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El Reino Del Cielo - Mario Escobar

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EL REINODEL CIELO

LA NOVELA HISTÓRICASOBRE

EL MADRID MEDIEVAL

Mario Escobar

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Todos los derechosMario Escobar

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Para Elí, Andrea y Alejandro,habitantes del cielo

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Personajes Principales

Alfonso VI de León. Rey quefomentó la repoblación de Mageritcon nuevos colonos.Alfonso VII de León. Rey queotorgó a Magerit la Carta dePoblación del Vicus Sancti MartiniDoña Urraca. Hija de Alfonso VIque tuvo que soportar variosenfrentamientos con su esposoAlfonso I de Aragón para que éste

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no quitara su herencia a su hijoAlfonso VIIDon Fermín. Noble señor de lastierras que cultiva SantiagoSantiago Buendía (Andrés).Campesino leonés que decidemarchar como colono a Mageritpara recibir tierras.Ana. Esposa de Santiago y madrede MarcosMarcos (Alfredo). Hijo deSantiago y Ana.María. Hermana de Ana.Fernando Alegría. Guía de los

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colonos por las montañas deMagerit.Conde Astorga. Gobernador deMagerit y señor del alcázar de lavillaJuan. Capitán de la guardia delalcázar.Serafín. Cristiano mozárabe deMagerit.Pablo. Hijo de Serafín.Abu al Qasim Maslama alMayrit i. Estudioso y astrónomomusulmán.Zaira. Hija de Abu y astrónoma

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como él.Isabel. Hija de Zaira.Inés. Dama de compañía de Isabel.Daniel. Hijo del conde de Pedrazay esposo de Isabel.Daniel. Hijo de Isabel y Daniel.

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Árbol Genealógico

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Cronología reyes de León

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CONTENIDO

PrólogoPrimera ParteCapítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6Capítulo 7Capítulo 8Capítulo 9Capítulo 10

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Capítulo 11Capítulo 12Capítulo 13Segunda ParteCapítulo 14Capítulo 15Capítulo 16Capítulo 17Capítulo 18Capítulo 19Capítulo 20Capítulo 21Capítulo 22Capítulo 23

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Capítulo 24Capítulo 25Capítulo 26Capítulo 27Tercera ParteCapítulo 28Capítulo 29Capítulo 30Capítulo 31Capítulo 32Capítulo 33Capítulo 34Capítulo 35Capítulo 36

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Capítulo 37Capítulo 38Capítulo 39Capítulo 40Cuarta ParteCapítulo 41Capítulo 42Capítulo 43Capítulo 44Capítulo 45Capítulo 46Capítulo 47Capítulo 48Capítulo 49

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Capítulo 50Capítulo 51Capítulo 52Capítulo 53Capítulo 54Capítulo 55Capítulo 56Capítulo 57Capítulo 58Capítulo 59Capítulo 60Capítulo 61

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Prólogo

Reino de León, año del Señor, 30Octubre de 1089

Aquella mañana, cuando el señor seaproximó por el majuelo parallevarse la mayor parte de sucosecha de uvas, Santiago le esperófirme, con los ojos alzados y lamirada clavada en la caracarcomida por la viruela de su amo.Aquel gesto no le pasó

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desapercibido a su señor. A pesarde estar escoltado por dos soldadosde su castillo, don Fermín no pudoevitar sentir como sus labios seresecaban y un escalofrío lerecorría el cuerpo. Un hombre libreera peligroso, pero aún peor era unsiervo que fuera consciente de sulibertad.Santiago apretó los puños. La azadase clavó en sus manos callosashasta emblanquecer sus nudillos,esas mismas manos que hasta aqueldía habían servido para arrancar el

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fruto de aquella estéril tierra delReino de León, ahora parecíandispuestas a todo para obtener sulibertad. Su amo se acercócabalgando sobre su caballodelgado y medio cojo, se inclinóhacia delante en un gesto desafiante,pero su siervo ni siquiera pestañeó.El rostro moreno de Santiago, conel ceño fruncido y los ojos atentos,se topó con la pálida cara de suseñor. Apenas les separaba unpalmo, pero la distancia entreambos era inmensa.

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El noble se irguió en sucabalgadura y miró a la puerta de lachoza. No había ni rastro de lamujer del siervo ni de su hijo, perolo que más le enfureció es que noestaba la cosecha. Unas semanasantes había cabalgado por aquellastierras distantes de su feudo y habíaobservado que las uvas estabanmaduras. Ahora los granerosestaban vacíos, pensó el noblemientras se rascaba su cabezacalva, debajo del casco oxidadocon el que había lucido bajo el

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mando del rey Alfonso VI contraSancho II de Castilla. Ahora eraviejo, sus músculos cargaban condificultad aquella pesada armadura,pero se sentía con fuerzas paradoblegar a un siervo rebelde.

— ¿Dónde está mi cosecha? –preguntó el noble con el ceñofruncido.

— No hay cosecha –contestóescueto el campesino. Surostro era tan expresivo queno necesitó añadir máspalabras.

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La respuesta fue tan corta y clara,que el noble se quedó mudo porunos instantes. Después hizo ungesto a sus hombres y estosdescabalgaron. Cuando estaban aunos pasos del campesino, estelevantó un pergamino, como si unsimple pedazo de papel pudieradetener a aquellas malas bestias. Elnoble afinó la mirada y vio que unsello de cera roja colgaba deldocumento.

— ¡Maldita sea! ¿Qué es eseescrito?

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— Es la orden del rey AlfonsoVI para que me dejéis partir.En él, según me han leído, elrey me concede la cosechapara que pueda comprar lassemillas, para poder cultivarlas tierras que hay al otrolado de las montañascentrales –dijo Santiago casisin respirar. A su lado lossoldados ya tenían lasespadas desenvainadas yesperaban órdenes. Santiagosabía leer, aunque prefería

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que nadie lo supiera. Unsiervo tenía que estarsiempre por debajo de suamo.

Se hizo un largo silencio. Santiagorezó para sí. Sabía que aquellamaldita rata no le dejaría irse tanfácilmente, por eso su mujer Ana ysu hijo Marcos estaban en casa desu hermana, a un día de camino desu choza.El noble se aproximó al documento,pero no pudo ver nada más quegarabatos, no sabía leer, pero aquel

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era el escudo del rey, de eso nohabía duda. Le pasó por la cabezarasgar el escrito, empalar almaldito campesino y quemar lachoza para escarmiento del resto,pero sabía que un mandato del reyera algo demasiado serio comopara contravenir una orden. Respiróhondo, echó para atrás lacabalgadura. Después, hizo unaseña a sus hombres levantando elbrazo y se giró sin más. Apenashabía cabalgado unos pasos, cuandose dio la vuelta y con gesto

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amenazante le dijo a su siervo:— Tenéis un día para salir de

mis dominios. Si uno de mishombres os captura, vos yvuestra familia pagaréis porello. Os trataré como aladrones y ni el rey podrásalvaros.

Cuando el grupo de hombres seencontró lo suficientemente lejos,Santiago entró apresuradamente enla choza, tomó el ato que habíapreparado aquella misma mañana ycorrió hasta la parte trasera, donde

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solían retozar los cerdos y comenzóa caminar a toda prisa. Antes deanochecer tenía que estar fuera dela comarca, de otra manera erahombre muerto.

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Primera Parte:Lejos del Paraíso.

“A Muhammad y al tiempo de sureinado se le deben hermosasobras, muchas gestas, grandestriunfos y total cuidado por elbienestar de los musulmanes,preocupándose por sus fronteras,guardando sus brechas,consolidando sus lugares extremosy atendiendo a sus necesidades. Él

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fue quien ordenó construir elcastillo de Esteras, para guardarlas cosechas de Medinaceli,encontrándose en su ladonoroeste. Y él fue quien, para lasgentes de la frontera de Toledo,construyó el castillo deTalamanca, y el castillo de Madridy el castillo de Peñahora. Confrecuencia recababa noticias delas marcas y atendía a lo que enellas ocurría, enviando a personasde su confianza para comprobarque se hallaban bien”.

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Cronista cordobés Ibn Hayyan(987-1075)

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Capítulo 1

Año del Señor, 1 Noviembre de1089

La hermana de Ana estaba fuera dela casa con el delantal blanco llenode sangre, cuando el viento delnorte empezó a soplar con fuerza.Era tiempo de matanza y el cuñadode Santiago ya había destripado alos dos cerdos que les ayudarían apasar el duro invierno sin

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necesidad de comprar carne en elmercado del pueblo. Habíanpertenecido a su cuñado, pero ahoraque éste marchaba al sur, lo únicoque necesitaba era dinero paracomenzar su nueva vida.Cuando María vio a Santiago delejos, pegó un grito y su hermanaAna apareció por el quicio de lapuerta. Llevaba a su hijo Marcosagarrado del costado. El niño habíacumplido seis años, pero no sedespegaba ni a sol ni a sombra desu madre. Era un niño sano,

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regordete, de pelo muy rubio y losmismos y bellos ojos verdes de sumadre. Santiago aún recordabacomo aquellos enormes ojos verdesle habían cautivado desde el mismodía que los vio. Ana era la hijamenor de un matrimonio dehortelanos que poseían sus propiastierras. Eran los campesinos másricos de Ribota y él, el hijo de unaparcero que recorría el Valle delSajambre para recolectar los pocosfrutos que daba aquella tierra alta yboscosa. Santiago acompañaba a su

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padre de un lugar para otro,únicamente se tenían el uno al otro.Su madre había fallecido de un malparto cuando él tenía cinco años ysus otros hermanos habían muerto.No era fácil convivir con aquelhombre tosco e insensible, queapenas le daba comida y no lemostraba ningún afecto, pero almenos le había enseñado su oficio yalgún que otro secreto, que muchoshombre no aprendían nunca.Al llegar a Ribota, por bien o maldel cielo, el padre de Santiago

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murió al despeñarse por unprecipicio. Él tenía apenas diezaños, el frío estaba próximo allegar y los padres de Ana seapiadaron de él. Fermín, el padre,le empleó como ayudante en suhuerto, para atender a los animalesy podar los manzanos y las vides.El joven Santiago trabajaba de sol asol, pero al menos comía todos losdías, dormía abrigado entre losanimales del cobertizo y jugaba conlas dos hijas de sus amos, cuandoestos no le observaban.

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Ana fue siempre una niña hermosa.Su cara de ángel y su gracia laconvertían en la chica más guapa dela comarca y sus padres tenían laesperanza de casarla con un buenpartido. Su hija María, la mayor,estaba destinada a un amigo de lafamilia, el hijo de Pedro, el herrero.La profesión de herrero era muyprospera y sin duda sería tambiénun buen casamiento. Vecinos detoda la comarca venían para herrara sus animales, comprar cuchillos oafilar espadas. Aunque sus mejores

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clientes eran los nobles, a pesar deque muchos no pagaban los trabajosdel maestro herrero.María también era muy bella, teníala misma edad que Santiago cuandose conocieron y cuando llegaron ala adolescencia, se pasaban lashoras muertas junto al río ocorriendo por los bosquescercanos. Para Santiago Ana erauna niña a sus catorce años, peroMaría ya era toda una mujer a losdieciséis.Una de aquellas tardes de

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primavera, María y él se besaron.Ana les observó desde una roca,donde se ponía para espiarles.Durante meses la joven no habló asu viejo amigo, su corazón estabaherido. Su hermana estabadestinada al hijo del herrero, era laprimogénita, pero también le habíarobado a Santiago.Ana y María nunca habían superadoesa hostilidad, a pesar de estarcasadas y haberse convertido enbuenas esposas. Ahora era María laque envidiaba la felicidad de Ana,

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que a pesar de ser muy pobre, erafeliz junto a Santiago.

— Hola María, hola Ana –dijoSantiago al acercarse a lacasa.

María se limpió las manosmanchadas de sangre y se soltó elpelo. Ana frunció el ceño ante elgesto de coquetería de su hermana.Después se separó del niño y estecorrió hasta los brazos de su padre,pero en el camino, Marcos setropezó y se puso a llorar. Su padrele tomó en brazos y el niño sonrió

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de nuevo.— ¿Todo salió bien? –

preguntó Ana, esperando quesu esposo la besara.

— Mejor de lo que pensaba,ese maldito avaro al manosteme al rey –dijo Santiagomientras se acercaba con elniño en brazos.

— Tengo todo preparado,partiremos cuando quieras –comentó Ana, rodeando conlos brazos a su esposo.

— Deja a Santiago que

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descanse un poco, yapartiréis mañana –dijoMaría, mientras saludaba asu cuñado.

— Hermana te agradezco tuhospitalidad, pero nosiremos cuando nosotrostomemos la decisión –dijoAna en un tono impertinente.

El joven sonrió al ver a las doshermanas discutiendo una vez más.

— Nos marcharemos ahoramismo, llevo todo el díacaminando, pero no quiero

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que ese viejo nos cace comoa conejos. Además, estásiendo un otoño muytemplado, pero la nieve notardará en llegar y no quieroque nos detenga por elcamino –dijo Santiago,tomando las pocas cosas queaún no estaban cargadas en lacarreta.

Ana preparó algunas viandas, susropas y las del niño y cargó en elviejo carro lo poco que tenían. Suvida juntos no les había concedido

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muchos parabienes, pero laesperanza y la felicidad eran susmejores posesiones.María y Ana se abrazaron, lo doscuñados se dieron la mano y sedespidieron con una sonrisa.Cuando se alejaron de la casa de suhermana, la joven respiró aliviada.Se dirigían hacia su destino, lascosas no les podían ir peor de loque habían ido hasta ese momento,a partir de ese instante eran libres.Sin sufrir las amenazas y los abusosde su señor, aunque a veces la

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libertad es una fruta más amargaque la esclavitud.

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Capítulo 2

Año del Señor, 10 Noviembre de1089

Medina del Campo era la últimagran ciudad en su camino hacia elsur. A partir de allí el control delrey sobre los caminos era muyescaso y las amenazas se cerníansobre ellos como buitres en buscade carroña. Muchos de los colonosse unían en grupos en ese punto

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para viajar a las salvajes tierras defrontera. Tenían además queatravesar un gran macizomontañoso, que en esa época delaño ya estaba en parte cubierto denieve.En una fonda, cerca de la calle real,los colonos se reunían para decidirel itinerario, comprar las últimasprovisiones en común y ayudarsemutuamente. Cuando Santiago entróen el mesón observó a mediadocena de hombres, la mayoríavestidos con ropas sencillas como

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la suyas, con ropas grises de lanatosca, pero con la misma miradaesperanzada de todos los hombreslibres.Santiago se sentó en la mesa ensilencio. Prefería escuchar yaprender, algunos de aquelloshombres eran más mayores ycurtidos que él. Tras un ratoescuchando, uno de los másancianos comentó:

— Debemos salir mañanamismo, el cielo amenazanieve, si no llegamos al paso

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en cuatro días, puede quequede cerrado dos o tressemanas. Además espeligroso permanecer en lascumbres sin cobijo.

El resto de los hombres asintió conla cabeza. El cielo llevaba todo eldía de tono blanco grisáceo, lo quepresagiaba una gran nevada. Otrode los hombres se puso en pie, porsu gesto no parecía muy de acuerdocon su compañero.

— La tormenta nos alcanzaráantes de cruzar el paso, es

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mejor permanecer aquí hastamarzo o abril.

Un murmullo de desaprobaciónrecorrió la mesa. Ninguno deaquellos hombres podía permitirseestar cuatro meses viviendo en laciudad y las posibilidades deencontrar trabajo en ese periodo delaño eran escasas.

— Podemos sortear eltemporal si subimos por lacara más al oeste. Nosdesviará un poco del camino,pero cerca de la cumbre hay

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una pequeña población, quenos podría dar cobijo si lascosas se ponen feas –dijoSantiago, intentandodisimular su vergüenza. Noestaba acostumbrado a hablaren público y ser el centro deatención.

Todos le miraron sorprendidos.Santiago sintió las miradas dereproche y agachó la cabeza.

— ¿Quién sois vos? –preguntóel hombre más anciano.

— Mi nombre es Santiago

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Buendía, vengo de un puebloal norte de León. El rey meha concedido unas tierrascerca de la villa de Magerit –contestó el joven con voztemblorosa.

El resto del grupo comenzó a reírse.Santiago frunció el ceño, pero elhombre más mayor le puso la manoen el hombro y con un gesto amablele dijo:

— Mi nombre es FernandoAlegría. Nos os enfadéis, miscompañeros se ríen de

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vuestra inocencia. Las tierrasque ha dado el rey no son enpropiedad, simplementecambiamos de amo. En lugarde nuestros señores, lastierras pertenecen a lasvillas. Aunque el trato y lascondiciones son muchomejores –dijo el hombresonriente.

— Pero, me aseguraron... –contestó Santiagoconfundido.

— Tenéis que aprender a leer,

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de otra forma siempre osfiareis de lo que otros dicen–comentó Fernando.

Santiago no reveló su secreto, el sísabía leer y por eso, conocíaperfectamente el contenido de lacarta del rey, pero el joven siguiócon la cabeza gacha. En la carta nodecía nada de que las villasposeyeran las tierras. No eranormal que los campesinos supieranleer, pero su padre había sidomonje antes de tenerle a él. Habíaabandonado los hábitos y se había

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llevado consigo un valioso libro, depequeño él lo ojeaba en secreto. Undía su padre le sorprendió, porprimera vez no fue el hombre ariscoy amargado que él conocía. Leenseñó a leer y escribir, aunque leadvirtió que no se lo dijera a nadie.Sabía de su ignorancia, pero en losprimeros días como hombre libre,se había olvidado en parte de suslimitaciones.

— Sigo pensando que es unalocura –dijo el otro hombremayor.

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— Este gruñón es LucasSeguro, pero nos ayuda aescoger la ruta más fácil.¿Verdad Lucas? – bromeóFernando.

— El paso que decís existe,pero son dos días más deviaje. Además nadie nosasegura que los aldeanos dela cumbre nos acojan en casode necesidad –dijo Lucas,mesándose la barba negra.

— Es de buenos cristianos darhospitalidad a sus hermanos

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–dijo Santiago, lo queprovocó la risotada de todoslos colonos.

— Al otro lado de lasmontañas no solo haycristianos, todavía quedanmuchos moros y judíos –leexplicó otro de los hombres.

La cara regordeta y grandes ojosnegros del tercer hombre parecíamás amable que la de los otros dos.No llevaba barba ni bigote, lo quele daba aspecto femenino.

— Me llamo Mateo Correa,

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viajo solo, pero me he unidoa este peculiar grupo parasobrevivir en los duroscaminos de estas tierras defrontera.

— Nuestro monje, aunquelleva siempre un sayo que letapa el hábito franciscano –dijo Fernando, burlándosedel monje.

— El hábito no hace al monje–contestó risueño elreligioso.

Los otros hombres permanecieron

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en silencio.— ¿Puedo unirme a ustedes? –

preguntó Santiago. Sus ojosse clavaron en los del restode colonos. Se produjo unbreve silencio y al finalvarios asintieron con lacabeza.

— Cuantas más manos y armasmejor para todos –dijoFernando.

— Mi única arma es estecuchillo, no sé usar ni el arconi la espada –comentó

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Santiago.— Pues tendréis que aprender

a luchar –dijo Lucas,mientras dejaba una espadasobre la mesa.

— ¿Tenéis suficientesprovisiones? –preguntóMateo, al joven.

— Sí, aproximadamente parados semanas de viaje –contestó Santiago.

— Al final partimos mañanaantes de que salga el sol –dijo Fernando a todos los

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colonos.— Sed puntual, antes de la

salida del sol en el caminoreal. No podemos perder mástiempo –gruñó Lucas,tomando la espada de encimade la mesa.

— Seré puntual – contestóSantiago. Después se puso enpie y se despidió de susnuevos compañeros de viaje.

Ana le esperaba en el carruaje. Suhijo estaba dormido y ella parecíacalmada y sonriente.

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— ¿Cuándo partimos? –preguntó a su marido.

— Mañana mismo, en dossemanas estaremos ennuestro nuevo hogar –dijoSantiago con una sonrisa.

— Estoy impaciente por verlo–dijo Ana invitando a suesposo a que subiera.

Santiago trepó al carromato y laabrazó. Se sentía un pocodecepcionado al saber que lastierras nos serían de su propiedad,pero sin duda la situación en las

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nuevas tierras reconquistadas eramucho mejor que en su alejadovalle de León. Aunque el noterminaba de creer las palabras deaquellos colonos. Al parecer no erasuficiente con saber algunas letras,también había que entender lo quese leía. Pero las sombras de sumente se disiparon enseguida, uncorazón joven es siempre capaz desuperar cualquier cosa.

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Capítulo 3

Año del Señor, 11 Noviembre de1089

Viajar parecía algo muyemocionante o eso pensaba elpequeño Marcos. A sus seis añosera un niño avispado, con su suciacara siempre sonriente. No erabello, pero sus rasgos dulcificadospor dos sonrosadas mejillas, lehacían parecer angelical. Siempre

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llevaba el pelo desordenado bajoun pequeño gorro marrón, que sumadre se empeñaba en colocarle encada ocasión.Lo que más feliz hacía al pequeñoMarcos era pasar las horas muertasjunto a su padre, mientras estesostenía las riendas del carromato.Se imaginaba en ocasiones llevandoél solo al caballo que se habíanllevado de la casa de su tía.Ana, su madre, parecía asustada.Sus dos grandes ojos verdesmiraban siempre a los lados del

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camino, como si asaltadores fuerana atacarles en cualquier momento.La sucesión de bosques erainterminable y los únicos claros delcamino eran los campos cultivadosde escasos y pequeños pueblos dela Meseta. Aquella había sido tierrade moros hasta hacía relativamentepoco tiempo y la vida continuabasiendo dura y salvaje en la zona defrontera.Santiago miró de reojo a su hijo yesbozó una leve sonrisa, le gustabarozarse con él mientras su carro se

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zarandeaba por los baches delcamino. Aquella antigua calzadaromana estaba tan parcheada, quehubiera preferido ir campo a travéssi no hubiera sido por el lodazal enel que se había convertido el suelotras dos meses de lluvia y nieve. Lehabían dicho que los inviernos en elsur eran menos crudos y que en lasciudades moras prácticamentenunca nevaba, como si fueraprimavera perpetuamente.El joven campesino estiró losbrazos mientras contemplaba las

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montañas en el horizonte. Parecíanal alcance de la mano, pero sabíaque tardarían aún dos días enserpentear sus faldas blancas.Respiró hondo e intentó disfrutar dela sensación de libertad que sentíadesde que había abandonado elfeudo de su señor. ¡Libre! Serepetía una y otra vez, como sinecesitara oírlo continuamente, paraque su dura mollera fuera capaz dehacerse a la idea.El ronroneo de los carromatos querodaban delante y detrás de él era

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el único murmullo que arrancaba alcamino su silencioso sigilo. Apenashabía transeúntes en el camino real.La gente no se arriesgaba a viajarhacia las montañas después de quecayeran las primeras nieves, pero lasoledad era uno de los placeres quemás disfrutaba Santiago. Se habíaimaginado muchas veces el caminorepleto de peligros, en las aldeas sehablaba de razias de moros, queviolaban y mataban por doquier;también de los bandidos queacechaban en los caminos y algunos

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soldados que se nutrían de losalimentos de los viajeros, pero locierto es que hasta ese momentoDios y todos los santos les habíanprotegido de mal alguno.Fernando paró su carromato quedirigía la caravana y el resto de carruajes se detuvieron lentamente.Santiago se puso en pie sobre elpescante e intentó ver lo quesucedía, después llamó a su esposapara que tomara las riendas y sebajó a toda prisa. Marcos comenzóa gritar el nombre de su padre a

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medida que éste se alejaba, al finalel hombre se dio la vuelta y bajó asu hijo del carro. Cuando llegaronal principio de la caravana, todoslos hombres del grupo estabanmirando algo en el camino.Santiago se abrió paso y se puso allado de Fernando.

— ¿Qué sucede? ¿Por qué nodetenemos? No quedanmuchas horas de luz y elpróximo poblado estátodavía a bastantes leguas deaquí –dijo Santiago

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impaciente.Fernando le miró por unosinstantes, pero enseguida volvió afijar sus ojos en el horizonte. Eljoven campesino se dio la vuelta ycontempló la calzada. A unos veintecodos, las piedras estabantotalmente partidas. Las últimaslluvias se habían llevado algo másde doce codos de piedra y un grancharco les impedía seguir.

— No podemos rodearlo –dijoel monje, señalando losárboles que llegaban hasta la

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misma calzada.— La única solución es cortar

dos árboles altos y utilizarloscomo pasadera, pero eso nosllevará todo el día –comentóFernando.

Santiago se quitó el capuchón delana y se frotó su pelo castaño ylargo.

— Aunque cortemos dostroncos, no sabemos siresistirán y es muycomplicado que pasen porlos dos troncos sin moverlos

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–comentó Santiago.— No nos queda más remedio

–dijo Fernando, zanjado laconversación.

— Podríamos volver alanterior desvío y pasar lamontaña por Segovia –dijoSantiago, al que no leconvencía la solución delguía.

Fernando frunció el ceño y seacercó al joven campesino.

— ¿Cuántos viajes habéisrealizado, maese campesino?

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–preguntó jocoso el hombre.— Ninguno –contestó

tímidamente Santiago.— El camino de Segovia es

mucho más frío. Allí la nievepermanece durante todo elinvierno. Nuestraoportunidad es cruzar poreste lado, de otra forma,tendríamos que esperar a quellegara la primavera –dijoFernando, golpeando con eldedo en el pecho deSantiago.

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— Esta ruta también espeligrosa por los acantilados–dijo el monje.

— Ahora todos tienen algo quedecir, pero el sol estácomenzando a bajar y nopodemos quedarnos en mitaddel camino. Mateo y Lucasirán conmigo para buscar dosbuenos troncos y cortarlos.Santiago se queda al mando –dijo Fernando.

La media docena de hombres quecomponían el resto del grupo,

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comenzó a quejarse al guía.Santiago se había añadido a ellosunos días antes y algunos leconsideraban demasiado joven paraejercer esa responsabilidad.

— Por los clavos de Cristo,será como yo digo. Ahoratodos a sus puestos –dijoFernando, mientras tomabasu hacha y se internaba en elbosque.

Santiago se encaminó hasta su carroa toda prisa. Su hijo Marcos corríatras de él, pero no lograba darle

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alcance. El niño miró hacia losárboles y creyó ver algo entre laespesura. Una especie deresplandor. Se detuvo en seco y sesalió de la calzada.El joven campesino le explicó a suesposa la causa del contratiempo ytomó su cuchillo. Era la única armaque poseía, pero la manejaba condestreza.Ana miró detrás de su esposo, perono vio al niño.

— ¿Dónde está Marcos? –preguntó con la voz

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angustiada.Santiago se giró bruscamente ydespués comenzó a correr hacia elprimer carromato, pero no vio alniño por ningún lado. Cuandoregresó hasta donde estaba suesposa, vio como Ana corría hacialos árboles.

— ¡Ana, no te internes sola enel bosque! –gritó Santiago,mientras la seguía a todavelocidad.

Su mujer miró hacia atrás y despuéscomenzó a caminar entre los

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árboles, pero al escuchar la voz desu esposo, se giró y le dijo a sumarido:

— ¿A qué esperas? Nuestrohijo está en peligro, a saberlo que hay entre estosárboles.

El hombre dudó unos instantes,Fernando la había dejado al cargode la caravana. Al final, dejó elcamino empedrado y caminó por elbarro detrás de su mujer. El bosqueera un lugar muy peligroso para unniño. Si no lo encontraban antes de

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una hora, sería imposible volver averlo con vida.

___________________Fernando eligió uno de los árbolesmás rectos y altos y animó a sushombres a que comenzaran agolpear en el mismo lado. Lashachas comenzaron a cortar eltronco y las astillas salpicaron elsuelo verdoso del bosque. Elsonido rítmico de los tres hombrescomenzó a invadir el bosque y porun momento, los tres campesinos seolvidaron de la urgencia de cortar

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el tronco, de las horas que lesquedaban por delante y laincertidumbre de un destinodesconocido, para disfrutar delplacer de golpear aquel inmensotronco.Tras unos minutos de intensotrabajo sonó un chasquido yFernando les indicó a sus hombresque se apartaran. El tronco cayó enmedio de un estruendo, aplastando alos árboles que tenía alrededor. Lostres campesinos se subieron altronco y comenzaron a cortar las

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ramas.Tras unos veinte minutos de trabajointenso, los tres hombres pararonpara descansar. Fernando observólos árboles de alrededor, eligió unocon la mirada y después lo señalócon su mano.

— Ese estará bien.— Es más alto –se quejó

Mateo, que no paraba deresoplar.

— Es igual que este –dijoLucas tocando el troncosobre el que estaban

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sentados.Mientras los tres hombres sedirigían hacia el árbol elegido,escucharon unos gritos de auxilio.Fernando se quedó quieto,intentando aguzar el oído.

— Provienen de la caravana –dijo Lucas, mientras tomabael hacha clavada en el tronco

— Calla, maldita sea –dijoásperamente Fernando,intentando afinar su oído.

Se escuchó de nuevo una vozfemenina y los tres corrieron en

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dirección a los gritos. Mientras seacercaban, Fernando no dejaba depensar qué había sucedido en eltranscurso de apenas media hora.Santiago no estaba preparado paraquedarse al cargo, se dijo mientrasnotaba como sus piernascomenzaban a flaquear. A sus casicuarenta y cinco años, laspenalidades y dificultades de suvida se sentían en cada hueso de sucuerpo: los años luchando al ladodel rey de León, por una pagamísera y algunos latigazos, su

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intento de convertirse en campesinoy plantar vides, pero lo que erapeor, el ataque de los moros quearrasaron su aldea y se llevaroncomo esclavos a su mujer y su hija,después de dejarle a él a las puertasde la muerte.Cuando llegaron hasta donde seescuchaban las voces, vieron aSantiago y Ana con la caradesencajada. No hizo falta que ledijeran que el pequeño Marcos sehabía perdido. Se unieron a labúsqueda, dividiéndose en dos

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grupos.Fernando y Lucas se internaron algomás en la espesura, mientrasSantiago, Ana y Mateo seguían porun sendero medio abandonado.Los árboles ocultaron enseguida elcamino hasta la caravana, peroFernando sabia orientarse muy bienen medio del bosque. En alguna delas campañas en las que habíaluchado, como la liberación deToledo cuatro años antes, bajo elreinado de Alfonso VI de León,siempre había servido como guía.

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Aquella tierra seguía siendofronteriza y corrían rumores de quelos moros querían recuperarla, peroesos bulos circulaban sin parar aluno y el otro lado de las montañas.Ahora lo más importante eraencontrar al niño y evitar pasar lanoche en el bosque.Mientras Fernando y Lucas corríanse escuchó un grito a pocos pasos.Los dos hombres se volvieron eintentaron orientarse en mitad de laespesura. Las ramas les golpeabanlos brazos, pero ellos continuaban

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corriendo con todas sus fuerzas.Cuando llegaron hasta un pequeñoclaro, Fernando sacó su espada yobservó con atención unas ramasque parecían ocultar algo. Undestello de sol atravesó el follaje ylos dos hombres se aproximaron unpoco más.De mitad de la nada salió algoparecido a un oso, se acercó por suespalda, pero cuando escucharonlas pisadas sobre el sueloalfombrado aún de hojas muertas,se giraron de repente. Entonces, del

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otro lado, surgió una figura máspequeña que también les gruñía.Lucas intentó empuñar su cuchillo,pero la mano le temblaba y se lecayó al suelo.

— Por Santiago –gritóFernando mientras se dirigíaal oso más grande.

En ese momento, el oso se lanzópara atrás y comenzó a suplicar. Lapiel cayó al suelo y delante deFernando apareció un hombremoreno, de piel oscura y vestidocon unas mayas de colores y un

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jubón verde.— Señor, os suplico que no

nos matéis –dijo el individuohincando su rodilla en tierra.

El otro oso también se descubrió ydebajo de la piel áspera delmonstruo surgió un niño de doceaños, de miembros alargados y conlos rasgos muy parecidos al hombreadulto.

— ¿Quiénes sois? Me parecéishijos de Belcebú –dijoFernando, todavía medioasustado.

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— Somos Nicolás y Leandro,estamos de paso por estastierras, nos dirigimos a lospueblos para alegrar la vidade los hombres –dijo eltitiritero.

Lucas miró al muchacho yguardando su cuchillo dijo:

— Maese Fernando, no sondemonios, os aseguro que yole he visto en persona y no separece a estos hombres.

— ¿Dónde está el niño? –preguntó con urgencia

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Fernando.— Mi mujer e hija vieron a un

niño perdido en el bosque ylo recogieron en nuestrocarromato. Está bien, os loaseguro –dijo el titiritero.

De en medio de las ramas surgierondos mujeres, una muy joven con elpelo negro, largo y rizado, junto aella había otra mujer con el mismoaspecto, pero canosa. El niñoestaba junto a ellas, y nos les prestóatención, mientras se afanaba enmorder un torrezno.

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— Marcos ven aquí –dijoFernando.

El niño levantó la vista y al ver auno de los amigos de su padre saltódel carromato y se pegó a suspiernas.

— ¿Te han hecho algún daño?–preguntó Fernando.

— No señor, me perdí y unoslobos comenzaron arondarme, pero llegaronestos hombres vestidos deosos y los lobos escaparoncon el rabo entre las piernas

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–dijo el niño.En ese momento aparecieronSantiago y Ana. La mujer jadeaba ytenía el rostro ennegrecido por laslágrimas y el barro.

— ¡Hijo! –gritó la mujer y elniño corrió hasta sus brazos.

Santiago no pudo disimular un parde lágrimas que se le escapaban delos ojos, después abrazó a su mujere hijo.

— ¿Qué hacemos con estos? –dijo Lucas, señalando a lostitiriteros.

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— Que se marchen –contestóFernando.

La mujer bajó del carromato y seacercó hasta el grupo de hombres.Se puso de rodillas delante deFernando y comenzó a llorar.

— En la última aldea queactuamos nos apedrearon yrobaron casi todo. Nopodemos seguir aquí, lanieve no tardará en llegar ymoriremos de hambre -dijola mujer.

— Ese no es nuestro

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problema, no llevaremos connosotros a gentesaltimbanqui. Todo el mundosabe que sois ladrones ymentirosos por naturaleza –dijo Fernando.

— Nosotros salvamos al niñode los lobos –dijo la jovendel pelo rizado.

Ana la miró sorprendida, hasta esemomento había pensado queaquellos desconocidos se habíanllevado a su hijo. Entonces miró aSantiago y le suplicó con la mirada

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que ayudara a los titiriteros.— Dejad que vengan con

nosotros –dijo Santiago aFernando.

— Yo soy el que toma lasdecisiones –contestóFernando, frunciendo elceño. Aquella gente lo únicoque podía ocasionarles eranproblemas.

— Únicamente hasta lasiguiente aldea –dijo Ana.

— No –insistió Fernando queempezó a caminar hacia el

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camino.— No es de buenos cristianos

dejarlos aquí en mitad delbosque –dijo Mateo.

— Maldito monje renegado, oscreéis con autoridad parahablar a los cristianos, vosque ya no servís a Dios –dijoFernando furioso.

Los intrusos solían traer problemasy si no eran ellos, era la gente queiba detrás de ellos. A la súplica deAna, Mateo y Santiago se unió ladel propio Lucas y al final

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Fernando terminó por ceder.— Únicamente por un día, en

la próxima aldea tendrán quesepararse de nosotros –dijode forma tajante Fernando.

Los desconocidos quitaronrápidamente las ramas delcarromato e invitaron al resto a quese subiera con ellos hasta elcamino.Cuando todos se encontraron en lavía principal, recordaron que aúntenían el problema del socavón enel camino.

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— Ya es demasiado tarde parapasar, preparemos el otroárbol y mañana a primerahora los colocamos.Regresaremos al claro dondeestaba el carromato de lostitiriteros, allí estaremos másseguros. Que alguienencienda una gran hoguera,después colocad los carrosen círculo y poned doscentinelas, nosotrosllegaremos enseguida –ordenó Fernando.

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Una hora más tarde, Fernandoestaba de regreso con el resto delos hombres. Las caravanas estabancolocadas en círculo y una granhoguera brillaba en su centro.La oscuridad y el frío lo envolvíantodo. Fernando se aproximó a lahoguera y se calentó las manos.Santiago estaba allí, mirando eltintinear de las llamas e intentadoentrar en calor

— ¿No es peligroso tener unahoguera encendida? –preguntó Santiago, mientras

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salía de sus pensamientos.— Sí, puede que algunos

ladrones puedan vernos, perosi no encendemos la hoguera,los que se acercarán seránlos lobos o los osos –contestó Fernando.

— Gracias por la aclaración –dijo Santiago, cambiando deconversación.

— La próxima vez que el niñose pierda o vos dejéisvuestra responsabilidad osdejaré en el camino. Tiene

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que cuidar de su hijo, nopodemos permitirnos perdermás tiempo. Dentro de unosdías el paso puede estarcerrado –dijo Fernando.

— Comprendo, no se volveráa repetir –contestó Santiagocabizbajo.

— Ahora, esos titiriteros nosretrasarán aún más y nosharán gastar más provisionesde las previstas. Espero quemañana, cuando los dejemosen la próxima aldea, no se

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ponga de nuevo de su lado –le advirtió Fernando.

Santiago frunció el ceño, su rostroquedó iluminado por la hoguera yFernando se alejó y se dirigió hastasu carromato. Ana aprovechó paraacercarse hasta su esposo yabrazarle por la espalda.

— No le hagas caso, es ungruñón. Hemos hecho locorrecto, si no hubiera sidopor esa gente, Marcos estaría muerto.

La mirada de los dos esposos se

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perdió en la luz brillante de lahoguera. Tenían miedo, un miedoprofundo que les penetraba loshuesos. Ya no tenían nada, todas susposesiones iban dentro de undestartalado carro y su vieja yeguay el otro jamelgo no tenían muchovalor, pero al menos permanecíanjuntos y a salvo.

— ¿Y el niño? –preguntóSantiago.

— Está dormido, creo que hoyha vivido muchas emociones–dijo Ana.

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La pareja se dirigió hacia sucarromato y una vez dentro, debajodel calor de las mantas, hicieron elamor por primera vez comopersonas libres. Aquella noche fuemuy especial para ellos, nuncaantes se habían sentido tan unidos.Magerit les esperaba para hacerrealidad todos sus sueños.

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Capítulo 4

Magerit, año del Señor, 12Noviembre de 1089

La muralla estaba derruida envarios puntos, los constantescambios de mano habíanconvertido, durante muchos años, ala pequeña villa en tierra de nadieentre las fronteras de moros ycristianos. Aquel conjunto depiedras traídas de las montañas era

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lo único que les separaba de labarbarie de las tierras colindantes ylas razias de los musulmanes. Losvecinos eran los que más sufríanestos desmanes, por ello reconstruirla muralla era una tarea de todos,aunque a veces las autoridadesencargaban el trabajo a albañiles.Desde que la emérita ciudad deToledo había caído en manoscristianas, las fronteras estaban másseguras, pero se rumoreaba quepasado el invierno un nuevo golpede los moros, podía revertir en una

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nueva huida de los cristianos haciael norte.Pablo ajustó bien la piedra ydespués se secó el sudor con lamanga. Era increíble lo que sesudaba en el trabajo a pesar deestar metidos casi en el invierno.Serafín, su padre, le miraba desdeotro de los puntos de la muralla quedominaba el río y buena parte de lavega. Él le había enseñado todo loque sabía, los dos provenían dealgunas de las familias cristianasmás antiguas de la ciudad. De

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aquellos que a pesar de la conquistamusulmana se habían quedado en sutierra y no habían renunciado a sufe.Cada día llegaban más forasteros ala ciudad, pero en su mayoríadebían conformarse con dormirextramuros, cerca del arrabal queocupaban los musulmanes que seresistían a volver con sus señoresmoros. Serafín conocía a muchos deellos, algunos habían sido susamigos cuando eran niños, pero laúltima guerra había separado más a

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las dos comunidades, sobre tododesde que el señor Don Wilfredo,el conde de Astorga, se habíaencargado de la protección de lavilla.Don Wilfredo era hombre duro ycruel, algunos le acusaban de tenersangre judía y alma mora, pero locierto era que no tenía alma y susangre era negra como el hollín.Cada vez que Serafín se cruzabacon el conde, intentaba bajar lavista y pasar desapercibido. Elconde, desoyendo las cartas del rey,

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se repartía las tierras de loscolonos que llegaban con laesperanza de ser libre y ahoraintentaba robar las tierras delmunicipio, aunque algunos buenoshombres de la ciudad lo impedíancon todas sus fuerzas. Por eso lamuralla era tan importante.Serafín se acercó a su hijo y le hizoun gesto para que bajara delandamiaje. En unos segundos Pablollegó al suelo y compartió con supadre la comida que su madre leshabía preparado la noche anterior.

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Desde que la ciudad fue recuperadapara la cristiandad, el trabajo habíaaumentado mucho. Primero se habíarestaurado la ciudadela y el alcázar,después algunas de las plazasinternas y ahora le tocaba a lamuralla. Tras seis años de dominiocristiano se había transformado lamezquita principal en iglesia y otrasdos iglesias comenzaban aconstruirse con ahínco, mientrasalgunas órdenes religiosas quevenían con el afán de convertir alos moros, que seguían siendo

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mayoritarios en la villa, tambiénconstruían sus cenobios.Pablo tenía dieciocho años y casino recordaba como era la ciudadantes de la conquista, pero echabade menos las fragancias de su niñez.Los musulmanes eran muy dados aperfumarse, cocinar con especias yusar los baños públicos; loscristianos del norte veían enaquellas prácticas costumbresafeminadas y heréticas. Habíanclausurado los baños públicos y unolor a tocino rancio y ajo lo había

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invadido todo.A pesar de todo, la villa estaba máspoblada y era una ruta segura paracomerciantes de Castilla y León quebajaban hasta Córdoba paracomprar especias, sedas y otrosproductos de lujo para sus señores.Todas las ciudades habíancambiado su nombre tras la llegadade los cristianos y esto era unverdadero trabalenguas para losmoros y mozárabes. De hecho, lacomunidad de Mayrit había pasadoa llamarse Magerit, pero las

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ciudades cercanas, en las que losmoros tenían torres de defensatambién habían cambiado sunombre. De esa forma, Ṭalamankase llamaba ahora Talamanca, Qal'-at'-Abd-Al-Salam había pasado allamarse Alcalá de Henares y el deQal'-at-Jalifa tenía el nombre deVillaviciosa de Odón.Los problemas no eran meramentelingüísticos. Los cristianos quevenían del norte veían a losmozárabes como cristianosarabizados. Durante siglos esta

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comunidad había estado plenamenteintegrada con sus vecinosmusulmanes. Era cierto que a loscristianos se les imponían muchasrestricciones y en algunos casos seles perseguía, pero las doscomunidades habían convivido conuna relativa paz. Los mozárabes ylos judíos tenían en la sociedadárabe el estatus legal de dimmíes,pero la llegada de almorávideshabía desatado la persecución delos cristianos y que la toleranciacesara y se produjeran matanzas

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indiscriminadas de cristianos yjudíos.Serafín seguía asistiendo a la únicaiglesia de la ciudad que continuabacon el rito mozárabe, pero muchosmonjes intentaban que cambiaran deparroquia y se unieran a la de loscristianos del norte.

— Padre, ¿cree queterminaremos la murallaantes de que llegue laprimavera? –preguntó Pablodespués de comer las gachas.

— Hijo, eso nunca se sabe.

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Somos muy pocos trabajandoy la villa no se puedepermitir contratar a máshombres. Algunosrepresentantes han propuestoque se obligue a los moros atrabajar en ella ciertas horasal día, pero no se ha hechonada.

— Sería injusto, ellos estánfuera de la muralla –comentóPablo.

— Pero son sus hermanos losque nos atacarán, aunque

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para que estemos realmenteen peligro, primero tiene quecaer Toledo y al parecer laciudad está muy bien armada–dijo Serafín.

— No sé, a veces creo que conlos moros vivíamos mejor –dijo el joven.

Su padre miró a un lado y al otrocon cara de preocupación. Su hijoera demasiado sincero, pero habíaocasiones en las que era más seguromantener la boca cerrada.

— No digáis eso nunca más.

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Primero por nuestra santapatrona la Virgen de laAlmudena, pero sobre todo sino quieres que nos lleven ala mazmorra o nos ahorquen–dijo Serafín en voz baja.

— Lo lamento padre, alprincipio la llegada de lasfuerzas del rey Alfonso meanimaron, pero ese conde nostiene con el pie en el cuello –dijo Pablo.

— El conde es muy peligroso,tiene muchas cosas que

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ocultar y como perro heridose revuelve contra todo aquelque le contradice –dijoSerafín.

— Lo sé, por eso siempre leevito.

— Gracias al crecimiento dela villa nuestra bolsa haengordado, si las cosa seponen feas nos iremos aToledo, si los morosavanzan, podemos huir aSegovia o Ávila –dijoSerafín, intentando

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tranquilizar a su hijo.— Esperemos que el consejo

logre controlar su ambición –comentó Pablo.

— El conde tiene casa en lavilla, el antiguo palacio delemir, por eso tiene voz yvoto, también ha compradoalgunas voluntades, pero lamayoría sigue apoyando losderechos que el rey otorgó ala villa –dijo Serafín.

— Que nuestro santo patrónSantiago os oiga, padre –dijo

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Pablo.— Volvamos a la faena,

parece que viene nieve y lanoche no tardará en llegar –dijo Serafín

Los hombres se subieron a susrespectivos puestos y comenzaron acolocar las grandes piedras degranito. Medio centenar dejornaleros se extendían por toda esaparte de la muralla próxima alAlcázar. Era algo curioso que losmusulmanes de la villa fueran losque construían la muralla para

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proteger de sus hermanos a loscristianos, aunque fuera cobrando.Serafín echó un último vistazo a suhijo, había crecido rápidamente, yatenía edad de luchar y si la guerraregresaba a aquellas tierras, loshombres del rey no tardarían enreclutarlo. Dio un profundo suspiroy se santiguó, intentando queaquellos pensamientos no seconvirtieran en realidad. Hasta esemomento Dios le había librado detodos los males que el Diablollevaba al hombre: el pecado, la

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enfermedad y la muerte.Al otro lado de las montañas, lanieve comenzaba a caertímidamente, como si la pereza dellargo verano y el otoño le impidieradepositar su blanco mensaje sobrelos árboles pelados y las agrestesmontañas que rodeaban aquelloslugares fronterizos.

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Capítulo 5

Año del Señor, 12 Noviembre de1089

Cuando despertaron un gran mantoblanco lo cubría todo. Santiagomiró por la rendija del carromato ysintió un escalofrió al percibir elfresco que había llegado sin avisar.Ana tiró de la manga de su maridopara que regresara de nuevo debajode las mantas, pero éste se abrigó y

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salió al centro de la explanada. Laluz era todavía débil, pero elreflejo de la nieve parecía haberadelantado al sol aquella mañana.Alrededor del fuego ya estabaFernando, su expresión era ausente,totalmente absorto en suspensamientos. Cuando escuchó laspisadas de Santiago sobre la nievese volvió.

— ¿Sois vos? –dijo Fernandodespués de relajar su manoque había ido instintivamentea la espada.

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— Sí, no podía dormir más –comentó Santiago.

— La nieve ha llegado prontoeste año, yo pensaba que nosdaría una semana más detregua, pero por desgraciasólo Dios sabe cuándo caerála lluvia del cielo –dijoFernando.

— No hay tanta nieve –dijoSantiago, agachándose ytomando un poco del suelo.

— Aquí no, pero arriba puedeque haya hasta medio metro,

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con tanta nieve los carros nopueden rodar –dijoFernando. Él había recorridoese mismo camino en variasocasiones. Desde que losmoros habían sidoexpulsados de las tierras deToledo, el transporte decolonos era uno de losnegocios más rentables. Nole gustaba contar esto a susclientes, prefería quepensaran que simplementeera un colono más.

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— ¿Piensas que es mejoresperar aquí? –preguntóSantiago. Sabía que estaba enlas inmediaciones de unahermosa ciudad llamadaSegovia, pero no creía quepudieran pasar el resto delinvierno en esa zona, sin casialimentos ni un trabajo paraganarse el sostén.

Fernando miró el rostro aniñado deSantiago, parecía un chiquillo en elcuerpo de un hombre, pero sus finosrasgos le daban un porte poco usual

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en un campesino. Sin dudadescendía de aquellos nobles godosque habían reinado en la Penínsulaantes de la llegada de los moros.

— Intentaremos ir por elcamino más sencillo. No esel más corto, pero puede quede esa manera lleguemos aMagerit sanos y salvos - dijoFernando.

Los dos hombres comenzaron acolocar los caballos en loscarromatos y enseguida se les unióel resto del grupo. El frío había

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conseguido atrasar la partida, perotenían que aprovechar las pocashoras del sol, antes de que la nievese congelara.Colocaron los dos grandes troncosy lograron pasar todas las carrozassobre ellos sin ningún contratiempo.Después retomaron el camino,intentando ir más rápido que en lasanteriores jornadas.A las pocas horas, el caminocomenzaba a empinarse, pero losanimales estaban frescos ymantenían un buen ritmo. Después

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de un largo día de esfuerzos ysacrificios, los colonos sedetuvieron en un pequeño claro delbosque. Estaban demasiado lejos deninguna villa, para guarecerse deasaltantes y animales salvajes, peroaquel parecía un lugar seguro. Lososos de la sierra eran muypeligrosos, corrían todo tipo deleyendas acerca de su ferocidad yfuerza, pero los colonos sabían queen invierno era raro verlosmerodear por los caminos y que elfuego les causaba temor.

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Fernando reunió a todos alrededordel fuego tras la cena. Los hombrescomenzaban a dejarse la barba y lasmujeres ya no se preocupaban tantopor su aspecto. La montañatransformaba a todos en seressalvajes y desconfiados. El hombremiró directamente a los ojos detodos y después tomó algo de vinocaliente.

— Estamos subiendo y comoveréis, la nieve aumenta pormomentos. En el camino hayuna pequeña aldea. No son

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gente muy hospitalaria ni lesgustan los forestaros, peropodremos comprar comida ypermanecer cerca de elloshasta que el temporal amaine.La jornada de mañana serámuy dura. El camino seencrespa y atravesaremosuna zona de acantilados.Vuestros animales no estánacostumbrados a este terreno,pero no os preocupéis, losuperarán.

Santiago confiaba en su guía,

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aunque cierta inquietud había idoapoderándose de él. Los titiriterosno llevaban muchas provisiones ydentro de poco comenzarían apedirles que repartieran las suyas,pero lo peor de todo era que aqueltipo de gente no era bien recibidaen las aldeas, muchos losconsideraban ladrones, blasfemos ygente peligrosa. El grupo detitiriteros no se reunieron con ellosen la hoguera, solían permanecerfuera del círculo de carromatos yviajaban a un ritmo lento, llegando

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a alcanzarles varias horas después.— Me parece bien lo que

decís, pero ¿aceptarántitiriteros en la aldea? –preguntó Santiago. Ana lemiró unos instantes, ellos doshabían animado al grupo aacogerlos, pero ahoraparecían desear quitárselosde encima.

— Ya no podemos volvernosatrás. No sobrevivirían solosen la montaña –dijoFernando, con cara de

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resignación— Será mejor que los

tengamos vigilados –añadióLucas. Su rostro malencarado y sus dientespodridos, que apenasocultaban su barba negra, ledaban un aspecto fierocuando sonreía.

Todos se fueron a la cama coninquietud. Santiago y Ana rezaronun Padre nuestro y se encomendarona la protección de todos los santos,aquella noche. Dios les había

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permitido llegar hasta allí y nos lesdesampararía ahora.

___________________A la mañana siguiente, la nievehabía aumentado su espesor y lescostó mover los carromatos.Algunos de los colonos tuvieronque abandonar algunas pertenenciaspara aligerar el peso. Ana lesobservó con pena, era muy difícildejar atrás las pocas pertenenciasque habías conseguido obtener entoda una vida de sacrificios, perocaminaban hacía una nueva vida y

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tenían que aligerar el peso. Al otrolado de las montañas, serían dueñosde sus propias tierras, el sudor desu frente vería por fin larecompensa de su esfuerzo. Anamiró a Marcos, cada día estaba másgrande, él crecería y viviría en totallibertad, sin un amo que le dijera loque tenía que hacer. El buen reyAlfonso VI quería que sus siervoscolonizaran las tierras arrebatadasa los moros y esa oportunidadpodía no volver a presentarse nuncamás.

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El sol brilló aquella mañana contoda su fuerza. Al menos loscansados colonos pudieron sentir sucalor atravesando la lana de sustoscos vestidos y caldeando suscastigados huesos. La belleza de lasmontañas apareció en todo suesplendor, los terrones de nievecaían de los árboles y el grosor dela nieve disminuía, lo que permitíaque los caballos y bueyescaminaran sin resbalones.Cuando la caravana entró en elestrecho desfiladero, Fernando

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ordenó a los carromatos que sedetuvieran.

— El desfiladero es estrecho,pero lo peor está másadelante, cuando lleguemos alos barrancos. Mateo será elque abrirá la marcha, quieroque tú, Santiago seas elsegundo, después Lucas…

Los carromatos comenzaron ainternarse en el desfiladero poco apoco. Allí la nieve se habíaacumulado de forma especial y lassombras de las paredes habían

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convertido en algunos tramos lasuave nieve en temible hielo. Mateocomenzó el camino con decisión,era un hombre resuelto y conocíaaquel pasaje como la palma demano. Ascendieron poco a poco,entretenidos con las aguas delriachuelo que había horadadoaquellos montes hasta convertirlosen escarpadas paredes de piedra.Junto al agua crecían árbolesfrondosos y se veía el centelleó delos ojos de los ciervos que seacercaban furtivamente al agua,

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pero que al escuchar el tintineo delos carromatos y la campanilla quelos titiriteros llevaban en su carro,se escondían entre los arbustos. Enun par de días, si el camino se hacíamás largo, los colonos tendrían quecomenzar a pensar en cazar algunode aquellos ejemplares. Losanimales del campo pertenecían alrey, pero en aquella serranía tanapartada, nadie vendría a pedirlescuentas.A medida que la inclinaciónaumentaba, los caballos y bueyes

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comenzaban a mostrar su cansancio.Las piedras saltaban aplastadas porlas grandes ruedas de maderareforzadas de hierro y algunospedruscos se precipitaban al vacíoy tardaban un rato en llegar a lasfrías aguas del río, que se habíaconvertido en un pequeño hilo deagua, cuando los colonos loobservaban desde la altura delcamino.

— No mires para abajo –dijoAna a su hijo, que intentabaasomarse al barranco.

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Marcos no parecía tenermiedo, los niños conservanese sentido deinvulnerabilidad que losadultos pierden con los años.

Santiago observaba a Mateo através de la cubierta de tela de sucarromato. Viajaba solo, aquelreligioso era un tipo extraño, no eranormal que un monje dejara loshábitos y se mezclara con seglares,la iglesia podía llamarle a cuentas ycastigarle por su indisciplina,aunque la tierra a la que se dirigían

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era todavía un lugar de frontera, enel que las leyes no se aplicaban conla misma rigidez que en Castilla oLeón.El camino se curvaba justo en unode los puntos más altos de aquelacantilado, la estrechez del senderoponía a la rueda al límite mismodel precipicio. Un bamboleo fuertedel carromato o un levedesprendimiento y el carro con todasu carga se precipitaría hacia elabismo.Santiago observó como el

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carromato de Mateo pasaba condificultad la curva. Sus dos fuertesbueyes caminaban con seguridad,pero durante unos segundos una delas ruedas estuvo en el vacío, loque tambaleó el carromato. Mateoreaccionó con rapidez, azuzó a losanimales y estos tiraron con todassus fuerzas, mientras que variaspiedras caían al abismo. Cuando letocó el turno a Santiago, le pidió asu mujer que se fueran a la partetrasera y que sentaran en el ladocontrario del acantilado. Después

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apuró a los animales que tiraroncon fuerza del carromato. Suscaballos eran viejos y uno de ellos,Trueno, estaba medio ciego, perouna vez más el viejo fue el quellevó al joven por el caminoadecuado y no dejó que este seacercara al precipicio. La rueda delcarromato pisó una piedra, que traspartirse en dos, acercó al abismo ala rueda derecha. Santiago tirófuertemente de las riendas ydespués utilizó el látigo para quelos animales se esforzaran en

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caminar pegados a la pared de roca.Tras superar la curva, Santiagorespiró tranquilo. Marcos asomó lacabeza entre la tela y le ofreció unade sus amplias sonrisas.

— Padre lo habéis conseguido–dijo el niño.

— Todavía es pronto paracelebrarlo, queda muchocamino por delante –dijoSantiago muy serio. No eradel tipo de hombre que sealegra por una victoria amedias, ni se entristece por

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una derrota pasajera.Lucas comenzó a entrar en la curva.Su carromato era algo más grandeque el del resto. Tenía cuatro hijosy su hija mayor esperaba un bebé.Aquella había sido una de lasrazones de su viaje. Al parecer unseñor del lugar la había violado undomingo, mientras la chica lavabaropa en el río, saltándose laprohibición de descansar en el Díadel Señor. Lucas no había podidodenunciar al agresor, la justicianunca condenaría a un noble, por

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violar a la hija de un plebeyo,además la joven había incumplidouno de los mandamientos másimportantes, santificar las fiestas.Por eso Lucas decidió vender suspocas posesiones y su pequeñabodega en Burgos, para buscar unnuevo comienzo en las zonas reciénreconquistadas a los moros.El carromato se inclinó levementehacia el desnivel y uno de loscaballos relinchó con fuerza.Cuando Santiago se giró paraobservar como el carromato de

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Lucas traspasaba la curva, notócomo si algo tirase del carromatoque le seguía, al principio no se diocuenta que lo que estaba sucediendoera que la rueda en el vacío delcarromato, atraía a éste hacia elprecipicio. Lucas azotó a loscaballos y estos relincharon. Losanimales tenían los ojosdesorbitados por el esfuerzo y porsus ollares se escapaba el alientode su esfuerzo extremo. La familiade Lucas comenzó a agitarsenerviosa dentro del carromato.

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— ¡Saltad! –gritó el hombremientras sentía como el carrocomenzaba a torcerse. Loscaballos intentaron aferrasecon sus cascos a la tierrapedregosa cubierta de nieve,pero sus patas se escurrían apesar del esfuerzo.

Santiago paró su carromato ydejando los correajes a su esposa,corrió hacia el otro carro. Tomó delas riendas a los animales, que consus ojos de miedo intentaban vencerel peso, pero sus esfuerzos eran en

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vano. Santiago clavó su mirada enla de Lucas, notó como el sudor quecorría por su frente se mezclaba conlas lágrimas que salían de sus ojospequeños. El hombre le hizo ungesto, pidiéndole sin palabras quedesalojara a su familia del carroantes de que fuera tarde. Santiagodejó los caballos y se aproximó a laparte trasera del carromato. Miróen el interior, las cabezasrubicundas de los niños aparecieronde repente. La esposa de Lucasagarró a una de sus criaturas. Todos

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lloraban y Santiago tuvo quesecarse las lágrimas con la manga,para poder ver bien qué leentregaba la mujer. Apenas la habíaatrapado con sus dedos, cuando elcarro cedió y se volcó hacia unlado. Santiago logró retener a laniña entre sus brazos, mientras quelos gritos de su madre y sushermanos se confundía con elestruendo de las piedras que seprecipitaban por el barranco y elrelincho de los animales, quecomenzaban a caer arrastrados por

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el carromato.La niña se giró para ver lo quepasaba y Santiago le tapó los ojoscon su mano hosca y encallecidapor el duro trabajo en el campo. Élmismo cerró sus grandes ojosverdes, pero en su mente se habíafijado la terrible escena de aquellafamilia precipitándose a la muerteen mitad de ninguna parte.Varios de los colonos corrieronhasta ellos. Santiago estaba sentadoen el suelo, doblado hacia delante,protegiendo a la niña con su cuerpo,

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mientras la pobre criatura llorabadesconsolada.Fernando se inclinó hacia él y lepuso una mano en el hombro.Después de dar un profundo suspirole dijo:

— Al menos salvaste a lapequeña.

Santiago levantó la cabeza y le mirócon el ceño fruncido, una familiaentera se había despeñado poraquel barranco y junto a ellos, laesperanza del resto de la caravana.¿Merecía la pena vivir en un mundo

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tan lleno de desgracias? Sepreguntó mientras se ponía en pie ycon la niña apretada contra supecho se dirigió a su carromato.Después la dejó con delicadezadentro y sin mirar a la cara a suhijo, se dirigió a la parte delantera.Continuaron el resto del camino ensilencio. Los colonos temblaban alacercarse a cada recodo delcamino, pero Santiago habíaperdido el miedo. La vida erademasiado corta para seguirteniendo temor. Intentó pensar en

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otra cosa, disfrutar de aquella claramañana convertida en tarde y de lospaisajes salvajes, en los que elhombre apenas había dejado sumarca. Cuando llegaron cerca de laaldea estaba a punto de anochecer.Se sentían agotados y tristes. Aqueldía había destruido en parte sussueños, la misma tierra que lesdevoraba en el Reino de León o enel Reino de Castilla, componíaaquel suelo rojizo de la montaña yde la tierra reconquistada a losmoros. El hombre era polvo y en

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polvo estaba llamado a convertirse.

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Capítulo 6

Año del Señor, 12 Noviembre de1089

La aldea era poco más que unpuñado de casas de piedra contejados de paja. Algunas teníanpequeños graneros y corrales a loslados, para guardar a los animales yla cosecha, otras eran simplesrectángulos mal trazados. Cuando lacaravana se detuvo, media docena

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de lugareños salieron armados conalgunas azadas y palos, seacercaron a los colonos y Fernandose apresuró a bajar de su carromatopara hablar con ellos.

— No nos gustan losforasteros –dijo uno de loscampesinos. Aquel no era elcamino habitual por el quetransitaban los comerciantesy colonos, pero Fernandosabía que era el más sencillocuando nevaba y que losotros se quedaban

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bloqueados durante semanas.— Somos colonos de su

majestad el rey Alfonso VI,nos dirigimos hacia Magerit,allí nos esperan nuevastierras que roturar.

El cabecilla de la aldea le miró condesprecio y después bromeó con elresto de los vecinos de la aldea.

— Otros bobos que creen queel rey y los nobles les van adar tierra en el valle.

Todos se echaron a reír, peroFernando no mostró ningún disgusto

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por las palabras del lugareño.Sabía que de ellos dependía quesobrevivieran en la montaña.

— Únicamente os pedimos quenos dejéis montar elcampamento aquí. Oscompraremos algún animalpara comer y pan –dijoFernando.

— ¿Para qué nos sirve anosotros vuestro dinero? –preguntó el lugareño-.Nosotros tenemos todo loque necesitamos y no nos

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sobra comida para pasar elinvierno, si la nieve seprolonga, podemos pasarhambre.

— Tenéis razón, pero algunasmonedas os ayudarán aacudir al mercado deSegovia, para comprar algúnanimal o haceros con grano –dijo Fernando.

El jefe dio un paso atrás y pidió alresto de lugareños que se leunieran. Discutieron unos segundosy después, con la vara en la mano,

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ordenó a todos los hombres que seacercaran.

— No vamos a dejaros que osmarchéis en mitad de lanoche y con toda la sierranevada, somos cristianos yno podemos pagaros con esamoneda. Podréis quedarosdos días, en ese tiempo lanieve comenzará a derretirse,esta es la primera nevada. Oscobraremos el pan y lacomida que os demos, perohay un problema –dijo el jefe

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de los aldeanos.— ¿Qué problema? –preguntó

Fernando.— No se pueden quedar los

titiriteros. Esa gente no es defiar, roban y fornican todo eltiempo.

Santiago y Fernando se miraron. Nopodían oponerse a los deseos delos aldeanos, de otra manera, todosmorirían. Santiago y Fernando lepidieron al jefe de la aldea que lesdejara hablar con los titiriteros y leaseguraron que no tardarían mucho

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en solucionar el asunto.Cuando los dos hombres seaproximaron al grupo de titiriteros,estos ya sabían lo que les iban adecir. Llevaban años de un ladopara el otro y conocían a laperfección cuál era la forma depensar de aquellos brutos.

— Lo sentimos, pero nuestroscaminos se separan en estepunto –dijo Fernando.

El patriarca de la familia los mirócon una mezcla de odio y súplica,no podrían atravesar las montañas

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con la nieve, además, vivir lejos dela aldea era condenarles a muerte.

— Señores, no puedenhacernos esto. Los niños ylas mujeres no aguantarán lamarcha –dijo el patriarca.

— No podemos hacer otracosa, los aldeanos no quierenque estéis aquí –dijoFernando.

— Moriremos –dijo la mujerde los titiriteros.

Santiago se sentía angustiado. Noquería abandonar a su suerte a

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aquella numerosa familia, peroestaba intentando salvar a la suya.

— Rezaremos por ustedes,esperamos que la SantísimaVirgen y todos los santos osacompañen –dijo Santiago.

Los titiriteros subieron a suscarromatos y emprendieron elcamino. Era de noche y no podríanir muy lejos antes de acampar. Silos lugareños les veían en sustierras, no dudarían en atacarles.Cuando el carromato de lostitiriteros se puso en marcha, el

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resto del grupo observó como sealejaba con cierto alivio. Él únicoque parecía angustiado era elpequeño Marcos. Esa gente le habíasalvado y en los pocos días quehabían estado juntos se había hechoamigo de uno de los niños, JulioCesar.Los llamativos colores delcarromato de los titiriteros fueronapagándose a medida que la luz y ladistancia lo difuminaban en elhorizonte. Santiago tuvo lasensación de que lo que habían

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hecho no estaba bien, pero a vecesla supervivencia consiste entraicionarte muchas veces, para notener que abandonar a los tuyos.El jefe de los aldeanos les indicódonde podían dejar los carromatosy después les invitó a cenar.Aquella cena era una manera dedarles la bienvenida y mostrarles suhospitalidad, pero el resto de lascosas que comieran, se lascobrarían muy caras.Cenaron en silencio alrededor deuna hoguera. Santiago y Fernando

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estaban sentados al lado del jefe,mientras que Ana cuidaba deMarcos y la hija de Lucas, Clara,que había comenzado a formar partede su familia aquella mismamañana.El jefe de la aldea comenzó ahablar mientras los chorretones degrasa le caían por las mejillasbarbudas y enmarañadas.

— Mi nombre es Leovigildo,somos de una antigua familiavisigoda. Algunos denosotros hemos vivido aquí

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durante generaciones. Losmoros nunca se han atrevidoa subir esta montaña o,simplemente, no lesinteresábamos. Mi familiaera de Toletum, teníamosricas tierras y ganado, perocuando llegaron los moros loperdimos todo. Muchasfamilias se convirtieron alIslam, para conservar sushaciendas, pero mi familia senegó. A los que noconsentíamos en hacernos

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mahometanos, nos ahogabancon impuestos, a veces sellevaban a nuestras hijas osimplemente nos escupían alpasar por la calle. Cuandoescuchamos que un hombreen el norte se había rebeladonos dirigimos hacia el ReinoAstur, pero al final mistatarabuelos decidieronquedarse aquí. Cerca de suhogar, pero lejos de susenemigos.

La historia de Leovigildo era como

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la de otros muchos hispanos que nohabían aceptado la ocupación.Aunque la mayoría se habíaadaptado a la nueva religión y, conel tiempo, los musulmanes habíantolerado una minoría cristiana quese había arabizado en gran parte.Santiago había escuchado todasesas historias muchas veces, losmoros habían llegado hasta elmismo mar cantábrico y únicamentela resistencia de un noble godollamado Pelayo, había logradoparar la conquista musulmana.

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— La vida es dura en estastierras. Los inviernos sonmuy largos y muchos de losniños mueren, la comidacomienza escasear y losúltimos días del invierno lospasamos intentando cazaralgún animal o sacrificandouna de nuestras vacas –dijoLeovigildo.

— ¿Por qué no bajan al valle?Los cristianos gobiernan todoel antiguo reino taifa deToledo –dijo Fernando.

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— Magerit es una villafronteriza. Allí siguenviviendo muchos moros yjudíos. Los ciudadanosestaban reforzando la murallaeste otoño, no durará muchoen manos cristianas. Además,aquí no tenemos señores niamos, somos libres, allíabajo deberíamos pagarimpuestos, obedecer al rey ya aquel que el rey nombrepara salvaguardar susintereses –dijo Leovigildo.

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Santiago sabía qué era vivirsometido a un amo, pero aquelhombre se equivocaba, las nuevaszonas conquistadas estabangobernadas por el propio rey y élprotegería a sus vasallos de latiranía de los nobles.

— Las cosa están cambiando,nuestro amado rey AlfonsoVI tiene un ejércitopoderoso, el propio papa deRoma le ha nombradoemperador de las dosreligiones, nuevos

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monasterios y villas nacenpor todas partes. Lacristiandad se estáimponiendo, nosotrosformamos parte de esos hijosde Dios que van a colonizarlo que nos quitaron hacesiglos los infieles –dijoSantiago.

Fernando le miró intrigado. Aquelpalurdo se expresaba muy bien,como si supiera algunas letras, perosobre todo era un verdaderoingenuo. Ni los moros eran tan

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terribles ni los cristianos tanbuenos. Las leyes de los reyesmuchas veces se acataban, pero nose cumplían, los señores seguiríanmandando, aunque era cierto quelas ciudades lograban imponer enparte sus fueros y escapar al controlde los señores.Mientas los adultos hablaban sobresus sueños y pesadillas. Los niñosde la aldea y de los colonosjugaban cerca de los carromatos.No sentían frío, correteaban de unlado para el otro, se escondían

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detrás de las ruedas y se tirabanpiedras uno a otros. Marcos estabadisfrutando con sus nuevos amigos,hasta que se dio cuenta de queClara se encontraba sola, sentadaen una piedra. Los dos habíanviajado durante todo el día en elmismo carromato, pero él no sehabía atrevido a dirigirle lapalabra, lo cierto era que no sabíaqué decirle. Ahora, al verla sentaday cabizbaja, con el reflejo del fuegosobre su pelo color trigo, sintió lanecesidad de quedarse junto a ella.

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Se sentó a su lado y cuando la niñalevantó la vista, Marcos le dedicóla mejor de sus sonrisas.

— Clara, no estés tan triste. Tufamilia está ahora en el cielo–dijo Marcos.

La niña no contestó. Sentía un fuertedolor en el pecho y no había dejadode llorar desde el accidente. Teníaganas de morirse y no entendía porqué el padre de Marcos la habíasacado del carro en el últimomomento.

— Piensa que ellos te están

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viendo, tienes que ser fuerte–dijo de nuevo Marcos,tratando de animarla.

Clara levantó la vista y con un gestoáspero le indicó que la dejara enpaz, pero no sabía hasta qué puntosu nuevo hermano adoptivo eracapar de llegar. Marcos se levantóy desapareció por unos minutos.Después regresó con algo de carney un pedazo de pan.

— Tienes que comer –dijomientras le ofrecía la carne.

El olor a cordero lo impregnaba

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todo y Clara tuvo que hacer un granesfuerzo para rechazar aquelmanjar. Marcos volvió a insistir.En ese momento el resto de niñosde grupo se acercó a ellos. Lamayoría no sabía qué le sucedía aaquella niña, pero intentaronanimarla igualmente. Al final Claratomó algo de la comida y los niñosse miraron con satisfacción.Cuando todos se retiraron a dormir,Clara apenas pudo conciliar elsueño. A su mente le venía laterrible escena que había visto

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aquella misma mañana. La niñacomenzó a llorar de nuevo. Anaescuchó sus gemidos y dejó elregazo de Marcos y su esposo, paraabrazar a la niña.

— Cálmate, Clara. Tu familiadescansa en paz, únicamentehan comenzado un viaje quetodos tendremos que recorreralgún día.

Aquellas palabras no parecieronconsolar a la niña, que siguióllorando. Ana la estrechó entre susbrazos y comenzó a cantar una nana.

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Sabía que las canciones erancapaces de espantar todos nuestrostemores y dolores. Aquella mismanana se la había cantado su madremuchas veces, cuando los lobosaullaban en la lejanía, al atravesarun camino en tiniebla o escuchar losgritos de su padre borracho.Clara fue tranquilizándose y sequedó profundamente dormida. Anala recostó sobre un jergón ydespués la tapó con una manta.Hacía mucho frío, pero no seresistió a asomarse por la pequeña

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abertura de la tela. El fuego estabaapagado casi por completo, elsilencio acunaba a la noche,mientras las estrellas tiritaban defrío en el firmamento. Una estrellafugaz cruzó el manto negro y Anacerró los ojos para pedir un deseo.Cuando los volvió a abrir, el cieloestaba de nuevo quieto, vibrante ypensó que si las estrellas eran lasmismas en todas partes, la oscuracapa que cubría el corazón de loshombres, no sería muy distintodonde se dirigían. Amor, odio,

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pasión, venganza, misericordia,miedo y bondad eran las mismas auno y otro lado de las montañas.

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Capítulo 7

Año del Señor, 13 Noviembre de1089

La nieve llegó a la villa conretraso. Serafín y su hijo Pablo yala habían visto desde lo alto de lamuralla un par de días antes, perono siempre llegaba hasta el valle enaquellas fechas. Magerit tenía unclima muy agradable la mayor partedel tiempo. Veranos templados,

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inviernos crudos pero no tantocomo al otro lado de las montañas,primaveras cortas y lluviosas yvistosos otoños en los que losbosques se vestían de rojos ymarrones. Los dos provenían de unalarga estirpe de cristianosmozárabes, que vivía en lasinmediaciones del río antes de quelos musulmanes construyeran sutorre, después su alcázar y mástarde su medina. Su apellido eraMagro, lo que les aseguraba sunaturaleza de cristiano viejo y

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excluía la sangre judía o decualquier otra raza que hubierallegado a la Península en losúltimos siglos. Serafín era unhombre devoto, casi algo fanático,pero no sentía ninguna antipatía porlos musulmanes. Reconocía queahora vivía con más libertad, peroque los castellanos intentabanimponer sus costumbres y reglas,precisamente a ellos que habíansoportado la invasión y habíansobrevivido al intento.Pablo se dispuso a subir de nuevo a

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la muralla, cuando vio aparecer alconde de Astorga, Don Wilfredo.Serafín se giró al ver la cara desorpresa de su hijo, cuando seencontró de frente con el noble,apenas tuvo tiempo de inclinar lacabeza y descubrirse.

— Serafín, las obras avanzanmuy lentamente. Se echaencima el invierno y tushombres no podrán seguirtrabajando. En la primaverapuede que los moros intentenuna de sus incursiones –dijo

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el conde.— Vamos lo más rápido que

podemos, pero el concejonos ha dado muy pocodinero. Por eso no he podidocontratar a más ayudantes –dijo Serafín.

— Como se nota que corresangre judía en tus venas.¿Antepones tu interés al de lavilla? –preguntó el conde.

Serafín sabía que el conde era eldelegado del rey, pero a él le habíacontratado el concejo de la ciudad.

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El conde intentaba someter a losconcejales, los jueces y el alcalde,pero lo vecinos de la villa seresistían a su poder.

— Mis intereses son los de lavilla, con lo que cobroapenas tengo dinero parapagar los sueldos de losalbañiles y carpinteros, elresto es para mi familia. Sivos encontráis a alguien quelo haga más económico,contratadle –dijo Serafínintentando disimular su

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enfado.— Miserable campesino.

¿Cómo osáis hablarme en esetono? Daré cuentas alconcejo y espero que osdespidan. Los suciosmozárabes sois más morosque cristianos - dijo elconde, mientras se alejaba deSerafín.

Pablo se acercó a su padre. Elhombre estaba muy alterado, sentíaun fuerte dolor en el pecho y lasensación de que aquel maldito

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noble terminaría encontrando supunto débil y echándole de la villa.Desde que había llegado a laciudad la había tomado con él.Sabía la razón, Serafín poseía unashermosas tierras junto al río, lasmás fértiles de la comarca y elconde quería hacerse con ellas.Aunque lo cierto era que el malditonoble quería hacerse con las tierrascomunales, la de algunosciudadanos y si se lo permitían, conlas del mismo rey Alfonso VI.

— ¿Estáis bien? –preguntó

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Pablo.— Sí, hijo. Eso hombre es

capaz de alterarme.— Será mejor que os vayáis a

casa, yo llevaré la cuadrilla–dijo Pablo.

— Ni hablar. Ves la nieve queestá cayendo, ahora es unacaricia, como la de un guanteblanco que repasa nuestrasmejillas, pero dentro de pocose convertirá en hielo y frió,entonces la mezcla se helará,el agua también y no

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podremos trabajar –dijoSerafín.

Subieron por la muralla ycomenzaron a reparar las paredesde piedra. Pablo lo hizo a buenritmo, era la única manera de entraren calor y descargar toda su furiacontra aquellas piedras. Losvecinos de su rango podían portarespada y salir a la guerra, por esopidió a Dios una batalla en la quepudiera ajustar cuentas con suenemigo. Entonces se vería quiénera un caballero de verdad y quién

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un maldito cobarde.

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Capítulo 8

Año del Señor, 13 Noviembre de1089

Levantarse aquella mañana y notener que ordenar el carromato paraemprender viaje, fue uno de lospocos placeres que le deparó el díaa Ana. Todo el campamento estabatranquilo. La mayoría de la gente dela caravana seguía durmiendoplácidamente en los carromatos,

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cuando ella observó algo extraño.Algunos hombres de la aldea seacercaban a ellos armados conpuñales, guadañas y arcos. Ana segiró de inmediato y despertó a losdos niños y a Santiago. Susurróalgo al oído del esposo y se pusocon agilidad la falda y lasalpargatas. Santiago tomó sucuchillo e intentó pensar por unosinstantes qué hacer. No podíapreparar los caballos sin que lesvieran, lo único que podían hacerera cabalgarlos y dar la alarma al

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resto de los colonos.Santiago saltó del carromato ysubió a uno de los corceles a Clara.Ana se lanzó desde la plataformaalta y tomó con fuerza las riendasdel otro caballo. No era la primeravez que cabalgaba, pero llevabamucho tiempo sin hacerlo. Santiagotomó el caballo más joven y trascolocar a su hijo Marcos, saltó a sulomo y el animal comenzó agalopar. En cuanto los aldeanos lesvieron, se dirigieron corriendo aellos. Entonces, Santiago comenzó a

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gritar a vivo pulmón.— ¡Despertad, nos atacan!

De las carrozas salieron lossomnolientos colonos a mediovestir. Apenas los pobres habíanasomado las cabezas por las telas,cuando los aldeanos les atacaron.La escena se repitió varias veces,con el mismo resultado, peroSantiago y su familia ya no estabanallí para ser testigos de aquellamasacre. Cabalgaron a todavelocidad por la nieve, poco lesimportaba haber dejado todas las

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posesiones en el camino, aunque síla vida de aquellos que en tampocotiempo se habían convertido en susamigos. Las dos únicas cosas quetomó Santiago, gracias a quesiempre dormía con ellas, fue subolsa con unas pocas monedas y elpergamino en el que el rey le dabaderecho a nuevas tierras al otrolado de las grandes montañas.Cabalgaron hasta que los caballoscomenzaron a flaquear. Apenasnotaron el frío, habían dejado susmejores abrigos en el carromato, ni

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el hambre ni el miedo. Lo único quedeseaban era poner la mayordistancia de tierra entre ellos y susperseguidores.Tras seguir subiendo durante horas,parecía que el camino se hacíallano de nuevo. Cuando el solcomenzó a descender, Santiago sealejó un poco del sendero y buscóalguna peña que les sirviera derefugio. Se refugiaron bajo unsaliente y encendieron un fuego. Denoche nadie podría ver el humo.Cuando Clara y Marcos se

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durmieron, la pareja comenzó ahablar.

— Dios mío, ¿qué vamos ahacer? –preguntó Anadesesperada.

— Continuar viaje, nopodemos retroceder y nocreo que ninguno de nuestrosamigos haya sobrevivido –comentó Santiago apenado.

Su mujer estaba con la miradaperdida en el fuego, como sinecesitara alejar sus miedos dealguna manera. Se encontraban en

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medio de un inmenso bosquecompletamente solos, sin guías niprovisiones, mal abrigados, conunos aldeanos detrás suyo y enplena nevada, no tenían muchasesperanzas de llegar al valle sanosy salvos. Por la noche bajó muchola temperatura y nevó con muchafuerza. La situación parecíadesesperada.

— Acuérdate mujer, cuandoestamos angustiadospodemos pedir ayuda anuestro Salvador, él nos

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ayudará en el día malo. SiDios quiere quesobrevivamos llegaremos aMagerit sanos y salvos, perosi él no quiere, no tenemosnada que hacer.

— Dios no se preocupa degente harapienta comonosotros. Él únicamenteatiende a los reyes y losobispos –dijo Ana, muyenfadada.

— Al contrario, una vez leí enuna tosca Biblia en latín, que

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aprecia a los humildes ydesecha a los soberbios –lecontestó Santiago.

— Tu padre era un loco.¿Cómo se atrevió a enseñartea leer y escribir?

— Ya sabes, que no puedescontárselo a nadie. A la genteno le gusta que loscampesinos sepamos tanto –le dijo Santiago.

— Me dan igual tus secretos,¿cómo saldremos de esta?¿Qué será de nuestro hijo

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Marcos y la niña?Ana se encontraba fuera de sí, sabíaque Santiago no tenía la culpa, pero¿no fue acaso él quien lesconvenció para dejarlo todo ydirigirse hacia Toledo?

— Mañana seguiremos haciael sur, al menos sé encontrarel destino. Quedan unos tresdías de camino a pie, perocon los caballos puede quelleguemos en dos al otro ladode la montaña. Allí debehaber aldeas o granjas. La

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falda sur de la montaña estámás habitada, porque elclima es más suave –dijoSantiago, intentandotranquilizar a su esposa.

— ¿Qué comeremos? Seguroque esos monstruos nossiguen. No querrán quequeden testigos de lo que hanhecho –dijo Ana, sin lograrrecuperar la calma.

— Nuestros caballos sonrápidos y tenemos a nuestrofavor, que ya no nos queda

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nada que perder, ellos noquerrán alejarse demasiadode su aldea. Algún día teprometo que regresaré y darésu merecido a esa gente –dijoSantiago.

Cuando Ana se quedó dormida, élsiguió despierto. Necesitabavigilar, pero sobre todo se sentíaresponsable de la muerte de todaaquella gente inocente. ¿Cómo no sehabía dado cuenta de que todo erauna trampa? Intentó apartar de sumente aquellas ideas, pero no pudo.

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Los rostros de Fernando y los otroscolonos, golpeaban su mente comoun látigo.Al llegar la aurora, respiróaliviado. El día siempre traíaesperanza a la amarga noche.Recordó los salmos de David, aveces los cantaban los monjes, peroél los había leído en la vieja Bibliaque su padre guardaba tancuidadosamente que únicamente élla había visto. Un gran libro quehabía tomado prestado de unmonasterio cántabro muy famoso,

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mientras hacia unas reparaciones.Santiago se levantó temprano parabuscar algo de comer. Los niñostendrían hambre y pensó que podríaconseguir algunas moras tardías.Mientras las buscaba se encontrócon unos pajarillos que picoteabanunas semillas en el suelo. Seabalanzó sobre ellos y capturó auno. Podían cocinarlo con lasbrasas del fuego, pensó mientras sedirigía hasta su familia.En cuanto se acercó sintió que algoiba mal. Los caballos parecían

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inquietos y cuando miró al lugar enel que habían dormido, únicamentevio la hoguera y un par de mantas.Miró a un lado y al otro, queríapensar que Ana se había levantadoy había buscado algún lugar paralimpiar a los niños, pero él sabíaque la nieve era todo lo quenecesitaba para calmar la sed ylavarse la cara.Entonces notó como dos manos seaferraban a su cuello y otras dos lequitaban el cuchillo que habíasacado al llegar hasta el saliente de

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roca. Intentó resistirse, pero fue envano. Le derrumbaron al suelo yuno de los atacantes le puso larodilla sobre la espalda, mientras lesujetaban con fuerzas los dosbrazos. Sentía un dolor tremendo,pero aquello era lo que menos lepreocupaba, lo que no podía dejarde pensar era en Ana y los niños.¿Qué habían hecho con ellos?Los hombres se comunicaron en unidioma desconocido, le parecióárabe, pero no pudo entender nada.Lo único que veía eran una especie

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babuchas y unas calzas amarillasraídas. Los dos hombres le ataronlas manos y le pusieron en pie. Enese momento salieron de entre losárboles otros dos moros. Su aspectoera muy parecido al del propioSantiago, de no ser por el turbante yla forma de la ropa, hubieranpasado por cristianos. Tenían sujetaa Ana y los niños. Otro tomó a loscaballos y se dijeron algo queSantiago no logró entender.Tomaron sus caballos. A los niñosles montaron en uno de los suyos,

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mientras el moro llevaba lasriendas, a Ana la dejaron el otro,pero Santiago tuvo que hacer elcamino a pie, atado a la silla delque parecía el jefe. Volvieron alcamino y se dirigieron a la mismadirección que ellos. Santiagonotaba la nieve húmedahundiéndose hasta más arriba deltobillo. Le costaba caminar, pero nopodía flaquear en ese momento,debía sobrevivir y estar junto a sufamilia.Los moros no hablaron mucho

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durante el trayecto. Santiagoimaginó que se trataba de ladrones,soldados rezagados de las últimasbatallas, que habían hecho delsecuestro y el robo su medio devida. Nadie les iba a comprar aunos esclavos cristianos en Toledo,pero más al este, en el reino detaifas de Zaragoza, aún secompraban y vendían esclavoscristianos.Cuando llegó la hora de comer, losmoros sacaron algunos mulos deconejo, algo de pan y vino.

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Comieron con tranquilidad ydespués les dieron a ellos lassobras: algunos huesos y panrancio.Reanudaron el camino y cabalgaronotras cuatro horas. Santiago estabaagotado, sin fuerzas. Un par deveces cayó exhausto y los moros learrastraron entre risotadas por laspiedras. Le sangraba la cabeza, lasrodillas y los hombros, únicamentepararon ante la suplica de Ana y loslloros de los niños.Cuando comenzó a anochecer,

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buscaron un lugar en el quedescansar. Encendieron una hogueray extendieron sus mantas. Antes deque se pusiera el sol realizaron susrezos. Santiago atado a un árbol,vio como se inclinaban y volvían alevantarse repitiendo una letaníaque él no entendió. Despuéscalentaron algo en la lumbre ycomieron frugalmente. Cuando losniños se hubieron dormido, loscuatros hombres bebieron más vino,hasta que el jefe dijo algo queSantiago no llegó a entender. Se

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acercó hasta Ana, que tenía lasmanos atadas y empezó a sobar suspechos sobre el vestido y esta seapartó con cara de desprecio y leescupió. El moro le golpeó en lacara y su nariz comenzó a sangrar,ella se resistió y alzó la voz.Entonces el hombre indicó a losniños que dormían e hizo un gestopasando su dedo por el cuello.Ana entendió el mensaje, se tumbósobre el frío suelo y cerró los ojos.Sus lloros se confundían con losjadeos del hombre, mientras

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Santiago observaba con impotenciala escena. Cerró los ojos e intentórogar a Dios que todo aquelloterminase, pero no sirvió de nada.Tras el jefe, otro de los hombres seabalanzó sobre ella y la violó,mientras ella lloraba y suplicaba ensusurros, el hombre la envestía conmás fuerza y crueldad. Después deltercer hombre Ana ya estaba sinfuerzas y apenas se resistió alúltimo.A la mañana siguiente, el rostro dela mujer parecía inexpresivo y

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ausente. Había estado vomitandotoda la noche y tenía los ojoshinchados por las lágrimas, con elcuerpo lleno de moratones ymordiscos. Aquella mañana, Ana sedesentendió de los niños, como siya nada le importara.Continuaron camino, Santiagocorriendo tras los caballos y losotros cabalgando montaña abajo.Entonces llegaron a un camino másamplio, debía ser el caminoespecial que Fernando habíaevitado por temor a la nieve. El jefe

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de los moros se dirigió a laizquierda, justo en la direccióncontraria a Magerit. A Santiago esoya no le importaba. Su vida sehabía roto en mil pedazos, comouna vasija de barro, que ya nomereciera ser rehecha nunca más.

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Capítulo 9

Año del Señor, 14 Noviembre de1089

Santiago sabía que no soportaríaotra noche más como la anterior.No podía ver sufrir a su mujer y nohacer nada para remediarlo.Prefería morir, abandonarse, queseguir sufriendo de esa manera,pero antes tenía que conseguir queella también dejara de sufrir. Él no

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era un hombre que se rindierafácilmente, pero todo aquello eraimposible de soportar. Esperó almediodía, cuando los morospararon a comer. Le vieron tandébil que no se molestaron en atarleen un árbol, simplemente le dejaronen el suelo, entre las heces de loscaballos. Santiago miró de refilón aAna y los niños que intentaba sacaralgo de carne a los huesos e intentóponer en marcha su plan. Tomó unapiedra y comenzó a cortar lascuerdas. No fue sencillo. Aquella

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cuerda era gruesa y la piedra noestaba muy afilada, pero al final loconsiguió. Se puso en pie y saltósobre uno de los caballos, lo desatóy salió a toda velocidad endirección al camino. Dos morossalieron en su búsqueda, mientraslos otros guardaban al resto deprisioneros.Santiago cabalgó con todas susfuerzas, después se bajó del caballoy le golpeó en el lomo. Ató lacuerda a un extremo y luego al otrodel camino y esperó. Un par de

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minutos después, los dos morossurgieron al fondo del camino, novieron la cuerda y sus caballos sedesplomaron, lanzándolos contraunas zarzas. Se levantaron a todaprisa y desenvainaron sus espadas.Santiago salió de su escondite yaprovechando la sorpresa se arrojósobre uno de ellos. El moro seintentó zafar, pero Santiago leagarraba con fuerza por el cuello yle usaba de escudo frente a sucompañero. Tras unos minutos deforcejeos, Santiago tropezó en el

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suelo y uno de los moros se pusoencima de él, blandiendo su espada,a punto de darle un golpe mortal.Una flecha surgió de la nada yatravesó el ojo del musulmán, quese quedó paralizado por unossegundos, para derrumbarsedespués. El otro comenzó a correr,pero otras dos flechas le abatieron.Cuando Santiago intentóincorporarse, las piernas le fallarony cayó al suelo. Dos hombre lelevantaron brevemente y un tercerose puso enfrente suyo. Santiago vio

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sus sandalias impolutas en mediodel manto blanco, después miró sutúnica de seda bajo una gran capade lana fina y al observar su rostro,distinguió las facciones redondasde un abad.

— Hermano, ¿qué os hacíanestos infieles? –preguntó elabad.

Santiago intentó hablar, pero seatragantaba con las flemas y lasangre que le manaba de la boca.

— Traed agua. ¡Rápido! –ordenó el abad.

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Cuando Santiago bebió un pocorecuperó las fuerzas y apenas pudopronunciar las palabras quesalvarían a su esposa y sus hijos:

— Otros moros tienen a miesposa Ana y mis hijos en unlateral del camino.¡Salvadles! –dijo suplicando.

El abad ordenó a dos de sushombres que fueran a por la mujer,mientras tres monjes levantaban aSantiago y le metían en la carrozadel abad. Le apoyaron en un asientoy le pusieron una almohada de

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plumas en su cabeza. El hermanobotánico curó sus heridas, mientrasotro de los monjes buscaba entrelas ropas del abad algo que poneral pobre hombre.

— Tranquilizaos, mis hombrestraerán a su mujer y los niños–dijo el abad para calmarle.

— Gracias, padre –dijoSantiago con lágrimas en losojos. Aquel era el ángel porel que había suplicado aDios la noche anterior.

— Dadle algo de vino y pan –

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pidió el abad mientras lecubría con una manta.

Santiago temblaba, débil y enfermo,lleno de magulladuras y con la caratotalmente hinchada.

— Jesús, María y José. Pareceal Cristo crucificado –dijo elhermano botánico.

— Hermano Pedro, no seablasfemo –dijo el abad.

Pasados unos minutos, los doshombres del abad regresaron conlos caballos, Ana y los niños.También llevaban en dos bolsas las

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cabezas de los moros. Se acercarona la carroza.

— Subid a la mujer y a losniños al carro, yo haré leresto del camino en micaballo –dijo el abad.

— Pero, ReverendísimoSeñor, ¿cómo vais a cabalgarcon este frío? Esta gentepuede ir en el carro de lasprovisiones –dijo elsecretario del abad, máspreocupado en tener quecabalgar él el día y medio

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que les quedaba, que en loscuidados del abad.

— Un poco de aire fresco nossentará bien. En Francia, losmiembros de Cluny, huyen detodo privilegio y derecho delos príncipes de la iglesia.Estamos aquí para servir alos demás –dijo el abad.

Un par de siervos ayudaron alhombre a subir a su caballo. Unbellísimo corcel blanco, con unahermosa silla de piel italiana. Elabad miró el cielo que comenzaba a

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despejarse de nuevo. El sol brillócon fuerza y las manchas de sangresobre la nieve, mostraron todo suesplendor. El abad se dirigió a suescolta y señalándoles con el dedoles dijo:

— No quiero que lleven esascabezas encima, esecomportamiento es desalvajes y nosotros somosbuenos cristianos.

La comitiva siguió su camino abuen ritmo. La calzada seconservaba en buen estado. Los

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musulmanes se habían encargadodurante siglos de mantener losantiguos caminos romanos y enapenas una jornada el grupo llegó asu primer destino. El monasteriodel Convento de San Antonio de laCabrera era poco más que uncenobio, pero el rey Alfonso VIhabía ordenado ampliarlo yenriquecerlo, para conseguir que lapoblación de la zona tuviera uncentro espiritual y económico en elque apoyarse. El rey habíafavorecido a la orden de Cluny, de

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origen francés, para modernizar a lacuria inculta, supersticiosa yatrasada de sus reinos, en especialde los recientemente conquistados.Alfonso era emperador de las dosreligiones y había extendido suprotección también a los judíos,pero no se le escapaba la necesidadde unificar los ritos y las iglesiasque habían actuado de un modoindependiente en la Península. Elabad Benito era el encargado deextender los ritos romanos en elterritorio hasta la ciudad de Toledo.

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Era un hombre compasivo y deprofunda devoción, aunque amantedel lujo y el placer de la mesa, dospecados veniales que humanizabansu gran rigidez espiritual. Aquelinesperado benefactor de Santiagoiba a cambiar su vida por completo.

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Capítulo 10

Año del Señor, 16 Noviembre de1089

Serafín y su hijo Pablo bajaron delandamio y se dirigieron a su casa.Vivían muy cerca de la muralla, enuna casa de dos plantas que habíancomprado cuatro años antes, cuandolos moros fueron expulsados deintramuros y los cristianos porprimera vez vivieron en la

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seguridad de aquellas reciasparedes. La casa familiar seencontraba en los arrabales y ahoravivían en ella moros, pero Serafínestaba contento con la nueva casa.Era mucho más grande que laanterior, más cálida y se encontrabapróxima al alcázar y a la mezquitaque a toda prisa los castellanosestaban convirtiendo en iglesia.Cuando llegaron a casa, el aromade la comida inundó su olfato. Sunueva criada Sara, una joven judíaa la que habían contratado hacía un

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par de meses, era muy buenacocinera.

— ¿Qué hay para comer? –preguntó Serafín al entrar enla casa.

Sara surgió de la parte trasera de lacasa con una hoya de barro y lacolocó con cuidado sobre la mesa.Cuando quitó la tapa, los doshombres vieron el sabroso manjarque les había preparado.

— ¿Albóndigas? –preguntóSerafín.

— Sí, mi señor –contestó la

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joven agachando la cabeza.— ¿No tenías la pierna de

cerdo para asar? –preguntóSerafín.

— Esa comida no es buena, eskosher –dijo la joven.

— Nosotros no somos judíos,podemos comer cerdo –contestó Serafín.

— Padre, no se meta con Sara.Su comida es deliciosa,desde que está con nosotrosya no pasamos hambre.

Serafín sabía que su hijo tenía

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razón. El invierno anterior habíafallecido su apreciada mujer Ponciay, a pesar de haberlo intentado, niél ni su hijo habían logradopreparar algo realmente comestible.

— Voy a descansar un poco –dijo Serafín después de lacomida. Necesitaba repararfuerzas, ya no era el hombrejoven y fuerte de antes. Ledolían todos los huesos yúltimamente sentía fuertesdolores en el pecho y en elbrazo izquierdo.

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Cuando su padre se hubo retirado,Pablo llamó a la joven. Sara entróde nuevo en el salón con la cabezagacha. Era una mujer muy bella. Supelo negro y rizado permanecíaoculto bajo un pañuelo de colores,pero algunos mechones cubrían suamplia frente. Unos ojos negros ymuy grandes, junto a unos labiosrojos y carnosos, completaban unbello rostro del que Pablo se habíaprendado hacía tiempo.

— ¿Cómo esta vuestra madre?–preguntó Pablo.

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— Sigue igual –contestó lajoven.

— ¿No le han servido paranada los remedios delmédico? –preguntó Pablo.

— No, señor.— No me llames señor, mi

nombre es Pablo.La joven se ruborizó. No estabaacostumbrada a tratar con hombres.Su familia había sido rica hasta laconquista de la ciudad de Toledo.Ella apenas había salido de casa,pero tras la caída del último

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reyezuelo, su anciano padre lohabía perdido todo. Ahora ellatenía que cuidar de los dos.

— Espero que se mejore –comentó Pablo terminando suplato.

— En Toledo hay médicosmucho mejores, pero es muycaro para nosotros –dijoSara.

Pablo extrajo una moneda de plata yla depositó sobre a mesa. La jovenabrió los ojos y contempló sudestello.

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— Es demasiado, señor.— Por favor, toma la moneda.

Contrata al mejor médico dela villa y procura que semejore tu madre.

Un año antes Pablo había perdido asu madre. Sabía lo duro y difícilque era estar sin ella y no queríaque le sucediera lo mismo a Sara.Su padre bajó en ese momento de lahabitación y tomando su capaindicó con un gesto a su hijo que sepreparara.Caminaron en silencio. El cielo

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estaba despejado, pero un vientofrío llegaba de las cercanasmontañas. Por la tarde era másdifícil trabajar, se te helaban losdedos y llegaba un momento en queel cuerpo ya no te respondía.Cuando llegaron al pie de lamuralla, los jornaleros seguíantrabajando, en un par de horastendrían su suelo y debían terminarsu parte de muralla para cobrar loconvenido.Cuando Serafín subió al andamio sefijo en el escaso número de colonos

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que llegaban aquella tarde. Despuésalzó la vista y observó las montañastotalmente blancas.

— Los pasos están cerrados –dijo a su hijo. La montaña seconvertía en una barrera quedetenía el interminable flujode colonos.

— Ya no llegarán más colonoshasta la primavera –dijoPablo.

Serafín contempló por unosinstantes a sus jornaleros, todosellos eran moros. No era sencillo

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encontrar a trabajadores cristianos,la mayoría eran campesinos y noconocían el oficio.

— Es mejor que no siganllegando, la iglesia de SanJuan ya no puede refugiar amás colonos –dijo Pablo.

La mayoría de aquellos hombres,mujeres y niños no conseguían versus sueños hechos realidad.Algunos morían el primer inviernosin haber encontrado trabajo nirecibido las tierras prometidas,otros se convertían en aparceros o

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siervos y los menos, lograbanroturar unas tierras y malvivir delas cosechas.Serafín se giró y observó la villa deMagerit, ya no era la aldeaamurallada, con una pequeñamezquita, un alcázar y una medina.Ahora era una pequeña villa encontinuo crecimiento. Se estabanconstruyendo varios conventos,iglesias, algunos modestos palaciosy muchas casas de comerciantes.Junto a los colonos llegabanfrancos, que se dedicaban al

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comercio y algunos mozárabes queescapaban de la persecuciónreligiosa que se estaba desatandoen Al-Ándalus. Serafín pensaba quea veces aquella mezcla de culturastan dispares podía ser un problema:castellanos, mozárabes, mudéjares,judíos y francos, se hacinaban enuna pequeña villa. Aunquenormalmente la convivencia erapacífica. Por las noches cada unoresidía en sus barrios, pero a lavilla llegaban noticias de lapersecución a los moros en Toledo

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y la difícil convivencia entre loscristianos romanos y mozárabes.Pablo colocó la última piedra ymiró orgulloso la muralla.

— ¿Creéis que será necesaria?–preguntó a su padremientras miraba las piedrasrecién colocadas.

— Espero que no, pero somosgente de frontera, las tornaspueden cambiar y vernos denuevo fuera de la muralla, asíque Dios nos proteja.

Padre e hijo se quedaron por unos

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instantes observando a la gente queentraba por la Puerta de la Vega. Elsol comenzaba a ponerse y unhermoso atardecer no presagiabalos grandes cambios que estaban apunto de vivir. El destinocomenzaba a tejer su tela de araña,sin que sus protagonistas losupieran.

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Capítulo 11

Año del Señor, 17 Noviembre de1089

La muerte estuvo rondando aSantiago durante tres largasjornadas. Lo único que le mantuvocon vida fueron los cuidados delhermano boticario, las voceslejanas de su hijo Marcos, quepasaba la mayor parte del día juntoa su lecho y que todavía no estaba

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escrita su muerte en el libro deldestino. Cuando despertó al tercerdía, como un resucitado, le parecióque seguía soñando. Estaba en unacama limpia, con sábanas de lino.Frente a él había una ampliaventana desde la que secontemplaba la montaña nevada.Cuando miró a la silla que estabajunto a la cama vio a Marcosdormido, tendido sobre las mantas.Tenía su pelo rubio alborotado yuna dulce expresión en el rostro.

— Marcos –dijo Santiago al

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niño.Marcos abrió sus grandes ojosverdes y sonrió. Después saludo asu padre y estuvieron un buen ratofundidos en un abrazo, antes de queSantiago se incorporara e intentaraponerse en pie.El hermano boticario entró en lacelda y cuando le vio en pie, seacercó para recostarlo y colocarlelos almohadones.

— Todavía no podéislevantaros. Vuestras heridasson más delicadas de lo que

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pensamos al principio –dijoel hermano boticario.

— ¿Quiénes sois? ¿Qué hagoaquí? –preguntó Santiagoconfundido.

Su mente había borrado porcompleto los últimos días de suvida. A veces la memoria es másbenévola que la gente que nosrodea.

— ¿No os acordáis de nada? –preguntó el monje, luegodudó unos instantes antes denarrarle toda la historia.

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Cuando el monje hubo terminado,Santiago estaba muy abatido. Laalegría de volver a ver a su hijo yde sentirse vivo, se tornó de repenteen la amargura de imaginar por loque estaba pasando Ana.

— ¿Dónde está mi esposaAna? –preguntó Santiago.

— Está en el convento de lasmonjas, ya sabe que nosotrosno podemos acoger amujeres, su hija está con ella–dijo el monje.

— ¿Mi hija? –preguntó

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extrañado.— Clara, padre. La hija de

Lucas, uno de los hombresque venían con nosotros.

Santiago comenzó a recodar todo elviaje y notó que su corazón sedoblegaba ante el dolor. Lasensación era terrible, un fuertedolor en el pecho le invadió y tuvoganas de llorar, pero se contuvo.

— ¿Cuándo podré ver a miesposa? –preguntó Santiago.

— Tal vez mañana, pero ahoradescanse. Avisaré al abad

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que se encuentra mejor.Gracias a él es que está vivo.Sin su ayuda, su familiahabría muerto o sido vendidacomo esclava –dijo el monje,mientras se ponía en pie ydejaba a solas al niño con supadre.

Marcos se acercó hasta la cabeceray pasó su mano diminuta por lafrente de su padre. Estaba sudando,tenía la mirada perdida y su rostroreflejaba todo el dolor de losúltimos días.

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— Padre, no os preocupéis,ahora todo ira bien.Tendremos nuestras propiastierras y viviremos felices.

— Querido niño. No debísacaros de vuestra casa, si nohubiéramos recorrido estosmalditos caminos peligrosos,vuestra madre estaría bien ytodos seríamos felices –contestó Santiago.

— Vos no erais feliz ennuestro hogar –dijo el niño.

— Quería algo mejor para

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todos, pero a veces laambición es el peorconsejero que podemostener. Soy un campesinopobre y eso es lo que seré elresto de mi vida –dijoSantiago.

El niño se puso de puntillas y seasomó a la ventana. Al otro ladodel jardín se veía la tapia delconvento de las monjas. En mitaddel otro patio estaba Clara. La niñamiraba a Ana, que sentada en unbanco parecía ausente.

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— ¿Qué miras? –preguntóSantiago.

— Nada padre –mintióMarcos.

En los tres últimos días su madre nohabía proferido palabra, apenashabía comido y tenía la miradaperdida, como si su cuerpopermaneciera fijo a este mundo,pero su mente vagara sin remedio.Marcos había estado tanpreocupado por su padre, queapenas había podido estar tiempocon ella. Su madre había sido todo

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para él, ya que su padre pasaba lamayor parte del día trabajando,pero ahora que crecía y comenzabaa convertirse en un hombre,necesitaba más el contacto de supadre. Marcos sintió como se lehacía un nudo en la garganta, intentóaguantar las lágrimas, pero al finallloró. Necesitaba expulsar de sualma el temor de los últimos días,el olor a muerte de aquelloshombres que les habían secuestradoy maltratado a su familia. Juró parasí, que cuando fuera mayor mataría

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a todos los moros que se cruzaranen su camino, pero a veces laspromesas se convierten en la peorcarga de un corazón dolorido.

___________________Lo primero que hizo Santiagocuando pudo andar fue ir a ver a suesposa Ana. Mientras se dirigía alconvento de monjas apoyado en unamuleta y en su hijo Marcos, sucabeza no dejaba de dar vueltas.¿Qué le diría? ¿Cómo reaccionaríaella al verle? Cuando atravesó lapuerta y entró en el huerto, miró a

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lo lejos. Ana estaba sentada sobreun banco de piedra. Vestía unhermoso vestido, en parte tapadopor una espesa capa invernal.Estaba peinada y arreglada, debidoseguramente a la buena voluntad delas monjas que la cuidaban en todomomento. Santiago se acercó a ellalentamente, pero su esposa no hizoel menor gesto, como si se hubieraconvertido en estatua de sal. Elhombre se sentó a su lado y tomósus manos frías e inertes.

— Esposa mía –dijo

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besándole las manos.Ana no le miró, tampoco hizoningún gesto de aprobación odisgusto, se mantuvo impasible,estática y distante. Él la miró a losojos, pero únicamente vio dentro deellos dos abismos inescrutables.Tuvo temor de que Ana ya nuncavolviera a ser ella misma. Aquellajoven alegre y sonriente de la que élse había enamorado. Respiró hondoe intentó devolverla a la realidad,aunque en un mundo como aquel,muchos prefirieran vivir en la

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locura o el fanatismo de lareligión.

— Ana, tu no eres culpable delo sucedido. Dios lo hapermitido por algo, esterrible, pero al menosestamos vivos. Marcos,Clara, tú y yo, todos estamosbien y podemos empezar denuevo.

La mujer no reaccionó. Marcosintentó hacerla sonreír, pero noconsiguió ninguna reacción.Santiago hizo un gesto a su hijo

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para que les dejara solos y éste sefue a jugar con Clara, que estabahaciendo dibujos en la nieve con unpalo.Santiago apretó las manos de Ana.Después intentó que la mujer lemirara, pero no lo consiguió.

— Ana, intenta olvidar losucedido…

Su mujer le miró fijamente.Después se puso en pie y comenzó adesnudarse ante el asombro de sumarido. Él intentó taparla, pero ellase zafó y se quitó toda la ropa. Su

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piel blanca resplandeció en mitaddel brillo del sol, pequeñascicatrices le recorrían el cuerpo yuna marca en forma de media lunasobre la ingle.

— ¿No lo ves? Ya no soy tuesposa. Soy una prostituta,una ramera y una esclava. Yanunca podré ser tuya, nosupiste protegerme. Nisiquiera morir por mí,simplemente te quedastequieto, impasible, mientrasesos hombres me sacaban el

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alma y pisaban mi honra. Temaldigo Santiago Buendía,espero que te pudras en elinfierno. ¡Maldito seas parasiempre! –gritó la mujer,mientras su rostro setransformaba y sus ojoschispeaban.

En ese momento llegaron dosmonjas que tomaron las ropas y lataparon. Ella se resistió, pero lasmonjas la tomaron por los brazos yse la llevaron al interior delconvento, mientras ella no dejaba

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de gritar y maldecir.Santiago se volvió a sentar en elbanco, con la cabeza gacha y lamente a punto de estallar, noentendía nada. Sabía que él podíahaber hecho más, pero en ese casotodos estarían muertos o seconvertirían en esclavos de porvida.Unos pies se acercaron hasta él.Santiago observó aquellassandalias, le recordaron algo, perono supo qué, hasta que alzó la vistay contempló al abad. El hombre

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estaba quieto frente a él, con lasmanos entrelazadas y un gesto delástima que no se le escapó alcampesino.

— Hermano Santiago, lamentoque vuestra esposa todavíasufra por lo ocurrido, pero securará. Volverá en sí, ahorala locura es la única manerade aceptar lo que le hasucedido –dijo el abad.

Santiago se puso de rodillas y lebesó la mano. El hombre le pidióque se levantase.

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— Santiago, somos hermanos,simplemente eso. Sois miprójimo y he hecho por voslo que cualquier buencristiano hubiese hecho.

— No lo creáis, en estostiempos es muy difícilencontrar buenos cristianos –dijo Santiago.

— Siempre lo ha sido, “en elmundo tendréis aflicción,pero no temáis yo he vencidoal mundo”. Las palabras denuestro amado maestro

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siguen vigentes –dijo elabad.

— ¿Cómo puedo pagaros loque habéis hecho por mí?Trabajaré para vos de porvida –dijo Santiago.

— No os he salvado de unaesclavitud para llevaros aotra. Únicamente os pidoque me sirváis por un buensalario. ¿Os parece bien? –dijo el abad.

— Si, excelencia –contestóSantiago.

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El abad se sentó a su lado. Despuésle pasó una mano por la espalda yle dijo:

— Mi misión no es sencilla.En estas tierras reciénreconquistadas aún haymuchos infieles, loscristianos han vivido tantoentre ellos, que apenas sepueden distinguir. Los noblesbuscan medrar a costa de losbienes del rey y lo monjes,…de los monjes mejor nohablar. Los que no tienen sus

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mancebas, viven englotonerías o son unosholgazanes.

— ¿No sé en qué puedoayudaros, un simplecampesino? –preguntóSantiago.

— Me gustaría que osconvirtierais en uno de mismayordomos. Muchoshombres caen envenenadospor no saber en quiénconfiar. Creo que si de algoestoy seguro es de que

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protegeréis mi vida con la devos –dijo el abad.

— Sin duda –contestóSantiago.

El secretario se acercó a su señor yle dio un pergamino para que loleyese. El abad comenzó a leerlocon desgana y Santiago no pudoevitar echar una mirada aldocumento. El abad se percató delgesto y cuando lo hubo firmado yambos se quedaron solos, no pudoevitar saciar su curiosidad.

— ¿Sabéis leer? –preguntó el

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abad.Santiago meditó su respuesta antesde abrir la boca. Podía sercontraproducente mentir al abad,pero la verdad no era fácil decontar tampoco.

— Sí, excelencia. Mi padreme enseñó –contestóSantiago.

— Prefiero no saber cómoaprendió él, pero ¿cómo lohicisteis vos?

El joven campesino sabía que lasinceridad era una de las

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cualidades que más apreciaba aquelhombre, por lo que después derespirar hondo le dijo:

— Mi padre tenía una Bibliaen latín, me enseñó a leer conella.

— Pero eso está prohibido,únicamente los doctorespuede leer las SagradasEscrituras –dijo el abad.

— Lo sé, pero cuando aprendía leer no podía discernir quelo que hacía mi padre estabamal –comentó Santiago.

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— Hagamos de aquel pecadouna virtud. Me sois más útilculto que ignorante. Osayudaré a perfeccionarvuestro latín y os daréademás, tinta y una pluma.Nadie sospechará de unvulgar campesino, pero yopodré usaros comomensajero secreto –dijo elabad.

— Gracias excelencia, estasemana he nacido dos veces.Una a la vida y la otra a

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vuestro servicio –dijoSantiago.

El abad se puso en pie y se alejó unpar de pasos, antes de volverse agirar y con una sonrisa despedirsede aquel hombre. Mientrascaminaba hacia sus habitaciones, elabad no dejaba de pensar en lasventajas de tener a su servicio aalguien como Santiago. Un hombrefiel hasta la muerte, inteligente,letrado y capaz de mantener la bocacerrada. En aquellos tiempos, loshombres de ese tipo escaseaban, la

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nueva generación era indolente,poco honrada y ambiciosa, tresdefectos que convertían a loshombres en algo peor que bestias.Animales feroces capaces dedevorarse unos a otros. El abad aveces pensaba que aquella misiónera más un castigo divino que unascenso en su orden, por eso alcruzar el umbral de la tapia dijo enalta voz: A fronte praecipitium, atergo lupii.

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Capítulo 12

Año del Señor, 10 abril de 1090 La primavera trajo consigo dos delos dones más deseados por loshombres: la esperanza, agazapadaentre los fríos del invierno, y lacordura, única arma útil frente a lotemores de la vida. Los campos sevestían de flores, mientras loshombres rasgaban la tierra paraintroducir en su vientre hambriento

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las semillas de la próxima cosecha.El trabajo y la actividad sedesataban por todas partes, la nieveretrocedía y el sol ganaba una vezmás la batalla cósmica contra laoscuridad.Santiago había aprendido muchoaquel invierno. El abad le habíaintroducido en el mundo misteriosoy desconocido de los libros. Elmonje poseía una envidiablecolección de casi cien volúmenes.Santiago leyó a Julio Cesar,Cicerón, Séneca, Petronio, Platón,

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Aristóteles, San Agustín y variospadres de la iglesia. Disfrutó concada página apergaminada y viejade aquellos códices, la piel decientos de animales sacrificadosante el altar de la razón, pero ellibro que más le fascinó fue laBiblia. Las Sagradas Escriturasestaban vedadas para la mayoría delos mortales, reyes incluidos.Ana mejoró su estado de ánimo. Élla veía dos veces por día. Alprincipio permanecían en silenciola mayor parte del tiempo, pero la

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alegría de Marcos y Clara comenzóa sanar su herido corazón. Cuandolas primeras flores asomaron en eljardín, la mujer comenzó a hablar.Al principio tímidamente, como sihubiera perdido la facultad dehacerlo, después con denuedo y mástarde con ansiedad. Su corazóncerró la herida y por sus hermososlabios surgió la vida que le habíanegado aquel horrorosoacontecimiento del invierno.Marcos creció y se hizo inseparablede Clara. Todavía estaban en la

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edad en la que hombres y mujeresno han creado las barreras que lessepararán más tarde. Cuando laamistad está por encima del deseo.Sus travesuras desesperaban a losmonjes y a las monjas, aunque sufrescura alegraba las largas nochesdel invierno.Una de aquellas mañanas brillantes,el abad pidió a Santiago que fuera averle a la sala capitular. No eranormal que el abad le convocaseallí, durante sus largas lecciones ylecturas, Santiago se había

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acostumbrado a visitar la bibliotecao el despacho del abad, pero nuncaesa sala de reuniones.La sala capitular era pequeña yaustera. Nada que ver con losespectaculares monasterios deCluny en el reino de los francos.Una sala cuadrada, con un bancoseguido de piedra, cuatro columnasde una sola pieza, con unoscapiteles florales y una ventanadecorada sobriamente, era toda laornamentación del lugar.Cuando Santiago entró en la sala, el

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abad estaba sentado en la silla delabad, que terminaba en madera ytenía un cojín para soportar lasreuniones de la comunidad.

— Santiago, por favor entra.— Excelencia –dijo Santiago

besándole la mano.— No hace falta que seas tan

protocolario. Creo quedurante estos meses hemoscreado un vínculo muy fuerte.Yo fui hijo único, estabadestinado a convertirme encaballero, pero siempre odié

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las armas y la violencia.Cuando le dije a mi padreque me metería a monje, casime muele a palos, pero eldestino nos elige a nosotros,no nosotros al destino.

El abad se incorporó un poco en elasiento y bajando el tono de vozdijo a su criado:

— Ahora que llega laprimavera, tendré que moverficha en este complejoajedrez de la política. El reyquiere que se nombre

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arzobispo de Toledo a unhermano de mi ordenllamado Bernardino deSédirac, que espero quellegue en breve a estemonasterio. El abadBernardino traer una cartadel papa Urbano II, el reyapoya su nombramiento, perolos toledanos son gentetozuda y supersticiosa.Necesito a alguien deconfianza que le acompañe,proteja y prepare el camino.

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— No sé cómo puedoayudaros –dijo Santiago.

— Llevaréis cartas secretaspara nuestros aliados en laciudad. Sisnando Davides esel gobernador mozárabenombrado por Alfonso VI yse opone fuertemente a lacristianización de losmusulmanes, pero el Reinode León nunca será grande sien él hay infieles. La reina,doña Constanza de Borgoñaestá en duda, no sabe por qué

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partido inclinarse. Tenemosque conseguir que apoyenuestra causa –dijo el abad.

Santiago pensó que todo aquelservicio era demasiado para suhumilde condición, pero no pusoninguna objeción al abad.Al día siguiente llegó al monasterioBernardino de Sédirac. Era unhombre enjuto, de nariz aguileña ypequeños ojos azules. Hablaba malel castellano, pero su prefecto latínle convertían en un granconversador. El abad le recibió con

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todo lujo y pompa. Aquel hombreiba a convertirse al llegar a Toledoen el primado de toda Hispania,algo que no sucedía desde hacíamás de trescientos años.En una de las cenas de gala, el abadpidió a Santiago que se acercara ala mesa, para presentarle al futuroarzobispo de Toledo.

— Excelentísimo SeñorArzobispo, permitidme queos presente a un fiel vasalloy adherido a nuestra causa,Santiago Buendía.

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— Encantado –dijo elarzobispo ofreciendo elanillo a Santiago.

— Entiende perfectamente ellatín, por si no queréis hablaren castellano –dijo el abad.

— Debo aprender el idiomade mis súbditos –dijo elarzobispo.

— Eso es cierto, en Toledoencontrará muchosproblemas. Allí se hablan almenos tres idiomas: elcastellano, el árabe y el

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hebreo –dijo el abad.— Idiomas del diablo, me

refiero al árabe y al hebreo,claro –se explicó elarzobispo.

— Bueno, nuestro maestroJesucristo hablaba hebreo –dijo el abad en tono de mofa.

El arzobispo frunció el ceño, peroluego siguió la broma del abad.

— Como sabéis, el idiomafranco del siglo I era elarameo y el griego, nuestroSeñor, apenas hablaba en

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hebreo.— Cierto, veo que en Cluny

sigue existiendo la excelenteeducación de mis tiemposmás juveniles –dijo el abad.

— A fructibus cognosciturarborii -contestó elarzobispo.

A pesar de pertenecer a la orden deCluny, el abad aborrecía laarrogancia franca.Tras la cena, Santiago fue llamadoa las habitaciones del Abad. Esteentregó dos cartas lacradas a su

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mensajero, una de ellas era para lareina, la otra era para un importantemiembro de la comunidad hebreade la ciudad.

— Tienes que entregar lascartas en cuanto llegues,después espérame enMagerit, yo estaré allí antesde que regreses de Toledo –dijo el abad.

— Sí, excelencia –contestóSantiago.

Aquella era la última noche queSantiago pasaba en el monasterio.

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Buscó a Ana y le comunicó supronta partida, ella pareció aceptarcon resignación el viaje y prometióreunirse con él en Magerit.

— Doy gracias al cielo por ti,esposa mía –dijo Santiagoacercando el rostro de sumujer para besarlo, pero ellase apartó de él temblando.

El hombre se disculpó. Ella seguíarechazando cualquier tipo decaricia o beso desde el fatídicoencuentro con sus violadores.

— Despídeme de Marcos y

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Clara –le pidió Santiago.— Lo haré.— Dentro de poco nos

veremos en Magerit, por finhabremos cumplido nuestrosueño –dijo Santiago antesde despedirse.

A la mañana siguiente, el séquitodel arzobispo abandonó elmonasterio, antes de queamaneciera. Estaban a dos días decamino de Magerit y a cuatro de laciudad de Toledo. Santiago recibióun caballo y las ropas de paje del

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arzobispo. Aquel honor terminó deconvencerle, de que a vecesdebemos sufrir un poco paraconseguir mayor gloria.

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Capítulo 13

Año del Señor, 13 abril de 1090 La comitiva comenzó a subir por laempinada cuesta cuando Serafín yPablo tiraban de un carro repleto depiedras, para reparar el Alcázar.Aquella era la residencia oficialdel rey, pero el gobernador podíadisfrutar también de ella, el condede Astorga llevaba sus mejoresgalas cuando los dos albañiles

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cruzaron el portalón y se lequedaron mirando fijamente.

— Os habéis retrasado y ahoraestá ese maldito carro enmedio del camino. Elarzobispo está a punto deentrar en la ciudad y noquiero que vea este desastre–dijo el conde mientrasseñalaba el montón de arena,los cantos y los peonesmoros que estaban subiendolas piedras hasta la almena.

— El concejo ordenó la

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reparación de la almena –dijo Serafín.

El conde montó en cólera, aquelmaldito hereje era capaz decontradecirle delante de susayudantes. Sacó la espada y la pusoen el cuello del hombre. Este sequedó quieto, estaba seguro que nole pasaría nada, aunque los hombrescomo el conde eran imprevisibles.

— Alguacil, meted a estehombre en el calabozo –dijoel conde.

— Pero señor –contestó el

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alguacil.— ¿Es que nadie va a

obedecer una orden?¡Prendedle! –gritó el conde.

Pablo hizo un amago de lanzarse apor el conde, pero el alguacil tomódel brazo a Serafín y el condeenvainó la espada. En ese momentola comitiva entró en la ciudad y seescuchó a la multitud.

— ¡Quitad ese maldito carrode en medio! –bramó elconde.

Cuatro de los moros corrieron

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escaleras abajo y movieron elcarro, mientras Pablo no dejaba demirar de manera desafiante alconde. Uno de los miembros delconcejo tomó del brazo al joven ylo sacó del alcázar.

— ¿Estás loco? Ya essuficiente con que tu padreesté en el calabozo, ahoratendremos que negociar conel conde su liberación y élcobra muy caros sus favores–dijo el concejal.

— Pero, mi padre no ha hecho

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nada –dijo Pablo.— En este mundo no es

suficiente con ser inocente,tienes que ser tambiénpoderoso. El conde quiereese maldito huerto y tendréisque dárselo –dijo elconcejal.

— Era nuestro antes de que loscastellanos llegaran aquí –dijo Pablo.

— Todos los mozárabesestamos bajo sospecha,enfrentarnos a los castellanos

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lo único que nos conduce esa darles excusas para que nosmarginen y persigan –dijo elconcejal.

Santiago entró en el alcázar con lamisma sensación que si estuvieraentrando en la misma Jerusalén.Había soñado muchas veces conaquel día, pero no había imaginadoentrar como paje del arzobispo deToledo y con una comitivaprincipesca.La ciudad se inclinaba ante su paso,la multitud miraban su traje de fina

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seda, sus calzas de púrpura, sujubón negro y su hermoso sombreroa juego. Dentro del alcázar lesesperaba el conde de Astorga. Elnoble vestía sus mejores galas yestaba rodeado del concejo enpleno y los dos alcaldes.Santiago abrió la puerta de lacarroza tras bajar de su caballo. Elarzobispo salió vestido con susmejores galas. Una mitra blancasobre su soberana cabeza, un palioarzobispal del mismo color, sudalmática bordada en oro, mostraba

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la inmensa riqueza y poder de laIglesia.

— Excelentísimo SeñorArzobispo –dijo el condebesando el anillo.

— Conde, autoridades –saludóel arzobispo.

— Sed bienvenido a lahumilde ciudad de Magerit –dijo el conde.

— Estoy agotado por el viaje,podéis llevarme a misaposentos –dijo el arzobispoen su mal castellano,

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despreciando la fiesta debienvenida que la ciudadhabía organizado.

El conde le introdujo en el alcázar.Santiago les siguió, acompañadopor dos mayordomos. Cuando elarzobispo estuvo solo en sushabitaciones, comenzó a maldecirsu suerte en franco y después enlatín.

— ¿Por qué el Papa me hamandado hasta este malditoinfierno? Esto es tierra deinfieles y bárbaros, hubiera

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preferido morir como mártiren Egipto. Dios mío, ¿quéclase de estercolero es este?

Santiago no entendía la alteradareacción del arzobispo, para él todoaquello era un verdadero lujo.

— En Toledo será muchomejor –dijo Santiago.

— Toledo, una ciudad paganay llena de conspiradores –contestó el arzobispo.

Santiago no quiso soliviantar más alarzobispo, se retiró discretamente ydespués se dirigió al patio del

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alcázar. Miró la puerta entreabiertay decidió echar un vistazo a laciudad.Lo primero que llamó la atenciónde Santiago fue que la villa estabacompletamente en obras. Dentro dela muralla la actividad erafrenética. Iglesias, monasterios ycasas de vecinos se construían pordoquier. Seguramente la posiciónprivilegiada de la ciudad, a un parde días de Toledo y en el camino alnorte de la Península, la convertíanen un lugar importante para el

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comercio.El alcázar se estaba remodelando yampliando una de sus alas yextramuros, en la parte occidentalcrecían uno de los arrabales junto aun gran monasterio. En la parteoriental, hacia la puerta de laAlmudena, cuyo nombre proveníadel hallazgo de una virgen oculta enla muralla y que se habíaconvertido en patrona de la villa,donde había estado el arrabalmozárabe, ahora se concentraba lapoblación musulmana, rodeando a

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la pequeña iglesia de San Alfredo.El joven campesino se perdió entrelas calles estrechas, frescas yresguardadas, tal y como lesgustaba construirlas a losmusulmanes. Santiago contó dieziglesias en total y siete monasterios,sin duda como le había contado elabad, Magerit se estabaconvirtiendo en el centro desde elcual se pretendía volver aevangelizar a la poblaciónmozárabe y musulmana de la zona.Otra de las cosas que le chocó a

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Santiago fue el gran número depobres, vagabundos y huérfanos quecaminaban por las calles de lavilla. Muchos vivían de lamendicidad o de realizar pequeñostrabajos para subsistir. Aunquetambién había un gran número decampesinos, artesanos. Algunascalles estaban íntegramentededicadas a trabajar el cuero, otraslos metales y las más numerosas lade alfareros.También vio Santiago a muchosnobles, algunos de ellos caballeros

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que buscan aventura o ganar algo dedinero en las razias que se hacíanen la zona musulmana.Por último, el número de monjes,monjas y sacerdotes, era muyelevado. Muchos de ellos parecíanvagabundos disfrazados dereligiosos, estafadores de la fe quevivían de la inocencia de las beatasy los crédulos.Tuvo que esquivar a variasprostitutas y algunos niños que leintentaron robar la bolsa en undescuido. En aquella villa tenía que

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estar con mil ojos para que no tedesplumaran. Le costó encontrar elcamino de vuelta, hasta que unbondadoso vecino natural de laciudad de León le acercó hasta elimponente alcázar. Aquella era otrade las curiosidades de la villa,nadie parecía haber nacido allí,todos provenían de alguna parte.Cuando Santiago regresó al alcázarhabía aprendido dos cosas: laprimera era que Magerit no era elparaíso del que le habían hablado.Las tierras fronterizas siempre

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reúnen por igual a aventureros,prostitutas, soldados, estafadores ysoñadores. La segunda era queaquella villa simbolizaba el futuro,un mundo en el que todo estaba apunto de cambiar. En el que elcampesino podía convertirse enseñor, el judío en noble y elmorisco en sacerdote. Eran todos,forjadores de frontera. Hombres ymujeres capaces de llevar a laslíneas imaginarias de aquel reino,hasta el extremo más al sur de laPenínsula.

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Cuando Santiago se tumbó en lacama de su pequeño cuarto pensóen Ana, Marcos y Clara. Cuando elabad llegara a la ciudad, le pediríaun último favor, que intercedieraante el concejo para que leconcedieran unas tierras. No hacíafalta que fueran muy amplias nipróximas a la villa, simplementeque él pudiera llamar suyas.Santiago estaba dispuesto a crear supropio Jardín del Edén en aquellatierra fértil, llena de fuentes de aguay frondosos árboles que era

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Magerit.

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Segunda Parte:Pasado sin futuro

"El Rey don Alonso VI TODAS SUSconuocó gentes párrafo Ganar unMadrid, de como Lugar deimportance; Llegaron a demanda-la (...) El Concejo de Segouia MásTarde Que los demas, Por ElTiempo inuernizo servicios, y lasESTAR nieues Altas Muy (...).Traian Los de Segouia Por Su

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Gente cabezas de dos valientesCapitanes (...), don Díaz Sánchezde Quessada , y don FernánGarcía de la Torre:.. Llegaronunos amigos de Los Reales,pidieron Alojamiento El Reyindignado dellos, respondio,COMO estimándolo en POCO, SEalojassen en Madrid Entraron losde Segouia en Consejo, yacordaron de alojarse Donde elRey les ordenaua (...) otro diaComo Llegaron, Antes delamanecer escalaron la muralla, la

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Puerta ganaron (...) El enemigosintio Albega El Dano, acudió a laDefensa De Su posesión de Murosy,.. mas la Cosa Con passo TantoEsfuerzo, Que Resistiendo los delos Moros Segouia uno, abrieronla Puerta, Dando Entrada a lasVanderas amigas, Que lasplantaron una guisa deVencedores Con júbilos de alegríaen omenajes y Torres ".

Año 932, Durante El Reinado deRamiro II.

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Capítulo 14

Año del Señor, 19 abril de 1090 Aquel día se celebraba el juicio desu padre. A pesar de llevar casi unasemana en la cárcel, Serafín nohabía cedido a las presiones delconde y se había negado a vendersu huerto junto al río por un precioirrisorio. Pablo le había suplicadoa su padre que cediera, era muydifícil enfrentarse a un juez del rey,

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pero su progenitor era un hombretozudo, que prefería pudrirse en lacárcel, antes de dar su brazo atorcer.La mañana del juicio, Pablo sehabía puesto sus ropas dominicalesy había acudido a la casa delconcejo con el deseo de que todo sesolucionara cuanto antes. Elconcejo estaba reunido en pleno.Los dos alcaldes, el alguacil, elmayordomo y el fiador. El condecomo representante del rey no teníaparte del concejo; aunque era juez o

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almocadén, las cuestiones localescorrespondían a los miembros delconcejo.El juicio se abrió con una breveexposición del fiscal, un caballerode Astorga, intimo amigo del conde.

— Excelentísimo consistoriode Magerit, el caso que hoynos asiste es muy sencillo,casi es una temeridadpresentarlo ante vuesasseñorías. El acusado, SerafínMagro, vecino de la ciudad,de oficio albañil, insultó y

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vejó al conde de Astorga,Don Wilfredo Martínez,almocadén del rey en estahermosa villa. Según lasleyes del reino, el que semofa o insulta a unaautoridad real, de facto escomo si lo hiciera contra elmismo rey y la condena es lamuerte.

El público asistente se quedóestupefacto ante las palabras delfiscal, muchos habían visto losucedido y lo cierto era que Serafín

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no había ofendido en nada al conde,pero ninguno de ellos estabadispuesto a afrentar a alguien tanpoderoso.

— El conde es muybenevolente y sabe delcarácter imprudente de DonSerafín, por eso se conformacon una modestacompensación de 60.000maravedíes…

Los vecinos se revolotearon alescuchar la desorbitada cantidad.Ni vendiendo todos sus bienes,

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tierras y herramientas, Serafínpodría hacer frente al pago de lamulta.

— Espero que vuesasmercedes se hagan cargo dela gravedad del asunto yresarzan a mi defendido queen este caso es el propio reyAlfonso VI –dijo el fiscal.

Con aquella magnífica trampa, elpobre Serafín estaba condenado. Siel concejo no apoyaba al conde,sería acusado de deslealtad a sumajestad.

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El abogado defensor, Isaac Mateo,un judeoconverso, conocido por sumagnífica oratoria, lo tenía muydifícil a la hora de defender a sucliente.

— Señores miembros delconcejo, lo que aquí nosocupa no es el desacato de unvecino de esta ilustre villacontra un representante denuestro amado rey AlfonsoVI, lo que nos ocupa es laambición personal de alguienque ha convertido su oficio

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en la fuente de suenriquecimiento y quepretende atar los fuerosconcedidos por el rey a estavilla. Somos libres, amadosvecinos, por eso dejamosnuestras tierras doblegadaspor la ambición de unanobleza mezquina y llegamosa esta tierra de frontera.Somos libres, pero esaslibertades otorgadas, soloserán reales si tenemos elvalor de ponerlas en

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práctica. Si esto hubieraocurrido en cualquier otraciudad de este reino, dondelos poderes vecinales se hanpervertido y los buenosciudadanos viven sometidosa los dictados del noble deturno, el juicio ya estaríadecidido, pero si hoy secondena a Don Serafín, senos condena a todosnosotros, se cercenan laslibertades reales y semenoscaba a este concejo.

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Ese hombre, el conde deAstorga, es el culpable. Elmismo que sube nuestrosimpuestos, paraenriquecerse, el que nos pidenuestros hijos para formar unejército con el queamedrentarnos. Él deberíaestar sentado en esta silla.No lo olvidemos. Por esopido la absolución para midefendido.

Tras el discurso del abogado seprodujo un largo silencio en la sala.

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El concejo parecía dividido.Algunos eran hombres de Magerit,mozárabes que habían vividosometidos a los musulmanes y queahora no querían someterse a losnobles castellanos o leoneses, elotro era el de alguno de los amigosdel conde, al que le debían algunosfavores. Al final los dos alcaldes sepusieron en pie, la decisióndependía de ellos.

— Vecinos de Magerit, hemosescuchado las dos partes. Elrey Alfonso VI nos ha

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otorgado la autoridad paradecidir esta causa, si alguiendefiende en esta villa sunombre y honor somosnosotros. Al no presentarsetestigos ni a favor ni encontra del acusado y, dadoque la acusación es ambiguaen la forma, resolvemos: laabsolución de don SerafínMagro, vecino de esta villa ysu exención a pagarindemnización alguna alconde de Astorga.

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Todo el pueblo estalló en júbilo,mientras el conde abandonaba lasala airado y ofendido, mientrashubiera paz en aquella tierra lamáxima autoridad era el concejo,pero cuando regresara la guerra y,por los rumores que se escuchaban,no tardaría en hacerlo, él sería lamáxima autoridad y ajustaríacuentas con el concejo y con esemaldito moro disfrazado decristiano.Pablo corrió hasta su padre y le dioun gran abrazo. El abogado felicitó

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a ambos y salió de la sala con unaamplia sonrisa. La justicia habíatriunfado en aquel apartadoterritorio del reino, pero las cosaseran muy diferentes en la imperialciudad de Toledo, donde se iba adesatar una persecución a losmusulmanes contraviniendo lasdisposiciones reales del rey, tras laocupación de la ciudad.

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Capítulo 15

Año del Señor, 20 abril de 1090 El arzobispo se sentó en el trono yel resto de los vasallos se situaronen sus respectivos asientos. Lanobleza cristiana, musulmana yalgunos miembros de la comunidadjudía estaban reunidos junto alarzobispo. La reina Constanza deBorgoña, francesa como elarzobispo, había decido ausentarse

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de aquella reunión. La reina noquería que el rey se enterara de suparticipación en la conspiración. Laorden de Cluny era consciente deque una monarquía cristiana nopodía apoyarse en vasallos dedistintos credos y mucho menos dedistintas religiones.

— Estimados caballeros,prohombres de la imperial ybellísima ciudad de Toledo,el papa Urbano II y el reyAlfonso me han nombradoprimado de España, porque

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la iglesia es la columnavertebral de nuestra fecristiana. Aquí estamosreunidos en esta noche,alumbrados por la tenue luzde las lámparas de aceite, laspersonas más influyentes dela ciudad. Algunos practicanla religión de Mahoma, otrosla de Moisés y los cristianosla de Jesucristo. Mientras yosea el enviado de Dios paraesta ciudad, permitiré quecada cual practique su fe,

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pero con limitaciones. Ahorael rey de estas tierras no esun moro, el rey es uncristiano, por eso mi primermandato es la conversión dela gran mezquita en catedral.

Un murmullo recorrió toda la sala.Rodeando la mesa, los criados ymayordomos estaban armados condagas, tenían la orden de actuar enel caso de que los representantes dela ciudad se opusieranviolentamente.Santiago observó las caras de

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musulmanes y judíos, parecíanconfundidos y enfadados.

— El rey nos ha prometidoproteger nuestra religión, poreso nos rendimos. Queríamosun gobierno fuerte, losúltimos reyes de Toledohabían dividido a nuestropueblo y los fanáticosalmorávides, amenazabancon tomar el poder ypervertir nuestrascostumbres. Nosotros hemospermitido la fe de nuestros

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hermanos cristianos durantecientos de años y el reyincumple su palabra a lospocos meses –dijo uno de losmusulmanes principales.

— Serviremos antes a Yusufibn Tašufin, el profeta y líderde los almorávides que a unmentiroso –gritó unmusulmán desde el fondo dela sala.

— Cuidad vuestra lengua –lesadvirtió el arzobispo.

— Es indignante –contestó

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otro musulmán.— No estoy pidiendo vuestra

opinión o aprobación,simplemente os advierto dela nueva situación, los que noestén de acuerdo, debenabandonar el reino dejandotodas sus pertenencias –dijoel arzobispo.

— ¿Sabe esto el rey? –gritóotro de los musulmanes.

La mayoría de los comensales sepusieron en pie y abandonaron elsalón indignados. En unos minutos

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el arzobispo estaba solo en mitadde la sala. Ni los cristianosmozárabes aprobaban sus cambios.El arzobispo terminó de cenar contotal tranquilidad y después se pusoen pie.

— Santiago, llévame a ver a lareina –dijo el arzobispo.

— Excelencia, lamento que lascosas no hayan salido comolas teníais prevista –dijoSantiago.

— No os preocupéis,precisamente han salido tal y

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como esperábamos. Es másfácil someter a un pueblo quese rebela, que a un puebloque se pliega a regañadientesa tu voluntad. Ahorapodremos demostrar nuestrafuerza –dijo el arzobispo.

La cámara de la reina tenía lapuerta cerrada, pero cuandoSantiago anunció que el arzobispoquería verla, las criadas lesabrieron y acomodaron en unahermosa terraza que daba al jardíninterior. La reina Constanza

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apareció a los pocos minutosvestida con sus mejores galas.

— Excelencia –dijo la reina alver al arzobispo.

— Majestad –respondió elarzobispo.

El resto de la conversación fue enfrancés, aunque Santiagocomenzaba a entender algunostérminos, se le escapó buena partedel diálogo.

— ¿Cómo fue la cena? –preguntó la reina.

— Tal y como esperábamos.

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Imagino que SisnandoDavides ya estará informado,mañana pedirá reunirseconmigo e intentará poner desu lado al rey. Ese es elpunto que vos debéisintervenir –dijo el arzobispo.

— No os preocupéis, Alfonsosabe que únicamente tendrála autorización del papa sihace lo que le pedimos. Estáacusado de mantener unarelación incestuosa con suhermana Urraca y de haber

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ordenado envenenar a suhermano Sancho, tiene queganarse el perdón papal –dijo la reina.

El arzobispo sonrió. Sabía que loshombres poderosos eran másdébiles, cuanta más potestadlograban concentrar.

— Que el pecado sea el mediopara la salvación, siempre hasido una ironía. ¿No creéis?–preguntó el arzobispo conuna sonrisa.

— Sin duda, Excelencia. A

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veces el mal es el caminomás recto hacia el bien –contestó cínicamente la reina.

Tomaron algo más de vino y unospocos dátiles mientras les envolvíaaquel hermoso jardín morisco. Elsonido delicado del agua,susurrando en la fuente de piedra,mientras que varios exóticospájaros cantaban a su alrededor, leshizo sentirse en los mismos límitesdel paraíso, sin saber que detrás dela pared del Jardín del Edén,siempre se esconde el más terrible

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Hades.___________________

Sisnando Davides maldijo en árabe,pero enseguida pasó a su idiomanatal, el portugués. Los secretariosintentaron apaciguarle, un esfuerzoinútil, ya que el arzobispo no lehabía invitado a la cena y habíatomado una decisión que era de sucompetencia.

— ¿Qué se ha creído esemaldito franco? En este reinono manda el papa ni laambiciosa orden de Cluny,

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este territorio es del reyAlfonso –bramó elgobernador de Toledo.

— El arzobispo dejó bienclaro que el rey le apoyabaen todo –dijo uno de lossecretarios.

— Está mintiendo, el rey nome ha informado sobre laconsagración de la mezquitaprincipal como templocristiano. Ese franco nocomprende que si lesquitamos su religión a los

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musulmanes de Toledo, lasdemás taifas se pondrán encontra nuestra y losalmorávides cruzarán el mary se aliarán a esos reyezuelosque están a punto desucumbir. La fruta maduraestá lista pare recogerse,pero si nos precipitamospuede que no volvamos atener una oportunidad comoesta en siglos –dijo elgobernador.

— Tenéis que informar al rey

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de todo esto –dijo otro de lossecretarios.

— El rey está de camino aToledo, pasará un par denoches en el alcázar deMagerit antes de llegar aquí.Ya sabéis su afición por lacaza y cerca de la villa hayunas increíbles piezas decaza. Mandaremos unmensajero y le informaremosde lo ocurrido. Me temo quela reina y el arzobispo,tengan en mente, el actuar

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antes de que llegue el rey –dijo el gobernador.

— Enviaremos un mensajeroesta misma noche –dijo elsecretario.

Desde una ventana, uno de losespías del arzobispo observaba laescena. En cuanto el gobernadorterminó la reunión, el espía informóa su amo de las intenciones deSisnando Davides de enviar unmensajero al rey.El arzobispo ordenó que llamaran aSantiago a su presencia.

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— Estimado Santiago, elgobernador enviará unmensajero para informar alrey de nuestras intenciones.Tienes que impedirlo.Después reúnete con el abad,que está viajando con el reyhacia Magerit, debes pedirleque demore el regreso de sumajestad a Toledo lo máximoposible. ¿Has comprendido?–preguntó el arzobispo.

— Sí, Excelencia –contestóSantiago.

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— Por mi parte, con esteúltimo trabajo quedas exentode tus obligaciones. Entregaesta misiva al gobernador dela ciudad de Magerit, en ellapido al concejo que teconceda las tierras quemereces por tu servicio alreino –dijo el arzobispo,entregándole la carta.

— Gracias, Excelencia.Aquella misma noche el mensajerodel gobernador de Toledo ySantiago partieron para la villa de

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Magerit. El camino era largo ypeligroso y el arzobispo sabía quenadie se extrañaría que uno de losmensajeros hubiera sido asaltado yasesinado.El joven siguió al mensajero hastalas afueras de la ciudad y despuésse mantuvo caminando detrás de éla una cierta distancia. Antes de quellegara la aurora, Santiago seaproximó al mensajero y se puso asu paso.

— ¿A dónde os dirigís? –preguntó Santiago, como si

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se tratara de un viajero queprefería caminar encompañía algún tramo delcamino.

— A Magerit –contestó elmensajero escuetamente.

— Yo también. Si no osimporta, podemos hacerjuntos el camino. Haydemasiados peligros en elcamino –comentó Santiago.

Cuando los dos viajeros pararonpara que sus cabalgadurasabrevaran en un riachuelo cercano,

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Santiago sacó algo de queso decabra y un poco de pan.

— ¿Queréis comer?— Sois muy gentil, caballero –

dijo el mensajero. Despuéstomó algo de pan y queso.

— Tengo que estirar laspiernas –dijo Santiagoponiéndose en pie. Caminóunos pasos y observó porunos segundos si había algúncaminante cerca.

Por la mente de Santiago circularontodo tipo de pensamientos en

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aquellos segundos angustiosos.Nunca había matado a un hombre.Él era un sencillo campesino, unhombre humilde dedicado aalimentar a su familia. Pensó en noterminar con la vida del mensajero,simplemente robarle la carta yadvertirle que si no desaparecía, lebuscaría hasta darle muerte, perolas órdenes eran claras. Hacersecon la carta y matar al mensajero.El arzobispo le había prometidotierras y un futuro para su familia.¿Qué importaba la vida de un

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desconocido, que además eraenemigo del hombre que le habíasalvado la existencia?Santiago sacó su cuchillo y seinclinó sobre el mensajero. Esteseguía comiendo plácidamente,ignorante de lo que estaba a puntode suceder.

— Está exquisito el queso –comentó el mensajerodándose la vuelta. Al ver encuchillo en la mano deextraño, se tiró al suelo ydesenvaino la espada.

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— Rendiros –gritó Santiago.— A ver si sois tan valiente

atacando de frente a vuestrosenemigos –dijo el mensajero.

Santiago tuvo temor. Aquel era unsoldado con experiencia y blandíauna espada, él era un campesinocon un simple puñal. Tomó su capay la envolvió en el brazo izquierdo.Nunca se había enfrentado a otrohombre, pero sí a osos y lobos.

— Luchad cobarde –dijo elmensajero, pero Santiagoesperó a que atacara su

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contrincante.El mensajero se abalanzó sobre él ylogró alcanzarle en el brazo, pero latela protegió en parte el enviste.Santiago aprovechó el costadodescubierto de su enemigo, parahincarle el puñal hasta laempuñadura.

— ¡Morid! –gritó mientrasremovía el puñal dentro delcuerpo de su enemigo.

El mensajero le miró con los ojosdesorbitados, soltó la espada y sellevó las manos al costado. Una

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sangre espesa y roja manaba enabundancia de su jubón. CuandoSantiago extrajo el puñal, el hombrecayó al suelo muerto.Mientras registraba al mensajero,su conciencia no dejaba deacusarle. Él se excusaba,diciéndose a si mismo que cumplíalas órdenes del arzobispo, queaquella muerte era para bien de lacristiandad, pero sentía como si lassienes fueran a estallarle. Se puso aun lado del cadáver y comenzó avomitar. Después cayó de rodillas y

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comenzó a llorar como un niño,suplicando perdón a Dios por elcrimen que acababa de cometer.Pero la culpa no se disipa con elarrepentimiento, sino con larestitución del mal causado.Santiago pagaría su pecado concreces, con la hiel que mana delalma putrefacta de los poderosos.

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Capítulo 16

Año del Señor, 22 abril de 1090 Nunca antes un rey había entradopor las puertas de Magerit. Cientosde vecinos habían salido a lascalles para recibirlo o se habíansubido a balcones y murallas, parapoder verle mejor. El rey Alfonso,que era reconocido además como elbravo, entró en la ciudad vestidocon sus armas. Su figura era

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imponente a pesar de su edad.Había vivido exiliado muchos añosen Toledo entre moros, por lapersecución de su hermano Sancho,pero al final había superado todaslas pruebas de su vida y había sidoel primer monarca en unificar a losreinos de Castilla, Galicia y León,tras la muerte de su padre. Despuésde su victoria en Toledo y suprotección a los reinos taifas deValencia y Zaragoza, Alfonso habíasido investido por el papa comoemperador y se había convertido en

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el rey más poderoso de laPenínsula. Únicamente un hombrese atrevía a enfrentarse a él ycuestionarle, Rodrigo Díaz deVivar, al que todos conocían con elsobrenombre del Cid. El Cid habíaobligado al rey a jurar que no teníanada que ver con la muerte de suhermano Sancho, lo que habíaenfurecido al monarca hasta elpunto de mandarle al exilio. Ahora,ambos hombres se habíanreconciliado y el Cid era el vasallomás leal del rey.

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El abad saludó a la multitud desdesu carroza descubierta. El rey leprecedía a caballo, quería que susvasallos siguieran viéndole como elguerrero fiero e invencible que era,a pesar de sus cuarenta y tres años.Alfonso era un hombre ambicioso,lujurioso y cruel. No había dudadoen traicionar a su familia, mantenerrelaciones incestuosas con suhermana, asesinar a su hermano ocompartir su vida con unaconcubina musulmana llamadaZaida. El pueblo conocía todos los

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pecados de su rey, pero un monarcano tenía que dar cuentas a nadie,únicamente ante Dios.Cuando la comitiva llegó al alcázar,el conde les esperaba a los pies dela escalinata del castillo. En pocassemanas había recibido a los doshombres más poderosos del reino.Sin dunda aquello suponía un girode suerte inesperada en su carrera.Cuando la comitiva entró por lapuerta, el conde observó a lasautoridades y a la guarniciónformada frente a él. Hacia unos días

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su poder se había puesto enentredicho por el concejo de laciudad, pero ahora el mismo reydefendería su causa. Estaba ansiosopor cenar junto a Alfonso y contarlede viva voz el ultraje que a suautoridad se había hecho en la villade Magerit.Dos pajes ayudaron a descabalgaral rey, mientras que el abad bajabade su carroza. Ambos hombrescaminaron hasta llegar a la altura delas autoridades. El concejo enpleno se inclinó ante ambos y el

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conde dio la bienvenida al reyAlfonso.

— Majestad, es un honor paraesta humilde villa de Mageritrecibiros. Gracias a su granbondad y la protección deDios, esta villa ha pasado demanos infieles a lacristiandad, permitidme queos entreguemos variospresentes –dijo el conde.

Tras dar los regalos al rey, este segiró y mirando al pueblo que sereunía en tropel en el patio les dijo:

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— Amados vasallos deMagerit, he llegado hastavuestra villa con el deseo dehonrarla con mi presencia,pero sobre todo defelicitaros por lareconstrucción de esta villaque se convertirá en elejemplo para otros. Loscolonos que vienen de todaslas partes de mis reinos paracolaborar en la reconquistade los territorios robados porlos moros a nuestros

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antepasados los godos,recibirán sus tierras ycrearemos un reino dejusticia y de paz.

Un grupo de lacayos arrojó variasbolsas de monedas al público y lagente se lanzó al suelo para almenos conseguir una de ellas. Entrela multitud estaban Serafín y su hijoPablo, que observaban a susconciudadanos peleándose comoperros por un hueso podrido. Lamirada de Serafín se cruzó con ladel conde. El albañil había

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procurado no encontrarse con suenemigo. De hecho, ni él ni su hijohabían aparecido en el alcázar yhabían contratado a un oficial paraque terminara el trabajo encargadopor el concejo. El conde le miródirectamente a los ojos, su odiopodía palparse en el ambiente. Uncorazón carcomido por la rabia y lavenganza nunca saciada del malajeno; el conde de Astorga nocejaría en su empeño hasta ver laruina de Serafín y toda su familia.Entre los carruajes se encontraban

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Ana y sus hijos. La mujer habíaacompañado al abad y por fin habíallegado a Magerit. Aquella villa sehabía convertido en la obsesión desu esposo y la principal causa de sudesgracia. A pesar del rencor queguardaba hacia Santiago, Ana leechaba de menos. Su sonrisa, laspalabras amables que siempre ledirigía. Había sido un excelenteesposo, pero ahora no podía evitarque su corazón hubiera apagado elamor que sentía por él. Marcosintentó ir a por algunas monedas,

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pero su madre le detuvo. Aún eranorgullosos campesinos, que habíandejado todo para comenzar unanueva vida, no simples mendigos enbusca de limosna.El conde se giró unos momentos ycontempló a la joven que agarrabala mano de dos niños. La habíaobservado con detenimiento,cuando se había colocado a un lado.Era una mujer extremadamentebella, una joya más para pulir, unacampesina que sin duda sabríadarle muchas noches de placer. El

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conde se acercó a uno de lossoldados de su guardia y le pidióque vigilara a la mujer, queríasaber todo sobre ella antes de quellegara la noche.El rey y su séquito entraron en elalcázar. El conde le enseñó lasobras de ampliación del viejoalcázar musulmán.

— Será un buen castillo –comentó el rey mientrasrecorrían las nuevas salas yel refuerzo de la muralla.

— Espero que sea una de las

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residencias reales mejoresdel reino –dijo el conde.

— Os aseguro que vendrémucho por esta villa, apreciola caza de estos valles yhermosos bosques –dijo elrey.

— Mañana podremos darbuena cuenta de ello –dijo elabad.

— Sin duda –dijo el rey ydespués comenzó a reírse enalto. Todo el séquito leimitó.

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— Si deseáis descansar hastala cena, vuestrashabitaciones están dispuestas–dijo el conde.

— Sí, necesito dormir unpoco, el camino ha sido muylargo y mañana será unajornada cansada.

Cuando el rey se retiró a susaposentos, el abad aprovechó paracharlar con el conde. Los monjes deCluny intentaban poner de su parteal mayor número de nobles yreligiosos. Algunos desconfiaban

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de la orden por su origen franco.Desde hacía años, los francoshabían intentado dominar elcomercio de los reinos peninsularesy muchos veían en ellos acompetidores comerciales, más quea siervos de la iglesia.

— Estimado conde, mecomplace estar en vuestraciudad. Pasé el invierno enun monasterio cercanopreparando este viaje real,pero os aseguro que osvisitará con asiduidad.

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— Será un honor –dijo elconde.

Los criados les sirvieron una copade vino y los dos hombrescontemplaron la sala derecepciones, mientras sofocaban unpoco su sed.

— Estamos creando un mundonuevo. Las viejas reglas yano sirven, únicamente loshombres ambiciosos y pocoescrupulosos, conseguiránsobrevivir –dijo el Abad.

— Yo únicamente sirvo a Dios

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y al rey –contestó el conde.— Todos nos sometemos ante

un señor más poderoso –dijoel abad.

El conde le miró extrañado, nosabía donde quería llegar elreligioso con aquella conversación.

— No entiendo a lo que osreferís.

El abad dejó sobre la mesa unaabultada bolsa de dinero. El condela miró con avidez, pero no hizoningún amago de cogerla.

— Podemos servir al rey y al

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mismo tiempo salirbeneficiados, ¿no creéis? –preguntó el abad.

— Naturalmente, el reysiempre premia a sussúbditos leales –dijo elconde.

— Tomad pues este presente,como recompensa a vuestrobuen servicio al rey. Muypronto seréis duque omarqués y vivir noblementeen los tiempos que corren esmuy caro.

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El conde tomó la pesada bolsa y laabrió. Las monedas de oro brillaronante sus ojos. Aquello era unaverdadera fortuna.

— Cuanto honor depositáis enmis manos –dijo el conde.

— Honor y reconocimiento avuestra labor, únicamente ospido una pequeña cosa –dijoel abad.

— Pedidme lo que queráis, siestá en mi mano lo haré condiligencia, si no lo está,buscaré como conseguirlo

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para vos.El abad se aproximó al conde y enun tono bajo le dijo:

— Cuando os necesite podrécontar con vuestra fidelidad,pero si osáis burlar el pactoque hoy hemos contraído, osjuro por Dios y todos losdiablos del infierno, que darécon vos y nadie podrá salvarvuestro cuerpo en esta vidani vuestra alma en lavenidera.

Las palabras del abad espantaron al

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conde a pesar de no ser un hombrefácilmente impresionable. Por eltono y la expresión, supo sin duda,que aquel hombre cumpliría supalabra o la haría cumplir.

___________________La cena fue la más suntuosa que sehabía celebrado nunca dentro de losmuros de aquel antiguo alcázarmusulmán. Las mesas se habíandispuesto en forma de unagigantesca “u”. El rey presidía lamesa central, a un lado tenía alconde, que aquella noche vestía de

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terciopelo negro, con bordados deoro; al otro, el abad, con la mejorde sus túnicas sagradas. El resto decomensales formaban parte de lanobleza local, el concejo y algunosmiembros destacados del comerciode la ciudad. Ana había acudido ala fiesta por petición expresa delconde al abad y vestía un fabulosotraje, que el conde le había enviadoa su habitación.Ana se había pensado mucho elasistir a la fiesta. Lo primero, porser una mujer casada, que no

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deseaba ser vista sin su esposopresente, lo segundo porque no eracorrecto que otro hombre teregalara un traje para que lolucieras en su castillo, pero lainsistencia del abad, al que debíantanto, le había decidido aparticipar.Marcos y Clara se habían escapadode las habitaciones del servicio,donde les había dejado Ana y desdeun lugar apartado observabanaquella cena de gala.Cuando Ana entró en el salón todo

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el mundo ya estaba sentado. Susdudas le habían hecho llegar tarde ala cita, pero cuando entró, todos sequedaron atónitos por su belleza.Ana pasó detrás de las mesas, perotodo el mundo se giró para admirarsu fino vestido de color azul. Supelo rubio caía en una gran trenzahasta la mitad de la espalda, surostro, ligeramente maquillado,brillaba bajo la luz de las velas.El conde había guardado un lugar asu lado. Él era viudo y llevaba añosdisfrutando de su libertad, sin

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decidirse a casarse de nuevo, peroanhelaba tener un heredero varón.Cuando Ana llegó al lado delconde, hasta el mismo rey alabó subelleza.

— Es un placer que los frutosde mi reino den mujeres tanbellas –dijo el reycomiéndose a la mujer conlos ojos.

El amplio escote de Ana y laespalda totalmente descubierta,mostraban partes de su cuerpo quenunca había expuesto ante ningún

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hombre, a excepción de su esposo.Ana se sentó junto al conde y éste lasaludó con una leve inclinación decabeza.

— Os agradezco que hayáisaceptado la invitación. Soisla mujer más bella de la villay con vuestra hermosurailumináis todo este salón.

— Gracias –dijo Anaruborizándose.

La cena continuó y el conde apenasle dirigió la palabra a Ana en todala comida, más ocupado charlando

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con el rey, que intentandoconquistar su corazón.Marcos y Clara se acercaron aalgunas mesas y lograron robaralgunos de los manjares que habíaen estas sin ser descubiertos. Después se retiraron a un rincónpara devorarlos rápidamente.

— Es una gran fiesta –dijoClara.

— Nunca había asistido aninguna igual –comentóMarcos.

Tras la comida, comenzó el baile.

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Las parejas danzaban al son de lamúsica, mientras el rey y el abadseguían charlando. El conde sedisculpó ante ellos y se ofreciendosu brazo a Ana la sacó a bailar.

— No sé si debería, soy unamujer casada.

— ¿Debe pedir permiso el sola la noche, para iluminar eldía? –preguntó el conde.

El abad hizo un gesto a la mujer,para que complaciera al noble yésta accedió.Mientras bailaban, el vestido

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empezó a moverse, como si aquellamujer aleteara entre los vecinosmás importantes de la villa. Todosla miraban, muchos la codiciaban,pero el conde era el único quedisfrutó de ella, hasta que elagotamiento de los comensales hizoque la fiesta terminara a altas horasde la madrugada.Cuando Ana regresó a su habitaciónse sentía confundida. Por un lado, lehalagaba que un noble la cortejase,nunca se había sentido tan especial,pero por otro lado, su conciencia le

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decía que estaba traicionando susvotos matrimoniales. Aquella nochese acostó con el alma dividida,pero reconociendo que era laprimera vez que había disfrutado,desde aquel fatídico día en el quese cruzó en el camino aquellosmalditos canallas, que ladeshonraron. Intentó recordaralgunas escenas de la fiestamientras se desvestía en su cámara,grabar en su mente la única fiesta entoda su vida, en la que ella habíasido una de las mujeres más

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deseadas.Mientras ella seguía imaginando yrecordando la fiesta, Santiagoacababa de llegar a las puertas dela villa. En su bolsillo llevaba lacarta que había robado a un muerto,pero en su corazón, el vacío másprofundo se había adueñado de sualma.

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Capítulo 17

Año del Señor, 23 abril de 1090 Santiago llegó frente a las puertasde la ciudad cuando la fiesta delalcázar había terminado. La guardiale dejó pasar tras informarles quellevaba una carta del arzobispo deToledo para el abad Benito.Caminó con dos soldados por lascalles de Magerit y le chocó que aaquellas horas de la madrugada

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hubiese tanta gente despierta.Cuando entraron en el patio dearmas del alcázar, uno de loscriados del abad sustituyó a suescolta.El abad estaba sentado junto a lachimenea. A pesar de la llegada dela primavera el tiempo estabarevuelto y los viejos huesos delabad se resentían. Cuando Santiagoentró en el salón, el hombre le hizoun gesto para que se acercase.

— Veo que has cumplido bientu misión. Todos tenemos un

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propósito en la vida, siemprete he dicho que en el difíciltablero de la existencia, tantolos peones como los alfilesson necesarios para ganar lapartida.

— Excelencia –dijo Santiagoentregándole la carta quehabía robado.

— Buen trabajo –comentó elabad mientras abría la carta ycomenzaba a leerla conavidez.

— También el arzobispo me

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dio está para que se laentregase a vos, es sobre lastierras que me prometió –dijo Santiago entregando lamisiva de puño y letra delarzobispo.

El abad abrió la segunda carta yleyó lentamente. Puso un gesto deconsternación, pero intentódisimular su disgusto. Despuéscerró la carta calentando de nuevoel lacre y utilizando su propio sello.

— Debéis entregad esta cartaal conde, él es el encargado

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de dar las tierras a loscolonos –dijo el abad.

— Muchas gracias, excelencia–contestó Santiago.

— Es la justa paga que merecetodo el que sirve a la Iglesia–dijo el abad.

— ¿Dónde están mi mujer ymis hijos? –preguntóSantiago.

— Tu familia vino conmigo,como te prometí, pero no lesmolestes ahora, estándurmiendo. Será mejor que

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los veas mañana por lamañana. Lleva la carta alconde ahora mismo, todavíaestá despierto, hace apenasun instante que se ha ido deeste salón –dijo el abad.

— Puede que sea demasiadotarde –comentó Santiago.

— Decidle que vais de miparte –comentó el abad.

Santiago se apresuró en encontrar alconde, los buscó por los pasilloshasta dar con él muy cerca de sushabitaciones. El conde le miró con

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desagrado, entonces él extendió elbrazo con la carta y se la entregó alnoble.

— El abad me ha pedido queos dé la carta –dijo Santiagocon voz temblorosa.

El conde no sabía leer, por lo quetomó la carta y sin decir palabra semetió en sus aposentos.Santiago se sintió un pocodecepcionado. Podía haberdormido dentro del alcázar, peroprefirió buscar una bodega, paracalmar algo su sed y su conciencia.

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No tardó mucho en ver una, la villaestaba repleta de ellas. Cuandoentró le sorprendió ver a tantosvecinos bebiendo a esas horas. Sesentó en una mesa solitaria ycomenzó a tomar vino, hasta quetras dos o tres jarras, el efecto delalcohol comenzó a relajarle.Un hombre cercano a su mesa lemiró de arriaba a abajo y despuésle dijo:

— ¿Tenéis trabajo?— Sí, bueno, mañana lo tendré

–contestó Santiago.

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— ¿Mañana? Ya queda pocopara que amanezca –dijo elhombre.

— Pues hoy lo tendré –dijoSantiago.

— Una pena, necesito hombresfuertes. Mañana tenemos quecolocar una puerta nueva enla muralla y me faltan brazos–dijo el hombre.

— ¿Cuánto pagáis? –preguntóSantiago que nunca perdíauna oportunidad de ganaralgo de dinero. Si aquella

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mañana le daban unas tierras,aun así necesitaría comprarsemillas para plantar,alquilar una casa y vivirhasta que llegara la próximacosecha.

— Diez maravedíes por unamañana de trabajo –dijo elhombre.

— Contad conmigo, minombre es Santiago Buendía–dijo presentándose alhombre.

— Serafín Magro, dentro de

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dos horas os espero en lapuerta de la Almudena –dijoel hombre, después selevantó y se marcho de labodega. Aun debía buscarmás hombres antes de queamaneciera.

Esta ciudad me da suerte pensóSantiago mientras bebía el últimotrago. Después se dirigió al alcázary durmió en un pajar un par dehoras antes de ir a ayudar con lapuerta de la muralla.Cuando se levantó del pajar fue un

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par de horas más tarde, la cabeza ledaba vueltas. Se lavó la cara en unafuente cercana y se dirigió hacia lapuerta de la Almudena. Cuandollegó, una docena de hombres yaesperaban a que trajeran la puerta.Unos minutos más tarde, uncarromato cargaba el gran portalónque sobresalía a ambos lados de lostableros laterales. Frente a losbueyes estaba el hombre que lehabía contratado aquella madrugaday otro hombre joven.

— Ayudadme a bajar la puerta

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–dijo Serafín.Los ocho hombres apoyaron elportalón en la muralla. Serafíncolocó las bisagras y revisó elhueco de la puerta antes de colocarla nueva.

— Necesito tres hombres encada lado –dijo Serafín.

Tras unas horas de duro trabajo, lapuerta estaba colocada y Serafínestaba pagando a sus peones.Cuando llegó el turno de Santiago,el hombre le dio un poco más que alos demás.

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— ¿Por qué me dais más queal resto?

— Me gustó el trabajo quehiciste, espero darte más muypronto. ¿Dónde vives?

— Lo cierto es que no tengocasa en la villa, hoy mismome darán un campo pararoturar, tengo que ir alalcázar para hablar con elsecretario del conde –dijoSantiago.

Serafín le entregó el sueldo y ledijo:

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— Mi casa es la tercera juntoa la Puerta de la Vega, cercade la plaza de Santa María.Pásate por allí en cuento tehayas acomodado yhablaremos de trabajo,necesitarás dinero hasta queesa tierra dé su fruto, ademásme temo que el conde no tedará una parcela muy grande,él siempre se queda con unaparte de la tierra.

— Eso es injusto –dijoSantiago.

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— La tierra de frontera es taninjusta como de la queprocedes, cuanto antesentiendas eso, será mejorpara ti –dijo Serafín.

Santiago dejó a los albañiles y con una mezcla de sensaciones sedirigió al alcázar. Por un ladoestaba muy contento, en unas horassería propietario de su propiatierra. Por el otro, sabía que elcomienzo no iba ser sencillo.Aceleró el paso, estaba deseoso dever a Ana y los niños.

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Cuando llegó al alcázar se dirigiódirectamente al despacho delconde. El secretario estaba sentadofrente a una gran mesa de madera.Cuando Santiago se quedó paradofrente a él, éste levantó la vista y lepreguntó con desgana:

— ¿En qué puedo serviros?— Ayer entregué una carta al

señor conde en la que elarzobispo de Toledo le hacíauna petición a favor mío –dijo Santiago.

— Debéis tener muy buenos

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contactos, para que elhombre más importante de laiglesia os recomiende –dijocon desdén el secretario.

— Bueno, no puedo quejarme.Soy un forastero, pero Diosme ha encaminado en estosúltimos meses –dijoSantiago.

— El mismo conde deseaveros en persona. Podéispasar a su despacho –dijo elsecretario señalando lapuerta que tenía a su espalda.

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Santiago llamó antes de entrar ydespués abrió la puerta. Eldespacho era amplio, tenia variosmuebles en los que el condeguardaba las escrituras de tierras ytodos los papeles reales.

— Pasad, ya he leído la carta.El señor arzobispo osrecomienda en persona, no séque servicio habéis hechopor él, pero su generosidaden los tiempos que corren esmuy grande –dijo el conde.

— Gracias, Señor conde –dijo

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Santiago.— Os he concedido una tierra

muy buena, cercana al río y ala villa. Os aseguro quemuchos matarían por ella.Además os alquilaré una demis casas, pero con unacondición –dijo el conde.

— ¿Qué condición? –preguntóSantiago.

El conde se mesó la barba y se pusoen pie, después en un acto deamabilidad extraño en él, le colocóla mano en el hombro y le dijo:

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— Estoy escaso de doncellasen mi casa. Dentro de pocoquiero casarme, un hombrede mi estado tiene que tenerdescendencia, pero no puedopresentar mi hogar a lospadres de ninguna gentildoncella sin una buena amaque cuide los detalles. Ayerconocí a vuestra esposa Ana,me pareció una mujer limpia,responsable y cuidadosa. Mepreguntaba, si le permitiríaisque fuera mi ama, yo le

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pagaría un buen sueldo y micasa está pegada a la que osquiero alquilar –dijo elconde.

Santiago se quedó pensativo. Unhombre viudo, una mujer casada.No sabía lo que las malas lenguaspodían decir. Él confiaba en Ana ysabía que nunca le traicionaría,pero no conocía al conde. A pesarde todo, su generosa oferta letentaba, era una forma muy cómodade comenzar en una nueva vida.

— Confío en vos, Señor

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conde. Mi esposa es unamujer virtuosa que puedeayudaros a ordenar vuestracasa, hasta que encontréisesposa. La única condiciónque puedo poner comoesposo es que esté siempreen mi hogar antes de que seponga el sol.

— Muy gentil por su parte,muchas veces duermo en elalcázar, pero como mi puestoes momentáneo, mi casapersonal está muy cerca de

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aquí. Mi secretario osentregará la llave de vuestronuevo hogar y mañana osacompañará a sus nuevastierras. Este es el documentode propiedad y tiene quefirmar al pie. Si os parecebien, vuestra esposa puedeempezar mañana. Meimagino que tendrá muchosdeseos de contarle todo ypasar el día en familia –dijoel conde sonriendo.

— Gracias, Señor conde.

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Cuando Santiago salió del despachose sentía eufórico. Era un hombrelibre, poseía sus propias tierras,tenía una casa en la villa, su esposaganaría un buen sueldo y en unosaños comprarían más tierras y seconvertirían en unos miembrosrespetados de la villa.Buscó a Ana por todo el alcázar, alfinal la vio junto a la almena. Losniños remoloneaban a su alrededor,pero ella tenía la mirada fija en elhorizonte. Santiago llevaba en lamano la llave y el documento de

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propiedad. Al verla, agitó la manoy corrió a su encuentro. En cuantoMarcos y Clara le vieron, corrierontambién hacia él. Santiago se pusode rodillas y abrazó a los niños.Ana se acercó lentamente, Santiagola miró a los ojos. Después se pusoen pie y se abrazaron. No hizo faltaque se cruzaran palabra alguna. Supesadilla había terminado, ahoravivirían en paz, en aquelmaravilloso sitio que les habíarecibido con los brazos abiertos.

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Capítulo 18

Año del Señor, 24 de abril de 1090 La jauría recorrió los frondososbosques mientras los caballos lesseguían de cerca. Habían visto unjabalí que al escuchar los ladridoscorría temeroso cerca de la partealta del río. A aquella horatemprana los animales salvajes seacercaban para abrevar, antes decomenzar su jornada. El rey apuntó

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la ballesta y disparó al animal, erróel tiro, pero no cejó en el empeñode abatir a su presa. El condedisparó su arma y el animal gruño yse retorció de dolor, pero continuósu carrera frenética hacia lo másespeso del bosque.El criado le pasó al rey una ballestacargada y el rey volvió a disparar,esta vez acertando al animal enplena cabeza. El animal dio ungruñido antes de caer muerto juntoal sendero. Todos descabalgaron yse acercaron al gran ejemplar.

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— Lo habéis cazado –dijo elabad. Que había acompañadoal rey a regañadientes.

— Sois un gran cazador –dijoel adulador del conde.

El rey sonrió y con un gesto de lamano pidió a uno de los criados quele acercara una copa de vino. Elgrupo se sentó en unas rocas ysaboreó algo de la comida quehabían llevado para media mañana.

— Quiero dar un paseo –dijoel rey.

— Disculpadme majestad,

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pero estoy agotado. Ya notengo edad para salir decaza. Les esperaré aquí –dijoel abad.

El rey y el conde comenzaron acaminar junto al río. La niebla deprimera hora se había disipado y enese momento hacía una mañanaincreíble.

— Que bello es este lugar, nohe visto otro tan hermoso entodo mi reino –comentó elrey.

— Ciertamente Dios concedió

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dones excepcionales a lavilla de Magerit –comentó elconde.

— Los moros andan revueltos,por eso no quierosoliviantarlos mucho.Podríamos perder todo esto,por ser tan impacientes –comentó el rey.

— Comprendo lo que decís,pero los cristianos sedesesperan al ver como losjudíos y los moros vivenmejor que ellos –comentó el

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conde.— Los moros son como

nosotros, he vivido muchotiempo junto a ellos, lo únicoque nos diferencia es lareligión –dijo el rey con elceño fruncido.

— Pero esa es una diferenciamuy importante, majestad.

El rey prefirió disfrutar del paseo yno hablar más de política. En un parde días estaría en Toledo, allí seríainevitable enfrentarse a todosaquellos problemas.

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— Majestad, quería referirosalgo que sucediórecientemente en la villa yque me tiene preocupado –dijo el conde.

— Soy todo oídos –dijo el rey.El conde le relató el enfrentamientocon Serafín, como los concejales lehabían absuelto contraviniendo suautoridad y hasta que punto esoafectaba a la autoridad real en elcondado. El rey escuchó atento sinmediar palabra. No le gustabameterse en conflictos locales, pero

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el conde era su hombre deconfianza en la zona.

— Mañana, antes de partirpara Toledo, escribiré unaresolución a este respecto.Se resarcirá vuestra causa,sobre todo con ese mozárabe.Sin duda los cristianosarabizados pueden darnosmuchos problemas, aunqueotros son fieles servidores –comentó el rey.

— Muchas gracias, majestad –dijo el conde besando la

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mano del rey.Cuando se reunieron con el restodel grupo, el rey ya habíarecuperado todas sus fuerzas.

— Todavía podemos haceruna última batida antes devolver a la villa –propuso elrey.

Todos respondieron entusiasmados,menos el abad, que resoplómientras se ponía en pie y unossoldados le ayudaban a subir a sucaballo.

___________________

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Aquella mañana Serafín habíapedido de nuevo ayuda a Santiago.Tenían que arreglar un tejado deuna casa cercana al Alcázar y suhijo Pablo estaba realizando otrotrabajo en el arrabal. Aquel díaestaban los dos solos, lo que lespermitió conocerse un poco mejormientras cambiaban las tejas rotas.

— Me decís que el conde osha alquilado una casa aprecio tan bajo y que os hapedido que vuestra esposa leayude como ama –dijo

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Serafín.— Si, una casa formidable a

un precio bajísimo –comentóSantiago.

Serafín conocía el corazónmezquino del conde y que nuncahacía nada sin buscar un beneficiopropio, pero no quería, sin pruebas,malmeter a Santiago contra él.

— Únicamente os digo quedesconfiéis. Nadie esgeneroso si no tiene unaintención oculta –comentóSerafín.

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— En ocasiones, los hombressomos demasiadodesconfiados –dijo Santiago.

— Dejadme que os diga unacosa. Las ciudades defrontera como esta, estánfundadas sobre una únicabase, la ambición. Perdonadque lo diga de esta manera,sé que vos llegasteis aquíescapando de señorescrueles, pero muchos loúnico que buscan es hacersericos lo antes posible, sin

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importarles comoconseguirlo. El conde es deese tipo de hombre –dijoSerafín.

— ¿Por qué? Él ya lo tienetodo –dijo Santiago.

— El hombre nunca se saciade las riquezas ni nunca creeque tenga suficiente, si no,los diez mandamientos noexistirían –dijo Serafín.

Cuando terminaron de arreglar eltejado, Santiago regresó a casa conel semblante preocupado. El

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hombre que le había descritoSerafín nada tenía que ver con elque él había conocido. Santiagopensó que las quejas de su nuevoamigo nacían de viejos pleitosentre vecinos, por eso intentóquitarse la conversación de lacabeza e intentar disfrutar de lacomida.Marcos y Clara ya estaban sentadosa la mesa cuando el entró en lacasa. Ana le recibió con un beso,tomó su sombrero y cuando yaestuvo sentado le sirvió la comida.

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Cuando todos estuvieron servidos,ella se sentó a la mesa.

— ¿Qué tal te trata el conde? –preguntó Santiago.

— Decentemente, muy pocasveces se dirige a mídirectamente, siemprehablamos con otra sirvientadelante. Es todo un caballero–dijo Ana.

— Me complace –contestóSantiago con la boca llena.

Ana no había sido totalmentesincera con su marido. Si bien era

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cierto, que el conde no se habíasobrepasado con ella, Ana notabasu mirada. A veces los hombresdicen más con una mirada que conmil palabras. Aquello la inquietabay halagaba a la vez.Marcos y Clara terminaron rápidode comer y se dirigieron a la partetrasera de la casa. El niño estabadeseoso de seguir trabajando en sugran obra, llevaba días tallando unapequeña figura de madera. Clara lemiraba con admiración, no sabíacomo podía sacar de un pedazo de

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madera tanta belleza.— ¿Está quedando bien? –

preguntó el niño.— Preciosa, parece una de

esas tallas de las iglesias –comentó la niña.

— Se la quiero regalar amadre, seguro que le gustarámucho. Es igual que la tallade la virgen que había en laiglesia de nuestro pueblo.Las iglesias en Mageritapenas tienen imágenes –comentó Marcos.

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Ana salió al pequeño patio conropa para tender, había ido al ríoaquella mañana, pero todavíaestaba la ropa algo húmeda.Observó a los dos niños y pensóque Marcos necesitaba un buencorte de pelo y que tenía que pediral conde que les ayudara, para quele metieran al niño a estudiar conlos monjes. La vida cada vez eramás difícil, cuanto más supiera, másoportunidades tendría de prosperar.Cuando Ana se quiso dar cuenta, yaera la hora de regresar a la casa del

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conde. Se quitó el mandil, secolocó el cabello y salió a la calle.Caminó unos minutos y llegó a lacasa del conde. Abrió con la llave ycomenzó a dar órdenes a lascriadas. Aquella vida de lujo ypoder la atraía, a veces seimaginaba convertida en condesa,pero en seguida desechaba la idea.Pensaba en los niños y en Santiago;la necesitaban y ella a ellos, perocuando la tentación anida en elcorazón humano, al final logra loque se propone, desbaratar la vida

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de su víctima.

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Capítulo 19

Año del Señor, 1 de mayo de 1090 El conde de Astorga aguantópacientemente a que el abad y el reypartieran para Toledo antes deponer en marcha su plan. Aquellamañana se levantó pronto, citó alalguacil en su despacho y le entregócinco cartas de arresto. Las dosprimeras eran para los alcaldes dela villa, habían sido acusados de

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alta traición y condenados por elmismo rey Alfonso VI. La terceraorden de arresto era para SerafínMagro, con la confiscación detodos sus bienes que pasabandirectamente a la hacienda real. Lacuarta carta estaba dirigida alabogado judío converso IsaacMateo, al que se le acusaba decriptojudaísmo y se le entregaba alos tribunales eclesiásticosoportunos. Por último, la quintacarta estaba dirigida a SantiagoBuendía, por asesinato de un

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mensajero real. Cuando el alguacilrecibió las cinco cartas, apenaspodía salir de su asombro. Todoslos condenados, a excepción delforastero, eran amigos personalessuyos y algunas de las personas másrelevantes de la villa.Cuando el alguacil salió deldespacho con su escolta, se parófrente a uno de los hombres de laguardia del alcázar y le dijo:

— Avisad a Serafín Magro,que escape de su casa y seoculte.

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El soldado corrió calle abajo y sedirigió a la casa del albañil, perono estaba allí. La criada judía leinformó que el albañil estabaaquella mañana haciendo unosarreglos en la mezquita del arrabalmozárabe, que ahora estabaocupado por los moros.El soldado salió de la villa por lapuerta de Almudena y corrió hastala mezquita. Se descalzó para entrary corrió hasta la gran sala cuadrada.Los moros le miraron con temor, noera normal ver a un soldado

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cristiano corriendo por la mezquita.— Señor Serafín –dijo el

soldado sin aliento.— ¿Qué sucede? ¿Le ha

pasado algo a mí hijo? –preguntó Serafín bajando deuna escalera con el corazónen un puño.

— No, Don Serafín. Me haenviado el alguacil, tienecinco cartas de detenciónesta mañana. Una es contrausted –dijo el soldado.

— ¿Quiénes son los otros

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cuatro? –preguntó Serafíntemiendo que tambiénquisieran detener a su hijo.

— Los dos alcaldes, suabogado y un tal SantiagoBuendía –dijo el soldado.

Santiago le miró desde el tejadobajo de la sala. No podía creer loque decía el soldado. ¿De quépodían acusarle a él? Serafín se diola vuelta y miró a su amigo.

— Será mejor que nosescondamos –dijo el hombre.

— Pero, mi familia…

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— No te preocupes Santiago,de ellos ya nos ocuparemos.Afortunadamente en lasúltimas semanas he vendidoalgunas propiedades, metemía que el conde no seconformara con el veredictodel concejo. Hay unimportante musulmán que nosesconderá en sus casas, elconde no se atreverá a entraraquí con sus soldados, seríauna declaración de guerracontra toda la comunidad.

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Vámonos, deja todo comoestá.

Los dos hombres salieronapresuradamente de la mezquita yse dirigieron directamente a la casade Abu al Qasim Maslama alMayriti. Abu era un íntimo amigode Serafín y uno de los eruditos másimportantes del antiguo reino deToledo. Había decidido dejar lacapital y regresar a su antigua casa,cuando la orden de Cluny habíacomenzado a amenazar la libertadde los musulmanes y judíos de la

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ciudad.Uno de los criados salió a abrir lapuerta después de escuchar lacampanilla. Serafín se anunció y alos cinco minutos, los criados leshabían pasado a una amplia y frescasala repleta de cojines y alfombras.

— Sus casas son muypeculiares –comentóSantiago.

— Son más cómodas yagradables que las nuestras –dijo Serafín.

Cuando Abu entró en la sala, abrió

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los brazos y dio un abrazo a suamigo.

— ¿Qué os trae por aquí? –preguntó el musulmán.

— Este es mi amigo Santiago.El conde nos persigueinjustamente y hoy mismo nosquería echar a la cárcel, poreso hemos querido venir averos, para pedirosprotección hasta quepodamos salir de la villa –explicó Serafín.

— Mi casa es vuestra casa,

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podéis quedaros el tiempoque necesitéis –dijo Abu alos dos hombres.

— Gracias –dijo Santiago.— Pero sentaros y tomad

alguna cosa, estaréissedientos. Está haciendomucho calor paraencontrarnos en mayo –dijoAbu.

Santiago no podía dejar de pensaren Ana. Aquel malvado conde habíahecho todo esto para deshacerse deél, pero estaba seguro de que su

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mujer no cedería al chantaje delhombre.

— Las cosas se estánponiendo muy difíciles. Loscristianos y nosotros nosestamos radicalizando.Desde Roma se llama a lacruzada, pero losalmorávides, tampocoquieren consentir a cristianosen sus territorios, muchosreyezuelos les están pidiendoayuda, pero no saben lo quehacen. Cuando manden a sus

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ejércitos destruirán por iguala cristianos y a los nuestros –dijo Abu.

— ¿Cuál es la solución? –preguntó Serafín.

— Que mozárabes, judíos ynosotros hablemos con el reyy le hagamos ver la situación.Su esposa, el arzobispo deToledo y otros miembros dela nobleza, quieren destruirel equilibrio que hemostenido durante siglos, pero alfinal los almorávides lo

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arrasarán todo –dijo Abumientras servía agua conlimón a sus amigos.

— Esperemos que gente comoel conde de Astorga paguesus culpas y nos dejen viviren paz, como lo hemos hechodurante siglos –dijo Serafín.

Santiago se incorporó para deciralgo, pero dudó en el últimoinstante.

— ¿Deseáis algo Santiago? –preguntó Abu.

— ¿Podrían enviar un mensaje

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a mi mujer comunicándoleque estoy bien?

— Sí, claro. Déme ladirección y enviaré unmensajero, aunque es mejorque no desvele su paradero –comentó Abu.

El mensajero salió una hora mástarde y entró en la muralla. Losmusulmanes tenían prohibidopermanecer dentro de la villa alponerse el sol. El mensajero llamóa la puerta y Ana le abrió, pero alverle se asustó e intento cerrar de

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nuevo.— Traigo un mensaje de su

marido Santiago, quiere quesepa que se encuentra bien,que volverá a por usted y losniños. Que no tema nada.

Ana se echó a llorar, cuando seenteró a primera hora de la mañanaque el alguacil había estado en sucasa buscando a Santiago. Se lecayó el alma a los pies. Leacusaban de asesinato, él que eraincapaz de hacer daño a nadie.Después de la noticia había decido

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volver a casa y estar con Marcos yClara, que estaban muy asustados.

— Gracias. Decidle que leesperaré –dijo Ana, con losojos llenos de lágrimas.

Marcos asomó la cabeza por unlado de la puerta y mirando al morocon sus grandes ojos verdes le dijo:

— Decid a mi padre que lequiero.

Cuando el mensajero salió de lacasa, Ana se sentó en el salón ycomenzó a llorar de nuevo. Aqueldía la ciudad estaba revuelta, varias

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familias habían corrido la mismasuerte que la suya. Aunque el peorparado era Isaac Mateo, cuyoajusticiamiento se había anunciadopara dentro de tres días.Marcos abrió la puerta con sigilo ycorrió tras el mensajero, queríasaber donde se encontraba su padre.No le costó mucho encontrar almoro. Aquella tarde muchos no sehabían atrevido a entrar en laciudad, después de las noticias quecorrían por la villa. Salió detrás deél por la puerta de la Almudena,

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aunque su madre le había prohibidoexpresamente que lo hiciese,después se había introducido en elarrabal. Allí él era el extraño, yaque apenas se veían cristianos poraquella zona de la villa. Elmensajero se había detenido en unagran casa encalada de blanco juntoa la mezquita y se había introducidoen ella.Marcos comenzó a caminar hacia su casa, pero al llegar a la muralla,uno de los guardas le detuvo.

— ¿De dónde vienes? –

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preguntó mientras le apartabaa un lado.

— De la laguna de PuertaCerrada –dijo el niño. Nuncahabía estado allí, pero habíaescuchado a otros chicoshablar de ella.

— Mientes, vienes del arrabal.¿Qué hace un niño cristianoentre moros? ¿No serás unespía?

— No, señor –dijo el niñotemeroso.

— Llevadlo al alcázar y que lo

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interroguen –dijo el soldado.Pablo se interpuso en el camino delsoldado.

— Yo conozco al niño, lellevaré con su madre. No esla primera vez que se escapa.

El soldado miró fijamente al joven.Todos le conocían, pero no queríabuscarse problemas y desobedeceruna orden.

— Toma unas monedas yolvidemos todo el asunto –dijo Pablo, entregando unapequeña bolsa al soldado.

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El joven tomó de la ropa al niño yle dijo muy serio:

— Que sea la última vez quete escapas. Cuando llegues acasa te espera una buenapaliza.

Los dos desaparecieron por lascalles de la villa, cuando Pablo sesintió a salvo, paró al niño, se pusode rodillas y le dijo:

— ¿Estás loco? Si llegan allevarte ante el conde noshubieras buscado unproblema, nadie debe saber

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donde está tu padre hasta quetodo esto se aclare. Vamospara tu casa.

Pablo acompañó al niño hasta sucasa y después le advirtió a Ana:

— Que no vuelva acercarse ala casa donde está su esposo,los espías del conde estánpor todas partes y silocalizan a mi padre o sumarido, los matarán.

— Gracias, señor Pablo –dijoAna.

Cuando el joven se hubo marchado,

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la mujer estiró de las orejas a suhijo hasta la planta de arriba y locastigo sin salir el resto del día.Entendía que quisiera saber dóndeestaba su padre, pero podía haberloestropeado todo. En los próximosdías debería ser astuta con elconde. Tal vez si le daba lo que éldeseaba, perdonaría la vida de suesposo, pensó mientras comenzabaa hacer la cena. Aunque lo que elladesconocía era que el conde yatenía sus propios planes trazadosdesde hacía tiempo.

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Capítulo 20

Año del Señor, 3 de mayo de 1090 La ciudad estaba revuelta aquellamañana. Los carpinteros habíantrabajado a destajo para terminar elpatíbulo en el que sería ahorcado elabogado Isaac Mateo, ubicándoloenfrente de Santa María, nombrecon el que habían rebautizado a laantigua mezquita de intramuros.Gente de toda la comarca se había

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acercado a la ciudad para celebrarel acontecimiento, para muchos erala oportunidad perfecta de mostrarsus productos a una gran multitud,otros se aprovechaban de losforasteros, ya fuera engañándoles orobándoles la bolsa. De una u otramanera, muchos sacaban provechode aquel cruel espectáculo, queservía para solaz y disfrute delpueblo. El hecho de que elajusticiado fuera judío, añadía másinterés al ajusticiamiento, ya quelos cristianos viejos odiaban a los

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judíos, pero en especial a los quese convertían al cristianismo, paraescapar de las persecuciones opagar menos impuestos.Aquella fatídica mañana seconcentraron tres hechos queafectaron a Ana, cambiando parasiempre su vida. El primero fue lallegada de su hermana María a laciudad, al parecer la manovengativa de Don Fermín, el nobleal que estaba sujeto Santiago y suhermana Ana, les había seguidodías después. No había logrado

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encontrarles, para desgracia deMaría. Por eso una noche, demanera furtiva, había entrado en sucasa y tras matar a su marido Pedro,la había violado delante de sussoldados. María había quedadomedio muerta y su casa arrasada,pero una vecina la había sacado deledificio en llamas y se habíaocupado de ella hasta surecuperación. María solo tenía aAna y desde el mismo día de sudesgracia había querido ir tras ella,peo el invierno se lo había

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impedido. En el mes de marzo, alenterarse que un grupo de monjasiban a un monasterio cerca deMagerit, María les había pedidoque la llevaran con ellas. A esasalturas, ya sabía que estabaembarazada y que en su senollevaba el hijo de aquel bastardo,pero no tuvo fuerzas para quitarsela vida, ni la del inocente bebé.El segundo hecho que perturbó parasiempre la vida de Ana fue que elconde le había anunciado que secasaría con ella antes de la llegada

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del otoño. Su marido había sidodado por desaparecido, era reo demuerte y al conde no le habíacostado mucho conseguir unaanulación matrimonial delarzobispo, que las cobraba a muybuen precio y no era muy pudorosoen concederlas. Por tanto, aquelmismo día Ana se enteró que ya noera esposa de Santiago Buendía.El tercer hecho que le hizo recordaraquella fecha hasta su muerte, fueun triste accidente. Ana se habíavisto obligada a ir a la ejecución a

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pesar de su desgana, el conde lehabía obligado a asistir en el palcode autoridades, ya que ahora eraoficialmente su prometida. Clara yMarcos la habían acompañado ymientras comenzaba la ceremonia,los niños habían bajado debajo delandamiaje del palco oficial.Llevaban un rato corriendo ymirando entre las rendijas de lostablones, cuando el niño escuchó unchasquido, al principio no le diomucha importancia, pero unosegundos más tarde, parte de los

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asientos cedieron por una maderapodrida, que terminó de partirsepor el exceso de peso, aplastando aClara, que murió en el acto ydejando una ligera cojera a su hijo.A pesar de las víctimas de aqueldesafortunado accidente, laejecución no se suspendió, aunquemuchos lo tomaron como un malpresagio, una especie de castigo ala ambición del conde.Ana suplicó a su futuro marido quela dejara estar con su hijo, al quehabían trasladado a la casa con una

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pierna entablillada, pero el condese había negado. Suresponsabilidad era estar junto a élen una fecha tan señalada. Por esoAna estaba con el rostro angustiado,deseando que aquel monstruosoritual se terminara, para correrhacia el lecho de su hijo y velar elcuerpo de su ahijada.Cuando María entró en la plaza yvio el alborotó, comenzó a sentirsofocos. Aquel día era caluroso,pero sobre todo la multitud laapretaba y apenas la dejaba

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respirar. Tras muchos empujones,María logró acercarse hasta la vallade madera con la que habíanrodeado el patíbulo, cuandoalzando las vista observo a unadama noble sentada en el palco deautoridades. Aquella hermosa mujerno era otra que su hermana Ana.María se quedó con la boca abierta,sorprendida de ver a su hermanapequeña en aquella condiciónprivilegiada y en tan pocos meses.Sin duda aquella ciudad era la villade las maravillas y su cuñado tenía

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razón cuando describía las riquezasque podías obtener en poco tiempo.Entre la multitud, dos hombresvestidos como moros observaban elajusticiamiento. Uno de ellos eraSantiago y el otro Serafín, queconvencido por el joven campesinohabía acudido a aquelajusticiamiento, con más temor queesperanza de ver a su hijo Pablo.Santiago buscó entra la multitud asu esposa, pero no la vio hasta elfatídico accidente de Marcos yClara. Nunca se había sentido tan

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impotente, tan cerca de ella y losniños, pero sin poder desvelar suidentidad. Cuando supo que el niñoestaba bien, respiró aliviado.Aunque le sorprendió que Ana sequedara el resto del ajusticiamientoy no se fuera a cuidar al niño ni avelar el cuerpo de Clara.Mientras la observaba a lo lejos,vestida con un elegante traje verdeescotado, se queda sorprendido desu belleza, una belleza ocultadurante mucho tiempo en losmiserables trajes que él podía

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comprarla y las telas con las queella los transformaba o los hacíanuevos. Por unos instantes creyóque lo mejor que le podía pasar asu esposa era que él desaparecierapara siempre, pero se resistía arenunciar a su vida y su familia.

— Será mejor que nosmarchemos –dijo Serafín,cuando vio como lossoldados comenzaban apasear entre la multitud.

— Un poco más, os lo suplico–dijo Santiago mientras con

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lágrimas en los ojosobservaba a Ana.

María se cruzó con Santiago,tropezando con él, sin reconocerloal principio.

— Disculpad –dijo la mujervolviéndose.

Santiago se retiró agachando lacabeza.

— Sois vos, Santiago –dijo lamujer.

Los dos hombres comenzaron aretroceder abriéndose paso a empujones. Entonces uno de los

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hombres que les rodeaba lesreconoció y comenzó a gritar:

— A mí la guardia, aquí estándos fugitivos.

El conde ofrecía una recompensa atodo el que facilitara pista o ellugar exacto en el que se escondíanlos fugitivos. Por eso la multitudcomenzó a apretarlos, pero lograronzafarse y correr por una de la calleshacia la puerta de la muralla.Cuando miraron atrás, cuatrosoldados les seguían.

— ¿Qué hacemos? –preguntó

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Santiago.— Corramos hacia el arroyo

de San Pedro, allí nospodremos esconder entre lascañas.

Atravesaron la puerta antes de quelograran detenerles y corrieron poruna callejuela hasta el terraplén. Selanzaron rodando hasta llegar a losárboles. Allí la espesura lesprotegía de los soldados. Entraronen el riachuelo y lo cruzaron,bajaron durante un rato y después seescondieron en una de las zonas

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pantanosas.Los soldados pasaron de largo,Serafín intentó recuperar el aliento,ya no estaba acostumbrado a correrde aquella manera.

— ¿Dónde vamos ahora? –preguntó Santiago.

— Es mejor que nosmarchemos a Toledo, allípasaremos másdesapercibidos. El reytodavía esta en la ciudad ypodríamos pedirle clemenciay que nos concediera la

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libertad –dijo Serafín.— No estoy seguro de que el

rey quiera hacer eso pornosotros, pero puede que elarzobispo sí lo haga. Él fueel que me mando matar almensajero…

Santiago se arrepintió de haberconfesado su crimen, hasta esemomento, Serafín había creído queel joven era tan inocente como él,pero en ese instante fue conscientede que protegía a un culpable.

— ¿Matasteis al mensajero? –

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preguntó Serafín.— No me quedó más remedio,

me lo ordenó el arzobispo.¿Cómo podía negarme? –seexcusó Santiago.

— Ni aunque te lo hubiesespedido el mismo papa, unodebe ser fiel a sus creencias–dijo Serafín.

— Los pobres no tenemoscreencias, lo único queposeemos es una vida, nopodemos permitirnos el lujode hacer siempre el bien –

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dijo Santiago muy serio.— El bien nunca es un lujo,

simplemente debemos sabersi nos compensa más el serjustos y terminar perseguidosy angustiados; la otraalternativa es obedecer a lospoderosos y hacer el trabajoque ellos se niegan a hacer.

Santiago agachó la cabeza, no sesentía orgulloso de lo que habíahecho, pero ya era tarde paraarrepentirse, nadie podía volveratrás y cambiar su pasado.

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— Será mejor que tomemos elcamino ahora mismo, antesde que los soldados lovigilen –dijo Serafín.

Los dos hombres caminaron ensilencio durante horas. En elcamino compraron algo de comiday vino, también dos espadas cortasy ropa de cristianos. Entraríancomo musulmanes en la ciudad,pero una vez allí, comprobarían lasituación de los moros y si podíanrefugiarse en el arrabal de losmusulmanes.

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Santiago se giro y miró por últimavez Magerit. Aquella ciudad lehabía ensalzado, para poco despuésdestruir su vida por completo. Sedijo a si mismo que regresaríarevestido de gloria y poder, paravengarse de sus enemigos yrecuperar a su familia.

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Capítulo 21

Año del Señor, 3 de mayo de 1090 Las noticias que llegaban de Sevillaeran preocupantes. El rey tiró elpergamino al suelo y comenzó aproferir todo tipo de juramentos,hasta que su hombre de confianza,Sisnando Davides, se le acercó y lepidió que se tranquilizase.

— Majestad, atacar ahora yatraeros a los reyes que son

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moderados –dijo SisnandoDavides.

— Todos los moros están ennuestra contra –comentó elarzobispo de Toledo.

— Sobre todo desde que vosllegasteis –dijo SisnandoDavides, frunciendo el ceño.

— ¿Cómo osáis hablar de esaforma al primado de España?–preguntó la reina, que hastaese momento no se habíainmiscuido en laconversación.

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— Callad, estoy cansado devuestras discusiones. Losalmorávides se estánacercando. Primero fueGranada, después Córdoba yahora Sevilla. Dentro de unaño estarán a las puertas deToledo y dentro de dos a lasde León. No estamoshablando razias de verano nide un monarca lunático queha decido pasar a la historia,estos almorávides sonmonjes soldado, no les

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importa morir por el Islam ymatan por igual a reyescristianos que moros –dijo elrey, mientras su puñogolpeaba en la mesa. Surostro enrojecido era lamejor muestra de su rabia.

— Por eso tenemos que llegara un acuerdo cuanto antes conlos reinos que aún no hansucumbido a su poder –dijoSisnando Davides.

— Es absurdo perder eltiempo con esos cobardes,

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serán la excusa perfecta paralos almorávides. Debemosenviar a una embajada paraque pacte directamente conellos –dijo el rey.

Todos le miraron sorprendidos.Muy pocos cristianos estaríandispuestos a llegar hasta el jefe deesos fanáticos para negociar. Paraellos no había leyes en la guerra ymucho menos las de unos infieles.

— ¿Quién puede hacer algoasí? –preguntó el arzobispo.

— Hay un hombre de mi entera

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confianza, es musulmán perolo conocí durante micautiverio en esta ciudad, sunombre es Abu al QasimMaslama al Mayriti. Lepropuse la misión hace unosdías y aceptó, está en Toledodispuesto a partir cuantoantes –dijo el rey.

— Pero, tienen que ircristianos con él, de otramanera no sabremos si nostraiciona –dijo la reina. Nose fiaba de ningún súbdito

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musulmán.— Ya lo sé mujer, Abu ha

elegido a varios cristianospara que le acompañen –dijoel rey.

— ¿Son nobles? –preguntó elarzobispo.

— No he encontrado a ningúnnoble que se atreva apresentarse delante de su jefeYusuf ibn Tasufin. Dicen queese fanático ha matado atodos los cristianos que haencontrado a su paso –dijo

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Sisnando Davides.— Hoy mismo saldrá la

embajada, espero querecibamos noticias al menospara antes del otoño –dijo elrey.

El arzobispo estaba contrariado, suorden no había contado con aquellaeventualidad, pensaban que lareconquista se había consolidado yera cuestión de unos pocos años,pero esos malditos fanáticos loestaban complicando todo.Necesitaba meter algunos de sus

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hombres de confianza paraasegurarse de que los acuerdos noponían en peligro su política deimposición del modelo romano y elfin de la tolerancia haciamusulmanes y judíos.Cuando el arzobispo se retiró a supalacio, seguía dándole vueltas a lamisma idea. Entonces pensó que elmejor candidato era el propio abad.¿No era el abad el hombre que másconocía sobre los reinos taifas y laspolíticas musulmanes? Además elabad conocía algo de árabe y las

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costumbres musulmanas. Mandollamar al abad, que en las últimassemanas se había dedicado aregistrar las bibliotecas de lasmezquitas y a traducir algunosclásicos griegos y romanos que seencontraban en ellas. Cuando elabad llegó a su presencia, notó queno estaba de muy buen humor.

— Excelentísimo SeñorArzobispo, ¿en qué puedeayudarle este humildesiervo? –preguntó el abad,que aunque humilde en la

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letra, seguía siendo altivo enla música.

— Os necesito, no heencontrado hombre de másconfianza que usted para unamisión vital para la iglesia.Desde el papa León I, queparó a Atila a las mismaspuertas de Roma... –dijo elarzobispo.

— Más bien a orillas del Po –puntualizó el abad.

El arzobispo frunció el ceño,odiaba la pedantería de aquel

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hombre y su falta de obediencia asus superiores.

— Sin más rodeos, debéisacompañar a la embajadaque enviará el rey Alfonsopara parlamentar con Yusufibn Tasufin –dijo elarzobispo.

— Ese Yusuf es un asesino,nos degollará a todos –dijoel abad asustado.

— Os convertiréis en un mártir–ironizó el arzobispo.

— No puedo ir, soy

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demasiado mayor pararealizar un viaje tan largo yrepleto de peligros –sedisculpó el abad.

— No se hable más, preparadtodo, partiréis mañana por lamañana con Abu al QasimMaslama al Mayriti –dijo elarzobispo.

Cuando el abad abandonó elpalacio arzobispal su cabeza nodejaba de dar vueltas al asunto.Aquella era una misión suicida,cuyo único valor consistía en

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dilatar el ataque de los almorávidessobre el reino, pero que no frenaríala guerra. Las condiciones de esossalvajes serían la completarestauración del culto musulmán, ladevolución de bienes y templos,algo que gente como el arzobispo,no estaba dispuesta a admitir. Porotro lado, los almorávidesbuscaban la recuperación de todoslos territorios perdidos del Islam yel enfrentamiento era inevitable.A la mañana siguiente la embajadasalió de la ciudad de Toledo en

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dirección a Córdoba, desde allídebían llegar hasta Granada, dondeYusuf ibn Tasufin tenía instalado sucuartel general. Los caminos eranpeligrosos y en cuanto pasaran lasgrandes montañas del sur, ya noencontrarían ejércitos cristianos.El abad estaba angustiado, él era elúnico cristiano del medio centenarde personas que viajaban hacia elsur, si se exceptuaba a la veintenade soldados de la escolta, incluidosu capitán, un inexperto jovenllamado Alejandro. Aunque el abad

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desconocía, que entre los hombresde Abu había dos cristianosocultos, uno de ellos un viejoconocido suyo, Santiago Buendía.Abu había llamado a sus dosamigos, Serafín y Santiago, encuanto el rey le había pedido querealizara la misión de negociacióncon los almorávides, sabía que si sumisión era exitosa, el rey podríaperdonar sus culpas y restaurar suhonor. Al principio, Santiago seresistió un poco. No quería alejarsemás de su familia, pero hacer un

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servicio al rey era la única manerade conseguir su libertad.El abad viajaba en su ampliacarroza, asediado por los mosquitosy el asfixiante calor que se habíainstalado en la Península al entrarel mes de junio. Cada día parecíamás insoportable, pero cuandollegaron a Jaén, la temperatura eraaún más calurosa. Santiago se habíamantenido oculto de la mirada delabad, hasta que salieran deterritorio cristiano, pero cuandollegaron a las sierras, un día se

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presentó en su tienda.— Excelencia –dijo Santiago

besando la mano del abad.— Me parece que veo a un

fantasma –dijo el abad muyserio. No esperaba volver aver a aquel hombre

— En cierto modo lo veis –contestó el joven.

— ¿Cómo lograsteis escapardel conde? –preguntó elabad.

— Es una larga historia –dijoSantiago.

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El abad se volvió a sentar en unasilla y se echó un poco más de vino.Necesitaba algo que le calmara losnervios.

— Cuando me trajisteisaquella carta la noche en laque regresabais de Toledo,no se trataba de la concesiónde unas tierras por vuestrosservicios, realmentellevabais vuestra propiasentencia de muerte. El astutoconde no quiso hacer uso deella en ese momento, prefería

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primero ganaros, para quevuestra esposa le sirviera. Laprimera noche que la vioquedo prendado de ella,incluso la invitó a la cena degala en el alcázar.

— Comprendo –dijo Santiago.El abad sudaba copiosamente y nodejaba de pasar por su frente unpañuelo blanco con sus inicialesgrabadas.

— Al día siguiente, intentéhablar con el rey de vuestrocaso, pero me di cuenta de

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que si lo hacía traicionaría alarzobispo y la causa de miorden. No podía hacer nadapor vos.

Santiago se sirvió algo de vino y sesentó junto al abad.

— Lo que no entiendo esporqué deseaba el arzobispomi muerte.

— Para él erais únicamente unpeón en el ajedrez de suguerra particular. Sabíaisdemasiado y podíais haberleconfesado todo al rey, lo que

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pondría en peligro suposición. Por eso aquellanoche os dije que todo eracomo una partida de ajedrez–dijo el abad.

— ¿Por qué no meadvertisteis? Confiaba en vos–dijo Santiago,reprochándole su actitud alanciano.

— He de confesaros que nome atreví, el arzobispo es unhombre muy poderoso. Yo nopuedo enfrentarme a él,

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pensé que usaría vuestrosservicios, pero no que osdesecharía después –dijo elabad.

— Yo me mantuve fiel a vos,al arzobispo y a la iglesia,pero los tres me traicionaron–dijo Santiago.

— En mi caso, yo os loagradezco y os aseguro queDios también –contestó elabad.

— ¿Creéis que el rey meperdonará si hago este

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servicio para él? –preguntóSantiago.

El abad se quedó pensativo. ¿Quiénpodía conocer las intenciones de unrey? Pero no quería contrariar másal joven y decidió no decirle laverdad.

— No lo sé, a veces los reyesson injustos, otras semuestran magnánimos. Loque si puedo prometeros esque intercederé por vos si nocontáis al rey lo que elarzobispo y yo hicimos a sus

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espaldas.— Si me ayudáis, nunca le

hablaré a nadie sobre ello.Santiago se puso en pie. Aquelhombre era el mismo que habíasalvado la vida a su familia, paradespués permitir que le arruinaranla suya. Le hubiera podido matarallí mismo, no tenía nada queperder, pero eso no hubieracambiando nada y hubiera cargadoun cadáver más sobre suconciencia. Salió de la tienda sindecir palabra, con el

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convencimiento de que las cosas sesolucionarían, pero el destino teníamarcado un camino distinto para él.

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Capítulo 22

Año del Señor, 10 de julio de 1090 A pesar de las dificultades delviaje, Santiago se encontrabafascinado por las ciudades y gentesque conoció en aquel lejano Al-Ándalus, que muchos temían. Encontra de lo que había escuchado ensu niñez y juventud, los habitantesde aquellas tierras eran pacíficos,laboriosos y amistosos. Tras la

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llegada de la comitiva a Córdoba,los musulmanes les proporcionaronuna escolta que les acompañó hastaGranada. En cierto modo era unamanera de protegerles ycontrolarles al mismo tiempo.Santiago quedó prendado de lahermosura de algunas de lasciudades que visitaron,especialmente de Córdoba. Una delas mañanas visitó junto a Serafín lagran mezquita. Gracias a que losdos vestían a la manera morisca, notuvieron ningún problema para

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entrar en el increíble edificio. Elgran patio estaba repleto denaranjos, la multitud se movía conlentitud, asediada por un calorsofocante. Cuando Santiago y suamigo entraron en el edificio,percibieron un aroma a perfume,después una penumbra a la quetardaron un momento enacostumbrarse, para disfrutar porúltimo de un frescor que nohubieran imaginado nunca dentro deun edificio. Caminaron descalzospor encima de las alfombras,

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mirando los arcos, las bellasornamentaciones de letras árabes yel increíble espectáculo de miles depersonas rezando al mismo tiempo.Cuando salieron de nuevo albochornoso ambiente de la calle,los dos tardaron un tiempo enreaccionar. El resto de la ciudadera igual de bella, con sus callesestrechas y frescas, repleta defuentes y flores, perfumada con losaromas a jazmín y rosas, de losjardines interiores.

— Qué bella ciudad –dijo

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Santiago a su amigo.— Una de las joyas de Al-

Ándalus –dijo Serafínorgulloso. En el fondo seguíasintiéndose parte de esacultura oriental, más que lacristiana traída del norte dela Península.

— Me ha sorprendido ver atantos cristianos y judíos porla ciudad –dijo Santiago, queimaginaba que la persecucióna las comunidadesminoritarias era mucho más

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feroz en ese momento.— Durante siglos las tres

religiones han convivido concierta tranquilidad, aunquetodo eso está cambiando, losalmorávides son muyradicales y no permitirán queesto continúe mucho tiempo –dijo Serafín.

Los dos hombres se aproximaron alrío y vieron las norias queutilizaban el agua para moler eltrigo. Aquellas máquinas eranformidables, también el sistema de

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riego de las tierras y otras ideasque los musulmanes aplicaban a loscampos.

— Será mejor que regresemoscon la comitiva, mañanapartiremos temprano paraGranada –dijo Serafín.

Santiago estaba deseoso de conocerGranada, decían que era ciudad máshermosa de la Península.La ciudad había provisto unpequeño palacio para alojar a laembajada de Alfonso VI. Durantelos tres días que habían pasado en

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la ciudad, les habían agasajado conuna exquisita comida, un servicioexcelente y todo tipo de cuidados.El abad había recibido a algunosobispos, que no dejaban deexpresar su preocupación por lapersecución religiosa que se estabadesatando sobre los mozárabes,pero que también temían que laconquista cristiana terminara consus tradiciones centenarias. El abadintentó tranquilizarles, aunque eraconsciente de que su cultura estabaabocada a desaparecer.

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Abu al Qasim Maslama al Mayriti,por su parte, se reunía con lasautoridades religiosas musulmanasy los gobernadores de los diferentesterritorios. Quería averiguar hastaque punto estaban a favor de losalmorávides o simplemente temíanenfrentarse a ellos. Santiago ySerafín le acompañaban a lamayoría de las reuniones. Durantelos primeros días, Santiago noentendía casi nada de lo quehablaban en árabe, pero gracias a laayuda de su amigo, comenzó a

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estudiar el idioma y comprender lamayor parte de lo que dialogaban.La última noche en Córdoba fueronrecibidos por el gobernador de laciudad. La taifa de Córdoba llevabaalgunos años dominada por la deSevilla, pero tras el ataque deAlfonso VI a la ciudad de Sevilla,por la negativa de ésta a pagar eldinero que le exigía el rey, lossevillanos habían pedido ayuda alos almorávides y ahora estabanbajo su dominio.

— Hoy es la última noche que

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estáis con nosotros, ha sidoun honor recibir estaembajada de paz. Losembajadores de paz siempreson bien recibidos en estaciudad –dijo el gobernador.

— Que Alá, el misericordiososea contigo –dijo Abu.

— El buen rey Alfonso deseaque nuestros pueblos vivancomo lo han hecho durantesiglos, en paz y armonía –dijo el abad en un correctoárabe.

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— Ese es nuestro deseotambién, aunque algunascosas están cambiando. Paranosotros los cristianos son lagente del Libro, por esosiempre los hemos respetado.Aquí, en Al-Ándalus, todossomos hispanos, algunosseguimos a Alá y otros aCristo, pero en Toledo yotros reinos no se respetannuestras costumbres ninuestros templos –comentó elgobernador.

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Abu sonrió al gobernador, aquellaera la vieja fórmula de cortesíapara hablar de las relaciones de losmusulmanes con los cristianos, peroél era musulmán y sabíaperfectamente que la cordialidadpodía terminarse muy pronto, encuanto los cristianos o los judíospidieran más libertad o algúnmusulmán se convirtiera a una delas otras dos religiones.

— Nuestro deseo esparlamentar con Yusuf ibnTašufin. ¿Le conocéis? –

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preguntó Abu.— No ha estado en Córdoba,

prefiere vivir en Granada.Imagino que no quieresepararse mucho de lascosta, en ocasiones tiene queregresar a Marrakech, lacapital del su imperio, pararesolver algún asuntourgente –dijo el gobernador.

— Los hombres del otro ladodel mar a veces no entiendenla relación que tenemos losmusulmanes con los

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cristianos en este lado. Enlos dos bandos estácreciendo el fanatismo y esono es bueno –dijo Abu.

— Creo que el problema esaún más sencillo –comentó elgobernador. Después siguiócon su discurso-. Hasta haceaños había un equilibrio, lasfronteras estaban fijas yvivíamos en paz, pero loscristianos necesitan másdinero y ambicionan mástierras, por otro lado,

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nuestros gobiernos son cadavez más débiles y desde quedesapareció el califato todose ha complicado.

Santiago miraba al grupo con losojos muy abiertos. Allí se estabadebatiendo el futuro de toda laPenínsula. Ninguno de aquelloshombres tenía poder para cambiarlas cosas, pero sí para influir en susreyes y emires.

— La única manera para queYusuf ibn Tašufin firme unacuerdo con el rey, es que se

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devuelva Toledo a losmusulmanes y no se cobrenmás impuestos a los reinosde Al-Ándalus –dijo elgobernador.

— Eso es demasiado –dijo elabad.

— La paz debe ser el bien máspreciado, todo lo demás notiene tanta importancia. Hacediez años el rey Alfonso noposeía Toledo y su reino erapróspero y feliz –dijo elgobernador.

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— No podemos cambiar eldestino –contestó el abad.

El gobernador sonrió al religioso ehizo un gesto para que les sirvieranel mejor vino de la zona, despuésmandó a unas bailarinas que lesdeleitasen con un sensualespectáculo, de esa manera elgobernador daba por zanjada ladiscusión. No dependían de él lasdecisiones del emir y quería quesus invitados se fueran con un buensabor de boca.

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Capítulo 23

Año del Señor, 12 de julio de 1090 Aquella mañana la villa enterahabía salido a la calle para verpasar a la novia. Los rumorescirculaban por todas partes, aquellajoven casada que hacía unos meseshabía aparecido vestida como unacampesina, cargada con dos hijos yun marido, estaba a punto deconvertirse en la condesa de

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Astorga. Su marido habíadesaparecido tras ser acusado deasesinato y condenado a muerte,pero todo eso importaba muy pocoal conde, que estaba deseando quese consumara el matrimonio.Aquellos meses de espera se lehabían hecho interminables alconde, pero habían dadoesperanzas a Ana de que en algúnmomento aparecería Santiago parallevarla con él. Marcos estaba muynervioso con la boda. El condehabía intentado ponerlos de su lado

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con todo tipo de regalos. Por eso, aMarcos le había comprado uncaballo y le había hecho unaarmadura a su medida,prometiéndole que algún día seríaun gran caballero. El niño no habíalogrado recuperar la movilidadtotal en la pierna, pero soñaba conconvertirse en un gran guerrero.La llegada de María, en avanzadoestado de gestación, y el retraso enllegar la anulación matrimonial delarzobispo, habían postergado laboda, pero aquel era el día en el

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que Ana pasaría a ser la condesa deAstorga.Mientras la mujer se observaba enun pequeño espejo que el conde lehabía regalado, María intentabacalmar a su bebé, mientras dos delas sirvientas del conde terminabande vestir a la novia.

— ¿No piensas que es muyllorón? –preguntó María.

— Los recién nacidos siempreestán llorando, puede que notengas suficiente leche –ledijo Ana.

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María miró al niño, sus rasgos lerecordaban demasiado al hombreque la había violado, pero intentabaquitar esos pensamientos de sucabeza. El niño no tenía la culpa deque su padre fuera un malditobastardo y un asesino.

— Deja de pensar en ello –ledijo Ana, al ver la miradaperdida de su hermana.

— Tienes razón, hoy es un díapara celebrar no paralamentarse del pasado –dijoMaría, sonriente y

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terminando de acicalar a suhermana.

Ana frunció los labios y contuvo laslágrimas. Después pidió a lascriadas que salieran del aposento yse sentó en su lecho.

— No puedo dejar de pensaren Santiago. Nos conocíamosdesde niños, es el padre demi hijo y continua siendo miesposo, aunque un arzobispodiga lo contrario.

— Santiago es un fugitivo,cuando lo encuentren lo

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ahorcarán y tu serás la viudade un asesino. Entonces, ¿quésucederá con Marcos? Debessacrificarte por él. Mira miniño, su padre es peor que undiablo, pero debo quererle apesar de todo –dijo María,tomando el bebé de la cuna.

— Lo cierto es que el condehasta ahora se ha comportadocomo un caballero. Atento yrespetuoso, ha consentido enesperar a que la ceremoniaconcluya antes de poseerme,

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pero no puedo dejar depensar en Santiago –comentóAna.

— Con el tiempo te olvidarás.Sabes que nuestros padre mecasaron con un hombremayor que yo al que noamaba, encima no eraprecisamente un noble, perollegué a tenerle cariño ylamento mucho su muerte –dijo María.

Ana se puso en pie, se estiró elvestido y pensó que al fin y al cabo,

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el destino le brindaba una vidamejor que la que había tenido hastaese momento. Su pelo rubiorecogido en un moño, adornado conuna redecilla, jalonada con perlas,el vestido color plata, arregladocon piedras preciosas y los zapatosde piel, le daban el aspecto de unaprincesa. Ahora vivía en el lujo yno tenía que preocuparse del futuro,su hijo sería el heredero de unconde y su hermana criaría a subebé sin problemas.

— Será mejor que disfrutemos

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del día –dijo Ana. Miró porla ventana del palacio ycontempló a la multitud quese agolpaba en la calles.Todos estaban allí para verladesfilar con aquel hermosovestido traído de Milán.

Cuando la novia y su hermanadescendieron por la escalera delalcázar, Marcos frunció el ceño.Había mantenido la esperanza deque su madre en el último momentose echara atrás.

— ¿Estoy guapa? hijo mío –

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preguntó Ana levantando losbrazos.

— Siempre estáis muy bella –dijo Marcos sin esconder sumal humor.

— Vos seréis mi padrino y mellevaréis hasta el altar, yaestáis hecho todo un hombre–dijo Ana.

La mujer se agarró del brazo de suhijo y salió a la calle. En la puertales esperaba un hermoso carruajedescubierto. Uno de los soldados leabrió la puerta y María le ayudó a

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acomodar el vestido.Cuando la carroza, con sus doshermosos caballos blancos, se pusoen marcha, el pueblo comenzó aovacionar a la futura condesa. Apesar de ser una plebeya, en ciertosentido representaba a todosaquellos campesinos pobres, que nopodían ni soñar con una vida comola suya.Cuando la carroza se paró frente ala iglesia de Santa María, lossoldados abrieron un pasillo paraque entrara la novia. Mientras Ana

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caminaba del brazo de su hijo, dosde las criadas sujetaban la cola delvestido. Dos niñas les precedían,lanzando flores a su paso, hastallegar a la puerta de la iglesia.Cuando entraron en el templo, lasmiradas de todos los invitados sevolvieron hacia ella. Los nobles ycomerciantes de la villa no estabantan conformes con que el conde sufuera a casar con una campesina,pero ella ya se encargaría deseducirles con sus encantos.El conde la esperaba junto al altar.

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El arzobispo estaba a su lado, perocuando la novia entró, subió un parde escalones, justo enfrente delpasillo, preparado para oficiar laceremonia. Cuando Ana caminó losúltimos pasos antes de llegar alaltar, notó como las piernas letemblaban. Sentía como si estuvieratraicionando la memoria deSantiago, los dos se habían amadoprofundamente y habían luchado porsu familia. Ahora ella estaba apunto de unirse para siempre con elhombre que había acusado a su

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esposo de asesinato.Cuando Ana llegó hasta el altar,Marcos la dejó al lado del conde yse retiró a uno de los bancos. Elarzobispo pidió a todo el mundoque se sentara y comenzó con laceremonia.

— Es un honor que esta villade Magerit y esta Iglesia deSanta María sean testigos delenlace del conde de Astorga,representante del rey en estastierras conquistadas a losinfieles. Este templo fue

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hasta hace poco tiempo,mezquita musulmana, perohoy estamos aquí para casarcristianamente al conde deAstorga y a Ana de Ribota.

Mientras el arzobispo continuabacon la ceremonia, la mente deMarcos no dejaba de dar vueltas.No comprendía porque su madrehabía aceptado casarse con aquelhombre. Podía ser rico y poderoso,pero nunca se convertiría en supadre. Marcos tenía ganas de huirde allí, pero de nada le serviría, el

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conde podía encontrarle y traerle denuevo de vuelta. El joven había idoen varias ocasiones al arrabal en elque se hacinaban los moros, perono había vuelto a ver a su padre. Enuno de aquellos viajes fuera de lamuralla se había encontrado conPablo, el hijo de Serafín y habíacomenzado una amistad entre ellos.Pablo le había confesado que supadre estaba a salvo y no tardaríaen regresar, pero los meses habíanpasado y su padre no habíaaparecido.

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Cuando el arzobispo terminó laceremonia. Los novios se dirigieronal alcázar, allí se había preparadoun fabuloso banquete, aun másexquisito que el preparado para elrey meses antes. El conde no habíaescatimado nada. Al fin y al cabo,el dinero provenía de sus robos,hurtos y extorsiones.Los doscientos invitados sesentaron en las cuatro largas mesasy recibieron el agasajo del conde,que además de ofrecerles unacomida exquisita y el mejor vino de

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la región, les deleitó con diferentesespectáculos. Para la fiesta sehabían sacrificado sesentacorderos, dos vacas, varias docenasde faisanes y gansos, se habíanhorneado más de cien panes detrigo y se había escogido al mejorpanadero de la villa para quehiciera unos exquisitos dulces.Marcos estaba sentado junto a sumadre. María, al lado de su cuñadoel conde y junto a ellos lasautoridades de la ciudad, los noblesy religiosos. Todos admiraban la

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belleza de Ana, su porte noble y supiel blanca, que le hacían pareceruna verdadera princesa. Al pocorato, la conversación se centró en lasituación del reino y la amenazaárabe.

— Los almorávides no secontentarán con un acuerdo –dijo el arzobispo.

— Eso es cierto, pero almenos ganaremos un poco detiempo –dijo el conde.

— ¿Tiempo para qué? No creoque el rey esté preparando un

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ataque. Ahora es el momentode luchar contra esos infielesy lanzarlos al mar, para quenunca más regresen –dijo elarzobispo.

— Eso no es tan sencillo –dijoun noble caballero llamadoJosé, capitán de la guardiadel alcázar.

— Ya imagino que no es fácilreunir el dinero y loshombres para derrotar aguerreros tan fieros, pero¿qué mensaje entendió el

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emir de Sevilla? ¿No fue lafuerza de las armascristianas? –preguntó elarzobispo.

— Aquello también produjo lallamada de socorro a losalmorávides –dijo el capitán.

El arzobispo frunció el ceño, aquelimpetuoso joven opinaba como sise tratara de un gran duque, peroera poco más que un plebeyo.

— El rey tiene un plan. Lo quesucede es que su mejorgeneral el Cid, está

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intentando controlar unarebelión en Valencia, pero encuento sus fuerzas regresen,atacará de nuevo Sevilla y yano parará hasta llegar aGranada –dijo el conde.

— Caballeros, porque nohablan de algo más alegre enun día como éste –dijo Ana.

— Tenéis razón –comentó elarzobispo-. los hombresolamente pensamos enguerras y luchas, pero la vidaes mucho más que eso.

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— Gracias Excelencia –dijoAna, después de dedicar unasonrisa al franco.

— Lo cierto es que esta villaestá cada día más hermosa yno solo por las floressilvestres que nacen entreestos muros, muchos nobles yconventos se están instalandoen la villa, dentro de pocotendremos que trasladar elarzobispado a Magerit –dijoel arzobispo.

— El rey ama esta villa y

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quiere convertirla enresidencia real, en laprimavera y el otoño la cazaabunda y el clima es muybenigno –dijo el condecomplacido.

— Eso es cierto, hoy hace undía extremadamente caluroso–dijo el arzobispo.

María miró el rostro aburrido de susobrino y le animó a que bailasecon ella. La comida habíaterminado, pero ahora muchosinvitados bailaban en la zona

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central de la sala. El conde se giróhacia su esposa y le dijo:

— ¿Deseáis que bailemos?— No, estoy algo cansada.

Preferiría retirarme pronto anuestras habitaciones.

Aquella invitación animó al conde adejar en ese mismo momento lafiesta, pero debía atender a susinvitados un poco más.

— Será mejor que aguantemosun poco más, algunosinvitados han estado variosdías de viaje para llegar a

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tiempo.Ana asintió con la cabeza y decidióbeber algo más de vino, preferíaperder en parte el conocimiento,aquella noche podría llegar a sermuy larga y tenía que estarpreparada.Cuando los invitados comenzaron airse, el conde se disculpó ante susinvitados y fue con su esposa a susaposentos. Ardía en deseos, llevabameses anhelando ese momento.Nunca había cometido tantaslocuras por una mujer. Cuando

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llegaron a las habitaciones, elconde se refrescó un poco en sucuarto y se puso ropa de cama.Cuando abrió la puerta quecomunicaba las dos estancias entrócon sigilo y se sentó al borde de lacama. Después esperó conimpaciencia. Ana apareció de unlado oscuro del cuarto vestida conuna vaporosa camisa de linoblanco. La luz de las velasinsinuaba sus magníficas formas. Elconde la miraba extasiado, mientrasella se acercaba lentamente.

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Cuando se detuvo ante él, el condela miró a los ojos y se levantó de lacama.

— Cuanto he anhelado estemomento –dijo el conde.Después la pusoviolentamente sobre la cama,la colocó a cuatro patas y lapenetró impetuosamente. Anano sabía que su vida estaba apunto de convertirse en uninfierno para siempre.

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Capítulo 24

Año del Señor, 13 de julio de 1090 María había heredado todas lastierras de su hermana y su casa. Erauno de los regalos que Ana habíaquerido hacerle, pero necesitabacasarse para administrar suherencia. Las mujeres no podíancomprar, vender o negociar, teníanprohibido contratar a hombres odisponer libremente de su

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patrimonio. El conde no queríaperder el control sobre aquellastierras tan valiosas ni el control dela casa que había regalado a suesposa, por eso concertó una bodaal día siguiente con un viejo amigosuyo, el conde de Somosierra, unhombre mayor, que había enviudadorecientemente. El conde deSomosierra no tenía muchaspropiedades y llevaba añoscuidando las tierras del señorío deAstorga, pero el conde ahora lenecesitaba más cerca. Aquellas

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nuevas tierras conquistadas eranuna verdadera mina de oro para él.Cuando María conoció en la bodade su hermana al que iba aconvertirse en su esposo, sintióverdadera repulsión, pero sabía queno le quedaba más remedio.Aquella mañana, cuando María vioa su hermana llegar a su casa,advirtió enseguida que algo habíapasado en la noche de bodas.

— ¿Qué te sucede, hermana?— Mejor será que hablemos

de otra cosa –respondió Ana,

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mientras ayudaba a suhermana a vestirse.

— No fue bien en la noche debodas con el conde –dijoMaría.

Ana comenzó a llorar y su hermanala abrazó. María no quería pensaren la noche que le esperaba a ella,pero ese era el precio que teníanque pagar por salir de la pobreza.

— No había pasado una nochemás terrible desde lo que mesucedió con aquellos moros.Yo aparecí con una camisa

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medio transparente y elconde se limitó a darme lavuelta y penetrarmeviolentamente, como si fueraun animal rabioso. Por si esofuera poco, lo hizo tres vecespor la noche –dijo Ana.

— Lo siento, hermana.Imagino que cuando lanovedad cese, comenzará asosegarse.

— Después me azotó con unafusta hasta dejarme la piel encarne viva. Ese hombre está

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loco o es un salvaje –dijoAna.

— Cálmate. Tienes queganarte su confianza ydemostrarle que puededisfrutar de otra forma, yasabes –dijo María.

— ¿Pensáis que se calmará deesa forma?

— Los hombres son comoniños, únicamente buscan suplacer. Vos debéis dárseloantes de que se encuentreencabritado y busque la

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excitación por esos caminosequivocados –dijo María.

Ana dejó de llorar y se puso en pie.— Será mejor que nos

olvidemos de eso. Dentro deuna hora serás condesa,como yo. No creo que tujamelgo viejo, te dé tantosdisgustos como el mío –bromeó Ana.

La boda de María fue mucho mássomera. Una celebración rápida,una comida frugal entre mediocentenar de personas y después un

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paseo en carroza por la villa, antesde llegar a la casa de María.En cuanto María se quedó a solascon su nuevo esposo. Le desvistiócon rapidez, le lavó, puesdesprendía un desagradable olor asudor. Después le tumbó en la camay se subió a horcajadas sobre él,agotando en un momento al hombre,que se quedó dormido unos minutosmás tarde. María escuchó el llantode su bebé y se levantó para quever qué le sucedía. Una de lascriadas se ocupaba ahora de su

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cuidado, pero ella seguíamanteniendo el fino oído de unamadre. Cuando abrazó al niño y sesentó en una de las sillas, intentóimaginar su vida en León, pero loúnico que logró recordar fue elhorrible episodio de su violación.No debía volver a mirar nuncahacia atrás. Ahora Ana y elladebían ser fuertes y pensar en elfuturo, nada importaba que tuvieranque darse en sacrificio por sushijos, algún día la vida lescompensaría tales sacrificios.

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Capítulo 25

Año del Señor, 15 de julio de 1090 La ciudad estaba situada sobre doscolinas, era hermosa, pero no tantocomo Córdoba, parecía la capitalde un pequeño reino máspreocupado en la belleza que en lagrandiosidad. El alcázar de una delas colinas era la residencia deYusuf ibn Tašufin. La comitivacomenzó a ascender por los

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hermosos bosques que rodeaban alcastillo. El sonido de los pájaros yel frescor del pequeño bosquecillo,contrastaba con el calor que leshabía acompañado durante la mayorparte de su viaje. La fortalezaestaba fuertemente custodiada y loque más le sorprendió a Santiago alatravesar las puertas fue el rostrofiero de los almorávides. Susrasgos fuertes, la piel oscura, losojos negros y las barbas largas yenmarañadas, les daban un aspectoferoz.

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El patio del alcázar estabacustodiado por guardias, parecíamás una emboscada que elrecibimiento a un ejércitoextranjero. Ninguno de losgenerales de Yusuf ibn Tašufinsalió a recibirles, como si lesquisieran demostrar que a ellos noles importaban los deseos de pazdel rey Alfonso, ya le habíanvencido una vez cuatro años antesy, de no haber muertoinoportunamente el hijo de Yusufibn Tašufin, habrían arrasado a los

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cristianos y los habrían devuelto alas salvajes montañas de las queprocedían.El abad, Abu, Serafín y Santiagoentraron en el edificio principalescoltados, mientras que sushombres se quedaban afuera.Santiago notaba como su estómagose revolvía por momentos. Por unsegundo se le pasó la posibilidadde no salir con vida del alcázar.Aquellos guerreros no creían en lasreglas de la guerra, lo único quedeseaban era exterminarlos por

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completo.Cuando los soldados les hicieronentrar en una hermosa salaricamente ornamentada con textosdel Corán, el grupo comenzó atranquilizarse un poco. Lesinvitaron a sentarse en unos cojines,tomar unos dátiles y olivas, con unpoco de agua fresca.Cuando Yusuf ibn Tašufin entró enla sala, todos se pusieron en pie,hasta el viejo abad. Yusuf lessaludó levemente con unainclinación de cabeza y se sentó

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junto a dos de sus generales. Tomóalgunas viandas y tras unos minutosde silencio, comentó algo al oídode uno de sus hombres.

— Yusuf ibn Tašufin os da labienvenida a Granada, apesar de estar en guerra, losbuenos musulmanes tienenque agasajar a sus invitados.

— Decid a Yusuf ibn Tašufin,que le estamos muyagradecidos por recibirnos –dijo Abu.

El general se inclinó hacia delante y

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sonriendo les dijo:— Mi señor conoce

perfectamente vuestroidioma, pero nunca habladirectamente con cristianos –les explicó el general.

— Entiendo –dijo el abadfrunciendo el ceño.

La rigurosa secta de losalmorávides quería mantenerse purafrente a los musulmanes que sehabían convertido en amigos de loscristianos, dando en matrimonio asus hijas con reyes infieles y

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mezclando su sangre.— Que Alá sea contigo y te

conceda la paz –dijo Abu.— Estimado maestro, conozco

vuestro trabajo y os admiro –dijo Yusuf en árabe.

— Gracias emir de loscreyentes –dijo Abu.

— Algunos piensan que somossalvajes, porque queremos lapureza del Islam, pero no losomos. Lo que no deseamoses que las costumbres ycreencias cristianas nos

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contaminen. Cuando llegué aesta tierra por la petición demuchos reyes musulmanes,no imaginaba la corrupciónen la que vivían. Musulmanesborrachos, con esposascristianas, que permitían elculto a las imágenes. Todoeso es aborrecido a los ojosde Alá –dijo Yusuf.

Abu miró a Yusuf por primera vez alos ojos. Le sorprendió el colorverde intenso de su mirada, perosobre todo la inteligencia que

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desprendían sus pupilas. Aquel noera el hombre salvaje que habíaimaginado, podría ser fanático,pero no era ignorante.

— Emir Yusuf, entiendovuestra ira. El Islam es unbella flor que si no se cuidase convierte en una plantasalvaje, pero os aseguro quetodavía quedan fielescreyentes en esta bella tierra.Aquí hemos convivido conlos cristianos durante siglos.¿Cómo se puede arrancar un

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árbol de su sitio sin llevarsus raíces? El Islam tienesraíces profundas, unidas altronco de la historia, peroentre esas raíces esta la vidade muchos cristianos, queson hermanos nuestros yforman parte de ese troncocomún –dijo Abu, con untono de voz suave y amistosa.

— Conozco el Corán, sé quelos cristianos son las gentesdel Libro, amamos a suprofeta Jesús, pero eso no

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significa que debamoscontaminarnos con sus falsasdoctrinas y su conductaperversa. Si el mismo troncoalberga a cristianos ymusulmanes, arrancaremos elárbol, lo quemaremos ypondremos otro en su lugar –dijo Yusuf, mientras fruncíael ceño. Aquel hombre noestaba acostumbrado a que lellevaran la contraria.

— En la tierra de la que venís,¿no hay costumbres que

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vienen de vuestrosantepasados? –preguntó Abu.

— No, yo mismo me heencargado de eliminar lasantiguas supersticiones yvolver a la pureza delProfeta –dijo Yusuf.

Santiago sentía como el corazón sele aceleraba. El emir parecía másfurioso cada vez y ni la sabiduríade Abu podría persuadirle de suserrores.

— Debemos amar, amar alprójimo –dijo Abu.

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— ¿Amar al prójimo? ¿En quéparte del Corán dice eso? –preguntó Yusuf.

— Lo dijo el profeta Jesús –comentó Abu.

— Mi profeta Mahoma diceque amemos a lo creyentes,pero que odiemos a los queno creen. Esos infieles nomerecen la vida, al menoscomo hombre libres. Hemosllegado a estas tierras paraque se vuelva a cumplir laley de Alá y no cejaremos en

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nuestro empeño hastaconseguirlo –dijo Yusuf.

Un silencio invadió toda laestancia. Nadie se atrevía acontinuar la conversación, pero elabad sabía que debían ganartiempo, por eso con voz temblorosacomenzó a decir:

— Mi señor el rey Alfonso,quiere ser vuestro hermano.Se compromete a respetar lafe de los musulmanes quevivan en su reino, noconvertirá sus lugares

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sagrados en iglesias nograbará con impuestosexcesivos a los musulmanes–dijo el abad.

Yusuf habló furioso al oído de sugeneral.

— ¿Cómo osáis hablarmedirectamente? El rey Alfonsoes un mentiroso. En Toledose han cerrado muchasmezquitas y los musulmanesestán siendo obligados aconvertirse o emigrar haciaAl-Ándalus –dijo el general.

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— Pero eso va a cambiar, sifirmáis el acuerdo… -dijo elabad sacando un documento.

Yusuf se puso en pie, tomó elacuerdo y lo rompió en las naricesdel abad.

— Decid a Alfonso, que seprepare para la guerra.Dentro de poco estarédurmiendo en su palacio deLeón y convertiré susiglesias en mezquitas.

Yusuf se fue de la sala y todos sequedaron petrificados. Pensaban

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que en ese mismo momento lesasesinarían, sin dejarles regresar acasa, pero los guardas les sacarondel alcázar y les acompañaron hastaun pequeño palacio cercano, paraque descansaran. Al día siguientedebían volver a Toledo, si noestaban fuera de sus territoriosantes de un mes. No dudarían enmatarlos a todos.

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Capítulo 26

Año del Señor, 15 de julio de 1090 La comitiva no durmió aquellanoche. El único que descansó fueAbu, él sabía que no tenía nada quetemer, pero el resto presagiaba queel emir cumpliera sus amenazas.Cuando Santiago y Serafín vierondespuntar el sol desde la azotea delpalacete, no pudieron por menosque admirar la hermosa vista de

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bosques entrelazados con casasblancas y caminos empedrados deaquella villa. Granada era unaciudad limpia, cuidada y hermosa,como una gema recién pulida.Serafín miró hacia abajo y vioalguna figuras que se movíanrápidamente entre las sombras de lacalle.

— Es el abad, nos deja –comentó Serafín mientrasseñalaba con el dedo lacarroza y la escolta desoldados cristianos.

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— Maldito cobarde –dijoSantiago, pero antes de quepudieran ira a avisar a Abu,un grupo de soldados delemir salieron de entre losárboles y comenzaron aatacar al abad y sus hombres.

Santiago tomó su espada y comenzóa correr escaleras abajo, Serafín sefue detrás de él gritando, pero eljoven no le hacía caso.

— ¡Santiago, te matarán, elabad ya es hombre muerto,además pensaba

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traicionarnos!Justo cuando el joven estabaacercándose a la puerta del palacete, salió a su encuentro Abu.Le detuvo con la mano y cerró lapuerta con un portazo.

— No lo hagáis, el abad haelegido su destino, nosotrosdebemos elegir el nuestro. Elemir no me matará, puedeque me tome por prisionero,para él soy un apóstata, perono se atreverá a matarme.Los hombres de Yusuf no

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saben que Serafín y tú soiscristianos. Les diré que soismis esclavos y os dejaránvivir. Cuando Yusuf vaya aluchar al norte, nosotrospodremos escapar –dijo Abu.

Santiago se quedó pensativo,llevaba la espada en la mano, perobajó el brazo y comenzó a llorarcomo un niño. Convertirse enprisionero del más cruel de losemires no era el problema, lo queno podía soportar era no volver aver a Marcos y su esposa Ana.

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Serafín llegó hasta ellos totalmenteagotado por la carrera, se doblóhacia delante e intentó tomar algode aire.

— Casi matas a este pobreviejo –se quejó Serafín.

— Será mejor que nosencerremos en nuestrosaposentos y esperemosnoticias del emir –dijo Abu.

___________________Estuvieron todo el día encerrados,los criados del palacio les llevaroncomida y bebida, pero la espera se

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les hacía insoportable. Por la tarde,cuando el calor comenzó a bajar, elemir mandó llamar a Abu.

— Será mejor que vengáisconmigo. No habléis, nolevantéis la vista, convertirosen invisibles, para que elemir no se fije en vosotros –les advirtió el musulmán.

Un carruaje fue a recogerles unahora más tarde. Una escolta de unaveintena de hombres les vigilaba ycuando llegaron al alcázar, almenos diez de ellos les

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acompañaron hasta la sala derecepciones. Los guardianes losdesarmaron y les pidieron que sesentasen a esperar.Cuando apareció el emir con susdos generales, Serafín y Santiagoecharon a temblar, aunque en estaocasión Yusuf parecía de mejorhumor.

— Saludos maestro Abu, queAlá te guarde –dijo Yusuf.

— Lo mismo os digo, emir delos creyentes –contestó Abu.

— El cristiano que os

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acompañaba murió estamañana en una refriega,intentó huir sin informarnosde su partida y lo tomamoscomo un acto de rebeldía,nos alegramos que no leacompañara en su desvarío –dijo el emir.

— Yo estoy sometido a vos,no puedo actuar fuera de lospreceptos del Corán –dijoAbu muy serio.

— Siempre me han interesadosus estudios de matemáticas

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y astronomía –le replicó elemir.

— Me siento halagado por suspalabras –dijo Abu.

— Hace unos meses, cuandomis hombres fueron aCórdoba capturaron a unahermosa dama que creo queconocéis, esa fue laverdadera razón por la queaceptasteis la misión del reyAlfonso. ¿No es cierto?

Abu no contestó, sabía que lapregunta era una trampa y fuera cual

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fuera su respuesta, el emir lautilizaría para humillarle.

— Fátima esta aquí, en mipalacio. Es una de lasmujeres más brillantes que heconocido, nunca pensé queuna mujer fuera tan bella einteligente al mismo tiempo –dijo el emir.

— Os agradezco que la hayáiscuidado –dijo Abu, con lavista baja.

— Conocía vuestrodescontento con la política

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de la reina y el arzobispo deToledo, sabía que os habíaisrefugiado en Magerit, por esola única explicación queencontré a vuestro apoyo alos cristianos fue laesperanza de hallar a vuestrahija con vida. Si deseáisvolver a verla, tendréis queponeros a nuestro servicio.Necesitamos planosdetallados del reino deToledo, la capital y Magerity que hagáis los dibujos de

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algunas máquinas de guerra.¿Me imagino que su cienciapodrá ponerse al servicio deAlá?

— Mi ciencia siempre haestado al servicio de Alá –dijo Abu, frunciendo el ceño.

— Hacerla pasar –dijo Yusuf.Una hermosa mujer de unosveinticinco años entró en la salacustodiada por dos soldados. Teníaun velo cubriendo su pelo y rostro,pero sus hermosas facciones, surostro ovalado y sus grades ojos

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negros deslumbraron a todos lospresentes.

— Padre –dijo Fátimalanzándose a los brazos deAbu.

Los dos se fundieron en un abrazo ycomenzaron a llorar. Yusuf sonrió,sabía encontrar el punto débil decada hombre y eso le hacíainmensamente poderoso.

— Puede irse con vos, toda laciudad es su cárcel. Siintentan escapar, correrán lamisma suerte que el abad –

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dijo Yusuf amenazante.El emir salió de la sala y ellos sepusieron en pie. Mientrascaminaban hacia fuera del alcázar,suspiraban de alivio. Al menospasarían un día más con vida. Abuparecía totalmente embriagado dealegría, mientras que sus amigosSantiago y Serafín caminaban conresignación detrás de él. Cuandollegaron al palacio, pidieron a loscriados que les hicieran la cena,mientras se retiraban durante unmomento a descansar a sus

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habitaciones.Una hora más tarde, todos estabanreunidos alrededor de una mesa.Abu y su hija charlabananimadamente, cuando seincorporaron Santiago y Serafín.Mientras los criados servían lacena, Abu no dejó de hacerlepreguntas a su hija.

— ¿Por qué te tomaronprisionera? –preguntó Abu.

— Estaba en Córdoba dandoclases en la academia,cuando esos salvajes

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entraron y comenzaron adestruir todos los libros.Cuando me opuse a ellos medijeron que una mujer nopodía enseñar a hombres.Uno de los soldados sacó unaespada para matarme, perouno de mis alumnos lesadvirtió que era hija tuya yque todo Al- Ándalus serebelaría ante crimen tan vil.Por eso me tomaronprisionera y aquí llevoencerrada más de un año –

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dijo Fátima, mientras nodejaba de tocar las manos desu padre.

— Estos son mis amigosSerafín y Santiago –dijo Abupresentando a los doscristianos.

— Que Alá os de paz –dijoFátima.

— Gracias –dijo Serafín.— Todos somos prisioneros

del emir, pero Alá es el quetiene la última palabra, si essu voluntad liberarnos, Él

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nos ayudará a hacerlo.La velada fue muy agradable, antesde media noche, cuando el fresco sedejaba notar en el patio, Abu se fuea sus habitaciones. Serafín tambiénse fue a la cama, pero Santiagoprefirió subir a la azotea paradisfrutar del cielo estrellado. Unosminutos más tarde, Fátima aparecióen la azotea y Santiago no supo quéhacer, no sabía cual era eltratamiento habitual con una damamusulmana.

— Os dejo a solas –comentó

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Santiago acercándose a laescalera.

— No, por favor, prefieroestar acompañada. Hepasado muchos mesesencerrada en el alcázar sinver ni hablar con nadie –dijoFátima.

— Al menos os encontráisbien –comentó Santiago.

— El emir se portó como unbuen musulmán, aunque aveces venía a mishabitaciones para intentar

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convencerme de que unamujer no debe enseñar ahombres, porque según élsomos una creación inferior–dijo Fátima.

— Me temo que en la zonacristiana, la opinión sobrelas mujeres no es muchomejor –dijo Santiago.

— ¿Qué pensáis vos?Santiago se quedó pensativo. Nuncase había hecho esa pregunta. Amabaa Ana, pero no solía hablar con ellade ciertos temas, tal vez dando por

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hecho que a ella no le interesaban.— No lo sé. Hasta hace poco

yo era un pobre ignorante.Ahora se leer en latín yhablar algo de árabe, no esque sea mucho, pero almenos puedo aprender más –dijo Santiago.

— Muchos hombres no sabenninguna de esas dos cosas.Os felicito. Lo cierto es quesoy una afortunada, por habertenido un padre como el mío.Él me enseñó como si fuera

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un hombre, nunca me tratócomo una niña tonta. Aunquesé que la mayoría de loshombres no estarían deacuerdo con su forma depensar.

— Tampoco estarían muycontentos con que un simplecampesino sepa leer yescribir –dijo Santiago.

Los dos se rieron y los blancosdientes de la joven brillaron a la luzde la luna. Era tan bella, que enalgunos momentos Santiago pensó

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que se trataba de un sueño.— ¿Cómo es que no estáis

casada? –preguntó Santiago.— No hay muchos hombres

que quieran casarse con unamujer que enseñamatemáticas a otros hombres.Uno de los grandes defectosde los varones son sus celosabsurdos –dijo la joven.

— Es cierto, no es fácil paraun hombre soportar eso,sobre todo por el qué diránlos demás –comentó

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Santiago.Los dos jóvenes hablaron sin parar,hasta que Fátima observó a lo lejosla claridad que anunciaba la aurora.

— Esta amaneciendo –dijo lajoven.

— No es posible –comentóSantiago dándose la vuelta.

— Creo que nos hemos pasadotoda la noche hablando.

Santiago miró el bello rostro de lajoven iluminado por los primerosrayos del sol y la besó. Ella no seapartó, simplemente se dejó llevar.

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Cuando se separaron después de unlargo beso, simplemente le miró alos ojos y dijo:

— ¿Por qué me habéisbesado?

— He besado a un ángel, no sési dentro de unas horas seréisreal o no, pero ¿cómo podíano besaros? ¿Acaso no besael cielo al mar y le tinta de suazul brillante?, ¿puede elviento soplar sin que lashojas se batan? Tampoco unhombre puede ver tanta

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belleza sin anhelar robar unpoco de jugo de esos labiosardientes.

Fátima se giró de nuevo y fue ellala que le besó entonces. Los dos sefundieron durante un rato, hasta queel sol brilló con fuerza. Cuando sesepararon, el corazón les latía confuerza. Santiago se sentía culpablepor traicionar a Ana, pero nuncahabía sentido eso antes por unamujer. Fátima temía que su padre seenojara, sobre todo en una situacióntan peligrosa como aquella, pero

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cuando el amor prende en dosalmas gemelas, no hay nada quepueda apartarlas.Mientras descendían por lasescaleras agarrados de las manos,les parecía flotar sobre lasbaldosas de barro, como si notocaran el suelo. Eran libres a pesarde estar en una cárcel de barrotesde oro, rodeados de cadenas.

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Capítulo 27

Año del Señor, 25 de julio de 1090 Cada mañana, Santiago salía delpalacio y paseaba con Fátimacharlando sobre cualquier tema.Desde las diferencias entrecristianos y musulmanes, hasta elorigen del mundo o la historia deHispania. El paseo siempreterminaba de la misma manera,sentados frente a un pequeño

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estanque cerca de el alcázar, conlas manos entrelazadas y besándoseapasionadamente.El resto del día lo dedicaban alestudio, en ocasiones Santiago salíaal mercado y compraba algunoscaprichos para Abu. Apenas serelacionaba con cristianos, noquería poner en peligro su situaciónen Granada. Los días corríanveloces y aquella dorada cárcel, encierto sentido, comenzaba aconvertirse en un paraíso.Naturalmente, en la ciudad también

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había pobreza y conflictos entrecomunidades. Los cristianosrecibían amenazas y presiones parasu conversión, pero la mayoríaestaba acostumbrada a resistir, suscomunidades lo habían hechodurante cientos de años.Serafín no disfrutaba de su estanciaa en la ciudad. Él no tenía un almagemela con la que compartir sutiempo y tampoco estabaespecialmente interesado en elestudio. Se dedicó a reparar elpalacio y cuando ya no hubo nada

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que arreglar, comenzó a fabricarpequeñas figuras o a hacermaquetas para las máquinas queinventaba Abu.En las comidas, los cuatro sereunían y compartían lo que habíanhecho en el día o charlaban sobreproblemas de la ciudad.Los almorávides no parecían tenermucha prisa en atacar a loscristianos y ese era uno de lostemas más recurrentes en susconversaciones.

— Este año no atacarán

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Castilla, están muyentretenidos luchando con elCid en Valencia y tienenproblema en Badajoz –dijoAbu.

— Yusuf es un hombrepaciente, no quiere atacar alrey Alfonso en sus dominiosmejor controlados. La tomade Toledo es simbólica, peroel emir sabe que necesitaríaun ejército que en estemomento no puede reunir,para derrotar a los

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castellanos –dijo Fátima.— Lo cierto es que no

podemos permanecer aquímás tiempo. Nuestra cabezatiene precio y en cualquiermomento, ese fanático nos lapuede cortar –se quejóSerafín.

— Es imposible escapar –comentó Abu-. Aunqueparezca que no estamosvigilados, lo estamos muyestrechamente.

Yusuf mantenía a varios espías

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entre los sirvientes del palacio yconocía perfectamente losmovimientos de cada uno de susprisioneros. Cualquier paso enfalso hubiera sido mortal.

— Pues me marcharé yo solo –dijo Serafín.

— Eso nos pondría a todos enpeligro –dijo Santiagofrunciendo el ceño. Mientrasestuviera en Granada notendría que acordarse de supasado en Magerit.

— Entiendo que ahora no

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quieras volver, pero mi hijoestá solo en Magerit. No sécómo le estará tratando elconde y no puedo quedarmede brazos cruzados aquí. Yosoy viejo y prefiero morir enmi tierra –comentó Serafín.

Todos sabían que el hombre teníarazón, para ellos era más sencillopermanecer en aquel cautiverio,pero Serafín se sentía solo.

— Si escapas, sin duda el emirnos asesinará. Tenemos quepermanecer unidos –dijo

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Santiago.El hombre se puso en pie furioso.Su vida estaba ligada a la de susamigos, pero no podía evitar susdeseos de partir. Se subió a laazotea y contempló la hermosa ycalurosa tarde granadina. Santiagole siguió y se sentó a la sombrajunto a él.

— Lamento lo que estápasando –dijo Santiago.

— Entiendo vuestra posición,pero yo soy viejo y no mequeda mucho tiempo. Me

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gustaría ver a mi hijo antesde morir.

— Lo sé –dijo Santiago.— Únicamente te pido una

cosa. Si no le veo, si mueroen esta ciudad, quiero que ledes un mensaje, pero tambiénesta llave –dijo el hombreentregando una pequeña llavedorada a Santiago.

— Lo haré.— Di a Pablo, que esa llave

abre un pequeño cofre ocultoen la muralla. Cuando

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comencé a ver lasintenciones del conde, ocultéparte de nuestra fortuna en unlugar cerca de la muralla. Essuyo, puede usarlo como leplazca.

— Pero será mejor que osquedéis vos con la llave.Todavía quedan muchos añospara que muráis –dijoSantiago.

— No, amigo. Noto que lamuerte se aproxima –dijo elanciano.

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— No os entiendo –dijoSantiago.

Serafín le miró con sus pequeñosojos azules. Se conocían muy bien yhabían aprendido a apreciarse.

— Los viejos intuimos esascosas. No pasaré de esteotoño.

Santiago y Serafín se abrazaron.Para el joven, su amigo había sidocasi un padre. La ciudad comenzabaa despertarse del calor vespertino yel bullicio invadía las calles de laciudad. Llegaron los aromas de los

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jardines, el frescor del agua quecorría por la cercana ladera y losbosques que rodeaban la ciudad.Santiago miró a su alrededor, aquelparaíso era un espejismo, el hombresiempre es esclavo de su destino.Entonces rezó, lo hizo por su alma,pero sobre todo por su familia, porSerafín y por miedo a su propiamuerte. Hasta ese momentoúnicamente le había preocupado lavida, pero aquella tarde descubrióque era mortal y que algún díatendría que cruzar un umbral sin

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retorno.

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Tercera Parte:El límite imposible

“Él (Alfonso VI) ha venidopidiéndonos púlpitos, minaretes,mihrabs y mezquitas para levantaren ellas cruces y que sean regidospor sus monjes [...] Dios os haconcedido un reino en premio avuestra Guerra Santa y a ladefensa de Sus derechos, porvuestra labor [...] y ahora contáis

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con muchos soldados de Dios que,luchando, ganarán en vida elparaíso”.Citado por al-Tud, Banu Abbad, de

Ibn al-Jakib, al-Hulal

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Capítulo 28

Año del Señor, 14 de mayo de 1109 Era noche cerrada cuando la familiase aventuró a bajar por la murallaoriental. Primero bajó la doncella,que con sus dieciocho años era unade las mujeres más bellas de laciudad, después su padre, queestaba próximo a cumplir loscincuenta, tras ellos dos de susesclavos y una doncella de la hija

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de origen cristiano. A unos metrosde la muralla les esperaban otrosdos hombres con caballos, agua ytodo lo necesario para el viaje. Elhombre miró a su espalda antes demontar su caballo, había vivido enaquella hermosa ciudad casidiecinueve años, pero ahora eratiempo de partir.Durante más de seis horascabalgaron sin parar, los espías deYusuf no tardarían en darse cuentade su huida y saldrían en subúsqueda. No estarían seguros hasta

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atravesar las montañas queseparaban el reino de Toledo de losterritorios musulmanes.El hombre observó con orgullo a suhija, que cabalgaba junto a él sinquejarse. Ella había nacido y sehabía criado en Granada, peroamaba más la tierra de la que supadre le había hablado duranteniña, que aquella hermosa ciudaddel sur.Tras dos días sin apenas descanso eintentando evitar las ciudades, elgrupo llegó hasta las puertas de

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Jaén. Cuando Abdel Haqq alMayriti bajó del caballo, todos lohicieron. Su hija Fahima se puso asu lado. Estaban agotados, peroaquel día decidieron dormir bajotecho y comer una comida caliente.Cuando se sentaron a la mesaestaban hambrientos. Les sirvieroncordero y otras viandas. Abdel nopidió vino para no llamar laatención. Una de las cosas que másechaba de menos era beber un buentrago de vino.

— Querida Fahima, cuando

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lleguemos a Toledovestiremos ropa cristiana ytendrás que cambiar tunombre por el de Isabel –dijo Abdel.

— No os preocupéis padre –dijo la joven sonriente.

Aquella sonrisa le recordaba a sumadre. Fátima había sido unahermosa mujer, además de una delas más inteligentes de su tiempo,ahora descasaba con el resto de losjustos. Abdel se habíaacostumbrado a vivir sin ella, pero

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sin duda la alegría y vitalidad de suhija le habían ayudado.

— En cuanto pasemos lasmontañas te bautizarás, noquiero que en Toledo puedanacusarte de infiel –dijoAbdel.

— Sí, padre –contestó lajoven.

Fátima se había preocupado eneducar a su hija. Fahima sabía leery escribir en latín, griego y árabe.Conocía la práctica y creencias dejudíos, musulmanes y cristianos,

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aunque siempre había tenido unainclinación ante el cristianismo.

— Tenemos que llegar cuantoantes, el rey Alfonso debeconocer los planes del hijode Yusuf –dijo Abdel.

Tras la muerte de Yusuf, su hijo Alíibn Yúsuf, había tomado el mando,convirtiéndose en un emir másintolerante y cruel que su padre. Lasituación para los cristianos de laciudad se hizo insostenible. Abdeldecidió escapar y descubrir al reyAlfonso los planes del emir.

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Naturalmente ante el rey sepresentaría con un nombre falso;Santiago Buendía seguía siendo unprófugo de la justicia, por eso seharía llamar Alfredo de Córdoba,esperaba que el rey le diera algúntítulo nobiliario por su importanteinformación, aunque lo que másdeseaba era ver a su hijo Marcos ysu esposa Ana.

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Capítulo 29

Año del Señor, 1 de mayo de 1109 El rey Alfonso intentó hacer elamor a su joven esposa, Beatriz deEste, pero le fue imposible. A sussesenta y dos años de edad, con lapierna muy dañada y todas lasheridas de guerra molestándolecada vez más, era muy difícil haceralgunos esfuerzos. Hasta el añoanterior había mantenido su ritmo

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amatorio, era un hombre viril,casado cinco veces y con muchasamantes, sin contar criadas, siervasy esclavas, aunque el único amor desu vida había sido una de susconcubinas, Zaira. Ella le habíadado su único hijo varón, Sancho,el heredero muerto en la batalla deUclés un año antes. Ahora seesforzaba por tener un último hijo,pero la naturaleza parecía darle laespalda.Alfonso se retiró del hermoso yjoven cuerpo de su esposa y esta

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respiró aliviada. Era su obligaciónyacer con su esposo, pero paraBeatriz era algo parecido a hacerlocon un cadáver. El atractivo ymusculoso rey era ahora un amasijode pellejo y huesos, un anciano sinfuerza, mal humorado yobsesionado con tener un hijovarón, cuando la vida ya le habíaretirado el vigor de engendrarlo.El rey se vistió y caminó apoyadoen un bastón hasta la ventana.Observó el patio de armas. Unacomitiva de media docena de

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personas descendía de sus caballosy entraba en el edificio. Un par deminutos más tarde, uno de loscriados del rey anunciaba la visitainesperada.El rey no era muy amigo de recibira nadie sin una audiencia, pero elcriado le informó que aquel hombretraía información de primera manodel nuevo emir y sus planes.Alfonso se puso la corona y bajó laescalinata con la ayuda de dossiervos. Después caminó conlentitud hasta la sala del trono y se

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sentó. El secretario se acercó hastaél y le explicó la razón de aquellaaudiencia urgente.

— Que pase ese caballero.¿Cómo habéis dicho que sellama? –preguntó el rey.

— Andrés de Córdoba. Alparecer es un cristianomozárabe que pertenece auna vieja estirpe de hidalgosvisigodos, pero ha estadopreso en Granada casi unadécada –dijo el secretario.

Andrés de Córdoba entró en la sala

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acompañado de su hija Isabel. Porunos segundos temió que el rey lereconociera, pero habían pasadocasi veinte años y la última vez quese vieron él iba vestido a la maneramusulmana. Su pelo rubio habíadejado paso a un cabello blanco, labarba tenía tintes pelirrojos, loúnico que quedaba intacto eran susrasgos infantiles y sus expresivosojos.

— Majestad, le agradecemosla rapidez a la hora derecibirnos. Esta es mi hija

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Isabel, los dos llevamoscabalgando varios días paraavisaos cuanto antes de unnuevo ataque de losalmorávides, esta vezcomandados por Alí ibnYúsuf –dijo Andrés.

— Cada año esos malditosmoros atacan mis territorios.Valencia está sufriendorazias casi dos veces poraño. ¿Para eso habéiscabalgado hasta aquí? –preguntó el rey frunciendo el

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ceño. Era demasiado viejopara que le hicieran perder eltiempo de esa manera.

— Tenéis razón, pero losplanes del Alí son muchomás audaces en esta ocasión.El ejército que ha reunidoesta vez es formidable ypretende atacar el corazónmismo de vuestro imperio,Toledo –dijo Andrés.

— ¿Toledo? Eso es imposible.Mis informadores no nos hancomunicado nada –dijo el

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rey.Andrés se aproximó unos pasos alrey y extendió el pergamino quellevaba en su mano. Alfonso hizo ungesto al secretario para que lorecogiera y se lo entregara.Después lo leyó atentamente.

— Está en árabe –dijo el rey.— Es una copia de la carta

que Alí ha enviado a todossus generales, sus ejércitosya se desplazan hacia Jaén –dijo Andrés.

— ¿Están llegando a Jaén?

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Eso nos da poco más de unasemana para organizarnos. Lamayoría de mis tropas estánen Valencia y en la taifa deZaragoza –dijo el reysubiendo el tono de voz.

— No hay informes, debe detratarse de un error.

El rey se puso en pie y se acercóhasta Andrés. Le puso el brazo en laespalda y muy amablemente le dijo:

— Paseemos por el jardín,todavía el tiempo es bueno yyo necesito mover esta

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pierna.Los dos hombres salieron a loshermosos jardines de palacio. Lasflores crecían por todas partes,aquella era una de las herencias delos antiguos palacios musulmanes.Alfonso se detuvo ante una rosa y laolió. Después miró al cielo azul,que empezaba a encapotarse.

— Sentémonos –dijo el reyseñalando un banco depiedra.

— Majestad, prefieromantenerme de pie –dijo

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Andrés.— Sentaos, cuando uno se

hace viejo, ya no le importael protocolo –dijo el rey.

Andrés se sentó junto al rey. Alverlo tan de cerca le impresionó loavejentado que se encontraba. Susojos apagados y velados por unaespecie de redecilla transparente, elcuerpo enjuto en una túnica que lequedaba demasiado grande, laspiernas envueltas en vendas, paradisimular las yagas y heridas que sele abrían constantemente.

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— Alí ha reunido al ejércitomás formidable desde laprimera invasión de supadre. Su plan es conquistarToledo, hacerse con la taifade Zaragoza y después contoda Castilla, León yValencia –dijo Andrés.

— Si mi hijo estuviera vivo,…no tengo heredero ni a nadieque enviar a la batalla. Mihijo murió el año pasado enla batalla de Uclés –dijo elrey. Entonces su semblante se

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ensombreció.— Lo entiendo, pero Castilla

debe enfrentarse a los morosy salvar la cristiandad –dijoAndrés. Aquellas palabras lesonaron huecas. Él habíavivido casi veinte años conmusulmanes, su esposa e hijaeran musulmanas, al igualque su difunto suegro Abu,aquella guerra la perderíantodos en cierto sentido.

— Reuniré un ejército y nosenfrentaremos a Alí, pero

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con una mujer comoheredera, el reino se perderá–se lamentó el rey.

— Eso está en las manos deDios –dijo Andrés.

— Es cierto, confiemos en Él–dijo el rey. Después se pusoen pie y ambos caminaron ensilencio hasta el edificio.

Cuando estaban llegando a la puertael rey se volvió y con un gestoamable le dijo:

— ¿Qué deseáis que os dé porvuestros servicios?

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Andrés se quedó pensativo ydespués contestó:

— Lo único que deseo esayudar al reino. Me gustaríasupervisar la defensa de laciudad y construir variasmáquinas de guerra queaprendí a hacer durante micautiverio.

— No solo os concedo esedeseo, desde ahora seréisnombrado conde de Córdoba,algún día, cuando esas tierrassean recuperadas, tendréis

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derechos sobre parte deellas, pero desde hoyrecibiréis dicho título,acompañado de una pensiónvitalicia –dijo el rey.

— No lo merezco, Majestad –dijo Andrés.

— Se hará como yo digo.Pondré a vuestra disposiciónlas defensas de la ciudad,vestiréis nuestros colores ylucharéis en nombre del reyAlfonso –dijo el rey.

Cuando Andrés y su hija Isabel

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salieron del castillo no podíanocultar su alegría. Andrés se sentíaun hombre libre, ya nunca podríautilizar su viejo nombre, pero ahoraera un noble y podía acudir aMagerit a recoger a su esposa.Aunque su primera misión erasalvar Toledo.Caminaron hasta una de las casas destinadas a las embajadas y visitasimportante de la ciudad, sería suresidencia permanente en Toledo.Isabel y Andrés entraron en elhermoso palacio y los criados les

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ofrecieron agua fresca y fruta.— ¿Tenéis vino? –preguntó

Andrés.— Sí, señor conde –dijo uno

de los criados.— Traedme una copa de

inmediato –dijo Andrés, quellevaba esperando aquelmomento muchos años.

El criado trajo una jarra de vino ysirvió un poco a Andrés.

— Servidle a ella también –dijo el hombre señalando asu hija.

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Los dos levantaron sus copas ydespués apuraron el vino. Andréssintió como aquel elixir de losdioses le envolvía el paladar ydespués del trago dio un gransuspiro. Ahora sí se sentía otra vezde nuevo en casa.

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Capítulo 30

Año del Señor, 1 de julio de 1109 El calor de aquella mañana nohacía presagiar nada bueno. El reyllevaba varios días sin poderlevantarse del lecho y el ejército deAlí estaba a menos de un día decamino. Andrés entró en lahabitación. Al pie de la cama deAlfonso se encontraba su esposaBeatriz, su hija Urraca, Álvar

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Fáñez y el arzobispo de Toledo.Andrés intentó no acercase alarzobispo, aquel era el únicohombre que podía identificarle.Cuando el rey le vio, le pidió queles dejaran solos. En aquellosmeses habían logrado crear unagran amistad. Urraca y el resto delos acompañantes salieron de lahabitación enfadados, aquelmozárabe parecía más importantepara el rey que su familia y laspersonas más nobles del reino.

— Ese montón de necios lo

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único que espera es mimuerte –dijo el rey.

— No habléis así de vuestrafamilia –le reprendióAndrés.

— Urraca es una mala hija,Álvar dejó morir a mi hijoSancho en la batalla y esemaldito arzobispoúnicamente me ha traídoproblemas desde que llegódesde el reino franco –dijo elrey.

— Álvar es un buen guerrero y

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dispondrá bien las defensas,los enemigos están a lapuerta, pero no pasarán lasmurallas de la ciudad –dijoAndrés.

— Preferiría que fuerais vos,pero nunca aceptarán a unmozárabe como jefe de misejércitos, lo que no entiendeses que yo soy casi unmozárabe, pasé gran parte demi vida en esta ciudadcuando aún era musulmana.Tenemos mucho que

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aprender de los musulmanes–dijo el rey.

Andrés se enderezó, sus riñones yano aguantaban aquella inclinaciónsobre la cama por más tiempo.

— Procurad que las defensasresistan, espero que vuestrasmáquinas nos ayuden. Encuanto la batalla termine serámejor que os marchéis aMagerit, ya tenéis las cartaspara sustituir al conde deAstorga, aquel truhán me harobado miles de maravedíes,

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pero ya no lo hará más –dijoel rey.

Andrés había conseguido que el reyle diera el gobierno de la ciudad yla hora de su venganza se acercaba.No había podido viajar hasta lavilla, pero le habían informado deque el conde se había casado con sumujer al poco tiempo de su huida,ahora le pagaría por todo el dañocausado.Se escuchó una señal de alarma,Andrés se asomó a la ventana ypudo ver a los ejércitos

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almorávides llegando hasta el piede las murallas.

— Adelante, no dejéis queesta hermosa ciudad caiga enlas manos de estos salvajes –dijo el rey.

Andrés le agarró la mano y saliócorriendo hacia su puesto, junto a élestaba Álvar, que era el jefe militarde la ciudad, con el título deToletule Dux.

— Son más de los quepensábamos –dijo –Alvar,cuando los dos hombres se

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parapetaron en la muralla.— Resistiremos –dijo Andrés.

Los almorávides se acercaron deforma desordenada, con lasescaleras y a pecho descubierto.Eran un ejército fiero, pero pocoorganizado. Conseguían vencer aterrorizando a sus enemigos, másque por su disciplina.

— Van a atacar por el flancosur, será mejor que loreforcemos –dijo Andrés.

— ¡Que los arqueros disparen!–ordenó Álvar. Cientos de

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flechas inundaron el calurosocielo de Toledo y cayeronsobre los moros. Muchosfueron alcanzados, perocontinuaron corriendo haciala muralla y colocando susescalas.

Un mar de hombres cubría laexplanada, sus turbantes negros ysus lanzas les hacían parecer unaverdadera plaga de langostas. Unosdías antes habían invadidoTalavera, destruyendo todo a supaso. Ahora que la taifa de

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Zaragoza estaba sometida a suvoluntad, se creían capaces dedominar el resto de la Península.Centenares de almorávides yacíanen el suelo, pero otros muchos seunían al ataque y algunos lograbanescalar hasta el muro y lucharcuerpo a cuerpo con los soldadoscristianos.

— Tenemos que utilizar misarmas –se quejó Andrés queesperaba las instrucciones deÁlvar.

El general se había opuesto a las

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armas de Andrés, no las veía útiles.Las catapultas se utilizaban contramurallas, no contra ejércitos enmovimiento. Tampoco le convencíaque esas máquinas del diablolanzaran bolas ardientes de brea,pero los enemigos seguían llegandoy cualquier solución parecía útil enun momento crítico como ese.

— ¡Que disparen! -ordenóÁlvar.

Andrés se asomó al patio y bajó elbrazo, esa era la señal convenida.Los soldados prendieron las

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grandes bolas de piedra recubiertasde brea y las lanzaron contra elenemigo.Los almorávides se vieronsorprendidos por las bolas de fuegoque caían sobre sus cabezas. Losque no morían aplastados, veíancomo sus vestidos ardían. Lossoldados lograron rechazar a losmoros de la muralla, ya que lamarea de hombres comenzó adetenerse, al mismo tiempo que losarqueros volvían a lanzar sus nubesde flechas a los moros que huían

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despavoridos.Tras cuatro horas de durosenfrentamientos, los almorávidesescapaban bajo el fuego de lacatapultas. Los cristianos habíansalvado la ciudad.Cuando Álvar y Andrés fueron adar las buenas nuevas al rey, su hijaUrraca salió del cuarto, Alfonsohabía muerto unos instantes antes deque la victoria llegara a manoscristianas.

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Capítulo 31

Año del Señor, 2 de julio de 1109 Nada le detenía en la corte. El reyestaba muerto, su hija doña Urracaocupaba ahora su puesto y él teníaque volver a la ciudad que siemprehabía ambicionado habitar, lahermosa villa de Magerit.Aquella mañana el trabajo derecogida de cadáveres fue una delas tareas más arduas después de la

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batalla. Afortunadamente, algunossoldados habían despejado elcamino, pero el número de cuerposera muy grande y los muertos seamontonaban a ambos lados, comomontones de leña. El calor del mesde julio les había llevado adescomponerse rápidamente y elhedor era insoportable.Andrés y su hija viajaban en unacómoda carroza tapizada por dentrode terciopelo, pero tuvieron quetaparse el rostro con pañuelosimpregnados con perfume para

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soportar el tremendo olor. Laprimera hora de viaje fue uninfierno, pero afortunadamentecuando perdieron de vista laciudad, el camino mejoró. Lo únicorealmente incómodo era el calor yel polvo que se levantaba de lasequedad del camino.El viaje no era muy largo, algo másde dos días de camino, por esoAndrés había planificado descansaren Valdemoro antes de llegar aMagerit, por la mañana saldríanfrescos y llegarían a la ciudad al

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mediodía.Durmieron en una venta, no era muylujosa, pero suficiente para cenaralgo y descansar en una cama consábanas limpias. Isabel no sequejaba de nada, llevaba unosmeses entre cristianos, pero ya sehabía amoldado a sus costumbresbárbaras. A los cristianos no lesgustaba bañarse, usaban las mismascalzas durante semanas y ni siquieraeran muy amigos de ungüentos operfumes.Por la mañana su carroza salió con

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la escolta, les acompañaban mediocentenar de hombres, así lo habíadispuesto el rey antes de morir, talvez por temor a que el conde deAstorga intentará algún tipo demotín al verse depuesto.Los bosques continuos y losriachuelos embellecían un paisaje,que poco a poco comenzaba acambiar por la roturación de nuevoscampos. Los colonos seguíanllegando a la zona, a pesar de laamenaza de los almorávides. Por elcamino vieron a familias enteras

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con carromatos dirigiéndose máshacia el sur. Aquella conquistaparecía imparable, en poco tiempo,las grandes llanuras vacías de laslargas guerras entre moros ycristianos serían ocupadas,después, cuando los reinos morosterminaran de caer, esa marea seextendería hasta el mismo marMediterráneo y el sur de laPenínsula. En el fondo, Andréssentía que aquel mundo que elconocía estaba a punto dedesaparecer. Los bosques serían

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cortados y poco a poco los hombresocuparían todo el territorio.Después de una frugal comida en lacarroza, continuaron viaje. Loscaminos mejoraban y había algunostramos muy arreglados. Tambiénaumentaba la afluencia de gente,hasta convertirse en una mareahumana en el último tramo. En laspuertas de la ciudad se concentrabauna multitud que quería entrar en laciudad.

— ¿Qué sucede? –preguntóSantiago al cochero.

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— No podemos pasar señorconde, la multitud nos loimpide.

— Utiliza la fusta, debemosllegar antes de que cierre lamuralla –dijo Andrés.

El cochero comenzó a dar latigazosa los caminantes y enseguida seabrió un pasillo hasta la entrada dela Puerta de la Vega. Cuandollegaron, unos guardas lesimpidieron la entrada.

— No puede pasar más gente,únicamente los vecinos de la

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villa –dijo el soldado.Andrés salió del carruaje y exigióhablar con el hombre al mando.Unos minutos más tarde llegó unhombre bajo, con un bigote negro ycara de muy pocos amigos.

— ¿Qué sucede caballero?— Mi nombre es Andrés de

Córdoba, conde de Córdoba,soy el nuevo gobernador dela ciudad –dijo enseñando eldocumento firmado y selladopor el rey.

— Disculpad, señor. No

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sabíamos que veníais. Hoyestamos sufriendo la llegadade miles de personas, alparecer los almorávidesfueron rechazados en Toledo,pero se han puesto a saqueartodos los alrededores.Algunos de los refugiadosdicen que parte de eseejército viene hacia aquí. Nopodemos acoger a más gente,si lo hacemos y la ciudad esasediada, a los pocos días nopodremos alimentar a los

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vecinos –dijo el soldado.Andrés se quedó pensativo unosinstantes, si era cierto que losalmorávides se acercaban a laciudad, todos los que no entraran enla ciudad eran hombres muertos,pero en un asedio prolongado, laciudad no podría alimentar a tantasbocas.

— Dejad pasar a mujeres,niños y ancianos. A losjóvenes instruidlos para elmanejo de armas. ¿Tenéisalgún arsenal? –preguntó

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Andrés.— Sí, claro, pero con la

milicia de vecinos podremosdefender la muralla sin laayuda de estos campesinos –dijo el soldado.

— Vengo de Toledo y ayudé ala victoria de la ciudad, losalmorávides son guerrerosferoces y mermarán a lamilicia rápidamente. Yasabéis mis órdenes –dijoAndrés.

Entraron con la carroza hasta el

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Alcázar, desde hacía muchos añosel conde lo utilizaba como suresidencia. El rey no había tenidomucho tiempo de recreo en losúltimos años debido a las continuasguerras, lo que había aprovechadoel conde para hacerse amo y señorde todo. El concejo no se atrevía acontravenirlo y los vecinos veíanmermar sus dineros por los altosimpuestos de aquel pequeño tirano.Cuando la carroza se detuvo en elpatio, Andrés comprobó que elalcázar había sido ampliado. El

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conde había despejado la zonaanterior al castillo y las murallas sehabían extendido aún más,recogiendo algunos de losarrabales, que antes estabanextramuros. Le habían informadotambién, que la ciudad estaba llenade francos, que controlaban granparte del comercio y que lapoblación morisca habíadescendido mucho, hasta casidesaparecer.Cuando el conde de Astorga salió arecibirle, su cara reflejaba una

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mezcla de estupor y odio. El oficialle había informado del contenido dela carta del rey, incluso se le habíapasado por la cabeza asesinar alconde de Córdoba y aducir quehabían sido los moros, pero al finalhabía entrado en razón, sobre todocuando le dijeron que el nuevogobernador traía una escolta decincuenta hombres.

— Estimado señor conde deCórdoba –dijo el conde. Surostro parecía el de unamomia. Sus ojos hundidos, la

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piel muy arrugada, un cuerpodelgado, pero con unaprominente barriga y la barbamedio despellejada.

— Estimado gobernador,siento molestaros en unmomento crítico como este,pero fue última voluntad delrey que tomase esta plaza. Osrelevo de un duro trabajo,sobre todo en vísperas de unataque. Esta es mi hijaIsabel, espero que no osimporte que nos acomodemos

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en el alcázar, mi secretariose hará cargo hoy mismos delas rentas, los impuestos ylas cuentas. Mis hombres deconfianza cuidarán delalcázar, pero deseo quepermanezcáis en la ciudadhasta que pueda firmar quetodo está correcto –dijoAndrés sin dejar de sonreír.

Lo cierto es que pretendía juzgarlopor todos los abusos de aquellosaños y el asesinato de los antiguosmiembros del concejo. Permitiría

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que los concejales recuperaran supoder y que todo volviera a lanormalidad.

— Será un placer serviros. Miesposa os atenderá, pordesgracia mi hijo seencuentra en el reino deValencia y no regresará hastadentro de unos meses –dijoel conde.

Andrés notó que su corazón daba unvuelco, al final vería a su mujerAna, aunque ella le hubieratraicionado, todavía sentía algo

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dentro de él, sabía que no se tratabade amor, posiblemente fueranostalgia.Cuando entraron por la puerta deledificio principal, todos losrecuerdos se agolparon en su mente.La primera vez que vio la hermosaciudad de Magerit y como ésta lehabía cambiado la vida. Lo ciertoera que nadie que viniera a esahermosa villa, salía de ella igualque había entrado.

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Capítulo 32

Año del Señor, 2 de julio de 1109 Aquella noche fue muy larga, másde lo que Andrés nunca hubieraimaginado. El conde les preparóuna cena de bienvenida, aunque élse preocupó de que uno de suscocineros supervisara lapreparación de la comida, no sefiaba del conde.Después de un breve descanso,

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Andrés bajó al salón con unas ropasnuevas. No soportaba el olor asudor, después de vivir tantotiempo en Al-Ándalus, muchas desus costumbres se le habían pegado.Su hija se unió a él poco después.Andrés apenas podía disimular suimpaciencia, estaba convencido deque su mujer le reconocería alverle, a pesar de los años. Sentíauna extraña sensación en elestómago y en un par de ocasionesestuvo a punto de excusarse y subira su habitación.

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Cuando el conde de Astorga entróen la sala con su esposa, ladecepción de Andrés no pudo sermayor. La mujer que acompañaba aaquel miserable no era su esposaAna, era una joven de menos dedieciocho años con la que se habíacasado unos meses antes alenviudar de Ana.Isabel apretó el brazo de su padre,al ver su rostro desencajado y éstese mostró cortés con la dama eintentó pasar una velada agradable.

— La ciudad está patas arriba.

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¿Creéis vos que esos morosatacarán? –preguntó elconde.

Andrés le miró por encima delhombro. El conde era una muestraclara de que la necedad no sepasaba con los años. En esemomento supo, que si él no hubierallegado aquel día a la villa, nadiehubiera preparado su defensa yaquella multitud habría sidomasacrada y la ciudad tomada porla fuerza.

— Sí, atacarán. Los

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almorávides son un puebloorgulloso y la derrota deToledo les ha dejadototalmente desolados,buscarán cómo devolvernosel golpe, puede que Mageritno sea una pieza tan jugosapara ellos, pero sin dudapodrán llevarse un buen botínde regreso a casa –dijoAndrés.

— Esos salvajes musulmanesson terribles –dijo lacondesa.

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Isabel frunció el ceño, su acentodelataba su procedencia del sur,pero su castellano era perfecto.

— Los musulmanes están másavanzados que nosotros enmuchas cosas. Nosotroshemos vivido muchos añosjunto a ellos y lo sabemosbien –dijo Isabel molesta.

— Pues dicen, que los queconviven con ellos, al finalse hacen unos infieles –dijola joven.

— Los ignorantes dicen

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muchas cosas, pero espreferible no escucharles –comentó Isabel.

— Lo importante es que se hanreforzado las defensas,aunque mis hombres me haninformado que la murallatiene algunos puntosvulnerables, al parecer sumantenimiento deja muchoque desear –dijo Andrés.

— Estos villanos ocultan sudinero, para no pagar losimpuestos. Ya los conocerá

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con el tiempo, yo me marchomás pobre de lo que llegue aeste puesto de servicio al rey–dijo el conde.

Ya lo veremos pensó Andrés, quepretendía que aquel maldito ladróndevolviera hasta la última monedade la que se había apropiadoindebidamente.Entonces se escuchó un fuerte golpey el bramido de cientos de voces.Andrés se puso en pie y tomó laespada que descansaba en una sillapróxima. La joven esposa del conde

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comenzó a gritar e Isabel se la llevóa la habitación. El conde y Andréssubieron a una de las torres másaltas. Todavía era de día cuandosalieron a la almena, el cielocomenzaba a enrojecer, pero elcalor era todavía sofocante. Laspuertas de la ciudad estabancerradas, pero los últimosperegrinos intentaban abrirla agolpes, detrás se veía una inmensanube de polvo, todo un ejército enmarcha.

— Era cierto que vendrían –

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dijo el conde impasible.Confiaba mucho en lasfortalezas y la muralla, perola ciudad de Magerit nuncase había enfrentado a unejército tan poderoso.

Las milicias urbanas eran poco másque campesinos y comerciantesdisfrazados de soldados, losúnicos hombres con los querealmente podía contar Andrés eracon el medio centenar de soldadosde su escolta personal y la treintenade la guarnición de la ciudad, pero

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en el horizonte se veía desplegadoun ejército de varios miles dehombres.

— ¿Cuánto miembros de lamilicia hay? –preguntóAndrés.

— Unos doscientos –contestóel conde.

— ¿Doscientos? –preguntóAndrés extrañado, la ciudaddebía tener un par de milesde almas.

— Sí, muchos ciudadanosestán exentos al pagar un

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impuesto especial –dijo elconde.

Aquello estaba prohibido, todos losciudadanos debían servir en lamilicia y tener sus propias armas.Magerit estaba en zona de frontera yun ataque musulmán era más queprobable.

— Hoy tendrán que luchartodos. Que se reúnan losvecinos en el campo del reyy los distribuiremos por lamuralla, junto a los jóvenesque han entrado en la ciudad

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–ordenó Andrés.Uno de sus oficiales corrió acumplir las órdenes. Toda la ciudadestaba expectante y el temorcomenzaba a apoderarse de lagente.

— Que todos los refugiados seconcentren en la plaza de laIglesia de Santa María. Losancianos, mujeres y niñosdeben recibir refugio en losmonasterios e iglesias ytambién alimento –ordenó aotro de sus hombres.

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El conde miró sorprendido a susustituto e envidió su capacidad,para organizar a la ciudad, él nuncahabía tenido ningún don de mando.Cuando Andrés volvió a mirar porla almena, observó horrorizadocomo los almorávides comenzabana matar a todos los campesinos queno habían logrado entrar dentro delas murallas. Con sus lanzasatravesaban a una mujer con su hijoen brazos, a ancianos o niños quecorrían desesperados hacia el río.Hasta los moros de los arrabales a

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los que no se les había permitidoentrar en la ciudad huíandespavoridos, mientras suscorreligionarios los asaeteaban,degollaban o golpeaban con mazasy hachas.

— Dios mío –dijo Andrés.Intentando no imaginar lamasacre que se avecinaba sino lograban detener a esossalvajes.

Cuando los almorávides estuvierona tiro, Andrés ordenó a la docenade arqueros que dispararan.

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Aquella lluvia de flechas fue comoenfrentar a un gran oso con unaespada de madera. Desde lamuralla los vecinos comenzaron aarrojar todo tipo de objetos sobrelos asaltantes: aceite hirviendo,piedras, vasijas de barro, objetosde metal. Cualquier cosa era buenapara descalabrar a algún enemigo.Andrés observó como losalmorávides acercaban a la puertaunos arietes para derivarla. Por esomandó a sus mejores arqueros paramatar a los asaltantes. La ciudad

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era un caos, cuando lograba pararalgún intento de subir a la muralla,aparecía otro punto de la ciudad enpeligro. Sus hombres corrían de unlado para el otro reforzando laszonas más vulnerables.Cuando llegó la noche cerrada, losalmorávides pararon el ataque ymontaron un campamento cerca dela muralla. No detuvieron en toda lanoche de torturar a sus prisioneros,violar a las mujeres y lanzar a losniños contra la muralla, para que seestallaran. Sabían que su gran arma

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era el miedo, si los vecinoslograban quedarse paralizados antesu ataque, su triunfo sería seguro.Al amanecer, el espectáculo fueterrible. El suelo alrededor de lamuralla estaba alfombrado demuertos, la mayoría víctima de losalmorávides. Andrés habíaaprovechado la noche para prepararuna estrategia. Para ello, habíaenviado un mensajero para quepidiera ayuda a Toledo, peromientras esta llegaba, él habíapreparado la defensa del alcázar.

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Sabía que era solo cuestión detiempo que los musulmanes entraranpor alguna parte de la muralla, poreso tendrían que conformarse conproteger el alcázar y esperar laayuda de la reina.Los soldados habían recogidodurante la noche a todas las mujeresy niños de la ciudad y los habíanllevado dentro del recintoamurallado del alcázar. Despuéshabía puesto a todos sus hombresdefendiendo el castillo, apoyadospor los vecinos. En la muralla de la

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ciudad habían quedado algunossoldados expertos para organizar ladefensa, pero la mayor parte eranvecinos o jóvenes reclutados deentre los refugiados.Cuando el ejército de Alí atacó, lagente comenzó a gritar de espanto.La pisada de miles de soldados,que se golpeaban las armaduras ygritaban a Alá, dejó sin respiracióna los vecinos de Magerit. En aquelmomento los ricos y los pobres, loscastellanos y mozárabes, losfrancos y judíos, todos eran iguales,

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componían los brazos, las piernas yel cuerpo de aquella villa.Después de dos horas de choquesconstantes, parte de la muralla sevino abajo y los almorávidesentraron en la villa, asesinando atodo hombre o mujer que seencontraban a su paso. Incendiaronun par de iglesias y se dirigieronhacia el alcázar.Andrés les había preparado un granrecibimiento. Por la noche habíaadiestrado a cincuenta hombre en eluso del arco, por eso cuando los

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musulmanes se acercaron,recibieron una lluvia de flechasinesperadas que hizo caer a decenasde ellos. Después las milicias leslanzaron piedras y aceite hirviendo,logrando tirar todas las escalas quelos almorávides lograban colocar.Tras tres horas de choquesininterrumpidos, las flechascomenzaban a escasear, ya no habíanada que arrojar y los moroslograban llegar a las almenas concierta facilidad.Las mujeres y los niños gritaban al

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ver algún moro atravesar lasdefensas y lanzarse hacia la granexplanada, pero los jóvenes querodeaban a la multitud no tardabanen abatirlo.La situación era desesperada. Suúnica esperanza era aguantar elataque hasta la noche y esperar queal día siguiente llegara un ejércitode Toledo. Al final, los vecinoslograron resistir. Las mujeresfabricaron flechas por la noche, losherreros trabajaron sin parar y sepreparó la salida de un grupo de

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caballeros, para intentar dividir alas fuerzas musulmanas.Cuando el sol salió aquella mañana,los defensores estabanabsolutamente agotados. Llevabandos días sin dormir, apenas habíancomido, el calor comenzaba apudrir los cuerpos que estabandesparramaos por toda la villa y losalrededores. Las plagas notardarían en aparecer y terminaríancon lo que los almorávides nohabían conseguido.Los musulmanes se acercaron a la

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ciudad, para realizar su últimoasalto. Todavía era una fuerzaconsiderable, aunque comenzaban apensar que aquella pequeña villales estaba saliendo muy cara.Atacaron con la misma bravura quelos días anteriores, intentaronderrumbar la puerta y escalar lamuralla, los vecinos defendieron elalcázar con todas sus fuerzas, de suvalor dependía su propiasupervivencia y la de sus familias.Cuando el sol estaba en lo más altoy el calor era asfixiante, uno de los

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vigías observó algo que se movía alo lejos, al principio creyó que erael reflejo del calor sobre las tierrascercanas, pero después pudocerciorarse de que se trataba delejército de Toledo que venía en suayuda. Cuando el rumor de lallegada de los refuerzos se extendióentre los asaltantes, comenzaron ahuir despavoridos. Entoncessalieron los hombres a caballo ycomenzaron a perseguirles, lessiguieron los vecinos de la villa,que asqueados y horrorizados por

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los desmanes de los moros, queríandarles caza para pagarles concreces lo que habían hecho a suscasas y familias. Los almorávidescaían muertos cerca de la puerta dela Vega, los vecinos les siguieronhasta el río, después asaltaron sucampamento y llevaron todo lo devalor que encontraron.Cuando el día declinaba, Andrés sepuso enfrente de los soldados y losvecinos y les dirigió unas palabras:

— Vecinos de Magerit, estedía será recordado por todos

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los que habiten esta villa degeneración en generación.Hoy defendisteis con honravuestras vidas y las devuestras familias. Como unsolo hombre, con un solocorazón, con la espada y elarco en la mano,demostrasteis a Castilla, queno existe mayor valor que elde un pueblo en armas, queno hay más fuerza que la delos corazones humildesdispuestos a morir por su rey

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y su fe. Bebed esta noche elvino dulce de la victoria, delamor a la tierra y del debercumplido.

La gente aplaudió las palabras desu nuevo gobernador. Despejaronlas calles de cadáveres yencendieron grandes hogueras. Lospróximos meses serían duros,debían reconstruir las murallas, lascasas y conventos, antes de quellegara el invierno. Muchos vecinosno tenían nada y otros habíanperdido a parte de su familia, pero

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los ciudadanos repartieron comida,mantas y organizaron lugares en losque cobijar a la gente aquellasnoches de julio.La venganza de Andrés tuvo queesperara unas semanas, cuando lasaguas volvieron a su cauce, serehizo el consistorio y fueronnombrados nuevos miembros delconcejo, alcaldes, alguacil y juez.Entonces, se destaparon todos lossecretos que habían sido guardadosdurante años.

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Capítulo 33

Año del Señor, 15 de septiembre de1109

Los secretarios del nuevo conde deCórdoba habían trabajado sindescanso todas aquellas semanas,para descubrir los engaños delanterior gobernador. Después delesfuerzo reunieron cientos deardides, robos, apropiaciones eimpuestos recaudados, que habían

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terminado en la bolsa del conde deAstorga y no en la bolsa del rey.Andrés leyó con detenimientos lasacusaciones, quería que el condefuera condenado a muerte, perdierasu título y todo el dinero regresara ala villa y la corona. Aunque lasprimeras semanas de su mandato sededicó plenamente a lareconstrucción de la ciudad, enparte destruida por los asaltantesalmorávides.La reina Urraca le envió unafelicitación por su valor y

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dedicación al reino y los miembrosdel concejo apoyaban todas susiniciativas.Andrés salía cada mañana tempranopara supervisar las obras dereconstrucción de la muralla, lareedificación de varios conventos eiglesias quemados y sobre todo, lareconstrucción de las casasafectadas. También ayudó a loshabitantes de los arrabales yconstruyó algunas defensas básicasalrededor de sus casas. Por últimose preocupó de alimentar a los

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huérfanos y viudas de la ciudad,pero todas sus buenas obras y suamor al prójimo no podían apagarsu sed de venganza.Isabel y él paseaban por la tardepor la ciudad, repartían monedas alos pobres y comían con la gentesencilla que sacaba las mesas desus casas a las calles por elinsoportable calor. Después salíande la muralla y caminaban por lossenderos hasta el río, siempreprotegidos por su escolta. Lo quemás apreciaba de su hija eran las

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largas y agradables charlas.— ¿Por qué no dejáis vivir al

conde de Astorga? Es unanciano, sabéis que perderásu título y rentas, pero denada sirve quitarle la vida.Eso ya lo hará la enfermedado la vejez –dijo Isabel.

— Ese hombre mató o mandómatar a gente inocente, robó,violó e hizo todo tipo dedesmanes, merece la horca –dijo Andrés.

— Puede que sea cierto, pero

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vos padre, lo queréisajusticiar para vengar lo queos hizo.

Andrés no le había contado todoslos detalles a su hija, tampoco lehabía mencionado su anteriormatrimonio y su hijo perdido,pensaba que aquello era un asuntodemasiado difícil de asimilar paraIsabel.

— Yo no le condenaré amuerte, serán los jueces de lavilla –comentó Andrés.

— Ellos simplemente dictarán

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sentencia, pero vos ya lohabéis condenado –dijoIsabel.

— Este mundo no es ecuánime,para una vez que se va ahacer justicia, no debemosparar su cauce. El condepodrá usar un abogado ynosotros no terminaremosasesinándole como él hizocon el que defendió la causade Serafín –dijo Andrés.

— Por cierto, ¿habéisencontrado a Pablo, el hijo

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de vuestro amigo? –preguntóIsabel.

Lo cierto es que con todo losucedido en las últimas semanas nohabía tenido tiempo en pensar en lapromesa que le había hecho a suviejo amigo.

— Mañana mismo ordenaré subúsqueda –dijo Andrés.

Isabel se mordió el labio inferior,era un gesto que solía hacer antesde proponer algo a su padre que noestaba segura que este aprobaratotalmente.

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— Había pensado en educar aalgunas de las hijas de losnobles y comerciantes de laciudad. Simplementeenseñarles a leer y escribir –dijo Isabel.

— Me parece bien, pero queprimero consientan suspadres –dijo Andrés.

Disfrutaron del frescor del río, erala única parte de la villa, en la queel calor no era insoportable.Después ascendieron hasta la puertade la Vega y subieron hasta el

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alcázar, para poder cenar un poco.La cena fue frugal, les acompañabael capitán Juan y el alguacil.Cuando Isabel se retiró, los treshablaron del inminente juicio alconde.

— Mañana será un día muylargo y difícil. El juiciocomenzará a media mañana,aunque me temo que durarávarios días o semanas, quiénsabe –dijo el alguacil.

— Procuraré meter prisa a losjueces, la villa necesita

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centrarse en otros asuntosmás importantes –dijoAndrés.

— Eso es cierto, pero almenos este caso servirácomo ejemplo, para aquellosque piensan que están porencima de la ley –dijo elalguacil.

El capitán se mantenía callado. Élhabía servido con el conde yconocía sus métodos, pero no era elúnico que merecía la horca. Otrosque habían colaborado con él en sus

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abusos, ahora se sentaban en elconcejo de la ciudad.

— Lo importante es que sehaga justicia y el pueblorecupere su dinero. Piensenen todo lo que podemoshacer con lo que se devuelvade los impuestos: mejorar lastierras comunales, construirun hospicio y un hospital,mejorar los caminos yconstruir alguna parroquianueva –dijo Andrés.

— Seremos la villa más

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importante de la comarca –dijo el alguacil.

— Aunque ahora me heenterado que la ciudad deToledo pide su jurisdicciónsobre nosotros. Sin duda hanvisto la riqueza de esta tierray el arzobispo, junto a losprincipales de la ciudad,desean nuestra bolsa –dijoAndrés.

— La reina Urraca tiene querespetar la voluntad de supadre –comentó el capitán.

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— Los reyes pueden hacer loque les plazca, pero ya heprevisto ese asunto. Unaparte del dinero querecuperemos estará destinadoa comprar voluntades en lacorte, incluidas la de lapropia reina –dijo Andrés.

La reunión terminó bien avanzada lanoche. Andrés se sentía cansado yal día siguiente debía tener todossus sentidos atentos, el conde deAstorga era un zorro viejo eintentaría escapar de la tela de

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araña que él había creado paraatraparle. Por eso tardó en dormirsey aquella noche no dejó de tenerpesadillas. Soñó con su esposa Anay la vez que fue violada en lasierra. Ella no dejaba de insultarley reprocharle su cobardía. Cuandodespuntó el alba se despertó con elrostro sudoroso y el corazónacelerado. Todo había sido unsueño, pero aquella mañana vería alfin su honor vengado, con el dulceelixir de la venganza.

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Capítulo 34

Año del Señor, 16 de septiembre de1109

El juicio levantó más expectaciónde lo que nadie hubiera pensado,pero tanta gente odiaba al conde detal manera, que muchos noquisieron perderse su caída endesgracia. Cuando Andrés llegó ala sala ya no entraba más gente,pero muchos vecinos decidieron

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quedarse fuera, pegados a lasventanas enrejadas o en la calle. Elabogado defensor era un hombrellamado Nicolás Herrero, unconocido abogado toledano, quehabía aceptado el caso con lapromesa de recibir un buen pellizcodel dinero que el conde tenía ocultoen alguna parte. A pesar de haberrecuperado cientos de maravedíes,mucho dinero seguía sin aparecer.Si el conde era condenado, antes desu muerte podría aplicársele elmétodo de la tortura para sacarle

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esa información.Andrés se sentó en una de lasprimeras filas, estaba solo, Isabelhabía preferido no acudir a laaudiencia, el anciano le causabalástima a pesar de su pasadoturbulento.El juez enumeró los cargos,sumaban más de veinticinco y lamayoría estaban ampliamentedocumentados. El fiscal saliódelante del juez y comenzó aexponer el caso.

— El conde de Astorga,

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antiguo gobernador de estavilla y aquí presente, ha sidoun mal servidor de sumajestad, pero también deeste honorable pueblo deMagerit. Desde el principiode su mandato, no tuvoreparo en robar, extorsionaro mandar a la horca a todoslos vecinos que se oponían asu voluntad. El conde deAstorga actuó sin piedadsobre muchos de los hombresy mujeres que hoy abarrotan

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la sala, pero no estamos aquípara pedir venganza.Estamos aquí para pedirjusticia. Las leyes del rey sonlas mismas para todos,ninguno de nosotros puedesaltárselas sin sufrir lasconsecuencias, por eso enesta mañana se juzga más quea un hombre, se juzga a todoslos hombres que explotan,violan o destruyen la vida deotros, para lucrarse. Por esola fiscalía pide la condena

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máxima, la muerte.El abogado defensor se puso en piey se dirigió a la concurrencia. Erade pequeña estatura, estaba cojo ylas arrugas de su rostro casitapaban sus ojos pequeños ymarrones.

— Vecinos de esta villa,señores magistrados,gobierno de la ciudad,estamos hoy frente a un casode injusticia. Este hombre, elconde de Astorga, ha servidodurante veinte años a esta

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villa, a ella le ha dado todasu juventud y lo mejor de suvida. Cuando él llegó a estaciudad, aquí únicamentehabía infieles y maleantes,que mal vivían en casasinsalubres y sin protección,pero él dotó a la villa dedefensas, echó a losmalandrines, hizo que elcomercio floreciera y arreglócaminos. La ciudad hacrecido e incluso ha resistidoun ataque que otras villas

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más fuertes no han logradovencer –dijo el abogado.

Un murmullo se movió por la sala,como una corriente de aire. Andrésfrunció los labios, él era el únicoque había salvado a esa ciudad delos almorávides, que aquel abogadole atribuyera parte de la victoria aaquel ser inmundo, le revolvió latripa.

— Como decía –continuó elabogado hablando, intentadosobreponer su voz almurmullo-, el conde de

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Astorga ha sido un fielservidor del rey y deMagerit, pero los interesesocultos de este nuevogobernador, han levantadossospechas sobre este granhombre. Un caballero que lahistoria juzgará en su justamedida, cuando se escriba lacrónica de esta villa.

El abogado se sentó junto alacusado, mientras el fiscal comenzóa sacar todas las pruebas contra elconde. Eran tantas y tan

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contundentes, que apenas nadapodía aducir el conde. Numerosostestigos salieron a hablar en sucontra y el pueblo aplaudió cadaintervención como si se tratara dealgún tipo de representación.Cuando llamaron a declarar alacusado, se hizo un silencio en lasala.

— Por favor, sentaos aquí.Únicamente tengo trespreguntas para vos –dijo elfiscal.

— Decidme, las responderé

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sin reparos, cuando laconciencia está tranquila, elhombre no tiene que temernada más que ante de Dios –dijo el conde.

La gente bramó en la sala, pero elviejo noble levantó la babillaorgulloso. Se sentía superior aaquella plebe a la que habíagobernado con mano de hierro másde veinte años.

— La primera es sobre el casode enjuiciamiento y posteriorejecución de los miembros

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del concejo, un abogado ydos vecinos de esta villa enel año del Señor de 1090 –dijo el fiscal.

— Yo no intervine en aqueljuicio, no era juez.Únicamente entregué alalguacil una orden de sumajestad el rey Alfonso VI –dijo el conde.

— Pero fuisteis vos quiénacusó a aquellos hombres demanera injusta, hablando alrey mentiras, para que él los

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condenara –dijo el fiscal.— Simplemente le dije a su

majestad, que aquelloshombres no respetaban lasleyes del reino ni losreglamentos de esta villa, porlo que el rey actuó enconsecuencia, pero de esonadie puede acusarme –dijoel conde.

El público estaba sorprendido de laentereza del conde y su formadescarada de mentir.

— Con respecto a la segunda

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cuestión, se han repasado lascuentas de los últimos diezaños, tiempo en el que losimpuestos pueden serreclamados y se hacomprobado que falta unacantidad importante. ¿Dóndeestá ese dinero? –preguntó elfiscal.

— Ese dinero está en doslugares –dijo el conde.

Todo el mundo se calló de repente,para escuchar la contestación delconde:

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— Uno es en los edificios deesta hermosa villa, susmurallas y esta fortaleza. Elconcejo no tenía suficientesfondos para atender a todoslos problemas de la villa yyo utilicé parte del impuestoreal para ese menester. Séque hice mal, pero fue por elbien de mis vecinos.

— Tendrá cara –se escuchóuna voz entre la multitud.

— Por favor, mantengansilencio –dijo el juez.

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— La tercera pregunta essobre las tierras que hareunido en estos veinte años.¿Es cierto que dos terceraspartes de las tierras próximasa esta villa son suyas? –preguntó el fiscal.

— No negaré que poseomuchas propiedades, aunquela proporción de la quehabláis es desproporcionada–dijo el conde. Después dioun suspiro y continuó sudiscurso-. Precisamente en

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agradecimiento al amor yafecto que me tienen losvecinos, he dejado en mitestamento que la mitad deella vuelvan a este pueblo deMagerit.

El fiscal se dio la vuelta y mirandoa los vecinos dijo:

— El señor conde ha mentidodescaradamente. Estedocumento prueba que fue élquien acusó a los vecinosque fueron condenados en1090, los acusó al alegar que

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habían ofendido al rey, alperder él un pleito en el quequiso extorsionar a un vecinode esta villa Serafín delPozo, quedándose con unastierras de labranza que esteposeía junto al río. El condemintió al afirmar que eldinero enajenado al rey seutilizó para mejorar la vidade los vecinos de esta villa,ya que en las cuentas de laciudad ese dinero no estáincluido, al contrario,

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muchos de los impuestos deestos vecinos, pasaron alpatrimonio del conde. Porúltimo, el conde es el mayorpropietario del condado,porque obligó a muchosvecinos a mal vender suspropiedades bajo amenaza yocupó muchas de las tierrascomunes. Por eso pido, ladevolución de todos esosbienes a sus legítimospropietarios, la recuperacióndel dinero de los impuestos y

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el pago a las familias de losasesinados bajo el mandatodel conde. Pido además quela reina Doña Urraca, quiteel título de conde a estehombre y la muerte en lahorca, para ejemplo de otroscomo él, que se creen librespara hacer el mal al resto delos hombres.

El pueblo aplaudió las propuestas,mientras el abogado protestabaenérgicamente. El juez se puso enpie y dijo:

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— Mañana este tribunaldictará sentencia, sesuspende la sesión.

Andrés se levantó del asiento conuna sonrisa en los labios, todohabía salido como tenía previsto.Después se dirigió a la salidaacompañado de su escolta que tratóde abrir paso. No notó, que muycerca de él había una mujer que leobservaba con atención, se sentíatan fuerte e invulnerable, quepensaba que nadie podía impedir yasu venganza.

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Capítulo 35

Año del Señor, 16 de septiembre de1109

Aquella tarde, después de lacomida, Andrés recibió un mensajemisterioso. El mensajeroúnicamente le comunicó que unamujer, deseaba hablar con él de unasunto importante. Le citaba sinescoltas al anochecer cerca de lapuerta de la Almudena. Al principio

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creyó que se trataba de una trampa,el último intento del conde dedeshacerse de él, pero despuéshubo un detalle que le dejóintrigado. La mujer que le habíamandado el mensaje, le decía que siacudía a la cita, le contaría cuálhabía sido la fatídica suerte de suesposa Ana. Nadie en la villa sabíaque él era Santiago Buendía, ni queAna había sido su esposa. Por tanto,aquella mujer le conocía.Seguramente quería extorsionarle ycobrar algo de dinero por su

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silencio.Salió solo del alcázar, llevabaespada y puñal, la capa y elsombrero tapándole en parte elrostro, era demasiado conocido enla ciudad para andar a caradescubierta.Caminó hasta la muralla. No habíamucha gente en la calle, era un díade finales de verano lluvioso ydesapacible. Aunque al menos elagua aliviaba el calor de losúltimos meses. Andrés caminó conpaso rápido, mezclando el afán a su

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curiosidad. Cuando llegó a lapuerta, comprobó que había unamujer tapada con una capa en laparte alta de la muralla. Subió laescalera de piedra y se paró delantede ella. Apenas veía la barbilla desu cara, el resto quedaba veladopor la capucha.

— Santiago Buendía, noesperaba volver a verosnunca más –dijo la mujer.

Andrés intentó identificar la voz,pero no pudo. Llevaba demasiadosaños sin oírla para identificarla.

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— ¿Quién sois? y ¿qué queréisde mí? –preguntó Andrésimpaciente.

— Soy un fantasma delpasado, alguien a la queseguramente has olvidado –dijo la mujer. Después sequitó la capucha y observó lacara del hombre.

Andrés abrió los ojos todo lo quepudo, no podía creer lo que veíansus ojos.

— María, ¿qué haces enMagerit?

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— Esa es una larga historia.Yo te vi a ti, aquel día de laejecución. Llegaba a laciudad embarazada de unhombre al que conoces, elseñor de las tierras quetrabajabas antes de veniraquí.

— ¿Don Fermín? ¿Tuviste unhijo suyo? –preguntó Andrésincrédulo.

— Sí, él me violó por tu culpa,en venganza por abandonarsus tierras –dijo la mujer.

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— Yo no soy culpable de eso -contestó Andrés.

María se acercó a su cuñado y lemiró de cerca. A pesar de la edadconservaba parte de su atractivo,siempre se había sentido atraídahacia él, aunque éste la ignorara.

— No he venido hasta aquípara hablar de mí, si no deAna.

— ¿Cómo murió Ana? –preguntó Andrés.

— Ana murió hace unosmeses, me imagino que le

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hubiera gustado verte, aunquetú seas también la causa detodos sus males y los de suhijo –dijo María.

— ¿Qué sabes de Marcos? –preguntó Andrés impaciente.

— Todo a su tiempo. Ana secasó con el conde deAstorga, no podía hacer otracosa si quería proteger suvida y la de su hijo. El condese portó bien con ella hastala noche de bodas, luego sucomportamiento cambió

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mucho. El conde la violabasin piedad cada noche, y esoque la hubiera podido tenervoluntariamente, peroparecía que únicamentedisfrutaba con ellaultrajándola, pero no seconformó con eso. Pasadasunas semanas de la boda,obligó a Ana a yacer con dosoficiales del alcázar,mientras él la observaba.Podéis imaginar la repulsióny el odio que Ana sentía

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hacia aquel hombre. Pero,¿qué podía hacer paradefenderse? Nada, en estemundo las mujeres novalemos nada –dijo María.

— Ese maldito cerdo –dijoindignado Andrés.

— Al pasar de los años, lasvejaciones se hicieron cadavez más fuertes. En sus cenasprivadas, el conde ataba aAna con una cadena por elcuello a su asiento, mihermana estaba

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completamente desnuda anteel resto de los comensales ypodían abusar de ella cuantoquisieran. Todo esto fuedestruyendo su ánimo, apenascomía, nunca sonreía yterminó volviéndose loca –dijo María.

Andrés se sintió horrorizado. Nuncahubiera imaginado tan horrible finalpara su amada esposa. Sin dudaaquel infame conde merecía morirde la manera más dolorosa posible.

— ¿Dónde está mi hijo? –

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preguntó Andrés.— Como el chico molestaba al

conde y además lepreocupaba que cuando fueramayor tomara venganza, lemandó a Valencia, como pajedel Cid, ya has oído hablarde él –dijo María.

— Todo el mundo conocía alCid –dijo Andrés.

— Desde hace diez años nadiesabe nada de él, algunospiensan que el conde lomandó matar, pero yo no lo

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creo –dijo María.— Razón de más, para que

mañana ejecuten a ese cerdo–dijo Andrés.

María se quedó quieta, después seacercó al muro y miró al horizonte.Las nubes negras se cernían sobrela villa y la lluvia ligera comenzabaa intensificarse.

— No quiero que lo maten –dijo María.

— ¿Cómo? ¿Te has vueltoloca? –preguntó Andrés.

— El culpable no es él, lo eres

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tú. Por tu culpa Ana dejó sutranquila vida en nuestratierra y vino a esta odiosaciudad, yo la seguí y tambiénpague las consecuencias. Elconde me caso con uno desus amigos, al principio lecontrolé bien, pero cuandomurió, el conde me convirtióen una de sus amantes, tuveque hacer cosas horribles yademás, cuando mi hijointentó salvarme de su mano,lo mandó matar. Todo eso es

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culpa tuya –dijo María.La mujer estaba fuera de sí,comenzó a golpearle en el pechocon los puños, intentando desfogartoda su rabia.

— Tranquilizaos –dijoAndrés.

— Mañana diré a todo elmundo quien sois –dijoMaría.

— No lo haréis –dijo Andrés.— Todo el mundo sabrá que

sois un prófugo de la justicia,un impostor y un asesino. El

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resto de hombres que matóese maldito conde eraninocentes, pero vos eraisculpable. Matasteis a aquelmensajero movido porvuestra ambición –dijoMaría.

— No me quedaba otroremedio, el que me lo ordenóera demasiado poderoso paraque le pudiera desobedecer –se justificó Andrés.

— Siempre podemosdesobedecer, tenemos que

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servir a nuestra concienciaantes que al mismo rey –dijoMaría.

— Que sabrás tú deconciencia. Siempre odiastea Ana, me deseabas yhubieras hecho cualquiercosa por tenerme –dijoAndrés.

La mujer sacó un puñal y se lanzósobre Andrés. Este se apartó, perola daga le rozó el brazo y comenzóa sangrar. Los dos forcejearon, peroella no se resistía a tirar su arma,

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entonces Andrés logró derribarla,pero la mujer rodó por lasescaleras y cayendo se golpeó en lanuca. Andrés bajó corriendo paraver como estaba, pero sus ojosabiertos y la inexpresividad de surostro le hicieron ver que estabamuerta.

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Capítulo 36

Año del Señor, 17 de septiembre de1109

Andrés no pudo exorcizar aquellanoche a los fantasmas del pasado. Asu mente volvía, una y otra vez, elrostro de María. Sus ojos abiertos,la lluvia cayendo sobre su rostroinexpresivo y la sensación que enaquel último acto vil, habíaentregado al Diablo lo poco que le

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quedaba de bondad en su alma. Se levantó con los huesos molidos yun fuerte dolor en el pecho, perologró sobreponerse y acudir aljuicio. Al menos, ya no tenía nadaque temer, la última persona vivaque conocía su verdadera identidadacababa de morir y muy pronto loharía el conde, el verdaderoculpable de todo lo ocurrido.A veces los hombres se contentancon explicar que su vida fue elresultado del azar o simplemente seobligaron a obedecer lo que otros

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les imponían, pero Andrés no podíaengañarse a si mismo, su corazónestaba repleto de ambición y odio.Aquella mañana vería satisfechapor fin su venganza.Cuando llegó al tribunal, observóque la misma marea humana del díaanterior, ocupaba las callescercanas y todo el edificio. Se sentóen la primera fila. Por unosinstantes, el conde se giró en esemomento y las miradas de loshombres se cruzaron. Los ojosgastados del anciano suplicaron una

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compasión que Andrés no estabadispuesto a mostrar. Después llegóel juez y no tardó en dar lasentencia. El conde era culpable detodos los cargos y moriría en lahorca aquella misma tarde. Dehecho, el día anterior se habíaconstruido el patíbulo a toda prisa,sabiendo que la condena de muerteera inminente.El conde apenas reaccionó alescuchar la sentencia, tal vez sesentía demasiado cansado paraquejarse o echarse a llorar,

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posiblemente no pudiera asimilarque algo así le estuviera sucediendoa él.Andrés comió con su hija, aunqueapenas cruzaron palabra. Aquellasúltimas horas le habían arrancadolas ganas de vivir. Todos aquellosaños, lejos de Magerit habían sidofelices, placenteros, pero siempreanidando en su corazón el rencorhacia Ana, el conde y todosaquellos que le habían utilizado ytraicionado. El regreso a Castilla ya aquella ciudad de Magerit había

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desatado todos sus demonios. Talvez María tuviera razón, aquellavilla era capaz de sacar lo mejor ylo peor de cada uno.Isabel le miraba preocupada, nuncahabía visto a su padre tancabizbajo, como si todo aquello lehubiera hecho envejecer de repente,pero no se atrevió a preguntarlenada. Pensó que tal vez, tras lamuerte del conde, las aguasvolverían a su cauce. Su padre seconcentraría en hacer de aquellavilla un lugar del que sentirse

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orgulloso.Andrés abandonó el alcázar amedia tarde. La gente seconcentraba en la plaza de laIglesia de Santa María, mientras losvendedores ambulantes y algunoshortelanos vendían sus productos,aprovechando el gentío. La escoltaabría paso, hasta que llegaron alpalco de autoridades y elgobernador se sentó cansadamentesobre la tabla de madera.El juez leyó la sentencia en alto,después él la firmó y acto seguido,

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el conde apareció con el verdugo.El anciano caminó torpe por lacalle hasta llegar a la plataforma.Le tuvieron que ayudar a subir hastala horca. Después le pusieron uncapuchón negro y la soga alrededordel cuello.El alguacil esperó la orden delgobernador. Andrés hizo un gestoleve, pero preciso. El alguacil bajóla mano y la rampa bajo el suelodel condenado se abrió, dejandoque su cuerpo cayera. Se hizo unsilencio y se escuchó el chasquido

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del cuello al partirse, después lamultitud aplaudió.Andrés se puso en pie. Notó comosus piernas flaqueaban, el dulcesabor de venganza se volvióamargo en sus labios. En esemomento comprendió que nadiedebía ordenar la muerte de otro serhumano. La venganza era taninsípida y vacía, como el resto delas cosas que el hombre era capazde alcanzar. Nada merecía la pena,pensó mientras se dirigía a sucarroza, totalmente abatido.

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Capítulo 37

Año del Señor, 21 de septiembre de1109

Tras el juicio y la ejecución delconde de Astorga, Andrés cayóenfermo. Tenía fiebre alta, noparaba de vomitar y no pudo probarbocado en varios días. Su hijaIsabel estaba constantemente a sulado. Le daba sopa a pequeñossorbos, le ponía paños de agua fría

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en la frente y se preocupaba de quebebiera mucha agua. Al tercer día,Andrés pudo levantarse y comenzara caminar por la habitación, aunqueaún se sentía muy débil. A su edad,la recuperación no era tan rápida nitan sencilla.Aquella mañana bajó al salón paradesayunar y decidió caminar unpoco por el alcázar. Desde quehabía consumado su venganza, loúnico que tenía en mente erarecuperar el dinero de Serafín ybuscar a su hijo Pablo. Su amigo le

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había informado de la parte de lamuralla en la que se encontraba supequeño tesoro, aunque ladificultad radicaba en tomar lasmonedas a una hora en la que nohubiera mucha gente paseando porla ciudad. Por eso decidió que leacompañara Juan, el capitán de laguardia. Aquel joven era discreto yno le contaría nada a nadie.Cuando anocheció se abrigó bien, aesas alturas del año las noches eranbastantes frescas, buscó al capitán ylos dos salieron a caballo hasta

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acercarse a la puerta de la Vega. Elguarda les detuvo, pero en cuanto sepresentaron, les dejó pasar.Dejaron sus caballos junto a lapuerta y subieron a la muralla.Andrés contó los diez pasos queSerafín le había indicado en la cartay llegó hasta una de las rocas.

— Debe estar debajo de esaroca –dijo Andrés.

Juan tomó su cuchillo y comenzó arascar por la argamasa, hasta que lapiedra plana cedió. Allí había unpequeño hueco, dentro una gran

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bolsa de dinero. Andrés abrió labolsa y el oro destelló a la luz de lavela.

— Es esto –dijo Andrés.Mientras bajaban se cruzaron conun joven, el gobernador se asustó.No quería testigos, pero el capitánle tranquilizó.

— Es Isidro, un jovenagricultor muy devoto, sale aesta hora para orar –dijoJuan.

— Queda mucho para elamanecer –dijo Andrés.

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— Muchos le consideran unhombre santo y le atribuyenalgunos milagros –dijo Juan.

De repente, Isidro se detuvo y segiró. Les miró durante unosinstantes y después e acercó a ellos.Cuando estuvo a su altura, pudieronver su amable sonrisa y su rostroafable. Una fina barba rubia lecubría en parte su rostro aún joven.La expresión de su cara transmitíapaz y sencillez.

— A veces lo oculto, cuandose manifiesta, nos libera de

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la carga –dijo el joven.Andrés le miró intrigado. Tuvo laimpresión de que aquel hortelanosabía algo, tal vez le había vistopeleándose con María aquellanoche fatídica.

— No llevéis tan pesadacarga, amigo. Pensad queDios ya la llevó por vos enla cruz –añadió Isidro.Después se dio media vueltay se marchó.

Los dos hombres se quedaronboquiabiertos, pero Andrés notó

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que esas palabras no habían sidosoltadas al azar. Aquel hombrehablaba de boca de Dios. Él seconsideraba un hombre indigno depresentarse ante Cristo, pero Isidrole había hecho ver, que nadie podíapresentarse ante Él con sus propiascargas, que la mejor manera derecibir el perdón es pedirlo.Caminaron en silencio hasta elalcázar. Aquella noche habíandescubierto dos tesoros. Uno ocultoentre las rocas más de veinte años,que podía ayudar al hijo de Serafín,

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el otro escondido en el corazónhumano, el deseo de recibir elperdón y descargar las culpas anteDios. Andrés tenía que decidir, cuálde los dos prefería quedarse.

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Capítulo 38

Año del Señor, 22 de septiembre de1109

Isabel fue a ver a su padre en eldespachó y le sorprendió verlerezando. Nunca había sido unhombre muy religioso, durante suvida en Granada, ella nunca le vioentrar en una iglesia o en unamezquita, sin duda no se encontrababien, pensó mientras se dirigía

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hasta él.Andrés se dio la vuelta. Tenía lafrente perlada de sudor y su rostroreflejaba una mezcla de temor yangustia. Después sonrió a su hija,en un esfuerzo de aparentarnormalidad.

— ¿Estáis bien, padre? –preguntó Isabel.

— Sí, querida hija. Losproblemas de la villa meabsorben demasiado y mishombres todavía no hanencontrado a Pablo, el hijo

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de mi amigo.— Lo encontrarán, Magerit no

es tan grande –dijo Isabel.— Me temo que ya no está en

la ciudad. Incluso puede quehaya muerto. Había pensadoentregar el dinero alhospicio, si su legítimodueño no aparece –dijoAndrés.

— Me parece una buena idea –contestó Isabel.

Andrés se asomó a la ventana de sudespacho. Desde allí tenía una

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hermosa vista de la ciudad y de loscampos cercanos. Las lluviashabían comenzado poco a poco ytodo volvía a reverdecer.

— Que bello es el otoño enesta ciudad –comentóAndrés, con los ojos llenosde luz.

— Sí –dijo Isabel,acercándose a la ventana.

— Ya apenas me acuerdo decuando era campesino ymiraba al cielo con inquietudpidiendo la lluvia o

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suplicando que no llegara elgranizo –dijo Andrés.

Su hija le abrazó, ella era realmentelo único que le ataba a la vida, parabien o para mal, ya no se veía capazde hacer mucho más con los añosque le quedaban.

— No lo pienses más, aquelhombre merecía la muerte,fue muy malo contigo y conotra gente. ¿Qué importa yalo que has hecho? Tú no lecondenaste, lo hizo el juez –dijo Isabel.

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Las palabras de su hija no leconsolaron, realmente a él no leimportaba la muerte del conde, perosí la vida tortuosa de Ana, la muertede María y el no saber nada de suhijo Marcos, pero él no le podíacontar nada a su hija, tenía queguardar todo eso para sí.

— Bueno, será mejor que yomismo inicie la búsqueda.¿Vienes conmigo? –preguntóAndrés.

A Isabel le alegró que su padresaliera de aquel ensimismamiento y

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se decidiera a hacer algo por simismo. Se abrigaron con dos capasligeras y caminaron por la ciudadempapada por la lluvia nocturna,los dos escoltas les seguían decerca, pero no interferían en supaseo. Los vecinos se acercaban aAndrés, le exponían alguno de susproblemas o simplemente lefelicitaban por su trabajo. El cariñode los vecinos fue animándole ycuando llegó enfrente de la viejacasa de Serafín se encontrabamucho mejor.

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La casa estaba abandonada, como sinadie la habitara desde hacía años.Andrés llamó a la puerta de al ladoy cuando una mujer muy ancianasalió para atenderle, el gobernadorla sonrió.

— Disculpad que os moleste,aquí antes vivía la familia deSerafín Magro, en concretosu hijo Pablo. ¿Sabéis algode él? –preguntó Andrés.

— Ya han venido otrospreguntando lo mismo y atodos les he contestado igual.

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No lo sé. Hace como catorceaños que aquel joven se fue yno dejó dicha su nuevadirección –dijo la anciana.

Andrés la miró fijamente a los ojos.Las arrugas de la cara de la ancianase habían comido lo que en otrotiempo debió ser una miradaseductora y femenina. Él sabía leeren la mente de las personas ytratarlas de tal manera que seabrieran.

— No queremos hacerleningún mal, conocí a su

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padre Serafín y le prometíque daría una cosa a su hijo.¿Lo entiende? –dijo Andrés.

— No estoy sorda ni soy tonta,simplemente soy vieja. Claroque lo entiendo –dijo lamujer frunciendo el ceño.

— Pues, ¿podría darnos algunapista? –preguntó Isabel, quehasta ese momento habíaestado en silencio.

— Lo único que sé, es quecuando se fue dijo algo deempezar una nueva vida en el

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monte, en la sierra. Hay unpueblo en el que se vendíanunos campos y donde élquería criar vacas –dijo lamujer.

— Pero, si Pablo era albañil –dijo Andrés.

— La gente cambia –dijo lamujer.

— ¿Recodáis el nombre delpueblo? –preguntó Isabel.

— Era algo de día,amanecer…

— ¿Alba? –preguntó Andrés.

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— Sí, eso es, la palabra eraalba y algo más. Pueblo delalba, puede ser.

Uno de los miembros de la escoltase adelantó un paso y con ciertotemor dijo:

— Señor Conde, si mepermitís. Soy un vecinonacido en un pueblo de laserranía llamado Collado deVillalba, es algo más que unaaldea y la mayoría de sushabitantes se dedican a criarvacas.

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— Gracias, soldado –dijoAndrés.

— Ese es el pueblo, Villalba –dijo la anciana, al escucharlas palabras del soldado.

Andrés y su hija se despidieron dela señora y regresaron al alcázar apie, como habían venido.

— ¿Qué harás, padre? –preguntó Isabel.

— Podría hacer que lotrajeran, pero prefiero ir yo.Me vendrá bien salir un pocode Magerit, a veces esta villa

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es demasiado fatigosa –dijoAndrés.

— Si lo deseáis, puedo ir conusted –dijo la joven.

El gobernador se giró hacia elescolta y le pidió con un gesto quese acercara.

— ¿Qué distancia hay hasta tupueblo? –preguntó.

— Es un día de camino –contestó el soldado.

— Mañana partiremos paraallí, tú vendrás con nosotros.¿Hay algún lugar cercano en

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el que hacer noche? –preguntó Andrés.

— El pueblo es muy pequeñoy sus casas muy modestas,pero hay un pequeño cenobiocercano. Sin duda los monjesos atenderán bien. Tienenbuen queso, pan y vino –dijoel soldado.

— No se hable más. Mañanaal amanecer partiremos paraallí –dijo Andrés.

El viaje y el posible encuentro conPablo animaron al gobernador y

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pasó el resto de la jornada de muybuen humor. Hacía muchos añoshabía tomado ese camino parallegar a Magerit. Había sido unviaje duro y lleno de sinsabores, encambio ahora, disfrutaría del viajecon su hermosa hija.

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Capítulo 39

Año del Señor, 23 de septiembre de1109

El camino hasta Collado Villalbafue realmente hermoso. Las encinasy los bosques de madroños ypinares se sucedían casiininterrumpidamente. Únicamentealgunas tierras de cultivo en elcamino y minúsculos pueblosrompían con la hermosa belleza

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vegetal que lo inundaba todo.Cuando llegaron a la altura de unahermosa torre fortificada, Andrés segiró en la carroza y contempló lavista. La gran llanura en la que seencontraba Magerit estabacompletamente alfombrada por lasverdes copas de los árboles. Unmar color esmeralda se mostraba asus pies y contrastaba con el cieloazul de aquella hermosa jornada.

— Hace más de veinte añosobservé este mismo hermosopaisaje. Es una tierra fértil y

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productiva, generosa ysalvaje. Espero que sigasiéndolo para siempre –dijoAndrés.

Sabía que sus deseos eran muydifíciles de cumplir. Cada vezllegaban más colonos a la villa. Lareina Doña Urraca había continuadola política de repoblación de supadre. Aunque el reinado de lamonarca no estaba resultandosencillo. En el reino de Galicia, elobispo de Santiago y una facción denobles descontentos, se habían

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opuesto al matrimonio de la reinacon Alfonso de Aragón. Muchostemían que los aragonesesterminaran dominando Castilla,León y el resto de reinos quecomponían la corona. Una guerracivil se estaba gestando y Mageritse encontraba en el camino deacceso de la meseta castellana y elreino de Toledo. Andrés temía queahora los cristianos divididospelearan entre sí y los musulmanesaprovecharan sus luchas intestinaspara regresar con sus ejércitos.

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— ¿Qué pensáis padre? –preguntó Isabel.

— Me preguntaba, ¿cuántodudará la paz? –dijo Andrés.

— Me temo que poco.Vivimos en una época difícil–contestó Isabel.

La joven había conocido muchosaños de tranquilidad en Granada,aunque los rumores de guerras yrazias contra Castilla y otros reinoseran constantes. Ahora que estabaen una zona que todavía seconsideraba de frontera, era

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consciente de que el peligro de laguerra era aún mayor.Cuando llegaron al repecho delcamino, los caballos se relajaron yel grupo paró a beber en unarroyuelo cercano, despuésretornaron al camino y cuandocomenzaba a llegar la tarde,cruzaron un pequeño puente demadera, unos minutos más tardevieron las primeras casas deVillalba. No había más de quince oveinte pequeños edificios depiedra, rodeando una iglesia

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pequeña sin campanario. Una plazapequeña, en la que había una granroca grabada, era el centro dereunión de los vecinos.Cuando el alcalde se enteró de queun caballero tan ilustre llegaba a laaldea, salió a recibirlo con loshombres más importantes delpueblo. En aquella época Alpedretey Villalba formaban un únicomunicipio, pero entre ambos nosobrepasaban los cien vecinos.

— Señor Conde de Córdoba,es un honor tenerle en este

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humilde lugar –dijo elalcalde cuando Andrés bajódel carruaje.

— Gracias, señor alcalde.Este viaje es personal, novengo de forma oficial. Locierto es que busco a unamigo llamado Pablo delPozo –dijo Andrés.

El alcalde se quedó pensativo. Nole sonaba aquel nombre y élconocía a toda la gente de lacomarca.

— Es un hombre que vino aquí

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hará unos quince años ycompró unas fincas paracriar vacas, puede que estécasado –dijo Andrés

— No estoy seguro –dijo elalcalde rascándose lacabeza.

El soldado natural del pueblo seacercó hasta Andrés y le pidió quele dejara hablar a él.

— El conde sabe que estepueblo está bajo la autoridadde la ciudad de Segovia, noquiere interferir en vuestros

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quehaceres. El hombre delque habla es un amigo yviene a entregarle una cosade parte de su difunto padre–dijo el soldado.

Los vecinos de Villalba asintieron yal saber que el conde venía conbuenas intenciones, el ambiente sealivió y todos comenzaron a sonreír

— Pablo Magro era vecino deMagerit y vino hace años.Está en una dehesa cerca delrío, allí vive con su mujerSara y sus dos hijos varones.

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Aunque ahora se hace llamarde otra manera –dijo elalcalde.

— Es muy tarde para ir hastaallí –dijo Andrés-, estanoche descansaremos en elpequeño monasterio que haycerca de aquí.

— No, por favor, puedenhacerlo en mi casa. Esmodesta, pero está limpia ytengo dos habitaciones parainvitados –dijo el alcalde.

Decidieron pasar la noche en el

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pueblo. El alcalde organizó unacena en la plaza del pueblo yacudieron a ella los vecinos másilustres de la pequeña villa. Asaronun cordero y carne de ternera. Elolor era tan agradable, que hastaAndrés, que últimamente seabstenía de comer carne, no pudodesaprovechar la oportunidad.Después de la cena se retiraron alas habitaciones. Aquella casarecordó a Andrés, su tiempo dejuventud. La vida en el campo sehabía convertido en un tiempo de

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felicidad para él, apenas recordabala brutalidad con la que le trataba elseñor de las tierras que trabajaba olo duro de las faenas diarias. Elhombre siempre recuerda losbuenos momentos pasados y creauna neblina sobre todo lo malo,como si deseara balancear a la vidade su lado más amargo, a su ladomás dulce.Mientras Andrés se tapaba con lasmantas, pensó en el día siguiente.Al fin podría pagar su deuda conSerafín, aquel hombre le había

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salvado la vida y, lo másimportante, le había enseñado queel valor y el honor, no están reñidoscon la inteligencia.

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Capítulo 40

Año del Señor, 24 de septiembre de1109

Corría un aire fresco que le hizotiritar al salir de las mantas. Bajó alsalón de la casa y tomó junto a suhija Isabel unas gachas frías y unpoco de vino dulce. Después, sedespidieron del alcalde, perocuando salieron a la plaza, unamultitud se agolpaba para

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saludarles. Había corrido la voz deque estaban en Villalba y gente delos alrededores había acudido alpueblo para ver al conde deCórdoba y su hermosa hija.Cuando entraron en el carruaje,Andrés respiró aliviado. No eracapaz de acostumbrarse a levantartanta expectación. La comitiva saliódel pueblo y cruzó varios campos,el camino era pedregoso y lacarroza se zarandeaba, mientras queIsabel y su padre intentabandisfrutar del día sin marearse

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demasiado.Cuando llegaron al prado junto alrío, contemplaron una casahermosa, grande, de dos plantas,con la parte inferior de piedra y lasuperior de adobe, con vigas demadera y un tejado de paja nueva.Al lado de la casa pastaba mediocentenar de vacas grandes ylustrosas, las más hermosas queAndrés había visto en toda lacomarca.Cuando llegaron hasta la casa ypararon la carroza, dos chicos de

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trece y doce años salieron a lapuerta. Era temprano y parecía quelos jóvenes no habían comenzadolas tareas cotidianas. Andrés y suhija se apearon del carruaje y losdos jóvenes les saludaron con unareverencia.Una mujer muy bella a pesar dehaber dejado su juventud, salió dela casa, se secó las manos en unhermoso mandil y se aproximóhasta ellos.

— ¿Qué se les ofrece a vuesasmercedes? –preguntó la

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mujer.El soldado se adelantó un paso ycontestó:

— El conde de Córdoba y suhija buscan a Pablo Magro.

— Es mi esposo, pero no estáen casa. Se encuentra junto alrío, recogiendo leña.

— ¿Seríais tan amable dellevarnos ante él? –dijoAndrés.

— Sí, señor conde. Mis hijosos acompañarán –contestó lamujer.

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Isabel se quedó en la casa con lamujer, mientras un miembro de laescolta, los dos jóvenes y Andrésiban a buscar a Pablo. La hierbacomenzaba a crecer entre la malezaseca del invierno, pero los jóvenesles llevaron por un sendero hasta laorilla del río. Aves de todas clasesrevoloteaban sobre ellos y muycerca del agua vieron una pequeñacarretilla llena de leña.Andrés se fatigaba con facilidad yenseguida notaba un molesto doloren el pecho, como si se le fuera a

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salir el corazón por la boca.Cuando llegaron hasta la carretilla,los dos chicos salieron en busca desu padre. Un par de minutos mástarde llegaron con un hombre algomayor que Andrés, pero másmusculoso y fuerte. La vida en elcampo le había mantenido en formay si no hubiera sido por el pelo grisy las arrugas del cuello, Pablohubiera parecido mucho más joven.

— ¿Pablo Magro? –preguntóel soldado.

— Sí, que desean. Estoy al día

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en mis impuestos y que yosepa no he cometido ningúndelito –dijo Pablo muy serio.

— No le buscamos por eso.Este hombre es el Señorconde de Córdoba y quierehablar con vos –dijo elsoldado.

Pablo se acercó hasta Andrés, sequitó el sombrero e hizo un gesto asus hijos para que le imitaran.

— ¿Sois Pablo Magro, hijo deSerafín Magro, vecino deMagerit, de profesión

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albañil? –preguntó Andrés.— Sí, señor.— Yo conocí a vuestro padre,

no sé si os acordáis de mí.Pablo frunció los ojos y le mirómás detenidamente. Su rostro le erafamiliar, pero no lograbareconocerlo.Andrés pidió al guarda que seretirara a un lado, Pablo hizo lomismo con sus hijos y los doshombres caminaron hacia la orilladel río.

— Ahora me conocen con el

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nombre de Andrés, pero enotro tiempo todo el mundome llamaba Santiago Buendía–dijo Andrés.

— ¿Santiago Buendía? No esposible, ese hombre se fuehace veinte años con mipadre a Granada y noregresaron ninguno de losdos –dijo Pablo.

— Es cierto, el emir de losalmorávides nos tomó comoprisioneros junto a Abu, elhombre al que

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acompañábamos. Vuestropadre y yo estuvimos variosaños en la ciudad y luego élmurió.

El rostro de Pablo se ensombreció.Cada día se acordaba de su padre,pero nunca había asumido sumuerte, como si viviera en uneterno viaje del que ya noretornaría jamás.

— ¿Cómo murió mi padre? –preguntó Pablo con elsemblante triste.

— Fue rápido, en plenas

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facultades y me entregó algopara vos –dijo Andrés.

— ¿Algo para mí? –preguntóPablo.

— Sí, vuestro padre estabapreocupado, pensaba que elconde de Astorga os debiódejar sin nada –dijo Andrés.

— El conde me quitó casitodo, impidió que trabajarapara el concejo y al finaldecidí que era mejormarcharse y comenzar unanueva vida. Mi familia y yo

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hemos vivido durantegeneraciones en Magerit,pero ya no podía resistirmás. Aunque si os digo laverdad, no echo de menosese bullicio y la prisa -dijosonriente Pablo.

— Os entiendo –dijo Andrés.Se sentaron en una roca frente alrío. Una brisa suave bajaba de lascercanas montañas y el mundoparecía completamente en armonía,como si todos aquellos añoshubieran sido un sueño y aquellos

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dos hombres hablaran comoamigos, despreocupadamente.

— Vuestro padre ocultó partede vuestra fortuna en lamuralla. Me dijo el lugarexacto en el que estaba, os hebuscado durante semanas,pero no podía encontraros.

— No dije a dónde me dirigía.Simplemente queríacomenzar de nuevo, ademásmi esposa…

— ¿Qué sucede con vuestraesposa? –preguntó Andrés.

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— Ella es judía, por esopreferíamos vivir en unmundo apartado y tranquilo –dijo Pablo.

— Bueno, todos guardamosnuestros secretos –contestóAndrés.

Los dos hombres sonrieron ydurante unos segundospermanecieron en silencio.

— Por cierto, quiero darosesto. Me quema en la mano sios soy sincero –dijo Andrés,mientras dejaba sobre la roca

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una pesada bolsa demonedas.

Pablo abrió la bolsa y al ver sucontenido se quedó boquiabierto.

— Es mucho dinero.— Sí, para comprar más

tierras y hacer una casa másgrande –comentó Andrés.

— No necesito ni lo uno ni lootro –contestó Pablo.

— Pues vos veréis lo quehacéis con la bolsa, esvuestra –dijo Andréslevantándose de la roca y

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limpiando sus calzas.El hombre se quedó pensativo,después tomo la bolsa y se laentregó a Andrés.

— Por favor, dé el dinero alos pobres de la ciudad,construya un hospital…Noquiero tanto dinero en casa.

Andrés se quedó sorprendido, aquelno era un comportamiento normal.

— Píenselo bien, puede quesus hijos lo necesiten másadelante.

— No, el dinero lo único que

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hace es corromperlo todo.Lléveselo, por favor.

Pablo le pasó la bolsa y Andrés latomó de nuevo. Caminaron juntoshasta la carretilla. Uno de loschicos la cogió y todos sedirigieron hacia la casa. Cuandollegaron, Isabel y Sara charlabananimadamente.

— Muchas gracias por todo –dijo Pablo.

— No, se lo había prometido avuestro padre –dijo Andrés.

— Quédense a comer –

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propuso Sara.Andrés negó con la cabeza, queríaalejarse de la casa. De esa vidasencilla que denunciaba la vanidadde sus ambiciones y la fatuidad dela vida. Aquel encuentro le habíaatemorizado, porque había arrojadosus excusas al estercolero de lasmentiras mil veces repetidas.Cuando el carruaje se alejó de ladehesa, Isabel miró a su padre. Levio de nuevo cabizbajo y sepreguntó por la fuente de todo esepesar. En el camino real, Andrés

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volvió a alegrase levemente, habíasido fiel a un amigo y habíacumplido su palabra. Cuando casial anochecer llegaron a Magerit, sesintió de nuevo en casa. Podíaasegurar que en hacer el bien habíamayor satisfacción que en hacer elmal, aunque la mayoría de loshombres amaran más lo segundo.

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Cuarta Parte:Encadenada a la vida

“...populetis vicum Sancti Martinide Maidrit, secundum forum Burgi

Sancti D(omi) nici vel SanctiFacundi …”.

Carta de Población del VicusSancti Martini,

concedida por Alfonso VII en1126. Archivo Histórico Nacional

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Capítulo 41

Año del Señor, 25 de octubre de1111

La ciudad era un hervidero degente, Urraca había reunido unformidable ejército contra suesposo Alfonso I de Aragón y gentede todo el reino había llegado a laciudad para unirse al ejército,intentar hacer negocio osimplemente buscando un poco de

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aventura. El joven Marcos caminóentre la multitud y se aproximó auno de los reclutadores. El hombreno levantó la vista, únicamentepreguntó su nombre. Marcos mintióinstintivamente, su padrastro habíaperdido su título nobiliario deconde de Astorga, también todossus bienes, por lo que utilizar unnombre desprestigiado no era lamejor forma de ganar fama yfortuna.

— Alfredo de Miranda –dijoel joven.

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— ¿Tenéis armas? –preguntóel reclutador.

— Sí tengo, también caballo yarmadura.

El soldado levantó la vista yfrunció el ceño. No era normal queun simple campesino o uncomerciante estuvieran tan bienarmados.

— ¿Cómo es que poséis armasde caballero?

— Fui paje del Cidcampeador, hasta hace untiempo, después serví a su

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esposa Jimena en Valencia.Los soldados lanzaron una risotada.Aquel joven era un fanfarrón, peronecesitaban hombres de caballería.El rey aragonés le superaba ennúmero y sobre todo en soldados acaballo.

— Está bien, vete con micompañero él te dirá conquién lucharás –dijo elsoldado.

Marcos caminó detrás del hombre.No debía olvidar, que a partir deese momento su nombre era

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Alfredo. Cuando llegó a laexplanada detrás del monasterio, uncentenar de hombres con suscaballos, esperaban el aviso parapartir a los campamentos al sur dela ciudad.

— ¿Sois burgalés? –preguntóun joven soldado que tenía allado.

Marcos era de Magerit, al menosesa había sido su villa durante untiempo, pero buena parte de su vidahabía pasado en Valencia.

— Soy de Valencia –dijo

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Alfredo.— ¿Valencia? Creo que eres

el único de ese reino entrenosotros. La mayor parte delos voluntarios somosasturianos, burgaleses,segovianos, vallisoletanos yleoneses.

— He venido desde lejos paraluchar por la reina Urraca –dijo el joven.

Un caballero ordenó al grupo quemontara, guardara la fila y salierade la ciudad ordenadamente.

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Cuando llegaron al campamento latarde ya estaba entrada. El fríocomenzaba a calar los huesos de lossoldados y la lluvia, intermitentedurante todo el día, comenzó a sermás intensa.

— Vosotros dormiréis en esastiendas –dijo el oficial.

El joven burgalés, que antes lehabía hablado caminó a su ladohasta la gran tienda y pasó primero.Una vez dentro, pudieron quitarse laarmadura, la cota de malla ydescansar un poco.

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— No me presenté antes, minombre es Rodrigo –dijo eljoven.

— Yo soy Alfredo –contestósecamente. No le gustabahacer amigos; los que no lehabían traicionado cuandoera más joven, habían muertoluchando contra los moros.

Fueron a por la cena y volvieron aempaparse por la intensa lluvia. Lacomida no era buena ni abundante,pero Alfredo llevaba tres semanascomiendo pan duro, vino

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avinagrado y algo de tocino, poreso no hizo ascos al plato caliente yel pan tierno.En Valencia no tenía futuro. Ahoraél era uno más de la plebe, no teníaningún privilegio, ni siquierautilizar su experiencia de oficial enel ejército. Las dos únicas cosasque le quedaban eran su espada y sucaballo.

— ¿Has combatido antes? –preguntó Rodrigo.

— Sí, muchas veces –contestóAlfredo.

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— ¿Dónde?Lo cierto era que nunca se habíaenfrentado en batalla, había seguidoa doña Jimena tras su huida deValencia en 1102. Había viajadocon ella por varios lugares y un añoantes se habían asentado en unazona cercana. Él había regresado aValencia para probar suerte, perono se acostumbró a vender suespada a los moros. Por esoprefirió regresar a Castilla y probarsuerte en el bando de Doña Urraca.

— En Valencia sobre todo –

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mintió Alfredo.Su vida había sido una gran mentiradesde que su madre se casó con elconde de Astorga. Lo único buenoque había recibido de él, había sidola oportunidad de hacersecaballero, el aprender a leer yescribir y un título, que habíaperdido antes de heredarlo.Cuando se durmieron suscompañeros, él todavía se quedó untiempo pensando en qué haría sisobrevivía. No tenía muchasopciones: convertirse en

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mercenario, regresar a Magerit eintentar encontrar a su tía María ysu primo o quedarse en el ejércitode la reina, si es que le aceptabandespués de la batalla. No deseabaninguna de las tres, pero la vida essiempre la elección de la opciónmenos mala.

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Capítulo 42

Año del Señor, 26 de octubre de1111

El campo de batalla estabainundado. Los soldados se hundíanen el fango a medida que avanzabanpor la gran explanada de Fresno deCantespino, pero al amanecer losdos ejércitos estaban frente a frente.El ejército de Alfonso I de Aragónse encontraba en orden de batalla.

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Sus uniformes relucían bajo lalluvia y los rostros fieros de lossoldados expertos imponían temoral bando castellano. Los hombresde Doña Urraca no componíanrealmente un ejército. En su mayorparte eran campesinos, pequeñosseñores e hijos de comerciantes,gentes que nunca habían luchado enuna batalla y que no aguatarían lasacudida de un ejército enemigo.La división en el bando castellanoera tan patente, que suscomandantes Pedro González de

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Lara y el conde de Candespina,Gómez González Salvadórez,discutieron antes de comenzar lalid. Don Pedro, el encargado dellevar la vanguardia, le gritaba a sucompañero Don Gómez que erainútil presentar batalla y este lerespondía a viva voz que era uncobarde.Los hombres de Castilla y Leóntemblaban por el frío que les calabalos huesos y el temor a enfrentarse aaquel ejército que había tomadoToledo y otras ciudades, victorioso

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en muchas batallas y que lessuperaba en número.Cuando el ejército de Alfonso deAragón avanzó, Don Pedro se pusoal frente de sus hombres, perocuando los fieros aragoneses seaproximaron a sus filas, elcomandante y algunos de sussoldados huyeron a caballo.El joven Alfredo observó como losaragoneses se lanzaban contra ellos.Era demasiado tarde para huir, perosin comandante, el centenar dejinetes caería rápidamente frente al

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enemigo. Alfredo desenvaino laespada y la levantó en alto, despuésdio un alarido y se dirigió de frentecontra la caballería aragonesa.El choque fue brutal. Algunoscaballos se encabritaban por elmiedo, derrumbando a sus jinetes,las espadas chasqueaban, mientraslas flechas de los arqueros pasabansobre sus cabezas. Alfredoderrumbó a un aragonés, pero otrosdos fueron a por él.

— Hagamos un círculo –gritóAlfredo.

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Los caballeros le obedecieron yconsiguieron resistir la envestida,aunque todo su esfuerzo fue inútil.El resto de la línea de defensa huíadespavorida. Si no escapaban ellos,se verían atrapados dentro deejército enemigo.

— ¡Retirada! –gritó Alfredo.Los sesenta jinetes que quedaban enpie le siguieron. Mientrasescapaban hacia la seguridad de laciudad de Burgos, Alfredo maldijosu suerte, aquella derrota le hacíaperder dos de las opciones que

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había planeado. Ahora tendría quevolver a Magerit e intentar que sutía María le ayudara. No estabaseguro si se acordaría de él despuésde tantos años, pero era lo únicoque quedaba de su familia. Su padrehabía muerto hacia años o al menoseso era lo que el creía. Cuando elejército en retirada llegó a laciudad, Alfredo ya había tomadouna decisión. No pasaría de aquellanoche sin que dirigiera sus pasos aMagerit. Era hora de regresar acasa.

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Capítulo 43

Año del Señor, 30 de octubre de1111

La ciudad de Magerit se erguíaorgullosa sobre el alto, cuandoAlfredo entró en el último tramo delcamino. La villa parecía másgrande que la última vez que estuvoen ella. El alcázar tenía unas altastorres de defensa, la muralla habíasido reforzada y en los arrabales

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había unas rudimentarias defensas,que producían más tranquilidad queseguridad.Alfredo tomó el camino principal,cuando atravesó la puerta de laVega descubrió que era día demercado y gente de toda la comarcase reunía para vender y comprartodo tipo de cosas. Cuando llegóenfrente de la casa de su tía leextrañaron dos cosas. La primerafue que todas las contraventanasestaban cerradas y la segunda quelas flores de sus balcones colgaban

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secas. Alfredo se acercó hasta lapuerta y golpeó con fuerza. Nadie leabrió, pero una de las vecinas seacercó a él y le preguntó a quiénbuscaba.

— ¿Doña María no está encasa? –preguntó el joven.

— No, hace más de un año quemurió al caerse de lamuralla. Nadie supo nuncaque hacía allí, pero leencontraron un puñal en lamano. A lo mejor huía dealgún ladrón –dijo la señora.

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Andrés se quedó horrorizado, teníala esperanza de que su tía leprestara algo de dinero, tal vezpodía poner un pequeño negocio ocomprar unas tierras de labranza,pero ahora no tenía nada que hacery no podía revelar su verdaderaidentidad.El joven caminó aturdido entre elgentío. Sin saberlo se dirigía alalcázar, seguramente de una manerainstintiva, como si madre todavíaestuviera allí. La entrada estabavigilada por dos soldados, se quedó

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mirando hacia dentro y al final unode los soldados se acercó a él.

— ¿Os encontráis bien? –preguntó el soldado, pero noobtuvo respuesta, el joven sedesplomó antes de quepudiera sujetarlo.

Cuando Alfredo se despertóenseguida se dio cuenta de doscosas. La primera, fue que seencontraba dentro del alcázar.Alguien le había llevado hasta unade las habitaciones de la guardia yahora descansaba en una cómoda

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cama de sábanas blancas y limpias.La segunda, que una dama y la queparecía su criada, le observabandesde un lado de la cama.

— ¿Estáis mejor? –preguntó ladama.

— ¿Dónde me encuentro? –dijo Alfredo mirando a todaspartes.

— Estáis en el alcázar, minombre es Isabel y está es midama de compañía, Inés. Osdesmayasteis delante de lapuerta, el médico que os

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observó nos dijo que debíaisllevar varios días comiendomuy poco y que tenéis unaisla en el muslo mal curada –dijo Isabel.

— Muchas gracias por vuestrocuidados, pero debo irme –dijo Alfredo levantándose dela cama, aunque enseguidanotó que apenas tenía fuerzasy volvió a derrumbarse enella.

— No os mováis. Inés hapreparado un caldo para vos,

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después comeréis algo decarne. En un par de díasestaréis repuesto del todo –dijo Isabel.

Alfredo observó detenidamente a lajoven y se quedó sorprendido de subelleza. Su rostro algo moreno y susgrandes ojos negros contrastaban,con unos labios gruesos y carnosos,el pelo rizado estaba recogido enuna larga coleta.

— Sois muy amable, pero noquiero ocasionaros másproblemas –dijo el joven.

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— Es deber de los buenoscristianos ayudar al que estáen apuros –comentó Isabel.

Aquellas palabras no sentaron biena Alfredo, no deseaba que nadietuviera lástima por él. Inés seacercó a la cama, se sentó a un ladoy empezó a darle cucharadas desopa. Al principio el joven seresistió orgulloso, pero tenía tantahambre que terminó cediendo.

— ¿Qué buscáis en Magerit? –preguntó Isabel.

— Trabajo, luché hace unos

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días en la batalla contra elrey Alfonso de Aragón, muycerca de Burgos –dijo eljoven.

— Escuchamos sobre esabatalla, últimamente haydemasiadas guerras –dijoIsabel.

— Mi oficio es luchar, por esono puedo quejarme de quehaya guerras, ¿no creéis?

— Los caballeros tambiénpueden defender a losdébiles, hacer justicia,

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rescatar a las damas ydefender la ciudad –dijoIsabel. Después sonrió y doshoyuelos aparecieron debajode sus pómulos.

— Sin duda, pero en tiemposde paz se necesita a menoshombres –comentó Alfredo.

— Si os parece bien, puedopedir al capitán de la guardiaque hable con vos. Puede quenecesiten hombres para laguardia de la muralla o elalcázar –dijo Isabel.

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Alfredo frunció el ceño. Aquellajoven era demasiado atrevida, a lomejor pensaba que él no erasuficiente hombre para ganarse elsustento. Inés acercó la carne, quepreviamente había partido ycomenzó a darle de comer denuevo.

— Ya lo hago yo –dijo eljoven. Después tomó el platoy comió con las manos.

Inés se puso en pie, dijo algo aloído de su ama y las dos jóvenes serieron. Alfredo dejó de comer y las

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miró muy serio.— No nos reímos de vos, más

bien lo hacemos de vuestroapetito voraz –dijo Isabel.

— No soy un bufón –dijo eljoven.

— Sin duda no lo sois –contestó Isabel sonriente.

Cuando terminó de comer, las dosjóvenes se llevaron el plato y él setumbó para descansar un poco más.Se iría antes de que anocheciera,por eso era mejor que recuperarafuerzas.

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Cuando se despertó, un hombre algomayor que él estaba enfrente suyo.Por sus ropas debía tratarse delcapitán de la guardia.

— Me han comentado queestáis buscando algún lugaren el que servir comosoldado –dijo el capitán.

— Si, pero no os preocupéis.Será mejor que vaya aToledo, allí imagino quetendré más oportunidades –dijo Alfredo.

— Me han dicho que

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luchasteis a favor de la reinaen la Batalla del Campo dela Espina, no creo que esoles guste mucho a loshombres del rey Alfonso deAragón que ahora dominan laciudad –dijo el capitán.

— Me da igual, lo intentaré enSepúlveda o en otra ciudad –dijo el joven.

— No seáis orgulloso, serpobre no es ningún crimen.Necesito a un hombre que meayude en una de las puertas

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de la ciudad. a veces essencillo encontrar brazosfuertes, pero no cabezaspensantes, ya me entendéis.Vos parecéis un caballero,¿podríais servir al conde deCórdoba? –preguntó elcapitán.

Aquellas palabras recodaron aAlfredo, que el culpable de todassus desgracias era ese hombre. Talvez si se quedaba en la ciudad,podría ajustar cuentas con él.

— Acepto, si lo deseáis hoy

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mismo puedo comenzar acustodiar la puerta –dijo eljoven.

— No hace falta, es mejor querecuperéis fuerzas del viaje yvuestra pierna sane. Isabel,la hija del conde y su criadaInés os atenderán con gusto.No hay muchosentretenimientos en estealcázar.

— ¿Isabel es la hija delconde? –preguntó Alfredo.

— Sí, ella es su hija. ¿Por qué

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lo preguntáis?— Simple curiosidad –dijo el

joven.El capitán cruzó los brazos y muyserio le dijo al joven:

— No os acerquéis a la joven.Su destino no es casarse conun caballero sin fortuna, serácondesa cuando su padremuera y se casará conalguien de su alcurnia –dijoel capitán.

— No me interesa Doña Isabelni ninguna mujer de este

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alcázar, no os preocupéis –dijo el joven.

Cuando se volvió a quedar a solas,una idea le rondaba la cabeza. Yasabía como hacer daño a esemaldito conde, su venganza no seharía esperar. Le devolvería concreces, todo el daño que le habíacausado.

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Capítulo 44

Año del Señor, 5 de noviembre del1111

Aquellos primeros días se le habíanpasado volando. Se levantabatemprano para hacer la guardia enla puerta de la Vega. Él era eloficial encargado de abrir la puerta,cobrar los impuestos de entrada demercancías y controlar que losladrones no camparan a sus anchas

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en la villa. Le gustaba el trabajo,cada día era totalmente distinto.Cuando había mercado, debíacerrar las cuentas de las tasascobradas a los comerciantes yhortelanos, el resto de los díaspodía pasar algunos ratos en la salade descanso, comer tranquilo ysacar algo de dinero extra al hacerla vista gorda de algunasmercancías de contrabando. Por lanoche regresaba a su habitación enel alcázar y, cuando el capitán nocenaba con el conde, ambos comían

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juntos.Isabel se mantenía distante de él,como si intuyera que algo terrible lepasaría si se acercaba demasiado.Él tampoco encontraba la forma dehablar con ella. Cuando regresabade sus guardias, ella ya estabacenando con su padre o acostada.Una de las mañanas de mercado,Andrés observó que la carroza delconde se aproximaba. Únicamentele había visto de lejos, pero tenía surostro grabado en la mente. Elcarruaje se detuvo frente a la puerta

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y el conde se impacientó,comenzando a golpear con la manola portezuela de madera. Alfredoempujó a los transeúntes para quedespejaran la salida. Despuésobligó a un carro con bueyes a quese echara a un lado. La carrozasalió por la puerta, pero apenashabía avanzado unos metros,cuando los caballos se asustaron, elcochero intentó calmarlos, perocomenzaron a galopar a todavelocidad. El cochero se puso enpie y tiró de las riendas con todas

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sus fuerzas, pero los caballos no secalmaron y el cochero se escurrió ycayó al suelo.Alfredo reaccionó instintivamente,saltó sobre un caballo y persiguió ala carroza que comenzaba a dartumbos y acercase al borde delcamino. Cuando el joven alcanzó elcarruaje intentó coger las rindas delos caballos, pero no pudo.Entonces dio un salto hasta elpescante de la carroza y tomó lasriendas. Tiró primero con fuerza ydespués fue soltándolas poco a

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poco. Unos segundos después, loscaballos se habían detenido.El conde se asomó por la ventana.Estaba morado y sus ropas sucias,como si hubiera vomitado. Alfredose bajó de la carroza y cuando llegohasta el hombre, se dio cuenta quese estaba asfixiando. Lo inclinóhacia delante y le dio en la espalda,hasta que el conde tosió y comenzóa respirar mejor.Alfredo le desató el cuello de lacamisa y le tumbó dentro delcarruaje. Unos minutos más tarde,

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varios soldados con el capitánllegaron hasta ellos.

— ¿Está bien el conde? –preguntó el capitán, mirandoen el interior de la carroza.

— Sí, vomitó y casi se ahoga,pero ya se encuentra mejor –dijo Alfredo.

Uno de los soldados se subió alcarruaje y lo llevó de nuevo a lavilla. Alfredo tomó las riendas delcaballo y comenzó a caminar haciasu puesto. El capitán se puso a sulado y le dijo:

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— Habéis sido muy valientearriesgando vuestra vida porla del conde, sin duda osrecompensará.

— Únicamente he cumplidocon mi deber –contestóAlfredo.

Cuando llegaron a la puertacontemplaron la multitud que sehabía reunido para ver lo quesucedía. Alfredo echó al gentío yentró en la sala a tomar un poco devino. Se encontraba agotado, perosatisfecho. Aquello había sido un

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verdadero golpe de suerte.Por la tarde, un soldado comunicó aAlfredo que el conde deseaba verlocuanto antes. El joven se colocó lacapa y caminó detrás del soldadohasta el alcázar. Después subió lasescaleras hasta el salón principal.El joven no había estado en esaparte de la fortaleza desde que supadrastro lo envió a Valencia comopaje del Cid. Algunas cosas habíancambiado, pero la mayoría de losmuebles, alfombras y cortinajeseran los mismos de su infancia.

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El conde le esperaba sentado en unasilla de madera amplia, el trono quesu antecesor se había hechoconstruir por sus delirios degrandeza.

— Adelante –dijo el conde,cuando el joven se quedó enla puerta de la sala.

Alfredo caminó con paso firmehasta el trono. Después se paró ymiró directamente al conde.

— Hoy me habéis salvado lavida. Ya soy un hombreviejo, pero todavía no puedo

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morir. No he tenido varonesy mi hija todavía no estacasada. Por eso os loagradezco de corazón. Peroel agradecimiento sedemuestra con hechos, poreso a partir de este momentoos nombro capitán de miguardia personal y ordenoque cumpláis la primera delas misiones –dijo el conde.

Alfredo intentó disimular elprofundo desprecio que sentía poraquel hombre, sonrió y le contestó:

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— Es un honor servir al Señorconde como jefe de suguardia personal. Decidmeen qué consiste la misión.

— Mi hija Isabel tiene quepartir mañana para Segovia.Al fin he conseguido unpretendiente para ella, el hijodel conde de Pedraza. Quieroque la acompañéis, yo mereuniré en un par de días convosotros, tengo que resolverunos asuntos en la ciudad deSegovia antes de ir para

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Pedraza –dijo el conde.— Será un honor.— No se hable más.

Descansad, pues mañana osespera un largo viaje.

— Gracias, Señor conde –dijoAlfredo.

Cuando el joven abandonó la sala yse dirigió a las dependencias de laguardia, se encontraba exultante.Aquel golpe de suerte le facilitabamucho las cosas. Aquella noche locelebró con el resto de suscompañeros, bebió más vino de la

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cuenta y se fue a la cama con lasensación de que su venganzacomenzaba a tomar forma. Aquelmaldito conde sufriría, por todo loque le había hecho. Se fue con esepensamiento a la cama, pero el vinole hizo recordar a sus padres. Sumadre era una mujer sencilla,amorosa, que siempre le habíaprotegido y había sufrido al verlemarchar. De su padre apenas seacordaba, pero el último recuerdoque tenía de él era imborrable.Aquel último día en el arrabal

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donde vivían los moros. Apenas lehabía visto unos segundos, perojamás le olvidaría, si estuvieracerca, seguro que estaría orgullosode que vengara el honor de sufamilia.

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Capítulo 45

Año del Señor, 6 de noviembre del1111

Isabel miraba por la ventana delcarruaje, mientras una lluvia finainundaba los campos. Ya habíahecho parte de ese camino en otraocasión, pero con la diferencia deque aquel viaje podía determinar elresto de su vida. No es que nodeseara casarse, pensaba muchas

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veces en ello, pero lo que noterminaba de convencerla era vivirel resto de su vida con undesconocido. El hijo del conde dePedraza era conocido por subelleza, pero ella temía que sunuevo prometido no entendieraalgunas de sus costumbres. Hacíaunas semanas, con el apoyo de supadre, había abierto una escuela enel alcázar en la que los hijos denobles y comerciantes aprendierana leer y escribir, algo no muynormal en aquel tiempo. En aquella

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escuela, niños y niñas aprendían sinningún tipo de limitaciones.¿Respetaría su nuevo marido sudeseo de enseñar? ¿Qué sucederíasi se enterase que su madre eramusulmana y ella había sidoeducada según sus costumbres?En muchas ocasiones, Isabel habíahablado con sus damas decompañía de todas sus inquietudes,pero por mucho que intentaraimaginar como sería su vida con suprometido, no lo sabría hasta que seconocieran. También se preguntaba

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a veces, ¿cómo reaccionaría supadre si ella rechazaba a suprometido?Intentó pensar en otra cosa mientrasel carruaje cruzaba la parte más altade las montañas. La dama decompañía que iba junto a ella, alverla tan pensativa le preguntó:

— ¿Os encontráis bien, miseñora?

— Sí, Inés.— Parecéis melancólica esta

mañana –comentó la dama.— ¿Cómo estaríais si fuerais a

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conocer a vuestro esposo?Inés creía que su señora era unamujer caprichosa, que no sabíaapreciar los dones que le habíaconcedido la vida.

— Imagino que como vos –contestó Inés.

— No me importa mucho quesea guapo, lo que realmentequiero es que me respete yentienda –dijo Isabel.

— Vuestro padre es un hombreconsiderado, por lo que mehabéis contado, el siempre

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cuidó a vuestra madre y ladejó hacer las cosas quequería –dijo Inés.

— Es cierto, pero en Castillalas cosas son diferentes. Loshombres dominan a susmujeres y está muy mal vistoque estas tomen decisiones osimplemente hagan algo quesupuestamente no lecorresponde hacer a unamujer –dijo Isabel.

Mientras hablaban, el caballo deAlfredo se puso a su altura e Isabel

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observó por unos segundos aljoven. Era muy guapo, algoorgulloso y por lo poco que lehabía oído hablar, muy inteligente.Le había gustado desde el primermomento, pero Isabel sabía queeran los padres los que decidíanqué hombre convenía a sus hijas. Alfin y al cabo, aquel soldado erapoco más que un vagabundo, sinrecursos, familia ni posibilidadesde ofrecer una buena dote a supadre.Inés miró detenidamente al joven y

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pensó que su ama veía en él muchomás que un simple soldado. Aunquesi era sincera, ella también se sentíaatraída hacia su gallarda figura.

— ¿Queda mucho? –preguntóIsabel.

— Sí, señora. Tendremos quehacer noche en alguna venta–dijo Alfredo.

— Bueno, al menos no estánevando –comentó la joven.

— Puede que al otro lado delas montañas sí encontremosnieve –dijo Alfredo.

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Continuaron el camino sinpercances. No era corriente queladrones y pequeños grupo demoros atacaran a los viajeros, comoveinte años antes, pero el caminoseguía siendo difícil y en algunostramos, peligroso.Cuando llegaron a Cercedilla,Alfredo se acercó a la fonda y pidióal encargado que les preparase dosde las mejores habitaciones. Isabele Inés estaban muy cansadas, por loque subieron a la habitación paradescansar un poco antes de la cena.

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Cuando Alfredo observó a las dosjóvenes bajando por la escalera,mientras él esperaba, no pudo dejarde admirar su belleza; Isabel eramorena, con el pelo rizado y largo,pero en ese momento recogido enuna redecilla dorada. Su cuerpo eravoluptuoso, aunque el vestido verdeúnicamente resaltaba sus pechos.Inés era rubia, de piel muy blanca yojos azules, pero a pesar de subelleza, Alfredo no podía dejar depensar en Isabel.A pesar de sus deseos de venganza,

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el joven no podía negar que sesentía atraído por aquella mujer.Cuando se sentaron en la mesa ycomenzaron a servirle la comida.Isabel hizo un gesto a Alfredo paraque se acercase.

— Sentaros con nosotras. Nopodremos con tanta comida –dijo Isabel señalando lacarne de cordero asado.

Alfredo dudó unos segundos, peroal final accedió a la invitación. Lasdos damas le preguntaron sobre suvida, cómo era la guerra y en qué

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ciudades había estado. El jovendisfrutó contando sus aventuras alas dos mujeres, aunque exageraraalgunas de sus hazañas. Tomaronalgo de vino y cuando fue muytarde, se fueron a dormir.Inés e Isabel no estabanacostumbradas y subieron lasescaleras tambaleándose un poco.Mientras la señora se quedabadormida rápidamente, Inésaprovechó que nadie podía verla,para ir hasta la habitación deAlfredo. Llamó a la puerta y espero

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a que el joven la abriese. Cuando elhombre vio a Inés en la puerta, tuvotemor de que se enterara su ama,pero la joven, como si leyera suspensamientos dijo:

— No os preocupéis, nuestraseñora duerme.

Alfredo dejó entrar a la joven.Pensó que sería una buena aliadapara conquistar a Isabel y quellevaba mucho tiempo sin yacer conninguna mujer. Aquel era el primerpaso de su traición y venganza, unpaso dulce comparado con el resto

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de cosas que tendría que hacer paraatraer a su víctima.Cuando Inés regresó a suhabitación, él se quedó pensativosobre la cama, sintió como sihubiera traicionado a Isabel, apesar de que ésta no fuera suprometida y planeara hacer daño asu padre. Después se acordó denuevo de sus padres, de lo solo quese sentía y de lo poco que leseparaba de la desesperación, perocuando uno es joven, lospensamientos turbulentos suelen

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dejar pasó espontáneamente a otrosmucho más superficiales. Intentó imaginar cómo sería su vida deconde, gobernando una ciudad y sintener que preocuparse nunca más desu sustento. Gozando de losplaceres a los que le habíapredestinado la vida.

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Capítulo 46

Año del Señor, 7 de noviembre del1111

Cuando partieron por la mañana,Isabel notó un comportamientoextraño en su dama de compañía.Le parecía que estaba comoausente, taciturna y algomelancólica. Al principio Isabel loachacó al paisaje invernal y el fríode la montaña. A aquella altura la

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nieve cubría parte del camino y elfrío les hacía acurrucarse debajo deuna gran piel de oso. La escoltasufría más que ellas los rigores delinvierno, pero Alfredo quería pasarlas montañas antes de que se hicierade noche y descansar en la villa deSegovia.El camino de descenso fue máspeligroso de lo que imaginaban.Muchas partes de la montañaestaban en sombra y la nieve sehabía helado. Los caballos seescurrían al bajar por el camino,

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pero lo más peligroso era lacarroza.En un recodo del camino, en el quela nieve helada ocupaba unaimportante parte del suelo, Alfredole dijo al cochero que saliera unpoco del sendero, pero con tan malafortuna que el carruaje comenzó aescurrirse y los caballos asustadostiraron con fuerza, acercando elcarruaje al abismo.

— ¡Cuidado! –gritó Alfredo.Cuando Isabel miró por la ventana,observó que una de las ruedas

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giraba al borde del precipicio.Alfredo tomó las riendas de loscaballos de tiro e intentó queavanzaran, pero sus cascos seescurrían en el hielo. Al finalconsiguió, que avanzaran un poco,pero eso no impidió que el cocheroperdiera el equilibrio e hiciera alcaer que la carroza se balancearamás hacia el abismo.

— ¡Salten del carruaje! –ordenó Alfredo.

Inés comenzó a gritar asustada y nolograba abrir la portezuela, Isabel

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la apartó e intentó abrir el pequeñoenganche, pero no lo conseguía. Lacarroza se inclinó un poco más. Unode los soldados se puso detrás eintentó empujar, pero el carruajepesaba demasiado.Isabel logró abrir la puerta yempujar a la dama de compañía,esta cayó sobre la nieve, peroaquello inclinó más el carruaje ycuando Isabel intentó salir, suvestido se enganchó.Alfredo dejó las riendas y extendióla mano, para que la joven se

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ferrara a ella. Isabel alargó el brazoy rozó con sus dedos los del joven,entonces Alfredo en un últimoesfuerzo se agachó un poco más enel mismo momento en el que susdedos se cerraron alrededor de lasuave mano de la dama. El carruajese terminó de balancear. El soldadose apartó a un lado, pero las riendasde su caballo se enredaron en elhierro y cuando la carroza seprecipitó al vacío, el cochero y elsoldado con su cabalgadura,siguieron su misma suerte.

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Cuando Isabel se levantó del suelo,se sentía magullada y asustada. Elcorazón le latía con fuerza y apenasnotaba el frío de sus piernas sobrela nieve. Alfredo la subió a lomosde su caballo y el otro soldado hizolo mismo con la dama de compañía.Ya no había nada que hacer con losotros dos hombres. Cuando llegarana la siguiente curva, buscarían lascosas de valor que pudieranencontrar.Mientras Isabel cabalgaba agarradaal pecho de Alfredo, sintió que en

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ese momento se había roto todaresistencia hacia él. Aquel joven lehabía salvado la vida arriesgandola suya, como unos días antes habíahecho con la de su padre. Sin dudaera un hombre valiente, unverdadero caballero aunque noposeyera un título. Desde esemomento decidió amarle hasta lamuerte.Mientras descendían por lamontaña, el frío calaba los huesosde la joven. Alfredo le habíaprestado su capa hasta que lograron

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rescatar del carruaje un pesadoabrigo de pieles. Al pie de lasmontañas y, a dos o tres horas deviaje de Segovia, pararon paracomer algo e intentar recuperar lacalma.El soldado se acercó hasta unagranja cercana y compró un queso,pan y salchichas. Mientras tanto,Alfredo había logrado encender unahoguera y las dos mujeres seacercaron para calentarse un poco.Mientras el soldado calentaba lacomida, Alfredo ofreció un poco de

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vino a las mujeres para queentrasen en calor.

— Gracias por salvarnos –dijo Isabel y después se echóa llorar.

Inés se acercó a ella y la abrazó.Alfredo observó las dos bellísimascaras de aquellas doncellas y porunos instantes creyó que seencontraba en el paraíso. Inéspodría convertirse en una buenaesposa. Él podría ascender yconvertirse con el tiempo en elcapitán del alcázar, tener hijos y

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envejecer feliz, pero le atraía másIsabel y el sabor de la venganza.Por alguna misteriosa razón, el serhumano busca siempre por caminostortuosos su propia felicidad.Alfredo miró a los ojos de Isabel ypudo ver algo en ellos que no habíacontemplado hasta ese momento.Sin duda, aquella mujer le amabaperdidamente.

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Capítulo 47

Año del Señor, 7 de noviembre del1111

Isabel se quedó sorprendida de labelleza de la villa de Segovia.Aquella hermosa ciudad era deorigen romano y todavía podíanverse algunas ruinas y el imponenteacueducto que atravesaba lasafueras de la ciudad. En los últimosaños, la ciudad había sido

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repoblada y embellecida porRaimundo de Borgoña, esposo deDoña Urraca. Ascendieron con suscaballos hasta el alcázar, que sehabía construido en la parte másalta de la ciudad, y observaron loscampos de cultivo y los pequeñosbosquecillos que les rodeaban.Después pidieron al señor delalcázar que les diera cobijo poraquella noche.Cuando Isabel e Inés entraron ensus aposentos, se aproximaron a lachimenea encendida, para entrar en

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calor. El último tramo del viajehabía sido muy duro; sin muchoabrigo, cabalgando y asustadas porlo que había sucedido.El señor del castillo, Don Pedro deGuzmán, les recibió en el comedora la hora de la cena. El ancianocaballero vivía solo y aquellavisita inesperada le había alegradoel día. En la villa había otroscaballeros con los que entablar unaconversación, pero aquella jovennoble y el capitán Alfredo, parecíanuna excelente compañía.

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Mientras los criados servían lacena, Don Pedro les explicó que enel último año, tras el enfrentamientoentre la reina Urraca y el rey deAragón, las cosas no marchabanmuy bien. Los impuestos habíanaumentado y algunos campesinoshabían perdido casi todo lo quetenían, al requisarles el ejército deuno y otro bando sus cosechas.

— Los campesinos sonsiempre los que sufren lasconsecuencias –dijo Alfredo.

— Pero, aunque no lo

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queramos creer, son la parteprincipal de nuestro reino.Sin cosechas y animales, notardaríamos en perecer –dijoDon Pedro.

— Es cierto –comentó Isabel.— Por eso debemos

protegerlos, pero cuando loscobradores de impuestosllegan a la villa y susalrededores. ¿Qué podemoshacer para que no arruinen alos campesinos? Nada –dijoDon Pedro.

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— Vivimos en un mundoinjusto –dijo Isabel.

Alfredo comenzó a comer el muslode pavo con verdadera ansia.Aquella comida estaba muyapetitosa y en los últimos días habían realizado un viaje muylargo. El último tramo hastaPedraza era apenas de unas horas.

— Aunque pueda sonar atraición, el rey Alfonso es elúnico que se estápreocupando por loscomerciantes y campesinos.

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En Aragón hace tiempo quecomprendieron que la laborde los que trabajan es muyimportante –dijo Don Pedro.

— Pero debemos nuestrafidelidad a Doña Urraca, lalegítima reina de Castilla –comentó Alfredo.

— Sí, pero ¿acaso no es suesposo Alfonso? Los noblesque no quieren al rey, no sonservidores de Castilla.Quieren separar de estacorona el reino de Galicia y

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debilitar la unión que contantos sacrificios hizonuestro amado rey AlfonsoVI –dijo Don Pedro.

Isabel no sabía mucho de política,pero había visto en Al-Ándalus elapoyo que el emir daba a loscampesinos, artesanos ycomerciantes. Aquellas personasgeneraban riqueza, la mayoría delos nobles lo único que hacían eraesquilmar al reino y derrochar suriqueza.

— En eso tenéis razón. El rey

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debe favorecer a aquellosque crean la riqueza –dijoIsabel.

— Aunque sin caballeros, esoscomerciantes no podríandesarrollar su labor. Cadauno forma parte del reino ytodos son necesarios –comentó Alfredo.

Tras la cena, Don Pedro les pidióque le disculpasen, a su edad elsueño era algo muy importante y seretiraba a descansar. A pesar de lafatiga acumulada, Isabel y Alfredo

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prefirieron dar un paseo por lasalmenas del castillo y contemplaraquella preciosa noche estrellada.

— Hace una noche fresca,pero despejada –dijoAlfredo.

— Sí, hoy pueden verse todaslas estrellas. Mi madre erauna apasionada delfirmamento –dijo Isabel.

— Son muy bellas, como vos –dijo Alfredo, tomando lamano de la joven.

Isabel se ruborizó y apartó la mano

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de las de Alfredo.— ¿Habéis olvidado que estoy

prometida? –preguntó lajoven.

— Perdonad señora, sé quevuestro corazón es de otro,pero nunca conocí a unamujer más bella y virtuosaque vos –dijo Alfredo.

— Será mejor que regresemosadentro –dijo Isabel, peroantes de que se diera lavuelta, Alfredo la abrazó y ledio un beso.

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La joven se quedó sin aliento, era laprimera vez que un hombre labesaba. Notó como el estómago ledaba un vuelco y apenas pudoresistirse.

— ¿Estáis loco? –preguntócuando los labios de los dosamantes se separaron.

— Decidí robaros un beso, talvez el único que obtenga devos. Si es vuestro deseo,pediré a vuestro padre queme exima de vuestraprotección cuando llegue a

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Pedraza –dijo Alfredo.Isabel observó su bello rostroiluminado por las antorchas.Alfredo no parecía un hombredesleal, ella creía que el jovenoficial sentía algo genuino, pero suamor era imposible.

— Debo obedecer los deseosde mi padre –comentó Isabel.

— Lo entiendo.— No puedo besar a cualquier

hombre –dijo Isabel.— Os pido que me disculpéis

–dijo Alfredo, pero ante su

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sorpresa, ahora fue ella laque se abalanzó hacia él.

Los dos amantes estuvieron unosmomentos abrazados. El simplecontacto con el cuerpo del otro leshacía estremecer. Cuandoregresaron adentro, Isabel estabatotalmente emocionada. Volvieron abesarse justo antes de que ellaentrara en su cuarto, por unossegundos estuvo a punto de invitaral joven, pero aquel paso erademasiado serio. Intentaría hablarcon su padre cuando llegara a

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Pedraza. Tal vez él la entendiera.En el cuarto se encontraba Inés. Ladama de compañía miraba el fuegode la chimenea mientras intentabaquitar de su mente, lo que su ama yel capitán pudieran estar haciendo,por eso cuando la vio entrar conuna sonrisa en los labios, no pudoevitar odiarla. Ella lo tenía todo,pero también quería a su hombre.

— Inés, si os contara lo queme ha sucedido –dijo Isabelexultante de felicidad.

— ¿Qué os sucedió ama? –

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preguntó la joven mientraspreparaba la ropa de cama.

— Me han besado, ha sido unasensación extraña, pero meha gustado –dijo la joven.

Inés intentó disimular su enfado,por eso la sonrió y le dijo:

— Me alegro mucho por vos,pero debéis tener cuidado.Sois una mujer prometida.

— Todavía no, vamos aPedraza para concretar lostérminos del compromiso –sejustificó Isabel.

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— De todas formas, si alguienlo supiera, podría ser laruina del capitán y de vos –dijo Inés

La dama de compañía quitó la ropaa su ama. Contempló su hermosocuerpo a la luz de las velas. Susformas prefectas, su cuerpotorneado y voluptuoso, sería eldeleite de cualquier caballero.

— Estoy muy emocionada –dijo Isabel.

— Será mejor que descanséis,mañana será una jornada

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dura –dijo Inés.Isabel se metió en la cama y sequedó dormida rápidamente. Habíasido un día emocionante y difícil.Inés dejó la habitación con cautelay se dirigió hacia la de Alfredo.Este la esperaba impaciente. Encuanto atravesó la puerta, la aferrólos brazos y la besó con rudeza. Enel fondo imaginaba que aquellamujer era Isabel, por eso deseabaultrajarla, hacer que pagara todo elodio y la rabia que sentía por supadre. Inés no se resistió.

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Disfrutaba con Alfredo, suviolencia le hacía sentir menosculpable y no iba más allá del juegoy la excitación.Mientras los dos hacían el amorsalvajemente, Inés estuvo tentada dedecirle, que ella era mejor amanteque su señora, que aquella inocentey mojigata dama, nunca le haría lascosas que ella podía hacerle, perose limitó a morderse los labios y dedisfrutar de su hombre, como nuncalo había hecho antes.

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Capítulo 48

Año del Señor, 8 de noviembre del1111

El viaje hasta Pedraza fue muchomás tranquilo. La pequeña villaamurallada se erguía sobre unapequeña ladera que dominaba aquelvalle. Los campos de cultivoocupaban las zonas más cercanas,pero el resto del paisaje estabacompuesto por extensos bosques. El

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camino estaba en mal estado, peroal viajar por una amplia llanura,Isabel y sus acompañantes tuvieronque sufrir las incomodidades de lanieve, que volvía a caer conabundancia, después de un par dedías de sol.Ascendieron hasta la puertaprincipal. El señor de Segovia leshabía cedido su carruaje, para quelas damas no tuvieran que ir acaballo, pero sin duda la comitivano debió impresionar el conde dePedraza. Isabel y sus amigos

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parecían más un pequeño grupo decomerciantes, que la escolta de unanoble castellana.Atravesaron el pueblo, el mediomillar de vecinos apenas salió arecibirles, muchos estabanrealizando las faenas del campo yotros no vieron nada especial enaquella comitiva. Cuando llegaronhasta el castillo, Isabel e Inés sealegraron de apearse, estabanmareadas y les dolía todo elcuerpo.En el patio de armas esperaban el

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conde de Pedraza, su esposa e hijo.El joven hacía gala de su fama,realmente era muy guapo yseguramente algo menor de edadque Isabel.

— Estimados viajeros, nosalegra que hayan llegado conbien a nuestra villa. Elcamino en estas fechas espeligroso, sobre todo alatravesar las montañas, peroveo que Dios os hafavorecido –dijo el conde dePedraza.

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— Señor conde, soy Isabel,hija del conde de Córdoba,estos son mi dama decompañía, Inés y el capitánde mi guardia personal,Alfredo. Por desgracia en elcamino perdimos a doshombres y nuestro carruaje,pero gracias a Dios estamosbien –dijo la joven.

— Pobre niña –dijo la señoradel castillo adelantándose yabrazando a Isabel-. Estaréisagotados y hambrientos. La

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comida está preparada yvuestras habitaciones son lasmás cálidas del castillo.Seguramente tendréis máscomodidades en el alcázar deMagerit, pero aquí ostrataremos como una hija –dijo la mujer.

— Muchas gracias –contestóIsabel, sorprendida de losagasajos de su futura suegra.

— Les presento a mi hijoDaniel –dijo la señora.

El joven se ruborizó al escuchar las

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palabras de su madre, era evidenteque no tenía mucho trato conmujeres y menos de la belleza deIsabel.

— Os saludo, señora –dijo eljoven.

— Lo mismo digo, caballero –contestó Isabel, con unasonrisa.

El grupo se dirigió al interior deledificio principal. El fríocomenzaba a entumecerles, por esocuando entraron en el comedor, conuna amplia chimenea y con la mesa

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preparada, Isabel y sus amigos sesentaron de inmediato. La mesa delseñor de Segovia no era tan rica yapetitosa como aquella. Isabel noconocía muchos de los platos, peroestaba dispuesta a probarlo todo.La comida fue muy familiar. A lamesa estaban Alfredo, Inés, Isabel,con los señores del castillo y suhijo. A la joven le extraño que nohubieran invitado a familiares o aotras casas nobles de la villa, peroposiblemente el conde esperaba lallegada de su padre y la

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confirmación definitiva del enlace.— Vuestro padre llega

mañana, ¿verdad? –preguntóel conde de Pedraza.

— Si el tiempo no lo impide –dijo Isabel.

— Es cierto, espero que latormenta que se les avecinano caiga sobre ellos en lasmontañas –dijo el conde.

— Si llega la tormenta,imagino que esperarán enCercedilla hasta que pare –dijo Alfredo.

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— Estamos tan cerca y tanlejos al mismo tiempo. Esamontaña es una barrera casiinfranqueable en invierno –comentó la mujer.

Isabel intentó recordar el nombrede la condesa, pero no pudo.

— Madre, será mejor quedejéis comer tranquilos a losinvitados –comentó el joven.

Isabel observó con detenimiento susfacciones infantiles, su pelo rizadoy rubio, los ojos verdes y su pielmuy blanca. Parecía un ángel,

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aunque cuando se enfadaba, surostro se transformaba de repente.Era alto y espigado, con buen portey vestía con cierta elegancia. Almenos, el candidato a ser su esposono era un viejo noble, viudo en losúltimos días de su vida. AunqueIsabel no podía dejar de pensar enAlfredo. En el beso que le habíarobado la noche anterior. En sucuerpo caliente pegado a ella, todosaquellos pensamientos la turbaban.Nunca había sentido nada así pornadie, pero debía obedecer a su

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padre. Ella sabía que en la vida nosiempre se puede hacer lo que sedesea, eso es lo que ella enseñaba asus pupilos en la escuela.Después de la comida, la condesapropuso que dieran un breve paseopor la villa. El sol se habíaimpuesto por unos instantes y sucalor les ayudaría a superar el fríoreinante. El joven Daniel e Isabelcaminaban solos, mientras que elresto caminaba unos pasos pordelante.

— Me alegro de conoceros,

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me habían hablado mucho devos –dijo Isabel.

— Sois muy… -dijo el joventímidamente.

— ¿Muy qué? –preguntódivertida Isabel.

— Muy bella, la mujer másbella que he conocido –dijoel joven en un arranque devalentía.

— Muchas gracias –dijoIsabel. Al menos el joven eramás complaciente de lo quehabía imaginado.

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Mientras paseaban por la villa,muchos de los vecinos salieron aobservarles. Ya había corrido elrumor de que la prometida del hijodel conde había llegado y todosquerían conocerla. Isabel iba con unelegante vestido azul, su pelorecogido y sus grandes ojos,impresionaron a todos. A lamayoría le parecía que hacían unagran pareja, aunque el joven eraalgo menor que su futura esposa.Salieron de la villa y caminaron porel sendero hasta el río. El joven se

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atrevió a dar la mano a Isabel y estasintió un escalofrío por la espalda.Caminaron en silencio unosinstantes, hasta que la jovencomenzó a interrogarlo.

— ¿Qué hacéis? ¿Vuestropadre deja que le ayudéis? –preguntó Isabel.

— Sí, le acompaño a ver lastierras, también cuando hacelas cuentas, en variasocasiones hemos viajado aBurgos y otras ciudades,pero sobre todo sigo

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aprendiendo el manejo de lasarmas.

— Muy interesante. ¿Sabéisleer y escribir? –preguntóIsabel.

— Sí, no sé mucho, pero unode mis maestros es unsacerdote, me ha enseñado aleer, firmar y algo denúmeros.

Al menos sabía leer, pensó Isabelmientras se paraban frente al río.

— ¿Os paree bien que unamujer sepa leer? –preguntó la

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joven.— No veo mal en ello –dijo el

joven.— ¿Y qué se dedique a

enseñar a niños? –preguntóIsabel.

— Mientras no descuide susobligaciones familiares –dijoel joven.

Lo cierto era que no lograba verningún defecto en aquelpretendiente. ¿Cómo le diría a supadre que no se casaría con él?Cuando el sol comenzó a declinar

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regresaron al castillo. Mientras seretiraban a las habitaciones adescansar, Isabel e Inés iniciaronuna larga conversación sobre lasimpresiones del día.

— ¿Qué os parece vuestroprometido? –preguntó Inés.

— Lo cierto es que noencuentro ningún defecto enél –dijo Isabel, mientras setumbaba sobre la cama.

— Tenéis razón, es un jovenbello, atento y gentil –dijoInés, mientras en su mente no

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dejaba de maquinar comoconvencer a su ama para quelo aceptara.

— Pero no siento nada por él–dijo Isabel.

— A veces el amor viene mástarde –comentó la dama decompañía. Sus palabrasintentaban parecerconvincentes, pero pordentro ardía en ansiedad ycelos.

Las dos jóvenes se cambiaron elvestido y después, Inés peinó a su

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señora.— Tengo que ser valiente y

decirle a mi padre lo quesiento –dijo Isabel.

— Vuestro padre escomprensivo, pero le daréisun disgusto. Esperad unosdías, de esa maneraconoceréis más a vuestroprometido, después tomaduna decisión –dijo Inés.

— Son palabras sabias,seguiré vuestro consejo, puessé que apreciáis y buscáis mi

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felicidad –dijo Isabel.Inés miró a su ama con odiomientras ella sonría delante delpequeño espejo. La dama decompañía nunca pensó que el amory los celos fueran capaces de crearen ella sentimientos de odio haciasu amiga. El corazón humano es unmisterio que únicamente puededesvelar el tiempo.

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Capítulo 49

Año del Señor, 9 de noviembre del1111

El conde de Córdoba llegó el díaque tenía previsto. La nieve nohabía logrado demorar su viaje,había decido ir cabalgando, a pesarde que cada vez se sentía más viejoy cansado. Cuando llegaron a lasafueras de Pedraza, respiróaliviado. El frío le hacía mucho

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daño a los huesos y tenía el cuerpomolido por el viaje. El conde dePedraza le recibió con los brazosabiertos, únicamente se habían vistoen dos ocasiones. La primera en lacorte de Toledo, durante la batallacontra el hijo de Yusuf, y lasegunda unos meses antes paradeterminar los términos de la boda.Si todo marchaba como estabaprevisto, Isabel estaría casada en unpar de días. De esa manera Andrésse aseguraba que su título no seperdiera, los hijos de ambos

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podrían llevar los dos títulos.— Estimado conde de

Córdoba, os esperábamoscon impaciencia. Vuestrahija, además de bella, es muyeducada y complaciente –dijo el conde de Pedraza.

— Muchas gracias por vuestrabienvenida y por vuestrasamables palabras –contestóAndrés.

— Hemos preparado todo parael enlace, pero de eso yahablaremos más tarde,

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imagino que estaréis agotadopor el largo viaje –dijo elconde de Pedraza poniendosu mano sobre el hombre deAndrés.

— Ya no estoy en forma paracabalgar durante tantos días,pero era la única manera dellegar a tiempo y evitar lospeligros del viaje –dijoAndrés, mientras amboshombres entraban en eledificio.

Una boda en otoño, casi a las

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puertas del invierno, no era nuncatan hermosa como las que secelebraban en la primavera, peroAndrés se sentía enfermo en losúltimos meses, los dolores en elpecho no cesaban y notaba como sufuerza poco a poco comenzaba adesaparecer.Cuando bajó al salón, trasdescansar un poco, su hija leesperaba. Andrés enseguida se diocuenta de que le sucedía algo, susojos parecían tristes y apagados.

— Padre, os he echado mucho

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de menos. Estuvimos enpeligro, nuestro carruaje seprecipitó por un acantilado,pero Andrés no salvó la vida–dijo la joven, mientrasabrazaba a Andrés.

— Hija mía, yo también os heechado de menos. Temía porvuestra vida, sobre todocuando atravesamos lasmontañas. Hace muchotiempo que no nevaba tanto–dijo el hombre, mientrasambos caminaban hasta la

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chimenea.Los dos estaban solos, por lo queIsabel aprovechó para sincerarsecon su padre, nunca le habíaocultado nada y no podía estar a sulado con aquellos sentimientos en elcorazón.

— Padre debo deciros, que elhijo del conde de Pedraza estan gentil y bello como mecomentasteis. Me ha tratadocon mucha delicadeza yamistad –dijo Isabel,intentando suavizar sus

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palabras.— Me hacéis muy feliz. Sabéis

que he tardado mucho endesposaros, porque buscabaun buen hombre para vos. Noes sencillo que un jovenreúna todas las virtudes deun caballero, pero tampocoquería desposaras con unanciano –dijo Andréstomando asiento.

Su hija se sentó sobre sus piernas.Ya no era una niña, pero seguíasiendo muy cariñosa.

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— Pero, debo confesarosque…

— No os preocupéis, os estáisconociendo. El amor es algoque vendrá en cuantoconviváis. He logradoconvencer al conde dePedraza, de que su hijo setraslade a Magerit, al fin y alcabo, nuestro condado esmucho más rico y el títulomás noble. Él será conde deCórdoba cuando yo muera ysu hijo heredará toda nuestra

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fortuna –dijo Andrés sinescuchar a su hija. Sabíacuales eran las objecionesque iba a poner y preferíaque simplemente obedeciera.El tiempo ya conseguiríaunirlos de verdad.

Isabel se quedó callada, nuncahubiera imaginado que le costaratanto hablar de ese tema con supadre, pero no queríadecepcionarle. Esperaría al díasiguiente, cuando estuviera mástranquilo y descansado, para hablar

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con él.El resto de la jornada discurrió connormalidad. Presentaciones, comiday cena de celebración, baile ydespués largas conversaciones delos dos condes sobre el estado delreino y las guerras de los dosesposos.

— ¿No os parece una villaníalo que ha hecho PedroFroilaz, el conde de Traba?;no solo se ha rebelado contralos reyes, además ha puestoal joven príncipe Alfonso,

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con siete años de edad,contra su madreproclamándole rey deGalicia –dijo el conde dePedraza.

— Aunque antes de llegaraquí, he escuchado noticiasde la victoria del rey Alfonso de Aragón;finalmente se ha impuesto alos partidarios de AlfonsoRaimúndez, derrotándolos enVilladangos –dijo Andrés.

El conde de Pedraza se quedó

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sorprendido de las nuevas noticiasy pidió vino para celebrarlo.

— Por fin terminará la guerray podremos centrarnos enexpulsar a los moros de laPenínsula –dijo el conde dePedraza.

— No será tan fácil, losalmorávides siguenmanteniendo todo su poder ynuestros reinos estándebilitados por las guerrasciviles y la sangría deimpuestos –dijo Andrés,

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después dio un trago largo alvino y tuvo el disgusto decomprobar, que los vinos desu futuro consuegro eranmejores que los que él teníaen Magerit.

— Eso es cierto, pero labravura de los castellanos essuficiente para derrotar aesos moros –dijo el conde dePedraza.

— La bravura siempre ayuda,pero no es suficiente. Senecesitan buenos hombres y

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armas, pero la victoria la dasiempre una buena estrategia–dijo Andrés.

El conde de Pedraza frunció elceño. Sabía que su consuegro habíasido uno de los héroes que habíasalvado a Toledo de los moros yhabía organizado la defensa deMagerit, pero por eso no dejaba deser un advenedizo. El rey le habíaconcedido un título antes de morir,pero los condes de Pedraza, seremontaban a casi ochenta años. Loúnico que había decidido al conde a

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dar a su hijo en matrimonio conaquella media mestiza, había sidola fortuna de su padre. El conde deCórdoba era uno de los hombresmás ricos del reino, aunque muchosno sabían de donde provenía sufortuna. Al fin y al cabo, hasta haceunos pocos años, el conde deCórdoba vivía entre infieles y nadiesabía que había hecho paraprogresar entre ellos. Algunos hastadudaban de su fe en Cristo y decíanque era un mahometano encubierto.El conde de Pedraza prefería

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ignorar esos comentarios, la hijadel conde de Córdoba era mejorpartido para su hijo, que la hija deun comerciante o un judío.

— Bueno, ya se han conocidonuestros hijos. Si os parecebien, en dos díascelebraremos el desposorio–dijo el conde de Pedraza,mientras ya imaginaba losmaravedíes que conseguiríade aquella unión.

— Mi hija está conforme, losdos hacen una buena pareja,

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pero ya sabéis mis doscondiciones. La primera quevuestro hijo venga connosotros y la segunda que nose pierda mi título –dijoAndrés, mientras suconsuegro sonreía.

— Naturalmente, será comopedís. La celebración se haráen la capilla del castillo,será algo íntimo oficiado porel obispo de Segovia ymedio centenar de invitados–dijo el conde de Pedraza.

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— Me parece bien, no soy muydado al dispendio ni laostentación –comentóAndrés.

Los dos hombres sonrieron. Elacuerdo estaba cerrado, en dos díasunirían las dos sagas familiares,convirtiendo a sus familias en lasmás poderosas del sur de Castilla.Alfredo escuchó parte de laconversación escondido tras una delas paredes. Aquello precipitaba suplan, en dos días no tendría nadaque hacer con Isabel, era

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demasiado íntegra para traicionar asu esposo, por lo menos alprincipio. Salió de la sala consigilo y buscó a Inés. Necesitaba suayuda para poner esa misma nocheen práctica su plan. Cuando laencontró cosiendo con otrasdoncellas la llamó aparte. Inésacudió con rapidez. Los dos sebesaron y Alfredo aprovechó paraapretarla entre sus brazos. Aquellamujer era muy ardiente, de las másardientes que había conocido nunca.

— Me tenéis que ayudar. Si

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queréis seguir siendo miamante, debéis facilitar queyo acceda esta noche a losaposentos de vuestra ama –dijo Alfredo.

— Pero eso es imposible –dijo celosa Inés.

— No os preocupéis, puedeque me case con vuestra ama,pero todas las noches acudiréa vuestro cuarto, no hay nadaque me guste más que eltesoro que guardáis entre laspiernas –dijo el joven.

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Inés se excitó de nuevo y apartó aljoven a un lado. Después miró a unlado y al otro, el castillo estaballeno de testigos incómodos.

— Os ayudaré, pero con unacondición, que antes deacostaros con ella estanoche, lo hagáis primeroconmigo –dijo la joven.

Alfredo sonrió, aquello era unhalago más que una exigencia.Tener la misma noche a dos de lasmujeres más bellas del reino, era elsueño de cualquier caballero joven.

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— No os preocupéis, soysuficiente hombre para lasdos –dijo Alfredo sonriente.

— Pues venid a media noche ytendréis el tesoro de mi ama–dijo Inés, mientras sealejaba por el pasillo.

— Allí estaré –dijo Alfredo.Si lograba deshonrar a la doncella,nadie querría casarse con ella, él seconvertiría en su esposo,destrozando los deseos del conde.Después se encargaría de quemuriera lentamente, rodeado de

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sufrimiento, mientras su hija ledespreciaba y se convertía en unalujuriosa dama.

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Capítulo 50

Año del Señor, 9 de noviembre del1111

Antes de media noche, la jovendoncella había preparado todo sumacabro plan. Primero habíaconseguido que Isabel bebiera algode vino, algo a lo que no estabaacostumbrada. De esa manera, lajoven hija del conde estaría másdispuesta a perder su virginidad

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con alguien que no era su esposo.Después de preparar un vaporosocamisón de lino para la joven, Inésse disculpó con su ama y lecomunicó que aquella noche no seencontraba bien y se retiraría antesa su cama. En cuanto la doncellaabandonó la habitación de suseñora, corrió hasta la de Alfredo.El joven la esperaba inquieto,desnudo de medio cuerpo paraarriba y con la sensación placenterade que su venganza estaba a puntode comenzar.

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Inés estaba vestida con un ligerocamisón a pesar del frío que haciaen el castillo, por eso cuando entróen la habitación, Alfredo pudo vertodo su hermoso cuerpo al trasluz.

— Querido mío, ya estoy aquípara complacerte yprepararte para esta nocheespecial –dijo Inés, dejandoque su ligero vestido cayeraal suelo.

— Sois una diosa –dijoAlfredo mientras se sentabaen la cama.

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— Vos sois un dios –dijo lajoven agachándose delantede él.

Mientras ambos amantes gozabande los placeres de la carne, Alfonsose movía inquieto en su camaenvuelto en pesadillas. Se levantó,se puso la ropa y caminó por elpasillo para despejarse un poco. Enocasiones le venía a la mente elrostro del conde de Astorgamientras subía al patíbulo. No habíanadie que mereciera la muerte másque él, pero Andrés reconocía que

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no había disfrutado con sudesdicha. Su conciencia no ledejaba tranquilo. La muerte de suesposa Ana, el abandono de su hijoMarcos, el accidente de su cuñada,el asesinato del mensajero del rey.Todo aquello le sacudía por dentro,rompía su frágil felicidad y leimpedía disfrutar de todo lo quehabía conseguido en aquellos años.Cuando pasó por delante de lashabitaciones de Alfredo le parecióver una joven que entrabaprecipitadamente en ellos. Andrés

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se quedó con la inquietud de que lajoven fuera su hija. Desde quehabía llegado se había mostradotaciturna y poco ilusionada en suinminente boda. Él lo habíaachacado a los nervios, pero temíaque se hubiera enamorado deAlfredo. Se dirigió a lashabitaciones de su hija y comprobóque esta dormía plácidamente. Cuando regresó a la cama, notó queun sueño pesado le invadía, unosminutos más tarde estabaprofundamente dormido.

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Alfredo dejó en su lecho a Inés. Lajoven estaba agotada y complacida,aunque seguía furiosa ante la solaidea de que su amado yacieraaquella noche con Isabel.Cuando el joven entró en lahabitación, apenas la tenue luz delas velas iluminaba el cuarto.Caminó sigiloso hasta el lecho,después quitó las mantas ycontempló por unos segundos elcuerpo de Isabel. El pecho de lajoven subía y bajaba debajo de lafina tela, sus piernas torneadas

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descansaban ladeadas, mientras quesu bello rostro dormido, hizo queAlfredo dudara por unos segundosviolentarla. A veces la bellezaprovoca hacia el bien al alma másinmunda.Alfredo levantó el camisón con lasmanos hasta la cintura de la joven.Después se quitó su ropa y se tumbójunto a ella. Isabel seguíaadormilada por el vino y el sueño,cuando él comenzó a acariciarla.Ella reaccionó girándose un poco ydejándose hacer. Mientras el

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exploraba todo su cuerpo, la jovenseguía soñando, ignorante de que suamado estuviera junto a ella.Cuando al fin las caricias deAlfredo la despertaron, su primerareacción fue apartarse de él, pero eljoven la tenía atrapada. Se tumbósobre ella y la poseyó con fuerza,mientras Isabel lloraba, gemía y legolpeaba con los puños cerrados enla espalda. Después de unosminutos de forcejeo, la joven seabandonó.Cuando Alfredo dejó el lecho,

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Isabel se tapó con la sábana ycomenzó a llorar. Las anchasespaldas del joven fue lo único quevio de él mientras abandonaba lahabitación, después intentó dormir,pero se sentía avergonzada. Aunqueno había consentido aquel asaltonocturno, le había dado esperanzasal joven capitán y se había dejadobesar por él. Incluso, le habíapedido a su padre que no le casaracon el hijo del conde de Pedraza.En ese momento, Isabel decidió quese casaría con el hijo del conde,

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aunque no podía ofrecerle suvirginidad, al menos le daría surespeto y cuidado. Mientras sumente seguía dando vueltas a todoaquello, escuchó los pasos de Inés.La joven entró en la habitación y ladestapó. Las sábanas y el camisónestaban envueltos en sangre. Inéslimpió a su señora, después lecambió las ropas y las sábanas. Nohablaron, pero todo estaba dicho.Isabel ya no volvería a ver aAlfredo y pediría a su padre que lodestinara a un trabajo que le alejara

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de ella. Tenía que sacrificarse porla felicidad de su familia y lo haríaaunque eso supusiera perder lasuya.

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Capítulo 51

Año del Señor, 11 de noviembredel 1111

El desposorio fue sencillo. Laceremonia en la capilla del castilloconsistió en una breve misa y laspromesas que el sacerdote pidióque repitieran los novios. El hijodel conde de Pedraza, Daniel,estaba pálido e Isabel nodisimulaba su tristeza. Tras la

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ceremonia los condes invitaron atodos al salón principal. Además dela comida habían contratado a unasbailarinas musulmanas y algunosacróbatas.En la mesa nupcial no se veíancaras muy alegres, Andrés seinclinó hacia su hija y le dijo en eloído:

— ¿Os encontráis bien?— Sí, padre. Únicamente estoy

algo indispuesta, llevo dosdías revuelta y con nauseas –dijo la joven. Sus bellos ojos

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negros brillaron hasta casihumedecerse. Despuéslevantó la vista y vio aAlfredo muy cerca de sumesa, mientras charlaba arisotadas con otros oficiales.

El novio apenas había cruzado unapalabra con la joven. Se sentíaintimidado por ella, pero intentóanimarla un poco y sacarla abailar.La boda fue animándose gracias albuen vino de la zona y en uno de losbailes, Alfredo le pidió al novio

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que le dejara bailar con su esposa.Isabel intentó negarse, pero al finalaccedió.

— ¿Os casáis por amor? –susurró Alfredo al oído de lajoven.

— Sabéis que no, pero osaseguro que seré fiel a miesposo hasta la muerte –dijola joven al punto del llanto.

— Promesas eternas, ¿estanoche daréis vuestravirginidad a vuestro esposo?–preguntó Alfonso, para

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después observar la reacciónde la joven.

Isabel se apartó un poco, perocuando observó que las miradas detodos estaban posados sobre ellos,sonrió al joven y le dijo al oído:

— Me robasteis mi virginidad,pero no lograréis robarmenunca mi corazón.

Cuando la música cesó, Isabel sedirigió a la mesa nupcial y le dijo asu esposo:

— Creo que es hora de quenos retiremos.

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Daniel la miró temeroso, teníamiedo de no poder yacer con ellaaquella noche. El vino y los nerviosle tenían totalmente agotado, peroIsabel le tomó de la mano y se lollevó a sus habitaciones. En laalcoba le hizo que se sentara y sedesnudó para él, después seacostaron y a pesar de los nerviosdel joven, pudo consumar el actomatrimonial.Mientras, en el salón, Alfredo seremovía en su asiento como unaserpiente. Deseo levantarse, ir al

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cuarto y atravesar a los amantes consu espada en el mismo actoconyugal, pero se contuvo. Nohabía esperado tanto tiempo paraperder ahora el sentido. Se negabaa reconocerlo, pero en el fondo laamaba. Ella había sido dulce ydispuesta, le había cuidado susheridas y pedido a su padre que letomara como soldado, pero habíadecidido vengarse del conde deCórdoba y ya no podía volverseatrás. Además ella era ya de otro,nunca más podría ser suya y aquella

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idea le torturaba.Ahora que su primer plan habíafracasado, debía poner en marchaotro. Lograría seducirla de nuevo,enfrentarse a su esposo en duelo ytras matarle, conseguir el título desu padre desposándose con ella.Esta vez no fallaría y conseguiríaque la ciudad de Magerit volviera alas manos de los que eran suslegítimos dueños.

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Capítulo 52

Año del Señor, 2 de febrero del1112

La guerra había llegado de nuevo aCastilla, cuando el rey Alfonso I deAragón había intentado de nuevousurpar el lugar de su esposa y unirlos reinos de ésta a los suyos. Denuevo los nobles se dividieron endos bandos, aunque la mayoría delos castellanos permanecieron

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fieles a Doña Urraca y su hijoAlfonso. Desde el principio,Andrés se puso del lado de la reinay ante la petición de hombres yarmas, envió a medio centenar desoldados capitaneados por Juan, suhombre de confianza. Aquel nuevogolpe del destino favoreció aAlfredo, que estaba esperando esaoportunidad para matar al esposode Isabel y hacerse con el controlde la ciudad. Cuando el condemuriera y él se casara con su hija,nadie podría discutir su señorío

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sobre la villa, ni el bueno delcapitán Juan.Alfredo observó desde la torre delalcázar como se alejaban sushombres. Isabel estaba a su lado,con un abrigo de piel de oso sobrelos hombros. Estaba embarazada demás de dos meses y eso latorturaba. No sabía si su hijo era desu esposo o de aquel infame que lahabía violentado. Para másdespecho, su dama de compañíaInés, también estaba en cinta,aunque no había querido revelar a

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nadie quién era el padre. La jovensabía que si no se casaba antes dedar a luz, su hijo debería serentregado a las monjas, por eso Inésno dejaba de pasear como alma enpena por el castillo.Isabel miró al horizonte y cuandolos soldados desaparecieron entrelos bosques se abrazó a su padre.

— Para el verano vendrá eseniño, mi primer nieto –dijoAndrés.

— Sí, vuestro primer nieto –dijo la joven.

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— Se os ve felices juntos –dijo Andrés mientras sonreíaa su hija.

— Daniel es un buen hombre.Me cuida y respeta, no hacenada que me desagrade ydesde que sabe que estoyencinta, no para de traermeregalos –dijo la joven,mientras ambos entraban denuevo en el castillo.

— Ya os lo aseguré. Lafelicidad es un caballo difícilde domar, pero una vez

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domado es el más fiel de losanimales –dijo Andrés.

Cuando llegaron al salón, Danielestaba entretenido jugando unapartida de ajedrez con Alfredo.

— Una vez más me ganáis,amigo –dijo Daniel mientrasel soldado se ponía de pie alver al conde entrar.

— Sentaros y continuad –dijoAndrés.

— Conde –contestó Alfredo,después de obedecer lasórdenes.

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— Dentro de poco regresaránnuestros hombres –dijoAndrés.

— Lamento no haber podidopartir yo también –comentóAlfredo.

— Yo también estoy deseosode combatir –comentóDaniel.

Isabel se acercó a él y le acariciósu pelo rubio y rizado.

— Vos estáis recién casado ytenéis otras obligaciones.

Inés entró en la sala con una

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bandeja de plata. Llevaba una jarrade vino y unas copas. Las dejósobre la mesa y sirvió a loshombres. Las dos mujeres semiraron unos instantes, pero nocruzaron palabra. Cuando la damade compañía se hubo retirado,Andrés le dijo a su hija:

— Sois muy estricta con ella.Antes era una de las damasde confianza que teníais,pero ahora no la habláis.Seguramente algún soldadodel conde de Pedraza la

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mancilló, pero ella prefiereguardar silencio. Cuando désu hijo a las monjas, podrábuscar un marido y formaruna familia.

— No es por eso, padre. Soncosas de mujeres –dijo lajoven intentando cambiar deconversación.

Alfredo la miró divertido. Inés lehabía suplicado que reconociera alniño y se casara con ella, pero él lehabía respondido que no creía quefuera suyo. Una mujer como ella

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seguramente se acostaba con varioshombres a la vez. Inés habíapensado quitarse la vida, pero lefaltaba valor y en el fondo seguíamanteniendo la esperanza de que élse casara algún día con ella.

— Estas criadas son muyinocentes –dijo Alfredo.

— Tenéis razón –comentóDaniel, que veía en Alfredoel hermano mayor que nuncahabía tenido.

— Será mejor que entrenemosun poco, ¿os parece bien,

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Don Daniel?— Sí, tengo los músculos

entumecidos de tantodescanso –dijo el joven.

Isabel se fue a sus habitaciones,desde allí podía observartranquilamente el patio de armas.Se asomó al balcón discretamente.Los dos hombres ya habíancomenzado su combate. Alfredo eramás corpulento y su pelo castaño lacaía por los hombros. Danielparecía un adolescente, con brazosy piernas larguiruchas pero poco

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musculosas.Daniel atacó al capitán con fuerza,en aquellos meses había aprendidomucho con Alfredo, pero éste lerechazó con el escudo de madera yle atacó. Las armas falsas evitabantodo peligro, pero Isabel temía queel capitán intentará hacerle algo asu esposo.Ella seguía sintiéndose atraída porél. A pesar de su mezquindad, dehaberla violentado y haber dejadopreñada a Inés, ella no podíaignorar sus sentimientos.

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Los dos hombres comenzaron asudar, mientras un corro desoldados les animaba. Tras un buenpar de golpes, Alfredo logróderribar a Daniel y ponerle laespada en el cuello. Mientras eljoven hijo del conde estaba bajo surodilla y con aquella espada demadera en el cuello, Alfredo nopudo dejar de imaginar cómo seríamatarlo de verdad, pero aún tendríaque esperar un poco más pararealizar su venganza, aun tenía queresolver un pequeño asunto que le

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perturbaba.

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Capítulo 53

Año del Señor, 5 de febrero del1112

La joven le había convocado enmitad de la noche y fuera delalcázar, porque prefería que no lesvieran juntos. Ya no estabadispuesta a soportar máshumillaciones, estaba dispuesta acontarle todo al conde, si Alfredono reconocía al niño. Cuando el

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capitán entró en la posada en elarrabal nadie le prestó muchaatención. No llevaba puesta laarmadura ni nada que indicara quepertenecía al ejército del conde.Inés estaba en un lugar apartado, almargen de miradas indiscretas. Sino hubiera sido por el frío quehacía en la calle, le hubiera visto enotro lugar, pero aún quedabanvarios meses para que el asfixiantecalor de Magerit les hiciera olvidarque aquella tierra de osos yciervos, podía ser algo parecido al

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desierto que había al otro lado delmar.Alfredo se sentó en la mesa, surostro reflejaba enfado. Ya no sabíacómo decirle a Inés, que si persistíaen su empeño de que se casaranterminaría con ella o la obligaría asalir de la villa.

— ¿Qué deseáis de mí? Hacetiempo que dejamos nuestrosencuentros amorosos, peroseguís insistiendo en verme –dijo Alfredo.

— Sabéis muy bien lo que

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quiero de vos. Esto que llevoen mi vientre es vuestro ydebéis haceros responsable –dijo Inés subiendo el tono devoz.

— ¿Debo? Vos sois una criadaencinta, una campesina quese ha dejado embaucar porun soldado de mala muerte.Cuando deis a luz a vuestrobastardo, entregadlo a lasmonjas y tal vez luego, si noestáis oronda, puede quevuelva a vuestro lecho –dijo

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Alfredo.— Sois un bastardo, el niño es

vuestro hijo y ni soñéis quevuelva a acostarme con vos.Primero reconoced al niño ycasaros, eso es lo que haríacualquier hombre de bien –dijo Inés fuera de sí.

Alfredo miró alrededor, lo últimoque quería era una escena enpúblico. Después agarró a la mujerpor la muñeca y comenzó aretorcerla hasta que se calló.

— Esta noche os marcharéis

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de la villa. No quiero volvera veros por aquí, tampoco aese pequeño bastardo. Yoseré el conde de Córdoba,me desharé del viejo, de esemuchacho impertinente eIsabel será mía. Entoncesreconoceré a mi hijo, pues elverdadero heredero deMarcos, hijo del condeAstorga, es el niño quetendrá Isabel.

La joven comenzó a llorar de dolor,rabia e impotencia. El hombre la

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soltó y ella se frotó la muñecadurante un rato.

— No lo permitiré. Habéisdestrozado mi vida, habéisintentado hacer lo mismo conla de mi ama, me habéisutilizado, pero vuestrasmaldades han terminado. Lescontaré todo y vos seréisencarcelado y juzgado porvuestros crímenes –dijo Inésponiéndose en pie y saliendode la posada.

Alfredo la siguió totalmente

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rabioso. Debajo de su capaempuñaba su espada, deseandodesenvainarla, pero debía hacerlocuando no hubiera testigos delante.La joven caminó deprisa, entró enla villa amurallada y él la siguió decerca. Inés se dirigía al alcázar yesta vez nadie la detendría. Alfredola alcanzó poco antes de llegar alcastillo y la agarró por el brazo.

— Detente, haré lo que mepides –dijo el hombreintentado que la mujerparara.

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— No os creo, sois vil ymentiroso –contestó la joven,mientras intentaba zafarse dela mano.

— Os doy mi palabra. Hacefrío, estáis preñada y si osenfriáis podréis en peligro avuestro hijo. Refugiémonos,mañana hablaré con el condey reconoceré mi paternidad –dijo Alfredo.

Inés miró a los ojos del hombre. Surostro estaba velado por lassombras, pero la luna llena de

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aquella noche iluminaba la calle.— ¿Lo prometéis? –dijo la

joven.— Lo prometo –comentó

Alfredo, después la tomó delbrazo y la introdujo en unode los callejones.

Se pararon en mitad de laoscuridad, ella pensó que le daríaun beso, pero Alfredo sacó laespada y en dos cortes rápidos leseccionó las venas de las muñecas.La joven le miró incrédula,mientras él frunció el ceño.

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— ¿Qué hacéis? –preguntó lamujer, mientras de susmuñecas manaba una grancantidad de sangre caliente yviscosa.

— Hace tiempo que aprendíque en este mundo no valensentimentalismos, es vuestravida o la mía –dijo Alfredo.

La joven empezó a notar como semareaba, cayó de rodillas y seaferró a la capa del hombre. Este laempujó con una patada y quedótendida en el suelo. Sintió frío,

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después sueño y tuvo la sensaciónde que estaba tumbada en un campode flores. Podía ver sus colores,incluso olfatear el perfume. Aqueljardín era la muerte, la muerte queronda cada noche inquieta buscandoa sus víctimas y que siempre lasencuentra vagando sin rumbo,perdidas en la inmensidad de suinocencia.Alfredo limpió la espada con lacapa de la joven, después salió delcallejón e intentó pensar en otracosa. Ya tendría tiempo de ponerse

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a cuentas con su conciencia cuandofuera conde. ¿A caso alguien habíahecho algo en el mundo sin que uninocente muriese? Pensó mientrasentraba en el alcázar, después sedirigió a sus habitaciones y durmiócomo un niño, sin la preocupaciónde tener que pensar más en Inés y suhijo bastardo.

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Capítulo 54

Año del Señor, 6 de febrero del1112

Cuando Isabel supo que su amigahabía muerto notó como su corazónse desgarraba. No había sabidocuidarla, desde que se enteró deque estaba embarazada la odió contoda su alma, pero ahora que estabamuerta, supo que a las dos las habíautilizado el mismo hombre. Aquel

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monstruo era capaz de cualquiercosa e Isabel temía cuál podía sersu próximo paso. Ella estaba segurade que él la había matado, aunquetodos comentaban que se trataba deun suicidio. La joven habíaaparecido con las venas cortadas enun callejón al lado del alcázar. Peroaquello no tenía ni pies ni cabeza,¿por qué se iba a suicidar? Inésdeseaba tener a su hijo. En el casode que la desesperación le hubierallevado hasta el deseo desuicidarse, ¿qué sentido tenía

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hacerlo en mitad de la noche y en uncallejón, como un perro?Aquella misma mañana fue elentierro y, aunque su padre lerecomendó que no fuera, nodeseaba despedirse de su amiga deaquella manera. Andrés y su hijasiguieron al féretro con su carruaje,muchos vecinos de la villa seunieron a la comitiva, horrorizadosy conmovidos por la historia de ladoncella y su hijo.Cuando llegaron al campo santo,aun los enterradores se afanaban

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con abrir la fosa. La tierra estabahelada por el frío y se resistía a losesfuerzos de aquellos cuatrohombres. El sacerdote recitó unasoraciones mientras enterraban a lajoven. Isabel llorabadesconsoladamente, su amiga delalma ya no existía, se habíaconvertido en poco más que polvo.Por unos momentos, Isabel tuvomiedo de su propia muerte. ¿Quésucedería si Alfredo intentabamatarla a ella? ¿Dónde iría sualma? Se consideraba una mujer

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buena, nunca había hecho malalguno, pero sin duda no era deltodo inocente y no practicabamucho su fe cristiana. Si existía uncielo y un infierno, ella no estabapreparada para ir a ninguno de losdos. En muchas ocasiones habíahablado de ese tema con su padre,él tenía su idea particular sobreDios y su forma de actuar. Aunqueen los últimos años habíacomenzado a asistir a los oficiosreligiosos y practicar la oración.Ella también creía a su manera.

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Dios tenía que ser bondadoso yjusto. De otra manera el mundosería un lugar terrible. Su idea dejusticia se lo impedía. ¿Cómopodría existir un Dios ausente,alejado de los sufrimientos de loshombres? ¿Qué tipo de mundo eraaquel en el que las injusticiasquedaban impunes?Cuando comenzaron a arrojar tierrasobre le ataúd, Isabel notó que laspiernas le fallaban y la cabeza ledaba vueltas. Su esposo la agarródel brazo antes de que perdiera la

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consciencia. Alfredo miró la escenadesde el otro lado de la fosa, sepreocupó al ver que Isabel sedesmayaba. Al fin y al cabo, la hijadel conde llevaba en su seno a suhijo. Se aproximó hasta el esposo yentre los dos llevaron a Isabel a lacarroza.

— Gracias, capitán –dijoDaniel, mientras subía alcarruaje con su esposa.

— De nada, señor. Será mejorque lleve a la señora alalcázar, mandaré al médico

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que vaya a visitarla –dijoAlfredo al joven.

Cuando el carruaje se alejó,Alfredo miró por última vez latumba abierta. Aquel cuerpo joveny caliente ya no daría más placer aotro hombre, pensó. Se sentía comoun niño que corta una hermosa flory sabe que se marchitará, pero porunos momentos quiso sentir que labelleza de Inés se quedaría perenneen su mente. Ella nunca envejecería,sería para siempre, eternamentejoven.

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Capítulo 55

Año del Señor, 9 de febrero del1112

Isabel estuvo dos días en cama. Elmedico comunicó al conde queúnicamente la joven debíarecuperarse de la impresión tras lamuerte de su dama de compañía.Daniel pasó junto al lecho de suesposa la mayor parte del tiempo,pero cuando al tercer día vio que se

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encontraba mejor, continuó con surutina de entrenamientos.Andrés se acercó cada mañana ycada tarde, para charlar con su hija,pero esta no se atrevió a revelarlecuál era la causa de sus temores ypreocupaciones. Aunque aquellamañana, estuvo a punto de abrir sucorazón a su padre.

— Padre, quiero pediros unamerced –dijo la joven,mientras su padre leacariciaba el rostro.

— Decidme, hija. En vuestro

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estado no puedo negarosnada –dijo Andrés sonriente.

— Os ruego que alejéis aAlfredo de este alcázar y sies posible de esta villa.Mandadle con vuestroshombres a la batalla y queDios se apiade de su alma –dijo Isabel con lágrimas enlos ojos.

— ¿Por qué decís eso?Alfredo es un buen soldado yun amigo –dijo Andrés.

— No es lo que parece, creo

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que era el padre del hijo deInés. Me temo que él la hizoalgo horrible, puede queincluso la matara –dijoIsabel, sin poder evitar quela voz le temblara por elmiedo.

Andrés se quedó pensativo. Sinduda la fiebre y la debilidadestaban haciendo mella en su hija, pero no quería soliviantarla más,por lo que le dio la razón.

— Estad tranquila, yahablaremos con más calma

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cuando estéis mejor –dijoAndrés.

Isabel se giró en la cama y comenzóa llorar, cuando su padre abandonóla habitación, la mujer no podíaimaginar que en el patio de armas,Alfredo ya estaba tejiendo su telade araña mortal.

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Capítulo 56

Año del Señor, 10 de febrero del1112

Los dos caballeros salieron solosde buena mañana. Alfredo no habíatardado mucho en convencer aDaniel de que salieran a cazar. Enaquella época muchos de losanimales permanecían ocultos, peroen los días soleados, algunosciervos iban a abrevar al río, sobre

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todo al amanecer. Era nochecerrada cuando atravesaron lamuralla, no llevaban criados niperros, si mataban a un animalgrande, dejarían la pieza cerca delrío y mandarían a alguien abuscarla.Mientras bajaban la pendiente, elsol comenzaba a iluminar suespalda. Cuando Alfredo se giró,pudo contemplar Magerit bajo losprimeros rayos del sol. Parecía unaciudad de oro, como la nuevaJerusalén del libro de Apocalipsis.

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Bella y resplandeciente, la villa sepresentaba ante él como una joyapidiendo que la poseyera.

— ¿Qué miráis, capitán? –preguntó Daniel. Se habíapercatado que Alfredollevaba unos segundosmirando a su espalda.

— ¿No es bella? –preguntó aljoven.

— He visto ciudades másbellas en Castilla, si os soysincero –dijo el jovensonriente.

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Alfredo pensó que aquelloconfirmaba que aquel estúpido hijodel conde de Pedraza no merecíaheredar aquella villa. Cuando seinternaron en el bosque, el capitánya tenía planeado dónde y cómomatar al joven. Lo único que hacíafalta era un poco más de luz.

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Capítulo 57

Año del Señor, 10 de febrero del1112

Isabel se despertó sobresaltada y alver que su esposo no estaba junto aella, se puso una bata y salió alpasillo gritando su nombre. Variascriadas acudieron a ella, peroIsabel no dejó de gritar hasta que supadre salió a ver lo que sucedía.

— ¿Qué pasa? ¿Por qué gritáis

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así de buena mañana? –preguntó Andrés.

— ¿Dónde esta mi esposo? –dijo Isabel con la caradescompuesta.

— Está de caza, no ospreocupéis –dijo el conde.

— ¿De caza? No habrá idocon Alfredo. Tenéis queenviar a buscarlo, su vidacorre peligro –dijo la jovencon lágrimas en los ojos.

— Descansad, es muytemprano. Sin duda el

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embarazo os estádesquiciando –dijo Andrés.

Isabel bajó las escaleras hasta elsalón principal y estuvo a punto decaer, pero en el último momentoguardó el equilibrio. Su padre leagarró la mano y le pidió quevolviera a la cama.

— No, padre. Mandad aalguien a por ellos. Si no mehacéis caso, hoy mismoquedaré viuda.

Andrés se asustó por el empeño desu hija y le prometió que iría él

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personalmente a buscar a su esposo.— No vayáis vos, mandad a

vuestros hombres –le suplicósu hija.

— No tengo miedo a nada, yomismo saldré en su busca –dijo Andrés mientrasregresaba a sus aposentos yse vestía.

Media hora más tarde, el condesalía a caballo con dos de susescoltas. Cabalgaron hasta el río,Andrés sabía perfectamente cualera el lugar de caza preferido por

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Alfredo, en una ocasión habíanestado juntos cazando.Cuando se aproximaron al río,Andrés escuchó gritos y azuzó alcaballo para que fuera más rápido,esperaba que su hija no estuviera enlo cierto.

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Capítulo 58

Año del Señor, 10 de febrero del1112

Cuando desmontaron y se acercaronal río, Alfredo se quedó a laespalda del joven. Daniel estaba tanabsorto, apuntando con su arco alciervo que bebía plácidamente a laorilla del río, que no se percató deque el capitán le apuntaba a él.

— Don Daniel –dijo Alfredo

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para que el joven sevolviera.

— ¿Qué sucede? Espantaréisla caza –dijo el jovenhablando en susurros ydándose la vuelta.

Alfredo no dejó de apuntar aDaniel, pero este se lo tomó abroma y le dijo:

— Quitad eso de mi cara. Lasarmas no son para bromear,eso es algo que vos mismome enseñasteis.

— Ha llegado vuestra hora.

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Sois un crío mal criado,estúpido, que tiene una mujerque no merece y que nuncaheredará una villa que nosabe apreciar –dijo Alfredo.

— Ya no me hace graciavuestra broma. ¡Bajad elarco!

Los gritos asustaron a un oso, quese había acercado al río, animadopor el calor inusual para aquellaépoca del año. El animal se acercóhasta el lugar del que provenía elruido y al ver a los hombres

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armados se abalanzó sobre Daniel.El joven notó el zarpazo en laespalda, después otro en la cabezay la sangre comenzó a nublarle losojos. Un tercer zarpazo le rasgó elcuello y cayó al suelo.Alfredo disparó al animal y leacertó en un ojo, el oso cayó alsuelo agonizante en el momento enel que Andrés y sus hombrellegaban al claro.

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Capítulo 59

Año del Señor, 10 de febrero del1112

Cuando los soldados llegaron conel cuerpo de Daniel en el carruaje,Andrés intentó impedir que su hijabajara a recibirle, pero le fueimposible. La joven llorabadesconsoladamente, apretaba lospuños y maldecía sin parar su malasuerte. La damas intentaban

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consolarla, pero era tal sudesesperación que se tiraba de lospelos, gemía y se arrojaba al suelo.Dos de los soldados bajaron elcuerpo e intentaron introducirlo enel edificio, pero Isabel se aferró aaquel cadáver sanguinolento, loabrazó y besó entre gritos dedesesperación.

— ¡Esposo mío! ¿por qué medejas sola? ¡Maldito sea elque te llevó hasta la muerte!–gritaba la mujer, mientraslos soldados intentaban meter

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al difunto en el edificio.Andrés abrazo a su hija y le pidióque le soltara. Tenían que limpiar ypreparar el cadáver para el entierrodel día siguiente.Las damas llevaron a Isabel a sushabitaciones. Su estado físico eradeplorable y temían que perdiera albebé. Después, Andrés se dirigió asu despacho y con la cara entre lasmanos lloró como un niño.Lamentaba la muerte de su yerno, unjoven admirable y respetuoso, perosobre todo lamentaba el dolor que

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esto producía a su hija en unmomento tan delicado para ella.Andrés escuchó que alguienllamaba a la puerta, pero no hizocaso. Entonces Alfredo apareciópor el umbral y miró a su amo. Nopodía negar que disfrutaba viéndolesufrir, pero debía disimular un pocomás.

— Lamento lo ocurrido, ojalahubiera matado a ese oso atiempo –dijo Alfredo.

— No es vuestra culpa, lamuerte nos alcanza a todos,

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únicamente Dios sabenuestro destino –dijo elconde.

— ¿Qué puedo hacer paraayudaros a vos o a su hija? –preguntó Alfredo.

— Nada, todo esto pasará. Yalo he vivido antes. La muertesiempre nos deja un granvacío, pero al final el tiempolo tapona en parte, para quepodamos seguir adelante –dijo Andrés.

Alfredo representó muy bien su

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papel, llegó hasta Andrés y posó sumano sobre el hombro.

— Ojala hubiera sido yo elmuerto. No tengo hijos niesposa, y nadie me echará demenos cuando muera –dijoAlfredo.

— No digáis eso. Sois joven ytenéis toda una vida pordelante. Algún día formaréisuna familia y seréis dueño devuestro destino –dijo Andrés.

— Será mejor que os dejetranquilo –comentó Alfredo

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retirándose del cuarto.A veces Andrés pensaba que lasdesgracias eran el castigo por susmalas acciones, como si la vida secobrara por su propia cuenta, todoslos desaciertos y equivocacionesdel pasado. Ahora tendría quebuscar un nuevo marido para suhija. Una mujer sola no estabasegura en aquel reino, ni siquiera lareina se encontraba segura, porqueotros querían poseer suspropiedades.

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Capítulo 60

Año del Señor, 11 de febrero del1112

Aquel día toda la villa rindióhonores al hijo del conde dePedraza. Mientras el cuerpo eratrasladado a la iglesia de SantaMaría, la multitud hizo un pasillohumano. El joven Daniel se habíaganado en poco tiempo laadmiración y cariño de los vecinos

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de Magerit. Isabel y su padredecidieron acompañar a pie lacarroza ricamente adornada quellevaba el ataúd. Mientras pasabanpor las calles, muchos les lanzabanflores o les animaban con suspalabras. La joven vestía de negrode los pies a la cabeza y un velocubría su rostro. No había dormidonada y llevaba casi veinticuatrohoras sin parar de llorar. Isabelsentía que Dios la había castigadopor sus muchos pecados. Ella habíaengañado a su esposo y no había

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sabido advertirle de los peligros demantener una amistad con Alfredo,pero ya era demasiado tarde. Si nohubiera sido por el bebé que teníaen su seno, se hubiera quitado lavida sin dudar, pero a pesar deestar convencida que el padre deaquella criatura era del hombre quemás odiaba en el mundo, no podíahacer aquella villanía.La iglesia estaba tan abarrotada,que la gente tuvo que escuchar eloficio fuera del recinto y en lascalles cercanas. Cuando concluyó,

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dos de los enterradores prepararonla fosa en el suelo de la iglesia,después bajaron el féretro y luegolo cubrieron con una gran losa degranito sin tallar. Cuando la piedracubrió la tumba, Isabel comenzó allorar y a gritar de nuevo. Losvecinos se conmovieron al ver eldolor de su señora, aquel día era delos más tristes de los últimos años.Las damas de compañía levantarona Isabel del suelo y lograronsepararla de la losa, después lacomitiva salió de la iglesia y

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regresó al alcázar.Mientras regresaban, Alfredo pensóen cuándo daría su próximo paso.Tenía que ser cauto, pero aquel eraun buen momento. La ciudad estabaconmocionada por la muerte deljoven Daniel, si el viejo fallecía,todos buscarían en él la salvaciónde la villa.

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Capítulo 61

Año del Señor, 11 de febrero del1112

Aquella noche Isabel no cenó y sefue a la cama pronto. El conde tomóuna frugal comida a solas y despuésse dirigió al otro salón, parapermanecer unos instantes frente ala chimenea. Le gustaba entrar encalor antes de dirigirse a la cama.A los pocos minutos se acercó

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Alfredo, su rostro reflejaba tensión,pero la semioscuridad de laestancia disimulaba sus rasgos.

— Alfredo, estáis despierto.Pensaba que estaríais en lacama –dijo Andrés mirandoal capitán.

— No puedo dormir, lajornada ha sido muy difícil –dijo Alfredo.

— Todo pasará, dentro deunos meses apenas nosacordaremos de este día –comentó Andrés.

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— A veces valoramos tanpoco la vida de los que nosrodean. ¿No lo creéis así? –preguntó Alfredo.

Andrés no entendió completamentesus palabras, pero estabademasiado cansado para hablar. Sepuso en pie para retirarse a susaposentos, pero el capitán le paró.

— Esperad, por favor. Tengoalgo que contaros.

El conde miró sorprendido aloficial. Las palabras de Alfredosonaban secas, como latigazos,

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pero Andrés lo achacó al dolor deljoven.

— ¿Os acordáis cuando llegueaquí? Estaba famélico, sinfortuna, pero en esta ciudadtenía las esperanzas puestasen un familiar, una tía queacababa de morir. Cuandollegue me enteré de que ya nopodría ayudarme, entoncesdecidí venir al alcázar parabuscar trabajo –dijo el joven.

— Lo recuerdo, aunquedesconocía que tuvierais

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familia en la villa. Pensabaque erais huérfano –dijoAndrés.

— Soy huérfano, pero mispadres vivieron en esta villa–comentó el joven.

— ¿Vuestros padres? –preguntó intrigado Andrés.

— Sí, vinieron hace añosbuscando un futuro mejor,dejando sus tierras en elnorte y esperando que estavilla les diera unaoportunidad –dijo Alfredo.

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El conde le miró con ojoscompasivos. Aquel jovenexcepcional había sufrido mucho enla vida, en ocasiones le recordaba aél mismo cuando era joven.

— No lo sabía –dijo Andrés.— Mi padre desapareció y mi

madre se volvió a casar conun noble…

Mientras escuchaba las palabrasdel joven, Andrés notó que elcorazón comenzaba a latirle confuerza y regresó el fuerte dolor enel pecho.

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— No os entiendo –dijoAndrés.

— Yo fui criado por esepadrastro, no era una granpersona, pero al menos cuidóa mi madre y me facilitó unfuturo, que mi padre no podíani soñar, pero cuando regreséme encontré que mi madrehabía muerto y que mipadrastro fue juzgadoinjustamente por un malvadonoble que quería quedarsecon su fortuna y fama –dijo

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Alfredo.— Lo que me contáis es

terrible, si me decís de quiénse trata, yo mismo lo llevaréante los tribunales –dijo elconde.

Andrés se sentó de nuevo, mientrasel joven relataba su historia.Alfredo miraba al anciano conodio, deseando que cada una deaquellas palabras le atravesara elcorazón como puñales.

— No os preocupéis por eso,yo ya me he tomado mi

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venganza –dijo el joven.— ¿Vuestra venganza? –

preguntó inquieto el conde.— Sí. Busqué trabajar para

ese hombre vil con el plan dedestruir su vida y la de sufamilia, como él había hechocon la mía. Seduje a su hija yla dejé embarazada antes deque su esposo yaciera conella…

Andrés se puso pálido y con unamano comenzó a aferrarse el pecho,notaba que le costaba respirar.

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— ¿Su hija?— Sí, la forcé y después

busqué matar a su marido,pero lo irónico es que en esome ayudó el destino. Un osoacabó con su vida –dijo eljoven.

— Vos sois… -dijo el condesin terminar la frase. Tenía lalengua seca y el dolor en elpecho no le dejaba hablar.

— Sí, señor conde. Soy el hijode Ana y mi padrastro es elconde de Astorga y el hijo de

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Isabel es mío –dijo el joven,esperando la reacción delhombre.

Andrés se echó a llorar, laslágrimas ahogaban su voz. Loscielos habían castigado sus muchospecados, devolviéndole a su hijoconvertido en un monstruo sedientode venganza.

— Sois Marcos –logro decirel anciano.

— Sí, Marcos, hijo deSantiago Buendía –dijo eljoven con orgullo, sabiendo

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que el mejor puñal de suvenganza en aquel momentoera la verdad.

El anciano se derrumbó hacia unlado, pero el joven le sujetó por loshombros.

— Os odio, sois de la peorcalaña y cuando muráis, medesposaré con vuestra hija yme convertiré en vuestroheredero –dijo el joven conrabia. Había deseado aquelmomento tantas veces, queapenas podía contener su

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furia.Andrés levantó la cara. Su rostroestaba cubierto de lágrimas.Entonces vio en los rasgos de aqueljoven los suyos, era sangre de susangre.

— Hijo mío –dijo, mientras eldolor del corazón ledesgarraba por dentro.Intentó abrazarle, peroMarcos retrocedió.

— ¿Estáis loco? –dijo el jovencon un gesto de desprecio.

— Soy vuestro padre, Santiago

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Buendía…El joven miró al anciano con losojos muy abiertos. No era posible,aquel viejo inmundo al que tantoodiaba, no podía ser su padre.Desenvaino la espada y la pusosobre el pecho del hombre.

— Mentís, maldito bastardo…— No, tuve que escapar a Al-

Ándalus para huir del condede Astorga, allí vivíprisionero casi veinte años,cuando regresé cambié minombre por el de Andrés, no

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quería que nadie mereconociese, todavía teníacuentas pendientes con lajusticia –dijo el anciano, sindejar de llorar.

El joven comenzó a temblar, perono bajó el arma. Estaba dispuesto aatravesarle con tal de que dejara dehablar.

— No es posible –comentó eljoven.

— En Granada me casé y tuveuna hija, Isabel es vuestrahermana…

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— ¡No, callad! –gritó el jovencomenzando a llorar.

— Os busqué, pero nadiesabía nada de vos. Entoncesme vengué del conde deAstorga, el me lo habíarobado todo, pero él es elque ganó la última partida –terminó de hablar y sedesplomó al suelo.

Marcos soltó la espada y le dio lavuelta, le desató la ropa para quepudiera respirar mejor.

— Lo siento, padre –dijo

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mientras no dejaba de llorar.En ese momento entró Isabel, a laque le habían despertado los gritosy llantos. Cuando llegó al salón vioa su padre en el suelo y sobre él almaldito capitán. Tomó una espada yse dirigió hacia él.Marcos aferró la mano de su padre,mientras los dos llorabandesconsolados.

— Hijo mío –dijo Santiagoacariciando el rostro lleno delágrimas.

— Padre, lo siento…

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El anciano sintió un dolorinsoportable en el pecho, aguantó larespiración, pero su corazón dejóde latir. Su rostro se quedó con losojos abiertos, mirando el rostro desu hijo, el deseado hijo que buscótoda la vida.Isabel levantó la espada y unsegundo antes observó el rostro deljoven. Tenía los ojos llenos delágrimas. Marcos la miró sin temor,esperando que le matara. La jovense sintió confusa por unos instantes,pero después pensó que aquello era

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otra estratagema de aquel hombremalvado.

— ¡Morid! –gritó bajando laespada con todas sus fuerzas.

El golpe le partió el cráneo y lederribó al suelo. Su cuerpo tendidojunto al de su padre se llevó lossecretos que ambos habían ocultadodurante años. Padre e hijo, tendidossobre el frío suelo de aquella sala,cosecharon los frutos amargos de lavenganza. Donde no triunfa el amor,siempre termina haciéndolo el odio.

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FIN

Año del Señor, 14 de julio del1126

Cuando el rey Alfonso VII entró enla villa de Magerit, la multitud seapretó para recibirle. Aquel era sunuevo rey, el hijo de Alfonso VI,que tanto había hecho por aquellaciudad. La comitiva entró por lapuerta de la Vega y desfiló por lascalles principales hasta el alcázar.

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Allí, la condesa de Córdoba leesperaba. Aún conservaba suhermoso porte, pero su mirada erafría y sombría, como si dentro de subelleza lo único que escondierafuera un corazón de hierro.La comitiva entró en el alcázar eIsabel hizo un gesto para que su hijose acercara. A sus catorce años eraun niño obediente y noble. Su pelorubio y rizado le caía por loshombros y sus ojos clarosreflejaban en parte su inocencia ybondad.

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El rey bajó del carruaje y se acercóhasta la condesa. Esta hizo unareverencia y el rey le pidió que selevantara. Era mucho más joven queella, su porte era elegante y susformas delicadas.

— Señora condesa deCórdoba, vuestra familia hadado siempre un granservicio a mi familia y mireino. Gracias por recibirnoscon tantos honores –dijo elrey sonriente.

— Esta es vuestra casa y

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nosotros sus humildesservidores – contestó Isabel.

La canas comenzaban a cubrir supelo moreno y rizado, sus ojos yano tenían el brillo de la primera vezque vio la hermosa villa deMagerit, pero el destino de laciudad y la mujer estabanentretejidos, como si ambas nopudieran vivir la una sin la otra.

— Este es mi hijo Daniel –dijo Isabel presentando aljoven.

— Espero que algún día sirvas

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al rey como hizo tu abuelo –dijo Alfonso VII.

La comitiva entró en el edificio,mientras el rey y la condesa sedirigían al salón. Los vecinos de lavilla comenzaban a disolverse yvolver a sus quehaceres. Labulliciosa Magerit se apercibíapara un día más de laboriosotrabajo, cuando una familia decolonos atravesaba en ese mismoinstante la puerta de la Almudena.La carreta tirada por bueyes estabavieja y sucia, pero en los rostros de

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aquellos forasteros brillaba elmismo fuego de otros muchos queles habían precedido. Magerit,como una joya resplandeciente,centelleó bajo el cielo caluroso dejulio, mientras aquellos colonosquedaban para siempre atrapadosen su mágico hechizo.

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Apéndice I.Origen del nombre de la ciudad deMadrid.

Aunque no se conoce con exactitudel origen del nombre de Madrid,han surgido varias teorías paraexplicarlo. Una de ellas defiendeque la ciudad es de origen visigodo,aunque otra culturas, entre ellas laromana, ya se asentaron cerca de laactual ciudad. A pesar de todo, no

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existe ningún documento o restoarqueológico que permita saber concerteza cual fue el nombre de lasupuesta aldea visigoda queposiblemente existió durante elsiglo VII cerca del arroyo de SanPedro.Algunos expertos creen que laevolución posterior del topónimo,permite pensar que el nombrepodría haber sido la voz latina yprotorromance de Matríce. Con estapalabra se hacía referencia almanantial y cauce principal de

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agua. Según esta teoría, el nombreromance Matríce fue evolucionandohasta convertirse en Magrit/MayritAlgunos expertos como Ramiro deMaeztu, estaban convencidos que elnombre era de origen musulmán yprovenía del vocablo Mayrit. JaimeOliver Asin dedujo que la palabraera el resultado de dos vocablosmusulmanes: Mayra (viaje del aguaen árabe) y “it” (vocablo latino quesignifica abundante). Aunque podíadar también nombre a la ciudad, eluso de mayras, una especie de

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cisternas utilizadas para extraeragua del subsuelo.Tras la conquista de la villa porAlfonso VI en el año 1086 el viejotopónimo comenzó a transformarse.Pasando a Maydrit/Maidrit. En elsiglo XII, en el documentofundacional del Vicus SanctiMartini, otorgado por Alfonso VIIen 1126, ya se usa esta forma deMaydrit. Fue, seguramente, el másutilizado hasta comienzos del sigloXIII, para llegar al final al terminoMadrid.

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Aunque el nombre tuvo todas estasformas y usos en los diferentesdocumentos y referencias que sehan conservado:

— Mage rit : Crónica deSampiro (principios s. XI),Fuero de Alfonso VII (1118),Crónica de Pelayo Ovetense(1130), carta de Alfonso VII(1138), Fuero viejo deMadrid (1202).

— Mageriti: Concesión deAlfonso VI. (1095)

— Maierit: Privilegio de

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Alfonso VII (1123).— Maiarid: Documento de

Segovia (1154).— Magderit: Crónica

Najerense (1160).— Maiedrit: Carta madrileña

(1201).— Magirit: Fuero viejo de

Madrid (1202), Carta delOtorgamiento (1214).

— Madride: Fuero viejo deMadrid (1202).

— Macherito: Bula deGregorio IX (1236).

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— Madryt: Privilegio deAlfonso X (1263).

— Madriz: Carta del InfanteDon Sancho (1282).

En esta novela hemos usado eltérmino cristiano Magerit y eltérmino musulmán Mayrit.

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i “Al frente, un precipicio, los lobos a laespalda”.

ii “Por sus frutos conocemos el árbol”.