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Essay on some issues concerning the development of the "Mafia Principle" as a global problem of the contemporary social system.
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Número 725, 25 de septiembre del 2011.
www.msemanal.com | ©MANUEL GUILLÉN, 2011.
1
El principio de la
mafia
Por Manuel Guillén
BLOG:
www.guillenresearch.blogspot.com
Uno de los rasgos más
sobresalientes de nuestra
civilización radica en el principio
del valor. En la capacidad para
producir ganancias económicas
con base en la producción y la
comercialización de una infinidad
de productos. Esto permite la
acumulación monetaria, la
redistribución parcial de las
ganancias y la regeneración del
ciclo productivo-económico por
medio de la reinversión. La manera
tradicional de llevarlo ha cabo ha
sido la empresa capitalista, cuyos
orígenes se remontan a las
ciudades mercantiles italianas a
finales del siglo XV. De los
comerciantes textiles de Génova y
Florencia a los actuales
desarrolladores de nanotecnología
en Estados Unidos y Japón, hay
una línea recta histórica bien
definida; es el inmenso conjunto
empresarial que ha puesto a girar
al sistema capitalista en los
últimos 500 años.
Junto con ellos, desde tiempos
antiguos (recordemos a los piratas
de antaño, hoy románticamente
rehechos por la cultura popular),
ha existido un modo afín, aunque
paralelo, para hacerse con
ganancias económicas
considerables. Es lo que el
sociólogo estadounidense
Immanuel Wallerstein llama “el
principio de la mafia” que, ante
todo, es un principio económico.
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Un modo de hacerse con enormes
cantidades de capital en un tiempo
relativamente corto. Ambas
maneras de producir riqueza
comparten principios generales de
importancia: explotan recursos
humanos, naturales y financieros;
intentan estabilizar nichos de
mercado propios y adueñarse de
los ajenos; pretenden tener
durabilidad en el largo plazo y,
muy especialmente, tienen un alto
grado de diversificación general y
específica (es decir, practican la
inventiva sobre un producto
especializado, al tiempo que
buscan nuevos horizontes de
participación empresarial).
Por supuesto, como es de todos
conocido, entre el principio
empresarial y el principio de la
mafia, existe un hiato
comportamental básico.
Históricamente, los primeros
utilizan a su favor las ventajas que
los Estados ponen a su disposición,
en tanto que lo segundos tienen un
cariz básicamente anti estatal.
Siguiendo a Wallerstein (véase su
libro, Utopística o las opciones
históricas del siglo XXI), llamamos
mafia a “…todos aquellos que
tratan de obtener ganancias
sustanciales evadiendo las
restricciones legales y los
impuestos o extorsionando costos
de protección, y a todos aquellos
que están dispuestos a usar la
fuerza privada, el soborno y la
corrupción de los procesos
formales del Estado para
garantizar la viabilidad de este
modo de acumulación de capital”.
El matiz último es de importancia.
A través del tiempo, se ha
distinguido con toda claridad a los
integrantes del capitalismo formal,
ligado al Estado y sus
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instituciones, del cual obtienen,
entre otras cosas, orden social que
permite ambientes comunitarios de
consumidores estables,
infraestructura para el tráfico
mercantil (carreteras, puertos,
aeropuertos, servicios de limpieza,
etcétera), organización y
arbitración de la economía de
mercado y absorción de los costos
del deterioro medioambiental
común a múltiples ramas de la
producción empresarial. Pero ese
mismo tipo de ventajas
organizacionales también son
utilizadas por los integrantes del
principio de la mafia, —a los que
Wallerstein califica de manera muy
plástica como “animales de presa
que se alimentan del proceso
productivo”—, puesto que sus
actividades pueden estar todo lo
que se quiera en la periferia del
sistema social al uso (piénsese en
la pornografía extrema o en el
“box” a muerte), pero al fin y al
cabo se vinculan con éste de
diversas maneras ineludibles.
Basta considerar la red de
infraestructura comunicacional de
una nación o el sistema financiero,
nacional e internacional, para
darse cuenta de lo mucho que
comparten empresarios y
corsarios al momento de echar a
andar sus jugosas actividades
económicas. Ni qué decir de la
masa de consumidores cautivos
para lo que tengan a bien ofertar,
con los estupefacientes ilícitos a la
cabeza. Por eso el asunto de la
productividad mafiosa se ha
convertido en un espinoso tema
cuando se trata en términos
puramente económicos: ha llegado
para quedarse y usurpa con
inusitada aceleración las
estructuras formales de muchos
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Estados, especialmente los
debilitados por causas diversas,
debido a los inmensos recursos
monetarios con los que cuenta
para hacer que las burocracias y
los cuerpos armados oficiales
trabajen para su beneficio; y no
sólo eso, sino también por la
ingente cantidad de liquidez que
inyecta a las economías de esos
países.
En numerosas ocasiones, la vida
económica de un país depende
mucho más del principio de la
mafia que de la productividad
capitalista tradicional, con la
consecuencia de que su impronta
política y gubernamental se vuelve
cada vez más acuciante. Si bien el
Estado es el principal opositor a la
libre acumulación de las mafias, en
numerosas ocasiones,
especialmente en Estados en
crisis, éstas llegan a hacerse de
firmes posiciones de poder formal,
borrando la línea entre unos y
otros. Como dice Wallerstein, “Los
políticos y los burócratas de
estados débiles (e incluso de los
fuertes), que se están debilitando
aún más y están perdiendo su
legitimación popular, han tendido
en muchos casos a fusionar sus
intereses con los de las mafias
externas al Estado. En algunos
casos quizá no valga la pena tratar
de distinguir entre los dos
grupos”. Pero si esto ocurre sin
remedio en ciertos países
periféricos, en los países del
Primer Mundo el nivel de
cooptación y penetración permea
en masa lo mismo en los estratos
sociales marginales (que cada vez
más se emplean en las cadenas de
distribución al menudeo de
productos ilícitos) que en los
niveles cupulares de lavado de
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dinero y legitimación de las
ganancias vía el sistema
financiero.
Justo este es el flanco más robusto
y contundente de la labor
productiva criminal. Los
volúmenes monetarios que el
crimen organizado maneja, en
todas sus ramificaciones, son
inmensos y, verdaderamente, han
creado una economía paralela con
sus propios medios desregulados
de captación masiva de capital,
posicionamiento de mercado y
base perpetua de consumidores,
por las buenas o por las malas. Es
con fundamento en esta manera de
operar que surge el drama de la
violencia desbordada por las
grandes mafias del mundo entero,
con su estela de deshumanización
y salvajismo en aras del valor del
dinero.
Pero estos fenómenos sangrientos,
por muy espectaculares que sean
y por mucho que inyecten un alto
grado de caos e incertidumbre en
la vida cotidiana de muchos
lugares del mundo, en realidad son
productos secundarios del factor
económico del principio de la
mafia. Éste ha anclado de manera
firme en el sistema económico
global, jalonándolo hacia su esfera
operativa. Desde su modo de
producción paralelo, influencia de
manera decisiva el devenir de los
flujos monetarios corrientes
debido a la liquidez que posee.
Genera compradores, participa
activamente en el sistema bancario
y fomenta inversiones en una
multiplicidad de giros (la tradición
de que únicamente los llamados
“giros negros” eran el modo de
inversión del crimen organizado,
hace tiempo que quedó atrás);
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además, por supuesto, de su activa
financiación de campañas políticas,
medios masivos de comunicación
e, incluso, instituciones educativas.
Una vez que entra en su cauce
cotidiano, el sistema financiero no
discrimina al dinero; para las
operaciones monetarias comunes,
el dinero del crimen organizado es
tan valioso e impersonal como el
del más probo de los empresarios.
Por ello, cada vez hay más voces
que propugnan por validarlo
plenamente. Es decir, atraerlo a la
esfera de la productividad
sancionada. Son llamados realistas
que observan la inevitabilidad de
los negocios ilícitos y su profunda
penetrabilidad social. La industria
de las drogas ilegales encabeza
estos llamados que intentan
impulsar su legalización mundial.
De algunos prominentes analistas
de la revista Forbes al Nobel de
Literatura Mario Vargas Llosa,
pasando por el potentado
estadounidense, George Soros (y
muchos académicos y líderes de
opinión junto con ellos a nivel
internacional), encontramos la idea
de la inminencia de la fusión entre
la economía ilegítima con la
legítima. La transformación de los
modernos corsarios en señores
empresarios. Después de todo, el
actual sistema mundial interestatal
se ha beneficiado de ellos de
diversas maneras más o menos
veladas, de las tasaciones a los
depósitos en efectivo en los
bancos, a la tolerancia y uso
consuetudinario, tanto por actores
públicos como privados, de los
paraísos fiscales alrededor del
mundo, enclaves fronterizos en los
que se mezclan promiscuamente
las fortunas legales con las
ilegales.
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Bien mirados, los llamamientos
para legalizar globalmente las
drogas no sancionadas, son el
recurso postrero de un mundo
regulado, ordenado y sistémico,
que se encuentra ya en franca en
retirada. Las suspicacias contra las
eminentes personalidades que
abogan por la legalización de los
estupefacientes (cada cierto
tiempo se especula si estas figuras
públicas reciben dinero de las
mafias globales de
narcotraficantes), están
completamente desencaminadas,
puesto que lo que en el fondo se
afirma es la contención
institucional al imperio de la
barbarie económica,
comportamental y productiva que
el crimen organizado lleva a cabo.
Es un esfuerzo, quizá el último, por
expandir el manto de los Estados y
sus burocracias hasta hacerlo
cubrir las actividades
desenfrenadas de aquellos que han
irrumpido de manera violenta y
vertiginosa en el orden social. No
es la primera vez que Occidente ha
intentado pactar con los bárbaros
para mantener su modus vivendi.
Lo hicieron diversos príncipes
renacentistas con los jeques
musulmanes, la Corona inglesa en
el auge de la piratería caribeña y,
para no ir más lejos, el Estado
corporativista mexicano durante
buena parte del siglo XX.
No obstante, en la mirada de larga
escala, parece que el problema no
es puramente económico, sino
civilizatorio. Con visión de largo
aliento, Wallerstein realza la raíz
socio-histórica del asunto de las
drogas a nivel mundial: “No se
trata de que la culpa (o la
explicación) radique en los
consumidores o en los vendedores.
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El consumo es obviamente un
signo adicional de desintegración
social, o de rebelión, o de
deslegitimación del sistema
histórico existente. Y la industria
es, en consecuencia, una de las
más rentables de la actualidad…”.
Entonces, el problema del ascenso
irrefrenable del principio de la
mafia al ámbito del poder real en
el seno de los Estados
consolidados, no se restringe al
tema del narcotráfico, sino a un
ambiente social en descomposición
(o, si se quiere, en trance de
convertirse en algo distinto a lo
existente); tampoco se limita al
estatus mercantil de cualquier otro
producto (incluyendo a los seres
humanos) que se comercialice de
manera ilícita en el mundo, sino al
modo mismo de llevarlo a cabo. Es
decir, de espaldas a la
institucionalidad moderna
establecida en el planeta desde
hace unos tres siglos.
En este orden de ideas, incluso
una hipotética y más bien
fantasiosa legalización masiva y
universal de todo tipo de
estupefacientes, no acabaría con el
principio de la mafia. Solamente
paliaría por un tiempo un problema
de violencia acuciante en diversas
zonas del globo, pero la latencia
del mismo permanecería irredenta,
en busca de nuevos nichos de
explotación comercial mafiosa. El
modo de ser de la criminalidad
organizada ha llegado ya a un
punto de no retorno en el que se
ha convertido en una opción de
vida con plena influencia en
amplias capas poblacionales del
mundo entero, aunque
especialmente en el Tercer
Mundo. Se ha aprendido a vivir de
esa manera. Depende
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esencialmente del voluntarismo y
de la cardinalidad de la violencia
en sus diferentes manifestaciones
como paradigma de su orden
interno. En el tiempo convulso de
la actualidad, esto goza de
legitimación popular en franjas
cada vez mayores de la ciudadanía,
desde los habitantes depauperados
de las ciudades perdidas hasta los
políticos en el poder de los
Estados, pasando por empresarios
formales ambiciosos e
inescrupulosos; asimismo, es
aspiracional, resuelve de manera
puntual problemas de liquidez
doméstica y pone en práctica de
manera descarnada los principios
tradicionales del capitalismo,
llevándolos un paso más allá,
despojándolos de sus metáforas al
ejercerlos al pie de la letra:
“eliminación de la competencia”,
“apropiación del mercado”,
“maximización de las ganancias a
cualquier precio”, “reducción a
cenizas del negocio ajeno”,
etcétera. Es un nuevo modo de
socialización. Bárbaro y deleznable
para la sensibilidad progresista de
herencia humanista, sin duda, pero
una opción viable para habérselas
con el mundo capitalista para una
creciente mayoría en el nivel
global.
Con base en todo ello, los grandes
grupos criminales están intentando
solidificar sus posiciones anti
civilizatorias —y, en consecuencia,
anti estatales y anti humanistas—
en el nivel global. La avanzada
corruptora de gobiernos federales
y locales, el afianzamiento de su
influencia en el sistema bancario
mundial, las compras
desmesuradas de armamento que
con regularidad hacen, la
conformación de eficaces y
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sanguinarios ejércitos privados, el
uso diario y la custodia informal de
millones de dólares (en casas de
seguridad, bodegas y demás por el
estilo) para garantizar liquidez sin
medida, el apuntalamiento de su
poder popular en amplias regiones
al interior de los Estados
(especialmente los
tercermundistas) con dádivas,
seducción monetaria y coerción ,
así como el énfasis en la acelerada
construcción de redes globales con
sus pares en el resto del mundo,
apuntan en este sentido. Lejos de
disolverse en el sistema o de
mantenerse en la periferia de éste,
los practicantes del principio de la
mafia en la actualidad parecen
empeñados en construir un nuevo
orden sistémico a la medida de sus
intereses.
Los experimentos sociales de
escalas diversas, con base en el
principio de la mafia, llevados a
efecto en países como Afganistán,
Kosovo, Rusia, Colombia y México,
deben ser vistos, en el nivel del
tiempo histórico largo, como la
avanzada de un proceso mayor que
ha comenzado a incubarse desde
ahora. Contrario a lo que los
últimos ilustrados piensan en el
sentido de que quizá sea posible
integrarlos a la institucionalidad
occidental de cuño moderno, vía la
legalización de sus sombrías
actividades, es probable que en el
futuro ocurra lo contrario: que ésta
termine por dispersarse y que
quienes delineen la faz del sistema
social sean los principios
criminales de gran aliento. Que la
edad por venir, así planteada, sea
un periodo neoscurantista y de
grandes y graves trastornos
humanos, sin duda es cierto, pero
también lo es que, en la tendencia
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de la historia, siempre ha sido
necesaria la debacle para la
gestación de un renacimiento.