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Article on some of the important issues that America is facing in the context of the contemporary global economy.
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Agosto del 2011
© MANUEL GUILLÉN, 2011.
El ocaso del imperio
financiero
estadounidense
Manuel Guillén
Las alarmas no se encendieron cuando
debió haber sido por última vez (es
decir, después de eso, ya era muy tarde):
en el verano de 1989, cuando Toyota
introdujo la submarca de lujo Lexus al
mercado estadounidense. Aquel
acontecimiento fue una demostración de
fuerza. La automotora japonesa no se
detendría ante nada para tomar por
asalto el mercado vehicular
norteamericano, y así lo hizo. Desplazó
a los tres grandes de Detroit,
posicionándose como el máximo
vendedor de automóviles en los Estados
Unidos y dando la puntilla a la debacle
que llevaría a la quiebra de sus
competidoras domésticas.
La pérdida del monopolio
automovilístico por parte de los Estados
Unidos en su propio territorio fue un
síntoma de la transición que se estaba
dando en su tradicionalmente poderosa
economía productiva. La industria
automotriz no era ni la única ni quizá la
más poderosa de las industrias
estadounidenses que comenzaban un
periodo de crisis sostenida hace una
generación (puesto que la aeronáutica, la
petroquímica, la cibernética, la
microelectrónica y aun la
armamentística convencional, entre
muchas más, tenían cada vez más y
mejores competidores a nivel global),
pero sí que era la más emblemática.1
1 Vale la pena citar en extenso la opinión que
sobre la debacle automotriz estadounidense
tienen lo expertos en administración de
empresas, Philip Kotler y John Caslione,
quienes en su libro Caótica: Administración y
marketing en tiempos de caos (Norma, Bogotá,
2010), afirman: “La incapacidad de una compañía
para sortear exitosamente su camino a través de
un punto de inflexión estratégico hace que el
negocio decline. Uno de los ejemplos más claros
de una compañía —o tal vez de toda una
industria— incapaz de pasar a través de un
punto de inflexión estratégico es la situación
actual de los tres grandes fabricantes de
Agosto del 2011
© MANUEL GUILLÉN, 2011.
El inicio de la pérdida del liderazgo
nacional y global de los tres reyes de
automóviles de los Estados Unidos —GM, Ford
y Chrysler—, cuyos puntos de inflexión
estratégicos individuales y colectivos pasaron ya
hace tiempo sin que ninguno de los tres se
transformara en nuevos modelos empresariales.
Meramente han luchado por sobrevivir. Todos
estos fabricantes de automotores están en el
negocio de producir vehículos para mover
pasajeros y para embarcar carga —hoy y mañana.
Esto ha sido bastante claro durante décadas.
“Los Tres Grandes” no están en el mero negocio
de producir y desarrollar motores de combustión
interna basados en combustibles derivados del
petróleo. Mucho antes de la brusca alza de los
precios del petróleo que lo llevó hasta 150 dólares
el barril en julio del 2008, los indicios eran
visibles: tenían que hacer algunos cambios
dramáticos en sus tecnologías y ciertamente en
sus propios modelos empresariales. Como
mínimo, si no podían verlo ellos mismos, sí
podían darse cuenta de las incursiones que desde
hacía varios años estaban haciendo los
fabricantes extranjeros en automóviles híbridos
y vehículos de combustibles alternativos.
Después de todo, esos eran precisamente los
mismos fabricantes extranjeros de automóviles
que habían interrumpido el largo dominio del
mercado por parte de los tres grandes. La
industria automovilística estadounidense había
mostrado múltiples puntos de inflexión
estratégicos, mucho antes de que sus directores
ejecutivos se encontraran sentados frente al
Congreso de los Estados Unidos en noviembre
del 2008, con sus manos extendidas pidiendo
dinero para mantener a flote sus compañías.
Fueron incapaces de reconocer que sus modelos
empresariales seguían decayendo más y más”
(pp., 95-96).
Detroit reflejaba la mutación mayor que
se generaba aceleradamente en la
economía norteamericana: ésta pasaba
de tener un fundamento tangible (la
productividad) con un abigarrado
mundo intangible (las finanzas), a
justamente lo contrario. El mismo año
que cayera el Muro de Berlín, y en la
víspera del triunfo ideológico, político,
militar, pero sobre todo económico,
sobre el bloque comunista, los Estados
Unidos de América daban el cerrojazo a
la que fue su última etapa de bonanza y
liderazgo económico en el mundo. El
crecimiento real sostenido de la
posguerra había llegado a su fin.2
2 Immanuel Wallerstein cuenta la historia de
este ascenso y caída del poderío estadounidense
global en el ensayo “La trayectoria del poder
estadounidense”, en Este País 187, octubre del
2006. Con relación a la era de la gran bonanza,
dice ahí: “En 1945 Estados Unidos salió de la
guerra como la única gran potencia que había
mantenido intactas sus instalaciones
industriales, de hecho muy fortalecidas por la
propia expansión bélica. Esto permitió que,
durante los siguientes quince o veinte años,
Estados Unidos pudiera producir todas las
mercancías clave con una eficiencia tan superior
a la de otros países industriales que podía
competir con ventaja con los productores
extranjeros en sus propios mercados nacionales.
Agosto del 2011
© MANUEL GUILLÉN, 2011.
Los errores que se cometieron fueron
varios, pero uno capital fue, simple y
llanamente, el exceso de confianza. Los
estadounidenses pensaron que realmente
había llegado al súmmum de sus
capacidades nacionales en todos los
terrenos, comenzando por el vasto
territorio económico y financiero. Al
respecto, dice el economista Thomas L.
Friedman en su columna del New York
Times:
Nuestro lento declive es el producto de dos problemas interrelacionados. En primer lugar, desde el fin de la Guerra Fría hemos dejado erosionar nuestros cinco pilares básicos del
Además, la destrucción física en Europa y Asia
fue tan grande que muchos de esos países
sufrieron después de la guerra una gran escasez
de alimentos, inestabilidad en sus monedas y
graves problemas en la balanza de pagos.
Necesitaban ayuda urgente de muchos tipos y
pidieron a Estados Unidos que se la
proporcionara.
”Para Estados Unidos fue fácil transformar su
absoluto dominio económico en primacía
política. Por primera vez en su historia se
convirtió también en el perno crucial de la
geocultura, mientras Nueva York sustituyó a
París como capital del arte mundial en todas sus
formas. El sistema universitario estadounidense
fue dominando el mundo académico en
prácticamente todos los campos…”.
crecimiento; estos son: educación, infraestructura, la inmigración de brillantes innovadores y emprendedores, reglas para incentivar la toma de riesgos y la fundación de empresas, y la investigación con financiamiento estatal para acicatear la ciencia y la tecnología… Para mantener el sueño americano se requiere estudiar más duro, invertir con más sabiduría, innovar con mayor velocidad, poner al día nuestra infraestructura con más rapidez, y trabajar de manera más inteligente.3
Ese error de miopía se ha pagado muy
caro en las dos décadas que han
transcurrido desde entonces, hasta llegar
a la gran debacle del sistema financiero
mundial en el 2008 y la actual crisis de la
deuda estatal. En los años que siguieron
a 1989, la dinámica económica
estadounidense estuvo basada en una
serie recurrente de inyecciones de
créditos. Para sostener un ambiente de
prosperidad ciudadana y bonanza
económica sostenida, el Estado
norteamericano promovió la acción
crediticia al menudeo por parte de las
3 “Win Together or Lose Together” del 6 de
agosto del 2011, disponible en www.nytimes.com
La traducción es mía.
Agosto del 2011
© MANUEL GUILLÉN, 2011.
empresas privadas y de sus propios
mecanismos públicos de asistencia
financiera, por una parte; y, por otra, al
descuidar los factores clave que
menciona Friedman para obtener una
verdadera base económico-productiva,
se dedico él mismo a endeudarse con
una serie de actores públicos y privados,
nacionales e internacionales. Fueron los
aparentemente buenos tiempos de la
administración Clinton, que terminaron
abruptamente con el estallamiento de la
burbuja de las punto com, a la vuelta del
milenio.
El endeudamiento desaforado de
Estados Unidos tenía como fundamento
su prestigio internacional. ¿Quién no
querría prestarle a la unipotencia
mundial? El pago estaba garantizado y
además con intereses de por medio. Para
el Estado norteamericano la deuda tenía
pleno sentido, dadas las circunstancias
de su estancamiento productivo real. Su
moneda es la referencia financiera global
y su intervención pone en marcha la
productividad de un amplio conjunto de
conglomerados transnacionales que
inciden de manera decisiva en la
economía mundializada, la mayoría de
ellos ya no en los sectores económicos
duros, sino en los especulativos:
consorcios de manejo, producción y
reproducción de capitales electrónicos
con base en la usura financiera. No
importando la viabilidad a largo plazo
de estas supuestas fortalezas
económicas, el Estado norteamericano
promovió una laxa política económica
que acicateó la desmesura de este tipo de
empresas.
En su papel de promotor y mediador
económico, aprovechó durante casi una
década (del inicio al final de la
Administración Bush) el espaldarazo
ficticio de la economía mundial
fundamentada en la especulación
financiera. Muchos han criticado
(ciertamente con pertinencia) la
demencia administrativa de los
particulares implicados en la gran
quiebra del 2008, pero pocos han
enfatizado la irresponsabilidad del
Estado norteamericano en la promoción
de la misma, ya que después de todo,
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quien pone en circulación la dinámica
financiera y productiva de un país es el
Estado.4
Dentro de los elementos con que éste
cuenta en su papel de mediador e
interventor de la economía capitalista,
se haya el manejo de la deuda pública,
que ha funcionado de manera eficaz,
aunque riesgosa, para generar
expansiones y deflaciones económicas
nacionales y, en el caso de una potencia
como Estados Unidos, también
internacionales. Es importante notar que
la administración de la deuda estatal
parte de un principio intangible peculiar:
en la medida que es la administración
4 El aserto tradicional que afirma que una
economía capitalista se fundamenta con el
liberalismo del mercado, el “dejar ser y hacer” a
la dinámica productiva, es una quimera. Por lo
contrario, una verdadera economía capitalista,
por lo menos tal y como se verifica en el
sistema-mundo vigente, forzosamente tiene que
poseer una vigorosa intervención estatal. Así lo
ha destacado Immanuel Wallerstein, quien
afirma: “Los estados tienen principalmente tres
mecanismos que transforman las transacciones
económicas del mercado. La fuerza de la ley. La
creación de monopolios. El mantenimiento del
orden social”. Véase su Conocer el mundo, saber el
mundo, México, Siglo XXI Editores-UNAM-
CIICH, 2007, p. 67 y ss.
del futuro económico de una nación, es
al mismo tiempo la administración de lo
inexistente.
El Estado maneja la deuda con un
horizonte productivo determinado que
le permite hacer una serie de
predicciones económicas, ceteris paribus.
El instrumento financiero tradicional
para hacerlo son los títulos de deuda
pública, que en Estados Unidos se
llaman “securities”, nombre muy
apegado a lo que de manera real
representan: la seguridad de que en el
futuro las finanzas del Estado serán
viables, que podrá cumplir el
compromiso que el “security” implica. El
título de deuda es lanzado al mercado
con diferentes denominaciones, un
determinado tiempo de caducidad y a un
interés establecido, que puede ser fijo o
adecuable a la inflación temporal. Quien
lo compra, lo que hace es prestar dinero
al Estado. La lógica básica es, en el
fondo, muy sencilla: cuando alguien
compra, digamos, un bono del Tesoro
por cien mil dólares, en ese momento
transfiere dicha liquidez al Estado, y la
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conveniencia del comprador radica en
que el Estado le dice: “en diez años te
pagaré esos cien mil más otros, digamos,
treinta mil”, pensando en una tasa anual
de interés del tres por ciento. Esta
manera de operar es uno de los
principios de control de la inflación: el
Estado se hace con el circulante
excedente y lo encauza a sus arcas.
También puede ocurrir lo contrario:
puede comprar los títulos de deuda ya
poseídos por terceros, respetando los
intereses pactados, e inyectar dinero a la
economía. O también existe una tercera
aunque tramposa opción: el Banco
Central puede comprar dichos títulos y,
al hacerlo, lo que en realidad hace es
imprimir más circulante (con el pretexto
de tener la liquidez para pagar los
títulos). En cualesquiera de estas
circunstancias, es claro que entre mayor
sea el volumen de deuda que se pueda
manejar, mejor será la capacidad de
movimiento económico del Estado, ya
sea para blindar sus arcas, ya bien para
utilizarlo en gasto corriente o en
programas gubernamentales ineludibles,
como la asistencia social o la defensa. La
capacidad de jugar con una cantidad
determinada de deuda es lo que se
conoce como el techo de endeudamiento
posible.
Al paso de los años, el Estado
norteamericano ha buscado una serie de
salidas equivocadas para su pérdida de
competitividad internacional. Durante
los largos años de la Administración
Bush, la intentona predilecta fue la de
poner a circular con celeridad la
industria de guerra y el control mundial
de la producción y del precio del
petróleo. Los resultados han sido
desastrosos y, en cambio, se descuidó la
puntual regulación de los mercados
especulativos dentro y fuera del país.
Pero la industria estadounidense, si bien
ya no a la vanguardia en prácticamente
ningún terreno (quizá con la excepción
del mercado de los espectáculos),
continúa produciendo al por mayor y
tiene una fuerte presencia en diversas
partes del mundo, principalmente en
América Latina y Europa. De igual
manera, su capacidad armamentística y
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logística en el terreno militar, continúan
sosteniéndolo como el país más
importante en la política exterior del
mundo entero. Por ello Friedman, a
diferencia de otros críticos
catastrofistas, habla de un “lento
declive” de la superioridad
estadounidense en el ámbito global. Con
el remanente de su capacidad productiva
más la inercia de su poderío militar y
político, Estados Unidos ha podido
mantener una economía con base en el
endeudamiento masivo de una manera
más o menos estable. Cada vez más, ha
ido ensanchando el umbral del techo de
deuda para solventar la movilidad tanto
del Estado como de la dinámica
productiva nacional que, de manera
cierta, ha observado enormes gastos
imprudentes en prácticamente todas las
áreas de intervención estatal, de los
rescates financieros a las guerras
transoceánicas, pasando por esfuerzos
frívolos como el programa espacial.
Esto, que en otros países hubiera sido
desde hace tiempo una catástrofe mayor
(piénsese en la crisis de la deuda
latinoamericana en los ochenta), para el
coloso norteamericano había sido la
manera de permanecer a flote como una
potencia económica mundial. Hasta que
el destino ha comenzado a alcanzarlo.
El gobierno de los Estados Unidos
siempre ha contado con poseer una
excelente calificación como deudor. Por
ello, cuando el presidente actual pidió un
techo de deuda anual de 14.4 billones de
dólares, parecía que iba a ser cosa de
simple papeleo en el Congreso
(instancia que debe autorizar los techos
de deuda en aquel país). Pero se
encontró con el chantaje político de la
oposición que, en pocas palabras,
condicionó la aprobación del techo a sus
peticiones de reducción del gasto público
(incluyendo la puesta en marcha del
seguro médico popular) y la no
elevación de impuestos en sectores
productivos clave, como la industria
petrolera; a cambio, cedería la reducción
del gasto en materia de seguridad. El
debate se empantanó y venció la fecha
para dar a conocer el monto autorizado,
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poniendo a temblar a la economía del
mundo entero.
Debido a esta dilación y a otros factores
económicos reales como la sostenida
pérdida de competitividad global, por
primera vez en su historia Estados
Unidos no fue calificado como excelente
sino simplemente como buen deudor,
debido a la reclasificación en la materia
a cargo de la consultora de Wall Street,
Standard & Poor’s (agencia de
calificación del riesgo financiero a nivel
global). En pocas palabras, se puso en
cuestión la pertinencia del
endeudamiento estadounidense.
La acción generó una serie de reacciones
en los mercados financieros, que en su
mayoría fueron a la baja (es decir,
decreció el número de movimientos
financieros en un jornada), nerviosismo
de los inversionistas y presiones sobre el
resto de economías del mundo,
producidas por las dudas sobre la
viabilidad de los acuerdos financieros
con el país del norte. Es decir, existe la
posibilidad real de que Estados Unidos
no pueda pagar a algunos de sus
acreedores. Por ello China, el país con
las mayores reservas de dólares en el
mundo (con la friolera de 22 billones de
dólares), en su mayoría como el máximo
tenedor de títulos de deuda
estadounidense en el planeta (es decir, el
mayor acreedor de Estados Unidos),
hizo fuertes declaraciones en contra de
la actual administración gubernamental
estadounidense, afirmando en breve que
se pongan a trabajar en impulsar la
productividad del país y que dejen de
vivir de prestado.
En el corto plazo, lo que se vislumbra es
una decisión presidencial unilateral para
lograr la meta del techo de deuda
originalmente propuesto. Al parecer la
Constitución estadounidense lo permite
en casos graves, y algunos analistas
(especialmente los afines a la actual
Administración que ya comparan al
egresado de Harvard con Roosevelt y
Lincoln, dejando en claro que el
besamanos es la cosa mejor repartida en
la política mundial) dicen que “incluso
aunque la Constitución no lo permita”.
Agosto del 2011
© MANUEL GUILLÉN, 2011.
Esto dará un respiro temporal a los
mercados, a los especuladores
financieros y a los acreedores legítimos
del Estado estadounidense. En el
mediano plazo, lo que el horizonte
ofrece es el verdadero declive de los
Estados Unidos como la potencia
económica universal que fue. Como dice
Gideon Rachman en su análisis sobre el
particular para el número especial de
Foreign Policy (nº 184, enero-febrero del
2011) dedicado al “American Decline”:
“Los estadounidenses pueden ser
perdonados cuando alegremente hablan
del reto que representa China como una
más de las llamadas del niño que dijo
‘ahí viene el lobo’, como lo fueron en su
momento la Unión Soviética y Japón.
No obstante, un hecho frecuentemente
pasado por alto de esta fábula, es que al
final, efectivamente, sí vino el lobo. Y
China es el lobo”.