semejante engaño. Sabedque no es la primera vez que se pone en duda la autenticidad de los huesos del santo —reconocióel arzobispo—. Y hay quien afirma que, en su día, sí que estuvieron en el sepulcro, pero que hacetiempo que desaparecieron o los robaron para llevárselos a Toulouse o a algún otro sitio. O quelos restos corresponden nada menos que a Prisciliano, condenado como hereje por la Iglesia. Perosolo son embustes y rumores, fruto de la envidia que nos tienen los franceses, sobre todo desde

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que estamos en guerra con ellos, y más ahora que acabamos de vencerlos en Pavía y de apresar asu rey Francisco I. De todas formas, lo que urge es acabar con estos asesinatos y para ellodebemos descubrir y atrapar a los responsables. Os ruego, pues, aceptéis este caso en mi nombre,en el de la Iglesia y en el de la Corona.

Rojas volvió a mirar el mapa con atención, para hacerse cargo de lo que se le venía encima, ylo que vio fue una especie de viacrucis lleno de incógnitas en el que cada estación era una etapadel Camino de Santiago, que, de seguir así, pronto se convertiría en un reguero de sangre. Sinduda se trataba de un gran reto y, como siempre, eso le pareció estimulante y tentador. Desdeluego no podía negar que estaba intrigado con esos asesinatos y que, además, sentía ciertacuriosidad por la ruta jacobea y la afanosa vida del peregrino e, incluso, por todo lo relativo a lascontrovertidas reliquias del apóstol. Por otra parte, estaba harto de su trabajo y de su oscura vidaen Talavera de la Reina. Necesitaba cambiar de aires por un tiempo y un viaje como ese le podríasentar muy bien.

—¿Y qué es exactamente lo que me proponéis? —quiso saber el pesquisidor.—Como veis —prosiguió el arzobispo—, aún queda mucho trayecto por andar hasta llegar a

Compostela, y, a juzgar por las muertes pasadas, lo más probable es que el asesino o los asesinossigan matando a lo largo de todo el recorrido. Por eso tenéis que partir ya y tratar de atajarloscuanto antes, para que no continúen derramando sangre inocente ni generando miedo entre losdemás peregrinos. Si os dais prisa, tal vez logréis llegar antes que ellos a la ciudad de León;recordad que probablemente van a pie.

—Lo veo un poco difícil —objetó Rojas.—No si salís ahora y vais por las postas del rey, donde dispondréis siempre de caballos de

refresco y servidores preparados para ayudaros. Hay una cada cuatro o cinco leguas castellanas—le explicó su excelencia reverendísima—. En ellas podréis cambiar de montura, comer,descansar y guareceros cuando sea necesario. En cada trecho os acompañará un postillón, queluego regresará a la posta de procedencia con los caballos utilizados. Para poder hacer uso detodo eso, os entregaré un salvoconducto oficial firmado por el propio emperador. Entre Toledo yLeón hay unas setenta leguas. Con un poco de suerte, en una jornada podréis hacer veinticinco. Asíque en algo menos de tres días podríais estar en vuestro destino, justo a tiempo para tratar deevitar un nuevo crimen.

—Ya veo que lo tenéis todo pensado. Pero ¿por qué estáis tan seguro de que el asesino mataráen León? —quiso saber Rojas.

—Porque entre Burgos y León hay unas seis jornadas a pie y esta ciudad es una de las másimportantes de la ruta jacobea —le informó el arzobispo—. A partir de ahí, tendréis que hacer elCamino como un peregrino más, bien a caballo, bien a pie, hasta que descubráis a losresponsables de los asesinatos. Para nosotros, es muy importante que dejen de matar cuanto antesy, desde luego, hay que impedir a toda costa que lo hagan en Santiago. Bajo ningún conceptopueden asesinar allí. Eso sería un tremendo golpe moral contra la ruta jacobea y la ruina paratodos aquellos lugares de nuestros reinos por los que pasa, especialmente para Galicia. Como oshe dicho, estamos en una época de grandes cambios y se avecinan malos tiempos para lasperegrinaciones. Debemos evitar, por tanto, que la sangre inocente se derrame en Compostela. Porsupuesto, os recompensaré como es debido por vuestros servicios y seguro que el apóstol tambiénlo hará; y no hace falta que os diga que en mí tendréis siempre a un amigo y a un protector. Ah, unacosa más: no debéis revelarle a nadie que he sido yo el que os ha enviado a hacer las pesquisas deestos crímenes, pues hay que ser muy cautos y discretos.

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—¿Y no sería mejor mandar a la Santa Hermandad o a una compañía de soldados para queprotejan de manera adecuada lo que resta del Camino? —replicó Rojas, pues no acababa de verclaro el asunto.

—De esa forma llamaríamos mucho la atención y todos los peregrinos se asustarían, no solo elasesino, y ya sabéis lo vulnerable que se vuelve una persona cuando es presa del miedo; prontocundiría el pánico en todo el Camino y muchos dejarían de peregrinar o lo harían a otros lugaresmenos peligrosos. Por otra parte, debo deciros que no confío del todo en sus capacidades. Songente mal recompensada y, por lo tanto, muy poco preparada y nada escrupulosa.

En ese momento llamaron a la puerta. Sin preguntar quién era, el arzobispo lo mandó pasar. Setrataba de un clérigo. Rojas lo contempló con curiosidad. Tendría cerca de cincuenta años. Eradelgado y de estatura mediana, con la frente amplia y grandes entradas, el pelo oscuro, el rostrohuesudo, los ojos negros y la mirada despierta y algo arrogante, la nariz recta, los labios biendibujados y el mentón afilado.

—Os presento a Elías do Cebreiro —indicó el arzobispo—. Él os acompañará en este viaje,como un amigo fiel. Es el archivero de la catedral de Santiago y persona de mi entera confianza;de hecho, es uno de mis colaboradores en el arzobispado. Aparte de ser un hombre muy instruido,conoce la ruta jacobea como si fuera la palma de su mano, pues la ha mamado desde niño y la hahecho a pie o a caballo varias veces; no en vano es natural de O Cebreiro, uno de los principaleslugares por los que pasa el Camino Francés a su llegada a Galicia. De modo que os será de granayuda.

El pesquisidor y el clérigo se saludaron de manera cordial, pero en el fondo de sus ojos habíaun leve destello de recelo mutuo. En el caso de Rojas, este se debía a que pensaba que laverdadera misión de su acompañante era fiscalizar su trabajo; en el de Elías, a que, seguramente,no le agradaba que tan importante tarea se pusiera en manos de un extraño.

—Os agradezco mucho la fe que habéis depositado en mí —comentó Rojas, dirigiéndose alarzobispo.

—Sabía que podría contar con vos —exclamó este, exultante—. No imagináis cómo os loagradezco.

—Pero hay una cosa que quiero pediros —añadió el pesquisidor—. Antes de salir, necesitoescribirle una carta a mi esposa con las debidas explicaciones, no se vaya a pensar que me he idode casa para siempre.

—Por supuesto —concedió el arzobispo—. Yo mismo me encargaré de hacérsela llegar, juntocon un presente. Mientras tanto, Elías se ocupará de todo lo relativo a la intendencia y a algunosdetalles del viaje.

—Supongo, por lo demás, que sois consciente de que hacer las pesquisas en talescircunstancias no va a ser nada fácil, ya que, si hemos de avanzar en pos del asesino, no podremosdetenernos mucho en cada sitio para buscar testigos o conocidos de la víctima a quienesinterrogar. De modo que habrá que hacerlo todo sobre la marcha, y eso complicará mucho lascosas.

—Me hago cargo de todo ello, pero confío en vuestros recursos y habilidades —insistió suexcelencia reverendísima.

—En ese caso, pongámonos ya en camino, que el tiempo apremia —ordenó el pesquisidor.

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II Camino de León, unas horas después Antes de partir de Toledo, Rojas y Elías asistieron a una misa celebrada por el propio arzobispoen una de las capillas del convento, en la que su excelencia reverendísima rogó a Dios que losprotegiera de los peligros durante el viaje y los ayudara con las pesquisas. Asimismo, le pidió alapóstol Santiago que el camino les fuera propicio y provechoso.

Tras recibir los documentos y salvoconductos necesarios, partieron a toda prisa, según loprevisto. A pesar de lo que el pesquisidor había imaginado, el clérigo resultó ser un excelentecompañero de viaje, pues hablaba solo cuando era necesario y el resto del tiempo permanecía ensilencio, sumido en sus cavilaciones. También sabía dar ánimos en los momentos de cansancio yera capaz de resolver con diligencia toda clase de problemas. Entre cabalgada y cabalgada, le fuecontando al pesquisidor algunas cosas sobre el Camino de Santiago, empezando por la llegada delos restos del apóstol a Iria Flavia, llevados por dos discípulos, después de su martirio enJerusalén, en una barca sin timón gobernada por un ángel, y el descubrimiento providencial de susepulcro, del que se había perdido la memoria, varios siglos más tarde, lo que dio origen a laperegrinación a Compostela. Este nombre venía, según algunos, de campus stellae, campo deestrellas, o, en opinión de otros, de compositum tellus, cementerio. Asimismo, le comentó que laruta jacobea era una alegoría del viaje que todo hombre debe hacer a lo largo de su vida hastaalcanzar el summum de la sabiduría, de la perfección moral y del amor verdadero, después desuperar los diferentes obstáculos y peligros que al homo viator acechan.

—¿Y qué pensáis vos del caso? —quiso saber Rojas.—¿De los asesinatos? Pues que me parecen una gran tragedia, y no solo por el número de

muertes, sino también por las terribles repercusiones que esto puede tener para el Camino deSantiago —apuntó Elías.

—Y vos, que sois archivero de la catedral, ¿tenéis noticia de si algo así ya había acontecido enla historia del Camino? —inquirió Rojas.

—No, que yo sepa o haya leído —aseguró el clérigo—. Muertes siempre ha habido, para quévamos a engañarnos, pero no como estas ni mucho menos en tal número.

—¿Y quién creéis que está detrás de tales crímenes?—Lo más probable es que se trate de un peregrino solitario o de algún vagabundo disfrazado de

tal, que recorre el sendero al acecho de sus víctimas, como si fuera un depredador, mientras estascaminan ajenas al peligro —aventuró el clérigo.

—Pero tiene que haber alguna razón.—La locura o la sed de sangre, ¿os parece poco?—No son crímenes propios de un loco ni de un ser sanguinario, ya que están muy preparados y

no se ve que en ellos haya ensañamiento; por otra parte, no es probable que se trate de un soloasesino, sino de varios.

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—Pudiera ser; en estos asuntos, vos sois el experto.—Hablemos, entonces, de las víctimas. Según me dijo el arzobispo, eran todos romeros que

iban a Santiago. Pero ¿qué es lo que mueve a la gente a peregrinar? Supongo que cada uno lo harápor un motivo y a su manera.

El clérigo le explicó que había varios tipos de peregrinación: la voluntaria, que era la máshabitual; la que se hacía como penitencia para obtener el perdón de los pecados y ganar el cielo;no en vano a cada peregrino que completaba el Camino se le condonaba de entrada una terceraparte de los mismos y, si era año jubilar o de perdonanza, la indulgencia era plenaria para todoslos romeros arrepentidos y contritos que llegaran a Compostela. Y a ello había que añadircuarenta días más por cada procesión celebrada los domingos en la basílica, y otros doscientos siera fiesta de las mitras. De modo que podía decirse que, a través del sacrificio, la penitencia y laexpiación, la ruta jacobea conducía directamente al Paraíso. Pero también se peregrinaba por puradevoción a Santiago y alabanza a Dios, o para cumplir un voto o una promesa por algún bienrecibido del Altísimo o del propio apóstol. Todo esto hacía que muchos volvieran a casa con unaespecie de aureola de santidad. El mero hecho de haber viajado a Compostela aumentaba tambiénel prestigio dentro de la comunidad, así como la calidad moral que sus vecinos le atribuían; de ahíque la palabra dada por un peregrino se considerara sagrada por los demás, sobre todo en elpasado.

Luego estaba la peregrinación obligatoria o forzada, de carácter expiatorio y penitencial,impuesta por algún tribunal eclesiástico o civil, como castigo por haber cometido un delito opecado de especial gravedad, sobre todo si el autor era un clérigo, como el de homicidio,sodomía, robo de iglesia, sacrilegio, simonía, adulterio…, razón por la que tales peregrinos aveces iban con cadenas o casi desnudos, y, en el caso de las mujeres, con vestiduras blancas. Ladistancia y la duración de la peregrinación se graduaban en estos casos en función del delitocometido.

También trajo a colación la peregrinación delegada o por encargo, que era la que se llevaba acabo en nombre o representación de otra persona, de un grupo o de toda una población, con el finde implorar el cese de algún mal o cumplir con una obligación o promesa de otra persona o conuna manda testamentaria, en la que se designaba a alguien para que hiciera el Camino por elsufragio del alma del testador. Esta podía tener un carácter remunerado o mercenario; paraalgunos era casi como un oficio: el de buscador de perdones ajenos. Por otro lado, estaban losperegrinos que iban en pos de hazañas y aventuras, o de mero entretenimiento caballeresco enlances y torneos, o para conocer mundo, gentes y costumbres, o para ganarse el sustento, hacernegocios o llevar una vida de cierta libertad e igualdad o por cualquier otro motivo más o menosinconfesable. Con ello se trataba de romper la rutina, ser libre de ataduras durante un tiempo,desligarse de la familia, el trabajo y el terruño, para intentar vivir una especie de renacersimbólico, gracias al sacrificio y la ascesis del Camino.

—Y, ya por último —añadió el clérigo—, habría que mencionar a los falsos peregrinos o a losque se disfrazan de tales para mendigar, pecar o delinquir. Pero de esos ya tendremos ocasión deplaticar, pues son muchos y están por doquier. Y no penséis que solo hacen el Camino loscristianos; también hay algunos musulmanes, judíos y paganos que van a Santiago de maneraencubierta, guiados por cierto sentido de lo sagrado, más allá de su confesión religiosa; por nohablar de algunos herejes.

—Pues habrá que ver a qué clase pertenecían las víctimas de los asesinatos; tal vez eso nosaporte alguna pista o explicación sobre los motivos de los criminales para acabar con ellos —

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comentó el pesquisidor—. Os confieso que ignoraba que la ruta jacobea pudiera dar para tanto —añadió, impresionado.

—Por supuesto, en ella hay de todo, como en cualquier lugar en el que se junta mucha gente dedistinta procedencia y de diferente estado y condición. Para que os hagáis una idea, tenéis queimaginar el Camino de Santiago como una inmensa calle mayor que recorre toda Europa, de este aoeste, hasta llegar a Fisterra, el extremo del continente, justo el lugar donde, hasta hace poco,terminaba la Tierra, dado que se creía que no había nada más allá. De hecho, el Camino vino asacarnos del aislamiento en el que hasta entonces vivíamos. Y, de alguna forma, la peregrinación aCompostela es lo que nos vincula ahora al resto de la cristiandad y lo único que nos brinda unobjetivo común en un mundo cada vez más dividido. Si no hubiera sido por ella y por la ayuda delapóstol, no se habría completado la guerra contra el infiel y aún viviríamos bajo el dominio delislam, ya que estamos muy cerca del norte de África. De ahí que la ruta jacobea sea vital para losreinos de España. Es, en definitiva, como un río caudaloso que se va nutriendo de otros senderos,veredas, trochas y calzadas, a modo de arroyos y afluentes, hasta desembocar en Compostela, quees la entrada en el mar de la muerte y en la vida eterna. Su recorrido está indicado, en el cielo, porla Vía Láctea y, en la tierra, por cruceros, miliarios, piedras, estacas y señales de todo tipo, por loque bien puede decirse que, en el fondo, es una manera de sacralizar el mundo y ordenar el caos.

—¿Y cómo hacen en los lugares por los que pasa el Camino para atender y alojar a tantosperegrinos? —preguntó Rojas, con su habitual sentido práctico.

—Para eso están los hospitales, alberguerías, albergues, ventas, mesones y posadas y tambiénciertos monasterios, conventos, iglesias, catedrales, castillos y casas particulares —explicó elclérigo—. Los hospitales son caritativos o gratuitos y han sido fundados por reyes, príncipes,obispos y otras dignidades de la Iglesia, órdenes religiosas y militares, concejos, nobles pudientesy personas acaudaladas. En principio, están destinados a asistir a los enfermos, asilar a losmendigos y dar alojamiento a los viajeros necesitados, especialmente a los peregrinos. Algunos seencuentran extramuros de la ciudad, para que puedan refugiarse en ellos los que llegan por lanoche, cuando las puertas de las murallas ya se han cerrado. Se trata, en definitiva, de poner enpráctica el mandato cristiano de dar de comer al hambriento, de beber al sediento y posada alperegrino.

—Pero supongo que no todos serán iguales —apuntó Rojas.—Aparte de alimentaros, curaros y descansar, en algunos podéis bañaros con agua caliente en

una tina, escaldar y zurcir la ropa y arreglar el calzado. Los de menor importancia, eso sí, tan solocuentan con cama, sal, agua y fuego; la comida tiene que procurársela el huésped por su cuenta. Encuanto al lecho, suele consistir en unos respaldares de madera, provistos de colchón, almohada,manta, frazada y repostero; en algunos, sin embargo, el peregrino ha de acostarse en la humildepaja. Pero ya sabéis lo que se dice: a mala cama, buen colchón de vino. Por lo general, losdormitorios de hombres y mujeres están separados; unas veces con unas simples celosías demadera y otras con un muro. De ahí que se diga: entre santa y santo, pared de canto.

—Así y todo, seguro que más de uno hará caso omiso de tal norma —comentó Rojas entre risas.—Y más de dos también —confirmó el clérigo—. Además de dormitorios, muchos hospitales

tienen enfermería, comedor o refectorio, cocina, despensa, granero, cuadras o caballerizas, horno,pozo para agua, huerta, cementerio e iglesia o capilla. Los peregrinos pueden reconocerlosfácilmente por algunas señales exteriores en la fachada, como el pendón de Santiago. Elencargado de recibirlos es el hospitalero, que, por lo general, ha de ser latino y, a ser posible,hablar algunas lenguas extranjeras, y cuenta con varios ayudantes. Algunos siguen el precepto

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evangélico de lavarles los pies a los caminantes y, si estos se encuentran enfermos, tienenobligación de atenderlos como si fueran Cristo en persona. En fin, todo esto explica que cada vezhaya más falsos peregrinos haciendo la ruta jacobea, que para muchos se ha convertido en unaforma fácil de procurarse el sustento y buscarse la vida, lo que sin duda va en detrimento de losverdaderos romeros y del buen nombre del Camino —añadió con el semblante ensombrecido.

El clérigo hizo una pausa, para recuperar el aliento.—Por otra parte, hay que decir —prosiguió— que no todos los hospitaleros son generosos y

caritativos con los romeros. También los hay que los maltratan o les quitan la vida, como aqueldel que se habla en una estrofa de una conocida canción alemana de peregrinos, que traducida alromance castellano reza así:

Cuentan que en Burgos un hospitaleroenvenenó en un año, más o menos,a trescientos cincuenta peregrinos.¡Quiera Dios que no quede sin castigo!Un día lo amarraron a un gran paloy al canalla con dardos lo asaetearon.

—Muchos muertos me parecen esos. Imagino que será una leyenda.—¿Y qué pasa si lo es? —replicó el clérigo muy serio—. Las leyendas son tan verdaderas

como las crónicas, y a veces más.—Habrá que andarse entonces con cuidado —comentó Rojas, que no quería entrar a discutir.—Malo será —exclamó el clérigo. Rojas lo miró con cierta perplejidad, pues no acababa de

entender muy bien lo que su compañero le había querido decir; al ver su cara, el clérigo le explicó—: Se trata de una expresión que usamos mucho en Galicia y que viene a significar que, aunquehaya muchas adversidades, siempre se puede salir adelante. Y es que los gallegos somos muyoptimistas —añadió con ironía.

—Me alegra mucho saberlo. Por cierto, ¿cuánto tiempo pueden permanecer los peregrinos en unhospital? —preguntó Rojas para cambiar de asunto.

—En la mayoría solo se puede estar una jornada, salvo que el viajero esté enfermo; en otros,tres, y, en unos pocos, hasta cinco o más si el tiempo fuera muy malo —precisó el clérigo—. Enalgunos, tienen por costumbre hacer una marca en el bordón del peregrino para saber el número dedías que llevan alojados e impedir así los abusos, sobre todo de los falsos peregrinos.

—Lo veo razonable —convino Rojas—. ¿Y qué pasa con los hospedajes y albergues de pago?—La mayoría son un negocio muy floreciente, pero, por lo general, dejan mucho que desear —

explicó Elías—. Es habitual que los posaderos y mesoneros se disputen a los peregrinos quepasan por sus lugares y hasta salgan a las afueras, haciéndose los encontradizos y besándoloscomo si fueran parientes suyos que vinieran de lejanas tierras. Otros envían a sus criados para quelos capten como clientes, prometiéndoles que, en su mesón, todo será bueno y dándoles luego lopeor, lo que hace que muchos peregrinos enfermen o mueran o se queden sin blanca; oengañándolos con el precio o con las medidas o con el valor de las monedas, y más si sonextranjeros, pues son los más propicios para toda clase de fraudes, dado que desconocen nuestralengua, leyes y costumbres, así como el valor y precio de las cosas. Incluso hay posaderos queemborrachan a sus huéspedes para robarles mientras duermen o llegan a envenenarlos paraquedarse con sus cosas. Y no hablemos de esas mozas de mesón que se introducen en las cámaras

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de algunos peregrinos para quitarles hasta la camisa o les administran algún brebaje para quepierdan la conciencia y así tenerlos a su merced.

—Con razón tienen tan mala fama los posaderos y mesoneros —comentó Rojas, con asombro.—Pero no creáis que ellos son los únicos que engañan y se aprovechan de los peregrinos —

puntualizó el clérigo—; también están los barqueros que les ayudan a cruzar los ríos y les cobranmás de lo debido, que es un óbolo por dos personas y, si son pobres, nada; o los recaudadoresque, armados con garrotes, pretenden cobrar el portazgo, el pontazgo o cualquier otro impuesto oderecho a los romeros que transitan por sus lugares, pues habéis de saber que estos están eximidosde pagar aquellos tributos a los que sí están sujetos otros viajeros. Y ello se debe a que las leyesde los diferentes reinos españoles les otorgan, en principio, diversos privilegios y exenciones porlos que, en teoría, gozan de inmunidad completa y de protección real. Para ello, eso sí, tienen quesolicitar los correspondientes permisos, cartas de recomendación y salvoconductos a lasautoridades civiles y eclesiásticas, si bien es verdad que, en el Camino, tampoco faltanfalsificadores de tales documentos. Y, de momento, eso es todo lo que os puedo decir —concluyó—. Si queréis saber más, debéis leer algún códice o copia manuscrita del Liber Sancti Jacobi,del francés Aymeric Picaud, escrito hace unos trescientos cincuenta años, en la época de máximoesplendor del Camino. Su última parte es una especie de guía de peregrinos o liberperegrinationis en la que se describe la ruta jacobea, con sus etapas, dificultades y peligros, asícomo a los habitantes de los diferentes países y lugares por los que ha de pasar el peregrino, altiempo que da informaciones prácticas y de orden espiritual para culminar con bien el viaje.

—Supongo que no será la única guía que se haya escrito, dada la popularidad del Camino —aventuró el pesquisidor.

—Que yo conozca, hay otra mucho más reciente y, desde luego, muy distinta, escrita por unmonje servita e impresa varias veces en diferentes ciudades, pero me temo que no podréis leerla,salvo que sepáis alemán —le informó Elías.

—Por desgracia, no es ese mi caso.—Ni el mío. No obstante, cuando lleguemos a Santiago, os enseñaré un ejemplar que

guardamos en el archivo catedralicio, así como una copia del Liber Sancti Jacobi, conocida comoCodex Calixtinus.

—Hablando de la ciudad de Santiago, permitidme que os haga una pregunta si no os importa:¿hacen también el Camino los que tienen el privilegio de vivir en Compostela? —le soltó Rojas,muy serio.

—Pues depende —contestó el clérigo.—¿De qué?—De si se va o si se viene.—¿Y cómo sé yo si va o viene?—Con los gallegos no hay manera de averiguarlo; ya sabéis lo que suele decirse de nosotros.—¿A qué os referís?—Que si somos ambiguos y evasivos, que si no decimos las cosas de forma clara, que si

contestamos siempre con otra pregunta, que si en una escalera no se sabe si subimos o bajamos,que si la famosa retranca…

—Y vos, ¿qué pensáis?—Depende.—Ya lo veo, ya.—Pues eso.

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Con estas y otras conversaciones de no menor enjundia y relevancia, entretuvieron las pequeñaspausas de su viaje, que transcurrió sin incidentes, a excepción de algún que otro contratiempo enalguna de las postas, pues no siempre había caballos de repuesto o postillones que quisieranacompañarlos. Pero el buen hacer de Elías y la inteligencia de Rojas lograron solventar todos losproblemas sin perder demasiado tiempo.

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III León, casi tres días más tarde Tal y como había previsto el arzobispo, el tercer día de junio, al anochecer, llegaron a León. Enese momento, llovía con ganas sobre los alrededores y la propia ciudad, y los caminos y las callesestaban muy embarrados. Cuando cruzaron el puente del Castro, el río Torío parecía a punto dedesbordarse e inundar las riberas y algunas casas de labranza. Rojas había oído decir que losleoneses eran, por lo general, gente recia a causa de los rigores del frío y la abundancia delluvias, lo que no les impedía estar orgullosos de su tierra y de su carácter; de hecho, era difícilencontrar un pueblo con más amor por lo suyo. No obstante, el nombre de la ciudad no procedía,como muchos aseguraban, del fiero animal rampante que aparece en su escudo y con el que sushabitantes se identificaban, sino de una legión de soldados romanos que en su día levantó sucampamento militar en las proximidades, la única establecida de forma permanente en Hispaniadurante la época el Imperio.

Tras dejar los caballos en la posta y despedirse del postillón, junto al hospital de San Lázaro,uno de los diecisiete que había en la ciudad, se adentraron en ella por el arrabal del SantoSepulcro o de Santa Ana, donde hasta hacía no mucho había estado la alfama o barrio judío yahora vivían los curtidores, tejedores, zapateros, herreros, carpinteros… En él estaba también elrollo de justicia de la ciudad y había muchas posadas, mesones y lupanares o casas de placer.Pero lo más destacado eran su iglesia y su hospital, que pertenecían a la Orden de San Juan deJerusalén.

Después atravesaron la puerta de la Moneda, llamada así por ser el lugar en el que solíanasentarse los cambistas con sus balanzas para llevar a cabo su lucrativo negocio; continuaron porla rúa de los Francos, también llamada caminus Sancti Jacobi, y se dirigieron al hospital de SanAntonio, que era el que les habían recomendado en la posta, uno de los pocos donde también sepodían comprar algunos símbolos y distintivos propios de los peregrinos. En la puerta había ungran revuelo y griterío. Rojas preguntó a uno de los presentes qué pasaba y este les comentó queunos alguaciles acababan de descubrir el cadáver de un romero no muy lejos de allí. El hombreparecía muy afectado, al igual que sus compañeros, pues la víctima era muy popular entre ellos.

—Me temo que hemos llegado tarde —le susurró Elías a su compañero.—¿Y se sabe cómo murió? —le preguntó Rojas al peregrino.—Según dicen, había bebido más de la cuenta y debió de tropezarse y caer al suelo, con tan

mala fortuna que se dio un fuerte golpe en la cabeza con una piedra —les explicó este—. Sinembargo, yo creo que lo han asesinado, como a esos pobres desgraciados que, días atrás, mataronen Mansilla de las Mulas y en Sahagún y en Carrión de los Condes y en Frómista y enCastrojeriz… —enumeró, como si se tratara de una letanía—. Es probable que estuvieraborracho, no digo yo que no, pues ese era, por así decirlo, su estado natural, mas nunca lo vi tanbeodo como para andar dando tumbos por ahí. Cuando terminaba una etapa, lo primero que hacía

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era dejar su escarcela y bordón en el albergue u hospital en el que se alojara, para después salir adarse una alegría, como solía decir. Le gustaba mucho beber, tampoco lo voy a negar, pero esa erasu única debilidad —aseguró el hombre, muy emocionado—. Era un buen hombre, os lo aseguro.

—¿Y dónde ocurrió?—Cerca de aquí, en una plaza que llaman del Grano o del Pan, donde hay muchas tabernas y

bodegas —les informó.Elías y Rojas se despidieron del peregrino y se dirigieron al lugar del hecho. Este se

encontraba a espaldas de la iglesia de Nuestra Señora del Camino o del Mercado, frente alconvento de las monjas carbajalas. Una parte estaba rodeada de soportales y tenía el suelocubierto con cantos de río, entre los que crecía el verdín. En uno de los lados, junto a unabocacalle, vieron a varios alguaciles subiendo el cuerpo sin vida del peregrino a un carro. Rojasse acercó a ellos y les pidió que le dejaran examinar el cadáver.

—¿Y vos quién demonios sois si se puede saber? —le preguntó uno de los alguaciles con ciertahosquedad.

—Soy médico y, si no os importa, me gustaría dictaminar la causa de la muerte de ese pobreperegrino —mintió Rojas con naturalidad.

—Eso ya lo sabemos nosotros sin que vos nos lo digáis; iba borracho y se ha dado un golpemuy serio contra una piedra —apuntó el alguacil.

—Así y todo… —replicó Rojas, dándoles unas monedas.—Todo vuestro —concedió el alguacil.—¿Se sabe quién es?—A juzgar por la vestimenta, un peregrino. Lo hemos registrado y en su salvoconducto pone

que se llama Anselmo Gil y que es de Haro, tierra de buen vino —añadió el hombre, dándoselasde entendido.

Después de examinarle con cuidado la cabeza, Rojas le levantó el sayal de peregrino, queestaba totalmente cubierto de barro, y descubrió que en el pecho tenía una herida a la altura delcorazón. Ni en las manos ni en la cara había marcas que indicaran que se había defendido.

—¿Sucede algo? —preguntó uno de los alguaciles.—Es verdad que tiene un golpe en la nuca, pero este hombre ha muerto de una puñalada. Si no

habéis visto la herida ni la sangre es porque sus ropas están llenas de lodo —le explicó elpesquisidor.

—¿Estáis seguro?—Si no, no os lo habría dicho. Decidme: ¿en qué postura estaba el cadáver? —quiso saber el

pesquisidor.El alguacil le contestó que bocarriba y con los brazos en cruz.—¿Y dónde se encontraba?El hombre se rascó la nuca y luego señaló hacia la entrada de una callejuela, a unos pasos de

donde se hallaban. Allí el suelo era casi un lodazal y estaba plagado de pisadas en todas lasdirecciones.

—Aquí no hay quien encuentre nada —se lamentó Rojas, mientras se agachaba para examinar elterreno, ante la mirada perpleja del alguacil.

—¿Se puede saber qué buscáis? —quiso saber Elías.—La firma del asesino —respondió el pesquisidor en voz baja, para que no lo oyera el otro.—¿A qué os referís?—El arzobispo me dijo que debajo del lado izquierdo de los cadáveres siempre había una letra

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Y escrita en el barro. Un momento, aquí parece que veo algo —anunció Rojas con aire triunfal.El trazo se encontraba en el lugar que había ocupado la parte superior del tronco del cadáver.

Estaba algo borrado por una pisada, pero aún podía reconocerse, y así se lo confirmó al clérigo.Mientras tanto, los alguaciles los miraban cada vez más desconcertados.

—Está claro que se trata de nuestro asesino —concluyó Rojas tras despedirse de ellos.—Que, por desgracia, nos sigue llevando la delantera —le recordó Elías.—Esperemos que sea por poco tiempo; para eso estamos aquí.Después visitaron varios mesones de la plaza para preguntar por la víctima. Esta había estado

en la mayoría en las horas previas a que lo mataran, pero ningún mesonero ni parroquianorecordaba nada que pudiera aportar alguna pista. Por lo visto, en todos ellos Anselmo habíaentrado solo, había pedido una jarra, la había apurado en silencio y luego se había marchado sindecir ni una palabra. Según un vecino de la plaza, el cadáver lo había encontrado otro borracho,que se había tropezado con él cuando salía del callejón, adonde había ido para orinar. Trataron dehallarlo, por si había sido testigo del crimen, pero, cuando dieron con él, estaba inconscientesobre la mesa de una de las tabernas. Mientras esperaban a que volviera en sí, cenaron un poco demorcilla y cecina con vino de Cacabelos. Al ver que el otro no despertaba, le echaron encima unjarro de agua, y, cuando lo hizo, dijo que no se acordaba de nada y perdió de nuevo la conciencia.

Así las cosas, Rojas y Elías decidieron regresar al hospital. A esas horas la lluvia había vueltoa arreciar y trataron de protegerse bajo los aleros de las casas. Al cruzar una pequeña plaza, alpesquisidor le dio la impresión de que alguien los seguía. Con un gesto le pidió a su compañeroque se detuviera y guardara silencio. Mas en las calles solo se oía el repiqueteo de la lluvia en lostejados, las paredes y los charcos. De modo que prosiguieron su camino.

Cuando llegaron al hospital, vieron que en el zaguán se acababa de desatar una riña muyviolenta. Un grupo de romeros tenía rodeado a otro peregrino, que trataba de defenderse con subordón, mientras los demás lo amenazaban y lo acusaban de haber matado a su compañero. Elacorralado llevaba puesta una capucha y tenía el sombrero calado hasta los ojos.

—Démosle un escarmiento —gritó alguien.—Eso. Acabemos con él de una vez —reclamó otro.Al ver que el aludido corría peligro, Rojas y Elías se abrieron paso hasta situarse a su lado con

la intención de protegerlo.—¿Se puede saber qué pretendéis? —preguntó Rojas a los que querían agredir al peregrino.—Él es el que ha matado a nuestro compañero y a los otros que han ido muriendo a lo largo del

camino —respondió el más bravucón.—¿Y por qué sospecháis de él? ¿Acaso habéis visto algo?—Siempre va solo y en los albergues y hospitales elige el lugar más apartado. Nadie lo ha visto

nunca lavarse en las tinas ni comer ni divertirse con los demás —argumentó el otro.—Hay peregrinos que no quieren compañía, pues de esa forma la penitencia es mucho mayor —

sugirió Elías.—¿Y por qué va siempre tan tapado? Apenas se le ve la cara.—Sus razones tendrá —repuso el clérigo.—Además, no habla nunca con nadie —señaló otro de los peregrinos.—A lo mejor es extranjero y no conoce el romance castellano —indicó Rojas.—O tal vez haya hecho voto de silencio —sugirió Elías, por su parte—. Tampoco sería el

primero.—Sin embargo, el otro día lo vieron conversando con Anselmo, el peregrino al que acaban de

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matar —apuntó un tercero.—Eso no prueba nada —objetó el pesquisidor.—Demasiada casualidad —replicó el peregrino.—Si no os importa, dejad que mi amigo y yo platiquemos con él ahí dentro.—Me parece bien —aceptó el otro.Rojas y Elías le rogaron al sospechoso que los acompañara al interior del hospital y él los

siguió sin protestar. Los tres se dirigieron a una sala que había al otro lado del patio y que, en esemomento, estaba vacía. Desde fuera llegaron algunos rumores de protesta.

—¿Tenéis algo que ver con los asesinatos de los peregrinos? —preguntó Rojas sin ningúnpreámbulo.

El peregrino negó con la cabeza. Se le veía asustado y no dejaba de temblar, lo que lo hacíamás sospechoso todavía. Su mirada estaba clavada en el suelo, como si no quisiera mostrar susojos.

—¿Venís de lejos?El peregrino asintió.—¿Por qué no habláis? ¿Acaso habéis hecho voto de silencio, como ha sugerido mi

compañero? ¿Y por qué no os descubrís? ¿No os dais cuenta de que eso os hace parecer culpableante los demás? Si mi amigo y yo no hubiéramos llegado hace un momento, sabe Dios lo que oshabría sucedido.

—Tengo motivos para hacer lo que hago —dijo de pronto el peregrino.Tenía una voz limpia y clara.—¿Qué clase de motivos?—Intento pasar inadvertido, nada más.—Pues habéis conseguido el efecto contrario: que todos desconfíen de vos —le recordó Rojas.—Yo no he hecho nada ni me he metido con nadie, tan solo voy a lo mío —replicó el peregrino.—Según parece, os vieron hablar con Anselmo, la última víctima —dejó caer el pesquisidor.—Porque era riojano, como yo, y mejor persona que todos esos que están ahí fuera.—El problema es que están asustados y, al ver que no os comportáis como ellos, piensan que

tenéis algo que ver con los asesinatos.—Y yo, ¿qué puedo hacer?—No llamar tanto la atención.—Para vos es muy fácil, pero no para mí —indicó el peregrino.—Tan solo tenéis que descubriros y no andar tan retraído —le aconsejó el pesquisidor.—¡Eso es imposible!—¿Tan feo sois? —bromeó Elías.—No es eso.—Dejadme entonces que lo compruebe. Nosotros solo queremos evitar que os hagan daño —

aseguró el clérigo, acercándose al peregrino.—Ya que tanto os empeñáis…El peregrino se quitó el sombrero y la capucha que le cubrían la cabeza, lo que hizo que el pelo

se le soltara y se derramara sobre sus hombros y espalda, rubio y ondulado. Tenía, por otra parte,el rostro completamente lampiño y la piel muy pálida; los ojos azules y vivos; la nariz pequeña ylos labios carnosos.

—¿Ya estáis a gusto? —exclamó con voz aguda.—Entonces, ¡¿sois una mujer?! —preguntó Rojas, sorprendido.

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—Para mi desgracia —contestó ella entre sollozos.—¿Por qué lo decís?—¿Acaso no sabéis que, para una mujer sola, todo son peligros y asechanzas? —se lamentó la

peregrina.—¿Por eso vais disfrazada?—Así es. Le hice a Dios la promesa de peregrinar sola a Santiago. Pero pronto vi lo arriesgado

que era y no me quedó más remedio que ocultar mi triste condición. Eso es todo —les explicó lamujer con naturalidad.

Al ver de qué se trataba, Elías y Rojas quedaron convencidos de su inocencia y decidieronayudarla hasta que los ánimos de los otros peregrinos se calmaran.

—¿Podemos saber cómo os llamáis? —preguntó el clérigo.—Mi nombre es Marcela.—Él es Fernando y yo soy Elías. Mañana, si queréis, podéis viajar con nosotros sin necesidad

de disfrazaros; de esa manera iréis más cómoda y segura.—Prometí hacer sola todo el recorrido, pero imagino que por un día podré hacer una

excepción, dadas las circunstancias —razonó Marcela.—Seguro que Dios lo entenderá. De modo que podéis marchar a dormir. Mi amigo y yo iremos

a decirles a los otros peregrinos que vos no tenéis nada que ver con esos crímenes.—No creo que os hagan caso. Así que, por el momento, os ruego que mantengáis mi secreto.—Por supuesto, será como pedís.—Confío en vos.—Ya veréis como todo se arregla.Elías y Rojas se dirigieron a la entrada sin poder salir de su asombro por lo que acababan de

contemplar. Allí les indicaron a los presentes que no había nada que temer, que el peregrino teníasus razones para comportarse de esa manera, pues estaba de duelo por haber sufrido una granpérdida. Esto hizo que muchos se tranquilizaran, si bien no todos quedaron convencidos con laexplicación.

Luego Rojas les preguntó si sospechaban de alguien más o si habían observado alguna otra cosaextraña en esos últimos días. Uno de ellos, el que parecía de más edad, les contó que el díaanterior el romero asesinado había tenido una discusión con otro peregrino, que le había afeado suexcesiva afición al vino. Pero Anselmo le había replicado que con ello no hacía mal a nadie,salvo a sí mismo, y que él solo bebía por las noches, para celebrar que había terminado una nuevaetapa, y que, durante el día, se mantenía totalmente sobrio. El otro se había reído de él y le habíareprochado su debilidad, lo que molestó mucho a Anselmo; de ahí que hubieran estado a punto dellegar a las manos.

—Por suerte, entre varios logramos separarlos antes de que se agredieran y echar a la calle alque había iniciado la discusión —añadió el peregrino.

—¿Sabéis, por casualidad, de quién se trata?—Hasta entonces no habíamos reparado en él y tampoco hemos vuelto a verlo durante la

jornada de hoy.—¿Y podríais describirlo?—Era alto y delgado y con la piel muy pálida —recordó uno.—Si os volvéis a topar con él, os ruego nos aviséis —le pidió Rojas.Después hablaron con otro peregrino, un abulense que decía haber visto a Anselmo entrar con

alguien en el callejón donde más tarde fue encontrado muerto, pero que no había logrado

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reconocer al acompañante. Tan solo podía asegurar que era más bien alto e iba vestido de romero.Rojas les demandó entonces información sobre alguna de las víctimas anteriores. Un peregrino

con hábito de franciscano les contó que había conocido al que habían matado cerca de Burgos.—¿Y qué sabéis de él?—Se llamaba Johannes y era de Viena —comenzó a decir el fraile—. Se acercó a mí unos días

antes de su muerte para decirme que si no me importaba que fuéramos juntos, pues llevaba muchotiempo sin conversar con nadie. Me hablaba en latín, pues al parecer tenía estudios. Según meexplicó, había emprendido el peregrinaje para obtener el perdón, como tantos otros. Lo malo eraque, por el camino, después de transcurridas las primeras semanas, había vuelto a errar, y no unani dos ni tres veces, sino muchas más, tantas que había perdido ya la cuenta, para gran escándalode otros romeros, que se sentían incómodos y perturbados con su mal ejemplo. Cada vez que esosucedía, hacía votos para no volver a caer en la tentación. Mas de nada le servía, pues eranmuchas las ocasiones de pecado que le brindaba el Camino. «Ayúdame, Señor, pues no he venidoaquí para pecar, sino para penar por mis faltas», se repetía por las mañanas, nada más levantarse.Pero, tan pronto llegaba a su destino por las tardes, vuelta a empezar. Y cuanto más pecaba, mástemprano se levantaba y más largas eran las etapas, con lo que se reducían las posibilidades deentregarse a la lujuria, ya que esa era su principal debilidad. En primavera disminuyeron laspenalidades del camino, pero él trató de endurecerlo con toda clase de penitencias, como viajarsolo o andar descalzo buena parte del trayecto, cosa que, según sabía, había sido muy frecuente enotros tiempos. Cuando yo lo conocí, el mucho andar y el poco comer lo habían debilitado de talforma que cada vez le costaba más esfuerzo moverse, y eso lo trastornaba, pues, si seguía así,acabaría enfermando y tendría que interrumpir su penitencia. Yo traté de confortarlo y de darleconsuelo; incluso le pedí que descansara unos días en algún hospital, y me replicó que tenía prisapor llegar a Burgos. La noche en que me enteré de que lo habían encontrado muerto, pensé quehabía sido él el que había acabado con su vida, a causa de la desesperación. Luego ya supe que lohabían asesinado de forma inicua. Lamento mucho no haber podido hacer nada por salvar su alma—concluyó entre lágrimas.

—Os agradezco mucho lo que nos habéis contado. Así podremos recordar a Johannes yhonrarlo como se merece —señaló Rojas—. ¿Hay algún testimonio más? ¿Alguien que conocieraa los otros peregrinos asesinados?

—Hemos oído hablar de otras víctimas, pero, en realidad, no sabemos cuántas y menos aúnquiénes eran ni dónde murieron. Es todo muy confuso —comentó uno de los presentes.

—Por lo visto, el que murió en Sahagún era un falso peregrino —informó otro—. Se dedicaba aengañar a los incautos que viajaban con él y llevaba ya más de dos años viviendo de la sopa bobade los monasterios y hospitales.

—Entonces se lo tenía merecido —sentenció alguien.—Nadie merece que lo maten de esa forma, y menos por buscarse la vida —replicó el

franciscano que había hablado antes.Rojas y Elías pidieron calma con voz firme, temiendo que algunos pudieran llegar a las manos

debido a lo exaltados que estaban.—Durante un tiempo, yo tuve la suerte de viajar con el romero al que asesinaron en Frómista —

comenzó a decir de pronto un peregrino que hablaba con acento aragonés—. Se llamaba Daniel yera tan bueno que todo lo compartía y a todos ayudaba sin esperar nada a cambio. Si alguien lecausaba algún mal, enseguida lo olvidaba y no le guardaba rencor. Recuerdo que un día me contóque había sido asaltado por un ladrón. Lo único que este quería era robarle las monedas que

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llevara encima, pero él le entregó también su capa, para que no pasara frío y, antes de que salierahuyendo, le dijo que lo perdonaba y que le rogaría a Dios que también lo hiciera. «¿Por qué leregalasteis la capa?», le pregunté yo, asombrado. «Porque él la necesitaba más que yo», merespondió. «¿Y por qué no os limitasteis a darle la mitad, como hizo San Martín de Tours?»,inquirí yo. «Porque el bien nunca debe hacerse a medias», me contestó. «De acuerdo. Lo que noentiendo es que encima lo hayáis perdonado», le reproché. «¿Y cómo pretendéis obtener laindulgencia de Dios si vos mismo no sois capaz de perdonar a vuestro prójimo? —me replicó—.Ya lo dijo Jesús a sus discípulos: “No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréiscondenados; perdonad y seréis perdonados”». Para mí que ese peregrino podría haber sido unsanto si no fuera por una flaqueza que tenía, y es que le gustaba mucho jugar a las cartas, hasta elpunto de que lo primero que hacía, cuando llegaba a un sitio, era buscar un garito y, si no lo había,por ser el pueblo muy pequeño, lo montaba él en alguna taberna y allí pasaba varias horas. Era talla afición que sentía por los naipes que a veces se olvidaba de cenar. Pero lo más asombroso eraver cómo cambiaba su comportamiento con respecto al que mostraba durante el día, ya que, sitenía una buena racha, no repartía ni una mísera parte de sus ganancias entre los que loacompañábamos, como era habitual en otros jugadores; y, si era mala, perdía también lacompostura y acusaba a los otros de hacer trampas y a los que estábamos con él, de distraerlo o deser cómplices de sus contrincantes, con lo que a veces la cosa terminaba en batalla campal. Demodo que sorprendía mucho ver que el mismo hombre que por las mañanas era capaz dedesprenderse de todo, en cuanto caía la noche podía llegar a pelearse por un quítame allá esasmonedas.

—¿Y se os ocurre algún sospechoso, aparte del que habéis estado a punto de castigar sinninguna prueba y sin darle ocasión a que se defendiera?

Casi todos negaron con la cabeza gacha, pues se sentían avergonzados.—¿Tenéis noticia de alguien que pudiera haber visto algo?—Eso es lo malo, que, por lo que sabemos, el asesino actúa con mucha seguridad y sigilo,

como si tuviera muchos cómplices que lo ayudaran —apuntó el de acento aragonés.—Lo que decís es muy sensato —comentó Rojas—. En todo caso, si percibís algo extraño en

los próximos días, avisad a los demás y tratad de dar con nosotros, pero no perdáis la calma —añadió, dirigiéndose a todos.

Al ver que nadie más quería hablar, les dio las gracias de nuevo por su valiosa información yles dijo que podían irse a dormir. Antes de acostarse, los dos compañeros de fatigas comentaronlos hallazgos del día.

—Y bueno, ¿qué es lo que pensáis? —preguntó el clérigo, ansioso por conocer la opinión delpesquisidor.

—Yo diría que las víctimas de las que nos han hablado eran muy apreciadas por aquellos quelas conocían, pero tenían sendas debilidades, tan arraigadas que, de alguna forma, se hanfortalecido durante la peregrinación. Lo que me lleva a pensar que el Camino, para algunosromeros, más que de perfección, parece de perdición, ya que lejos de apartarlos del «malcamino», les ofrece más ocasiones de pecar —arguyó el pesquisidor.

—No en vano la tentación acompaña siempre al peregrino, allá donde vaya, como su propiasombra —sentenció Elías.

—Eso me temo.—¿Y qué me decís de Marcela?—En principio, no creo que sea culpable de nada, la verdad, pero es posible que tenga algo que

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ocultar. Mañana tenemos que hablar con ella durante el viaje; a ver qué nos cuenta. Da laimpresión de ser una mujer valiente y con carácter. Pero es todo muy intrigante.

—Estoy de acuerdo con vos.—Asimismo, debemos convencerla de que se ande con cuidado, pues los ánimos están muy

caldeados entre algunos peregrinos.—Eso parece, sí —convino el clérigo—. Que descanséis.—Lo mismo os digo.

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IV Camino de Puente de Órbigo, el día después Al día siguiente, en el hospital las cosas parecían haberse calmado. No obstante, Rojas, Elías yMarcela decidieron seguir con su plan de viajar juntos. Después de despedirse del hospitalero,caminaron por la rúa de los Francos hasta llegar a la calle Ancha, donde tiraron a la derecha endirección a la catedral. Allí asistieron a misa, como era costumbre entre los romeros que pasabanpor León. Mientras los presentes entonaban cantos de alabanza al Señor, Rojas se sintiósobrecogido por la luz que entraba por las vidrieras e inundaba todo el templo. Era tan cálida ymisteriosa que elevaba el espíritu y, a la vez, sosegaba el alma.

Terminado el oficio religioso, abandonaron la catedral y continuaron su recorrido por la calleque conducía a la real colegiata de San Isidoro, donde estaban los restos del santo y el panteón delos reyes de León; después pasaron por el hospital de San Marcos y llegaron al puente sobre el ríoBernesga. Tras cruzarlo, se dirigieron a la posta, donde consiguieron caballos y Marcela trocó sudisfraz de hombre por ropa de mujer. Luego iniciaron viaje hacia Astorga. A menos de una leguase encontraron con el santuario de la Virgen del Camino. Según explicó Elías, esta se le habíaaparecido, justo veinte años antes, a un pastor de Velilla de la Reina llamado Alvar Simón,cuando recogía su ganado. Desde entonces era parada obligada para todo romero, ya que se laconsideraba protectora de los peregrinos y se le atribuían varios milagros.

Marcela les propuso que se detuvieran, pues quería rogarle a la Virgen que la ayudara en eldifícil trance en el que se encontraba, y ellos no tuvieron más remedio que aceptar. En el santuariohabía ya varios romeros. La peregrina y Elías se arrodillaron frente a la imagen del altar, querepresentaba a la Virgen Dolorosa con su Hijo muerto en brazos. Este tenía la cabeza vuelta haciael suelo y parecía a punto de caerse. Rojas permaneció en pie, cerca de la puerta, con el pretextode vigilar la entrada. De vez en cuando miraba hacia donde estaba Marcela, preguntándose quiénsería en realidad, qué secretos ocultaba detrás de su hermoso y enigmático rostro. Cualquierasabía. Pero una cosa sí que estaba clara: debía mantenerse alerta, ya que tenía cierta propensión aenamorarse de mujeres como ella.

Cuando salieron, Elías quiso aprovechar para comer algo en los alrededores, y así no verseobligados a detenerse más adelante. Rojas no puso ninguna objeción, pues pensó que podría seruna buena oportunidad para hablar con Marcela y tratar de resolver el misterio que había en tornoa ella. Después de rodear el santuario, se sentaron en unas piedras que había detrás, bajo unosárboles. El clérigo sacó de las alforjas una hogaza y algo de queso y cecina que habían compradocerca de la catedral y lo repartió entre los tres.

—¿Hace mucho que peregrináis? —inquirió el pesquisidor de pronto, dirigiéndose a Marcela.—Hace unos doce días que salí de mi casa.—¿Y cuál es el motivo de vuestra promesa, si no os importa decírnoslo?—Es una historia que no me deja en buen lugar —advirtió Marcela.

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—Somos gente muy comprensiva y poco dada a juzgar a los demás —le confesó Rojas.—No sé si eso será suficiente para que podáis haceros cargo de mis razones, pero me habéis

ayudado de forma espontánea y debo confiar en los dos. Así que os lo contaré —concedió ella—.Soy natural de Logroño e hija de un platero. Mis padres me casaron muy joven con alguien delmismo oficio mucho mayor que yo. A pesar de que no me agradaba, traté de complacer a miesposo en lo que me pedía, pero él nunca estaba satisfecho y no dudaba en hacérmelo saber. Unanoche llegó muy tarde a casa; le pregunté que de dónde venía y él empezó a insultarme y a decirmeque me callara y que más valía que limpiara la casa, que parecía una pocilga. Por desgracia, no secontentó con eso y pronto le dio por pegarme y castigarme por todo; al principio con la manoabierta, luego con el puño y, por último, con una especie de látigo de cuero que utilizaba paraarrear a las bestias; aún conservo las marcas en mi espalda. La cosa llegó a tal extremo que un díale pedí a Dios que lo alejara de mí para siempre, que, si lo hacía, en agradecimiento y comopenitencia, peregrinaría sola a Santiago. Yo en verdad no le deseaba ningún mal a mi marido; osruego que me entendáis. Lo único que quería era dejar de sufrir, nada más. Pero resulta que, alcabo de unos pocos meses, murió. En apariencia fue un accidente, pues se cayó por las escalerasde casa, que estaban recién fregadas, con tan mala fortuna que se desnucó al llegar al suelo. Sinembargo, yo sigo convencida de que Dios tuvo a bien atender mis plegarias.

—¡Cómo podéis pensar eso! —le reprochó Elías—. Dios no soluciona las cosas así. NuestroSeñor es piadoso y misericordioso.

—Por eso creo que Él dejó que muriera mi marido, porque se apiadó y tuvo misericordia de mí—replicó ella, con toda lógica.

—Visto así, puede que tenga algo de sentido —concedió el clérigo—. Pero recordad que loscaminos del Señor son inescrutables.

—Sea como fuere, el caso es que mi esposo dejó este mundo y yo, por si acaso fue cosa deDios, he querido cumplir mi promesa —explicó la mujer—. Y creedme si os digo que está siendomucho más duro y difícil de lo que había imaginado. Como ya os he insinuado, para una mujer, elCamino está plagado de peligros y de gente indeseable. Nada más salir de Logroño, variosperegrinos intentaron forzarme. Por suerte, pude refugiarme en la iglesia de un convento defranciscanos, de los que enseguida tuve que salir huyendo por el mismo motivo; permitidme queno entre en detalles, ya que son demasiado escabrosos. Para que no volviera a ocurrirme nadaparecido, pinté en mi cara y mis manos unas llagas tan repulsivas que, al verme, todos losperegrinos se apartaban de mí. Pero eso me obligaba a alojarme en leproserías, con gran riesgo deque me contagiara y enfermara de verdad. Así que tuve que hacerme pasar por varón. Desde esedía, he procurado taparme bien el rostro y no hablar con nadie, y ya os podéis imaginar las muchaspenalidades que me he visto obligada a sufrir para que no me descubrieran. Sin embargo, todo lohe dado por bien empleado, pues, de alguna forma, ello aumentaba mi penitencia. Mas, al final, depoco me ha servido. Por eso ahora tengo la sensación de que Dios me está castigando por haberlepedido que alejara a mi marido de mí y, sobre todo, por creer que me lo había concedido —sequejó la peregrina con amargura.

—Os ruego no penséis eso; ya os he dicho que Dios es piadoso —le recordó el clérigo.—Pero su piedad ya se agotó y no quiere saber nada de mí —arguyó la peregrina.El clérigo y el pesquisidor quedaron profundamente conmovidos con la historia de Marcela, y

eso los confirmó en su voluntad de ayudarla, siempre y cuando ello no interfiriera en elcumplimiento de su promesa ni fuera un obstáculo para las pesquisas sobre los asesinatos.

Tan pronto terminaron de comer, cogieron los caballos y remprendieron la marcha. Por el

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camino, fueron adelantando a los pobres romeros que iban a pie.—Da no sé qué pensar que uno de estos peregrinos podría ser la próxima víctima —comentó

Elías, sin poder evitarlo.—Y más si tenemos en cuenta que entre ellos podría estar también el asesino —añadió Marcela

con semblante preocupado.—¿Tenéis alguna sospecha? —le preguntó Rojas.—Prefiero no pensar en eso. Ya habéis observado lo que pasa cuando a la gente le da por

ponerse suspicaz. Algunos empiezan a ver asesinos por todas partes. Y es que la gente necesitachivos expiatorios —contestó Marcela con ironía.

—Pero seguro que se os ha ocurrido alguna suposición.—Lo que yo opino es que, para que alguien lleve a cabo algo así, ha de tener un motivo muy

poderoso. No creo que sean meros arrebatos, sino algo muy pensado —sugirió ella.—¿Pensáis entonces que estamos ante una venganza o un castigo?—Eso me temo, sí. Pero se trata de un acto frío y muy calculado, no contra alguien en concreto,

sino contra cierta clase de peregrinos. Por eso firma sus asesinatos —añadió Marcela conconvicción.

—¿Cómo sabéis lo de la firma? —preguntó Rojas con cierto recelo.—Durante el viaje, he escuchado cosas aquí y allá; otras las he deducido por mi cuenta, pues

soy una persona muy observadora. Por ejemplo, sé que vos no sois un vulgar peregrino, sinoalguien interesado en investigar estas muertes. ¿Me equivoco? —añadió como prueba de ello.

—No os equivocáis —reconoció Rojas con asombro y admiración—. Y estoy de acuerdo convos en lo de la firma; los asesinos pretenden que pensemos que todo esto tiene un sentido y que,por tanto, obedece a un plan.

Estaban a punto de llegar a la aldea de Puente de Órbigo cuando vieron venir corriendo haciaellos un grupo de peregrinos asustados.

—¡Lo ha matado, Dios mío, lo ha matado! —gritaban algunos con el gesto desencajado oechándose las manos a la cabeza.

—No sigáis si no queréis salir malparados —les avisaban otros sin dejar de huir.Elías y Rojas se miraron con gesto de sorpresa y, sin necesidad de decirse nada, siguieron

adelante, con la intención de ver qué había pasado y socorrer a la víctima, si es que aún seguíacon vida. Tan pronto llegaron a una floresta que había al lado del camino, lo primero que seencontraron fue a un hombre encaramado a un rocín y vestido con una extraña armadura, ya que laspiezas estaban abolladas y no encajaban bien entre sí, y hasta puede que faltara alguna. Parecía decomplexión delgada, seco de carnes y, por lo que dejaba ver la celada, enjuto de rostro. A pocospasos de tan atrabiliario caballero había un peregrino tirado en el suelo que apenas podíamoverse; junto a él yacía su bordón y, algo más allá, estaba su mula pastando, ajena a todo.

—Alto ahí —les gritó el de la armadura con aire retador—. Si queréis cruzar el puente encompañía de tan bella dama, tendréis que justar conmigo. Si no lo hacéis, deberéis daros la vuelta,como unos cobardes, o vadear el río, que os advierto viene muy crecido a causa de las lluvias ypodríais perecer ahogados.

—¿Pensáis que se trata del asesino? —le preguntó el clérigo en voz baja al pesquisidor.—No lo creo, pero ya veis cómo se las gasta —comentó Rojas, haciendo un gesto hacia el

hombre que estaba en el suelo.—¿A qué esperáis? —los apremió el otro.—Muy bien —aceptó el pesquisidor, dirigiéndose al estrafalario caballero—. Justaré con vos

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si me prestáis una lanza y un escudo y dejáis que la dama y mi amigo pasen ya al otro lado del río,como un gesto de buena voluntad.

—Ella puede pasar, mas no así vuestro amigo. En cuanto a la lanza, podéis usar la suya —añadió el hombre, señalando el bordón que estaba junto al herido—. Por el escudo no ospreocupéis, que yo me desharé del mío —añadió, arrojándolo al suelo.

—Pero ¿qué es lo que vais a hacer? —le recriminó Elías a Rojas.—Tratar de derrotarlo —contestó el pesquisidor con naturalidad—, para que deje de provocar

más daño, sea o no el asesino.—¿Sin armadura ni lanza ni escudo? —objetó el clérigo.—Sabré arreglármelas, no os preocupéis. A juzgar por su aspecto, no parece estar en sus

cabales.—Por eso mismo; un loco con un arma puede ser más peligroso que un criminal —le advirtió

Elías.—En todo caso, ya no hay vuelta atrás. En cuanto a vos —dijo, dirigiéndose a Marcela—, os

ruego que nos esperéis en el hospital de peregrinos que hay al otro lado del río. Y no dejéis depedirle al hospitalero que avise a los alguaciles, por lo que pudiera pasar.

—Preferiría quedarme junto a vos —se ofreció ella—. Por otra parte, no hace falta que peleéispor mí; algún sitio habrá más adelante por donde cruzar el río.

—Haced lo que os pido, es lo mejor.—De acuerdo —concedió la mujer—. Pero tened cuidado, os lo ruego.Cuando Marcela se fue, Elías le alargó a Rojas el bordón que había en el suelo y le preguntó:—¿Estáis seguro de lo que pretendéis? ¿No lo estaréis haciendo para impresionar a Marcela?—De ningún modo —rechazó Rojas—. Y ahora retiraos.—¿Preparado? —gritó el de la armadura.—Cuando queráis.Después de persignarse, el caballero miró al cielo y balbuceó unas palabras incomprensibles.

Luego, sin más preámbulos, se bajó la visera de la celada y se lanzó a toda prisa sobre Rojas conla intención de cogerlo por sorpresa, despojarlo de su supuesta arma y tirarlo del caballo. Rojas,al ver lo que se le venía encima, trató de apartarse un poco con el bordón en ristre, mas no loconsiguió y el otro lo derribó. El pesquisidor cayó de espaldas sobre el duro suelo, lo que leprodujo un gran dolor. Pero lo peor no fue el golpe, sino la vergüenza que sintió por versemancillado de esa forma delante de la gente por alguien que parecía un orate. Y menos mal queMarcela ya había cruzado el puente.

—Y ahora os toca a vos —proclamó el caballero, muy ufano, dirigiéndose a Elías, que se habíaacercado a Rojas, para ver cómo se encontraba—, pues no os creáis que por ir vestido de clérigoos vais a librar de mi reto. De sobra sé que hay caballeros que, debido a su cobardía, fingen serotra cosa para eludir el combate.

—Os aseguro que yo no soy de esa ralea. Por eso os digo que, si me tocáis un solo pelo de laropa, os juro por mi honor que acabaréis en manos del Santo Oficio —le advirtió Elías, con tonoairado.

—Yo soy cristiano viejo. Así que no me dan miedo vuestras amenazas ni menos aún lostormentos de la Inquisición. Justad conmigo o arrojad el guante al suelo y volved por donde habéisvenido, noramala —replicó el caballero con firmeza.

Elías se detuvo sin saber qué hacer, ya que, por su condición de clérigo, no podía aceptar elreto, pero tampoco estaba dispuesto a quedar como un cobarde y abandonar a Rojas a su suerte,

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dado que eso no era algo propio de un buen cristiano, ni menos aún dejar a ese malnacido sincastigo. Por suerte, en ese momento llegaron varios alguaciles, acompañados del alcalde mayor.

—Perdonen vuestras mercedes por el percance que han sufrido —les dijo este muy solemne,mientras los alguaciles se dirigían a detener al hombre de la armadura—. Pero se trata de unvecino del pueblo que perdió el juicio de tanto oír hablar del célebre Paso Honroso del caballeroleonés Suero de Quiñones y, desde entonces, cuando se acerca el verano se escapa del conventoen el que unos frailes lo tienen recogido, regresa a casa de sus padres con el fin de recuperar sucaballo y su armadura, cada vez más maltrechos, y se planta junto al puente para tratar de emularla famosa gesta.

—Pero ¿de qué habláis? ¿A qué Paso Honroso os referís? —quiso saber el pesquisidor, trasponerse en pie con gran esfuerzo y comprobar que, de puro milagro, no tenía nada roto.

—Se trata de un reto realizado en nombre de Santiago por el tal Suero de Quiñones hace cosade un siglo —explicó el alguacil mayor—. El desafío consistía en romper una lanza a loscaballeros que, acompañados de sus respectivas damas, pretendieran cruzar el puente camino deCompostela. Al parecer, lo hizo con el fin de poder liberarse de una argolla de hierro que se habíacomprometido a portar al cuello todos los jueves como muestra de devoción hacia su amada, porla que estaba dispuesto a arriesgar su vida y también la de los nueve compañeros que losecundaban. Y, como era necesario pasar por este puente para hacer el Camino Francés y, además,era año santo jacobeo, fueron muchos los que se vieron obligados a hacerles frente en tales justas.Así que, al cabo de las treinta jornadas que duró aquello, concretamente desde el 10 de julio hastaquince días después de la fiesta del apóstol, Suero de Quiñones y los suyos llegaron a romperhasta trescientas lanzas y fueron tantos los muertos que la Iglesia tuvo que prohibir enterrar ensagrado a los que perecieran en tan cruel y desigual combate. Entre los derrotados, habíaespañoles, franceses, italianos, alemanes y portugueses. A los causantes de todo, sin embargo, noles pasó nada, pues contaban con el permiso del rey para llevar a cabo semejante reto. Para queveáis cómo ha cambiado el mundo: hoy se tiene por locura lo que hace un siglo era consideradouna hazaña caballeresca.

—Tenéis razón —concedió el clérigo—. Precisamente, hace poco me contaron el caso de unestudiante que había perdido la cabeza de tanto escuchar romances y le dio por dejar su casa parair a luchar contra los moros de Andalucía, sin ser consciente de que el reino de Granada ya habíasido conquistado.

—Pues otro que tal baila. El imitador, por cierto, es descendiente, por la rama bastarda, deGutierre de Quijada, que fue quien, años después del Paso Honroso, mató a Suero de Quiñones demanera harto alevosa, con la ayuda de varios de sus hombres, por no sé qué rivalidades y celosque había entre ellos —les informó el alcalde mayor.

Aclarado el asunto, los alguaciles se llevaron al pobre loco, que aún porfiaba por seguirjustando con todos. Por su parte, varios peregrinos atendieron al herido del anterior combate, queen ese momento comenzó a recobrar la conciencia y a preguntar dónde estaba, qué había ocurridoy quién era toda esa gente que lo rodeaba.

—¿Podéis andar? —le dijo el clérigo a Rojas.—Creo que sí, tan solo estoy un poco dolorido. Afortunadamente, no me ha quebrado nada,

salvo el honor —añadió este con tono burlón.—Eso en el suponer de que lo tuvierais —bromeó el clérigo—. Por cierto, debéis aprender a

utilizar mejor el bordón; si no lo hacéis, no duraréis mucho tiempo en el Camino si tenemos que ira pie.

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—Espero que eso nunca suceda —suspiró el pesquisidor—. En cuanto al cayado, ojalá no tengaque volver a usarlo, aunque sí que me vendría bien uno ahora para poder caminar.

—Según sabemos por algunos milagros, hasta el propio apóstol suele hacer buen uso del suyocuando se le aparece a algún peregrino con la intención de protegerlo de los malhechores, de loslobos o del propio Diablo, pues lo maneja casi tan bien como su espada de matar moros. Pero,como habéis visto ahora, no siempre se puede contar con su ayuda, ya que está muy solicitado —le explicó el clérigo con algo de sorna.

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V Hospital de Órbigo, muy poco después Cuando Rojas y Elías lograron cruzar el largo puente sobre el río Órbigo llevando de la mano lasriendas de sus caballos, ya se había hecho casi de noche. Al llegar a la altura del último ojo,vieron a Marcela subir por el ribazo, ayudándose con el bordón.

—¿Se puede saber de dónde venís? ¿Por qué no estáis en el hospital, como os pedí? —lepreguntó Rojas, al llegar a su altura.

—Junto a la orilla hay un peregrino muerto —indicó ella con voz temblorosa.—¿Y vos qué hacíais ahí?—Oí un grito de socorro. Me acerqué para tratar de ayudarlo, pero era demasiado tarde, pues

ya no respiraba.—¿Habéis visto cómo ocurrió?—Tan solo pude vislumbrar a lo lejos a alguien que huía aguas abajo —comentó la mujer.—Vos esperad aquí —le ordenó Rojas.Él y Elías se acercaron a la orilla con gran cuidado. El cadáver del peregrino estaba sobre el

barro, muy cerca del río. Aparentaba más de sesenta años. Tenía los brazos en cruz y las manoscon las palmas hacia arriba; una de ellas rozaba casi el agua, mientras que la otra reposaba sobreuna piedra. La boca parecía desencajada y los ojos estaban muy abiertos, como si algo lo hubieraaterrorizado.

—¡Loado sea Dios! —exclamó el clérigo.El pesquisidor se agachó para examinarlo. Como las anteriores víctimas, presentaba un golpe

en la cabeza y una herida de arma blanca en el pecho. Con la ayuda del clérigo levantó un poco elcostado izquierdo y miró debajo hasta encontrar la firma escrita en el suelo.

—Seguro que ha sido Marcela —comentó Elías en voz baja—. Ahora entiendo por qué esamujer sabe tanto de los asesinatos y los romeros del hospital sospechaban de ella, aunque fueradisfrazada de peregrino. Por no hablar de la muerte de su marido. ¿No os llamó la atención elhecho de que se cayera por las escaleras después de que las hubiera fregado?

—Creo que exageráis. Si de verdad lo hubiera matado Marcela, no nos habría contado esedetalle —objetó el pesquisidor.

—Si lo hizo, fue precisamente para que pensáramos eso. Me da a mí que es muy astuta —replicó el clérigo.

—Entonces, ¿creéis de veras que Marcela puede haber asesinado al peregrino? —preguntóRojas con pesadumbre.

—Desde luego, fuerza y carácter no le faltan para hacer algo así; ya habéis visto con quéagilidad monta a caballo.

—¿Y qué me decís de los demás romeros asesinados?—Pues lo mismo. Quien hace un cesto hace ciento. El que más cuesta es el primero, y ese le

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salió gratis —comentó Rojas con ironía.—Pues a mí me resulta muy difícil creerlo.—También a mí, os lo aseguro, pero los indicios apuntan hacia ella —señaló el clérigo—. Lo

que pasa es que a vos os tiene sorbido el seso.—Eso no es cierto —replicó Rojas, sin demasiada convicción—; tan solo siento afecto y

piedad por ella.—Llamadlo como queráis.—En cualquier caso, no debí pedirle que se adelantara.En la bolsa del peregrino encontraron algo de dinero y varios documentos. Uno era la

autorización del prior del convento de dominicos de Zaragoza, para que viajara en peregrinación aSantiago, con el fin de fortalecer su fe. Por ella supieron que se llamaba fray Hernán de Barbastroy que era originario de esa localidad. El otro era una especie de salvoconducto para poderbeneficiarse de su condición de romero.

—Y, para colmo de males, se trata de un fraile. ¿Y ahora qué vamos a hacer? —preguntó elclérigo con preocupación.

—De momento, disimular y no perderla de vista ni un solo instante. Antes de acusarla, tenemosque conseguir alguna prueba de que ha sido ella —le advirtió Rojas, mientras terminaba deregistrar la escarcela del difunto.

—Pero ¿qué más pruebas queréis?—Como vos mismo habéis dicho, tan solo tenemos indicios.—Entonces, ¿por qué no la interrogáis? Seguro que sabéis cómo hacer para que confiese —

sugirió el clérigo.—Yo soy un pesquisidor, no un inquisidor, y no estoy habituado a dar tormento; no lo olvidéis.

Os ruego que no volváis a sugerirme algo así —replicó Rojas, muy digno.Entre los dos subieron a rastras el cadáver por la parte menos pronunciada del ribazo; luego lo

atravesaron sobre la grupa de uno de los caballos y lo condujeron al hospital. Marcela iba detrás,aparentemente tranquila. Ninguno de los tres pronunció ni una sola palabra durante todo eltrayecto; ellos, porque no sabían qué decir; y la mujer, porque debía de sospechar que susacompañantes recelaban de ella.

A juzgar por una inscripción que había en el dintel de la puerta del hospital, este había sidofundado por la Orden de San Juan de Jerusalén. Sentados en un poyo de piedra, junto a la puerta,había varios peregrinos descansando y contando anécdotas del Camino. Al verlos llegar con tanextraño cargamento, todos callaron y se levantaron. Los que llevaban puesto el sombrero se loquitaron en señal de respeto. Algunos se persignaron; otros mascullaron unas palabras.

—Lo hemos encontrado muerto en la orilla del río —les informó Rojas—. ¿Alguien ha visto uoído algo?

Todos negaron con la cabeza.—Llevamos aquí un buen rato —señaló uno.Rojas pidió prestada una antorcha e iluminó con ella la cara del finado para ver si lo

reconocían.—No me resulta familiar —comentó el que había hablado antes—. Pero a buen seguro que se

trata de una víctima más de ese canalla que anda asesinando romeros desde hace semanas.Supongo que estaréis enterados.

—Algo hemos oído, aunque no mucho, ya que acabamos de empezar nuestro peregrinaje —leinformó el pesquisidor.

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—Pues habéis elegido un mal momento para comenzarlo —comentó el otro.Uno de los que se habían acercado al cadáver anunció de pronto que creía saber quién era,

dado que había hablado con él hacía unos días en un albergue. Según dijo, se trataba de unaragonés llamado Hernán. Al parecer, era fraile, pero había perdido la vocación. Así que, con elpermiso del prior, había abandonado el convento, para dirigirse a Santiago en hábito de peregrino,con el deseo de que Dios o el apóstol le mandaran alguna señal que lo devolviera al redil. Sinembargo, cada vez se sentía más atraído por las cosas del mundo y menos interesado en las de lafe.

—Parecía un buen hombre, a pesar de todo —añadió el informante con gran sentimiento—. Esuna pena que lo hayan asesinado; lo más probable es que haya muerto en pecado.

—No está bien que alguien muera así, y menos un peregrino —apuntó el primero que habíahablado.

—¿Y se sabe si hay algún sospechoso de los crímenes? —inquirió Rojas.—De momento, no, pues quien sea actúa con mucho secreto. De modo que podría ser cualquiera

de los que andamos en el Camino, incluidos vos y vuestros acompañantes —añadió el hombre,mirando con cierta desconfianza hacia los recién llegados.

—Ya os hemos dicho que acabamos de iniciar la peregrinación. Y, si hubiéramos sido nosotros,no seríamos tan necios como para presentarnos aquí con el cadáver —arguyó el pesquisidor.

—En eso tenéis razón —reconoció el otro.—Por supuesto —añadió un tercero.No obstante, la mayoría continuaba contemplándolos con suspicacia; algunos incluso

murmuraban sin ningún disimulo. Marcela permanecía imperturbable, como si la cosa no fuera conella.

—Lo mejor será que avisemos al hospitalero —propuso Elías.Este se encontraba en el claustro, lavándoles los pies a unos peregrinos, como era costumbre, y

allí fue a buscarlo uno de los presentes. El hospitalero aparentaba unos cincuenta años. Tenía lacara redonda y sonrosada, los ojos claros y la nariz aplastada. El clérigo le habló del hallazgo quehabían hecho junto al río.

—¡¿Otro más?! Y cerca de mi hospital, que Dios nos ampare —exclamó el hombre, muycompungido.

—¿Qué sabéis vos de los crímenes? —le preguntó Rojas.—Lo que me han contado algunos huéspedes, que en muchos de los lugares del Camino están

apareciendo cadáveres de romeros asesinados, todos acuchillados y con un golpe en la cabeza. Lamayoría de los que hoy han recalado por aquí vienen muy asustados y con ganas de abandonar laperegrinación por temor a ser la siguiente víctima. Yo a todos trato de consolarlos yreconfortarlos. Pero, como esto siga así, pronto no tendré a nadie a quien atender —se lamentó elhospitalero.

—Eso no va a suceder —le aseguró Rojas.—Ojalá sea como decís. Id a buscar a la víctima, mientras preparo la capilla. Luego mandaré a

avisar a los alguaciles —le pidió el hombre.Entre varios bajaron el cadáver del caballo y lo trasladaron a la pequeña iglesia. Allí los

ayudantes del hospitalero lo limpiaron y lo amortajaron. Luego lo metieron en un ataúd muyhumilde y desvencijado y lo pusieron sobre unos caballetes, alumbrado por varios cirios, para quepudiera ser velado por turnos por los peregrinos durante toda la noche.

Después de cenar algo en la cocina, Marcela, Rojas y Elías regresaron a la capilla. Cuando

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entraron, cesaron de golpe las conversaciones de los allí presentes, como si todavía no confiaranen ellos. Mas, poco a poco, volvieron a reanudarse. Los romeros parecían confusos ypreocupados, ya que pensaban que cualquier día podría ser alguno de ellos el que estuviera en elataúd si Dios no lo remediaba, y esto hacía que recelaran los unos de los otros.

—¿Qué pasa con las órdenes encargadas de proteger a los peregrinos? ¿Por qué no intervienende una vez? —se quejó uno, con amargura.

—Seguramente lo estén haciendo, pero no es suficiente, ya que en esta época somos muchos losque peregrinamos —apuntó el de al lado.

—Pues que funden una nueva si no son suficientes. Esto en la época de los templarios no habríasucedido. Ellos sí que eran buenos guerreros, amén de monjes —añadió con admiración.

—¿Y por qué el rey no envía a algunos soldados para que vigilen los caminos? ¿O es que estántodos en la guerra? —propuso otro.

—Tal vez todo esto no sea más que una prueba que nos envía el Señor —sugirió un anciano contono agorero.

—¿Acaso no hacemos ya bastante penitencia recorriendo cinco o seis leguas cada día bajo lalluvia o el sol para que encima nos maten como a conejos? —protestó otro con rabia.

—Tenemos que conservar la calma y mantener viva la fe; si no, esto puede acabar muy mal —propuso el hospitalero.

Rojas intentó averiguar si habían notado algo que les hubiera llamado la atención en esosúltimos días. Pero nadie parecía haber visto nada sospechoso. Sin embargo, cada uno de ellostenía su propia teoría acerca de los crímenes.

—Yo creo que el asesino es un navarro —sentenció un leonés—, ya que son gente rencorosa ymuy orgullosa de sus fueros y leyes.

—Para mí, que es francés —señaló otro—, pues nos la tienen jurada desde la derrota de Pavía.Y encima se piensan que el Camino de Santiago es algo suyo.

—Os recuerdo que, según dicen, una de las víctimas era francés; así que yo más bien creo quese trata de un seguidor de Lutero, que, por lo visto, aborrece las peregrinaciones —indicó untercero.

—O un judío renegado, que, con el pretexto de hacer el Camino, ha aprovechado para volver aentrar en España, de donde él y los suyos fueron expulsados hace treinta y tres años, y ahora seestá vengando —dejó caer alguien más.

—O tal vez una oscura secta de moros infieles disfrazados de cristianos.—Callad —les gritó el hospitalero desde la puerta—. Un poco de respeto para el difunto.En ese momento llegaron los alguaciles con el alcalde mayor.—Volvemos a encontrarnos —exclamó este, tras reconocer a Rojas y Elías.—Ya se sabe que las desgracias nunca vienen solas —comentó el clérigo con cara de

circunstancias.Después de examinar por encima el cadáver, el alcalde mayor procedió a interrogar al clérigo y

al pesquisidor.—Entonces, ¿fuisteis vos y vuestro amigo los que encontrasteis el cadáver? —le preguntó a

Rojas.—En realidad, fue ella la que lo halló —puntualizó este—. Os presento a Marcela; viajaba con

nosotros desde León, pero le pedí que se adelantara cuando nos salió al paso el émulo de Suerode Quiñones.

—Tiene que haber sido una experiencia muy desagradable para vos; así que me imagino que

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estaréis muy afectada —comentó el alcalde mayor, dirigiéndose a Marcela—. Contadme, si no osimporta, lo ocurrido.

La peregrina le explicó, más o menos, lo que les había dicho a sus compañeros de viaje junto alpuente. Pero, a diferencia de aquel momento, ahora se la veía más alterada y tal vez algo inquieta.El alcalde mayor, sin embargo, no dio muestras de sospechar de ella.

—¿Conocíais a la víctima? —le preguntó.—No, señor.—Está bien. Os doy las gracias por vuestra ayuda.Después de hablar con el clérigo y el pesquisidor de otros detalles relacionados con el caso, el

alcalde mayor y los alguaciles abandonaron el hospital.Marcela pidió permiso para irse a dormir y Rojas y Elías se ofrecieron a acompañarla. El

hospitalero los había instalado en un lugar apartado del dormitorio común, tal y como el clérigohabía solicitado con insistencia. Así estarían juntos y ellos podrían vigilar a la peregrina para queno intentara nada. Mientras ella se preparaba para acostarse, el pesquisidor y el clérigo acordaronen voz baja hacer dos turnos. El primero le correspondió a Elías.

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VI Camino de Astorga, el día después Cuando se despertaron al día siguiente, Rojas y Elías descubrieron con gran pesar que Marcela noestaba en su lecho. Tampoco se encontraba en la capilla velando el cadáver, y en las cuadrasfaltaba un caballo. De modo que era evidente que se había escapado, y, según el clérigo, la culpahabía sido del pesquisidor, que se había quedado dormido durante su turno, debido a que norecelaba de ella, pero, por lo visto, se había equivocado.

—Me temo que ya no cabe ninguna duda de que Marcela es la responsable de todas esasmuertes —concluyó Elías con vehemencia—. Y pensar que la hemos tenido en nuestras manos.Bien claro nos lo dijeron en León. Teníais que haberla entregado anoche a los alguaciles.

—Si no lo hice fue porque la consideraba inocente, y lo seguiré creyendo, mientras no sedemuestre lo contrario. Ya visteis que la puse a prueba y el alcalde mayor no vio en ella nadasospechoso. Siento mucho, eso sí, haberme descuidado con la vigilancia. Pero de nada sirve ahoralamentarse. Pronto daremos con Marcela, ya lo veréis, y seguro que hay una explicación para suconducta —añadió Rojas, convencido.

—Eso, si no se ha disfrazado de nuevo.—Así y todo, la reconoceremos. Hay algo en sus ojos que es inconfundible —señaló Rojas, con

cierta añoranza.—Está claro que os ha hechizado.Después del desayuno, se procedió a la misa por el alma del fallecido. A ella asistieron algunos

vecinos del pueblo y los peregrinos alojados en el hospital, que se extrañaron de la ausencia deMarcela.

Acabado el entierro, Rojas y Elías recuperaron sus caballos y se dirigieron a Astorga, situada apoco más de tres leguas de allí. Pero el viaje fue complicado, pues no dejaba de caer agua. Llovíacomo si Dios quisiera lavar todos los pecados de los pobres peregrinos antes de llegar a Santiago;lo malo era que el camino se había convertido en un gran lodazal, lo que dificultaba mucho lamarcha. El cielo, por otra parte, estaba tan oscuro que parecía que era de noche en pleno día. EnSan Justo de la Vega, ya cerca de su objetivo, Rojas creyó ver a lo lejos a un jinete persiguiendo aalguien en una calle del pueblo. Mas resultó ser un campesino subido en un asno, detrás de unternero que se había escapado del establo.

Luego empezó a granizar de tal manera que tuvieron que refugiarse en una venta que había juntoal sendero, donde aprovecharon para comer.

—¿Sabéis si ha pasado una mujer a caballo por aquí esta mañana? —le preguntaron al ventero.—Si se hubiera dejado caer por este humilde lugar, tened por seguro no la habría dejado

marchar con este tiempo —les contestó este.—Y habríais hecho muy bien —señaló el clérigo—. En este momento están cayendo piedras del

tamaño de un huevo de perdiz, de esas que pueden causarte un buen descalabro.

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—La verdad es que este año están pasando cosas terribles. No sé si habéis oído hablar de esosperegrinos a los que han matado en el Camino Francés. Dicen que, si Dios no lo remedia, elpróximo caerá hoy en Astorga —añadió el ventero, al tiempo que se persignaba.

—Habrá, pues, que andarse con ojo. Pero hay que seguir adelante —comentó el pesquisidor.—Si queréis, yo aún tengo cámaras libres para esta noche —ofreció el ventero.—No hace falta, gracias; debemos llegar hoy sin falta a Astorga —rechazó Rojas—. ¿Qué

tenéis para comer?—Cocido de mi tierra, llamada La Somoza, por estar al pie del monte.—¿Y en qué consiste?—Está compuesto de sopa, garbanzos, berza y siete tipos diferentes de carne. Los garbanzos

son pequeños, redondos y de pico poco marcado o de pardal. Una vez cocidos quedan mantecososy untuosos, ya lo veréis.

—Pues no se hable más.Al poco rato les sirvieron las carnes en un plato grande.—¿Y la sopa? —preguntó Rojas, sorprendido.—Veréis —le explicó el ventero—. Aquí el cocido se sirve en tres vuelcos y al revés de lo que

es usual en otros lugares; primero la ración o las carnes; luego los garbanzos y la berza; y, porúltimo, la sopa.

—Y eso, ¿por qué motivo?—En La Somoza hay muchos arrieros que están habituados a comer en medio del campo, y de

ellos viene la costumbre, pues, si empezaran por la sopa, las carnes y los garbanzos se quedaríanfríos; la sopa aguanta un poco más. Por otra parte, es lógico, en tales circunstancias, comenzar porlo más contundente y terminar con lo más ligero cuando ya te sientes saciado. Así que ya sabéis —añadió el ventero, señalando hacia el plato de las carnes.

Cuando terminaron de comer, Rojas y Elías se vieron tan satisfechos que se quedaronamodorrados junto al fuego como dos benditos. Lo malo fue tener que levantarse al cabo del ratopara salir de nuevo a la intemperie. Los dos viajeros le dieron las gracias al ventero por su buentrato y este les deseó una buena jornada.

Por suerte, el cielo estaba ya casi despejado y su destino no quedaba lejos. Astorga era final deetapa para muchos romeros y un importante nudo de caminos, pues en ella convergían el Francéscon la llamada Vía de la Plata, que era utilizada por buena parte de los peregrinos que venían deAndalucía, Extremadura, Salamanca y Zamora, en número creciente tras la conquista del reino deGranada; otros, sin embargo, preferían desviarse en el monasterio cisterciense de la Granja deMoreruela para tomar la vía sanabresa. Situada justo antes de iniciar las duras etapas de montaña,la antigua Asturica Augusta era la segunda población con más hospitales jacobeos, después deBurgos, ya que tenía nada menos que veinticinco. Antes de adentrarse en la ciudad, Rojas y Elíasdejaron los caballos en la posta. Luego accedieron por la llamada puerta del Sol, donde losguardias les pidieron los salvoconductos y, al ver que estaban en orden, los dejaron pasar. Erantantos los peregrinos que transitaban en esos momentos por allí que iba a resultar muy difícil darcon Marcela.

Una vez dentro, el camino ascendía hasta la plazuela donde se hallaba el convento de SanFrancisco; y un poco más arriba, a la izquierda, estaba el hospital de la Cofradía de San Esteban,uno de los más antiguos de la ciudad. En él le preguntaron al hospitalero si, por casualidad, habíasolicitado alojamiento una mujer sola que viajaba a caballo, y lo mismo hicieron en otrosalbergues y hospitales, mas en ninguno la habían visto.

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—Como vos os temíais, tal vez haya vuelto a vestirse de hombre —comentó Rojas.—Tendremos que buscar entonces a un hombre de estatura mediana y con la cara muy tapada —

sugirió Elías. En el único hospital en el que encontraron cama para ellos fue en el de la Cofradía de SantaMarta. Después de cenar algo ligero en uno de los mesones de la plazuela de la Laguna, sedirigieron a las inmediaciones de la nueva catedral, que en ese momento estaba en construcción,justo en el mismo lugar en el que se encontraba la antigua, por lo que, alrededor de sus muros yfachada, todo eran andamios y sillares.

Era casi de noche y los canteros ya hacía rato que se habían ido a descansar. Rojas y Elíasestaban admirando la traza del templo cuando de repente oyeron un grito de pavor en el interior delas obras. Los dos se dirigieron hacia allí con presteza, procurando no tropezar con ningúnobstáculo. Justo delante del altar mayor, descubrieron el cuerpo de un peregrino, tendido sobre elbarro con las palmas hacia arriba y los brazos en cruz.

—¡Por Dios Santo! —exclamó el clérigo horrorizado.El pesquisidor se agachó para examinar el cuerpo.—Lo han matado —se limitó a constatar, tras comprobar que tenía un golpe en la cabeza y una

puñalada en el pecho.—¿Y la firma? —preguntó Elías.—Ahí está —respondió Rojas, tras levantar ligeramente el costado izquierdo del cadáver con

el fin de mostrarle la Y dibujada en el barro.—¿Creéis que lo ha asesinado Marcela? —se atrevió a preguntar el clérigo.—Mucho me temo que no —se apresuró a contestar Rojas con gran pesar.—¿Por qué lo decís? —quiso saber Elías.—Porque la víctima es ella —reveló el pesquisidor, al tiempo que le quitaba el sombrero y

dejaba al descubierto su rubia cabellera.El clérigo se puso de rodillas y, tras comprobar que en efecto era Marcela, procedió a darle la

bendición. Rojas, por su parte, parecía anonadado. Casi sin darse cuenta, comenzó a acariciarle elpelo, mientras con la otra mano se secaba una lágrima, ante la mirada perpleja de Elías.

—¿Estáis bien? —le preguntó a su amigo.—¿Y cómo queréis que esté?—Me ha parecido veros llorar.—Me apena mucho que haya muerto de esta forma, después de lo que ya había sufrido en este

mundo, y que no hayamos podido hacer nada por evitarlo —se lamentó el pesquisidor.—Un momento —exclamó Elías—, creo que vuelve en sí.—¿Estáis seguro? —inquirió Rojas con ansiedad.—Acaba de abrir los ojos y creo que aún respira, aunque con mucha dificultad —informó el

clérigo, tras comprobarlo.—Confesión —balbuceó de pronto Marcela, con voz apenas audible.—¿Quién os ha hecho esto? ¿Le visteis la cara? —le preguntó el pesquisidor.—Confesión —insistió ella.—Decidme algo, os lo ruego —le suplicó Rojas, tratando de reanimarla.—Ya habéis oído que, antes de nada, lo que quiere es ajustar cuentas con Dios. Os ruego os

apartéis —lo apremió Elías.Rojas se alejó unos cuantos pasos y el clérigo procedió a confesarla. Mientras lo hacía, el

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pesquisidor se preguntó si merecía la pena ir a buscar a un médico, dado el estado en que seencontraba, o era mejor esperar, para así poder despedirse de ella como se merecía y tal vezaveriguar algo. Pero, al poco rato, lo llamó Elías.

—¿Está viva? ¿Aún puede hablar?El clérigo no dijo nada. Su silencio, sin embargo, era harto elocuente. Rojas intentó reanimarla

de nuevo, mas todo fue inútil. Marcela acababa de expirar.—No podéis iros ahora —le gritó, sin parar de zarandearla.—Basta ya —le ordenó el clérigo.—¿Qué os ha dicho? Contádmelo, os lo ruego.—Sabéis de sobra que no puedo revelaros nada de lo que haya declarado bajo secreto de

confesión. De todas formas, no ha tenido apenas tiempo. Ha muerto nada más darle la absolución.Sus últimas palabras fueron: «Ha sido un castigo».

—¿Un castigo? ¿De quién? ¿Por qué motivo? ¿Por la muerte de su marido? —preguntó Rojas,desesperado.

—No creo que se refiriera a Dios.—Entonces, ¿a los asesinos?—Eso me temo.—Pero ¿por qué a ella?—Yo tampoco lo puedo entender.—Tal vez la hayan matado porque pensaban que había sido testigo del asesinato en Puente de

Órbigo y, por lo tanto, suponía un peligro para ellos —conjeturó Rojas—; o porque los criminalessaben ya quiénes somos nosotros y han querido mandarnos un mensaje —añadió, pesaroso.

—¿A nosotros? ¿Qué clase de mensaje?—Que no nos entrometamos ni hagamos más pesquisas o, simplemente, que tengamos cuidado

—especuló Rojas—. No lo sé con exactitud. Pero yo juraría que han esperado a tenernos cercapara asesinarla.

—Eso es verdad —reconoció Elías—. Y pensar que la considerábamos sospechosa. ¡Cómohemos podido estar tan ciegos!

—Sobre todo vos. Yo siempre confié en ella —puntualizó Rojas.—Su comportamiento era muy extraño, admitámoslo —se justificó el clérigo.—Si no hubiera huido de nosotros esta madrugada, sin duda seguiría viva. En todo caso, no

puedo evitar sentirme culpable por no haber estado más vigilante anoche —se lamentó Rojas.—Tenemos que encontrar a esos asesinos como sea. Se lo debemos a Marcela —señaló el

clérigo.—Puede que el que la mató aún esté escondido en alguna parte del edificio, esperando a que

nos vayamos para poder salir. Debe de ser alguien con mucha sangre fría —aventuró Rojas—. Amí, sin embargo, me arde en estos momentos. Así que no voy a rendirme así como así.

—Estoy con vos.Rojas y Elías cogieron sus antorchas y comenzaron a buscar por los recovecos de las obras. La

construcción de la nueva catedral estaba ya muy avanzada, pero producía cierta desazón ver lasnaves y las capillas a medio hacer, como si fueran ruinas anticipadas. De repente, Rojas creyó oírun ruido en uno de los laterales. Con un gesto le pidió a su amigo que no hablara y fuera con él allugar de donde procedía. Se trataba de una pequeña capilla, con varios nichos para alojarimágenes. De uno de ellos saltó de pronto algo. Era un gato negro.

—¡Hijo de Satanás! —exclamó Rojas sin poder evitarlo.

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—Os veo muy alterado.—¿Y cómo queréis que esté? Han matado a una peregrina a la que teníamos que haber

protegido, en lugar de considerarla sospechosa —exclamó el pesquisidor, con tono cada vez másapesadumbrado.

—Comprendo bien lo que sentís. Pero ahora tenemos que mantener la calma —le aconsejó elclérigo.

Después de examinar las otras capillas y la zona del altar, regresaron a la entrada por la otranave.

—En fin, será mejor que nos ocupemos de Marcela —propuso Rojas.—Lo mismo pienso yo —convino Elías, poniéndose en marcha.—Deteneos —susurró el pesquisidor.—¿Qué pasa ahora?—Creo que alguien nos vigila —indicó Rojas, señalando hacia uno de los andamios—. Voy a

subir a ver.—Tened cuidado.Rojas se encaramó a él con gran esfuerzo. Después trató de trepar más arriba, pero una de las

tablas del entramado estaba suelta y a punto estuvo de caer al vacío. Volvió a intentarlo con máscautela. Una vez en lo alto, oyó que alguien se descolgaba por el otro extremo. De modo que elpesquisidor también inició el descenso. Luego se dirigió hacia donde se encontraba elsospechoso. Al llegar allí, este lo atacó con un palo e hizo que Rojas perdiera pie; para noprecipitarse, tuvo que agarrarse a uno de los travesaños del andamio. El otro, desde arriba, legolpeó varias veces en los nudillos, con la intención de que se soltara. En el último momentoRojas consiguió aferrarse a uno de los largueros y, tras impulsarse con las piernas, volvió a pisarfirme. Mientras se recuperaba, observó como el supuesto asesino huía por un lateral y salió en supersecución.

Cuando Rojas llegó abajo, vio a Elías tirado en el suelo.—¿Qué ha pasado? —le preguntó Rojas, ayudándolo a incorporarse.—Alguien se arrojó sobre mí; intenté resistirme, pero me golpeó con algo y salió corriendo —

explicó Elías.—¿Os encontráis bien?—Ha sido más el susto que otra cosa —indicó el clérigo, sacudiéndose el polvo de la ropa.—¿Y por dónde huyó?—No lo sé, la verdad. Pero en el forcejeo logré arrancarle esto.Se trataba de un trozo del sayal de su atacante.—¿Por qué no me lo habíais dicho antes?—Porque no me habéis dado tiempo. De todas formas, no va a servirnos de nada, pues muchos

de los peregrinos lo llevan remendado, debido a la dureza del camino —indicó Elías.—Pero al menos tenemos algo concreto a lo que agarrarnos, y no a una simple conjetura. Por

cierto, ¿le habéis visto la cara?—Ha sido todo muy rápido, y me dio la impresión de que la llevaba tapada.—Eso me pareció a mí también —confirmó Rojas.—Lo siento; me pilló por sorpresa y no pude hacer nada para detenerlo —se disculpó Elías,

con semblante afligido.—Lo importante es que estáis bien. Ahora debemos ir a buscar a los alguaciles, para que se

hagan cargo del cadáver y busquen al criminal.

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Por suerte, no tardaron en encontrar a un pequeño grupo haciendo la ronda muy cerca de lamuralla. Según les había dicho el hospitalero, ese día habían aumentado la vigilancia debido a losrumores de que el asesino de peregrinos podría encontrarse en Astorga.

—¿Qué sucede? —preguntó uno de ellos.Rojas les dio cuenta de la muerte de la peregrina en el interior de las obras de la catedral.—¿La conocíais?—Se llamaba Marcela, pero viajaba vestida de peregrino para que nadie supiera que era una

mujer, pues habían intentado forzarla varias veces. La conocimos hace apenas dos días en unhospital de León. Por lo que hemos observado, la causa de su muerte coincide con la de los otrosromeros asesinados a lo largo del Camino Francés —explicó Rojas.

—Sí, hemos oído hablar de ello. Precisamente estábamos haciendo la ronda nocturna paracomprobar si por aquí todo estaba en orden. ¿Y vos quién se supone que sois? —quiso saber elalguacil.

—Mi amigo y yo somos también peregrinos —les informó el clérigo—. Estábamos dando unpaseo antes de ir a dormir y escuchamos un grito aterrador en el interior del templo.

—¿Y habéis visto quién lo hizo?—Descubrimos a alguien en uno de los andamios, pero, cuando mi amigo subió para atraparlo,

el individuo le hizo frente y logró escapar; luego saltó sobre mí y salió corriendo —comentóElías, con un gesto de impotencia.

Después de echar un vistazo por el interior del templo y los andamios, los alguaciles sellevaron el cadáver de Marcela al hospital de San Juan, muy próximo a la catedral, donde podríaser velada y enterrada, ya que contaba con un cementerio para peregrinos.

Rojas y Elías permanecieron todavía un rato en el templo a medio construir, sentados sobreunos sillares, con la mirada perdida.

—Me pregunto por qué huiría de nosotros si no era culpable —dijo el clérigo, cada vez másapenado.

—Supongo que porque pensaba que sospechábamos de ella y le entró miedo de que al díasiguiente pudiéramos entregarla a los alguaciles —sugirió el pesquisidor.

—No teníamos que habernos dejado llevar por las meras apariencias —se lamentó el clérigo.—Fuisteis vos el que más insistió en ello; yo siempre tuve mis reticencias —le recordó Rojas

—, y no solo porque me gustara. Si algo he aprendido en este oficio después de tantos años, esque el culpable no suele ser el primer sospechoso que se nos presenta; las cosas nunca son tanfáciles.

—¿Y por qué no me lo dijisteis?—Porque no me habríais creído.—Puede que tengáis razón; a veces soy muy terco —reconoció Elías—. ¿Y ahora qué hacemos?—Seguir con las pesquisas. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Pero ahora debemos ir a velar a

Marcela —propuso el pesquisidor.Cuando llegaron a la iglesia del hospital de San Juan, ya la habían amortajado. El féretro estaba

instalado en una de las capillas y ante él se agolpaban los peregrinos que habían ido aacompañarla y a rezar por ella, tras enterarse de la noticia. En los corrillos todos se preguntabande quién se trataba, pues, al parecer, nadie la conocía ni sabía de su persona.

—¿Y qué, era guapa la moza? —preguntó uno de los presentes, haciéndose el gracioso.—No deberíais bromear con esas cosas —le recriminó el clérigo—. ¿O es que por ser mujer su

vida vale menos o es menos sagrada? Hoy ha sido ella, pero mañana podríais ser vos. Nadie está

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libre de convertirse en la próxima víctima. De modo que, a partir de ahora, hablad con másrespeto de esa mujer si no queréis sufrir la ira de Dios —añadió con gesto amenazante.

—Así lo haré. Os pido disculpas —dijo el otro, avergonzado.A la luz de los cirios, el rostro de Marcela parecía el de una de esas santas que, tras haber

sufrido el martirio con fortaleza y resignación, aceptaban la muerte con alegría, pues por finpodían abandonar este mundo de maldad y crueldad para poder sentarse a la diestra del Padre,según puede verse en algunas pinturas. De rodillas junto al ataúd, el clérigo y el pesquisidorrogaron por su alma y le pidieron perdón por haber desconfiado de ella y no haber sabidoprotegerla. Rojas a duras penas podía contener el llanto.

Pasadas unas horas, se dirigieron al hospital en el que estaban alojados con la intención dedormir un rato. Había sido un día muy duro y necesitaban descansar para poder continuar con laspesquisas.

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VII Camino de Foncebadón, al día siguiente Nada más levantarse y recoger sus pertenencias, Rojas y Elías se dirigieron al hospital de SanJuan para asistir al sepelio de Marcela. Después de la misa de réquiem, oficiada por el capellánde la iglesia, a la que asistieron también los miembros de la cofradía del hospital, que habían sidoavisados de madrugada a toque de campanilla, la enterraron con cierta solemnidad en el pequeñocementerio que había en el atrio. En él podían verse varias decenas de tumbas muy humildes, conuna pequeña cruz de madera, en la que alguien había grabado torpemente con un cuchillo unnombre y un par de fechas; a veces solo una, pues se desconocía la del nacimiento. En algunas, losapellidos parecían extranjeros; otras eran anónimas.

—Es triste morir asesinada en tierra extraña, pero más triste es haberlo hecho sin poder cumplirla promesa que la llevó a abandonar su casa —comentó el pesquisidor, conmovido.

—Sin duda, Dios Nuestro Señor la ha perdonado y la acogerá pronto en su seno —indicó Elías.—Ojalá sea como decís.Terminada la ceremonia, Rojas y Elías dejaron el lugar con gran dolor. Cuando salían, se

encontraron con los peregrinos que habían conocido en el hospital de Puente de Órbigo, que losmiraron con suspicacia.

—¿Por qué será que no acabo de fiarme de vos? —le soltó uno de ellos a Rojas.—¿Qué insinuáis?—Que anoche murió la mujer que encontró el cadáver de Hernán, esa que, al parecer, se os

escapó. Demasiadas coincidencias, ¿no os parece? —dejó caer el peregrino.—Así es. Pero eso no significa nada.—En cualquier caso, tened cuidado —le advirtió el hombre—. A partir de ahora os estaremos

vigilando.—Más vale que vos guardéis también vuestra espalda, no vaya a ser que los verdaderos

asesinos os pillen descuidado. Tras hacerse con nuevos caballos, Rojas y Elías salieron de Astorga por la puerta del Obispo,camino de Foncebadón, que estaba a unas cinco leguas de la ciudad. Después de atravesar trespuentes y varias localidades, comenzaron a subir una montaña con una gran pendiente. Por suerte,apenas llovía. Sin embargo, el viento soplaba con fuerza. Esto hacía que el andar de lascabalgaduras fuera lento y dificultoso, aunque no tanto como el de los peregrinos que iban a pie.De cuando en cuando, adelantaban a algunos de ellos, que caminaban con gran fatiga y sin aliento,encorvados y apoyándose con las dos manos en su bordón. Otros estaban sentados a la vera delsendero, arrimados a una peña, intentando recuperarse y protegerse del azote del vendaval, con elrostro muy congestionado. Rojas y Elías, echados sobre las crines de sus animales para no caer,los miraban con disimulo, tratando de ver si alguno de ellos tenía un roto en el sayal, hasta que por

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fin la cosa se calmó.—Fijaos allá, a lo lejos —gritó Elías de pronto, mirando hacia la izquierda.Era el Teleno, el pico más alto de los montes de León, que, a esas alturas del año, todavía

estaba cubierto de nieve.—Por sus laderas bajan numerosos arroyos que vierten sus aguas en varios ríos —le informó el

clérigo—. Y este por el que ahora estamos trepando —añadió, señalando hacia la cumbre quetenían delante— es el monte Irago.

Elías le explicó que Foncebadón se hallaba en la vertiente oriental de la montaña, pasadoRabanal del Camino, no muy lejos de la cima. Era una tierra áspera y húmeda en la que laslluvias, las nieves y los hielos eran tan frecuentes que casi desde principios de septiembre hastafinales de mayo se cerraba el puerto que conducía al Bierzo y a Galicia, por lo que sus habitanteshabían construido pequeñas atalayas para vigilar el camino y señalado con estacas el curso delmismo, con el fin de que los peregrinos no se perdieran cuando lo ocultara la nevada. Tambiénhabía grupos de vecinos dedicados a guiar, cuidar y albergar a los pobres romeros que se atrevíana aventurarse por allí fuera del verano; y, a cambio de ello, estaban exonerados de pagar algunostributos.

Tan pronto llegaron a Foncebadón, se alojaron en el hospital de Santa María, no muy lejos de laaldea, compuesta por unas cuantas casas con techumbre de colmo o paja llamadas pallozas, muysimilares a las de O Cebreiro, y poco más, tal era la pobreza de sus habitantes, casi tan grandecomo su generosidad. Como muchas localidades del Camino de Santiago, el pueblo consistía enuna calle empedrada, alargada y amplia, con un crucero en el centro y un hospital en uno de loslados. El hospitalero los recibió en la puerta con los brazos abiertos y un vaso de orujo, que losanimó y calentó por dentro. El buen samaritano se llamaba Jenaro y era alto, velludo y corpulento,como un oso pardo. De hecho, se decía que, tiempo atrás, se había enfrentado a uno con sus manosdesnudas para defender a unos peregrinos. Y, al parecer, no era esa la única gesta que habíallevado a cabo desde que vivía allí. Pero él, siempre jovial y dicharachero, no se daba ningunaimportancia.

Después de dar de comer y beber a los caballos, Rojas y Elías se sentaron frente al fuego paradescansar y calentarse.

—No puedo dejar de pensar en Marcela —comentó el clérigo de pronto.—A mí tampoco se me va de la cabeza, como tampoco se me quita del pecho la angustia que

siento —confesó el pesquisidor.—¿Creéis que los asesinos de peregrinos eligen a sus víctimas por algún motivo?—Es muy posible. Si lo supiéramos, ya tendríamos la mitad del camino hecho —le indicó

Rojas—. Pero, de momento, lo desconocemos. Para averiguarlo, tal vez deberíamos fijarnos en elmodus operandi y en las circunstancias que rodean estos crímenes. En cuanto a la manera dematar a sus víctimas, contamos con la certeza de que siguen siempre el mismo procedimiento: ungolpe en la cabeza, supongo que para aturdirlos o dejarlos sin conocimiento, y una cuchillada enla parte izquierda del pecho, para que la muerte sea segura. En la primera está el cerebro y en lasegunda, el corazón, dos órganos vitales de nuestro cuerpo, los más vitales, diría yo. Según lossabios, en ellos está la sede del alma y, por tanto, de nuestros recuerdos, deseos, imaginaciones yvoluntad. Y esto me lleva a pensar en la firma de los asesinos.

—¿Por qué razón?—No sé si sabéis que muchos eruditos llaman a la Y griega littera pythagorica o «letra de

Pitágoras», y también «furca pitagórica», «cruz de ípsilon» o «árbol de Samos», debido a que el

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célebre filósofo y matemático griego, nacido en Samos, la convirtió en el símbolo de la vida y enla base de su pensamiento. Según esto, el pie de la letra representaría la infancia y la horquilla,los dos caminos ascendentes, el de la virtud y el del vicio, o, si lo preferís, el del bien y el delmal, el de la salvación y el de la condena, entre los que debemos elegir al salir de la pubertad. Elprimero, el de la derecha, es el camino difícil y angosto, mientras que el de la izquierda es el fácily espacioso, como se puede ver en los trazos de la Y, uno más ancho y otro más estrecho. De ahíel lema Lata est via quae ducit ad perditionem, arcta est via quae ducit ad vitam («Ancha es lavía que conduce a la perdición, estrecha es la vía que conduce a la vida»), que, como sabéis, estáinspirado en un pasaje del Evangelio de San Mateo.

—Concretamente en el capítulo 7, versículos 13-14 —apuntó el clérigo con cierta pedantería.—Pues bien, el caso es que esta letra simboliza el bivium, que en latín significa, como dice

Plinio, «camino que se divide en dos ramas» o bifurcación y representa de manera gráfica laelección vital, encarnada en la Antigüedad por el célebre mito de Hércules ante la encrucijada —explicó Rojas—. En la actualidad, esta elección tiene que ver con el libre albedrío y la libertaddel hombre para forjar su destino, sobre todo en los momentos cruciales de la vida, frente alsometimiento a los designios superiores. Según esto, nuestro futuro depende de nuestras propiasdecisiones, y no del fatum o de la Divina Providencia.

—Eso tiene visos de ser algo herético —comentó el clérigo con suspicacia—, pero proseguid.—Por otro lado, se da la circunstancia de que todas las víctimas han aparecido muertas sobre el

barro, que es precisamente donde está escrita la letra, justo debajo del corazón. ¿Os sugiere esoalgo?

—Según el Génesis, el Creador nos modeló con arcilla, por lo que bien puede decirse quetodos estamos hechos de barro, que es cosa humilde y despreciable —recordó el clérigo.

—Lo que quiere decir que somos débiles, frágiles y vulnerables —apuntó Rojas—. Nuestrasmetas, en definitiva, pueden ser elevadas y espirituales, como llegar a Santiago de Compostela enbusca del perdón, pero tenemos los pies de barro, nunca mejor dicho, lo que nos lleva a caer una yotra vez en la tentación y a olvidarnos de nuestro propósito. No en vano el barro representa elpecado y la bajeza moral, y así se aprecia en ciertas expresiones, como arrastrarse o revolcarsepor el barro o por el lodo. Y luego están las palmas de las manos hacia el cielo y los brazos encruz, en señal de ofrenda y sacrificio dirigido a Dios, aunque también podemos ver en ello unaalusión a las dos vías y a la encrucijada vital.

—Entonces, ¿qué creéis que significan estos asesinatos?—Yo diría que se trata de una especie de crimen ritual y, por lo tanto, de un castigo, como

indicó Marcela, pero un castigo que es real y simbólico a la vez, lo que convierte a la víctima enuna suerte de chivo expiatorio; de ahí la puesta en escena —aventuró Rojas.

—Sí, todo eso está muy bien, pero ¿cuál es el motivo?—Por lo que sabemos, las víctimas con las que nos hemos ido encontrando, así como aquellas

de las que tenemos noticia, eran muy poco ejemplares en algún sentido, o al menos eso es lo quedebían de pensar los asesinos cuando los eligieron, ya que nosotros no hemos venido aquí parajuzgar a nadie.

—¿Acaso hay alguien que pueda presumir de ser un modelo de perfección? De una manera uotra, todos somos pecadores y tenemos debilidades —le recordó el clérigo.

—Supongo que unos más que otros, dado que no todos los pecados son iguales ni todo el mundopeca con la misma frecuencia e intensidad —puntualizó el pesquisidor.

—Por supuesto, pero lo importante es que todos lo hacemos —insistió Elías—. Por eso

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peregrinamos a Santiago, y se supone que, gracias a la penitencia, nos vamos purificando hastaobtener el perdón.

—Pero una cosa es que los peregrinos sean pecadores en busca de indulgencia y otra muydistinta que aprovechen el Camino para pecar. Ahí radica, en mi opinión, la diferencia y, por lotanto, la clave para entender estos crímenes —aclaró Rojas—. No sé si me entendéis.

—Os entiendo, aunque no veo adónde queréis ir a parar.—Os lo expondré de otra manera. ¿Y si los asesinos estuvieran castigando con la muerte a

todos aquellos que de una manera u otra se sirven del Camino para cometer alguna falta grave odar rienda suelta a sus apetitos desordenados, escandalizando y dando mal ejemplo con ello a losverdaderos peregrinos? —sugirió Rojas.

—Estoy de acuerdo en que muchas de las conductas que vemos a lo largo del camino sonabominables y habría que intentar acabar con ellas —convino el clérigo—. Pero ¿quién puedearrogarse la facultad de condenar y castigar a tales peregrinos si no es el propio Dios o, en todocaso, Santiago?

—O alguien que crea ser un enviado del apóstol o de Dios mismo para actuar en su nombre yejecutar sus órdenes —conjeturó el pesquisidor.

En ese momento, se desató una gran tormenta, con viento, lluvia y gran aparato de rayos ytruenos. A propuesta del hospitalero, algunos vecinos de la aldea decidieron salir en busca deperegrinos, para que no se perdieran ni tuvieran ningún percance; a ellos se sumaron elpesquisidor y el clérigo. Poco a poco, por el camino fueron apareciendo algunos romeros,totalmente empapados, ateridos y exhaustos, que enseguida eran atendidos y trasladados alhospital.

Según contaron los recién llegados, dos compañeros se habían quedado rezagados y no habíanvuelto a verlos. Rojas, Elías y un lugareño se ofrecieron a ir a buscarlos. Faltaba ya poco paraque se hiciera de noche y la lluvia y el viento volvieron a arreciar. De pronto cayó un rayo no muylejos de donde se encontraban, que destrozó un árbol. A la vuelta de un recodo, vieron a unperegrino agachado sobre otro que estaba en el suelo. El primero tenía agarrado su bordón con lasdos manos, como si se dispusiera a golpear al compañero. Rojas y Elías corrieron hacia ellos,dando gritos para que se detuviera.

Pero, al llegar al sitio, se dieron cuenta de que no era lo que pensaban. En realidad, elperegrino estaba ayudando a su amigo a levantarse, pues se había torcido un tobillo y apenas teníafuerza para ponerse en pie. Avergonzados por lo ocurrido, Elías y Rojas pidieron disculpas por suequivocación y, con la ayuda de los otros, llevaron al herido a Foncebadón en medio de latormenta, guiados por la campana del hospital. Cuando llegaron, el hospitalero se hizo cargo de ély los demás se fueron a cenar, ya que era tarde y todos estaban desfallecidos.

En el refectorio, los peregrinos aguardaban en fila delante de las mesas. Antes de empezar, elpárroco hizo una oración en la que rogó a Dios por los allí presentes, por los benefactores delhospital y por la Santa Iglesia. Después, el hospitalero comenzó a repartir el pan entre losromeros, besándolo primero, mientras sus ayudantes distribuían los platos y el cura bendecía lamesa. Por lo general, ofrecían un panecillo, media pinta de vino y una escudilla de potaje calienteo una sopa de verduras o un plato de legumbres con una ración de carne o, si no, de pescado losdías de vigilia, que podía ser abadejo o bacalao, como en esa noche.

En la mesa, todos se felicitaron y dieron gracias a Dios por haber sobrevivido sin gran daño ala tormenta y a los rigores del camino.

—¿Alguien sabe algo de Esteban? —preguntó de pronto uno de los peregrinos, poniéndose en

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pie—. Es de poca estatura y tiene unos cuarenta años, el pelo oscuro, la piel cetrina y un bordónmucho más alto que él. Ha viajado con nosotros en las últimas jornadas, pero hoy no lo hemosvisto y tampoco anoche en Astorga, por más que lo hemos buscado.

—Es posible que se haya quedado descansando en algún hospital —apuntó otro—. Al parecer,se sentía algo enfermo y fatigado.

—No creo que haya hecho eso. Tenía bastantes ganas de llegar a Santiago —objetó el primero.—A mí me dijo que le habían hablado de una vía para ir a Ponferrada mucho menos trabajosa

que esta por la que vamos nosotros, y que él pensaba seguirla, dado el estado en que se hallaba —indicó un tercero.

—Pues, si es así, ha hecho muy bien; ojalá lo hubiera yo sabido, para acompañarlo —convinootro.

—En todo caso, espero que demos pronto con él; aún me debe dinero de la última partida decartas —bromeó alguien.

—Anda, y a mí.—Ese, con tal de no pagar, es capaz de haber dado un rodeo.—¿Creéis que puede haberle pasado algo? —inquirió Rojas.—¿Lo decís por esas muertes de las que tanto se habla? —señaló uno de ellos.—Así es. ¿Habéis observado alguna cosa extraña?—La verdad es que yo no he visto nada, pero algo ha tenido que sucederle.—¿Y en los días previos?—Tampoco, que yo me diera cuenta, y eso que llevo ya un par de semanas en el Camino.—¿Alguien tiene información sobre los asesinatos? —inquirió Rojas, dirigiéndose a todos los

presentes.—En Mansilla de las Mulas mataron a un peregrino poco después de que yo pasará por allí —

declaró uno que tenía la piel muy sonrosada—. Al parecer, unos días antes lo habían pilladorobando en un mesón y, por lo visto, no era la primera vez que lo hacía. Para mí que fue por esopor lo que le quitaron la vida.

—¿Insinuáis que fue un mesonero?—O alguien a quien este pagó para que lo hiciera —puntualizó el hombre—. Es gente con muy

malas pulgas; supongo que ya lo habréis comprobado. Y, como buenos ladrones que son, les debede sentar muy mal que otro les robe. Y, para disimular, lo mató del mismo modo que a las otrasvíctimas y lo colocó de la misma forma; así nadie podría sospechar de él. Pero yo estoyconvencido de que fue el mesonero. De hecho, lo detuvieron, pero enseguida lo dejaron libre porfalta de pruebas.

—Yo, sin embargo, creo que todo esto de los asesinatos es un bulo —apuntó otro—. Por lo quese rumorea por ahí, deben de andar ya por los veinte, tal vez alguno más. Muchas muertes meparecen a mí, la verdad.

—En todo caso, no son nada si se los compara con los más de trescientos que, según se dice,mató un hospitalero —recordó el que había hablado antes.

—Pero eso fue al cabo de muchos años —puntualizó el otro.—Aunque así sea.

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VIII Hospital de Foncebadón, poco después Acabada la cena, se reunieron casi todos frente al fuego, pues por la noche refrescaba bastante, apesar de estar ya casi en verano, y más ese día. Según les dijo el hospitalero, en esa albergueríaexistía la costumbre de contar historias sobre el Camino en torno a la lareira o cocina de leña,sentados en los escaños con un vaso de orujo o de vino caliente con miel en la mano.

—A esto lo llaman en esta tierra el filandón, ya que en las casas suele hacerse mientras se fila ohila la lana de oveja o se lleva a cabo alguna tarea parecida —les explicó el hospitalero.

El primero en hablar fue un vecino de la aldea, de los que solían ayudar a los peregrinos aatravesar el puerto, llamado Dámaso. Este les contó con mucha seriedad que hacía unos meseshabía socorrido a un peregrino que se había extraviado subiendo la montaña. Según dijo, elhombre llevaba la barba y el pelo muy crecidos y vestía una extraña túnica en la que no se veíanlas costuras. Pero lo que más le había llamado la atención era que iba descalzo por la nieve sinque los pies se le resintieran. Tan pronto se hizo de noche, lo llevó a un refugio que conocía y allíle ofreció algo de comer y un fuego para calentarse y pasar la noche.

—Al día siguiente, cuando me desperté —prosiguió Dámaso—, observé que el peregrino ya noestaba. Sobre la mesa había una hogaza enorme de pan, como recién salida del horno, y una tinajallena de vino. Intrigado, salí de la casa, para ver si el peregrino se encontraba fuera, y descubrícon asombro que no solo no estaba, sino que en la nieve no había ni una sola pisada. ¿Quién era?¿Qué fue de él? ¿Cómo se marchó de allí? Lo único que puedo decir es que esa noche, en la aldea,hicimos una gran fiesta en la que dimos cuenta de la hogaza y el vino en su nombre, pues ya sabéislo que se dice: «Sin pan ni vino no hay peregrino».

Tras esa historia milagrera, que complació mucho a la concurrencia, tomó la palabra unperegrino de origen berciano, si bien vivía en Segovia. Era casi un anciano, con la piel muycurtida y llena de cicatrices, al que todos llamaban el Gato, porque parecía tener siete vidas. Esteles contó que había hecho varias veces el Camino y que no le tenía miedo a nada, salvo a unacosa, añadió con tono de misterio. Hacía ya muchos años, en el sendero que iba de Triacastela aSarria, se le hizo de noche, por haberse distraído con una moza. No obstante, no se preocupó, puesllevaba una antorcha consigo y conocía bien la senda. Pero, al llegar a una especie de encrucijada,surgió una espesa niebla que le impedía distinguir nada más allá de un palmo. Así que se detuvoen medio del camino a esperar a que la bruma se disipara. Mas de pronto vio unas luces que sedirigían hacia él de manera pausada por uno de los ramales. Al principio pensó que podía tratarsede un grupo de peregrinos, pero enseguida se dio cuenta de que estaba equivocado.

—Yo, que he estado en la guerra de Granada y me he enfrentado muchas veces a fieras salvajesy a bandidos más fieros todavía, jamás he sentido tanto pavor como esa noche —continuó elhombre con tono lúgubre—. Cuando las luces llegaron a la encrucijada, comencé a vislumbrar auna persona con una cruz y un caldero lleno de agua bendita. Detrás iba una comitiva que no se

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podía percibir, salvo por el airecillo frío que producía a su paso y que a mí me hizo estremecer.Cada miembro portaba un cirio que parecía incombustible. El que iba en cabeza me ofreció lacruz y el caldero, que según los curas son símbolos de la salvación eterna. Yo me sentía tanaterrado que a punto estuve de aceptarlos. Pero, entonces, me acordé de lo que mi santa madre,que en paz descanse, me decía cuando era niño: «Si alguna vez se te aparece la Santa Compaña,no tomes nada de lo que te den, pues el que camina delante solo puede librarse de la muertecediéndosela a otro. Y recuerda que, para protegerte de ella, habrás de trazar un círculo en latierra a tu alrededor». Y así lo hice aquel día; con el bordón a modo de compás hice un redondel ylos aparecidos pasaron de largo sin verme. Por eso ahora puedo contarlo —añadió, tras apurarcon ganas su vaso de orujo.

La historia fue acogida con gran júbilo y algo de miedo, todo hay que decirlo, por parte de lospresentes. Uno de ellos, sin embargo, puso en cuestión la existencia de la Santa Compaña,diciendo que eso eran supersticiones y cosas de viejas, historias que se contaban al amor de lalumbre, como en ese momento estaban haciendo ellos.

El aludido, algo ofendido, aseguró que claro que existía la Santa Compaña o estadiña, a la queen otros lugares llamaban estantigua, estadea, hueste de ánimas, huestía, hueste antigua ohuestantigua, diferentes nombres, en definitiva, para referirse a las almas o ánimas de los finadosque andaban vagando y penando por ahí, como si se tratara de una procesión nocturna, por nohaber podido ir al Paraíso ni al Purgatorio ni al Infierno. Y que él la había visto una vez, y muchosotros también. De ahí que siempre fuera cargado de amuletos; entre los que no faltaba la figa. Y,mientras lo decía, les mostró una que llevaba colgada al cuello.

Después intervino un hombre mucho más joven, que hablaba con acento gallego y al queapodaban el Estudiante, porque sabía leer y escribir. No tendría más de veinticinco años. Era altode estatura y de complexión fuerte, con el pelo negro y lacio, los ojos grandes y la nariz roma.

—Yo no soy un caminante tan experimentado como nuestro amigo el Gato. Pero sé de buenatinta que hay una hora en la noche, la más triste y fatídica de todas, en la que los espíritus yfantasmas dejan sus ocultas moradas y vienen a este mundo a expiar sus culpas. Suele ser amedianoche o poco después de ocultarse el sol, momento en el que se levanta una espesa niebla yempiezan a distinguirse en lontananza multitud de luces que, pausada y majestuosamente, caminansin rumbo fijo, así como ruidos misteriosos, de cadenas y campanillas, acompañados de susurrosululantes y rumor de viento. También se escuchan lamentos o quejidos que parecen salir delcementerio, como si fueran una bandada de pájaros que volaran cerca del suelo, impregnando elaire con la humedad de los sepulcros. Son las ánimas de los difuntos, os espíritus da noite, comodicen en mi pueblo. El nombre es lo de menos, lo importante es que existen; por lo general, sonseres andariegos y nocturnos que traen la desgracia a todos aquellos que tienen la desdicha deverlos aparecer. Algunos entran en la iglesia, de donde toman la cruz, y luego empiezan adeambular por los contornos y a penetrar en las casas, donde se apoderan de las personasdormidas, las sacan por el ojo de la cerradura y, entregándoles un hacha de cera, las incorporan asu lúgubre procesión. El que lleva la cruz suele ser muy delgado, con la piel macilenta y amarillay los ojos hundidos en las cuencas, pues apenas duerme ni descansa. Si el camino es estrecho y,por casualidad, coinciden los vivos y los muertos, los primeros tienen que apartarse y ceder elpaso si no quieren ser arrastrados por tan triste cortejo. Y aquellos que sobreviven a tan fatídicoencuentro lo hacen con el permiso de la Muerte, pero algún día tendrán que pagar por ello. Eso estodo lo que puedo decir.

—Que no es poco, y lo habéis contado de tal forma que, por un momento, he sentido su

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presencia aquí dentro —comentó el hospitalero—. ¿Y vos qué pensáis? —le preguntó a Rojas.—Yo soy de La Puebla de Montalbán y vivo en Talavera de la Reina —explicó el pesquisidor,

al que le costaba un poco hablar con soltura, a causa del orujo que había bebido—, y allí notenemos esta clase de procesiones. Yo, al menos, no me he tropezado nunca con ellas, ni conozco anadie que las haya visto ni de lejos ni de cerca, ni de día ni de noche… Preguntadle mejor a micompañero, que de esto sabe mucho más que yo, ya que es gallego y buen caminante.

—Y bien, ¿qué tenéis que decir? —inquirió el hospitalero, dirigiéndose a Elías.—En efecto, soy gallego y ya sabéis lo que se dice en mi tierra de las meigas y de otras

criaturas no menos extrañas, que haberlas haylas. Y si existen las meigas, ¿por qué no va a existirtambién la Santa Compaña? Yo hasta la fecha no he tenido la desgracia de toparme con nadaparecido, pero recuerdo que mi madre, poco antes de morir, me contó que ella, de moza, sí que lahabía visto al lado de la iglesia de su pueblo, Liñares, y que una de las ánimas le había ofrecidouna vela para que la cogiera y se sumara a la procesión, pero que ella no había obedecido porquetenía las dos manos ocupadas, pues venía de coger agua de la fuente. De modo que me aconsejóque hiciera lo mismo si alguna vez me encontraba con la estadiña.

—¿Lo veis? Tenía yo razón: cosas de viejas que amamantan y educan a sus hijos con estascreencias —concluyó el que se había mostrado más escéptico.

—Lo que no quita para que tales cosas existan —replicó Elías con vehemencia—, ¿o es quevais ahora a dudar de la palabra de mi madre?

—Yo no quería decir eso —se disculpó el hombre.—Entonces, haced el favor de callaros.El siguiente en el filandón fue un peregrino que dijo llamarse Antonio de Béjar y haber cursado

medicina en el Estudio de Salamanca. Tenía el pelo y los ojos oscuros, la nariz recta, el rostrolampiño y el mentón prominente. Según contó, al poco de obtener el grado de licenciado, se habíacasado con la hija de un vecino, a la que amaba desde que era un muchacho. Todo iba muy bien,hasta que un día su mujer enfermó. Se trataba de una dolencia que no tenía cura, por lo que él nopudo hacer nada. Consultó a sus colegas y todos dictaminaron lo mismo. Estaba tan angustiado quele rogó a Dios que, si la sanaba, peregrinaría a Santiago y, por el camino, asistiría de formacaritativa a todos los enfermos con los que se encontrara. Y fue tal su insistencia que Dios escuchósus plegarias y su esposa se curó.

A los pocos días, emprendió su peregrinaje, lleno de alegría y gratitud. Cuando llegaba a unhospital de peregrinos, lo primero que hacía era atender a los enfermos que allí se albergaban, pormuy cansado que estuviera. Pero, al llegar a Astorga, comenzó a echar de menos a su mujer y, alfinal, fue tal la añoranza que se volvió a Salamanca antes de haber alcanzado Ponferrada,pensando que a Dios no le importaría su deserción, dado que había cumplido con creces loprometido.

—Una vez en casa —prosiguió Antonio—, fui muy feliz en compañía de mi mujer. Pero,semanas después, esta tornó a enfermar y en pocos días murió. Yo estaba tan desesperado que meechaba la culpa de su muerte por haber concluido antes de tiempo la peregrinación. Así que leprometí a Dios que dedicaría el resto de mi existencia a peregrinar a Santiago y a cuidar a todoslos enfermos con los que me encontrara si le devolvía la vida a mi esposa. Pero esta vez, leaseguré, lo haría por adelantado. Y llevaba ya tres años en el Camino, yendo y viniendo sin parar,cuando una mañana me trajeron a la enfermería del hospital a una mujer cubierta con un sudarioque, según decían, llevaba ya un tiempo muerta. Yo les dije que, si era así, mi pobre ciencia nopodría hacer nada por ella, que lo mejor sería que la dejaran en manos de Dios. No obstante, ellos

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insistieron en que examinara el cadáver, para confirmar su defunción, a lo que accedí. De modoque retiré el sudario y, en ese instante, la mujer abrió los ojos y me saludó. ¡Se trataba de miesposa! —exclamó—. Imaginaos mi alegría, al encontrármela tan hermosa, sana y lozana, despuésde tres años de ausencia. Y, desde entonces, he seguido peregrinando, fiel a mi promesa, y piensocontinuar haciéndolo hasta el final de mis días, por la cuenta que me tiene.

—¿Y dónde está vuestra esposa? —inquirió alguien.—Pues está aquí conmigo —contestó Antonio, señalando a la mujer que se encontraba a su

lado, lo que produjo sorpresa y pasmo entre la concurrencia—. Se llama Jimena. Y estaréisconmigo en que sería absurdo que Dios la hubiera resucitado para luego tener que vivirseparados; y, como no puedo romper mi promesa e interrumpir la peregrinación, la llevo siempreconmigo.

Todos los presentes se quedaron admirados por la belleza de Jimena y la ejemplar devoción desu esposo.

—¿Y dónde estuvisteis los tres años que anduvisteis desaparecida? —preguntó el hospitalero ala esposa, sin poder disimular su curiosidad.

—No lo recuerdo bien. Hace ya tanto tiempo de eso… De todas formas, no le hagáis muchocaso a mi marido, que algunos ya sabéis cómo es —les advirtió Jimena.

—Sobre todo cuando me tomo varios vasos de orujo —añadió él entre risas.Sus palabras provocaron grandes carcajadas, aunque no en todos los presentes.—Me imagino que no lo hacéis con mala intención, sino con animus iocandi, como suele

decirse, o sea, con propósito jocoso, pero creo que hay cosas sagradas que no deberían tomarse abroma —lo reprendió Elías.

—Siento mucho si os he ofendido o molestado —se disculpó Antonio.—Lo de menos es que me hayáis ofendido. Lo que quiero decir —puntualizó Elías— es que hay

que tener mucho cuidado con lo que se pide y se desea, pues deberíais saber que en este mundo sederraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las que no lo han sido. Y, para queveáis a qué me refiero, me gustaría contaros la historia de Marcela, la peregrina a la queenterramos esta mañana en Astorga, la última víctima, por ahora, de esa horrible cadena deasesinatos que tiene asolado el Camino. Que Dios la tenga en su gloria.

El clérigo refirió de forma sucinta lo que les había contado en su momento la propia Marcela,dejando bien claro, eso sí, que ni el Creador ni ella habían tenido nada que ver en el fallecimientodel marido, lo que no quitaba para que esta se hubiera sentido culpable por haberle pedido a Diosde manera ferviente que lo apartara de su vida. De ahí que hubiera emprendido la peregrinación aSantiago, en la que, por desgracia, había encontrado la muerte en trágicas circunstancias.

—Os pido de nuevo perdón por mi aparente irreverencia y deseo mostraros mi agradecimientopor esa historia que acabáis de contar —declaró Antonio, conmovido—. Precisamente, mi esposay yo conocimos a Marcela por casualidad unas horas antes de que muriera, cuando faltaba pocopara llegar a Astorga, y debo confesaros que nos refirió algo que nos sobrecogió a los dos y queluego se vio consumado con su muerte.

—¿Podríais ser más explícitos? —le pidió Rojas.—Mañana en Ponferrada, si os parece, podemos hablar de ello con calma, ya que antes quiero

confirmar algo.—Os lo agradecería; no dejéis de hacerlo.—Si me permitís, me gustaría añadir unas palabras —intervino el hospitalero—. Creo que

nuestro amigo Elías tiene mucha razón en lo que ha dicho sobre las plegarias y, para corroborarlo,

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os contaré una breve anécdota que, amén de jocosa, resultará muy aleccionadora, pues el deleite,en mi opinión, no está reñido con la enseñanza. Según parece, un sordo y un mudo peregrinaron ojacobearon hace tiempo a Santiago de Compostela para que el apóstol los curara. A la ida,realizaron el viaje en amor y compañía. Pero, a la vuelta, el que antes era mudo no paraba dehablar, mientras que el que fuera sordo no dejaba de rogar al apóstol: «Buen Santo, os lo suplico,tápame las orejas y vuelve a dejarme como estaba».

La facecia suscitó de nuevo la risa de los allí presentes, lo que les ayudó a mitigar sus penas ytensiones y a olvidarse por un momento de todas sus preocupaciones y temores.

—Y ahora —añadió el hospitalero—, retirémonos a dormir, que mañana nos aguarda a todos undía tan intenso como el de hoy.

Esa noche Elías y Rojas se vieron obligados a compartir cama, pues no había suficientes lechospara todos los peregrinos, cosa, por otra parte, muy habitual en los albergues y hospitales.

—En verdad ha sido un día muy intenso —comentó Rojas, antes de acostarse—: el entierro deMarcela, la subida hasta aquí, el rescate de los peregrinos y, para terminar, todas esas historias…Por cierto, ¡qué bueno estaba el orujo! Creo que he bebido demasiado, para mi costumbre.

—Así dormiréis mejor. Por suerte, hoy no ha habido ningún muerto, que sepamos; y esperemosque tampoco en Rabanal del Camino —apuntó Elías.

—Tal vez el asesino haya matado en otro lugar o nos haya concedido una tregua o no hayapodido llevar a cabo sus designios, por la razón que sea, y haya decidido esperar a la siguientejornada —elucubró Rojas.

—Hablando de etapas, he pensado que deberíamos dejar ya los caballos y empezar a hacer elCamino a pie, ya que, en mi opinión, eso nos hará mucho bien y facilitará las pesquisas —sugirióel clérigo.

—¡¿Ahora que estamos en la montaña?! —protestó Rojas—. Y a saberse cómo amaneceré yo.—Por eso no os preocupéis. Después de coronar el monte Irago, la mayor parte de la ruta de

mañana es de bajada y esta es la mejor época del año para llevarla a cabo —le informó el clérigo.—Pero, si llegamos tarde cuando vamos a caballo, imaginad lo que ocurrirá cuando vayamos

andando —objetó Rojas.—De ahora en adelante saldremos más temprano e iremos al mismo paso que los demás

peregrinos y mucho más cerca de ellos. Eso nos permitirá ver las cosas de otra manera, con otraperspectiva, no sé si me entendéis. Desde la grupa, se contemplan con cierta superioridad, lo quehace que algunos detalles importantes pasen inadvertidos —argumentó el clérigo.

—¿Y si los asesinos van a caballo? —replicó el pesquisidor.—A juzgar por el ritmo de los asesinatos y los lugares en los que cometen algunos de sus

crímenes, no lo creo —rechazó Elías—. Además, tenemos que empezar a confiar en que Dios y elapóstol Santiago nos concedan su ayuda, y para ello debemos tomarnos en serio la peregrinación.

—Yo no he venido aquí a jacobear, como dice el hospitalero, sino a hacer las pesquisas deunos crímenes —le recordó Rojas.

—Y para ello no os va a quedar más remedio que seguir, paso a paso, el Camino —replicóElías—; así que aprovechad para hacerlo como Dios manda, ya que ello redundará en vuestrobeneficio.

—¿Y si no puedo seguir vuestra marcha y la de los demás? —planteó el pesquisidor con ciertadesazón.

—Yo os ayudaré.—Pero ¿cómo lo haremos? ¿Qué pasará con los caballos?

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—Esta noche, mientras estábamos junto al fuego, he acordado con unos arrieros que vienen deGalicia que devuelvan los caballos a la posta de Astorga —le explicó—. El hospitalero, además,nos procurará bordones y sayas para el viaje, así como todo lo que sea necesario, pues resulta quetenemos amigos comunes. De modo que no os preocupéis, que está ya todo hablado y arreglado.

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IX Camino de Ponferrada, al día siguiente Por la mañana, Rojas amaneció mejor de lo que había esperado, pero no fue capaz de comer nada.Después de desayunar unos huevos fritos con torreznos, lo primero que hizo el clérigo fuebendecir las ropas y los útiles para el camino y entregarle los suyos a Rojas, según era usual, conesta fórmula:

—En nombre de Nuestro Señor Jesucristo, recibe este hábito de peregrinación, con su bordón,escarcela y calabaza, para que, castigado y enmendado, te apresures en llegar seguro a los pies deSantiago, y para que después del viaje vuelvas a tu casa con gozo y con la ayuda de Dios, que vivey reina por los siglos de los siglos.

Luego le fue explicando el origen, la función y el significado de cada prenda u objeto. Elbordón, báculo o cayado largo, a menudo algo más alto que el propio peregrino, era de maderaresistente y estaba rematado en una contera puntiaguda de hierro; arriba estaba curvado o teníaforma de tau, para poder colgar la calabaza llena de vino o agua. Aparte de servir de apoyo paracaminar, sobre todo en los pasos difíciles, el bordón era útil para defenderse del ataque de perrosy alimañas o de malhechores e incluso del Diablo, que siempre andaba detrás de los romeros,tratando de tentarlos, para anular los beneficios de la peregrinación. Asimismo, permitía marcar elritmo y dar cuatro pasos en cada bordonada. Algunos hacían marcas en él con un cuchillo paraseñalar las etapas recorridas. El bordón, en definitiva, era como un tercer pie, y por ellosimbolizaba la esperanza y la Santísima Trinidad.

La escarcela, zurrón o esportilla estaba hecha de piel y servía para guardar el dinero, losdocumentos y enseres personales y algunas provisiones, por lo que se consideraba un símbolo dela fe. Solía ser de forma trapezoidal, con la parte baja más ancha que la alta, que a veces ibacerrada con una correa y hebilla. El sombrero era de fieltro, de ala ancha y redonda y levantadoen la parte delantera; servía para protegerse del sol y la lluvia y era símbolo de la paciencia. Lasmujeres solían llevar, en su lugar, una pañoleta o una especie de toca, como la de las monjas, paracubrir el cabello.

Como ropa, los peregrinos solían portar una túnica o tosco sayal de color pardo, corto ydesceñido, para no estorbar el movimiento de las piernas. Y, por si fuera necesaria, una esclavinareforzada de piel en los hombros y, con el mal tiempo, una capa larga para defenderse del frío ydel agua, que simbolizaba el amor. El calzado tenía que ser cómodo, de puntera redonda,resistente y muy usado, para que no apretara ni rozara; de ahí que representara las virtudes. Apartede zapatos o botas, algunos peregrinos usaban sandalias, y antaño muchos iban descalzos.

—En cuanto a la concha, vieira o venera —concluyó el clérigo—, la adquiriréis en Santiago yos la colocaréis en el sombrero o en la ropa para hacer el camino de vuelta, de modo que todosvean que estuvisteis en Compostela. Es como la palma para los que regresan de Jerusalén y unsigno de hermandad entre los peregrinos, además de simbolizar la caridad, el amor de Dios y el

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amor al prójimo, pues se asemeja a una mano que se abre para realizar buenas obras.Una vez preparados, iniciaron el viaje con un pequeño grupo de peregrinos que procedían de

Salamanca y de Zamora, entre los que se encontraban Antonio de Béjar y su esposa Jimena, a laque algunos llamaban en broma la Resucitada.

A esas horas, el cielo estaba oscuro y cerrado, pero la lluvia aún no se había presentado. Noobstante, el suelo estaba muy embarrado a causa del temporal del día anterior.

—Os sienta bien el hábito de peregrino —le dijo Elías a Rojas cuando salían de la aldea—.Ahora tan solo falta que cojáis una piedra.

—¡¿Una piedra?! —exclamó Rojas, pensando que su compañero se estaba burlando de él.—Una piedra, sí —confirmó el clérigo, muy serio.—Pero ¿de qué tamaño? —inquirió el pesquisidor, intrigado.—Ni pequeña ni grande, que quepa en la mano abierta —indicó el clérigo.—¿Y para qué la necesito? ¿Acaso queréis torturarme, como al pobre Sísifo? Como si no fuera

ya suficiente castigo para mí tener que subir a pie la montaña… —se quejó el pesquisidor—.Pronto no podré ni con mi cuerpo y me pedís que cargue con una piedra, por pequeña que sea.

—Solo hasta que coronemos el monte Irago.—Pues entonces la cogeré cuando estemos llegando a la cima; si algo sobra en este camino, son

piedras —argumentó Rojas.—Hacedme caso: tomadla ahora. De momento no os puedo decir para qué. Recordad que el

Camino está lleno de pequeños rituales que le dan sentido y lo convierten en algo sagrado, a lavez que lo hacen más ameno y digno de recordación.

—Está bien. Me habéis convencido —concedió Rojas, mientras recogía un guijarro del suelo.Conforme ascendían por la ladera de la montaña, el sendero se fue haciendo cada vez más

empinado y pedregoso, lo que hacía que Rojas no parara de resoplar. De cuando en cuando, unaestaca marcaba el camino, algo muy necesario en los días de niebla o nieve. Por suerte, notardaron en llegar a la cumbre.

—Ahí tenéis la Cruz de Ferro —proclamó el clérigo.Esta estaba clavada en el extremo de un poste de unos quince pies de largo que se elevaba

sobre un humilladero o montón de piedras de origen remoto. Con el tiempo, se había convertido enuno de los hitos fundamentales de la ruta jacobea.

—¿Por qué la cruz está tan alta?—Para que pueda ser vista por los peregrinos incluso en invierno, durante las grandes nevadas

que cubren el montículo y hacen desaparecer el camino —le explicó Elías—. Por eso os pedí quetrajerais la piedra. ¿A qué esperáis para depositarla? ¿O es que queréis seguir cargando con ella?

Rojas lanzó el guijarro sobre el humilladero con todas sus fuerzas, orgulloso de habercontribuido a su crecimiento. El clérigo le explicó que estaban en la puerta de entrada al Bierzo ya Galicia, así como en el punto más alto que debían superar los peregrinos en todo el CaminoFrancés.

A partir de ahí, comenzó el descenso, cada vez más pronunciado y escabroso, lo que hacía quelos pies de Rojas se resintieran mucho. Para colmo de males, empezó a llover. Después de haberpasado Manjarín y El Acebo, cuyo sendero estaba indicado también por estacas puestas por lospropios vecinos, Rojas se plantó y dijo que no podía más, que de allí no se movía, que necesitabadescansar.

—Os lo pido por San Cristóbal, patrón de los viajeros, ya que tengo los pies como si me loshubieran machacado a conciencia con un mortero —se lamentó.

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—Está bien, pararemos un poco —concedió el clérigo—. Así, de paso, podréis contemplarestas tierras, pues es verdad que, cuando uno va cansado o debe ir raudo, apenas tiene tiempo defijarse en la belleza del paisaje.

—Tampoco la lluvia ayuda mucho —comentó Rojas con algo de sorna—. ¿Es que no piensaparar?

—Yo, sin embargo, creo que el sol es mucho más molesto y dañino que la lluvia, que por logeneral es una bendición. ¿De dónde creéis, si no, que viene todo este verdor y toda esta agua?Miréis donde miréis, hay un río, un arroyo, un regato, un manantial, una fuente… —dejó caer elclérigo.

—No hace falta que sigáis —lo interrumpió Rojas—. Una vez más, me habéis convencido convuestra locuacidad.

—Hablando de otra cosa, nunca me habéis dicho nada acerca de vuestra esposa ni de vuestroshijos.

—Tampoco vos —replicó Rojas.—Mi esposa es el archivo catedralicio y mis hijos, los legajos que hay en él, la mayoría mucho

más viejos que su cuidador. Con eso está dicho todo.—¿Y qué queréis que os cuente yo? Las familias felices no tienen historia; en ellas todo es

placidez y dulce monotonía.—Así es mi vida también.—Pero al menos vos tenéis el Camino de cuando en cuando.—Y vos, vuestras pesquisas, ¿no es cierto?Cuando iban ya camino de Molinaseca, por un sendero de cantos rodados que hacía sufrir

mucho a Rojas, se cruzaron con un pequeño grupo de peregrinos. Estos, en lugar de venircontentos por haber hecho la ruta jacobea y regresar sanos y salvos a casa, parecían más bienafligidos.

—¿Ha ocurrido algo? —les preguntó Elías.—¿No sabéis la noticia? Ayer por la noche mataron a otro romero —le dijo uno de ellos.—¿Dónde? ¿En Ponferrada? —inquirió el clérigo, sorprendido.—Parece ser que en Bembibre, muy cerca de una casa de hospitalarios que hay por allí —le

informó el romero.—¡¿Estáis seguro?! —exclamó Elías, cada vez más asombrado.—Eso es lo que nos han dicho esta mañana al salir de Ponferrada.—¿Y se sabe cómo murió y cómo estaba dispuesto el cadáver? —inquirió Rojas.—Sobre eso no nos han comentado nada.—¿Y sobre la víctima?—Tampoco.—Gracias por la noticia y que tengáis buen viaje de regreso —les deseó Elías de corazón.—Y vos tened mucho cuidado —le aconsejó el peregrino—. El asesino debe de ir ahora

camino de Ponferrada.Cuando los peregrinos se fueron, Rojas se quedó pensativo durante un rato. Se había sentado en

una piedra a la vera del sendero y tenía el gesto preocupado.—Me temo que podría tratarse del peregrino que mencionaron anoche, durante la cena, ese tal

Esteban —sugirió.—Es muy probable, sí —convino Elías—. Según dijeron, le habían hablado de una ruta

diferente para ir a Ponferrada, y esta pasa por Bembibre. El recorrido por allí es más largo, pero

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más llevadero que el que pasa por Rabanal y Foncebadón. Por eso algunos peregrinos loprefieren, sobre todo en invierno. Espero que en Ponferrada podamos averiguar algo más.Debemos darnos prisa.

A Rojas le costó mucho volver a incorporarse y ponerse en marcha, pues los pies le fallaban.—Lo más seguro es que lo hayan asesinado los mismos que mataron a los otros peregrinos; eso

explicaría que no lo hicieran en Foncebadón —comentó.—Lo que no entiendo es por qué han seguido una variante del Camino Francés y no la ruta

habitual. ¿Tendrá algo que ver con la dichosa Y pitagórica? —planteó el clérigo, intrigado.—No lo creo. Supongo que su intención es complicarnos todavía más las cosas; después de lo

de Astorga, ya se habrán percatado de que vamos tras ellos, si es que no se dieron cuenta antes —sugirió el pesquisidor.

—En cualquier caso, lo más seguro es que vuelvan a matar en Ponferrada, pues es final de etapatanto para nosotros como para los que vayan por Bembibre —apuntó el clérigo.

—Pero será cuando anochezca, no creo que antes —concluyó Rojas, que apenas podíasostenerse en pie—. El problema lo tendremos cuando surja una nueva variante del Camino, puesese día tampoco sabremos dónde van a actuar.

—Dios proveerá, ya lo veréis.Luego continuaron en silencio, cada uno rumiando sus pensamientos sobre el caso. Tuvieron,

eso sí, que detenerse varias veces para que Rojas pudiera descansar y comer algo de lo quellevaban en la escarcela, lo que impacientaba mucho a Elías.

En una de esas paradas, se acercó a ellos un peregrino para ver si necesitaban ayuda. Según lesdijo, era un joven estudiante de teología de Roma llamado Pietro. Era alto de estatura y muydelgado. Tenía el pelo muy crecido, por debajo de los hombros, y la barba bastante poblada; susojos eran negros y la mirada, penetrante.

—¿Y cómo es que un romano peregrina a Santiago? —quiso saber Rojas.—Para ser exactos, soy de Arezzo, aunque vivo en Roma, y mi madre es española, de Cádiz; de

ahí que sepa hablar vuestra lengua, aunque sea con acento. Estoy haciendo el Camino paracompletar mi formación. A mi juicio, ningún teólogo debería graduarse sin haber llevado a caboalguna peregrinación. Es ahí donde mejor se palpan los misterios de la fe y no en esos mamotretosque nos hacen leer en la universidad, todos llenos de absurdas disquisiciones que no conducen aninguna parte —añadió el joven con gran vehemencia.

—Tenéis mucha razón —intervino Elías—. Sin la fe el Camino no existiría y el Camino, a suvez, puede considerarse una forma de vivir la fe.

—Al fin y al cabo —prosiguió el estudiante—, este mundo en el que ahora nos encontramos estan solo la vía para alcanzar el otro, que es el eterno y verdadero, «mas cumple tener buen tino /para andar esa jornada / sin errar», como dijo el poeta y soldado Jorge Manrique. Por otra parte,debo confesaros que la intención última de mi peregrinaje es tratar de saber algo más sobre lafigura de Prisciliano, acusado injustamente por la Iglesia de herejía y brujería, cuando era enrealidad un auténtico cristiano y un hombre muy piadoso, a diferencia de los que lo juzgaron —añadió en voz baja.

—¿Ah, sí? —exclamó Elías, sorprendido—. Entonces, ¿por qué lo condenaron a muerte y lasentencia fue luego ratificada?

—Entre otras cosas, por predicar la pobreza y la vuelta al Evangelio y criticar la opulencia ylas riquezas de la Iglesia o su estrecha relación con el Estado, como haría el propio Jesús si seencarnara y viniera de nuevo a la Tierra; a decir verdad, fue un mártir cristiano —explicó el

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estudiante.—Todo eso no son más que disparates —señaló el clérigo.—¿Y cómo es que buscáis a Prisciliano en el Camino de Santiago? —inquirió Rojas, intrigado.—Supongo que habréis leído o habréis oído contar que son los restos del obispo galaico los

que están enterrados en la catedral de Compostela y que, por tanto, Santiago no es más que unusurpador —explicó el joven Pietro con mucho desparpajo.

—A otro perro con ese hueso, y perdón por la desafortunada expresión. ¡¿Cómo podéis decirque el apóstol es un usurpador?! ¿Os dais cuenta de la barbaridad que acabáis de proferir? —exclamó el clérigo, escandalizado.

—Os recuerdo —replicó el estudiante— que la peregrinación desde Francia a la tumba dePrisciliano es muy anterior al culto a Santiago, que fue establecido precisamente para acabar conlas doctrinas del primero, aprovechando el hecho de que los dos habían muerto decapitados pordefender su fe; de ahí que apenas haya quedado rastro de ellas. Pero, bajo el sayal del peregrinojacobeo, siempre ha habido y habrá muchos seguidores del obispo galaico. No en vano el Caminode Santiago es, de hecho, el Camino de Prisciliano, por más que hayan intentado borrar su rastro ysu memoria.

—¿Y cómo pensáis reconocerlos si casi todos vestimos el mismo hábito? —quiso saber elclérigo.

—Eso no puedo decíroslo —indicó Pietro—. Su lema es: Iura, periura, secretum prodere noli;que traducido a vuestra lengua significa: «Jura, perjura, pero no reveles el secreto». Solo losiniciados lo conocen, y estos jamás lo declaran a nadie, aunque tengan que sacrificarse por ello,como les ha ocurrido a esos pobres peregrinos que han muerto asesinados.

—¿No estaréis insinuando que los fallecidos eran seguidores de Prisciliano? —inquirió Rojassorprendido.

—Tal vez no todos, pero sí algunos —aseguró Pietro.—¿Podríais ser más concreto?—Según me han contado varios adeptos a sus doctrinas, el peregrino que mataron en Carrión de

los Condes era de los suyos. Habían quedado con él para llevar a cabo una ceremonia deiniciación para varios neófitos a las afueras del pueblo y celebrar la eucaristía con leche y uvas,como es usual en ellos. Pero, cuando llegaron, descubrieron que lo habían matado. Y podrían sermás —añadió el estudiante con cierto pesar.

—Y, en opinión de los que os informaron, ¿quiénes son los asesinos?—Varios familiares del Santo Oficio.—Eso no tiene mucho sentido —rechazó el pesquisidor—. La Inquisición no necesita recurrir a

tales métodos para conseguir sus fines, ya que tiene potestad para perseguir y procesar a lossospechosos de herejía por todos los medios a su alcance y, si al final estos son declaradosculpables de tal cargo, le basta con entregarlos al brazo secular para que los ejecute.

—Ya sé que eso es lo habitual. Pero, en este caso, los inquisidores no quieren que se sepa queel priscilianismo sigue vivo, pues de sobra tienen ya con los falsos conversos. Así que han optadopor prescindir de sus viejos métodos y enmascarar sus ejecuciones —aseguró Pietro.

—¿Tenéis alguna prueba de ello?—¿Y qué pruebas queréis que tenga? Actúan de forma rápida y sigilosa, sin que nadie pueda

verlos. Y, si los denunciara, sería mi palabra contra la de un inquisidor —arguyó el joven teólogo—. El otro día les di cuenta de mis sospechas a unos alguaciles del camino y los muy necios casime detienen a mí. Lo único que, en verdad, puedo hacer es prevenir a aquellos seguidores de

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Prisciliano con los que por azar me vaya encontrando.—Si es cierto lo que decís, deberíais andaros con cuidado —le aconsejó Rojas—; nosotros

mismos podríamos haber sido familiares del Santo Oficio disfrazados de peregrinos.—Tenéis razón. Pero a la legua se ve que sois gente abierta y honrada —argumentó Pietro—. Y

ahora, si me lo permitís, debo seguir mi camino. Que tengáis una feliz jornada.—Id con Dios y guardaos del Diablo —le deseó el clérigo.Mientras el estudiante se alejaba, Rojas y Elías se miraron perplejos.—¿Qué os ha parecido? —preguntó el clérigo.—Se diría que es un joven interesante, aunque, en mi opinión, algo fantasioso —comentó Rojas.—¡¿Fantasioso?! Yo más bien diría que errado y temerario. Tendría que ser más precavido. A

quién se le ocurre interesarse por Prisciliano, como si no hubiera en estos tiempos suficientesherejías; y, encima, sugerir que los asesinatos son obra del Santo Oficio.

—Tal vez sea como decís, pero nunca se debe descartar del todo cualquier posibilidad, porabsurda que parezca. Lo que nos ha contado Pietro sobre ese peregrino al que mataron en Carriónde los Condes encaja bien con mis conjeturas. Se trata de un caso claro de «mal peregrino»,puesto que hacía el Camino en nombre de Prisciliano y no en el de Santiago y, además,aprovechaba la ocasión para captar prosélitos —argumentó el pesquisidor.

—Si vos lo decís…En ese momento comenzó a llover con ganas. Elías apremió a su compañero para que caminara

más deprisa, pero este le dijo que los pies no se lo permitían, que ya le gustaría a él ir más raudo.Encima era una lluvia sucia y espesa, de color arcilloso, casi rojizo. El pesquisidor se miró lasmanos y observó algunos regueros bermejos en la piel.

—¿Os habéis fijado? —preguntó—. Parece que está lloviendo barro.—No es algo propio de estas tierras, la verdad —le informó el clérigo, sorprendido—. Sé que

ocurre en otros lugares cuando hace mucho calor y soplan fuertes vientos del sur. El aire se llenaentonces de polvo y fina arena, que luego se mezcla con el agua de la lluvia. Pero aquí es muy raroque suceda. Para mí que el cielo está disgustado con los asesinatos y por eso nos arroja piedras,como el otro día, o lo cubre todo de fango, como ahora —añadió con tono lúgubre.

—Pues podría hacerlo solo sobre los culpables; así podríamos descubrirlos y atraparlos —bromeó Rojas.

—Para eso haría falta un milagro.—Por desgracia, estos nunca suceden cuando más se los necesita —comentó Rojas con sorna.—¿Acaso ponéis en duda su existencia o su carácter divino? —le reprochó el clérigo.—Yo lo único que digo es que las fuerzas de la naturaleza parecen haberse confabulado contra

nosotros.—¿Y no podrían interpretarse tales fenómenos como señales del Apocalipsis o revelaciones

sobre el fin del mundo?—¿Habláis en serio?—Esto explicaría la abundancia de asesinatos y su carácter ritual.—¿Estáis insinuando que son obra de los cuatro jinetes que aparecen en el Libro de las

Revelaciones?—¿Y por qué no? —replicó el clérigo.

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X Ponferrada, unas horas más tarde Cuando Rojas y Elías llegaron a la vega de Ponferrada, faltaba ya poco para que anocheciera.Tras cruzar el río Boeza, se dirigieron a la entrada de la ciudad, donde había más guardias que deordinario. La hilera para acceder a ella era también más larga de lo habitual, ya que a todos losperegrinos se les revisaba con atención la documentación necesaria para poder viajar y se lesregistraba la escarcela o el zurrón, para ver si llevaban armas o algún objeto sospechoso. Una vezdentro, vieron a varios alguaciles y soldados vigilando las calles.

—Se ve que aquí ya han dado la voz de alarma —comentó Rojas.—Esperemos que esto no nos complique todavía más las cosas —exclamó Elías, cada vez más

preocupado.En el hospital de la Reina, fundado por Isabel la Católica, los recibió de forma efusiva el

hospitalero. Aparentaba unos cuarenta años y era de estatura mediana y complexión fuerte. El pelolo tenía entrecano y el rostro, alargado. Enseguida los condujo a un pequeño patio para procederal lavatorio de pies, en cumplimiento del precepto evangélico. Después de tan dura caminata, aRojas le pareció un lugar idílico y un remanso de paz.

—Sentaos en esa banca —le rogó el hospitalero—. Cualquiera diría que os habéis estadorevolcando por el barro.

—Ha sido esa maldita lluvia —se quejó el pesquisidor.—Para mí que no anuncia nada bueno —auguró el hombre.—Ya os lo decía yo —exclamó Elías, dirigiéndose a Rojas.—Y vos, ¿no estáis cansado? —le preguntó este, al ver que no se sentaba.—Como bien sabéis, estoy muy habituado a andar.—Pues yo debo de tener unas enormes ampollas en los pies —comentó el pesquisidor, mientras

se descalzaba.—Dejadme ver —le pidió el hospitalero.—Es mi primer día a pie —le informó el pesquisidor—. Hasta ayer hemos viajado a caballo.—Entonces es normal que estéis fatigado y tengáis ampollas, y más si venís de Foncebadón. Ya

veréis como mañana os encontraréis mucho mejor —le aseguró el hospitalero.Rojas se sentía muy violento por el hecho de que un desconocido le lavara los pies en público.

Pero era tal el alivio que ello le proporcionaba que enseguida cerró los ojos y se dejó hacer.Después del lavatorio, el hospitalero le ordenó que los metiera en un barreño con agua, vinagre yvarios puñados de sal gruesa y le recomendó que permaneciera de esa guisa durante al menos unahora.

—Hemos visto que las calles están llenas de alguaciles —dejó caer Elías.—Es por esos criminales que andan matando peregrinos. Supongo que habréis oído hablar de

ello. El Concejo ha pedido que nadie salga de las posadas, albergues y hospitales después de que

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se ponga el sol, pues es muy posible que esta noche intenten asesinar aquí. Como medidapreventiva, los alguaciles están deteniendo a todo aquel que, para ellos, tenga aspecto desospechoso, ya sean ladrones, embaucadores, prostitutas, sodomitas, truhanes, vagos, maleantes,pícaros, bordoneros y gallofos de toda laya, esos que, disfrazados con el sayal del peregrino, sehan ido apoderando del otrora camino santo y van de villa en villa, de santuario en santuario, dehospital en hospital, aprovechándose de su falsa condición de peregrinos y engañando yexpoliando a los que sí lo son —les indicó el hospitalero.

—Desde luego, pueden llegar a ser una auténtica plaga en algunos lugares del Camino, sobretodo los gallofos o galloferos —confirmó el clérigo.

—¿Quiénes son esos? —preguntó el pesquisidor, pues no había escuchado nunca tales términos.—Su nombre viene de gallofa —le explicó Elías—, que era la comida que se daba en los

conventos y hospitales a los pobres que antaño venían de Francia, como si fueran bandadas detordos que invadían caminos y ciudades, especialmente en épocas de malas cosechas. Y gallofeares pedir limosna viviendo en la ociosidad. Los gallofos se hacen pasar por peregrinos para vivirde la sopa boba en aquellos lugares en los que de forma generosa los acogen.

—Entonces son algo así como los capigorrones que pululan por las universidades —apuntóRojas—, llamados así por vestir capa y gorro negros, en lugar de bonete y manteo, como losestudiantes a los que sirven, llevándoles los bártulos y calentándoles el asiento en las aulas delestudio, antes de que comience la lección.

—Más o menos —concedió el hospitalero—. Y es que hay que reconocer que el hambresiempre ha sido un motivo de peregrinación: la peregrinatio famis, como la llaman algunos. Perolos gallofos son como sanguijuelas que les quitan la cama y la comida a los verdaderos romeros.Se trata de pobres errantes y su único objetivo es haraganear y vivir en perpetuo peregrinaje. Yalo dice el refrán: «Con bordón y calabaza, vida holgada y regalada». Tanto es así que viajar aSantiago se ha convertido, para la mayoría, en una forma de mendicidad o en un «camino de losmilagros», y no precisamente por los del apóstol. Lo que explica que, en algunos lugares de la rutajacobea, haya una cárcel destinada a aquellos que se disfrazan de romeros, si bien son tantos quees imposible controlarlos a todos —añadió con cierta pesadumbre.

—Pero una cosa es hacerse pasar por peregrinos y aprovecharse de ello y otra muy distintaasesinarlos. Por otra parte, no creo que los verdaderos criminales vayan por ahí llamando laatención; lo más probable es que, a simple vista, parezcan romeros comunes y corrientes y nogallofos o mendigos. En este caso tan enrevesado, los falsos peregrinos, más que culpables, sonposibles víctimas —puntualizó Rojas.

—Puede que tengáis razón. Mas siempre pagan justos por pecadores —le recordó elhospitalero—. Por lo que sé, los alguaciles también están deteniendo, como posibles sospechosos,a los que se ven forzados a hacer el Camino para purgar sus delitos y, de esa forma, cumplir lapena impuesta por un juez.

—Lo que deberían hacer los alguaciles es buscar a aquellos que lo emprenden paraperpetrarlos —comentó Rojas con ironía.

—Me imagino que ellos tan solo hacen lo que les mandan. Lo que no sé es a qué esperan lasÓrdenes de Santiago y de San Juan de Jerusalén para intervenir. Su misión es precisamenteproteger a los peregrinos.

—Y vos, ¿qué pensáis de los asesinatos?—Que son una auténtica calamidad y van camino de convertirse en una hecatombe si Dios no lo

remedia.

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—¿Y tenéis alguna idea de quiénes han podido causarlos? Por aquí pasa mucha gente; seguroque habéis oído algo.

—Lo que yo creo es que se trata de una conjura del Diablo para acabar con el culto a Santiago,y esto no parará hasta que el apóstol en persona obre un milagro —dijo el hospitalero, muyconvencido.

—¿Y a qué espera para hacerlo?—A que todos se lo imploremos y demos muestras de estar arrepentidos por nuestros pecados.Por el patio fueron pasando algunos caminantes, los más rezagados, que enseguida eran

atendidos por el hospitalero. Rojas observó con asombro cómo algunos usaban como remediopara endurecer los pies una mezcla de sebo de vela, aguardiente y aceite de oliva. Mientras tanto,Elías no paraba de moverse: se sentaba, se levantaba, se volvía a acomodar o daba vueltas alpatio, como un burro en una noria.

—Os veo muy inquieto —le comentó Rojas.—Y tanto —reconoció el clérigo—. Estamos a punto de llegar a mi tierra y seguimos sin

descubrir a esos malditos homicidas. Y la cosa empieza ya a desmandarse. Como esto siga así,dentro de poco, cundirá el pánico y los romeros dejarán de peregrinar y se volverán a sus casas yse lo contarán a todo el mundo y nadie querrá emprender el Camino.

—Eso no va a ocurrir. Pronto daremos con los asesinos. Saben que estamos tras sus pasos yacabarán cometiendo algún error, como sucede siempre en estos casos, y ahí estaremos nosotrospara atraparlos —intentó tranquilizarlo Rojas.

—Supongo que será como vos decís. Pero, mientras tanto, me gustaría poder hacer algo.—¿Por qué no vais a la cárcel de peregrinos para ver si entre los detenidos hay por casualidad

alguno que sepa algo sobre los crímenes?—No creo que los alguaciles me dejen acercarme a los calabozos.—Presentaos como fraile o sacerdote y decidles que vais a darles consuelo espiritual a los

encarcelados.—Está bien. Lo intentaré.

Cuando, una hora más tarde, Elías volvió al hospital, Rojas aún seguía con los pies en el barreño,pues temía que, si los sacaba del agua, le volverían a doler.

—¿Qué? ¿Cómo os encontráis? —le preguntó el clérigo.—Mucho mejor —indicó el pesquisidor—. Y vos, ¿qué me decís?—Hice lo que me demandasteis. Al principio los alguaciles no me querían dejar entrar, pero

logré convencerlos invocando algunas leyes del derecho canónico que me inventé. Teníais quehaber visto aquello. Los detenidos están hacinados como abejas en un enjambre. No puedentumbarse en el suelo para dormir ni han recibido ninguna clase de alimento. A través de las rejaslogré hablar con algunos. La mayoría culpa de los asesinatos a un pobre mendigo allí encerrado,que ni siquiera iba disfrazado de peregrino y llevaba semanas sin moverse de Ponferrada. Cuandoya me iba, quiso hablar conmigo uno de los que hacen peregrinación forzosa por haber cometidoun delito grave y me dijo que el otro día, camino de Puente de Órbigo, había visto a alguien que lehabía resultado sospechoso. Se conoce que algunos criminales tienen muy buen olfato parareconocer a los que son de su misma calaña —indicó el clérigo con cierta sorna—. Paracomprobar si mentía, le pregunté que de dónde procedía y me dijo que de La Bañeza, por lo queestá claro que no pudo pasar por Puente de Órbigo. Luego le pedí que me diera más detalles y elmuy canalla me dijo que solo lo haría si conseguía que lo liberaran de su obligación de peregrinar.

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Así que me fui de allí sin ni siquiera dignarme a contestarle.—¿Eso es todo?—Ahora que me preguntáis, os diré que hubo un caso que me llamó la atención —explicó el

clérigo—. Los alguaciles me hablaron de un romero que se había entregado de forma voluntaria encuanto se enteró de que andaban deteniendo a los falsos peregrinos como él. Me indicaron quiénera, pero no vi en él nada sospechoso.

—No obstante, su conducta resulta muy extraña. ¿Recordáis cómo era? —inquirió Rojas.—No me fijé muy bien, la verdad —reconoció Elías.—Entonces, ¿cómo dedujisteis que no había en él nada sospechoso?—Precisamente por su aspecto poco llamativo, casi vulgar, de esos que enseguida se olvidan.—Por lo general, los asesinos no llevan su condición escrita en la cara, pero a veces hay gestos

y actitudes que los delatan.—¿Creéis que podría tratarse de uno de ellos?—Es difícil saberlo; tal vez sea un cómplice.—¿Y por qué un criminal iba a querer que lo encerraran en un calabozo?—No se me ocurre ningún sitio mejor para esconderse de los alguaciles que una cárcel,

sabiendo que al día siguiente te van a soltar.—Si es así, mejor será que esté preso.—A lo mejor ha decidido matar a algún compañero de celda —sugirió el pesquisidor a modo

de hipótesis—; se supone que allí todos son «malos peregrinos».—Creedme, no podría, y, si lo intentara, los demás lo descubrirían de inmediato y acabarían

con él —aseguró Elías muy serio.—De todas formas, mañana a primera hora pasaremos a echarle un vistazo, aunque solo sea

para descartarlo como posible cómplice —propuso Rojas.Dicho esto, el pesquisidor se secó los pies, que se le habían arrugado como una uva pasa,

después de tenerlos tanto tiempo en el agua. Tras dejar sus cosas junto al lecho que les habíacorrespondido, se fueron a cenar. El comedor, a esas horas, estaba casi a rebosar. En una de lasmesas, se encontraban algunos de los peregrinos con los que habían estado la noche anterior enFoncebadón, que enseguida les hicieron un hueco.

—Pero ¿dónde andabais? Creíamos que os habían asesinado —bromeó uno de los presentes.—Mi amigo no está acostumbrado a caminar y nos ha costado un poco llegar, y luego se ha

pasado un buen rato con los pies en remojo —explicó Elías.—¿Y Antonio de Béjar? —preguntó Rojas para cambiar de conversación, pues no lo veía por

allí.—Ha cenado en el primer turno y se ha ido a ver a Jimena, su esposa, ya que en este hospital no

admiten mujeres. Ya sabéis que no le gusta separarse de ella —añadió el peregrino, guiñando unojo.

—¿Y volverá luego?—Es posible.—¿No sabe que hay toque de queda?—Se las apañará, ya lo veréis. Sé que quería hablar con vos y vuestro compañero —dejó caer

el peregrino.—Pues me temo que va a tener que ser mañana, ya que, en cuanto cene, me voy a acostar. Lo

que no sé es cómo, después de una caminata como la de hoy, vuestro amigo todavía tiene ganas devisitar a su mujer. Yo estoy que no puedo dar ni un paso —confesó Rojas—, y eso que meter los

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pies en vinagre y sal me ha sentado muy bien.—Pues ya veréis cuando nos acerquemos a O Cebreiro. Eso sí que son cuestas y penalidades —

comentó el otro.—Decídmelo a mí, que me he criado a sus pechos —corroboró el clérigo—. Esa es la gran

prueba de todo peregrino que se precie. Es uno de los puntos más difíciles de toda la ruta jacobea,sobre todo en invierno —explicó, dirigiéndose a Rojas—. Son muchos los que se han perdido enla nieve o se han quedado por el camino. Pero nadie dijo que esto fuera a ser fácil. «Quien nopasa El Cebrero no sabe lo que es bueno», dice un refrán. Para mí, es como si no hubiera hecho laperegrinación.

—Perdonadme, pero eso me parece un poco exagerado —intervino un peregrino algo más joven—. Al fin y al cabo, todos los caminos conducen a Santiago.

—Puede que eso valga para Roma, pero no para Santiago de Compostela —rechazó Elías—.Ya sé que hay peregrinos que, en cuanto se encuentran con una dificultad, enseguida se desvían concualquier pretexto. Pero el Camino Francés fue trazado, en su día, por los monjes cluniacensescomo una auténtica vía de penitencia, por lo que no se deben dar facilidades.

—¿Qué queréis decir?—Veréis. Cuando yo era niño, solía comentar mi padre, que en paz descanse, que en el Camino,

como en la vida, hay dos clases de romeros: los que, al llegar a un obstáculo, tratan de eludirlo ypara ello no dudan en dar un rodeo; y los que se enfrentan a él y lo superan, con lo que se hacenmás fuertes y experimentados. Desde entonces, yo siempre he intentado ser de estos últimos. Paramí, la peregrinación debería ser una especie de ejercicio ascético o, mejor aún, de martirioatenuado, lo que implica renunciar a toda clase de placeres y comodidades y aceptar de buenagana el sacrificio, palabra que, por si no lo sabéis, viene de sacrum facere: convertir algo ensagrado, que es de lo que se trata —añadió el clérigo, con algo de soberbia y pedantería.

—Pues yo no veo qué tiene de malo querer seguir el camino cómodo y fácil —replicó el jovencon aire retador.

—Ya lo dijo Jesús, más o menos con estas palabras: «Ancho y fácil es el camino que lleva a laperdición y a la condenación; angosto y difícil el que conduce a la salvación y a la vida eterna».Así que vos veréis… —concluyó el clérigo con semblante serio.

—¿No lo diréis por el peregrino que han asesinado en Bembibre? —se revolvió el joven.—Estoy hablando en general, y luego que cada uno elija el camino que quiera, que para eso está

el libre albedrío —aclaró Elías, con un tono más conciliador.—¿Sabéis algo de esa nueva muerte? —intervino Rojas, dirigiéndose al joven.—Por lo visto, lo han asesinado como a los anteriores, con un golpe en la cabeza y una

puñalada en el pecho, a la entrada de Bembibre.—¿Y el cadáver cómo se encontraba?—Con las palmas al cielo y los brazos en cruz.—¿Tenéis idea de quién era?—Algunos de nosotros lo conocíamos un poco, ya que hicimos juntos varias etapas —confirmó

el joven peregrino.—¿Qué más sabéis de él? —preguntó el pesquisidor, muy interesado.—Que era mercader; precisamente aprovechaba el Camino para hacer negocios —le informó el

peregrino.—¿Puede saberse qué clase de negocios?—Nunca hablamos de eso; solo sé que cuando llegaba a un lugar, se reunía con otros de su

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mismo oficio, y unas veces volvía contento y otras disgustado, según le hubiera ido con ellos.—¿Creéis que podría tratarse de alguna venganza o ajuste de cuentas por algo que hizo o dejó

de hacer? No os confundáis, no pretendo censurarlo, pero eso podría darnos alguna pista queaclarara su muerte —indicó el pesquisidor.

—¡Y a mí qué me contáis! —se soliviantó el peregrino—. ¿Qué pensáis, que lo mató algúncliente al que engañó o un mercader al que le debía dinero? ¿Es eso lo que insinuáis? Y vos, ¿soisacaso alguacil?

—De ningún modo. Tan solo…En esas estaban cuando entró el hospitalero, muy alterado y con el rostro desencajado.—Ha vuelto a ocurrir —anunció con voz temblorosa y atropellada—: los criminales han

matado de nuevo. Acaban de comunicármelo los alguaciles.—¿Y dónde ha sido?—Al lado del castillo, junto a una de las torres. Según parece, ha muerto de la misma forma y

estaba en la misma postura que los otros peregrinos asesinados —informó el hospitalero.—¿Y se sabe ya quién es la víctima?—Me han dicho que es muy posible que estuviera alojado aquí. Si es así, pronto traerán el

cadáver para su velatorio. No me han querido comentar nada más. ¿Echáis en falta a alguien? —preguntó el hospitalero a los que estaban en la mesa.

Todos ellos se miraron con angustia y preocupación, tal vez dando por sentado que se trataba desu compañero de fatigas, al que el asesino habría sorprendido cuando iba a ver a su esposa.

—Tenemos que ir cuanto antes al lugar del hecho —le dijo Rojas a Elías al oído, convencidotambién de que la víctima era Antonio de Béjar.

—Me imagino que, a estas alturas, los alguaciles ya se habrán llevado el cadáver —objetó elclérigo.

—Pero es posible que demos con algún indicio.—Recordad que hay toque de queda y vos apenas os tenéis en pie.—Si nos cogen, ya nos inventaremos algo. En cuanto a mí, podré andar, aunque sea a rastras —

replicó Rojas.El pesquisidor y el clérigo aprovecharon el revuelo que había en el comedor para ausentarse.

Antes de salir, pasaron por el dormitorio.—Coged el bordón y una de las antorchas que hay a la entrada —ordenó Rojas.—El bordón no lo necesito —le hizo saber Elías.—Pues yo ahora sin él no soy nadie.Una vez en la calle, se dirigieron al castillo bien pegados a las tapias y a las paredes de las

casas, para no ser descubiertos. Rojas renqueaba un poco al andar, pero apenas se quejaba.Cuando recalaron en la fortaleza, vieron que no había nadie. En sus inicios, esta había sido unasimple cerca, a la que más tarde se habían ido engarzando sucesivos edificios, murallas y torres.Luego el castillo llegó a ser propiedad de los caballeros templarios, que poseían una importanteencomienda en Ponferrada, lo que les daba mucho poder en toda la comarca del Bierzo yalrededores. Se contaba incluso que, antes de su desaparición, habían escondido varios tesoros enla zona, para evitar que les fueran incautados. Tras la disolución de la Orden del Temple, lafortaleza fue devuelta a la Corona y, posteriormente, se construyó una más pequeña en una esquinadel recinto, con un sólido muro hacia el interior, flanqueado por dos poderosas torres: unacuadrada, la del homenaje, y otra circular. No muy lejos de esta última, el pesquisidor observócon la ayuda de la antorcha varias huellas de pisadas, un pequeño charco de sangre y, junto a él, el

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trazo de la letra Y.Rojas y Elías trataron de encontrar algún indicio más en los alrededores del lugar del crimen,

pero no hallaron nada. Se disponían ya a regresar al hospital cuando vieron dos sombras que semovían no muy lejos de donde estaban y que, al verse descubiertas, echaron a correr.

—Vayamos tras ellos —gritó el pesquisidor.Al cabo de un rato, las sombras se separaron y Rojas y Elías optaron por seguir a la que

parecía ir más despacio, que, inexplicablemente, se dirigía hacia el muro del castillo, como sifuera a lanzarse contra él o pretendiera traspasarlo. Y, justo antes de llegar, desapareció.

—¿Cómo es posible? —exclamó Rojas.—Yo diría que se lo ha tragado la tierra —conjeturó Elías.Los dos se acercaron a la muralla y la examinaron con cuidado, pero no encontraron ningún

postigo secreto o disimulado ni ningún otro acceso posible. No obstante, continuaron buscando,hasta que dieron con una abertura en el suelo cubierta por la maleza. Tras agacharse y acercar laantorcha, vieron que el boquete daba acceso a unas escaleras y estas, a una galería excavada pordebajo del castillo. Sin pensárselo dos veces, se adentraron en ella.

—Tenía que haberlo imaginado —comentó el clérigo—. Se dice por ahí que, por debajo, elcastillo está lleno de galerías ocultas, para poder entrar y salir de él sin ser notado. Al parecer,fue cosa de los templarios, que eran muy tortuosos y tenían muchos misterios y tesoros queesconder.

El suelo estaba encharcado y las paredes rezumaban humedad. Después de recorrer variospasadizos, llegaron a una especie de cripta. Rojas movió de un lado a otro su antorcha y, a su luz,descubrió que en ella se habían refugiado decenas de falsos peregrinos, que los mirabanexpectantes y asustados. Muchos iban sucios y desgreñados, vestidos con andrajos o con lossayales completamente remendados.

—Por lo que veo, la mayoría son mendigos y gallofos —comentó Elías, con tono despectivo.—Y a mucha honra —proclamó uno de ellos—. Nosotros tan solo tratamos de buscarnos la

vida, pues venimos huyendo del hambre y nadie quiere darnos trabajo. Y ya saben vuesasmercedes lo que se dice: «Los que no pueden pagar tienen que peregrinar».

—¿Y si solo sois gente necesitada, por qué os escondéis aquí?—Porque los alguaciles andan muy alborotados y nos detienen si nos encuentran; así que, de

momento, no podemos ir a los albergues ni a los hospitales. Según parece, están buscando a losque mataron a los peregrinos.

—¿Tenéis algo que ver con ello?—¡De ninguna manera! Nosotros nunca hacemos daño a nadie. Pero los alguaciles nos tienen

ojeriza y quieren convertirnos en cabeza de turco —argumentó el falso peregrino.—El crimen de esta noche se ha cometido cerca de aquí. ¿Habéis visto algo? Si es así, debéis

contárnoslo. Así podremos atraparlo y vosotros ya no tendréis que esconderos bajo tierra, ya quedejaréis de ser sospechosos para los alguaciles —les aseguró Rojas.

—Yo vi lo que pasó —intervino otro de los gallofos, un muchacho que no tendría más dedieciséis años—. El peregrino se encontraba cerca del castillo. Así que decidí seguirlo paradescubrir qué es lo que andaba haciendo por allí.

—Más bien iríais a asaltarlo, como vuestros compañeros iban a hacer con nosotros hace unmomento —puntualizó Elías.

—¡Eso no es cierto!—Dejadlo hablar —le rogó Rojas al clérigo.

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—Como os decía, lo iba siguiendo cuando de repente apareció alguien que lo golpeó en lacabeza con un bordón y, cuando estaba en el suelo, se colocó sobre él y lo apuñaló en el pecho;luego le puso las palmas de las manos hacia arriba y los brazos en cruz. Lo hizo todo con muchacalma, como si se tratara de una ejecución.

—¿Queréis decir que no parecía haber nada personal en ello?—Algo así.—Eso es muy interesante y confirma lo que me temía —comentó Rojas, dirigiéndose a Elías—.

¿Algún detalle más? —le preguntó al joven gallofo.—Antes de irse, escribió algo con su cayado en el barro y se marchó. Yo me había escondido

detrás de unas piedras y pasó muy cerca de mí. Casi me meo encima del miedo que me entró —confesó el muchacho.

—¿Y cómo era?—No pude verlo bien, pues no llevaba antorcha. Tan solo sé que era alto y sabía moverse en la

oscuridad, como si fuera un felino.—¿Y hacia dónde se dirigió?—Hacia la calle que viene de abajo.A juzgar por la indicación, era la misma por la que el clérigo y el pesquisidor habían llegado al

castillo.—¿Visteis si había alguien más por allí?—No, que yo me diera cuenta. Creo que ya os lo he dicho todo.—Está bien —indicó Rojas, al tiempo que le daba unas monedas.—No les digan vuesas mercedes a los alguaciles que estamos aquí —le rogó el muchacho.—No lo haremos, no os preocupéis —aseguró Rojas, dirigiéndose a todos—. Pero os aconsejo

que no salgáis hasta que las cosas se calmen un poco. Aquí estaréis más seguros.Rojas y Elías abandonaron el refugio de los gallofos y echaron un vistazo por las calles

cercanas al castillo, pero no vieron ni oyeron nada. A esas horas, el asesino dormiríaplácidamente en alguna posada o albergue, tal vez en su mismo hospital, como un peregrino más,sin ningún remordimiento, quizás pensando en la víctima del día siguiente. Eso les llevó aacordarse del romero que había ingresado en el calabozo por voluntad propia. Así que decidieronacercarse a la cárcel del Concejo para ver si podían hablar con él. Pero, cuando llegaron, losalguaciles de guardia les comunicaron que habían liberado a todos los presos después deconocerse la noticia del asesinato, ya que era evidente que ninguno de los encerrados podía ser elresponsable y, además, estaban hartos de aguantar sus protestas y sus malos modales.

—¿En las celdas todo estaba en orden cuando se fueron? ¿No hubo ninguna baja ni ningúnherido? —preguntó Rojas.

—Lo que había era un hedor repugnante —contestó el alguacil, con cara de asco.—¿Y qué fue del que se entregó de forma voluntaria?—Ese fue uno de los primeros en marcharse.—¿Y no os pareció un comportamiento sospechoso?—¿Y qué queríais que hiciéramos? No podíamos retenerlo sin ningún motivo. Pero, si lo

deseáis —añadió el alguacil con cierta sorna—, podemos deteneros a vos y a vuestro amigo porno respetar el toque de queda.

—Tan solo una pregunta más. ¿Se sabe ya quién es el peregrino asesinado? —inquirió Rojas.—Un tal Antonio de Béjar —contestó el alguacil con gesto displicente.

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Cuando Rojas y Elías llegaron al hospital de peregrinos, tuvieron que saltar por las bardas delcorral, donde fueron sorprendidos por el hospitalero.

—¿De dónde se supone que venís? —le preguntó a Rojas.—De dar un paseo —contestó este.—¿Ah, sí? ¡Con lo cansado que estabais y lo mal que teníais los pies! —replicó el hombre con

ironía.—Gracias a vuestras atenciones y a vuestros sabios consejos, ya me siento mucho mejor —le

hizo saber Rojas.—Seguro que habéis ido a la casa de la mancebía —conjeturó el hospitalario, con tono de

reproche.—En realidad, volvemos de hacer ciertas averiguaciones sobre el crimen —replicó Rojas.—Sí, claro —comentó el hospitalero—. Andad a dormir si no queréis que avise a los

alguaciles.—No hace falta; acabamos de estar con ellos.—Eso seguro.—¿Ha entrado alguien en el hospital después de que os dieran a conocer la noticia del crimen?—Tan solo los que han traído el cadáver del peregrino asesinado, así como varios romeros de

otros hospitales y albergues, para asistir al velatorio; entre los que se encuentra, claro está, laviuda —le informó el hospitalero.

Antes de irse a la cama se pasaron por la capilla. Allí estaba Jimena, junto a los compañeros yamigos de Antonio de Béjar. Tras saludar con una leve inclinación de cabeza, el pesquisidor y elclérigo se arrodillaron para rezar por el alma del fallecido. Mientras lo hacían, fueroncontemplando con disimulo los sayales y las caras de los presentes, por si observaban algollamativo o sospechoso.

—¿No pensaríais encontrar al asesino en el velatorio? —preguntó Elías en voz baja.—No sería el primer caso. A algunos les gusta contemplar a su víctima en el ataúd para

regodearse en lo que acaban de llevar a cabo; al parecer, eso les hace sentirse poderosos y lesproporciona un perverso placer.

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XI Camino de Villafranca del Bierzo, al día siguiente Nada más levantarse, asistieron a la misa de funeral. Para muchos, ya casi se había convertido enuna costumbre comenzar el día con el entierro de un compañero de peregrinación, y esto sereflejaba en sus rostros. La viuda, por su parte, parecía haber envejecido mucho, como si de golpehubieran caído sobre ella varios años. De vez en cuando, lloraba de forma desconsolada, dándosegolpes en el pecho o retorciéndose las manos de dolor. Entre los más allegados, se oyeron gritosde indignación y de venganza contra los asesinos.

Acabada la ceremonia, Rojas y Elías fueron a darle sus condolencias a Jimena, que seguía muyafectada. Luego le preguntaron si sabía qué tenía pensado decirles su marido en relación con elasesinato de Marcela.

—Por supuesto que lo sé. Pero yo le indiqué que no lo hiciera, pues tenía miedo de que algopudiera pasarle; sin embargo, él siguió haciendo averiguaciones, y, sin duda, ese ha sido el motivopor el que lo han matado —añadió la mujer con gran desconsuelo.

—¿Sería mucho pediros que nos lo contarais? —le demandó Rojas.—Ahora ya todo me da igual. Lo único que os ruego es que desenmascaréis a esos criminales.—Haremos todo lo que esté en nuestra mano, os lo aseguro.Jimena dio un suspiro e hizo un gran esfuerzo para no llorar.—Hace tres días, poco antes de llegar a Astorga, encontramos a un hombre que acababa de

sufrir un accidente. En ese momento granizaba mucho y, según parece, su caballo se habíaencabritado y lo había hecho caer al suelo. Mi marido y yo lo atendimos y descubrimos consorpresa que se trataba de una mujer. Estaba tan atemorizada que nos ofrecimos a ayudarla y leprometimos guardar su secreto. Ella nos explicó que se le había aparecido un peregrino en mediodel camino y por eso el caballo se había asustado. El individuo se había acercado a ella con laintención de golpearla con su bordón, mientras estaba en el suelo. Pero, al oírnos llegar, habíasalido huyendo, no sin antes decirle: «Volveremos a vernos, maldita ramera», lo que indicaba quesabía que era una mujer y que tenía intención de atacarla de nuevo, como así ocurrió horasdespués. No obstante, ella no quiso despojarse de su disfraz. Una vez en Astorga, fuimos juntos alhospital de peregrinos. Luego mi marido y yo salimos a conocer la ciudad. Ella dijo que preferíaquedarse descansando. Pero, cuando regresamos, había desaparecido. Al poco rato, nos enteramosde que la habían asesinado —concluyó Jimena entre lágrimas.

—En vuestras conversaciones con ella, ¿os comentó algo sobre nosotros? —inquirió Rojas, trasuna pausa.

—No, que yo recuerde.—¿Por qué vuestro marido no quiso contarnos nada en Foncebadón?—Porque creía que el asesino se encontraba en ese momento entre nosotros en el filandón —

reveló Jimena—. Él sospechaba de alguien, pero antes de acusarlo quería confirmar que no estaba

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equivocado, tal vez porque lo conocía y no acababa de creérselo; lo cierto es que ni siquiera a míquiso revelármelo. Lo que sí sé es que anoche mi esposo no abandonó el hospital para ir a vermea mí; debió de salir en pos de alguien del que recelaba y que, al final, resultó ser el asesino.

—Y vos, ¿tenéis alguna sospecha?—Por más que lo he pensado estas últimas horas, no se me ocurre nadie, y bien que lo lamento

—añadió la mujer con tristeza.—¿Os comentó vuestro esposo, por casualidad, si pensaba que podían ser varios los

criminales?—No, que yo recuerde.—Os doy las gracias por haber hablado con nosotros en un momento como este y os reitero mis

condolencias.—Yo siento mucho lo que le dije a vuestro marido en Foncebadón —se disculpó el clérigo—.

Estoy seguro de que era una gran persona y un buen cristiano.—Mas de poco le ha servido —recordó Jimena con gran sentimiento—. Y ahora, si me lo

permitís, debo seguir adelante; mis compañeros me están esperando.Serían ya pasadas las ocho cuando los peregrinos se pusieron en marcha. Habían decidido

caminar agrupados y permanecer atentos durante todo el viaje, para ver si así descubrían algúncomportamiento extraño, algo que delatara al culpable o culpables. Otros, sin embargo, optaronpor quedarse un día más en el hospital, pues pensaban, con buen criterio, que la próxima muertetendría lugar en Villafranca del Bierzo, donde acababa la etapa, a unas cuatro o cinco leguas dePonferrada, y no querían tentar a la suerte.

Rojas y Elías partieron justo detrás de los primeros grupos. El clérigo le preguntó alpesquisidor si le dolían los pies y este le contestó que más de lo que desearía, pero menos de loque esperaba; una respuesta muy gallega. Cuando llevaban andada cosa de una legua, pasó en sumisma dirección gente a caballo a toda prisa, lo que los obligó a salirse del sendero para no seratropellados.

—Puede que sean miembros de alguna orden hospitalaria —sugirió Elías—, como la deSantiago o la de San Juan de Jerusalén, cuya misión es proteger a los peregrinos de los peligrosque los acechan. Iban tan raudos que no he podido distinguir sus insignias y estandartes. Cada vezse les ve menos por la ruta jacobea, pues ya apenas se cuidan de cumplir su tarea. Pero es posibleque los asesinatos los hayan sacado de nuevo al camino, como muchos peregrinos y algún que otrohospitalero llevan tiempo demandando.

—Pues ya era hora —señaló Rojas.—Por cierto, cerca de aquí están las Médulas, un antiguo yacimiento de oro explotado en su día

y luego abandonado por los romanos. Se trata de un lugar extraordinario en el que, según cuentan,los miembros de la Orden del Temple pudieron haber escondido algunos de sus legendariostesoros. No dejéis de visitarlas a la vuelta. Impresionan mucho por su extraña belleza —lerecomendó Elías.

—Lo haré si sobrevivo a este viaje y me quedan fuerzas y ganas para ello —convino Rojas.—¿Y ahora qué tal vais?—Resistiendo, que no es poco. Cuando estás tan cansado, es muy difícil andar por el barro. Los

zapatos se hunden bien en él y cuesta mucho sacarlos y dar el siguiente paso.—Pronto os acostumbraréis. Sabed que el barro es el pergamino en el que cada romero va

escribiendo su camino.—En ese caso, lo mío son versos de pie quebrado —bromeó Rojas.

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Después de descansar y de beber agua fresca en la localidad de Cacabelos, que contaba convarias iglesias y hospitales, el pesquisidor y el clérigo continuaron su marcha y reanudaron suspláticas.

—He estado pensando en el asesinato de Antonio de Béjar y creo que no encaja bien en vuestrateoría —se atrevió a comentar Elías.

—¿Por qué lo decís?—Si no he entendido mal a Jimena, a él lo mataron porque estaba a punto de descubrir la

identidad del asesino de Marcela.—Eso es —convino el pesquisidor—. Pero una cosa no quita la otra. Seguramente también

acabaron con él por burlarse de las promesas y los milagros relacionados con el Camino.Recordad lo que contó en el filandón, una historia que a vos mismo os escandalizó.

—Y no era para menos.—Lo importante es que estamos de nuevo ante un «mal peregrino», aunque en otros aspectos

fuera un buen cristiano. Por otra parte, yo también creo que su asesino tiene que haber sido algunode los que se encontraban aquella noche en Foncebadón. Es más, cabe la posibilidad de que nosestuviera vigilando; por eso sabe quiénes somos, qué hacemos y con quién hablamos —señalóRojas.

—Eso no puede ser —rechazó Elías—, pues esa noche el asesino mató en Bembibre, que estáen la otra ruta para ir a Ponferrada.

—Ya os he dicho, desde el principio, que lo más probable es que nos hallemos ante variosasesinos; y ahora estoy convencido de ello.

—Lo que, en efecto, enmaraña mucho más las cosas.—Y tanto que sí. De hecho, debo confesaros que en mi vida me he sentido tan perdido en mis

pesquisas como en este caso. Es desesperante ver cómo aumentan los muertos a nuestro alrededor,mientras que nosotros apenas avanzamos. Debe de ser que estoy perdiendo facultades —añadió elpesquisidor con impotencia.

—¿Y tenéis algún sospechoso dentro de los que estaban en Foncebadón?—Me temo que esa noche bebí más de la cuenta y mis recuerdos son algo borrosos —se

lamentó Rojas.—Los míos son más claros, pero no sabría deciros, pues carezco de vuestras dotes de

observación.En ese momento, uno de los peregrinos del grupo que iba delante se quedó rezagado y esperó

hasta que llegaron a su altura. Cuando lo hicieron, se acercó a ellos y, tras saludarlos, les dijo contono confidencial:

—Aunque hasta ahora no habíamos hablado, me da la impresión de que sois gente juiciosa yquisiera contaros algo.

El peregrino era de estatura mediana. Tenía el pelo negro y lacio, la piel pálida, los ojos decolor castaño y la nariz pequeña.

—Vos diréis —lo invitó el clérigo.—Hay un romero de origen alemán al que hace días que no veo. Lo conozco porque he hablado

con él varias veces a lo largo del camino. Por lo general, viaja solo, pero, cuando se junta conalguien, se pasa el día echando pestes de todo en su mal castellano: de la miseria y la suciedad delos albergues, de lo mal que lo tratan los posaderos, que siempre le dan gato por liebre y vinagreaguado por vino puro por ser extranjero, de lo vagos y mentirosos que somos los españoles…Para mí que es luterano —sugirió el hombre.

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—¡¿Luterano?! —exclamó el clérigo.—Eso me temo.—¿Y por qué pensáis eso?—Por el odio que nos tiene y porque, cuando visitamos alguna iglesia en la que se guardan

reliquias de algún santo, no suele mostrar ningún respeto, ya que considera que tales cosas sonpropias de idólatras, y siempre anda haciendo bromas sobre la tumba del apóstol, dando aentender que sus restos son falsos y que es imposible que el cadáver de Santiago hubiera podidollegar hasta Galicia, y que si esto y que si lo otro. Un día, incluso, me comentó que, según decíaLutero, en verdad no se sabía si en el sepulcro de la basílica yacía el apóstol o bien los restos deun perro o un caballo recogidos en un muladar; de ahí que aconsejara a la gente que no peregrinaray se quedara en casa, donde sería más útil al Señor; que no fuera a Santiago, en definitiva, sinodirectamente a Jesucristo. Y es que, en opinión de Lutero, las peregrinaciones no sirven de nada;para él, tan solo la caridad conduce a la salvación; de modo que hay que elegir entre Dios yCompostela. Pero en eso el peregrino alemán no estaba de acuerdo y había optado por hacer elCamino, para así poder juzgar las cosas por sí mismo.

—Lo que demuestra que no es luterano. Si lo fuera, no estaría peregrinando, ¿no os parece?—Yo más bien creo que lo hace para desacreditar todo lo que esté relacionado con Santiago,

con el fin de que sus paisanos dejen de jacobear y, si lo hacen, aprovechen para difundir las ideasde Lutero entre nosotros —sugirió el informante.

—¿Tenéis alguna prueba de ello? —intervino Rojas.—Como ya os he dicho, no para de echar pestes ni de faltar al respeto a otros romeros. ¿Qué

más pruebas queréis?—¿Y qué peregrino no se queja, cada dos por tres, del mal estado de los hospitales y de los

engaños y malas trazas de los mesoneros y taberneros o de los barqueros y los recaudadores detributos? Y no solo ahora, sino también en los tiempos gloriosos del Camino, como demuestranalgunos milagros. ¿Acaso no habéis oído hablar, por ejemplo, de aquel del gallo y la gallina quecantaron después de asados? —inquirió Elías.

—Por supuesto que sí, y hasta los he visto en una jaula que hay a los pies de la tumba de SantoDomingo de la Calzada, donde es costumbre que los peregrinos traten de apoderarse de una de susplumas para ponérsela en el sombrero, como si fuera un trofeo de caza —comentó el otro.

—Pues tales animales son la prueba viviente, nunca mejor dicho, de que siempre ha habidomalos mesoneros —concluyó el clérigo.

—No entiendo de qué peroráis. ¿Se puede saber a qué milagro os referís? —preguntó Rojas,intrigado.

—A uno tan conocido que me resulta muy extraño que no lo hayáis oído mentar alguna vez —señaló Elías.

—Os aseguro que no sé cuál es —confesó Rojas.—Precisamente se trata de un joven peregrino alemán que, en Santo Domingo de la Calzada, es

acusado falsamente de haber robado una copa de plata en la posada donde se alojaba con suspadres y condenado por ello a morir ahorcado, sin que nadie pudiera bajarlo de la soga, para quesirviera de escarmiento a otros romeros. Una vez ejecutado, los padres continuaron su viaje aCompostela para rogar por su hijo y, al volver, descubrieron que este seguía vivo, gracias a laintervención del apóstol Santiago, que lo había sostenido en la horca todo ese tiempo. Los padresfueron a casa del juez y le pidieron que mandara descolgarlo. Pero este, que en ese momentoestaba cenando, les contestó con mucha sorna: «Vuestro vástago está tan vivo como estas aves que

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ahora mismo me dispongo a trinchar». Y, en ese preciso instante, el gallo y la gallina recobraronsus plumas y se pusieron a cantar. El padre anunció entonces el milagro por toda la ciudad y eljoven peregrino fue bajado de la horca, para que el dueño del hospedaje fuera colgado en su lugar.Por lo que luego se supo, el muchacho había sido acusado por la hija del posadero, que se lehabía insinuado y, al ser rechazada, decidió meter la copa en su zurrón. Y ahora, si os parece,volvamos a los motivos de vuestras sospechas —indicó el clérigo, dirigiéndose al peregrinosuspicaz.

—El principal es que desde antes de llegar a Astorga no he vuelto a verlo —informó elperegrino.

—A lo mejor ha decidido viajar solo, pues está asustado con tanto asesinato y desconfía de losdemás.

—Él no está asustado, os lo aseguro. De hecho, opina que esas muertes son un castigo divino,pero, al mismo tiempo, está convencido de que él no ha hecho nada para merecerlo.

—Ahora va a resultar que la culpa la tiene Nuestro Señor.—Ya os digo que es un tipo extraño. Siempre lleva a mano un libro que procura seguir a pie

juntillas, como si de la Biblia se tratara.—¿Y qué clase de libro es ese? —inquirió Rojas.—Se trata de una especie de guía para peregrinos redactada por un monje llamado Hermann

Künig von Vach.—Sí, la conozco, aunque, claro está, no he podido leerla, por estar en alemán —comentó Elías.—Por lo que yo sé, está escrita en verso y en un lenguaje muy sencillo, para que así sea más

fácil memorizar sus recomendaciones —explicó el peregrino—. Su itinerario comienza en Suiza,en el santuario de Nuestra Señora de Einsiedeln; después recorre lo que su autor llama el CaminoAlto, que cruza los Alpes al comienzo de su curso, entra en la península por Roncesvalles y sigueluego el trazado del Camino Francés hasta recalar en Santiago. En total son cuatrocientascincuenta leguas castellanas, lo que exige varios meses de peregrinación. Con este fin, en la guíase brinda información muy valiosa y detallada sobre los diversos caminos y sendas, las distanciasentre un punto y otro, los lugares sagrados, los de abastecimiento de vituallas, los tipos de cambiode moneda, los derechos de paso y las ocasiones en las que pueden ser engañados, las comidas,los albergues y hospitales, los anfitriones y su amabilidad u hostilidad hacia los alemanes ymuchos consejos más dirigidos a sus paisanos.

—Pues con razón la lleva siempre a mano —señaló Rojas.—Pero lo más interesante —continuó el peregrino— es que en la vía propuesta por ese tal

Künig hay dos variantes con respecto a la ruta habitual del Camino Francés: una, para evitar lasubida al monte Irago camino de Ponferrada, y otra, para no tener que ascender la empinada cuestade La Faba en O Cebreiro. En el primer caso, las indicaciones del libro son muy confusas. En miopinión, lo más razonable sería llegar hasta Astorga y continuar por Pradorrey y el puerto deManzanal, siguiendo una antigua vía romana, pero el monje servita parece sugerir que hay quedesviarse varias leguas antes, probablemente en San Martín del Camino, e ir en dirección a SantaMarina, atravesando luego la comarca de la Cepeda, Brañuelas, Cerezal de Tremor… Loimportante, de todas formas, es que ambas rutas pasan por Bembibre y, después, por San Román,Almázcara y San Miguel de las Dueñas, para concluir en Ponferrada. En el segundo caso, lo queplantea es desviarse a la derecha en Herrerías de Valcarce, justo antes de entrar en Galicia, yascender hacia Pedrafita, un hito en el camino, para dirigirse después a la ciudad de Lugo,transitando por As Nogais, Becerreá, Baralla y O Corgo, en lugar de tirar a la izquierda y subir

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hacia O Cebreiro.—Y vos, ¿qué pensáis? —le preguntó Rojas a Elías.—Para mí está claro que, en este caso, el camino bueno y acertado y, por tanto, el más difícil es

el de la izquierda, aunque no se corresponda con eso que me contasteis de la Y pitagórica, dondeel sendero de la virtud se sitúa a la derecha.

—A mi juicio, no es necesario que lo interpretéis en su literalidad; lo importante es el bivium obifurcación y la posibilidad de elegir entre dos vías contrapuestas. La buena, por tradición, suelesituarse a la diestra y la mala, a la izquierda o siniestra. Pero, en la realidad, la ubicación puedecambiar —explicó el pesquisidor.

—En cualquier caso, os recuerdo que, a la hora de escoger, lo fundamental es la fe, que puedecon todo, como nos recordó Jesucristo con estas palabras: «Porque en verdad os digo que, situvierais fe tan pequeña como un grano de mostaza, diréis a esa montaña: “Muévete de aquí paraallá…”. Y ella se moverá. Y nada os será imposible». San Mateo, 17, 20. Y, si la feinquebrantable es capaz de mover montañas, más fácil le será todavía ayudarnos a remontarlas,¿no os parece? Por eso es tan necesario que los peregrinos pasen por O Cebreiro y sufran en lasubida y se enfrenten a los peligros y a los obstáculos que allí se hallan —arguyó el clérigo, confervor—. En cuanto a vos, ¿tenéis algo más que contarnos con respecto al alemán? —añadió,dirigiéndose al peregrino.

—Pues que hace unos días trató de convencerme para que me fuera con él, siguiendo la rutapropuesta por la mencionada guía para ir a Ponferrada sin pasar por el monte Irago; seguramentecon malas intenciones, no sé si me entendéis. Menos mal que soy cauteloso. Si hubiera accedido,vive Dios que ahora estaría muerto, como al parecer le pasó a ese tal Esteban —comentó elhombre con tono enigmático.

—¿Y qué motivo podría tener para mataros a vos? —preguntó Rojas.—Que lo tengo bien calado. ¿Os parece poco?—Habladnos algo más de él. ¿Cómo es?—Se llama Ludwig, que en nuestra lengua es lo mismo que Luis. De aspecto retraído y huraño,

es alto de estatura, tirando a delgado, con el pelo y la barba rubios, los ojos claros y la nariz recta—explicó el peregrino.

—¿Y a qué se dedica?—No me lo ha dicho. Pero para mí está claro que Lutero lo ha enviado para sembrar cizaña y

mucho me temo que también el terror en el Camino —insistió el hombre, muy convencido.—Os agradecemos mucho la información. Estaremos atentos de ahora en adelante —lo despidió

Rojas.—Por cierto, me llamo Alonso —se presentó el hombre, antes de irse.El peregrino apretó el paso y volvió a unirse a los compañeros que iban delante. Rojas y Elías

se quedaron cavilando, mientras descansaban un poco, ya que a Rojas le costaba Dios y ayuda daruna pequeña zancada.

—Y bien, ¿qué pensáis vos de lo que nos ha dicho? —le preguntó Elías.—La estatura del tal Ludwig coincide con el testimonio del gallofo, pero lo demás son

suposiciones sin fundamento —comentó Rojas—. Puestos a sospechar, recelaría más del propioAlonso. ¿Os habéis fijado que tiene varios remiendos en la parte delantera del sayal? Además,creo que estaba en Foncebadón.

—Remiendos tienen casi todos, salvo nosotros, que apenas llevamos dos días con el hábito deperegrino —objetó el clérigo—. Y, si Ludwig no se encontraba en Foncebadón, sería porque esa

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noche estaba en Bembibre, que es donde mataron al tal Esteban.—En todo caso, no debemos precipitarnos en sacar conclusiones —señaló el pesquisidor.

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XII Villafranca del Bierzo, unas horas después A la caída del sol, llegaron a Villafranca del Bierzo, situada en un fértil valle en la confluencia delos ríos Valcarce y Burbia. A la entrada se encontraba la iglesia de Santiago, en cuyasinmediaciones se habían concentrado muchos peregrinos, lo que Rojas consideró un mal augurio,como enseguida les confirmó Alonso, que se había quedado a esperarlos cerca del templo.

—¿Sabéis que ha habido una nueva muerte? Lo mismo de siempre: golpe en la cabeza,cuchillada en el pecho, las palmas de las manos hacia arriba, los brazos en cruz. Seguro que hasido el alemán —les contó.

—¿Y quién es la víctima?—Parece ser que un joven peregrino.—¡Que Dios nos coja confesados! —exclamó el clérigo, haciéndose cruces.El cadáver había sido encontrado en un establo abandonado. Elías y Rojas buscaron en el suelo,

hasta dar con la firma del asesino, que estaba al lado de un pequeño charco de sangre. El lugarestaba justo enfrente de la puerta norte de la iglesia de Santiago, llamada del Perdón, ya que estetemplo tenía el privilegio de otorgar la perdonanza a todo aquel que rezara ante su pórtico y nopudiera continuar su peregrinación hasta Compostela por causa de enfermedad o cualquier otroimpedimento.

—Un poco más y la víctima podría haber obtenido las mismas indulgencias que si hubierallegado a Santiago —comentó Elías.

—Es probable que el asesino decidiera esperar justo hasta ese momento para acabar con él —conjeturó el pesquisidor.

—Yo me imagino que Dios lo tendrá en cuenta y le concederá a la víctima igualmente el perdón,dadas las circunstancias —añadió el clérigo.

Según les contó Alonso, el cadáver había sido trasladado al interior de la iglesia, donde lovelaban algunos compañeros de fatigas, después de amortajarlo. Rojas y Elías se dirigieron altemplo y, al asomarse al ataúd, no pudieron evitar dar un respingo debido a la sorpresa. Se tratabadel pobre gallofo que les había informado sobre la muerte de la anterior víctima.

—¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha sucedido? —demandó a los presentes el pesquisidor.—Resulta irónico que vos lo preguntéis. Esta mañana a primera hora salimos de Ponferrada

para evitar ser detenidos por los alguaciles y mirad lo que ha sucedido —respondió uno de losque lo velaban—. Así que puede decirse que por huir del fuego nuestro amigo fue a caer de llenoen las llamas. Y todo por vuestra culpa —añadió, señalando a Rojas con el dedo—. Sin duda hasido el asesino de peregrinos el que lo ha matado, pero vos sois el responsable de que eso hayaocurrido. Si no hubierais venido a preguntarnos, él no habría hablado y aún estaría entre nosotros.

—Lamento mucho su muerte —se disculpó el pesquisidor—. Mi objetivo es descubrir a losautores de los asesinatos; por eso estoy aquí. Pero no podré averiguar quiénes son si no dispongo

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de buenos testigos, y vuestro compañero era el único que habíamos encontrado.—Mi amigo dice la verdad —corroboró Elías.—Pues, como veis, vuestro testigo ya no puede hablar; así que marchaos de una vez —replicó

el gallofo.—¿Alguno de vosotros ha visto lo ocurrido?—¿Acaso queréis que nos maten también a nosotros? De todas formas, no hemos visto nada.

Nuestro amigo se había quedado rezagado y, cuando quisimos darnos cuenta, había desaparecido.Lo buscamos por los alrededores, hasta que alguien lo encontró en el establo —les contó elgallofo entre lágrimas.

—Tarde o temprano daremos con los asesinos, ya lo veréis —les prometió el pesquisidor.—Os he dicho que os larguéis —replicó el gallofo con rabia.Rojas y Elías abandonaron el templo con el corazón encogido y el semblante demudado.—Cada vez estoy más convencido de que los asesinos no andan lejos de nosotros; por eso

saben dónde estamos en cada momento y todo lo que hacemos —comentó Rojas en cuanto salierona la calle.

—Tal vez tuviera razón el hospitalero de Ponferrada cuando insinuaba que esto es obra deSatanás —afirmó el clérigo, por su parte.

—En ese caso, deberíais encargaros vos de hacer las pesquisas, pues sois más versado que yoen los ardides del Maligno —puntualizó el pesquisidor.

—Aunque sea cosa del Diablo, este no puede hacerlo sin la ayuda de cómplices humanos, y es aellos a los que debemos atrapar, no lo olvidéis. Del Maligno ya se ocupará Nuestro Señor —replicó Elías.

Los peregrinos, mientras tanto, se habían ido reuniendo delante de la puerta sur de la iglesia,con el fin de preparar una batida por Villafranca y sus inmediaciones para tratar de localizar a losasesinos; entre los presentes estaban también los gallofos, deseosos de vengar a su compañerofallecido. Para organizarse, se fueron repartiendo en pequeños grupos dirigidos por el de másedad.

—¡Quién iba a decirlo! Los verdaderos y los falsos peregrinos unidos por una misma causa —comentó el clérigo, sorprendido.

—A decir verdad, nosotros también vamos disfrazados de peregrinos, no lo olvidéis —dejócaer Rojas con cierta sorna.

—Hablad por vos —apuntó Elías—. De todas formas, parece claro que la cosa está que arde;como esto siga así, pronto comenzarán a aparecer chivos expiatorios, ya lo veréis —dijo elclérigo.

—Por eso tenemos que hacer algo —apuntó Rojas.—¿Y qué proponéis?—Vos deberíais ir a poner en guardia a los alguaciles de Villafranca y a pedirles que vigilen las

calles, para que esto no se desmande y acabe pagándolo algún inocente. Yo, mientras tanto, iré avisitar los hospitales y albergues, con el fin de prevenir a los encargados de lo que se estápreparando por aquí —sugirió Rojas.

Elías se mostró conforme y, tras preguntar a un vecino que andaba por allí, se dirigió a lascasas del Concejo. Rojas, mientras tanto, se dejó caer por un hospital que estaba cerca de laiglesia de Santiago. El hospitalero lo recibió con recelo, pues ya estaba al corriente de la que seavecinaba.

—¿Hay alguien dentro? —quiso saber Rojas.

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—Tan solo algunas mujeres y un par de ancianos que necesitan cuidados. Los demás deben deestar tramando algo o emborrachándose en alguna taberna. Si Dios no lo remedia, nos espera unanoche de altercados —vaticinó el hospitalero—; los peregrinos, además, sienten debilidad por elvino de Villafranca y este enseguida se les sube a la cabeza.

—Esperemos que los alguaciles logren contenerlos.Según le explicó el encargado del hospital, las calles de la villa eran estrechas y oscuras, por

lo que no era raro que, en épocas de gran afluencia de romeros, en ellas se cometieran toda clasede delitos, sobre todo por las noches; así que le recomendó que anduviera con cuidado.Asimismo, le dijo que buena parte de los villafranquinos se dedicaban a vender, en la puerta desus propias casas, vino, pan, fruta, pescado y carne a los peregrinos, pero esa tarde se habíanencerrado a cal y canto, pues ellos también tenían miedo.

El otro hospital estaba a cargo de una orden, y en él ya estaban todos preparados para protegera sus huéspedes de los desmanes que pudieran provocar los peregrinos más alborotados. De modoque Rojas se dirigió a la plaza para encontrarse con Elías. Allí su amigo le contó que un grupo deexaltados había intentado ajusticiar en el rollo de la villa a un joven romero, por haberloencontrado cerca del río en actitud sospechosa. Al parecer, estaba espiando a una peregrinamientras se lavaba en el río, pero ellos dieron por sentado que la quería matar.

—Por suerte, los alguaciles lograron rescatarlo en el último momento y han tenido que buscarlerefugio en un calabozo —le explicó el clérigo.

—Esto parece el mundo al revés —comentó el pesquisidor.Ya era noche cerrada cuando Rojas y Elías se fueron a cenar a una de las tabernas de la plaza,

donde comieron botillo, una especie de embutido compuesto por diferentes partes del cerdo bientroceadas y adobadas con sal y otros condimentos, y bebieron un buen vino del Bierzo. Cuando yaestaban a punto de irse, un grupo de borrachos comenzó a cantar a voz en grito una cancióntitulada Los doce peregrinos, que decía así:

Desde Pamplona a Santiagoviajan doce peregrinos.En Torres murió el primero;quedan once en el camino.En Burgos cayó el segundo;solo hay ya diez peregrinos.El tercero finó en Frómista;restan nueve peregrinos.El cuarto acabó en Sahagún;sobran ocho peregrinos.El quinto espichó en León;tiemblan siete peregrinos.En Astorga palmó el sexto;faltan ya seis peregrinos.Otro expiró en Ponferrada;quedan cinco peregrinos.Uno más en Villafranca;huyen cuatro peregrinos.Otro se fue en El Cebrero;

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andan tres por el camino.En Sarria feneció el décimo;solo hay ya dos peregrinos.Cuando llegan a Santiago,solo queda un peregrino.Este fue a ver al apóstoly se libró el muy ladino.

—Debería daros vergüenza canturrear eso cuando una de las víctimas todavía está de cuerpo

presente en la iglesia de Santiago —los reprendió un peregrino que estaba en otra mesa.—¿Y quién sois vos para decirnos qué podemos y qué no podemos cantar? —replicó uno de los

borrachos, el más lenguaraz—. Para que lo sepáis, uno de los muertos era compadre mío, y no haydía que no rece por él. Pero luego, cuando llega la noche, cada uno se consuela de las pérdidascomo quiere. La risa es la mejor medicina para el alma, y no los sermones de los curas ni laspláticas de los santurrones como vos. Así que, si no os gusta nuestra copla, marchaos de aquínoramala y no nos agüéis la fiesta ni el vino a los demás.

—Largaos vos y toda esa caterva de la que os rodeáis —le soltó el otro, con tono desabrido.—¿Caterva, habéis dicho? Pues os vais a enterar —amenazó el borracho, al tiempo que

intentaba golpear al otro en la cara.Esto hizo que se iniciara una pelea entre los dos grupos, en la que no tardaron en participar

otros parroquianos con no menos entusiasmo que los primeros.—Será mejor que avisemos cuanto antes a los alguaciles —le propuso Elías a Rojas—. Seguro

que más de uno tendrá que pasar la noche en los calabozos.—Pues esperemos que no sea en el mismo que el pobre peregrino al que libraron de ser

ajusticiado.—Nosotros, por cierto, deberíamos buscarnos alguna posada, ya que no creo que los hospitales

sean hoy un lugar seguro.—Tenéis razón. ¿Os habéis fijado que en la canción que hemos escuchado se da por hecho que

los asesinos continuarán matando hasta Santiago? —señaló el pesquisidor.—Y así sucederá si no nos damos prisa en apresar al asesino —sentenció el clérigo.

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XIII Camino de Herrerías de Valcarce, el día después Al día siguiente, Rojas y Elías se levantaron con el alba, con la intención de ponerse pronto encamino. En la calle todo parecía en calma después de una noche muy agitada. El entierro delgallofo asesinado iba a tener lugar en la iglesia de Santiago, pero consideraron que lo mejor paratodos sería no aparecer por allí. La salida de Villafranca del Bierzo en dirección a Santiago sehacía por la calle del Agua, con varios palacios y casas señoriales en su recorrido, y luego por eltérmino del Portaje, donde había un puente sobre el río Burbia, para seguir hacia el noroeste porla margen izquierda del río Valcarce. Por lo general, el sendero discurría a través de un valleencajonado entre ásperas montañas, pasando por lugares como Trabadelo, Ambasmestas yRuitelán, nombre que, al parecer, procedía del inglés route land, en romance castellano: «Tierradel Camino», lo que a Rojas le llamó mucho la atención. En este último lugar, se encontraron conAlonso, el hombre que el día anterior les había hablado del peregrino alemán, que parecía estaraguardándolos, muy inquieto.

—Acabo de verlo —les dijo.—¿A quién? —preguntó el clérigo.—¡A quién va a ser! A Ludwig, el peregrino alemán del que os hablé ayer —aclaró Alonso.—¿Y dónde está?—Un poco más adelante. Hace un rato, me detuve a descansar y, de repente, lo vi transitar por

aquí; por poco me da un ataque. El muy bribón aparentó no reconocerme. Por eso os estabaesperando.

—¿Habéis averiguado algo nuevo? —quiso saber Rojas.—Según me han contado, poco antes de que asesinaran al gallofo, alguien se lo encontró cerca

de la iglesia de Santiago.—Eso no significa nada. Para entrar en Villafranca hay que ir por allí.—Pero él parecía estar muy interesado en pasar inadvertido y luego nadie lo volvió a hallar.—Eso tampoco prueba nada.—Entonces, deberíamos seguirlo de cerca —propuso Alonso.—Lo mejor es que nos mantengamos a cierta distancia —sugirió el pesquisidor—, para que no

descubra que andamos tras él, pues en tal caso procurará no hacer nada que lo comprometa.—Y, si se esconde o se desvía por otro camino, ¿cómo lo averiguaremos?—Para eso están sus huellas —señaló Rojas—. Por fortuna, anoche llovió y el suelo está

mojado; así que será fácil rastrearlas.—Pero todo el sendero está repleto de pisadas, ¿cómo sabremos cuáles son las suyas? —objetó

Alonso.—Valiéndonos de nuestras dotes de observación. ¿Os habéis fijado en cómo camina y en qué

tipo de calzado usa?

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—¿Y cómo puedo tener conocimiento de eso? Yo no voy por ahí mirando los pies de la gente, ymenos si creo que es un asesino —replicó Alonso.

—Concentraos, os lo ruego. Aunque no seamos conscientes de ello, nuestros ojos ven muchomás de lo que parece. Lo que ocurre es que no prestamos atención a todo lo que perciben —leadvirtió Rojas.

—Pudiera ser —reconoció Alonso.—Decís que hace un momento pasó por delante de vos, ¿no es así?—Eso es.—¿Y por dónde iba?—Por el camino, ¡por dónde iba a ir!—Me refiero a por qué lado.Alonso hizo un esfuerzo para tratar de refrescar la memoria.—Pues muy pegado al borde derecho. Recuerdo que un día que hablé con él también lo

observé.—¿Os dais cuenta? Hay detalles en los que nuestra conciencia no repara, pero si nos lo

proponemos… ¿Alguna otra cosa que os parezca digna de mención?—Creo que es zurdo, pues agarra el bordón con la mano izquierda.—Eso es muy importante, como ahora comprobaremos. ¿Y qué podéis decirme del calzado? —

lo animó el pesquisidor—Usa sandalias; unas muy peculiares, pues la suela no es lisa, como la mayoría, sino que

presenta unas marcas en la parte delantera, como unas líneas oblicuas; en eso sí que me fijé. Y sonde gran tamaño, ya que tiene los pies muy anchos y largos —señaló Alonso.

—Con eso ya es más que suficiente. Os lo agradezco. Veamos ahora qué encontramos por aquí—indicó Rojas, poniéndose en cuclillas para examinar mejor el terreno—. Sin duda son estas —proclamó enseguida—. Como podéis observar, son huellas de sandalias ciertamente grandes y conlas señales que comentabais; se mantienen cerca del borde derecho del sendero y, justo a laizquierda, está el rastro del bordón. Y un apunte más: nuestro sospechoso camina con las puntas delos pies un poco hacia adentro.

—Es asombroso; os felicito —exclamó Alonso.—Es cuestión de aprendizaje y experiencia —puntualizó el pesquisidor—; además, vos me

habéis ayudado. Como diría mi amigo Elías, aquí presente, el barro es un pergamino en el que lospies dejan una escritura perfectamente legible para quien la sepa descifrar, que es lo queacabamos de hacer. No en vano en el barro los hombres trazaron sus primeras palabras.

—Y vos, ¿dónde aprendisteis a leer las pisadas? —inquirió el clérigo.—Mi padre era buen cazador y, desde niño, estoy acostumbrado a seguir toda clase de huellas

de animales. Lo demás lo aprendí con un rastreador del ejército en un caso que tuve que investigarpara el rey Fernando el Católico.

—No dejáis de sorprenderme.—De todas formas, no debemos perderlo de vista, por lo que pudiera pasar —añadió Rojas,

haciendo un gesto con la cabeza hacia donde estaba el alemán.—Entonces, ¿vos también creéis que puede ser el asesino? —le preguntó el clérigo en voz baja,

para que Alonso no lo oyera, aprovechando que este se había adelantado un poco.—No encaja con mis suposiciones, la verdad —reconoció el pesquisidor—. Pero tampoco

podemos descartarlo, pues por ahora no tenemos a otro a quien seguir. Quizá haya llegado elmomento de hacer una elección, aunque nos equivoquemos, ya que a veces un error puede

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conducir a la verdad.—¿Y cómo es eso?—En ocasiones, el camino más derecho discurre por un sendero lleno de recovecos.Luego Rojas y Elías debatieron sobre qué deberían hacer en el caso de que el alemán no

intentara matar a nadie esa noche ni hiciera nada sospechoso, ya que, si lo abordaban, sostenía elprimero, se pondría en guardia, en el caso de que fuera el asesino, claro está; por otra parte, notenían pruebas contra él. Pero, si no hacían nada, mantenía el segundo, podría acabar escapándosey cometer alguna fechoría, si es que efectivamente era el criminal, y a saber si volverían a dar conél. Al final acordaron esperar para tomar una decisión.

En cuanto al recorrido, tampoco fue fácil, debido a que, después de Ruitelán, el sendero sehabía ido haciendo cada vez más empinado, y los pies del pesquisidor ya no estaban para muchostrotes. Tras cruzar el río Valcarce por un puente de piedra, llegaron a Herrerías. El lugar sellamaba así porque, desde antiguo, en él había varias fraguas para atender a los que hacían elCamino a caballo, justo antes de empezar la temida ascensión a las crestas de O Cebreiro, en laque los pobres animales también sufrían lo suyo. Al otro lado del pueblo se encontraba el hospitalde los Ingleses, construido con motivo de la peregrinación del rey Enrique II de Inglaterra en elsiglo XII, si bien ahora albergaba a peregrinos de toda nación y pelaje. El edificio, eso sí, estabaalgo deteriorado por el paso del tiempo.

Allí fue adonde se dirigió Ludwig y lo mismo hicieron ellos, al cabo de un buen rato; primeroRojas y Elías y, algo más tarde, Alonso, para que no los vieran juntos. El hospitalero les dijo que,si querían reponer fuerzas, deberían darse prisa, pues faltaba poco para la cena. Cuando entraronen el refectorio ya estaban sirviendo la sopa. Ludwig se había sentado en el extremo de una de lasmesas, apartado del resto, como, al parecer, era su costumbre. Los recién llegados buscaronacomodo en otra, presidida por el hospitalero. La mayoría comía con ganas, ya que necesitabareponer fuerzas para el día siguiente, que iba a ser una jornada decisiva.

Entre los presentes, había varios que pensaban ir por Pedrafita y Lugo, una vía que algunosllamaban de los alemanes, por ser ese el origen de la mayor parte de los que la seguían desdehacía unas décadas.

—¿Y dónde está el desvío para esa ruta? —quiso saber Rojas.—Es muy fácil —le informó uno de ellos—. Después del hospital, hay un puente y luego otro

sobre un arroyo que baja del puerto. Pasado este último, se separan los dos caminos: el de laizquierda sube a La Faba, donde han sucumbido muchos peregrinos, y el de la derecha va haciaPedrafita. No tiene pérdida. Yo en una ocasión fui por O Cebreiro sin ningún problema, peroahora ya no soy el mismo de entonces, pues las piernas me fallan a causa de una enfermedad quetuve hace tiempo —se justificó.

—En mi caso, voy por Pedrafita porque en esa ruta hay lugares dignos de conocer —apuntóotro—, como el monasterio de Santa María de Penamaior o el puente de Os Galiñeiros, y pasa porLugo, que es una ciudad donde hay muchas cosas que ver y donde, además, dan muy bien decomer.

—La verdad es que hubo un tiempo en el que por aquí transitaban muchos peregrinos camino deLugo —intervino el hospitalero—. Pero ahora solo lo hacen en otoño e invierno, cuando la subidaa O Cebreiro está cubierta de nieve. Los únicos que se mantienen fieles a esa ruta son losalemanes, gracias a la guía que escribió un tal Hermann Künig, al que llegué a conocer, ya quepasó por aquí en varias ocasiones. La última, que yo sepa, fue hace unos pocos años y no lo hevuelto a ver; tendría ya más de sesenta, aunque se conservaba bien. Según me dijo, venía huyendo

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de los malos vientos que soplaban en su tierra natal. Supongo que se refería a las ideas de ese talLutero, que Dios lo confunda. Cuando se despidió de mí, me aseguró que no retornaría más aaquellos lares.

Mientras el hospitalero hablaba, Rojas no perdía de vista a Ludwig, que se mostraba absorto ensus pensamientos, sin prestar ninguna atención a la conversación que tenía lugar a su lado, o esoquería aparentar.

—Desde que el monje servita publicó su guía —prosiguió el hospitalero—, los alemanes nohan dejado de venir, pero, en los últimos años, acuden cada vez en menor número por culpa delmaldito Lutero, aunque nunca faltan, como podéis ver esta noche, en la que nos acompañan dosperegrinos de Baviera —añadió, señalando a dos hombres que no paraban de asentir ni de sonreírpor cortesía—. Se llaman Hans y Rainer y vienen siguiendo el rastro de Hermann Künig. No envano este lugar es conocido ahora como el hospital de los alemanes. Los ingleses hace mucho queno vienen por aquí; la mayoría viaja en barco hasta A Coruña y, desde allí, se dirige a Santiago.

Luego la conversación se centró en el asunto principal de esos días. Varios peregrinos lepreguntaron al hospitalero si se tenía noticia de alguna muerte esa noche. Este les contestó que, dehaberse producido, sería en O Cebreiro, por ser el final de etapa para la mayoría de los queseguían el Camino Francés.

—Recordad que el asesino también mató en Bembibre, y, por tanto, fuera de la ruta habitual —indicó un peregrino que procedía de Burgos.

—En todo caso, roguémosle a Dios que no sea aquí.—Esa súplica no me parece a mí muy cristiana que digamos, pues, si no es aquí, forzosamente

tendrá que ser en algún otro sitio —replicó el peregrino.—En eso tenéis razón, y os pido que me perdonéis. Pero cada uno mira por los suyos y yo soy

el pastor de esta grey —se justificó el hospitalero.—Y hacéis muy bien —intervino Elías—. Pero es posible que, en este aprisco, no todos seamos

corderos.—¿Qué queréis decir?—Que a lo mejor se os ha metido el lobo en el redil —sugirió el clérigo, paseando su mirada

por el rostro de algunos de los presentes.—¿Habláis en serio? —preguntó el hospitalero, con preocupación.—Nunca se sabe quién puede esconderse tras la piel de cordero o el hábito de peregrino —

dejó caer Elías, con aire misterioso.—O la zamarra de pastor, ya puestos a sospechar —añadió el hospitalero, cada vez más

inquieto.Acabada la cena, los peregrinos se retiraron a dormir. Rojas, Elías y Alonso convinieron en

hacer tres turnos para vigilar a Ludwig de forma discreta. El primero le tocó al pesquisidor, elsiguiente al clérigo y el último a su confidente. A Rojas le costó mucho mantenerse despierto,debido a la fatiga. Pero lo logró gracias a su empeño, pues no quería que volviera a pasar lo quehabía ocurrido con Marcela. De todas formas, no creía que esa noche pudiera suceder algo, yaque, si en verdad el alemán fuera el asesino, también sabría quiénes eran ellos y se andaría congran cuidado.

Salvo el vuelo de las moscas y algunos ronquidos aquí y allá, de esos que nunca faltan en losdormitorios colectivos, el hospital estaba en absoluto silencio. De vez en cuando, Rojas mirabahacia la cama de Ludwig, pero no llegó a observar ningún movimiento.

Cuando llegó la hora del cambio de turno, despertó a su amigo Elías para que le tomara el

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relevo.—¿Alguna novedad? —le susurró este.—De momento, nada —le informó Rojas.Dicho esto, el pesquisidor se sumió en un profundo sueño.

Horas después, Rojas se despertó con ganas de ir a orinar. Mientras se incorporaba, observó queni Ludwig ni Alonso estaban en sus lechos. Así que trató de despertar a su compañero.

—Vamos, levantaos, que se han ido —le susurró, mientras lo zarandeaba, procurando no hacerruido.

Al ver que el clérigo no volvía en sí, le tocó la cabeza y vio que tenía un chichón, lo que loinquietó mucho. De modo que comenzó a palparle la ropa para ver si había sangre. Tras verificarque no lo habían apuñalado, le tomó el pulso y comprobó que estaba vivo. Después fue a buscarun cubo con agua y, una vez de vuelta, se la echó en la cara. Esto hizo que Elías recobrara deinmediato la conciencia.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, desconcertado.—Que el sospechoso os ha dejado inconsciente y ha huido. ¿Recordáis algo?—Creo que escuché un movimiento y traté de incorporarme, pero debió de pillarme por

sorpresa. ¿Y Alonso? —inquirió el clérigo, mientras se levantaba.—Tampoco está. Se habrá despertado y habrá ido en busca del alemán —conjeturó el

pesquisidor—. ¿Estáis bien?—Me duele un poco la cabeza; no obstante, creo que podré tenerme en pie —aseguró el clérigo

—. Tenemos que salir de inmediato tras ellos. Es posible que Alonso esté en peligro.—No os preocupéis; iré yo.—De eso nada —insistió el clérigo.Después de vestirse y calzarse, cogieron sus cosas y abandonaron el dormitorio. La puerta

principal estaba abierta. Antes de salir a la calle, tomaron dos antorchas que había en la pared.Una vez fuera, comprobaron que estaba a punto de amanecer. El aire era fresco y la tierra estabamojada, a causa de las recientes lluvias. Sin necesidad de decirse nada, se dirigieron hacia elpuente por el que discurría el camino. Una vez lo cruzaron, Rojas tropezó con algo y cayó alsuelo. Cuando se puso de rodillas para incorporarse, su mano tocó algo húmedo y viscoso.Alumbró con la antorcha y vio que se trataba de un pequeño charco de sangre junto al cuerpo deAlonso. Alarmado, el pesquisidor se acercó a él y observó que no se movía; pegó su oreja alpecho de la víctima y percibió que el corazón no le latía. Elías lo miraba como si aún no sehubiera despertado y estuviera viviendo una pesadilla.

—¿Está muerto? —preguntó.—Eso me temo —constató Rojas.—¡Que Dios nos ampare!Tras examinar el cadáver, Rojas descubrió que tenía varias puñaladas en diferentes lugares y

algunas marcas en las manos y en la cara.—Parece ser que se ha defendido. Y esto es nuevo, pues ninguno de los peregrinos asesinados

que hemos visto o de los que tenemos noticia presentaba muestras de haberlo hecho. A ellos lesdieron antes un golpe en la cabeza que los dejó sin sentido. Pero esta vez ha sido distinto —arguyó Rojas—. Supongo que, al llegar a este punto, Alonso alcanzaría a Ludwig y trataría dedetenerlo, pero el alemán sacaría su daga y, tras un forcejeo, lo apuñalaría varias veces. Debió deser hace poco, pues el cuerpo aún está caliente.

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—¿Y la firma?El pesquisidor buscó con su antorcha debajo del cadáver y luego junto a él, pero no la halló.—Tal vez tuviera prisa por huir o no considerara necesario dejarla, pues enseguida íbamos a

saber quién había sido. Por otra parte, ya había roto la pauta seguida en los anteriores crímenes;de modo que no tenía sentido preocuparse por ese detalle —argumentó Rojas, con convicción.

Lo que sí encontró el pesquisidor, aparte del bordón de Alonso, fue un puñal manchado desangre.

—Aquí tenéis el arma del crimen.—¿Por qué creéis que el asesino la dejaría?—Supongo que se le caería, o tal vez decidiera desprenderse de ella, para que pensáramos que

era de Alonso.—En todo caso, ahora sí que está claro que el alemán es el asesino, o al menos uno de ellos —

aseguró el clérigo.—Puede que tengáis razón.—¿Es que aún no estáis convencido?—No, hasta que no sepa qué es lo que ha pasado en realidad, y para ello debemos atraparlo lo

antes posible.Por suerte ya estaba amaneciendo; de modo que Rojas pudo buscar sin dificultad las pisadas

del huido en el barro. Como era de esperar, no tardó en dar con ellas, ya que eran inconfundibles,y, para confirmarlas, estaban las marcas del bordón al lado izquierdo. Así que comenzaron aseguirlas hasta llegar a un segundo puente, que cruzaron raudos. Luego continuaron durante untrecho y enseguida alcanzaron la bifurcación.

—Bueno, llegó la hora de la encrucijada o de la elección vital —bromeó Elías.—A juzgar por las huellas, el alemán ha tirado por la izquierda, montaña arriba, hacia La Faba;

es posible que para despistarnos, pues lo esperable sería que hubiera optado por la derecha, haciaPedrafita, como indica el libro de Hermann Künig —apuntó Rojas.

—Tal vez la guía no sea más que un señuelo —indicó el clérigo.—Pronto lo sabremos.Sin más comentarios, fueron tras las pisadas del peregrino alemán durante un buen rato, hasta

que de pronto cesaron. Rojas intentó recuperarlas acá y allá, pero no había ni rastro de ellas. Mastampoco las había de bajada.

—¡No puede haber desaparecido! —exclamó, sin saber qué pensar.—¿Y si hubiera tirado campo a través? —sugirió Elías.—¡¿Por esos peñascos?! Imposible —aseguró Rojas—. Pero se me ocurre que bien pudo

lanzarse ladera abajo.—¿Y por qué iba a hacer eso?—Para enlazar con la vía que va a Pedrafita. Como ya os dije, lo más seguro es que solo

subiera para confundirnos —sugirió el pesquisidor.—¿Y qué queréis, que nos echemos a rodar como dos barriles?—Si andamos con cuidado, podríamos conseguirlo. Pero nosotros no tenemos por qué

arriesgarnos. Bastará con que deshagamos el camino y tomemos el otro hasta dar con las huellas.—Últimamente, tenéis salida para todo.—Debe de ser porque me crezco ante las dificultades, como vos ante los obstáculos del

recorrido —replicó Rojas, con cierta ironía.—Adelante, entonces.

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Descendieron presurosos hasta la bifurcación y esta vez tiraron por el sendero de la derecha, elde Pedrafita. Habrían andado menos de trescientos pasos cuando encontraron de nuevo las huellasde Ludwig.

—Aquí están. ¿No os lo decía? —exclamó Rojas con tono triunfal.Pero, tras caminar unos doscientos pasos más, volvieron a desaparecer. Rojas miró hacia un

lado y hacia otro, lleno de perplejidad.—¿Y ahora? —preguntó Elías con impaciencia.—Es posible que de nuevo solo quiera desorientarnos, o tal vez se haya escondido al fondo de

ese barranco —planteó el pesquisidor—. Así que os propongo que bajemos.Con la ayuda del bordón, Rojas y Elías comenzaron a descender por la escarpada ladera con

gran cautela, por miedo a tropezar o dar un mal paso.—Tened cuidado con esa raíz —advirtió el clérigo.Rojas trató de esquivarla con tanto empeño que, al final, perdió pie y a punto estuvo de caer

rodando por la pendiente.—Dejadme, yo os guiaré —anunció el clérigo, adelantando a su compañero.Pero empezó a andar tan deprisa que el pesquisidor se quedó enseguida atrás y, cuando quiso

darse cuenta, su amigo había desaparecido de su vista. Alarmado, se detuvo para tratar de oíralgo; sin ningún resultado.

—Elías, ¿estáis ahí? —preguntó, procurando no alzar mucho la voz para no alertar a Ludwig.Cada vez más desesperado, comenzó a descender a trompicones, debido al estado de sus pies.—¡Elías! ¡Elías! —gritó sin parar—. Decid algo, por favor.Rojas bajaba tan deprisa y sin control que no tardó en tropezar, con tan mala fortuna que se dio

un golpe en la cabeza contra el tronco de un carballo y perdió el conocimiento.

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XIV Camino de Pedrafita y As Nogais, poco después Al poco rato empezó a llover y Rojas no tardó en volver en sí. Al principio no fue capaz derecordar dónde se encontraba ni qué hacía en aquel lugar, pero, poco a poco, fue recobrando laplena conciencia. La cabeza, eso sí, le dolía mucho a causa del golpe y el resto del cuerpo parecíaentumecido por la humedad. Se palpó la herida que se había hecho en la frente y comprobó que nosangraba. Tras recuperar su bordón, se incorporó con gran esfuerzo y observó que se encontrabaen la ladera de un pequeño barranco cubierto de árboles y arbustos. Aunque desde allí no podíavislumbrarse nada, debido a la vegetación, le pareció oír el ruido de un arroyo caudaloso en lomás profundo. Fue entonces cuando se acordó de Elías. Al ver que no daba muestras de andarcerca, comenzó a llamarlo a gritos. Por fortuna, ya había cesado de orvallar.

El pesquisidor descendió con cautela hasta llegar al agua, que discurría por un lecho depiedras. En un punto, había varias que sobresalían y formaban una especie de puente natural.Saltando de una a otra, logró cruzar al lado opuesto. Después de ir arroyo abajo durante un brevetrecho, encontró una pequeña cueva, formada por el saliente de una gran roca. En el suelo,descubrió que alguien había escrito una E con grandes trazos en la tierra húmeda, lo que parecíaindicar que el clérigo había pasado por allí.

—¡Elías! —gritó de forma repetida, cada vez en una dirección.Desesperado, examinó las posibles opciones y decidió salir del barranco por ese lado del río,

pues la pendiente era más suave. Mientras ascendía, volvió a llamar a su amigo, hasta que creyóoír algo. Al principio pensó que se trataba del eco de su propia voz, pero enseguida se dio cuentade que era su nombre el que alguien gritaba, aguas abajo.

—¡Estoy aquí! —indicó con tono jubiloso, al tiempo que volvía a descender hacia el agua.—¡Allá voy! ¡Esperadme! —le anunció Elías desde lo profundo del barranco con gran alegría.Al final se reunieron a media ladera. Estaban tan fatigados y contentos que no les salían las

palabras. Así que se abrazaron, con tal entusiasmo que a punto estuvieron de caer rodando los dospor la pendiente.

—¿Estáis bien? —preguntó Elías con lágrimas en los ojos.—Un poco magullado. Pero feliz de volver a veros. ¿Y vos? ¿Habéis tenido algún accidente?

—inquirió Rojas, con los suyos arrasados.—Nada grave. Caí rodando hasta dar con mis huesos en el arroyo. Por eso dejasteis de verme.

Luego salí de allí a rastras, hasta dar con una cueva. En el suelo os escribí una E, por si pasabaispor allí.

—La acabo de hallar. Por eso imaginaba que andaríais cerca.—Aún estoy algo dolorido y empapado. Pero también contento de rencontraros —indicó Elías.—Dios mío, creí que ya no lo contaba.—Y yo que os había perdido.

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—Os llamé.—Pues no os oí; debió de ser cuando estaba en el arroyo. Yo también os grité —aseguró el

clérigo.—Para entonces, seguramente había perdido el sentido, después de darme un golpe en la cabeza

contra un árbol.—¿Y estáis bien? Tenéis la cara llena de sangre.—No es nada. Lo importante es que estamos vivos y enteros.—Dejadme que al menos os lave la herida que tenéis en la frente —le rogó Elías, preocupado.Con cuidado bajaron, una vez más, hasta el arroyo, y allí el clérigo le limpió el semblante con

un paño que sacó de la escarcela.—Creo que no es profunda —le dijo, con el lienzo ensangrentado en la mano.—Parecéis la Verónica —bromeó Rojas.—Y vos un eccehomo —lo secundó el clérigo, entre risas.Una vez repuestos de tan emotivo rencuentro, ascendieron de nuevo por la pendiente hasta

llegar al camino, al otro lado del barranco, donde Rojas no tardó en descubrir las pisadas deLudwig sobre el barro, en dirección a Pedrafita.

—¡Aquí las tenéis! —exclamó, con aire triunfal—. Por un momento, pensé que la lluvia lashabría borrado. Pero parece que son recientes. A juzgar por ellas, yo diría que cojea un poco.¿Veis cómo arrastra ligeramente el pie derecho y cómo ahora el bordón se hunde más en el barro?Eso es que tiene que apoyarse con más fuerza en él —le comentó a Elías, señalando las marcas—.Me imagino que nuestro amigo también habrá sufrido algún percance, lo que le habrá impedido irmás deprisa.

—Dejaos ya de huellas —se impacientó el clérigo—. Debemos regresar al hospital de losIngleses, para que os curen esa herida y nos den algo de comer. Y luego es menester descansar unpoco.

—Ya tendremos tiempo de reposar —replicó el pesquisidor—. Ahora lo urgente es perseguir aese dichoso alemán y saber qué es lo que ha pasado.

—¿Es que no lo comprendéis? Hemos estado a punto de rompernos la cabeza y hasta de perderla vida. Necesitamos reponer fuerzas. Si no lo hacemos, desfalleceremos por el camino y de nadahabrán valido entonces nuestros desvelos. En cambio, si descansamos, podremos hacernos luegocon unos caballos e iniciar la persecución en mejores condiciones que nuestro adversario —argumentó el clérigo.

Ajeno a lo que su amigo le decía, Rojas comenzó a escrutar el horizonte a través de la lluvia.Desde donde se hallaban, se veía cómo el sendero zigzagueaba en torno a una loma hasta alcanzarla cima.

—Mirad. Juraría que es él, Ludwig. Allá, en aquel recodo. ¿Lo veis?Era como un punto de color pardo desvaído que se iba desplazando a duras penas por la ladera.

A esa distancia no era fácil distinguir si era el alemán o cualquier otro, pero Rojas parecía muyconvencido.

—Si nos damos prisa, podremos alcanzarlo pronto y así conoceremos la verdad.—No creo que lo consigamos, dado el estado de vuestros pies.—Por eso no os preocupéis, que ya me arreglaré yo —replicó Rojas.—Está bien. Ganáis vos —concedió Elías—. Pero sabed que no me hago responsable de lo que

os suceda.Sin más dilaciones, Rojas comenzó a andar raudo, impulsándose con la ayuda del bordón, que

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en verdad parecía un tercer pie.—Aquello que se ve a la izquierda, allá a lo lejos, es la subida a O Cebreiro —le informó

Elías, tratando de no perder el paso marcado por su amigo.Se trataba de una montaña mucho más alta y escarpada que la que ellos estaban ascendiendo,

con la ladera totalmente cubierta de árboles, lo que le daba un color verde oscuro.—Es hermoso, sí —concedió Rojas, sin prestarle demasiada atención.—Ya veo que no me hacéis ningún caso. Lo único que ahora os interesa es el dichoso peregrino

alemán, que, por lo que veo, es un gran andariego, pues no hay quien lo pille. ¿No decíais quecojeaba?

—Con cojera o sin ella, Ludwig no descansa ni pierde el tiempo y el aliento hablando, comovos —indicó Rojas—. Así que más vale que apretemos el paso si no queremos perderlo.

Y eso fue lo que hicieron, aunque avanzaran a duras penas. A pesar de ello, llegó un momentoen que dejaron de ver al alemán, tal vez porque había pasado al otro lado del monte.

—Es una pena —exclamó Rojas—. En una persecución es muy importante tener a la vista alrival.

—¿Y ello por qué?—Porque uno se esfuerza más cuando puede vislumbrar su objetivo en el horizonte —sentenció

Rojas.Al llegar a Pedrafita, preguntaron a un campesino que estaba sentado a la puerta de su casa si

había pasado por allí un peregrino de gran estatura y con aspecto de extranjero.—Ya lo creo que sí. Me pareció que iba herido, pues le costaba un poco caminar. Le ofrecí algo

de comer, pero no quiso detenerse o tal vez no me entendiera —explicó el campesino,encogiéndose de hombros.

Después de darle las gracias al labriego, Rojas y Elías siguieron adelante. Y así estuvierondurante más de una hora, hasta que de pronto las huellas desaparecieron del camino.

—¡No me lo puedo creer! ¡Otra vez, no! —se lamentó el pesquisidor, agitando los puños de talforma que parecía que lo llevaban los demonios.

Estaban en lo alto de un monte, donde el sendero era más o menos llano y todo parecía enorden. Pero el pesquisidor no paró de buscar hasta que descubrió que, justo allí donde se perdíael rastro del peregrino, al borde mismo del barranco, había varias ramas y arbustos arrancados oaplastados, como si alguien hubiera dado un mal paso y hubiera caído rodando. Rojas se asomó alprecipicio y vio que en el fondo había un valle profundo por el que circulaba un río sinuoso.Sobre un pequeño montículo, poblado de árboles y rodeado por un meandro, había una torre deforma cuadrada, algo ruinosa y cubierta de hiedra, que vista de lejos casi se confundía con elpaisaje, debido al color de la piedra. Rojas miró a su alrededor, pero no logró descubrir nada.Así que le hizo una señal a Elías y comenzaron a descender por el camino.

Solo cuando llegaron abajo, muy cerca ya de un pequeño puente que conducía a la torre, se hizovisible el cadáver del peregrino alemán. Rojas se agachó junto a él para examinarlo. Estababocabajo y, en este caso, no había puñaladas, tan solo golpes y heridas y raspaduras por todo elcuerpo, también en la cabeza, y seguramente tendría varios huesos rotos. En los alrededores, porotra parte, no había ninguna huella ni ninguna clase de signo.

—¡Ahora que estábamos a punto de atraparlo! —exclamó Rojas.—Ha debido de ser un accidente. Lo más probable es que, en su precipitada huida, haya

tropezado y se haya caído desde lo alto hasta llegar aquí —propuso Elías.—Es posible, pero de momento es difícil saberlo con certeza —puntualizó el pesquisidor.

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En la escarcela, encontraron varios documentos que confirmaban que se trataba de Ludwig, asícomo algunas cartas en su lengua. Asimismo, hallaron un ejemplar de la guía de Hermann Künig,muy manoseado y lleno de notas escritas al margen, que tampoco pudieron leer, pues estaban enalemán, y, por último, un cuchillo muy afilado de tamaño regular.

—¿Y si el puñal que encontramos no fuera de Ludwig? —se preguntó Rojas en voz alta.—¿Estáis insinuando que era de Alonso?—Es posible.Tras incorporarse, el pesquisidor le echó un vistazo a la torre. A juzgar por los restos que había

en su entorno, era lo que quedaba de una antigua fortaleza: una especie de atalaya desde la que sepodía vigilar y proteger el Camino y la entrada en Galicia por ese lado. El pesquisidor se adentróen ella. Junto a la puerta se veían las cenizas de un fuego reciente. Unas escaleras de piedraconducían hasta la parte superior. Desde arriba se dominaba todo el valle y una buena parte delsendero que lo atravesaba. En un extremo, creyó distinguir a alguien que se dirigía a toda prisahacia el noroeste a través de la lluvia. Pero enseguida desapareció de su vista, lo que le hizodudar de su primera impresión. Por el lado opuesto, en el camino, apareció de pronto un carrotirado por una pareja de bueyes. Sentado en el pescante, iba un hombre con un sombrero de paja,ajeno a todo.

Rojas bajó de la torre y regresó al lugar en el que lo aguardaba Elías.—¿Habéis visto algo? —le preguntó este.—Pienso que a alguien que caminaba muy ligero en esa dirección —le informó el pesquisidor,

señalando hacia el noroeste—, pero no estoy seguro. Me ha parecido también que en la torre hanencendido una fogata no hace mucho. Supongo que sería un vigilante o puede que un peregrino serefugiara en ella para descansar o protegerse del agua.

—¿Y nosotros qué vamos a hacer ahora?—Llevar a enterrar al fallecido al pueblo más cercano.—Pero ¿cómo lo trasladaremos? Yo apenas puedo ya con el bordón y vos, no digamos —objetó

el clérigo.—Ese buen hombre nos ayudará —anunció Rojas, señalando hacia el sendero.El campesino había parado el carro y miraba hacia ellos sorprendido, perplejo y receloso, tal

vez porque había descubierto ya el cadáver del alemán cerca del río.—Muy buenos días —lo saludó Rojas con cortesía—. ¿Podéis decirnos dónde nos

encontramos?—Y vuesas mercedes, ¿qué hacen ahí? —soltó el hombre con suspicacia.—He preguntado yo primero —replicó Rojas, al que no le gustaba que le respondieran con una

pregunta.—Esa es la torre de Doncos o fortaleza de Santo Agostiño, y ese es el río Navia —informó el

campesino—. Estamos a menos de una legua de As Nogais, siguiendo por este camino real, que estambién ruta de peregrinos. Allá podrán vuesas mercedes encontrar posada o lo que sea que andenbuscando.

—Nosotros acabamos de descubrir a este peregrino muerto y nos gustaría enterrarlocristianamente —le explicó Rojas con naturalidad—. ¿Podéis ayudarnos a llevarlo hasta elpueblo?

—¡¿A qué?! —preguntó el hombre, haciéndose el sordo, mientras arreaba a los bueyes para queecharan a andar.

—Un momento, por favor, no os vayáis. No queremos causaros problemas ni haceros daño. Tan

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solo pretendemos trasladarlo en el carro hasta As Nogais. Supongo que vais hacia allí.—Hacia allí voy, sí —confirmó el hombre, después de detener el carro—. Pero ¿quién me dice

que no han sido vuesas mercedes las personas que lo han asesinado? Se cuenta por ahí que enestos días andan matando peregrinos.

—Así es. Pero, como podréis ver, este ha muerto de manera accidental —intervino el clérigo—. Creemos que ha dado un mal paso y se ha precipitado desde allá arriba.

—Parece raro —señaló el campesino con desconfianza.—Comprendo vuestras reticencias, pero entended también vos que, si nosotros fuéramos los

asesinos de este hombre, no pediríamos ayuda para enterrarlo y hace rato que nos habríamos ido—argumentó Rojas.

—En eso tiene razón vuesa merced —concedió el hombre, persuadido por las palabras deRojas.

Para terminar de convencerlo, Elías le confesó que era clérigo y Rojas, el pesquisidorencargado de investigar los asesinatos de peregrinos, sin entrar en más detalles. Él les dijo queera labrador y se llamaba Ismael Santín, para servirlos.

Entre los tres subieron el cadáver del alemán al carro. Como no tenían nada para taparlo, lecubrieron la cabeza con su propia esclavina. Rojas y Elías se sentaron junto a Ismael en elpescante. Por el camino, este les ofreció pan, queso, vino y unas manzanas para que saciaran elhambre, mientras él les daba cuenta de una leyenda relacionada con la torre de Doncos, por la queRojas se había interesado.

—Esto ocurrió en tiempo de los moros. Una mañana varios infieles atacaron a una pareja deperegrinos que se dirigía a Santiago. Atraído por la belleza de la mujer, uno de ellos la subió a sucabalgadura con la intención de raptarla. Al ver lo que sucedía, el caballero de la torre encargadode proteger el camino salió en su persecución. A punto estaba ya de alcanzarlo, cuando el infielsacó su alfanje y le cortó la cabeza a la pobre cristiana, con el fin de que nadie más pudieradisfrutar de su belleza. Esto hizo que la grupa de su caballo blanco se tiñera completamente derojo, a causa de la sangre derramada. Desde entonces, la fortaleza es conocida también con elnombre de la Grupa, en recuerdo de aquel triste suceso.

Luego el campesino les comentó que venía de Herrerías de Valcarce, y que allí le habíancontado que había aparecido muerto un peregrino cerca del hospital y que los sospechosos dehaberlo asesinado eran otros tres que habían llegado esa misma tarde. Por lo visto, todospensaban que los criminales habían escapado hacia O Cebreiro, donde en ese momento losestaban buscando, pero que ya veía él que no era así.

Elías le reveló que el que había matado al peregrino había sido el hombre cuyo cadáverllevaban a enterrar y que ellos, al enterarse, habían salido en su persecución. Pero que este, en suhuida, se había despeñado.

—Menudo enredo —se limitó a comentar el hombre con aire taciturno.—No lo sabéis bien —concluyó Rojas.

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XV As Nogais, un poco más tarde Los viajeros no tardaron mucho en recalar en As Nogais. Rodeado de montañas y situado en lacuenca del río Navia, en una comarca llamada Os Ancares, era un lugar hermoso y apacible ylleno de verdor. En las calles, los vecinos se paraban y se persignaban con respeto al ver pasar elcadáver del peregrino.

—Aunque no lo parezca, aquí la vida es dura y difícil —apuntó el hombre—, pero mis paisanosson gente generosa y hospitalaria, como pronto podrán comprobar vuesas mercedes.

Después detuvo el carro frente a la iglesia, donde estaba el cementerio. Enseguida se reunieronvarios vecinos y Rojas les pidió que fueran en busca del alcalde mayor. Al rato apareció este algoagitado. Tendría más o menos la misma edad que Rojas y parecía un hombre avispado y conmundo.

—Me llamo Manuel Núñez. ¿Quién me busca? He oído que traéis un cadáver —preguntó.Después de presentarse, Rojas le contó que se trataba de un peregrino alemán y que lo habían

encontrado muerto cerca de la torre de Doncos. El alcalde mayor quiso saber de quién se trataba ycómo había sido la cosa. Rojas le habló de las recientes muertes de peregrinos a lo largo delCamino Francés y le explicó lo que había ocurrido desde su salida de Villafranca: las sospechasde Alonso, la llegada a Herrerías de Valcarce, la huida de Ludwig, el asesinato del primero, lapersecución del segundo y su muerte aparentemente accidental.

—¿Y qué garantías tengo yo de que lo que me habéis contado es verdad? —preguntó el alcaldemayor tras una pausa para reflexionar.

—Mi compañero y yo estamos aquí para hacer las pesquisas de los mencionados crímenes porencargo de una persona muy autorizada; de momento, no podemos contaros nada más —le informóRojas.

—¿Podríais al menos identificaros? —pidió el alcalde mayor.Rojas le indicó sus nombres y sus respectivos cargos y oficios. También le contó que había sido

alcalde mayor de Talavera de la Reina.—Con eso es suficiente. Perdonad mi desconfianza —se disculpó Manuel, ya más tranquilo—,

pero es que al veros con ese aspecto y tan llenos de barro…—La verdad es que ha sido una persecución muy agitada, en la que, además, hemos sufrido

algún que otro tropiezo —reconoció Rojas.—Entonces, ¿estáis seguro de que el peregrino muerto es alemán?—Eso es lo que nos contó el tal Alonso y lo que sugieren sus papeles.—Bueno, no sé si sabéis que muchos de los peregrinos que pasan por aquí son de esa

procedencia; entre otras cosas, gracias a la guía del Camino que publicó hace treinta años unmonje servita llamado Hermann Künig, al que aquí con cariño llamamos Germán —les indicóManuel.

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—Estamos enterados; de hecho, el difunto viajaba con ella casi de la mano. Y ahora, si no osimporta, deberíamos proceder a su entierro.

—Llevémoslo a la iglesia, para amortajarlo como es debido. Casualmente…—¡Un momento! —gritó alguien a sus espaldas.Rojas y Elías giraron la cabeza y vieron dirigirse hacia ellos a un hombre de unos setenta años,

de estatura mediana y muy delgado, con grandes entradas, la barba blanca y muy crecida y la narizrecta. Iba vestido con una saya larga y algo raída, y una de sus manos sarmentosas portaba unbordón, al tiempo que con la otra no paraba de hacer gestos admonitorios. Parecía un eremita deldesierto o, más bien, un profeta que hubiera salido de entre las páginas de la Biblia.

—Hace un momento hemos hablado de vos y estaba a punto de mandar a buscaros —lecomunicó Manuel.

—Pues aquí estoy —anunció el hombre, jadeando.—¿Acaso vos sois Hermann Künig? —quiso confirmar Elías.—Así es; y, con vuestro permiso, me gustaría ver la cara de ese peregrino antes de que lo

encerréis para siempre en un humilde ataúd —pidió él con un fuerte acento alemán.Tras las presentaciones, Rojas retiró la esclavina y dejó al descubierto la cabeza del difunto

peregrino.—Mein Gott! —exclamó Künig—. ¡Es él, es él!Luego se quedó un rato contemplándolo, con el rostro descompuesto y los ojos llenos de

lágrimas.—¿Lo conocíais?—Pues claro que sí. Era…, es mi amigo Ludwig —aseguró el monje alemán—. Decidme,

¿cómo murió?Mientras el alcalde mayor daba las instrucciones oportunas para que se preparara el entierro

del peregrino, Künig, Elías y Rojas se sentaron en una especie de poyo que había en el atrio de laiglesia, para poder conversar más tranquilos. El pesquisidor le habló al monje servita de losasesinatos que estaban teniendo lugar en el Camino de Santiago y de las pesquisas realizadas.Entre él y Elías le contaron todo lo relacionado con Marcela y con las otras víctimas. HermannKünig, por su parte, escuchaba con suma atención y creciente asombro el relato, con las manosapoyadas en su bordón. De cuando en cuando, interrumpía para hacer una pregunta o pedir algunaaclaración, cada vez más interesado en el asunto.

Rojas le reveló con más detalle lo que les había dicho Alonso sobre Ludwig y sus sospechas deque él pudiera ser el autor de los asesinatos.

—Das macht keinen Sinn! ¡Eso no tiene sentido! —rechazó Künig con gran vehemencia—.Todo lo que me habéis referido es en verdad muy trágico —comentó, conmovido—, pero miamigo no puede ser el responsable.

—Os aseguro que yo estoy tan perplejo como vos —reconoció Rojas.—¿Por qué iba a matar él a todos esos peregrinos?—¿Porque era un seguidor de Lutero y, por lo tanto, un enemigo de la peregrinación a Santiago?

—dejó caer Elías.—Nein, nein. No puede ser —rechazó el monje servita—. Ludwig aborrecía a Lutero y todavía

más sus ideas. Si aceptó abandonar su convento y venir aquí en peregrinación, era precisamenteporque no quería saber nada de ese insensato ni de sus absurdas tesis y proclamas. Él era unmonje servita, como yo, y muy devoto de Santiago.

—¿Y por qué no viajaba con el hábito de su orden?

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—Porque, al igual que vos, quería parecer un peregrino más —aseguró Hermann Künig.Por último, Rojas le dio cuenta con objetividad de lo sucedido en Herrerías de Valcarce, la

posterior persecución de Ludwig y la muerte de este. Cuando acabó, Künig se quedó pensativodurante un buen rato, haciendo girar su bordón. Se le veía muy concentrado, como si estuvieratratando de encontrar una explicación lógica de los hechos y, sobre todo, una versión diferente a laque esos dos extraños le habían dado sobre lo sucedido a su amigo.

—Y bien, ¿qué tenéis que decir? —inquirió el pesquisidor.—Conste que yo no dudo de que lo que me habéis contado sea cierto. Tan solo digo que, si es

verdad que mi amigo mató a ese tal Alonso, tuvo que ser por alguna buena razón. Vos mismo mehabéis dicho que este no hacía más que enredaros y dirigir vuestras sospechas hacia el pobreLudwig, vinculándolo nada menos que con Lutero, al que yo sé que detestaba; de lo que, en miopinión, se deduce que vuestro confidente no obraba de buena fe.

—Pero entonces, ¿cómo ocurrieron los hechos, según vos?—Supongo que Ludwig se sentiría perseguido o amenazado, desde hace días, por ese peregrino

o al menos sospecharía algo de él y, poco antes de que amaneciera, trató de huir del hospital delos Ingleses. Pero el otro debió de darse cuenta, ya que ocurrió durante su turno de vigilancia, ysalió detrás —conjeturó el monje.

—Pero ¿por qué golpeó en la cabeza a Elías?—Lo más probable es que vuestro amigo se despertara en ese momento, tras oír algún ruido, y

Alonso se lo quitara de encima dejándolo inconsciente. Una vez fuera, atacaría a mi amigo por laespalda y este se defendería, hasta que, sin querer, acabó con su agresor y logró escapar. Y es quemi amigo era un buen cristiano y un siervo de María, pero no era muy dado a poner la otra mejillani a dejarse avasallar; sabía protegerse muy bien y eso fue lo que debió de hacer al verse atacadopor su agresor, ya que debía de estar convencido de que este lo quería matar —añadió Künig.

—Pero ¿por qué razón? —insistió Rojas.—De eso hablaremos luego. Antes sigamos con la interpretación de los hechos, tal y como yo

los veo, a partir de lo que vos mismo me habéis contado. Cuando la madrugada pasada osdespertasteis y comprobasteis que ni Alonso ni Ludwig estaban en su lecho, disteis por sentadoque el primero había salido en persecución del segundo, lo cual era cierto, pero por motivoscontrarios a los que imaginabais. Luego, al descubrir el cadáver de Alonso, enseguida pensasteisque Ludwig lo había matado para que el otro no pudiera detenerlo. Así que fuisteis en su buscapor la ruta de Pedrafita, hasta que encontrasteis su cuerpo inerte. Y, como todo parecía indicar queél era el asesino, no os quedó más remedio que concluir que su muerte había sido accidental, cosaharto difícil, en mi opinión, pues se trataba de una persona muy acostumbrada a trepar montañas yexplorar barrancos.

—Entonces, ¿qué pasó?—Según yo lo veo, lo más probable es que lo matara un cómplice de Alonso, ya que, como vos

mismo habéis dicho, son varios los asesinos; tal vez aquel individuo que, al parecer, creisteis vera lo lejos desde la torre de Doncos, que, tras aguardar pacientemente su llegada, porque así debíade tenerlo acordado con Alonso, lo atacó por sorpresa y lo hizo caer hasta el fondo del valle —conjeturó el monje servita.

—¿Y por qué no lo mató siguiendo la pauta ni dejó su firma junto al cadáver? —inquirió Rojas.—Imagino que porque no tuvo tiempo, dado que vos y vuestro compañero ibais pisándole los

talones a Ludwig; o más bien porque quería que vuestras sospechas siguieran recayendo sobre miamigo, con lo que la víctima se convertiría definitivamente en verdugo, menuda ironía, y la autoría

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de los crímenes quedaría resuelta, al menos por el momento —señaló el monje servita.—Lo que decís resulta razonable, sobre todo a la luz de las nuevas informaciones que nos

habéis brindado —reconoció Rojas—, y ello viene a resolver algunas dudas que yo mismo tenía.Pero…

—Dejadme que os informe de que, por desgracia, la cosa no termina ahí —prosiguió Germán.—¿Qué queréis decir? —preguntó Rojas.—Que mucho me temo que ahora me toca a mí —proclamó el monje muy solemne.—Sigo sin entenderos.—Que yo seré la próxima víctima —aclaró Künig.—¡¿Y por qué razón?! —exclamó Rojas, sorprendido.—Por la misma por la que han matado a Ludwig.—¿Y nos la vais a revelar por fin?—Por supuesto. Pero antes debo poneros en antecedentes.—Adelante, ¿a qué esperáis?—La primera vez que viajé a España fue en 1488, acompañando a fray Girolamo Fuschi,

canciller de la Orden de los Siervos de María y vicario general para los reinos de Aragón yCastilla. Vinimos con la misión de recorrer diferentes lugares e intentar llevar a cabo fundacionesconventuales de nuestra Orden en algunos de ellos, para lo que contábamos con una bula del papa.Fue entonces cuando hice mi primera peregrinación a Santiago. Teníais que haberme visto enaquella época. Estaba tan deslumbrado con todo lo que observaba a mi alrededor que, en vez decaminar, parecía que levitaba. A veces era como si estuviera ante una revelación, ante unaepifanía. Así que convencí a fray Girolamo de que el Camino Francés podía ser la mejor vía depenetración y expansión de nuestros proyectos en estos territorios. Con este fin hicimos variasperegrinaciones y emprendimos la fundación de varios conventos y hospitales. Pero enseguida nosencontramos con la rivalidad de otras órdenes religiosas, vinculadas desde hacía tiempo alCamino, y los intereses de algunos poderosos, que se enfrentaron con fuerza a nuestraspretensiones. Si queríamos contrarrestar esa oposición, teníamos que conseguir que nuestrosmonjes peregrinaran desde lo más profundo de Europa hasta Santiago de Compostela, para luegoingresar en los conventos que ya teníamos establecidos en diferentes sitios de la ruta jacobea eintentar fundar otros nuevos, pues estábamos convencidos de que, una vez instalados, iba a sermuy difícil que nos echaran. Así que se me ocurrió la idea de escribir y entregar a la imprenta unaguía de peregrinos que diera cuenta de toda mi experiencia y conocimiento de la ruta jacobea, conel fin de facilitarles el viaje a mis compatriotas y especialmente a mis hermanos. Y fue tal el éxitoque enseguida aparecieron nuevas impresiones en diferentes ciudades: Estrasburgo, Núremberg,Leipzig…, y habrían visto la luz algunas más si no hubiera sido por las prédicas de Lutero, que,como ya sabéis, se ha declarado enemigo mortal de las indulgencias y las peregrinaciones, lo quea su vez ha provocado que muchos monjes de mi Orden quieran huir de allí para venir a España—explicó el monje.

—Y ahí es donde entra, por fin, en escena vuestro amigo Ludwig, ¿no es cierto? —apuntó Rojascon impaciencia.

—Así es. Hace unos meses le escribí rogándole que viniera a ayudarme a fundar un convento enel antiguo monasterio de Santa María de Penamaior, a unas pocas leguas de aquí y muy cerca de laruta jacobea. El convento, que también tiene un hospital en San Juan de Furco y una enfermeríapara peregrinos, lleva años en declive y en él quedan apenas cuatro frailes, que ni saben ya a quéorden pertenecen, pues el lugar ha cambiado varias veces de adscripción. Mi intención es que

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recupere el esplendor de antaño, para que vuelvan a visitarlo los peregrinos, ya que la otrafinalidad de este proyecto es devolver a esta antigua vía en la que ahora nos encontramos laimportancia que tuvo en el pasado, cuando era la más habitual para ir a Santiago, el verdaderoCamino Francés para entrar en Galicia, sobre todo en otoño e invierno. Por eso mandé llamar a miamigo Ludwig y mucho me temo que por eso lo han matado y ahora van a intentar hacer lo propioconmigo. No me preguntéis quiénes, porque en verdad no lo sé, ya que son muchos los enemigosde mis propósitos; de lo que sí estoy seguro es de que han sido enviados por gente poderosa y muyinteresada en que las cosas no cambien y sigan como están por aquí.

—Todo eso está muy bien, pero olvidáis que la muerte de vuestro amigo forma parte de unaserie de crímenes —objetó Rojas.

—Tal y como yo lo veo, es posible que los otros asesinatos nada tengan que ver con este y quetodo lo referido a Ludwig no haya sido más que un enredo de ese tal Alonso y su colaborador —conjeturó el monje—. Si es así, lo más probable es que los criminales que andáis buscando matenesta noche en Triacastela o en Sarria, mientras que el cómplice de Alonso intentará acabarconmigo allá donde me encuentre.

—Yo, sin embargo, creo que vuestro amigo sí que encaja en la pauta seguida por los asesinos ala hora de elegir a sus víctimas —razonó Rojas—, ya que, para ellos, debía de tratarse de un «malperegrino», no porque lo consideraran luterano, pues ya sabemos que no lo era, sino,precisamente, por los motivos que vos mismo habéis expuesto. De modo que, en mi opinión,debemos incluirlo en el caso, como ocurrió con el peregrino que mataron en Bembibre; lo quesignifica que el próximo homicidio se cometerá mañana en esta ruta y no en la que vos decís, perola víctima a buen seguro no seréis vos.

Tras las palabras del pesquisidor, se hizo un silencio expectante y reflexivo, que enseguida fueroto por el clérigo, que llevaba un rato removiéndose en su asiento:

—Mi querido Germán, os he escuchado con respeto y paciencia porque creo que sois un buenhombre y que vuestras intenciones también lo son. Además, soy consciente de que acabáis deenteraros de la muerte de vuestro amigo y vos mismo podríais encontraros en peligro, si es queestáis en lo cierto, que no lo creo. Estoy, por otra parte, de acuerdo con algunas de vuestrasapreciaciones. Pero lo que no puedo pasar por alto, bajo ningún concepto, es que digáis que estees el verdadero Camino Francés, en detrimento del que pasa por O Cebreiro, que no solo es mipueblo, sino también mi apellido y mi vida.

Cuando Rojas escuchó tales palabras, se echó las manos a la cabeza, temiéndose lo peor.Después le lanzó una mirada de preocupación al alcalde mayor, para avisarle de lo que se lesvenía encima.

—Que la ruta que atraviesa O Cebreiro forma parte también del Camino Francés es algo que nopuedo negar, lo reconozco —puntualizó el monje servita—; las dos vías compartieron en su día taldenominación, como lo demuestran muchos documentos y testimonios, por ser ambas variantes deun mismo camino. Pero esta es sin duda la ruta natural y la más llevadera; de ahí que en algunostextos la llamen camiño francés antigo. Recordad que por aquí pasaba ya la antigua vía romanaXIX del itinerario Antonino, que unía Astorga y Lugo con el asentamiento de Asseconia, donde hoyestá Santiago de Compostela, lo que explica que luego se convirtiera en camino real y, durante untiempo, en la principal ruta de peregrinación por tierras gallegas, seguida por buena parte de losromeros que hacían el Camino Francés. Lo que justifica el antiguo esplendor del monasterio deSanta María de Penamaior, ya que había sido creado para facilitar el paso de los peregrinos porestas tierras.

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—Reconozco que hubo un tiempo en que los reyes, especialmente Alfonso IX y Alfonso X,fueron muy generosos en privilegios y donaciones con Santa María de Penamaior —recordó Elías—. Pero estaréis conmigo en que las cosas cambiaron con la visita en 1486, justo después deapaciguar las tierras gallegas, de los Reyes Católicos al santuario de Santa María do Cebreiro ylas prebendas y donaciones que estos le concedieron para atender a los peregrinos que pasaranpor allí. Por otro lado, habréis de admitir que por aquí la ruta es más larga y con menos atractivos;de ahí que cada vez sea menos frecuentada, salvo por los alemanes que siguen vuestro libro.

—Os ruego que no exageréis. Tan solo son dos leguas más —puntualizó Künig, tratando demantener la tranquilidad—. La vuestra, sin embargo, es mucho más empinada, ardua y peligrosa.En cuanto a atractivos, no sé qué deciros, pues si es verdad que vos tenéis el famoso prodigio delcáliz sagrado y la imagen de Santa María, nosotros poseemos el lignum crucis y la Virgen de lasAbarcas, a la que, como sabréis, se le atribuyen muchos milagros.

—Teníais, querréis decir, pues hace ya tiempo que la imagen de la Virgen desapareció delconvento —puntualizó el clérigo.

—Que nos la robaron, diréis más bien —corrigió Künig.—O que huyó por sus propios medios, para acogerse en un templo mejor, y ese sería, qué duda

cabe, su principal milagro —señaló Elías, con cierta sorna—. En cuanto al trozo de la cruz deCristo, perdonadme que os recuerde que es falso.

—Eso está por demostrar —se revolvió el monje servita—. Lo que sí está más quecomprobado, aunque algunos se resistan a aceptarlo, es que el cáliz del milagro de O Cebreironada tiene que ver con el Santo Grial.

—¡Eso es una blasfemia! —gritó el clérigo con gran vehemencia.—Y lo que vos decís, ¡un sacrilegio! —replicó Künig, indignado.Al ver el rumbo que estaba tomando la discusión, tuvo que intervenir el alcalde mayor para

pedirles que se moderaran y dieran ejemplo de cortesía y buenas maneras, y más en un momentocomo ese. Rojas, por su parte, contemplaba la escena fascinado, pues era consciente de que porfin el clérigo había encontrado un rival a su altura, alguien tan exaltado, tan terco y tan eruditocomo él.

—Perdonadme si os he ofendido; no era esa mi intención —se disculpó el clérigo con el monje.—La mía tampoco; así que, de corazón, os pido también perdón —se excusó, a su vez, este.—Permitidme, no obstante, que os recuerde, para terminar —insistió Elías—, que el Liber

Sancti Jacobi, que, hasta que apareció la vuestra, fue la única guía de peregrinos conocida, lodeja bien claro cuando indica que una de las trece etapas a caballo del Camino Francés, la que vade Villafranca a Triacastela, pasa por O Cebreiro, si bien reconoce que es un duro y penosoacceso.

—Y tan duro y penoso, como que cerca de La Faba hay enterrados muchos romeros alemanes,como bien cuento yo en mi guía y nos recuerda una célebre canción de peregrinos, víctimas deesas terribles condiciones, atacados por los lobos o sepultados por la nieve —puntualizó el monjeservita—. Por otra parte, debo recordaros que el Liber Sancti Jacobi, aparte de estar lleno deerrores y carencias, no es más que un libro de propaganda de la Orden de Cluny, que siempre fuerival de la del Císter, de la que, no por casualidad, dependía el monasterio de Santa María dePenamaior en calidad de abadía. Y a nadie se le escapa que el principal objetivo de loscluniacenses, cuando trazaron el Camino Francés, era incorporar el extremo occidental de Europaa la cristiandad e imponer una Iglesia más universal y, por lo tanto, dependiente de Roma,suprimiendo así ciertas peculiaridades de algunos pueblos y regiones, por considerarlas paganas y

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atrasadas. Y claro está, para conseguir este fin, era necesario mover una gran cantidad deperegrinos procedentes de toda Europa por la ruta que ellos habían decidido, llegando a amenazara los que proponían otras vías, aunque fueran más accesibles y transitables. Desde un principio, laperegrinación se convirtió, además, en una gran fuente de ingresos para los monjes, por lo queenseguida se crearon monasterios y hospitales donde más les convenía. Y esto hizo que los francosse establecieran a lo largo de todo el recorrido. De ahí que pueda hablarse de una especie deapropiación del Camino y del culto jacobeo por parte de Francia, con la figura de Carlomagno ala cabeza.

—Eso fue en otra época, no lo discuto, pero ya no es así —puntualizó el clérigo—. En todocaso, hay que recordar que el Camino Francés ha dado lugar también a la fundación de numerosaspoblaciones en nuestros reinos, que se han hecho grandes y notorias con el paso del tiempo,empezando por Santiago de Compostela, mientras que otras, ya existentes, se han vistoenriquecidas y acrecentadas. Son muchos, además, los españoles que viven del Camino, hasta elpunto de que numerosos labradores han podido abandonar las duras labores del campo paradedicarse a atender a los peregrinos, y hasta aldeas y pueblos enteros en algunas zonasmontañosas, lo que ha hecho que se vean exentos de pagar ciertos tributos a la Corona. Por nohablar de los santuarios y monasterios próximos a la ruta jacobea. ¿Qué habría sido de muchos deellos si no hubiera sido por la peregrinación a Santiago?

—Y eso está muy bien —reconoció el monje servita con humildad—. Pero las cosas cambian yhay otros lugares que también deberían beneficiarse y, en algunos casos, tratar de recuperar lapujanza y las prebendas que en su día tuvieron y luego les quitaron. Y para ello no es necesarioque nos peleemos ni que compitamos a muerte por los peregrinos, como suelen hacer losposaderos y mesoneros. De momento, hay romeros más que suficientes como para que puedanrepartirse entre estas dos vías del Camino Francés, y que cada uno elija la que quiera.

—¡Eso es absurdo! —rechazó Elías—. Si cada peregrino fuera por donde le viniera en gana,muchos se perderían y no habría manera de atenderlos a todos, pues no se puede construir unhospital en cada pueblo o aldea.

—Es que, en este caso, no haría falta construirlos —replicó Künig—. En As Nogais, porejemplo, hay albergues y posadas de sobra y también en otros lugares de esta variante del Camino,ya que, como os he dicho, hubo un tiempo en que por aquí pasaban muchos peregrinos. Pero ahorason muy pocos los que hacen esta ruta; por eso creo que debemos compartirlos.

—¿Y eso por qué? ¿Porque lo habéis decidido vos? En ese caso, debo comunicaros que elapóstol Santiago, la Virgen María y Dios Nuestro Señor quieren que el Camino Francés pase porO Cebreiro y por ahí seguirá pasando. Y conste que, si mantengo esto, es porque lo sé de buenatinta, pues soy archivero de la catedral compostelana. Así que asunto zanjado —sentenció Elías,muy serio.

—¿Veis a lo que me refería? —le dijo Künig a Rojas, con gesto de impotencia.Justo en ese momento, las campanas comenzaron a llamar a la misa por el alma de Ludwig

Meyer, natural de Leipzig, lo que ayudó a poner término a la discusión. Una vez en la iglesia,Künig no pudo contener la emoción. Con la mirada perdida y los ojos arrasados, apretaba confuerza el bordón para tratar de mitigar su pena. Tras el oficio, se dirigieron todos al cementerio.Mientras daban sepultura al difunto, Rojas les echó un vistazo a las lápidas y descubrió en ellasvarios apellidos alemanes, tales como Rieter, Limberg, Münzer, Von Harff y algunos otros, quecontrastaban con los apellidos gallegos: Novo, Ferro, Santín, Freijo, Chao…

Por insistencia del alcalde mayor, de allí se fueron a ver al médico del lugar, para que

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examinara y curara las heridas de Rojas y de Elías. Después se marcharon todos a cenar. Por elcamino, el alcalde mayor y el monje servita les explicaron a los forasteros que buena parte de lascasas del pueblo eran o habían sido posadas, albergues u hospitales, debido a los muchosperegrinos y viajeros que por allí solían pasar. Pero ahora la mayoría de esos lugares estabancerrados o abandonados. El mesón al que acudieron estaba muy concurrido, ya que era uno de lospocos que se habían salvado. Entre otras cosas, comieron empanada de carne, la mejor de lacomarca, según aseguró el alcalde mayor, y un queixo de la zona que también tenía gran fama, apesar de su aspecto humilde, lo que hizo las delicias de los invitados.

—¿Y qué? ¿Seguís pensando que los asesinos de Ludwig quieren mataros también a vos? —lepreguntó Rojas a Künig.

—Estoy convencido de ello —confirmó el monje—. Como ya os he dicho, quieren acabar conmi proyecto de traer monjes alemanes y de otros lugares, para revitalizar el monasterio de SantaMaría de Penamaior y el camino jacobeo que pasa por sus inmediaciones.

—¿Y no creéis que, si en verdad hubieran querido mataros, ya lo habrían intentado? —replicóel pesquisidor.

—Si los asesinos de Ludwig no han aparecido por aquí, es porque deben de pensar que estoy enel monasterio de Penamaior, que es donde paso la mayor parte del tiempo —arguyó Künig—. Asíque me imagino que, después de matar a mi amigo, habrán ido hacia allí, y mucho me temo que, sino me encuentran, torturarán a alguno de los frailes para que les diga dónde me hallo.

—Si yo estoy en lo cierto, no harán eso, dado que hasta la fecha los asesinos del Camino tansolo han matado romeros y vos ya no lo sois —arguyó Rojas.

—En eso os equivocáis —rechazó el monje—. Yo he sido durante más de treinta añosperegrino y, en cierto modo, lo sigo siendo, aunque ya apenas salga de mi retiro, pues es algo queimprime carácter y nunca se olvida. Y, como veis, no me despego del bordón, que es casi comouna prolongación de mi cuerpo. De modo que, con vuestro permiso, mañana iremos juntos almonasterio, para ver si tengo o no razón.

—Con tal de tenerla, sois capaz de dejaros matar —comentó el clérigo con mucha sorna.—Desde luego, habría preferido que me asesinaran a mí a que acabaran con Ludwig —

puntualizó el monje servita.—Sea como fuere, iremos con vos al monasterio —se comprometió el pesquisidor.—Y hacéis muy bien, pues, si los criminales no aparecen, al menos podréis conocer el lugar,

que bien merece la pena; y, si se dejan caer por allí, tal vez logréis detenerlos y averiguar quiénesestán detrás. Así vos podréis convenceros del todo —añadió Künig, dirigiéndose al clérigo— deque Ludwig no es un asesino, sino una víctima.

Elías quiso decir algo, pero al final optó por callar.

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XVI Camino de Santa María de Penamaior, al día siguiente A Rojas y Elías les costó mucho levantarse esa mañana, pues no habían conseguido recuperarse delas fatigas de la víspera. Aún no habían terminado de desayunar cuando apareció en la posadaHermann Künig vestido con el hábito de peregrino. El monje estaba impaciente por emprender elviaje y llegar al monasterio de Penamaior. Poco después se dejó caer por allí un hombre, tambiéncon saya, sombrero, escarcela y bordón, así como una especie de bolsa de piel de gran tamañoque llevaba a la espalda sujeta con varias correas. Era alto y delgado, con el pelo abundante ymuy rubio, la tez pálida, los ojos oscuros, la nariz en pico y la boca pequeña. Después depresentarse como Tomás Casares, les pidió permiso para viajar con ellos hasta el monasterio.Aunque su aspecto no les inspiraba demasiada confianza, los otros, como buenos cristianos, nofueron capaces de negarse.

Por último, acudió el alcalde mayor con una joven peregrina, a la que presentó como su sobrinaRosalía, novicia en un convento de Lugo. Era de estatura mediana, con el cuerpo bien torneado,hasta donde dejaba intuir el hábito, el rostro ovalado, los ojos vivos y castaños, la nariz pequeñay los labios carnosos. El pelo no se le veía, pues lo llevaba cubierto por la toca, pero, a juzgarpor un mechón rebelde que le asomaba por uno de los lados, debía de ser tirando a negro. Su tíoles rogó que dejaran que los acompañara hasta la ciudad, donde pensaba unirse a un grupo demonjas benedictinas para ir a Santiago, a lo que nadie se opuso.

—Pues, si ya estamos todos, será mejor que nos pongamos en marcha, no vaya a ser que venganmás romeros para unirse al grupo —propuso Elías.

El alcalde mayor les dio las gracias por todo y les pidió que lo tuvieran informado de lo quepasara en los próximos días. Tras despedirse, los viajeros salieron al camino, ufanos y contentos.Para ser un anciano, el monje servita se movía con gran ligereza, dando grandes zancadas con laayuda del bordón, que portaba como si fuese un báculo y él, el sumo sacerdote del grupo.

Cuando llevaban ya un buen rato caminando, una vez pasado el soto de castaños de Agüeira,comenzaron a atravesar el bosque de Os Grobos, sombrío, húmedo y poblado de castaños,avellanos y helechos, así como de enormes rocas modeladas por el agua y cubiertas de musgo.

—Hermoso lugar, ¿no os parece? —le preguntó el monje servita a Elías.—Los he visto mejores, la verdad —replicó este, empeñado en no dar su brazo a torcer.—Ya me imagino, pero tan pedregosos y empinados que no hay tiempo ni ganas de detenerse

para contemplar el agreste paisaje —replicó el monje con agudeza.—Decidme, ¿por qué os espantan tanto las altas montañas?—¿Lo decís por lo que escribí en mi guía?—Naturalmente.—Pero si no la habéis leído.—No hace falta; lo he deducido de lo que me han contado sobre ella.

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—Dejando aparte la cuestión de la rivalidad con O Cebreiro, es evidente que los caminos demontaña son poco aconsejables, ya que son mucho más fatigosos e inhóspitos, y, lo másimportante, suelen estar llenos de salteadores y bandidos —explicó el monje.

—Los ladrones están por todas partes —objetó el clérigo.—Lo sé. Algunos, incluso, se disfrazan de peregrinos. Pero habréis de reconocer que en la

montaña lo tienen más fácil, lo que hace que los peregrinos estén más expuestos y desamparados.Así que si puedo evitarlas…

—Yo, por el contrario, me crezco ante ellas; tal vez por eso nunca me ha pasado nada —comentó Elías.

—Me alegro mucho por vos.En ese momento se acercó a ellos Tomás Casares, con el rostro sudoroso, debido a la carga que

tenía que transportar. Así que el clérigo aprovechó para apartarse un poco y poder vigilarlo sinque se diera cuenta, pues seguía sin fiarse de su persona.

—¿He oído que andáis buscando nuevas reliquias para el monasterio? —le dijo el hombre almonje servita.

—Es posible. ¿Por qué lo preguntáis?—Porque yo os podría conseguir algunas.—¿De qué clase?—Lo que queráis: desde una pluma del arcángel San Miguel hasta un trozo del paño de la

Verónica o migas y otros restos de la última cena; y, por supuesto, huesos de santos, espinas de lacorona de Cristo, algún clavo o alguna astilla de la santa cruz… —enumeró Casares, como sifuera una letanía.

—De eso último ya tenemos —lo interrumpió el monje servita.—¿Y está acreditada o avalada por alguna autoridad de la Iglesia? —replicó Tomás Casares.—La trajo hace siglos un fraile, a la vuelta de una peregrinación a Jerusalén —le informó

Künig.—Eso no es suficiente —objetó Casares—; a pesar de su nombre, en Tierra Santa hay también

muchos embaucadores. Sabed, además, que yo la he visto. Recuerdo que se guarda en el interiorde una estauroteca o relicario de cristal y, si la memoria no me falla, es de madera de roble ocarballo, mientras que la cruz de Cristo era de olivo o ciprés, como todos los expertos saben.

—Eso es una pura especulación —rechazó el monje—. ¿Acaso vuestras reliquias tienencredenciales?

—Por supuesto que sí.—Entonces serán tan falsas como la propia mercancía, si no lo son más —argumentó el monje

con tono despectivo.—¿Por qué decís eso?—Porque no sois más que un vulgar chamarilero que comercia con supuestas reliquias. Debería

daros vergüenza.—Lo hago para ganarme el sustento durante la peregrinación, nada más —se justificó el

hombre.—Hay formas mucho más honradas de hacerlo. ¿Por qué, por ejemplo, no mendigáis, en lugar

de explotar la credulidad de la gente? Cuando yo era joven, fui limosnero en el monasterio deVacha, junto al río Werra, en Turingia; así que sé de lo que hablo.

—No necesito pordiosear —rechazó Casares, muy digno—. Todas las iglesias y conventossueñan con tener reliquias, y yo simplemente trato de darles gusto. Luego ellos las utilizan para

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atraer peregrinos y recibir donativos de personas que, a su vez, buscan algún beneficio espiritual.De modo que todos contentos y yo no hago daño a nadie.

—¿Es eso lo que pensáis? Deberíamos abandonaros en el camino para que os encuentren loscriminales —lo amenazó el monje—. A ver si, en semejante trance, vuestras falsas reliquias osprotegen.

—Está bien, no os molestaré más —declaró el hombre, muy compungido, haciéndose a un lado.—Andad y no volváis a ofrecerme nunca más vuestra infame mercancía —le soltó el monje.Al descubrir a Casares tan cariacontecido, Rojas se acercó para hablar con él, pues sentía

verdadero interés por su controvertido oficio. Por otra parte, se había fijado en que Elías lomiraba como si fuera uno de los asesinos, algo que, en su opinión, no era muy probable. Peronunca se sabía.

—Me ha parecido entender que sois vendedor de reliquias falsas.—Lo de falsas es una redundancia, pues en realidad todas lo son —puntualizó Casares en voz

baja, para que los otros no lo oyeran—; incluidas, por cierto, las del apóstol Santiago.—¿Qué queréis decir?Casares se detuvo y se acercó a Rojas, para susurrarle al oído:—No sé si sabéis que, desde hace unos años, circulan rumores de que fueron robadas por una

banda de facinerosos. Muchos esperaban que reaparecieran milagrosamente en algún sitio, comoToulouse o Toledo, donde siempre las han codiciado. Pero nunca más se supo de ellas, y en elsepulcro parece ser que no están. Se dice que, para sustituirlas, en él metieron unas que trajeronde Dios sabe dónde. De modo que, si las de Santiago son falsas, a pesar de su renombre,imaginaos las demás. En todo caso, yo pienso que sería mucho peor comerciar con reliquiasverdaderas, ¿no creéis?

—Visto así, hasta habría que daros las gracias por engañar a vuestros clientes, pues al menosno comerciáis con las auténticas, lo que sería un delito más grave —comentó Rojas con ironía.

—Lo cierto es que me siento honrado de desempeñar este noble oficio —confesó Casares muyserio—. Por experiencia, sé que la gente necesita concretar su fe en algo, ya sea una imagen sacrao una reliquia. Lo de menos es si esta es verdadera o si la figura está bien tallada y se parece aloriginal; la prueba está en que hay mil efigies distintas que representan a la Virgen, cada una consu nombre o advocación, y a nadie se le ocurre decir que son erróneas o falsas. Lo importante, endefinitiva, es que cada una de ellas cumpla bien su cometido. Y yo sé de muchas reliquiasfraudulentas que han obrado grandes milagros y han hecho que algunos infieles se conviertan anuestra fe —añadió con seriedad.

—¿Por eso hacéis la ruta jacobea?—Como bien sabréis, los peregrinos que se dirigen a Santiago no solo van a venerar al apóstol;

por el camino visitan otros muchos santuarios atraídos por las imágenes y las reliquias que enellos se conservan, y algunos hasta se desvían varias leguas de su ruta para ir a visitar algúntemplo en el que se guardan los huesos del santo al que desean reverenciar o pedirle algún favor,ya sea San Zoilo, San Lesmes, Santa Casilda o cualquier otro. Así que todos los lugares yparroquias próximos a la ruta jacobea se afanan por conseguir, al precio que sea, tales tesoros.Por eso he venido hasta aquí —confesó Casares.

—Pero, por lo visto, habéis dado con un hueso muy difícil de roer, si se me permite laexpresión, ¿no es así? —comentó el pesquisidor.

—Supongo que os referís a Hermann Künig. Su rechazo no me preocupa, la verdad, pues eso eslo que dice ahora en público, para disimular; seguro que, en privado, cuando vos y vuestros

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amigos ya no estéis, la cosa cambia —apuntó el comerciante.—¿Y de dónde sacáis las reliquias si se puede saber?—Yo mismo las fabrico —reveló Casares sin ningún escrúpulo ni remordimiento de conciencia

—. Las astillas de la cruz de Cristo, por ejemplo, proceden de vigas viejas de casas abandonadas,a las que añado algunas gotas de sangre de un animal para impresionar.

—¿Y nadie se extraña de que haya tantas astillas sagradas esparcidas por ahí desde hacesiglos?

—Alguien dijo que, si algún día se juntaran todos los fragmentos de la cruz de Cristo que hayrepartidos por el mundo, se podría hacer con ellos un arca aún más grande que la de Noé. Perotambién cabe ver esto como una especie de milagro del propio Jesús, que en su vida terrenalsiempre fue muy diestro en multiplicar cosas, como los panes y los peces, o en transformar el aguaen vino y el vino en sangre. En cuanto a los huesos de santos, los cojo de los osarios y luego losgolpeo o les hago mellas y agujeros, para que parezcan las huellas del martirio.

—Muy ingenioso —reconoció Rojas, admirado también por el desenfadado cinismo delfabricante de reliquias.

—La cosa, desde luego, tiene su mérito —comentó este con cierta complacencia.—Supongo que habréis oído hablar de los asesinatos que se están produciendo estos días en el

Camino.—Algo he oído, sí. Pero no tengo miedo, pues, en contra de lo que piensa el monje servita, voy

muy bien protegido —añadió el falsificador de reliquias, señalando hacia la bolsa que llevabaconsigo.

Mientras Künig caminaba absorto y a buen ritmo y Rojas hablaba con Casares, Elías acabóentablando conversación con Rosalía:

—¿Por qué una joven tan vivaracha y hermosa como vos desea hacerse monja?—¿De verdad queréis que os responda? —preguntó ella a su vez.—Si no fuera así, no os habría formulado la cuestión.—Como sé que sois hombre de mundo, amén de clérigo y archivero, os voy a ser sincera —

anunció ella con naturalidad—. Deseo ser monja porque esa es la única forma de salir de casa concierto decoro cuando tu familia no puede darte la dote necesaria para que te cases con un buenmarido, si es que lo hay. Y ya sabéis lo que dicen: «O casada o enclaustrada o perdida ydeshonrada».

—Entiendo, pues, que carecéis de vocación.—Como la mayoría de los que servimos al Señor, entre los que, por supuesto, no os incluyo a

vos —replicó la novicia, con aire travieso—. Así y todo, cada vez le veo más alicientes a miestado, ya que, gracias al convento, he podido estudiar y conocer algunas cosas, lo que no es pocopara una mujer. Y, como bien sabréis, las benedictinas no estamos obligadas a hacer una clausuraestricta. Podemos salir a la calle y hasta viajar para servir a la Orden o, excepcionalmente,atender algún asunto personal, como el que me trajo estos días a As Nogais.

—¿Y cuál es el motivo de vuestra peregrinación a Santiago?—Mis hermanas y yo vamos a ir a Compostela para pedirle al apóstol que nos ayude a mantener

en pie nuestro convento, pues está lleno de grietas y goteras, y cualquier día de estos se nos vieneencima, como si fuera el templo de Salomón. Y lo hacemos en grupo para poder defendernos entrenosotras, dado que cada vez son más las peregrinas que son asaltadas y violadas por bandidos ymalhechores, algunos de ellos, por cierto, de origen noble, de esos que se aprovechan de susprerrogativas para atacar a los viajeros, y otros de oficio eclesiástico, que ni siquiera respetan los

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hábitos de las órdenes religiosas.—Eso que decís es muy grave —le advirtió el clérigo.—Aunque no tanto como los hechos que describo —replicó la novicia—. ¿O acaso ignoráis que

hay monjes y clérigos errantes que se pasan la vida de convento en convento, vagando ydisfrutando de la sopa boba, haciendo fechorías, embaucando a los aldeanos y solicitando favores,de buen grado o por la fuerza, a todas las mujeres solas con las que se encuentran?

—No digo yo que no sea cierto, pues de sobra sé cómo son algunos curas y frailes. Pero haycosas de las que es mejor no hablar en público —aconsejó Elías.

—¿Ni siquiera aquí, en medio del campo, en una conversación entre vos y yo? —se quejóRosalía.

—Tened en cuenta que el Diablo siempre está acechando y sabe sacar partido de todo lo quedecimos, máxime cuando podría servir para perderos a vos y, de paso, debilitar a la Iglesia —leadvirtió el clérigo—. Así que hablemos de otra cosa. Decidme, ¿qué pensáis hacer cuando toméislos hábitos?

—Mi deseo es peregrinar a Tierra Santa, como hizo Egeria, que fue una monja muy intrépida,ejemplo de virtud y valentía. Mulier virilis la llaman algunos, como si el arrojo fuera algoexclusivo de los varones —añadió la novicia con sorna.

—Conozco bien a Egeria —admitió el clérigo con cierta reticencia.—Entonces sabréis que vivió hace once siglos y renunció a los privilegios y comodidades que

por el alto rango de su familia le correspondían por una vida de privaciones y ascetismo. Y eradel Bierzo, del valle del Silencio para más señas, no muy lejos de aquí. Y, una vez concluida sularga peregrinación, escribió un Itinerarium ad Loca Sancta dirigido a sus compañeras en la fe,donde cuenta su viaje a los Santos Lugares: Jerusalén, Belén, Galilea, Samaria, el monte Sinaí…,así como a diversas regiones de Arabia y Mesopotamia; en total, unas mil leguas. En el conventotenemos una copia, debidamente expurgada, claro está —añadió la novicia con intención.

—Desde luego, esa fue una empresa muy loable y arriesgada, si bien Egeria debió de contarcon la ayuda de gente poderosa —señaló Elías.

—Lo sé, pero no me importa. Prefiero morir martirizada en medio del desierto que vivirencerrada en un convento o en la casa de mi padre o de mi marido, como si fuera una pobregallina enjaulada en un corral.

—Si algo me ha quedado claro, hija mía, es que valor no os falta y os admiro por ello. Perotened mucho cuidado y no incurráis en temeridad, ya que eso podría haceros cometer errores yvolveros vulnerable —le aconsejó el clérigo—. Por otra parte, parecéis olvidar que Egeria fueseguidora de las ideas de Prisciliano.

—Nadie es perfecto, padre; todos tenemos alguna debilidad —replicó la novicia, mordaz.—Esperemos que la vuestra no sea tan perniciosa ni censurable.—La mía, como ya os he dicho, es querer ver mundo y conocer la verdad de las cosas —

concluyó Rosalía.—Nada menos.—Ni nada más.Poco después de las doce, pararon a comer junto a un arroyo, bajo la sombra de un castaño

centenario, como si fueran un grupo de amigos que estuviera de festejo. El vino y los buenosalimentos hicieron que olvidaran enseguida sus recelos y diferencias. Tras una breve siesta,volvieron al camino, entonando algunas canciones propias de peregrinos, como una que decía:

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A Santiago caminamosmuy ufanos y contentos,mas todos los que aquí vamossabe Dios si volveremos.Al salir de Triacastela,me encontré con un romeroque iba para Compostelaa lomos de su jamelgo.Unos vienen, otros van;este al paso, aquel ligero;tú suspiras por llegar,yo por gozar del sendero.Cuando tú subes la cuesta,yo en el valle me entretengo.Todos buscan la vereda;tú la encuentras, yo me pierdo.

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XVII Santa María de Penamaior, unas horas después Era ya pasada la media tarde cuando, desde un lugar llamado Campo do Árbol, divisaron elmonasterio de Santa María de Penamaior en lo más profundo de un fértil valle, junto a una de lasladeras de la sierra de la Pena do Pico. Se trataba de un paraje poco poblado y algo apartado,rodeado de montañas pizarrosas y bosques muy espesos, en el que los frailes podían atender lasnecesidades de los peregrinos que por allí pasaran y, al mismo tiempo, vivir retirados. El monjeservita les explicó que a los hermanos cistercienses, sus anteriores moradores, les gustaba situarsus monasterios en lugares solitarios y cerrados en los que el alma pudiera concentrarse en símisma, pero que, a la vez, estuvieran en las proximidades del Camino de Santiago para ejercer lahospitalidad.

Conforme se acercaban al recinto religioso por el sendero que lo comunicaba con la rutajacobea, les llamó mucho la atención la gran paz y tranquilidad que allí se respiraba, hasta elpunto de que, cuando llegaron al convento, ni siquiera se oía el canto de los pájaros, cosa queextrañó mucho a Künig, que se detuvo de pronto para intentar escuchar mejor.

—Me temo que hemos llegado demasiado tarde —anunció a los demás, con rostro muypreocupado.

—¿Por qué lo decís? —inquirió Rojas.—Porque hay demasiado silencio —razonó Künig.—¿Y no es eso lo que buscan los frailes?—Creedme, el silencio no suele ser tan profundo, lo que sin duda quiere decir que ha pasado

algo o está a punto de suceder —les advirtió el monje con aire de misterio—. Así que debemos ircon cuidado.

Vista de cerca, la iglesia del convento causaba una gran impresión en medio de aquel valle. Lafachada principal estaba rematada por una espadaña de tres cuerpos y dos vanos. En la partesuperior se apreciaba una pequeña hornacina en forma de venera, lo que indicaba su vinculacióncon el Camino de Santiago. Entre los motivos decorativos, destacaba el ajedrezado, muy presenteen muchos edificios de la ruta jacobea. También podía verse una cruz templaria. El monasterio eramás bien pequeño y sobrio. Las celdas y demás dependencias estaban distribuidas en torno alclaustro o patio central, situado a la derecha de la iglesia, en su lado sur. La puerta principalestaba abierta y en ella no había ni rastro del hermano portero, que era el encargado de repartirlas limosnas. Künig llamó por su nombre a los cuatro frailes que lo habitaban, pero ningunocontestó.

—Tenemos que entrar y ver qué ha pasado —propuso el monje servita con cierto temor.—Dejad que Elías y yo vayamos primero —le pidió Rojas.—Vos quedaos aquí fuera, vigilando —le ordenó Künig a Casares, sin esforzarse en disimular

su desconfianza.

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—Como mandéis —respondió este.—En cuanto a vos, será mejor que vengáis conmigo —le rogó el monje a Rosalía.La puerta de entrada daba a un corredor y este al claustro, al que accedieron a través de una

cancela. A simple vista, parecía un remanso de paz, una isla separada del siglo y de todos suspeligros y asechanzas, un lugar en el que el aire, la lluvia, la tierra y el sol daban idea de la purezay el esplendor de los primeros días del mundo, cuando acababa de ser creado por Dios.

Avanzaron un poco y, en medio del jardín, tendido sobre la hierba, descubrieron el cuerpo de unfraile.

—¡Oh, Dios mío, es fray Javier de Lugo! —exclamó Künig, mientras corría hacia donde seencontraba.

Tan pronto llegó hasta él, se arrodilló y lo abrazó.—Nein, nein, nein! —gritó entre sollozos.—Pero ¿qué os pasa? —preguntó fray Javier, volviendo en sí.—¡Por Dios Santo, estáis vivo!—¿Y por qué no había de estarlo? —le preguntó el fraile, cada vez más sorprendido—. Ha sido

un día duro, pero no para tanto. Llevo toda la tarde trabajando en las obras que estamos haciendoen la iglesia y estaba tan cansado que tuve que tumbarme un rato a la sombra y he debido dequedarme dormido.

—¿Y vuestros hermanos? Los he llamado, pero no me han contestado —señaló el monje servita.—Ellos siguen en la iglesia; por eso no os han oído.—Entonces, ¿no ha sucedido nada?—¿Y qué queríais que ocurriera? Aquí hace tiempo que, por suerte o por desgracia, no acontece

nada —se lamentó el fraile.—Venid, que quiero que conozcáis a unos amigos —le pidió Künig.El monje le presentó a sus acompañantes y le explicó quiénes eran. Luego le tocó el turno a fray

Javier, del que dijo que era lucense y había estudiado en Santiago. También les contó que estabainvestigando sobre la historia del monasterio, así como sobre la ruta jacobea que discurría poresos pagos.

—¿Y de verdad no ha pasado nadie por aquí? —volvió a preguntarle Künig.—Ni un alma, que yo sepa, pues, como ya os he dicho, he estado trabajando en la iglesia.—En fin, voy a buscar a Casares, no vaya a ser que se ofenda por no haberlo dejado entrar

antes.Cuando el monje servita salió fuera, comprobó que no había nadie y tuvo un mal presentimiento.

Después de echar un vistazo por los alrededores de la iglesia, Künig trató de llamar a sus amigos,pero no pudo, como si las palabras se le hubieran atragantado o se negaran a obedecerle. De modoque hizo sonar la campanilla que había en la puerta para atraer la atención de sus compañeros. Alpoco rato, apareció Rojas en el umbral y detrás vinieron los otros.

—¿Qué ha pasado? —preguntó el pesquisidor.—Casares ha desaparecido y tampoco está su bolsa —informó el monje con el rostro

demudado.Todos los presentes comenzaron a buscarlo y a gritar su nombre, hasta que Rosalía lo encontró

junto a un molino de dos ruedas y arcos de medio punto situado frente al monasterio. TomásCasares estaba tendido en el barro, con las palmas hacia arriba y los brazos en cruz y, comoenseguida confirmó Rojas, tras examinarlo, tenía un golpe en la cabeza y una puñalada en elpecho. Debajo del cadáver, estaba la consabida Y.

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—¿Cómo es posible que no hayamos oído nada? —preguntó Elías, sorprendido.—Ya sabéis que los asesinos son muy sigilosos —le recordó Rojas.—Os aseguro que no he tenido nada que ver —proclamó Künig—; lo que no quita, eso sí, para

que me sienta culpable. ¡Y yo que pensaba que podía tratarse de uno de los cómplices de losasesinos! No debí pedirle que se quedara fuera ni amenazarlo con abandonarlo en el camino paraque lo encontraran los criminales.

—Aunque no le hubierais dicho nada y le hubierais mandado pasar, habría muerto de igualmodo, en un momento u otro, ya que, al parecer, él era el objetivo de los criminales, y no vos —aseguró Rojas.

—Así y todo, habría preferido ser yo el asesinado, en lugar de ese hombre. El caso es que meequivoqué —se lamentó el monje.

—Yo también he errado varias veces en estos últimos días —le dijo el pesquisidor paraconsolarlo—; y os recuerdo que, salvo el papa, los seres humanos no somos infalibles.

—En todo caso, estoy convencido de que, si han asesinado en este lugar, es porque quierenperjudicarnos, pues no desean que la gente peregrine por este derrotero —insistió el monje.

—Es posible que no os falte algo de razón —concedió Rojas—, pero creo que hay algo más,algo que, desgraciadamente, todavía se me escapa.

—¿Y qué creéis que hacía junto al molino? —preguntó Elías.—Tal vez percibiera o escuchara algo y se acercó a ver qué era —sugirió Rojas.—Pero ¿de quién se trata? —preguntó fray Javier, intrigado.—De un comerciante de reliquias falsas al que unos asesinos han matado, al parecer los

mismos que acabaron ayer con Ludwig y antes con otros peregrinos —le reveló el monje.—¿También ha muerto vuestro amigo? Pero ¿cómo? ¿Por qué? —preguntó fray Javier,

desconcertado.—Tal vez porque alguien quiere acabar con nuestro proyecto, aunque puede que, en efecto, haya

algo más —le informó Künig—. Yo pensaba que habían venido también a por mí, pero no ha sidoasí; es posible que me consideren demasiado viejo e insignificante —añadió, decepcionado.

—¿Por eso me preguntasteis si había visto a alguien? —El monje servita asintió con la cabeza—. Y a él, ¿por qué lo han matado? —inquirió el fraile, haciendo un gesto con la cabeza hacia elcadáver.

—En principio, por ser un «mal peregrino», dada su forma de ganarse la vida, pero, como ya hedicho, tiene que haber algo de mayor alcance que explique todos estos crímenes —le informóRojas.

Luego Künig puso al fraile al corriente de todo lo que había pasado durante esos últimos días,así como de los asesinatos del Camino. Elías y Rojas, mientras tanto, decidieron echar un vistazopor los alrededores por si descubrían algo. Primero miraron en el interior del molino, que estabadesierto. Junto al cadáver encontraron huellas recientes de pisadas de dos personas como mínimo,que, tras cruzar el sendero, rodeaban el monasterio por la parte de la iglesia hasta adentrarse en elbosque que había detrás del ábside, donde eran sustituidas por marcas de herraduras queenseguida se perdían en la frondosidad, lo que hacía imposible seguirlas, y más todavía sincaballos.

Cuando regresaban, observaron que en el muro de la iglesia alguien había pintado,probablemente con sangre, la letra Y, como si se tratara de una marca de cantero. Tras tocarla,Rojas comprobó que era reciente, ya que aún estaba húmeda. Elías y él buscaron en los sillaresalgún signo parecido labrado en la piedra. Pero no lo encontraron. De modo que se dirigieron al

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convento. Allí informaron a Künig y a fray Javier de las huellas encontradas junto a la iglesia, asícomo del hallazgo del signo pitagórico, y les preguntaron si esto último les decía algo.

—Desde luego, conozco ese símbolo, pero no recuerdo haberme topado con él en la iglesia nien el monasterio ni en ningún documento relativo al mismo —respondió fray Javier.

—Y vos, ¿qué pensáis? —le planteó Künig a Rojas.—Evidentemente, se trata de un mensaje de los asesinos.—¿Dirigido a vos y a Elías o a los que moramos en el convento?—Tal vez a unos y a otros. O puede que tan solo hayan querido corroborar su firma o

provocarnos o burlarse de nosotros —sugirió el pesquisidor.—¿Y por qué habrían de hacer eso?—Porque, hasta la fecha, Elías y yo no hemos hecho más que dejarnos engañar y dar palos de

ciego con nuestro bordón de peregrino; recordad, sin ir más lejos, el caso de Alonso. Lo que vienea confirmar de nuevo que nos enfrentamos a una banda de asesinos muy poderosa.

El monje servita iba a añadir algo, pero Rosalía y los otros hermanos les avisaron de queestaba todo dispuesto para enterrar a la víctima.

—Ya sé que el cementerio del convento no es el lugar más apropiado para alguien quecomerciaba con reliquias falsas —reconoció Künig—. Pero, dadas las circunstancias, es lo menosque podemos hacer por él. No obstante, mañana se lo comunicaremos a las autoridades delConcejo.

—¿Y qué pasa con la mercancía? —preguntó Elías.—La enterraremos también, pero en otro lugar, no vaya a ser que pretenda traficar con ella en el

Infierno —bromeó Künig.La iglesia del convento era de planta basilical, con sus tres naves rematadas en ábsides,

semicirculares los laterales y poligonal el central. Se accedía a ella por un pórtico con unosescalones de piedra muy gastados, lo que daba idea de los muchos fieles y peregrinos que loshabían pisado a lo largo del tiempo. El lignum crucis se custodiaba en el sagrario de la capilladel Evangelio, dedicada a Cristo crucificado. Después de la misa, trasladaron el cadáver alpequeño camposanto del convento con la ayuda de los otros frailes, que no acababan de salir desu asombro por todo lo sucedido, si bien estaban alegres por el regreso del monje servita.

Una vez terminado el entierro, los visitantes descansaron un poco en la hospedería, destinada aalojar en su día a los numerosos caminantes que pasaban por el monasterio, que también contabacon caballerizas, huerto, despensa, bodega y panera para almacenar el grano.

Durante la cena en el refectorio, fray Javier les contó algunas historias relacionadas con elmonasterio, como la de la reaparición de la imagen de la Virgen de las Abarcas, años después deser robada por unos bandidos. Al parecer, una mañana el hermano portero fue a abrir y seencontró la imagen en el umbral. ¿La habían devuelto los ladrones, arrepentidos de lo que habíanhecho, o había escapado y regresado ella por sus propios medios? Nunca se supo. Pero todos loconsideraron un milagro, uno más de los muchos que había obrado la Virgen. Durante un tiempo,estuvo presidiendo el altar mayor, hasta que volvieron a robarla o ella misma se marchó, sabeDios por qué. El caso es que la puerta no había sido forzada ni había señales de que nadie hubieraentrado en la iglesia. Sea como fuere, muchos frailes quedaron desconsolados y se produjeronvarias exclaustraciones. Otros, sin embargo, estaban convencidos de que, tarde o temprano,retornaría y daría inicio a una nueva etapa en el convento y en la ruta jacobea.

Después Elías se empeñó en contarles el célebre milagro acontecido en la iglesia de SantaMaría do Cebreiro, tal vez para compensar los obrados por la Virgen de las Abarcas.

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—El caso es que un día cierto clérigo estaba celebrando el santo oficio de la misa, algomolesto porque uno de los pocos feligreses presentes había llegado muy tarde. Era tal su desganay falta de interés en lo que hacía que, en el momento de ir a consagrar la sagrada forma, al párrocole asaltó la duda de si en ella se contendría verdaderamente lo que sus palabras expresaban contan poca convicción. Y, al instante, comprobó cómo la hostia se convertía, de manera patente, enperfecta carne y el vino, en natural sangre de Cristo. Así que no le quedó más remedio quearrodillarse y pedirle perdón a Dios delante de sus fieles. Por lo que muchos suponen —prosiguióElías, tras una pausa dramática—, con razón, que el cáliz que el cura utilizó para consagrar el pany el vino y que todavía hoy se conserva en la iglesia de mi pueblo era nada menos que el SantoGrial.

—Para ser más exactos, deberíais decir que se trata de uno de los muchos santos griales quehay repartidos por toda la cristiandad; seguro que hasta Casares llevaba uno en su bolsa —semofó Künig.

—Más vale un falso grial en mano que una Virgen de las Abarcas volando —replicó Elías conmala intención.

Después volvieron a hablar del asunto que más les preocupaba a todos en ese momento.—¿Y ahora qué pensáis que va a pasar? —le preguntó fray Javier a Rojas.—Como ya he comentado, creo que hace días que los asesinos saben que estamos tras sus

huellas y, desde entonces, están jugando con nosotros —insistió Rojas—. Con ello quierendemostrarnos que son inalcanzables y, por lo tanto, que no nos tienen miedo. Por eso matan aperegrinos que están cerca de nosotros, y lo llevan a cabo casi delante de nuestras narices, comohabéis podido comprobar. Hagamos lo que hagamos, siempre están varios pasos por delante. Y,cuando pensamos que estamos a punto de atrapar a uno de los culpables, este acaba convertido enla siguiente víctima; nos pasó, de algún modo, con Marcela y ayer con Ludwig. Así que vuelta aempezar. Es como si se estuvieran riendo de nosotros y no pararan de desafiarnos.

—¿Y qué vais hacer?—Seguir caminando, claro está; es lo único que nos queda, hasta que logremos pillarlos por

sorpresa o consigamos que cometan algún error. A decir verdad, no necesitamos buscarlos. Ellosvienen siempre a nosotros, solo que no los vemos llegar, y, tan pronto matan, se van sin que nosdemos cuenta. De modo que estamos hartos de hacer el ridículo y de enterrar muertos —confesó elpesquisidor.

—Por eso pensamos que Rosalía no debería viajar mañana con nosotros —intervino el clérigo.—¿Y por qué no? —protestó ella.—Porque podría ser muy peligroso para vos.—Sabéis de sobra que yo no tengo miedo —le recordó Rosalía.—Pero nosotros sí —reconoció el clérigo.—En ese caso, viajaré sola —replicó ella con tono retador.—No podemos consentirlo.—Se me ocurre una idea para que viajéis los tres más seguros, y es que os acompañe el

hermano fray Javier —propuso Künig—. Él conoce esta parte del camino como la palma de sumano, pues la ha transitado decenas de veces.

—Lo haré con mucho gusto —se ofreció el fraile.—Pero no queremos causaros ninguna molestia —objetó Rosalía.—No lo es, os lo aseguro —intervino el fraile—. Precisamente, tengo que ir a Lugo para

consultar unos documentos que necesito para mi trabajo y, además, me agrada vuestra compañía,

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la de los tres quiero decir —añadió enseguida muy serio, para evitar malentendidos.—Entonces no se hable más —concluyó Rojas.

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XVIII Camino de Lugo, al día siguiente Aún no había amanecido cuando en el monasterio llamaron a laudes. Tanto los frailes como losinvitados dieron gracias a Dios por la nueva jornada que empezaba y rogaron a la Virgen de lasAbarcas, estuviera donde estuviera, que los librara de cualquier peligro y tentación. Después decomer algo en la cocina, los que continuaban su peregrinaje, acompañados por fray Javier, sedespidieron de los demás.

—Tened cuidado —les dijo Künig—. Rezaré día y noche para que el apóstol Santiago osproteja.

—Lo tendremos, descuidad —le prometió Rojas.—A la vuelta, si no os importa, pasad por aquí.—Creo que volveré por O Cebreiro.—¡¿Por O Cebreiro?!—Se lo debo a Elías, y ya sabéis cómo se las gasta —se justificó Rojas—. Lo que sí haré será

volver a hacer el Camino; esta vez de verdad, y no como pesquisidor. Y será por esta vía.—Os lo agradezco mucho. Pero que no sea muy tarde; no creo que me queden muchos años en

este mundo —le advirtió el monje.—Mala hierba nunca muere —bromeó el clérigo, antes de darle un abrazo.El cielo estaba algo nublado, pero no amenazaba agua. Por la noche había estado lloviendo; de

modo que el aire todavía olía a tierra mojada y el suelo permanecía embarrado. A los viajeros selos veía algo tensos y preocupados y, por ello, el silencio les resultaba algo embarazoso. Paradistraerse, Rosalía comenzó a interesarse por la vida de sus compañeros.

—Mi tío me ha dicho que, aparte de alcalde mayor de Talavera de la Reina, habéis sidopesquisidor real, ¿es eso cierto?

—Lo fui, en efecto —reconoció Rojas con cierto orgullo—. Pero ahora me gano el sustentocomo letrado.

—¿Y qué pensáis de los asesinatos?—Si queréis que os sea sincero, debo reconocer que cada vez estoy más confuso y estancado.

Lo único que sé con certeza es que las víctimas son «malos peregrinos» que se aprovechan delCamino de Santiago para llevar a cabo sus negocios, más o menos ilícitos, para buscarse la vidao, simplemente, para seguir pecando, y, de alguna forma, son castigados por ello.

—¿Queréis decir que los asesinos están tratando de limpiar el Camino de falsos peregrinos? —sugirió Rosalía.

—Más o menos —admitió el pesquisidor—, aunque solo sea de una manera simbólica, comouna especie de oblación o sacrificio ritual.

—Si es así, lo más seguro es que Elías sea uno de ellos, ¿no os parece? —le susurró Rosalía aloído, con fingida seriedad.

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—No creáis que no lo he pensado —concedió el pesquisidor, con un gesto de complicidad.Esto hizo que la novicia rompiera a reír y acabara contagiando al pesquisidor.—¿A qué viene esa risa? —preguntó el clérigo, algo amoscado.—Es a causa de una facecia que vuestro amigo me ha contado —mintió la novicia con

naturalidad.—¿Y por qué no la compartís con los demás?—Porque a vos no os haría gracia; sois demasiado severo para esa clase de cosas —indicó

Rojas.—Eso no es verdad —rechazó el clérigo—, o al menos ya no tanto.—Es cierto que os habéis moderado un poco, lo reconozco. Si lo hubierais visto hace unos

días… Menudo cascarrabias. Todo el tiempo insistiendo en que había que ir por O Cebreiroporque es el camino más tortuoso —añadió Rojas en tono de broma, remedando a su amigo ydirigiéndose a Rosalía.

—Y qué me decís de vos, que parece que todo os diera lo mismo, como si ya no creyerais ennada —le reprochó Elías a su amigo.

—Debe de ser porque he visto de todo —se justificó Rojas.—Seguro que con la existencia que habéis llevado, podríais escribir un libro —comentó la

novicia—; apuesto a que tenéis mucho que contar sobre vuestras pesquisas reales.—Tal vez algún día, aunque no creo que lo haga yo.—Pues si no lo hacéis vos, será otro el que se aproveche de vuestras historias.—Eso ya le ha pasado. ¿Por qué no le confesáis a Rosalía que vos sois el autor de la

Tragicomedia de Calisto y Melibea, más conocida como La Celestina? —le sugirió Elías a Rojaspara comprometerlo.

—¡¿Es eso cierto?! —exclamó la novicia, sorprendida.—Al menos en parte.—¿Y por qué no me lo habíais dicho?—Porque no me lo habíais preguntado.—Mi tío tiene un ejemplar en su casa, pero me ha prohibido leerlo, porque dice que es muy

procaz. Por eso lo tiene encerrado bajo llave. ¿Qué os parece?—Mientras no me encierren a mí… —comentó Rojas, divertido.—Pues yo sí que lo he leído, antes de ingresar en el convento, naturalmente —intervino fray

Javier—. Y puedo dar fe de que es una gran obra, si bien es verdad que es algo atrevida, loreconozco, y tal vez demasiado humana.

—¿Creéis que una novicia como yo se corrompería si la leyera? —preguntó Rosalía, confingida inocencia.

—¿Por qué no hablamos de otra cosa? Por ejemplo, de vos —dijo Rojas, dirigiéndose al fraile—. Me pareció entenderos que habíais estudiado en Santiago y que os gusta mucho investigar.¿Por qué no os doctorasteis y os hicisteis catedrático?

—La verdad es que sí lo hice y hasta llegué a impartir alguna lección en el Estudiocompostelano, pero, después de un tiempo de prueba, preferí ingresar en el convento, ya que en élla vida es mucho más sosegada. En la universidad todo eran rivalidades, zancadillas y puñaladaspor la espalda, y yo no estoy hecho para eso. A mí lo que me gusta es husmear en los archivos y noandar a la gresca.

—Comprendo. ¿Y sobre qué habéis investigado?—Como buen lucense, siento predilección por la época romana. Pero ahora lo que me ocupa es

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el monasterio y la ruta jacobea.De pronto Elías se detuvo y reclamó la atención de sus compañeros. El sendero discurría en

medio de un extenso robledal.—Perdonadme que os interrumpa. Pero llevo un buen rato observando unas huellas de perro

que me tienen algo desconcertado, ya que se extienden a lo largo del camino —comentó,señalando con una mano hacia el suelo.

—Es que no son de perro, son de lobo —puntualizó Rojas—. Me fijé en ellas antes, pero noquise deciros nada para no asustaros.

—Pues son muy parecidas. ¿Cómo las distinguís? —quiso saber Elías.—Las de perro nunca siguen un trazado único durante mucho tiempo; tan pronto van hacia

adelante como tiran hacia un lado o hacia el otro o retroceden, ya sabéis cómo son los canes —explicó el pesquisidor—. Las de lobo, sin embargo, pueden ir bastante rato en una sola dirección,por lo que tienen por lo general una trayectoria más rectilínea. Por otra parte, las huellas de lobosuelen ser más alargadas. Y hay un detalle más: las uñas del perro son más romas, mientras quelas del lobo son más afiladas, lo que hace que se marquen mucho más en el barro.

—Y luego están las del home lobo, lobishome o lobo da xente —bromeó fray Javier—. Esasson más profundas, pero solo tienen un par, ya que en Galicia hay lobos de dos y de cuatro patas.

—¿De verdad son de lobo? —inquirió Rosalía.—Así es —confirmó Rojas—. No es normal que se desplacen durante tanto tiempo por los

caminos, pero no hay ninguna duda de que lo son.—En ese caso, no me asustan —afirmó Rosalía—. Las de home lobo sí que me causarían

pavor, pues ya de por sí el hombre es un lobo para la mujer, o como diría la hermana Beatriz, quesabe mucho latín: homo mulieri lupus; así que imaginaos lo que pasaría si las dos especies semezclaran.

—Habláis de ellos como si no existieran —replicó Elías con voz solemne—. Pero yo que vosno estaría tan segura. Hace unos años, cerca de Mondoñedo, se dio el caso de un lobishome quetuvo aterrada a toda la comarca, incluidos los hombres; de hecho, mató a cuatro o cinco y dejómalheridos a algunos más.

—¿Habéis oído eso? —preguntó la peregrina—. Me ha parecido que algo se movía entre esosárboles.

—Yo no he sentido nada —comentó el clérigo no muy convencido.Rojas se detuvo y se puso en cuclillas.—Mirad, las huellas han desaparecido, como si se hubiera adentrado en el bosque, y en su lugar

aparecen unas pisadas humanas saliendo del mismo lindero y cruzando luego el camino.—¿Creéis que alguien o algo nos acecha? —preguntó Elías.—Somos cuatro; no creo que se atreva a acometernos. Y, si lo hace, tenemos con qué

defendernos —les recordó el fraile.—¿Os referís al bordón? —inquirió el pesquisidor.—¿A qué si no?—Lo digo porque nuestro clérigo tiene sus propias armas —comentó Rojas sin poder evitarlo

—. ¿Por qué no le enseñáis vuestro crucifijo? —añadió, dirigiéndose a Elías.—No bromeéis ahora con esas cosas —le rogó este.—¿A qué crucifijo os referís? —quiso saber Rosalía.—A uno que obra milagros, ya que en su interior esconde un puñal —le informó Rojas.—¡Silencio! —les gritó el fraile—. Ahora sí que me ha parecido oír algo —añadió, en un tono

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más bajo, señalando hacia la derecha.En ese momento, todos giraron la cabeza hacia ese lado. Y allí estaba, parado entre los árboles,

a pocos pasos del sendero: un ciervo con una gran cornamenta y un hermoso pelaje, que durante uninstante los miró con gran recelo, temiendo que fueran cazadores. Luego se dio la vuelta y, alinstante, desapareció en el bosque.

—¿Os habéis fijado en sus ojos? Parecía tan asustado que daba miedo —comentó Rosalía.—Creo que estamos todos un poco tensos y susceptibles —apuntó fray Javier de Lugo—.

Deberíamos calmarnos un poco.De repente bajó la niebla y, durante un rato, tuvieron que caminar casi a tientas, con las orejas

bien aguzadas, temiendo extraviarse o ser atacados. Por suerte, no tardó en levantar y pudieronvolver a apretar el paso. De cuando en cuando, se cruzaban con algún viajero presuroso o eranadelantados por gente que iba a caballo. Conforme se acercaban a Lugo, fueron aumentandotambién los vestigios romanos del camino: puentes, miliarios, trozos de calzada, alguna lápida…Fray Javier se sentía muy orgulloso de ese pasado y les hablaba de ello con gran entusiasmo,como alguien que explicara los misterios de su religión a unos neófitos.

Cuando avistaron a lo lejos la ciudad de Lugo, respiraron tranquilos. En ella confluían losperegrinos que llegaban por el llamado Camino Primitivo, el que venía de Oviedo; los que veníande Ribadeo y preferían desviarse hacia Lugo, en lugar de seguir el itinerario de Mondoñedo yVillalba; y los que hacían la ruta que ellos traían, que entraban por la puerta de San Pedro oToletana, flanqueada por dos torres y protegida por un castillo que se encontraba en ruinas. Perono solo se trataba de un importante cruce de caminos, sino también de una urbe próspera y de granbelleza, rodeada por una impresionante muralla romana que se mantenía en muy buen estado, apesar de haber sido recompuesta en diferentes ocasiones. Según les explicó fray Javier, estabaformada por una sucesión de más de ochenta cubos y lienzos de muro, con un perímetro de casimedia legua y una altura de más de veinticinco pies.

Dentro del recinto, lo más destacado era la catedral, cuya capilla central gozaba del privilegioexcepcional de exponer de forma permanente el Santísimo Sacramento, lo que atraía a numerososperegrinos que iban a Santiago, hasta el punto de que muchos se desviaban de su ruta varias leguaspara ser partícipes de esta gran devoción por la eucaristía, de la que también daba buena cuenta elhecho de que, en el escudo de armas de Galicia, figurara un cáliz.

Tras despedirse con gran sentimiento de Rosalía, que con su alegría y vitalidad se había ganadoel corazón de sus compañeros de viaje, Elías y Rojas visitaron algunos otros edificios notables dela mano de fray Javier, que, como cabía esperar, fue un excelente cicerone. Antes de irse, el fraileles recomendó que se alojaran en el hospital de San Miguel y que no dejaran de visitar los bañosque había junto al río, como, por cierto, aconsejaba también Künig en su guía, para relajarse yreponer fuerzas. Sus aguas termales eran tan beneficiosas que curaban diversas enfermedades, loque hacía que muchos peregrinos, cuando se marchaban, dejaran sus bordones abandonados juntoal muro de la entrada; y es que se sentían tan reconfortados que ya no los necesitaban paracaminar.

Los baños se encontraban al sur de la ciudad, bajando por la puerta Miñá, a un lado del puenteviejo, junto al río Miño, en los restos de las antiguas termas romanas. Entre otras cosas, había unestanque descubierto de piedra labrada, de altura como de un estadio, en el que el agua salíabrotando hacia arriba. También disponían de diversos edificios con bañeras y pilas con asientosde piedra, así como de pozos y manantiales de agua caliente, templada y fría. La única pega eraque, en los alrededores, no solo había gente en busca de cura o descanso, sino también maleantes

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con ganas de pendencia, prostitutas a la caza de clientes y ladronzuelos al acecho de pobresincautos, lo que lo convertía a determinadas horas en un lugar peligroso.

Después de darse un baño en la alberca, aprovechando los últimos rayos del día, Rojas y Elíasse metieron en un pilón de agua tibia donde no tardaron en quedarse adormilados. Y así habríanpermanecido durante un buen rato si no los hubiera despertado un grito aterrador procedente de lacalle. Cubiertos con un paño de lienzo que les había dejado el bañero para que se secaran, seacercaron a ver qué sucedía.

Para no variar, se trataba de un nuevo homicidio. El cadáver estaba desnudo y tendido sobre elbarro, con las palmas hacia arriba y los brazos en cruz, en la parte trasera de un edificio en ruinas,un lugar, según supieron luego, frecuentado por sodomitas, que se reunían allí con sus putos paragozar de los placeres nefandos.

Rojas se agachó para examinar el cuerpo, mientras Elías lo observaba todo a distancia. Comosiempre, la víctima tenía un golpe en la nuca y una puñalada en el corazón. Y, a juzgar por elestado de sus pies y de la palma de la mano derecha, así como de algunos otros detalles, elpesquisidor dedujo que se trataba de un peregrino.

—¿Y la letra Y? —preguntó Elías.—Ahí la tenéis —indicó Rojas, tras levantar el costado izquierdo del cadáver.En ese momento, aparecieron por sorpresa varios alguaciles.—¿Quién sois vos? ¿Qué hacéis ahí? —preguntó el alguacil mayor.—Tan solo comprobaba si seguía vivo —se justificó Rojas.—¿Sois médico acaso?—No, señor —reconoció Rojas—. Pero, por lo que he podido ver, creo que este crimen tiene

relación con los asesinatos de peregrinos que se están cometiendo en el Camino de Santiago.—Pues ya os digo yo que no —replicó el alguacil mayor con cierta arrogancia.—¿Y cómo lo sabéis si no lo habéis examinado? A simple vista, puede verse que la víctima es

un peregrino.—Puede que sea un romero, pero lo han matado por sodomita, ¿queda claro? —señaló el

alguacil mayor.—Sin embargo, la postura del cadáver, el modus operandi y la firma son los mismos que los de

los otros crímenes.—Si es así, seguro que se trata de un vulgar imitador, que lo hace para intentar desviar nuestra

atención y ocultar de ese modo su autoría —argumentó el alguacil mayor.—No creo que sea como decís, pues, si lo atraparan, se arriesgaría a que lo culparan también

de los otros asesinatos —rechazó Rojas.El alguacil lo miró de hito en hito antes de replicar, para dar más fuerza y autoridad a sus

palabras.—Ya puestos, lo mismo le daría ser ejecutado por uno que por veinticuatro. Debéis saber

asimismo que este lugar tiene muy mala fama en la ciudad, pues en él se juntan individuos muyperniciosos, que siempre andan provocando mucho ruido, así como otros que se juegan la vidapara satisfacer su vicio más nefando, incluidos, claro está, algunos peregrinos, de esos querecorren el Camino no para hacer penitencia, sino para poder pecar a su antojo. No sé si meentendéis. De modo que, dejadnos a nosotros llevar a cabo nuestro trabajo, pues conocemos bienel terreno que pisamos, si no queréis que os detenga a vos y a vuestro compañero tal como estáis,en paños menores, por practicar la sodomía. Así que marchad, que no os quiero ver más por aquí—añadió, con gesto displicente.

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—¿Y se puede saber adónde vais a llevarlo?—Eso tampoco es de vuestra incumbencia.Ante tales admoniciones, Rojas y Elías se hicieron a un lado y dejaron que los alguaciles se

llevaran el cadáver. Después de vestirse, abandonaron los baños sin hacer más preguntas niindagaciones, no fuera a ser que el alguacil mayor cumpliera sus amenazas. Por suerte, el baño loshabía dejado como nuevos, si bien no abandonaron su bordón, ya que les podía ser muy útil enotros menesteres.

Las penas por lo ocurrido se les quitaron en un mesón cercano con una cena compuesta porempanada de anguilas, pescadas en los caneiros, y vino de la Ribeira Sacra, llamada así porencontrarse situada entre varios ríos y por la abundancia de monasterios que había en esacomarca, según explicó Elías. Entre los parroquianos allí presentes, no encontraron a nadieinteresado en hablar de la muerte que acababa de tener lugar en los baños públicos, como si elsuceso no les importara o ya estuvieran más que acostumbrados a hechos como ese; ni siquieraaquellos a los que convidaron a una jarra se mostraron dispuestos a abrir la boca. Tampoco elmesonero quiso decir nada, a pesar de la abultada propina que le dejaron.

El hospital de San Miguel estaba situado junto a la puerta Miñá y era uno de los másfrecuentados por los peregrinos que pasaban por Lugo. Rojas le preguntó al hospitalero si teníanoticia del crimen. Este les dijo que algo le habían contado, pero que no sabía dónde se habíaalojado el romero ni dónde iban a enterrarlo. Al final, lo único que lograron averiguar fue que elfallecido era natural de Oviedo y había llegado esa misma tarde a la ciudad, procedente de OCádavo y sin ninguna compañía.

—Está claro que, vayamos donde vayamos y hagamos lo que hagamos, la víctima siempre andacerca de nosotros —comentó el clérigo con pesadumbre, tras despedirse del hospitalero.

—Pudiera ser que nos estén lanzando una amenaza —sugirió el pesquisidor—; lo que, en miopinión, significaría que por fin nos estamos aproximando.

—¿Y para qué van a molestarse en intimidarnos? —objetó el clérigo—. ¿Por qué no intentanmatarnos sin avisar? Total, dos muertos más…

—¿Y quién os dice que no vayan a hacerlo?El clérigo miró con recelo a su alrededor, sin poder evitarlo.—¿Habéis observado algo por lo que deba preocuparme?—Es solo un suponer. En cualquier caso, no vamos a amilanarnos ahora.—Estoy de acuerdo con vos —convino el clérigo, tentándose la ropa hasta dar con el crucifijo-

puñal, acción que no le pasó inadvertida a su compañero.—Creo que yo debería buscarme uno o, mejor, una cruz-espada —bromeó el pesquisidor—,

aunque, ahora que lo pienso, todas las espadas tienen esa forma, al menos en los reinos cristianos,al igual que el alfanje o la cimitarra sugieren una media luna.

—Es comprensible; cada una simboliza y representa la religión que ha de defender —comentóElías con naturalidad.

—Es como si lo llevaran inscrito en el acero —añadió Rojas, reflexivo.—Lo que yo sigo sin entender es el comportamiento del alguacil mayor. Me refiero al hecho de

que se negara a aceptar que a ese hombre pudieran haberlo matado los asesinos del Camino.—Seguramente el Concejo no quiere que se sepa que los criminales están ahora en Lugo, para

no alarmar a los demás peregrinos y evitar así que quieran irse a otro sitio —sugirió Rojas—. Poreso prefieren dar a entender que ha sido cosa de maleantes, putos y sodomitas.

—Lo que decís es muy juicioso —concedió Elías.

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—Lo mejor será entonces que nos vayamos a dormir —aconsejó el pesquisidor—. A cada díale basta su afán.

—Si no os importa, yo voy a orar un rato a la capilla.—Hasta mañana, pues.

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XIX Camino de San Romao da Retorta, unas horas después Rojas se despertó de madrugada y ya no fue capaz de conciliar el sueño. Eran tantas las preguntasque se hacía que a su cabeza no le daba tiempo para intentar contestarlas. Y eso lo llevaba a poneren duda sus razonamientos y luego a dudar de sus propias dudas, sin saber ya qué pensar. Y, comono podía dormir ni descansar ni dejar de dar vueltas en la cama ni de darle vueltas a suspensamientos, optó por levantarse e ir a orinar. Cuando volvía, se asomó al patio del hospital paraver qué tiempo hacía fuera. A diferencia de lo que ocurría en su interior, la noche era clara yserena. Al cabo de un rato regresó al dormitorio, decidido a despertar a su compañero.

—Venga, arriba, que ya va siendo hora —le susurró al oído.—Pero si aún no ha amanecido —protestó el clérigo, malhumorado.—Por eso mismo. Hoy seremos los primeros en levantarnos —anunció Rojas.—¿Y eso qué significa?—Que nos pondremos en marcha antes del alba y lo haremos de nuevo a caballo, ya que de esa

forma iremos más rápido, viajaremos más seguros y tendremos más movilidad y capacidad dereacción. Además, estoy harto de destrozarme los pies. Se acabó lo de ir a paso de peregrino. Losasesinos ya nos conocen y son más astutos que nosotros; por eso nos llevan siempre la delantera.Mas eso se acabó. Debemos estar más vigilantes y anticiparnos a sus actos —explicó elpesquisidor.

—Me parece muy bien. Pero el camino estará muy oscuro y no veremos nada, por muy atentosque estemos —objetó Elías.

—Os equivocáis. Esta noche hay luna llena y el cielo está despejado por primera vez enmuchos días —replicó Rojas.

El pesquisidor insistió tanto que al clérigo no le quedó más remedio que dar su brazo a torcer.Tras recoger sus cosas, se deslizaron de forma sigilosa por entre las camas del dormitorio y, unavez en la calle, descendieron hacia el puente sobre el río Miño, lo cruzaron y luego continuaronrumbo al oeste por el barrio de San Lázaro, donde se encontraba el hospital de los leprosos.

—¿Por qué sabéis que es por aquí? —quiso saber Elías.—Porque le pregunté anoche al hospitalero, mientras vos rezabais.—¿Y qué, ya estáis contento por haberme sacado del lecho?—Lo siento mucho —se disculpó Rojas—, pero no paraba de torturarme con mis pensamientos.

De todas formas, no queda mucho para que amanezca. Así que no os quejéis.Cuando dejaron atrás las últimas casas, fueron a dar a una especie de venta, situada al borde

del Camino Primitivo que llevaba a Santiago. Rojas golpeó con fuerza el portón hasta que acudióel ventero, que los maldijo por haberlo despertado. Después de mucho porfiar y regatear, pues elprecio que quería cobrarles el dueño era muy abultado, consiguieron alquilar dos caballos.

Luego continuaron el recorrido hasta que el sendero se internó en un frondoso bosque. Rojas le

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pidió entonces a Elías que se detuviera y apeara de la cabalgadura.—Mi plan es que nos escondamos detrás de esos árboles y matorrales —indicó, señalando a

los que había a su derecha—, y observemos con atención a todos los que transiten por aquí, paraver si descubrimos algo extraño o vemos a alguien que nos parezca sospechoso.

—Menuda idea —exclamó el clérigo, cada vez más disgustado.Tras atar los caballos a un árbol en el interior del bosque, Rojas y Elías se sentaron en unas

piedras, protegidos por las sombras y los arbustos que tenían delante. Así permanecieron duranteun buen rato, sin intercambiar ni una palabra. El primero en pasar fue un labriego, que caminabacon andar cansino hacia su terruño. El clérigo enseguida se hartó de la espera y comenzó arefunfuñar.

—Callad, creo que viene gente a caballo en dirección a Santiago —le informó Rojas.Elías y él esperaron con el aliento contenido hasta que por fin llegaron a su altura. Eran ocho

caballos blancos y entecos que andaban al paso. Los jinetes iban vestidos con una túnica negra ycapa del mismo color y la cabeza cubierta con una capucha. Cada uno portaba una antorcha yllevaba una espada reluciente al cinto.

—Dios mío, son ellos —susurró el clérigo sin poder evitarlo.Uno de los jinetes debió de oír algo, pues, al instante, se detuvo, y los demás hicieron lo mismo.

Mientras los otros aguardaban expectantes, el que se había alarmado giró la cabeza y dirigió lavista hacia donde Rojas y Elías se encontraban ocultos. Después hizo que el caballo se acercara allindero del bosque y tendió la antorcha hacia donde estaban ellos para tratar de ver mejor,moviéndola lentamente de un lado para otro. El clérigo y el pesquisidor permanecieron inmóviles,sin ni siquiera pestañear, con el fin de no ser descubiertos.

Tras unos instantes que al pesquisidor y al clérigo les parecieron eternos, el jinete que se habíaapartado del grupo regresó al punto en el que lo aguardaban sus compañeros y todos juntosprosiguieron su marcha con paso sigiloso, en el más absoluto silencio.

A la luz de la luna, Rojas observó que Elías estaba muy pálido y tenía la boca abierta, como sile hubiera dado un aire.

—¿Qué os pasa? —le preguntó.—Son ellos, son ellos —volvió a decir el clérigo con voz temblorosa.—¿Quiénes? ¿Los asesinos?—Os peregrinos da morte —balbuceó Elías.—¡¿Cómo decís?! —exclamó Rojas, extrañado.—La gente los llama así: los peregrinos de la muerte. Cabalgan de noche, formando un cortejo y

vestidos de negro, en busca de perdón e indulgencia, cuando ya están muertos. Siempre he creídoque se trataba de un mal sueño o de una leyenda para asustar a los niños, como hay tantas en mitierra. Pero ahora veo que estaba equivocado —reconoció—. Y sí, estoy seguro de que son lagente que buscamos. Sin duda son ellos los que van sembrando la desgracia a su paso, pues nopueden evitarlo.

—Es posible que solo sean monjes en peregrinación.—¿Y las capas? ¿Y las espadas? —objetó Elías.—Tal vez sean miembros, entonces, de una orden militar —sugirió Rojas.—Hacedme caso. Son peregrinos que han muerto antes de iniciar su viaje o de llegar a Santiago

y se han juntado para completar el Camino —insistió el clérigo con naturalidad—. Por eso, enalgunos sitios, a los peregrinos que mueren en ruta los entierran con una moneda y un trozo de pan,con el fin de que puedan continuar su recorrido hasta Compostela. ¿Veis por qué no quería viajar

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de noche?—¿Y por qué se desplazan a estas horas?—Para no ser descubiertos; de esta forma, además, la penitencia para ellos es mucho mayor.—Eso no puede ser —rechazó Rojas.—Ya sé que cuesta creerlo, pero tenéis que hacerme caso; son os peregrinos da morte. Viajan

en espíritu a Santiago porque no pudieron emprender o terminar el Camino en vida. Es una especiede peregrinación post mortem. De hecho, hay un dicho gallego que reza así en romance castellano:«Hasta Santiago, siguiendo el Camino, irá de muerto el que no fue de vivo». ¿Entendéis ahora? Esalgo muy parecido a lo que pasa con la romería de San Andrés de Teixido. Y, como ya habréispodido imaginar, para estos peregrinos el itinerario no termina exactamente en Compostela.Después de rezarle a Santiago y hacer todo el ritual en la catedral, siguen su marcha hasta Fisterray, una vez allí, se arrojan al océano Tenebroso o mar de los Muertos, en busca del ansiadodescanso eterno —le explicó Elías de forma precipitada.

—¿Cómo un clérigo tan instruido e inteligente como vos puede creer en esas cosas? —preguntóRojas, sorprendido.

—Ya sé que lo que digo os puede parecer descabellado. Pero vos mismo los habéis visto, igualque yo. Y recordad que estamos en Galicia, donde estas cosas son habituales, no como en vuestratierra, que es un puro secarral donde no llueve ni hay bosques ni niebla ni nada tras lo queocultarse.

—Eso es verdad —reconoció Rojas sin ofenderse—. Pero, si son tan habituales, ¿por qué lestenéis tanto miedo?

—Porque hay motivos para ello. Sabed que, a lo largo del camino, os peregrinos da morte vanreclutando gente para su terrible cortejo, ya que cuantos más son, más fácil les resulta llegar a sudestino; recordad que son ánimas. A algunos los atraen con tretas o engaños, como hace la SantaCompaña, ofreciéndoles un cirio o una antorcha, que bajo ningún concepto se debe aceptar; y aotros simplemente los matan para engrosar sus mortales filas. Debéis creerme.

—Pues yo solo he contado ocho —objetó el pesquisidor.—Aunque nosotros no los hayamos percibido, seguro que los otros iban detrás, por algún lado.

Estos que vimos eran tan solo la avanzadilla de la hueste —señaló Elías, temblando.—Todo eso es absurdo. No puedo creerlo —rechazó Rojas.—Más absurdo es creer que Santiago está enterrado en Compostela —se le escapó al clérigo

—, cosa que por otra parte es cierta, no vayáis a pensar mal, y, sin embargo, son muchos los queacuden a venerarlo cada año.

—Ya sabéis que conmigo eso no reza —le recordó el pesquisidor.—Entonces, ¿qué hacéis aquí?—Cumplir un encargo, al igual que vos.—Para mí no es un simple encargo; se trata de una misión trascendental —lo corrigió el

clérigo.—Me alegro por vos.Al ver que ya no venía nadie, recuperaron los caballos y volvieron al camino con gran cuidado.

Con ayuda de la antorcha, Rojas examinó el suelo por donde había pasado el cortejo.—Pues para ser espectros, sus caballos sí que dejan huellas —comentó.—Yo no he dicho que lo sean, aunque lo parezcan. Probablemente los animales estén vivos —

sugirió Elías.—Entonces, ¿vos creéis que los peregrinos de la muerte son los responsables de lo que está

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pasando en el Camino de Santiago?—Después de lo que he visto, no me cabe ninguna duda.—Puestos a especular o a fantasear, ¿no sería más razonable pensar que son las ánimas de los

asesinados, que intentan continuar su peregrinación a Santiago? —propuso Rojas.—Pudiera ser. Pero yo me inclino más bien por lo primero: lo que no quita para que las

víctimas también se hayan ido sumando al cortejo, ya que de eso se trataba —puntualizó elclérigo.

—Supongamos, entonces, que lo que decís es cierto, ¿qué creéis vos que debemos hacer ahora?—inquirió Rojas.

—Rezar para no volver a cruzárnoslos y para que lleguen cuanto antes a Fisterra y termine deuna vez esta pesadilla —indicó el clérigo—. Después de los peregrinos que se han llevado pordelante, no creo que nadie vaya a echarnos en cara que mueran unos cuantos más, puesto que nopodemos hacer nada para evitarlo y ya quedan pocas etapas para concluir el Camino.

—Pero eso no es muy cristiano, que digamos —le reprochó Rojas—. ¿Y qué le vais a decir alarzobispo?

—La verdad, que ante enemigos tan poderosos como esos nosotros somos impotentes.—¿Y pensáis que él va a aceptarlo? —replicó Rojas—. Es un hombre de poder y no parece

muy dado a dar crédito a tales suposiciones, salvo que estas le sean favorables o le produzcanalgún beneficio, que no es el caso. Lo que seguramente nos dirá es que no hemos sido capaces deresolver el caso y que por ello nos hemos inventado una excusa tan burda como esa.

—¿Y qué es lo que proponéis?—A falta de otra cosa, debemos tratar de seguirlos y ver qué es lo que se oculta detrás de su

inquietante apariencia.—No servirá de nada. De día no se muestran y, por la noche, no permitirán que nos

acerquemos, y, si consienten, será para intentar incorporarnos también a su séquito —advirtióElías.

—Eso ya se verá.Tras subir a sus cabalgaduras, fueron en pos de la extraña comitiva, cada uno con una idea y un

estado de ánimo diferente; Rojas, intrigado; Elías, inquieto.Aún no había amanecido cuando se cruzaron con un peregrino.—¿De dónde venís? —le preguntó Rojas.—De San Romao da Retorta.—¿Habéis visto, por casualidad, a un grupo de hombres a caballo?—Ni a caballo ni a pie. Hasta el momento, no he visto a nadie, salvo a vuestras mercedes.—¿Estáis seguro?—Tan seguro como que me llamo Jacinto Villar.—¿Y por qué viajáis de noche?—Porque debo estar en Lugo a primera hora de la mañana.—Pues ya no os queda mucho. Andad con Dios.—Lo mismo digo.Rojas y Elías se miraron con cara de asombro.—¡¿Cómo es posible que hayan desaparecido?! —preguntó el pesquisidor.—Tal vez hayan seguido otro camino o vayan campo a través o se hayan retirado a descansar,

dado que ya está a punto de clarear —conjeturó el clérigo.—Y, en ese caso, ¿dónde se esconden?

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—Lo más seguro es que en algún cementerio o en lo más profundo del bosque —respondió elclérigo.

—Esto cada vez me gusta menos —confesó Rojas—. Sin embargo, sigo creyendo que no haynada sobrenatural en ello. Tiene que haber alguna explicación. Puede que sean los asesinos, quede nuevo se están burlando de nosotros, como ya me temía. Por otra parte, tengo la impresión deque, en un instante, hemos dejado de ser perseguidores para convertirnos en perseguidos.

A pesar de tan malos presagios, el sol salió y la mañana transcurrió tranquila y sin incidentes.En San Romao da Retorta pararon a almorzar en una conocida venta, donde el dueño los recibiócon los brazos abiertos, por tratarse de los primeros peregrinos del día. Para empezar, les trajouna cazuela de xoubas o sardinillas guisadas, que les gustaron tanto que no dejaron ni una tristeraspa en el plato. Luego les sirvió un buen trozo de carne de vaca asada sobre unas brasas de leña,de la que también dieron buena cuenta, y, para terminar, les puso unas filloas, hechas con harina,huevos y leche, que les endulzaron la boca y les alegraron el alma. A la hora de cobrar, eso sí, yano fue tan generoso, sino más bien avariento. Pero había merecido la pena. La comida fue tancopiosa que ni el clérigo ni el pesquisidor podían apenas moverse; de modo que tuvieron quepedirle al ventero que les permitiera dormir la siesta en el establo en el que habían dejado lascabalgaduras.

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XX Camino de Palas de Rei, un poco más tarde Cuando por fin se despertaron de la siesta y se pusieron de nuevo en marcha, era ya cerca demedia tarde. Elías parecía disgustado e intranquilo, como si no hubiera dormido bien o siguierapreocupado.

—¿Qué tal estáis? —le preguntó Rojas, al ver que no decía nada.—He tenido una pesadilla y ahora no hago más que acordarme de una cosa que me contó mi

padre —le confesó Elías—. Según me dijo, él había peregrinado a Santiago en los años de laúltima gran peste. En esa época, muchos viajaron a Compostela huyendo de sus terribles efectos,pero la plaga venía con ellos, como si fuera su negra sombra, y se iba extendiendo a grandeszancadas a lo largo de la ruta jacobea. Aquí y allá se veían caminantes apestados, llenos de llagasy úlceras. Todos los senderos estaban sembrados de cadáveres, tantos que no daba tiempo aenterrarlos; así que los amontonaban y luego los quemaban de cualquier manera. La mayor partede los peregrinos andaban solos por temor al contagio. Las ventas, posadas, albergues y hospitalesestaban cerrados a cal y canto, pues nadie quería recibirlos ni darles de comer, y, en las afueras dealgunas aldeas, los apedreaban para que no pasaran por ellas. También las ciudades cerraron suspuertas, con el fin de que los romeros no pudieran entrar. De modo que tenían que dormir al raso yalimentarse de lo poco que encontraban por el campo.

»Una noche en que mi padre se había acostado cerca de un claro del bosque, lo despertó elsonido de unas campanillas. Se levantó a ver lo que era y descubrió que en el calvero del montese había concentrado una gran muchedumbre de ánimas. Eran os peregrinos da morte, que, enaquel momento, eran mucho más numerosos que los peregrinos vivos. A la cabeza iban variosjinetes guiando a los demás y allá por donde pasaban todo se marchitaba. De repente mi padre viovenir hacia él a varias ánimas, pero se encerró en un círculo y estas pasaron de largo. Luego sevolvió a dormir. Él me lo contó como si en verdad hubiera sucedido. Pero yo siempre he creídoque se trataba de un mal sueño. Sin embargo, ahora empiezo a dudar.

—Después de lo que hemos vivido estos días, es normal que estéis así. Mas todo va a cambiar—le aseguró Rojas para tratar de confortarlo.

Elías tornó a quedarse callado, como si ya hubiera dicho todo lo que tenía que decir, y Rojasdecidió no molestarlo, para no sacarlo de sus casillas.

Pasado un lugar llamado Senande, en la comarca de Ulloa, el pesquisidor tuvo que pedirle a suamigo que hiciera una parada. Pero este no le hizo caso, pues seguía sumido en sus obsesiones.

—¿Me habéis oído? —lo increpó Rojas.—¿Qué sucede ahora? —preguntó el clérigo con tono desabrido.—Que es preciso que nos detengamos. Desde hace rato, tengo una necesidad —se justificó

Rojas.—¿Y no podéis esperar a llegar a nuestro destino?

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—Si no os importa, prefiero evacuar en el campo a hacerlo en la letrina de un hospital. Y ya nopuedo aguantar más.

—Vos siempre tan oportuno —protestó Elías.—Y vos tan comprensivo como de ordinario —replicó Rojas con ironía.—Como queráis —concedió el clérigo, a regañadientes—. Yo os espero aquí con los caballos.Después de apearse, Rojas se adentró en una arboleda que había al lado del camino hasta dar

con un lugar apropiado. Allí se subió la saya, se bajó el calzón y se puso en cuclillas, y, mientrasevacuaba, no dejaba de mascullar. Estaba harto de ir de un lado para otro sin apenas un momentode respiro y, sobre todo, estaba hasta la coronilla de ese clérigo que, para su castigo, le habíatocado en suerte. Un desplante más y se apartaría de él; de ese modo, cada uno iría por su lado.

A punto estaba ya de acabar, cuando alguien lo golpeó en la cabeza y se le echó encima. Porsuerte el golpe no le pilló de lleno, dado que en ese momento estaba empezando a incorporarse ypudo esquivar al atacante. Tras subirse los calzones, se hizo con el bordón para tratar dedefenderse. Pero, de pronto, apareció otro agresor y entre los dos lo acorralaron. Aunque nopensaba rendirse, Rojas se daba ya por perdido, y así habría sido si el clérigo no hubiera acudidode inmediato en su defensa. Armado con su crucifijo-puñal, arremetió contra los dos malhechores,hiriéndolos en los brazos y en alguna otra parte del cuerpo, lo que hizo que tuvieran que huir atoda prisa.

—Gracias por librarme de una muerte tan deshonrosa —le dijo el pesquisidor.—Para que luego os burléis de mi peculiar arma.—Bien sabe Dios que no volveré a hacerlo.—Más os vale. ¿Sabíais, por cierto, que así murió el rey Sancho II de Castilla? —preguntó el

clérigo, siempre tan erudito.—Algo me suena.—A juzgar por lo que dicen algunos romances sobre el cerco de Zamora, don Sancho fue

asaeteado, mientras evacuaba al borde de un camino, por un tal Vellido Dolfos, por cierto, deorigen gallego, que, según unos, lo mató de forma heroica; y, en opinión de otros, con alevosía,como han tratado de hacer hoy con vos. En cualquier caso, él acabó descuartizado —le informóElías.

—Pues entonces vamos a por ellos. Están heridos; así que no pueden haber ido muy lejos.Después de dar con el rastro de los caballos de los huidos, los persiguieron durante cerca de

una hora. Era ya casi de noche cuando los vieron entrar en un castillo situado sobre una colina,junto a un pequeño río, en cuyos alrededores había espesos bosques, algunas tierras de labor yabundantes pastos para el ganado.

—Creo que se trata del castillo de Pambre; se llama así por el río —indicó Elías.—¿Y por qué lo sabéis?—Porque es uno de los pocos que se mantienen en pie en toda Galicia.En torno al recinto había una muralla gruesa y baja, adaptada a la configuración del terreno. La

puerta tenía un arco de medio punto y en él se podía apreciar el escudo de armas de los Ulloa. Ala derecha de la entrada, cerca de la fortaleza y en un plano más bajo que el resto, se veía unaespecie de capilla o ermita y, enfrente, un hórreo de cuatro aires. El edificio central lo formabanel castillo de planta cuadrada, robusto y a la vez hermoso, y una gran torre del homenaje situadaen medio, airosa y arrogante. En los vértices se encontraban otras cuatro torres almenadas demenor y desigual tamaño que estaban unidas entre sí por un muro de gran grosor, con estrechasaspilleras aquí y allá.

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Rojas y Elías dejaron los caballos en el lindero del bosque y se acercaron de forma sigilosapara ver si descubrían algo, pues no era cuestión de llamar a la puerta cuando no sabían quiéneseran los que se encontraban dentro. Después de saltar la cerca exterior por una parte que seencontraba en ruinas, se fueron a esconder detrás del hórreo. Entre la entrada del castillo y lacapilla, había varias antorchas colocadas en postes de madera, pero no se avistaba ni un alma.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Elías.—Creo que oigo pasos —avisó Rojas.Desde su escondite, vieron salir a varios caballeros del interior de la fortaleza. Vestían túnica

blanca y capa negra y portaban una espada al cinto y un cirio en la mano. Al llegar a la esquina dela torre, giraron a la izquierda y se dirigieron a la pequeña capilla situada junto al muro.

—Tenemos que acercarnos —propuso Rojas.—¿Y si nos descubren?—Lo haremos con cuidado.Cuando los caballeros entraron en la capilla, ellos se dirigieron al ábside, amparándose en las

sombras. En él había un par de ventanucos desde los que se podía observar el interior. Loscaballeros se habían dispuesto a lo largo de los muros laterales, presididos por el que parecíadirigir la ceremonia, que estaba de espaldas al altar. Desde donde se hallaban, Rojas y Elíaspudieron ver que, en la capa, a la altura del hombro izquierdo, llevaban bordada una cruz patadade color rojo, propia de los templarios, con una venera amarilla en el centro.

En el umbral de la puerta, se encontraba un caballero muy joven, vestido con una túnica blanca,pero sin capa, que parecía estar aguardando a que lo llamaran. El que estaba en el altar comenzó ahablar con voz solemne y estentórea:

—Como maestre de la Orden, os doy la bienvenida al capítulo de los Pobres Caballeros deCristo y del Templo de Santiago, cuya misión es proteger y defender el Camino y el sepulcro delapóstol, al que Jesús bautizó con el sobrenombre de Hijo del Trueno, por su carácter guerrero. Y,al igual que él combatió con saña contra los infieles y los enemigos de nuestra fe, nosotrosdebemos luchar ahora contra aquellos que hacen daño a los peregrinos y se aprovechan de ellos oprofanan con sus actos la ruta jacobea, con el fin de destruirla y sumirla en el descrédito.

Rojas y Elías, que escuchaban con gran atención lo que el maestre les decía a los otroscaballeros, se miraron con sorpresa.

—Pero nosotros —prosiguió el maestre—, con la ayuda de Dios y de Santiago y de nuestroshombres, salvaremos el Camino de aquellos que ahora lo mancillan con sus impías obras yreintegraremos al arca marmórea del templo compostelano los restos del apóstol, durante tantotiempo ausentes. Hágase por siempre la voluntad de Nuestro Señor.

—Amén —contestaron los demás caballeros al unísono.—Con la venia de vuestra señoría —intervino uno de los caballeros que estaban situados junto

a la puerta—, queremos hacer pasar a don Alfonso de Acevedo, hombre de muy noble y limpiolinaje, buen soldado y mejor cristiano, que ha solicitado entrar en nuestra Orden.

—Que sea llamado a capítulo —ordenó el maestre de forma imperiosa.El caballero que había hablado tomó del brazo al que aguardaba en el umbral y lo condujo

hacia el altar; después le hizo un gesto para que se pusiera de rodillas frente al maestre.—Hablad —le ordenó este.—Señor, me presento ante Dios, ante vos y ante vuestros hermanos, con el ruego de que me

admitáis en la Orden, para ser de ahora en adelante vuestro siervo —solicitó el aspirante.—¿Conocéis nuestra regla y las duras condiciones que se exigen para entrar en ella? —preguntó

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el maestre.—Conozco la regla, cumplo las condiciones y me comprometo a respetarlas siempre con la

ayuda de Dios —aseguró el postulante.—Si alguno de vosotros sabe de algún motivo o hecho que le impida ser un hermano de nuestra

Orden, que lo declare ahora —planteó el maestre, dirigiéndose a los allí presentes.Nadie dijo nada.—¿Juráis ante Dios y ante vuestros futuros hermanos que, de ahora en adelante y durante todos

los días de vuestra vida, obedeceréis al maestre y a los que sean vuestros superiores y cumpliréistodos los deberes, condiciones y obligaciones impuestos por nuestra regla, según se os haexplicado antes de ser llamado a capítulo? Recordad que a partir de ahora vuestra decisión esirrevocable.

—Sí, juro —contestó el postulante.A continuación, el maestre lo ayudó a ponerse en pie y lo invistió como caballero de la Orden,

haciéndole entrega del manto, la cruz y la espada; después lo abrazó y le dio el ósculo fraternal.Acabado el acto, los caballeros salieron de la capilla, encabezados por el maestre, para regresaral castillo con gran solemnidad y un nuevo miembro entre sus filas.

Tras abandonar sus puestos, Rojas y Elías saltaron de nuevo la cerca y subieron a sus caballos.Por el camino fueron comentando la ceremonia de la que acababan de ser testigos.

—Tengo la impresión de que cada vez son más los que sueñan con ser caballeros andantes,como el loco aquel de Puente de Órbigo, ya sea justando aquí y allá o protegiendo el Camino deSantiago —señaló el clérigo.

—Tal vez sea la añoranza de tiempos pasados —apuntó Rojas—. Pero ¿qué me decís de lo quehemos visto en la capilla?

—A juzgar por el nombre, los símbolos y los rituales, deben de considerarse herederos ocontinuadores de la Orden del Temple —conjeturó el clérigo—. No sé si sabéis que, cuando en sudía fue disuelta por el papa a instancias del rey de Francia, muchos de sus miembros se quedaroncerca de las antiguas encomiendas en espera de poder recuperar sus propiedades y volver a lasandadas, tal vez bajo otro nombre, como parece que ocurre en este caso. Me imagino que querránaprovechar las circunstancias actuales para proteger a los peregrinos y darse a conocer; de estaforma a la Iglesia no le quedará más remedio que reconocerla por la fuerza de los hechosconsumados. Ya habéis visto que son muchos los que están reclamando que las órdenes militaresintervengan y vigilen el Camino.

—Entiendo lo de que quieran defender a los peregrinos. Pero ¿por qué ha hablado el maestre dereintegrar los restos del apóstol al sepulcro de la catedral? ¿Es que acaso no están allí? —inquirióRojas. La pregunta era clara y rotunda, pero el clérigo no dijo nada, y a Rojas su silencio lepareció harto elocuente—. ¿Son ciertos, pues, los rumores de los que me habló Tomás Casares?¿Tienen razón Erasmo, Lutero y todos los que piensan como ellos con respecto a las supuestasreliquias de Santiago? —inquirió Rojas muy serio.

Elías volvió a quedarse callado. Tenía el ceño fruncido y la boca muy cerrada, como siestuviera ocultando un terrible secreto y tratara de impedir que las palabras lo delataran. Pero alfinal pudo más la lealtad hacia Rojas.

—Me gustaría confesaros algo —dijo por fin—. Mas solo lo haré si me juráis que no se lorevelaréis a nadie. Lo que os voy a contar no debe saberse bajo ninguna circunstancia.

—Tenéis mi palabra —aseguró el pesquisidor.—Hace ya varios años —comenzó a decir Elías, después de una breve pausa—, unos ladrones

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trataron de robar de forma reiterada los restos del apóstol de la cripta de la catedral. Las primerasveces fueron descubiertos a tiempo, si bien no pudieron ser perseguidos ni detenidos, pues eranmuy pocos los encargados de custodiar el sepulcro, a pesar de que el arzobispo de entonces,Alonso de Fonseca y Ulloa, era consciente de que había varios reinos que codiciaban las santasreliquias. El caso es que, meses después, hubo un nuevo intento y esta vez los bandidosconsiguieron llevárselas. Para evitar el escándalo y las terribles consecuencias que de ellopudieran derivarse, se acordó guardar secreto y no hacer público el robo sacrílego. Se encargó,entonces, al maestre de la Orden de San Juan de Jerusalén que, con varios de sus caballeros deconfianza, las buscara por todas partes, pero, tras mucho indagar, no lograron dar con ellas ni conlos ladrones. Así las cosas, su excelencia reverendísima decidió enterrar en el sepulcro deSantiago unos huesos anónimos traídos por esa misma Orden desde Tierra Santa. Por fortuna, todose hizo en secreto y el engaño no trascendió. ¿Os imagináis por un momento lo que habría pasadosi el asunto se hubiera hecho público? Que ya nadie peregrinaría a Santiago, con todo lo que esosignifica. Al final tan solo llegaron a percatarse unos pocos, que enseguida fueron obligados aprestar juramento de no revelarlo a nadie, bajo pena de muerte y excomunión. Ahora estáinformado también el actual arzobispo y, si yo estoy al corriente, es porque soy archivero de lacatedral y tengo acceso a algunos documentos y lugares ocultos. En todo caso, esta es la primeravez que se lo cuento a alguien. Por eso me resulta tan extraño que estos caballeros lo sepan. Delas palabras del maestre parece deducirse que tienen intención de reanudar la búsqueda de losrestos, lo que sería bueno si es que, en efecto, dan con ellos. Pero, si no es así, y los hechos sedifunden, podría acabar enterándose mucha gente. Y esta vez sí que tendríamos un grave problema,por lo que, en mi opinión, lo mejor sería dejar las cosas como están, y estoy seguro de que elarzobispo pensará lo mismo.

—De todas formas, va a tener que pararles los pies.—Y tanto que sí. Lo que no sé es cómo. Los caballeros gallegos son gente poco proclive a

obedecer órdenes. Hasta que la reina Isabel los metió en cintura, muchos nobles de estas tierras,como el célebre mariscal Pardo de Cela, eran poco menos que salteadores de caminos para losque los peregrinos eran presa fácil —le informó Elías—. Ahora, sin embargo, algunos pareceninteresados en proteger a los romeros, tal vez para compensar antiguos pecados y desmanes,aunque, eso sí, querrán hacerlo a su manera y sin respetar la ley.

—Por eso deberíamos contarle al arzobispo lo que hemos visto esta noche, y que él decida —leaconsejó Rojas.

—Por supuesto, se lo diremos, pero de momento os ruego que no habléis de esto con nadie —insistió Elías, muy serio.

—¿Y qué habrá sido de aquellos a los que vos dejasteis heridos? —inquirió Rojas de pronto.—Supongo que serán peones o criados de estos caballeros.—Me pregunto por qué me atacarían.—Me imagino que les resultaríais sospechoso.—¿Yo? ¿Por hacer mis necesidades en el bosque? ¿Acaso está prohibido? —protestó Rojas.—Tal vez no les haya gustado que lo hagáis en sus tierras.—No se pueden poner puertas al campo.—Lo importante es que no pasó nada.—¿Y ahora adónde vamos?—Debemos de estar cerca de Palas de Rei, donde hay varias posadas y un hospital de

peregrinos perteneciente a la Orden de los Caballeros de San Juan de Jerusalén. Pero no estoy

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seguro.Al poco rato vieron a un campesino que había salido a echarle un vistazo al ganado antes de

acostarse y le preguntaron si iban bien para Palas de Rei. El hombre se rascó el cogote y les dijoque eso dependía, y a Rojas casi le da un ataque de furia. Por fin, el hombre se lo pensó mejor yles contó que estaban a menos de una legua y les indicó por dónde ir, sin más complicaciones.

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XXI Palas de Rei y castillo de Pambre, poco después Palas de Rei era final y principio de etapa del Camino Francés, ese que, después de transitar porO Cebreiro, continuaba por Triacastela, Sarria y Portomarín, lo que hacía que, durante laprimavera y el verano, no pararan de llegar peregrinos a casi todas horas. Existía igualmente lacostumbre de que aquellos romeros que se habían conocido a lo largo del recorrido se reunieranallí para seguir juntos hasta Compostela, teniendo a veces que esperar durante varios días, pues notodos caminaban al mismo paso.

Cuando Rojas y Elías llegaron, todo parecía tranquilo y los peregrinos que se veían por lascalles estaban alegres, como si se hubieran olvidado por un momento de los criminales que losacechaban. El hospital, por otra parte, estaba casi lleno. El pesquisidor le preguntó al encargadosi ese día habían matado a alguien en Palas de Rei.

—No. ¿Por qué lo decís?—¿Y en San Romao?—Tampoco.—¿Estáis seguro?—A estas horas ya lo sabríamos —respondió el hombre, de forma tajante.Después de concertar el hospedaje y dejar las caballerías, Rojas y Elías se dirigieron a un

mesón que permanecía abierto. Allí les sirvieron de cenar algo de lacón y queso de la Ulloa.—Al menos hoy sí que podremos dormir tranquilos; parece que esta vez no han matado a nadie

—apuntó Elías con alivio, después de probar el vino.Rojas, sin embargo, se quedó pensativo y con el ceño fruncido, ya que algo le rondaba la

cabeza.—¿Y si el objetivo de hoy era yo, pero me libré de ello gracias a vos? —reflexionó en voz alta,

sin poder evitarlo.—¿Habláis en serio? ¿Estáis insinuando que la dichosa Orden podría estar detrás…? —

preguntó el clérigo.—Por supuesto, no tenemos pruebas —lo interrumpió Rojas—, pero cada vez estoy más

convencido y no puedo apartarlo de la mente. Esa gente no me da buena espina.—Me temo que exageráis —comentó el clérigo.—En todo caso, es una hipótesis menos descabellada que la de los peregrinos de la muerte —

añadió el pesquisidor con cierto sarcasmo.—Será mejor que cenemos; creo que, después del susto que os dieron, se os ha reblandecido el

cerebro. Cuando regresaron al hospital, observaron que había mucha gente en la puerta, lo que no podíaconsiderarse buena señal, dada la hora que era. En el zaguán estaban el hospitalero y varios

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alguaciles.—¿Qué ha pasado? —preguntó Rojas.—Tiene gracia que vos lo queráis saber —le contestó el hospitalero—. Él fue el que me

preguntó hace unas horas si habían matado a alguien en Palas de Rei —comentó, dirigiéndose alalguacil mayor.

—¿Acaso ha habido un nuevo muerto? —quiso saber Rojas.—¿De dónde venís? —inquirió de pronto el alguacil mayor.—De cenar en el mesón.—¿A estas horas?—Hoy hemos tenido un día muy movido y eso ha hecho que llegáramos tarde. El mesonero

podrá corroborar lo que decimos.—¿Y por qué le preguntasteis al hospitalero si habían matado a alguien?—Como es lógico, estamos preocupados por los asesinatos.—Pues ya tenéis otro motivo para estarlo. Hace un rato el hospitalero encontró el cadáver de un

peregrino en el corral.—¿Nos permitís echar un vistazo? A lo mejor podemos ayudaros —solicitó Rojas.—¿Acaso sois adivino?—He sido alcalde mayor en Talavera de la Reina.El alguacil mayor lo miró de soslayo antes de decir que sí. Luego los condujo a la parte trasera.

En el corral había un peregrino tumbado sobre el suelo con los brazos en cruz y las palmas de lasmanos hacia arriba. Cuando, a la luz de una antorcha, pudieron verle la cara, descubrieron contristeza que se trataba de Pietro, el joven estudiante de Roma.

—¿Lo conocíais? —preguntó el alguacil.—Coincidimos con él hace unos días camino de Ponferrada. Se llamaba Pietro y cursaba

teología en Roma. Desde entonces, no habíamos vuelto a verlo —le informó Rojas.—Los datos se corresponden con lo que pone en el salvoconducto que hemos encontrado en su

escarcela.—¡Es terrible! —exclamó el clérigo, persignándose.—Como podéis comprobar —indicó el alguacil—, el cadáver tiene un golpe en la cabeza y una

puñalada en el pecho, y, por lo que se cuenta por ahí, es así como murieron los otros peregrinos.—Eso hemos oído —confirmó el pesquisidor—, y también la postura parece la misma. ¿Habéis

hallado debajo del cadáver una especie de letra escrita en el barro?—Ahí la tenéis —indicó el alguacil mayor, al tiempo que lo ladeaba un poco y acercaba su

antorcha.—¿Habéis averiguado algo más?—Por ahora no tenemos testigos; de ahí que, hasta hace un momento, vos y vuestro amigo

fuerais los únicos sospechosos.—Sentimos mucho haber dado pie a ello —le dijo Rojas.—En estos días hay que andarse con mucho ojo —aconsejó el alguacil.—Por cierto, deberíais vigilar a la gente del castillo de Pambre —dejó caer el pesquisidor.—¿Por qué motivo? —inquirió el alguacil mayor con cierta suspicacia.—Dos de sus hombres me atacaron esta tarde cerca de Senande; si no llega a ser por mi amigo,

que corrió a defenderme, a estas horas no lo contaría. Los perseguimos a caballo y pudimos vercómo se refugiaban en el castillo, y, por lo que luego observamos, algunos caballeros han fundadouna especie de orden secreta con el pretexto de proteger a los peregrinos, pero la cosa no huele

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bien; así que habría que hacerles una visita antes de que cometan alguna fechoría —le advirtió elpesquisidor.

—Cómo se nota que no sois de por aquí, pues, en tal caso, sabríais que es mucho lo que meestáis pidiendo —replicó el alguacil—. En estas tierras nadie osa molestar ni llevarle la contrariaa don Sancho de Ulloa, hijo ilegítimo de don Sancho Sánchez de Ulloa y hermano bastardo portanto de la actual señora de Ulloa y condesa de Monterrey, emparentada por cierto con el anteriorarzobispo de Santiago, ni a ningún miembro de su familia, tan temida como odiada, si no quieresalir malparado. En sus buenos tiempos, llegaron a contar con un ejército de más de tres milhombres y siempre han hecho lo que han querido: robos, secuestros, violaciones, asesinatos,incendios de casas, asaltos a viajeros… Ni siquiera los irmandiños lograron destruir su fortalezay, menos aún, socavar su autoridad; en estas tierras fue la única que se les resistió. Tan solo losReyes Católicos consiguieron meterlos luego un poco en cintura. No obstante, llevan un tiempocon ganas de volver a la gresca. Así que me vais a permitir que no haga nada al respecto. El rey esel único que podría doblegarlos y, por lo que parece, ahora tiene otras preocupaciones.

—¿Y si os dijera que soy el pesquisidor enviado por su excelencia reverendísima Juan Pardode Tavera, arzobispo de Santiago y presidente del Consejo de Castilla, para investigar losasesinatos? —planteó Rojas.

—¿Significa eso que los consideráis sospechosos?—Bueno, es una posibilidad que, en este momento, no podemos descartar.—En ese caso, no tendría más remedio que acompañaros —concedió el alguacil sin mucho

entusiasmo.—Pues aquí tenéis mis credenciales —le comunicó Rojas, al tiempo que las extraía de la

escarcela—. Pero os ruego, eso sí, que lo mantengáis en secreto.Mientras el alguacil las examinaba con atención, Elías se acercó a Rojas y lo miró con gesto de

asombro.—Pero ¿qué es lo que os ha dado de repente? —susurró, para que el alguacil no lo oyera—.

¿Es que, después de la muerte de Pietro, no os ha quedado claro que vos no erais la víctimaelegida y que, por tanto, tienen que ser otros los asesinos?

—A Pietro lo han matado, precisamente, para que pensemos eso y así poder disimular su error—replicó Rojas.

—¿Y se puede saber cuándo lo han hecho si estaban todos celebrando la ceremonia y no hemosvisto a nadie salir del castillo?

—Ha debido de ser alguno de los peones o secuaces que están a su servicio. ¿Acaso creéis quelos caballeros se van a manchar las manos o sus hermosas capas con sangre de peregrinos?

—Todo en orden —le dijo el alguacil a Rojas, tras devolverle sus credenciales.—Pues no perdamos más tiempo.—¿No estaréis pensando en que vayamos ahora? —objetó el alguacil.—Para qué dejar para mañana lo que podamos hacer a medianoche; de esa manera, además, los

sorprenderemos y será más fácil interrogar a don Sancho.—Me temo que no se lo va a tomar muy bien.

Según les contó el alguacil, el castillo de Pambre estaba situado cerca de la aldea de San Xiao yera una de las pocas fortalezas gallegas que no habían sido derribadas durante las revueltas de losirmandiños, acontecidas cincuenta años antes, cuando estos trataron de desembarazarse del poderde los nobles destruyendo sus castillos, que eran su principal refugio en caso de guerra, pero

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también un claro símbolo de su poder. Asimismo, sus muros habían sido testigos de las luchasentre la nobleza y el que fuera arzobispo de Santiago, Alonso de Fonseca y Acevedo, padre de susucesor en el cargo, Alonso de Fonseca y Ulloa.

Uno de los alguaciles golpeó con el pomo de su espada en la puerta y al rato los hombres queestaban de guardia preguntaron a gritos qué querían. El alguacil mayor se identificó y pidió hablarcon don Sancho con urgencia, pues era un asunto grave. Uno de los guardias les pidió entonces queesperaran. Cuando por fin se abrió la puerta, vieron acercarse a ella a don Sancho de Ulloa, queandaba a grandes zancadas, acompañado por varios hombres con antorchas y bien pertrechados.El maestre era un hombre de unos cuarenta y cinco años, de complexión fuerte y tirando a alto.Tenía el pelo muy corto, los ojos vivos, la nariz recta y la barba hirsuta. Aparentaba gran dominiode sí mismo y una gran autoridad.

—¿Quién demonios quiere verme a estas horas? —preguntó con tono iracundo y gestodesafiante.

—Perdonad las molestias. Somos los alguaciles de Palas de Rei. Hemos venido a estas horasporque estos hombres que nos acompañan dicen que dos de los vuestros los atacaron cerca deSenande y que, después de huir a caballo, acabaron refugiándose en este castillo. ¿Es eso cierto?—preguntó el alguacil mayor.

—Aquí lo único cierto es que esos individuos hirieron gravemente a los míos y luego lospersiguieron con saña, sin duda con la intención de matarlos.

—Eso no es verdad, y fueron ellos los que atacaron primero —puntualizó Rojas.—Si así lo hicieron, por algo sería —repuso don Sancho de Ulloa con altivez—. Como bien

sabéis, estos días están ocurriendo cosas terribles. Ayer, sin ir más lejos, mataron a un sodomitaen los baños de Lugo y, según les contaron a mis hombres los alguaciles de la ciudad, los dosestabais junto al cadáver y en paños menores, lo que os convertía en principales sospechosos. Poreso les dieron vuestras señas personales. En cuanto a la ruta que seguiríais, era fácil de deducir.Así que ordené a los míos que salieran a vuestro encuentro antes de que llegarais a estas tierras.

—Si éramos sospechosos, ¿por qué los alguaciles de Lugo no nos detuvieron? —objetó elpesquisidor.

—Porque no les interesabais —replicó don Sancho—. Les habían ordenado no armardemasiado jaleo, ya que el Concejo de Lugo no quería que la cosa trascendiera. Lo que no quitapara que los alguaciles quisieran prevenirnos, por lo que pudiera pasar. No es la primera vez quenos advierten de un posible peligro.

—¿Y por qué no nos avisasteis a nosotros? —quiso saber el alguacil mayor.—Porque no había tiempo. Pero, tan pronto los hubiéramos detenido, os los habríamos

entregado.—¿No pensaréis en serio que nosotros somos los asesinos? —señaló el clérigo.—Eso es lo que parece. Por no hablar de las heridas infligidas a mis hombres —adujo don

Sancho.—Ya se os ha dicho que estas fueron en defensa de mi amigo —se justificó el clérigo.—En cuanto a lo demás, hay una explicación —declaró Rojas.—Todo eso se lo tendréis que aclarar a los alguaciles aquí presentes; yo me limito a constatar

unos hechos, en los que ni entro ni salgo —replicó don Sancho, como quien no quiere la cosa.—Por supuesto que lo haremos. Pero creo que vos también debéis esclarecer muchas cosas,

empezando por esa orden secreta que habéis fundado —le advirtió Rojas con tono amenazador.—¿A qué orden os referís?

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—No os hagáis de nuevas con nosotros; hace unas horas mi amigo y yo asistimos a escondidas ala ceremonia que celebrasteis en la capilla.

Por un momento, el maestre se quedó sorprendido y sin saber qué decir.—Está bien; puede que nos hayamos equivocado con vos y con vuestro amigo —apuntó don

Sancho plegando velas, con un tono más conciliador—. Consideradlo, si queréis, un exceso decelo por nuestra parte. Teníamos noticia de que los asesinos andaban por estas tierras con laintención de perpetrar su siguiente crimen y no había tiempo que perder. Así que es natural quenos hayamos precipitado. Pero eso no volverá a pasar, os lo garantizo.

—¿Y qué me decís de la Orden? —insistió Rojas.—¿Tenéis algo que contarnos a ese respecto? —inquirió el alguacil mayor.—Es verdad que un grupo de caballeros y yo estamos intentando crearla, pero os aseguro que

nuestra única intención es proteger el Camino y a los peregrinos de todo aquel que quiera hacerlesdaño y que no actuaremos de manera abierta hasta que tengamos la correspondiente autorizaciónde la Iglesia o hasta que el Concejo nos lo solicite —aseguró don Sancho.

—Para salvaguardar la ruta jacobea ya están la Orden de Santiago o la de los Caballeros deSan Juan de Jerusalén —le recordó el clérigo.

—Pero hace mucho que no llevan a cabo su sagrada misión, y los alguaciles os lo podrándeclarar igual que yo —replicó don Sancho—. Lo único que a tales órdenes les interesa ahora esacumular dinero, propiedades y mujeres. Ahí tenéis, sin ir más lejos, a menos de tres leguas deaquí, el monasterio de Vilar de Donas, de la Orden de Santiago, cuyos monjes guerreros viven consus barraganas e hijos dentro del monasterio, sin cumplir con los votos ni respetar las reglas yrodeados de toda clase de riquezas. Y no lo digo solo yo; hace poco lo dejaron por escrito variosvisitadores, que entre otras cosas les exigieron que, para evitar el escándalo, las mujeres y losniños se trasladaran a las casas anejas construidas para tal fin, pero los freires han hecho casoomiso del mandato. Sin embargo, de la protección del Camino y de sus verdaderos fines yfunciones hace tiempo que se olvidaron, y eso lo saben bien los criminales; de ahí que ahora secometan tantos delitos en el Camino de Santiago. Por eso nos vemos en la obligación deintervenir. Como caballeros cristianos que somos, estamos muy preocupados por el buen nombrede la ruta jacobea y la seguridad de los peregrinos —añadió con tono compungido.

—Agradecemos que, en un momento como este, queráis proteger a los romeros, pero eso no osda licencia para actuar a vuestro antojo, ni mucho menos para atacar, amedrentar o detener aposibles sospechosos. Así que, a partir de ahora, más vale que os andéis con cuidado y me deiscuenta con la debida antelación de vuestras intenciones —le advirtió el alguacil mayor.

—Contad con ello —concedió don Sancho—. Y a vos os pido disculpas por el comportamientode mis hombres —añadió, dirigiéndose a Rojas.

—Y yo a vos, por haberlos herido —le dijo el clérigo al maestre.—Por mí está todo perdonado.—En ese caso, podemos irnos —concluyó el alguacil mayor.—Si os parece bien, puedo hacer que varios de mis hombres os acompañen hasta Palas de Rei

—les ofreció el maestre.—No es necesario. Os lo agradezco —dijo el alguacil.

Por el camino fueron hablando de la actitud de don Sancho. Rojas estaba ya casi seguro de que erael principal responsable de los asesinatos, aunque todavía no pudiera demostrarlo. Elías, sinembargo, no parecía estar muy de acuerdo. El alguacil mayor, por su parte, tenía sus reservas, tal

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vez porque no quería tener que vérselas con el sospechoso. De todas formas, se comprometió avigilarlo de cerca. Mientras tanto, el pesquisidor y el clérigo harían la siguiente etapa para tratarde evitar una nueva muerte y conseguir alguna prueba.

Cuando llegaron al hospital, Rojas y Elías dejaron los caballos en las cuadras y se fueron adormir.

—Desde luego, ha sido un día largo —exclamó el clérigo.—Y lleno de incidentes —añadió Rojas.—¿De verdad creéis que ellos son los asesinos?—Y vos, ¿seguís pensando que los responsables son los dichosos peregrinos de la muerte?—¿Y por qué no? —replicó el clérigo.—Es tan absurdo que no quiero volver a hablar de ello.—Entonces, ¿para qué preguntáis? ¿O es que albergáis alguna duda?—Ninguna. Era solo una pregunta retórica. Lo más probable es que fueran los hombres de don

Sancho, que venían de Lugo, donde acababan de cometer su última fechoría. Y, hablando delmaestre, ¿es verdad lo que ha contado de la Orden de Santiago?

—Desde luego, las órdenes se han relajado mucho de un tiempo a esta parte; así que puede que,en ese aspecto, tenga razón. Pero eso no le da derecho a fundar una nueva y menos a cometertropelías —arguyó Elías.

—Como vos mismo me dijisteis, los Ulloa son gente muy poderosa, de esa a la que le gustaimponer siempre su santa voluntad. De modo que no creo que los alguaciles puedan hacer muchopara contenerlos —concluyó el pesquisidor.

—¿Y qué otra cosa se os ocurre?—Escribirle ahora mismo al arzobispo para que tome cartas en el asunto.

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XXII Camino de Melide, al día siguiente Con el alba Rojas y Elías dejaron el hospital y prosiguieron viaje en dirección a Melide. Yaquedaban muy pocas etapas para arribar a Santiago y, por lo tanto, era perentorio atrapar a losasesinos, con el fin de que no siguieran sembrando el terror entre los peregrinos, que cada vezeran más numerosos y estaban más deseosos de culminar el Camino.

Los grupos que habían quedado en viajar juntos a Santiago se habían ido reuniendo a la salidade Palas de Rei, en un lugar conocido como Campo dos Romeiros, en la parroquia de O Carballal.A pesar de lo temprano de la hora, el gentío era enorme y bullicioso. Sin embargo, se percibíacierta tensión, fruto del miedo, ya que todos sabían que al final de la jornada les podía aguardar unnuevo asesinato. ¿Quién sería el elegido esta vez? Eran tantos que cualquiera sabía. ¿Estarían loshomicidas entre los allí presentes? Lo más seguro era que sí, al menos alguno de ellos, bienescondido bajo su disfraz de romero, al acecho de su siguiente víctima.

—¿Sabéis que, en el Liber Sancti Jacobi, se dice que entre Portomarín y Palas de Rei lasmeretrices solían salir al encuentro de los caminantes para ofrecerles sus servicios? —le comentóElías.

—Tal vez eso explique lo contentos que están algunos —bromeó Rojas.—Según escribe Aymeric Picaud —informó el clérigo—, tales mujeres deberían ser

excomulgadas, despojadas de todas sus posesiones, presas y avergonzadas, para después cortarleslas narices y exponerlas al escarnio público.

—Un castigo muy cristiano y piadoso —ironizó el pesquisidor.De repente aparecieron decenas de peregrinos que iban riendo y cantando y llevaban flores en

el sombrero para que ninguno se despistara.—Ciertamente, esto parece una romería —comentó Rojas.—Pues será peor cuando lleguemos a Melide —le advirtió el clérigo—. Son tantos los romeros

que allí se congregan que hay momentos en que no se puede dar un paso. Así que debemos andarcon cuidado. Hoy va a ser muy difícil movernos a caballo.

—Peor lo tendríamos si fuéramos a pie.Entre los peregrinos, los había de todos los reinos cristianos y puede que de algunos que no lo

eran, por lo que sus conversaciones parecían una babel de lenguas, si bien muchos secomunicaban en latín, que era la lengua franca de la ruta jacobea.

—¿No os parece emocionante? —le preguntó Elías a Rojas con entusiasmo—. Todos unidos ycaminando en una misma dirección.

—Esperemos que don Sancho no quiera aprovechar la ocasión para tratar de demostrarnos queno nos teme causando una tragedia —comentó Rojas.

No muy lejos de donde estaban, una mujer intentaba abrirse paso inútilmente entre el gentío. Porlo visto, era la viuda de un importante noble de Valladolid, que viajaba con un gran cortejo de

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acompañantes y criados y un carro cargado de presentes para el apóstol, y que no paraba deprotestar, pues se habían quedado atascados. Detrás iban cuatro excautivos que debían de haberhecho voto de peregrinar a Compostela si eran liberados de su prisión. También había algunosleprosos, aunque estos caminaban por los linderos del bosque, separados de los demás,anunciando su presencia con una campanilla o una carraca, dado que su enfermedad seconsideraba una maldición de Dios.

Asimismo, descubrieron a numerosos gallofos, pícaros, ladronzuelos, embaucadores,vendedores de reliquias y mendigos de oficio tratando de buscarse la vida; para ello, algunos sevalían de todo tipo de triquiñuelas, engaños y artimañas, como hacerse amigos de los romeros,para luego desvalijarlos en lugares solitarios, o simular que estaban llagados y contrahechos, paradespertar su conmiseración. Cuando llegaron a Melide, el griterío era ensordecedor, pues allí se juntaban los que viajaban porel Camino Francés y los que lo hacían por el Primitivo, por lo que, a la entrada, apenas se podíaandar sin tropezar continuamente con alguien. Buena parte de Melide estaba destruida, ya quehabía sido arrasada durante las revueltas de los irmandiños. Pero eso a los que peregrinaban noparecía causarles ningún disgusto ni decepción. Lo importante para ellos era que ya se sentía laproximidad de Santiago y el final de su periplo.

Junto a una iglesia había un ciego con una zanfona, a la que algunos llamaban con algo de sornalira mendicorum, «lira de los mendigos», cantando con voz monótona un romance de peregrino.En él se daba cuenta de uno de los muchos milagros acontecidos en la ruta jacobea:

A visitar al apóstolcaminaba un peregrino.Al salir de Triacastela,se encontró con un bandido.—Dame todo lo que tengas,por Santiago te lo pido.—Dinero no puedo darte,pues lo gasté en el camino,pero, si quieres mi capa,la compartiré contigo.—Tu capa yo no la quiero;quiero pan para mis hijos.Para mí y mis compañeros,un vaso de blanco o tinto.Santiago, que lo ha escuchado,su deseo ha concedido.Pues del zurrón del romerodos hogazas han salido.De su pobre calabazados azumbres de buen vino.El ladrón, al ver aquello,se convirtió en peregrino.

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Según comentaban los romeros, todos los hospitales, albergues y posadas del lugar y de losalrededores estaban abarrotados, por lo que tenían que buscar alojamiento en establos o en casasparticulares o dormir al raso. También las tabernas y mesones estaban a rebosar; de ahí que, en uncampo que había a la entrada, varias mujeres vestidas de negro estuvieran cociendo pulpo en unosenormes calderos de cobre, bajo la sombra de los robles y castaños. Junto a una de las pulpeirasse había instalado un grupo de monjas, que aguardaba cantando a que estuviera lista la comida. Alverlos aparecer, una de las novicias empezó a llamarlos a gritos, sin parar de hacer gestos con lasmanos. Era Rosalía.

—Pero ¡si sois vos! —exclamó Rojas con gran contento.—Me alegra mucho veros bien —exclamó ella—. ¿Y cómo es que ahora vais a caballo?—Para movernos mejor; recordad que tenemos una importante tarea que cumplir —le explicó

Rojas.—Nosotras venimos de San Romao da Retorta. Allí nos dijeron esta mañana que habían matado

a un nuevo peregrino en Palas de Rei.—Se trataba de un joven estudiante de Roma cuyo único delito era peregrinar tras los pasos de

Prisciliano, en lugar de hacerlo en nombre de un apóstol que probablemente nunca estuvo, ni vivoni muerto, en el lugar que ahora lleva su nombre —le informó Rojas.

—Lamento mucho oír eso, pues mi admirada Egeria también fue seguidora de Prisciliano, de loque deduzco que sus doctrinas no podían ser malas ni perniciosas. Lo que no sabía era que todavíatuviera adeptos —comentó Rosalía con inocencia.

—Según nos dijo el pobre Pietro, son muchos los peregrinos que siguen sus pasos —le revelóRojas.

—A veces me pregunto si no serán ellos los auténticos cristianos —le confesó la novicia en vozbaja.

—Sea como fuere, de ahora en adelante vos y vuestras hermanas deberíais extremar el cuidado—le aconsejó el pesquisidor, para cambiar de conversación, pues no quería que Rosalía se vieracomprometida.

—Lo haremos; por nosotras no os preocupéis. Ayer noche, por cierto, soñé con el ciervo quevimos en el bosque y, desde entonces, no se me va de la cabeza. ¿Os acordáis? —preguntó lanovicia.

—Claro que lo recordamos, hija mía —intervino el clérigo—. Por desgracia, tengo queconfesaros que, en estos días, hemos visto cosas mucho peores.

—¿A qué os referís? —preguntó la novicia, con curiosidad.—¿Habéis oído hablar de os peregrinos da morte?—Muchas veces, a mi madre, pero confiaba en que no existieran —declaró Rosalía, mientras se

persignaba.—Pues Rojas y yo los hemos visto anteanoche, poco después de salir de Lugo —le informó

Elías.Rosalía miró al pesquisidor, buscando su confirmación, y este se encogió de hombros.—Yo más bien creo que se trataba de servidores de una supuesta orden con la que anoche nos

topamos en el castillo de Pambre, cerca de Palas de Rei. Al parecer, son caballeros de estastierras que llevan tiempo organizándose con no se sabe muy bien qué intenciones. Se las dan debuenos cristianos que solo quieren proteger a los peregrinos, pero a mí no me parecieron trigolimpio —explicó Rojas.

—¿Creéis que podría tratarse de los asesinos?

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—Eso me temo. Son gente poderosa, exaltada e intolerante.—No le hagáis caso. Nuestro amigo está dolido porque unos criados de esos hombres lo

atacaron cuando menos se lo esperaba —apuntó el clérigo.—¡¿Es eso cierto?!—Por fortuna, Elías los ahuyentó con su crucifijo-puñal y no llegaron a causarme ningún daño.—Desde luego no os aburrís —comentó Rosalía con entusiasmo—. Ya veo que no habéis

parado desde que nos despedimos en Lugo y que, a pesar de todo, no habéis perdido el sentido delhumor.

—Sin humor no habría quien soportara toda esta tragedia. Son tantos los muertos que ya hemosdejado de contarlos. Así que necesitamos reírnos un poco para aliviar el dolor y la tensión —reconoció el clérigo.

—¿Y qué es lo que se dice entre los peregrinos de a pie? —preguntó Rojas.—Son muchos los que se quejan, precisamente, de que nadie los proteja y piden mano dura

contra los asesinos —contó Rosalía—. Los hay que opinan que esto es una señal de que el fin delmundo está cerca. Otros manifiestan que es un castigo divino, pues creen que las reliquias delapóstol han desaparecido. Pero yo pienso, al igual que vos, que se trata de gente de poder, para laque los romeros no son más que piezas prescindibles de un tablero de ajedrez, de esas a las que sepuede sacrificar impunemente cuando los jugadores lo consideran necesario para conseguir susobjetivos.

—Lo que habéis dicho es muy certero y está muy bien expresado —reconoció el pesquisidor.—Os doy las gracias por el cumplido. Pero no hablemos de eso ahora. ¿Por qué no coméis con

nosotras? Así podréis distraeros un rato —propuso Rosalía.—No creo que sea buena idea —se disculpó Rojas.—¿Acaso os damos miedo un grupo de monjas y novicias?—La verdad es que Elías y yo deberíamos estar vigilando las calles y los alrededores de

Melide, pues sabemos que va a tener lugar un nuevo crimen y hemos de estar preparados —sejustificó el pesquisidor.

—¿Y creéis vos que los asesinos se van a atrever a matar aquí, entre tanta gente y a plena luzdel día? —objetó Rosalía.

—Lo más probable —aventuró Rojas.—Yo no lo creo —intervino el clérigo.—¿Y por qué no? —replicó el pesquisidor.—Porque hasta ahora han matado casi siempre por la noche y en lugares más bien solitarios —

argumentó Elías.—Vos lo habéis dicho: hasta ahora. Pero las circunstancias han ido cambiando y cualquier cosa

puede ocurrir. Y, si lo que buscan es amedrentarnos y provocar terror, cuanta más gente hayamucho mejor para ellos. Por eso os he pedido que tengáis cuidado —añadió, dirigiéndose aRosalía.

—En todo caso, tendréis que comer. Venga, no os hagáis rogar más —insistió ella—. ¿Habéisprobado el pulpo que hacen estas mujeres?

—Yo creía que eran meigas preparando una pócima para los peregrinos —bromeó elpesquisidor.

—Algo de eso debe de haber, a juzgar por lo bueno que está —comentó la novicia entre risas.—En ese caso, habrá que catarlo —concedió el pesquisidor.Justo en ese momento, llegaron varias monjas con grandes platos de madera, que colocaron en

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el centro de una manta tendida en el suelo, alrededor de la cual se fueron sentando. Según explicóel clérigo, los pescadores secaban el pulpo al sol y al viento en la orilla del mar, para que pudieraconservarse durante algún tiempo, y luego las pulpeiras lo cocían en las ferias en grandescaldeiras de cobre sostenidas sobre trébedes encima del fuego. Al parecer, con ese metal quedabamás tierno, sin llegar a ponerse blando, y se acentuaba su sabor. Por eso, si el caldero no era decobre, echaban dentro algunas monedas de ese metal. El pulpo se hacía entero y, para servirlo, selo troceaba y sazonaba en el plato.

El olor que despedía era tan delicioso y penetrante que Rojas ya no pudo resistirse más.Después de atar los caballos a un árbol, los dos amigos se aposentaron junto a las monjas, que semiraban divertidas.

—Para que veáis que no todo en el Camino ha de ser penitencia —comentó Elías, satisfecho.—Ciertamente es un manjar —reconoció Rojas, tras probarlo.—¡Qué sería de la peregrinación sin estos pequeños placeres! —exclamó el clérigo.—En eso estamos de acuerdo —convino Rosalía.

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XXIII Melide, poco después Conforme avanzaba la jornada, iban llegando más romeros a Melide y las pulpeiras no dabanabasto. También el vino de la Ribeira Sacra empezaba a escasear y a ser sustituido por otro deinferior calidad, al contrario que en las bodas de Caná. Lo que no disminuía era el bullicio. Rojasy Elías estaban en la gloria compartiendo sobremesa con las monjas y con Rosalía, pero enseguidacomenzaron a sentirse culpables por no estar buscando a los asesinos.

—¿Os apetece que vayamos a dar una vuelta por Melide? —les propuso la novicia.Rojas y Elías aceptaron encantados, ya que así podrían echar un vistazo a las calles y ver si

todo estaba en orden. Aún faltaban unas horas para que anocheciera; no obstante, el pesquisidorinsistía en que, por si acaso, había que estar vigilante.

—¿Qué os está pareciendo el Camino? —le preguntó la novicia a Rojas.—Lo disfrutaría más si no fuera por los asesinatos —bromeó este—. Por otra parte, os confieso

que todo este culto a Santiago me parece un poco exagerado; no sé si me entendéis.—Como bien os imaginaréis, lo del sepulcro del apóstol es un puro pretexto —comentó Rosalía

con naturalidad—. Lo importante es el viaje en sí. En él se aprenden muchas cosas; así que no haymejor escuela ni universidad; ni nada como la camaradería que se fragua durante el recorrido,pues las penalidades unen mucho. Por eso creo que todo el mundo debería hacer el Camino almenos una vez en la vida, como hacen los musulmanes con su peregrinación a La Meca cuandodisponen de los medios necesarios para ello. Es una manera de ser libres y vivir aventuras y lamejor forma de conocernos a nosotros mismos y de poner a prueba nuestra valía.

—Como siempre, tenéis mucha razón.—¿Qué vais a hacer vos cuando todo esto acabe?—Volver a casa.—¿Y no os apetecería peregrinar a otro sitio?—Creo que ya no tengo edad.—Tampoco sois tan viejo —replicó la novicia—. Hace un tiempo, conocí a una monja que

estuvo viajando por cosas de la Orden hasta que cumplió los ochenta años. Ella decía que siempreiba con el ataúd a cuestas, por si la muerte la sorprendía en el camino. Al final falleció en elconvento rodeada de todas sus hermanas.

—Y aparte de peregrina, ¿a vos qué os gustaría ser?—Caballero andante, ya que me gustan mucho los libros de caballerías. Siempre llevo algún

ejemplar en octavo escondido en el hábito, para poder leerlo en cualquier lugar, aunque muchosteólogos nos los hayan prohibido por inmorales. Pero ¡qué sabrán ellos! —exclamó Rosalía,mientras el clérigo la miraba con reprobación.

Rojas le contó entonces su aventura con el loco que trataba de emular a Suero de Quiñones enPuente de Órbigo y a Rosalía casi le dio un ataque de risa.

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—¡Cuánto habría dado por veros! —exclamó, divertida.En una calle cercana, se oyó de pronto gritar a una mujer, lo que causó cierto revuelo entre los

peregrinos que se encontraban por allí. Rojas y Elías le pidieron a Rosalía que no se moviera dedonde estaba y se acercaron a ver qué ocurría. Según les dijeron varios testigos, un peregrinohabía atacado a otro con su bordón y había salido corriendo.

—¿Y hacia dónde ha ido? —preguntó el pesquisidor.—En esa dirección —informó uno, señalando hacia una bocacalle.—Vos tirad por ahí —le dijo Rojas a Elías—. Yo iré dando un rodeo, para salir al otro lado.Al poco rato, Rojas y Elías se encontraron en un extremo de la calle.—¿Lo habéis visto? —preguntó el clérigo.—No.—Pues yo tampoco.—Es extraño, ¿no os parece?Los dos amigos volvieron a recorrer la rúa hasta que vieron la puerta de un corral abierta.

Entraron en él, lo atravesaron con cuidado y fueron a dar al lugar en el que habían dejado aRosalía. Mas esta ya no estaba. Preguntaron por la novicia a unos peregrinos y estos les dijeronque la habían visto con un hombre dirigirse hacia las afueras. Después de seguir su rastro duranteun rato, los hallaron junto a un soto. El agresor la había derribado y se había puesto a horcajadassobre ella con la intención de apuñalarla, pero la novicia se defendía con denuedo dándolegrandes puñadas. Rojas y Elías le ordenaron al hombre que la soltara y este, al verse descubierto,salió huyendo hacia la población. Mientras el clérigo iba tras él, Rojas se acercó a ayudar aRosalía.

—¿Estáis bien? —le preguntó.—Tan solo un poco aturdida. Id tras él, os lo ruego; sabré arreglármelas sola —indicó ella.Cuando se adentraron de nuevo en Melide, tanto el clérigo como el pesquisidor tuvieron que

abrirse paso entre la gente que abarrotaba las calles, que no sabía qué es lo que sucedía y, por lotanto, no quería hacerse a un lado. De modo que no les quedó más remedio que apartarlos aempujones, mientras que otros trataban de detenerlos a ellos por la fuerza. Luego desembocaronen una plaza llena de tenderetes en los que se vendían ropas y objetos para los peregrinos:bordones, sombreros, zapatos, escarcelas, veneras, medallas…; también quesos, pan, vino yfrutas. Asimismo, había músicos, titiriteros, juglares, copleros… Por los movimientos de la gente,lograron adivinar por dónde iba el presunto asesino y apretaron el paso. Rojas y Elías comenzarona gritarles a los peregrinos allí congregados que se retiraran, que estaban persiguiendo a uncriminal muy peligroso, pero nadie parecía darse por aludido. Esto hizo que, en su carrera, sellevaran por delante a varios transeúntes o volcaran por el suelo el contenido de algunos puestos,lo que causó la indignación de los tenderos y de algunos clientes, que intentaron agredirlos.

Al llegar al otro lado de la plaza, vieron que el huido se metía en una callejuela muy estrecha yRojas se fue tras él. Esta terminaba en una pequeña explanada en la que no había nadie. En esemomento, el pesquisidor se dio cuenta de que Elías ya no estaba. Volvió atrás, miró a un lado y alotro; buscó a su compañero por todas partes, sin ningún resultado, y se maldijo por su torpeza.Tampoco halló ningún rastro del perseguido, lo que le hizo pensar que tal vez pudieran estarjuntos. Temiéndose que hubiera ocurrido lo peor, Rojas reanudó la búsqueda de su amigo, hastaque lo encontró recostado en un cruceiro que había cerca de una iglesia.

—Estoy bien, no os preocupéis —le informó Elías—. El agresor ha escapado en dirección altemplo en cuanto ha visto que veníais. Me ha dado un golpe en la cabeza por la espalda con el

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bordón, pero yo le he clavado el puñal en una pierna, antes de que pudiera acuchillarme; seguroque va sangrando y no podrá correr mucho —le avisó.

Rojas siguió el pequeño rastro de sangre y comenzó a rodear la iglesia. Cuando llegó a lapuerta principal, observó que el herido se disponía a acceder al interior, con la intención deesconderse entre los muchos peregrinos que allí se apiñaban. Afortunadamente, el pesquisidorconsiguió agarrarlo de un brazo en el último momento y lo sacó fuera. El otro quiso zafarse ydefenderse con el bordón, pero Rojas se echó sobre él y lo arrojó al suelo con el fin deinmovilizarlo. Fue entonces cuando lo reconoció. Se trataba del joven que había hablado en elfilandón de los espíritus da noite, aquel al que apodaban el Estudiante.

—Ya os tengo, maldito canalla. Vos fuisteis el que mató a Antonio de Béjar, ¿verdad? Ysupongo que también al pobre gallofo y sabe Dios a cuántos más.

—Soltadme, me estáis haciendo daño —protestó el detenido.—Lo haré si me decís dónde están vuestros cómplices.—No sé de qué me habláis. Yo no he hecho nada; viajo solo.—¿Y esa herida?—Me la hizo vuestro amigo.—¿Por qué sabéis que es mi amigo?—Porque está tan loco como vos.Lleno de cólera, Rojas le puso un pie sobre la pierna herida y comenzó a hacer presión, hasta

hacerlo gritar de dolor.—No os lo volveré a repetir. ¿Dónde están vuestros cómplices?Algunos de los peregrinos que estaban en la puerta rodearon a Rojas para tratar de separarlo

del caído, al tiempo que otros hacían gestos amenazadores o lo insultaban. El pesquisidor logrólibrarse de ellos y volvió a zarandear al hombre con fuerza para exigirle que respondiera. Peroeste no hacía más que pedir auxilio. De pronto llegaron varios alguaciles y apresaron a Rojas congran violencia. Estaban ya a punto de llevárselo detenido cuando apareció el clérigo, jadeando.

—Pero ¿qué hacéis? —los recriminó—. El asesino es el otro.—Y vos, ¿cómo lo sabéis?—Porque acaba de atacarme junto al cruceiro. La herida en la pierna se la hice yo. Mi amigo

tan solo trataba de atraparlo y averiguar el paradero de sus cómplices, para que no sigan matando.Es un pesquisidor enviado por el arzobispo de Santiago. Si no me creéis, mirad las credencialesque lleva en la escarcela —les rogó a los alguaciles con gran vehemencia.

Estos le arrancaron al pesquisidor la escarcela y, tras registrarla, comenzaron a examinar suspapeles. Mientras lo hacían, Rojas le dijo a Elías que no tenía que haber mencionado alarzobispo.

—¿Y qué queríais que hiciera? —se justificó el clérigo—. Iban a llevaros preso y a dejar libreal asesino.

—¿Os habéis fijado en él? ¿No lo habéis reconocido?—No tuve tiempo de mirarle la cara. Fue todo muy rápido.—Como nos temíamos, es uno de los que estaban en el hospital de Foncebadón, aquel al que

algunos llamaban el Estudiante.Elías lo observó con atención y enseguida lo reconoció.—¡Dios mío, es cierto!Aclaradas las cosas, los alguaciles liberaron a Rojas y detuvieron al verdadero agresor, que no

paraba de rezongar y exigir que lo liberaran. En ese momento apareció Rosalía, que al ver que

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Rojas tenía el sayal y las manos manchados de sangre, se cubrió la boca para no gritar.—¿Estáis bien? ¿Os han herido? —preguntó con voz temblorosa.—La sangre no es mía, sino del individuo que os atacó. Elías logró herirlo con su bendito puñal

y, gracias a ello, he conseguido agarrarlo —le explicó Rojas—. Y vos, ¿cómo estáis?—Perfectamente, no os preocupéis. Si hubiera tenido mi bordón, otro gallo le habría cantado a

ese hombre, pero me lo dejé en el prado donde hemos estado comiendo y no pude defenderme. Detodas formas, ha sido solo un susto. Y así tendré algo que contar a mis hermanas —bromeó lanovicia.

—Me alegra mucho que os lo hayáis tomado con humor —intervino Elías.—Y a mí que os hayáis defendido con tanto arrojo —comentó ella.—Ya sabéis que Cristo está de mi parte —comentó el clérigo, mostrándole el crucifijo-puñal

—. Tomad, quiero que os lo quedéis.—No puedo aceptarlo —rechazó Rosalía.—Insisto. Él os protegerá en lo que os queda de camino —insistió Elías.—Está bien. Os prometo cuidarlo —dijo ella, tomándolo en sus manos.Uno de los alguaciles se acercó para informarles de que iban a llevar al detenido a los

calabozos para interrogarlo y necesitaban su colaboración.—Esta es la mujer a la que atacó —le dijo el pesquisidor.—¿Es ese vuestro agresor? —le preguntó a la novicia el alguacil, señalando al Estudiante.—Así es —confirmó ella.—Os ruego la llevéis junto a sus hermanas y os ocupéis de que no le pase nada —le pidió

Rojas al alguacil.—No creo que haga falta —protestó Rosalía—. Ya habéis atrapado al asesino y no hay nada

que temer.—Pero puede que tenga algún cómplice por ahí. Debéis ir con cuidado y no os separéis del

grupo. Nosotros tenemos aún cosas que hacer. Tras curarle las heridas, los alguaciles registraron al detenido y encontraron un puñal escondidoentre sus ropas.

—¿Por qué habéis querido asesinar a este buen hombre? —le preguntó el alguacil mayor,refiriéndose a Elías.

—Era él el que me perseguía. Yo tan solo he intentado defenderme, pero se lanzó contra mícomo si fuera una alimaña. Mirad cómo me ha dejado la pierna —se quejó el detenido.

—Según ellos, acababais de atacar a una joven novicia con la intención de asesinarla.—¡Eso no es cierto!—La mujer os ha reconocido.—Porque está compinchada con ellos.—¿Y qué me decís del puñal que os hemos encontrado?—No es mío. Él debió de ocultarlo entre mis ropas cuando me agarró —aseguró, refiriéndose,

en este caso, a Rojas.—¿Y por qué iba a hacerlo?—Preguntádselo a él. Creo que se ha vuelto loco, como su compañero. Dicen que me conocen,

pero eso es mentira. Yo jamás los he visto.—¿Quiénes son vuestros cómplices?—No sé a quiénes os referís.

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—A los que han colaborado con vos en los crímenes.—¿Qué crímenes?—Habladnos de Alonso, el que murió en Herrerías de Valcarce —intervino Rojas.—No conozco a ningún Alonso.—¿Asesinasteis vos al peregrino de Palas de Rei? —inquirió el alguacil.—Ellos son los asesinos, no yo —replicó el hombre, señalando con la cabeza a Rojas y Elías.—Hablad de una vez. Si no lo hacéis, os echaremos encima esa muerte y algunas más —lo

amenazó el alguacil mayor.—¿A mí? ¿Por qué?—Porque os han pillado intentando matar a una peregrina.—Eso es mentira. Aquí el único herido soy yo.—Os recuerdo que estabais con nosotros en Foncebadón —señaló el pesquisidor—, por lo que

pudisteis oír que Antonio de Béjar pensaba revelarnos sus sospechas sobre la muerte de Marcelacuando llegáramos a Ponferrada. Además, sois alto de estatura, como nos dijo el gallofo que luegomatasteis en Villafranca. Y, por último, está el trozo de sayal que os arrancó mi amigo Elías lanoche en que asesinasteis a Marcela en Astorga.

Elías sacó el trozo de paño de su escarcela y vieron que coincidía en forma, color y tamaño conla parte remendada del sayal del detenido.

—Con todo esto es suficiente para que cualquier juez pueda condenaros a muerte —le advirtióel alguacil mayor—. Y luego están los otros asesinatos.

—Un momento. No podéis hacer eso.—Colaborad y seremos benevolentes con vos.—Os aseguro que yo no tengo nada que ver con tales crímenes. Pero es posible que algunos los

cometiera ese Alonso que decís —añadió, dirigiéndose a Rojas.—¿Lo conocíais, entonces? —inquirió este.—Alguna vez hablé con él.—¿Y los otros?—De los otros no sé nada.—Si no confesáis, os los atribuiremos todos a vos —intervino de nuevo el alguacil mayor—.

Esta noche dormiréis en el calabozo y mañana os llevaremos ante la Justicia.—Pero ¿por qué? Al igual que vos, yo me limito a cumplir órdenes —se le escapó al detenido,

al verse acorralado.—Si solo sois un peón, decidnos de una vez quién es vuestro señor —lo apremió Rojas.—Si os lo confieso, me matará.—Y, si no lo hacéis, os torturaré yo antes de entregaros al juez, que con toda certeza mandará

que os cuelguen. Así que mirad a ver qué preferís.—No pienso hacerlo. Mi señor me rescatará y se vengará de vos —advirtió el detenido.—Bastante tendrá con intentar librarse de la horca —replicó el pesquisidor.—Es muy poderoso; jamás podréis acabar con él.—¿Es don Sancho de Ulloa? —indicó Rojas.El detenido dudó un instante antes de contestar.—No os diré nada por mucho que me torturéis.—Os aseguro que lo haremos si no habláis —amenazó el alguacil mayor.—No tengo nada que decir.—Si nos ayudáis a apresarlo, él ya no podrá haceros nada.

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—¿Y qué pasará con mi familia? —quiso saber el detenido.—Nos ocuparemos de que esté bien atendida y no sufra ningún daño —aseguró el alguacil

mayor.—¿Se trata de don Sancho de Ulloa? —volvió a preguntar Rojas.—Dejadme en paz.—Tan solo tenéis que confirmarlo y todo esto acabará.—Hacedlo por vuestra familia. Me imagino que no querréis que vuestros hijos también paguen

por vuestros delitos —le planteó el alguacil.El detenido se quedó pensativo, como si dudara entre la lealtad a su señor y la seguridad de su

familia.—De acuerdo, hablaré —concedió—. Pero habéis de prometerme que vais a protegerlos.—Contad con ello.—Se trata del maestre, ¿verdad? —insistió el pesquisidor.El Estudiante asintió con pesadumbre y la cabeza gacha.—¡Lo sabía! —exclamó Rojas sin poder evitarlo—. Debemos ir enseguida al castillo de

Pambre; antes de que don Sancho se entere de que hemos detenido a uno de sus hombres ydesaparezca —le pidió al alguacil mayor.

—¿Estáis seguro de eso? ¿No deberíamos pedir refuerzos? —preguntó el alguacil.—¿También vos le tenéis miedo?—Como ha dicho el detenido, es gente muy poderosa y llena de rencor.—Pues si esa gente os parece poderosa, más lo es el arzobispo de Santiago, que es también

presidente del Consejo Real. De modo que mirad a ver por qué opción os decantáis: ¿enfrentarosa don Sancho de Ulloa ahora o al arzobispo de Santiago mañana? Si es necesario, podéis contarcon la ayuda de los alguaciles de Palas de Rei; y seguro que os cae una buena recompensa.

—¿Y qué hacemos con el detenido? —preguntó el alguacil, tras sopesar las palabras delpesquisidor.

—Pues llevárnoslo —propuso Rojas—; tal vez pueda decirnos algo más.—Está bien, os acompañaremos —concedió el alguacil—. Pero quiero que sepáis que no voy a

intentar apresar a don Sancho ni a nadie de su familia, a no ser que se trate de un caso de flagrantedelito, ya que de momento no tenemos pruebas contra él, salvo la confesión de este canalla —añadió, señalando al Estudiante.

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XXIV De vuelta al castillo de Pambre, un poco más tarde Cuando llegaron al castillo, las puertas estaban completamente abiertas y dentro no se oía elmenor ruido ni se observaba ningún movimiento. Los alguaciles se dirigieron con cautela a laentrada de la fortaleza y, desde el umbral, preguntaron a gritos si había alguien. Pero nadiecontestó.

—Aquí parece que no hay ni un alma —constató Rojas—. ¿Dónde puede estar escondidovuestro señor? —inquirió, dirigiéndose al detenido.

—¿Y cómo voy a saberlo? Esta mañana quedamos en que, al final de la jornada, me pasaría poraquí.

—Lo mejor será que nos vayamos; ya hablaremos otro día con ellos —propuso el alguacilmayor, que no parecía encontrarse muy a gusto allí.

—Deberíamos aprovechar que no hay nadie para hacer un registro, dado que la entrada estáexpedita; a lo mejor hallamos alguna prueba o descubrimos que están escondidos en alguna parte—sugirió Rojas.

—Está bien, pero ha de ser rápido —concedió el otro, haciéndoles una señal a sus hombres y alos alguaciles de Palas de Rei para que entraran.

Una vez dentro, se distribuyeron por las diferentes dependencias del castillo. En algunas deellas los muebles estaban tirados por el suelo y los arcones abiertos y revueltos, como si alguiense les hubiera adelantado. Pero, en el interior de la torre del homenaje, hallaron varios cadáveres;según el detenido, entre ellos se encontraban algunos parientes de don Sancho de Ulloa, así comovarios de sus hombres de confianza. A juzgar por las heridas que exhibían y los grandes destrozosque había en la sala, debían de haberse defendido con uñas y dientes.

—Esto es el fin —exclamó el detenido, mientras lo contemplaba todo horrorizado.—¿Qué creéis que ha ocurrido? —le preguntó Rojas.—Que los han matado, ¿o es que no lo veis? Y lo mismo harán conmigo en cuanto me cojan —

se lamentó el detenido.—Pero ¿quiénes?—Los enemigos de don Sancho, que probablemente quieren acabar con la Orden.—¿Conocéis sus nombres?—Ojalá los supiera. Eso son cosas de mi señor.—¿Y qué pensáis que estaban buscando para que esté todo tan revuelto? ¿Qué escondía vuestro

señor en el castillo?—Si algo ocultaba, estará en la cripta o en algunos de los pasadizos y galerías que hay debajo

de la fortaleza. Los mandaron construir para poder refugiarse o escaparse en caso de peligro —explicó el detenido.

—¿Y dónde está la entrada?

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—En una de las torres que dan al sur.—Está bien, sigamos buscando —ordenó el alguacil mayor.En la armería encontraron más cadáveres y también junto a uno de los muros. A estos últimos

los habían cogido por sorpresa, sin darles tiempo siquiera a sacar sus espadas e intentar repeler elataque. El único que no aparecía por ninguna parte era don Sancho. Luego bajaron a la cripta porunas escaleras que había en una de las torres que les había indicado el detenido. En su interiorhabía varios sepulcros muy labrados; la lápida de uno de ellos parecía haberse removido hacíapoco, sin que luego la hubieran vuelto a su sitio. El pesquisidor miró dentro y comprobó queestaba vacío. En la losa no había tampoco ninguna inscripción.

—¿Quién estaba enterrado ahí? —le preguntó al detenido.—No lo sé. Supongo que algún antepasado de don Sancho.—¿Y por qué lo habrán abierto?—Me imagino que para llevarse lo que había dentro.—¡¿Los huesos de un antepasado?!—Tal vez no quisiera que sus enemigos los profanaran.—¿Y los de las otras tumbas?—Eso tendréis que preguntárselo a él.—Lo haré tan pronto lo encontremos, no os preocupéis.—¿Y qué pasa con los que han matado a sus hombres y registrado el castillo? ¿Adónde creéis

que habrán ido? —preguntó el alguacil mayor.—Si nos damos prisa en encontrar a don Sancho de Ulloa, tarde o temprano aparecerán los

otros, ya lo veréis. Pero, si estos se nos adelantan, puede que no atrapemos a ninguno —sentencióRojas, muy convencido.

Después de salir de la cripta, se internaron por una galería que luego se bifurcaba. Uno de lospasadizos iba a desembocar en una especie de depósito, en el que había varias tinajas conprovisiones; el otro terminaba en el exterior, muy cerca del río que discurría por uno de los ladosdel castillo, rodeando las peñas sobre las que se levantaba uno de sus muros. Junto a la orilla, elpesquisidor encontró varias huellas recientes.

—Seguramente, don Sancho de Ulloa escapó por aquí de la matanza con varios de sus hombres.—Cerca hay una heredad de su familia donde habrá conseguido caballos —señaló el detenido

con ganas de colaborar.—Dadas las circunstancias, ¿dónde creéis que puede haber ido luego?—No lo sé; no estoy al cabo de todos sus secretos y propiedades —se justificó el detenido.—Pensad un poco. De ello depende que podamos apresarlo y, de paso, salvar vuestra vida —lo

apremió Rojas.—Si no lo cogemos a tiempo, el trato que tenemos con vos ya no servirá de nada —le indicó,

por su parte, el alguacil mayor.El detenido cerró los ojos tratando de concentrarse, ya que era mucho lo que se jugaba.—Algunas veces nos hablaba de un sitio, un lugar en el que, según decía, tenía pensado

refugiarse y ocultar su tesoro en caso de necesidad. Pero yo nunca presté mucha atención, pues meparecía una fantasía sin ningún fundamento —comentó el detenido.

—¿Qué clase de tesoro?—De oro o plata no puede ser, ya que su familia hace tiempo que perdió la mayor parte de sus

bienes —razonó el detenido.—Tal vez se refiriera a alguna reliquia relacionada con la Orden y heredada de sus antepasados

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—apuntó Rojas.—Pudiera ser.—Eso explicaría entonces lo del sepulcro removido.—Tal vez.—¿Tenéis alguna idea de qué podía ser?—Hay algo que me viene a las mientes desde hace rato, aunque no sé si tendrá que ver —

confesó el detenido.—¿Os importaría contárnoslo?—Una noche en la que mi señor estaba muy borracho nos contó que unos ladrones habían

robado los restos del apóstol Santiago y que él y varios de los caballeros de la Orden, porentonces recién fundada, habían salido en su busca, pues tenían ciertas sospechas de quiénespodían ser. Cuando al fin dieron con ellos, les quitaron las sagradas reliquias y mataron a lamayoría, o eso era lo que creían. Su intención era devolverlas a la catedral de Compostela; segúncreo, su hermanastra estaba emparentada con el anterior arzobispo de Santiago. Pero luegodecidió conservarlas, con el pretexto de que estarían mucho más seguras que en la basílica, y, alfin y al cabo, el robo no había trascendido. De esta forma, además, tendrían algo con lo quenegociar en el futuro, en el caso de que la Iglesia y el papa se negaran a reconocer y a autorizar laOrden que había fundado. Eso fue, más o menos, lo que relató mi señor, aunque yo no le didemasiado crédito a sus palabras, dado el estado en el que se encontraba —concluyó el detenido.

—¿Estáis insinuando que lo que había en el sepulcro de la cripta eran nada menos que lasreliquias del apóstol Santiago? —intervino Elías.

—Eso parece.—Y eso pienso yo también. Si no fuera así, don Sancho no se habría molestado en abrir el

sepulcro y llevarse su contenido en un momento en el que, a juzgar por lo que hemos visto, estabasiendo perseguido por gente que quería matarlo y recuperarlas —argumentó Rojas.

—¿Os referís a los ladrones que en su día las robaron?—Más bien a parte de ellos, dado que algunos murieron, o a sus cómplices y herederos, que a

lo mejor son también gente poderosa.—Si es así, debemos recuperar esos restos como sea —apremió Elías con preocupación.—Y bien, ¿vais a decirnos cuál es ese lugar en el que vuestro señor pensaba esconderse y

ocultar las reliquias? —le preguntó Rojas al detenido.—Se trata de unas antiguas caleras u hornos de cal —reveló este—. Como os he dicho, las

había elegido como una posible guarida para cuando vinieran mal dadas, pues casi nadie conocesu existencia, ya que hace mucho tiempo que no se utilizan y pocos son los que se atreven a pasarpor allí. Es como una especie de castro situado en lo más profundo del bosque. Pero la gente delos alrededores suele decir que está poblado por demonios y fantasmas.

—¿Y tenéis idea de dónde se encuentran?—Tan solo sé que no están lejos del Camino de Santiago, entre Melide y Arzúa, pero nunca he

estado allí.—Si son los que me imagino, están en Castañeda —explicó el clérigo—. Según el Liber Sancti

Jacobi, son unos hornos a los que los antiguos peregrinos que hacían el Camino Francés solíanllevar una piedra caliza, recogida en las canteras de Triacastela, para hacer cal con destino a lasobras de la basílica de Santiago, que por entonces se estaba construyendo. Y la costumbre siguiópracticándose hasta mucho tiempo después de terminarse el templo, pues lo de menos era lautilidad práctica de la misma, sino su sentido espiritual; de hecho, ni siquiera está claro que dicho

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material se usara realmente para la edificación de la catedral. Lo importante, por lo visto, era elrito. Probablemente se tratara de un sacrificio y una ofrenda simbólica muy parecida a la deacarrear una piedra hasta el humilladero que hay debajo de la Cruz de Ferro, ¿recordáis? Luego latradición fue desapareciendo y los hornos quedaron en el olvido, hasta el punto de que losromeros ignoran dónde se encuentran.

—Pues habrá que ir en su busca —propuso Rojas.—¿Y no podemos antes descansar un poco? —protestó Elías.—Ya lo haremos cuando lleguemos a Santiago.

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XXV Camino de Castañeda, poco después Estaba ya bien avanzada la noche cuando el grupo formado por Rojas, Elías, el detenido y losalguaciles se puso en marcha. Uno de estos se quedó en Palas de Rei para informar al Concejo delo que había ocurrido en el castillo de Pambre. El resto se proveyó de picos, palas y cuerdas ycontinuó en dirección a Castañeda. Por el camino se cruzaron con varios peregrinos que volvíande Santiago y que aseguraban haberse tropezado con la estadiña.

—¿Qué queréis decir exactamente? —les preguntó el clérigo.Los peregrinos les contaron que se habían encontrado con un grupo de gente a caballo portando

antorchas y cirios y una mula con una especie de ataúd atado a la grupa.—Deben de ser ellos —comentó Rojas.—¿A quiénes os referís en concreto? —inquirió Elías con voz temblorosa.—A don Sancho de Ulloa y sus hombres; lo digo por la carga de la cabalgadura. ¿En quiénes

estabais pensando vos?—En nadie —se limitó a decir Elías un poco avergonzado.Al filo del alba llegaron a la aldea de Castañeda. Allí los alguaciles preguntaron a varios

vecinos madrugadores por dónde caían los antiguos hornos de cal. Uno dijo que sabía más omenos dónde estaban y el clérigo le propuso que los acompañara hasta el lugar, que lorecompensarían por las molestias. Pero este les respondió que no iría ni por todo el oro de lasIndias.

—¿Y por qué no? —le preguntó el alguacil mayor.—Porque dicen que en esos hornos está la boca del Infierno y en ellos habita el Diablo y su

malhadada corte de demonios —contestó el hombre, persignándose con mano temblorosa.—Indicadnos al menos cómo se llega hasta allí.El hombre les reveló con voz queda, como si quisiera que nadie más lo escuchara, y bajo su

responsabilidad, por dónde tenían que ir y luego les dio varios consejos para no ser tentados porSatanás, como taparse los oídos con cera o invocar a la Virgen María y a todos los santosentonando letanías sin cesar. Después de andar cosa de media legua en la dirección señalada por el campesino, llegaron a unafraga muy espesa, llena de carballos y castaños, que eran los que le daban nombre, y traspasadade nieblas y humedades. El camino que la atravesaba era estrecho y umbrío y estaba totalmentetapizado de verde. Era un lugar tan bello como inquietante, al que resultaba muy difícil acceder,pero en el que sería muy fácil perderse. De repente, llegaron a una especie de claro situado en lafalda de un monte y allí estaban los hornos de cal, esparcidos por toda la hondonada y cubiertosde bruma, lo que les daba un aire fantasmal.

Se acercaron a varios de ellos y vieron que estaban medio enterrados, para facilitar el trabajo

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de los operarios, y dispuestos en pendiente, para protegerlos del viento. Eran de planta circular,con muros exteriores de piedra. A su interior se accedía por medio de una rampa no muypronunciada y dentro estaba la boca del horno, por donde se echaba la leña, generalmente cepasde brezo, mientras que en la parte de arriba se colocaban las piedras de cal sobre la superficie dela bóveda, que descansaba sobre una especie de repisa. Según les contó uno de los alguaciles, elproceso de cocción era muy complicado y solía durar varios días, hasta que el humo que salía deallí pasaba de negro a blanco, como en las votaciones para elegir a un nuevo papa. Luego la cal secargaba en carros y se transportaba al lugar donde fuera necesaria, pues tenía muchos usos.

—Al parecer aquí tampoco hay nadie, ni siquiera cadáveres —indicó el clérigo, con vozdesolada.

—Tal vez ya se hayan ido después de esconder los restos del apóstol o lo que llevaran en eseataúd —conjeturó el pesquisidor, al tiempo que se agachaba en busca de algún rastro.

Tras examinar el terreno, comprobó que en efecto había huellas de cascos recientes, de entraday de salida del lugar. De modo que debían decidir si seguir a don Sancho de Ulloa y su gente otratar de encontrar antes lo que se suponía que estos habían ido a esconder con tanta precipitación.

En esas estaban cuando se vieron rodeados por varios hombres armados que salieron delbosque, donde debían de estar escondidos. Los alguaciles desenvainaron enseguida sus espadas yles hicieron frente con gran arrojo. Los atacantes no parecían estar en muy buenas condiciones,por lo que los alguaciles no tardaron en llevar la iniciativa. Después de varias escaramuzas,acabaron con la vida de dos de ellos e hicieron prisioneros al resto, sin sufrir ninguna baja; entreestos últimos se encontraba uno de los caballeros de la Orden, que no paraba de maldecir ni deprotestar por su mala suerte.

—¿Qué hacíais aquí? ¿Por qué habéis intentado matarnos? —le preguntó el alguacil mayor.—No tengo nada que decir —respondió el otro.—¿Dónde se encuentra el maestre? —inquirió Rojas.—No sé a quién os referís.—Decidnos por lo menos dónde habéis escondido los restos.—¿De qué restos habláis? En este lugar no hay nada.—Si no hubiera nada, no os habríais quedado haciendo guardia ni nos habríais atacado. Y

habéis de saber que ayer apresamos a uno de los vuestros y él nos ha hablado de las reliquias delapóstol y nos ha conducido hasta aquí —informó el alguacil mayor.

—¡Maldito traidor! —escupió el caballero, mientras buscaba con la mirada al que los habíavendido—. Lo pagaréis caro.

—Más vale que nos digáis dónde están. Sabéis que tarde o temprano las encontraremos, yentonces el trato que os daremos será mucho peor —le informó el alguacil mayor.

—Por más que las busquéis, nunca daréis con ellas. Algunos de los hornos son una trampamortal —les avisó el caballero.

—Eso no son más que patrañas para que no indaguemos.—Vos veréis lo que hacéis; yo ya os he advertido.—Y vos, ¿no sabréis por casualidad dónde pueden haberlas ocultado? —le preguntó Rojas al

detenido.—Me imagino que en una de las caleras. Pero de eso el maestre nunca habló, que yo recuerde, y

nadie le preguntó —se limitó a decir este.—Deberíamos ponernos a buscar, no vaya a ser que se presenten los que estuvieron en el

castillo —planteó el alguacil mayor.

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—Pero decidles a vuestros hombres que vayan con cuidado —le recomendó Rojas.El alguacil mayor ordenó a sus hombres que se dividieran en grupos de dos y comenzaran a

registrar las caleras, comenzando por las que estaban más cerca. También les pidió que estuvieranatentos y que, si veían algo extraño, salieran cuanto antes. En las primeras no encontraron nada.Pero, al entrar en una de las siguientes, uno de los alguaciles tropezó con algo y, de repente, todala bóveda se les vino encima. Los demás reaccionaron de inmediato y trataron de rescatar a suscompañeros. Para ello tuvieron que apartar un montón de piedras. Cuando por fin dieron con losenterrados, los encontraron malheridos y a punto de morir asfixiados.

Mientras sus hombres los atendían, el alguacil mayor, fuera de sí, se aproximó al caballeroapresado y lo golpeó hasta derribarlo.

—Decidme de una vez dónde están los restos del apóstol —lo apremió.—No puedo revelároslo; presté juramento. Haced conmigo lo que queráis, pero no diré ni una

palabra; yo no soy como ese malnacido al que tenéis preso —le hizo saber el caballero.—Lamentándolo mucho, debemos dejarlo; no puedo seguir arriesgando a mis hombres —le

comunicó el alguacil mayor a Rojas.—Si me dais unos minutos, es posible que descubra algo —solicitó este.—Como queráis.Al ver que la bruma se había levantado, el pesquisidor volvió a subir a su cabalgadura y

comenzó a ascender por la ladera del monte, seguido por Elías. Cuando llegaron cerca de la cima,dejaron los caballos y se dispusieron a trepar por las peñas que la coronaban, a modo de cresta.Desde lo alto se divisaba perfectamente el claro en el que se encontraban los hornos, que eranbastantes más de los que, en un principio, Rojas había calculado, si bien resultaba muy difícilcontarlos, pues muchos estaban derruidos y otros casi desaparecidos. Tan solo unos pocosconservaban intactos los muros y la bóveda de piedra. Rojas trató de imaginarlos encendidos enmedio de la noche, como si fueran luminarias infernales o celestiales carbúnculos. Pero lo quemás sorprendió al pesquisidor fue la forma en la que estaban colocados.

—¿Os habéis fijado en la disposición de los hornos? —le preguntó a su amigo—. Abajo no sevislumbraba ningún orden, pero, desde aquí, parece una espiral. Y, si en verdad esto es así, nocreo que se trate de una casualidad.

—Estoy de acuerdo con vos —corroboró el clérigo—. Es más, yo diría que esa espiral queforman las caleras se parece mucho a la del llamado juego de la oca, creado precisamente por loscaballeros templarios, que, a su vez, se inspiraron en los maestros constructores de catedrales.Según los entendidos, representa el Camino de Santiago, con todos los obstáculos morales ymateriales y todas las recompensas y momentos de purificación que en su laberíntico recorrido sehallan. Para entendernos, es como un mapa sagrado o una ruta iniciática. Por lo general, tienesesenta y tres casillas con diferentes imágenes, de las cuales trece son ocas; de ahí las trecejornadas necesarias para hacer el Camino, obviamente a caballo, de las que habla el Liber SantiJacobi. El juego consiste en ir avanzando por el tablero, según la suerte que caiga en los dados,hasta llegar a su centro, la meta espiritual, que no es otra que la gloria, la sabiduría y la perfección—añadió a modo de conclusión.

—¿Y por qué la oca?—Al igual que algunas otras aves, tiene la particularidad de ser a la vez un animal acuático,

aéreo y terrestre, y eso le confiere cierto poder y misterio. Por otra parte, la forma de su pata, consu característico tarso palmeado, recuerda el tridente de Neptuno o Poseidón y se relaciona con lavenera de Santiago.

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—¿Acaso este lugar tuvo algo que ver con los caballeros del Temple?—Es posible que sí; no olvidéis la estrecha vinculación de esta Orden con los maestros

constructores de catedrales. Por otro lado, este sitio es uno de los grandes enigmas del Camino.¿Para qué querían tanta cal los que edificaron la basílica de Santiago? ¿Y por qué estaban tanlejos de ella las caleras? Tal vez todo esto explique el hecho de que fueran abandonadas yolvidadas, una vez desaparecieron los templarios, o que don Sancho y los suyos hayan queridorecuperar este espacio simbólico para su Orden, me imagino que con la intención de proclamarsesus herederos o sucesores —sugirió el clérigo.

—Apuesto, entonces, lo que queráis a que los restos del apóstol están enterrados justo en elcentro de esa espiral, en la que sería la última casilla del tablero, el destino final del Camino deSantiago y espero que también de nuestras pesquisas —proclamó Rojas.

—Ya veo que os habéis tomado muy en serio este asunto; nada menos que vos, que siempre oshabéis mostrado tan escéptico y reticente con todo lo que tuviera que ver con las reliquias delsanto y los misterios de la ruta jacobea —le recordó el clérigo, con algo de sorna.

—Bueno, vos mismo me confesasteis que los restos habían sido robados y estabandesaparecidos. Ahora sabemos que a los ladrones se los incautó don Sancho de Ulloa y su gente.Y, si eso fue así, lo más probable es que algunos de tales bandidos y sus cómplices sean losresponsables de lo que ha ocurrido en el castillo, movidos, a buen seguro, por la venganza y eldeseo de recuperar lo que consideran suyo —argumentó Rojas—. Lo que importa, en todo caso,no es lo que piense yo sobre esas supuestas reliquias, sino lo que los demás crean acerca de ellas.Así que es nuestro deber encontrarlas.

—Tenéis razón y os pido disculpas por mi sarcasmo.Después de bajar del monte, Rojas le contó al alguacil mayor dónde tenían que buscar sus

hombres y hacia allí se dirigieron casi todos. Como el pesquisidor había imaginado, había huellasrecientes en la entrada del horno en cuestión. Dos de los alguaciles se adentraron en él con muchaprecaución y, al comprobar que todo estaba en orden, comenzaron a cavar en su interior, mientraslos demás aguardaban expectantes. Cuando llevaban un rato, los picos golpearon algo metálico.Tras quitar la arena que lo cubría, lo sacaron fuera con gran cuidado. Se trataba de una urna deplomo bien sellada y de tamaño regular, con una breve inscripción en latín en la tapa.

—«Aquí yacen los restos mortales de Jacob, hijo de Zebedeo y Salomé y hermano mayor deJuan, apóstol de Jesús de Nazaret» —tradujo el clérigo en voz alta.

—¿La urna os resulta familiar? —le preguntó Rojas.El clérigo examinó el sello con atención.—Parece que es la misma que se guardaba dentro del arca en la catedral —confirmó este.Al escucharlo, todos se arrodillaron y se persignaron dando gracias a Dios por el feliz hallazgo.—¿No queréis ver lo que hay en el interior? —le dijo Rojas a Elías.—No hace falta —rechazó el clérigo.—¿Acaso tenéis miedo de lo que podáis encontrar?—De ningún modo. El hecho de que el sello esté intacto es suficiente garantía para mí;

romperlo ahora sería un sacrilegio. Ya la inspeccionarán luego los entendidos en la catedral.Después de hacerles jurar a sus hombres que no revelarían nada a nadie sobre lo que acababan

de descubrir, bajo amenaza de cárcel perpetua y excomunión, el alguacil mayor les ordenó quecargaran la urna con cuidado en una mula. Pero, cuando iban a atarla a la grupa, la caja cayó alsuelo con gran estrépito y tan mala fortuna que el sello se rompió, la tapa se abrió y varios huesosrodaron por tierra, lo que provocó gran espanto en el clérigo y los alguaciles, la ira del alguacil

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mayor y la curiosidad del pesquisidor, que enseguida se acercó a examinar el contenido.—Al final os salisteis con la vuestra —le reprochó Elías a Rojas, al tiempo que procedía a

envolver los restos del apóstol en el brandeum o lienzo de lino destinado a protegerlos, antes dedepositarlos de nuevo en la urna, procurando que no se rompieran ni astillaran, pues parecían muyquebradizos.

—¿Por qué lo decís? —replicó Rojas, haciéndose de nuevas.—Sabed que aquellos que desconfían y piden que se les enseñen los restos del apóstol suelen

volverse locos como perros rabiosos después de verlos. Hay documentos que así lo atestiguan —le advirtió el clérigo.

—Por suerte, no es ese mi caso.Los alguaciles volvieron a cargar la urna en la mula, bajo la atenta mirada de su superior; y,

después de formar una cuerda de presos con los detenidos, se pusieron en marcha. A esas horas laniebla de la fraga también se había disuelto y el aire era menos húmedo y misterioso. Aquí y allálos rayos del sol se filtraban entre la espesura, como si fueran haces de luz enviados por elCreador para guiarlos.

—¿Me permitís una pregunta? —le dijo Rojas a su compañero—. Si el apóstol fue decapitadopor Herodes Agripa I, según leemos en el Nuevo Testamento, ¿cómo es que su calavera sigueunida a la columna vertebral?

—Pero ¡¿qué estáis diciendo?! —exclamó el clérigo, sorprendido.—Perdonadme. Era solo una broma —se disculpó Rojas—. Teníais que haber visto la cara que

habéis puesto.—Ya os he dicho más de una vez que no deberíais bromear con estas cosas si no queréis que

Dios os castigue por ello.—Lo siento de verdad, pero no he podido resistirme —se disculpó el pesquisidor.—Ese es vuestro problema, que sucumbís fácilmente a algunas tentaciones —le reprochó el

clérigo.—Vamos, no os lo toméis así —le rogó Rojas—. Estos últimos días han sido muy duros y

necesitamos reírnos un poco.—Si estoy tan quisquilloso, es por algo que todavía no os he contado —le confesó Elías de

pronto.—¿Y a qué esperáis? —comentó Rojas, interesado.—Lo haré si me juráis de nuevo no revelárselo a nadie.—Ya sabéis que tenéis mi palabra.—En ese caso, os diré que lo que los ladrones se llevaron de la catedral no eran realmente los

restos del apóstol —susurró el clérigo—. Así que tan falsos son estos que aquí transportamoscomo los que ahora hay en el sagrado sepulcro, los que trajeron de Tierra Santa. Pero, como yosiempre digo, ¡qué más da de quién sean los huesos! Lo importante, mi querido amigo, es la fe, yla fe es lo único que de verdad mueve a los auténticos peregrinos que transitan por el Camino deSantiago.

Rojas se quedó tan perplejo con las palabras de su amigo que a punto estuvo de caerse delcaballo, como San Pablo camino de Damasco, con la diferencia de que él ya era converso.

—No me miréis así, querido Rojas. Era solo una broma —aclaró Elías—. Para que veáis queyo también tengo sentido del humor.

—¡Seréis farsante! Por un momento me lo había creído —confesó el pesquisidor, sorprendido.—De eso se trataba —replicó el clérigo—. ¡Qué pena que Rosalía no esté aquí para verlo!

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—¡Qué mujer tan sabia y valiente! ¿Dónde estará ahora? —preguntó Rojas.—Me imagino que camino de Santiago.Cuando llegaron a la aldea de Castañeda, los alguaciles se quedaron a cargo de los detenidos y

de los restos del apóstol, a la espera de conseguir refuerzos y un carro para transportarlos hastaCompostela. Rojas y Elías se fueron en busca del maestre y sus hombres, que no podían andar muylejos de allí.

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XXVI Camino de Arzúa, poco después Las huellas de los caballos de don Sancho de Ulloa y su gente mostraban con claridad que sehabían dirigido hacia Arzúa, que era final de etapa para muchos peregrinos, lo que parecía indicarque, a pesar de lo ocurrido en el castillo y la detención de uno de sus esbirros, pensaban seguircon los asesinatos.

—Tenemos que dar con ellos y apresarlos de una vez por todas. No podemos consentir quesigan matando —comentó Rojas.

—¿Y qué habrá sido de los que se supone que también los andaban buscando? —preguntóElías.

—Supongo que no estarán lejos, pues no creo que quedaran satisfechos con la matanza de ayer—conjeturó Rojas.

Cuando estaban cerca de Arzúa, vieron al borde del camino a una mujer que parecía estarofreciendo su cuerpo a los peregrinos que transitaban por allí. La mayoría pasaba de largo, sindecir nada. Pero, al poco rato, uno se detuvo a hablar con ella. Mientras la buscona hacía gestospara que el hombre se fijara en sus encantos, este no paraba de mirar hacia un lado y hacia otrocon aire receloso, lo que despertó las sospechas de Rojas y Elías. Tras un breve intercambio depalabras, dedicado seguramente a cerrar un trato, el peregrino y la mujer se internaron en unaarboleda próxima.

El pesquisidor y el clérigo se miraron con gesto preocupado, sin saber muy bien qué hacer.Ambos pensaban que la prostituta podría estar en peligro. Pero, por otro lado, temían equivocarsey verse envueltos en una situación comprometida. Cuando llegaron a la altura de donde se habíaproducido el encuentro, se detuvieron y se apearon de los caballos con la intención de echar unvistazo, para quedar más tranquilos, no fuera a ser que, en efecto, la mujer estuviera en trance desufrir algún daño. De modo que se adentraron de forma sigilosa en la arboleda.

—Pero ¿adónde me lleváis? —gritó de pronto la mujer algo más allá—. ¿Qué es lo que queréisde mí?

—Cállate de una vez —rugió el hombre—. No eres más que una vulgar meretriz que vaofreciendo su cuerpo a los incautos peregrinos para que pequen y no puedan obtener el perdón.

—Eso no es cierto. Tan solo lo hago de cuando en cuando, para ganarme el sustento —sejustificó la mujer.

—Para eso están los albergues y hospitales —replicó él.—Pero son muchos los que hacen el Camino y no siempre hay sitio ni comida, y menos en estas

últimas etapas. Y, en las posadas y mesones, los dueños siempre tratan de aprovecharse de mímediante engaños.

—Porque saben de sobra de qué ralea eres. Ya lo dice el refrán: «Viajan a Santiago comoromeras y en el camino se vuelven rameras».

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—Yo estoy segura de que el apóstol me perdonará por ello —se justificó la mujer.—Ni lo sueñes. Eres peor que la lepra; no mereces más que la muerte. Y, después de matarte, te

dejaré junto a ese arroyo, pues de ahí es de donde procedes —anunció él con desprecio.Tan pronto Rojas y Elías se aproximaron al lugar de donde venían las voces, vieron que la

mujer estaba de rodillas, con las palmas de las manos unidas, sollozando e implorando piedad,mientras el hombre, de espaldas a ellos, la amenazaba con el bordón.

—No hagáis eso, os lo suplico.—Yo te condeno en el nombre del Padre, del Hijo y del…El asesino se disponía a descargar ya su báculo sobre la cabeza de la mujer cuando Rojas

corrió hacia él y lo golpeó con fuerza en un brazo; lo que hizo que el criminal tuviera que soltar elcayado. Al verse inerme, sacó de alguna parte de su saya un puñal, con el que atacó alpesquisidor. Este se defendió de forma certera con su bordón, parando todas las acometidas yhaciendo retroceder a su contrario. Elías, mientras tanto, agarró a la prostituta por un brazo y lapuso a salvo, lejos de la pelea. Luego acudió en ayuda de su amigo; entre los dos acorralaron alagresor y consiguieron quitarle el arma. Después le ataron los pies y las manos con el cíngulo conel que ceñían su sayal, para que no pudiera huir. Para entonces, la prostituta ya habíadesaparecido.

—Parece que le habéis cogido gusto al bordón —le dijo Elías a Rojas—. Ahora lo manejáisbastante bien, al menos mucho mejor que cuando os enfrentasteis al loco aquel de Puente deÓrbigo. ¿Cuándo habéis ensayado?

—Mientras caminaba —bromeó él—. ¿Y la mujer?—Creo que se ha ido. Supongo que no habrá querido esperar al resultado de la contienda, no

fuera a ser que perdiéramos.—Interroguemos entonces a ese malnacido.—Alto ahí —dijo alguien a sus espaldas.Era don Sancho de Ulloa, acompañado de varios de sus hombres. Después de rodearlos, el

maestre ordenó que ataran a Rojas y a Elías, que no opusieron ninguna resistencia.—Por fin volvemos a vernos —les dijo el maestre a modo de saludo—, aunque mucho me temo

que esta vez será la última. Desde que aparecisteis por estas tierras, todo ha ido de mal en peor.Pero eso se acabó.

—Antes de que hagáis lo que vayáis a hacer, ¿puedo preguntaros algo? —se atrevió a decirRojas.

—Adelante; consideradlo como vuestra última voluntad.—¿Por qué habéis mandado asesinar a todos esos peregrinos?—«Porque la paga del pecado es la muerte», como dice San Pablo en su Epístola a los

romanos, capítulo 6, versículo 23 —señaló don Sancho con voz solemne.—Pero ¿por qué motivo? ¿Con qué criterio los elegisteis?—Porque se lo merecían; cada uno recoge lo que siembra. Todos ellos eran falsos o malos

peregrinos, y, si los matamos, fue para proteger a los auténticos y buenos, como hace un labradorcon sus tierras —explicó el maestre con naturalidad—. Cuando un campo se llena de malashierbas, hay que arrancarlas de raíz y hacerlas desaparecer, para que así las buenas puedan crecercomo es debido y no se echen a perder; me imagino que estaréis de acuerdo. Pues eso mismo pasacon el Camino de Santiago. Y es que los peores enemigos de los peregrinos no son los posaderosque tratan de engañarlos ni los que pretenden cobrarles el portazgo, sino los falsos peregrinos. Poreso hay que acabar con ellos. A los responsables de mantener vivo el Camino, sin embargo,

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parece que lo único que les preocupa es la cantidad de romeros que lo transitan, pero no lacalidad ni la autenticidad de los mismos. De ahí que la ruta jacobea haya ido cayendo en eldescrédito, hasta perder todo su prestigio y aureola. Y es que, como bien sabéis, peregrinar aCompostela se ha convertido, en nuestros días, en algo vergonzoso por culpa de esos miserables,cuando antaño era una gesta heroica, algo que, en cierto modo, infundía santidad. De modo que yoles digo: «¿Qué haréis el día del Juicio cuando veáis que todos aquellos a los que engañasteis osacusan delante de Dios de haber pervertido el Camino?».

—¿Y creéis que matando a los malos peregrinos vais a hacer que la peregrinación a Santiagorecupere su buen nombre? ¿No os dais cuenta de que vuestros motivos pueden ser buenos yloables, pero no así vuestros métodos? Al principio mataríais a los más pérfidos y al finalacabaríais con todos, pues nadie, por muy santo que sea, está libre de pecar —le reprochó elclérigo.

—Nunca se ha ganado una guerra sin hacer víctimas —replicó el maestre con tono agrio—. Y,aunque hagamos cosas oscuras, nosotros somos la luz. Nuestra obligación, como buenoscaballeros cristianos, es defender la fe por medio de la espada, la paz por medio de la guerra y,desde luego, la ruta jacobea por medio de una peregrinatio armata o militia Dei, siguiendo enello el ejemplo del propio apóstol Santiago, a quien tanto debemos en España. Y, para ello, loprimero que hay que hacer es limpiar el Camino y despojarlo de todos esos indeseables que sevalen de la peregrinación para seguir pecando, en lugar de hacer penitencia. Como dijo SanAgustín: «Errar es humano, pero persistir en el error es diabólico», y más en la ruta jacobea,donde toda expiación es poca. Y, ya que queréis conocer todos los motivos, añadiré que a varioslos elegí porque tenían alguna relación con vos y con vuestro amigo o simplemente porque estabancerca de ambos. De modo que también sois, de alguna manera, responsables de sus muertes. Si nohubierais interferido con vuestras pesquisas en nuestros planes, habrían sido otras las víctimas.

—¿Sabíais entonces quiénes éramos? —inquirió Rojas.—Más que saberlo, lo imaginé tan pronto llegasteis a León. Claro que yo contaba con ventaja,

pues estaba convencido de que el arzobispo de Santiago enviaría a alguien en secreto parabuscarnos en cuanto viera que íbamos en serio. Desde entonces hemos estado jugando al gato y alratón, hasta que hace dos días me descubristeis en mi propia guarida. Pero de nada os va a servir.Por otra parte, debo advertiros que en realidad importaban muy poco los criterios seguidos, dadoque había un motivo que estaba muy por encima de cualquier otra razón para llevar a cabo todosesos asesinatos —comentó el maestre con gran solemnidad.

—¿A qué os referís? —inquirió Rojas, confuso.—Al trato que le propuse en una carta a su excelencia reverendísima, hace poco más de un mes

—confesó el maestre.—No sé de qué me habláis.—Entonces, ¿no os lo ha dicho el arzobispo?—¿El qué?—Que estas muertes no eran más que una forma de extorsión, esto es: un medio o instrumento

que yo ideé para lograr un fin. Y es que hay vidas que solo sirven para cumplir un propósitomayor, que exige su sacrificio. No ha habido, pues, nada personal en mis decisiones; era tan solouna estrategia para doblegar la voluntad del arzobispo. De modo que lo único que interesaba erael resultado final —explicó el maestre con cinismo.

—¿Estáis insinuando que el arzobispo estaba al corriente de quién erais y cuáles eran vuestrosplanes cuando me encargó el caso? —preguntó Rojas.

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—Mis planes claro que los conocía; lo que ignoraba era quién estaba detrás y, por lo tanto, miidentidad. Pero ahora ya lo sabe, gracias a vuestras pesquisas. Por eso, antes de esconderme, hequerido reservar las últimas etapas del Camino para mataros. Hoy será el turno, por cierto, de lanovicia, ya que habéis salvado a la prostituta —les reveló el maestre.

—A ella no le hagáis nada —suplicó Rojas—. Ya nos tenéis a nosotros. Rosalía escompletamente inocente, como lo era Marcela.

—Me temo que sois demasiado indulgente con ella, como lo fuisteis también con esa talMarcela, y eso fue su perdición.

—Os ruego, por lo que más queráis, que dejéis en paz a Rosalía; ya bastante daño nos habéiscausado.

—¿Y qué me decís del que vos me habéis provocado a mí?—Lo único que hemos hecho es cumplir con nuestra obligación.—Lo mismo que voy a hacer yo. Como os estaba anunciando, mañana os asesinaré a vos —

anunció, dirigiéndose a Elías—; y, ya en Santiago, frente al Pórtico de la Gloria, acabaré connuestro amigo el pesquisidor. En este caso, yo mismo os golpearé con el bordón en la cabeza y osapuñalaré en el corazón, para luego dejaros tendido sobre el barro, que es donde merecéis estar,por insensato y entrometido, no sin antes trazar la Y de Pitágoras, que una vez más indicará quevuestra muerte es la consecuencia de haber elegido el camino de la condenación, en lugar de haberoptado por el de la redención.

—Vos no sois quién para juzgar a nadie y menos aún para castigarlo con la muerte. Eso es tareade los jueces y, en última instancia, de Dios Nuestro Señor, que es el único que tiene poder yautoridad para dar la vida y para quitarla —indicó el clérigo.

—Nuestro Señor es tan misericordioso que ha delegado en nuestra Orden esa difícil tarea, delmismo modo que el Santo Oficio relaja a los relapsos que son dignos de la pena capital al brazosecular, para que este los sentencie y ejecute, como hacemos nosotros —explicó el maestre connaturalidad—. Y, como resulta que los peregrinos tienen miedo y están reclamando una orden queverdaderamente los proteja, al papa y al arzobispo de Santiago ya no les va a quedar más remedioque reconocer y autorizar la nuestra, la única que, en estos momentos, defiende y reivindica laherencia y el espíritu de la Orden del Temple, esa que nunca debió desaparecer.

—Por si lo habéis olvidado —intervino el clérigo—, os recordaré que fueron los miembros detal Orden los que con su conducta labraron su propia perdición; de ahí que fuera prohibida ydisuelta para siempre.

—De manera injusta, como bien sabréis, pues las pruebas con las que los condenaron eranfalsas. Pero, con la ayuda de Dios y del apóstol, las cosas cambiarán pronto y las aguas volverána su cauce.

—Me temo que la codicia y la ambición os ciegan. Ni el papa ni el arzobispo de Santiagoreconocerán nunca vuestra maldita Orden, por más que los extorsionéis con vuestros crímenes —le advirtió el clérigo.

—Estáis equivocado. Sabed que para ello contamos, además, con una buena baza —proclamóel maestre.

—¿Os referís a los restos del apóstol? —dejó caer Rojas.—Así es. Pero ¿quién os lo ha contado? ¿No decíais que el arzobispo no os había dicho nada?

—preguntó el maestre, sorprendido.—Ha sido uno de vuestros hombres, el que enviasteis para matar a Rosalía, ese al que apodan

el Estudiante —le informó Elías.

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—¡El muy traidor arderá en el Infierno por ello! —exclamó el maestre, encolerizado—. Detodas formas, las reliquias están a buen recaudo —añadió luego con aparente indiferencia, comopara quitarle importancia al asunto.

—¿Estáis seguro?—¿Qué queréis decir? —preguntó don Sancho de Ulloa, tratando de disimular su inquietud.—No le contéis nada —le pidió Elías a Rojas.—Reveladme ahora mismo todo lo que sepáis. Si no lo hacéis, os daré tormento antes de

mataros —amenazó el maestre.—Todo a su tiempo. Primero decidnos qué ha sido de los ladrones que os estaban persiguiendo

—inquirió Rojas.—¡No sé de qué ladrones me habláis! —exclamó don Sancho, perplejo.—De los que asaltaron vuestro castillo.Antes de que el maestre pudiera responder nada, él y sus hombres se vieron sorprendidos por

un grupo de jinetes, que les exigieron que depusieran las armas de inmediato. Pero aquellos noobedecieron y se desató una pelea encarnizada. Los atacantes enseguida los rodearon y loshombres de don Sancho se pusieron en círculo para intentar defenderse y proteger al maestre.Después de rechazar varias acometidas, la formación se desbarató y, uno a uno, fueron pereciendoa manos de los recién llegados, que los combatieron con gran crueldad y saña, como si noquisieran dejar heridos ni prisioneros. Al final, los pocos que quedaban en pie se vieronobligados a rendirse y los atacantes los ejecutaron sin mayores contemplaciones. El único al queno mataron fue al maestre, pues debían de tener orden de capturarlo vivo.

—Estos que veis aquí —comenzó a gritar este, dirigiéndose a Rojas, mientras lo apresaban—fueron los que nos atacaron en el castillo. Mas no son ladrones, como vos creéis, sino soldadosenviados por el arzobispo de Santiago para detenerme y llevarme ante él, por haber osadoamenazarlo con revelar al mundo su terrible secreto si no accedía a mis peticiones. Como ya se havisto, a su excelencia reverendísima los peregrinos le importan muy poco; lo único que lepreocupa es lo otro. Pero no se saldrá con la suya. Por mucho que me martiricen, jamás declararédónde se encuentran las reliquias del apóstol.

—Demasiado tarde —le gritó el que parecía estar al mando de los soldados—. Estas ya estánen nuestro poder. El pesquisidor y el archivero fueron los que descubrieron dónde las habíaisocultado.

—¡No es posible! ¡No lo creo! ¡Eso es mentira! —rechazó el maestre, sorprendido e indignado—. Seguro que es una treta para que os diga dónde se encuentran…

—Callaos de una vez si no queréis que os corte la lengua. Amordazadlo —le dijo el capitán auno de sus hombres.

Este, después de cumplir lo ordenado, se llevó a don Sancho a un lugar apartado.—¿Es verdad que sois soldados enviados por el arzobispo de Santiago? —preguntó Rojas al

capitán.—Así es —confirmó este.—Antes de nada, quisiera daros las gracias por habernos rescatado, pero también me gustaría

preguntaros cuál es, en realidad, vuestra misión.—Eso os lo contará el arzobispo cuando lo veáis en Santiago de Compostela. De momento, os

ruego a vos y al señor archivero que seáis discretos y no comentéis con nadie lo acontecido enestos días. Mañana viajaréis conmigo y con mis hombres. Pero esta noche la pasaréis en Arzúa,mientras nosotros dejamos resueltas algunas cosas con los alguaciles de Melide, que nos están

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aguardando no muy lejos de aquí —les informó el capitán.—¿No iréis a dejar a esos hombres sin enterrar? —demandó Elías.—De eso también nos encargaremos, aunque no lo merezcan.Después de ordenar a varios de sus hombres que se ocuparan de los muertos, los demás se

llevaron al maestre.Rojas y Elías se miraron en silencio durante un buen rato, tratando de digerir lo que acababan

de descubrir por boca del maestre y del capitán. Había sucedido todo tan deprisa que necesitaronalgún tiempo para rumiarlo y poder poner en orden sus pensamientos.

El primero en hablar fue el pesquisidor:—¿Teníais vos noticia de esa carta?—En absoluto.—¿Y sabíais que el arzobispo iba a mandar a una compañía de soldados para completar la

misión que se nos había encargado?—Yo sabía lo mismo que vos, o sea, nada. Por eso ahora estoy tan sorprendido y

escandalizado. De modo que espero que el arzobispo nos dé las correspondientes explicaciones—comentó el clérigo.

—Por mi parte, tengo la impresión de que nos ha utilizado y ha puesto en peligro nuestras vidaspara lograr sus objetivos —señaló Rojas—. Por no hablar de la muerte de todos esos peregrinos ode las ejecuciones de los hombres de don Sancho, por muy asesinos que fueran. Nadie, ni siquieraun arzobispo de Santiago y presidente del Consejo Real, puede tomarse la justicia por su mano.

—¿Y qué pensáis hacer al respecto?—Gritárselo a la cara en cuanto lo vea.

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XXVII Camino de Santiago de Compostela, el día después Al día siguiente, Rojas y Elías se reunieron con los soldados enviados por el arzobispo en lapuerta del hospital de Arzúa. Uno de ellos conducía un carro cuya carga iba cubierta con unlienzo. Pero les llamó la atención que en el grupo no estuvieran ni don Sancho ni el Estudiante nilos demás detenidos. El pesquisidor preguntó dónde se encontraban y el capitán de los soldados lecontestó que no tenía nada que contarle, que ya hablaría del asunto con su excelenciareverendísima cuando lo recibiera.

—¿Y cuándo será eso?—En el momento en el que el arzobispo lo considere oportuno; es todo lo que puedo deciros —

le advirtió el capitán.Tan pronto se pusieron en marcha, los dos amigos se separaron unos pasos del grupo para poder

hablar con libertad.—¿Qué creéis que habrá sido de ellos? —preguntó el clérigo.—Ya podéis imaginaros —se limitó a decir Rojas con preocupación.—¿Y ahora qué va a pasar? ¿Pensáis que también a nosotros van a callarnos de ese modo?—No lo creo, al menos no antes de llegar a Santiago, si es eso lo que os preocupa. Ya habéis

oído que el arzobispo quiere hablar con nosotros.Durante un rato, permanecieron en silencio. Era evidente que el caso aún no había terminado,

pues todavía faltaban muchas cosas que aclarar con el arzobispo. De modo que no había motivospara sentirse contentos ni mucho menos seguros.

—¿Os dais cuenta de que va a ser la primera vez que un santo acude en peregrinación a supropio sepulcro? —comentó Rojas para aliviar un poco la tensión—. Bueno, ya sé que se tratasolo de sus huesos, suponiendo que sean los auténticos, por supuesto. Pero resulta paradójico, ¿noos parece?

—Con lo que ha costado recuperarlos y la gente que ha muerto por ello, más vale que lo sean—señaló el clérigo, muy serio.

—Pues yo sigo sin estar convencido —confesó Rojas—. Me parece que han dado tantas vueltasque, al final, sabe Dios dónde estarán o qué habrá sido de ellos. Ojalá hubiera alguna forma depoder averiguar su antigüedad y procedencia con solo examinarlos.

—Es curioso que vos digáis eso, ya que, si no llega a ser por vuestro empeño y perspicacia, nolos habríamos encontrado —le recordó Elías.

—¡Pues menuda responsabilidad me ha caído encima! —exclamó el pesquisidor consocarronería—. Por otra parte, me pregunto qué pasaría si todos esos peregrinos que vienen ahorade regreso de Compostela supieran qué es lo que llevamos en el carro. Me imagino que sesentirían defraudados.

—Ya os he dicho muchas veces que lo importante es la fe que los mueve a peregrinar —le

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recordó el clérigo—. Las reliquias del apóstol son lo de menos; son un puro pretexto. Lo que noquita, eso sí, para que sean verdaderas, como de hecho lo son —insistió, para que a Rojas no lecupiera ninguna duda. Cuando llegaron a un pequeño río situado como a legua y media de Santiago, le pidieron alcapitán que se hiciera cargo de los caballos y a ellos los dejara continuar a pie, como hacía lamayor parte de los peregrinos que llegaban hasta allí a lomos de una cabalgadura. Este no les pusoningún inconveniente. Pero les comunicó que, a su llegada a la ciudad, debían alojarse en elhospital Real, hasta que el arzobispo mandara a buscarlos.

Según le explicó Elías a su amigo, el lugar en el que se encontraban era célebre porque en élsolían bañarse muchos romeros para llegar limpios y puros a Santiago de Compostela, ya que noen todos los hospedajes había tinas para lavarse. El río en cuestión era conocido popularmentecomo Lavacolla, aunque, en el Liber Sancti Jacobi, aparecía con el nombre latino deLauamentula, que venía a significar más o menos lo mismo.

—Ello se debe a la costumbre de muchos peregrinos de lavarse con especial aplicación lasverijas o partes pudendas, que es donde más pecado y suciedad suele haber; no en nuestro caso,claro está, que hemos sido muy castos durante todo el recorrido —puntualizó el clérigo.

—En lo que a mí respecta, no ha habido mucho mérito en ello —reconoció el pesquisidor—,pues, después de cada jornada, de lo que menos ganas tenía era de yacer con alguien.

En un principio Rojas y Elías se metieron en el agua vestidos, para así poder lavar también suhumilde ropa de romeros, llena de polvo del camino y también de sangre, sudor y barro, muchobarro, y, por supuesto, muchos parásitos. Pero enseguida se despojaron completamente de ella y lalanzaron a la ribera, con el fin de que se fuera secando, mientras ellos disfrutaban del agua.

En esas estaban cuando apareció un grupo de monjas benedictinas, en el que no tardaron endistinguir la voz de Rosalía, lo que hizo que se alejaran más de la orilla y se sumergieran hasta elcuello, para que su amiga no viera que estaban en cueros, lo que no resultaba fácil, pues el ríotenía muy poco caudal.

—¿Y ahora qué? —preguntó el clérigo, avergonzado.—Me temo que debemos esperar a que se vayan. ¿Qué otra cosa podemos hacer en esta

coyuntura? Y más después de haber estado lavándome las verijas, como vos decís, ya que, porllevar tanto tiempo de abstinencia, el miembro o mentula se me ha desperezado un poco sin yoquererlo —confesó Rojas.

—Callad, por Dios, no vayan a oíros, y, sobre todo, apartaos bien de mí —le rogó Elías, concierta zozobra.

Las monjas, por su parte, se habían acercado a la orilla con la idea de remojarse un poco lospies, tras varias horas de caminata. La primera en meterlos en el agua fue Rosalía, que gritóalborozada cuando los descubrió dentro del río:

—Pero ¡si son mis amigos! ¡Cuánta alegría me da volver a veros! Menudo gusto debe de darpoder bañarse de cuerpo entero, con el calor que hace.

—No lo sabéis bien —comentó Rojas con ironía.—¿Qué tal estáis? ¿Habéis atrapado ya a los asesinos?—Gracias a Dios, nos hallamos sanos y salvos y está casi todo solucionado —le informó

Rojas, sin querer entrar en detalles.—Pues cuánto me alegro. Mis hermanas y yo estábamos muy preocupadas por vos y vuestro

amigo.

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—Lo importante es que ya no habrá más muertes y que, antes de que acabe el día, estaremostodos en Santiago, abrazando al apóstol —comentó el clérigo.

—¿Y por qué no venís a comer algo con nosotras bajo esos árboles, para celebrarlo? —lespropuso Rosalía—. Y así me contáis lo sucedido.

—Id preparándolo todo con vuestras hermanas, que nosotros vamos ahora —le rogó elpesquisidor.

Rosalía vio entonces la ropa de sus amigos en la orilla y cayó en la cuenta de lo que pasaba.Enseguida se lo comentó a sus hermanas, que, lejos de escandalizarse, se echaron a reír, sin dejarde mirar de reojo a los dos peregrinos. Estos no veían la hora de salir del agua, pues, de tantoestar metidos en ella, sus dedos comenzaban a arrugarse y ya no digamos otras partes.

Una vez que las monjas se alejaron, Rojas y Elías fueron a recuperar su ropa y, ya vestidos, sereunieron con Rosalía, a la que pusieron al día de todo lo que había pasado, incluido lo relativo alas reliquias del santo, pues a ella no podían engañarla, tras hacerle jurar, eso sí, que no se locontaría a nadie.

—Ya decía yo que en el sepulcro del apóstol había gato encerrado —comentó la novicia,divertida.

—Y vos, ¿estáis repuesta?—Como os comenté, solo fue un susto. Y mis hermanas ahora me consideran poco menos que

una mártir o una heroína de la Iglesia. Así que no me dejan realizar ninguna tarea que puedaresultarme penosa.

—¿Sabéis que don Sancho pensaba volver a atacaros? —le dijo Elías.—Pues habría tenido que vérselas con vuestro crucifijo, que por cierto me gustaría devolveros

—comentó ella.—Quedáoslo —le rogó el clérigo—. Os vendrá bien para cuando peregrinéis a Tierra Santa.—Espero no tener que utilizarlo —dijo ella, muy agradecida.Por fin, después de tantos días tensos y ajetreados, sin apenas un respiro ni casi tiempo para

dormir, Rojas y Elías fueron felices y dichosos, aunque solo fuera por un instante, y consiguieronolvidarse del motivo de su peregrinación. Les daba mucho gusto, además, contemplar a Rosalía,tan llena de vida y tan deseosa de ver mundo y conocer gentes, cantando con sus hermanas:

Cantemos con alturaa Dios Nuestro Señor.Cantemos con honduraa Cristo Salvador.Con la altura y la hondurade nuestro corazón.

—¿Qué os parece si, en lugar de seguir hasta Santiago, nos quedamos aquí? —le preguntó Elías

a Rojas.—Nada me agradaría más. Pero bien sabéis vos que no podemos —le recordó este—; por

desgracia, aún tenemos que ver al arzobispo y terminar de averiguar toda la verdad. Hastaentonces el caso no estará cerrado. El resto de la jornada fue pan comido para los dos amigos y el grupo de monjas. Ese último tramolo recorrieron con una gran celeridad, como si de repente hubieran recobrado las energías

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perdidas a lo largo del viaje o fueran arrastrados por una fuerza sobrenatural; incluso a Rojasdejaron de dolerle los pies. Y, tan pronto avistaron el Monte do Gozo, se remangaron las sayas ylos hábitos y comenzaron a correr sin ningún tipo de reparo ni pudor hacia la cima. «Ultreia!Ultreia! ¡Adelante! ¡Adelante!», gritaron todos al unísono para darse ánimos. Por supuesto, laprimera en llegar a lo alto de la colina y ver a lo lejos la ciudad de Santiago fue Rosalía, que, tal ycomo era costumbre entre los peregrinos, recibió por ello el apodo de «reina del grupo», lo que lallenó de alegría. Allí estaba Compostela, rodeada de verdes colinas, con las torres y espadañas desus iglesias apuntando hacia el cielo y haciendo sonar sus campanas. Después, Rojas y Elías seabrazaron y dieron saltos de júbilo, no solo por estar a punto de completar el Camino, sinotambién por haber sobrevivido juntos a tantos peligros. Nunca el Monte do Gozo hizo tanto honora su nombre como este día.

—¡Bendito sea Dios, que nos ha traído vivos hasta aquí! ¡Y bendito seáis vos por todo lo quehabéis hecho por el Camino de Santiago y por mí! —exclamó el clérigo, emocionado.

—Yo doy gracias al Señor por haberos conocido y por todo lo que me habéis enseñado —proclamó el pesquisidor.

Ahora solo faltaba bajar del monte y entrar en la ciudad por la llamada puerta del Camino.Vista más de cerca, Compostela parecía una aldea grande, algo sombría, muy sucia y bastantedesordenada. Conforme se aproximaban a la basílica, las calles estaban cada vez más atestadas deperegrinos joviales. Los criados de algunas posadas y tabernas les salían al encuentro para tratarde que fueran a alojarse o a comer a los negocios de sus respectivos amos. Otros les ofrecían todaclase de productos, diversiones y placeres con los que poder disfrutar después de tanta penitencia.

Las monjas estaban impacientes por ir a la catedral a abrazar al santo. Pero Rojas y Elíasoptaron por acudir antes al hospital Real, no fuera a ser que el arzobispo ya los hubiera llamado.Así que se despidieron de Rosalía y sus hermanas con grandes muestras de emoción, confiando envolver a verlas pronto.

—Marchaos de una vez. No me gustan las despedidas —les dijo la novicia—. Os voy a echarmucho de menos —añadió, con el semblante entristecido, antes de partir.

—Y nosotros a vos —confesó el clérigo.—No dejéis de peregrinar —le deseó el pesquisidor.El hospital Real había sido construido por mandato de los Reyes Católicos y se encontraba en

el lado norte de la plaza que había al oeste de la basílica, conocida, precisamente, como delHospital. Desde esta podía verse, a través de un arco, el célebre Pórtico de la Gloria.

—Mirad, ahí es donde el maestre pensaba mataros, para escarmiento de todos lospesquisidores entrometidos —le recordó Elías.

—No es mal sitio para morir —comentó Rojas con ironía.El hospital tenía una amplia fachada labrada y era de planta cuadrangular, con galerías

dispuestas formando los brazos de una cruz, en cuyo centro se levantaba la capilla, y una granvariedad de patios interiores, dependencias, refectorios, dormitorios, baños y enfermerías demucha capacidad. En la entrada, el hospitalero les comunicó que el arzobispo los aguardaba ya ensu palacio.

—¿No tenéis otras ropas? —les preguntó luego, al ver su aspecto.—¿Qué otras ropas queréis que tengamos? Somos peregrinos, no miembros del cabildo ni

cortesanos. Y dad gracias por que hayamos podido lavarlas esta tarde en el río —replicó elclérigo con orgullo.

—Dejad aquí la escarcela y el bordón, que ya no los vais a necesitar —les pidió el hospitalero.

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El palacio episcopal estaba en la misma plaza, unido a la parte norte de la catedral y alineado consu fachada occidental. Había sido construido por el arzobispo Diego Gelmírez y tenía tres plantas.Aparte de numerosas salas, incluida la de armas, cámaras, corredores y almacenes, tenía unacapilla para uso exclusivo del prelado y una torre que simbolizaba el poder temporal delarzobispo de Santiago, que era mucho, como Rojas y Elías habían comprobado ya. Un criado loscondujo al salón de ceremonias o sinodal, un amplio espacio diáfano de planta rectangular al quese accedía por unas escaleras que había en el patio principal. Su excelencia reverendísima losaguardaba en el otro extremo, por lo que tuvieron que atravesar toda la sala con sus humildes yruidosos zapatos de peregrino. Esto hizo que el pesquisidor se sintiera cada vez más intimidadopor tanta suntuosidad.

—Antes de que me preguntéis nada, quiero que sepáis que he venido hasta Santiago solo pararecibiros y daros una explicación, pues de sobra sé que estoy en deuda con ambos —se anticipó adecir el arzobispo, mientras hacía un gesto para que se sentaran frente a él.

—No sabéis hasta qué punto —señaló Rojas, tomando asiento.—Comprendo que estéis algo defraudados conmigo.—Defraudados es poco —corrigió enseguida el pesquisidor—; digamos más bien indignados.—De acuerdo. Reconozco mis faltas y os pido perdón por ellas —se disculpó el arzobispo—.

Pero todo esto obedece a una razón de mucho peso, como enseguida veréis. Si mandé a algunosespías para que os siguieran…

—¿Es que nos han estado siguiendo durante todo el tiempo? —preguntó Rojas, muysoliviantado.

—Pero a bastante distancia, y lo hice, sobre todo, para protegeros —puntualizó su excelenciareverendísima—. También, claro está, para estar al tanto de vuestros avances y así poder actuarcon rapidez y en consecuencia.

—¿Qué significa exactamente eso? —inquirió el pesquisidor.—Veréis. El objeto de vuestra misión era descubrir a los asesinos e impedir que siguieran

matando. Pero había algo más —añadió el arzobispo con otro tono.—¡¿Algo más?! —exclamó el clérigo.—¿A qué os referís? —demandó el pesquisidor.—La verdad es que, en su momento, no os lo conté todo, ya que había cosas que, por discreción

y seguridad, no podía revelaros.—¿Qué cosas eran esas? —inquirió Rojas.—Como ya os habrá comentado Elías, los restos del apóstol fueron robados hace cosa de tres

años, cuando aún yo no era arzobispo de Santiago. Lo que no sabíamos era qué había sido deellos, adónde habían ido a parar. En todo caso, el asunto se mantuvo en secreto y así hapermanecido hasta ahora —explicó el arzobispo—. El caso es que, unos días antes de que seprodujera el primer asesinato en el Camino Francés, recibí una carta en la que una personaanónima, que decía hablar en nombre de una orden secreta, me informaba de que las sagradasreliquias obraban en su poder, ya que en su día sus hombres se las habían arrebatado por la fuerzaa los bandidos que las habían sustraído de la catedral. Según explicaba, su deseo eraentregármelas de inmediato, bajo determinadas condiciones, eso sí, y a cambio de ciertasconcesiones. Y, para demostrarme que la cosa iba en serio y que era capaz de todo, me anunciabaque mandaría matar a un peregrino por cada etapa del Camino Francés, desde Roncesvalles hastaCompostela, lo que duraría más o menos un mes, hasta que me comprometiera, de alguna forma, a

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satisfacer sus demandas.—¿Y cuáles eran esas demandas? —inquirió Rojas.—Que yo reconociera públicamente, primero en Toledo, donde el remitente de la carta tenía

desplazados a varios emisarios, y luego en Santiago de Compostela, que las reliquias del apóstolllevaban tres años desaparecidas, pero que, gracias a Dios, acababan de ser recuperadas por ungrupo de caballeros. A modo de recompensa por haberlas «encontrado», a estos se les autorizaría,por medio de una bula del Santo Padre, a fundar una orden, la de los Pobres Caballeros de Cristoy del Templo de Santiago, que sería la encargada de custodiar en el futuro los restos del santo, asícomo de proteger a los peregrinos del Camino. Con este fin sería reconocida in aeternum yrecibiría una parte de los bienes incautados en su día a la Orden del Temple, de la que, al parecer,se consideran herederos, y en especial los de las encomiendas de Ponferrada, Villasirga y San Fizdo Ermo. Si accedía a todo ello, la entrega de las reliquias y la presentación oficial de la Ordentendrían lugar el próximo 25 de julio, fiesta del apóstol, en un acto solemne presidido por elemperador Carlos y por mí mismo. Todo esto, como comprenderéis, era algo completamenteinasumible por parte de la Iglesia y de la Corona —añadió el arzobispo de forma tajante.

—¿Y qué habría sucedido si, una vez transcurrido el plazo marcado por la muerte de losperegrinos, la Orden no hubiera obtenido ninguna respuesta favorable por vuestra parte y nosotrosno hubiéramos descubierto a los asesinos? —quiso saber Rojas.

—Que estos habrían comunicado urbi et orbi que los restos enterrados en el sepulcro delapóstol Santiago no eran auténticos, ya que habían sido robados hacía tres años, lo que sin dudahabría provocado un gran escándalo en toda la cristiandad. Y lo mismo habría ocurrido si yohubiera enviado soldados o alguaciles al Camino para tratar de descubrirlos y atraparlos. Por esotuve que recurrir a vos, y, si no os puse al corriente del contenido de la carta, fue porque no podíahaceros partícipe de semejante secreto, y no porque no confiara en vos; espero que lo entendáis.El plan oculto era que, una vez encontrarais a los responsables de los crímenes, intervendrían mishombres de inmediato, con el fin de no darles tiempo a los criminales a cumplir su amenaza.

—¿Y para ello hacía falta matarlos sin someterlos antes a juicio? —objetó el pesquisidor.—Si no hubiéramos actuado así, habríamos corrido el riesgo de que se hiciera pública la

verdad en torno a los restos del apóstol, que es precisamente lo que, desde un principio, hemostratado de evitar. Os recuerdo, por otra parte, que mis hombres os libraron a vos y a Elías demorir a manos de esos canallas.

—Si así hubiera sucedido, habría sido por vuestra culpa, por haber dejado que nos metiéramosen la boca del lobo, sin informarnos de cuáles eran los verdaderos peligros a los que nosenfrentábamos o de los riesgos que corrían los peregrinos con los que nos relacionábamos, comola pobre Marcela.

—Yo no fui quien acabó con ellos —se justificó el arzobispo de Santiago.—Vos tan solo dejasteis que los mataran. Me imagino, por cierto, que don Sancho y los hombres

que nosotros detuvimos también han sido asesinados —apuntó Rojas.—Ejecutados más bien, y por la misma razón —puntualizó su excelencia reverendísima—; no

podíamos arriesgarnos a que todo se supiera.—Según el maestre, sus hombres ejecutaban a los «malos peregrinos» en nombre de Dios —

replicó Rojas.—La diferencia es que yo actúo movido por un bien mayor —señaló con firmeza el arzobispo

de Santiago.—Don Sancho también pensaba que lo hacía por una buena causa —adujo el pesquisidor.

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—Pero él carecía de autoridad; no era más que un impostor —le recordó su excelenciareverendísima para zanjar la cuestión.

—¿Y ahora qué va a pasar con los restos del apóstol? —quiso saber Rojas.—Que esta noche van a ser devueltos al lugar del que nunca debieron salir. Ya pensaremos

luego en qué hacer para que no puedan ser robados de nuevo; lo más probable es que losescondamos en lo más profundo de la catedral. Si queréis, estáis invitado a la ceremonia deinhumación que, dentro de unas horas, vamos a celebrar con toda solemnidad, pero en absolutosecreto.

—No, gracias —rechazó Rojas—; no quiero ser partícipe de más intrigas ni de más patrañas.—Como queráis. Por supuesto, bajo ningún concepto podéis revelar a nadie los secretos que

acabáis de conocer, tampoco a esa tal Rosalía de la que os habéis hecho tan amigo. Si lo hacéis,ya sabéis a lo que os arriesgáis, vos, la novicia y vuestra familia —lo amenazó el arzobispo.

—Me hago cargo; lo he visto con mis propios ojos.—Mejor así. Y esto también va por vos —añadió el arzobispo, dirigiéndose al clérigo—. Ya sé

que os habéis ido de la boca con vuestro amigo en algún momento, pero espero que sea la últimavez.

—No volverá a suceder —asintió Elías con voz entrecortada.—¿Podemos irnos? —preguntó Rojas.—Para vuestra información, os diré que hace unos días envié a vuestra casa el pago por vuestro

trabajo y una carta de agradecimiento.—Ojalá pudiera yo también daros las gracias —se lamentó Rojas—. Tan pronto llegue a

Talavera, os devolveré vuestro dinero, junto con la carta. De alguna forma, me considerocómplice de todas esas muertes de las que vos sois responsable, y aceptar ese pago no haría másque aumentar mi culpabilidad. Y ahora, si me lo permitís, me gustaría salir de aquí cuanto antes.

—Nadie os lo impide —constató el arzobispo, señalando hacia la puerta.Rojas y Elías abandonaron el palacio del arzobispo en silencio, mitad ofendidos por las

palabras de su excelencia reverendísima y mitad avergonzados por no haber sido capaces dedecirle todo lo que pensaban; pero Rojas tenía una familia y Elías, un cargo que no quería perder,pues era toda su vida; y luego estaba Rosalía. Para no darle más vueltas al asunto, se dirigieron alPórtico de la Gloria, con el fin de que el pesquisidor pudiera admirarlo de cerca. El clérigo lecontó que la catedral se mantenía abierta todo el día, debido a que muchos peregrinos queríanvisitarla nada más llegar a Santiago, fuera la hora que fuera, y pasar la noche en ella. También ledijo que, en la víspera de la fiesta de Santiago, se peleaban con el bordón por quitarse los unos alos otros la guardia nocturna del altar, llegando a haber heridos y hasta algún que otro homicidio.Mientras escuchaba a su amigo, Rojas pudo contemplar las riñas de algunos romeros por ser losprimeros en acceder a la catedral.

El clérigo le explicó que, a su llegada a la basílica de Santiago, los peregrinos realizaban uncurioso ritual, dirigido a conseguir el perdón de los pecados y la purificación de su alma. «Todogira aquí en torno a ese asunto», recalcó. Se trataba de un itinerario simbólico en el que estabanrepresentados el principio y el fin, el Génesis y el Juicio Final. Los romeros que venían de hacerel Camino Francés solían entrar por la puerta del Paraíso o Francígena o de Azabachería, situadaen el norte, cuyo pórtico mostraba escenas de la creación, del pecado original y de la expulsióndel Paraíso, con la intención de recordarles que todos eran pecadores. Ya en el interior, hacíanentrega de cera y aceite para las lámparas en su nombre o en el de otros que se lo habíanencomendado. Había tantos cirios encendidos que el templo resplandecía como si fuera pleno día.

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Muchos donaban también dinero u otras ofrendas de valor, y todo ello se iba guardando en unasarcas de madera vigiladas por un guardián o arqueiro, que anunciaba en varias lenguas lasindulgencias concedidas por la peregrinación y por las correspondientes dádivas.

Después, los peregrinos recorrían las capillas del crucero rezando a los distintos santos. Trasconfesarse y comulgar en alguna de ellas, cada peregrino recibía, a cambio de unas monedas, lallamada compostela, un documento que acreditaba que había realizado la peregrinación.Continuaban luego por la puerta de Platerías, orientada hacia el sur, donde se mostraba la muertede Jesús para redimir a los hombres de sus pecados. El ritual culminaba con el abrazo corporal ala figura del santo o apretá, que se completaba con un ruego en voz baja: «Amigo, encomiéndamea Dios», y que simbolizaba la unión con el apóstol, que se encontraba en un camarín al que sesubía por unas escaleras que había detrás del altar. Por último, se salía por el Pórtico de laGloria, donde podía contemplarse el juicio final, según el Evangelio de San Juan. Una vezconseguido el perdón, gracias a Jesucristo, el peregrino ya podía comparecer ante el JuezSupremo sin miedo alguno.

Los dos amigos se dirigieron a la fachada este, donde se encontraba la puerta Santa o puerta delPerdón, que se había construido no hacía mucho y que tan solo se abría en los años santosjacobeos. Para ello tuvieron que pasar por la plaza de Platerías, llamada así por los talleres deorfebrería en los que se vendía, como recuerdo de haber estado en Santiago, toda clase de objetosde plata con motivos relacionados con el Camino. En el atrio o paraíso de la fachada norte,estaban, por otro lado, las tiendas de azabache, muy apreciado por los romeros, así como lospuestos de conchas, naturales o de metal, botas de vino, zapatos, escarcelas de piel de ciervo,cinturones, correas, amuletos y figas para combatir el mal de ojo, bordoncillos de hueso, hierbasmedicinales…

Desde allí, regresaron a la plaza del Hospital.—Supongo que tendréis ganas de llegar a casa —comentó Rojas.—Si no os importa, preferiría pasar esta última noche con vos en el hospedaje —confesó Elías

—. No quiero dejaros solo ni sentirme solo yo tampoco, después de los días que hemoscompartido.

—Os lo agradezco mucho.—Y vos, ¿qué vais a hacer mañana?—Continuar hasta el fin de la Tierra. No quiero que mi peregrinaje termine en Santiago. Así que

voy a seguir mi camino de purificación. Al fin y al cabo, Compostela era solo un destino obligadopara mí, y más después de lo que el arzobispo nos acaba de contar.

—Os comprendo muy bien. El objetivo de un largo viaje siempre decepciona. Yo, sin embargo,con todo lo que ha ocurrido, sigo creyendo en las virtudes y en la necesidad del Camino deSantiago.

—Y eso os honra, os lo aseguro. Gracias a gente como vos, se mantendrá vivo, con todas susrutas y variantes, y, si algún día desapareciera, estoy seguro de que retornará de nuevo, puessiempre habrá alguien dispuesto a recuperarlo y peregrinos con ganas de recorrerlo, sin importardemasiado cuál sea el destino final.

—Eso pienso yo también.—Por otra parte, os confieso que voy al finis terrae para comprobar si es verdad que existen os

peregrinos da morte —añadió el pesquisidor en tono de broma.—Haberlos haylos, no os quepa duda. Otra cosa es que vos seáis capaz de verlos —replicó el

clérigo entre risas—. Y no olvidéis recoger una concha de vieira en la playa o mejor en algún

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mesón, después de probarla. Está sabrosísima, como todo lo que viene del mar.Delante del hospital Real, había un hombre con aspecto de profeta bíblico que vestía un sayal

roto y mugriento y portaba un bordón en el que milagrosamente parecía haber brotado una pequeñarama. Subido sobre un pretil de piedra, se dirigía a los peregrinos allí congregados paraanunciarles, con voz fuerte y clara, que el camino jacobeo hacía ya mucho que había degenerado yla ciudad de Santiago se había convertido en una suerte de Babilonia.

—Y, para que veáis que no exagero —añadió el hombre—, dejadme que os refiera unaspalabras que escribió un peregrino que, al llegar a Compostela, debió de sentirse muydecepcionado:

En Santiago a Santiago buscas, ¡oh, peregrino!,mas, en Santiago mismo, a Santiago no hallas.Es tan solo un sepulcro rodeado de murallas,unos huesos anónimos al final del camino.

A Rojas tales versos le parecieron a la vez bellos y sensatos, pues expresaban de forma certera

la tremenda desilusión que él mismo sentía en ese momento. No obstante, era evidente, inclusopara él, que tenía que haber algo muy poderoso para que peregrinos que procedían de lugares tandiferentes y, en muchos casos, tan lejanos se hubieran sentido atraídos por una misma llamada yhubieran viajado hasta allí; lo mismo hombres que mujeres, ricos y pobres, ancianos y jóvenes,enfermos y sanos, locos y cuerdos, benditos y posesos, pecadores y santos, creyentes e incrédulos,cristianos e infieles, ortodoxos y herejes… Todos en busca del perdón y del sepulcro del apóstol,sí, pero también en pos de un sueño, de una esperanza, de una aventura, de un deseo o de una vidanueva, ya que, en última instancia, lo importante no era el destino, sino el propio camino.

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EPÍLOGO Lo que pasó después Al día siguiente, Rojas y Elías se despidieron con lágrimas en los ojos y la voz rota por laemoción y prometieron verse de nuevo muy pronto. El clérigo le recordó que, a la vuelta, nodejara de pasar por O Cebreiro, donde sería muy bien recibido, y más si indicaba que iba de partede él.

—Ya sé que las cosas se ven muy distintas cuando se viene a Santiago que cuando se regresa dehacer el peregrinaje —puntualizó—. Después de haber hecho el Camino, ya no se presta casiatención a lo que hay fuera, sino a lo que uno lleva atesorado en su interior. Y, además, estaréisdeseando volver a casa, para rencontraros con vuestra esposa y vuestros hijos y contarles loacontecido. Así y todo, el lugar os agradará.

También le comunicó que en Compostela tenía un amigo para siempre, que era un motivo tanbueno como cualquier otro para volver a peregrinar; y que, en tal caso, no hacía falta que pasarapor O Cebreiro, ya que, en ese viaje que habían compartido, se había dado cuenta de que habíaotras vías para alcanzar la redención, como, por ejemplo, la propuesta por Hermann Künig.

—Tomad —le dijo Elías, alargándole su cayado de romero—. Entre algunos peregrinos existela costumbre de trocar los bordones cuando llegan a Santiago, pues creen que de esa formavolverán a encontrarse.

—Aquí tenéis el mío —convino Rojas, emocionado. Cuando, tres días después, llegó al cabo Fisterra justo a la caída del sol, Rojas comprendió porfin lo que el Camino significaba. La suya había sido una peregrinación a la muerte para luegovolver a casa transformado. Y es que había que morir de alguna forma para poder renacer, al igualque había que errar para encontrar el camino verdadero. Poco importaba, pues, que Fisterra nofuera, en realidad, el punto más occidental de Galicia y, por tanto, de Europa, ya que había otro,más al norte, cerca de Muxía, conocido como la Punta de Sualba, en el cabo Touriñán, que seadentraba algo más en el mar, aunque eso pocos lo conocían. Tampoco importaba que la Tierra yano acabara allí, como se había pensado hasta hacía poco más de treinta años, y muchos todavía locreían, y que, por tanto, hubiera algo más allá del océano de las Tinieblas, como él sabía de sobra,pues había viajado una década antes a La Española, en el Nuevo Mundo. Lo verdaderamenterelevante no eran tales detalles, sino aquello que Fisterra todavía simbolizaba, sobre todo a esahora del día, cuando el sol se estaba poniendo en el océano y el horizonte se teñía de sangre.

Rojas trató de permanecer despierto toda la noche junto al mar, con la esperanza de queaparecieran os peregrinos da morte. Pero al final se quedó dormido, arrullado por el ruido de lasolas. Lo despertó, al cabo de un rato, un tremendo estruendo, como el que produciría unamuchedumbre a caballo que se zambullera en el agua desde un acantilado o un barco que seestrellara contra las erizadas rocas a causa de una tormenta. No en vano se encontraba en una

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tierra que algunos llamaban costa da morte, por los muchos naufragios que en ella habían tenidolugar, pero también por esos peregrinos que terminaban allí su viaje sin retorno. Rojas se puso enpie y trató de averiguar qué había pasado en realidad, pero no pudo ver nada, ya que la noche eracerrada y la lluvia, muy recia.

En la localidad de Fisterra alquiló un caballo y emprendió el viaje de regreso a casa, comoUlises a Ítaca, solo que por tierra y sin acompañantes. Al pasar por el río Lavacolla, esbozó unasonrisa e imaginó con algo de envidia a Rosalía camino de Tierra Santa, tras los pasos de suadmirada Egeria.

Cuando llegó a O Cebreiro, lo aguardaba una carta de su amigo en la que este le contaba que enSantiago todo el asunto de marras se estaba llevando en secreto, por lo que no iba a quedar rastroni testimonio en ningún documento, salvo que él lo relatara alguna vez en un libro. Asimismo, ledijo que el arzobispo había mandado cubrir completamente los hornos de cal de Castañeda, paraque, en el futuro, no pudieran servir de refugio a ningún peregrino errante ni a ningún criminal. Porúltimo, le deseaba un provechoso viaje y una feliz estancia en su pueblo.

Rojas se detuvo en O Cebreiro cerca de una semana en honor a Elías, al que lo unía una amistadforjada en el camino y en las muchas alegrías y penalidades que habían vivido juntos. Allí tuvotiempo de sobra para recordar y para pensar en ello, mientras contemplaba las montañas y laspallozas y visitaba el santuario en el que, según su amigo, se guardaba el Santo Grial.

A pesar del arzobispo, de sus muchas dudas y de todo lo que había sucedido a lo largo de superegrinaje, Rojas estaba orgulloso de haber completado el Camino de Santiago. Sin duda este lohabía transformado por dentro y ahora se sentía renacido. No sabía si mejor o peor, pero distinto.

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AGRADECIMIENTOS Y DEUDAS Quiero dar públicamente las gracias al historiador lucense Javier Gómez Vila, impulsor yestudioso de la Vía Künig, por su complicidad, su generosidad y su gran ayuda en la fase dedocumentación, preparación y corrección de esta novela; a José Manuel Guijo Cordón, cuya hijaSabrina nació cuando estaba escribiéndola, y a su familia (María, Héctor, Miranda, Mariví yCristino), por ocuparse de mí durante el confinamiento del estado de alarma con motivo delcoronavirus; a José Antonio Sánchez Paso, por su atenta y atinada lectura de este nuevomanuscrito, como ya hizo con los anteriores; a Juan Carlos García Blázquez, bibliotecario de laFacultad de Geografía e Historia de la Universidad de Salamanca, que me auxilió en la tarea debuscar bibliografía sobre el Camino de Santiago; y a Jesús Manuel Núñez, alcalde de As Nogais,que me llevó a ver la torre de Doncos y algunos otros lugares por los que discurre la Vía Künig.Por otra parte, este libro no habría llegado a los lectores sin la confianza y el buen hacer de laeditorial Espasa.

La novela El manuscrito de barro, al igual que El manuscrito de piedra, El manuscrito denieve, El manuscrito de fuego y El manuscrito de aire, que la precedieron, es hija de laimaginación propia y de algunos libros ajenos. He aquí, pues, una selección de los textos que meayudaron en esta nueva travesía, si bien conviene recordar, una vez más, que se trata de una obrade ficción y que, por lo tanto, el autor se ha tomado en ella algunas libertades:

Vicente Almazán (ed.), Seis ensaios sobre o Camiño de Santiago, Vigo, Galaxia, 1992; PabloArribas Briones, El Camino de Santiago en Castilla y León, Burgos, Consejo General de Castillay León, 1982; Pablo Arribas Briones, Pícaros y picaresca en el Camino de Santiago, Burgos,Berceo Editorial, 1999; Pierre Barret y Jean-Noël Gurgand, La aventura del Camino deSantiago, Vigo, Edicións Xerais de Galicia, 1982; Juan G. Atienza, Leyendas del Camino deSantiago, Madrid, EDAF, 1998; Juan G. Atienza, Los peregrinos del Camino de Santiago,Madrid, EDAF, 2004; Guía del peregrino medieval (Codex Calixtinus), trad. de Millán BravoLozano, Sahagún, Centro de Estudios Camino de Santiago, 1989; Klaus Herbers y Robert Plötz,Caminaron a Santiago. Relatos de peregrinaciones al «fin del mundo», Santiago de Compostela,Xunta de Galicia, 1999; Luciano Huidobro y Serna, Las peregrinaciones jacobeas, 3 vols.,Burgos, Instituto de España, 1950; Hermannus Künig de Vach, A peregrinaxe e o camiño aSantiago: a «clásica» guía de peregrinos alemana (1495), trad. y notas de K. Herbers y R. Plötz,versión galega de X. M. García Álvarez, Santiago de Compostela, Consello da Cultura Galega,1999; María del Carmen Lacarra Ducay (coord.), Los caminos de Santiago. Arte, historia,literatura, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2005; Liber Sancti Jacobi. CodexCalixtinus, ed. de X. Carro Otero, trad. de A. Moralejo, C. Torres y J. Feo, Pontevedra, Xunta deGalicia, 1992; Liber Sancti Jacobi: Codex Calixtinus, ed. de Klaus Herbers y M. Santos Noia,Santiago de Compostela, Xunta de Galicia, 1998; Carmelo Lisón Tolosana, La Santa Compaña.Fantasías reales. Realidades fantásticas, Madrid, Akal, 2004; Francisco López de Úbeda, Lapícara Justina, ed. de Luc Torres, Madrid, Castalia, 2010; A. Losada Díaz y E. Seijas Vázquez,

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Guía del camino Francés en la provincia de Lugo, Lugo, 1982; Manuel I. Olano Pastor, Elcamino de peregrinación a Santiago por el puerto de Manzanal, Ayuntamiento de Bembibre,2019; Manuel Abilio Rabanal Alonso (coord.), El Camino de Santiago en León, León,Universidad de León-Fundación Carolina Rodríguez, 2002; Inés Ruiz Montejo, El camino aSantiago. Andares de un peregrino en la España del siglo XII, Madrid, Foca, 2004; José Salvadory Conde, El libro de la peregrinación a Santiago de Compostela, Madrid, Guadarrama, 1971;Elías Valiña Sampedro, El Camino de Santiago. Estudio histórico jurídico, Madrid, CSIC-Instituto Enrique Flórez, 1971; Luis Vázquez de Parga, José María Lacarra, Juan Uría Riu, Lasperegrinaciones a Santiago de Compostela, 3 vols., ed. facsimilar de la de 1948, Pamplona,Gobierno de Navarra, 1992; VV. AA., Santiago, camino de Europa. Culto y cultura en laperegrinación a Compostela, catálogo de la exposición, Xunta de Galicia, 1993; VV. AA., ElCamino de Santiago y las raíces de Occidente, Pamplona, Universidad de Navarra, 2011;VV. AA., Atlas ilustrado del Camino de Santiago, Madrid, Susaeta, 2013; VV. AA., Castillo dePambre. Un hito en el camino, Crecente Asociados, 2016; VV. AA., El camino de Künig aCompostela, León, El Forastero (Lobo Sapiens), 2020.

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El manuscrito de barro

Luis García Jambrina

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistemainformático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste

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© del diseño y la ilustración de la portada, Agustín Escudero

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Primera edición en libro electrónico (epub): enero de 2021

ISBN: 978-84-670-6173-4 (epub)

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