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Imperio Juniors EL MUNDO SILENCIOSO Y. I. COUSTEAU El mundo silencioso J. Y. COUSTEAU y FRÉDÉRIC DUMAS Editorial Jackson de Ediciones Selectas BUENOS AIRES 1954 Título de la obra en ingles: THE SILENT WORLD A todos aquellos que compartieron nuestra labor Nota del Editor del libro: El Mundo Silencioso fue escrito en inglés por el capitán Cousteau, recientemente ascendido a comandante, quien, aunque ciudadano francés y oficial de marina, asistió en su juventud a una escuela norteamericana y ha viajado mucho por los Estados Unidos. En los últimos años ha dado conferencias en este país e Inglaterra acerca de sus hazañas submarinas. Le ayudó a preparar este libro James Dugan, antiguo corresponsal de Yank, el semanario del Ejército de los Estados Unidos, quien ha colaborado con el capitán Cousteau desde los días de la Segunda Guerra Mundial. Nota de la Escuela de Buceo Imperio Juniors: Los relatos incluidos en estas páginas, llenas de romanticismo, misterio y pasión son una ventana al pasado. A los comienzos del buceo deportivo tal como lo conocemos en la actualidad. Muchas de las técnicas expuestas, hoy se consideran erróneas, por lo que no es un libro pedagógico en cuanto a procedimientos, pero sí nos transmite la pasión por el buceo. Estos primeros relatos son los que hicieron que muchas generaciones de acuanautas se dejaran atrapar por el encanto y la magia que nos mueve a todos los buzos, ese impulso irreflenable de “meter la cabeza debajo del agua”. CAPÍTULO I Los Hombrez –Pez Una mañana del mes de junio de 1943 me dirigí a la estación de ferrocarril de Bandol, en la Riviera francesa, para hacerme cargo de una caja de madera expedida desde París. Contenía un nuevo y prometedor artefacto, resultado de años de esfuerzo y de ilusión, un pulmón automático de aire comprimido, propio para la inmersión, concebido por Emile Gagnan y yo. Corrí con él hacia Villa Barry, donde me esperaban mis compañeros en tantos buceos Philippe Tailliez y Frédéric Dumas. Ningún niño abrió jamás un regalo de Navidad con tanta excitación como nosotros cuando desembalamos el primer “aqualung” o pulmón aucático. Si marchaba bien, el buceo sería revolucionado. Hallamos un conjunto de tres botellas de aire comprimido de tamaño mediano, unidas a un regulador de aire del tamaño de un despertador. Desde el regulador partían dos tubos, que se unían en una boquilla. Con este equipo sujeto a la espalda, unos lentes submarinos que cubriesen los ojos y la nariz y aletas de goma para los pies, nos proponíamos pasearnos a nuestras anchas por las profundidades del mar. Nos dirigimos a toda prisa a una oculta cala, donde estaríamos a resguardo de las miradas indiscretas de bañistas y de soldados de las tropas italianas de ocupación. Comprobé la presión del aire. Las botellas contenían aire comprimido a más de ciento cincuenta veces la presión atmosférica. Apenas podía dominar mi excitación para discutir con calma el plan de la primera zambullida. Dumas, el mejor buceador de Francia, se quedaría en la playa descansado y calentándose al sol, listo para venir en mi ayuda en caso necesario. Mi esposa Simone nadaría en la superficie, provista de un respirador “shnorkel”, y me vigilaría a través de lentes sumergidos. Si hacía señas indicando que las cosas iban mal, Dumas se zambulliría para alcanzarme en pocos segundos. “Didi”, como le llamaban en la Riviera, podía bucear hasta dieciocho metros de profundidad. EL MUNDO SILENCIOSO Y. I. COUSTEAU pag:1

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El mundo silencioso

J. Y. COUSTEAU y FRÉDÉRIC DUMAS

Editorial Jackson de Ediciones Selectas BUENOS AIRES 1954

Título de la obra en ingles: THE SILENT WORLD

A todos aquellos que compartieron nuestra labor

Nota del Editor del libro: El Mundo Silencioso fue escrito en inglés por el capitán Cousteau, recientemente ascendido a comandante, quien, aunque ciudadano francés y oficial de marina, asistió en su juventud a una escuela norteamericana y ha viajado mucho por los Estados Unidos. En los últimos años ha dado conferencias en este país e Inglaterra acerca de sus hazañas submarinas. Le ayudó a preparar este libro James Dugan, antiguo corresponsal de Yank, el semanario del Ejército de los Estados Unidos, quien ha colaborado con el capitán Cousteau desde los días de la Segunda Guerra Mundial. Nota de la Escuela de Buceo Imperio Juniors: Los relatos incluidos en estas páginas, llenas de romanticismo, misterio y pasión son una ventana al pasado. A los comienzos del buceo deportivo tal como lo conocemos en la actualidad. Muchas de las técnicas expuestas, hoy se consideran erróneas, por lo que no es un libro pedagógico en cuanto a procedimientos, pero sí nos transmite la pasión por el buceo. Estos primeros relatos son los que hicieron que muchas generaciones de acuanautas se dejaran atrapar por el encanto y la magia que nos mueve a todos los buzos, ese impulso irreflenable de “meter la cabeza debajo del agua”.

CAPÍTULO I

Los Hombrez –Pez Una mañana del mes de junio de 1943 me dirigí a la estación de ferrocarril de Bandol, en la Riviera francesa, para hacerme cargo de una caja de madera expedida desde París. Contenía un nuevo y prometedor artefacto, resultado de años de esfuerzo y de ilusión, un pulmón automático de aire comprimido, propio para la inmersión, concebido por Emile Gagnan y yo. Corrí con él hacia Villa Barry, donde me esperaban mis compañeros en tantos buceos Philippe Tailliez y Frédéric Dumas. Ningún niño abrió jamás un regalo de Navidad con tanta excitación como nosotros cuando desembalamos el primer “aqualung” o pulmón aucático. Si marchaba bien, el buceo sería revolucionado. Hallamos un conjunto de tres botellas de aire comprimido de tamaño mediano, unidas a un regulador de aire del tamaño de un despertador. Desde el regulador partían dos tubos, que se unían en una boquilla. Con este equipo sujeto a la espalda, unos lentes submarinos que cubriesen los ojos y la nariz y aletas de goma para los pies, nos proponíamos pasearnos a nuestras anchas por las profundidades del mar. Nos dirigimos a toda prisa a una oculta cala, donde estaríamos a resguardo de las miradas indiscretas de bañistas y de soldados de las tropas italianas de ocupación. Comprobé la presión del aire. Las botellas contenían aire comprimido a más de ciento cincuenta veces la presión atmosférica. Apenas podía dominar mi excitación para discutir con calma el plan de la primera zambullida. Dumas, el mejor buceador de Francia, se quedaría en la playa descansado y calentándose al sol, listo para venir en mi ayuda en caso necesario. Mi esposa Simone nadaría en la superficie, provista de un respirador “shnorkel”, y me vigilaría a través de lentes sumergidos. Si hacía señas indicando que las cosas iban mal, Dumas se zambulliría para alcanzarme en pocos segundos. “Didi”, como le llamaban en la Riviera, podía bucear hasta dieciocho metros de profundidad.

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Mis compañeros sujetaron el bloque tribotella en mi espalda, con el regulador junto a la nuca, mientras que los tubos pasaban por encima de mi cabeza. Escupí en el interior de mis lentes, enjuagándolos luego en la rompiente, con el fin de que no se formase vaho en el interior del cristal inastillable. Adapté el suave reborde de goma de los lentes sobre mi frente y pómulos. Introduje la boquilla en mi boca y sujeté los nódulos entre mis dientes. Mis inhalaciones y espiraciones pasarían, cuando yo me hallase bajo la superficie del agua, por una pequeña abertura del tamaño de un clip de los que se emplean para sujetar hojas de papel. Tambaléndome bajo el peso del aparato, que alcanzaba casi veinticinco kilos, caminé con paso de Charlot hasta penetrar en el mar. Mi escafandra autónoma, verdadero pulmón acuático, había sido diseñada con la intención de que resultase ligeramente flotante* *Con este nombre de “pulmón acuático”, la escafandra ha sido presentada en el mercado español (N. del T). Me recliné sobre el agua helada, para ver si se cumplía en mí el principio de Arquímedes, que dice que un cuerpo sólido sumergido en un líquido es empujado hacia arriba por una fuerza igual al peso del líquido que desaloja. Dumas me hizo quedar bien con Arquímedes sujetando algo más de tres kilos de plomo a mi cinturón. Me hundí suavemente hacia el fondo arenoso, mientras respiraba sin el menor esfuerzo un aire dulce y fresco. Al inhalar oí un débil silbido, mientras que al espirar se producía un ligero burbujeo. El regulador ajustaba la presión a mis necesidades del momento. Miré en torno mío con la misma sensación de éxtasis que he experimentado siempre en cada zambullida. Bajo mí se abría un pequeño barranco, repleto de hierbas verdeoscuro, negros erizos de mar y pequeñas algas blancas, semejantes a flores. Por el lugar retozaban varios pececillos. El fondo arenoso descendía en suave declive hasta perderse en una clara lejanía azulada. El sol brillaba con luz cegadora, que me hacía guiñar los ojos. Con los brazos pendiendo a mis costados, moví suavemente las aletas de mis pies y fui hundiéndome, al propio tiempo que ganaba velocidad y veía alejarse la playa. Dejé de agitar los pies y el impulso adquirido me hizo seguir avanzando en un fabuloso descenso. Al detenerme, vacié lentamente el aire de mis pulmones y contuve el aliento. El menor volumen de mi cuerpohizo disminuir el poder ascensional del agua, y me hundí apaciblemente. Aspiré entonces una gran bocanada de aire, que retuve en mis pulmones. Al punto me elevé hacia la superficie. Mis pulmones tenían ahora un nuevo papel: se habían convertido en un sensible sistema de lastre. Respiré con toda normalidad, de una manera pausada, e inclinando la cabeza, descendí hasta los nueve metros, sin sentir aumentar la presión del agua, que en tal profundidad es dos veces mayor que en la superficie. La escafandra autónoma me suministraba automáticamente más aire comprimido, para contrarrestar la nueva presión. A través de los frágiles pulmones humanos esta contrapresión era transmitida al torrente sanguíneo, para esparcirse instantáneamente por todo el cuerpo incompresible. Mi cerebro no recibía ningún aviso subjetivo de la presión. Me encontraba perfectamente, si se exceptúa un dolorcillo que sentía en el oído medio y en las fosas nasales. Tragué saliva, como suele hacerse al tomar tierra en un avión, para abrir mis trompas de Eustaquio y hacer cesar el dolor. (No llevaba tapones en los oídos. Usarlos resulta una práctica muy peligrosa en la inmersión, pues tales tapones aislan una bolsa de aire entre ellos y el tímpano. Al aumentar la presión en la trompa de Eustaquio, aquella hubiera oprimido los tímpanos hacia el exterior, con el riesgo de reventarlos). Llegué al fondo en un estado de arrobamiento. Un cardumen de plateados sargos, redondos y planos como platos, nadaban entre un caos de rocas. Levanté la mirada y vi brillar la superficie como un desdibujado espejo. En el centro de éste se hallaba la silueta flotante de Simone, del tamaño de una muñeca. La saludé con el brazo. La muñeca me devolvió el saludo. Mis espiraciones me fascinaban. Las burbujas se hinchaban a medida que ascendían por capas líquidas sujetas a menor presión, pero mostraban una curiosa forma aplanada, semejante a una seta, mostraban una curiosa forma aplanada, semejante a una seta, debida a su fuerte presión contra el medio. Pensé en la importancia que tendrían esas burbujas en nuestras futuras inmersiones. Mientras fuesen apareciendo y reventando en la superficie, todo iría bien abajo. Si las burbujas desaparecían, el resultado sería la ansiedad, prontas

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medidas de salvamento y desesperación. Salían con un agradable ruido por el regulador y me hacían compañía. Al oírlas, me sentía menos solo. Nadé entre las rocas y me comparé favorablemente con los sargos. Nadar como un pez, es decir, horizontalmente, era lo más lógico en un medio ochocientas veces más denso que el aire. Poderse detener para quedarse suspendido de nada, sin cuerdas o tubo que me uniesen a la superficie, constituía un verdadero sueño. Muchas noches he soñado que volaba, extendiendo los brazos como si fuesen alas, pero ahora volaba verdaderamente sin poseerlas. (Desde esta primera inmersión con la escafandra autónoma, no volví a tener jamás este sueño.) Me imaginé al buzo correinte paseándose por aquel lugar, con sus pesadas botas y teniendo que hacer grandes esfuerzos para avanzar unos cuantos metros, obsesionado continuamente por sus cordones umbilicales, y con la cabeza aprisionada en su escafandra de cobre. Buceando por mis propios medios lo he visto a veces inclinándose peligrosamente para dar un paso, sometido a una presión en los tobillos que en la cabeza, un verdadero inválido en un mundo extraño. Desde aquel día memorable, nadaríamos recorriendo kilómetros de tierras desconocidas por el hombre, libres y horizontales, sintiendo en nuestra piel lo que sienten las escamas de los peces. Hice con mi escafandra autónoma toda clase de cabriolas y maniobras: rizos, volteretas y tumbos. Me mantuve en equilibrio sobre un dedo y me eché a reír, con risa aguda y falsa. Nada conseguía alterar el ritmo automático del suministro de aire. Liberado de la gravedad y la flotabilidad, vagaba por el espacio. Podía alcanzar casi una velocidad de dos nudos sin usar mis brazos*. *El nudo equivale a una milla marina por hora o sea 1,852 km/h. Me elevé verticalemente, dejando atrás mis propias burbujas, y descendí luego hasta los dieciocho metros. Habíamos alcanzado esta profundidad muchas veces sin ayuda de medios artificiales de respiración, pero ignorábamos qué ocurría más allá de este límite. ¿Qué profundidad podríamos alcanzar con aquel extraño aparato? Habían transcurrido quince minutos desde que abandoné la caleta. El regulador siseaba regularmente a diez brazas de profundidad, y tenían aún provisión de aire para una hora. Decidí permanecer en el agua durante todo el tiempo que pudiese resistir el frío. Ante mí se abrían tentadoras grietas, ante las cuales no habíamos podido detenernos en nuestras anteriores zambullidas. Penetré centímetro a centímetro por un oscuro y estrecho túnel, con el pecho rozando el suelo y golpeando el techo con las botellas de aire. En tales situaciones un hombre posee dos cerebros. Uno de ellos le impele a seguir avanzando hacia el misterio, mientras que el otro le recuerda que es una criatura provista de sentido común, que hará que no perezca, si se le quiere prestar oído. Me elevé de pronto contra el techo. Había consumido ya una tercera parte del aire disponible, y me había vuelto más ligero. La prudencia me hizo ver que aquella locura podía dar por resultado que uno de mis tubos de aire quedase seccionado. Volviéndome boca arriba, me apoyé sobre mi espalda. El techo de la caverna estaba poblado de langostas. Permanecían quietas, semejantes a enormes moscas, con las cabezas y antenas dirigidas hacia la entrada de la caverna. Aspiré menos aire para evitar que mi pecho las tocase. Más allá de la superficie del agua se extendía la Francia ocupada y sujeta a un régimen de hambre. Pensé en los cientos de calorías que se pierden al bucear en aguas frías. Escogí un par de langostas de medio kilo y las arranqué cuidadosamente del techo, procurando no tocar sus punzantes espinas. Luego me las llevé hacia la superficie. Simone había estado flotando en ella, observando mis burbujas y siguiéndome con la mirada por todas partes. Se zambulló y nadó hacia mí. Le entregué las langostas y volví a bajar mientras ellas e elevaba. Apareció en la superficie del agua junto a una roca, en la cual estaba sentado un somñoliento ciudadano provenzal, provisto de una caña de pescar. Este vió emerger de pronto de las aguas a una muchacha rubia con un par de langostas debatiéndose en sus manos. La joven le dijo, dejándoselas sobre la roca: - ¿Haría el favor de gaurdármelas?

La caña cayó de las manos del pescador. Simone hizo cinco zambullidas más para apoderarse de las langostas que yo le entregaba

y llevarlas a la roca. Yo emergí al abrogo de la caleta, lejos de la vista del pescador. Simone fue a hacerse cargo de su enjambre de langostas. - Quédese usted con una, Monsieur –dijo al hombre-. Son muy fáciles de coger tal como

yo lo he hecho.

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Mientras nos dábamos un suculento banquete con los resultados de mi zambullida, Tailliez y Dumas me preguntaron acerca de todos los detalles. En nuestras cabezas bullían los planes y las ideas. Taillez llenó de garabatos el mantel y declaró que cada metro de profundidad que consiguiéramos, abriría para la humanidad trescientos mil kilómetros cúbicos de espacio vital. Taillez, Dumas y yo llevábamos mucho tiempo juntos, y frecuentábamos el mar desde hacia ocho años, zambulléndonos en él a cuerpo limpio y sin otro aparato que nuestros lentes. La nueva llave que teníamos en las manos para abrir con ella el cofre maravilloso, nos prometía incalculables tesoros. Pensamos en los lejanos comienzos... Nuestra primera arma fueron los lentes submarinos, conocidos desde hacia muchos siglos en la Polinesia y en el Japón, empleados por los buscadores de coral mediterráneos del siglo XVI, y vueltos a descubrir casi en cada década de los últimos cincuenta años. El ojo humano desnudo, que es casi ciego en el agua, puede ver claramente a través de unos lentes estancos. En la mañana de un domingo de 1936, en Le Mourillon, cerca de Tolón, penetré en el Mediterráneo y miré a través del agua con la ayuda de unos lentes Fernez. Yo era en aquella fecha un regular artillero naval, y un buen nadador interesado únicamente en perfeccionar mi estilo de crawl. Consideraba al mar simplemente como un obstáculo salado que me irritaba los ojos. Me quedé estupefacto ante lo que contemplé en las aguas poco profundas del Le Mourillon: rocas cubiertas de selvas de algas verdes, pardas y plateadas, y peces desconocidos para mí, que nadaban en cristalinas aguas. Al sacar la cabeza del agua para respirar vi un trolebús, gente y postes de alumbrado. Volví a sumergir mi rostro en las aguas y la civilización se desvaneció. Me hallaba en una selva jamás vista por aquellos que habitaban sobre el opaco techo. A veces tenemos suerte de comprender que nuestras vidas han sufrido un cambio, y somos capaces de desechar lo viejo, seguir lo nuevo y mantener firmemente el rumbo. Eso es lo que me ocurrió aquel día de verano en Le Mourillon, en que mis ojos se abrieron por primera vez a las maravillas del mar. Al poco tiempo me convertí en un devoto oyente de las hazañas de los héroes del Mediterráneo, provistos por lentes Fernez, aletas Le Corlieu y un armamento bárbaro con el que daban muerte a los peces bajo la superficie de las olas. ¡En Sanary, el extraordinario Le Moigne se sumergió en el océano y cazó peces con honda! Existía también una fabulosa criatura llamada Frédéric Dumas, hijo de un profesor de física, que alanceaba a los peces con la barra de una cortina. Estos hombres cruzaban la frontera de dos mundos hostiles. Pasaron dos años de zambullidas con lentes antes de que conociese a Dumas. Este me contó cuáles habían sido sus comienzos. _ Un día del verano de 1938 me hallaba sobre las rocas, cuando vi a un verdadero hombre-pez cuyo estado de evolución era mucho más avanzado que el mío. Nunca sacaba su cabeza del agua para respirar, y después de una zambullida, brotaba agua de un tubo, uno de cuyos extremos estaba introducido en su boca. Me quedé sorprendido al ver que en los pies llevaba aletas de goma. Me quedé sorprendido al ver que en los pies llevaba aletas de goma. Me quedé admirado de su agilidad y esperé que sintiese frío y se viese obligado a salir del agua. Era el teniente de navío Philippe Tailliez. Su fusil submarino está basado en la misma teoría que el mío, pero sus lentes son mayores que los míos. Me dijo donde podría encontrar lentes y aletas y cómo podría construirme un tubo para respirar con ayuda de una vulgar manguera de jardín. Convinimos en un día para salir juntos de caza. Este día constituyó un gran episodio en mi vida submarina. En realidad fue importante para todos nosotros, ya que hizo que Taillez, dumas y yo formásemos un equipo de buzos. Por aquel entonces yo ya conocía a Taillez. Nos dedicamos con apasionamiento a la caza submarina con ballestas, lanzas, fusiles de muelle, arpones propulsados por la explosión de un cartucho, sin desdeñar la elegante técnica del escritor norteamericano Guy Gilpatric, quien ensartaba a los peces con impecables estocadas. Nuestra chifladura dio por resultado la desaparición casi absoluta de la pesca en el litoral, con la consiguiente indignación de los pescadores profesionales. Estos decían que nosotros ahuyentábamos la pesca, echábamos a perder sus redes, saqueábamos sus jábegas y originábamos el mistral* con nuestros tubos de respiración. * Fuerte viento del norte-nordeste que sopla en las costas de Provenza (N. del T.)

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Un día, sin embargo, Dumas advirtió, durante una de sus zambullidas, a un pintoresco individuo que lo miraba desde una gran lancha motora. Se trataba de un hombre de aspecto formidable, desnudo de medio cuerpo para arriba. Mostraba en su torso una verdadera galería de tatuajes, los cuales consistían principalmente en bailarinas y famosos generales, como el mariscal Lyautey y Papá Joffre. Didi hizo una mueca cuando el individuo en cuestión lo saludó, porque había reconocido a Carbonne, el temido gangster marsellés, cuyo ídolo era Al Capone. Carbonne hizo venir a Didi junto a la escalerilla de la embarcación y le ayudó a subir a bordo. Acto seguido, le preguntó qué estaba haciendo. - ¡Oh, sólo estoy buceando! –dijo Didi, como no dándole importancia a la cosa. - Yo suelo venir siempre aquí huyendo de la ciudad y con el fin de descansar en paz –dijo

Carbonne-. Me gusta su clase de actividad. Desearía que desde ahora mi barco se convirtiese en su centro de operaciones.

El protector de Didi se enteró del odio que nos tenían los pescadores. Esto le halagó y, haciendo gestos amenazadores con su velludo puño, que agitaba sobre el hombro de Didi, hacia los barcos de pesca, gritó con su vozarrón: - ¡Eh, vosotros..., a ver si os enteráis que este es mi amigo! Echamos algunas pullas a Didi a propósito de su amigo el gangster, pero observamos que los pescadores dejaron de molestarnos. Desde entonces dirigieron sus protestas al Gobierno, el cual aprobó una ley que regulaba con toda severidad la caza submarina. Se prohibían aparatos respiratorios y arpones propulsados por cartuchos. Se exigía a los nadadores que se proveyesen de una licencia de caza y se les obligaba a ingresar en un club reconocido de pesca submarina. Pero desde Menton a Marsella el litoral había quedado vacío de pesca de gran tamaño. Se observó asimismo otro hecho notable. Los grandes peces pelágicos habían aprendido a mantenerse fuera del alcance de nuestro armamento. Se quedaban del modo más insolente a metro y medio de un tiro con honda, que alcanzaba exactamente un poco menos. El fusil que disparaba un arpón por medio de un propulsor de goma, y que alcanzaba a 2,40 metros, hallaba el pez a 2,50 metros. Se quedaban a 4,50 metros de los mayores fusiles submarinos. Durante siglos enteros el hombre había sido el animal más inofensivo bajo la superficie del agua. Cuando aprendió de pronto a combatir bajo ella, los peces adoptaron al punto las tácticas correspondientes. En la época de nuestro buceo con lentes, Dumas apostó en Le Brusq que era capaz de cazar cien kilos de pescado en dos horas. Efectuó en este tiempo cinco zambullidas, hasta profundidades de tece a dieciocho metros. A cada zambullida alanceó y luchó con un pez gigantesco, durante el breve período en que era capaz de retener su respiración. Sacó cuatro meros y una palometa de unos cuarenta kilos. El peso de estos pescados totalizaba ciento treinta kilos. Uno de nuestros recuerdos predilectos se refiere a una belicosa palometa que probablemente pesaba cien kilos. Didí la ensartó y nos sumergimos por turno para tirar de ella. Dos veces conseguimos llevarla hasta la superficie sujetándola con las manos. El enorme animal parecía tener tanta aficción al aire como a nosotros. Sus fuerzas aumentaban a medida que nos acercábamos a la superficie, hasta que por último aquel monarca de las palometas se nos escapó. Como éramos jóvenes, a veces transponíamos los límites señalados por el sentido común. Una vez Taillez se zambulló solo en Carqueiranne, en el mes de diciembre, mientras su perro Soika le guardaba la ropa. El agua se hallaba a 52º Faharenheit * * 11,1 ºC (Nota de Escuela de Buceo Imperio Juniors) Phillippe trataba de apoderarse de una enorme lobina, cuando tuvo que desistir de la caza al no poder soportar el frío, pero se encontraba a varios centenares de metros de la playa desierta. El regreso constituyó una lucha agotadora. Por último, consiguió arrstrarse sobre un escollo, donde quedó desvanecido. La aguda mordedura del viento helado se clavaba en sus carnes entumecidas. Tenía pocas probabilidades de sobrevivir, expuesto por mucho tiempo a tales inclemencias. Su perro lobo, impelido por un extraordinario instinto, lo cubrió con su cuerpo y echó su cálido aliento al rostro del infeliz. Taillez consiguió incorporarse sobre sus manos y pies, casi paralizados por el frío, y dirigirse, tambaleándose, hasta el refugio más próximo. Nuestras primeras investigaciones acerca de las reacciones fisiológicas durante la inmersión, se dirigieron hacia la parte térmica. El agua es un mejor conductor del calor que el aire y, por lo tanto, posee una extrema capacidad para absorber calorías. El calor que el cuerpo pierde durante un baño en el mar es enorme y somete a un gran esfuerzo la fábrica

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central de calor del cuerpo. Por encima de todo, éste debe mantener de un modo constante su temperatura central. Expuesto al frío, el cuerpo humano efectúa una implacable retirada estratégica, abandonando primero la piel y luego los tejidos subcutáneos al frío, por medio de la vasoconstricción de las venas superficiales (piel de gallina). Si el frío continúa robando calor, el cuerpo entregará las manos y los pies con el fin de conservar el centro vital. Cuando la temperatura interior decrece, la vida se halla en peligro. Aprendimos que los bañistas que se envuelven en mantas hacen exactamente lo que no se debe hacer. El abrigo, sea la clase que sea, no devuelve el calor, sino que simplemente obliga a la fábrica central del mismo a quemar más calorías para irradiar calor hasta la capa externa. El proceso va acompañado de graves reacciones nerviosas. Del mismo modo, las bebidas calientes y el alcohol son inútiles para restablecer la temperatura de la superficie del cuerpo. A veces solemos tomar un trago de cognac después de una dura inmersión, pero lo hacemos más bien por su efecto sedante que porque esperemos que nos proporcione calor. Descubrimos que la mejor manera de restablecer el calor perdido es la más sencilla y evidente: tomar un baño con agua muy caliente o colocarse en la playa entre dos hogueras. Descubrimos también un hecho sorprendente relacionado con la costumbre de cubrirse el cuerpo con una capa de grasa cuando hay que nadar por aguas frías. La grasa no se adhiere a la piel, sino que el agua la hace saltar, dejando una simple película de aceite, la cual, lejos de proteger al nadador, aumenta ligeramente sus pérdidas de calorías. La grasa constituiría, sin embargo, un asilante aceptable si pudiese inyectarse bajo la piel para imitar la espléndida capa de esperma que protege a la ballena. Con la idea de protegerme del frío, pasé muchos días diseñando, cortando y vulcanizando trajes de goma. Embutido en el primero, tenía un aspecto parecido al de Don Quijote. Hice otro susceptible de hincharse ligeramente para que así proporcionase más aislamiento, pero el como traje sólo se hallaba equilibrado para una profundidad determinada, tuve que estar luchando constantemente para no ser arrastrado hacia arriba o hacia abajo. Otro defecto de este traje era que el aire se acumulaba en los pies, dejándome en una posición estacionaria, cabeza abajo. Finalmente, en 1946, diseñamos un traje de volumen constante que empleamos actualmente en aguas frías. Se hincha gracias a exhalaciones nasales del buceador, que salen por los bordes de una mascarilla interior. Válvulas para el escape del aire situadas en la cabeza, muñecas y tobillos, mantienen la estabilidad del nadador en cualquier profundidad y posición. Marcel Ichac, el explorador, lo halló muy eficaz en sus buceos efectuados bajo los campos de hielo flotantes de Groenlandia, en el curso de la reciente expedición ártica de Paul Emile Victor. Dumas ha diseñado un traje de “entretiempo”, un justillo ligero como una pluma que protege durante veinte minutos en aguas frías y deja al nadador en completa libertad de movimientos. Durante nuestras primeras zambullidas nos hallábamos llenos de vanidad. Nos enorgullecíamos al pensar que nosotros, unos simples advenedizos, éramos capaces de alcanzar profundidades conseguidas por los buzos que se dedicaban a la recolección de perlas y esponjas, quienes se zambullían desde niños. En 1939, en la isla de Djerba, frente a la costa de Túnez, fui testigo –y la confirme luego con una sonda- de la notable zambullida efectuada por un pescador de esponjas árabe de sesenta años. Sin ayuda de ninguna clase de aparato para respirar, alcanzó la profundidad extraordinaria de treinta y nueve metros, permaneciendo sumergido durante dos minutos y medio. Tales zambullidas sólo pueden resistirlas hombres de una constitución execpcional. Como el nadador se va hundiendo a través de capas líquidas cuya presión aumenta constantemente, el aire de sus pulmones queda físicamente comprimido. Los pulmones humanos son como unos globos colocados en el interior de una jaula flexible, que es literalmente aplastada bajo una alta presión. A treinta metros de profundidad el aire que hay en este globo figurado ocupa una cuarta parte del espacio que necesita en la superficie. Más abajo, las costillas adoptan una posición rígida y pueden llegar a quebrarse y hundirse. Sin embargo, la profundidad donde trabajan los pescadores de esponjas no suele pasar de la región de las tres atmósferas, es decir, veinte metros, en la cual la jaula formada por las costillas se halla reducida a un tercio de su tamaño normal. Conseguimos alcanzar esa profundidad sin aparatos. Nos zambullimos hassta cerca de veinte metros en inmerciones de dos minutos de duración, con la ayuda de pesos suspendidos en nuestros cinturones. Más allá de los siete metros y medio de profundidad, el lastre parece aumentar de peso en proporción a la compresión de la caja torácica, con el resultado de que temíamos sufrir algún accidente mientras los pesos nos arrastraban hasta el fondo.

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La técnica de la inmersión de Dumas consistía en flotar cara abajo, respirando a través de un tubo schnorkel*. * Nombre tomado del tubo extensible, ideado por los alemanes durante la segunda Guerra Mundial, por medio del cual sus submarinos se abastecían de aire de la superficie y de esta manera podían permanecer sumergidos indefinidamente. (N. del T.) Cuando descubría algo interesante en el fondo, ejecutaba una maniobra llamada coup de reins, que literalmente significa “golpe de riñones”, inspirado en la técnica que emplea la ballena para sumergirse. Para el hombre, consiste en doblarse por la cintura, dirigiendo la cabeza y el torso hacia abajo. Luego se lanzan las piernas hacia arriba, con un fuerte golpe, y el nadador desciende como una bala. Estas rápidas zambullidas requieren unas trompas de Eustaquio entrenadas y bien abiertas, capaces de enfrentarse con la presión que aumenta rápidamente. Cuando alcanzábamos la zona de los pescadores de esponjas, no sentimos ninguna satisfacción particular, porque el mar seguía ocultando enigmas que sólo conseguíamos atisbar en nuestras zambullidas relámpago. Deseábamos disponer de algún equipo respiratorio, no tanto para alcanzar mayores profundidades como para permanecer más tiempo en el agua; simplemente, para vivir un poco en aquel nuevo mundo. Ensayamos el aparato de inmersión independiente del comandante Le Prieur, que consistía en una botella de aire comprimido colgada del pecho que soltaba un chorro contínuo en el interior de una máscara. El buzo regulaba con la mano el aire, de acuerdo con la presión y para ahorrar pérdidas innecesarias. Los primeros grandes momentos de solaz que pasamos en el mar fueron debidos al pulmón de Le Prieur. Pero la continua descarga de airesólo permitía cortas inmersiones. El maestro armero de mi crucero, el Suffren, construyó un aparato respiratorio de oxígeno de circuito cerrado que yo diseñé. Pero ello transformó un filtro de mascarilla antigás de cal sodada, una pequeña botella de oxígeno y un tubo de motocicleta en una escafandra que purificaba el aire exhalado filtrando el anhídrido carbónico en la soda. Se podía nadar perfectamente con él y era silencioso. Al descender a ocho metros bajo la superficie del agua con este aparto de oxígeno, experimenté una emoción incomparable. Silencioso y solitario en un paraje de ensueño, me sentía aceptado por el mar. Mi euforia fue de breve duración. Como me habían dicho que el oxígeno daba buen resultado hasta catorce metros, pedí a dos marineros del Suffren que maniobrasen en un chinchorro sobre mí, mientras yo trataba de alcanzar el límite de oxígeno. Me sumergí con una ceremoniosa ilusión. Era aceptado por la selva marina, a la cual rendiría mis homenajes dejando de lado mis maneras humanas, uniendo mis piernas y sumergiéndome con las ondulaciones dorsales de una marsopa. Tailliez ha demostrado que un hombre puede nadar en la superficie sim emplear los brazos ni las piernas. Yo quise adoptar las características de un pez, a pesar de ciertos impedimentos representados por mi anatomía y una tubería de plomo de conco kilos enrollada en mi cinturón. Avancé con movimientos ondulantes a través del agua, que era sorprendentemente clara. A treinta metros de distancia vi un arstocrático grupo de doradas que llevaban sus agallas escarlatas como si fuesen brigadieres británicos. Nadé hacia ellas y llegué muy cerca sin alarmarlas. Mi personalidad de pez tenía bastante éxito, pero me acordé que podía nadar mucho más de prisa si agitaba rápidamente las aletas de mis pies. Me puse a perseguir a un pez y lo acorralé en una cueva. El pez erizaba sus aletas dorsales y hacía girar sus ojos con muestras de inquietud. Por último, haciendo acopio de valor, saltó hacia mí; zafé de él por unos centímetros. Más abajo, pude ver un gran dentón azul, con una boca feroz y unos ojos hostiles. Estaba suspendido entre dos aguas a unos catorce metros debajo de mí. Descendí hacia él, pero el pez se alejó, guardando una prudente distancia. Entonces mis labios empezaron a temblar de modo incontenible. Mis párpados también temblaban. Mi espinazo se dobló hacia atrás como un arco. Con un gesto violento arranqué el peso de mi cinturón y me desmayé. Los marineros vieron como mi cuerpo alcanzaba la superficie y lo izaron a toda prisa al bote. Sentí dolores en el cuello y en los músculos durante semanas enteras. Creo que la soda era impura. Pasé el invierno en el Suffren, construyendo una escafandra de oxígeno perfeccionada, que no provocase convulsiones. En verano volví al mismo lugar frente a Porquerolles y descendí hasta catorce metros con el nuevo aparato. Las convulsiones me

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atacaron de un modo tán súbito que ni siquiera recuerdo haberme arrancado el peso del cinturón. Estuve a punto de ahogarme. Este episodio marcó el fin de mi interés por el oxígeno. En el verano de 1939 pronuncié un discurso durante un banquete, en el que expliqué por qué la guerra no estallaría antes de diez por lo menos. Cuatro días más tarde me hallaba a bordo de mi crucero, con órdenes secretas de dirigirme hacia el oeste a toda velocidad; al día siguiente, en Orán, nos enteramos de la declaración de la guerra. Al costado de nuestro barco flotaba una división de lanchas torpederas de la Armada Británica, una de las cuales estaba inutilizada debido a un pesado cable de acero que se había enrollado en su hélice. Como en Oránno había buzos de la Armada, me ofrecí para zambullirme con el fin de poder darme cuenta de la situación. Ni siquiera al ver la hélice se enfrió mi ardor; el grueso cable daba seis vueltas en torno al arbol y varias otras en torno a las palas. Reuní a cinco buenos buceadores de mi barco, y nos zambullimos repetidamente para desenredar el cable. Después de varias horas de trabajo con el fin de dejar limpia la hélice, subimos a nuestro barco, incapaces casi de tenernos en pie. La lancha torpedera pudo hacerse a la mar con el resto de su división. Al pasar junto a nosotros, toda la tripulación se alineó ante la borda y lanzó tres vivas en honor de los temerarios franceses. Aquel día comprendí claramente que era una verdadera locura hacer grandes esfuerzos bajo la superficie del agua. Era absolutamente necesario disponer de aparatos respiratorios para efectuar tales trabajos. Más avanzada la guerra, hallándome yo adscrito al servicio de espionaje naval en Marsella contra las fuerzas de ocupación, mi comandante insistió en que debía continuar mis experiencias de buceo cuando mis deberes militares me lo permitiesen. El buceo ayudaba a disimular las actividades clandestinas. Probé el aparato de inmersión de Fernez, que consistía en un tubo de aire unido a una bomba de superficie. El tubo, a través del rostro del buzo, alcanzaba una válvula en pico de pato que soltaba un chorro constante de aire procedente de la bomba. El buzo sorbía el aire que necesitaba con ayuda de una boquilla. Era el aparato de inmersión más encillo que jamás fue diseñado. Es cierto que unía al buzo a al superficie y despilfarraba de un modo innecesario la mitad del aire, pero por lo menos no empleaba el traicionero oxígeno. Disfrutaba de un día a pleno pulmón del aire que me suminstraba la bomba Fernez a doce metros de profundidad, cuando sentí una extraña impresión en mis pulmones. El boroboteo de las burbujas de aire expelido cesó. Instantáneamente cerré mi glotis, obturando el aire restante en mis pulmones. Tiré del tubo de aire, que cedió sin resistencia. Se había roto cerca de la superficie. Nadé al punto hacia el bote. Más tarde me di cuenta del peligro que había corrido. Si no hubiese cerrado instintivamente la válvula de aire de mi garganta, el tubo roto me hubiera suministrado aire enrarecido de la superficie, y el agua hubiera inutilizado mis pulmones en el terrible “squeeze” o aplastamiento. Al probar aparatos con los cuales está en juego la vida del experimentador, accidentes como el descrito son un estímulo para desarrollar todas las mejoras posibles. Nos ocupábamos en hallar una defensa eficaz contra la rotura del tubo, cuando un día en que yo me hallaba en el bote y Dumas a veintitrés metros de profundidad respirando a través del aparato Fernez, vi como el tubo se rompía. Dumas estaba atrapado en una presión tres veces mayor que la de la superficie. Conseguí asir el extremo del tubo roto antes de que se hundiese, y tiré de él freneticamente, loco de espanto. Sentía como desde el otro extremo Dumas daba fuertes tirones. Al poco tiempo lo vi aparecer en la superficie, con el rostro congestionado, ahogándose y los ojos casi fuera de las órbitas. Pero estaba vivo. También consiguió cerrar la glotis a tiempo y trepar luego por el tubo. Perfeccionamos el mecanismo hasta hacerlo más seguro; pero con la bomba no podíamos ir más allá. El aparato nos tenía amarrados como un perro a una correa, y lo que nosotros queríamos era libertad. Soñábamos en una escafandra autónoma de aire comprimido. En lugar de la válvula de mano de Le Prieur, yo quería un aparato automático que suministrase aire al buzo sin que éste tuviese que preocuparse por ello, algo así como el sistema de alimentación empleado en las máscaras de oxígeno de los pilotos de altura. Fui a París para tratar de encontrar a un ingeniero que pudiese resolver mis dudas. Tuve la suerte de conocer a Emile Gagnan, un experto en equipos industriales de gas, que trabajaba al servicio de una gran sociedad internacional. En diciembre de 1942 expuse mis pretensiones a Emile. Este asintió, animándome a proseguir hasta que me interrumpió:

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-¿Algo como esto?- me preguntó, poniéndome en la mano un pequeño mecanismo de baquelita-. Es una válvula de alimentación que he diseñado para inyectar automáticamente gas del alumbrado en el motor del automovil. Como en aquella época no se disponía de petróleo para los automóviles, se hacían toda clase de proyectos para utilizar las emanaciones del carbón vegetal y el gas. -El problema es algo parecido al vuestro- me dijo Emile. En pocas semanas terminamosnuestro primer regulador automático. Emile y yo escogimos un paraje solitario del río Marne para hacer una zambullida de prueba. El se quedó en la orilla mientras yo me introducía en el agua. El regulador suministraba aire suficiente y sin el menor esfuerzo por mi parte. Pero el aire se desperdiciaba saliendo por el tubo de escape, tal como ocurría en el aparato de Fernez. Probé ponerme cabeza abajo; el suministro de aire cesó casi por completo. No podía respirar. Traté de nadar horizontalmente: el aire surgía a un ritmo perfectamente controlado. ¿Pero cómo nos sumergiríamos si no podíamos adoptar la posición vertical? Temblando de frío y desalentados, emprendimos el camino de regreso, tratando de analizar a qué causa debíase que el regulador nos pudiese jugar tales jugarretas. El aparatito era una verdadera maravilla: su primer control reducía eficientemente ciento cincuenta atmósferas a seis atmósferas, mientras que el segundo control racionaba este aire a la densidad y el volumen del que normalmente se respira. Antes de llegar a París teníamos la respuesta. Cuando yo estaba de pie en el agua, el nivel del escape era quince centímetros más alto que el de la entrada de aire. Esta diferencia en la presión permitía que el aire rebosase. Cuando yo me ponía cabeza abajo, el escape se hallaba quince centímetros más abajo, con lo cual quedaba suprimido el chorro de aire. Cuando yonadaba horizontalmente, el escape y la entrada de aire se hallaban al mismo nivel de presión y el regulador funcinaba perfectamente. Ideamos la simple solución de colocar el escape lo más cerca posible de la entrada de aire. Esta mejora dio excelentes resultados en un tanque de pruebas en París.

CAPITULO II

El Extasis de las Profundidades

El primer verano pasado en el mar con el “aqualung” o escafandra autónoma fue un tiempo memorable. Estábamos en 1943, en plena guerra y con mi país ocupado, pero en nuestro entusiasmo por la inmersión apenas si nos acordábamos de ello. En Villa Barry vivíamos Dumas, Tailliez, con su esposa y su hijo; Claude Houlbreque, el cineasta, y su esposa, y por último Simone y yo con nuestros hijos. Teníamos como frecuentes invitados a Roger Gary y su esposa. Este era un viejo amigo mío, director de una fábrica de pinturas de Marsella. Para las tropas de ocupación debíamos parecer una alegre partida de veraneantes.

Lo primero que se requería para dedicarnos a nuestras labores de buceo era suministrar alimento a nuestro grupo, compuesto de doce personas. Tailliez se dirigió al campo y volvió con doscientos cincuenta kilos de judías, que almacenamos en la carbonera y que comíamos para desayunar, almorzar y cenar, con algún que otro variante para alterar la monotonía de nuestros ágapes. El buceo consume más calorías que el trabajo en una fundición de acero. Nos las arreglamos para obtener cartillas de racionamiento correspondientes a la categoría de “obrero pesado”, que nos permitían unos cuantos gramos de mantequilla y una ración de pan más abundante. La carne era una rareza. Comíamos muy poco pescado. Calculamos que en nuestra depauperada condición física la caza submarina nos requeriría un consumo de más calorías que las que podíamos recuperar comiéndonos el objeto de cuesta caza.

Aquel verano efectuamos quinientas inmersiones con la escafandra autónoma. Cuanto más nos acostumbrábamos a ella, más temíamos la repentina catástrofe que nos habían acostumbrado a esperar los accidentes sufridos con el aparato de oxígeno y la bomba de Fernez. Aquello resultaba demasiado fácil. Nuestro instinto nos ponía en guardia ante una invasión tan sencilla de los dominios del mar. Una trampa imprevista nos aguardaba sin duda en las profundidades a Dumas, Tailliez o a mí.

Nuestros amigos de tierra escuchaban nuestros relatos submarinos con creciente fastidio. Nos vimos obligados a hacer fotografías para revelarles lo que habíamos visto.

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Puesto que bajo el agua nos movíamos constantemente, empezamos con las películas. Nuestra primera cámara fue una anticuada Kinamo que compré por veinticinco dólares. Papá Heinic, un refugiado húngaro, le colocó un hermoso objetivo; Lèon Veche, maquinista de la lancha torpedera Le Mars, construyó una caja estanca. Durante la época de guerra era imposible obtener película de 35 milímetros. Compramos carretes de Leica de quince metros y empalmamos los negativos en una cámara oscura.

Uno de los lugares escondidos para hacer nuestras primeras películas fue la isla Planier, en la carretera principal de Marsella, donde estaba situado un famoso faro que los alemanes destruyeron de un modo injustificado al marcharse en 1944. Junto a Planier, en una traicionera meseta rocosa, yacía un vapor inglés de cinco mil toneladas, el Dalton con quince metros de agua en la proa y hundiéndose muy inclinado hacia la popa. Aquel barco tuvo un destino muy singular.

Fletado por una compañía de navegación griega, el Dalton partió de Marsella en la Nochebuena de 1928, con un cargamento de plomo. Atraído por el faro de la isla de Planier como un mosquito por la luz de su lámpara, el barco se dirigió directamente a la isla, chocó pesadamente contra las rocas y se hundió. Los torreros del faro saltaron a las rocas y consiguieron salvar a todos los miembros de la tripulación. Según lo que contaron los torreros, todos estaban borrachos perdidos, desde el pinche al capitán. Las libaciones de la Nochebuena habían producido su efecto sobre todos ellos, sin distinción.

Provistos de un permiso librado por la administración del faro, Tailliez, Gary, Dumas, Houlbreque y yo desembarcamos de la lancha que semanalmente llevaba provisiones al faro, con nuestros “aqualungs”, arpones, ballestas, cámaras cinematográficas, compresor de aire y comida. Los moradores del faro se hallaban alineados en la orilla, preguntándose cuándo vendrían los nazis para destruir la torre o cuándo emergería por la noche un submarino inglés para apoderarse de la isla.

Bajamos por los escalones de piedra hasta el mar y nadamos hacia el Dalton. La profundidad se veía realzada de un modo dramático por un abrupto muro rocoso y por una creciente opresión en los oídos a medida que descendíamos. Al sumergirse verticalmente en capas de mayor presión, uno tiene la sensación de que su propia cabeza actúa como una cuña, pero al tragar saliva la opresión en los oídos desaparece y uno vuelve a sentirse bien.

Dejamos la enhiesta proa y seguimos los largos costados del barco, sumergiéndonos en las azules profundidades, pasando junto a cuadernas medio hundidas para llegar a una arqueada cubierta en la cual se abrían la boca de la escotilla, entornando los ojos y tratando de penetrar con nuestras pupilas en la oscuridad. La bodega era un gran túnel inclinado. Su fondo se hallaba cubierto de arena y planchas de hierro, y en el lugar donde el Dalton se había partido a consecuencia del choque, una enorme boca se abría hacia mayores profundidades. Me detuve en el oscuro túnel y contemplé a mis camaradas, que dejaban atrás los dentados y herrumbrosos bordes de la brecha. De su nuca brotaban chorros de burbujas que les hacía parecer minúsculas locomotoras.

En la mitad del barco, las bordas arrancadas y retorcidas formaban una verdadera maraña, entre la cual los dentones y otros peces negros volaban como pájaros. Bajo el destrozado puente se hallaba la principal rueda de control de la sala de máquinas, profundamente incrustada y casi borrada por minúsculas castañolas, “las moscas del mar”. Los mamparos tenían dibujos geométricos de follaje, que mostraban donde se hallaban enterradas las tuberías y manómetros. Nos hallábamos a treinta metros de profundidad, visitando la zona de lo imprevisible. Nos cerníamos en esa profundidad mirando hacia abajo por encima de la inclinada cubierta y vimos, enmarcada por la boca formada por el casco del barco, y sobre una duna submarina, la popa seccionada del Dalton. Esta se hallaba nueve metros más abajo, intacta e invitadora, como dos mástiles aún sobre ella.

Habíamos empezado nuestras inmersiones con escafandra autónoma sin planes determinados para hacer descensos de profundidad. Deseábamos pasar algún tiempo sin rebasar la profundidad de veinte metros, pero el mar ejercía una poderosa atracción sobre nosotros. Ahora nos hallábamos en la arriesgada zona de las diecisiete brazas. ¿Cuál era la profundidad límite? Tal vez se hallaba en la fascinadora duna que se levantaba entre las dos mitades del Dalton. Decidimos que era mejor volver a la superficie y pensarlo otra vez.

En la isla tuvimos que enfrentarnos con un problema vulgarísimo: el de proveer a nuestro sustento. Un buzo necesita dos kilos de carne diarios. Tailliez y Dumas decidieron desafiar la ley que establecía que la obtención de pescado no compensaba de las calorías que se gastaban en darle caza. Los enormes meros que nadaban en torno a la proa del Dalton nunca habían sido perseguidos; permanecían inmóviles ante los arpones y los ataques de

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Dumas. Hicimos verdaderas calderas de bullabesa. Abríamos el vientre de los peces, pero no les sacábamos las entrañas. La cabeza, ojos, cerebro y entrañas prestaban sabores exquisitos a la sopa, los cuales se perdían si se trataba de cocinar con más esmero. No era necesario que uno se comiese un ojo, desde luego, pero el caldo conservaba el sabroso jugo proveniente de los despojos, que son despreciados por todos menos por los pueblos primitivos.

Los enormes meros que cazábamos eran virtualmente desconocidos en los mercados provenzales hasta que los pescadores submarinos se dedicaron a darles caza. Los pescadores profesionales los habían visto a través de cubos con fondo de cristal, pero eran incapaces de apresarlos con sus redes. Muy raramente se los habían pescado con caña. Al tragarse el anzuelo, el mero se mete en su guarida rocosa y se defiende tozudamente erizando sus espinas y apuntalándose en su agujero. Los árabes tratan de hacerlos salir colgando a un pulpo ante la entrada de la cueva y dando un tirón a tiempo, con lo que a veces se consigue pescar un mero, pero generalmente suele resultar inútil por completo. Un método muy hábil para apoderarse de un mero que haya mordido el anzuelo consiste en deslizar por el sedal un peso considerable. Cuando éste golpea contra el morro del mero, el pez baja sus espinas momentáneamente. Si en aquel momento se da un tirón, puede conseguirse sacarlo del agujero o por lo menos moverlo unos cuantos centímetros. Si después del primer peso se envían otros y se siguen dando pacientes tirones, el pescador puede llegar a hacerse con un mero.

Uno de los meros que pescó Didi, un animal de unos veinte kilos, que nos proporcionó una opípara cena, dió lugar a una caza espeluznante. Lo encontró cerca del Dalton. El mero dio muestras de la notable velocidad que pueden desarrollar los peces cuando se ven acosados por un pescador submarino. Se mantenía a saludable distancia del fusil, hasta que por último huyó en dirección a su guarida. Dumas vió que se le escapaba y disparó. El arpón atravesó al mero de parte a parte, pero el corpulento pez no detuvo por eso su huída, arrastrando a Didi. El pez se introdujo bajo el casco del barco, colocando a Dumas en una critica situación; su pecho rozaba la arena y sus botellas de aire comprimido golpeaban contra el enorme casco del barco que tenía sobre su cabeza. Se habían vuelto las tornas. Ahora era el hombre quien se veía acorralado en una grieta por el pez. El mero desapareció, metiendo a Didi aún más profundamente en aquella especie de trampa. En la oscuridad casi total, Didi sólo podía ver el flotador de corcho de la cuerda de su arpón. Al atascarse el corcho sobre la roca y el hierro, el mero se detuvo.

Dumas cortó el cedal y se arrastró hacia atrás, rogando a Dios que las planchas del casco, completamente corroídas, resistiesen los golpes que les propinaba con sus botellas. Sobre su cabeza podía ver que las planchas tenían numerosos agujeros. Consiguió salir de debajo del casco y, al examinar la situación, decidió hacer lo imposible por apoderarse del denodado pez. Nadó hacia arriba y se introdujo en el casco del barco, localizando el flotador de corcho en un agujero rodeado de herrumbrosos dientes. Su primer tirón debió de avivar el dolor del pez. Con su enorme fuerza, éste volvió a arrastrarle hacia las tenebrosas profundidades. Dumas fue tirando palmo a palmo de la cuerda, hasta que siguió empuñar el arpón.

Hubo entonces una furiosa lucha en las tinieblas, mientras los dos cuerpos levantaban nubes de arena al debatirse. Por último, Didi pudo hacerse dueño de la situación y dirigió al mero hacia la salida, sosteniendo el arpón como la caña de un timón, mientras el pez lo arrastraba rápidamente a través de la semioscuridad hasta la cubierta del barco. Esta pesca resultaba muy fatigosa, pero nosotros estábamos hambrientos.

Nos preparamos a enfrentarnos con lo inevitable: no había mas remedio que bajar hasta la popa del Dalton. No había otra manera de comprobar las limitaciones de nuestro aparato. Descendimos lentamente por el largo vientre del barco, parra salir por la tremenda abertura bajo la cual yacía la popa, cubierta por cuarenta metros del agua. El mar era cristalino y el lugar tenia una apariencia mágica. Los objetos no proyectaban sombras. Los mástiles, las planchas de hierro y los hombres flotaban enormes y con suaves contornos, bañados por una luz que no provenía de ninguna parte determinada.

La tablazón de la cubierta de popa había desaparecido, dejando al descubierto un amasijo de viguetas de acero y varengas. No veíamos las familiares algas verdes pardas. La corteza biológica era dura y aguda. En el alcázar vimos una extraña estructura que parecía el Arca de la Alianza, que se llevaba en procesión por las calles el día de Todos los Santos. Eran los vetustos entarimados del sollado, sobre los cuales se alzaba el timón de seguridad,

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en el que faltaban algunas cabillas, rodeado por una bandada de pececillos negros que parecían un enjambre de insectos.

Nadamos con vacilación hacia el coronamiento y miramos hacia abajo, en dirección a la llanura arenosa que descendía hasta perderse en la distancia. Nos sentíamos tan bien como si nos hallásemos a quince metros. Estábamos adquiriendo un nuevo sentido del mar, una especie de autodiagnóstico de la profundidad. Analizamos nuestras sensaciones, tratando de imaginar síntomas que no existían.

Antes de saltar fuera del coronamiento, palpamos instintivamente el agua para asegurarnos de que nos soportaría al abandonar el barco hundido. Franqueamos la borda y llegamos al fondo del mar. Las aletas de la hélice del Dalton estaban medio enterradas en una arena revuelta, que parecía haber sido removida por las últimas convulsiones del barco. Bajo el arco de la hélice, a una profundidad mayor de las que jamás habíamos alcanzado, no sentíamos ninguna sensación de incomodidad, si bien un esfuerzo desacostumbrado nos obligaba a dar boqueadas. Si nadábamos demasiado de prisa o tratábamos de asir objetos pesados, se rompía el ciclo respiratorio.

Agitando los pies, emprendimos el regreso a la superficie, lanzando triples penachos de humo sobre el casco del navío, y nos dirigimos hacia la pendiente rocosa que conducía a la escalera de piedra del faro de Planier. De pronto, mis lentes se desenfocaron y ante mis ojos titilaron una porción de lucecitas. Aferrándome a una roca, cerré los párpados. Esta era la venganza del mar. Por último, pude pasear mi mirada por la superficie del mar, que me pareció extraordinariamente alegre y acogedor. Las olas espejeaban mansamente entre las rocas. Mis compañeros no se veían por parte alguna. Di unas brazadas y me senté en los escalones de piedra, viendo como brillaba el Mediterráneo bajo los rayos del sol. Más tarde supe que este fenómeno ocurre durante la descompresión, en que el oído, que contiene los órganos del equilibrio, se congestiona, y hace sufrir al buzo un momentáneo vértigo acompañado de lucecitas danzantes. Esto no tiene ninguna consecuencia.

Después de haber alcanzado varias veces, en el curso de aquel verano, la profundidad de veintidós brazas, Dumas estaba convencido de que con la escafandra autónoma podríamos llegar a mayores profundidades. Decidió comprobar cuál era el límite que el hombre podría alcanzar en una inmersión de prueba cuidadosamente controlada. Calculamos que estaría poco tiempo y no llegaría a sufrir ataques de las bends o “encorvaduras”.

Sabíamos ya algo de las encorvaduras, gracias a la labor que efectuó antes que nadie el sabio francés Paul Bert, allá por el 1870, y a los avanzados estudios de fisiólogos ingleses y norteamericanos posteriores. Las encorvaduras o “caisson disease”*, pueden dejar tullido al buzo o serle incluso de consecuencias fatales.

* Parálisis que afecta a veces a los que trabajan en cámaras de inmersión.(N.del T.) Las primeras observaciones médicas de importancia acerca de esta enfermedad se

hicieron en los obreros que trabajaban en pozos secos y sometidos a presión con el fin de excavar los cimientos para el puente Brooklyn. Estos trabajadores emergían a veces en unas posturas retorcidas y torturadas que hicieron pensar a sus compañeros en una postura de moda en aquella época en el mundo femenino, y que se conocía por el nombre de “la encorvadura griega”. Desde entonces este terrible accidente, fácilmente evitable, ha sido llamado “las encorvaduras” , the bends, en inglés.

Es causado por el hecho de que un buzo sometido a gran presión respira múltiplos de nitrógeno, un gas inerte que constituye el setenta y ocho por ciento de la atmósfera y no es expulsado enteramente en las exhalaciones. En lugar de ello, se disuelve en la sangre y en los cartílagos. Cuando el buzo sube a zonas de menor presión, el nitrógeno sufre una descomposición y se convierte en espuma, de un modo parecido y bajo el mismo principio a lo que ocurre al descorchar una botella de champaña. El anhídrido carbónico del champaña, que se hallaba sometido a presión por el tapón de corcho, se expansiona de una manera teatral al ser liberado. Lo mismo hace el nitrógeno que hay en el cuerpo del buzo cuando éste penetra en zonas de menor presión. En los casos leves, la espuma no le causa otra molestia que dolores en las articulaciones. En los casos graves, las burbujas de nitrógeno pueden obstruir las venas, aislar los ganglios raquídeos o causar la muerte instantánea por embolia cardíaca.

Una tarde de octubre de 1943 nos reunimos en un pueblecito de pescadores del Mediterráneo con las personas interesadas en la prueba. Cien metros de soga provista de nudos estaban extendidos a lo largo del malecón y eran examinados por Monsieur Mathieu, el ingeniero del puerto, y Maitre Gaudry, huissier. Este funcionario francés ejerce en la

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República las funciones de alguacil, testigo indiscutible e investigador. Su testimonio es aceptado sin discusión en cualquier tribunal. El ingeniero y el huissier contaron y midieron metódicamente la cuerda nudosa a lo largo de la cual Frèdèric Dumas tenía que descender hacia las profundidades del mar.

Dos lanchas llenas de testigos acompañaron al condenado hacia el mar abierto. La primera lancha remolcaba a la segunda, en la cual nos hallábamos Didi y yo, embarazados por las atenciones que nos prodigaba la multitud. Habíamos hablado acerca de todos los problemas imaginables que podía ofrecer la inmersión, y el propio Didi, después de haber calculado y medido todo lo que le podía suceder, estaba dispuesto para la prueba. La inmersión estaba muy bien planeada. Se sumergiría en las aguas claras y tranquilas, provisto de un “aqualung” recién salido de la fabrica y un cinturón pesadamente cargado, y descendería con los pies por delante y sin hacer esfuerzos innecesarios a lo largo de la cuerda provista de nudos, hasta la mayor profundidad que pudiese alcanzar. Entonces se despojaría de los pesos, los sujetaría a la cuerda y volvería rápidamente a la superficie. Al izar la sonda se veía la profundidad que había alcanzado. Después del miedo que había sentido al dar tantas vueltas al asunto, a Didi le pareció que la inmersión era una simple formalidad.

La lancha remolcadora fondeó el ancla a sesenta y dos metros. El cielo estaba nublado y un temprano viento otoñal batía contra nuestra borda. El aire era desapacible y frío. Yo estaba encargado de la vigilancia directa de Dumas, debido a lo cual entré en el agua antes que él; pero la corriente me aparto de la lancha. Tuve que hacer grandes esfuerzos para volver junto a la escalerilla y moverme continuamente para permanecer junto a la embarcación. Entonces Didi penetró en el agua. El patrón de la lancha estaba desolado al vernos abandonar su embarcación con aquel mar tan movido; nos arrojó unos cabos para que nos asiésemos a ellos. Dumas le dió las gracias con un gesto de la mano y se hundió. Lo hizo sin esfuerzo, pues se hallaba sobrecargado. Una vez bajo la superficie del agua, descubrió que cuando volvía la cabeza a la izquierda obstruía el paso del aire por su tubo de la izquierda. Nadé para asir la cuerda provista de nudos que acababa de ser arrojada por la borda. Me aferre a ella casi sin aliento, cuando aún no había empezado la gran inmersión. Dumas volvió a sumergirse.

Miré hacia abajo y vi a Didi hundiéndose gracias a sus pesos; nadaba con brazos y piernas para contrarrestar la fuerte corriente y alcanzar la soga. Cuando por fin llegó a ella, surgió un chorro de burbujas de su regulador, lo cual era señal de cansancio. Descansó un momento, asido a la cuerda, y luego empezó a descender rápidamente, ayudándose con las manos, en el mar turbio y tumultuoso.

Jadeante aún a consecuencia de los esfuerzos que había tenido que hacer en la superficie, lo seguí hasta mi puesto de guardia, a treinta metros de profundidad. En mi cerebro reinaba una gran confusión. Didi no mira hacia arriba. Vi como sus puños y cabeza se fundían en el agua sombría.

He aquí como él mismo descubrió esta inmersión de récord: “La luz no cambia de color como suele ocurrir bajo una superficie turbia. No puedo ver claramente. O es que el sol se ha puesto ya, o es que mis ojos son débiles. Alcanzo el nudo que señalaba kis treinta metros. No siento debilidad en mi cuerpo, pero estoy jadeante. La condenada cuerda no pende verticalmente. Se inclina de una manera oblicuo en aquella especie de caldo amarillento. Cada vez se inclina más. Esto me preocupa, pero por otra parte me siento maravillosamente bien. Tengo una singular sensación de beatitud. Estoy borracho y libre de cuidados. Me zumban los oídos y siento un gusto amargo en la boca. La corriente me hace tambalear como si llevase muchas copas en el cuerpo.

“He olvidado a Jacques y a la gente de las lanchas. Tengo los ojos cansados. Sigo bajando, tratando de pensar en el fondo, pero no puedo. Voy a quedarme dormido, pero no puedo hacerlo en tal estado de vértigo. En torno reina un poco de luz. Trato de alcanzar el siguiente nudo y no puedo. Lo pruebo de nuevo y ato mi cinturón a él.

“La subida es tan alegre como la de una burbuja. Liberado de mis pesos, voy tiritando de la cuerda y subiendo a saltos. La sensación de embriaguez se desvanece. Ahora tengo la cabeza clara y estoy muy furioso por no haber alcanzado la meta propuesta. Paso junto a Jacques y sigo subiendo a toda prisa. Según me dijeron, estuve abajo siete minutos.”

El cinturón de Didi fue atado a la cuerda a sesenta y tres metros de profundidad. El huissier lo certificó. Ningún buzo independiente había alcanzado jamás mayor profundidad. Sin embargo, las impresiones subjetivas de Dumas fueron que no había alcanzado más allá de treinta y pico de metros.

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La borrachera de Didi era en realidad una narcosis por el nitrógeno, un factor de la fisiología de la inmersión que había sido estudiado varios años antes por el capitán A.R.Behnke, de la Armada de los Estados Unidos. En la Francia ocupada ignorábamos por completo sus trabajos. Llamamos a este cuando lìvresse des grandes profondeurs ( borrachera o “intoxicación” de las grandes profundidades).

El primer grado de ella consiste en una ligera anestesia, tras la cual el buzo se convierte en un dios. Si pasa casualmente un pez por su lado, el buzo podrá imaginarse que necesita aire, y se sacará el tuno de la boca con un gesto sublime para ofrecérselo. El proceso es muy complejo y todavía no está resuelto por los fisiólogos que se ocupan del buceo. Puede derivarse de una sobresaturación de nitrógeno, según el capitán Behnke. No tiene ninguna relación con las bends. Es un ataque gaseoso al sistema nervioso central. Recientes estudios de laboratorio atribuyen “la borrachera de las grandes profundidades” al bióxido de carbono residual retenido en la viscosidad de los tejidos nerviosos. Inmersiones de prueba efectuadas por la Armada de los Estados Unidos han demostrado que esta extraña alegría no ataca a los buzos de profundidad en cuya provisión de aire el nitrógeno ha sido substituida por helio. La única fábrica de helio industrial del mundo se halla en los Estados Unidos, protegida por una rígida ley, de modo que los investigadores extranjeros no pueden utilizarla. El hidrógeno, otro gas más ligero que el aire, puede ser tan eficaz como el helio, pero es explosivo y difícil de manejar. El sueco Zetterstrôn usó hidrógeno mezclado en su provisión de aire durante su espectacular inmersión a gran profundidad, pero murió durante la descompresión, debido a un descuido del personal de superficie, y antes de que pudiese proporcionar muchos datos para aclarar la cuestión.

Por mi parte, soy muy sensible a la borrachera del hidrógeno. Me gusta y al propio tiempo la temo como al diablo, pues destruye el instinto de conservación. Los individuos fuertes no se dejan vencer tan fácilmente por ella como sujetos neurasténicos como yo, pero tienen grandes dificultades para salir bien librados. Los intelectuales se emborrachan en seguida y sufren agudos ataques en todos los sentidos, que requieren un gran esfuerzo para ser contrarrestados. El agradable achispamiento que produce este estado se parece a las alocadas reuniones que se celebraban allá por 1920, en las que jovenzuelas casquivanas y sus Don Juanes se reunían para aspirar protóxido de nitrógeno.

L’ivresse des grandes profondeurs tiene una importante ventaja sobre el alcohol: no deja rastro. Si se consigue escapar de su zona, el cerebro se aclara instantáneamente y a la mañana siguiente no se experimentan los horrores que siguen a la borrachera común. Soy incapaz de leer relatos de inmersiones a grandes profundidades sin sentir deseos de preguntar a los campeones que las efectuaron si se sentían borrachos.

La historia mas divertida acerca de efectos de la presión fue contada por Sir Robert H.Davis, el historiador del buceo e inventor del primer aparato para escapar de un submarino hundido. Hace bastantes años, durante la construcción de un túnel bajo el lecho de un río, un grupo de políticos descendió a él para festejar la unión de las dos galerías, que habían avanzado en direcciones opuestas. Bebieron champaña, pero se sintieron muy decepcionados al observar que el vino era insípido y no burbujeaba. Ello se debía, desde luego, a que se hallaba sometido a la presión propia de las profundidades y el bióxido de carbono permanecía en solución. Cuando el grupo de fuerzas vivas de la localidad emergió a la superficie, el vino empezó a rebullir en sus estómagos, obligándoles a desabrocharse el chaleco, y llegando a salirles literalmente por las narices, hirviente y espumante. Uno de los dignatarios tuvo que ser devuelto aprisa a las profundidades para que el champaña que llenaba su estómago volviese a ser comprimido.

Hoy en día, una década después de nuestra vacilante penetración en la zona de los cuarenta metros, mujeres y viejos alcanzan esta profundidad en su tercera o cuarta inmersión. Constituye ya un espectáculo familiar en la Riviera, durante el verano, el camión cargado de “aqualungs”, propiedad de un tal monsieur Dubois, quien alquila estos aparatos y da las instrucciones pertinentes a todos aquellos que desean pasearse por el fondo del mar. Cientos de personas cargan con las botellas de aire comprimido y se zambullen confiadamente. Al recordar las duras luchas que tuvimos que librar Philippe, Didi y yo, el orgullo que siento al ver el equipo de monsieur Dubois no deja de estar mezclado con cierto resentimiento.

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CAPITULO III

Barcos Naufragados

Es necesario ahora que volvamos un poco atrás en el tiempo. Una noche del mes de noviembre de 1942, Simone y yo fuimos despertados en nuestro departamento en Marsella por el rumor de aviones que volaban hacia el este. Sintonicé Radio Ginebra. Hitler, rompiendo promesa, había invadido la base naval de Tolón. La flota francesa se suicidaba en medio de un infierno de explosiones y llamaradas. La voz del locutor se quebró al leer la lista de navíos, en la que se incluían el Suffren y el Dupleix, en los cuales yo había servido. Simone y yo lloramos junto a la radio, sintiéndonos exiliados en nuestra propia casa, lejos de los camaradas y de los barcos queridos. Después de los alemanes vinieron los italianos, quienes se apoderaron de los muelles, saqueando y destruyendo. Nunca podré olvidar las lámparas de los italianos que se dedicaban a inutilizar las piezas de artillería de los barcos de guerra. Los barcos hundidos nos obsesionaban. Al planear el programa de inmersiones para la primavera siguiente, Dumas sólo sabía hablar de buques náufragos. Decidimos hacer una película tomando como tema los barcos hundidos. Los sicarios de Mussolini ocupaban aún el sur de Francia. Los italianos lo controlaban todo y no nos darían permiso para acompañar a las barcas de pesca. Exhibí mi ordre de mission, librada por el Comité Internacional para la Exploración del Mediterráneo, cuyo antiguo presidente había sido el Almirante italiano Taon di Ravel. Si nadábamos más allá de la zona frecuentada por los bañistas, los centinelas disparaban contra nosotros, nunca he sabido si para divertirse o a impulsos de la cólera. Cuando los alemanes substituyeron a los italianos, las cosas cambiaron. Al mostrarles mi ordre de mission, incluso el hitleriano de más brutal apariencia pareció quedar impresionado. La palabra kultur producía un efecto mágico sobre ellos, y pudimos actuar sin muchas molestias. Jamás nos preguntaron que hacíamos, lo cual fue una verdadera suerte para nosotros. Más tarde supimos que el Almirantazgo alemán había gastado millones de marcos para formar un equipo de hombres – rana militares, y es posible que algunos de sus grupos experimentales se hubiese zambullido cerca de nosotros. En nuestras inmersiones alcanzábamos hasta treinta brazas, mientras que los diversos hombres – rana de la Armada alemana, provistos de equipo respiratorio de oxígeno, no podían alcanzar más de siete brazas. Claro que los aparatos de oxígeno poseían una gran ventaja sobre el “aqualung” desde el punto de vista militar, pues no dejan reveladoras burbujas.

La localización de barcos hundidos era mucho más difícil que soñar despiertos en ellos. La mayor parte de buques náufragos que yacen en puertos de sucias aguas o en estrechos de aguas turbias y remolineantes, no nos interesaban. Los barcos apropiados eran los hundidos en aguas claras, pero éstos resultaban muy difíciles de encontrar. No había cartas ni publicaciones que señalasen exactamente su posición, y en la mayoría de los casos las partes más directamente interesadas, como el naviero, la compañía aseguradora o el departamento ministerial, poseían noticias muy vagas. La única manera de obtener noticias concretas consistía en cribar cuidadosamente los relatos de los industriales que se dedicaban al desguace de barcos hundidos que, junto con los pescadores y buzos profesionales, constituían la única fuente fidedigna de noticias.

Empezamos con la ayuda de Auguste Marcellin, un importante contratista de salvamento de Marsella. Este nos proporcionó la situación de diversos barcos hundidos, y nos prestó sus falúas y tripulaciones para efectuar inmersiones de reconocimiento. Interrogamos a diversos pescadores en las tabernas de la costa para arrancarles historias de barcos hundidos. Descubrimos que tenían un método bastante eficaz para localizarlos. Si sus redes se enganchaban en algo, es que se trataba de un barco hundido, mais certainement (en francés en el original). Nos sumergimos en muchos de estos lugares para encontrar muchas veces las redes prendidas en una roca.

Jean Katsouyanis, de Cassis, y Michel Macropointis, de Tolón, eran dos buzos retirados, en compañía de los cuales pasamos algunas veladas fascinadoras. Habían pasado su vida buceando en busca de barcos, esponjas, coral rojo y jantinas, vulgarmente conocidas por violetas. La violeta es una extraña golosina que sólo es apreciada en Marsella. Es parecida a a una roca y se adhiere fuertemente a la roca, de manera que el buzo tiene que andar muy listo para apoderarse de ella. Los viejos gourmets recorren las calles del puerto en busca de las raras y costosas violetas, que son pregonadas a grito pelado por las marchandes.

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Los gastrónomos las abren en la misma calle. En su interior se halla una pulpa del aspecto mas poco apetecible que pueda imaginarse..., de un amarillo intenso con listas rojas y violetas. Levantando la concha, el sibarita introduce la pulpa en su boca con ayuda del pulgar. Una vez yo probé una, y me pareció lo mismo que comer yodo. La violeta goza de la reputación de curar la tuberculosis y de aumentar el vigor sexual. Dumas se comió quince en una ocasión para probar sus efectos, y a la mañana siguiente me comunicó no haber notado nada anormal.

Estos viejos buzos griegos habían trabajado en todo el Mediterráneo, en las costas de Libia, Grecia, Túnez, Argel, España, Italia y Francia. Relataban luchas con enormes morenas que hacían poner los pelos de punta, y contaban que en ocasiones se habían perdido en oscuras selvas bajo la superficie del mar. A través de los vidrios de su escafandra habitan visto a nadadores desnudos que pescaban esponjas. Cuando nos explicaban la fisiología del buceo sin escafandra, no sabíamos si reírnos o estallar de indignación.

La piel del hombre se recubre de miles de pequeñas burbujas – sostenían – Estas burbujas protegen al buzo contra los efectos de la presión. Si choca con algo, las burbujas se desprenden y el hombre muere en el acto.

Los dos viejos buzos tenían los brazos y las piernas medio tullidos a consecuencia de “los ataques de la presión “..., en realidad las encorvaduras. Se consideraban como muy afortunados por estar aún vivos. En su juventud, la mitad de los buzos de los grandes campos de esponjas tunecinos quedaban tullidos o morían todos los años debido a los “ataques de presión”.

Encontramos una partida de buzos griegos profesionales frente a las costas de Córcega. Saltaban al mar embutidos en viejos trajes remendados y cubiertos con escafandras abolladas para hundirse hasta cincuenta metros en pocos segundos. Después de diez o quince minutos de inmersión, ascendian lentamente, mostrando sin embargo, completa ignorancia de los estadios de descompresión, ya que en una inmersión de tal profundidad y duración se requería que el buzo detuviese nueve minutos a tres metros de la superficie, para eliminar el nitrógeno acumulado. Cuando salían de sus impresionantes trajes, se nos mostraban como unos hombrecillos retorcidos, víctimas constantes de las encorvaduras. Recibían bonitas sumas por el coral rojo que pescaban, destinado a la joyería. Luego se arrastraban a las tabernas del puerto, para gastarse el dinero bebiendo y jugando a los dados.

Nos aseguraron que, aunque les viésemos medio tullidos en tierra, cuando volvían a las profundidades marinas recuperaban su agilidad como si se sumergiesen en una mágica fuente de juventud. El primer “ataque de la presión” que sufrieron los separo de la tierra, condenándolos para siempre al mar, y cada nuevo ataque que sufrían los acercaba mas íntimamente a aquel. El alivio que experimentaban en las profundidades se debía, naturalmente, al soporte que les prestaba el agua, que aminoraba su parálisis.

El mar cambia a los buzos griegos y cambia también profundamente a los navíos hundidos. La herrumbre avanza bajo la pintura. Algas y animales hacen del barco su morada. Desde lejos no parece otra cosa que una roca. De pronto, el corazón late mas apresuradamente al reconocerlo. Si, es un barco que ha perdido el orgullo que antaño poseyera.

El primer buque náufrago que visitamos antes de descender hasta el Dalton fue uno de los barcos suicidas de Tolón, un remolcador que hacía el servicio del Océano, que yacía bajo catorce metros de agua clara en paso exterior del puerto. Fue escogido por un buzo genovés dedicado a labores de desguace llamado Gianino, como un trabajo de inspección para la Armada italiana. Nosotros lo acompañamos en calidad de entusiastas aficionados que querían disfrutar del privilegio de filmarlo durante su trabajo.

En ocho meses una lujuriante vegetación había recubierto el aparejo y guarnecido el casco, dándole el aspecto de una de las carrozas florales del carnaval de Niza. Negros mejillones crecían en los ventiladores y en las bordas como fúnebres guirnaldas. El lugar estaba infestado de peces, principalmente róbalos, que no parecían considerarnos como unos intrusos.

Gianino estaba entusiasmado ante la oportunidad que se le presentaba de lucir sus habilidades- Pero un buzo con escafandra apenas si puede caminar. Trabajosamente daba torpes pasos, levantando nubes de polvo y algas. El agua remolineaba en torno suyo, envolviendole en el polvo que el mismo levantaba. Para nosotros, que nunca levantamos el polvo o la arena del fondo, los pesados zapatones de suela de plomo de plomo de Gianino eran simplemente desastrosos. Sintiendose inspirado a la vista de la camara, empezo a hacer fantasias. Se inclino dramaticamente, llevándose una roja estrella de mar al pecho.

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“Filmamos” largas secuencias de este guignol submarino. No dijimos a Gianino que, por haber alvidado la camara en Tolon, habiamos cargado la caja con una pesada llave inglesa, para no decepcionarle.

Levantando la escotilla de la sala de máquinas, la sujetó con una cuerda podrida, dejó escapar la mitad del aire de su traje y saltó hacia la bodega. Esto fue un desafío para el orgullo de Didi. Nunca había visto un barco hundido, y mucho menos penetrado en uno de ellos, pero siguió decididamente a Gianino. Al pensar en la cuerda podrida, regresó. Gianino volvió a emerger como un globo. Dominaba la vertical, pero era casi incapaz de maniobrar horizontalmente. Didi nadó perezozamente por encima de la cubierta hassta los raseles de proa, y subió hasta la escotilla del castillo de proa. Vi como abría cautelosamente la portezuela, vacilaba un momento y luego desaparecía por ella, como si se sumergiese en una botella de tinta. A los pocos momentos reaparecieron sus aletas y salió de espaldas. Más tarde Didi hubiera sonreído ante tal timidez.

Para el visitante que se deslizaba sin esfuerzo por encima de la cubierta oculta por el musgo nada de lo que veía parecía de madera, de bronce o de hierro. Los avíos del barco habían perdido su significado. Aquí se veía un extraño seto tubular, que parecía haber sido recortado por un jardinero lleno de fantasía. Didi cogió este seto recortado por un jardinero lleno de fantasía. Didi cogió este seto con las manos, hurgó en su interior e hizo girar una rueda. Un cilindro se levantó suavemente, y vimos que se trataba del cañón de un arma de fuego. Los mecanismos de acero resisten durante mucho tiempo la acción del mar. Hemos visto motores Diesel y generadores eléctricos que estaban en excelentes condiciones después de una permanencia de tres años en el agua. Es necesario lavarlos inmediatamente con agua dulce, porque al contacto del aire el metal se oxida rápidamente.

El primer barco naufragado de alguna antigüedad que visitamos fue el barco de guerra léna, hundido en el curso de prácticas de tiro antes de la primera guerra mundial. Estaba tan terriblemente agujereado y deteriorado después de tres décadas de permanecer sumergido, que parecía alguna forma atormentada que el propio mar había inventado. Era imposible reconocer que se trataba de un barco. Las planchas que quedaban se hundieron al tocarlas. Dentro de pocos años ya no quedará nada del léna. Los barcos de guerra se desintegran en el espacio de la vida de un hombre.

Pocos años antes de la última guerra el mercante de cautro mil toneladas Tozeur estaba anclado en la Estaque, cerca de Marsella, cuando se levantó un traicionero mistral que le hizo romper las cadenas del ancla y lo arrojó contra el escollo de Frioul. La proa emergía ligeramente de las aguas y los mástiles apuntaban hacia arriba, ligeramente inclinados a estribor. La popa descansaba a veinte metros de profundidad. El Tozeur se convirtió en nuestra academia para el arte de explorar barcos hundidos. Formaba una pendiente inclinada desde el aire hasta el agua, y prácticamente nos acompañó de la mano. La espesa capa de organismos marinos que lo cubrían no lo habían desprovisto de su aspecto de barco. Era la idealización de un barco hundido, uno de los pocos que realmente parecían el buque náufrago de nuestros sueños de escolares.

El Tozeur era tan pérfido como acogedor, y nos enseño mucho acerca de los peligros que encierran los buques náufragos. Muchas de sus superficies estaban adornadas por un repugnante animalillo, conocido vulgarmente por “dientes de perro”, una almeja de bordes cortantes como una navaja, que además de aguda puede ser venenosa. Cuando una súbita ondulación del mar frotaba a nuestros cuerpos semidesnudos contra el costado del barco, solíamos recibir cortes bastantes molestos. Generalmente, sin embargo, las heridas que se reciben bajo la superficie del agua son indoloras. El mar no conoce ninguna diferencia entre la sangre y el agua, ya que la composición de ambas es notablemente semajante. Pero los dientes de perro hacían daño de verdad. También nos dimos de bruces alguna vez contra los peces escorpión, que pasban completamente desapercibidos y que eran tan feos como sapos. Para nosotros resultaron inofensivos, aunque se los clasifica entre los venenosos.

La obra de madera del barco se había casi desmoronado, pero las partes de hierro apenas apenas si estaban oxidadas. Las de bronce estaban como comidas por la termita, debido a los efectos galvánicos. Aunque el agua era clara en torno al barco, las bodegas estaban llenas de un agua sucia y amarillenta. Una vez un violento mistral enfrió hasta tal punto el mar, que tuvimos que dejar de zambullirnos durante tres días, esperando que las aguas se calentasen de nuevo. Nos sumergimos en las templadas aguas y penetramos en las bodegas del barco. Salimos a escape. Las heladas aguas del mistral estaban amontonadas en la bodega, que se había convertido en una nevera.

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El Tozeur resultó un magnífico estudio cinematográfico. Tomamos largas secuencias de la hermosa ruina para nuestra película Epaves (Pecios). Exploramos el barco de cabo a rabo, adquiriendo técnica y confianza en nosotros mismos. Didi penetró por la puerta de la sala de máquinas, y Philippe y yo fuimos tras él. Las aberturas de los mamparos tenían forma de arco, lo que nos hizo creer que nos hallábamos en un claustro, y había otras cosas que despertaban un sentimiento religioso: las hierbas que crecían como líquenes en una húmeda capilla, y la luz que se filtraba como por vidriados ventanales. Seguimos a Didi por la férrea abadía hasta la intrincada caja de la escalera, en la que los diversos tramos desembocaban en cubiertas a distintos niveles. Cada cubierta que dejábamos atrás nos quitaba más luz, y cerraba otra puerta entre nosotros y el aire y el sol. Nos detuvimos cautelosamente en un rellano, y atisbamos por un sombrío corredor hacia unas remotas luces azules que se abrían sobre el mar. No nos sentimos capaces de adentrarnos por el tenebroso túnel en dirección a esas luces.

Bajamos el primer tramo. Ahor auna plancha de hiero se interponía entre nosotros y la superficie. Didi se sumergió otro tramo y nosotros le seguimos. Nadábamos con cuidado, procurando no tocar nada. Este barco podía ser otro castillo de naipes como el léna, que se derrumbaría al menor contacto. De pronto todo el buque resonó con un tremendo golpe. Nos quedamos inmóviles, mirándonos unos a otros, pero nada sucedió. Didi bajó otro tramo de escalera. Llegó a nosostros otro tremendo golpe, y luego una serie de ellos. Rodeamos a Taillez, quien gruñó:

-Mar de fondo Eso era. El casco hueco del buque se agitaba a efectos del mar de fondo, que hacía

saltar algún que otro remache o crujir una plancha. Penetramos nadando en la sala de máquinas, envueltos en na oscuridad casi total. Nos pareción que por aquel día ya habíamos hecho bastante.

En el castillo de popa encontramos una enrome y brillante burbuja, una bombona que contenía algún líquido que no había sido invadido por el mar. Didi la llevó a la superficie y se la entregó a Simone. Esta esparció un poco de este líquido en la palma de la mano y la olió, diciendo:

-Es una excelente agua de colonia de antes de la guerra. Didi buscaba tesoros submarinos en el barco hundido. Se apoderó de bombillas

eléctricas que aún funcionaban y de un par de botas de mar desparejadas, mientras los peces escorpión lo contemplaban, permitiéndole que se apoderase de ellas. Bajo el puente descubrimos el cuarto de baño del capitán. Didi penetró en él y se introdujo en la bañera. Aquello tenía un aspecto asombrosamente real: un hombre semidesnudo metido en una bañera. Casi perdí mi boquilla riendo.

Auguste Marcellín nos prestó una falúa de salvamento y una tripulación de retorcidos buzos, para que filmásemos el trabajo que éstos realizaban con los sopletes de oxiacetileno para cortar las planchas de un barco hundido. Los ases de la escafandra decidieron darnos el bautizo de los novatos. Se hicieron a la mar un día en que soplaba fuerte mistral, y anclaron deliberadamente en una posición que nos hacía recibir las olas de costado, con lo cual la pequeña tartana cabeceaba violentamente. Un buzo se sumergió y salió a los pocos momentos con un cesto lleno de enrmoes mejillones que había recogido en el barco hundido. Con una socarrona sonrisa nos dijo:

-Estáis muy flacos, muchachos. Os voy a preparar un banquete de primera para que cojáis fuerza antes de sumergiros.

Comer no es lo más prudente que se puede hacer antes de la inmersión, pero nosotros abrimos los mejillones con nuestros cuchillos y comimos la exquisita pulpa, que sabía a yodo, con evidentes muestras de agrado. El buzo nos observaba sin pronunciar palabra. Cuando terminamos nuestro banquete de mejillones, nuestro amigo nos dijo:

-Aquí tenéis ahora un poco de vino y pan con ajo. Comimos el pan y nos bebimos el vino. Entonces ellos rieron, bromearon y

terminaron por aceptarnos. Nuestra hazaña gastronómica les impresionó mucho más que la habilidad de que hacíamos gala al nadar sumergidos.

Uno de los buzos puso en funcionamiento un soplete, se sujetó el ardiente chorro entre los pies y saltó al agua. Nosotros nos sumergimos con él, observando las burbujas que se elevaban ininterrumpidamente de la roja llamarada. Aplicó el soplete a una viga de acero y la llama aumentó, arrojando una lluvia de chispas de acero fundido. El agua, agitada por la llama, batía contra nuestros pechos.

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Durante el tiempo que estuvimos visitando el Dalton, Didi reunió un botín bastante curioso. En el fondo del casco encontró montones de loza, vajilla de plata, vasos adornados por corales y una gran fuente de cristal. En aquella retorcida y destrozada ruina de hierro los platos yacían tan limpios y enteros como si estuviesen dispuestos sobre la mesa de los regalso en una boda burguesa. Un día Didi encontró un surtido de botellas de ouzo y largas botellas de coñac Metaxas, todas ellas completamente vacías. Habían sido consumidas durante la noche en que la despreocupada tripulación del Dalton se emborrachó y dejó que el barco se estrellase contra las rocas. Era la escena típica de la eterna mañana que sigue a la noche de orgía.

La brújula del barco estaba recubierta de coral. Atisbamos en su interior y vimos el único objeto animado que quedaba en el Dalton: la brújula se agitaba en su baño de alcohol, obedeciendo aún a la distante atracción del Polo. Tailliez se llevó como recuerdo algunas linternas del barco, pero Didi era insaciable. Llegó hasta aserrar la rueda del timón, de madera y roble, y efectuó repetidas zambullidas en busca de loza y cubiertos de plata. Llegamos a sospechar que estaba reuniendo el equipo para una boda que se traía en secreto.

Dumas industrializó su pillaje bajando un enorme cesto. Este se hundía por un agujero de la cubierta, chocando en las retorcidas vigas. En una ocasión Didi se fue tras él, pero su regulador se enredó en el cable y tuvo que quedarse allí, incapaz de moverse por medio a cortar los tubos de aire. Afortunadamente yo pasé por allí y fui en su ayuda, consiguiendo desenredarlo. Inmediatamente siguió bajando en pos del cesto. Por último, consiguió llenarlo y tiró de la cuerda para advertir a su ayudante de la superficie que lo izase. A los pocos momentos, el cesto descendió de nuevo. Al siguiente intento, el trípode de la brújula, que él había atado junto al cesto, se introdujo entre dos caireles. Didi consiguió libertar la brújula, pero el cesto cayó en el interior de la bodega. Un grito ahogado sonó en las profundidades del mar.

Didí volvió a recuperar el dichoso cesto. Consiguió suspenderlo sobre la borda del barco, y se elevó majestuosamente. Cuando Didi descargó la vajilla que contenía, que había sobrevivido a un violento choque y al naufragio consiguiente, y había permanecido un cuarto de siglo en el mar, la encontró hecha añicos. Un camarada poco comprensivo le dijo:

-Será mejor que aplaces la boda ¿eh, Didi? El cariño que dumas sentía por el Dalton estuvo a punto de termianr en tragedia. Un

día el mistral soplaba con demasiada violencia para que nos arriesgácemos a salir con el bote, pero Didi quería terminar unos metros de película que estaba filmando en el castillo de popa. Así es que se sumergió en la enfurecida rompiente armado con su cámara. Descendió solo, balanceado por el violento oleaje. A dos metros de profundidad, las aguas estaban tranquilas y silenciosas, pero él notaba el paso de las crestas de las olas sobre su cabeza por una aumentada presión en sus tímpanos. A seis metros de profundidad notaba aún el paso de las olas. Adentrándose en las apacibles profundidades, y sabiendo que ninguno dde nosotros le seguiría. Didi nadaba lentamente, temeroso del menor percance y sintiéndose delicado y vulnerable.

Su camino era el acostumbrado y consistía en entrar en la sala de máquinas y nadar bajando por el onerme túnel hasta la abertura que ya habíamos transpuesto, desde donde se descendía hasta la popa, a la cual volvíamos siempre con el mismo orgullo que sienten los niños que han alcanzado la rama más elevada de un árbol.

En la sala de máquinas Dumas sintió algo que lo retenía por el tubo de aire izquierdo, precisamente el de inhalación. Los lentes reducen mucho la visión lateral, lo mismo que las anteojeras de los caballos. Por lo tanto, Dumas sintió algo que lo retenía por el tubo de aire izquierdo, precisamente el de inhalación. Los lentes reducen mucho la visión lateral, lo mismo que las anteojeras de los caballos. Por lo tanto, Dumas no podía ver el obstáculo que lo retenía. Trató de volver la cabeza, pero la obstrucción se lo impidió. Fuese lo que fuese, su tubo de respiración estaba firmemente sujeto por algo. Didi llevó su mano hacia aquel lugar y palpó una tubería recubierta de almejas dientes de perro. Al tocarlas, se hizo un agudo corte en la mano.

Luego vió que se extendía ante él una tubería que pasaba junto a su cabeza y sobre su hombro izquierdo. La tubería estaba erizada de aquellas endiabladas almejas, y pasaba entre su tubo de aire y su cuello. Sin darse cuenta, había introducido el extremo roto de la tubería en un tubo de aire, y había seguido avanzando un trecho sin darse cuenta. Estaba lo mismo que una anilla prendida en una estaca. Por milagro, las almejas no habían cortado ni el tubo de aire ni los tendones de su cuello. No podía saber cuánto trecho había recorrido a lo largo de la tubería.

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Dejó caer la cámara y permaneció quieto sin mover siquiera un músculo, dando gracias a la Providencia de que no hubiese corriente en el Dalton en aquellos momentos. Se hallaba a treinta metros de profundidad, separado de sus compañeros por un mar embravecido, y sabiendo que ninguno de nosotros iría a buscarlo.

Levantó con cuidado ambas manos y las colocó en torno a la tubería, para evitar que ésta tocase su cuello o su tubo de aire. Ayudándose entonces con las manos, fue retrocediendo centímetro a centímetro, dispuesto a hacerse tiras el pellejo, si fuese necesario, para librarse de la tubería. Fue retrocediendo durante un tiempo que le pareció infinito, viendo pasar lentamente la tubería junto a sus lentes, palmo a palmo.

Por último su mano notó el extremo roto de la tubería, y quedó en libertad. Había recorrido tres metros en un espacio de tiempo que le pareció interminable. Sin preocuparse por sus manos heridas, recogió la cámara. Descendió por el túnel y filmó una última escena en aquel sobrenatural castillo de popa, bañado por la luz espectral que conseguía atravesar la tormenta de la superficie. Una vez terminada su tarea, regresó a la escalera del faro, asomando su cabeza por encima de las olas. Una de éstas lo depositó sobre los escalones de piedra, y entonces subió por su propio pie hasta el faro.

Después del serio percance que tuvo Dumas con la tubería de marras fue para nosotros una regla no sumergirnos jamás solos. Esto fue el comienzo de la inmersión en equipo, la misma esencia de trabajo con escafandra autónoma.

El mar permite que cada barco hundido tenga su propia personalidad, la cual se expresa de un modo muy vívido a sus visitantes submarinos. Cuando estaban en la superficie, estos barcos habían tenido una suerte trágica o cómica, vulgar o aventurera. Nos gusta siempre enterarnos de la historia de los barcos hundidos que visitamos, y a veces hemos podido descubrir pecadillos ocultos en el pasado de algún viejo y somnoliento pecio. Tal fue el caso del Dalton, víctima de una desenfrenada francachela navideña, y otro fue la aventura que corrió el colérico Ramón Membru, un barco mercante español que está hundido al este de Cavalaire, en la Costa Azul.

Un labrador de cabellos grises nos contó la historia en un café de Cavalaire. Hacía días que tratábamos de localizar a este hombre, que había visto hundirse el Ramóm Membru en 1925.

-Fue al amanecer, señores-empezó-. Yo estaba sentado en las rocas del Cabo Lardier, con mi caña de pescar, caundo de pronto ví un espectáculo asombroso: un enorme barco que venía en derechura hacia mí. Ya es muy raro ver un barco de gran tamaño cerca de la orilla, pero verde viniendo a toda máquina hacia ella es algo realmente increíble. El Ramón Membru chocó contra el arrecife con un estrépito espantoso. Pareció encaramarse por él, mientras la proa se elevaba hacia el cielo y el casco se doblaba como si fuese de jalea. Ahí se quedó.

Después de veinte años, aquel testigo presencial del desastre todavía temblaba de excitación, como si lo estuviese presenciando.

-Durante todo el día-prosiguió- los españoles bajaron maletas y baúles a los botes, para llevarlos a la orilla. El oficial de Aduanas de Cavalaire estaba indignado. Declaró que si seguían desembarcando más contrabando sellaría el cargamento, que consistía en cigarros de elaboración española.

“Al día siguiente llegó un remolcador, que tiró suavemente del barco por la popa. El Ramón Membru quedó flotando sobre las aguas... ¡Un verdadero milagro, señores! El remolcador echó un cable a la proa del Ramón Membru para conducirlo a puerto. El cable se partió.

“La costa estaba muy próxima, y un viento fresco empujó de nuevbo al barco contra las rocas. El remolcador vió que no había tiempo que perder y consiguió echarle otro cable, siendo por fin remolcado el Ramón Membru hasta Cavaliere.

“Aquella noche el sueño de todos los habitantes de la población se vió súbitamente interrumpido. ¡El barco español estaba ardiendo en el puerto! Todos los cigarros estaban encendidos. El Ramón Membru se hundía”.

Encontramos esta barco a un centenar de metros de la escollera, en un agua poco clara, que poseía un rico color esmeralda. Nos sorprendió encontrarnos con un buque de quinientas a seiscientas toneladas. Los que hablan de barcos hundidos suelen ser dados a exagerar, particularmente cuando se trata de ciudadanos del sur de Francia. Pero nuestro labrador había sido marinero anteriomente, y nos había dicho la verdad. El barco, que yacía aplastado entre las hierbas marinas, sólo asomaba la popa y el castillo de proa. En torno a él

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se veía una curiosa especie de foso abierto en la arena. En el interior del barco no encontramos absolutamente nada, ni siquiera la sombra de un anillo de cigarro.

Peró allí nos encontramos por primera vez con les liches*.

* En francés en el original Este pez, llamado en español palometa o servia, es un pez pelágico del tamaño del un hombre. Se parece mucho al atún, pero es más delgado y más gracioso. Nunca se le ha pescado con caña y se escapa de las redes. Puede pasarse bastante tiempo en el mar antes de ver una palometa. Este enorme pez plateado, de airosas líneas y moviéndose en absoluta libertad, constituye un magnífico espectáculo. Las palometas vinieron en fila india sobre la desnuda llanura, y pasaron muy cerca del barco cigarrero, como si siguiesen una inmemorial ruta mercante. Un día se mostraban presurosas y nerviosas, y al siguiente tranquilas y juguetonas. Nunca se podía prever hacia qué lado se dirigían. A veces pasaban días sin que las viésemos, y luego volvían a aparecer en fila, como una caravana que cruzase el desierto. Bajo las aguas de Port-Cros yacía un diminuto barco rastreador, un limpio pecio que llevaba poco tiempo sumergido, con sus redes cuidadosamente plegadas sobre la cubierta y los flotadores de corcho tirando hacia la superficie. No intentamos profanar el inocente barco, pero la red nos dio una idea. Impresionaríamos una película de una red barredera en acción. Los pescadores que han pasado su vida pescando a la rastra sólo conocen el funcionamiento de la red en teoría. Si tenían la suerte de encontrar un buen paraje, hacían una buena pesca: esto era todo lo que se sabía acerca de las redes barrederas. Cerniéndome sobre el herboso fondo vi la cuerda de arrastre de la red que venía hacia mí. Se inclinaba en un gran arco hasta alcanzar la rígida entrada que rozaba el fondo, arrancando las hierbas y acarreando la destrucción de las minúsculas criaturas que habitaban la pradera submarina. Los peces saltaban como conejos ante una segadora mecánica. El vasto envoltorio de la red pasó ante mí, hinchado por la presión del agua. Sobre el asolado sendero que había recorrido se levantaban lentamente los tallos rotos de la hierba. Quedé estupefacto al ver cuántos peces escapaban del acoso del monstruo y qué enorme cantidad destruía éste de futuros criaderos y pastos de peces. Los métodos de labranza submarina empleados por el hombre parecían consistir en agotar todo el terreno para recoger tan sólo una pequeña parte de la cosecha. Didi se asió cabeza abajo del cabo de arrastre y enfocó el objetivo de su cámara a la mismísima boca del dragón, para demostrar con toda evidencia la enorme cantidad de peces que se escapaban y los grandes daños que causaba la red en el fondo. Aún teníamos que ver redes de mayor tamaño, las que formaban las defensas contra submarinos y que cerraban la entrada de la rada de las Hyères. En los primeros días de la guerra el remolcador Polyphème recibió el encargo de vigilar la entrada principal. Como se trataba de un barco ya viejo, se le destinó a guardar la puerta, como si se tratase de un achacoso portero de una casa de departamentos de París. Por la noche el Polyphème cerraba la puerta, echaba el ancla y se iba a dormir con la llave en al mano. La noche del 27 de noviembre de 1942, en que la flota francesa se hundió en Tolón, el viejo barquichuelo estaba dormitando en su puesto de guardia; pero, para no ser menos que sus mayores, se suicidó valientemente, y se hundió todavía sujeto a la red. Lo visitamos un año después. Estaba hundido a una profundidad de veinte metros de agua excepcionalmente clara, con sus bolas y el extremo del palo mayor sólo a un metro y medio de la superficie. Cuando nos pusimos los lentes y descendimos, la cabeza nos dio vueltas. Su casco, de cincuenta metros de eslora, estaba completamente descubierto, y los obenques y mástiles, que se elevaban intactos, contribuían a aumentar el efecto de que se trataba de un barco intacto y no de un pecio. Una ligera inclinación a estribor contribuía a aumentar este efecto realista. Las algas aún no le habían recubierto; sólo ostentaba una ligera pelusa, que no llegaba a ocultar la pintura. No había absolutamente nada bajo la cubierta. La tripulación se había afanado en llevarse hasta el último clavo antes de abrir las espitas de inmersión. El Polyphème era un suicida limpio y aseado, tan desnudo como un departamento recién desalojado. En las cartas de la bahía de Hyères se puede ver un diminuto círculo junto al cual hay la indicación de pecio, y que señala el lugar donde descansa el barco mercante español de seis mil toneladas Ferrando, hundido hace cincuenta años. Está muy bien señalado en el mapa, pero encontrar un pecio bajo la mesa de dibujo es otro cantar. Un pescador de la

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localidad nos acompañó en su bote, pero se mostró inseguro cuando llegamos al lugar donde él suponía que se hallaba el barco. -No estoy del todo seguro-dijo-. Tiene que estar por aquí... Divisamos una barrica que hacía las veces de boya y que estaba anclada a unos quinientos metros de distancia. Nuestro guía jamás la había visto. -Tal vez los pescadores la han puesto para señalar el sitio donde perdieron una red-me dijo. Dumas se sumergió hassta treinta metros, siguiendo la cuerda de la boya, y llegó a la tumba del Ferrando. El barco estaba convertido casi en un esqueleto, y estaba festoneado por docenas de redes de pesca. El pecio yacía sobre el costado de babor, de suerte que las planchas de la cubierta que aún se conservaban en su sitio, se alzaban como muros medio hundidos por el fuego de artillería. Dumas penetró nadando por la principal escotilla de carga, grande y oscura como la puerta de una catedral. El interior estaba bañado y oscura como la puerta de una catedral. El interior estaba bañado por una luz azulada, que penetraba por las portañolas de estribor y por diversas aberturas del casco. En el fondo de éste penetraba una gran claridad por la brecha que hacía mucho tiempo habían abierto los buzos provistos de escafandra que habían saqueado el Ferrando. Dumas se hundió en al bodega para encontrar entre la arena que invadía la popa cuatro platos de porcelana veteados de negro. Esparcido por todo el interior del enorme casco se hallaba un cascajo formado por piedra grises y verdosas del aspecto más repelente que pueda imaginarse. Estas piedras se levantaban en cascadas petrificadas en torno a las escotillas del barco. Didi recogió una de estas piedras, la golpeó contra un mamparo y vió como se deshacía en brillantes fragmentos negros. Se trataba del cargamento del Ferrando: carbón bituminoso con la pátina de cincuenta años de permanencia en el mar. Fuera del pecio miró por encima de la desierta llanura hacia una especie de lápidas mortuorias negras, formadas por las conchas erectas de unos enormes mejillones llamados pinnas o nacras. El Ferrando constituía un verdadero cementerio, donde yacían enterradas las redes y las esperanzas de muchos pescadores. Estos saben que los peces se reúnen en un gran número en torno a los pecios, pero saben también que éstos retienen inexorablemente sus redes. Si se aproximan a una distancia prudente, pueden efectuar una buena pesca; pero si se acercan demasiado, corren el riesgo de perderlo todo. Didi nadó entre las nacras. A cien metros de la hélice se levantaba un pequeño anfiteatro de arena, en cuyo centro yacía una diminuta taza de porcelana japonesa, frágil como un cascarón de huevo, pero, sin embargo, intacta. La metió en su bolsa y continuó nadando sobre una verdadera siembra de cascos de obús caídos durante las prácticas de tiro, y a poco encontró una vulgar vasija de barro cocido. Su exploración submarina había terminado con los más inesperados hallazgos. Tomando la vasija, la metió también en su bolsa. El tiempo de su estancia bajo la superficie del agua tocaba a su fin si quería emerger sometiéndose a las paradas de rigor para la descompresión. Al iniciar el ascenso vió una especie de carretera de arena perfectamente rectilínea que cruzaba el fondo. Se detuvo para examinarla. La carretera se perdía en la penumbra en ambas direcciones. ¿Quién o qué hizo esta carretera, y adónde conducía? Didí emergió con sus dos piezas de vajilla. Al día siguiente volvimos para examinar la misteriosa carretera, pero la boya ya no se encontraba allí. Nos zambullimos repetidamente tratando de localizar el Ferrando, pero no lo conseguimos. Didi conserva la tacita japonesa y la vasija de barro en su nueva casa de Sanary, y a todos los que le preguntan por sus tesoros, él contesta interrogándoles a su vez acerca de si saben alguna cosa sobre carreteras romanas en en fondo del mar.

CAPITULO IV Grupo de investigaciones Submarinas

Al término de la ocupación alemana se me destinó a Marsella, como director de un

centro de recuperación de marinos instalado en un castillo. Una noche me dedique a pensar en mi pasado y en mi futuro: mi actual trabajo era útil, pero me parecía que cualquier oficial

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seria capaz de hacerlo en mi lugar. Por otra parte, nuestros experimentos de inmersión, que habíamos empezado por nuestra cuenta y riesgo, parecía ahora mas adecuado que pasasen a pertenecer a la jurisdicción de la Armada: en nuestra maltrecha flota y en los barcos torpedeados en alta mar se ofrecía un magnifico campo de trabajo para los buzos.

Con el fin de convencer al Ministerio de Marina de que yo podía resultar mas útil como buzo, me dirigí a París e hice ver al Almirante André Lemonnier y a su Estado Mayor la película en que aparecían Dumas y Tailliez nadando entre los barcos hundidos. Al Día siguiente me hallaba ya de camino hacia Tolón, con el encargo de continuar mis experimentos de buceo.

Tailliez estuvo muy contento de poder abandonar su empleo provisional de guardabosque. Alistamos a Dumas en calidad de especialista civil, y tomamos un despacho anexo a la oficina del Capitán del puerto. Sobre nuestra puerta colocamos el rótulo de Groupe de Recherches Sous-Marines (Grupo de Investigaciones Submarinas). Philippe, que tenia más edad que yo, fue nombrado comandante. Nuestro equipo básico consistía en dos escafandras autónomas. Desde luego, no desperdiciábamos ninguna ocasión ni oportunidad para darnos a conocer como un poderoso departamento adscrito a la Marine Nationale.*

Tres oficiales subalternos se unieron a nosotros: Maurice Fargues, Jean Pinard y Guy Morandière. Dumas los sometió a un rápido curso de instrucción con la escafandra autónoma, haciendo a su vez de ellos unos expertos instructores. Conseguimos varias subvenciones, hombres, motocicletas y camiones y no tardamos en poseer una lancha recién construida, llamada L´Esquillade.

Después de L´Esquillade se nos entregó el VP 8, una lancha de hélices gemelas, de veintidós metros de eslora, que Tailliez transformó en una falúa de inmersión, con un compresor de aire de alta presión, una plataforma para el descenso y cámara de descompresión. Cambiamos algunas escafandras autónomas por los últimos modelos de trajes de hombres-rana que empleaba la Armada Británica. Sir Robert H. Davis, el inventor de la escafandra de escape para submarinos que lleva su nombre y director de la casa más importante del mundo para la producción de equipos de buceo y de salvamento, pidió los derechos para manufacturar la escafandra autónoma en Inglaterra.

La mayor aportación a nuestro equipo se vio constituida por el Albatross, un verdadero aviso de altura, preparado para atender las necesidades de la inmersión, y que nos fue entregado por el Ministerio de Marina. El Albatross sólo tenia dos años, pero ya había pasado por muchas vicisitudes. Antes de ser pintado y botado al agua los Soviets se apoderaron de él en unos astilleros alemanes. Fue luego adjudicado a Inglaterra, y pasó a anclar en el Támesis. Una nueva transferencia de botín lo envió a Francia. La embarcación necesitaba una buena mano de pintura, pues había estado muy descuidada durante dos años y había sufrido bastantes malos tratos al pasar de unas manos o otras. El Grupo de Investigaciones Submarinas la acogió con todo cariño. Trabajamos día y noche para repararla, y la rebautizamos con el nombre de L´Ingénieur Elie Monnier, en memoria de un ingeniero naval que yo había conocido y que pereció a causa de un accidente sufrido durante una inmersión.

El pecio del Dalton nos había convertido en buceadores de aguas profundas, y el Elie Monnier hizo que dirigiésemos nuestra atención a la oceanografía. Con este barco efectuamos viajes a Córcega, a Cerdeña, a Túnez, a las costas de Marruecos e incluso el Océano Atlántico. En estos viajes nos acompañaron hombres de ciencia, gracias a cuyo trato se ensancharon extraordinariamente nuestros conocimientos acerca del mar, mientras que ellos, por su parte, se sentían interesados por la escafandra autónoma, que consideraron como un instrumento de observación directa.

La Armada autorizó proyectos de investigaciones submarinas, que fueron llevados a término por los expertos técnicos que se unieron a nosotros, y entre los que se incluía el Dr. F. Devilla, cirujano del grupo y el farmacéutico Dufau-Cazenabe. Jean Alinat era el encargado de nuestra “tienda de juguetes”, en la que diseñaba y construía nuevas mascarillas, trajes aislantes, armamento y equipo submarino de iluminación eléctrica. Fue entonces cuando construimos el trineo submarino, sobre el cual se podía arrastrar a un buceador a una velocidad de seis nudos; con ello casi se cuadruplicaba el alcance horizontal de las misiones de búsqueda.

Introdujimos una útil mejora en el equipo del tripulante del trineo: una minúscula boya prendida en su cinturón y sujeta a un sedal lastrado enrollado en un pequeño tambor. En el curso de alguna misión de reconocimiento, el piloto del trineo lanzaba una de estas boyas cuando divisaba algún objeto de interés, y continuaba tranquilamente su camino. Luego un

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buceador podía sumergirse siguiendo el sedal de la boya, para examinar lo que había llamado la atención de su compañero.

El Grupo estableció contacto con entidades oceanográficas y estaciones dedicadas a la exploración submarina de Inglaterra, Alemania, Suecia e Italia. La Armada inglesa había hecho durante la guerra algunos estudios muy valiosos acerca de la resistencia de los buzos a las explosiones submarinas. El profesor J.B.S. Haldane, que intervino en algunas de las investigaciones, había escrito:

“Hay que estar dotado de un valor poco común para localizar minas magnéticas en aguas fangosas, especialmente si ya se ha visto perecer a alguno de estos temerarios buceadores. Hay que ser un hombre de un valor sobrehumano para dedicarse a esta misión, sabiendo que si se empieza a oír el mecanismo de relojería de una mina, a pesar de la prisa que nos demos por remontarnos a la superficie, podemos quedar paralíticos para toda nuestra vida, si no saltamos en pedazos”.

Fue Dumas quien nos metió en este juego tan poco agradable, a causa de su incorregible curiosidad acerca de todas las cosas raras que sucedían bajo el agua.

Un domingo, en Sanary, arrojó una granada de mano italiana al agua para matar algunos peces. Como resultado de ello, aparecieron flotando panza arriba algunas bogas. Tailliez se sumergió y sacó diez veces más pescado, que encontró yaciendo en el fondo, buena prueba de que la dinamita es un método muy despilfarrador de pesca, a menos que quien lo practica pueda luego sumergirse para recoger todas las víctimas que ha causado.

Dumas arrojó otra granada, pero ésta no hizo explosión. Tras varios minutos de espera, Didi se sumergió para ver qué ocurría. Al descender, vio que de ella surgía un hilillo de burbujas. Dumas no comprendió exactamente lo que pasaba hasta que la granada explotó directamente bajo él, la peor posición para una explosión submarina, que sube verticalmente a través de las capas líquidas más ligeras.

Dumas no estaba en peligro de ser alcanzado por la metralla, que queda muerta a poca distancia del lugar de la explosión, tal es la resistencia del agua a los objetos que la atraviesan. La muerte puede ser causada por las ondas líquidas que chocan con fuerza contra el cuerpo humano. Sin embargo, Tailliez vio como Dumas salía de la rompiente tambaleándose. Estaba molido hasta los huesos; pero aparte de eso, ileso. Este incidente nos dio mucho que pensar. Examinamos las tablas inglesas de explosiones submarinas, y descubrimos, con el consiguiente asombro, que Dumas se había hallado en un radio considerado completamente mortal. La conclusión que sacamos de ello fue que la resistencia al choque de un hombre desnudo era mucho mayor que la que indicaban los más recientes estudios.

A partir de este día, Dumas y Tailliez intentaron demostrar nuestra teoría. Haldane había dicho:

“Los experimentos con animales son útiles para mostrar la clase de peligro que hay que esperar, pero no nos dicen exactamente lo que puede resistir un hombre. Esto sólo puede saberse por medio de experimentos con seres humanos, cuyo valor o curiosidad los mantengan en la brecha hasta caer bajo los efectos de la explosión”.

Nos sumergimos por parejas, mientras unas cargas de trinitrotolueno colocadas a distancias progresivas iban haciendo explosión. Cuando uno de estos estallidos nos causaba excesivas molestias, nos deteníamos. El peligro que había en ello era que podíamos sufrir lesiones internas sin enterarnos. Afortunadamente, nuestro programa llegó a feliz término sin que experimentásemos ninguna lesión interna.

Las explosiones con dinamita repercutían desagradablemente en nuestros oídos y asestaban una especie de golpe seco contra el cuerpo. Empleando tabletas de una libra de tolita, que es un explosivo alemán, el efecto era diferente. Recibíamos fuertes golpes en el pecho, que parecían sernos propinados por un saco de arena, y una profunda sacudida. Lo sorprendente era lo cerca que podíamos situarnos de la explosión y soportarla. A veces, mientras dos de nosotros nos cerníamos en nuestro lugar designado esperando la explosión, nos mirábamos y cambiábamos una mueca como para indicar que estábamos verdaderamente chiflados.

Un tercer tipo de explosivos, que no puedo mencionar, produjo unos efectos tan desagradables sobre Tailliez y Dumas que decidimos ocuparnos en cosas mejores. Sin embargo, habíamos conseguido resultados muy eficaces. Nuestra primera conclusión fue que un hombre desnudo puede resistir mejor los efectos de una explosión submarina que un buzo provisto de escafandra. Esta aparente paradoja es debida al hecho de que las ondas provocadas por la explosión se propagan casi con la misma velocidad a través de los tejidos

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humanos que del agua: una nueva corroboración de la identidad física que existe entre nuestra carne y el materno regazo marino. El punto flaco del buzo ordinario está constituido precisamente por su escafandra. Si bien protege su cabeza de la explosión, las ondas producidas por ésta zarandean su traje flexible con el cuerpo que contiene, atravesando su collar, sin encontrar ninguna contrapresión en el interior del casco.

No resulta muy agradable ir a la guerra cuando la guerra ha terminado; pero esto y no otra cosa es lo que hacen los equipos que se dedican a la recogida de minas y a la demolición de las defensas submarinas. Los hombres que los forman tienen que sumergirse repetidamente en busca de los mortíferos objetos abandonados por los beligerantes. La recuperación de minas no era precisamente uno de los objetivos principales del Grupo de Investigaciones Submarinas, pero la superioridad siempre tiene una manera muy persuasiva de obsequiar con nuevos problemas a las unidades navales.

Las labores de salvamento y reconstrucción que se llevaban a término en el puerto de Tolón se veían dificultadas por la presencia en las aguas vecinas de minas alemanas sin estallar. Este representaba un gran peligro para la navegación en la zona de la isla de Porquerolles, pues los barcos se veían amenazados por una serie de clásicas minas de contacto, cuya distribución en aquellas aguas se ignoraba. Empezamos como siempre, es decir, interrogando a los pescadores de la localidad. Estos nos mostraban un mapa en el que estaba dibujado el canal que ellos seguían para entrar y salir de Porquerolles. Zarpamos en L´Esquillade y recorrimos a toda velocidad la zona segura del canal, sintiendo que teníamos un buen principio para nuestro trabajo. De pronto, a la luz mortecina del crepúsculo, vi las antenas provistas de espigas de una mina, a pocos centímetros de nuestro costado. Aminoré la marcha y aposté vigías. El de proa iba señalando mina tras mina. Aquel “seguro” canal parecía estar sembrado de minas submarinas.

Vistas desde abajo, las minas causaban una gran impresión. Los percebes y las algas se habían apropiado de ellas, adoptándolas y transformándolas como hace el mar con cualquier objeto hecho por el hombre. La espoleta, formada por diversas antenas, se extendía hasta la superficie, dándoles la apariencia de monstruosos erizos de mar; el cabo que las retenía ancladas se hundía en las profundidades, recubierto por completo de mejillones. A primera vista, parecían haber perdido su mortífero carácter. Pero eran reales y estaban listas para explotar, a pesar del cambio marino. Como no teníamos cargas especiales para hacerlas saltar, nos veíamos obligados a conectar en ellas hilos eléctricos, que desenrollábamos después hasta nuestro barco, el cual se mantenía a doscientos metros de distancia.

La Armada nos obsequió en Tolón con un problema dificilísimo. Una boya roja marcaba el supuesto lugar donde se hallaba un pecio, precisamente frente al canalizo principal. El casco se hallaba en aguas poco profundas, y podía constituir un peligro para la navegación. El equipo de demolición recibió orden de despejar el camino haciendo volar todos los obstáculos, pero un prudente oficial divisó desde la superficie algunos extraños objetos, e hizo esperar a los dinamiteros hasta que nosotros hubiésemos inspeccionado el pecio. Dumas, Tailliez y yo nos sumergimos para encontrar una gran barcaza cargada hasta la borda de cilindros metálicos, recubiertos por una ligera capa de flora submarina, entre la cual pastaban los peces. Nadamos por encima del pecio, examinándolo atentamente y rascando la capa vegetal para comprobar que el metal era aluminio. Yo me hallaba fotografiando el pecio cuando Dumas me cogió del brazo y llevome rápidamente a la superficie.

-Ya sé qué es- me dijo Dumas -. Son esas minas alemanas que estallan acústicamente, magnéticamente y por ondas de presión.

Nuestro experto en explosivos identificó aquel cargamento como formado por las minas más peligrosas que los nazis habían ideado en el último período de la guerra. Calculó que allí se encontraban por lo menos veinte toneladas de explosivos de enorme potencia, una carga suficiente para destruir en parte la dársena naval y arrancar casi todas las hojas, vidrios, rótulo luminosos, chimeneas y tejas de Tolón.

Los miembros del equipo de demolición estudiaron nuestras fotos y llegaron a la conclusión de que el intento de levantar una sola de las minas haría saltar todas las restantes, y que si intentábamos remolcar la barcaza más afuera, nos exponíamos a las mismas consecuencias. No se podía hacer otra cosa sino marcar una ancha zona en torno al pecio, y esperar que el potente mar corroyese los mecanismos.

Salimos de esta conferencia pensando en los peces que frotaban el hocico contra las minas y en el modo como nosotros las habíamos tocado.

En otra ocasión fui llamado por el capitán Bourrague, quien estaba encargado de un proyecto de inutilización de minas por el Ministerio de la Reconstrucción.

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-Tengo algunas minas katy para usted- me dijo alegremente -. Son muy baratas. Cerca de Sète, en el Golfo de Lyon, se dejaron una serie de explosivos de baja calidad metidos en bloques de cemento, con la espoleta levantada al extremo de un trípode.

Me hizo un dibujo para mostrarme como las espoletas estaban conectadas entre sí, de una mina a otra, por medio de alambres, de manera que si una de ellas estallaba, sus vecinas hacían lo propio. Los tacaños creadores de estas minas katy las habían provisto también de cables, que se alzaban sujetos a pequeñas boyas que apenas afloraban en la superficie, con el fin de enredarse en las hélices de los barcos y hacer estallar las minas.

Los buscadores de minas habían recorrido la región tres años antes, pero parecía que una barcaza perteneciente a la municipalidad de Sète había tropezado con uno de esos artefactos, saltando en pedazos por los aires.

Fuimos a Sète para efectuar algunos buceos de reconocimiento. Los delicados recuerdos que nos había dejado el enemigo estaban esparcidos sobre un fondo rocoso muy desigual, cuya profundidad variaba entre los dos y los doce metros. Las aguas eran frías y turbias. Los bloques de hormigón estaban cómodamente instalados en el fango entre las rocas, y en algunos casos sólo se divisaban los extremos de la espoleta. La red de cables que conectaban unas minas con otras se había deteriorado mucho después de seis años. Las minas katy yacían frente a la costa en una extensión de docenas de kilómetros, a veces con muy mala visibilidad, y la mayoría de ellas a unos ocho metros de profundidad. Calculé que, si empleábamos la técnica acostumbrada en la búsqueda con la escafandra autónoma, tardaríamos muchos años en tener la seguridad de que habíamos localizado todas las minas, en los siete acres y medio que formaban en conjunto los diversos campos minados. La idea de pasarme años buscando feos bloques de hormigón en unas aguas sucias y fangosas ejercía muy poco atractivo sobre mí. Me vi obligado a inventar una nueva técnica para la búsqueda de minas. A este fin, pedí al capitán Bourrague que equipase de nuevo el VP 8.

Cuando nuestro barco estuvo listo en el puerto de Sète, los moradores de esta ciudad se mostraron altamente divertidos. Poseíamos un nuevo mástil, que se alzaba a gran altura y del cual partían unos obenques constituidos por unos cables que sostenían dos vergas de dieciséis metros y medio a cada costado del buque, con las que barría el mas. El conjunto estaba adornado con gallardetes multicolores. Cinco drizas, adornadas con trapos sujetos de metro en metro, partían de cubierta pasando por motones que había en las vergas, de allí al agua. Las drizas estaban separadas entre ellas por unos siete metros. La driza central corría sobre la popa. Desde los extremos de las vergas se remolcaban dos botes. En uno de ellos se hallaba un marinero provisto de un surtido de pequeñas boyas blancas, mientras que en el segundo se hallaba otro hombre provisto de un bichero.

Las drizas terminaban en pesos de veinte kilos, que tenían la forma de pez, y a los cuales se asían cinco buzos provistos de escafandra autónoma, como viajeros submarinos colgados al estribo de un tranvía.

Recorrimos lentamente la costa en todas direcciones día tras día, con nuestros gallardetes ondeando al viento y los oficiales desgañitándose en el puente para ordenar que izasen o arriasen las drizas. El marinero del bote de babor iba arrojando sus pequeñas boyas en línea, luego el barco viraba en redondo para efectuar un recorrido paralelo, mientras el marinero del bote de estribor iba recogiendo las boyas con el bichero. Durante dos mese el VP 8 fue surcando de este modo las aguas.

Hicimos saltar catorce minas katy, convencidos de que las habíamos destruido todas. La misión de los buzos consistía, desde luego, en localizarlas. Se hallaban tan espaciados, que podían escudriñar hasta el último palmo cuadrado del fondo. Cuando descubrían una mina, soltaban una boya amarilla. Los gallardetes de las drizas marcaban los metros de profundidad, y los oficiales del puente hacían subir o bajar a los buzos de acuerdo con los resultados de su observación constante de la carta hidrográfica. Con ello de conseguía que los buzos permaneciesen siempre a un metro sobre el cambiante contorno del fondo. Establecimos turnos de media hora, para reemplazar a los hombres cuando empezasen a sentir frío.

Nos sentíamos muy orgullosos de nuestro carnavalesco barco. Sólo dos de los veinte hombres colgados al extremo de las drizas habían efectuado previamente inmersiones. Los restantes voluntarios eran muchachos a quienes se había puesto al corriente en dos semanas de instrucción. Estos bisoños nos eran una causa constante de preocupación, pues temíamos que se enredasen con la red de alambres sujetos a los detonadores, pero todos salieron de esta experiencia sin el menor percance y convertidos en unos auténticos hombres-pez.

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El día señalado para hacer explotar las minas los enviamos por su cuenta para que sujetasen los alambres que habían de provocar las explosiones en las minas que ellos mismos habían señalado con las boyas amarillas. Consideraron este día como una verdadera fiesta.

Por esta época, el Grupo de Investigaciones Submarinas perfeccionó la fotografía submarina, convirtiéndola en un elemento de observación. Se nos pidió que filmásemos “píldoras anti-asdic”, y este trabajo se convirtió en la primera película de un submarino navegando bajo la superficie del mar.

Asdic es el equivalente submarino del radar, este aparato ultrasónico empleado por los Aliados para señalar la posición de los submarinos. Para defenderse de él, los nazis idearon la píldora antiasdic, que consiste en una caja de estaño que suelta el submarino acosado. Esta caja está provista de un lastre que la mantiene en suspensión entre dos aguas, y emite cortinas de burbujas que dan a los perseguidores un eco que les hace creer que se trata del submarino, lo que les induce a malgastar sus cargas de profundidad contra las burbujas. Una serie de estas píldoras soltadas por un solo submarino pueden dar la impresión de que el mar está sembrado de ellos.

Philippe Tailliez se sumergió con una cámara y se apostó en el curso que debía seguir un submarino. Este tenía que venir a una profundidad moderada, haciendo uso de su periscopio y soltando píldoras antiasdic. Tailliez vio el tajamar del sumergible emerger de la niebla y pasar junto a él. En un tercio de minuto los vio desaparecer de nuevo entre la neblina, mientras las dos hélices gemelas giraban lentamente, como las de un barato juguete de cuerda. Las píldoras antiasdic se comportaron tal como se esperaba de ellas, pero Philippe emergió muy impresionado por la visión del submarino. Aquello era incomparablemente más maravilloso que trucar escenas de submarinos con modelos a tamaño reducido en las películas de guerra. Resolvimos filmar un submarino haciendo toda clase de maniobras bajo la superficie del mar. Conseguimos la cooperación del Rubis, un submarino minador.

El día que salimos a jugar con el Rubis el agua era muy clara y la visibilidad alcanzaba a veintisiete metros. El teniente Jean Ricoul, comandante del submarino, nos obsequió con un ejercicio de descenso hasta el fondo. Nos cernimos sobre el inmóvil Rubis, que descansaba a treinta y seis metros de profundidad, y contemplamos un periscopio que era ya ciego para el mundo exterior, una brújula muerta en sus aros de suspensión, una ametralladora completamente inútil y un aparato de radar que no servía para nada, todo lo cual sólo constituía un espectáculo para los peces y nosotros. La bandera petrificada estaba desplegada pero sin ondear, con sus panelas rojas y azules mostrando la misma tonalidad verde.

Pero había cuarenta hombres vivos y alegres en el interior de aquella burbuja de aire blindada..., oíamos el ruido que armaban sus pisadas, el rumor del chorro de una bomba, un golpe con una llave inglesa contra la cubierta y casi las maldiciones del hombre que la dejó caer. Entonces la enorme silueta se agitó y las hélices empezaron a girar, abatiendo las hierbas y levantando nubes de algas y lodo. El Rubis empezó a subir. La proa fue la primera en hendir la superficie. La bandera desapareció y la torrecilla rompió el líquido techo. El casco estaba ribeteado por una deslumbradora guirnalda de espuma. El misterioso intruso se había convertido en una prosaica quilla.

Ricoul volvió a sumergirse para que pudiésemos filmar una escena que mostraría el disparo de un torpedo a quince metros de profundidad. Dumas se montó en el casco con un martillo en la mano, mientras yo enfocaba mi cámara en el ángulo conveniente. A nueve metros de distancia enfoqué el tubo lanzatorpedos y me aparté a un par de metros de la probable trayectoria. Hice señas a Didi, y éste golpeó el casco con el martillo. La escotilla del tubo se abrió y el torpedo salió disparado hacia mí. Tuve que esforzarme para no perderlo de vista, cuando pasó casi rozándome las narices, y seguir con la cámara enfocada hacia él. Apelé a todas mis fuerzas para hacer girar la cámara en el agua, con el fin de obtener una visión panorámica. El torpedo pasó rugiendo junto a mí como un automóvil de carreras, y yo lo seguí con la mirada hasta verlo perderse en la lejanía , dejando una estela blanca a través de las azules aguas.

Nuestro próximo juego con el Rubis consistió en filma un ejercicio de salvamento desde el exterior. Ricoul embarcó a bordo a Didi y a Guy Morandière, para que actuasen en el papel de marineros náufragos, e hizo descansar el Rubis en un fondo de treinta seis metros. Didi y Guy se encaramaron hacia la escotilla de escape y un marinero los encerró en la estrecha cámara. En realidad, se hallaban embutidos en un tubo de acero de sesenta centímetros de diámetro y poco más de dos metros de alto, que constituía una incómoda botella de metal. Una vez en el interior, manejaron las válvulas que inundaban el recinto y, al propio tiempo, daban salida al aire. La fría agua de mar fue subiendo por sus cuerpos

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desnudos, hasta llenar por completo la esclusa. La presión del agua se elevó hasta igualar las del exterior, casi cinco veces mayor que la que reinaba en el interior del submarino. Los hombres encerrados en la esclusa notaban como aumentaba el dolor de sus tímpanos, pero tuvieron que dominar su impaciencia y sus nervios hasta que la presión interior igualase a la exterior, en cuyo momento se abriría automáticamente la escotilla.

Por último, ésta empezó a abrirse como una ostra, liberando un galón de aire exhalado, que saltó hacia la superficie en alegres burbujas, mientras los ansiosos náufragos se deslizaban hacia la libertad.

Esperábamos tener algunas dificultades al filmar la escena de la colocación de una mina, en el fondo del mar, por un submarino en movimiento. Habíamos colocado boyas que formaban un canal de cuarenta y cinco metros de ancho, por el centro del cual pasaría el Rubis, a profundidad de periscopio, depositando una serie de cuatro minas de contacto en el fondo que había quince metros más abajo. Las minas eran del viejo modelo. Iban provistas de espiga y de forma esférica y eran llevadas en pesadas cajas de metal, llamadas crapauds (sapos). La caja contenía una tableta de sal, que se disolvía a los veinte o treinta minutos, con lo cual la mina se soltaba y ascendía sujeta a su cable hasta un punto situado inmediatamente debajo de la superficie, donde quedaría sujeta como un globo, esperando, emboscada, que tropezase con ella algún barco.

El problema consistía en saber cómo podría filmar con mi cámara los diversos crapauds que soltase el Rubis, pues yo deseaba filmar el proceso entero de la colocación de las minas. Conferenciamos con el teniente Ricoul. Dumas dijo:

-Tengo un plan para que las minas caigan dentro del radio de acción de la cámara. Yo montaré el submarino y les daré órdenes para que las suelten en los lugares precisos.

Ricoul y yo fruncimos el entrecejo, pero Didi añadió como si tal cosa: -No me comprenden. Yo montaré no dentro, sino fuera del submarino. Ricoul, de una manera muy diplomática, permaneció silencioso, con una sonrisa

escéptica en los labios. -¿Qué le parece a usted si dejásemos que lo probase?- dije yo. Ricoul contempló a Didi cuando éste montó a horcajadas sobre la proa con un martillo

en una mano y agarrándose con la otra al tajamar. El patrón del sumergible fue a su lugar de mando y aplicó sus ojos al periscopio, pues no deseaba perder detalle de lo que le ocurriría al loco que llevaba a proa, cuando ésta se hundiese entre las furiosas y remolineantes aguas. Vio como las primeras olas asaltaban a Dumas, levantando sus aletas entre nubes de espuma. Luego, el intrépido tritón se sumergió sin soltar su presa, mientras sus burbujas pasaban junto a la torreta de mando. Ricoul estaba verdaderamente estupefacto al que Dumas conseguía mantenerse contra aquella avalancha de agua que lo asaltaba a la velocidad de cinco nudos, pero la verdad era que el hombre seguía agarrado a proa. Ricoul se mantuvo entonces a profundidad de periscopio, equilibrando la nave.

Yo me sentía perdido en el fondo, esperando entre las frías aguas y con todos mis sentidos alerta en mi puesto de guardia en el centro del canal. No poseía brújula y en el fondo del mar se pierde el sentido de la orientación. Me volvía hacia todos lados, tratando de descubrir al Rubis. Mucho antes de ver el sumergible. Oí el ruido de sus motores. El mar hacia llegar hasta mí, desde todas direcciones, los apagados rugidos del mecanismo sumergido. Mi aprensión aumento a medida que el ruido se hacía mayor.

Dumas me vio antes que yo a él; a veinte metros de distancia distinguió mis burbujas. Entonces le vi a mi vez, a medida que la proa del sumergible se aproximaba. No era más que una curiosa figurilla, agarrada al gigantesco hocico. Dio un martillazo en el casco, y mi ansiedad se desvaneció al oír el fuerte golpe de advertencia para los tripulantes del submarino. ¡Qué impresión me produjo aquella ballena al pasar por mi lado! Sus flancos se desvanecieron, llevándose a Didi, mientras el primer crapaud caía a tres metros de mí sin producir el menor ruido y levantando una nube de lodo.

A un ritmo de uno cada veinte segundos, el Rubis fue soltando los restantes. Nadando con toda la rapidez que me fue posible, filmé la caída de tres crapauds más, y me detuve para tomar aliento, mientras el cuarto caía fuera de mi vista. Al caer, las pesadas cajas levantaron nubes de fango, que poco a poco desaparecieron para mostrar por último las enormes cajas metálicas, en cuyo interior se hallaban las minas erizadas de puntas y absorbiendo sus tabletas de sal. Las filmé desde diversos ángulos y volví a la superficie. Entonces se sumergió Tailliez para filmar el momento en que una de las cajas soltase la mina que contenía.

A los cinco minutos Tailliez oyó un distante repiqueteo metálico; oprimió el botón de su cámara, pero la caja no se movió. Una tras otra, oyó como iban saliendo las restantes

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minas. Tailliez siguió mirando la caja que había escogido mientras pudo resistir el frío. A los treinta y cinco minutos emergió para entregar la cámara a otro. Fargues la tomó en sus manos y se sumergió, para volver a los pocos momentos.

-La maldita pelota ha salido antes de mi llegada- dijo-. Escogió el momento en que no había allí ninguno de nosotros.

Pedimos a Ricoul que lanzase cuatro minas más. Yo le dije: -Como tenemos ya unas buenas escenas con los crapauds, no será necesario esta vez

que Dumas monte en el submarino. El comandante soltó la carcajada. Se hizo a la mar de nuevo y volvió a pasar por el

canal. Didi, el pez piloto retirado del tiburón de acero, se hallaba esta vez listo con la cámara y preparado para sumergirse.

-A ver si esta vez escoges el bueno- le gritamos. Didi hizo con la mano un gesto de desconfianza, levantó sus aletas y se hundió

verticalmente. Estuvo mucho tiempo sumergido. Nosotros nos mirábamos con aire de suficiencia, imaginándonos lo que había pasado. Las minas seguían empeñadas en burlarse de nosotros. Organizamos unos turnos de buceadores para relevar al fotógrafo, con el fin de no dejar nunca la cámara cinematográfica abandonada. Cuando el primer buceador relevó a Dumas, éste emergió diciendo:

-Las otras tres minas funcionaron, pero esta condenada no quiere soltarse. Por segunda vez nos habíamos equivocado al escoger entre cuatro minas. Los buceadores se relevaban cada diez minutos. No cejábamos en nuestro empeño ni

queríamos ceder ante la tozuda mina. Teníamos la impresión, sin embargo, de que habíamos perdido la partida y de que el último de nuestros hombres tendría que rendirse por fin ante la mina que no quería funcionar. Pero por último el crapaud lanzó un gruñido y la erizada pelota se elevó hacia la superficie. Había tardado una hora en funcionar, aunque la escena de las minas duraría solo noventa segundos en la pantalla.

Después de cinco años, el Grupo de Investigaciones Submarinas poseía ya un sólido cuartel general en un edificio de tres pisos, que se alzaba junto a la dársena, y desde el cual se veían amarradas en el muelle las dos embarcaciones de que disponíamos. En la planta baja se hallaba instalado el compresor de aire de alta presión, las cámaras experimentales, el taller de mecánica, el laboratorio fotográfico, los transformadores eléctricos, el garaje y los establos donde guardábamos los animales destinados a experimentación. En el segundo piso teníamos la sala de delineantes, el almacén y el alojamiento de la marinería. En el último piso estaban instaladas las oficinas, los laboratorios de fisiología y de física, el de química y una sala de conferencias, adornada por algunos de los tesoros que habíamos arrancado al mar; campanas de barcos, ruedas de timón, un capitel jónico y ánforas griegas salvadas de unos pecios. Alzándose a través de los tres pisos había un pozo sintético de buceo, con el que se podía simular una presión equivalente a la que existe a doscientos cincuenta metros de profundidad.

La Marina de otros países posee unos centros de buceo de proporciones mucho mayores. El nuestro poseía la virtud de un íntimo contacto con el mar, que teníamos al otro lado de nuestras ventanas. Tanto si el especialista que se hallaba en el interior del edificio era un delineante como un practicante de hospital, era también un buzo, y los talleres y laboratorios aplicaban con la mayor presteza las últimas técnicas terrestres al estudio del mar. Si Dumas o Alinat imaginaban un nuevo aparato submarino, los delineantes y mecánicos lo tenían listo para las pruebas al día siguiente.

Cuando ocurría un accidente de buceo, ya fuese naval o civil, nos traían inmediatamente a la víctima para que nuestros médicos la examinasen. Hombres dolorosamente curvados y agonizantes eran transportados al laboratorio de fisiología para ser sometidos por manos expertas a la debida descompresión en la cámara, y todos nos reuníamos en torno a ella para ver salir al paciente gozoso y animado y moviéndose con la mayor desenvoltura. Los practicantes le preguntaban si aún deseaba seguir empleando sus muletas, a lo cual el paciente respondía siempre lanzando una exclamación y dándonos permiso para echarlas al mar.

Entre las tareas que fueron asignadas al Grupo de Investigaciones Submarinas recuerdo una que fue particularmente dolorosa: la recuperación de aviadores ahogados.

Un día de verano en que el Mediterráneo se hallaba cubierto de una ligera neblina, un bimotor de la armada, deslumbrado por u espejismo, fue a chocar a toda velocidad contra las olas invisibles. El piloto, que por cierto era amigo mío, fue lanzado de la carlinga y recogido ya cadáver por una barca de pesca. El aparato se hundió entre las aguas. Se nos pidió que fuésemos a recuperar los cadáveres del segundo piloto y el mecánico.

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Su tumba estaba marcada por una iridiscente mancha de gasolina que brotaba de los depósitos de las alas. Dumas encontró al avión yaciendo, resplandeciente, en el fondo, a treinta y seis metros de profundidad. Estaba derecho, con las hélices arrancadas, la cubierta del motor abierta y un enorme boquete en la carlinga, a través del cual había sido proyectado el cuerpo de mi infortunado amigo desde su asiento de piloto. Brillantes pececillos vagaban en torno al avión hundido.

Yo nadé entre ellos armado con mi cámara, filmando la película que nos serviría para hacer la crítica del accidente, y pasé junto al asiento del segundo piloto, situado en lo que había sido la carlinga, para ver al infeliz ocupando todavía su lugar y con los ojos desmesuradamente abiertos. Era el primer cadáver que veía después de centenares de zambullidas. La tranquila expresión de su rostro me resultaba insoportable. Su paracaídas había salido de su saco y se había desplegado.

A treinta metros de distancia yacía boca arriba, sobre el fondo recubierto de algunas matas de aliaga, el cuerpo del otro aviador. Tenía una pierna flexionada y, con su rígido índice, señalaba hacia la superficie. Su paracaídas también se había desprendido por completo, y estaba extendido en torno a él tan cuidadosamente como si se tratase de volver a enrollarlo en el taller de guarnimiento. El mecánico había sido proyectado probablemente como una catapulta, cuando el avión chocó con las olas, y con el golpe se había soltado su paracaídas. Dumas y Morandière lo sujetaron con cuerdas, y ambos aviadores fueron izados desde una lancha, mientras sus paracaídas invertidos se abrían bajo ellos como enormes flores blancas.

CAPITULO V

Espeleología Subacuática

Nuestro momento de mas apuro tras cinco mil inmersiones no lo tuvimos en el mar, sino en una cueva de tierra adentro, la famosa fuente de la Vaucluse, situada cerca de Aviñón. Este renombrado manantial es un tranquilo estanque situado en un cráter que se abre al pie de un acantilado de 180 mtrs. de altura, de piedra caliza, a orilla del río Sorgue. Un delgado hilillo de agua mana de la fuente durante todo el año, hasta llegar el mes de marzo; entonces la fuente de la Vaucluse estalla en una furiosa erupción acuática, que hace salirse de madre al río Sorgue. El agua mana furiosamente durante cinco semanas, para decrecer luego.

Este fenómeno ha ocurrido todos los años, desde el mismo principio de la historia. La fuente ha estimulado la fantasía de los poetas desde la Edad Media. Petrarca escribió sonetos a Laura junto a la fuente de la Vaucluse, cuando corría el siglo XIV. Federico Mistral, nuestro gran poeta provenzal, fue otro admirador de la celebre fuente. Generaciones de hidrólogos se han inclinado sobre sus orillas, desarrollando docenas de teorías. Han medido la cantidad de lluvia caída en la meseta superior, han trazado mapas señalando todos los agujero que existen en ella, han analizado el agua y han llegado a la conclusión de que durante todo el año mantiene una temperatura invariable de 55 grados Fahrenheit. Pero nadie ha podido dar una razón que explique la sorprendente descarga anual.

El principio en que se basan las fuentes naturales intermitentes es el de un sifón subterráneo que se comunica con un depósito de agua situado a un nivel mas alto en el interior de la montaña que el del agua del estanque de superficie.

Una simple crecida del depósito interior, debida a lluvias abundantes, cuyas aguas se filtran a través de la caliza porosa, no es superficie para explicar lo que ocurre con la fuente de la Vaucluse, porque su crecida no esta relacionada enteramente con la cantidad de agua y lluvia caída. O bien se trata de un enorme depósito subterráneo, o de una serie de cavernas interiores comunicadas entre sí por un sistema de sifones. Sin embargo las teorías científicas no tienen aquí mayor validez que la poética explicación de Mistral: “ Un día el hada de la fuente se convirtió en una hermosa doncella que, tomando por la mano a un viejo trovador que se hallaba cabe las cristalinas aguas, lo condujo hacia una pradera submarina, donde había siete gruesos diamantes engarzados en siete orificios ¿ Vez estos diamantes? le pregunto el hada. Cuando levanto el séptimo, la fuente eleva sus aguas hasta las raíces de la higuera que se riega solo una vez al año”. La teoría de Mistral, desde luego, poseía por lo menos una prueba más tangible que todas las hipótesis de los científicos. Existe, efectivamente, una raquítica y centenaria higuera que

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hunde sus raíces en el muro vertical, en el mismo límite que alcanzan las aguas en la inundación de todos años. Como decía el poeta, sus raíces solo se riegan una vez al año. Un oficial de marina retirado, el comandante Brunet, establecido en la vecina aldea de Apt, se convirtió en un entusiasta de la fuente, lo mismo que había sido Petrarca 600 años antes. Fue el comandante que sugirió que el grupo de investigaciones submarinas se sumergiese en la fuente para descubrir el secreto de su mecanismo. En 1946 la Armada nos dio el correspondiente permiso para efectuar el intento. Nos dirigimos a Vaucluse el día 24 de agosto, cuando la fuente se hallaba en calma. Parecía por completo innecesario arriesgarnos a penetrar en ella en el momento de la violenta erupción, ya que podíamos descubrir igualmente su secreto cuando las aguas se hallasen en calma. La llegada de oficiales navales uniformados y de marineros en camiones cargados con equipo de buceo produjo una verdadera conmoción en Vaucluse. Los muchachos nos asediaban, queriendo gozar del privilegio de transportar nuestras botellas de aire, nuestra cámara portátil de descompresión, las escafandras autónomas y los trajes de inmersión por el boscoso camino que conducía a la fuente. Mas de la mitad de la población, con el alcalde García al frente, dejo el trabajo y nos acompañó. Durante el camino nos hablaron de la formidable inmersión que efectuó en la fuente el señor Negri en 1936 ¡Qué hombre tan audaz era este señor Negri!. Descendió vestido de buzo y con un micrófono en el interior de la escafandra, con el que dio cuenta a los atónitos oyentes de las penalidades increíbles que tuvo que soportar al descender hasta una profundidad de treinta y seis metros y alcanzar el codo inferior de un sifón. Nuestros amigos de Vaucluse temblaban de emoción al contarnos el dramático momento en que la voz que surgía de las profundidades les anunció que el señor Negri acababa de encontrar el bote de cinc de Ottonelli. Teníamos noticia ya de Negri y de Ottonelli, los dos hombres que nos precedieron en la fuente. Ottonelli realizo su inmersión en 1878. Sentíamos una gran admiración por la hazaña de Ottonelli, efectuada con los medios primitivos de que se disponía en su época. Nos sentíamos algo defraudados, en cambio, ante la actitud del señor Negri, un contratista de desguace de Marsella, que no había querido recibirnos las varias veces que intentamos entrevistarnos con él para obtener informes de primera mano acerca de la topografía de la fuente. Habíamos leído el relato de su inmersión, pero nos faltaban los detalles que é hubiera podido darnos personalmente.

Los escafandristas describían ciertos rasgos propios de la fuente. El relato de Ottonelli afirmaba que había hecho pie en el fondo de una cavidad de trece metros y medio de profundidad, alcanzando luego una profundidad de 18 mtros tras seguir un túnel inclinado que se abría bajo una enorme piedra triangular. Durante la inmersión su bote zinc zozobró en aguas del estanque y deslizóse a lo largo del túnel. Negri decía que había alcanzado los treinta y seis metros, hasta llegar al codo de un sifón que se remontaba, donde había encontrado el bote de cinc. Este metal, a prueba de la corrosión había sobrevivido a sesenta años de inmersión en aquellas aguas. Negri decía luego que no pudo seguir avanzando porque su tubo de aire rezaba peligrosamente contra un enorme peñasco que se balanceaba de un modo inestable sobre una especie de pivote. El más ligero movimiento podía hacer bascular la piedra y lanzarlo a la más horrible de las muertes. Habíamos planeado nuestra táctica basándonos en los datos que nos habían proporcionado nuestros dos predecesores. Dumas y yo formaríamos la primera cordada, usábamos esta palabra de montañeros porque iríamos atados por una cuerda de nueve metros sujeta a nuestros cinturones, que habíamos lastrado mas de lo acostumbrado para poder penetrar por el túnel descrito por Negri y resistir las corrientes del interior del sifón. Lo que no podíamos saber hasta haber penetrado en la fuente era que el señor Negri poseía una imaginación exuberante. La topografía de la caverna no tenía nada que ver con su descripción. Las dramáticas palabras del señor Negri fueron pronunciadas a través del micrófono probablemente cuando acababa de perder de vista a los espectadores, no más allá de los quince metros de profundidad. Dumas y yo estuvimos a punto de perder nuestras vidas sólo para constatar que el bote de cinc de Ottonelli no existió jamás. Estas falsas informaciones no eran todo el peso inútil que transportamos a la fuente, el nuevo compresor de aire que nos sirvió para llenar las botellas nos había preparado una fantástica jugarreta. Tratamos de penetrar con nuestras miradas la boca del negro abismo que se abría a nuestros pies. El alcalde Garcin nos había prestado una canoa canadiense, que fue botada en la parte mas estrecha de la fuente para sujetar el cabo que nos había de servir de guía. Al extremo de éste había un pesado lastre, constituido por un lingote de fundición, que hicimos descender

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de antemano hasta la mayor profundidad que pudo alcanzar. La entrada submarina de la caverna estaba parcialmente obstruida por un enorme espolón rocoso. Sin embargo, conseguimos hacer descender el lingote hasta dieciséis metros y medio. El oficial subalterno de marina Jean Pinard se ofreció voluntario para zambullirse sin traje protector, para intentar hacer descender aún mas el lingote. Pinard emergió rojo como un langostino a causa del frío, y os comunicó que había hecho descender el lastre hasta dieciocho metros. No sospechaba que había estado mas abajo que Negri. Me puse mi traje de inmersión de volumen constante sobre un pelele de lana, bajo las miradas de un público entendido que asomaba alrededor del borde rocoso del cráter. Mi esposa se hallaba también entre los espectadores, aunque esta aventura no le gustaba nada. Dumas llevaba un equipo de hombre rana de la marina italiana. Ibamos cargados como mulas. Cada uno de nosotros llevaba una escafandra autónoma tribotella, aletas de goma en los pies, u pesado cuchillo y dos enormes reflectores eléctricos a prueba de agua, uno en la mano y el otro en la cintura. Sobre mi brazo izquierdo llevaba enrollados noventa metros de cuerda en tres secciones. Dumas llevaba en su cinturón una minúscula botella con aire comprimido de reserva, un indicador de profundidad y un piolet, la piqueta para el hielo que emplean los alpinistas.

Encontraríamos paredes rocosas, y con nuestro pesado lastre podríamos necesitar el concurso del piolet.

El encargado de dirigir las operaciones en la superficie era el teniente Maurice Fargues, el mañoso oficial que se encargaba del equipo, y que más tarde murió en una inmersión a gran profundidad. Estaba encargado de cuidar del cabo de guía, mientras nosotros transportábamos el lingote hacia las profundidades. Esta cuerda guía era la única comunicación que nos uniría con la superficie. Habíamos aprendido de memoria un código de señales. Un tirón de la cuerda indicaría a Fargues que debía tirar de ella para desprenderla de algún obstáculo. Tres tirones querian decir que tenia que largar mas cuerda. Seis tirones eran la señal de auxilio, e indicarían a Fargues que tenia que izarnos lo mas rápidamente posible. Cuando la cordada alcanzase el sifón descripto por Negri, teníamos el proyecto de dejar allí el lingote y atar a el una de las secciones de cuerda que yo llevaba al brazo. Al subir por el otro tubo del sifón yo iría desenrollando tras de mi esta cuerda. Creíamos que nuestra meta se encontraba después de la roca oscilante mencionada por Negri, al extremo de un largo brazo inclinado del sifón, que conduciría a una caverna interior llena de aire, en la cual se originaria, de una manera aun desconocida, la crecida anual de la Vaucluse. Embarazados por nuestra farragosa impedimenta, nos introdujimos en le estanque ayudados por varios compañeros. Paseamos nuestras miradas en torno por ultima vez. Vi la tranquilizadora silueta de Fargues y la multitud apiñada en la orilla del anfiteatro. En primera fila se hallaba un joven abate, cuya presencia allí solo podía explicarse por si se requerían sus auxilios en la eventualidad que puede preverse.

Al sumergimos, el agua nos libro del peso. Permanecimos inmóviles en el estanque durante un minuto para comprobar nuestro sistema de lastre y de comunicaciones. Bajo mi escafandra flexible yo tenia una boquilla especial que me permitía articular palabras bajo el agua. Dumas no podían hacer lo propio, pero podía responderme con gestos de cabeza y de manos. Me volví boca abajo y penetre por la oscura abertura. Deje rápidamente atrás el espolón rocoso y me hundí en el túnel, sin preocuparme por Dumas, que me siguió al extremo de los nueve metros de cuerda que partían de mi cintura. Sabia que Dumas podía dejarme atrás siempre que se lo propusiera. Nuestra inmersión constituía en realidad una prueba, seriamos la primera cordada de una serie de ellas. No queríamos perder tiempo estudiando los detalles de la topografía, sino seguir directamente hasta el lingote y llevarlo hasta el codo del sifón de Negri, desde donde descorreríamos un nuevo velo de los que ocultaban el misterio de la fuente. Al recordarlo, casi puede afirmar que en mi subconsciente me hallaba ansioso por concluir la primera inmersión lo mas pronto posible. Miré hacia atrás y vi a Didi Franqueando fácilmente la abertura contra una débil niebla verdosa. El cielo desaperecía desde entonces. Hora pertenecíamos a un mundo donde jamas había brillado la luz. No veía el haz luminoso de mi lampara proyectado hacia abajo, en dirección a las amedrentadoras tinieblas..., el agua no poseía motas en suspensión que reflejasen la luz. Un disco luminoso danzaba aquí y allá entre las tinieblas cuando el haz de mi lámpara tropezaba con la roca. Me hundía cabeza abajo con una velocidad terrorífica debido a mi exceso de lastre. Había dejado de pensar en Dumas. De pronto, sentí un tirón en

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el cinto y cayeron algunas piedras en torno mío. Mas lastrado que yo, Dumas trataba de frenar su caída con los pies. Su traje se estaba llenando de agua. Grandes bloques de caliza se desprendían y hundían a mi alrededor. Una piedra me golpeo en el hombro. De un modo remoto comprendí que tenía que pensar algo, pero era incapaz de hacerlo.

A 18 metros de profundidad encontré sobre un reborde el lingote de fundición. Bajo la luz de mi lámpara no parecía un objeto perteneciente al mundo exterior, sino algo propio de aquel lugar. De un modo confuso recordé que tenía que hacer algo con el lingote. Con gran esfuerzo lo arrastré hasta el borde de la repisa por donde cayó con gran estrépito en compañía de las piedras que desprendía Dumas. Durante este enorme esfuerzo perdí sin advertirlo las cuerdas que llevaba enrolladas al brazo. Me había olvidado de dar a Fargues los tres tirones convenidos de la cuerda para que desatascase el lingote. Había olvidado a Fargues y a todo lo del mundo exterior. El túnel descendía ahora mas bruscamente. Describía continuos círculos con mi mano derecha, paseando en espiral el foco de mi lámpara por las paredes lisas y bruñidas. Avanzaba a dos nudos. Estaba en el Metro de París. No encontré a nadie. No había nadie en el Metro, ni siquiera una lobina. No se veía ni un solo pez. En aquella época del año nuestros oídos estaban ya muy entrenados y acostumbrados a soportar la presión después de bucear durante todo el verano. ¿Por qué, pues, me dolían tanto los oídos? Algo ocurría. El foco de mí lampara ya no se paseaba por las paredes del túnel. Iluminaba ahora un fondo llano, recubierto de guijarros. El fondo era de tierra, no de roca, y en el se acumulaban todos los detritus de la sima. No veía las paredes por parte alguna. Me hallaba en el piso de una vasta caverna inundada. Encontré el lingote, pero no rastro del bote de cinc, del sifón o de la roca basculante. Me dolía la cabeza y me hallaba desprovisto de toda iniciativa.

Volví a nuestro propósito inicial, que era el de conocer la geografía de la inmensidad desprovista de techo y de paredes visibles, pero que descendía con una inclinación de cuarenta y cinco grados. No podía volver a la superficie sin haber escudriñado el techo de la caverna en busca del agujero que conducía a nuestra hipotética caverna interior. Estaba sujeto a algo, según me parecía recordar. El haz luminoso de mi lámpara iluminó una cuerda que se extendía hasta una extraña forma que flotaba en posición supina sobre los guijarros. Dumas se hallaba allí con su engorroso equipo, sosteniendo su lampara como una ridícula luciérnaga. Solo sus brazos se movían.

Se esforzaba de una manera soñolienta por atar su piolet a la cuerda del lingote. Su traje negro de hombre rana se estaba llenando de agua, pero se esforzaba débilmente por inflarlo con aire comprimido. Nadé junto a él y miré su indicador de profundidad. Marcaba cuarenta y cinco metros, pero la esfera estaba inundada. Eso quería decir que nuestra profundidad era mayor. Nos hallábamos por lo menos a sesenta metros de profundidad, a ciento veinte de la superficie y en el fondo de un túnel curvo e inclinado. Nos hallábamos presa del éxtasis de las grandes profundidades no de la borrachera familiar. Nos sentíamos pesados y ansiosos en lugar de eufóricos. Dumas se sentía peor que yo. No pide por menos que pensar: “no tendía que sentirme así en esta profundidad...” Luego creo que mis pensamientos fueron poco más o menos: “No puedo regresar hasta saber dónde estamos. ¿Por qué no siento una corriente?. La cuerda del lingote es lo único que nos une con la superficie. ¿Qué pasará si la perdemos? ¿Dónde están las cuerdas que llevaba al brazo?.

En aquellos momentos era capaz de recordar que había perdido las cuerdas en algún lugar mas arriba. Tome la mano de Dumas y se la cerré en torno a la cuerda guía.

Quédate aquí, le grité. Von a encontrar el túnel. Dumas entendió que yo decía que ya no tenia aire y que necesitaba la botella de

reserva. Dirigí el foco de mí lampara hacia arriba en busca del techo de la caverna, pero no descubrí techo alguno.

Dumas estaba fuertemente narcotizado, pero creía que era yo quien me hallaba en peligro. Hurgo en su cintura con manos torpes para soltar la botella de reserva. Al hacer este gesto se desplazó rápidamente por encima de los guijarros y soltó la cuerda guia, que desapareció en las tinieblas. Yo nadaba encima de el, buscando tercamente una pared o un techo, cuando el peso de Dumas tiro de mí como una ancla, deteniéndome en seco.

Por alguna parte encima de nuestras cabezas había setenta brazas de túnel y de rocas que se desmoronaban. Mi debilitado cerebro tuvo, sin embargo, el poder suficiente para imaginar cual seria nuestro destino. Cuando se terminase nuestra provisión de aire andaríamos a tientas por el techo de la caverna, para morir tras una lenta agonía. Aparte de mi mente este pensamiento y descendí hacia el resplandor de la lampara de Dumas.

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Este había perdido casi totalmente el conocimiento. Cuando yo lo toque, agarro mi muñeca con terrible fuerza y tiro de mí para estrecharme en un abrazo que nos hubiera hecho morir juntos. Conseguí desasirme y me aparte de él. Lo examiné entonces con mi lámpara y vi tras el cristal de los lentes sus ojos desorbitados. Reinaba un gran silencio en la caverna, turbado únicamente por mi fatigoso resuello. Apelando a las últimas fuerzas que me quedaban, hice un poderoso esfuerzo mental para considerar la situación. Por fortuna no reinaba una corriente que pudiese haber apartado a Dumas a mucha distancia del lingote. De haber habido la menor corriente estabamos perdidos sin remedio. El lingote no podía estar lejos.

Me puse a buscar aquel bloque herrumbroso de metal, más precioso parra nosotros que el oro. De pronto, me tropecé con él, firme y tranquilizador. La cuerda unida a él se perdía en las tinieblas, hacia donde se hallaba la vida.

En su modorra, Didi entreabrió sus mandíbulas y la boquilla se deslizó de entre sus dientes. Tragó agua y un poco penetró en sus pulmones antes de conseguir introducirse de nuevo la boquilla en la boca. Después de haber descubierto la cuerda guía comprendí que no podría nadar hacia la superficie arrastrando al inerte Dumas, que pesaba por o menos doce kilos con su traje lleno de agua. Yo me hallaba extenuado a causa de los efectos misteriosos de la caverna. No habíamos hecho un ejercicio agotador, sin embargo, Dumas se hallaba semiconsciente y yo me iba sumiendo en un estado de estupor.

No había otra solución que subir por la cuerda arrastrando a Dumas. Me así a la cuerda sujeta al lingote y emprendí la ascensión, poniendo una mano encima de la otra, con lentos esfuerzos, mientras Dumas pendía bajo mí, junto a la pared de roca lisa y vertical.

Los tres primero tirones que di a la cuerda para ascender fueron correctamente interpretados por Fargues, como la señal convenida para alargar más cuerda. Con la menor voluntad lo hizo inmediatamente. Lleno del más profundo pánico contemple el extraño fenómeno de la cuerda que caía hacia mí, he hice sobrehumanos esfuerzos para ascender por ella. Fargues con la mayor prontitud me daba mas cuerda cada vez que notaba que yo tiraba de ella. Tardé un eterno minuto en imaginar la táctica que debía seguir: hacer bajar cuerda hasta que el extremo de la misma llegase a las manos de Fargues, el cual por nada del mundo la soltaría. Así que seguí tirando de la cuerda lleno de un gozo sombrío. Ciento veinte metros de cuerda pasaron entre mis manos y se fueron enrollando en el fondo de la caverna. De pronto, paso entre mis manos un nudo: Fargues nos daba mas cuerda para que penetrásemos en la ultima galería de la Vaucluse. De la manera más servicial, había atado otro cabo al primero para animarnos a seguir avanzando.

Solté la cuerda como si se tratase de un enemigo. No tendría más remedio que encaramarrne por la inclinada pendiente del túnel como un escalador. Fui subiendo palmo a palmo, asiéndome a las presas y salientes que me ofrecía la roca, y deteniéndome cada vez que perdía mi ritmo respiratorio a causa de la fatiga o cuando sentía que me iba a desvanecer. Segui avanzando, y noté que hacía algunos progresos. Extendí la mano en busca de una buena presa. sosteniéndome sobre las puntas de mis aletas. Mis dedos resbalaron y el peso de Dumas me arrastró hacia abajo.

Esta súbita impresión hizo que volviera a pensar en la cuerda, y por último me acordé de las señales convenidas seis tirones significaban que había que izarnos a toda prisa. Agarré la cuerda y tiré de ella, seguro de que podria contar hasta seis. La cuerda pendía flojamente y estaba sujeta por diversos obstáculos en los ciento veinte metros que nos separaban de Maurice Fargues. Fargues ¿no comprendes nuestra situación? Me hallaba al limite de mis fuerzas y Dumas seguía tirando de mí

¿Por qué no comprede Dumas lo mucho que me perjudica? Muérete por lo menos, Dumas. Tal vez ya estás muerto. Didí,, siento mucho tener que hacerlo, pero tu estás muerto y no dejas que yo viva. Así es que vete, Didi.

Busqué el cuchillo que llevaba al cinto y me dispuse a cortar la cuerda que me unía a Dumas.

Incluso en mi estado de turbación mental, hubo algo que retuvo al cuchillo en su vaina.

Antes de separarme de ti, Didi, volveré a probar de llamar la atonción de Fargues. Tomé la cuerda en mis manos y repetí la llamada de socorro una y otra vez.

Didi, hago todo cuanto un hombre puede hacer. Yo también rne estoy muriendo En tierra. Fargues estaba verdaderamente perplejo. La primera cordada no tenía por

misión realizar todo el plan pero nuestras extrañas señales lo llenaban de turbación. La mano fuerte pero sensible con que sujetaba la cuerda no había notado señales claras desde hacia

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algunos minutos, en que de pronto pareció que le pedíamos cientos de metros de cuerda. El nos la entregó, añadiendo más de su propia cuenta.

Tienen que haber encontrado algo tromendo allá abajo, pensó Fargues.. Estaba ansioso por zambullirse él mismo más adelante, para penetrar el misterio. Sin embargo, Ie inquietaba la inmovilidad de la cuerda durante los últimos minutos. Frunciendo el ceño, asió la cuerda, como si quisiera tomarle el pulso, y esperó.

A lo largo de los ciento veinte metros de cuerda. venciendo la fricción de las rocas y atravesando la superficie, una débil vibra ción llegó hasta los dedos de Fargues. La reacción de éste consistió en ponerse en pie y en gruñir entre dientes, medio para él mismo y medio para el auditorio:

"Qu'est-ce que je risque? De me faire enguealer'' (¿Qué arriesgo con ello? ¿Que me pongan de vuelta y media?)

Con expresión enfurrañada empez6 a izar el lingote. Noté que la cuerda se ponía tirante. Solté la empuñadura de mi cuchillo y me asfí

fuertemente. Las botellas de aire de Dumas sonaban como campanas contra Ias rocas a medida que nos izaban rápidamente. Treinta metros más arriba divisé un débil triángulo de luz verde, que era la puerta de la vida. En menos de un minuto, Fargues nos izó hasta el estanque y se echó al, agua para apoderarse del cuerpo inerte de Dumas. Tailliez y Pinard entraron en el agua hasta la cintura para ayudarme a salir. Yo reuní las fuerzas que me quedaban para dominar mis emociones y no desfallecer a la vista de todos. Conseguí salir por mi pie del estanque. Dumas yacía boca abajo y vomitaba. Nuestros camaradas nos despojaron al instante de nuestros trajes de goma. Yo me calenté junto a un llameante caldero de gasolina, mientras Fargues y el médico se ocupaban de Dumas. A los cinco minutos éste se hallaba de pie calentándose al fuego. Le tendí una botella de coñac. Después de tomar un trago, dijo;

-Voy a bajar de nuevo Pregunté dónde estaba Simone. El alcalde me respondió: -Cuando sus burbujas dejaron de aparecer en la superficie, su esposa echó a correr

montaña abajo. Dijo que no podía resistirlo. La pobre Simone no se detuvo hasta llegar a un café de Vaucluse, donde encargó el

vino más fuerte que tenían en la casa. Por el pueblo se esparció el rumor de que uno de los buzos se había ahogado. Simone gritó:

-¿Cuál de ellos? ¿De qué color eran sus lentes? -Rojos- Contestó su agorero informante. Simone lanzó un suspiro de alivio..., mis lentes eran azules. Pero entonces pensó en

Didi, que era quien Ilevaba los lentes rojos, y su alegria desapareció. Muy abatida, regresó a la fuente, para encontrar a Didi vivito y coleando, Io cual le pareció un verdadero milagro.

E] color volvió al rostro de Didi al mismo tiempo que su mente se aclaraba, y quiso saber a qué se debía la extraña borrachera que se apoderó de nosotros en la caverna. Por la tarde otra cordada formada por Tatlliez y Guy Morandiere se prepararon a sumergirse, sin todo el fárrago que habíamos transportado nosotros. Llevaban únicamente un traje interior de lana y un lastre ligero, que los hacía ligeramente flotantes. Se proponían alcanzar la caverna y reconocer el pasaje que conducía al secreto de la Vaucluse. Una vez lo hubiesen descubierto, regresarían inmediatamente y dibujarían un esquema para la tercera cordada, que es la que haría el asalto final.

Gracias a los relatos que figuran en los cuadernos de inmersión del capitán Tailliez y de Morandiere puedo contar ahora su experiencia, que fue casi tan terrible como la nuestra. Ciertamente, requirió de su parte un valor mucho más grande que el nuestro entrar en la fuente, de la que habíamos sido afortunadamente salvados. Mientras se estaban familiarizando con ella, casi a flor de agua, Morandiere sintió intenso frio. Penetraron en el túnel uno al lado del otro, unidos por la cuerda. La táctica de esta segunda cordada consistía en descender en pareja siguiendo el contorno del techo.

Cuando encontraban salientes de roca que les impedían el paso tenían que deslizarse bajo ello y volver a elevarse para seguir estrechamente el contorno del techo. Cada una de estas jorobas que surgían a su paso parecía prometerles la esperada sallida al otro lado, pero nunca era así, sino que cada vez se iban hundiendo más. El único profundímctro de que disponíamos se habia echado a perder, pero el veterano Tailliez poseía un sentido de la profundidad propio de un tiburón. Cuando calculó que se hallaban a unos treinta y cinco metros, dió la señal de alto con el fin de estudiar las sensaciones subjetivas de ambos.

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Tailliez notó los primeros síntomas de embriaguez de las grandes profundidades. Sabía que ello era imposible a veinte brazas. No obstante, los síntomas eran muy marcados.

Gritó a Morandiere que debian volverse. Morandière maiobró para facilitar a Tailliez la vuelta. Al hacerlo, llegó a sus oidos el desordenado ritmo respiratorio de Tailliez, y se puso frente a él para dar seis tirones de la cuerda guía.

Incapaces de cambiar palabras en el agua, los dos buceadores tenían que confiar en los errantes rayos de luz de sus lámparas y en un entendimiento mudo para dar vuelta. Morandière se situó debajo de Talliez para conducir al capitán a la superficie. Tailliez se imaginó que los movimientos que estaba haciendo Morandière significaban que éste no se encontraba bien. Ambos hombres empezaban a hallarse dominados por la embringuez que casi había i liquidado a la primera cordada.

Tailliez ascendía cuidadosamente por la cuerda guía. La que quedeba tras él se perdía flojamente en el agua y parte de ella se enredó en sus hombros. Tailliez comprendió que tenía que cortar la cuerda antes de hallarse completamente enredado en ella. Sacó su cuchillo y la cortó. Morandière, nadando en libertad bajo él, temió verse abandonado por su compañero. La segunda cordada, Ilena de la mayor confusión mental, ascendió hasta el verde y luminoso vestíbuIo de la fuente. Morandière se acercó a Taillez, tomó sus pies y le dió un fuerte empujón, haciéndolo pasar por la estrecha puerta. Este esfuerzo desorganizó el ciclo respiratorio de Morandiere.

Vimos emerger a Tailliez con su traje interior blanco, mlentras Morandière lo seguía a través de la abertura submarina. Tailliez consiguió hacer pie y salir del agua erguido y con una expresión trastornada en sus ojos. En la mano derecha empuñaba su cuchillo, con la punta hacia abajo. La hoja de acero se había hundido en sus dedos hasta el hueso y la sangre corría por su empapado pelele. El, sin embargo. no se había dado cuenta de nada.

Resolvimos volver otro dia para efectuar una inmersión poco profunda, con objeto de levantar el plano de la entrada de la fuente. Nos aseguramos de que Didi, llevado de su ira, no descendiese hasta la caverna inundada que estuvo a punto de ser nuestra tumba. Fargues ató a la cintura de Dumas una cuerda de treinta y cinco metros, y se apoderó del cuchillo de Didi, para que éste no cortase la cuerda y siguiera descendiendo. El reconocimiento final del túnel de la entrada transcurrió sin incidentes.

Fué un dia lleno de emociones. Aquella noche, en Vaucluse, la primera y la segunda cordada hicieron una comparación subjetiva entre la narcosis de coñac y la borrachera de la fuente. Ninguno de nosotros podia dar una explicación satisfactoria al enigmático estupor que nos había dominado. Conocíamos ya la intoxicación exultante de l'ivresse des grandes profondeurs que se apodera del buzo a los setenta metros de profundidad en el mar; pero ¿por qué esta agua clara y sin vida, rodeada de rocas calizas, producía aquellos efectos tan singulares sobre la mente humana?

Aquella noche. Simone, Didi y yo regresamos en automovil a Tolon, cavilando profundamente a pesar de la fatiga y el dolor de cabeza. Nuestros largos silencios se veian cortados por sugerencias ocasionales. Didi dijo:

-Los efectos narcóticos no son la única causa de los accidentes de inmersión. Hay que tener en cuenta también 1os temores sociales y subjetivos, el aire que se respira...

Dí un salto al oir estas palabras. -¡EI aire que se respira! –dije-. Hay que analizar en el laboratorio el aire que queda

en las botellas. A la mañana siguiente teníamos el resultado del análists, que mostraba la existenila de

1/2000 de óxido de carbono. A una profundidad de cincuenta metros el efecto del óxido de carbono es seis veces mayor. La cantidad de él que habíamos respirado podía matar a un hombre en veinte minutos. Pusimos en funcionamiento nuestro potente compresor Diesel a pistón libre, y vimos que el compresor absorbía sus propios gases de escape. Habíamos estado respirando dosis letales de óxido de carbono.

Efectuemos lugeo otras expediciones a las cuevas de Chartreux y Estramar, que nos enseñaron mucho acerca de los problemas que ofrece la espelealogia submarina. Pero aún no habíamos conseguido remontar un sifón o el mecanismo que provocaba las crecidas. En 1948, mientras la mayor parte de nosotros se hallaba formando parte de una expedición del Batiscafo, tres miembros del grupo consiguieron finalmente el objetivo propuesto. Estos eran el teniente Jean Alinat, el doctor F. Devilla y el suboficial de marina Jean Pinard, esta vez ayudados por el Cuerpo de Ingenieros del Ejército. El objetivo de su expedición era la fuente de Vitarelles, cerca de Gramat.

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Vitarelles es una fuente subterránea. La superficie del agua se encuentra a ciento veinte metros de profundidad. Los ingenieros organizaron una completa operación de espeleología antes de que los buzos penetrasen en el agua. Para ello los soldados tuvieron que descender por un túnel de ochenta metros, por el que bajaron pontones, pasarelas, escafandras autónomas, trajes de volumen constante, cuerdas, equipo de iluminación eléctrica y comida. Desde este punto transportaron el equipo a través de otro pozo muy estrecho y casi vertical hasta treinta y seis metros más abaio, donde se hallaba una cámara subterránea. Aquí tuvieron que empler botes neumáticos y transportar la impedimenta a quinientos metros de distancia, atravesando galerias parcialmente inundadas, entre las que se incluía un paso muy peligroso de nueve metros de largo. Sólo entonces alcanzaron la fuente propiamente dicha, en la cual se sumergirían los buzos para proseguir aún durante cientos de metros. Los ingenieros construyeron un atracadero en el estanque con ayuda de los pontones, en el que fijaron escaIeras, y los buzos se dispusteron a sumerjirse.

El plan de Alinat consistía en enviar a los buzos de uno en uno, unidos por cuerdas de seguridad cada vez más largas. Empleando cintas métricas, lámparas eléctricas, brúiulas. indicadores de prolundidad y pizarras especiales, los buzos trazaron el mapa del túnel sumerjido, cada uno de ellos avanzando más que el que le había precedido. El plan se desarrolló fácilmente, y el diseño iba avanzando palmo a palmo hacia lo desconocido. La décima inmersón, la culminante, fué efectuada por el propio Alinat el 29 de octubre de 1948.

El buzo que le había precedido había alcanzado la entrada de un sifón. Alinat se sumergió, sujeto a una cuerda de seguridad de ciento veinte metros de longitud, y nadó rápidamente hasta el Iímite de la zona señalada en el plano. La galería se levantaba en una inclinación de veinte grados. Alinat se introdujo nadando en el estrecho túnel. Ascendió a través de doce metros de aguas bastante turbias, en medio de una oscuridad sólo rasgada por el delgado hilillo de luz de su lámpara eléctrica. Notó que su cabeza partía un suave tejido, y la resistencia del agua cesó. A través de sus lentes, ahora empañados como un parabrisa bajo la lluvia, vió que había asomado la cabeza fuera del agua. Se hallaba en una bóveda arcillosa completamente cerrada, de cuarenta y cinco metros de longitud. Se sacó la boquilla y los lentes y respiró aire natural. Allí donde fluye el agua, aunque sea en una bolsa cerrada bajo la superficie de Ia tierra, hay siempre aire.

Se encaramó en un restaladizo saliente que recorría uno de 1os lados del largo salón subterráneo. Era el primer ser viviente que penetraba en la bóveda de agua, tierra y aire, donde jamás había brillado el sol creador de vida. Caminó por la orilla del estanque subterráneo, midiéndolo y trazando el plano del lugar, lleno de júbilo por la victoria final que habíamos obtenldo al arrancar su secreto a la fuente.

En el extremo más alejado, sin embargo, una amarga sorpresa aguardaba a Alinat. Bajo las límpidas aguas se divisaba la abertura de un segundo sifón. El mecanismo de Vitarelles guardaba aún más secretos. Alinat se sentó en tierra y pensó en lo que costaría penetrar en el nuevo laberinto. Los buzos tendrían que transportar el equipo casi por más de ciento veinticinco metros de galerías sumergidas, para establecer una base avanzada de operaciones en la cueva arcillosa, antes de sumergirse en el segundo sifón.

Alinat terminó su esquema y regresó a la entrada, marcando Ias pisadas de rana de sus aletas sobre aquella recóndita playa subterránea. Escupió en los lentes y los enjuagó en el agua. Se los ajustó sobre el rostro y tomó la boquilla entre sus dientes. Deslizándose al agua, levantó sus pies y se introdujo cabeza abajo por la corriente del primer sifón. A los pocos minutos, sus exhalaciones borboteaban en la superficie. En la caverna interior volvía a reinar el vacio, la nada. Las huellas del hombre se perdían en la oscuridad...

CAPITULO Vl

Tesoros Ocultos

En una tabema del puerto de las Hyeres, la historia que un pescador nos contó acerca de un barco naufragado nos hizo inclinar ávidamente sobre la mesa, para escucharla mejor:

-Hace mucho, mucho tiempo -empezó -, dos buques de ruedas se abordaron entre Ribaud y las islas de Porquerolles, y ambos se fueron a pique, hundiéndose a gran profundidad. Uno de los dos navíos transportaba oro. Pregunten ustedes a Michel Mavropointis, el viejo buzo griego. El efectuó trabajos en ambos buques. Un contratista de

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desguace trató de extraer el fango con una bomba para descubrir el casco del buque. El gobierno le prestó dos buques de guerra para que tratasen de darle la vuelta, pero el pecio resistió. Yace en el fondo con la quilla hacia arriba. Es imposibe penetrar en él. No hay buzo que quiera aproximársele. desde que uno de ellos se encontró con un congrio monstruoso en la chimenea.

Era la acostumbrada hisioria de naufragio: un barco boca arriba con una chimenea de fácil acceso y el clásico monstruo marino constituído en guardián del oro. Pero Michel Mavropointis era amigo nuestro, y el caso parecía merecer una investigación algo más detallada. Dumas y yo nos dirigimos al bar favorito de Michel. E1 buzo retirado dió grandes muestras de contento al vernos, pues sabía que nos gustaba enormemente oir sus historias. Para nosotros, en realidad, el viejo Michel representaba la honorable profesión de buzo.

Aceptó sin hacerse rogar un pastis que le ofrecimos, lo vertió en un vaso de agua y aparó a grandes tragos la lechosa hebida

-Los dos barcos a que ustedes se refieren no tienen nada en común –afirmó-. Uno de ellos es el Michel Say, una enorme embarcación de cien metros de eslora, que se hundió hace cincuenta años. El otro es el Ville de Grasse, un barco de ruedas de paletas, que fué partido en dos por el Ville de Marseilles. alrededor de 1880. El De Grasse transportaba emigrantes italianos. Hubo cincuenta y tres víctimas. Los emigrantes se hundieron con mil setecientas cincuenta piezas de oro que se llevaban a América. La proa está sumergida a cuarenta y cinco metros de profundidad. La popa, a diez metros más.

El relato de Michel era como todos los relatos clásicos de tesoros sumergidos. Ofrécía una lista exacta de las víctimas, un inventario preciso del oro, el nombre del barco, el año del naufragio y la profundidad en que se hallaba, Si estos extremos se mencionasen de un modo vago, nadie querría creer una historia acerca de un tesoro hundido, ni financiar una expedición para recuperarlo.

Nuestro amigo se echó otro trago al coleto y prosiguió -Obtuve una concesión del gobierno para efectuar trabajos de desguace en el Michel

Say. Esta concesión me daba derecho a quedarme con todo lo que se hallase en torno al barco, en un radio de doscientos cincuenta metros. Tan pronto como empecé los trabajos me pasé a buscar el Ville de Grasse.

Comprendimos la treta de Michel: se dedicó a buscar secretamente el oro, mientras se dedicaba ostensiblemente a zambullirse sobre un pecio sin ningún valor. El viejo buzo prosiguió:

-Trabajé todo un verano sin encontrar ni rastro del barco de ruedas. Del Michel Say extraje porcelana finísima, cristalería, caja tras caja de excelente cerveza y sacos de harina...

-¿Harina?-preguntó incrédulo Didi. -Exactamente- afirmó Mavropointis. El mar formó una corteza de harina y tela de

saco, dejando intacto el contenido interior. -El buzo paladeaba el triunfo que acababa de obtener sobre aquellos muchachos inexpertos y aparú de un trago los restosde su pastis-. Al final de la temporada repartí proporcionalmente nuestras ganancias con los hombres de la tripulación. Sin darnos cuenta, nuestra embarcación derivaba. De pronto, nuestra ancla se enganchó en algo. Era el Vi1le de Grasse. el barco del tesoro, mes enfants! Me sumergí en menos tiempo del que se tarda en contarlo, y a los pocos minutos me hallaba de rodillas en el fango escarbando con mis manos. Mis buzos sacaron toneladas de fango durante una serie de días. Por último, descabrí el cofre.

Michel bebió lentamente para prestar mayor empaque a su sensacional revelación. -En nuestra falúa reinaba una emoción enorme –continuó-. Admito que incluso

salieron a relucir algunos cuchillos cuando la tripulación se reunió en torno al cofre. Finalmente, la tapa cedió. El cofre estaba repleto de adornos de guardarropía teatral, brillantes baratijas, peines, pulseras de latón. Cuando tocamos aquel tesoro de mentirilillas se convirtió en fango entre nuestras manos. El oro que transportaba el Ville de Grasse sigue aún allí.

Michel no nos mencionó la situ:ación exacta del barco, y dejó sin respuesta todas nuestras insidiosas preguntas acerca de este importante punto. Interpretamos esta actitud como una señal inequívoca de que efectivamente existía oro en el pecio. Resolvimos encontrar por nosotros mismos el tesoro de los emigrantes, buceando en el lugar conocido donde yacía el Michel Say.

Didi encontro el pecio en su segunda inmersión. Distinguió una masa sombría que se convirtió en el dentado perfil de un viejo buque de hierro. El Michel Say tenía mayores proporciones en la imaginación de Mavropointis que en la realidad. Se trataba del esqueleto

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de un barco de cincuenta metros de eslora, en lugar de los cientos mencionados por el viejo buzo. Las líneas borrosas de un puente se perdían sobre la masa de la caldera mayor, y las palas rotas de una pequeña hélice se mostraban al extremo del árbol desnudo, como un moco de pavo. Dumas entró en el pecio y rebuscó por la arena. Lo primero que encontró fue uno de los sacos de harina que Michel había dejado allí muchos años antes.

La zona de los raseles de proa del Michel Say Be hallaba abarrotada de la cantidad mayor de peces que jamás habíamos visto. Los sedentarios se hallaban ordenados por especies, como si posasen para un ictiólogo, y entre ellos se desencadenó un ciclón de peces pelágicos. Didí tomó la linterna de latón del pecio y un par de gemelos unidos a un montón de piedras. Pero los reconocimientos emprendidos desde el Michael Say no aportaron la menor luz para esclarecer el paradero del Ville de Grasse. Volvimos una y otra vez allí, tratando de localizarlo. El Michael Say se fue desvaneciendo de nuestra memoria a medida que pasaron los años y nos fuimos convenciendo de que el Ville de Grasse era una de las patrañas mayores que había forjado la imaginación de Mavropointis.Por último, el viejo buzo murió, llevándose a la tumba el secreto de la situación del buque de ruedas.

Un día de 1949, sin embargo, cruzábamos por aquella misma zona en el aviso Elie Monier cuando la sonda sónica señaló otro objeto macizo en el fondo, no lejos del Michel Say. Didi se colocó a toda prisa la escafandra autónoma y se zambulló como una marsopa hambrienta.

Descendiendo a gran profundidad, llegó por último a una suave llanura arenosa, donde vió una vaga forma. Al nadar hacia ella, un extraordinario espectáculo se materializó: dos enormes ruedas de paleta, cubiertas de una verdosa pátina, se elevaban sobre el fondo. Entre ellas yacía una enorme caldera de vapor. De un costado del Ville de Grasse sólo restaban las costillas desnudas, que surgían de la arena. No había el menor vestigio de otro costado.En el lugar donde debió de hallarse, cientos de potes de cosméticos vacíos yacían por el suelo. Entre ellos, Didi encontró una pequeña cacerola de cobre y algunos frascos de vidrio. El indicador de profundidad que llevaba en la muñeca marcaba cincuenta y cinco metros. El viejo Mavropointis había dicho la verdad; la profundidad era exactamente la misma que él había señalado:Didi vio que sería inútil tratar de excavar en el pecio. Su tubo de respiración tenía una pequeña grieta, y a su boca llegaban una mezcla de agua salada y aire comprimido. Recogió un pote y un frasco y emprendió la subida. Durante el ascenso, el aire comprimidoque llenaba su estómago se distendió. Volvió de los áureos dominios con un estómago muy dilatado, y se pasó tres horas eructando, como después de un copioso banquete chino. Dumas recibió un encargo urgente, respecto a la localización de un tesoro sumergido, por parte de Auguste Marcellin, quien había actuado tan generosamente de guía para conducirnos junto a nuestros primeros barcos hundidos. Un buen día nos dijo: -El Gobierno va a proceder a la adjudicación de cuatro mercantes hundidos frente a Port Vendres, junto a la frontera española. Se trata del Saumur, el St. Lucien, L'Alice Robert y L'Astrée. Los cuatro fueron torpedeados por un submarino de la Francia Libre en 1944, a su regreso de España.Según las informaciones que poseo, transportaban un millón de dólares de wolframio para los alemanes. Quiero hacer una oferta en la subasta de los barcos, pero antes quiero también estar seguro de lo que contienen. ¿Qué tal, Didi, si fueses a echarles un vistazo?

Dumas se sintió muy halagado al ver que Marcellin prefería utilizar sus servicios en lugar de los de sus expertos buzos, Salió inmediatamente con las cajas de madera gris que contenían sus escafandras autónomas. Una vez en Port Vendres, se dió una vuelta por los cafés y tabernas, hablando con marineros, pescadores, funcionarios y patronos de barcas de pesca. Por una vez, todo el mundo ofrecía unánimemente la misma versión de los hechos. El submarino, que mantenía contacto con una red aliada de espionaje en España, se había deslizado bajo los acantiladosdel Cabo Bear, casi frente al puerto. Sobre el farallón había instalados cañones costeros de los alemanes, pero el sumergible estaba tan próximo a la costa, que los cañones no podían bajar el tiro hasta el lugar donde se hallaba. El comandante del submarino sabía muy bien lo que se traía entre manos. Permaneció al acecho en el lugar y hundió los barcos cargados de wolframio, uno tras otro, a medida que iban penetrando en Port Vendres. Varios buzos de la localidad habían visitado el casco del L'Alice Robert para encontrarlo vacío. LÁstrée fue torpedeado

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de noche y nadie sabía dónde.pero todos los habitantes de Port Vendres, según parecía, habían visto hundirse el Saumur en la bocana del puerto, después de recibir dos torpedos. Dumas pidió a un viejo pescador, le Pére Henri, que le acompañase en su bote hasta el lugar donde yacía el Saumur. Papá Henri echó el ancla y Didi bajó por la cadena de la misma, a través de unas turbias aguas. El informe de Didi fue como sigue: "Descubro la silueta de un mástil. Está cubierto de miles de mejillones. Dos hermosas langostas se balancean en los obenques. Es la primera vez que veo langostas en un mástil. Mucho más abajo encuentro un cabrestante erizado de antenas de langosta. Penetro en el interior del casco por una escotilla abierta, y aterrizó sobre la primera cubierta de carga, sobre un montón de conchas vacías de mejillones. Esto no parece que sea wolframio. Sigo penetrando en la cala y dejo de encontrar conchas de mejillón. Se me ocurre que los peces pueden haberse comido los mejillones del mástil, haciendo caer las conchas vacías en la bodega. Esta muestra montones de piedrecitas mezcladas con tierra. Jamás he visto wolframio, pero si es esto, la verdad, no es muy hermoso. Pongo algunas de las piedras en mi bolsa y vuelvo a subir a cubierta. Estoy materialmente rodeado de langostas. Toco la cadenadel ancla y caen langostas de las bocinas de escobén. Como empiezo a sentir frío, me decido a regresar a la superficie". Didi sometió sus muestras de mineral a un químico de la localidad, quien dijo:

-¿Dice usted que esto es wolframio? En modo alguno. Tiene todo el aspecto de mineral de hierro de muy mala calidad. Al día siguiente Didi volvió al Saumur, sumergiéndose a una profundidad de casi cincuenta metros, y visitó las restantes bodegas de carga. Todas ellas estaban llenas del mismo mineral que el químico había encontrado tan poco interesante. Recorrió durante algunos momentos la cubierta principal. Entrando por el enorme boquete que el torpedo había abierto en las planchas del costado del buque, Didi visitó algunos camarotes y vio como las langostas trepaban por los lavabos y bañeras. No pudo resistir a la tentación de coger tres langostas para Papá Henri.

El Saumur resultó estéril. ¿Y el St.Lucien? Según los historiadores locales, recibió un torpedo en la proa y las áncoras cayeron con gran estrépito de sus cadenas. Luego el buque escoró a proa, y permaneció por mucho tiempo con las hélices girando locamente en el aire. El segundo torpedo no hizo blanco y fué a explotar en las rocas. Por último, el St.Lucien se fué hundiendo muy lentamente. Dumas salió otra vez en compañía de le Pére Henri, quien arrastró un anclote arriba y abajo durante horas, incapaz de dar con el barco, mientras Didi estaba tumbado al sol meditando acerca de esta verdad evidente:"El barco soltó sus anclas a consecuencia de la explosión del primer torpedo. Por lo tanto, el navío estaba amclado contra su voluntad cuando se fué a pique. se hundió de proa". Didi sugirió a Papá Henri que acaso el St.Lucien se había hundido describiendo espirales, ya que se hallaba sujeto por sus anclas.

-Vamos a ver más cerca de la costa- dijo Didi. El viejo se aproximó a la orilla y finalmente dió con el St.Lucien, a la misma

profundidad que el Saumur.Didi descendió por el cable del anclote hasta llegar a éste, que estaba hincado en un fondo desnudo, sin la menor traza de barco. Al parecer, el anclote había saltado por encima del pecio. Sin embargo, había dejado un surco en el fondo, y Didi no tuvo más que seguirlo para llegar al buque náufrago.

Entró planeando en la bodega principal de carga, la cual se hallaba vacía, a excepción de miles de tablillas de madera esparcidas velis nolis por toda la cubierta. Dumas emergió muy divertido por el tesoro que había hallado en las profundidades. A la mañana siguiente, lo despertó un clamor de voces femeninas en el patio del hotel donde se hospedaba. Se asomó a la ventana y vió el mercado local de naranjas españolas. Las mujeres se hallaban sacando naranjas de cajas formadas por tablillas de madera..., las mismas tablillas que había hallado en las bodegas del St.Lucien. El barco se había hundido con tanta lentitud debido a hallarse cargado de flotantes naranjas. Auguste Marcellin no hizo oferta alguna en la subasta de los barcos de "wolframio".

Las personas enteradas de nuestras actividades suelen hacernos siempre las tres preguntas de rigor que expongo a continuación: Primera: "En todos los pecios que ustedes han visitado. ¿Qué tesoros han encontrado?" El presente capítulo trata de responder a esta primera pregunta. La segunda es: "¿Que hay acerca de esos monstruos marinos

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que se dice que guardan los barcos hundidos?" A esta pregunta se contestará más adelante. La tercera, poco más o menos, es como sigue: "¿Cuál fué su reacción al encontrar los primeros restos humanos?" Hemos aprendido a escuchar con calma esta pregunta, completamente mítica, porque deseamos decir la verdad y nada más que la verdad en lo que se refiere al mar y a los barcos hundidos. Hemos efectuado más de quinientas inmersiones en unos veinticinco pecios, y hemos penetrado hasta el último agujero accesible a un hombre cargado con tres botellas de metal, sin encontrar jamás ni el menor rastro de restos humanos. se ahogan siempre muy pocas personas en el interior de los barcos que se hunden. La mayoría consiguen salir a tiempo del barco y se ahogan en el mar. Supongamos, sin embargo, que haya habido alguien tan desdichado como para no poder huir a tiempo y se haya hundido con el barco. Habría que penetrar en el navío dentro de las primeras semanas para encontrar alguna traza del cuerpo. La carne desaparece en pocos días, no sólo comida por diversos peces y crustáceos, sino por un ser aparente tan ofensivo como la estrella de mar, que es en realidad una criatura muy voraz. Los huesos no tardarían en desaparecer, consumidos principalmente por los gusanos y bacterias. Las leyendas que hablan de tesoros hundidos son en un noventa y nueve por ciento patrañas o engaños, en los cuales la única riqueza por descubrir es la que pasa de manos del financiador a las del promotor de la empresa. El deseo de enriquecernos rápidamente y sin esfuerzo que casi todos sentimos nunca ha sido explotado de un modo más feliz que por parte de esos individuos que hablan de tesoros hundidos mostrando amarillentos mapas de galeones naufragados. Por lo general, encuentran siempre un auditorio crédulo y ambicioso, ya que quienes les prestan oídos aún conocen menos el fondo del mar que ellos. Una persona que se dedique seriamente al salvamento de barcos hundidos mantendrá sus actividades lo más secretas posible. El mismo hecho de que se abran subscripciones públicas para financiar la recuperación de un tesoro ya demuestra de modo evidente que lo que se proponen los promotores, más que apoderarse del oro hundido, es hacer pasar a sus bolsillos el dinero que hay en la superficie.

No puedo imaginar que le pueda ocurrir nada peor al patrón de un buque que descubrir realmente un tesoro. En primer lugar, se vería obligado a informar a su tripulación y firmar con ellos los acostumbrados contratos de salvamento, mediante los cuales cada uno de los tripulantes recibirá su parte. Luego, naturalmente, tendría que hacerles jurar que guardarían el mayor secreto. A la segunda copa que tomase el contramaestre en una taberna del puerto, ese secreto ya se desvanecería. Suponiendo ahora que lo que hubiese exhumado el patrón fuese oro español, inmediatamente aparecerían como por ensalmo docenas de herederos y mandatarios de los conquistadores* y reyes, mostrando toda clase de árboles genealógicos y tratando de hacer valer sus derechos. El gobierno del país en cuyas aguas territoriales se hubiese hallado el tesoro impondría un oneroso gravamen sobre el mismo. Si el pobre hombre conseguía quedarse con algunas piezas de a ocho, su propio gobierno lo abrumaría con impuestos, dejándole sólo una cantidad irrisoria. Me lo imagino perdiendo amigos, reputación e incluso el barco, y deseando no haber puesto jamás las manos sobre el maldito tesoro. *En español en el original.

No tardamos en curarnos de la fiebre del oro, aunque Dumas tenía de vez en cuando recaídas, como si se tratase de la malaria. Hay otra clase de tesoros en los barcos modernos hundidos: toneladas de estaño, cobre y wolframio que esperan ser recuperadas. No son del volumen conveniente de los moidores portugueses de los promotores de expediciones para recuperar tesoros. Requieren serias operaciones de desguace, fizcalizadas por los propietarios, los gobiernos o las compañías de seguro; llevadas a cabo tras largos y duros esfuerzos, dejan sólo un margen de beneficios muy escaso. La única operación de salvamento que dejó un saneado e inmediato margen de beneficios al promotor, y de que nosotros tengamos noticias, fué una llevada a efecto en la isla Do Sal, en Cabo Verde.Un hombre subió a bordo de nuestro barco en este inhóspito paraje y nos saludó familiarmente. Nos quedamos estupefactos al reconocer en él a un buceador aficionado de la Riviera, al que habíamos visto zambullirse muchas veces sin otro aparato que sus lentes. -¿Qué hace usted por aquí?- le preguntamos. - Me dedico a labores de salvamento en un barco hundido- nos respondió. -¿Para qué contratista trabaja?- le dijimos entonces. - Para ninguno- nos replicó-. Trabajo por mi cuenta.

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Sospeche que nos encontrábamos ante un chiflado. Nuestro hombre nos dijo entonces que, efectivamente, tenía un contrato de salvamento para un barco hundido a siete metros y medio de agua. Trabajaba sin ayuda de nadie, usando solamente lentes y aletas. - Traje conmigo una de sus escafandras ligeras tipo "Narguile", pero aquí no he podido

procurarme un compresor de aire- nos dijo. El "Narguile", o pipa turca acuática, es una adaptación de la escafandra autónoma o "aqualung", en la que, en lugar de emplear un bloque de botellas de aire comprimido sujetas a la espalda del buzo, éste está unido a la superficie por un tubo de goma que le lleva el aire proveniente de un compresor. Pregunté a nuestro amigo de qué clase de tesoro se trataba, dispuesto a escuchar el acostumbrado cuento de oro y lingotes de plata. - Se trata únicamente de cocos- dijo el aficionado-. Cuatro mil toneladas de nueces de

coco. He conseguido abrir la escotilla. Estoy en pleno trabajo. Nos tuvimos que marchar muy pronto y nos pudimos ocuparnos más de nuestro amigo; pero en Dakar el representante de una compañía de seguros marítimos volvió a sacar a colación a nuestro tipo: - Ha firmado un contrato con nosotros. No posee el menor equipo de salvamento. Es decir,

sí: redes de cazar mariposas. -¡Redes de cazar mariposas! - exclamó Didi. - Exactamente- dijo nuestro amigo de la compañía de seguros-. Los sacos de yute que

contienen las nueces de coco flotan contra el techo. Tienen a un indígena en un botecito anclado sobre el pecio. El se sumerge reteniendo la respiración, penetra nadando

por la escotilla y abre de un tajo los sacos. Luego empuja los cocos hacia la escotilla y éstos suben flotando a la superficie. Entonces el indígena los recoge con la susodicha red de cazar mariposas. En la playa ya hay un montón muy considerable de nueces de coco. Un año después de estos hechos, Didi y yo nos encontramos un día con el aficionado de marras paseándose por la Costa Azul. A la legua se notaba su actual prosperidad y aparecía rebosando salud y contento. - Amigos míos- nos dijo- fué el mejor año de mi vida. Mis beneficios ascendieron a ocho

millones setecientos cincuenta mil francos. Esto prueba de manera concluyente que aún existen tesoros en el fondo del mar.

CAPITULO VII

El Museo Sumergido

En el Mediterráneo esperando dentro del radio de acción de la escafandra autónoma, hay tesoros aún más hermosos. Este mar es la cuna de la civilización, y en sus orillas florecieron las más antiguas culturas de la humanidad, formando un verdadero museo bañado por el sol y rociado por la espuma marina. Los más grandes descubrimientos submarinos que se pueden efectuar, en nuestra opinión, son los de navíos precristianos hundidos en el fondo de este mar. En dos ocasiones hemos visitado pecios clásicos. recuperando riquezas de un valor Incomparablemente mayor que el oro: las obras de arte y otros objetos de la Antigüedad. Hemos conseguido localizar a tres navíos más de este género, que aguardan que se emprendan en ellos I as labores de salvamento.

No se conserva en tierra firme ningún barco mercante de la Antigüedad. Las naves de los vikingos que fueron encontradas enterradas y 1os navíos de placer del emperador Tiberio, que fueron recuperados al desecar el lago Nemi en Italia, son espléndidos ejemplos de naves no comerciales de épocas antiguas, pero muy poco es lo que se sabe acerca de las naves mercantes que unían a las naciones.

Mi primer contacto con objetos procedentes de navíos clásicos hundidos tuvo lugar en la bahía de Sanary, donde hace cuarenta años un pescador sacó del mar la cabeza de una figura de bronce. Este hombre murió antes de que yo visitase esta localidad, y jamás he podido saber el lugar donde encontró la pieza. Hace algunos años Henrí Broussard, presidente del Club Alpino-Submarino de Cannes. regresó de una Inmersión con escafandra autónoma trayendo en sus manos un ánfora griega. Esta graciosa vasija de barro cocido, provista de dos elegantes asas, era el recipiente de transporte de la Antigüedad, y se usaba indistintamente para vino, aceite, agua o trigo. Los

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barcos mercantes de los fenicios. griegos, cartagineses y romanos transportaban miles de ánforas colocadas en bastidores en el interior de la bodega. El extremo inferior de las ánforas tiene forma cónica, y fuera del barco se plantaba en tierra o se introducía en un trípode preparado al efecto. A bordo. se introducían probablemente en agujeros especiales practicados en los bastidores que a ese fin transportaba el barco. Broussard comunicó haber visto un montón de ánforas a una profundidad de dieciocho metros. No adivinó que eso indi-caba la existencia de un pecio, porque éste se hallaba completamente enterrado en el fondo.

Nos sumergimos desde el Elie Monnier y encontramos las ánforas amontonadas y esparcidas sobre un lecho de materia orgánica compacta, en unas aguas turbias y grises pobladas de hierbas marinas. Con una poderosa manga de succión hicimos un túnel para llegar al barco. Por el túnel salieron un centenar de ánforas. la mayoría de ellas aún con los tapones de corcho. Unas cuantas conservaban en perfecto estado los sellos de cera con las iniciales de antiguos mercaderes de vinos griegos.

Durante varios días extrajimos ánforas mezcladas con fango. A cuatro metros y medio de profundidad tropezamos con madera, las planchas de cubierta de un barco mercante, uno de los dos navíos comerciales antiguos que han sido hallados hasta la fecha. No disponíamos del equipo necesario para llevar a cabo una labor completa de salvamento, y además teníamos poco tiempo. Nos llevamos ánforas, muestras de madera y la certidumbre de que este emplazamiento arqueológico submarino, verdaderamente único. sólo requiere unos trabajos de excavación relativamente sencillos. Creíamos que el casco se hallaba bien conservado y que podría ser izado entero. ¡Cuántas cosas nos podría decir este barco acerca de la construcción naval y el comercio de lejanas épocas!

Tenemos alguna idea de lo que debían de ser los barcos antiguos gracias a algunas pinturas murales y de vasos y podemos adivinar con bastante aproximación los conocimientos náuticos de los navegantes antiguos. Sus navíos mercantes eran cortos y anchos, y probablemente no podían avanzar contra e! viento. Los pocos faros existentes a la sazón se limitaban a hogueras encendidas en la costa. y no había balizas ni boyas que indicasen esco11os o bajíos. A 1os patrones no les debía de agradar perder la tierra de vista, y probablemente echaban el ancla a! llegar la noche. Los pilotos debían de transmitirse su saber de generación en generación. pues de lo contrario no se hubieran arriesgado a conducir un barco. Obligados a navegar costeando, 1os barcos estaban expuestos a las repentinas tormentas de! Mediterráneo y a tropezar con 1os traicioneros escollos. Por consiguiente. la mayor parte de 1os que naufragaron debieron de hacerlo en aguas litorales. relativamente poco profundas. y a! alcance de los buceadores. Las batallas navales y la piratería aumentaban el contingente de barcos hundidos en aguas poco profundas. Estoy convencido de que hay cientos de cascos de antiguos navíos conservados entre el fango a una profundidad accesible.

Si el barco se fue a pique a menos de dieciocho metros de profundidad. probablemente habrá visto sus restos esparcidos por la acción de! reflujo y de las corrientes; pero si se hundió a mayor profundidad, se conserva aun en el tranquilo museo del fondo. Si e! barco se hundió sobre un Iecho rocoso y no pudo hacerlo completamente en el fango, fue cubierto por la intensa vida submarina. Algas, esponjas. hidrozoarios y gorgonias lo envuelven como ea un manto protector. Hambrientos animales marinos buscaron alimento y refugio en el pecio. Generaciones de moluscos murieron y fueron desmenuzados por otros animales. los cuales dejaron caer sus excrementos mezclados con arenilla y fango, que fue formando una capa cada vez más gruesa, a medida que e! pecio se iba hundiendo en el fondo. E» el curso de los siglos la acción simultánea de recubrimiento y consunción se equilibró, y e! fondo volvió a estar liso y llano como antes. mostrando únicamente. en algunos casos. una ligera cicatriz. El buzo necesita tener unos ojos muy entrenados para descubrir las señales de uno de estos pecios: una ligera anomalía en el contorno del fondo, una roca de forma singu!ar o la graciosa curva de un ánfora recubierta de hierbas marinas. Las ánforas que encontró Broussard eran seguramente ánforas de cubierta. Las de la bodega debían de estar enterradas con el barco. Muchas naves antiguas se han perdido sin remedio debido a que 1os buzos recolectores de coral o de esponjas, ignorando que la presencia de ánforas puede indicar la existencia bajo ellas de un barco. las han quitado del lugar sin señalar su emplazamiento.

Las señales que indicaban la existencia del otro navío clásico descubierto hasta la fecha eran inconfundibles. Se trataba de la llamada galera de Mahdia. Al designarla por este nombre se Cometía un error; el barco no era de remos: se trataba de un barco únicamente de vela. construido especialmente para transportar una Carga verdaderamente increíble para aquel tiempo: unas cuatrocientas toneladas. El bajel de Mahdia fue construido por 1os ro-manos hace casi dos mil años, con e! expreso propósito de transportar los tesoros artísticos de Grecia. Nuestro hallazgo del barco hizo que alcanzase su punto culminante la historia de las pesquisas que se hicieron para encontrarlo.

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En el mes de junio de l907, uno de los buzos griegos semejantes a enanos que recorren el Mediterráneo en una considerable extensión y profundidad se hallaba buscando esponjas frente a Mahdia, en la costa oriental de Túnez, cuando, a unos treinta y nueve metros de profundidad. encontró hilera tras hilera de enormes objetos cilíndricos, medio enterrados en e! fango. Comunicó que el fondo se hallaba recubierto de cañones. El almirante Jean Baéhme, quien se hallaba al frente de la Comandancia de Marina del distrito naval de Túnez, envió a algunos buzos al lugar de autos para que investigasen. Los famosos objetos consistían en sesenta y tres cañones, que yacían en aparente orden. cubriendo todo un óvalo del fondo del mar, junto con otras grandes formas rectangulares. Todos estos objetos estaban recubiertos de una espesa capa de vida marina. Los buzos consiguieron sacar a la superficie uno de los cilindros. Cuando se le despojó de la capa de organismos que lo cubría aparecieron unas largas estrías. Los "cañones eran columnas griegas pertenecientes al orden jónico. Alfred Merlin, director por cuenta del gobierno de todos los trabajos arqueológicos que se verificaban en Túnez, comunicó el hallazgo al famoso arqueólogo e historiador de arte Salomón Reinach. Este recabó el concurso de varios mecenas y protectores de las artes para efectuar el salvamento de aquel tesoro artístico. Se consiguió la ayuda financiera de dos norteamericanos. de un desterrado que se presentó bajo el nombre del Duque de Loubat. amparándose en una patente papal. y de James Hazen Hyde. quien subscribió la suma de veinte mil dólares. Reinach no garantizaba los resultados. pero Hyde estaba dispuesto a respaldar económicamente 1os trabajos. Estaba a! mando de la expedición el teniente Tavera, quien contrató a expertos buzos civiles de Italia y Grecia. equipados con los últimos modelos de escafandra entonces conocidos.

La profundidad que había que alcanzar constituía un serio problema para la técnica de la inmersión de aquellos días. Aquel mismo año el Comité para la Inmersión Profunda de la Armada Británica estaba trabajando en las primeras tablas de descompresión para trabajos a cuarenta y cinco metros de profundidad, pero Tavera aún no tenía noticia de ellas. Varios buzos resultaron tan gravemente afectados por las bends, que quedaron completamente inutilizados para el trabajo. La difícil y peligrosa operación se fué prosiguiendo durante cinco años.

El pecio resultó ser un verdadero museo de escultura clásica. No sólo contenía capiteles. columnas, plintos y elementos horizontales del orden jónico, sino crateras labradas. o jarrones de jardín. tan altos como un hombre. Los buzos hallaron asimismo estatuaría de mármol y figuras de bronce esparcidas por el fondo, lo que hacía pensar que se bailarían en la cubierta del barco y cayeron de ésta cuando aquél se hundió balanceándose como una hoja muerta.

Merlin, Reinach y otros expertos atribuyeron las obras de arte a artistas atenienses del siglo primero a. de J.C. Creían que el navío debió de naufragar alrededor del año 80 a. de J. C., en uno de los viajes en que se dedicaba a transportar parte del producto de la rapíña sistemática del dictador romano Lucio Cornelio Sila, quien saqueó Atenas en el año 86 a. de J. C. Resultaba de toda evidencia que 1os elementos arquitectónicos descubiertos constituían un templo prefabricado completo, o una suntuosa villa, que 1os funcionarios de Sila encargados de las cuestiones artísticas habrían transportado a Atenas para ser embarcado allí con destino a Roma. El barco se hallaba muy alejado del rumbo que hubiera debido seguir para ir de Grecia a Roma, 1o cual no era raro que sucediese a 1os toscos barcos de veía de la época. Se sacaron obras el e arte suficientes para llenar cinco salas del Museo Alaoui de Túnez, donde aún pueden admirarse. Los trabajos de salvamento se interrumpieron en 1913, cuando cesó la ayuda financiera.

Oímos hablar por primera vez del navío en 1948, en el curso el e una investigación experimental submarina en eI supuesto emplazamiento del puerto comercial de la antigua Cartago. El verano anterior, CI general de Aviación Vernoux, que ejercía su mando ea Túnez, tomó personalmente algunas curiosas fotos aéreas de las aguas poco profundas que hay frente a Cartago. A través de la transparente superficie del mar se veían distintamente formas geométricas que recordaban de un modo sorprendente 1os muelles y dársenas de un puerto comercial. Las fotos fueron examinadas por el padre Poidebard, un docto jesuita. quien era asimismo capellán de las Fuerzas Aéreas. El padre Poidebard había hallado hacia 1920 algunos restos submarinos de 1os puertos de Tiro y Sidón, y sentía gran interés por efectuar una investigación en los supuestos restos del puerto de Cartago.

El padre Poidebard se embarcó con nosotros en el Elie Monnier, y formamos un equipo de diez buceadores para examinar el puerto. No encontramos el menor rastro de obras de albañileria o de cualquier otra clase de construcción. pero a fin de cerciorarnos efectuamos la excavación de profundas trincheras en 1o que nos parecían restos del "puerto". Después de este trabajo, realizado con ayuda de potentes dragas, examinamos las trincheras, pero no conseguimos descubrir el menor rastro de obra hecha por la mano del hombre.

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Luego nos encontramos, en 1os archivos tunecinos y en el Museo Alaoui, con la fascinante historia de la galera de Mahdia. Las monografías de Merlin y el informe del teniente Tavera no dejaban lugar a dudas acerca de la existencia en el barro de muchos tesoros de arte que aún no habían sid0 recuperados. Sentí gran emoción al leer el nombre del almirante Jean Baéhme. Era el abuelo de mi esposa. Cuando hallamos los claros y detallados diseños de Tavera. mostrando la situación del pecio, decidimos organizar una expedición.

Nos hicimos a la mar en una radiante mañana del domingo, estudiando 1os diseños con la mayor atención. En dichos diseños aparecían tres señales situadas en la costa que podían constituir excelentes puntos de referencia, para encontrar el navío. La primera consistía en un castillo, que se divisaba al doblar un espolón rocoso, junto al cual había un malecón en ruinas. Este malecón se tenía que ver en línea con el castillo. pero resultó que en lugar de un malecón encontramos cuatro, y no sabíamos cuál de ellos era el que había que escoger.

El segundo punto de referencia se hallaba alineando unos pequeños matorrales de las dunas con la cresta de una colina, En los treinta y cinco años transcurridos desde que Tavera había señalado el aislado grupo de matorrales una verdadera selva había brotado a su alrededor. La última indicación consistía en una variación en el color de un distante olivar, que había que alinear con un molino situado cerca de la costa. Casi nos quedamos bizcos de tanto mirar con 1os prismáticos, pero no distinguimos ningún molino. Hicimos unos comentarios muy poco halagüeños acerca de la impericia demostrada por el teniente Tavera, que murió siendo almirante, y deseamos que hubiese estudiado el modo de trazar el mapa de un tesoro en Robert Louis Stevenson *.

* Famoso escritor inglés (1850-1896), autor de la mundialmente conocida novela de

auenturas "La isla del Tesoro". (N. del T.) Desembarcamos para buscar las ruinas del molino. Cargamos un camión con tablones y

percal para erigir una torre de señales en el lugar. Seguimos la carretera arriba y abajo, preguntando a 1os indígenas. Ninguno de ellos recordaba el molino, pero alguien nos dijo que quizá 1o sabría el viejo eunuco. Lo encontramos renqueando por la carretera, un viejo octogenario y arrugado, calvo y con patillas blancas. Era difícil imaginárselo tal como debió de haber sido antaño, meloso y altivo guardián de un harén digno de las Mil y Una Noches.

Sus ojillos se animaron al oir la pregunta: -¿Un molino? ¿Un molino? -dijo con voz cascada-. Yo os llevaré basta él. Sin abandonar nuestra impedimenta, 1o seguimos durante varios kilómetros a campo

traviesa, hasta llegar junto a un montón de cascajo. Nos apresuramos entonces a erigir nuestra torre de señales. El anciano parecía preocupado. Dirigiéndose a mi. masculló:

-Recuerdo que hay otro molino un poco más adelante... Nos acompañó entonces frente a otra pila de piedras. Mientras la contemplábamos consternados, recordó de pronto la existencia de otro

molino en ruinas. La costa de Mahdia parecía ser un verdadero cementerio de molinos. Volvimos al Elie Monnier y celebramos consejo. El resultado de nuestras deliberaciones

fué que debíamos apurar las posíbilidades de hallar el pecio empleando únicamente la escafandra autónoma, ya que podíamos afirmar que su situación nos era completamente desconocida. Esto no era ninguna exageración. Teníamos que atenernos a dos hechos incontrovertibles: el pecio se hallaha en las proximidades del lugar donde nos encontrábamos ya una profundidad de treinta y nueve metros. Nuestra sonda sónica nos dijo que el fondo era casi llano, con muy ligeras variaciones en su nivel. Fuimos navegando hasta situarnos en una zona en que la profundidad era poco más o menos la indicada por los sondeos de Tavera.

Tendimos en el fondo del mar un enrejado de alambre de acero que cuhría treinta mil metros cuadrados. Recordaha el dibujo de un campo de rugby, aunque era dos veces mayor. y cada línea estaba separada de la inmediata por una distancia de quince metros. El objeto de esta especie de juego submarino era hacer que los buceadores nadasen siguiendo las líneas, en uno y otro sentido, observando el fondo a derecha e izquierda para descubrir cualquier posible traza que pudiese indicar el emplazamiento del pecio. Tardamos dos días en tender esta especie de red gigantesca. Después de ello, hubiéramos sido capaces de encontrar un reloj que hubiese caído dentro de aquel inmenso campo. Nuestra red no pescó en esta ocasión ningún barco romano.

El teniente Jean Alinat nos propuso que lo bajásemos en el trineo submarino. Remolcamos a Alinat por los alrededores de la red, sin que encontrase nada. Así pasó el quinto día de nuestra infructuosa búsqueda del navío clásico. Aquella noche no pudimos ocultar la desesperanza que nos poseía al resolver efectuar la búsqueda más cerca de la costa.

A la mañana siguiente el comandante Tailliez decidió prescindir del trineo, y mandó que lo remolcásemos desde una falúa auxiliar, En nuestras campañas contra el mar indómito creo que aquella mañana alcancé el punto más bajo de depresión moral. Hacia seis días que Cl

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fracaso coronaba todos nuestros esfuerzos. Mentalmente, redactaba el informe que deberla rendir ante mía superiores de Tolón para explicarles por qué me había sido necesario disponer de dos navíos de la Armada y de una tripulación de treinta hombres para trabajar inútilmente durante una semana tratando de localizar los restos de un barco ya saqueado en 1913. El padre Poidebard empezaba a recordarme un colérico almirante.

Uno de nuestros vigías lanzó un grito. Sobre las soleadas aguas flotaba y bailaba una motita anaranjada. una de las boyas que Tailliez llevaba al cinto. Cuando se lanza una de estas minúsculas boyas es indicio de que el buceador ha hallado algo importante. Tailliez emergió a la superficie, se quitó la boquilla y gritó:

-lUna columna! ¡He encontrado una columna! Los viejos informes Indicaban que una columna fue arrastrada por la draga y abandonada

a cierta distancia del barco, una vez se dieron por terminadas las operaciones. El pecio era nuestro. Fuimos a pasar la noche a Mahdia, y descorchamos varias botellas de champaña para celebrar el acontecimiento. Lo que ocurrió aquella noche en las tabernas del puerto arroja una luz muy clara sobre lo que sucede cuando la tripulación de un barco ha encontrado un tesoro sumergido. Por la ciudad se esparció e! rumor de que habíamos hallado la fabulosa estatua de oro que transportaba la galera, un objeto mítico venerado en ¡a localidad durante más de treinta años. La columna que había visto Philippe, medio comida por los moluscos, se convirtió en una verdadera fortuna en oro. Los admiradores nos rodeaban para felicitarnos efusivamente.

Empezamos a trabajar a! romper e! día. Dumas y yo nos sumergimos, y no tardamos en descubrir el emplazamiento del pecio. No recordaba en absoluto a un barco. Las cincuenta y ocho columnas restantes no eran más que vagos cilindros, recubiertos por una espesa capa de vegetación y organismos animales. Yacían medio hundidas en el fangoso suelo. Tuvimos que hacer un verdadero esfuerzo de imaginación para representarnos un barco. N0 obstante, en sus días aquél debió de haber sido un verdadero monstruo. Tras de medir y estudiar la distribución de las columnas, llegamos a la convicción de que el barco que las transportaba no tendría menos de cuarenta metros de eslora por doce de manga, dos veces el desplazamiento del Elie Monnier, que flotaba sobre nuestras cabezas.

El pecio se hallaba en medio de una desnuda llanura de barro y arena que se perdía basta allá donde alcanzaba la vista en las claras profundidades. :Era un verdadero oasis para los peces. Enormes lobinas se paseaban por encima de aquel museo sumergido. Observamos que no crecían esponjas de las variedades comerciales sobre las columnas Los buceadores griegos de nuestros días, que no dejaban un palmo del fondo marino por escudriñar, a! parecer las habían recogido todas. Quizá habían recuperado también pequeñas obras de arte. como una tardía y patriótica revancha contra el pillaje romano.

Tuvimos que enfrentamos con una operación de salvamento semiindustrial. Afortunadamente, nosotros nos beneficiábamos de los grandes adelantos efectuados en la ciencia de la inmersión desde que los valientes buzos de Tavera se atrevieron a descender hasta el pecio, y poseíamos un juego completo de tablas de descompresión. establecidas muy recientemente como resultado de los trabajos del teniente de navío Jean Alinat. Estaban calculadas para la escafandra autónoma. con la cual los hombres podían sumergirse y emerger en una serie de inmersiones cortas, sin dar lugar a la saturación de nitrógeno que puede presentarse en las inmersiones prolongadas. Las últimas tablas de inmersión para los buzos provistos de escafandra corriente requerían que un hombre que trabajase durante cuarenta y cinco mínutos a la profundidad en que se hallaba el barco romano tuviese que emerger por etapas con el fin de permitir la descompresión. Tendría que detenerse cuatro minutos a la profundidad de nueve metros, subir luego a seis metros y permanecer en esa profundidad durante veintiséis minutos, y por último quedarse otros veintiséis minutos a tres metros de la superficie antes de emerger definitivamente.

Es decir, que se tardaba casi una hora en regresar de una inmersión de tres cuartos de hora. Las tablas de Alinat. sin embargo, hacían que el buzo se sumergiese en tres inmersiones de quince minutos cada una, separadas por un descanso de tres horas. El buzo provisto de escafandra autónoma necesitaba solamente una parada de descompresión de cinco minutos a tres metros de profundidad después de la tercera inmersión, es decir. una doceava parte del tiempo que tenía que esperar el buzo ordinario.

Para que las teorías de Alinat diesen un resultado eficiente en nuestro trabajo en el barco romano. 1os equipos de dos hombres tenían que sumergirse y emerger según un horario rígidamente calculado. Como no podía confiarse en que consultasen sus relojes de pulsera. imaginamos un reloj despertador" consistente en un hombre armado con un rifle. que disparaba al agua desde cubierta cinco minutos después que ellos se habían sumergido. de nuevo a 1os diez minutos, para disparar por último tres veces a los quince minutos como una Imperiosa señal de que debían regresar. El Impacto de 1os proyectiles en el agua podía oírse distintamente en el fondo.

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El primer día vi emerger a uno de los buzos mostrando entre sus dedos un pequeño objeto brillante. Mi corazón dió un salto, porque teníamos la esperanza de encontrar bronces griegos. Sin embargo, no era más que una bala de las que había disparado el hombre del rifle. El fondo pronto estuvo cubierto de ellas. Habría sido divertido ocultarse detrás de una columna cuando un pescador de esponjas se sumergiese para encontrarse el fondo sembrado materialmente de oro.

Nuestra tabla de inmersión se veía afectada por el hecho de que el Elie Monnier derivaha bastante. llevado por el viento y la corriente, en torno a su única anda, obligando a los buzos a efectuar imprevistos y largos trayectos en diagonal para sumergirse hasta el pecio, lo cual representaba una pérdida de tiempo y de energías. Dumas izó a cubierta una carga heterogénea de despojos navales, tales como herrumbrosos pernos de puntal y pedazos de plancha, que habla recogido en el interior de nuestro barco. Todos reímos ante la sencillez infantil de la solución hallada por Didí. Colgando de su cintura un pedazo de chatarra de ocho kilos un buzo podía hundirse, usando su propio cuerpo como un planeador para regular su oblicuo descenso. Podía aproxímarse al pecio desde cualquier lado, limitándose a ajustar convenientemente su lastre. Podia arrastrarse, deslizarse de costado o descender verticalmente; llegar descansado, para dejar caer su férreo billete de abono.

Didi obedecía puntualmente a nuestro reloj despertador, hasta que un día descubrió algo fascinador mientras ascendía, después de su tercera inmersión. El sol aún iluminaba el fondo del mar, y Dumas no pudo resistir la tentación de efectuar una inmersión relámpago para examinar de cerca el fascinante objeto. Vió que no era nada Interesante y subió a la superficie. Durante la cena, notó una aguda punzada en el hombro Nos apoderamos de él inmediatamente y lo encerramos en la cámara de descompresión. elevando la presión interior a cuatro atmósferas. No podíamos arriesgarnos a dejar que se apoderasen de él las bends que pueden atacar a un buzo algún tiempo después de la inmersión. En la cámara de descompresión había un teléfono que comunicaba con un altavoz instalado en el cuarto de los buzos. Cuando terminábamos de cenar, Dumas tomó el micrófono y nos fulminó con una diatriba, dirigida contra aquellos que dejaban morir de hambre a sus amigos. No obstante, 1o tuvimos encerrado durante una hora. Fué la única vez que usamos la cámara de descompresión durante nuestras continuadas inmersiones.

El paraje en que yacía el barco romano estaba bañado por una luz azulada y crepuscular, bajo la cual la carne humana mostraba un color verdoso y una apariencia de masilla. El lejano sol hacía brillar los reguladores de acero cromado, destellaba en la armadura de los lentes y plateaba las burbujas de aire exhalado. El fondo dorado esparcía una luz indirecta reflejada que era 1o suficientemente fuerte para permitirnos hacer una película en colores del trabajo de los buzos. Creo que se trata de la primera película en color hecha a tales profundidades.

Los mármoles atenienses se nos mostraban como oscuras formas azuladas, de contornos desdibujados por innúmeras capas de vida marina. Excavábamos bajo las columnas con nuestras manos, a la manera de perros, para pasar bajo ellas los cables que nos bajaban desde el barco. Cuando las piezas de mármol ascendían, iban apareciendo los abigarrados colores de su revestimiento biológico y. al llegar a la superficie. emergían cubiertas de un manto multicolor. Al secarse en cubierta, sin embargo, el espléndido revestimiento de flora y fauna adquiría el color terroso propio de la muerte. Nosotros rascábamos, fregábamos y frotábamos las níveas volutas de mármol, y volvía a acariciarlas el primer sol después de cerca de dos mil años. De entre las piezas que yacían esparcidas por el fondo tomamos cuatro columnas, dos capiteles y dos basamentos. Izamos también dos misteriosos objetos de plomo, que supusimos formaban parte de las antiguas áncoras y que encontramos cerca de la supuesta silueta del barco, en una posición que indicaba. que el barco tenía las áncoras izadas cuando se fué a pique El barco debió de hundirse de repente. Estos partes de áncora, cada una de las cuales pesaba tres cuartos de tonelada, eran objetos oblongos provistos de agujeros reforzados en su parte media, evidentemente destinados a contener piezas de madera que habían desaparecido hacía mucho tiempo. Estos largos objetos metálicos no podían haber sido ni los brazos ni las unas del áncora. Excavamos en tomo al lugar donde 1os habíamos hallado, en busca de los brazos, pero no pudimos encontrarlos. Los objetos hallados sólo podían haber sido el cepo del ancla. El resto de ellas debió de haber sido de madera. Esto planteaba un verdadero enigma. ¿Por qué los antiguos colocaban el mayor peso en la parte superior del ancla? Desechamos varios argumentos y soluciones, para inclinarnos por último en favor de una posible explicación. Los navíos antiguos no conocían la cadena del ancla, y en lugar de ella empleaban un cabo. Un barco moderno anclado es impelido por el viento y las corrientes, pero 1as uñas del ancla se mantienen hincadas en el fondo gracias a la tensión que ejerce en sentido horizontal el extremo inferior de la cadena del ancla. La cuerda que hacía las veces de cadena en los anclas romanas se ponía tirante en tales condiciones, y hubiera levantado el ancla de madera si ésta no hubiese estado provista de un cepo de plomo, que la mantenía

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pegada al fondo. Trabajamos durante seis días en el pecio romano. con nuestro interés cada vez más

absorbido por 1os indicios que descubríamos de lo que debió de haber sido la navegación antiguo. Deseamos excavar hasta alcanzar el casco del barco. Los informes de Tavero indicaban que sus buzos habían excavado extensamente en la popa. Escogí un grupo compacto de piezas de mármol situadas hacia el centro del bordo, en el lado de estribor, y dispuse que se izaron para despejar una zona donde deberíamos efectuar nuestras excavaciones. Hicimos descender una poderosa manga de achique para quitar el fango. Una ligera corriente se llevaba del lugar el fango que elevábamos, lo cual nos era de gran utilidad. Suponíamos que la estructura superior del navío, que iba pesadamente cargado, se había reventado en el momento de zozobrar. y al propio tiempo la cubierta principal había cedido bojo el peso de la carga. Esta teoría parecía ser cierta.

A sesenta centímetros de profundidad nuestros dedos tropezaron con una cubierta sólido revestida de planchas de plomo. El agua del mar nos metía fango en el agujero casi al mismo tiempo que nosotros lo sacábamos, pero hicimos las suficientes catas hasta la sólida cubierta paro poder afirmar sin temor o equivocarnos que el barco romano su halla intacto en sus dos terceras partes. Sacamos un capitel jónico cubierto enteramente de fango. Ni plantas ni moluscos habían llegado hasta él. Lo despojarnos de la capa de fango que lo cubría, devolviéndolo a su prístina belleza. Parecía acabado de salir del cincel del escultor ateniense que lo terminó antes de que Cristo viniese al mundo.

Estoy casi seguro de que hacia la parte central del barco se encuentra un cargamento aún intacto. Tengo la certeza de que en aquella época, como en 1a actualidad, la tripulación vivía en el castillo de proa. el lugar menos deseable de un barco, y que en esa parte se hallarán objetos de uso personal y herramientas que nos dirán algo acerco de 1a vida de 1a tripulación de uno nave romana.

Nos limitamos a escarbar ante la puerta de la historia en los pocos días que nos dedicamos a explorar el enorme pecio. Encontramos clavos de hierro corroídos hasta no ser más gruesos que una aguja. y clavos de bronce convertidos en brillantes hebras. Izamos una piedra de molino. con la que el cocinero de o bordo molería el grano transportado en ánforas. Izamos también pedazos de hasta un metro del costillaje del barco, de madera de cedro del Líbano cubierta aún con el barniz amarillo original (Sería interesante y útil conocer 1a fórmula de un barniz náutico capaz de resistir veinte siglos de inmersión). Excavé hasta una profundídad de un metro y medio en la proa, luchando contra las movedízas arenas, y abracé la contrarroda de cedro. Apenas si las puntas de mis dedos se tocaban.

Cuatro años más tarde encontré en Nueva York al Presidente de los Alianzas Francesas de los Estados Unidos y el Canadá, un vivaracho viejecito llamado James Hazen Hyde y su nombre me recordó el del mecenas que tan generosamente ayudó a recuperar los tesoros de Mahdia En realidad, era él mismo. Me invitó a cenar en el Plaza y yo le pasé la película en colores que habíamos filmado en el curso de nuestros trabajos en el pecio.

-Es algo fascinador -comentó-. No sé si sabe usted que yo jamás he visto las obras de arte que se recuperaron. En aquellos días yo tenía mucho dinero y un yate de vapor y me hallaba efectuando un crucero por el mar Egeo mientras ellos trabajaban en el barco hundido. Nunca he ido a visitar el Museo de Túnez. Salomón Reinach me envió fotografías de las crateras y estatuaria. Recibí asimismo una hermosa carta de Merlin, y e! Rey de Túnez me concedió una condecoración. Sin embargo, resulta interesante verlo después de cuarenta y cinco años. *

* La pieza principal entre los tesoros recuperados estaba constituida por un

Eros, vencedor en el tiro al arco, bronce de 1,40 mt. de altura. bellisima réplica de un original griego del siglo IV a. de J. C., posiblemente de Praxiteles. Junto con esta estatua pueden admirarse actualmente Otros hermosos bronces: un Hermes [irmado por Boethos. dos grandes piezas, posiblemente mascarones de proa; ocho estatuillas de regulares dimensions numerosas taraceas, fragmentos de camas, calderos y candelabros. Los mármoles no desdicen en absoluto de los bronces, nl en belleza ni en cantidad. Se extrajeron también del agua un busto de Afrodita, un dios Pan, una Niobe. dos nióbidas, dos sátiros, un bello ....... Alfred Merlin se ocupa de las obras halladas, junto con L. Poinssot. en la obra Cratéres et candélabres de marbre trouves en mer prés de Mahdia Ed. Vuibert, 1930. Además de las obras de arte. se recuperaron dos de las cinco anclas que fondeó la nave. en la sexta campaña de prospección. llevada a cabo por el G. R. S. en 1948. En el pecio se hallaron asimismo huesos de carnero, de conejo, de cerdo e incluso un peroné humano pertenciente sin duda a un tripulante. Después de las prospecciones efectuadas en 1948 en el barco de Mahdia, el comandante Cousteau trabajó. desde el verano de 1952 a 1953, en un pecio griego del siglo III a. de J. C.. hundido cerca de

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Marsella, ¡unto al islote del Grand Congloué. Es el navío clásico más antiguo localizado hasta la fecha. Se extrajeron de él ocho mil ánforas, y en los trabajos, efectuados desde el "Calypso". se utilizó televisión submarina. (N. del T.>

CAPITULO VIII

A Cincuenta Brazas de Profundidad

LA EMBRIAGUEZ de las grandes profundidades continuaba preocupándonos; sin embargo, nos sentíamos retados a descender aún más abajo. La profunda inmersión que efectuó Didí en 1943 hizo que nos percatásemos del problema, y el Grupo había reunido ya detallados informes acerca de inmersiones profundas. Pero nosotros sólo teníamos un conocimiento puramente literario de L'ivresse des grandes profondeurs a mayores profundidades de las alcanzadas por nosotros. En el verano de 1947 nos dispusimos a efectuar una serie de inmersiones más profundas.

Debo señalar que no tratábamos de efectuar inmersiones récord. si bien las que efectuamos establecieron nuevas marcas mundiales. Siempre hemos considerado que ya constituye un premio bastante razonable el poder regresar con vida, Incluso Didi, el más audaz de todos nosotros. sabe mantenerse siempre dentro de los límites de la prudencia. Deseábamos descender a profundidad. porque ese era el único medio de conocer y estudiar los efectos de la embriaguez submarina, y comprobar, por medio de nuestras reacciones Individuales el trabajo que se podía realizar con la escafandra autónoma a considerable profundidad. Cada inmersión fué precedida de cuidadosos preparativos, y se tomaron todas las medidas de seguridad imaginables con el fin de obtener datos efectivos. Nuestra meta consistía en alcanzar la profundidad de noventa metros; O sea. cincuenta brazas. Ningún a buzo independiente había superado los sesenta y tres metros alcanzados por Didí.

Las inmersiones se medían por medio de una pesada sonda que pendía del Elie Monníer. A intervalos de cinco metros se sujetaron a la sonda tablillas blancas. Los buzos llevaban lápices indelebles, para firmar con ellos en la última pizarra que pudiesen alcanzar y escribir además una frase acerca de las sensaciones que experimentaban.

Para ahorrar aire y energía, 1os buzos descendían a 1o largo de la sonda sin efectuar movimientos innecesarios. A este fin, 1levaban sujetos al cintur6n pesos de cinco kilos de chatarra, que los hundían como una piedra. Para retardar el descenso se asían a la sonda. Cuando un buzo alcanzaba la profundidad límite o la máxima que podía resistir, estampaba su firma en la tablilla, arrojaba su lastre y volvía a subir por el cabo hacia la superficie. Durante el regreso, los buzos debían detenerse por breves períodos a profundidades de seis y tres metros, para efectuar la descompresión y evitar las bends.

Yo me encontraba en excelentes condiciones físicas para efectuar esta prueba, muy enfrenado después de un activo verano pasado totalmente en el mar y mis oídos estaban en muy buena forma. Entré en el agua sosteniendo el pedazo de chatarra con la mano izquierda. Me hundía con gran rapidez. con el brazo derecho pasado en torno a la sonda. Me daba cuenta, con cierta sensación de opresión, del monótono zumbido del generador Diesel del Elíe Monníer, a medida que la presión aumentaba. Estábamos en plena tarde de un día del mes de julio pero la luz pronto se fué haciendo mortecina. Yo me hundía a través de la penumbra, sin otra compañía que la blanca cuerda, que se extendía bajo mí en una monótona perspectiva de tablillas blanquecinas.

A los sesenta metros noté el sabor metálico del nitrógeno comprimido, y se apoderó de mí al instante una profunda embriaguez. Oprimí la sonda con la mano y me detuve. Mi mente rebosaba de orgullosos pensamientos y una extraña sensación de alegría. Me esforcé por fijar mis ideas en la realidad y por dar un nombre al color del mar que me rodeaba. Se empeñó en mi interior una disputa entre azul marino, aguamarina y azul de Prusia. La controversia no parecía querer resolverse. El único hecho que yo era capaz de ver con claridad era que no había ni techo ni piso en aquella azul estancia El distante zumbido del Diesel invadió mi mente.... convirtióse en una gigantesca palpitación, en el ritmo del corazón del mundo.

Tomé el lápiz y escribí en una tablilla: "El nitrógeno tiene muy mal sabor". No tenía la impresión de sostener un lápiz, y pesadillas infantiles se apoderaban de mi espíritu. Estaba enfermo en mi cama, aterrorizado al darme cuenta de que todo 1o que había en el mundo era grueso. Mis dedos eran salchichas Mi lengua era una pelota de tenis. Mis labios se hinchaban grotescamente, entumecidos, en torno a la boquilla unida al tubo anillado. El aire que respiraba era espeso como jarabe El agua era una jalea, y yo sentía que me ahogaba en una viscosa gelatina.

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Me aferré a la cuerda medio desvanecido. A mi lado había un hombre sonriente y vivaracho mi segundo yo, dando muestras de un perfecto dominio de sí mismo, mirando con expresión sardónica y burlona al infeliz buzo. A medida que los segundos pasaban, el hombre sonriente se instaló en mi interior y ordenó que soltase la cuerda y siguiese descendiendo.

Me hundí lentamente, atravesando una zona de intensas visiones. En torno a la tablilla colocada a ochenta metros de profundidad, el agua mostraba una

luz difusa, de un resplandor extraterreno. Pasaba de la noche a un atisbo de amanecer. Lo que me parecía la luz del alba era la que se reflejaba del fondo, pues los rayos luminosos habían pasado libremente a través de las oscuras pero transparentes capas superiores. Bajo mí divisé el peso colocado al extremo de la sonda, suspendido a seis metros del fondo. Me detuve en la penútilma tablilla y miré hacía la última, cinco metros más abajo. Apelé a todas mís fuerzas para evaluar la situación de una manera imparcial. Entonces descendí hasta la última tablilla, a noventa metros de profundidad.

El fondo era sombrío y desnudo, exceptuando algunas conchas mórbidas y erizos de mar. Tenía aún el suficiente dominio de mí mismo para recordar que a esta presión, diez veces la de la superficie, cualquier esfuerzo físico era extremadamente peligroso. Llené lentamente mis pulmones y firmé en la tablilla. Fui incapaz de escribir 1o que sentía a cincuenta brazas de profundidad.

Era el buzo independiente que había alcanzado una profundidad mayor. En mí doble cerebro, la satisfacción que este hecho me producía se veía contrapesada por un satírico desprecio de mí mismo,

Solté eh pedazo de chatarra y me disparé como un muelle soltado de repente, pasando dos tablillas en el primer impulso. Al alcanzar de nuevo los ochenta metros, la embriaguez se desvaneció repentinamente, por completo y de modo inexplicable. Me sentía 1igero y vivo, otra vez un hombre, saboreando voluptuosamente el aire que se expandía en mis pulmones. Me elevé a través de la zona crepuscular a gran velocidad, y vi la superficie como una llamarada de burbujas de platino y de prismas danzantes. Era imposible no pensar que estaba volando hacia el ciclo

Sin embargo, antes de alcanzar el cielo tenía que pasar por eh purgatorio. Esperé cinco minutos a seis metros de profundidad para efectuar la descompresión, y luego ascendí a toda prisa hasta tres metros, donde me detuve tembloroso durante diez minutos más. Cuando izaron la sonda, descubrí que algún impostor había escrito mi nombre en la última tablilla.

Durante la media hora siguiente experimenté un ligero dolor en hombros y rodillas. Philippe Tailliez se sumergió también hasta la última tablilla, garrapateó en ella un jocoso mensaje y emergió sin novedad. excepto un dolor de cabeza que le duró dos días. Dumas tuvo que vencer dramáticos ataques de la más profunda embriaguez en la zona de las cincuenta brazas. Nuestros dos bizarros marinos, Fargues y Morandiere, dijeron que hubieran podido hacer muy poco trabajo efectivo en el fondo. El cabo de marinería Georges llegó también hasta la última tablilla, y como resultado de ello sintió vértigo durante una hora u hora y media después de la inmersión. Jean Pinard se sintió muy mal a los sesenta y seis metros, firmó en la tablilla que tenía más próxima y, lamentándolo mucho, se vió obligado a regresar. Ninguno de nosotros escribió nada legible en la última tablilla.

En otoño emprendimos otra serie de inmersiones profundas, con tablillas colocadas más allá de las cincuenta brazas. Planeábamos aventurarnos más allá de esa profundidad con cuerdas sujetas a la cintura, mientras uno de nosotros. completamente equipado, permanecería en cubierta. listo para zambullirse y prestar ayuda en caso de algún accidente.

El profesor de buceo Maurice Fargues fue el primero en sumergirse. En cubierta íbamos recibiendo de un modo regular la tranquilizadora señal que habíamos convenido con Fargues tres tirones rápidos de la sonda, que significaban: Toul va bien (Todo va bien). De pronto. dejamos de recibir señales. La ansiedad se apoderó al instante de todos nosotros. Jean Pinard, que estaba ya listo para ello, se zambulló inmediatamente, e izamos a Fargues hasta cuarenta y cinco metros, donde ambos se encontrarían. Pinard se sumergió hacia un cuerpo inerte y observó, con horror, que la boquilla del tubo de respiración de Fargues pendía sobre su pecho.

Durante doce horas hicimos todo cuanto pudimos por hacer revivir a Fargues pero estaba muerto. A consecuencia de la embriaguez de las grandes profundidades. la boquil!a había caído de su boca, y se ahogó. Cuando izarnos la sonda, hallamos la rúbrica de Maurice Fargues en la tablilla colocada a ciento veinte metros de profundidad. Fargues entregó su vida al Hacedor a treinta metros más abajo de la mayor profundidad alcanzada por nosotros, y más abajo aún que cualquier buzo provisto de escafandra corriente y respirando aire sin mezcla.

Había compartido nuestro creciente asombro y entusiasmo por el Océano desde los lejanos días del Grupo de Investigaciones; nunca olvidaremos su generosa camaradería. Dumas y yo le debíamos la vida. pues fué él quien nos rescató de la mortal caverna de la

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Vaucluse. Jamás nos consolaremos por no haber sido capaces de salvarlo. La muerte de Fargues y las lecciones que nos suministró eh verano nos hicieron ver que

los noventa metros es la máxima profundídad que se puede alcanzar con escafandra autónoma de circuito abierto utilizando aire comprimido. Los aficionados pueden aprender en pocos días a alcanzar la profundidad de cuarenta metros y a esa profundidad los profesionales, observando como es debido las tablas de descompresión, pueden hacer casi cualquier clase de trabajo pesado. En la zona siguiente, y hasta los sesenta y cinco metros, 1os buzos experimentados pueden realizar tareas ligeras y efectuar breves exploraciones, siempre que se sigan rígidamente las normas de seguridad imperantes en esos casos. En la zona de embriaguez que viene a continuación sólo los buzos más expertos pueden aventurarse, para efectuar un breve reconocimiento. Los buzos independientes pueden alcanzar mucho más allá de las cincuenta brazas si respiran oxigeno mezclado con gases más ligeros, como eh helio y el hidrógeno. Si bien se ha demostrado que el helio evita las causas de la embriaguez de las grandes profundidades, tales inmersiones siguen requiriendo largas y tediosas horas de descompresión,

Dumas mejoró ligeramente el actual récord de inmersión de buzo independiente en 1948, en el curso de una misión que no tenía precisamente este objetivo. Lo llamaron para que examinase un obstáculo que había retenido los cables de arrastre de un dragaminas, y que se creía se trataba de un pecio no señalado en los mapas. Cuando Dumas subió a bordo, se enteró de que la sonda había dado una profundidad de noventa y dos metros. Dumas descendió con ayuda de sus aletas en noventa segundos. El cable se hallaba enredado en una roca baja. Didi estudió la situación durante un minuto, Y volvió a la superficie tan rápidamente como se había sumergido. No había estado sujeto a suficiente saturación de nitrógeno para producirle las bends.

Fué Dumas quien planeó los cursos de instrucción para 1os buzos de la flota provistos de escafandra autónoma, Cada unidad de la flota francesa está obligada a llevar a bordo a dos de estos buzos, Didí comienza por sumergir a 1os bisoños en agua poco profunda, para hacerles pasar eh estado fetal que nosotros tardamos años en transponer, es decir, el que consiste en ver a través de la clara ventana de los lentes, familiarizarse con la respiración automática, que resulta cómoda y agradable, y aprender que los movimientos innecesarios son el enemigo de la natación submarina. En la segunda inmersión, el alumno desciende basta quince metros, ayudándose con una cuerda, y regresa, con lo cual nota eh cambio de la presión y pone a prueba sus oídos. El instructor da comienzo a la tercera lección en compañía de los alumnos. Estos se sumergen provistos de pesos bastante considerables y se sientan en el fondo, a quince metros de profundidad. El profesor se quita los lentes y éstos pasan de mano en mano de los alumnos, sentados en círculo. Luego vuelve a ponérselos. llenos de agua, como es de suponer; pero con una fuerte exhalación nasal, toda el agua sale por 1os lados de 1os lentes. Entonces invita a 1os alumnos a hacer lo propio. Estos aprenden que resulta muy fácil obstruir los orificios nasales al quitarse los lentes y respirar como siempre por la boquilla.

La próxima lección halla a toda la clase reunida de nuevo en el fondo, retenida igualmente por el lastre. El profesor se quita los lentes. Luego hace lo propio con la boquilla, echa el tubo anillado por encima de su cabeza y desata las correas que sujetan la escafandra autónoma a su espalda. Deja todo su equipo sobre la arena, y se queda sin otro que vestido que su slip. Con gestos seguros y sin apresurarse vuelve a ponerse su equipo. sopla en los lentes y se traga la pequeña cantidad de agua que contienen los tubos de respiración. La demostración no resulta difícil de realizar para una persona capaz de retener la respiración durante medio minuto.

En este momento los alumnos comprenden que su aprendizaje se basa en el ejemplo. Se despojan, por lo tanto, de todo su equipo de inmersión, vuelven a ponérselo y aguardan el elogio del profesor. El problema que éste les ofrece a continuación consiste en despojarse de la escafandra y substituirla por la del compañero. Los que son capaces de hacer esto adquieren una gran confianza en su capacidad para vivir bajo la superficie del mar.

Al final del curso, los estudiantes que han obtenido matrícula de honor descienden hasta treinta metros de profundidad, se quitan todo el equipo y ascienden hasta la superficie desnudos. El título de bachiller así obtenido da lugar a una experiencia muy divertida. Como los alumnos ascienden con los pulmones llenos del aire que han respirado a treinta metros, éste se expande progresivamente en sus pulmones a medida que la presión disminuye, ha viendo brotar un continuo chorro de burbujas de sus labios entreabiertos

El primer oficial naval extranjero que nos visitó oficialmente en Tolón fué el teniente Hodges. de la Armada británica, el cual se convirtió en un entusiasta buzo independiente y un gran aficionado a la cinematografía submarina. En 1950 le correspondió una trágica tarea: la localización del submarino hundido Truculent. Un día de enero en que el estuario de! Támesis se hallaba cubierto por una espesa niebla, el pequeño petrolero sueco Divina abordó y hundió al submarino, con ochenta hombres a bordo. Quince de ellos consiguieron escapar

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con ayuda de escafandra Davis; basándose en sus informes, no pareció difícil localizar el buque siniestrado. Pero el agua del río era muy fría y turbia y reinaba en ella una fuerte corriente. Los buzos efectuaron repetidas inmersiones, pero la corriente 1os arrastraba y no conseguían establecer contacto con el casco del sumergible. Hodges se ofreció voluntario para sumergirse con la escafandra autónoma. Se zambuíló en un lugar del río situado más arriba de aquel en que había tenido lugar el siniestro, según un cálculo de la velocidad de la corriente y la supuesta profundidad a que se encontraba el Truculent, y descendió arrastrado vertiginosamente en la turbulenta oscuridad. Alcanzó el submarino a su primera pasada. Desgraciadamente, los hombres encerrados en su interior ya habían muerto cuando se consiguió izar el buque a la superficie.

Durante el verano de la Liberación volví cíe París con dos "aqualungs" en miniatura para mis dos hijos, Jean-Michel, que entonces tenía siete años, y Philippe, de cinco. El mayor estaba aprendiendo a nadar, pero el pequeño sólo sabia chapotear en la orilla. Estaba seguro de que el buceo les gustaría, puesto que no se requería ser un nadador para sumergírse con el pulmón acuático. Los ojos y la nariz están secos en el interior de los lentes, el aire viene de un modo automático y el más torpe movimiento de pies sirve para avanzar.

Nos fuimos a la playa y di a mis hijos una breve lección teórica, a la que no prestaron ninguna atención Sin dar la menor muestra de vacilación, me acompañaron hasta un fondo rocoso cubierto por muy poca agua, y donde so veían fucos, erizos que ostentaban agudas púas y brillantes pececillos. Las tranquilas aguas resonaban con chillido de gozo cuando los niños me señalaban una por una todas las maravillas que iban descubriendo. No podían dejar de hablar, y el resultado de ello fue que la boquilla de Philippe se soltó. Volví a metérsela en la boca v corrí hacia Jean-Michel para arreglarle el tubo de respiración. Tiraban de mí y me gritaban preguntas mientras yo iba como una lanzadera del uno al otro, introduciéndolos de nuevo las boquillas entre los dientes. A los pocos instantes habían ya tragado una cierta cantidad de agua, pero parecía que ni aunque se ahogasen podrían dejar la lengua quieta. Agarré a has dos niños, que empezaban a mostrar sintamos de asfixia, Y los saqué del agua.

Les propiné otra conferencia, insistiendo en que el mar era un mundo silencioso y que los niños debían callarse cuando lo visitasen. Fueron necesarias varias inmersiones para que aprendiesen a retener sus torrentes de exclamaciones hasta volver a la superficie. Entonces, ya me los llevé más abajo. No vacilaban en coger a los pulpos con las manos. En estas excursiones, efectuadas siempre junto a la orilla, Jean-Michel se sumergía hasta nueve metros de profundidad, armado de un tenedor, con el que ensartaba suculentos erizos de mar. Mi esposa también bucea pero no con tanto entusiasmo como sus hijos. Por razones especiales, las mujeres so muestran algo recelosas ante el buceo y fruncen el ceño cuando sus maridos se sumergen. Dumas, que ha actuada en eh papel de estrella en siete películas submarinas, no ha recibido ni una sola carta de una admiradora.

CAPITULO IX

El Dirigible Submarino

En el curso de una velada, en el año 1948, mi esposa me dijo: -Por favor, no bajes en esa horrible máquina. No vayas con la expedición Piccard.

Todos estamos muy inquietos por lo que te pueda suceder. Me quedé muy sorprendido. Era la primera vez que Simone hacía objeciones a uno de

mis planes. Es la esposa de un marino y sabe disciplinar y dominar las emociones que le causan mis actividades.

-Nadie te ha mandado ir –continuó-. No quiero que corras riesgos innecesarios aventurándote en esa loca empresa.

Mis padres añadieron sus objeciones a las de mi esposa, y varios científicos me hicieron serias advertencias contra la seguridad que ofrecía el vehículo para grandes profundidades ideado por el profesor Auguste Piccard.

Yo los tranquilicé, diciéndoles: -El Batiscafo es completamente seguro. No hay por qué preocuparse. Acaso esta afirmación era algo exagerada , porque aún había aspectos del problema no

totalmente resueltos. Pero Tailliez, Dumas y yo volvíamos a encontrarnos juntos, dispuestos a hacernos a la mar en dirección al África Occidental en nuestra mayor aventura, y nada podía ya detenernos. Yo había sido seleccionado para tripular el dirigible submarino, que era un aparato verdaderamente maravilloso, y sumergirme con él a una profundidad cinco veces

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mayor que la alcanzada por el hombre hasta la fecha. El profesor Piccard, que había ascendido en globo hasta dieciocho kilómetros de altura, se proponía ahora descender hasta cuatro mil metros en los abismos marinos. El anciano y temerario sabio había diseñado el Batiscafo (navío de profundidad) hacía diez años, y, tras el retraso impuesto a los trabajos por a Guerra Mundial, el aparato fue terminado de construir por un notable físico belga, el Dr. Max Cosyns. El Fondo Nacional Belga para la Investigación Científica otorgó una subvención que permitió enrolar a los hombres necesarios para la empresa y adquirir el barco nodriza que se requería. Nuestro Grupo de Investigaciones Submarinas había conseguido que la marina francesa participase con aviones de reconocimiento de salvamento, dos fragatas y el aviso Elie Monnier, asignado ya a nuestro Grupo. Formaban parte de la expedición dos sabios franceses, el profesor Théodore Monod, director del Instituto del África Negra, y el Dr. Claude Francis-Beouf, fundador del “Centre de Recherches et d’Etudes Océanographiques”. Yo fui enrolado en calidad de experto marítimo, más o menos en calidad de “security officer”de la expedición.

Nuestro Grupo pasó dos años entregado a los preparativos de la expedición; fuimos nosotros quienes construimos gran parte del heterogéneo equipo auxiliar del Batiscafo, incluyendo el arma submarina más mortífera de las construidas hasta la fecha. Soldamos también una cámara submarina de un modo automático.

El día primero de octubre, a las cuatro de la madrugada, el Elie Monnier, resplandeciente tras haber sido recién pintado de blanco, zarpó de Dakar para unirse al Scaldis, el mercante belga a bordo del cual viajaba el profesor Piccard en compañía de una hueste de sabios y del Batiscafo.

Después de nuestro encuentro en alta mar, no pude ya dominar mi impaciencia por ver el Batiscafo. Botamos una lancha y me trasladé al Scaldis, donde, desasiéndome del cordial asedio del capitán La Force y de los sabios, me dejé caer por la escalerilla hasta la bodega abierta que contenía el vehículo submarino. Se encendieron los focos y pude contemplar el milagroso sumergible. Era un enorme globo metálico que tenía la forma de un diamante con aristas romas, del cual pendía una esfera de acero de más de dos metros de diámetro, la navecilla de observación, blanca y amarilla, en la cual yo me pasearía por los abismos marinos. La esfera tenía a ambos lados motores eléctricos, que accionaban las hélices que permitirían nuestros desplazamientos bajo una presión cuatrocientas veces mayor que la de la superficie. Conocía de memoria los principios en que se basaba gracias a los diseños y planos, pero ahora podía contemplar a mis anchas al propio objeto de ellos. Mi confianza teórica en el Batiscafo se vio reforzada al contemplarlo en la realidad. La esfera de observación estaba formada por una pared de acero de un grosor de casi nueve centímetros, en la cual se abrían dos tragaluces reforzados, en los que estaban embutidos conos trasparentes de lucita, de un grosor de quince centímetros.

El globo contenía seis tanques de acero de una capacidad de treinta y dos mil litros, llenos de gasolina extraligera, con una densidad algo mayor que la mitad del agua salada. El Batiscafo no empleaba la gasolina como carburante, sino como un medio para elevarse en el agua. La gasolina poseía la virtud cardinal de ser un fluido con un índice de compresibilidad muy bajo, el mar no podía comprimir el petróleo como si fuese aire. El globo de metal del Batiscafo era teóricamente capaz de resistir una presión equivalente a 15.000 metros de agua, una profundidad que no existe. Nosotros nos proponíamos descender hasta 4.000 metros, la profundidad media del mar, y aún nos quedaba un gran margen de seguridad.

El rasgo más atrevido del proyecto del profesor Piccard consistía en algo que los buceadores del Grupo de Investigaciones Submarinas aprobábamos plenamente, y esto era la idea de descender sin ninguna clase de cables que uniesen la navecilla a la superficie. El Dr. William Beebe se había sumergido a bordo de una esfera, embarazado por el enorme peso de metros y metros de cable. La esfera no poseía ninguna capacidad de maniobra, y cada metro de cable que se añadía aumentaba el riesgo que corría el piloto.

El Bastiscafo tenía que descender a una profundidad 25 veces mayor que la alcanzada por los submarinos corrientes. Se sumergiría verticalmente, por medio de un lastre de hierro que podría desprenderse para retardar la velocidad del descenso, lo cual también se podía conseguir abriendo la válvula de la gasolina. Bajo la navecilla pendía un peso de contacto de 150 kilos, que tenía la forma de un patín. Al tocar el fondo, frenaba y detenía el vehículo; hacía el mismo papel que una bota para el fango, permitiendo al Batiscafo recorrer el fondo marino a un metro aproximadamente del mismo y al la velocidad de un nudo, en un radio de diez millas marinas. A través de los tragaluces de lucita, los tripulantes podían contemplar un

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paisaje iluminado por potentes reflectores, colocados en el exterior, que permitirían incluso filmar películas en colores en aquel mundo de total negrura.

En el interior de la navecilla había una formidable maraña de instrumentos de mando. Nuestro Grupo construyó una zarpa mecánica, con la ayuda de la cual los tripulantes del aparato podrían recoger objetos del exterior. Había docenas de indicadores, manómetros e instrumentos, incluyendo un contador Geiger para medir los rayos cósmicos, y el generador de oxigeno y purificador de aire más perfecto de los construidos hasta la actualidad. En el interior de la esfera blindada podían vivir dos hombres por espacio de 24 horas.

Entre los accesorios del Batiscafo se encontraba la batería de profundidad de los profesores Piccard-Cosyns, construida por nosotros en Tolón. Jamás ha habido en tierra un cañón que se le pueda comparar. Era un cañón marino. Parecía la maquinaria que se emplearía para levantar un pequeño puente levadizo. La batería estaba compuesta de siete cañones de calibre 25, cada uno de los cuales disparaba un arpón de un metro de longitud, por medio de pistones hidráulicos, colocados en la culata de los cañones. La propia presión del agua aumentaba la fuerza de propulsión, a medida que el arma descendía a las profundidades. Al alcanzar los 900 metros, el piloto, con sólo oprimir el gatillo del cañón Piccard-Cosyns, podía hundir los arpones hasta la profundidad de 7 centímetros y medio en tablones de roble colocados a 4 metros de distancia. En la superficie, los arpones eran completamente inofensivos.

El cañón de profundidad tenía por objeto cobrar los ejemplares interesantes de la fauna abisal, entre la que se encontraba posiblemente un calamar gigante que nos obsesionaba. Si algún animal nos atacara, lo haríamos retroceder no sólo por medio del arpón, sino de una descarga eléctrica que llegaba hasta éste a lo largo del cable que lo sujetaba. Para el caso de que el animal resultase inmune a la electrocución, la punta del arpón le inyectaría una dosis de estricnina. En la base del cañón Piccard-Cosyns se hallaban unos tambores movidos a resorte, en los que se enrollaba el cable del arpón, lo cual nos permitiría arrastrar al monstruo capturado.

La libertad horizontal de movimientos del Batiscafo planteaba el problema de su recuperación en la superficie antes de que sus aprisionados tripulantes terminase su provisión de oxígeno. Mientras el aparato se hallase sumergido en el inmóvil elemento, su barco nodriza podía perder de vista al Batiscafo a causa de la niebla. La marina había previsto tal eventualidad. Un equipo especial ultrasónico, basado en los principio de la goniometría submarina, fue instalado en el Elie Monnier. Las fragatas Le Verrier y Croix de Lorraine, así como los aviones, podían localizar al globo sumergido gracias a un mástil especial de radar que este llevaba en la parte superior..

El Batiscafo volvería a la superficie al librarse del lastre sujeto a él por medio de electromagnetos. Se tomaron las medidas pertinentes para que el globo se elevase de un modo automático, en el caso de que algo hubiese ocurrido a sus tripulantes.

Nuestra primera expedición tenía por objetivo una zona de aguas tranquilas a sotavento de la Isla de Boavista, un picacho volcánico perteneciente al grupo de islas portuguesas de Cabo Verde. Dirigían la expedición los doctores Piccard, Cosyns, Monod y Francis Beouf; el capitán La Force, del Scaldis, quien incumbía la responsabilidad de depositar el Batiscafo sano y salvo en el agua y sacarlo de ella, y Taillez, Dumas y yo, encargados de llenar de gas y de lastrar el vehículo, seguirlo y localizarlo durante la inmersión, sujetarle cables tan pronto como emergiese y entregárselo al capitán La Force para que lo subiese de nuevo a bordo.

Pronto comprendimos que tendríamos que abandonar todo equipo auxiliar. No habría tiempo de comprobar de un modo eficiente el funcionamiento de las pinzas mecánicas y el cañón de profundidad. Dumas oyó estas noticias con profundo disgusto. Ya no podría disfrutar del espectáculo de los 10 serpenteantes tentáculos de 39 metros de longitud de un calamar gigante, que sería ensartado, electrocutado y envenenado simultáneamente a 3 kilómetros de profundidad.* * Las enormes proporciones que alcanza en algunos casos el cuerpo de los cefalópodos, han dado origen a la leyenda multisecular del Kraken o calamar gigantesco, que medía hasta una milla marina de longitud. Olaüs Magnus, principal difusor de tales maravillas, dice que estos seres eran “similiorem insulae quam bestiae”; es decir, mas parecido a islas que a animales en el momento de emerger. Hasta el mismo Linneo se dejó influir por estas leyendas, y en algunas ediciones de su “ Sistema Naturae” menciona a la Sepia microcosmus, de desmesuradas proporciones. Sin embargo, las especies de cefalópodos de mayor tamaño que se conocen hasta la fecha, corresponden a los calamares gigantes del género Architheutis, que viven en las costas de Terranova, Groenlandia, Islandia y Norte de

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Escandinavia. Sus proporciones son mucho mas modestas que las del Kraken legendario, pues los mayores que se conocen llegan a alcanzar, según Pelsener, hasta 18 metros, correspondiendo de ellos unos 3 metros al cuerpo, con una circunferencia de 2. El naturalista americano Verrill estudio cuidadosamente diversos ejemplares de calamar gigante de Terranova (Architheutis princeps), alguno de los cuales alcanzaba hasta 12 metros desde el extremo posterior del cuerpo hasta la punta de los tentáculos. (N.del T.)

El profesor Piccard deseaba estar a bordo del aparato de su invención cuando éste fuese botado al agua por primera vez, para satisfacer así a sus patrocinadores y admiradores. Todos accedimos del mejor grado a este deseo del sabio. Anclamos los barcos en 30 metros de agua a sotavento de la Isla de Boavista, y dimos comienzo al tedioso trabajo de ultimar todos los detalles para la botadura del Batiscafo. Cinco días pasaron en diversas e imprevistas dificultades y demoras antes de poder disponernos a efectuar la última operación, que consistía en sujetar al vehículo una batería eléctrica de seiscientos kilos y toneladas de lingotes de hierro por medio de electro magnetos. Cuando el Batiscafo tuviese que efectuar una inmersión profunda automática, todos estos pesos se desprenderían gracias a un reloj despertador corriente colocado para la hora y minuto deseados.

Cuando el sumergible estaba ya suspendido en la bodega, el profesor Piccard entró en la barquilla para efectuar una última comprobación de los instrumentos. Vio que el cronómetro funcionaba, pero no así otro reloj que había a su lado. Distraído, pero tal como correspondía a un buen suizo, el profesor dio cuerda al reloj parado, sin advertir que la aguja rota del despertador estaba puesta para las doce del mediodía. Sujetamos los últimos pesos de lastre, después de un trabajoso esfuerzo que nos ocupó toda la mañana, y lo dejamos todo listo para la inmersión. A las doce del mediodía el despertador se puso en funcionamiento y toneladas de metal cayeron en la bodega con un estrépito espantoso.

Por un verdadero milagro, no había nadie en aquel momento debajo del sumergible. Después de esto, el Batiscafo se quedó suspendido en una majestuosa soledad. Los marineros sólo se acercaron al aparato después de escuchar órdenes directas e inequívocas. Afortunadamente, disponíamos de otra batería pesada para reemplazar a la que a la que quedó destruida al caer.

Siete de nosotros echamos a suertes el honor de poder acompañar al profesor Piccard en el bautizo del barco. Théodore Monod fue quien saco la pajilla mas corta. El Batiscafo entró en su elemento a las quince horas del 26 de noviembre de 1948. Piccard y Monod recibieron los últimos saludos y agasajos de sus compañeros, y fueron encerrados en la esfera blanca. La grúa de a bordo los elevó bajo los rayos del sol y los dejó flotando en un mar tranquilo. Durante tres horas inyectamos gasolina en los tanques. Durante este intermedio, Tailliez y Dumas nadaron en torno a la esfera, verificando el estado del equipo sumergido y conversando por gestos a través de los gruesos ventanos con los sabios encerrados en su tumba. Tailliez emergió para decirnos:

- Todo va bien. Están jugando al ajedrez. Por último se puso el sol. Una lancha sujetó un cable al Batiscafo para remolcarlo y se

quitaron los cables que lo unían aún al Scaldis. La lancha remolcó al sumergible a alguna distancia para que no emergiese bajo el casco de nuestro buque. El reflector del barco nodriza seguía con sus rayos al Batiscafo. El cabo de marinería Georges se puso en pie sobre el aparato, que se sumergía lentamente. Parecía un hombre que caminase sobre las aguas. El profesos Piccard, aprisionado en el Atlantico, verificó el funcionamiento de su iluminación submarina, y las aguas del Océano resplandecieron. Los hombres de la lancha entregaron a Georges mas perdigones de acero para que los añadiese a los kilos de lastre. Georges se hundió lentamente en el mar hasta que el agua le llegó al cuello, luego saltó del sumergible y se asió al la borda de la lancha. El Batiscafo había desaparecido. Las tripulaciones de los barcos que presenciaban la prueba se alinearon silenciosas a lo largo de la borda, mirando al lugar desierto del mar donde poco antes estaba el Batiscafo. A los pocos instantes éste reapareció. El propio peso de Georges había creado la diferencia de lastre. Todo el mundo se puso a reír a mandíbula batiente. Georges, sonriente, volvió a colocarse en el lugar iluminado y añadió lastre en cantidad igual al peso de su cuerpo. El sumergible volvió a hundirse y ya no reapareció.

Dieciséis minutos mas tarde, a las 22.16, vimos emerger la torrecilla de señales, una curiosa estructura de aluminio de forma parecida a la de una pagoda. Remolcamos el sumergible e hicimos trabajar las bombas y los cabrestantes durante cinco interminables horas para bajar el Batiscafo a la bodega y liberar a su tripulación. La escena se hallaba iluminada por potentes reflectores, mientras los operadores cinematográficos rodeaban

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inmóviles la barquilla de observación. Abrimos la escotilla de par en par. Vimos salir por ella una alta bota de cuero, seguida por una pierna desnuda y flaca, luego otra bota y otra pierna, un bañador, un vientre desnudo y la respetable, melenuda y despeinada cabeza del profesor Auguste Piccard, que nos contemplaba a través de sus lentes. Acto seguido extendió la mano y vimos que en ella tenía un reconstituyente patentado, con la etiqueta dirigida hacia los objetivos de las cámaras cinematográficas. Luego, el profesor Piccard se bebió ceremoniosamente el producto de uno de sus patrocinadores. El Batiscafo había regresado de las profundidades.

La noticia de la hazaña fue transmitida por radio al gobierno belga, junto con la petición de fondos adicionales para poder efectuar una inmersión abisal. La expedición zarpó hacia la Isla Fogo, en espera de la contestación, y para obtener entretanto, con ayuda de la sonda acústica, las cartas submarinas de las mejores zonas para efectuar la gran inmersión.

El día escogido para que el Batiscafo hiciera su primera inmersión profunda sin tripulantes era un domingo, y la tripulación del Scaldis recibió una paga extraordinaria. El voluminoso vehículo fue izado al exterior con todo su equipo automático puesto a punto. Entre este equipo se incluía un peso colgante que haría caer todo el lastre cuando tocase el fondo del mar. Este peso estaba sujeto con cuerdas, lo que le daba la apariencia de una gigantesca salchicha. Pero en el momento crucial, la chocó contra una serviola, dejando caer 3 toneladas de lastre sobre cubierta. El desánimo hizo presa de nuestros corazones.

Esto ya era demasiado para el capitán La Force, quien nos exigió que abandonásemos la empresa antes de que el Batiscafo le reventara el casco de su barco. Yo me opuse calurosamente a esta exigencia:

- Estos accidentes no son debidos a ninguna causa teórica. Tenemos que dar otra oportunidad al sumergible.

Los científicos , desde luego, respaldaban mi actitud, y el capitán accedió a regañadientes a efectuar otra prueba. Nuestros barcos se dirigieron a la bahía de Santa Clara, en la isla de Sao Tiago, donde el Océano tenía una profundidad de mil setecientos metros.

Al amanecer, Cosyns colocó el reloj del Batiscafo para dentro de once horas, en cuyo momento debía soltar los pesos. Esta operación debía efectuarse a las 16,40. A las 16 en punto el Batiscafo se sumergió. El contramaestre tenía un hacha levantada sobre el cable de remolque; yo le hice una señal y él lo cortó de un tajo. Dumas y Tailliez se sumergieron también, nadando al costado del Batiscafo. A cuarenta y cinco metros de profundidad lo perdieron de vista, viendo como se alejaba rápidamente y desaparecía en las azules profundidades. Si el Batiscafo no regresaba, el maravilloso proyecto de Piccard habría tocado a su termino definitivo. El más pequeño fallo que tuviese lugar hoy significaba que el sueño de la ciencia de penetrar en las últimas zonas desconocidas de la Tierra quedaría de nuevo aplazado varias décadas. Si el Batiscafo volvía, sabíamos que con nuestros propios ojos llegaríamos a contemplar vehículos para las grandes profundidades basados en sus principios, que transportarían a los hombres a los abismos marinos.

Un silencio impresionante reinaba sobre la cubierta de los barcos. Ofrecí una botella de coñac al primer hombre que avistase el Batiscafo. La tripulación se encaramó por los mástiles y la chimenea, y sobre el cielo azul resaltaban las motas rojas de los pompones de los matelots. A los veintinueve minutos el mecánico Dudbout lanzó un penetrante chillido:

- ¡Ahí está! El globo emergió del Océano a 200 metros de distancia. Se apoderó de nosotros tal

emoción a la vista de aquella maravilla, que tardamos un momento en apercibirnos de un hecho muy evidente. El mástil de aluminio del radar, sólidamente sujeto, había sido limpiamente quitado, como por manos de un experimentado mecánico.

Los buceadores se echaron al agua en masa y se dirigieron a toda velocidad hacia el sumergible con ánimo de inspeccionarlo. Yo nadé en torno al aparato sumergido y lo hallé en perfecto estado, sin escapes de gasolina, si bien las delgadas planchas del globo, especialmente en los puntos donde afloraban a la superficie, estaban desgarradas, onduladas y hundidas hacia adentro, como las mejillas de un obeso gigante que tratase de avivar el fuego soplando.

A la puesta del sol conseguimos colocar el Batiscafo al costado de su barco nodriza, pero nuestra flotilla se alejaba a la deriva del abrigo que le ofrecía la isla, y nosotros no podíamos sujetar un gancho sumergible. Georges y un marinero del Scaldis subieron sobre el globo, tratando repetidamente de sujetarlo. El sumergible se balanceaba vivamente en la mar cada vez más picada, y temimos que terminaría destruyéndose al chocar contra el costado del Scaldis. Dumas y Tailliez trabajaron toda la noche a bordo de este barco para evitar la

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colisión. No podían acoplar mangas de gasolina para vaciar los depósitos del sumergible. Cosyns ordenó que se inyectase dióxido de carbono comprimido en los tanques de gasolina. Vaharandas de vapor de gasolina envolvieron el Scaldis. Una simple chispa hubiera originado una explosión que, a buen seguro, hubiera destruido ambas naves. Georges y el marinero se mantenían heroicamente aferrados a las válvulas, recibiendo chorros de gasolina en plena cara. Por último, dieron cima a su labor y se les izó a bordo, momentáneamente ciegos y extenuados por completo. Toda la noche seguimos luchando por salvar el Batiscafo. Finalmente, conseguimos bajarlo a su hangar, mientras los gloriosos rayos del sol empezaban a teñir la altura.

Nos llenó de congoja ver el vehículo de nuestras más caras esperanzas. La envoltura exterior estaba destruida irremediable- mente. Uno de los motores , con la correspondiente hélice, había sido arrancado. En el interior del globo había una pasta irreconocible, formada por la pintura disuelta por la gasolina de los escapes. Abrimos la escotilla para examinar los instrumentos. Echamos una mirada al indicador automático de profundidad e hicimos comprobaciones de la temperatura y salinidad. El Batiscafo había alcanzado la profundidad de 1.380 metros.

La ironía de lo sucedido, sin embargo residía en el hecho de que el sumergible había resistido con éxito las enormes presiones de las profundidades marinas, con la sola excepción de la misteriosa pérdida de la antena del radar, para resultar luego irreparablemente averiado por las olas de superficie de un mar ligeramente picado.

Teníamos la máquina para transportar a los hombres a los abismos del mar, pero no éramos capaces de franquear el tejido molecular del aire y del agua.

El Batiscafo ha sido objeto de ulteriores perfeccionamientos para darle unas aptitudes más marineras. Ahora puede ser remolcado sin necesidad de ser transportado por un barco nodriza. Los pilotos pueden entrar en la barquilla inmediatamente antes de la inmersión y salir de ella tan pronto como el sumergible vuelva a la superficie. Se efectuará otra prueba *. Tengo la plena seguridad de que el segundo Batiscafo podrá transportar felizmente a sus tripulantes hasta los mismos cimientos del mundo. * *En su tercer intento, efectuado el 26 de agosto de 1953 en aguas de la isla de Capri (Italia), el profesor Piccard consiguió descender con su “Batiscafo” a una profundidad de 1.050 metros . El sabio suizo efectuó la inmersión acompañado de su hijo. Quince días antes, dos miembros del Groupe d’Etudes es de Recherches Sous-marines descendieron frente a Tolón a la profundidad record de 2.100 metros. Posteriormen- te, el 30 de septiembre de 1953, Piccard se sumergió en aguas del mar Tirreno (Isla de Ponza), a bordo del batiscafo “Trieste”, y en febrero de 1954 los franceses G. S. Hounot y P. Willm, después de una inmersión en vacío a 4.100 metros, y de otra a 700 metros, batieron, a bordo del FINRS-3 y a 180 kilómetros de Dakar, el record mundial de profundidad, tocando fondo a 4.050 metros, sobre una llanura arenosa y turbia, en la que descansaba el plancton atlántico, observado por Houot y Willm casi sin solución de continuidad a partir de los 2000 metros. Un extraño y enorme pez prehistórico se acercó a los tragaluces de lucita, cuando el batiscafo descansaba sobre el fondo. (N.del T.)

CAPITULO X

Los Compañeros del Mar

En ocasión de la expedición del Batiscafo, dispusimos de algunas semanas para actuar por primera vez en el Atlántico.

Tras escudriñar las cartas de navegación, descubrimos dos lugares mágicos que recibían la denominación de Islas del Salvamento, situadas entre las Islas Madera y las Canarias. El libro derrotero las calificaba de deshabitadas. Navegamos hacia ellas atravesando aguas infestadas de tiburones, y tomamos las precauciones de rigor. Los buzos descendían por parejas, para salvaguardarse mutuamente, y con tabletas de acetato cúprico -"mata moscas" las llamábamos- sujetas a los tobillos para ahuyentar a los escualos.

En la solitaria isla de Salvamento Grande, Didi y yo descendimos la escalerilla para efectuar nuestra primera inmersión. Mi compañero iba cargado con una enorme ballesta provista de un arpón explosivo, mientras yo llevaba una cámara cinematográfica. Abandonamos la escalerilla y sumergirnos nuestros lentes en el agua. Casi al mismo tiempo,

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con movimientos desesperados, volvimos a asir la escalerilla. Acabábamos de entrever algo que despertó en nosotros un temor jamás sentido. En realidad, era puro vértigo.

Nos miramos y volvimos a introducir cautelosamente nuestra cara bajo el agua, sin soltar la escalerilla. A treinta metros debajo de nuestros pies distinguíamos el fondo desnudo hasta en sus menores detalles. Parecía como si entre él y nosotros no hubiese agua. En el espacio que abarcaba nuestra vista no se distinguían trazas de animales, plantas o minerales. Aquello era agua destilada, no el benigno y moteado elemento que solíamos llamar aguas claras, en las cuales una excepcional visibilidad no permitía alcanzar un espacio mayor que el de una sala de conciertos. Ahora contemplábamos un horrible y brillante paisaje. Si soltábamos nuestro asidero, teníamos la sensación de que caeríamos como una piedra por el espacio vacío. para ir a estrellarnos contra las odiosas rocas que se alineaban allá en el fondo. Por último nos decidimos a sumergirnos, y con la mayor sorpresa constatamos que el mar nos sostenía. Nadamos hacia abajo, viéndonos como enormes y raros animales, en aquellas aguas que parecían químicamente puras. Pocos metros más abajo cruzamos junto a un grupo de inmóviles picudas, que no nos prestaron la menor atención. Róbalos y sábalos parecían como suspendidos en aquel hechizado paraje.

Lo que producía un efecto mas fantástico y sobrenatural eran las lisas y brillantes espinas pardas de los caracoles marinos esparcidos sobre la ladera rocosa, que resultaban suaves y pulidos al tacto. Nuestro amigo el profesor Pierre Drach nos había dicho que al parecer no había ninguna roca submarina ni ningún arrecife que no estuviesen recubiertos de flora y fauna. Aquí, sin embargo. aparecía una excepción a esta regla. La ladera sumergida de la isla de Salvagem Grande no mostraba, sobre la espantosa lava. ni uno solo de los animales o plantas acostumbrados, a excepción de algunas pocas especies que nos eran desconocidas. Por todo el farallón se veían miles y miles de erizos marinos, pertenecientes a una variedad tropical de gran tamafino, con púas de treinta centímetros de longitud. Ladeamos el cuerpo para observar aquella nación de erizos que movían rítmicamente sus púas, como un campo de trigo acariciado por la brisa. Volvimos a ponernos cara abajo y sentirnos el vértiflo y la atracción del vacío. Nuestras burbujas, al elevarse hacia el cielo, nos producían un sentimiento tranquilizador, que se veía acrecentado al pensar que podíamos elevarnos también cuando lo deseásemos y asir la escalerilla.

No cazamos ningún pez ni tomamos ninguna fotografía. Aquello no nos parecía el mar con el cual estábamos familiarizados.

Una mañana, a finales de estío el Elie Monnier puso rumbo a Dakar, cruzando un mar tranquilo que nosotros sabíamos muy bien que era un engañoso velo que ocultaba miles de tiburones. Nos habíamos estado preparando durante dos años para enfrentárnos con los tiburones del Atlántico. Poseíamos la mejor defensa contra los tiburones que había sido ideada por la mente del hombre... y de los fuertes herreros de Tolón. Consistía en una jaula de barrotes de hierro, parecida a una jaula de leones de circo. Era desmontabIe y podía ensamblarse en un santiamén para bajarla al agua con ayuda de una grúa. Tenía una puerta, por la cual el buzo podía salir y entrar cuando lo desease, o encerrarse en el interior cuando se viese acosado por los escualos.

Creíamos que los tiburones eran más peligrosos para un buzo en el momento en que éste entraba o salía del agua. Gracias a la jaula podíamos descender sin peligro, salir en el fondo a efectuar nuestro trabajo, volver a ella, encerrarnos y dejar que nos elevasen en la seguridad más completa. En el interior de la jaula se hallaba una bocina especial para avisar a los del barco.

La gran inauguración de este zoo humano tuvo lugar al sur de la Isla Magdalena, en aguas de Dakar. Dumas, Tailliez y yo, los orgullosos Inventores, reclamamos el honor de efectuar la primera inmersión. Embarazados con nuestro pesado bloque tribotella y con nuestras cámaras y ballestas, entramos en la jaula, montada en la cubierta de nuestro barco, y nos agarramos a los barrotes cuando el aguilón de la grúa de a bordo nos izó sobre la borda y nos descendió hacia la superficie del mar. Meciéndonos al extremo de la cadena de la grúa, nos pareció que el suave balanceo del Elie Monnier aumentaba considerablemente. como si fuese el preludio de una cabalgata carnavalesca. Hicimos gestos de adiós a nuestros divertidos compañeros de a bordo, y nos hundimos en las brillantes ondas.

El agua, que lo penetra y abraza todo, nos levantó hacia el techo de la jaula. Nos desenredamos y permanecimos flotando en el interior de la jaula. El efecto debía de ser el de una absurda jaula submarina para pájaros, con tres hombres volando torpemente en su interior. La grúa de a bordo hacía dar saltos a la jaula, con el resultado de que recibíamos abundantes golpes en la coronilla y en los pies al chocar violentamente contra los barrotes. A

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medida que la grúa iba soltando cable, la jaula empezó a comportarse de un modo aún más pintoresco. Nuestras botellas huecas llenas de aire comprimido chocaban con los barrotes, produciendo un campanil repiqueteo, cuyo eco se esparcía por el mar. Nueve botellas chocando entre ellas y contra los barrotes de hierro de la jaula debían de producir el efecto de un carillón tocado por un músico barroco para dar la bienvenida al Año Nuevo.

Mis lentes salieron de posición y me di un fuerte golpe de cabeza contra la jaula. Volví a ajustarme los lentes, negándome a reconocer la derrota. Por el contrario, toqué la bocina para indicar que nos bajasen hasta el fondo. El cable se detuvo con un espantoso tirón, zarandeando a los apabullados pasajeros sobre el fondo sombrío. Nos agarramos a los barrotes y miramos anhelosamente a través de ellos hacia la libertad. Una bandada de peces barbero, provistos de brillantes esquenas amarillas, vestidos y compuestos para pasar un día en el parque zoológico, se detuvo para contemplarnos.

Luego se alejaron y una picuda de dos metros de longitud hizo su aparición. Pasó junto a nosotros sin detenerse, pero no por eso dejamos de apreciar su circunferencia. El animal hubiera podido pasar muy fácilmente entre los barrotes de nuestra jaula. Di entonces la señal para que nos izasen.

Después de esta experiencia usamos sólo una vez más la jaula humana, y aun la hicimos descender vacía para que nos fuese un refugio submarino en caso de apuro. Luego nos enfrentamos ya con los tiburones sin el auxilio de la jaula.

Nuestro receptor acústico localizó el casco de un submarino francés que se hundió durante la guerra a veintitrés metros de profundidad, frente al puerto de Dakar. Nos sumergimos hasta el Pecio. La embarcación yacía limpiamente asentada sobre el fondo rodeada de peces como jamás habíamos contemplado, entre ellos se encontraban pequeños salmones y oscuros pompanos. Dumas penetró bajo la sombra que proyectaba la hélice de babor y se encontró cara a cara con una cherna gigantesca, de una variedad prima hermana de nuestro familiar mero mediterráneo. Este ejemplar era diez veces mayor que nuestros viejos amigos del Mare Nostrum. Por lo menos pesaba doscientos kilos. La ancha cabeza plana y sus minúsculos ojillos avanzaron hacia Dumas. El monstruo tenía abierta de par en par su fea bocaza, en la que cabía Didi todo entero. Este sabía que los meros sedentarios no poseen dientes propiamente dichos, pero parecía como si este ejemplar desease engullirlo entero y sin masticarlo, tal como hace el mero, que nada con las fauces abiertas, y se traga a pulpos y langostas vivitos y coleando. Dumas se hallaba observando y yo estaba fuera del alcance de su vista, tratando de encontrar buenos ángulos para mi cámara.

Dumas, al ver las cavernosas fauces a poco más de medio metro, nadó hacia atrás para mantener la distancia v vigilar los movimientos del monstruo. Como éste no llevaba prisa, Dumas tuvo un breve momento de respiro. Didi sabía que los animales de aquella especie eran inofensivos, pero esto no le era de ningún consuelo al contemplar aquella espantosa bocaza. Durante largo tiempo -o por lo menos así lo creyó Didi- fue retrocediendo de espaldas, cambiando miradas de repulsión mutua con el mero. Por último, la bestia dejó de sentir interés por el hombre. dió media vuelta y se volvió a su oscura guarida, bajo la panza del submarino hundido.

Dumas emergió muy pensativo. -lmaginaos lo que debe de ser verse tragado vivo por uno de esos asquerosos peces ~fué su único comentario.

Tal vez nuestro compañero más encantador Y fascinante en el mar ha sido la foca. Antaño el Mediterráneo abundaba en focas fraile, Monachus albiventer, una especie que en la Antigüedad era conocida desde el Mar Negro hasta la zona oriental del Atlántico. Al introducirse el comercio de pieles de foca en el siglo XVII, las focas fraile fueron implacablemente exterminadas por hombres que compartían las ideas del cazador de Terranova Abraharn Kean, quien se jactaba de ser el mayor exterminador de animales de la historia, pues había dado muerte a un millón de focas. De vez en cuando, sin embargo, habíamos oído hablar a viejos pescadores acerca de la existencia de ejemplares aún vivientes de foca fraile.

Nuestro Interés por las extintas focos fraile se avivó extraordinariamente en La Galite, un grupo de minúsculas islas situadas a treinta y cinco millas al norte de la costa tunecina. Este lugar es famoso por sus langostas, que se conservan en viveros formados por recipientes sumergidos, donde son recogidas por botes y enviadas luego a Túnez o a la metrópoli. El alcalde de La Galite, un individuo parlanchín y pelirrojo, declaró con la mayor seriedad que él había visto focas fraile vivas.

- Una tarde todos vimos a una de esas focas saqueando u n vivero de langostas cerca de la escollera. Armó tal revoltijo allá abajo, que cuando emergió para respirar llevaba el

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pote de las langostas encasquetado en la cabeza, como un curioso sombrero.Todos soltamos la carcajada al oír esta historia.

- Todos lo vieron -exclamó el alcalde~. Ya les enseñaré las cuevas donde habitan esas focas. Monsieur le Maire nos acompañó a visitar tres cuevas que no mostraban la menor traza de la presencia en ellas de animales. Al llegar ante la cuarta cueva, Tailliez, Dumas y Marcel Ichac, el explorador del Himalaya, fueron a tierra para dar una batida y hacer salir de ella a todas las criaturas que la habitasen. Jean Alinat y yo nos zambullimos en dirección a la boca de la cueva; él se apostó a unos cinco metros delante de mí, oculto tras una roca, mientras yo arrastraba la cámara hacia la rampa submarina. Los de la orilla arrojaron una piedra al interior de la cueva. Ante su asombro, dos enormes y asustadas focas fraile salieron arrastrándose. Eran una hembra gris y un enorme macho blanco, que se arrojaron al agua entre un diluvio de piedras. El Monachus albiventer acababa de entrar de nuevo en la Zoología.

En la umbrosa boca de la caverna divisé una enorme silueta blanca, que tomé por un pez desconocido. Si bien me hallaba preparado para encontrarme con una foca fraile, la idea de darme de bruces con un ejemplar blanco no había cruzado por mi cabeza, ya que una foca albina adulta constituye una gran rareza. Alinat se hallaba suficientemente cerca para ver que efectivamente era una foca. y me lazo vivos gestos para indicarme que hiciese funcionar al instante la cámara. La foca se detuvo a dos metros de Alinat. El viejo ejemplar albino era verdaderamente único, pero por su parte jamás había visto a un pez de doble cola que soltaba nubes cae burbujas. El macho extendió su aleta delantera, giró sus grandes ojos de un lado a otro y se atusó el bigote con un maravilloso gesto. Luego nadó en derechura hacia mí. Alinat estaba tan cerca de ella, que hubiera podido acariciar su blanquecino flanco cuando el animal pasó junto a él.

Nos apresuramos a regresar al barco y, una vez a bordo, nos pusimos ropas secas para efectuar una exploración del Interior de la caverna. Ya en ella. descubrimos, con ayuda de nuestro reflector. la boca de un túnel lo suficientemente ancho para dar paso a un hombre. Nos arrastramos por él por espacio de seis metros hasta alcanzar la cámara interior, que tenía otros seis metros de diámetro y estaba impregnada de un fuerte olor animal. En el centro de la cámara descubrimos. a la luz de nuestro reflector, el esqueleto Intacto de una gran loca fraile. Este era el ghetto donde había sobrevivido la especie, donde nacían sus crías lejos del alcance del hombre, su enemigo mortal. y adonde se arrastraban para morir en paz, cuando aquél las había herido con sus armas. No podíamos apartar de nosotros la impresión de que la presencia de aquel ,esqueleto indicaba una tumba, pues estaba tan intacto y limpio como si estuviese en un panteón funerario.

Siempre en seguimiento de la foca fraile, fuimos luego a Port Etienne, un puesto avanzado francés próximo a la Costa de Oro española. Allí encontramos a un solitario que habitaba en una desmantelada choza de planchas de hierro. Este hombre, que se llamaba Caussé, nos declaró que las focas fraile eran sus únicos amigos. ~ He aprendido a llamarlas por medio de un silbido especial ~ nos declaró -. Los domingos me levanto temprano y me aproximo a ellas arrastrándome por la arena. Ellas me reciben sin dar la menor muestra de inquietud, y pasamos el día en la playa.

Lo miramos, preguntándonos, estupefactos, qué estaba extinguido, si las focas fraile, o Caussé, o nuestra civilización. Nuestro amigo conocía a unos doscientos supervivientes de las supuestas colonias extintas de focas que antaño poblaban la Costa de Oro. Después de habernos presentado a una manada, nos pusimos los avíos de baño dispuestos a emular los sociables y arrastrados hábitos de nuestro anfitrión. Philippe y Didi, provistos sólo de lentes y aletas, vinieron nadando por el mar. Tenían bastante cuidado en evitar expansiones demasiado íntimas con unos mamíferos que los duplicaban en tamaño y que podían rasgar la carne y quebrar fácilmente los huesos con sus poderosas mandíbulas. Veinte focas se bañaban en la rompiente, incluyendo un enorme macho oscuro, una madre y su cría y varios adolescentes juguetones.

Flotando inmóvil en el agua, Dumas se dedicó a estudiar cuidadosamente la técnica que empleaban las focas para la inmersión. Estas obturaban las ventanas de su nariz, se volvían de costado, acariciaban el agua con las mejillas y se zambullían sin causar el más ligero chapoteo. Dumas, el más "acuático" de todos nosotros, resultaba muy torpe al tratar de imitarlas. Un fuerte oleaje batía contra las rocas, agitando el agua turbia y fangosa, llena además de irritantes microorganismos y picantes medusas; pero Didi y Philippe se hallaban demasiado absortos en su lección de natación para darse cuenta de estas molestias. A las

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focas parecía gustarles la visita de aquellos aprendices. Un enorme macho se sumergió silenciosamente por detrás de Tailliez, para emerger por sorpresa ante sus propias narices. Philippe ahuecó la mano en forma de taza y arrojó con ella agua a la cara de la foca. Esta resopló y bufó como un muchachuelo. Dumas se moría de risa. pero ésta se convirtió de pronto en un grito. Se volvió y sumergiéndose, pero únicamente pudo distinguir la cola de una foca que se alejaba, después de haberse deslizado tras él para hacerle cosquillas en la espalda con sus bigotes.

Después de visitar la colonia de focas "extinguidas", decidí capturar un cachorro y llevarlo con nosotros a Francia, donde lo enseñaríamos a acompañarnos en nuestras inmersiones como un perro de caza. Con ayuda de una red que bajamos desde el acantilado, conseguimos capturar un adolescente de cuarenta hilos. Al izar la red, unos ojos nos seguían desde la rompiente con expresión de reproche. La mirada de Caussé expresaba la misma desaprobación.

-No se preocupe usted -le dije-; cuidaremos muy bien de él. Será para nosotros un amigo.

Los marineros bautizaron al cachorro con el nombre de "Dumbo". Montaron en cubierta la famosa jaula contra los tiburones y extendieron en su interior una esterilla. El cachorro se mostraba enfurruñado; permanecía postrado en el suelo y negándose a tomar alimento. Cuando llegamos a Casablanca, Dumbo llevaba seis días sin comer. Muy preocupados por nuestro pupilo, tratamos de alquilar la piscina pública de agua salada para ver si en ella el cachorro salía de su torpor. Mientras efectuábamos las negociaciones pertinentes, un amable pescador árabe se encaramó a bordo y se puso a contemplar a nuestra taciturna foca a través de los barrotes del antiguo zoo humano.

-¿No saben ustedes - nos dijo nuestro visitante ~ que las focas tienen gran debilidad por los pulpos? Prueben de darle alguno y verá.

Yo le así del brazo, diciéndole: ~ Vea si nos trae alguno, por favor. El pescador volvió a tierra, cortó una rama de olivo y la sujetó al extremo de un palo.

Luego metió la rama en el agua junto al muelle de piedra del malecón y movió pausadamente las plateadas hojas frente a una hendidura. Un pulpo, creyendo probablemente que las hojitas eran una bandada de pececillos. extendió un tentáculo fuera de la hendidura y lo enrolló en tomo al cebo. Una vez que lo hubo rodeado con sus restantes tentáculos, nuestro amigo árabe tiró de la rama y arrojó el PULPO a tierra. En veinte minutos capturé tres pequeños Pulpos valiéndose de este procedimiento.

Se los echamos a Dumbo en su jaula. El cachorro se levantó de un salto, arrojándose sobre ellos y tragándoselos como si fuesen spaghetti. Desde aquel momento, Dumbo se zampó todas las clases de pescado que le ofrecimos. Se convirtió en un animal muy dócil y manso, pero el vigoroso cachorro reveló un aspecto muy alarmante de su amistad hacia nosotros: en un mes se comía doscientos dólares de pescado. Calculamos que cuando fuese más crecidito devoraría mil dólares de pescado en el mismo espacio de tiempo.

Pensamos en arrojarlo al agua en el Mediterráneo, pero comprendimos que Dumbo, que ahora ya no sentía temor ante la presencia del hombre, emergería junto a algún pescador, abriendo la boca para pedirle comida. y el hombre, aterrorizado, le daría muerte. Nos era Imposible devolverlo a la Costa de Oro. Aun en ese caso, ¿aceptaría la colonia de focas al refinado viajero? Llenos de tristeza, decidimos entregarlo al Parque Zoológico de Marsella. donde fué Instalado magníficamente en un enorme estanque para él solito. Fuimos a visitarlo varias veces. Desde Africa, Caussé le enviaba regalos Por Navidad. Pero pronto Dumbo dejó de reconocer a sus bienhechores del Elio Monier. Se alejaba de nosotros y se ponía a ladrar ante una viejecita vestida de negro que venía todos los días para obsequiarle con un pescado.

Visitamos las lujuriantes aguas de las Islas de Cabo Verde, donde cada Inmersión constituía una verdadera maravilla para nuestros ojos. Imaginábamos qué observaciones habría podido hacer el gran naturalista Charles Darwin. que exploró aquellas costas en 1831, en el curso del famoso crucero oceanográfico del Boagle, al hubiese dispuesto de nuestro equipo.

"Mientras trataba de descubrir animales marinos, con mi cabeza a unos sesenta centímetros por encima de la rocosa orilla -escribió Darwin-, fui saludado más de una vez por un chorro de agua, acompañado por un ligero chirrido... Descubrí que el autor de ello era una jibia... Observé que la que guardaba en mi camarote era ligeramente fosforescente en la oscuridad".

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Nosotros pudimos observar las jibias y los pulpos con nuestras cabezas bajo la superficie del agua. Vimos las grandes rayas y mantas nadando en las profundidades. En las aguas de la Isla de Boavista las langostas azules eran tan numerosas que no había suficientes hendiduras en las rocas para alojarías. Las que no habían conseguido hacerse con un hogar vagaban por el fondo, por los atestados bulevares y entre sus compañeras que poseían casa. Parecía el tráfico de una gran ciudad visto con movimiento retardado.

Las tortugas de Brava nos dejaron estupefactos por la duración de sus inmersiones. Las tortugas que viven en cautividad en las piscinas de los parques zoológicos emergen con frecuencia para respirar; pero aquí, en plena libertad y en su elemento, permanecían descansando en el fondo durante horas enteras. Sólo en una ocasión vimos ascender a una tortuga hacia la superficie para respirar. Su metabolismo es posiblemente tan lento, que hace que las tortugas requieran poco oxígeno, excepto cuando nadan enérgicamente tratando de escapar.

Frente a Brava, a quince metros de profundidad, descubrimos un ancho túnel que atravesaba por completo una pequeña isla. En su oscuro interior. se podía mirar hacia atrás para ver el tranquilizador verde esmeralda de la entrada. Luego se nadaba a través de rayos de luz plateada, que penetraban por agujeros y rendijas de la roca que había sobre nuestras cabezas, para dar vuelta a un recodo y ver de nuevo el verde y acogedor resplandor del mar al lejano extremo del corredor. En ambas entradas de esta caverna submarina había multitudes de brillantes peces azulplateados, que daban tantas muestras de animación como si asistiesen a un banquete de bodas. En efecto, daba esta misma impresión, y en realidad era así, pues ante nosotros tenía lugar un casamiento en masa de enormes escorpinas azules. Sus vientres estaban dilatados por los huevos que transportaban en su interior. En las aguas exteriores se hallaban por todas partes, en bandadas de cuatro a treinta peces, que se movían rápidamente de un puesto a otro; pero aquí estaban reunidas a cientos, en una masa resplandeciente que daba vueltas en la semioscuridad. Se hallaban muy excitados ante nuestra invasión, y se reunían en torno a nosotros con gesto de reprobación, como los Invitados a una fiesta de sociedad harían ante la intrusión de unos borrachos.

Entrábamos lentamente en la caverna desde los ángulos más oscuros con el fin de no alarmarlos y poder presenciar los excitados pasos de Sus largas danzas de amor en las habitaciones nupciales. Tratamos de pasar lo más inadvertidas posible, por respeto hacia una de las secretas ceremonias de la naturaleza, quizá presenciada por primera vez por el ojo del hombre

Nuestro mejor campanero en los arrecifes era el tragicómico pez trompeta, que se encuentra en gran cantidad en las aguas de todas las islas de Cabo Verde. El pez trompeta posee una cabeza semejante a la de un caballo y una cola desproporcionadamente pequeña, separada de la cabeza por un larguísimo cuerpo tubular, que a veces alcanza los sesenta centímetros de longitud. El desgraciado pez trompeta, llamado con mayor propiedad poisson flute, o pez flauta, está muy mal equipado para la locomoción. La inútil cola y el rígido cuerpo tubular representan grandes inconvenientes, que el pez trompeta compensa agitando locamente sus aletas pectorales para avanzar y retroceder, inclinarse oblicuamente con la cabeza hacia abajo o recostarse hacia atrás para nadar horizontalmente, que es lo que hace con mayor frecuencia. No era raro encontrar a una docena de estos infelices asomando por el agujero de una roca, como lápices en una taza.

Estos desdichados bastones poseen, sin embargo, una notable cualidad. La observamos con tanta frecuencia, que lo que ahora voy a contar no es fruto de una observación precipitada, sino un hecho comprobado y registrado muchas veces por la cámara.

No era raro ver a un pez trompeta abandonar a sus compañeros, pegados a las paredes como si estuviesen "comiendo pavo" en un baile, para nadar rápidamente hacia algún animal de mayor tamaño, como, por ejemplo, un escaro, un hemulón, una escorpina o un róbalo. Colocándose junto a él o sobre el lomo del viandante, y sin apenas tocarlo, nadaba con él como si buscase la amistad del pez, pidiendo ternura, ofreciendo su corazón. Este gesto estaba absolutamente desprovisto de hostilidad. El pez trompeta no posee medio alguno de hacer daño a un pez de su tamaño, y en realidad lo que hace es exponerse a un peligro cierto al aproximarse a otros peces más armados que él. Con este gesto, el pez trompeta no pide tampoco que el otro pez le dé parte de su comida.

Este gesto de amistad jamás se ve correspondido. El róbalo o el escaro siguen nadando como si tal cosa, sin hacer el menor caso del pez trompeta, basta que por último empiezan a sentirse molestos por su acoso y por aquella amistad no solicitada que les ofrece. Entonces el pez hace un gesto brusco para librarse del importuno, pero el pobre solitario

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sigue junto a él. Por último, el objeto de su afecto acelera su velocidad y abandona al pez trompeta, que queda flotando tristemente entre dos aguas rechazado una vez más. Contemplamos muchas veces, movidos entre la compasión y la risa, este social piscícola. El estrecho de Gibraltar es un lugar único para estudiar la vida de los mamíferos marinos. Miles de ballenas y marsopas migratorias cruzan en uno y otro sentido la estrecha puerta que separa el Atlántico del Mediterráneo. Tailliez y yo contemplábamos desde cubierta las manadas que cruzaban el estrecho, mientras Dumas se hallaba bajo la quilla, sujetando una cámara cinematográfica automática para filmar una singular manada de marsopas que jugueteaba a la proa del Elie Monnier.

Se las veía nadar a gran velocidad ante la proa del barco, saltar fuera del agua para respirar y quedarse al margen de la loca carrera para ser reemplazadas inmediatamente por otras marsopas, y a medida que la velocidad del barco aumentaba, se recostaban sobre sus flancos para observar a los humanos con sus inteligentes ojillos. Las madres nadan en compañía de sus crías, que tienen que moverse a un ritmo más rápido para no rezagarse, mientras se dan joviales empellones. De pronto, y sin ninguna razón o motivo aparente, las filas empiezan a clarear, la última marsopa se hunde y se corre un telón de espuma sobre este ballet del mar.

Las observábamos con mucha frecuencia y a veces incluso nos zambullíamos con ellas. Jugaban a perseguirse, como si su cerebro poseyese la capacidad de entender las bromas. Estos animales tienen una anatomía que recuerda de un modo turbador la del hombre. Son de sangre caliente, respiran aire como nosotros y tienen poco más o menos el mismo peso y tamaño que un hombre. El Dr. Longet disecó un a marsopa sobre una mesa de operaciones instalada en cubierta. Nosotros le observábamos llenos de inquietud, viéndole extraer unos pulmones iguales a los nuestros y un cerebro tan grande como el de un hombre, con las mismas profundas y abundantes circunvoluciones que se suelen atribuir a los cerebros de los genios. Las marsopas tienen labios que sonríen y unos ojos brillantes y expresivos. Son muy gregarias y, aún más que esto, sociables. Probablemente hay más marsopas en el mar que hombres sobre la faz de la tierra.

Las poderosas aletas horizontales de la cola de las marsopas les permiten subir a gran velocidad a la superficie, para efectuar una inspiración instantánea, y luego sumergirse como un torpedo viviente. Filmamos con cámara lenta sus narices para medir el tiempo que necesitan para efectuar una inspiración. La película nos reveló que son capaces de llenar sus pulmones en un octavo de segundo. Al sumergirse, dejan una plateada estela de burbujas. lo cual demuestra que las marsopas no cierran herméticamente sus orificios nasales bajo la superficie del agua.

Al nadar con ellas bajo la superficie del mar, con las orejas destapadas, oíamos sus chillidos de ratón, un grito verdaderamente cómico para unos animales tan espléndidos. El agudo chillido de las marsopas puede tener otro propósito que el de simple conversación entre los miembros de la manada. Un día, a cuarenta millas en el Atlántico y con rumbo a Gibraltar, el Elie Monnier navegaba a sus buenos doce nudos por hora cuando una manada de marsopas lo alcanzó por la popa. Llevaban exactamente el rumbo necesario para dirigirse al mismísimo centro del estrecho de Gibraltar, a pesar de que la tierra todavía no se divisaba en el horizonte. Navegamos un rato en conserva con ellas, hasta que de pronto hice torcer astutamente el rumbo cinco o seis grados con el intento de desviarlas. La manada siguió nuestro nuevo rumbo durante unos minutos, pero luego abandonó la proa de nuestro barco y volvió a tomar el rumbo original. No tuve más remedio que seguirlas. Las marsopas, en efecto, se dirigían en derechura al estrecho de Gibraltar.

Viniesen de donde viniesen, las marsopas sabían perfectamente en qué lugar del inmenso océano se hallaba aquella puerta de diez millas de ancho. ¿Se hallan equipadas con algún aparato acústico o ultrasónico que, con ayuda de sus chillidos, les permite formarse una idea de la topografía del invisible fondo marino? Las marsopas se comportaban exactamente como si desde Gibraltar les mandasen la . debida orientación. Probablemente, hacen rebotar sus chillidos de ratón en el fondo del mar. Tal vez en lo más profundo de su atávico instinto racial existe el conocimiento del camino que serpentea a través de las montañas y llanuras desaparecidas desde hace tanto tiempo, y que conduce hasta la puerta del Mediterráneo, de aquella comarca que en remotos tiempos constituyó su lugar de juegos y de solaz.

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CAPITULO XI

Los Monstruos que Hemos Hallado

LA PESCA constituye una de las más antiguas ocupaciones del hombre. Las historias de peces aparecen desde muy temprano en el folklore de todos los pueblos. Los poetas y los narradores de historias fueron redondeando con sus toques las supersticiones marinas que han persistido hasta nuestros días. La Prensa de tipo popular es muy sensible aún al influjo de descabelladas historias de monstruos marinos. Cuando hace cosa de un siglo hizo su aparición el buzo provisto de escafandra, la epopeya obtuvo su más reciente y dramático elemento: un héroe humano que descendía a las profundidades para reñir encarnizada batalla con sus crueles moradores. Estas feroces luchas han sido descritas por escritores de secano. Los solitarios y laboriosos buzos tendrán que ser perdonados por el silencio con que han aceptado el papel que les atribuye la leyenda. Pero la verdad es que el buzo, encerrado en su escafandra y trabajando casi siempre en las sucias aguas de puertos y canales, es incapaz de determinar si la interferencia de que ha sido objeto su tubo de aire es debida a un calamar gigante o a un mástil podrido. La duda deja siempre lugar a la interpretación por la que uno se siente más inclinado.

Un hombre desnudo nadando bajo la superficie de las aguas se mezcla con la vida que le rodea y puede observarla a sus anchas, lo mismo que él puede ser observado por otros nadadores y por el ojo registrador de la cámara. Su llegada significa el fin de la superstición.

Dejando aparte la serpiente de mar, los villanos del mito submarino son los tiburones, los pulpos, los congrios, las morenas, las pastinacas o rayas provistas de un aguijón en la cola, las mantas, los calamares y las picudas o barracudas. Nos hemos encontrado con todos ellos, excepto con el calamar gigante, que habita en profundidades a las que nosotros no podemos alcanzar. Excepto por lo que se refiere al tiburón, acerca del cual aún no hemos llegado a una conclusión cierta, los restantes monstruos parecen formar un hatajo completamente inofensivo. Algunos de ellos se muestran indiferentes ante la presencia del hombre; otros dan muestras de curiosidad. La mayor parte de ellos se asustan cuando nos aproximamos para examinarlos. Voy a referirme a continuación a algunos de estos monstruos... dejando el tiburón para más adelante.

Nuestro campo de acción, desde luego, ha sido principalmente el Mediterráneo, con breves escapadas al Atlántico y al Mar Rojo. Acaso los monstruos del Mediterráneo están ya domesticados y los verdaderamente salvajes viven en los grandes océanos.

Consideremos ahora el caso del pulpo, tan calumniado el pobre. El pulpo debe la mayor parte de su celebridad a Víctor Hugo, quien, en Los trabajadores del mar, relató la manera como el pulpo ingiere su alimento, en este caso un ser humano.

"Uno entra en la bestia -escribió-. La hidra se incorpora al hombre: el hombre se amalgama con la hidra. Los dos se convierten en uno. El tigre sólo puede devorar a su víctima: el pulpo la aspira, la atrae hacia sí, la hace penetrar en su interior y, ligada y desvalida, ésta se siente vaciada en su terrible saco, que es un monstruo. Ser comido vivo es más que terrible; pero verse bebido vivo es algo inexpresable".

Esta era la imagen que nosotros teníamos del pulpo cuando nos aventuramos en nuestras primeras inmersiones. Después de encontrarnos con varios de estos cefalópodos, llegamos a la conclusión de que la expresión "bebido vivo" era más aplicable a la condición en que se hallaba el novelista cuando escribió el pasaje de marras que a la situación de un ser humano que se tropieza con un pulpo.

Hemos ofrecido nuestras propias personas en incontables ocasiones para esta terrible libación. Al principio sentíamos una repulsión natural al tocar las viscosas superficies de rocas y animales marinos, pero descubrimos que las yemas de nuestros dedos no nos transmitían esta sensación. Esto hizo que nos resultase más fácil tocar por primera vez un pulpo vivo. Vimos a muchos de estos animales en el fondo o asidos a los arrecifes. Dumas Se atrevió un día a arrancar con sus propias manos a un pulpo de un escollo. Sentía algo de aprensión pero se trataba de un ejemplar de pequeño tamaño y Didi creyó que él era demasiado trago para el bicho. Si Dumas daba muestras de timidez el pobre pulpo estaba completamente aterrorizado. Se debatió desesperadamente para escapar del monstruo de cuatro brazos hasta que por último consiguió desasirse. Se alejó por medio de una lenta propulsión a chorro arrojando surtidores de su famosa tinta.

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Pronto nos atrevimos a tomar en nuestras manos a todos los pulpos que encontrábamos fuesen del tamaño que fuesen. Dumas se convirtió en una especie de maestro de baile de los pulpos. Escogía a un rehacio alumno. lo sostenía con mano firme y suave y describía varios círculos con él induciéndole a seguirle. El cefalópodo usaba todas las tretas imaginables para escapar. El tímido animalejo solía negarse generalmente a hacer uso de sus ventosas sobre la piel humana. Didi trató de envolver su brazo desnudo con los tentáculos de una de esas criaturas en la posición familiar de los chupadores de sangre. pero no tuvo el menor éxito. El pulpo no quería mantener la presa. Didi oprimió las ventosas contra su brazo y consiguió obtener una breve adhesión muy fácil de suprimir y que dejó marcas momentáneas sobre su piel.

Los pulpos son animales que poseen en alto grado el poder de adaptación. Dumas descubrió esto después de jugar pacientemente con ellos hasta conseguir una cierta correspondencia. Generalmente los pulpos se mostraban más sumisos cuando estaban fatigados. Dumas soltaba a un pulpo, cuando lo veía muy cansado y el animal se alejaba gracias a su sistema de propulsión, pero con los tentáculos colgando inertes.

Los pulpos poseen dos medios diferentes de locomoci6n. Sobre superficies duras. son capaces de arrastrarse con bastante perfección. (Guy Gilpatric cuenta que una vez vió a un pulpo en libertad en una biblioteca. El animal corría arriba y abajo por los estantes, tirando libros al suelo, lo cual constituía probablemente una refinada venganza contra sus autores). Su manera de nadar consiste en inflar la cavidad paleal de su cabeza con agua y proyectar luego este liquido en forma de chorro, con lo cual consigue una velocidad moderada. Dumas los alcanzaba fácilmente. Entonces el pulpo descargaba varias bombas de tinta para acudir luego a su última defensa, que consistía en dejarse caer de repente al fondo, donde permanecía inmóvil, asumiendo instantáneamente la coloración y forma del lugar donde se hallaba. Examinando con aguda mirada el fondo del mar, a Didi no le costaba mucho trabajo volver a descubrir a la criatura. Cuando había terminado su repertorio de armas para la guerra psicológica, el pulpo se elevaba desmayadamente del fondo, abría sus tentáculos en abanico y se volvía a dejar caer.

Es en este momento cuando Dumas lo hallaba en sazón para empezar la clase de baile. Tomando al alumno por los tentáculos, le hacía efectuar algunas improvisaciones del ballet. Algunos pulpos, al hallarse en este estado de agotamiento nervioso, respondían imitando las figuras que él les enseñaba, para terminar la lección en la misma actitud de un gato travieso. Cuando a Didi se le terminaba la provisi6n de aire, el cansado pulpo permanecía extendido y relajado, contemplando como el profesor se elevaba hacia el cielo. Ya sé que todo esto parece una historia marsellesa. Para guardar evidencia de ello, tuve buen cuidado de impresionar varias películas con estos ejercicios.

La tinta del pulpo ha sido vertida generosamente con periodística fantasía y mezclada con la de escribir. Nuestros ojos están protegidos por los lentes y, por lo tanto, no puedo decir si esta tinta es o no un veneno óptico. Sobre la piel desnuda no producía el menor efecto, como tampoco pareció tenerlo sobre un pez que cruzó casualmente la negra nube. Descubrimos que su emisión no tenía por objeto crear una cortina de humo que ocultase al pulpo de sus perseguidores. El pigmento no se esparcía por el agua; por el contrario, permanecía en ella conservando la forna de una burbuja de contornos bastante definidos y provista de una cola. Resultaba demasiado pequeña para ocultar al pulpo. Si la tinta no era venenosa ni servía para ocultar al cefalópodo, ¿cuál era su función? Escuché una explicación muy interesante de labios de un gran amigo de los pulpos. Theodore Rousseau, conservador del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York. Su opinión era que la bomba de tinta tiene por objeto crear un falso pulpo, una imagen ficticia para engañar a los perseguidores cuya vista no sea muy aguda. El tamaño y la forma de la exhalación recuerdan groseramente a los del pulso que la ha emitido.

En el fondo llano del nordeste de Porquerolles, de aguas poco profundas, descubrimos una verdadera ciudad de pulpos. Apenas si podíamos dar crédito a nuestros ojos. Según los naturalistas, y con ello estaban de acuerdo nuestras propias observaciones hasta aquel momento, los pulpos viven en grietas de las rocas y escollos. Sin embargo, aquí contemplábamos extrañas viviendas, erigidas indudablemente por los propios pulpos. Una de estas viviendas, que puede considerarse como típica, consistía en una habitación con el techo formado por una piedra plana de sesenta centímetros de longitud y que por lo menos pesaría diez kilos. Un lado de esta losa había sido elevado veinte centímetros y apuntalado por medio de dos dinteles, una piedra y un ladrillo rojo de albañilería. El piso fangoso del

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interior había sido excavado y rebajado en doce centímetros. Frente al colgadizo había una verdadera muralla formada por residuos acumulados: caparazones vacíos de cangrejo, ostras, piedras, pedazos de vajilla, anémonas marinas y erizos. De la morada surgía un tentáculo que se retorcía sobre los desechos, mientras los ojos de buho del pulpo me atisbaban por encima del montón. Al aproximarse, el tentáculo se contrajo, amontonando los residuos frente a la puerta, con el fin de ocultar el habitante de la casa a miradas indiscretas. Tomamos fotografías en color de una de estas viviendas de pulpos.

Para mí esta observación tuvo un gran valor, porque demuestra que el pulpo es capaz de usar útiles para su trabajo, lo cual quiere decir que posee complejos reflejos condicionados que hasta entonces no había visto atribuídos a estos cefalópodos. Por el hecho de reunir los materiales necesarios para la erección de una casa y por el de haber levantado la piedra y sostenerla mientras fijaba" bajo ella las columnas de sustentación constituídas por un guijarro y un ladrillo, el pulpo puede haber ganado varios puestos en la clasificación de inteligencia entre las especies.

Es algo realmente intrigante hacer cábalas sobre los devaneos amorosos de los pulpos, que jamás hemos presenciado en el mar. Fueron descritos por Henry Lee, antiguo director del Acuario de Brighton (Inglaterra), quien tiene verdadero derecho al título de cronista de los pulpos, Hace ochenta años, Henry Lee se dedicó pacientemente a observar el primer pulpo cautivo que hubo en Inglaterra y que estaba guardado en un depósito en Brighton. Escribió un libro profundo e inteligente titulado The Octopus, the Devilfish of Fact and Fiction. Le decía en este libro a su público victoriano:

"Puedo decir muy poco acerca de la fertilización de los huevos de los pulpos en un libro que ira manos de lectores de todas las condiciones". Después de este exordio puritano, Henry Lee procedía a describir lo que había visto:"En la época del celo tiene lugar una curiosa alteración en uno de los tentáculos del pulpo macho. El miembro se hincha considerablemente, y de él surge un largo apéndice parecido a un gusano y provisto de dos hileras longitudinales de ventosas, de la extremidad de las cuales se extien de un sutil filamento alargado. Cuando el pulpo ofrece su mano a una dama de su propia especie, ésta la acepta, pero se queda con ella y se la lleva, porque esta singular excrecencia se desprende entonces del tentáculo de su cortejador y se convierte en una criatura dotada de movimientos propios, con vida independiente y que continúa existiendo por algún tiempo después dehaber pasado al poder de su nueva dueña".

Un lugar favorito para otra especie de monstruo marino era un fondo situado bajo cuarenta metros de agua en La Seche du Sarranier, en la Costa Azul. El suelo era muy característico: parecía de arena, hasta que al aproximamos veíamos que estaba formado por extraños guijarros redondos de origen orgánico, de delicados tonos rosa y malva. Había allí varios montones de piedras, entre las cuales habitaban meros y escorpinas, pero los verdaderos dueños del lugar eran las rayas. Un verdadero ejército de pastinacas, rayas águila y escritas descansaban aplanadas sobre los guijarros.

Al nadar hacia ellas, se irguieron, vigilantes, sobre los extremos de sus grandes alas, listas para huir. Cuando vieron que nos aproximábamos, se alzaron por parejas y escaparon velozmente. Las veíamos nadar de dos en dos con mucha frecuencia, pero nunca pudimos capturar a una pareja para ver si estaba formada por un macho y una hembra. Una vez me encontré con dos pastinacas de tamaño mediano dormidas en el fondo. Una de ellas se despertó y emprendió la huída. De pronto, pareció vacilar, regresó junto a su compañera, la despertó golpeándola con las alas y ambas se alejaron juntas.

Cuando nos deslizábamos sin movemos sobre el reino de las rayas, éstas permanecían quietas, haciendo girar sus grandes ojos redondos y observándonos atentamente. Las que mostraban un cuerpo más abultado eran hembras preñadas, que conservan en su interior a su cría por largo tiempo, como si deseasen lanzarla a la lucha por la vida lo más desarrollada posible. La caza de rayas con fusil submarino ya no tiene ningún interés para nosotros. Esta caza no ofrece ninguna dificultad, pero no vale la pena. En nuestros primeros tiempos solíamos ensartar alguna que otra raya con nuestros arpones. Una de las que llevamos a tierra nos sorprendió pariendo sobre la arena. Tailliez tomó entre sus manos a una de las crías, de una longitud de veinte centímetros, para volverla al agua. El recién nacido, sin embargo, le propinó un pinchazo digno de un adulto.

Los pescadores resultan a veces heridos por las pastinacas que izan a bordo de sus barcas, y siguen la regla de cortar la cola del animal en el momento de izarlo. Las heridas causadas por su aguijón suelen infectarse con frecuencia. La pastinaca posee en la cola una

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glándula venenosa, y la espesa capa mucosa de la púa de dentado perfil puede originar la Infección de la herida.

Las rayas no constituyen ningún peligro para el buceador. Ciertamente, la raya no atacará nunca a un hombre. El famoso aguijón está situado en la base de la cola, y se extiende en una sexta parte de su longitud. Dumas solía nadar tras de las pastinacas para agarrarlas por el extremo de la cola, lo cual lo inmunizaba completamente contra la picadura del aguijón. La pastinaca se debatía tratando de libertad su cola, pero no podía mover el aguijón mientras Dumas la sostenía por el extremo de ella. El dentado aguijón está colocado en una posición que sirve al animal para defenderse de los ataques que puedan venir por detrás y por encima. Los bañistas que pisen casualmente una raya se exponen a recibir su picadura, producida por un movimiento reflejo. La herida será tanto más profunda cuanto más pueda retorcer la cola el aterrorizado animal. El resultado de ella puede ser a veces varias semanas en el hospital.

En el curso de una de nuestras inmersiones en la costa de Praia, en Cabo Verde, una sombra cruzó sobre el fondo. Pensé que se trataba de una nube que se deslizaba rápidamente por el cielo del otro mundo, hasta que Dumas gritó y señaló hacia arriba. Directamente sobre nosotros pasaba una manta, que mediría de extremo a extremo de sus alas sus buenos cinco metros y medio. Llegó a eclipsar el sol. La enorme raya no nadaba volaba. Las curvadas extremidades de sus grandes alas cortaban la película de la superficie. Su vientre era de un blanco de esmalte y contrastaba con el negro intenso de su dorso. Aquel espectáculo sobrenatural no duró mucho tiempo. Deslizándose sin hacer en apariencia el menor esfuerzo, la manta se alejó de nosotros y de Dumas, que intentaba perseguirla haciendo sus buenos dos nudos por hora, agitó las alas y se desvaneció entre la neblina del mar.

Los pescadores sienten gran temor por las mantas, una superstición que se ve aumentada por la bruma nocturna que suelen gastar estos animales, y que consiste en saltar violentamente fuera del agua para caer con el restallante chapoteo de una tonelada de carne sobre la superficie del mar. Muchos pescadores nos advirtieron que las mantas daban muerte a los buzos envolviéndolos en sus grandes alas y aplastándolos con este abrazo mortal, o bien, envolviendo igualmente al buzo para estrellarlo contra el fondo. Pero en lugar de despertar en nosotros temor, nos causaba admiración contemplar su vuelo majestuoso.

Efectuamos la disección de una manta para examinar su sistema digestivo. El animal no poseía ni dientes ni muelas. El alimento era ingerido con ayuda de una potente bomba hidráulica la que, comprimiendo las aberturas de las branquias y la boca, hacía pasar grandes cantidades de agua hacia un complicado sistema de filtros, a través del cual se cernía el plankton más fino en dirección al estrecho gaznate. A diferencia de la pastinaca, no poseía aguijón en la cola. La manta tenía que confiar únicamente en su velocidad para sobrevivir. No podía hacer daño a nadie, como no fuese al plancton.

En la Isla Brava, Dumas descubrió el camuflaje de una gran tortuga marina que estaba pegada a una roca, confundiéndose con ella. El hombre se le aproximó por detrás y asió el caparazón por ambos lados. La asombrada tortuga agitó desesperadamente sus aletas. Didi levantó el animal y efectuó un ligero movimiento de propulsión con ayuda de sus pies de pato. La ultrajada, tortuga se resignó a viajar en tándem e hizo efectuar a Didi toda clase de rizos y cabriolas aeronáuticas, incluyendo un perfecto Immelmann. Dumas soltó entonces a su remolcador, pero la tortuga pareció no comprender la libertad. Repitió el último rizo, como un artista de circo que actuase en compañía de su pareja, y luego se desvaneció en la verde lejanía.

En la comedia submartna, la morena es un formidable bandido de las profundidades. Se la hace guardar casi tantos tesoros hundidos como al pulpo literario. Los pescadores, sin embargo, tienen motivos más fundados para temerla. Cuando se debate desesperadamente antes de morir sobre las tablas de un bote, la morena muerde todo cuanto se pone al alcance de sus mandíbulas. Los pescadores prudentes le aplastan la cabeza tan pronto como la tienen a bordo. Los historiadores romanos relatan que Nerón arrojaba a esclavos en estanques llenos de morenas para divertir a sus amigos con el espectáculo de aquellos infelices, devorados vivos en un santiamén. Este famoso acto de crueldad, tanto si fué cierto como si no, contribuyó a dar a la morena una mala reputación para siempre. Nerón, posiblemente, obligaba a pasar hambre a sus morenas, hasta que éstas se veían obligadas a comer carne humana.

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Las morenas no atacan al hombre en el mar. Se presentaban siempre mostrando únicamente la cabeza y el cuello fuera de su guarida. Sin embargo, ofrecían un aspecto muy amenazador. Además de la velocidad, el camuflaje y las armas de que la naturaleza las ha provisto, los peces hacen una guerra psicológica. La morena esparce una propaganda muy efectiva con sus malvados ojos y sus colmillos desnudos. Si pudiese lanzar bufidos como un gato encolerizado, es seguro que lo haría. Se encuentran también morenas en el interior de barcos naufragados; incrustadas en las herrumbrosas tuberías, miran con ojos de basilisco. Desgraciadamente, es un animal tan prosaico como el gato doméstico. Lo único que desea es que no le molesten en el inmutable camino de su vida. Está confirmado que tiene hábitos completamente caseros. Desde su hogar, sin embargo, morderá a cualquier intruso. Dumas se hallaba una vez hurgando en un escollo en busca de langostas, cuando recibió la mordedura de una morena. La herida no tuvo ninguna importancia, y por la noche ya había curado. Al día siguiente volvió a abrirse. produciendo una ligera hemorragia, para cerrarse acto seguido.

Dumas nos dijo: -La morena no me atacó. Sólo quiso advertirme que quitase la mano de allí y no

tratase de meterme en su casa. La herida no se infectó. La mordedura no era venenosa. Mientras estábamos trabajando en el puerto de la antigua Cartago, fuimos a visitar al

Dr. Heldt, director de la estación oceanográfica de Salambó. Tanto él como su esposa sentían un gran entusiasmo por la fauna marina tunecina, y nos invitaron a ir a presenciar con ellos uno de los más grandes y terribles espectáculos que contemplarse pueden: la madraga de Sidio Daoud. La mádraga es una gigantesca red para atunes. Empleada durante siglos en el mar Egeo y en el Adriático, más tarde pasó a la región tunecina *.

* en nuestras costas recibe el nombre de almadraba. (N. del T.) Consiste en una red vertical de ojos muy anchos, de una o dos millas de longitud,

que se echa diagonalmente desde la orilla, para terminar en el mar en cuatro espaciosas cámaras, en las cuales se atrapan los atunes durante la época del desove, a principios del verano.

Los atunes son peces migratorios; algunos naturalistas pretenden que dan la vuelta al mundo. Ya sean viajeros mundiales, o habitantes de un solo océano, los atunes se acercan invariablemente a la costa en la época del desove, nadando en grandes bancos a lo largo de las orillas y playas. Estos peces nadan siempre con el ojo derecho dirigido hacia la orilla. Aristóteles, que era un notable oceanógrafo, sacó la conclusión de que los atunes son ciegos del ojo izquierdo, creencia aún imperante entre los actuales pescadores del Mediterráneo. Pero sea cual fuere la razón de que los atunes mantengan siempre la costa a estribor en su viaje de bodas, este hecho determina su destino.

Cuando el banco de atunes se encuentra con la madraga, se vuelve hacia la izquierda, siguiendo el muro que le ofrece la red, para meterse de cabeza en la trampa. Los pescadores árabes, situados convenientemente en botes, observan las cámaras interiores de la trampa y cierran la entrada cuando el último pez ha pasado. Hacen luego pasar a los peces a una segunda cámara, que cierran también, y luego abren la puerta de la primera para los nuevos atunes que lleguen. Los peces son conducidos a una tercera cámara. tras la cual viene ya la cámara mortuoria propiamente, dicha, que es designada con una terrible palabra siciliana; el corpo. Sesenta atunes gigantescos y cientos de bonitos se hallaban en el corpo cuando llegamos a la aldea de Sidi Daoud para filmar en color aquella matanza.

El corpo había sido arrastrado a tierra. Sobre el malecón se erguía el maestro de ceremonias y primer ejecutor, el raïs, * un majestuoso individuo tocado con un rojo fez y vistiendo pantalones del ejército norteamericano.

* El Jefe de una almadraba se llama en España arráez. Evidentemente. es la misma palabra árabe. aplicada también a patrones de navíos. Desde el punto de vista etimológico. también parece exístir identidad entre madraga y almadraba. Por lo que se refiere al corpo, creemos que corresponde al copo de nuestras redes. (N. del T.)

Levantó una bandera como señal para dar comienzo a la matanza **. ** En español en el original Cientos de árabes convergieron hacia aquel lugar en botes de remos de quilla plana,

que dispusieron formando una especie de plaza en torno al corpo. El raïs fué conducido en

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uno de estos botes hasta el centro, y entonces ordenó que empezase el sangriento rito. Un bárbaro clamor se elevó de las bocas de los pescadores, que entonaron a coro una vieja canción siciliana que se cantaba tradicionalmente durante la matanza. Siguiendo el ritmo de aquélla, los barqueros fueron estrechando las paredes de la red.

Marcel Ichac filmó el espectáculo desde un bote situado en el mismísimo corpo, mientras Dumas y yo nos sumergíamos en el espacio rodeado por la red para filmarlo desde abajo. En las cristalinas aguas no alcanzábamos a ver los dos lados del corpo, y nos imaginábamos que los peces tampoco. Inconscientemente, asumimos el mismo estado de espíritu que las pobres bestias condenadas. En el helado espacio verde veíamos sólo de vez en cuando el banco de atunes. Los nobles peces, cada uno de los cuales no pesaría menos de doscientos kilos, nadaban dando vueltas en sentido contrario al de las manecillas del reloj, según su hábito. Por contraste con su aparente fuerza y tamaño. la red parecía una simple telaraña que no resistiría su acometida. pero los grandes peces no trataron de romperla. En la superficie, los árabes estaban estrechando las paredes del carpa, el fondo del cual apareció a nuestra vista.

La vida ofrecía una nueva perspectiva cuando se la consideraba desde el punto de vista de las criaturas encerradas en el corpo. Pensamos en lo que sería hallarse de verdad atrapado con aquellos animales y tener que vivir su tragedia. Dumas y yo éramos los únicos seres vivientes en aquella prisión, que se iba cerrando por momentos, que sabíamos lo que iba a suceder; pero nosotros estábamos destinados a escapar de la matanza. Tal vez éramos efectivamente unos sentimentales, pero la verdad es que nos daba vergüenza darnos cuenta de ello. Sentí impulsos de empuñar el cuchillo que llevaba al cinto y abrir un agujero en la red para que los peces huyesen en masa hacia la libertad.

La cámara de la muerte se había reducido a un tercio de su tamaño. La atmósfera empezaba a estar agitada y frenética. Los peces nadaban cada vez más de prisa, pero aún en formación. Sus ojos pasaban junto a nosotros, llenos de un terror casi humano.

Mi última inmersi6n tuvo lugar poco antes de que los hombres de las barcas hiciesen emerger el carpa para dar comienzo a la carnicería. Jamás he contemplado un espectáculo semejante al que ofrecía la cámara de la muerte en aquellos postreros momentos. En un espacio comparable al de un gran salón, los atunes y los bonitos nadaban alocadamente en todas direcciones. El instinto nupcial del atún, que le hacía nadar siempre con el ojo derecho dirigido a la orilla, se hallaba anulado. Los peces habían perdido por completo el dominio de sí mismos.

Tuve que apelar a toda mi fuerza de voluntad para permanecer sumergido y sosteniendo la cámara. en medio de aquel pandemónium de peces enloquecidos. Los atunes pasaban junto a mí como locomotoras, de cabeza, de lado y cruzándose en mi camino. Yo no tenía que hacer nada por evitarlos. Aterrorizado hasta perder la noción del tiempo, oí el aviso de que mi aire se estaba acabando y emergí entre los convulsos cuerpos. No tenía ni la más leve señal en el mío, ni el menor rasguño. Incluso corriendo a ciegas, los gigantescos peces me habían evitado por centímetros. Limitándose a acariciarme con sus aletas al pasar junto a mi como exhalaciones.

Las redes se sujetaron convenientemente, y el raïs dió la señal tradicional de empezar la ejecución: levantó su fez y saludó a los que iban a morir. Entonces los pescadores empezaron a golpear a la multitud de peces, que se debatían en la superficie, con enormes arpones. Las aguas del mar se tiñeron de rojo. Se necesitaban cinco o seis hombres manejando enormes garfios para arrastrar a un atún a bordo de sus botes, mientras el pez daba coletazos y se retorcía como un voluminoso juguete mecánico. Los botes oscilaban, cargados con sangrientos y convulsivos montones de atunes y bonitos. Por último, los peces dejaron de luchar y los ensangrentados pescadores se echaron a las rojas aguas del corpo para lavarse y descansar.

Más que cualquier otro pez, la gran palometa es la aristocracia del Océano. Se mantiene a distancia de redes y anzuelos, vive en completa libertad más allá de las quince brazas y sólo se digna tocar el mundo terrestre en cabos remotos, solitarios escollos y arrecifes y pecios hundidos a gran profundidad. La palometa posee el color del Océano; es un pez de forma alargada, poderoso, rápido y flexible, con una banda color lim6n en sus costados plateados. A veces sola, más frecuentemente en grupos, la palometa aparece de las remotas profundidades líquidas para presentarse ante la mirada del buzo y contemplarlo con su ojo de cierva. A su lado, todos los restantes peces parecen míseros provincianos. La palometa es cosmopolita y no se muestra en absoluto impresionada, en su largo viaje desde Sidón hasta las Columnas de Hércules, ante la vista del hombre, que merece que un día se

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detenga un momento para examinarlo, mientras al día siguiente pasa ya por su lado sin dignarse dirigirle una mirada.

Las hemos contemplado a contraluz y recortándose bajo el cielo, mientras daban la vuelta a una aguja rocosa aureolada de espuma. Como los atunes. las palometas son grandes peces carnívoros y de costumbres migratorias. Los hombres consiguen apresar al atún de modo traicionero, valiéndose de redes y de anzuelos, pero la palometa no se deja sorprender. Tiene tal habilidad para evitar anzuelos y redes de arrastre, que los pescadores y naturalistas creen que la palometa es un pez muy raro que no pasa de un metro de longitud. Sin embargo, hemos visto muchas más palometas que atunes, y no es raro encontrarlas de dos metros de longitud. La contemplación de la palometa es para nosotros la garantía de una inmersión llena de emociones.

Las picudas no representan ningún peligro para los buzos. A pesar de los cuentos de hadas submarinas, yo no conozco ningún caso digno de crédito de una picuda que haya atacado a un hombre. En el Mar Rojo pasamos junto a muchas picudas de buen tamaño, lo mismo que en el Mediterráneo y en las aguas tropicales del Atlántico; pero en ningún caso estos peces se mostraron agresivos.

La verdad es que el buzo está demasiado ocupado en evitar animales verdaderamente peligrosos para preocuparse por las picudas. Este auténtico peligro de las profundidades está representado por el vulgar erizo de mar, un equinodermo sedentario de aspecto parecido al de un cerdo y provisto de púas agudas y quebradizas. No es en absoluto un animal agresivo, y su único peligro radica en que se le encuentra por todas partes. El erizo de mar es muy poca cosa para lo que exigen los forjadores de monstruos marinos, pero cuando se tropieza con uno de estos ani malejos, lo encuentra más que perverso. Sus púas penetran en la carne y se rompen. Resulta muy difícil extraerlas y pueden infectarse. Cuando nos hallamos en el mar, vigilamos con más atención la presencia de erizos que la de picudas.

Otra gran molestia está representada por las medusas urticantes, cuyos cristalinos casquetes esféricos multicolores flotan en el agua como diminutas minas navales, móstrando agradables dibujos azul oscuro, marrón y amarillo. Muchas variedades de medusas producen pinchazos semejantes a los de una aguja, seguidos de una fuerte irritación en la piel. La variedad más abundante y peligrosa es la fisalia, llamada "barco de guerra portugués", cuya llegada a las playas ha echado a perder más de una temporada de baños. El animal flota en la superficie, dejando colgar sus largos filamentos venenosos. En una ocasión me zambullí frente a las Bermudas a través de una colonia de estas medusas, tan apiñadas que me costó trabajo pasar entre ellas. Una vez a salvo bajo la superficie, levanté la mirada para contemplar los terribles filamentos, que colgaban del cielo hasta perderse de vista. Entre ellos nadaban pequeños peces nomeus, pertenecientes a la familia de las percas y de los lucios, que se hallan a salvo de la acción de las medusas, las cuales nunca los pican.

Dos importantes enemigos del buzo son el coral de fuego y la hiedra marina venenosa, que infligen escozores que pueden durar días enteros. Se trata de fenómenos alérgicos. Hay algunas personas que son inmunes a ellos y otras no sienten ningún dolor al primer contacto, mientras que al segundo sufren una fuerte erupción. Las pomadas antihistamínicas curan en pocas horas las erupciones causadas por la hiedra marina y por el coral de fuego.

Estos son algunos de los monstruos que hemos encontrado. Si ninguno de ellos se nos ha comido, será tal vez porque no han leído nunca las instrucciones tan generosamente prodigadas en la demonología marina.

CAPITULO XII

Jugando con los tiburones

En una zambullida que efectué sin otro equipo que los lentes en la isla de Djerba, frente a la costa de Túnez, en 1939, vi tiburones bajo el agua por primera vez. Eran unas magníficas criaturas de color acerado, de más de dos metros de longitud, que nadaban en parejas detrás de sus peces piloto. Yo me sentí dominado por el miedo, pero me calmé algo al

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ver la reacción de Simone, mi compañera. Esta estaba simplemente aterrorizada. Los tiburones se alejaron de nosotros majestuosamente. Los tiburones de Djerba fueron los primeros en figurar en un registro de tiburones que llevaba religiosamente hasta que fuimos al Mar Rojo en 1951, donde los tiburones pululaban en tal cantidad que mi registro dejó de tener valor. Desde esta fecha me he enfrentado con más de cien tiburones de todas las variedades, lo cual me permite llegar a dos conclusiones: la primera es que cuando uno más se familiariza con los tiburones, menos puede decir que los conoce, y la segunda es que jamás puede predecirse lo que hará uno de estos escualos. El hombre se halla separado del tiburón por un insondable abismo de tiempo. Este animal vive todavía a finales del período mesozoico, en la época en que se formaron las rocas; ha cambiado muy poco en un espacio de unos trescientos años. A través del río de las edades, que hizo evolucionar a otras criaturas marinas, el implacable e indestructible tiburón ha seguido manteniéndose, sin necesidad de evolucionar, en su papel de antiquísimo carnívoro, armado desde el comienzo para la feroz lucha por la existencia. Un soleado día, en el mar abierto que se extiende entre las islas de Boavista y Maio, en el grupo de Cavo Verde, las largas oleadas del Atlántico rompían contra un escollo, enviando chorros de espuma hacia lo alto. Tal espectáculo es la pesadilla de los encarga de trazar cartas hidrográficas, quienes lo marcan cuidadosamente en ellas como advertencia a los navegantes. Pero el Elie Monnier se sentía atraído hacia tales parajes. Echamos el ancla junto al peligroso escollo para saltar de la bamboleante cubierta al agitado mar. Donde hay un arrecife o un escollo, la vida marina es abundante. Cuando echamos el ancla vimos aproximarse a pequeños tiburones. La tripulación arrojó por la borda varios anzuelos para atunes, y en pocos minutos pescó a diez de aquellos escualos. Cuando nos zambullimos para filmar unos metros de película, solo quedaban en el agua dos tiburones. Bajo las agitadas olas vimos como engullían los anzuelos y eran arrastrados hacia la superficie. En las profundidades del escollo hallamos la salvaje población propia del océano abierto, incluyendo algunos tiburones nodriza extraordinariamente grandes. Esta especie, sin embargo, se supone que no es peligrosa para el hombre. Contemplábamos a tres tiburones durmiendo en sus rocosas cavernas. Pero nosotros deseábamos filmar tiburones en movimiento. Dumas y Tailliez entraron nadando en las cavernas y tiraron de la cola de los durmientes para despertarlos. Los tiburones abandonaron sus guaridas y se desvanecieron en el mar azul, desempeñando a la perfección el papel que les correspondían en la película. Vimos un tiburón nodriza de cuatro metros y medio de largo. Hice señas a Didi, para indicarle, en mi lenguaje mímico, que le permitía romper la neutralidad que manteníamos frente a los tiburones y podía tratar de hacer cosquillas a aquél con su súper fusil submarino. Estaba provisto de un arpón de dos metros con punta explosiva y ciento cincuenta kilos de tracción en sus bandas elásticas. Dumas disparó contra el escualo a una distancia de tres metros y medio. El arpón de dos kilos se clavó en la cabeza del tiburón y, dos segundos más tarde estalló la carga explosiva, causándonos una fuerte conmoción, que resultó incluso algo dolorosa. El tiburón continuó nadando imperturbable, con el arpón surgiendo de su cabeza como el astil de una bandera. A poco el arpón de se desprendió y cayó al fondo, y el tiburón se alejó. Nadamos tras él con toda la rapidez que nos fue posible para ver que ocurriría. El tiburón se mostraba perfectamente normal en sus movimientos; aceleró gradualmente su velocidad y terminó por desvanecerse. La única explicación satisfactoria que pudimos hallar fue que el arpón debió de haberle atravesado la cabeza de parte a parte, explotando al otro lado, porque ningún órgano interno hubiera podido sobrevivir tras una explosión que casi nos dejó sin conocimiento a cuatro metros de distancia. Aun en este caso, el hecho de que el tiburón hubiese podido soportar aquel estallido a pocos centímetros de su cabeza demostraba la extraordinaria vitalidad de estas bestias. Un día nos hallamos filmando unas escenas con peces escopeta, cuando Dumas y yo nos quedamos helados de terror. Esto siempre resulta bastante desagradable en tierra firme; pero calcúlese lo que será en el agua. Lo que vimos nos hizo creer por primera vez que el hombre desnudo no pertenece realmente a los dominios submarinos. A una distancia de doce metros apareció, surgiendo de la gris neblina submarina, la masa de color blanco plomizo de un jaquetón o Carcharodon carcharius de siete metros y medio, la única especie de tiburones que todos los naturalistas convienen en que es un reconocido devorador de hombres. Dumas, mi guardia de corps, se aproximó a mí. El enorme

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bruto nadaba perezosamente. En aquel momento pensé que por lo menos nuestro bloque tribotella le produciría un buen dolor de tripas. Entonces el tiburón nos vio. Su reacción fue la última que se podía esperar. Completamente aterrorizado, el monstruo expulsó una nube de excrementos y partió a una velocidad increíble. Dumas y yo nos miramos y rompimos en nerviosas carcajadas. La confianza en nosotros mismo que se despertó aquel día en muestro interior nos condujo a abandonarnos en brazos de una negligencia a todas luces imprudente. Abandonamos el sistema de guardia de corps, así como todas las restantes medidas de seguridad. Ulteriores encuentros con tiburones de nariz puntiaguda, tiburones tigre, marrajos y tiburones de Milbert, contribuyeron a aumentar nuestra confianza en estos escualos. Estábamos seguros de que nuestra presencia bastaba para hacerlos huir. Después de varias semanas pasadas en aguas de Cavo Verde, estábamos dispuestos a afirmar en redondo que todos los tiburones eran unos cobardes. Eran tan pusilánimes que ni siquiera se atrevían a dejarse filmar. Un día yo me hallaba en el puente, viendo subir y bajar la pequeña aguja del aparato registrador de ecos. Que dibujaba el perfil del fondo marino que se hallaba a dos mil setecientos metros bajo mis pies, en pleno Atlántico y frente a las costas de África. El aparato registraba débilmente la presencia de la profunda capa que se extendía a trescientos sesenta metros de profundidad. Esta capa ofrece un enigmático problema a los oceanógrafos, y constituye un extraño entresuelo físico que se extiende sobre el verdadero fondo del mar. De día se registra su presencia a dos o trescientas brazas de profundidad, para ascender de noche hacia la superficie. Este extraño fenómeno sube y baja al compás del cielo establecido por el sol y el crepúsculo, lo cual hace pensar a algunos científicos que consiste en una espesa capa de organismos vivos, tan vasta que produce verdadero vértigo a la imaginación. Mientras yo contemplaba los enigmáticos garabatos, la aguja empezó a señalar tres diferentes capas, una encima de otra. Yo me hallaba perdido en una verdadera confusión de ideas, contemplado como la punta registradora marcaba las capas inferior y superior, cuando oí que desde cubierta señalaban a voces estentóreas la presencia de ballenas. Una manada de lentas y pesadas bestias rodeaba el Elie Monnier. En las transparentes aguas pudimos estudiar muy bien aquellas enormes formas oscuras. Sus cabezas eran redondas y brillantes, con frentes provistas de excrecencias bulbosas, lo cual ha eso que se las bautice con el nombre de ballena botella. Cuando una ballena emergía en la superficie, lanzaba un chorro de agua, mientras el resto de cuerpo seguía lentamente, desperezándose. Los labios de la ballena mostraban una sonrisa estereotipada, y junto a las comisuras de los mismos de veían sus minúsculos ojillos. Era un rostro muy cómico para una criatura tan formidable. Dumas se deslizo hasta la plataforma del arpón, situada bajo la proa, mientras yo empezaba a impresionar una película con la cámara submarina. Las ballenas emergían de a una en sus zambullidas. Una de ellas apareció a cuatro metros de Dumas, el cual arrojó el arpón con toda su fuerza. La punta se hundió en el cuerpo del cetáceo, cerca de la aleta pectoral, y empezó a brotar la sangre. La ballena se sumergió con un ágil movimiento y nos vimos obligados a soltar cien metros de cuerda del arpón, el extremo de la cual estaba sujeto a una pesada boya gris. Esta desapareció bajo la superficie de las olas, lo cual demostraba que el arpón se había hincado sólidamente en la carne de la ballena. Las restantes yacían sin mostrar la menor inquietud en torno al Elie Monnier. Vimos aparecer fuera del agua al arpón que había arrojado Dumas, seguido casi inmediatamente por la ballena y la boya, que se volvieron a sumergir a los pocos instantes. Yo mantuve el barco en medio de la manada de ballenas, pensando que éstas no abandonarían a su compañera herida. El tiempo fue pasando. Libera, el telegrafista, que estaba dotado de una vista muy aguda, divisó la boya y al poco tiempo la ballena, que al parecer no había recibido el menor daño, a pesar de que el arpón surgía de su costado como un palillo hincado en su carne. Dumas alcanzó entonces dos veces a la ballena con balas dum-dum. Roja era el agua que bañaba los lomos de la fiel manada que se reunió alrededor de su compañera herida. Luchamos durante una hora para hacernos con la boya y atar la cuerda del arpón al Elie Monnier. Una ballena de nariz de botella, de tamaño relativamente pequeño y muy gravemente herida, fue sujeta por fin al costado del buque. No se divisaba tierra, y bajo nuestra quilla había una profundidad de mil quinientas brazas, mientras la manada de ballenas se zambullía y lanzaba chorros de espuma en torno a nuestro barco. Tailliez y yo nos echamos al agua para seguir la cuerda del arpón hasta el animal moribundo.

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El agua era de un azul turquesa excepcionalmente claro. Siguiendo la cuerda a poca distancia de la superficie, llegamos por fin junto a la ballena. Tenues hilillos de sangre salían horizontalmente por lo orificios causados por los proyectiles. Nade hacia un grupo de tres ballenas. Al aproximarme a ellas, levantaron sus colas y se sumergieron. Era la primera ves que yo contemplaba desde debajo de la superficie la zambullida de una ballena, y comprendí entonces cuanta verdad encerraba la vieja expresión de los balleneros, quienes decían que las ballenas “se hunden”. Estos cetáceos no se sumergen oblicuamente, como suelen hacer las marsopas. Por el contrario, se hunden a gran velocidad, en posición completamente vertical. Las seguí hasta unos treinta metros de profundidad. Un tiburón de casi cinco metros pasó por debajo de mí, atraído probablemente por la sangre de la ballena herida. Más allá del alcance de mi vista se extendía la misteriosa capa que se cierne sobre las profundidades; a mi alrededor pastaba un rebaño de leviatanes; los tiburones iban aumentando en número. Sobre mi cabeza, bañado por la plateada luz del sol, se hallaban Talliez y una enorme ballena moribunda. A regañadientes, emprendí el regreso al barco. En cubierta cambié mi escafandra por otra y me sujeté una tableta de acetato cúprico en un tobillo y otra en el cinturón. Se supone que este producto químico aleja a los tiburones al disolverse en el agua. Dumas tenía que pasar un lazo corredizo en torno a la cola de ballena, mientras yo filmaba la escena con mi cámara. A los pocos instantes de sumergirnos, él vio a un enorme tiburón, pero el escualo había desaparecido cuando yo respondí a su llamada. Nadamos bajo la quilla del barco y localizamos la cuerda del arpón. Cuando llevábamos cierta extensión de ella, divisamos a cuatro metros y medio de profundidad un tiburón de dos metros y medio, de una especie completamente desconocida para nosotros. Era un animal de líneas impresionante, esbelto y ágil, de un color ligeramente gris: una magnífica pieza para un coleccionista. Un pez de unos veinticinco centímetros, listado verticalmente de blanco y negro, lo acompañaba a un palmo o dos sobre su lomo. Era uno de los famosos peces piloto. Nadamos audazmente hacia el tiburón, confiando que huiría como todos los demás. El escualo, sin embargo, no se retiró. Nos situamos a tres metros de él, y pudimos ver que el tiburón iba escoltado por minúsculos peces piloto, igualmente listados, de seis o siete centímetros de largo. Estos pececillos no lo seguían; parecían formar parte de él. Un minúsculo pez piloto nadaba precisamente enfrente de la nariz del tiburón, conservando esta posición de un modo que parecía milagroso, a pesar de la s evoluciones del escualo. Probablemente, el pececillo se sostenía en su lugar gracias a la onda de compresión producida por la marcha del escualo. Si por cualquier circunstancia se apartaba demasiado, se quedaría irremediablemente atrás. Tardamos bastante en comprender que ni el tiburón ni sus acompañantes sentían temor ante nuestra presencia.

Las leyendas marinas dicen que el tiburón tiene muy mala vista y los peces piloto lo guían hasta su presa con el fin de comer las migajas que caigan de su festín. Los naturalistas tienden hoy en día a restar importancia a esta cualidad de lazarillo atribuida al pez piloto, si bien la disección ha confirmado el poco alcance de la vista de los tiburones. Nuestra experiencia personal tiende a hacernos creer que estos escualos ven tan bien como nosotros.

El hermoso tiburón gris no daba muestras de temor. Me sentí contento de tener aquella oportunidad de filmar un tiburón en movimiento, aunque después del primer instante de asombro, un sentimiento de peligro se apoderó de Dumas y de mí. Yo me convertí en el director de la película, e hice signos a Dumas para que hiciese de partenaire de nuestro primer actor. Dumas obedeció dócilmente mis indicaciones y se puso a nadar frete a la bestia y luego detrás de ella. Se mantuvo junto a su cola y extendió la mano, asiendo el extremo de la aleta caudal, todavía no decidido a darle un buen tirón. Aquello hubiera roto el soñoliento hechizo y hubiera dado acción a la película, pero podía también hacer que los acerados dientes se clavasen en la carne de mi amigo. Dumas soltó la cola y siguió nadando tras el tiburón. Yo daba vueltas en el centro del círculo que ambos describían, muy atareado tratando de captar también a Dumas. Este nadaba con toda la rapidez que le era posible para mantenerse detrás del escualo, que parecía casi inmóvil. El tiburón no hacía el menor gesto de hostilidad ni intentaba huir, pero sus duros ojillos estaban fijos en nosotros. Trate de identificar la especie a la que pertenecía. Su cola era muy asimétrica, provista de una aleta superior desusadamente larga, o sea, una aleta caudal que un naturalista hubiera denominado heterocercal. El escualo poseía enormes aletas pectorales, y la gran aleta dorsal era redondeada, con una extensa mancha blanca en su extremo. Sus líneas y detalles eran diferentes a los de todos los tiburones conocidos y estudiados por nosotros.

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El tiburón nos condujo gradualmente hasta una profundidad de dieciocho metros. Dumas señaló hacia abajo. Desde el límite de visibilidad del abismo, dos tiburones más ascendían hacia nosotros. Eran escualos de cuatro metros y medio, esbeltos, de un color azulado de acero y de apariencia más salvaje que el primero. Empezaron a evolucionar debajo de nosotros. No los acompañaba ningún pez piloto. Nuestro amigo, el tiburón gris, se iba acercando a nosotros, girando cada vez en círculos más cerrados. Sin embargo su aspecto seguía siendo amistoso. Giraba de modo confiado y seguro en el sentido de las agujas del reloj, acompañado siempre por sus peces pilotos. La pareja de tiburones azulados que habían surgido del abismo se mantenían a distancia, dejando la resolución del asunto para el primero. Nosotros dábamos vueltas en el interior del círculo, sin dejar de observar el tiburón gris y tratando al propio tiempo de no perder de vista a los azules, que variaban constantemente de lugar. Más debajo de los tiburones azules aparecieron grandes atunes provistos de largas aletas. Acaso estaban allí desde el principio, pero no habíamos advertido antes su presencia. Sobre nuestras cabezas hacían cabriolas varias docenas de peces voladores, añadiendo un discordante toque cómico a lo que empezaba a convertirse en una tragedia. Dumas y yo hacíamos esfuerzos por recordar consejos que nos habían dado sobre el modo de espantar a los tiburones. “Gesticulad como unos energúmenos”, nos había dicho un guarda de salvamento. Agitamos locamente los brazos, pero el tiburón gris siguió nadando como tal cosa. “Soltad un buen chorro de burbujas”, Nos dijo en una ocasión un buzo de la antigua escuela. Dumas esperó hasta tener cerca el tiburón, y entonces soltó un abundante chorro de aire. Pero el tiburón no reaccionó. “Gritad tan fuerte como podáis”, nos había dicho Hans Hass. Gritamos hasta enrojecer pero el tiburón parecía sordo. “Las tabletas de acetato cúprico sujetas a la pierna y cintura alejarán a los tiburones, si tenéis la mala suerte de daros un remojón en un lugar infestado de ellos”, nos había dicho un oficial de las Fuerzas Aéreas. Nuestro amigo el tiburón, empero, nadaba por el agua teñida de acetato cúprico sin dar las menores muestras de repulsión. Entre tanto seguía escrutándonos fríamente con sus tranquilos ojillos. Parecía saber los que quería y no llevaba la menor prisa. Ocurrió entonces algo insignificante, pero terrible. El pequeño pez piloto situado frente a la nariz del tiburón perdió su lugar y se acercó a Dumas agitando rápidamente la cola. El pececillo tuvo que recorrer un largo trecho, demasiado largo para que pudiésemos comprender cual era su propósito. Este consistía en situarse mariposeando frente a los lentes de Dumas. Didi movió la cabeza como si tratase de ahuyentar a un mosquito. El pequeño pez piloto se movía gozoso, manteniéndose siempre frente a sus lentes, tras cuyos cristales debían ver la expresión de angustia del rostro de Dumas. Sentí instintivamente que mi compañero se acercaba hacia mí, y vi que su mano empuñaba el cuchillo que llevaba a la cintura. El tiburón gris se alejó a cierta distancia, dio la vuelta y se dirigió en derechura hacia nosotros. No creíamos poder hacer gran cosa con nuestros cuchillos contra el tiburón, pero había llegado el momento supremo, y nuestra únicas armas eran aquellos y la cámara cinematográfica. Yo oprimía maquinalmente el botón de ésta, haciéndola funcionar, y sin advertirlo, filmaba al tiburón, que venía hacia nosotros. El aplastado hocico se iba haciendo cada vez mayor, y el escualo se convirtió en una enorme cabeza. Yo estaba lleno de cólera. Apelando a todas mis fuerzas, sujeté la cámara con ambas manos y le golpeé con ella la nariz. Sentí la onda producida por su pesado cuerpo al alejarse como una centella; pero pronto lo volvimos a tener a cuatro metros de distancia, girando en torno nuestro tan lentamente como antes, ileso e inexpresivo. Yo pensé: “¿Por qué demonios no se va en busca de la ballena? Con lo jugosa que debe estar...? ¿Qué habremos hecho nosotros a este maldito animal?” Los tiburones azules ascendieron ahora hasta nuestra altura. Entonces Dumas y yo pensamos que lo mejor era tratar de ganar la superficie. Nadamos hacia arriba y sacamos la cabeza fuera del agua. El Elie Monnier se hallaba a trescientos metros de distancia, a sotavento. Agitamos locamente nuestros brazos, pero los del barco no nos contestaron. Creíamos que permanecer flotando en la superficie con la cabeza fuera del agua era el método clásico para ser devorado vivo. En tal posición, los tiburones podían zamparse una de nuestras piernas como si fuera un plátano. Miré hacia abajo. Los tres tiburones subían hacia nosotros en un ataque concertado.

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Nos sumergimos para hacerles frente, y entonces los tiburones reanudaron sus maniobras circulares. Así que nos hallábamos a una o dos brazas de profundidad, los tiburones daban muestras de vacilación. Hubiera sido una excelente idea tratar de nadar hacia delante. Sin embargo, sin señales en el fondo que nos orientasen o una brújula de pulsera, no podíamos determinar nuestro rumbo. Dumas y yo nos apostamos con nuestras cabezas vigilando respectivamente nuestros pies, en la creencia de que los tiburones preferían siempre morder en ellos. Dumas subía de vez en cuando, y con la mayor rapidez, a la superficie para agitar los brazos durante unos segundos. Llegamos a organizar un sistema de turnos para estas breves escapadas a la superficie. Entretanto, aquel de nosotros que quedaba abajo encogía sus rodillas contra el pecho, sin dejar de vigilar a los tiburones. Uno de los azules se precipitó hacia los pies de Dumas mientras éste se hallaba en la superficie. Lancé un grito estentóreo. Dumas se volvió y se enfrentó resueltamente con el escualo. Este desistió del ataque y volvió a ocupar su ligar en el círculo. Cuando ascendíamos para echar una mirada nos sentíamos mareados y desorientados a consecuencia de las vueltas que habíamos dado bajo la superficie y teníamos que hacer girar nuestras cabezas como un faro para descubrir el Elie Monnier. Nuestros compañeros seguían sin preocuparse por nosotros. Nos sentíamos agotados y el frío se iba apoderando de nuestros cuerpos. Calculé que llevábamos sumergidos más de media hora. Esperábamos de un momento a otro notar la falta de aire en nuestras boquillas, señal de que la reserva del precioso gas tocaba a su fin. Cuando ocurriese esto, abriríamos la válvula de reserva. Entonces nos quedaría aire para cinco minutos. Cuando éste se agotase, tendríamos que abandonar las boquillas y zambullirnos reteniendo la respiración. Con esto solo conseguiríamos fatigarnos aún más, mientras que las criaturas que se nos enfrentaban seguirían sin dar la menor muestra de fatiga, ya que no respiraban aire atmosférico. Los tiburones comenzaron a dar muestra de agitación. Corrían en torno a nosotros, moviendo todas sus fuerte aletas propulsoras, hasta que terminaron por volverse y desaparecer. Dumas y yo no miramos estupefactos, sin dar crédito a lo veíamos. Entonces una sombra cayó sobre nosotros. Levantamos la cabeza y vimos el casco de la lancha del Elie Monnier. Nuestros camaradas habían visto por fin nuestras desesperadas señales y habían conseguido localizar nuestras burbujas. Los tiburones emprendieron la huida al ver aproximarse la lancha. Nos lanzaron a bordo de la embarcación, débiles y temblorosos. La tripulación estaba tan aturdida como nosotros. Habían perdido de vista nuestras burbujas y el barco se había alejado. Nos costó creerlos cuando nos dijeron que solo llevábamos en el agua veinte minutos. La cámara resultó averiada como consecuencia de haber golpeado con ella la nariz del tiburón. Una vez a bordo del Elie Mennier, Dumas agarró un rifle y saltó al bote pequeño para visitar a la ballena. Esta daba aún débiles señales de vida. En aquel instante divisamos un cuerpo pardusco que se separaba de la ballena y se alejaba a toda velocidad. Era un tiburón. Dumas remó hasta situarse frente a la cabeza de la ballena y le dio la puntilla disparándole a bocajarro una bala dum-dum. La cabeza se inclinó con la boca abierta, dejando salir un chorro de burbujas por el espiráculo. Los tiburones bullían en las aguas enrojecidas, dando furiosos mordiscos a la ballena. Dumas hundió sus manos en la roja espuma y aseguró un lazo corredizo a la cola, que es lo que teníamos intención de hacer cuando nuestro amigo el tiburón consiguió distraernos de nuestro propósito. Izamos la ballena a bordo y nos quedamos muy impresionados al contemplar los mordiscos de los tiburones, que ofrecían todos la forma de media luna. La dura piel de la ballena, de un grosor de cerca de tres centímetros, había sido cortada limpiamente y sin desgarros. Con cada mordisco, los tiburones arrancaban cinco o seis kilos de esperma. Solo atacaron a aquella fácil presa después de haber conseguido burlarlos y escapar de sus colmillos. El médico de a bordo, el cirujano Longet, nunca había efectuado la autopsia de un animal tan enorme como aquella ballena. Empuñando su escarpelo, practicó una larga incisión en el vientre del cetáceo. Sobre cubierta cayó un viscoso alud formado por calamares de más de un kilo de peso todavía por digerir, y muchos de ellos completamente intactos y casi vivo. En las profundidades del estómago hallamos miles de negros picos de calamar. No pude menos de pensar en los indicios que habíamos detestado de la misteriosa capa de las profundidades. La coincidencia entre el festín de la ballena y las líneas trazadas en el cilindro podía ser, sin embargo, completamente fortuita. No era ninguna prueba definitiva. Pero no podía apartar de mi mente la poco científica imagen de las sombrías profundidades donde

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quizá se extendía, a cerca de cuatrocientos metros bajo nuestros pies, una vasta pradera de millones de tentáculos de calamares en la cual las ballenas iban a pastar. Cuando nos hallábamos rumbo a Dakar, encontramos una manada de marsopas. Dumas arponeó una de ellas en el lomo. El animal huía como un perro sujeto por la correa, mientras los restantes miembros de la manada lo rodeaban. Aquellos mamíferos daban muestra de gran sentido de solidaridad. Con la única diferencia de que ahora se trataba de una marsopa en de una ballena. Dumas y Tailliez se sumergieron para representar nuevamente el drama anterior. Esta vez la lancha siguió con el mayor cuidado el rastro de sus burbujas, que señalaban siempre su posición. Vi como la marsopa daba saltos y se revolvía al extremo de la cuerda del arpón, como una cabra que un cazador ha sujetado a una estaca para atraer a los leones. Los tiburones aparecieron al instante y se dirigieron hacia la marsopa. Era una verdadera crueldad hacer esto la pobre marsopa, pero nos hallábamos metidos en un serio estudio de las costumbres de los tiburones y teníamos que llevarlo hasta el final. Los tiburones empezaron a describir círculos en torno a la marsopa, tal como lo habían hecho con nosotros. Desde cubierta, comentábamos la cobardía de que daban muestra los escualos, a pesar de su terrible fuerza, de su indiferencia al dolor y de hallarse espléndidamente equipados para la lucha. No obstante, los enormes brutos esperaban tímidamente el momento de atacar, aunque en realidad no podía hablarse de ataque. La marsopa se hallaba completamente desarmada y agonizaba en medio de un círculo de torvos matarifes. Al atardecer, Dumas dio el golpe de gracia a la infeliz marsopa. Cuando ésta estuvo muerta, un tiburón pasó junto a ella y le abrió el vientre de un mordisco, dejando las entrañas en el agua. Este primer tiburón fue seguido por otro y otro, que tiñeron el mar de rojo. Los escualos no se debatían ni mordían a sus víctimas. Pasaban junto a ella sin interrumpir su mancha, arrancándoles grades pedazos de carne como si se tratara de mantequilla. Los tiburones no nos han atacado jamás resueltamente, a menos que las evoluciones del tiburón gris y de los dos azules puedan llamarse un ataque. Sin estar completamente seguro de ello, suponemos que los tiburones dan muestra de mayor resolución al atacar a objetos flotantes en la superficie. Es en ésta donde los escualos hallan su alimento acostumbrado, que consiste en peces enfermos o heridos y en las basuras arrojadas por los barcos. Los tiburones que hemos encontrado nos han observado siempre con gran prevención. Un buzo es un animal que puede resultar peligroso. Las burbujas que se escapan de nuestras escafandras pueden contribuir asimismo a enfriar sus ánimos. Después de haber visto a los tiburones quedarse tan tranquilos con un arpón hincado en medio de la cabeza, profundas heridas en diversos lugares del cuerpo e incluso después de soportar tremendas explosiones junto a su cerebro, hemos perdido toda la confianza en los cuchillos como armas defensivas. Creemos que la mejor protección la ofrece la “cachiporra para tiburones”, que es un grueso palo de madera de un metro veinte de largo, con su extremo provisto de puntas de clavos. La utilizamos de modo parecido a la silla del domador de leones, es decir, golpeando con ella los costados de un tiburón que se nos aproxima demasiado. Los clavos impiden que el palo resbale por la viscosa piel, aunque no penetra lo suficiente para irritar al animal. Por medio de esta cachiporra, un buzo puede mantener a un tiburón a saludable distancia. Durante nuestros cientos de inmersiones en el Mar Rojo, donde los tiburones abundan como moscas, llevábamos estas porras sujetas con una correa a nuestras muñecas. Jamás tuvimos ocasión de usarlas, y por ello pueden considerarse como otra defensa teórica contra esta terrible criatura, a la que el hombre aún no ha llegado a comprender.

CAPITULO XIII

Más Allá de la Barrera La mayoría de nuestras inmersiones habían tenido un propósito definido:

exploración de pecios, limpieza de minas o experimentos de tipo fisiológico, por ejemplo. Pero de vez en cuando pasábamos horas vagando por el fondo del mar, solazando nuestros sentidos con los matices de color y de luz, escuchando los misteriosos crujidos del Océano y pulsando el agua como un sibarita. En tales momentos comprendíamos el privilegio que

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representaba haber podido cruzar la barrera, ese tejido molecular que constituye una frontera y un muro entre dos elementos distintos. Si para los hombres ha resultado difícil transponer esa barrera, más lo es aún para los peces, los cuales, con sus tímidos y breves saltos al exterior, nos dicen cuán extraños les son el aire y el agua.

Una de las mayores alegrías que produce la inmersión, y de la cual quizá muchos no se den perfecta cuenta, es que el agua nos despoja del cotidiano peso de la gravedad. Los seres humanos, como otros vertebrados que viven en el aire, gastan muchas energías con el simple esfuerzo de mantenerse en pie. El mar se encarga de realizar este trabajo. El aire almacenado en los pulmones proporciona una flotabilidad positiva; los miembros dejan de pesar y proporcionan al cuerpo una relajación que ningún lecho es capaz de ofrecer.

Es una idea muy difundida que las personas gordas flotan más que las delgadas. La grasa acumulada entre los tejidos pesa ligermncnte menos que los músculos. Sin embargo, las pruebas que hemos verificado con personas flacas y gruesas han demostrado que los gordos no tienen ninguna ventaja por lo que se refiere a la flotabilidad. Creemos que esta contradicción se debe a que en general los gordos tienen menos capacidad pulmonar que los flacos. El lastre representado por los pulmones es de una importancia decisiva en la flotabilidad. Puede afirmarse que un buzo bisoño requiere más peso en la cintura que un buzo experimentado de igual capacidad pulmonar. El principiante, tembloroso y aprensivo, hincha involuntariamente sus pulmones con exceso y, por lo tanto, necesita más lastre para quedar equilibrado. Después de unas cuantas inmersiones respira ya normalmente y se da cuenta de que lleva demasiado peso en la cintura. Entonces aprende las grandes posibilidades que le ofrece su propia disciplina respiratoria para los efectos de lastre. Este factor puede equivaler a un lastre efectivo de tres a seis kilos.

En este mundo donde el buzo está desprovisto de peso, tiene que acostumbrarse a la extraña conducta de los objetos inanimados. Si. por ejemplo, se rompe un martillo, la cabeza se hunde y el mango se eleva flotando. Las herramientas para el trabajo submarino tienen que estar lastradas, a fin de que no desaparezcan flotando en todas direcciones. Las hojas de los cuchillos llevan un contrapeso de corcho. Las cámaras cinematográficas de treinta y cinco kilos contienen el suficiente aire para que prácticamente no pesen. El equilibrio tiene que ser muy exacto, porque una sola herramienta desequilibrada puede alterar el propio lastre del buzo. Al comienzo de la inmersión, el aire comprimido que contiene una sola de las botellas de la escafandra autónoma pesa un kilo y medio. A medida que va siendo consumido, el buzo va perdiendo peso. Cuando el aire está totalmente consumido, la botella ejerce una fuerza ascensional equivalente a un kilo y medio. Una inmersión perfectamente ajustada tiene que empezar con el buzo ligeramente sobrecargado, lo cual es completamente lógico, puesto que lo que él desea es hundirse. Al terminar la inmersión su peso debe ser ligeramente menor del normal, lo cual también es lógico, puesto que entonces ha de volver a la superficie.

Antes de zambullirme con mi cámara cinematográfica parezco una bestia de carga. Ando trabajosamente para penetrar en el agua con un bloque tribotella de veinticinco kilos sujeto a mi espalda, dos kilos de plomo en el cinturón, a todo lo cual se añade el peso del cuchillo, el reloj estanco, el batímetro, la brújula que llevo en mis muñecas y quizá una porra contra tiburones de 1.20 metros sujeta a una correa. Constituye un gran alivio notar como el peso de mi impedimenta desaparece así que me introduzco en el mar. En este momento tomo en mis manos la cámara cinematográfica Bathygraf, de un peso de treinta y cinco kilos, que me tienden los hombres desde cubierta o que baja hasta mí por medio de un cabrestante. Completamente equipado, alcanzo un peso de ciento veinte kilos. Así que penetro en el agua, peso únicamente medio kilo, que es el exceso calculado de peso, y me hundo con la cabeza hacia abajo con una maravillosa facilidad.

El peso ha sido suprimido, pero no así la inercia. Son necesarios algunos enérgicos golpes con mis aletas natatorias para tomar el rumbo deseado, y cuando dejo de agitar los pies sigo deslizándome hacia adelante. Es imprudente, si no imposible, para un grosero hidromodelo como el hombre, nadar rápidamente a una cierta profundidad. Es mejor acomodar la velocidad a la que impone el líquido elemento. El viaje se convierte entonces en un lánguido paseo, en un vuelo de movimientos retardados que se ajusta al medio físico que rodea al buzo.

Al nadar hacia abajo, la presión aumenta de un modo sostenido y rápido. Cada palmo que se desciende añade cerca de doscientos gramos de presión sobre cada pulgada cuadrada del cuerpo. Aparte de la opresión en los oídos, que desaparece tragando saliva, el buzo no experimenta una reacción subjetiva ante los efectos de la presión. Los tejidos que

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forman el cuerpo humano son casi incomprensibles. Hemos nadado a pecho descubierto en presiones que han aplastado el casco de un submarino. Esto último ocurre porque el sumergible no dispone de la contrapresión necesaria en su interior.

En la superficie de la tierra. un hombre soporta sobre su cuerpo. sin advertirlo, una presión atmosférica de varias toneladas. El agua de los mares dobla esta presión atmosférica a diez metros de profundidad. A veinte metros la presión es triplicada y cuadruplicada a treinta metros, y así sucesivamente, en múltiplos de diez metros.

Hay animales que viven a mil metros de profundidad bajo la superficie del mar, donde sus cuerpos reciben una presión equivalente a siete toneladas por pulgada cuadrada. Si la presión fuese el único problema con que tiene que enfrentarse el hombre bajo la superficie del mar, podríamos descender por lo menos hasta seiscientos metros a pecho descubierto. Sin embargo, los efectos indirectos de la presión detienen al hombre mucho antes de alcanzar esta profundidad. La absorción de vastas cantidades de gases en sus tejidos y la incapacidad por librarse del dióxido de carbono pondrían un límite a esta inmersión teórica.

Sin embargo, los puros cambios de presión van siendo mucho más fáciles cuanto más se sumerge el buzo. Un hombre que se zambulla y emerja varias veces a una profundidad de diez metros, experimenta dolor y fatiga porque dobla su presión externa cada vez que desciende a la profundidad de diez metros; pero el que desciende más abajo, recibe un trato más benigno. Entre diez y veinte metros experimenta sólo la mitad del cambio de presión que se sufre en los diez primeros metros. En los siguientes diez metros la presión aumenta en un tercio, y en una cuarta parte en la capa siguiente. Entre treinta y seis metros y cincuenta. el peso del agua aumenta una quinta parte. Tenemos por norma afirmar que una persona físicamente capaz de soportar una inmersión de diez metros puede descender hasta sesenta sin experimentar trastornos físicos. La zona crítica es la que queda inmediatamente bajo la superficie.

Debido a este hecho, la capa más peligrosa para el buzo de escafandra corriente es la superficial. Tanto la escafandra como la parte superior del traje de buzo contienen una gran burbuja de aire, extraordinariamente sensible a las variaciones de presión. Al franquear la decisiva capa superior, el buzo debe vigilar cuidadosamente su suministro de aire, para evitar ser aplastado o proyectado hacia arriba como un globo. Este último percance ocurre porque entra demasiado aire en el interior del traje. En la zona peligrosa, éste se hincha de repente como un pequeño dirigible, y el buzo es proyectado hacia la superficie sin que pueda hacer nada por evitarlo. El resultado puede ser una embolia de nitrógeno a causa de las bends.

El aplastamiento es el efecto contrario, producido por la falta de contrapresión en el interior de la escafandra. La escafandra de cobre se convierte en una enorme ventosa, tal como la que empleaban antiguamente los médicos para aplicarlas al pecho de un enfermo acatarrado. En el Grupo de Investigaciones Submarinas llamábamos al estrujón coup de ventouse, o sea, golpe o succión de ventosa. El buzo cuyo tubo de aire resulta cortado u obstruido, suele morir como consecuencia del coup de ventouse. Si la válvula de su tubo no funciona como es debido, la suerte que le espera es horrible. Como resultado de la succión ejercida por el tubo de aire su carne es arrancada a tiras, que ascienden por el tubo, dejando un esqueleto cubierto por una mortaja de goma, que es todo cuanto queda de él al ser izado a la superficie.

La respiración en el agua es algo fascinante. Hallándome de niño en Alsacia leí la maravillosa historia de un héroe que, para ocultarse de sus malvados perseguidores, sumergióse en el fondo de un río, donde permaneció respirando a través de una caña hueca. (Los folkloristas encontrarán probablemente repetido este cuento en todas las lenguas). Impresionado por esta historia, introduje el extremo de una vulgar manguera de jardín a través de un flotador de corcho, tomé el otro extremo en mi boca, agarré una gran piedra entre mis brazos y me sumergí en la piscina. No pude aspirar ni una bocanada de aire. Abandonando la manguera y la piedra, me elevé frenéticamente hacia la superficie. Los libros de cuentos pueden dar ideas muy equivocadas a los niños. El autor del libro de marras, como otros que gustan de escribir patrañas parecidas, no había estado jamás en el fondo de un río con una caña en la boca.

Basta sumergirse a muy poca profundidad para que la presión impida que los músculos respiratorios del hombre sean capaces de dilatar la caja torácica para llenar los pulmones de aire procedente de la superficie. Un hombre provisto de unos pulmones extraordinarios podría aspirar aire de la superficie a dos metros de profundidad durante

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algunos minutos; pero respirar en tales condiciones, aunque sólo sea a treinta centímetros bajo la superficie del agua, es muy fatigoso para la mayoría de nosotros. Un tubo de respiración de quince centímetros terminará por fatigar a quien lo use, si éste solaza con exceso sus ojos en los espectáculos marinos.

Los bañistas prefieren los mares cálidos, lo mismo que los buzos. Desgraciadamente, el placer disminuye al sumergirse. En el mes de agosto es cuando el Mediterráneo tiene las aguas más cálidas, pero sólo en una delgada capa superficial. Luego se penetra en una capa de agua más fría, pero aún bastante soportable. En junio y noviembre la zona moderada alcanza hasta los catorce metros. En julio, agosto y octubre desciende hasta treinta y seis metros. El mes de septiembre es el mejor; el mar se muestra acogedor hasta sesenta metros. Más allá de esta capa moderada uno se estrella contra la capa fría. Esta capa se halla a una temperatura de 520 Fahrenheit. Ambas capas, la caliente y la fría, se ajustan, con la precisión de las hojas de un libro. No hay la menor transición de una a otra. El buzo puede cernerse en la zona moderada para introducir un dedo en la capa de agua fría, experimentando el mismo efecto que cuando se introduce prudentemente la punta del pie en el mar, antes de tomar el primer baño de la temporada. Muchas veces permanecíamos vacilantes y temblorosos, haciendo acopio de valor, antes de decidimos a penetrar en la capa más fría. Una vez en el interior de ella, la piel queda pronto anestesiada, y uno se consuela pensando en el regreso, como a través del filo de la navaja, hacia aguas más cálidas. Algunos hábiles capitanes de submarinos han hecho que sus navíos permanecies en flotando en el límite de ambas zonas. ya que el agua fría es algo más densa que la caliente. El submarino ajusta su lastre de modo que sea ligeramente más pesado para el agua cálida., pero algo más ligero para la fría. Entonces el capitán manda parar los motores y el submarino permanece inmóvil entre dos aguas.

El mistral que se desencadenó mientras nos hallábamos explorando el Dalton nos puso en relación con la dinámica de las capas frías y calientes. Estábamos en aguas de temperatura moderada, a treinta y seis metros de profundidad, cuando se desencadenó la tormenta del nornoroeste. En el primer día de vendaval, las capas frías se alzaron hasta veinticinco metros, para llegar a los doce al día siguiente. En el tercer día el refrigerante pelágico alcanzó la superficie, y desde ésta hasta el fondo prevaleció una temperatura uniforme de 520 Fahrenheit. Esto era una prueba de que el mistral no enfriaba las aguas superficiales, sino que las desplazaba, y su lugar era ocupado por aguas frías procedentes de las profundidades. Cuando el viento amainó, el agua caliente fué recuperando poco a poco su antigua situación, obligando a la capa fría a sumergirse más y más a medida que los días pasaban. Esta es la causa de que hallásemos un agua helada en las bodegas del Dalton, mientras que toda la que rodeaba el pecio tenía una temperatura moderada.

Nos sumergimos una vez en la cueva de Alí Babá, así bautizada por Tailliez, su descubridor, la cual se hallaba situada a treinta metros de profundidad frente a Cassis. En el día que efectuamos la visita, el agua fría extendíase desde la superficie al fondo. En el interior de la caverna, no obstante, hallamos grandes remansos de deliciosa agua tibia que el viento no había podido desplazar.

Todos los que han nadado en un día de lluvia conocen la singular sensación de "sequedad" bajo la superficie del agua y el miedo a mojarse que se tiene al salir. Si el buzo contempla la superficie cuando cae la lluvia, verá miles de diminutos picos que cambian constantemente de posición. El agua de lluvia mezclándose lenta y continuamente con las saladas aguas marinas, origina un área de desviamiento óptico en la capa de superficie, como las ondas de calor que bailan sobre la tierra caldeada por los rayos del sol. En aguas litorales y en el curso de algún chubasco hemos podido presenciar escenas de extraordinaria excitación entre los peces. La lluvia parece volverlos locos. Los más pequeños salen disparados en todas direcciones. Desde el fondo ascienden los sargos sedentarios, que suben y bajan efectuando extraordinarias cabriolas. Las lisas y las lubinas giran frenéticamente bajo el hirviente tapiz de la lluvia, para alzarse luego sobre sus colas con la boca abierta, como si tratasen de absorber el agua dulce. Los días de lluvia en el mar constituyen violentas fiestas para sus habitantes.

El mar es un mundo donde reina un absoluto silencio. Hago esta afirmación con pleno conocimiento y tras reunir pruebas de ello durante mucho tiempo. Lo digo también sabiendo que últimamente se ha dado una gran publicidad a los pretendidos ruidos del mar. Los hidrófonos han registrado clamores que se han vendido luego como curiosidades gramofónicas, si bien tales sonidos han sido muy amplificados. No corresponden a la realidad del mar, tal como nosotros lo hemos conocido con nuestras orejas desnudas.

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Existen ruidos submarinos, ciertamente, ruidos muy interesantes, y que el mar transmite excepcionalmente bien; pero un buzo no oye jamás martillazos de caldereros.

Los sonidos submarinos son tan raros, que los pocos que se oyen adquieren gran importancia. Las criaturas que habitan en el mar expresan el miedo, el dolor y la alegría de un modo completamente silencioso. El viejo ciclo de la vida y la muerte gira en silencio, excepto entre los mamíferos, ballenas y marsopas. El mar no es afectado por el ocasional estruendo que ocasionó el hombre con sus explosiones de dinamita y los motores de sus navíos. Es una selva silenciosa, en medio de la cual se perciben distintamente los sonidos producidos por el buzo: el suave zumbido de las exhalaciones, el siseo del aire que entra y los gritos de un camarada. Este puede hallarse a cientos de metros y fuera del alcance de la vista; pero los arpones que dispara y que no dan en el blanco resuenan perfectamente al golpear en las rocas y, cuando nuestro compañero regresa, podemos mofamos de él mostrándole con los dedos los tiros fallados.

Si se presta oído atento, pueden percibirse a veces unos remotos crujidos, especialmente si se contiene el aliento por unos momentos. El hidrófono, desde luego, puede amplificar este ruido hasta convertirlo en una verdadera baraúnda, con el fin de analizarlo; pero entonces no suena tal como lo percibe el oído del buzo. No hemos podido ofrecer una teoría satisfactoria para explicar tales crujidos. Los pescadores sirios escogen sus zonas de pesca colocando sus cabezas en el interior de sus botes, hasta encontrar el punto focal del resonador formado por el casco. Cuando oyen los misteriosos crujidos, arrojan las redes al agua, pues creen que estos sonidos proceden de rocas sumergidas, y las rocas significan siempre lugares de pasto para los peces. Algunos biólogos que estudian la vida marina suponen que estos crujidos provienen de miles de diminutos camarones que hacen entrechocar sus pinzas al unísono. Si se coloca un camarón de esta especie en un recipiente, se llegará a percibir un audible tableteo; pero los sirios pescan peces con sus redes, no camarones. Por otra parte, siempre que nos hemos sumergido en zonas donde se oían crujidos, los camarones brillaban por su ausencia. Estos débiles y distantes ruidos parecen más fuertes en los mares tranquilos después de una tempestad, aunque esto no constituya ninguna regla. Cuanto más estudiamos el mar, menos seguros estamos de llegar a conclusiones definitivas.

Algunos peces croan como las ranas. En Dakar nadé entre una verdadera orquesta de estos monótonos animales. Las ballenas, las marsopas, los peces croadores y el misterioso agente que produce los crujidos constituyen las únicas excepciones que conocemos del inmutable silencio del mar.

Existen peces que poseen oído interno provisto de otolitos, o piedrecillas del oído, con las que se hacen hermosos collares, que reciben el nombre de “piedras de la suerte”. Pero los peces reaccionan muy poco, por no decir nada en absoluto, ante los ruidos.

Lo que resulta evidente es que son muchos más sensibles a las vibraciones ultrasónicas. Poseen una línea lateral sensitiva que corre a lo largo de sus flancos y que constituye, en efecto, el órgano de un sexto sentido. Cuando un pez ondula, este órgano lateral le da probablemente su principal sensación de existencia. Creemos que la línea lateral puede recoger las ondas de presión, como, por ejemplo, las producidas por un ser debatiéndose a gran distancia.

Hemos observado que los peces no se inmutan ante nuestros gritos, pero las ondas de presión producidas por nuestras aletas de goma parecen poseer sobre ellos una clara influencia. Al aproximarnos a los peces, movemos nuestras piernas de un modo perezoso y lento, expresando con ello pacíficas intenciones. Un golpe nervioso o rápido ahuyenta instantáneamente a todos los peces de los alrededores, incluso a aquellos que, por hallarse ocultos detrás de rocas, no pueden vernos. La alarma se extiende en sucesivas explosiones; un solo pececillo que huye es suficiente para crear el pánico entre los demás. El agua tiembla con señales de peligro, y peces que se hallan muy lejos de nuestra vista reciben la silenciosa advertencia.

Se ha convertido para nosotros en una segunda naturaleza nadar discretamente entre los peces. Puede suceder que pasemos por una zona poblada de toda clase de peces que se hallan disfrutando plácidamente de la vida sin hacer ningún caso de nosotros.

De pronto, y sin que hagamos el menor movimiento que pueda alarmarlos, desaparecen todos como por ensalmo. ¿Qué causa portentosa ha hecho huir a cientos de criaturas silenciosamente y rápidas como exhalaciones? ¿Estarán las marsopas originando ondas de presión más allá de nuestra vista, o se tratará de hambrientos dentones que merodean entre la lejana neblina? Todo lo que sabemos, suspendidos en el espacio desierto,

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es que una sirena de aviso, que no puede ser oída por nosotros, ha hecho huir a todos los peces en demanda de abrigo. Tenemos la sensación de ser sordos. Con todos nuestros sentidos adaptados a la vida en el mar, estamos aún desprovistos del sexto sentido, quizá el más importante de todos para la vida submarina.

En Dakar me hallaba buceando en unas aguas en las que los tiburones vagaban pacíficamente entre centenares de pargos rojos, muy tentadores, pero que no parecían darse cuenta de la presencia de los feroces carniceros. Volví al bote y, arrojando al agua un sedal provisto de un anzuelo, conseguí pescar varios pargos. Los tiburones, sin embargo, los partieron en dos antes de que pudiese terminar de izarlos. Creo que posiblemente las contorsiones de los peces que se habían tragado el anzuelo originaron vibraciones que comunicaron a los tiburones que en las proximidades había una presa fácil, tal vez animales en peligro. En las aguas tropicales hemos usado dinamita para reunir a los tiburones. Dudo que la explosión sea otra cosa, para ellos, que un ruido opaca e insignificante, pero dan claras muestras de percibir las ondas de presión de los peces alborotados o que han resultado heridos cerca del lugar donde la dinamita ha estallado.

En la Costa Azul existen acantilados verticales que se hunden hasta sesenta metros. El descenso a lo largo de una de estas paredes rocosas constituye una extraordinaria excursión a través de la diversa vida marina y de sus súbitos cambios de ambiente. Escaladores de montaña, como nuestro amigo Marcel Ichac, que nos han acompañado en estos descensos junto a las paredes del acantilado, se muestran sorprendidos ante los cambios que presencian. Al ascender una montaña hay que avanzar penosamente a través de kilómetros de valles y laderas, por extensas zonas de árboles, para llegar por último al lugar donde comienzan las nieves y desaparecen los árboles, para pisar ya roca pelada y respirar un aire puro y diáfano. En la pared del acantilado los cambios de una zona a otra eran rápidos y verdaderamente turbadores. Las primeras diez brazas, iluminadas por brillantes encajes producidos por el movimiento de la superficie, están pobladas por peces nerviosos y que huyen como centellas. Luego se entra en una extraña región donde reina el crepúsculo en pleno mediodía, un clima otoñal de aire malsano que produce pesadez en la cabeza, como si se visitase una cenicienta ciudad industrial.

Al deslizarse por la fachada rocosa no se puede evitar dirigir una nostálgica mirada al mundo exterior, donde brilla el estío en toda su magnificencia. Luego se llega a la capa fría, y el buzo se prepara a penetrar de un salto en el invierno. En el interior de aquella sombría y helada zona, el sol se convierte en un recuerdo irreal, que pronto se olvida, como muchas otras cosas. Los oídos ya no señalan cambios de presión, y el aire sabe a calderilla. Esta región se halla gobernada por una calma introspectiva. Las verdes y musgosas rocas son reemplazadas por piedras de aspecto gótico, horadadas, enhiestas y labradas. Cada bóveda y arcada de este fondo rocoso constituye un pequeño mundo en el que hay una playa de arena y un verdadero repertorio de peces.

Más abajo se encuentran arbolillos en miniatura de color azul, que ostentan blancas florecillas. Son el verdadero coral, el precioso corallium rubrum, que se ofrece a la vista en quebradizas fantasías de caliza. Durante siglos el coral fue extraído del fondo del Mediterráneo, para usos comerciales, con ayuda de las “cruces de coral”, un tipo de draga de madera que destroza los arbolillos y permite obtener únicamente unas cuantas ramas. Con este procedimiento se destruyen en un instante gruesos árboles que han tardado siglos en formarse. El coral superviviente crece más debajo de veinte brazas, en cuevas y grutas protegidas, en cuyos techos se acumulan en formaciones parecidas a las estalactitas. Sólo puede ser recolectado por los buzos.

Al entrar en una cueva de coral el buzo tiene que pensar que su apariencia es engañadora, vista a través del equívoco filtro de color del mar. Las ramas del coral se muestran de un color negro azulado, y aparecen recubiertas de pálidos capullos, que se contraen y desaparecen al tocarlos. El coral rojo está actualmente pasado de moda y se venda a unos veinte dólares el kilo.

En la zona del coral rojo asoman por las hendiduras de las rocas las antenas listadas de negro de las langostas. Cuando el buzo acerca la mano a ellas, las langostas se mueven, produciendo un seco ruido. En las paredes rocosas se pueden observar tumores vivos y excrecencias parecidas a ubres, largos filamentos carnosos, formaciones de aspecto de cáliz y otras que parecen setas. No puede distinguirse ya a los objetos por su color, aunque algunos de ellos posean colores sobrenaturales: el violeta de las heces del vino, negros azulados, verdes amarillentos, todos cambiados y dominados por un tinte gris, aunque aún vivos.

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En la base del acantilado empieza la arena desnuda, que desaparece monótonamente hacia las profundidades. En este lugar, situado al borde y en la frontera de la vida, nada crece ni se arrastra. El buzo se mueve de un modo maquinal, obedeciendo a los simples reflejos de su cerebro, aunque no posea una conciencia clara de lo que hay que hacer. En lo más recóndito de la mente se agita una vieja idea: volver a la superficie. Este estado de modorra desaparece al ascender junto a la muralla y abandonar aquella tierra descolorida, aquel país que no ha mostrado jamás su verdadero rostro.

A los peces no les agrada subir o bajar, sino que prefieren nadar en un determinado nivel del acantilado, como inquilinos de un piso del rascacielos. Los ocupantes de la planta baja, doncellas, meros y brecas, raramente se aventuran en los pisos superiores del rascacielos del acantilado. El dentón se pasea tranquilamente a poca altura encima de la llanura arenosa. Los sargos van de un lado a otro, entrando y saliendo de la roca con un aire atareado y decidido. Las doncellas son lentas y parecen aburridas. Las brecas todavía son más lentas, y permanecen suspendidas frente al acantilado, chupando las rocas como si fuesen caramelos. En zonas más altas y alejadas del acantilado vagan los peces pelágicos, aunque estos también parecen preferir un nivel determinado y raramente suben o bajan. A los peces no les gusta el esfuerzo que representa cambiar de presión.

Los peces parecen estar siempre deslizándose apaciblemente cuando no son molestados. ¿Qué hacen durante todo el día? Casi siempre están nadando. Raras veces los hemos visto comer. El sargo se encuentra a veces frente a una roca mordisqueando con sus dientes de cabra los erizos de mar. El pez se dedica a arrancar metódicamente las quebradizas púas del erizo, las escupe y sigue hurgando hasta horadar el caparazón del animal y alcanzar la blanda pulpa. Los rouquiers comen continuamente, engulléndose bocados invisibles que arrancan del suelo, o bien adoptan la posición vertical para expulsar pequeñas nubecillas de polvo y luego tragárselas. El vivaracho múgil corre entre las rocas, sorbiendo las hierbas con sus gruesos labios blancos y devorando huevos de pez y esporas. Los besugos pastan a cientos en las praderas del Océano. Cuando nuestra presencia los alarma, se alzan en inmensas nubes verdes y emprenden la huída.

Hemos esperado durante años tratando de presenciar el festín de algún pez carnívoro, un dentón, un congrio o una morena, pero jamás hemos tenido la suerte de verlo. Sabemos únicamente, por las observaciones efectuadas desde la superficie, que los peces carnívoros comen sólo dos veces al día, a horas estrictamente regulares, por la mañana y por la tarde. Este horario se observa tan regularmente como el de las horas de comida de un pensionado. En el momento preciso, los grandes bancos de sardinetas, sardinas o peces agujas que viven cerca de la superficie, son salvajemente atacados desde abajo. El mar hierve y el aire se agita con los saltos de los cuerpecillos que tratan de escapar. Las aves marinas se unen a la matanza desde el otro lado de la barrera, buceando para atrapar con el pico a sus presas centelleantes. Si entonces nos sumergimos, el festín termina, y vemos como los grandes peces carniceros desaparecen hacia las profundidades, en espera de que abandonemos el lugar. Los infelices pececillos tienen entonces un momento de respiro, ya que los peces grandes no se comen a los chicos si hay buzos cerca. La contienda suele durar una media hora. Luego se establece una tregua, y comedores y comidos vuelven a unirse amigablemente en las aguas tranquilas.

Con el mismo interés que hemos tratado de observar a los peces carnívoros en el momento de comer, hemos tratado de presenciar, y con el mismo resultado inútil, su drama nupcial. Las lisas o múgiles son los peces más desvergonzados. El mes de septiembre en su época del celo, en las cálidas aguas costeras del Mediterráneo. Las hembras pasean arriba y abajo muy compuestas, mientras los excitados machos revolotean a su alrededor, frotándose febrilmente con ellas. Por esta época las majestuosas brecas olvidan su solitaria arrogancia y se reúnen en increíbles bandadas, cuyos individuos están tan apretados unos contra otros que apenas cabe una aguja entre ellos. No hay dos peces que tengan la misma posición en la amorosa mescolanza, que no se parece en nada a la formación de un cardumen. Los peces tienen diferentes maneras de mostrar su curiosidad.

Con mucha frecuencia, y mientras nadamos por el fondo, nos volvemos de pronto para ver los hocicos de docenas y docenas de animales que nos siguen con ávido interés. El dentón nos obsequia con una pasajera mirada de desprecio. El róbalo se acerca a nosotros para examinarnos y partir luego con toda celeridad. La palometa finge indiferencia, pero se acerca disimuladamente para examinarnos mejor, y su curiosidad queda pronto satisfecha.

No ocurre lo propio con el mero. Este pez es el sabio del Océano, y se muestra sinceramente interesado por el estudio de nuestra especie. Se acerca a nosotros para mirarnos

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con sus grandes y conmovedores ojos, llenos de asombro, y permanece largo tiempo a nuestro lado para observarnos mejor. El mero llega a alcanzar hasta un peso de cincuenta kilos. Hemos cazado ejemplares que pesaban cerca de treinta kilos y hemos visto a otros que parecían pesar el doble. Este pez es primo hermano de la cherna tropical, que llega a pesar doscientos cincuenta kilos. El mero vive cerca de la costa, a profundidades de diez metros y en aguas agitadas y turbias. Jamás se aleja demasiado de sus fortalezas rocosas, que guarda tan celosamente. Unos pocos meros se han atrevido a vivir en grutas situadas a dos metros de profundidad. Se trata siempre de sospechosos individualistas que raramente salen de sus guaridas, pues tienen una idea muy clara del peligro, y llegan a hacerse viejos atisbando desde la entrada de sus cuevas.

Son los animales más inquisitivos que hemos hallado en el mar. En terrenos vírgenes, los meros salen nadando de sus guaridas y recorren grandes distancias para venir a vernos. Descansan en el fondo y levantan la mirada para contemplarnos cara a cara.

Con sus grandes aletas pectorales extendidas como las alas de ángeles barrocos, nos miran con expresión beata. Cuando nos desplazamos, sacuden su torpor y van a situarse en otro punto de vista ventajoso. Cuando por último regresan a sus guaridas, nos contemplan desde la entrada o corren a una ventana para vernos partir.

Cuando las diminutas castañolas negras de cola ahorquillada, de la mitad de tamaño de una carpa dorada, se apiñan en torno al mero, este pez nos contempla como una mujer que tuviese el rostro cubierto por un velo. Si penetramos en la cortina de castañolas, esta se rompe como el cristal de una ventana y el mero desaparece. A treinta metros de profundidad diríase que este pez no nos relaciona con seres de la superficie. En aquella triste penumbra azulada somos aceptados como un habitante más de la selva submarina, cuyos moradores no dan ninguna muestra de temor. A lo sumo, muestran curiosidad ante el extraordinario animal que tiene la manía de soltar burbujas.

El mero se zampa todo cuanto encuentra ante su enorme boca abierta. Penetran por ella pulpos, junto con las piedras a las que tratan de asirse; jibias enteras con sus conchas, punzantes arañas de mar, langostas y otros peces enteros. Si el mero se traga por accidente un anzuelo, suele cortar el sedal. Uno de los meros que pescó Dumas tenía dos anzuelos en el estómago, cuyo metal, tras el largo tiempo transcurrido, se había enquistado. El mero posee las habilidades de un camaleón. La mayoría de ellos son de un color pardo rojizo. Sin embargo, pueden asumir un dibujo marmóreo o listas negras. Una vez encontramos un mero completamente blanco yaciendo inerte en la arena. Pensamos que se trataba de la palidez de la muerte, pero el fantasma se agitó, adquirió de nuevo el color pardo y huyó de nuestra vista. Una mañana nadábamos a lo largo de una ancha grieta, a catorce brazas de profundidad. De pronto, nos detuvimos, suspendidos entre dos aguas para contemplar un grupo de meros adolescentes de diez a quince kilos de peso. Nadaron en derechura hacia nosotros, para dar luego la vuelta y dejarse deslizar hacia abajo como niños en un tobogán. En un lugar situado a más profundidad había una docena de ejemplares de mayor tamaño, absortos en una labor muy extraña. Uno de estos meros se volvió blanco y los restantes se reunieron muy apiñados en torno a él.

Un mero se adelantó para colocarse junto al albino, y se volvió blanco a su vez. Entonces los dos descoloridos animales empezaron a frotarse lentamente, acaso haciéndose el amor. Nosotros contemplábamos estupefactos la curiosa escena, incapaces de comprender su significado. ¿Qué objeto tenía la ceremonia que se celebraba entre aquellas oscuras rocas? Nos parecía tan extraña como la danza de los elefantes que presenció el pequeño Toomai

* personaje de “El Libro de la Selva”, de Rudyard Kipling (N del T). El mero ocupa un lugar especial y familiar en los recuerdos que poseemos de la vida

submarina. Estamos completamente seguros de que podríamos llegar a domesticar uno de ellos, aprovechándonos de su generosa curiosidad, hasta convertirlo en una mascota.

CAPITULO XIV

Donde la Sangre es Verde Los pueblos tropicales han sabido siempre que el hombre tiene que penetrar en el mar para ganar su sustento, pero hasta que algún remoto indígena polinésico colocó dos pedazos de cristal en una montura de gafas herméticamente cerradas, los hombres eran casi ciegos

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bajo la superficie del agua. El índice de refracción del agua frente al globo desnudo del ojo anula por completo la curvatura de la cornea. En lugar de converger en la retina, las imágenes se forman detrás de ella, produciendo una visión borrosa y desenfocada, tal como ocurre en los présbitas. A través de los lentes submarinos, el buceador ve los objetos mayores de lo que en realidad son. Las cosas parecen una cuarta parte más próximas de lo que están realmente. Esta engañosa perspectiva es causada por la refracción de la luz, que pasa del agua al aire a través del cristal de los lentes. En mi primera zambullida yo trataba de asir objetos, pero mi mano siempre quedaba corta y me quedé consternado al pensar que mi brazo se había encogido de pronto. Este agrandamiento de los objetos ayuda mucho cuando se trata de contar historias de peces. Un tiburón de dos metros se convierte en uno de tres sin demasiado esfuerzo imaginativo. Se requiere una cierta práctica para efectuar automáticamente la corrección de distancia y tamaño. Algunas veces, sumergido en compañía de Dumas, me he dedicado a darle caza, haciéndome pasar por un tiburón. Resultaba muy fácil mantenerme a su espalda y ocultarme sin que él me viese. Cuando Dumas sentía que había un tiburón a su espalda, apelaba a todas las tretas posibles para hacerme aparecer. Sin embargo, no resultaba difícil evitar que me viese, vigilando atentamente sus movimientos y rectificando los míos de acuerdo con ellos. Si un hombre podía llegar a tales resultados con un nadador tan hábil como Dumas, escalofría pensar lo que un auténtico tiburón medianamente inteligente podría llegar a hacer antes de ser descubierto. Un nuevo día empieza en el mar con el más insignificante cambio de luz. El resplandor que precede a la aurora difunde su claridad en las oscuras profundidades, pero cuando finalmente aparece el sol, su luz radiante no penetra súbitamente, porque los rayos solares, muy rasantes, sólo acarician la superficie. Los rayos directos del sol no penetran en el fondo hasta que el astro del día se halla en su cenit. Al atardecer, la luz del mar se va desvaneciendo gradualmente, sin que pueda hablarse de puesta del sol. La luz del día va decayendo hasta convertirse en la luz de las estrellas, de la luna o la oscuridad. La luz del sol que penetra en el mar pierde su intensidad, ya que su energía se transforma en calor a causa de la absorción. La luz es muy difundida por las partículas que se hallan en suspensión en el agua, ya sean de fango, de arena, de plancton e incluso por las propias moléculas líquidas. Estas partículas son como las motas de polvo que flotan en un rayo del sol: reducen la visibilidad y esparcen la luz antes de que pueda alcanzar las grandes profundidades. Las zonas vacías son negras como el espacio interplanetario, donde no hay partículas flotantes que reflejen la luz del sol. En aguas claras parece reinar una gran oscuridad a los treinta metros, pero cuando se alcanza el fondo se observa una especial luminosidad producida por la luz reflejada en él. Este fenómeno es el que descubrimos por primera vez en el castillo de popa del Dalton. A los noventa metros de profundidad, que constituyen el límite para la inmersión con escafandra autónoma, hay aún bastante luz para trabajar con ella, e incluso para hacer algunas fotografías en blanco y negro. El Dr. William Beebe y otros han medido la penetración de la luz hasta algo más de cuatrocientos cincuenta metros. No sólo varía la transparencia del agua de un lugar a otro, sino también a los diferentes niveles. Una vez efectuamos una inmersión para visitar una aguja rocosa submarina del Mediterráneo. El agua era tan turbia que apenas si alcanzábamos a ver más allá de unos pocos metros. A dos brazas de profundidad el agua se aclaró de pronto, y esta aclaración se mantuvo pro algún tiempo, para dar paso a una capa de agua lechosa de unos cuatro metros y medio en la que la visibilidad no alcanzaba a más de un metro y medio. Bajo esta capa lechosa había un mundo claro que se mantenía así hasta el fondo. Los peces eran muy abundantes y de movimientos vivos en aquellas umbrías pero clarísimas profundidades. Sobre nuestras cabezas la capa de neblina parecía un cielo bajo y lluvioso. En inmersiones algo profundas solemos atravesar capas alternativas de aguas turbias y claras, lo cual resulta sorprendente. Sin embargo, es posible presenciar el cambio de claridad de una capa determinada. He visto enturbiarse aguas límpidas y transparentes, sin que al parecer el hecho pudiese atribuirse a ninguna corriente, y asimismo he visto disolverse misteriosamente el fango que se hallaba en suspensión en las aguas. En el mar abierto hemos comprobado que la capa más turbia es la de la superficie en primavera y otoño, pero a veces, y en estas mismas estaciones, hemos encontrado esta misma capa a mayor profundidad, bajo una amplia zona de aguas límpidas.

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El enturbamiento de las aguas próximas a la orilla puede ser causado, desde luego, por las partículas de cieno de los ríos; pero en el alta mar, adonde no alcanza esta influencia, la opacidad se debe principalmente a numerosos microorganismos. A últimos de primavera las aguas están saturadas de algas, diminutos seres unicelulares o multicelulares, esporas y huevos, minúsculos crustáceos, larvas, filamentos vivos y palpitantes coágulos de gelatina. Estos caldos de cultivo pueden reducir la visibilidad a menos de cinco metros. Si el buzo se ve obligado a nadar en semejante sopa, puede llegar a adquirir una verdadera germofobia, pues le disgustará sobremanera sentir el viscoso contacto sobre su piel de aquella multitud de criaturas vivas. Por otra parte, estos benjamines de la fauna oceánica pueden llegar a causar cierto daño. El buzo siente súbitos alfilerazos y agudas quemaduras en lugares inesperados. Las que le resultan más dolorosas son las de los labios. Afortunadamente, sus ojos se hallan protegidos por los lentes submarinos. Los que describen la maravillosa orgía de color de los arrecifes tropicales, se refieren únicamente al medio ambiente de profundidades inferiores a ocho metros. A mayor profundidad, incluso en lugares inundados por el sol tropical, sólo se distinguen aproximadamente la mitad de las tonalidades verdaderas. El mar presta un matiz azulado a todo. La metamorfosis de color del mar fue objeto de estudio por parte de nuestro grupo de investigaciones submarinas. Nos sumergimos llevando con nosotros mapas en los que figuraban cuadrados de color rojo, azul, amarillo, verde, púrpura y anaranjado, juntamente con una gradación de grises que empezaban en el blanco para terminar en el negro, y fotografiamos este muestrario a distintos niveles, hasta alcanzar la zona crepuscular. A los cuatro metros y medio el rojo se volvió Rosado, para aparecer virtualmente negro a los doce metros, a cuya profundidad desapareció asimismo el anaranjado. A cuarenta metros, el amarillo volvió a verse verde y todo aparecía en colores monocromos. El ultravioleta penetra a bastante profundidad, mientras que los rayos infrarrojos son absorbidos a pocos centímetros bajo el agua. En una ocasión nos hallábamos cazando sobre las rocas aisladas de La Cassidaigne. A veinte brazas de profundidad Didí disparó contra una palometa de cuarenta kilos. El arpón penetró junto a la cabeza, pero sin tocar el espinazo. El pez se hallaba bien sujeto, pero con sus fuerzas casi intactas. Emprendió la huida remolcando a Didí al extremo del sedal de nueve metros. Cuando Dumas observó que el pez descendía, se colocó en posición cruzada para frenar la huida del animal. Cuando el pez, por el contrario, ascendía, Didi se ponía en línea recta tras él, agitando sus aletas de goma para animar al pez a seguir ascendiendo. La palometa no mostraba trazas de cansarse. Seguía arrastrando a Didi cuando a nosotros casi se nos acababa ya nuestra provisión de aire. Dumas fue avanzando asido al sedal, hasta que, de pronto, el pez dio una rápida vuelta y pasó junto a él como una exhalación, haciendo sinuosos movimientos. Dumas tuvo que girar rápidamente para evitar ser envuelto en la cuerda, de la misma manera que Tashtego se vió atado a Moby Dick*. Dumas recorrió los últimos palmos de cuerda y empuñó el asta del arpón. Entonces relampagueó su cuchillo, que se hundió profundamente en el corazón del enorme pez. Una gruesa bocanada de sangre se extendió por el agua. La sangre era verde. Estupefacto ante este espectáculo, nadé hacia el pez para contemplar la mortal hemorragia que brotaba del corazón. Tenía el mismo color que las esmeraldas. Dumas y yo nos miramos, completamente desconcertados. Habíamos nadado entre las grandes palometas en muchas ocasiones, e incluso habíamos cazado algunas cuando practicábamos la caza submarina, pero ignorábamos que existiese una clase cuya sangre fuese verde. Con su extraordinario trofeo ensartado al extremo de su arpón, Didi abrió el camino hacia la superficie. A diecisiete metros de profundidad la sangre adquirió un color marrón oscuro, para volverse rosada a los seis metros. Al llegar a la superficie, era roja. Una vez me produje un pequeño corte en la mano a cuarenta y cinco metros de profundidad, y vi como la sangre que fluía de mi herida era verde. Empezaba a sentir ligeramente los efectos de la embriaguez de las profundidades. Para mi cerebro medio alucinado aquella sangre verde me pareció una jugarreta que me gastaba el mar. Pensé en la palometa e hice esfuerzos para convencerme de que mi sangre era realmente roja. En 1948 penetramos en la zona crepuscular provistos de luz eléctrica. Cuando en las aguas claras de la superficie era pleno mediodía, Dumas se sumergió provisto de una lámpara eléctrica tan potente como un sol artificial de los empleados en los estudios cinematográficos. El reflector estaba sujeto con una cuerda a un bote situado en la superficie aunque nuestros ojos podían distinguir muy bien las azuladas formas de la zona crepuscular, deseábamos ver aquel lugar bajo sus verdaderos colores.

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Didi bajó con su reflector a lo largo de la pared del acantilado hasta alcanzar una profundidad de cincuenta metros. Entonces dio vuelta al conmutador. * Episodio de la novela Moby Dick, la ballena blanca, del novelista norteamericano Herman Melville. (N. Del T.) ¡ Qué explosión de color! El potente haz lumínico del reflector mostró a nuestros atónitos una turbadora máscara de color, en la que predominaban unos sensacionales rojos y anaranjados, tan opulentos como los que se encuentran en la paleta de Matisse. Aparecían por primera vez desde la creación del mundo los auténticos colores de la zona crepuscular. Nadábamos de un lado a otro, apresuradamente, solazando nuestros ojos en aquel espectáculo sin par, no contemplado hasta ahora ni por los propios peces. ¿Cuál era el objeto de aquella rica coloración, colocada en un lugar donde no podía manifestarse? ¿Por qué en aquella profundidad predominaba el color rojo, si los rayos de este color eran los primeros que habían sido filtrados y absorbidos por las capas superiores? ¿Cuáles serán los colores que se hallen a mayores profundidades, allá donde la luz jamás ha penetrado? Después de ésta inmersión empezamos a efectuar una serie de zambullidas técnicas para hacer fotografías en color en la zona azul que empieza poco más o menos a cuarenta y cinco metros de profundidad. Hacía diez años que tomábamos películas en blanco y negro, pero la fotografía submarina se remonta a una fecha más lejana de lo que puede suponerse. Un día, en efecto, encontramos por casualidad un libro muy raro titulado La Photographie Sous-Marine (“la fotografía submarina”), cuyo autor era un tal Louis Boutan. El libro llevaba fecha de 1900. En él se describía seis años de experimentos en fotografía submarina, hechos en una época en que las fotografías se efectuaban sobre groseros clisés de cristal. ¡Boután había hecho sus primeras fotografías submarinas en la bahía de Banyuls-sur-Mer en 1893! Tailliez hizo nuestras primeras películas submarinas con una cámara Pathé de 9.5 milímetros, encerrada herméticamente en una jarra de frutas de dos cuartos de galón. El norteamericano J. E. Williamson se nos anticipó en bastantes años. Está perfectamente comprobado que en 1914 hizo la primera película submarina. Cuando empezamos a filmar bajo la superficie del agua, no se nos presentó ningún problema óptico especial. Las películas salían siempre salían muy bien enfocadas, y para ello nos valíamos simplemente de nuestro sentido de la distancia. No pensábamos en absoluto en la refracción que sufre la luz del pasar del agua al aire. Más tarde, nuestras películas resultaban desenfocadas, a pesar de emplear el mismo operador y la misma cámara. Ello resultaba muy descorazonador, pero analizamos y resolvimos esta dificultad no con ayuda de la óptica, sino de la psicología. Al principio enfocábamos instintivamente en lo que nos parecía la distancia real, con lo que conseguíamos que la cámara registrase fielmente lo que nuestros ojos contemplaban. Pero luego nos volvimos más listos, demasiado tal vez. Aprendimos a corregir mentalmente la distancia de un modo automático y enfocamos en la verdadera. El resultado era que las películas salían desenfocadas, porque las lentes eran incapaces de hacer aquella corrección mental. Cuando volvimos a estimar la distancia focal por lo que parecía ser, los contornos de los objetos volvieron a aparecer con la misma precisión que antes.

La cinematografía submarina por medio de una cámara de mano constituyó una verdadera revelación. La cámara seguía nuestros menores deseos y caprichos. Tanto las cinematográficas como las fotográficas están suspendidas de unos soportes provistos de dos empuñaduras de pistola, parecidas a las de los fusiles submarinos. El operador las mantiene frente a él, al acecho de la presa. El apoyo del agua permite filmar secuencias que en un estudio requieren la ayuda de complicados aguilones, torteas y carros. Las cámaras de mano suelen dar siempre inevitables sacudidas. El agua permite efectuar soberbios travelings hacia un objeto determinados, amplias vistas panorámicas y complicados movimientos tridimensionales que requieren todo un día de preparación en un estudio corriente.

No usamos nunca visores en nuestras fotografías submarinas. Nos limitamos a apuntar las cámaras hacia el objeto que deseamos filmar, como si se tratara de un simple fusil submarino, y “disparamos” contra nuestro blanco sin emplear mirilla de ninguna clase. El empuje del cuerpo del operador, sus ojos y las lentes están en una misma línea y actúan de un modo coordinado.

Nuestra primera película submarina tenía una fuerte iluminación solar, pues fue rodada en aguas poco profundas. Al descender a mayores profundidades con ayuda del pulmón acuático, descubrimos que pudimos seguir obteniendo buenas imágenes en blanco y

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negro. En 1946 filmamos unas escenas muy claras a sesenta y cinco metros en un mediodía del mes de julio, sin tener que emplear luz artificial. La exposición fue de 1/50 de segundo, con una abertura de diafragma de f/2. Puesto que entre estas profundidades y la superficie se hallan todas las gradaciones de luz, instalamos controles de abertura submarinos para captar los matices del gris. En 1948 descubrimos que podían hacerse películas en color y con luz natural a profundidades sorprendentes cuando filmamos el trabajo de los buzos en el pecio de Mahdia, a cuarenta metros bajo la superficie.

En realidad no nos sumergimos para rodar película, sino que las tomamos para recordar nuestras inmersiones. La mayor parte de los veinte mil metros y pico de película submarina que hemos filmado permanecen aún en nuestros archivos. Sin nuestras películas jamás hubiéramos obtenido la autorización de la marina para constituir el Grupo de Investigaciones. Las películas han sido material de primera mano en las expediciones oceanográficas que hemos organizado. Pero aunque parezca extraño, las fotografías corrientes en color tienen un mayor interés científico. Después de tomar películas durante una década nos lanzamos a la fotografía con el mismo entusiasmo. En muchos aspectos, las fotografías fijas resultan mucho más difíciles que las películas.

En el año 1926 el Dr. W.H.Longley, juntamente con Charles Martín, de la National Geographic Society, hicieron las primeras fotografías submarinas en color, en las Islas Tortugas, empleando para ello un reflector flotante y magnesio que iluminaba el agua hasta cuatro metros y medio. Pero ni el más potente fogonazo de superficie puede alcanzar hasta la zona crepuscular. No había más remedio que introducir luz artificial en la capa azul, a cuarenta y cinco metros de profundidad.

Francois Girardot, el especialista parisién en fotografía submarina, que era quien nos construía nuestras cámaras, diseñó una Rolleiflex, basada en nuestros principios favoritos del fusil submarino con empuñadura de pistola y provista de un compresor. Puesto que el equipo electrónico de lámparas de destello existentes era demasiado débil en relación con su peso y tamaño, construimos un reflector que contenía ocho de las lámparas de éste tipo que conocíamos, del tipo llamado “sobreiluminación retardada” cada una de las cuales proporciona cinco millones de lumens. De noche y en tierra, éste reflector hubiera iluminado objetos de color colocados a quince metros de distancia. En las opacas profundidades marinas su radio de acción era de sólo dos metros.

La cámara poseía dos extensiones de reflectores que eran sostenidas por los buzos. Unos botones colocados sobre los reflectores nos permitían disparar una, dos, cuatro u ocho lámparas simultáneamente. La carga máxima desencadenaba más de cuarenta millones de lumens, una claridad que, si se exceptúa tal vez la que reina en el interior de una bomba atómica en el momento de hacer explosión, jamás se había concentrado en una zona pequeña. Esta luz podía iluminar casi cinco metros en el interior del agua. Constatamos que las lámparas no se aplastaron al sumergirnos en aquella profundidad. Llamamos a nuestra inmersión la Expedición Flash, y nos sumergimos en el Mediterráneo para efectuar las primeras fotografías en color a considerable profundidad.

Jean Beltrán y Jacques Ertaud, sosteniendo los reflectores sujetos a las cámaras por cables de diez metros, se unieron a mí bajo el agua y nos hundimos verticalmente. Los cables estaban sujetos a pequeñas boyas que tiraban de ellos hacia arriba, haciéndoles adoptar una forma arqueada y evitar que se interpusieran en el campo visual de la cámara o que se enganchasen en una roca. Dumas, que iba adelante, nadó hasta alcanzar la profundidad de veinticinco brazas y escogió una gruta de coral como objetivo. Él tenía que aparecer en las fotografías para darles la escala adecuada.

Llegamos a un oscuro lugar donde apenas distinguíamos el brillante justillo de goma de Didi sobre el azul acantilado. Nuestro compañero colocó un mapa a color frente a la pared rocosa para comprobar los valores de la fotografía, pues ninguno de nosotros sabía que combinación de película de color y luz sería la adecuada. La fotografía submarina en color no tenía aún sus leyes. Nosotros debíamos descubrirlas.

Suspendidos en el mar, Ertaud y Beltrán colocaron sus reflectores sobre Didi, según las reglas familiares de un estudio fotográfico, que ordenan dirigir un haz de luz muy cercano al sujeto y otro más alejado y sobre su cabeza para obtener un efecto general de luz difusa. Oprimí los correspondientes botones, y quedamos casi cegados por un alud de color tan rápidamente desaparecido que no nos quedó ninguna idea clara de las formas. Medio cegados en una oscuridad casi total, tratábamos de “digerir” las imágenes que habían permanecido impresas en nuestra retina. Tardamos algún tiempo en reponernos de aquel terrible estallido de luz.

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Didi se trasladó a otro escenario y dispusimos nuevamente nuestro instrumental, pero esta vez el reflector no funcionó. Regresamos a la superficie. Las bombillas estaban intactas; habían resistido con éxito una presión casi cinco veces mayor que la de la atmósfera. En la superficie, sin embargo, tampoco quiso funcionar. En el laboratorio descubrimos que el primer disparo no salió nada. Había penetrado agua en los portalámparas.

El único medio de llevar a feliz término nuestro proyecto consistía en usar reflectores herméticamente cerrados, posibilidad que habíamos considerado al principio, pero que tratamos de evitar a causa de los considerables gastos y pérdida de tiempo que representaba. Las frágiles bombillas eléctricas resistían la presión, pero una vez que fuesen herméticamente selladas tras una mirilla de cristal el reflector tenía que ser dotado de la correspondiente presión interior. Girardot construyó dos reflectores de latón de treinta y siete centímetros y medio, con mirillas de cristal de dos centímetros y medio, a los que iba adaptada una botella de aire comprimido en miniatura.

Pasamos dos meses en las frías aguas primaverales del mar, fotografiando flora y fauna sedentaria. Trabajamos también en varios pecios hundidos a diversas profundidades para obtener datos acerca de sus incrustaciones biológicas. Si la fecha del naufragio es conocida, los científicos pueden sacar gran provecho del estudio de las fotografías obtenidas en los pecios para calcular el crecimiento de la capa biológica que lo recubre, lo cual no puede saberse en rocas y arrecifes de edad inmemorial, sobre los cuales la capa de organismos vivientes alcanza a veces un espesor de dos metros.

La temperatura era de 52º Fahrenheit. El frío entumecía nuestros dedos y embotaba nuestra mente. Durante una de las primeras inmersiones Ertaud se olvidó de abrir la válvula que admitía aire comprimido al interior de su reflector. Se hallaba colocándolo en posición en una presión cuatro veces mayor que la atmosférica, cuando el cristal se reventó hacia adentro con un estallido que hizo que todos levantáramos la cabeza. Al momento siguiente Ertaud caía como un ahorcado que desaparece por la trampa del patíbulo, a pesar de que sólo hacía un instante se mantenía en perfecto equilibrio. El reflector, que no pesaba nada cuando estaba lleno de aire, tenía un peso cerca de veinte kilos al quedar vacío. El artefacto de latón arrancó el cable de la cámara, y Ertaud descendió hacia el fondo a una velocidad que tenía que afectarle forzosamente los oídos.

Nadamos hacia abajo y contemplamos el rostro de Ertaud. En él se mezclaba la turbia mirada del borracho, causada por la embriaguez de las profundidades, con una expresión de remordimiento. Se esforzaba en vano por levantar el pesado reflector que nos había costado mil quinientos dólares. Dumas se montó a horcajadas sobre él, y consiguió colocarlo cabeza abajo. Luego se echó en el suelo, levantó un borde del reflector y exhaló sus burbujas de aire bajo él. Por éste procedimiento consiguió tener pronto el reflector lleno de aire. Como una improvisada campana de buzo, el reflector se levantó fácilmente y conseguimos llevarlo sin esfuerzo en nuestro viaje de vuelta a la superficie. En aquellas aguas extremadamente frías nos ocurrió tres veces el mismo percance.

Para incrementar nuestros conocimientos acerca de la luz en el mar quise sumergirme de noche. Estoy seguro de que ningún buzo puede honradamente decir que es un valiente si no se ha sumergido de noche. (“No quiero a bordo ningún hombre – dice Starbuck en Moby Dick – que diga que no tiene miedo de una ballena”). Algunos buzos corrientes están avezados a trabajar de noche, debido a su prolongada familiaridad con la oscuridad casi total que reina en las cenagosas aguas de puertos y ríos, pero por mi parte me causaba gran temor la idea de sumergirme de noche.

Escogí un paraje perfectamente conocido, un fondo rocoso con siete metros y medio de agua. Era una noche de verano, muy clara a pesar de no lucir la luna, pero con un cielo tachonado de estrellas. En el agua millones de organismos fosforescentes competían con las estrellas, y al meter la cabeza bajo el agua, las noctilucas redoblaron aún su brillo, trazando brillantes rayas ante mis ojos maravillados, semejantes a luciérnagas. Encima de mí el casco de la lancha se recortaba como un tembloroso óvalo plateado.

Fui descendiendo lentamente en el seno de aquella Vía Láctea submarina. Tropecé con rocas, que me volvían a la fea realidad, y el sueño se desmoronó. En un radio muy pequeño podía distinguir débilmente las siluetas de las rocas. Mi imaginación, libre y sin trabas, corría hacia las negras profundidades que se extendían más allá, hacia las invisibles guaridas donde permanecían agazapados y al acecho los cazadores nocturnos como el congrio y la morena. Esta idea, más que un intento deliberado, fue lo que hizo que encendiese mi reflector.

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Frente a mí se extendía un cegador rayo de forma cónica, que extinguió como por ensalmo las minúsculas lucecillas que flotaban en mi camino. El foco del reflector dibujaba un níveo círculo sobre las rocas. La luz, sin embargo, tenía el efecto de sumir todo lo que quedaba bajo ella en las más profundas tinieblas. Ya no veía las formas de las rocas allá donde no alcanzaba la luz. Tenía la sensación de que a mi espalda ocultas criaturas me acechaban. Giré locamente, apuntando mi reflector en todas direcciones con ello sólo conseguí aumentar mi ceguera y desorientarme por completo.

Armándome de valor apagué la luz. Empecé a nadar con la mayor cautela en una oscuridad total, entre las rocas, volviendo con frecuencia la cabeza para tratar de vencer el miedo que me embargaba. Al poco tiempo, mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y surgieron otra vez las confusas siluetas de las rocas. Una forma borrosa se movió, arrojó una nube luminosa y desapareció como un cometa. Algún pez sorprendido, despertado por el intruso. Este pez fue seguido pronto de otro y otro.

No tardé mucho tiempo en dominar mi miedo, y aún me consolé con la idea de que no me hallaba sumergido en aguas tropicales, infestadas de tiburones. Antes de regresar al bote creo que la experiencia ya empezaba a gustarme. Esta inmersión, sin embargo, no produjo observaciones de interés.

Efectué otra inmersión nocturna con luna llena. La blanca claridad iluminaba con bastante fuerza las rocas del fondo y el paisaje submarino se mostraba hasta tanta distancia como durante el día. ¡Pero que diferente era su aspecto! Las rocas adquirían proporciones extraterrenas. Me perecía ver rostros espectrales en sus recovecos. Las noctilucas apenas se veían, eran muy pocos los microorganismos capaces de competir con la luz de la luna. Dondequiera que se dirigiese la mirada no alcanzaba ver criatura viviente, si se exceptúan las débiles chispas que trataban de competir con la claridad lunar. El mar parecía desierto de peces. Los pescadores saben muy bien que cuando la luna se alza sobre el horizonte no se halla un pez sobre el mar

Epílogo -¿Por qué tienen ustedes tal empeño por sumergirse en el mar?- nos preguntan con frecuencia las personas sensatas y prácticas. A George Mallory le preguntaron también por qué quería escalar el Everest, y hacemos nuestra su respuesta: -Porque está allí- respondió. Nosotros estamos obsesionados por el reino increíble de la vida oceánica, que espera aún ser descubierto. El nivel medio de los lugares habitados sobre la tierra, el hogar de todos los animales y plantas, es una delgada capa que no alcanza la altura de un hombre. El lugar donde se desenvuelve la vida en los océanos, cuya profundidad media es de cuatro mil metros, es más de mil veces mayor que el volumen de las zonas habitadas terrestres. He contado ya como las primeras zambullidas con lentes nos atrajeron hacia las profundidades, impulsados por una simple e irrefrenable curiosidad, y como este impulso nos llevó a la fisiología del buceo y nos hizo diseñar la primera escafandra autónoma. El señuelo que se agita ahora ante nosotros y que nos hace anhelar nuevas inmersiones es la oceanografía. Nos hemos esforzado por hallar el acceso a la gran hidroesfera, porque creemos que la época del mar no está lejana. Desde los tiempos antiguos los hombres se han esforzado por penetrar en el mar. Sir Robert H. Davis ha encontrado ejemplos, en todas las épocas del florecimiento cultural, de intentos por construir aparatos de respiración submarina, la mayor parte de ellos basados en los principios de la natación o de la marcha sin impedimento. Existen bajorrelieves asirios en los que aparecen hombres tratando de efectuar imposibles inmersiones respirando por medio de odres de piel de cabra. Leonardo Da Vinci esbozó varias ideas muy poco prácticas acerca de aparatos de respiración submarina. Febriles artesanos de la época de la reina Isabel construyeron chapuceros trajes de cuero destinados a la inmersión. Sus intentos se vieron condenados al fracaso porque no hallaron el apoyo económico y popular necesario. Contrariamente a lo que ocurrió con Stephensen cuando construyó la primera locomotora de vapor o cuando los hermanos Wright surcaron por primera vez el espacio. Es de toda evidencia que el hombre tiene que penetrar en el mar. No tiene otra alternativa. La población humana crece tan rápidamente y sus recursos se consumen en tal

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escala que no habrá otro remedio que acudir al Océano para tomar de él nuestro sustento. La carne y los vegetales que contiene el mar son de una importancia vital. La necesidad de arrancar minerales y productos químicos al mar se halla perfectamente indicada por las intensas luchas políticas y económicas que se desenvuelven en torno a los campos petrolíferos semisumergidos, así como en torno a la “plataforma continental”, que no se limita en modo alguno a Texas y California.* * En realidad, todos los continentes del globo se hallan rodeados por una terraza submarina, cuya profundidad madia es de unos doscientos metros y que constituye la llamada plataforma continental. Al terminar ésta bruscamente, el fondo desciende entonces hacia los grandes abismos marinos en un declive llamado talud, que conduce casi sin transición a los abismos de mil metros y más. Las plataformas continentales del planeta ocupan una extensión de unos veintidós millones de kilómetros cuadrados, con una longitud total de doscientos cincuenta mil kilómetros. Su anchura media no llega a los cien kilómetros. Representa, por lo tanto, una zona extensísima. (N. Del T.) La mayor profundidad alcanzada con escafandra autónoma se halla sólo a medio camino del borde de esta plataforma. Aún no nos hallamos en disposición de ocupar el terreno reivindicado por los estadistas. Cuando los centro de investigación y los industriales se enfrenten con el problema, es posible que avancemos hasta los doscientos metros de profundidad, que es la de la plataforma continental. Ello requerirá un equipo mucho mejor que el que actualmente está constituido por el “aqualung” o escafandra autónoma. Esta es un aparato primitivo e indigno del nivel alcanzado por la ciencia de la época contemporánea. No dudamos, sin embargo, que los conquistadores de la plataforma tendrán que mojarse algo.

FIN

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