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El secreto del ánfora. Diario de Ágata

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DIARIO DE ÁGATA

Jesús Villanueva Vázquez del Rey

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A RELLENAR POR LA EDITORIAL Título original: El secreto del Ánfora. Diario de Ágata. Diseño del libro: Jesús Villanueva Vázquez del Rey. 1998-2009 www.elsecretodelanfora.com Impreso en La Zubia, Granada, España. Si lo fotocopias me da igual, pero no se te ocurra robarme la idea.

Primera edición: marzo 2011 Título original: El secreto del ánfora. Diario de Ágata © Jesús Villanueva Vázquez del Rey

www.elsecretodelanfora.com Edición: A. de Lamo Diseño del libro: Jesús Villanueva Vázquez del Rey

Impresión: Publidisa Precio por ejemplar: 16€ ISBN: 978-84-9923-682-7 Depósito Legal: SE-2872-2011 IMPRESO EN ESPAÑA – UNIÓN EUROPEA

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Para aquellas personas que desde la sombra dedican su vida a los demás

. J.V.V. del Rey

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¡No dejes de visitar!

www.elsecretodelanfora.com

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Jamás pensé que pudiera encontrar algo así en el

fondo del mar…

Jamás pensé que me pudieran pasar cosas tan increíbles...

Jamás pensé que yo tuviera algo que escribir...

Si ha llegado a ti mi diario, léelo: pues creo que a todo el mundo le puede interesar el verdadero

secreto del ánfora...

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El Secreto del Ánfora

- ÍNDICE -

EL ÁNFORA. Nace un diario 7 de agosto…………………………….…………………...23 EL CANTO DEL MAR. Un encuentro inesperado 11 de agosto.……...…………………...…....………………37 UN MISMO MUNDO. Viaje a los acantilados 12 de agosto………………...…………...…………………45

LA VISITA. Dos días para un resfriado 13 de agosto……………….………..……………...………51

FALSA APARIENCIA. El anticuario 16 de agosto……………..……….…………………………61

EL DRACO. Mensaje en una botella 17 de agosto……………..……..………..…………………69 VIEJO AMIGO. La Cueva de las Moscas 18 de agosto…………………..…………..……..…………81 CANTO DE SIRENAS. El naufragio 19 de agosto……………………………...…………………97 TARDE EN CASA. Cuentan sobre la niebla 20 de agosto………………...……...……………………..117 MUNDO MÁGICO. Algo más sobre los delfines 21 de agosto……………..…..……………..……………..135

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VIAJE AL FONDO DEL MAR. Un extraño arrecife 22 de agosto……..………………..…………….………...153 DÍA EN TIERRA. Dibujos en la arena 23 de agosto……………………....…….………………...167 LA MORENA. Nuestro huésped 25 de agosto…………………….……...…….…………...183 EL GRAN SUSTO. Mi segundo cumpleaños 26 de agosto………………………....……….…………..205 LA DESPEDIDA. Un día gris 27 de agosto……………………………..………………..217 BELLEZA SUMERGIDA. Un escondite misterioso 28 de agosto……………………...……..………………..225 LA MONEDA DE ORO. Lo mejor de mi colección 29 de agosto……………………….…..……………...…..241 LÁGRIMAS MUDAS. Cuéntame diario qué me pasa 30 de agosto…………………………...……………..…..253 EL APRENDIZ. El saber y el maestro 31 de agosto……………………………..………………..259 CONFESIÓN. El amor de Leo 1 de septiembre…………..……….........…..……………..271

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DEL CHIRINGUITO A PUERTO BLANCO. Un día con nubes 2 de septiembre………...…….………………….…….....277 LA TORMENTA. Noche en vela 3 de septiembre……………………………..……...……..283

DESPUÉS DE LA TORMENTA. La calma 4 de septiembre…………..……….…..…………………..301

LA TRISTEZA DEL MAR. Ser humano quiero ser 5 de septiembre…………..……….…...……………...….309

VIAJE EN VELERO. Dos días para nosotros tres 6 de septiembre…………..…….……..….…………...…..321

LO APRENDIDO. El secreto del ánfora 8 de septiembre…………..……..…..………………...…..357

CARTA a Leo

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- DICCIONARIO –

En este espacio iré anotando aquellas nuevas palabras que vaya aprendiendo este verano:

˚ Amarradero Lugar del puerto donde se estaciona el barco.

˚ Arriar Bajar progresivamente las velas.

˚ Arribar Llegar una nave a un puerto. ˚ Atracar Arrimar una embarcación a tierra.

˚ Babor Banda izquierda de una embarcación mirando de popa a proa.

˚ Baja mar Situación en el mar cerca de la costa. Es lo contrario de alta mar. ˚ Botavara Palo horizontal que, junto con el mástil, sirve para sujetar una vela. ˚ Cabuyería Disciplina de hacer nudos y sus aplicaciones.

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˚ Enjaretado Tablero hecho con tablas que forman un enrejado. ˚ Escorar Dicho de un barco: Inclinarse por la fuerza del viento, o por otras causas. ˚ Escotilla Cada una de las aberturas que hay en la cubierta de un buque para diferentes usos. ˚ Eslora Distancia comprendida entre la proa y la popa de un navío. ˚ Estribor Lado derecho de una embarcación mirando de popa a proa. ˚ Foque Cada una de las velas triangulares de una embarcación. ˚ Mascarón Figura colocada como adorno justo en la proa. ˚ Mástil Cada palo vertical de un barco que soporta las velas. ˚ Mimetizado / mimetismo Capacidad de algunos animales y plantas para adoptar

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el aspecto de los seres o de los objetos inertes de su entorno para protegerse o esconderse. ˚ Pelágico Animal o vegetal marino que viven en zonas alejadas de la costa. ˚ Popa Parte posterior de una embarcación. ˚ Proa Parte delantera de una embarcación y otros vehículos. ˚ Trasluchada / trasluchar Entrando el viento por la popa, virar de manera que una vela pase de un lado a otro de la embarcación. ˚ Varada / varar Puesta en seco o en la playa de una embarcación a fin de protegerla o repararla. También se dice de los animales marinos inmovilizados sobre la arena de la playa. ˚ Velamen Conjunto de velas de una embarcación. ˚ Virar Cambiar de dirección, girar.

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Mapa de

__________________________________

La Bahía

& Áreas cercanas

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- LUGARES –

• mi casa • las rocas • Los Saltos • La Seca

• el trampolín • Cabofaro • el faro • La Casa del Perro • Los Acantilados del Sureste • Puerto Blanco

• Draco Splendens, el Draco • la calita • Playa de los Guijarros

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• Chiringuito El Pulpo y la Uva • Pueblo Viejo • Tienda del Anticuario • Río Seco • Casita de Pescadores • Cerro de Poniente, o Cerro Tortuga

• La Torre Vieja, o La Vieja Centinela • La Cueva de las Moscas • Cala Tortuga • La Desconocida

• Playas de Arena • el naufragio • arrecifes artificiales

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El secreto del ánfora

por Ágata Pelirrojo

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Diario de Ágata

7 de agosto EL ÁNFORA Nace un diario

Es raro que yo me ponga a escribir ya que no se me da muy bien. El caso es que llevo tres días sin apenas dormir, y es que hay algo ahí abajo que me inquieta. Todavía no sé si lo que me ocurrió en el mar fue real o tan sólo una imaginación. Sea lo que sea me da un miedo tan intenso que preferiría ni acercarme a la orilla.

Llegamos a La Bahía hace una semana,

y día tras día me he estado bañando en las rocas con mis gafas de buceo. Todo parecía normal, como todos los años.

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El martes pasado, cuatro de agosto, decidí darme un baño para buscar conchas vacías y esqueletos de erizos.

El mar estaba un poco movido. El agua, no del todo cristalina, de vez en cuando sorprendía con una corriente tan fría que estremecía de pies a cabeza. Curiosamente esa tarde no se veía ningún pez por la zona. Todo estaba sumido en un misterioso silencio que aburría cada vez más a medida que pasaba el tiempo y la luz sombreaba en el fondo.

Fui buceando a mi roca preferida. Es un peñasco enorme que, aún alejado de la orilla, acaricia la superficie del agua. La gente del pueblo la conoce por el nombre de La Seca.

Iba nadando tranquilamente cuando la pude distinguir entre ese azul tan espeso.

No tuve que nadar mucho, pues La Seca no está muy alejada de las rocas que hay frente a casa. Al llegar allí hice una inspección rápida, y tampoco pude encontrar nada. Me resultó muy extraño que no hubiese ni un sólo pez por ningún sitio.

Finalmente me puse de pie sobre ella para poder observar el horizonte. Estando allí, lejos de la orilla y con el agua sin apenas

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cubrirte, daba la sensación de poder caminar por todo el ancho océano. Pude mantener el equilibrio durante un rato, hasta que las olas me derribaron obligándome a caer de espaldas. El agua estaba fría. Rápidamente me puse a flotar como una tabla para no cortarme con la roca. Para mi desgracia, justo antes de caer me había quitado las gafas, por lo que ya no podía ver bien debajo del agua. Concentrada en ajustármelas, pataleé delicadamente para alejarme de allí con cuidado de no pisar ningún erizo. Pronto retomaría el control de la situación y desinteresada echaría un último vistazo.

Una vez concluida mi excursión y

dispuesta a regresar, me pareció ver algo moverse en el fondo. Tras La Seca hay un acantilado submarino impresionante, ya que no se puede ver el fondo desde la superficie. En esta ocasión, y a pesar de estar el agua un poco turbia, pude apreciar una forma que me hizo pensar que se trataba de un pulpo. La curiosidad hizo que me sumergiera. De repente el agua dejó de estar fría y se fue calentando cada vez más. Era una temperatura

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tan agradable que no apetecía salir de esa corriente marina. Nunca había bajado a tanta profundidad, pero aún así, quería acercarme un poco más para identificar aquello que vi.

Seguí y seguí bajando. Los oídos no me dolían por la presión, tampoco se fatigaba mi respiración. Cuando quise darme cuenta, estaba frente a aquel descubrimiento; y pude comprobar que no era un pulpo, sino un pequeño objeto de barro escondido entre las rocas. Me pareció interesante rescatarlo, así que limpié la arena que tenía encima para poder contemplar el ánfora que tenía ante mí.

La saqué rápidamente de su escondite,

ya que yo no podría quedarme allí abajo ni un momento más. Me dispuse a subir cuando aquello brilló con una luz blanca y azulada casi cegadora, a la vez que vibró con una tremenda fuerza. El pánico me descontroló hasta el punto de gritar allí mismo. Era como si algo me hubiera agarrado de la mano y no me dejase volver a la superficie. El grito se desvaneció entre las burbujas del aire que perdí: un grito que nunca nadie oiría. La distancia hacia la salvación se alargaba más y

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más... ¡era el fin! Solté el ánfora para luchar por mi vida. A medida que subía, mi pecho comenzaba a dar espasmos y mi boca, sin mi permiso, exigía abrirse definitivamente: era mi cuerpo que me obligaba sin más tregua a tomar aire. Tenía miedo, porque si se abría mi boca quedaría inconsciente y moriría ahogada. Sin aire, sin tiempo, sin fuerzas, sola y sin saber qué me ocurriría pude al fin alcanzar la superficie para recuperar el aliento que me faltaba. Fue en ese mismo instante de triunfo y dejarse morir cuando una inhalación desesperada y ensordecida por el chapoteo de mis brazos me devolvió la vida.

Aterrada, nadé con todas mis fuerzas para regresar a la orilla. Aquello continuó reluciendo detrás de La Seca mientras me venían a la mente imágenes de bestias marinas con inmensas mandíbulas. De repente el mar se oscureció, y de nuevo estaba frío. No quise mirar hacia atrás, y seguí nadando enérgicamente hasta alcanzar las rocas. Aún estando en la orilla no me sentía a salvo: la sensación de que algo me atrapase en el último momento no se me pasó hasta verme totalmente fuera del agua.

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Por suerte, había pasado todo sin

pasarme nada. Me alejé del agua para liarme en la

toalla que dejé secándose al sol. Tenía tanto frío y miedo, que su calor no calmaría mi tiritera en mucho rato.

Allí estaba yo: sola, mojada y con unas ganas inmensas de llorar. Cuando me tranquilicé, y vi que no había nadie por allí cerca, empecé a llorar desconsoladamente. Pensé que aquella cosa tan extraña podría haberme hecho daño.

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8 de agosto

Ya hemos cenado, y es casi la hora de acostarse. El brillo de unas pocas estrellas juega a esconderse entre las nubes y la luna. La noche está serena: calma en la bahía y en las rocas que desde mi balcón se ven. Es como si todos necesitásemos esa calma para recuperarnos de lo acontecido.

Hoy también he estado todo el día

dándole vueltas y más vueltas al suceso del martes. Ahora, después de cuatro días, no sé separar lo que pudo ser real de lo que no. La sensación que desbordó todos mis sentidos justo antes de tocar el ánfora fue increíblemente relajante y reconfortante. Algo así no tiene por qué ser malo... ¿no?

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Siempre he sido una chica miedosa, pero ahora quiero saber qué verdad hay sumergida tras ese acantilado submarino. En todo caso he optado por volver a bucear detrás de La Seca y comprobar qué extraño fenómeno me aguarda allí. No puedo ignorar mi miedo, pero la curiosidad que tengo es tan inmensa como mi desconcierto.

Mañana por la mañana bajaré a verlo... y, por favor, me gustaría poder acabar estas páginas que ahora escribo.

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9 de agosto

Acostumbrada a no madrugar durante

los meses de verano, esta mañana encontré muy diferente a La Bahía iluminada con la primera luz del día. La temperatura era agradable, pero no hacía tanto calor como para querer bañarse. La tierra, el mar y el pueblo se sumían en una siesta compartida. Todo estaba tan quieto que parecía congelado.

Me até a la pierna un machete que cogí en casa antes de bajarme a las rocas. Después de un rato de duda y espera, me ajusté las gafas de buceo, me incliné hacia delante y me dejé caer para darme el chapuzón. Tras el salto me vi rodeada por un denso banco de diminutas burbujas que poco a poco desaparecieron en la superficie, y se abrieron

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ante mí como una cortina que delicadamente descubre tras de sí un nuevo mundo.

Nuevamente el agua estaba fría, y al igual que el día pasado no había peces en la zona. El fondo parecía un desierto azul y rocoso: como si una guerra hubiese desolado una ciudad y ahora sólo quedasen escombros y ruinas.

Me dirigí a La Seca con poca valentía y, sin novedad alguna, por fin llegué a la inmensa roca repleta de erizos. Por un instante quise volver a casa y olvidarme de todo; pero algo en mi interior me empujó a seguir investigando. Allí seguía el ánfora semienterrada por la arena. Tras un momento que aproveché para recuperar el aliento, llené mis pulmones de aire cuanto pude y me sumergí.

De nuevo la misma sensación que tuve el otro día cuando llegué a La Seca: el agua estaba tibia y tranquila... tampoco sentía fatiga. Bajé sin apenas esfuerzo hasta llegar a la misma profundidad en la que descansaba aquella artesanía de barro. La agarré fuertemente para no volverla a perder y empecé a subir. Sin más demora me dirigí a

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tierra, y mientras nadé estuve alerta por si algo raro volvía a suceder.

Al final llegué a las rocas sin problemas. Esta vez no ocurrió nada que me

llamase la atención, salvo que la temperatura del agua permaneció caliente desde mi llegada a La Seca hasta que salí del mar.

Con cuidado de no romper el ánfora, la

puse en el suelo. Me quité las gafas y cogí la toalla para secarme.

A simple vista parecía un ánfora de barro, deteriorada por el paso del tiempo y colonizada por animales de roca y algas. Tal vez fue una reliquia de un poderoso rey, o tal vez formase parte de la mercancía de algún navío de antiguos comerciantes... no sé, lo desconozco.

Caían gotas de agua salada por mi pelo

y mi mejilla hasta encontrarse con aquel magnífico objeto que tenía en mis manos. Puse bocabajo el recipiente para seguir detallando sus formas, cuando algo sonó en su interior. Lo puse derecho y ese algo volvió a hacer ruido. Miré por la boca del ánfora y

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me pareció ver un pedazo de piedra aparentemente tallado.

Por más que intentaba hacerme con ella, la piedra no salía de ninguna manera. Tanto rato estuve intentándolo, que por un instante pensé en romper aquel cacharro. Al final no me atreví a hacerlo ya que supuse que el ánfora tendría algún valor. Definitivamente decidí conservarla porque sin duda era lo más interesante que jamás había encontrado para mi colección.

Llegada a esta conclusión, insistí en hacerme con lo que se escondía en el interior del ánfora. Introduje mis dedos por su boca para coger así ese tesoro que guardaba tan codiciosamente. Tenía ya la piedra aferrada entre dos de mis dedos cuando se me escurrió; y tras un nuevo intento... ¡la ansiada victoria! La piedra por fin salió del ánfora.

La forma irregular de la piedra le había

impedido salir del ánfora tan fácilmente. Era una piedra oscura que presentaba un tallado bastante tosco en forma de caracola; y al igual que el ánfora, no había sabido burlar el paso del tiempo y la erosión de la naturaleza.

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10 de agosto

Aún no le he contado nada de esto a nadie… Prefiero ir escribiendo los acontecimientos detalladamente para que queden como testimonio de lo que me está pasando este verano. Supongo que cuando llegue al final de todo esto, en el caso de haber algún final, lo podré contar más fácilmente.

Ayer me traje a casa ambos objetos.

Los enjuagué con agua dulce para limpiarlos, y los estuve examinando. El ánfora parece bastante antigua y está un poco descascarillada por uno de sus lados. Pese a todo, conserva sus dos asas y el borde de su

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boquilla intactas. La piedra, más pequeña que un hueso de aguacate, tiene forma de caracola en espiral. Su textura rugosa y muy imperfecta permite apreciar en su piel pequeñas incrustaciones de algo que parece plata. Esta piedra es muy rara, aunque no por ello deja de ser verdaderamente bella.

Por lo demás, no he salido de casa ni

he hecho nada en particular en todo el día. Desde anoche empezó a soplar un fuerte viento de poniente, y las olas no han dejado de batir en los acantilados y en la playa. Ahora el viento sigue soplando con fuerza, y las nubes que tapan al sol me recuerdan a los temporales del invierno. Hoy habría sido peligroso adentrarse en el mar, por lo que he preferido quedarme en casa y esperar a mañana por si amanece con mejor tiempo.

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11 de agosto

EL CANTO DEL MAR Un encuentro inesperado

Cuando me desperté esta mañana

todavía era muy temprano. El caso es que me habría gustado seguir durmiendo, pero por más que lo intentaba no dejaba de dar vueltas en la cama. Después de un rato pensando en la misteriosa ánfora, me levanté.

Estuve desayunando en la terraza

frente al mar de La Bahía. El viento me azotaba en la cara y ondeaba mi camiseta. El sol se reflejaba en las olas ajetreadas con un

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cielo completamente azul y despejado. A pesar del buen tiempo, el mar estaba revuelto y por eso creí que hoy tampoco podría ir a bucear.

Pensativa, agarré la piedra y la observé durante un rato, al tiempo que se enfriaba la leche de mi taza. La acaricié delicadamente para sentir su tacto duro y contrastado.

Una vez acabado mi desayuno, me

apoderé del sofá. Aún no había nadie en pie; y me apetecía cerrar los ojos para escuchar el mar. No pasarían unos minutos cuando me tuve que arropar las piernas con una manta, y a continuación recostarme de nuevo con la piedra acunada en mis manos.

Seguía adormilada y escuchando el

viento, cuando su canto lo interrumpió una dulce y fina música que brotó de aquella piedra tan extraña. Era una melodía confusa en la que se mezclaban voces y sonidos. Las notas se entrelazaban con silbidos y chasquidos que se ordenaban para volverse a desordenar. Aquella melodía sonó floja pero nítida. Era agradable a la vez que

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desconcertante... Mi cuerpo entero se vio sorprendido por un tímido y nervioso escalofrío. Yo estaba admirada a la vez que asustada ante tan mágica sorpresa.

De repente el fuerte viento dejó de soplar y todo se paró a mi alrededor. Apresurada y algo perpleja me asomé por la terraza.

Todo quedó en la más inquietante tranquilidad. Un silencio atípico en el que no me atrevía ni a respirar. De alguna forma me sentía observada a la vez que culpable por todos esos fenómenos tan repentinos.

Tras haberse detenido el viento, las olas

se tomaron su tiempo para alisar sucesivamente la superficie de la bahía.

Pasado un buen rato en el que no aconteció absolutamente nada, lo primero en oírse fue una chicharra en uno de los pinos de los alrededores. Acto seguido planearon sobre la zona unas gaviotas procedentes de los acantilados vecinos. Sus sombras se dibujaron veloces sobre el suelo caliente y los matorrales. Entonces una brisa comenzó a rizar la superficie del mar y a mecer con

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cariño las ramas del pinar. En ese momento el entorno cobró un movimiento natural, al que yo solía estar más acostumbrada. Algo nerviosa, y aunque creyese que todo se había normalizado, seguía atenta a mis sentidos.

Al cabo de un instante me acordé de volver a respirar. No sé cuanto tiempo mantuve el aliento después de presenciar todo esto.

De pronto pasó lo inesperado: divisé a lo lejos delfines... ¡decenas de ellos! Nunca vi tantos juntos y mucho menos en verano, pues en esta estación del año se alejan de las playas.

Saltaban y chapoteaban a medida que

se aproximaban más a la costa. Rápido cogí los prismáticos y me puse a observarlos. No eran muy grandes, pero tenían mucha vitalidad y eran preciosos. Enseguida llegaron todos para bañarse cerca de La Seca... ¡estaban aquí al lado! Siempre quise nadar entre estos simpáticos cetáceos, así que sin dudarlo cogí mis gafas y me bajé a las rocas. Era inimaginable verlos allí tan cerca de donde siempre me había bañado. Rápidamente me

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quité la camiseta y las chanclas para remojarme junto a ellos.

Algunos nadaron justo a mis pies. Otros sacaron sus cabezas del agua para observarme. Unos y otros abrían sus simpáticos hocicos repletos de dientes y emitían sonidos parecidos a los que salieron de la piedra.

Me zambullí y chapoteé incansable para acariciarlos. También quise jugar a ser una más intentando imitar su nado... ¡todos parecían ansiosos por estar conmigo!, y yo así lo estaba por estar junto a todos ellos. Me sumergí un par de metros mientras aquellos nerviosos mamíferos bailaban y jugaban por todas partes... algunos, incluso, venían y se arrimaban para que les pasase las manos por su estilizado y suave cuerpo. Estaba completamente rodeada de movimiento y de sus peculiares cantos: ¡estaba rodeada de alegría!

A pesar de sumergirme una y otra vez,

de no dejar de mirarlos a todos y de intentar agarrarme a ellos para que me remolcasen, me encontraba tan relajada que todas las

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preocupaciones que tenía antes en mi cabeza habían desaparecido.

Sinceramente, este día ha sido muy

emocionante… ¡pero aquí no acabó la cosa! Después de un rato, no sé si largo o

corto, entre los chapuzones, saltos y silbidos de los delfines, escuché algo que me paralizó. Era como una voz que venía de todas direcciones: una voz segura, sosegada y algo camuflada por los chasquidos de aquellos mamíferos marinos.

Al principio no pude entender lo que aquella voz me decía. Afiné entonces el oído... pero seguí escuchando igual de mal. ¿Estaría soñando?

Al fin se calmaron todos los delfines, y fue entonces cuando se aproximó uno de ellos hasta mí. Se plantó justo delante de mi cara, y en aquel mismo momento empecé a entender bien lo que antes oía... ¡Él era quien me hablaba!, ¡un delfín comunicándose con un ser humano!... no podía creer lo que me estaba ocurriendo. ¿Me estaré volviendo loca?

Me dijo que soy muy afortunada por esta oportunidad que me ha sido otorgada, y

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sobre todo por ser yo como soy. Añadió que he sido «elegida» para divulgar a los cuatro vientos lo que él me va a enseñar. También me dejó bien claro que, sobre todo, no tuviera ningún miedo porque nada malo me iba a pasar.

La presencia de ese delfín era realmente

cálida. Tenía voz de ángel y unos ojos muy dulces y sabios. ¡Parecía sonreírme cada vez que me miraba!

Estuvimos un buen rato disfrutando en

el agua hasta que de repente todos los delfines se marcharon con sus danzas y juegos de olas. Todavía era temprano cuando me quedé completamente sola.

Sin duda alguna, mi preferido es el que

se dirigió a mí y me habló. De entre todos los delfines él era el más grande; y tenía la cara más redondeada que el resto. Antes de que se marchase le pregunté por su nombre, y me contestó en el idioma de los delfines con un chillido agudo y quebrado. Para ser franca, no sabría llamarlo por su nombre, así que al final

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he decidido llamarlo Uhý. Ha sido tan increíble... ¿Los volveré a

ver?... Ahora sólo quiero que amanezca más

temprano, para poder ir en busca de ellos en cuanto salga el sol.

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12 de agosto

UN MISMO MUNDO Viaje a los acantilados

¡No me lo puedo creer!: hoy he bajado a bañarme y vi otra vez al delfín, a Uhý. Parece como si me hubiera estado esperando allí. Nos saludamos cariñosamente y pronto comenzamos a jugar. ¡Es fantástico nadar junto a él!

De primeras Uhý no habló nada y, por

un instante, dudé si volvería a decirme algo. A continuación me saludó de forma que sí lo pude entender. Entonces yo le correspondí el saludo entusiasmada. Después de ese educado comienzo, le pregunté qué era eso de «ser la

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elegida». Ansiosa, quise comprender todas mis dudas; pero por más que lo intenté, no obtuve información alguna. Tan sólo me contestó que aún era muy pronto para entenderlo todo, y que sin prisas por tener las respuestas, éstas me vendrían solas y mejor.

Yo intentaba asimilar aquel

planteamiento cuando Uhý me invitó a dar un paseo. Juntos empezamos a nadar hacia el sureste, más allá de Los Saltos y el trampolín. Uhý se desplazaba a mi ritmo, ya que yo no podría nadar nunca tan rápido como un delfín. Todo a nuestro alrededor estaba cargado de vida propia: las algas y sus colores, los peces entre las rocas, gaviotas que nadaban en la superficie... ¡todos parecían salidos de un cuento de fantasía!

Jamás imaginaría encontrarme todos esos peces que antes sólo pude ver en el mercado.

Seguimos nadando placenteramente, sintiendo entonces el calor del sol en la espalda. El agua estaba cristalina y limpia. Se podía ver cómo los rayos de luz cada vez

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alcanzaban más profundidad, dando a la inmensidad del mar un azul acogedor y refrescante.

Yo estaba viviendo mi gran sueño: el de poder nadar junto a un delfín, un delfín que además resultó ser de lo más especial. Era un animal hermoso que transmitía mucha seguridad y confianza. Él estaba realmente orgulloso de aquello que me mostraba bajo el mar, al tiempo que se le veía aún más orgulloso por tenerme a su lado... eran demasiados sentimientos perfectamente definidos para un momento tan confuso como aquél.

A nuestro paso vimos bancos enormes de peces con colores y formas preciosas. Los había grises, plateados, pequeños, grandes, solitarios y en inmensos grupos. Los encontramos negros y con infinidad de colores. Todos eran tan bonitos, y cada cual destellaba con el reflejo de su piel. ¡No era sino el mismísimo paraíso!

Como una niña yo los perseguía acercándome todo lo posible a ellos. Los peces, en cambio, aceleraban su nado con

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cierta actitud permisiva a mi presencia, pero manteniendo siempre la distancia.

Seguía inmersa en las maravillas del mundo submarino cuando por fin llegamos a nuestro destino: Uhý me había conducido hasta donde las gaviotas anidan. ¡Qué cantidad de aves habría en esa montaña cortada cuando a primera vista podrías creer que estaba nevada! Ha sido la primera vez que he visto los Acantilados del Sureste desde el mar. Aquellas paredes gigantescas de roca se erguían desde las profundidades con la seguridad de ser lo único en el mundo que puede frenar la fuerza del mar.

Nunca tuve tantas cosas que ver al

mismo tiempo: ¿cómo imaginar que llegaría yo tan lejos de las rocas?, ¿quién iba pensar que vería tantos peces?

Uhý, también contento por todo lo que estaba pasando, saboreaba verme a mí disfrutar. Estaba dándome a conocer aquel lugar de donde él procedía: el reino en el que él vivía.

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Es impensable que en un mismo mundo haya cosas tan diferentes como iguales y por supuesto tan bellas...

Por una vez en mi vida me sentí

plenamente segura en el mar.

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13 de agosto

LA VISITA Dos días para un resfriado

Hoy, día 13, no he sabido nada de mi

amigo el delfín. Estuve por la mañana nadando y, por más que lo esperé, no apareció. Por la tarde igual, y nada...

En verdad me sentí algo decepcionada,

y encaprichada con volver a recibir la misma visita. Ahora estoy mejor; aunque me pregunto si volveré a ver a Uhý. Para colmo de mi desconcierto, sigo pensando en descubrir la razón por la que el mundo

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marino, o no sé quién, quiere comunicarse conmigo. Y es que por más que le doy vueltas a la cabeza no llego a ninguna conclusión. Sólo quiero saber qué es lo que está pasando.

Cuando terminó el día de hoy estuve

en las rocas viendo anochecer junto al mar, y sumida en tan profundos pensamientos perdí la noción del tiempo. Al final me he pasado horas a la intemperie bajo la luna y el viento. Tan meditativa e inmóvil he estado que parecía una roca más, aunque al fin y al cabo no era sino un rostro inerte con la cabeza llena de ideas a la velocidad de la luz.

Ahora estoy aquí, continuando este

peculiar diario y deseando escribir cosas tan apasionantes como las de los días pasados.

Ya hemos cenado, y abrigada con mi

mantita empiezo a mirar la cama con ojos de deseo. Realmente necesito descansar un poco.

Hoy no tardaré mucho en dormirme...

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14 de agosto

Hace ya dos días que no veo a mi amigo el delfín. Tanto frío pillé ayer en las rocas que hoy me acompañan una tos leve, dolor de garganta y, para colmo, tengo la nariz taponada. Llevo todo el día bebiendo infusiones calientes de miel y limón, y me he puesto un jersey de punto que me abriga de manos a trasero.

Hoy ha venido a visitarme mi amigo

Leo. En cuanto supo que me había puesto mala, cogió su bici y vino a casa para hacerme compañía. También me ha regalado su pañuelo, el que usa siempre que sale a navegar. Él lo tenía para protegerse la cabeza del sol, aunque a mí me lo ha puesto en la

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garganta para que me abrigara. A pesar de la mocarrera que tengo, todavía puedo percibir su olor en el pañuelo.

Leo es un chico muy especial y tiene

un corazón más grande que todos los océanos juntos. Yo digo que es hijo del mar, nacido en una humilde familia de pescadores. Es una mezcla de manos torpes, dulzura y persona reservada, a veces ausente. Le fascina el mundo de lo mágico, lo paranormal, lo religioso y lo espiritual. También sabe de mitología y de energías naturales. Es una persona que lee mucho. Todo lo que sabe es porque él lo ha aprendido, pues nunca nadie le enseñó nada.

Pese a todo, es bastante escéptico y le cuesta creer en todo aquello que se escapa de la razón.

Lo cierto es que cada vez somos mejores amigos. A medida que ha pasado el tiempo, nuestra gente se ha ido marchando de La Bahía y al final nos hemos quedado un poco solos los dos. Sinceramente se echa de menos al resto de la pandilla, pero por suerte

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aún nos tenemos el uno al otro, y eso ya es más que suficiente.

También he de decir que tiene un poco

de niño travieso, pues no ha parado de meterse conmigo en toda la tarde. Aún no sé si me chinchaba por estar tan abrigada en agosto o porque más que un jersey, parecía que llevaba un camisón de lana. En todo caso no le hacía mucho caso, pues ambos sabíamos que era una forma de demostrarme su cariño.

Leo es una persona en la que se puede

confiar. Estuve a punto de confesarle lo del ánfora y los delfines; pero me daba tanta vergüenza escuchar tal barbaridad de mis labios que al final no tuve valor para comentárselo. Obviamente suena a locura, a una paranoia...

Finalmente se marchó y me quedé algo

frustrada por no haberle contado mi secreto. Supongo que entre su alegre visita y el

calor de su pañuelo me pondré buena enseguida. ¡Y a ver si ya mañana me puedo bañar para buscar a Uhý!

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15 de agosto

Aquí estoy de nuevo, tirada en el sofá. La verdad es que me encuentro mejor

del resfriado, aunque la tos todavía me incordia un poquito. Por otro lado no dejo de pensar en Uhý, y empiezo a creer que esta idea se está convirtiendo en una obsesión: ¿por qué a mí?, ¿y para qué?...

En fin. A ver si consigo distraer la

mente en otra cosa escribiendo en mi diario: Hoy Leo también se pasó a verme. La

verdad es que vino muy pronto, pues pasó la noche ayudando a su tía pescando en la mar, y recién llegado a la playa vino a casa. No me importó recibirlo a pesar de ser tan temprano,

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pues nunca he tenido hora para recibir a un buen amigo.

Estuvimos desayunando y hablando de todo un poco. Después de muchos rodeos y titubeos le confesé qué me había estado pasando estos días atrás. Me costó bastante, pero por fin tuve el valor suficiente y se lo conté todo. ¡Tendría que haber tenido una cámara de fotos para retratar la cara de pánfilo que se le quedó!

Sentí que no me ha creído en absoluto.

Es más, entre sonrisas y afecto, me dijo que la fiebre me podría estar provocando delirios; ¡pero si yo no tengo fiebre!

También le enseñé el ánfora y la piedra

para que cambiase de opinión; pero Leo no dejó de ver sino dos preciosidades halladas en aguas de nadie.

Me dijo que eran dos cosas realmente bonitas y me aconsejó que las conservara bien porque podrían tener mucho valor. Me contó que él tenía en su casa un colgante de oro que encontró en la orilla de La Playa de los

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Guijarros. Definitivamente, mis argumentos se hacían cada vez menos convincentes.

Para ser franca, a mí también me cuesta

creer todo lo que me ocurrió. Ya han pasado unos cuantos días y mi razón se empeña en enturbiar mis recuerdos. Supongo que tengo que darle otra oportunidad a Leo, ya que incluso a mí me cuesta asimilarlo.

A pesar de su nuevo escepticismo hacia

mi historia, no deja de ser mi mejor amigo. De hecho me ha prometido que cuando esté completamente buena, me llevará a dar un paseo en su barco: ¡qué ilusión me hace! Siempre he tenido muchas ganas de hacer vela. A ver si así me olvido un poco de Uhý y vuelvo a poner un poquito los pies en el la Tierra...

¡Ahora a ponerme buena, y pronto a izar velas!

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16 de agosto

FALSA APARIENCIA El anticuario

Hoy me he levantado como una rosa.

¡Por fin se acabaron los moqueos, el cansancio y los dolores! El haber guardado cama a tiempo y haberme cuidado bien, ha contribuido a curarme pronto.

Aún era temprano cuando llevé el

ánfora y la piedra a un tendero que hay en el centro del pueblo. Desde mi casa hasta Pueblo Viejo no hay mucha distancia, aunque fui en bici para llegar cuanto antes. La verdad es que desde que encontré ambos objetos en el

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fondo del mar he estado impaciente por saber de qué se tratan.

El tendero del anticuario comercia con

todo lo que uno pueda imaginar, y lo cierto es que también sabe muchas cosas tanto de la tierra como del mar. Por ese motivo decidí llevarle mis tesoros a él, para que me dijese si tenían algún tipo de valor. Por otro lado quería que el tendero me hiciera un enganche en la piedra para poder usarla como colgante. Mi piedra no es un diamante ni una perla, pero a mí me gusta mucho por sus brillos casi cegados y sobre todo porque me recuerda a Uhý y a nuestro viaje submarino. Yo misma intenté hacerme un colgante con ella, pero al final desistí porque el atado que le hacía con un cordón no paraba de soltarse.

Una vez en la tienda encontré al viejo

tendero inmerso en un desorden ordenado. Hurgaba entre todo tipo de objetos y libros procedentes de cualquier parte del mundo. Tenía cientos de artículos esperando ser vendidos desde hacía una eternidad; para mí, es como si la tienda hubiera estado allí desde

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el comienzo de los tiempos. Tras un instante que el tendero se

permitió para ignorarme mientras terminaba sus cosas, se dirigió a mí. Le entregué los objetos y los examinó detenidamente con su lupa de relojero. Entre gemidos de aprobación, interés y gusto, me fue explicando todo lo que cada pieza era:

Respecto al ánfora, me dijo que estaba

hecha en barro y que, por su aspecto, podría pertenecer a la Edad Antigua. No supo adivinar más sobre ella, aunque me comentó que era interesante conservarla, ya que tenía cierto valor.

En cuanto a la piedra, no me dijo nada, pero al parecer también le interesó mucho.

Se dispuso entonces a realizar su

minucioso trabajo artesanal, convirtiéndola en un colgante. Me dijo que tardaría en acabarlo, así que, devolviéndome el ánfora, me echó amablemente de su tienda y me dijo que podría pasar a recoger el colgante por la tarde.

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Una vez fuera de la tienda y sin nada que hacer, recordé que aún tenía que planear con Leo la excursión en velero. Me dirigí con mi bicicleta a La Casita de Pescadores, que es donde él vive. Es una casa pequeña y acogedora construida sobre la misma playa. Lo cierto es que se está muy bien en ella, y por eso entiendo que su familia haya vivido allí desde siempre.

Cuando llegué, su abuela me abrió la

puerta y me comentó que Leo no se encontraba en casa. Muy amable y cariñosa, me invitó a entrar y a tomarme algo. Me dio vergüenza aceptar la invitación, pero por otro lado me gustaba mucho la idea de estar un ratito con ella. Al final, me convidó a unas patatas fritas y un refresco mientras ella se tomaba su habitual vasito de vino.

Yaya Ana me encanta: es dulce y acogedora, y con razón en el pueblo la han considerado siempre como una mujer muy buena.

Tras haber tapeado con ella, me vine a

casa dando un cómodo paseo. Por el camino

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estuve pensando que tanto el ánfora como la piedra tienen un gran valor para mí; pues si no hubiera sido por ellas, no habría vivido esa experiencia tan increíble con los delfines.

Cuando llegué a casa aún quedaba

alguna hora para el medio día. Mi padre estaría bañándose en las rocas y, conociéndolo, tardaría en venir para almorzar. Siendo así, antes de comer me acosté un ratito para hacer los honores a lo que todo el mundo conoce por el nombre de vacaciones.

A primera hora de la tarde fui de nuevo

a la tienda de antigüedades. Una vez allí, Simón me atendió eufórico. Orgulloso por su trabajo, me entregó el colgante envuelto en una porción de tela. Ilusionada, abrí el envoltorio para ver el acabado. A continuación me quedé sin habla al advertir cómo mi piedra tosca se había convertido en una hermosa caracola semienterrada en su vieja y parda cáscara; una caracola salpicada

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por infinidad de diminutas y brillantes cristalizaciones color de oro y plata. Durante mi silencio, el viejo me explicó generosamente que mi piedra no era sino un amonite fosilizado en cuyo interior se apreciaba delicada pirita: se trataba, en definitiva, de un fabuloso amonite piritizado.

Realmente había quedado muy bien con su cordón y su enganche de plata. El pulido era genial, pero ya no era mi piedra. Quise disimular mi mezcla de sorpresa y decepción mientras le pagaba al viejo lo que le debía por su tarea. Rápidamente salí de la tienda y me dirigí hasta la casa. Cuando llegué no quise entrar en ella, así que bajé hasta las rocas con la bici a cuestas por ese camino de pescadores tan difícil. Allí me quedé bajo el sol de la tarde; allí justo donde conocí a Uhý.

¡No le dije a ese hombre que puliera mi

piedra!; ¡nada más quería que hiciese un colgante con ella! ¿Qué más le daba lo bonita que podría llegar a ser? Ya no podría regresar en el tiempo y recuperar la piedra que antes era: la piedra que me condujo a Uhý...

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Timada por el error de haberla dejado en otras manos, pensé que esa preciosidad era verdaderamente horrible. Ahora que habían alterado mi piedra mágica, sentí que había perdido toda esperanza de volver a ver al delfín.

Acompañada de mi frustración, me

puse el colgante con la sensación de ser lo último que haría junto a esa tímida piedra.

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17 de agosto

EL DRACO Mensaje en una botella

¡Por fin hemos ido a navegar! El barco me ha encantado. Es un velero de un mástil, con cuatro metros y medio de proa a popa y dos velas triangulares blancas. No es muy grande, pero había espacio de sobra para los dos que íbamos navegando.

«Draco Splendens», que así se llama la

embarcación, lleva inscrito su nombre en la popa. Le pregunté a Leo que porqué se llamaba así, y me contestó que ese es el nombre científico de los dragones de mar. También me contó que esos dragones tenían

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alas con las que se impulsaban dentro del agua y con las que a su vez podían volar en el aire. Leo me dijo tantas cosas de ellos y tan convencido me las explicaba que por un momento dudé si él creía en esas bestias marinas. Más tarde me aclaró que sólo se ceñía a ilustrarme con lo que los libros fantásticos hablaban de ellos.

El Draco, como lo llama Leo

cariñosamente, es muy veloz y está tan bien cuidado que parece nuevo.

Una vez zarpamos de Puerto Blanco, nos dirigimos al sur. Durante el viaje en velero pretendí disfrutar de la navegación junto a Leo, aunque por más que lo intenté no dejé de pensar en Uhý. Me esforcé en convertirlo en una ilusión olvidadiza, pero a pesar de todo, no conseguí sacar de mi cabeza la idea de volver a ver a ese delfín tan especial. Al final, le pregunté a Leo si podríamos visitar los Acantilados del Sureste. Le insistí en que me gustaría verlos desde el mar ya que están demasiado lejos como para ir a nado. Fue un intento más para probar suerte y dar con el delfín.

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Al llegar allí pude ver que todo era tal y

como lo había visto con Uhý: la misma inmensidad y quietud de la roca en contraste con el ruido y el incesante movimiento de las olas y la colonia de gaviotas.

Tan ausente estuve a ratos, que Leo me

preguntó en un par de ocasiones si me encontraba bien. Le contesté que sí.

Observando el acantilado gigantesco

que teníamos ante nosotros, empecé a relajarme. La brisa era cálida y el mar nos mecía, así que pronto me empezó a dar un poco de sueño. Mientras nos dejábamos guiar por la corriente, Leo aprovechaba para hacer algunas fotos a las aves marinas que en masa se aproximaban desde el oeste. Son bandadas interminables de gaviotas que acostumbran a venir desde más allá de las Playas de Arena. Supongo que siempre que las contemplo desde mi terraza, vuelan hasta los concurridos Acantilados del Sureste.

Al poco de estar en silencio, Leo me

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ofreció té y algunos aperitivos que había preparado antes de salir. La verdad es que este pescador tiene una mano divina para la cocina, así que no pude resistirme a sus delicias caseras.

Estábamos comiendo más que hablando cuando, con la boca aún llena, tuve que llamar la atención de Leo. Al mismo tiempo que apuntaba a algo que flotaba en la superficie, intentaba tragar cuanto antes para poder hablar. Él me preguntó qué vi, pero no supe contestarle, así que ambos permanecimos asomados por estribor con las manos y la boca llenas de comida. Bastó el tiempo justo para terminar de masticar y tragarnos todo lo que teníamos en nuestras engordadas mejillas, cuando por fin pudimos verlo de nuevo. Leo me advirtió que era una botella cuando yo ni siquiera había diferenciado su forma o tamaño. Apresurado, Leo se dispuso a rescatarla y se quitó la camiseta. Yo le dije que no fuera, que era una tontería y que tampoco me hacía ninguna gracia quedarme sola en el barco. Como la que le habla a las lapas, se quitó también las sandalias y el pantalón que llevaba encima de

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su bañador. Viendo que no me hacía caso, le insistí con una voz un poco más alta de lo normal para que no se fuera del barco. Leo me quiso tranquilizar con un «ahora vengo» y se tiró de cabeza.

¡Cómo era capaz de abandonarme así en mitad del mar!, ¡sin duda ésta me la pagaría como que yo me llamo Ágata! Por un momento le quise «partir» la espalda con el remo, pero está claro que se trataría de una barbaridad por mi parte.

No tardó demasiado en regresar con

esa estúpida botellita, aunque a mí se me hizo bastante largo el rato de espera a la deriva. Después de todo era la primera vez que me subía a un barco.

Le quise echar una mano cuando subió

a cubierta, pero con suma indiferencia él prescindió de mi ayuda y se valió por sí sólo. Pensé que si me hacía otro gesto de ingratitud como ese, yo misma lo devolvería al mar. Sinceramente, estaba siendo bastante rudo conmigo.

Una vez fuera del agua intenté

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explicarle mi enfado y sobre todo procuré no parecer tan mosqueada como realmente lo estaba.

Yo le regañaba mientras él sólo prestaba atención a su objeto recién rescatado; y enojada como pocas veces, presencié como Leo derramó una lágrima. Fue entonces cuando me quedé sorprendida y expectante ante aquél tímido llanto. Jamás vi a Leo de esa forma: tan ausente, tan triste...

Lo arropé con su toalla mientras él

descorchaba esa botella mensajera. Me dio el tapón y sacó el mensaje que había dentro para leerlo.

Yo estaba tan apenada como alucinada e intrigada. Leo leyó para sí el texto detenidamente y tras un suspiro lo enrolló para volverlo a meter dentro del cristal.

Pensativo se dispuso a devolverlo de nuevo al mar, pero no sé que impulso me llevó a detenerle sujetando su mano con fuerza. Leo se quedó un poco sorprendido ante mi intervención y me dijo enfadado que yo no tenía nada que ver en esto. No me pude resistir y le contesté que de acuerdo, yo

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no era quién para meterme en su vida, pero también le dejé bien claro que él no tenía ninguna razón para tratarme de esa manera.

Leo relajó todos sus músculos y se

sentó en el barco. Sus manos aún sostenían la botella cuando yo me senté junto a él y le pedí perdón por haberme puesto tan nerviosa.

Él también me pidió disculpas adoptando una mirada perdida en el suelo encharcado del Draco.

Tras un corto silencio me aventuré a entregarle toda mi confianza diciéndole que siempre podría contar conmigo para lo que fuera. Le hice entender que soy su amiga y le pedí como favor que nunca lo olvidase.

Le cogía de sus manos cuando apartó

una de ellas para secarse las últimas lágrimas. Yo le sonreí y le quise animar cuando empezó a contarme una cosa que me sorprendió aún más.

Me comentó que esa botella era suya.

Él mismo había escrito el mensaje y lo había arrojado al mar hacía un par de días. Le

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pregunté que porqué la arrojó al mar, y qué había escrito en ella. Dicho esto, de nuevo enmudeció.

No quise insistirle ni forzarle a confesar

intimidades suyas, por lo que yo también me callé.

Entonces, Leo abrió de nuevo su botella y sacó el pergamino. Posteriormente lo desplegó y por último empezó a leerme en voz alta:

Aquí me tienes, jugando a querer ser

un semidiós y retroceder en el tiempo. Soñando despierto y reviviendo mientras duermo todos esos momentos...

Así lo siento; jugando a olvidar el

dolor para que la esperanza no se extinga de mis venas, y con ella tu querer... mi vida.

Ya palidece mi amor, esperando a que

llegue un huracán y se lleve todo lo que dije, todo lo que hice y lo que dejé por hacer... un

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seísmo tan fuerte que sea capaz de sacar esas, mis palabras, que un mal día atravesaron tu corazón.

Aquí me tienes, jugando a querer ser

un semidiós: ya que si pudiera elegir cuando morir, no sería ahora; pues antes debería ganarme tu perdón para poder descansar en paz.

Esto mismo era lo que aquel papel

húmedo contenía: una escritura impregnada de arrepentimiento y agonía. Viendo que Leo iba a desechar este mensaje, le pregunté si me lo podría dar a mí. Al final accedió y me lo regaló. No sé si el texto es bueno, pero verdaderamente me ha impresionado. Al parecer él escribe cosas así, y todo lo que hace se lo lleva el mar.

Por un momento sentí cómo ambos

permanecimos inmóviles sobre el mimoso balanceo de las olas.

Leído esto, le miré a la cara, y con

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esfuerzo él correspondió mi mirada. Las palabras sobraron entendiendo él mi perplejidad y mi admiración. Tras un instante, le dije que el mensaje era precioso, aunque no terminaba de comprenderlo del todo. Él me contó que se trata de un poema que había guardado durante mucho tiempo, y que hoy era la primera vez que alguien lo había leído. Seguí con la boca entreabierta y los ojos fijos en mi amigo cuando continuó diciendo que el por qué de sus lágrimas reside en un viejo amor que desapareció repentinamente.

Siempre he creído que dar consejos es

más fácil que recibirlos; y que cuando se está fuera de un problema se ven las soluciones más fácilmente. No obstante (y sin la menor idea por lo que Leo pueda estar pasando), me di el lujo de aconsejarle: lo animé para que curase sus heridas y que aún aprendiendo del pasado, siempre mirase hacia delante… Nunca sabemos qué nos puede ofrecer un nuevo día, ¿no? Pues cada ola que rompe en la orilla es diferente a la anterior. Por eso no hay que cerrarse nunca a nada, ni quedarse estancado en momentos desaparecidos. Hay

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que aprender a escuchar el corazón, siendo sincero con uno mismo y honesto con los demás…

Leo, enternecido, prestaba toda su atención a lo que yo le decía. Finalmente esbozó una sonrisa de media boca y con los ojos brillantes me invitó a continuar la travesía.

Todas esas lágrimas se debieron a que

ese amor se marchó antes de que Leo le pudiera confesar lo que realmente sentía...

Hoy Leo me ha demostrado que soy

verdaderamente su amiga. Ha abierto por primera vez su tímido corazón a mi amistad. No me contó nada más acerca de ese amor misterioso, pero me bastó para valorar toda la confianza que él ha depositado en mí.

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18 de agosto VIEJO AMIGO La Cueva de las Moscas ¡Hoy ha sido un día muy especial! Al principio fue bastante aburrido, hasta que a media tarde pasó algo inesperado. Mi padre fue esta mañana a visitar a unos parientes lejanos y me invitó a ir con él. Lo cierto es que no me apetecía salir a ningún sitio y preferí quedarme arropada en la cama.

Hoy puedo presumir de no haber madrugado demasiado y de haber sido un poquito perezosa. Tanto es así, que estuve flojeando hasta casi la hora del medio día.

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Después de comer no había nada que

hacer ni nadie con quien estar, así que sola y desganada me fui con mis gafas y mi tubo de buceo a las rocas. La tarde transcurría tan sosa que ni el viento quemaba. Cansada de tomar el sol, al final me animé a saltar.

Antes de trepar hasta Los Saltos, dejé todas mis cosas escondidas entre las rocas. Tan sólo me llevé conmigo las gafas de buceo, colgadas como si fueran un bolso. Iba descalza, así que mis movimientos tenían que ser casi felinos para no pincharme. Al mismo tiempo debía ser cuidadosa para no caer al agua y darme contra la escarpada pared de roca. Por un momento mi pequeña excursión me pareció toda una aventura, aunque pronto me volvería a aburrir sobre esa mole de piedra.

Los Saltos es un lugar que hay frente a casa donde la gente a veces viene a saltar al agua. Hay distintas alturas desde las que tirarse y profundidad suficiente en el fondo, así que si se hace bien no tiene por qué ser peligroso.

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Hubo una época en la que yo saltaba

desde el lugar más alto, que equivaldría a la altura de un tercer piso… Al parecer, conforme ha ido pasando el tiempo, hacer este tipo de cosas cada vez me ha ido dando más miedo, hasta el punto de ni siquiera querer asomarme desde allí arriba. ¡Aún recuerdo las piernas amoratadas de una prima mía por culpa de una mala caída!

Cuando niños escalábamos casi todos los días sobre esas rocas; y entre bromas, historias y algún que otro silencio, esperábamos el momento idóneo para lanzarnos al vacío. La altura era tal, que el agua siempre nos parecía fría o el sol nunca llegaba a calentarnos lo suficiente, así que la mayoría de las veces era la puesta de sol la que nos hacía lanzarnos al mar para regresar a casa.

A diferencia de mi niñez, esta tarde tan sólo estaba yo; y lo único que podría entretenerme eran mis melancólicos recuerdos.

Contemplando nuestra bahía pensaba

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también en el desaparecido Uhý y en la extraña naturaleza de mi colgante. Al mismo tiempo me recreaba en la creciente pero reservada amistad con Leo; y me preguntaba qué pasaría con ese amor que tuvo… Simplemente paseaba por mis pensamientos e incertidumbres sin más esfuerzo que cerrar los párpados para sentir el viento marino en la cara.

Y así transcurrió alguna que otra hora en mi solitaria tarde de verano mientras yo permanecía sentada allí arriba como una estatua de sal. Relajada pese a mis preguntas sin respuestas, tomé el amonite que colgaba de mi cuello y lo miré pausadamente, como con cariño. Decidí que desde hoy lo dejaría en casa cuando me fuese a bañar, pues no me gustaría perderlo.

Continué observando a la que aún sería mi piedra favorita, cuando escuché a alguien llamándome desde el mar. Me asomé para ver quien gritaba desde abajo y vi un simpático «hocico de botella» hablándome en su

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entrecortado idioma. ¡Era Uhý, y estaba acompañado por algunos de su especie! Todos me miraban y esperaban impacientes a que saltase para encontrarse conmigo.

Sin pensármelo, salté desde la altura a la

que me encontraba, y emocionada salí a flote para saludarlos a todos. Allí estábamos los delfines y yo, rodeados de nuevos y sonrientes chapuzones.

Tras un protocolario juego de bienvenida nos dirigimos hacia el Cerro de Poniente, y por el camino nos encontramos con más delfines. En esta ocasión los delfines que nos acompañaban no eran tan pequeños como los del otro día, sino que se parecían mucho a Uhý. Le pregunté a Uhý que porqué eso era así, y me explicó que los delfines del otro día eran delfines de hocico estrecho, mientras que los que hoy venían con nosotros eran delfines mulares. Uhý es entonces un delfín mular, y a pesar de pertenecer ambos grupos a distintas especies, todos son amigos.

Reconozco que suelo ser tan curiosa

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que en ocasiones puedo resultar un poco pesada: lo digo porque cuantas más cosas me explicaba Uhý sobre los delfines, más preguntas tenía para hacerle. Por suerte a Uhý también le gusta hablar y contarme todo lo que sabe.

Fuimos muy rápidos nadando, ya que

yo viajaba agarrada a dos de ellos por sus aletas dorsales. El crucero fue apasionante: ¡volábamos por el mar! De vez en cuando nos sumergíamos mientras aguantábamos la respiración, para así correr más. ¡Qué divertido era estar en esa improvisada fiesta! Otra vez las risas, los empujones, las caricias, las persecuciones, los saltos, los gritos y alaridos de diversión. ¡Qué bien se estaba junto a ellos!: era tan alegre y relajante a la vez...

Ellos tienen sus propios juegos, aunque inventábamos algunos más para poder participar todos. Me encantaba ser remolcada por ellos a una velocidad de vértigo, o ser propulsada por lo pies para luego salir despedida por encima de la superficie.

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También me divertía cuando me saltaban por encima de la cabeza... ¡Son unos animales increíbles! Con tanto ajetreo, llegamos hasta los pies del Cerro de Poniente. Si ya me fascinó la inmensidad de los Acantilados del Sureste, esta basta pared de piedra me dejó aún más alucinada. Desde mi casa se ve el cerro, pero lo que nunca pude sospechar era que tras ese perfil hubiera un acantilado tan colosal. Sin duda, nunca había estado tan lejos de casa por mar. Nada más llegar, nos acercamos a una cueva que me llamó la atención. Fuimos Uhý y yo a verla mientras el resto del grupo siguió jugando. La cueva estaba medio sumergida, y era tan grande que se podría entrar en ella en barca. Nos metimos lentamente y con cuidado de que el oleaje no nos raspara contra la roca. El fondo y las paredes de piedra estaban recubiertas de falso coral de un color naranja muy vivo. El agua iluminada se adentraba tímidamente cambiando su color casi turquesa hasta hacerse oscuridad. La

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verdad es que era todo un espectáculo; aunque estar allí entre roca y agua por un momento me dio un poco de agobio. Instintivamente me pegué al cuerpo de Uhý apretándolo con un abrazo. Unos metros más adentro, donde había menos luz y no hacía calor, encontramos el paraíso perfecto de los mosquitos; ¡que cantidad de ellos! Por un momento me sentí afortunada de estar sumergida y con la cara mojada, pues de lo contrario se habrían dado un festín en mi piel. No tardamos mucho en salir de esa cueva tan maravillosa, más que nada, porque no se podía ver qué había más adentro. Por un lado me hubiera gustado seguir investigando, pero por otro me alegré de salir de nuevo a la luz del día. Otro momento que no me gustó demasiado fue cuando encontramos un banco de peces, ni muy denso ni muy grande. Estaban en aguas poco profundas, fuera de la cueva. Eran peces pequeños, finos y alargados

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y, me llamaron tanto la atención que le pregunté a Uhý qué eran. Para mi asombro, me contestó que se trataban de crías de barracudas. No sabía que hubiera ese tipo de depredadores por estas costas. Por otro lado me sonaba que la barracuda era hostil al ser humano cuando es adulta. Muy a mi pesar, la sabiduría de Uhý una vez más me dio respuesta a aquello que dudaba o simplemente desconocía: en esta ocasión me confirmó que sí hay barracudas en este mar. Sabido esto, se me encogió el cuerpo cuando pensé que alguna barracuda grande pudiera estar por allí cerca. Uhý, al verme tan alerta me miró y me tranquilizó. Bastaron sus palabras de sosiego para dejarme plenamente en su confianza.

De vuelta a casa tan sólo regresábamos

Uhý y yo. Montada en su lomo de nuevo comenzamos a correr sobre las olas. A veces aceleraba tanto su nado, que me caía quedándome atrás. Mientras Uhý volvía a recogerme, yo me acordaba de las barracudas poniéndome un poco nerviosa. Él lo hacía jugando, pero cuando supo que no me hacía

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mucha gracia, no lo volvió a repetir. Sencillamente, Uhý no me deja de

sorprender: ¡un delfín que es todo un caballero!...

Antes de llegar a nuestras rocas, nos

acercamos un momento a La Seca. Allí le hice saber que estaba muy contenta por haberle vuelto a ver, y que de nuevo creía en los poderes de mi piedra mágica. Le conté lo que me pasó con el tendero del pueblo, y le enseñé el amonite adulterado. Le expliqué que me entristeció que el viejo hubiera cambiado la forma de mi piedra si con ello alteraba su poder. Uhý me dijo que no sabía nada de esa magia, pues sencillamente se trataba de un amonite como los que antaño nadaron a cientos por el mar. Le pregunté entonces cómo es que de nuevo el amonite lo había conducido hasta mí; y él me dijo que no sabía la razón de nuestro reencuentro… simplemente pasó así.

Me explicó que el ánfora no era sino un cebo para atraer mi atención y, que el amonite era un regalo que ellos me querían

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hacer. Un cebo para que cuando me sumergiera y me entretuviera tras La Seca, ellos se presentarían a mí; y un regalo porque ellos conocían desde hace tiempo mi afición por coleccionar pequeños trofeos marinos como conchas y caracolas sin su dueño.

Mientras intentaba reflexionar sobre aquello que él me contaba, le pregunté cuál era entonces el valor del ánfora y la piedra que en ella encontré. Añadió, que las cosas no tienen el valor que los demás le dan. El valor no está en lo material, sino en la grandeza de nuestros corazones y en la fuerza de nuestra mente: las cosas tienen justo el valor que nosotros mismos les damos.

Después de toda la fantasía que generé

en torno a mis tesoros, me costaba creer en aquella nueva realidad que yo había enmascarado con magia.

Aún sin estar muy convencida de las

respuestas que me dio, Uhý añadió que él desconocía el motivo real de nuestro reencuentro. ¿Qué más daba si había sido magia, azar o destino? Lo importante es, que

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al final cuenta lo que en ese momento «es»; y entonces, lo que realmente valía era que ambos estábamos de nuevo juntos.

En cierta medida me sorprendió que

Uhý no tuviera una respuesta para aquella pregunta… ¿o quizás sí me respondió? Si bien me pareció muy sincero con su modesta sabiduría, aquella no era la respuesta que yo esperaba.

Antes de marcharme, una nueva duda

me vino a la cabeza: ¿cómo es que Uhý no apareció cuando casi me ahogo?... ¿Qué hay de la luz, y la agitación del ánfora? ¿Qué fue lo que me agarro allí abajo?

Ante mi primera pregunta, me

contestó que él ya estaba allí esperándome en el momento en el que aquello pasó; y cuando me puse tan nerviosa, él seguía allí para que no me ocurriese nada malo. Uhý tenía planeado presentarse cuando yo tuviera el ánfora, pero no se atrevió a hacerlo porque notó mucho miedo en mí. Digamos que mi reacción no fue la esperada; así que pensó que

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reuniría a todos sus amigos para llamar mi atención en otro día que yo estuviese mejor.

En cuanto a mi segunda cuestión, referente al brillo del ánfora, me sorprendió con un amplio abanico de posibilidades: falta de aire, pánico, el estar más cerca de la inconsciencia que de la consciencia, la magia a la que yo hago alusión o cualquier otra razón que ambos desconozcamos. Prosiguió afirmando que las cosas siempre acontecen queramos o no. No podemos saber ni elegir cuándo van a ocurrir ciertas cosas, pero sí podemos dejar a los demás seres la libertad de interpretarlas a su modo. Esto no quita para que uno mismo no deje de buscar las respuestas a todas esas preguntas que nos vienen. Al fin y al cabo, el ser racionales nos empuja a dotar de explicaciones a todo lo que no rodea, ¿no? Uhý me confesó que él también tiene muchas dudas, y que no por eso va a dejar de hacerse preguntas…

En ese momento empezaba a considerar más posibilidades de las que yo ya tenía para explicar todo lo extraño que me ha estado pasando.

Me volvió a decir que en verdad se

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asustó por mí, y que aquello que pasó no era lo que había planeado en absoluto. No obstante él no habría permitido que nada malo me hubiera pasado. Tímidamente le sonreí y lo miré con aprobación.

Dicho esto y comprendiendo todo

aquello que Uhý quiso decirme, nos sumergimos unas cuantas veces más como última despedida del día. Después de todo, estaba mucho más feliz por saber que mi piedra, al fin y al cabo, no era más que una piedra; y que esta vez, no sería la última vez que vería a Uhý.

Fatigados por tanta actividad física,

recobramos el aliento dejándonos flotar con la cabeza fuera del agua. Me quité las gafas para ver a Uhý con mis propios ojos y me despedí de él acariciando su suave cabeza. Él me observaba también fuera del agua. En ese momento supe que lo admiraba, que él me fascinaba; que lo empezaba a conocer. Era un ser majestuoso, a la vez que cálido y cercano; alegre al tiempo que sereno y sobre todo poseía una gran paz reflejada en sus ojos. Era

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en definitiva y, aunque mi maestro del mar ponga en entredicho muchas verdades, un ser mágico para mí.

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19 de agosto

CANTO DE SIRENAS El naufragio

Hoy estoy tan agotada que casi

preferiría irme ya a la cama. No obstante me he tomado mi diario como una responsabilidad, así que antes de dormir voy a cumplir con mi obligación.

Todo empezó por la mañana

temprano, cuando Leo vino a casa para llevarme a navegar. Me dijo que el día era perfecto para enseñarme el arte de la

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navegación porque hacía bastante viento y apenas oleaje que entorpeciera la travesía. Mi pega al respecto fue que estaba muy nublado, a lo que me contestó que así no nos cansaría tanto el sol y podríamos ir aún más lejos. Nuevamente Leo había preparado cosas para almorzar, así que tan sólo tuve que vestirme y dejar una nota para que no se preocupase mi padre. Hecho esto, nos marchamos.

Justo antes de salir de casa me acordé del chubasquero y el paraguas, pero él repitió que no lo necesitaríamos.

Confié en su experiencia de marinero y nos dirigimos a Puerto Blanco para encontrarnos con el Draco. Sus clases comenzaron en el amarradero, antes de emprender la marcha. Allí me fue explicando cuidadosamente todas y cada una de las partes de un barco a vela, las maniobras que había que respetar para poder zarpar desde puerto, y también me introdujo en el entretenido mundo de la cabuyería.

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Después de su introducción teórica, zarpamos rumbo al oeste. Esta vez nos dirigimos más allá del Cerro de Poniente y de las Playas de Arena. Una vez pasamos Cabofaro, encontramos el mar algo movido por un viento que soplaba fuerte de poniente. El mar permaneció así durante todo el viaje de ida: ¡qué pasada disfrutar del viento salvaje y la sensación del agua azotándome en la cara! A eso del medio día nos detuvimos un rato para descansar y comer algo. No anclamos porque había mucha profundidad así que tan sólo arriamos las velas y nos dejamos llevar por la corriente.

El día seguía nublado, y el viento que

venía del lejano océano comenzaba a enfriarme la cara y las manos. Nuevamente las delicias de Leo me supieron a gloria. Su cocina era sencilla pero acertada; y su toque a comida de pueblo la hacía aún más apetitosa.

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Aproveché el silencio del almuerzo para intentar retomar el tema de Uhý. Al principio yo hablaba con tanto miedo al rechazo, que ni siquiera resultaba convincente. Leo me miraba sin mucho interés y asentía a lo que yo decía, también sin creerme demasiado. Le contaba cosas de un delfín parlante, de los viajes submarinos y de nuevos descubrimientos. Le conté lo de las barracudas y el hallazgo de una cueva formidable en el Cerro de Poniente. Él ya sabía que había barracudas por aquí, y me dijo que ha visto muchas veces La Cueva de las Moscas desde el barco. De ese modo, mi discurso estaba cada vez más desprovisto de argumentos de interés para él. Leo no me tomaba por mentirosa, pero tampoco se molestaba en plantearse cómo yo podía saber ciertas cosas, como por ejemplo, la existencia de la cueva.

Conforme Leo terminaba de comer, mis palabras cobraban cada vez más fuerza y firmeza, pero él no empezaba ni a creerme. Yo trataba de hablarle cada vez más fuerte y con más solidez; y de veras que lo estaba

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consiguiendo cuando… con elegancia, Leo cambió de tema sacando algo de su mochila. Entonces mi monotema quedó en un estúpido eco cuando él me entregó un papel manuscrito.

Me dijo que hacía mucho tiempo que lo había escrito, y que al igual que el otro poema, nunca nadie lo había leído. Acabé con los dos bocados que me quedaban en la mano para dedicarme sólo a la lectura de tan íntimo obsequio. Leo también iba a mandar éste poema al mar; pero al parecer recordó mis palabras y al final decidió mostrármelo. Puede que mi consejo, aquello de no cerrarse al mundo, le ayude a sanar sus heridas.

Aparentemente este poema tenía más colorido que el anterior aunque seguía siendo igualmente triste:

El naufragio

Por esta isla

muero náufrago, soy pirata

tú mi tesoro.

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En esta roca te estoy esperando, dorada, quemada mi piel bajo el sol.

Ola tras ola

agua de cristal, espuma de ensueño

sirenas cantad.

Paso los días sumido y quieto,

y tú te alejas de mi recuerdo.

Seca mi boca

de tu amor salado. De azul ya se tinta

mi playa de ensueño.

Ola tras ola agua de cristal,

espuma de ensueño sirenas cantad.

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Terminé de leer en voz alta, cuando

alcé la vista y vi al mismo Leo apenado del otro día. Esta vez no tenía lágrimas ni miradas perdidas, pero sí reflejaba un dolor asumido en sus ojos. Los mensajes que él mandaba por botella eran poemas que él mismo había escrito cuando su gran amor aún vivía. En un principio, él escribía cada noche para luego seguir llorando en vela. Lloraba porque no se atrevía a confesar sus sentimientos cara a cara. A Leo le faltó valor para dar un paso más en su relación, a pesar de ser eso mismo lo que ambos deseaban. Al final, su pasión le convencería y le dotaría de fuerza para declararse; pero cuando quiso rectificar para estar por fin juntos, ya era demasiado tarde. Habría bastado una simple confesión sincera, pero el destino de una vida truncada se adelantó para arrebatarle el aliento a esa persona tan especial.

Por este motivo y tras perder la oportunidad de sincerarse, sus poemas se

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empaparían de agonía por no poder volver en el tiempo y evitar tal desastre.

El mandar esos mensajes dentro de sus

botellas, es una forma de darle al mundo la oportunidad de conocer todo lo que nadie ha sabido antes. El mandar esos mensajes no es sólo por si alguien los lee: de alguna forma Leo quiere que el mar, verdugo de su amor, lea todas y cada una de sus lágrimas. Es como si también Leo desease que esas palabras le llegasen a esa persona que tan inesperadamente se fue.

Sólo de pensar que habría bastado una

declaración de amor para que esa misma noche no se hubiera emprendido aquel viaje en barco…

Como muchos de nosotros cada día,

Leo no se detuvo en pensar en que «mañana» podría ser demasiado tarde. De esa forma Leo se quedó con sus palabras atrapadas en el corazón. Jamás podría decir lo mucho que amaba.

Desde entonces no hay noche en la que

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Leo no se haya ido a dormir sin antes haber dejado todo bien con todas y cada una de las personas que le rodean.

Aún hoy Leo sigue enamorado...

Nunca había escuchado una historia tan triste como la de mi amigo Leo. Un error en el pasado que, imposible de remediar, tan sólo se podía aceptar. Después de enterarme de todo esto, no me pude resistir y estreché tan fuerte a Leo que juraría que lo dejé sin respiración mientras duró mi abrazo. Sobre su hombro vislumbraba una lágrima mía, cuando el Draco se tambaleó hasta el punto de desequilibrarnos a los dos. El viento era en ese momento agresivo y las olas habían crecido poco a poco mientras Leo y yo habíamos estado absortos en nuestros mundos. Rápidamente Leo se puso a dar órdenes de capitán para ponernos cuanto antes rumbo

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a casa. Según pude entender en ese momento a Leo tampoco le gustó cómo comenzaba a transcurrir la tarde. Sin más demora, emprendimos nuestro regreso. El viento era frío y las salpicaduras del agua ya no resultaban tan apasionantes como antes. Leo hizo énfasis en que me pusiera el salvavidas como él, ya que el mar se estaba levantando por momentos. Luego, me volvió a tranquilizar al decirme que el viento soplaba a nuestro favor, así que el camino de regreso lo haríamos en la mitad de tiempo que el de ida. Parecíamos estar en una competición. Era impresionante como respondía el Draco ante la fuerza del viento y el maltrato del mar. El barco se inclinaba tanto que se diría que íbamos a volcar. Había olas que conforme entraban por la proa, salían tal cual por la popa. ¡Daba verdadero vértigo cuando escorábamos así! Las velas resistían a rajarse y a veces el casco del barco crujía como si se fuera a partir en dos.

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Las olas habían crecido considerablemente cuando todavía no habíamos llegado a nuestra bahía. El barco escalaba inmensas masas de agua para luego surfearlas. Las olas se hicieron tan grandes que a veces nos veíamos completamente rodeados de mar para luego volver a divisar el horizonte y la tierra aún alejada. No eran olas difíciles de navegar ya que eran mucho más amplias que altas; y el Draco las afrontaba bien. Al menos tuvimos suerte en eso. Me tiritaban los labios, aunque no sabía exactamente si era por frío o por la impresión que me causaba el mar. Leo tenía sus músculos tan tensos como los cabos de los que tiraba. Sus órdenes y actuaciones eran directas y precisas. A mí me empezaron a doler los brazos por agarrarme al barco con tanta fuerza. Leo me sugirió que los relajara, manteniendo siempre una sujeción y una postura firmes y seguras. Seguimos navegando hasta llegar por fin a la altura del Cerro de Poniente. Nos encontrábamos ya a mitad de

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camino, por lo que las esperanzas y las ganas de llegar eran todavía mayores. El frío que en ese momento sentía ya sí era indiscutible y, a juzgar por el castañeo de sus dientes, Leo también estaba congelado. Fue desconcertante la forma de cambiar nuestro paseo didáctico por una regata límite. Empezábamos a sentirnos fatigados por culpa de tanto movimiento, del frío y por ese juego de nervios que crecía cuanto más grandes eran las olas. Una vez tomamos una buena dirección, Leo me preguntó si yo era capaz de encargarme del timón. Él se dedicaría a la vela mayor y el foque; para así repartir fuerzas. Lo único que yo tenía que hacer era mantener el rumbo. Aunque nerviosa por mi responsabilidad, supe manejar el timón. El viento fue embraveciéndose cada vez más, y rugía de tal forma que nuestra escasa

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comunicación tenía que ser a voces para ser efectiva. La situación parecía al fin controlada cuando de repente se nos cruzó algo que iba a la deriva. Yo no lo había visto aún cuando Leo me gritó que virase a estribor. No entendiendo bien qué me había dicho, tardé mucho en actuar; por lo que Leo tuvo que asumir todo el mando de forma urgente. Él cogió el timón, y con brusquedad se dispuso a esquivar aquel cajón o lo que fuerza. Como el viento seguía soplando fuerte por la popa y el viraje fue tan brusco, el Draco realizó una trasluchada muy violenta. El caso es que la botavara, que a cada rato teníamos que estar esquivando, pasó de un lado al otro tan rápidamente que me golpeó en la cabeza. Ante tal accidente, Leo abandonó el velamen mientras con una pierna pretendía mantener el timón completamente virado a estribor. Pensó agarrarme por si el golpe me dejaba inconsciente... ¡Todo pasó tan rápido! Fue un acto reflejo que nos costó chocar de lado contra aquel cajón, al tiempo que una

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inoportuna ola nos hizo escorar aún más. Al final toda esta sinergia de movimientos se cobró un hombre al agua: ¡Leo cayó al mar justo en el momento que se incorporó para ver cómo estaba yo después del porrazo! El mismo palo que me había golpeado a mí, ahora lo había empujado a él al agua. Yo gritaba mientras veía a mi amigo agobiado por las envolventes olas. No sabía cómo frenar al Draco, pues por más que las velas estuvieran sueltas, seguíamos avanzando y alejándonos. El golpe que recibió Leo fue en el pecho, y temí por si éste le había cortado la respiración o algo por el estilo. Estaba loca, histérica; tanto que casi me lanzo yo también al mar. Rápidamente pensé en echarle un cabo, así que estuve buscando uno en el maletero de proa mientras no le quitaba ojo a Leo. Por fin lo encontré, y antes de lanzárselo le amarré un flotador salvavidas en uno de sus extremos. Leo estuvo a punto de alcanzarlo, pero se le escapó. Yo, entre tanto, resistía en cubierta atenta de no ser también derribada. No paraba de gritar, como si eso sirviera de algo, mientras él seguía nadando hacia el

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Draco con todas sus fuerzas. El barco sin rumbo ralentizó poco a poco su ritmo por lo que ambos nos llenamos de esperanza. Aún podíamos vernos. Una vez recogido el cabo, se lo volví a lanzar con el deseo de que esta vez sí le llegase el flotador. Tras ese último intento, lloré aún más desconsolada al ver que había vuelto a fracasar. Por más que me daba prisa en recoger el cabo, Leo se alejaba más y más, enmudecido por las desesperadas olas. Pronto dejaría de verlo, quedándome completamente abatida y arrodillada sobre ese mar maltratador. Perdida, no tardé en ponerme a rebuscar por todo el barco. Sólo quería algo que me pudiera ser de utilidad, pero todo parecía inútil... ¡¿Dónde estaba Leo?! Por fin encontré la solución: ¡usaría una pistola de bengalas para pedir ayuda! Aunque fui muy rápida en todo, sabía que estaba tardando demasiado. Por fin la

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saqué del maletín y me dispuse a disparar al cielo. Leo ya no estaba, y yo lloraba como nunca antes. Tantas lágrimas desbordaban mis ojos que apenas podía ver. Temblorosa y presa de la desesperanza, quise disparar cuando de nuevo vi a Leo... Pude distinguir entre formas y bultos borrosos el color de su chaleco; y secando mis lágrimas con un brazo, pude apreciar que estaba enganchado a algo.

Pronto volví a gritar para llamar su atención pues nuevamente nos estábamos acercando. Pistola en mano y llena de coraje, me quedé paralizada en el mismo momento que comenzaba a apretar el gatillo. No daba crédito a lo que estaba sucediendo: ¡vi a Leo a lomos de Uhý! ¡Santo cielo!, ¡qué oportuna visita la de mi amigo el delfín! Leo y Uhý se aproximaban torpemente debido al cansancio y al despiadado oleaje. Emocionada, sonreía y lloraba sin parar. A medida que se acercaban, Leo me miraba con el recuerdo del miedo que había pasado en sus ojos. Impaciente por

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verlo ya en cubierta, extendía mi brazo inútilmente. Uhý trabajó duro hasta traerme a Leo, y en su inexpresivo rostro vi su orgullo y su valor. Pese a tanta alegría y celebración, yo no descansaría hasta que Leo estuviera en cubierta.

Al fin llegaron al Draco. Mientras Uhý permanecía junto al casco, yo ayudaba a Leo a enrolarse de nuevo en su barco tirándole de los pantalones hacia arriba. Por fin nos encontrábamos a salvo; y como el que ha visto a la afilada guadaña de la muerte, Leo me estrechó contra su pecho y me abrazó fuertemente. Arrodillados los dos; él estaba frío e inmóvil, y yo seguí llorando desconsoladamente por el susto.

Bajo el desordenado velamen y a la deriva, Uhý presenció alegre nuestro reencuentro. Enormemente agradecida, me dirigí a Uhý; y por fin Leo entendió cómo todo lo que yo le había contado sobre mi peculiar verano y mi misterioso amigo era verdad.

Pronto Leo reaccionaría y asumiría el

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mando de nuestra nave rumbo a casa. Nuestro amigo Uhý nos escoltaría hasta llegar a puerto, de modo que Leo y yo viajaríamos más tranquilos y confiados. Es curioso como ya no se sentía ni el frío ni el miedo a pesar de las nubes, el viento y el agua. Uhý, jugueteando con las olas como si nada hubiera ocurrido, jamás dejó de vigilarnos. Aunque ya no nos quedaba tanto trecho, el resto del camino fue duro; además, la corriente había sido favorable a nuestro destino mientras estuvimos a la deriva, por lo que nuestra desventura pronto tocaría su fin. Una vez llegamos a Puerto Blanco, nos despedimos de Uhý. Leo se acercó a él y después de mirarle a sus alegres ojos, lo acarició con suavidad. Uhý manifestó nuevamente su entusiasmo y se marchó. Después de atracar como es debido, y de no haber cruzado palabra alguna desde antes de que se fuera Uhý, Leo me miró y me

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pidió perdón. Me dijo que no se explicaba el cambio tan repentino del tiempo, y que se sentía avergonzado por no haberme hecho caso. Se disculpó por no haber creído mi historia de los delfines y sobre todo me pidió perdón por haberme puesto en peligro...

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20 de agosto TARDE EN CASA Cuentan sobre la niebla

Hoy el cielo estaba despejado y no

había olas. El persistente viento empujaba las pocas nubes que había hacia el interior, y el aire se notaba limpio. Se diría que hoy era un día perfecto para navegar, aunque después de lo de ayer, los ánimos estaban por los suelos. En verdad me siento muy feliz porque, al final, la mar no se ha cobrado ninguna vida más.

Esta mañana fui al mercado, y a mi

paso pude ver cómo el temporal de ayer dejó arena en el paseo marítimo y alguna que otra

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barca de pescadores en medio del camino. A mi regreso nos estuvimos bañando mi padre y yo en las rocas. Después de comer, mi padre volvió a bajarse para darse otro baño. A mí no me apetecía más agua por este día, así que me quedé en casa. La tarde también transcurrió tranquila y apetecible y, a pesar del susto de ayer, me encontraba bastante bien. Eso sí, durante la noche perdí a Leo definitivamente en un sueño horroroso. ¡Qué descanso cuando una se da cuenta que lo que acaba de vivir ha sido una pesadilla!

Incómoda por esos recuerdos comencé

a preparar un chocolate bien caliente. Mucha gente no comprende que me guste el chocolate así en verano; pero ya se sabe lo que se dice sobre los gustos, ¿no? Por otro lado, la tarde me invitaba a recogerme en mi casita y alejarme de un verano que en ocasiones también puede llegar a ser frío.

Una vez reunido todo lo necesario para

poder hacerme ese chocolate, alguien interrumpió mi soledad llamando a la puerta. Era Leo, que traía dulces hechos por su

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abuela. Me alegré tanto de verlo bien que volví a estrecharlo en un fuerte abrazo. El estrujón fue tan inesperado que casi nos cuesta tirar al suelo esos roscos tan apetitosos.

Le hice pasar y, contenta por su

oportuna presencia, le preparé a él también un chocolate.

Los roscos estaban deliciosos. Pensé que su abuela los había preparado para celebrar la buena noticia que hoy podemos dar al decir que Leo sigue con vida. Luego me enteré de que él no le había contado nada de esto a nadie.

Pronto acabaría Leo su chocolate

cuando a mí todavía me quedaba la mitad de mi taza. Su apetito se puede comparar con su buen cocinar. Tanto es así que se zampaba un par de roscos por cada uno de los que yo saboreaba. Cuando Leo terminó su merienda se excusó para ir al baño. Al poco tiempo, mientras yo sacudía los restos de azúcar del rosco que me acababa de comer, Leo me llamó con entusiasmo.

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Apuré precipitadamente mi relajada merienda y fui a ver de qué se trataba.

Leo me mostró una niebla que venía

del suroeste. Era como un algodón apelmazado que engullía todo el paisaje a su paso. En cuestión de dos o tres minutos la niebla había avanzado desde el horizonte hasta La Bahía. En unos segundos El Cerro de Poniente había desaparecido por completo bajo el sol reluciente. Apenas un instante después, justo cuando salimos a la terraza para ver tal espectáculo, ya no se veía nada de nada. La niebla era tan densa que incluso a la luz le costaba ver a través de ella. De hecho pude apreciar cómo ese velo blanco translucía mi propia mano.

Hacía mucha humedad, y todo,

absolutamente todo, guardaba un silencio sepulcral. Leo aprovechó ese momento para ponerme los pelos de punta con una leyenda que una vez le contaron. Estas fueron más o menos sus palabras:

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Cuentan sobre la niebla, que si ésta te

sorprende fuera de casa durante la noche, debes tener mucho cuidado. Pues, ocultos en ella, merodean los espíritus de los pescadores fallecidos en la mar mientras faenaban en sus barcas de noche. Estos difuntos, cada cierto tiempo regresan a tierra escondidos entre la niebla para llevarles al mar más almas inocentes.

El propósito de dichos asesinatos, es esperar a que a cambio el mar les devuelva la vida que les arrebató... Lo peor de esta historia es que sólo los muertos, cegados por tan falsa esperanza, desconocen que el mar no les va a resucitar por mucho que ellos sigan matando en su nombre.

Al parecer se quedó muy a gusto

metiéndome ese miedo en el cuerpo y demostrarme así su miserable valentía. En cierta medida ese tipo de historias me fascinan, aunque luego es verdad que la noche me puede traer sudores fríos.

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Nos metimos otra vez en casa puesto que desde la terraza no había nada más que ver y el viento se estaba poniendo frío.

El cuarto estaba en la penumbra perfecta para echarse una siesta o para contar historias de ese tipo. Valiente por ser de día, le pedí a Leo que me contase más historias de miedo mientras yo me arropaba con los peluches de mi cama.

Leo estuvo pensando un gran rato, pero no se sabía más historias. Algo decepcionada, me puse yo también a pensar por si me acordaba de alguna... Después de tanto darle al coco, tampoco pude contar nada.

Al cabo de mucho titubear y de

mencionar alguna que otra leyenda urbana y supersticiones de las que ni siquiera nos acordábamos bien, me vino a la cabeza un cuento que tuve que escribir para el colegio. Se titulaba «El duende de la biblioteca». El argumento le gustó a mi maestra, aunque la forma de expresarme y mis faltas ortográficas me costaron un verano estudiando lengua y literatura.

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Obviamente a Leo no le dio miedo mi

historia, aunque sí le gustó. Había una vez un duende que habitaba

en la vieja biblioteca del colegio. Nadie lo había visto nunca, ya que tan sólo salía de noche para cuidar y leer los libros que los niños habían usado durante el día. Cada mañana, la biblioteca aparecía limpia, ordenada y reluciente; lista para recibir a tan jóvenes lectores.

Por el momento el cuento era bonito; y siguió siéndolo hasta que un día ese duendecillo enloqueció y empezó a hacer de las suyas. Los libros que antes eran leídos por tantos niños ya sólo cogían polvo, olvidados en sus estanterías. Esos niños cada vez leían menos y tenían más descuidadas sus tareas del colegio. Esto fue lo que enfureció al que antes era un simpático hombrecillo. Su rabia era tal, que le condujo a cometer todo tipo de travesuras con los niños y sus nuevos juguetes, mientras dormían.

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Algunas veces tan sólo los asustaba; pero en otras ocasiones este diablillo cometía verdaderas maldades...

Aunque nuestras historias no eran

realmente temibles, habíamos conseguido una atmósfera bastante tétrica. Ciertamente no recordábamos más historias que nos asustasen; pero de alguna forma ambos estábamos sobrecogidos por el recuerdo de nuestros miedos de la infancia.

Fue en ese mismo momento cuando la persiana de mi cuarto dio un par de sacudidas bruscamente. No me hizo falta un espejo para haberme visto la cara: pude sentir cómo mi rostro desencajado palideció en el mismo instante que dejé de respirar. Leo también se sobresaltó, pero pronto me hizo entender que el crujido en la ventana fue un golpe de viento que azotó fuertemente la persiana. Me relajé al saber qué es lo que realmente había pasado. La tranquilidad de Leo me dio confianza, al tiempo que me llamó la atención verlo tan seguro como siempre.

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Le pregunté si nunca se atemorizaba con ese tipo de cosas. Él me contestó que, aunque a veces se asustase, siempre encontraba una razón lógica por la que las cosas acontecían; y eso le hace ser valiente. Obviamente nos referíamos a cosas como abrirse una puerta o caerse un cuadro sin motivo aparente.

Todo esto no quita para que haya otros temas que sí le dan miedo: reconoció que lo que le pasó ayer navegando fue motivo más que suficiente para seguir temblando.

Maravillada por su racional valor ante

los sucesos «paranormales», le volví a insistir con la misma pregunta y le invité a que se imaginase cómo se sentiría si estando solo de noche escuchase unos pasos en el piso de arriba, o sintiese una inocente voz tararear una canción infantil tras su ventana...

Su contestación, nuevamente, fue que siempre encontraba una explicación lógica para todo lo que acontecía. Además nunca se encontraba del todo solo, pues su perro, Embrollo, siempre duerme a los pies de su cama.

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Me contó también que su perro es un fuera de serie, y que por eso nunca se sentía desprotegido si él se encontraba cerca.

Leo lo adoptó cuando todavía era un cachorro y, según me cuenta, se trata de un perro lobo. Me habló de sus ojos pequeños y rasgados, de sus orejas cortas y de no sé qué otras proporciones anatómicas que le hacían sospechar que su padre o su madre habían sido realmente un lobo salvaje. ¿Cómo sentirse asustado junto a un animal así? Por otro lado, Embrollo es completamente blanco. Dice Leo que cuando lo conoció parecía una bola de algodón, y que sus dos ojillos y su trufa recordaban a los tres botones negros que dibujan la cara de un osito de peluche.

Seguimos hablando en mi habitación

durante un buen rato hasta que la niebla pasó y volvió a salir el sol. Entre fantasmas y animales iba encaminada nuestra conversación, cuando recordé una historia real:

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Mi bisabuelo era el maestro de un pueblecito del interior. Residía en una casa apartada de la población, así que cada mañana tenía que atravesar una arboleda para llegar a la escuela. Al acabar el día tenía que volver por la misma vereda. Normalmente no se quedaba por las tardes en el pueblo, pues se iba a casa a cuidar de su pequeño huerto, que era su mejor pasatiempo.

Un mal día, una niña de la escuela cayó

enferma y dejó de asistir a clase. La cura de la enfermedad empezaba a tardar, por lo que la niñita estaba perdiendo muchas clases y se estaba quedando rezagada del resto de sus compañeros. Sus padres no sabían ni leer ni escribir; y ante tal problema, el maestro decidió darle clases de apoyo por las tardes.

Las clases se prolongaban hasta la hora

de cenar, por lo que los humildes padres de la niña insistían en que al menos se cobrase su bondad con una cena caliente. Era la única forma de agradecerle al maestro su desinteresada labor.

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El caso es que el maestro regresaba a casa ya de noche y así estuvo durante semana y media, que fue el tiempo que necesitó la niñita para sanar.

Una de las noches, la madre de la niña

le sugirió que si se quería quedar a dormir en casa, pues el camino a esas horas podría resultar peligroso. Mi bisabuelo, complacido, le dijo que no le pasaría nada a él, pues cada noche le acompañaba por la vereda un perro que desde lo alto le seguía hasta su casa. Dicho perro esperaba a mi bisabuelo en las afueras del pueblo para adentrarse tras él por el estrecho camino que se dibujaba junto al riachuelo. Según decía el maestro, el perro cada noche se acercaba más, aunque siempre mantenía la distancia.

Escuchó esto el marido de la mujer, y con voz firme le dijo que ese animal no era un perro sino un lobo. Añadió que atravesar la arboleda de noche era peligroso, así que si quería que la bestia no le atacase alguna noche, debería quedarse en el pueblo a dormir.

Mi bisabuelo, algo incrédulo a la vez

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que desbordado por tanta servicialidad, insistió en que debía hacer las noches en su casa para cuidar de ella.

Comprensivo, el padre de la niña,

ofreció su perro para que acompañara a mi bisabuelo hasta su hogar.

Aquél buen maestro, pensó para sí que sabía diferenciar muy bien a un lobo de un perro, pero en esta ocasión su vista cansada y la noche lo llevarían hasta la duda. Algo comprometido por la situación, aceptó la nueva compañía y desde entonces iría con aquel perro. El padre de la niña le aseguró que si estando junto a su perro no volvía a ver aquella bestia, entonces se trataba de un lobo.

Y efectivamente, desde la noche que paseó por el húmedo bosquecillo acompañado de su dócil nuevo amigo, jamás volvió a ver a aquel misterioso animal que, desde lo alto y siempre distanciado, lo seguía hasta casa.

Este relato sí que le fascinó a Leo: un

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lobo que por la noche seguía a un hombre distraído y confiado; un lobo que se dejaba ver entre la niebla y del que nunca se supieron sus verdaderas intenciones…

Según Leo, el lobo nunca habría sido muy buen amigo de mi bisabuelo, así que hizo bien al escuchar el consejo de aquel hombre de campo. En ese momento me dijo que yo tendría que conocer a Embrollo, y que mirándole a sus ojos, comprendería que tras esa carita de peluche vive un animal salvaje. Cuenta Leo que Embrollo no suele mirar a los ojos, y que cuando lo hace, cuesta mantenerle la mirada al animal. Dicho esto, añadió que, a pesar de su apariencia, Embrollo es un perro formidable y muy cariñoso.

Habiéndome hablado así de su perro

lobo, me entraron muchas ganas de poder conocerlo. El caso es que nunca lo he visto porque él siempre se queda en el huerto de Leo.

Escuchándole atentamente me vino a

la mente el susto de ayer; así que casi sin querer, interrumpí el discurso de Leo sobre

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Embrollo para recordar a Uhý. Al principio me dio la impresión de que Uhý y su rescate se habían convertido en temas tabú. No obstante, Leo me siguió la conversación con tal naturalidad, que pronto nos contagiaríamos de mutuo entusiasmo por el increíble delfín. En relación a la tempestad, Leo hizo alusión al tiempo y su cada vez más extraño e imprevisible comportamiento. De ahí el error de ayer al querer salir a navegar.

Una vez más, tuve que volverle a insistir para que no se disculpase por algo de lo que él no había tenido culpa.

Para olvidar un poco el tema, le pregunté si sabía algo acerca de los delfines.

La verdad que estaba bien empollado en el tema: me ilustró acerca de las diferentes especies, sus hábitos, comportamiento, dieta, etc. Me contó cosas tan interesantes que no supe hacer otra cosa que escucharlo boquiabierta. Empiezo a sospechar que Leo acostumbraba a sacar siempre un envidiable sobresaliente en el colegio cuando de ciencias naturales se trataba. En esta ocasión volví a quedar fascinada por todo lo que Leo sabía. La naturaleza era otra de sus pasiones: lo mismo

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hablaba del campo, como de la montaña o el mar. Le gustaban por igual las rocas, las plantas y los animales.

Leo también me habló de las leyendas

que hay sobre náufragos salvados por delfines. Mencionó que, según decían los antiguos, cuando un delfín se hacía amigo de un ser humano, esa estrecha relación era para siempre. En ese momento, me vino la misma pregunta que me ronda la cabeza desde que estuve con Uhý y su familia en el Cerro de Poniente: ¿cómo es que sólo entiendo a Uhý? ... ¿los demás delfines no saben hablar, o es que no se han dirigido a mí todavía?...

Al final, acabamos «justificando» el

famoso canto de las sirenas con esos originales chillidos que emiten los delfines. Siempre se ha dicho que algunas sirenas han salvado a los náufragos, ¿no? Leo divagó con la idea de que esas sirenas fantásticas no fueran sino valientes delfines que ayudaban desinteresadamente al hombre para salir a flote.

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Ahora bien… ¿cómo nació la leyenda de aquellas sirenas que se dedicaban a ahogar marineros y a hundir barcos?

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21 de agosto

MUNDO MÁGICO Algo más sobre los delfines

Es la madrugada del veinte al veintiuno

de agosto, y acabo de llegar a casa. Aunque esta noche se me haya hecho tarde, escribir mi diario entra dentro de mis pasiones de este verano, así que aquí estoy de nuevo.

Leo vino bien entrada la tarde para

presentarme a su encantador perro lobo. ¡Embrollo me ha conquistado con su cariño y

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nobleza!, aunque al parecer mi gata no opinó lo mismo al verlo. Leo y yo subimos con Embrollo hasta el faro para ver desde allí el atardecer. Nuestra linda bahía es pequeñita, así que dar un paseo es una de las actividades más socorridas para pasar el tiempo.

Tras fundirse el color del sol con el mar, regresamos a casa para cenar con papá. Todos fuimos invitados a la mesa menos Embrollo. El pobre tuvo que esperar fuera de casa porque Gata Miel se asustaba mucho al verlo. Así que mientras cenábamos, Gata (la de pelos y bigotes, no yo) bufaba de vez en cuando escondida debajo de una silla. Entre tanto, Embrollo esperaba tranquilo sobre el felpudo de la puerta. Yo estaba algo apenada por el pobre Embrollo, pero Leo me despreocupó al decirme que era un perro muy educado y bueno.

Menos mal que tardamos poco en cenar, pues así Embrollo tuvo que esperarnos menos. No obstante, cogí un poco de comida de Gata para dárselo como premio a su paciencia. Nuevamente nos fuimos por ahí.

Contento, Embrollo no dejaba de

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mover el rabo con su regalito en la boca. Los tres nos fuimos a la calita que hay entre las rocas y la Playa de los Guijarros. Esa cala es tan pequeña que los días de olas desaparece por completo, pues el mar llega incluso a bañar el monte que se yergue justo a su espalda. La verdad que nunca hemos sabido cuál es el nombre de esa playa, así que la llamamos «la calita».

Una vez llegamos, nos tumbamos

sobre la arena. Y así pasábamos el tiempo, boca arriba, mirando las estrellas y hablando de cualquier cosa. Embrollo olisqueó la playa de lado a lado, y viendo que no había nada interesante que morder, se recostó plácidamente entre nosotros dos.

Las estrellas estaban preciosas. El aire era muy limpio y la poca luz de la luna nos dejaba incluso apreciar la vía láctea.

Ésta fue otra ocasión perfecta para que Leo me enseñase más cosas sobre la naturaleza, ese tipo de cosas que él había aprendido por sí sólo. Me habló de las constelaciones y el universo. Yo apenas conocía cosas al respecto, pues la única

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constelación que sabía identificar era la Osa Mayor. Él se esforzó en enseñarme otras formaciones, y me habló también de signos zodiacales y de mitología antigua.

Siempre he disfrutado con ese tipo de

conversaciones en las que descubres la cantidad de verdades que están todavía fuera de nuestro alcance…

Embrollo comenzó a respirar como si

estuviera dormido cuando Leo dio por terminadas sus clases de astronomía y astrología. En ese preciso instante Leo decidió que le apetecía bañarse. Me dijo que si me bañaba con él, pero yo no tenía nada de calor; además, el mar de noche... me impone mucho respeto.

Leo se levantó de un salto. Ni corto ni perezoso, como si yo le hubiera dado toda mi confianza, se quitó la ropa hasta quedarse en calzoncillos.

He de reconocer que me sonrojé ante tal imprevisto, aunque él por su parte seguía hablándome como si tal cosa. Tras haberme insistido una vez más para que le acompañase

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al baño, se fue corriendo al mar y sin pensárselo se metió de golpe. ¡Está visto que este niño no tiene cabeza! Acabábamos de cenar y, en plena digestión, ya estaba metido en el agua. Embrollo se levantó cuando Leo corrió hacia la orilla y fue ladrando tras él. El pobre pasó de la relajación total a la euforia en cuestión de segundos. Desde entonces y mientras Leo chapoteaba y hacía sus tonterías, el perro no paró de ladrar.

Leo probó de nuevo a convencerme

para que me bañase, con el argumento de que el agua estaba buena. Nuevamente obtuvo una negativa a sus invitaciones. ¡Me daba frío con tan sólo verlo! Al salir Leo del agua, Embrollo le siguió orgulloso hasta donde estaba yo. Chorreando, Leo cogió su ropa, y sin nada con qué secarse se volvió a vestir. Obviamente la fiesta ya había terminado, pues era tarde y mientras Leo llegaba a casa mojado podría coger frío.

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A continuación voy a intentar redactar la mañana de este veintiuno de agosto. Me he reservado este principio para el final porque sin duda ha sido todo un descubrimiento:

Antes del medio día, papá y yo nos fuimos a bañar a las rocas como casi siempre hacemos. Es habitual que pase la hora de comer y nosotros sigamos allí descansando entre sol y sombra.

Abrasada de calor, invité a mi padre a un baño. Él estaba tan relajado que balbuceó que no tenía ganas, así que me metí sola en el agua.

Convencida de encontrar alguna concha vacía que mereciera la pena, me sumergía una y otra vez. Algo ausente durante mi búsqueda, recordaba lo mal que lo habíamos pasado Leo y yo en el temporal de antes de ayer. Al mismo tiempo me alegraba por sentir cómo nuestra amistad crecía cada vez más.

Apenas me había recreado un par de

inmersiones en nuestra amistad, cuando Uhý vino a mi mente al mismo tiempo que me

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pareció ver cómo se aproximaba algo desde el fondo rocoso. ¡Qué casualidad!, era Uhý que vino a verme.

Uhý y yo nos saludamos como cualquier delfín saludaría a otro amigo de su especie. La diferencia era que a su saludo corporal le acompañaría otro saludo verbal en nuestro lenguaje. Sinceramente, este verano no tiene nada que ver con los veranos tan aburridos que he pasado los últimos años: estoy disfrutando en grande, estrechando mi amistad con Leo, haciendo únicos y mágicos amigos, ¡experimentando y aprendiendo cosas maravillosas!

Uhý se encontraba tan alegre como yo.

Yo sobre todo estaba feliz por el buen desenlace que tuvo Leo contra las olas el otro día. Uhý estaba contento, porque siempre tiene algún motivo para sonreír.

Le hice saber que le estaba enormemente agradecida por su heroico rescate. Él se mostró modestamente orgulloso por haber sido útil. Le comenté que me sentía en deuda con él, pero él me recriminó que las deudas estaban fuera de

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lugar. Me insistió en que nuestras acciones deben ser desinteresadas, y por ello no esperar nunca nada a cambio. Nuevamente Uhý me demostró su razón y sabiduría.

Uhý continuó diciendo que además deberíamos conformarnos con todo aquello que cada ser nos quiera dar. Algunos seres nos aportarán mucho, otros en cambio menos o incluso nada. La magia de la felicidad reside en acoger humildemente lo mucho o poco que nos quieran entregar, y sobre todo en no ser tan soberbios de esperar siempre lo mejor de los demás.

Estaba plenamente interesada en aquello que Uhý me contaba, aunque sinceramente no sabía muy bien a qué venía todo eso, o qué quería decirme.

Personalmente he de reconocer que nos cuesta mucho menos hacer cosas por los que nos quieren y nos dan, pero es cierto que lo deseable sería poder darle a todo el mundo por igual.

Uhý siguió su discurso añadiendo que hemos de confiar en los errores de los demás.

Esto último sí que tuvo que explicármelo. Según me quiso dar a entender,

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aunque las personas a veces cometamos errores, no siempre tenemos malas intenciones. Todo lo contrario, él afirmó que los seres humanos actuábamos según nuestro convencimiento. Asegura que el error reside en una convicción equivocada o en ocasiones se debe a la presencia de alguna anomalía en la razón. Dicho de otro modo: un ser humano feliz y sano jamás haría algo mal a caso hecho.

Antes de llegar a esta conclusión, le pedí que por favor fuera más claro. Y me dijo que Leo se equivocó el día de la tempestad. Tal fue su error que no sólo puso en peligro su vida, sino la de los dos. Obviamente, él no quería eso ni para mí ni para él, aunque su equivocación nos pudo costar la vida.

Le contesté a Uhý que eso ya lo sabía, y que por eso mismo no le he reprochado nada a Leo. Entre otras cosas, porque yo misma decidí acompañarle, asumiendo el riesgo y la responsabilidad de mis actos. Uhý asintió gratificado por mi razonamiento.

No sé, a veces Uhý aprovecha la más

mínima ocasión para darme este tipo de

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mensajes… ¿Por qué lo hace?, qué será lo que me quiere decir…

A continuación Uhý me llevó hasta un

grupo de delfines listados que jugaban mar adentro. Estos parientes también eran un poco más pequeños que Uhý y los de su especie. Lo que más les caracterizaban eran unas bandas negras que se prolongan desde la zona de los ojos a lo largo de todo el costado. Eran muy llamativos gracias a esas listas que resaltaban sobre sus gargantas y sus panzas blancas.

¡Fue un recorrido alucinante! Me gusta ver cómo las distintas especies de delfines que habitan las mimas aguas comparten juegos y diversión. Estos amigos también eran agradables y cariñosos; qué bonito verlos diferentes, pero tan amigables.

Tras un buen rato junto a aquellos

revoltosos compañeros, Uhý y yo continuamos nuestro camino a ninguna parte. Fue entonces cuando le pregunté a Uhý que porqué él era el único que me hablaba.

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Uhý me contestó que en realidad todos se dirigían a mí; pero que al parecer, yo no podía comprender a nadie más que a él… también me dijo que se dio cuenta de esta peculiaridad el primer día; y que aún hoy sigue sin entender por qué eso es así… En ese momento me quedé alucinada cuando me contó el secreto mejor guardado por los delfines: la verdad sobre su gran inteligencia y su cultura.

Aún sin yo saber nada de lo que a

continuación me iba a contar, Uhý comenzó nuestro diálogo invitándome a tener la que él considera que es la mejor actitud ante la vida: esta actitud consiste en mantenerse receptivo y escuchar atentamente las nuevas ideas. Hemos de evitar estancarnos y ser cegados por nuestras viejas convicciones... tal vez erróneas, tal vez acertadas. Que toda idea nueva pueda entrar en nosotros como una ráfaga de aire fresco y renovado, y si realmente no nos convence, dejarla ir con el mismo respeto con el que vino a nosotros. Cuanto menos, la consideración de esta idea novedosa puede completar aquello que

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creíamos, puede cambiarlo; o, simplemente, puede darle más solidez a aquella idea que previamente pertenecía al mundo de nuestros valores.

Además, me advirtió que nuestros prejuicios pueden hacer que nos perdamos las demás realidades...

Intuía en ese momento que me iba a

contar algo difícil de creer o de entender… Aún no terminaba de encajar todo lo que me estaba contando, así que creí oportuno seguir escuchándole hasta el final.

¿Por qué negarnos a lo inexplicable?, continuaba Uhý. Simplemente, desconocemos una u otra cosa; pero aunque lo desconozcamos, no hemos de obviarlo o negar su posible existencia.

Llegados a este punto creo que empecé a entender mejor a dónde quería llegar. Es sorprendente cómo se me quedan grabadas las palabras de este delfín. No sé si habrá alguna otra explicación aparte de mi gran atención y mi interés por lo que sale de su hociquito de botella, pero el caso es que las memorizo muy bien.

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Las palabras que acababa de regalarme me hicieron buscar alguna situación que pudiera darle sentido a todo lo que estaba escuchando. Y así llegué a imaginarme a nuestros antepasados, que desconocían tantas cosas que hoy verificamos con la ciencia y la tecnología. Al igual que hoy sí las conocemos, en su día existían aunque fueran desconocidas. Porque antes los marineros no supieran que la tierra era redonda, no quiere decir que no lo fuera. Porque antes se desconocieran los seres pelágicos, no quiere decir que éstos no existieran... y así con todo lo que se ha ido aprendido. Puede haber tantas cosas que desconocemos aún... tantas cosas o más que ni siquiera nos hayamos planteado...

Por fin comprendía mejor sus palabras

cuando Uhý me creyó preparada para escuchar lo que a continuación me iba a decir: me dio a conocer la existencia de toda una civilización de los delfines. Es cierto que hemos llegado a cuestionárnosla o incluso a vislumbrarla, pero nunca hemos obtenido respuestas veraces.

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Uhý me afirmó que existía esa cultura. No bastaron más argumentos para creer a un delfín que sabía comunicarse con una joven.

Me dijo que la cultura del delfín era delicada y volátil a la vez que fuerte: delicada por ser hablada y carecer de escritura. Fuerte porque su comunicación es muy fluida y fácil gracias a las grandes dotes retentivas y comunicativas de su especie. La posibilidad de comunicarse bajo el agua desde largas distancias también facilita la propagación de su sabiduría.

Añadió que en el mar y sin unas manos

como las nuestras, era imposible construir casas y ciudades, aunque por otro lado no necesitaban ese tipo de obras en su reino. Su civilización carece de industria y tecnología pues el mar les brinda todo lo que necesitan; nosotros hemos podido hacer tantas cosas gracias a nuestras privilegiadas manos y, por supuesto, al desarrollo de nuestra inteligencia.

En su reino submarino priman los valores y las creencias. Sus cantos son versos que utilizan para comunicarse, enseñar y aprender de todo.

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Para ellos el saber es un regalo que se hacen los unos a los otros generosamente. En la sociedad del delfín reina la armonía y el respeto por todo lo que existe. Por supuesto, se da el caso de que algún miembro de la especie no se ajuste a esos hermosos principios, pero para que eso ocurra, ese delfín ha de estar enfermo o equivocado. De lo contrario un delfín nunca actuaría mal ni para él, ni para nadie ni nada. Eso mismo fue lo que me comentó acerca del mal hacer humano.

Me contó que la comunicación del

delfín es muy compleja, gracias a la gran cantidad de sonidos y también a la posibilidad de que algunos de ellos lleguen a dominar habilidades mentales superiores, tales como la telepatía.

Leo sabe mucho sobre delfines, pero

todo esto ni se lo imaginaría. Una vez terminó Uhý de ilustrarme sobre su maravilloso mundo, empezaba yo a comprender todo lo que él me había estado contando al comienzo del discurso: Uhý me

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había estado preparando para comprender mejor la idea de que no somos los únicos capaces de pensar, de sentir, de creer...

Uhý es para mí un maestro, aunque a

veces no comprendo bien cuál es el final de nuestro encuentro. Hoy me ha enseñado cosas que desde luego abren los ojos e incitan a pensar.

Acabó nuestra cita y nuevamente no

obtuve respuesta a la gran pregunta que me ronda la cabeza desde que empezó todo esto: ¿cuál es el verdadero secreto del ánfora?, ¿qué es lo que debo aprender o qué es lo que tengo que hacer?...

Entre tanto parloteo, nos acercamos a

las rocas por la zona de Los Saltos para que mi padre no me viera con un delfín. Justo en ese momento me acordé de que mi padre estaría preocupado por haber pasado ya la hora de comer.

Como cuando una se despide de un

colega al salir de clase, me apresuré hasta la

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orilla. Una vez allí, vi a papá con las cosas ya preparadas y recogidas para volver a casa para almorzar. Dudando si estaría enfadado por mi tardanza, pude ver a mi padre con cara de dormido. Al verme, cogió mi toalla como un autómata y la colgó de sus manos para arroparme con ella. Sus ojos hinchados y entreabiertos, reflejo de no tener preocupación alguna, ponían de manifiesto que mi padre opinaba que el tiempo me iba convirtiendo poco a poco en una mujer.

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22 de agosto VIAJE AL FONDO DEL MAR Un extraño arrecife

Hoy mi padre fue a la ciudad a recoger

a su viejo amigo, Ángel. Al parecer está de vacaciones y ha decidido venir a visitarnos para quedarse unos días con nosotros.

A partir de ahora mi padre estará más entretenido atendiendo la visita, por lo que tendré aún más libertad para hacer todo lo que quiera y cuando quiera.

Mi padre tuvo que comer pronto para

salir cuanto antes, así que yo le acompañé almorzando. Tras su salida y haber recogido la cocina, aún quedaba casi todo el día por delante para seguir disfrutando de este verano tan increíble.

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Me bajé a las rocas con la toalla, un

libro de lectura rápida y, como siempre, mis gafas de bucear. Ilusionada por ver de nuevo a Uhý, me instalé cerca de la orilla. Una vez hecha la digestión, cuando casi había leído un tercio de mi libro, me metí en el agua. Nadé un rato mirando más que observando, pero Uhý no apareció esta vez. Está visto que las cosas no siempre salen como una quiere. Pasaron unos minutos más, y al final opté por secarme e ir a buscar a Leo en su Casita de Pescadores.

Tumbada boca abajo con mi libro en la

sombra, leía de nuevo mientras se secaban mi piel y mi bañador.

Una vez seca, me alegré al pensar que de nuevo vería a Leo y a Embrollo. Cerrando mi libro con un golpe de páginas, me di cuenta de lo pequeñita que se veía la casa de Leo desde la otra punta de la bahía. Me dispuse a vestirme y a recoger la toalla cuando en ese mismo instante un hermoso delfín saltó sobre la superficie del mar. ¡Fue un salto sensacional! Su cuerpo arqueado

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elegantemente apenas salpicó agua. Era Uhý en una visita imprevista, tan inesperada que si hubiera llegado un minuto más tarde no me habría encontrado allí.

Ya me había hecho a la idea de estar

con Leo, aunque pensé que podría ver a mi amigo humano después de un baño con mi querido delfín.

Uhý tonteaba con el agua para

hacerme reír. Se contoneaba de un lado a otro chapoteando con sus aletas pectorales, y no dejaba de canturrear como delfín que es.

Rápidamente dejé mis cosas sobre la toalla y me tiré de cabeza. Cuando salí a la superficie para ponerme las gafas, Uhý se sumergió y sacó su cola. Entonces empezó a usarla como una pala para salpicarme en la cara y seguir haciendo tonterías. Es cierto que a veces Uhý me habla como un profesor, pero en realidad se podría decir que es como un niño.

En esta ocasión viajaríamos más allá del

Cerro de Poniente y llegaríamos hasta las

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Playas de Arena. Allí el fondo marino es diferente por ser todo de arena. El oleaje dibujaba en ese fondo un sinfín de dunas alineadas con la orilla del mar. Lejos del litoral rocoso que dejamos al salir de La Bahía, de vez en cuando encontrábamos algún que otro oasis pequeño de rocas aisladas en arena fina.

Tapizadas por algas y anémonas, estas rocas estaban merodeadas por el mismo tipo de peces que La Seca.

Pude ver en ellas erizos de mar e incluso mejillones.

Lo que más me llamó la atención fueron esos graciosos plumeros que esconden todas sus plumas cuando te acercas a ellos. Creo que Uhý tuvo que esperar un buen rato mientras yo me entretenía jugando con esos peculiares gusanos.

Dejando atrás aquel conjunto de rocas,

seguimos sobrenadando el fondo arenoso. Vi entonces unas conchas brillar junto a una grieta. Me acerqué a ellas pensando que podrían quedar bien en mi colección, y cuál fue mi sorpresa cuando descubrí que escondido en la grieta había un pulpo

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totalmente mimetizado. Quise disimular que no lo había visto para no molestarle, y comencé a recolectar las conchas. En un primer momento el pulpo no hizo nada; pero cuando mi mano se le había acercado bastante, el pulpo salió de su guarida apresurado. ¡Qué susto, no me lo esperaba! Para colmo, antes de alejarse, me propinó con un buen chorro de tinta. No entendí muy bien tanta hostilidad por parte de aquel pulpo hasta que Uhý me aclaró que esas conchas eran suyas. Bueno, más bien esas conchas eran los restos de sus presas, las cuales acostumbraba a devorar dentro de su nido. Respetando a nuestro amigo cefalópodo y a su hogar, dejé las conchas justo donde las había encontrado y seguimos buceando tranquilamente.

Iba distraída entre tanta vida salvaje

cuando Uhý me advirtió que tuviese cuidado con una medusa que tenía ante mí. Sabía que su picotazo sería bastante lesivo para la piel y que dolería bastante, así que me puse nerviosa. Uhý me dijo que simplemente la esquivara o bien la apartase. ¿¡Apartar!?, ¡pero

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si no tenía nada con qué hacerlo...! Uhý me enseñó a acariciar a esas hermosas criaturas de cristal sin que su veneno me hiciese daño alguno. Al principio, recelosa de lo que Uhý me decía, no me atrevía a tocarla. Tras vacilar un par de veces confié en el delfín, y acerqué mi mano al imprevisible movimiento de la medusa. Me dispuse a tentarla con fe ciega y con el convencimiento de que aquello no me iba a doler... recordé entonces los picotazos de avispas que alguna vez me he llevado y me convencí de que mi dedo se acercaba como mucho al aguijón de una de esas avispas.

Temblorosa, acortaba la distancia,

incrédula de que a mí me estuviera pasando eso... finalmente la toqué y no pasó absolutamente nada. Fascinada, la quise tocar una y otra vez con la punta de mi dedo, pero Uhý me advirtió del peligro que había si la medusa entraba en contacto con alguna zona de mi piel que yo no desease. El truco para no ser quemada está en tocarlas con la palma de la mano o las yemas de los dedos. ¡Qué curioso! Si antes dudaba si se podrían tocar sus cabezas, ahora sabía que con sumo

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cuidado les podía también tocar por debajo de su capucha e incluso los tentáculos. ¡Cuando vea a Leo y a mi padre cogeré una medusa con mis manos y los dejaré boquiabiertos!

¡Ojo!, a lo mejor no pasa eso con todas

las especies. He oído que incluso las hay mortales, así que no sería muy conveniente ponerse a investigar con cosas tan peligrosas.

Por el momento no se han visto

medusas de ese tipo por esta zona, según creo.

Por otro lado, me ha quedado por averiguar si la piel de las plantas de los pies tampoco se ve afectada; lo digo porque me resultan muy parecidos sus tejidos con los de las palmas de las manos. En fin.

Después de haber nadado más de dos

kilómetros desde nuestras rocas, nos dimos la vuelta para regresar. Sigo sin explicarme cómo es posible que yo esté tanto rato dentro del agua sin pasar frío y sin apenas fatigarme... ¡Luego dice Uhý que no existe la magia!, pues

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para mí no hay respuesta ante tal fenómeno, a no ser que el entusiasmo que tengo por las clases de Uhý, y las meriendas que me estoy dando este verano, sean razón suficiente para tener tanta energía. Uhý, por su parte, asegura que el agua está verdaderamente caliente este año. Acusa de tal fenómeno al clima que está cada vez más delicado y alterado.

De regreso a casa nos desviamos un

poco porque Uhý quería enseñarme un arrecife bastante peculiar. Cuando llegamos al lugar, decepcionada, no vi sino montones de chatarra apilada sobre el fondo de arena. No era más que una montaña formada por coches oxidados y cuerpos de hormigón.

Ante tal horror me cabreé con el autor de tal aberración. Se trataba de nuestro fondo marino, justo el que baña la reserva natural del Cerro de Poniente. Si ese es el respeto que el ser humano tiene a lo que previamente ha jurado no alterar...

Uhý notó mi desaprobación y me preguntó entonces qué tenía ante mis ojos. Le contesté que tan sólo veía un montón de basura. Uhý me insistió para que mirase bien

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y le contase qué veía aparte de la basura... Comencé entonces a observar detalladamente el escenario que tenía ante mí, y fue entonces cuando pude apreciar infinidad de colonias de todo tipo de plantas y animales sobre aquellas chapas. Un sin fin de peces se entrelazaban entre aquellas formas diseñadas por personas. También había un trozo de red de pesca rota, que con aspecto de alga, abrazaba a media estructura...

Uhý se alegró de que me hubiera fijado

en tantas cosas donde antes no había visto nada. Me dijo que esa montaña de «residuos» era un arrecife artificial hecho por el ser humano. De la mano del mismo hombre que en su día utilizó todos esos materiales y máquinas, y puesto ahí a caso hecho para proteger al fondo marino.

Aún sin entender muy bien a mi amigo, seguí escuchándole. Continuó diciendo que aquello era un montón de chatarra convertida en un arrecife artificial, pensado para que las redes de los pescadores furtivos sean desgarradas, y diseñado para habilitar más espacios de cría para muchas

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especies. Viejos coches encadenados, y navíos hundidos que pasaron de ser inútiles a formar un hogar repleto de todo tipo de vida marina.

Una vez había cambiado mi perspectiva

ante tal paisaje, reanudamos nuestro nado. El arrecife, visto de lejos, me recordaba a una de esas figuritas de acuario que echan burbujas.

Antes de seguir con nuestro camino, contemplé una vez más a aquellos «desechos», pero esta vez no los miraría con asco y vergüenza, sino con cariño. Fue un halo de esperanza el saber que aún hay gente buena que hace cosas para el bien común. Nos alejábamos del lugar cuando a la altura del Cerro de Poniente, me detuve para observar una vez más la inmensidad de aquel corte de piedra que sobresale del mar. Nos hallábamos cerca del rompeolas cuando Uhý me quiso enseñar algo interesante. Me señaló con su divertido pico algo que parecía un gusano. Era un pepino de mar de dos palmos de largo y gordo como mi muñeca. Uhý me invitó a cogerlo y accedí. Al agarrarlo me dio mucho asco su textura y sobre todo sentir su

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compacto cuerpo entre mis dedos... Le pregunté a continuación a Uhý qué hacía con él, y me contestó que lo subiese a la superficie. Le obedecí; y con el bicho entre mis manos grité cuando aquello soltó algo que se me pegó a la piel. ¡Qué asco! Uhý se reía, pues el muy gracioso me había gastado una broma. Asqueada por aquella secreción seca y pegajosa del pepino, dejé caer al animal al fondo rocoso. Uhý se divertía mientras yo intentaba quitarme eso de mi mano. Aquella cosa adherida a mi piel era bastante difícil de despegar y parecía como una red desordenada de hilos... Para colmo, Uhý me confesó que aquellos eran los intestinos del animal. De verdad, que cosa más desagradable… ¡La tinta de un pulpo no es nada si la comparas con ese repugnante mecanismo de defensa! Ya le gastaré yo alguna broma a Uhý cuando se me presente la ocasión; lo malo es que luego se me olvidará… Seguíamos inmersos en nuestro safari subacuático cuando detuve mi nado. Le mostré a Uhý con fascinación y miedo una medusa gigantesca que viajaba lentamente.

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Era tremenda, ¡inmensa! Su cabeza sería como mi caja torácica, y sus tentáculos se afinaban hasta alcanzar una longitud equivalente a la de mis piernas. Me hubiera gustado tocarla, pero incluso Uhý me reforzó la idea de no acercarme demasiado. Extremando las precauciones nadé hasta la zona donde ella arrastraba sus urticantes tentáculos. A ojo pude jurar que medía incluso más que yo... Qué pasada y qué inseguridad a la vez. Supongo que las lentes de mis gafas de buceo amplían la realidad, pero sin duda aquel ejemplar era así de grande. Me quedé maravillada ante tal diseño de la naturaleza; pude incluso ver algunos pececillos que se cobijaban bajo su capucha seguros de que allí no les iba a pasar nada malo. Después de haberla estudiado precavida y minuciosamente, la dejamos igualmente vagando por aguas someras. ¡La verdad es que después de ver tantas medusas y de haber jugado con el pepino de mar me picaba todo el cuerpo! Para terminar nuestra expedición, cerca del litoral este de La Bahía, Uhý se detuvo. Me

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aconsejó primero que me limpiase bien las gafas, pues después de tanto rato buceando estaban algo empañadas por el vaho. Antes de sumergirme hasta donde estaba Uhý esperándome, enjuagué mis gafas y les unté un poco de saliva en las lentes. Esa baba serviría como antivaho hasta el final de nuestro viaje. Allí abajo estaba Uhý, observando sigiloso un tesoro que me quería mostrar: ¡se trataba de un caballito de mar! ¡Nunca vi uno de verdad! Bueno si: una vez encontré uno en la playa que por accidente había sido arrastrado por unas redes de pesca. El caballito era precioso y su forma de nadar parecía muy frágil. Su quietud y elegancia de movimientos lo dotaban de cierto aire mágico. Parecía un ser sobrenatural... Es una pena que cada vez haya menos, y tal vez algún día desaparezcan por completo… Y ya está por hoy. Tras la visita al señor caballito, Uhý me acompañó hasta las rocas.

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Allí me acordé de que sería interesante merendar, más que nada porque ya tenía un hambre atroz. Me fijé en la posición del sol, y me dio la sensación de que era un poco tarde para ir a ver a Leo. Además, ya habrían llegado mi padre y Ángel, así que iría a darles la bienvenida. Uhý se alejó bajo la superficie discretamente y yo me subí a casa para hacerme un par de tostadas acompañadas de un gran vaso de leche.

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23 de agosto

DÍA EN TIERRA Dibujos en la arena Esta mañana me levanté con ganas de ver a Leo. También es verdad que seguía emocionada por el viaje submarino de ayer, por lo fantástico que fue. Supongo que Leo nunca ha conocido el mar como lo estoy haciendo yo, así que me gustaría que viniera alguna vez con nosotros y compartir todo eso con él. Hice un desayuno lo suficientemente fuerte para poder hacer la excursión que se me ocurrió: me apetecía visitar La Torre Vieja y contemplar La Bahía desde el otro extremo.

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Esta vez yo preparé el almuerzo para llevar, cuestionándome si a Leo le gustaría o no mi cocina estilo «apenas he cocinado en mi vida». En verdad deseaba que Leo estuviera en su casa y que se animase a venir conmigo a la excursión. Sería un riesgo que tenía que correr por no haberle pedido antes su número de teléfono. Parece que venir a la playa siempre ha significado desconectar de todo... es como si aquí el ritmo y la forma de vida fueran diferentes. Lista para salir y con la comida preparada, circulé con mi bici por el paseo marítimo hasta llegar a la Casita de Pescadores. La zona donde vive Leo está más deshabitada que la mía. Más que casas, allí abundan las plantaciones de azúcar e incluso se diría que la playa parece más salvaje.

Cuando llegué, me encontré la casa aparentemente sola y con la puerta entreabierta. Dejé mi bicicleta en la arena. Llamé con los nudillos, pero nadie respondió. Volví a insistir repetidas veces, e incluso probé

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a llamar a Leo y a su abuela en alta voz... pero allí no salió a recibirme ni el perro.

Un poco preocupada por el paradero de

la familia Bajamar y la descuidada puerta, me aventuré a adentrarme en la casa. Tímidamente seguí llamando a quien allí estuviera, pero nada. Embrollo tampoco aparecía, por lo que empecé a inquietarme.

Era la primera vez que entraba en esa

casa y no sabía bien adonde me dirigía. Tras pasar el recibidor y el cuarto de estar, encontré una puerta cerrada justo en frente de la puerta principal.

El resto de la casa prácticamente se adivinaba por ser pequeñita y estar las puertas abiertas. La única puerta que estaba cerrada era la que tenía justo en frente. Me acerqué para abrirla, aunque mi educación y vergüenza me frenaron para meterme tan adentro de una casa ajena. Al final, mi preocupación por no encontrar a nadie, me impulsó a abrirla sin temor. Por fin encontré a Leo, de cuchillas e

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inmóvil en el huerto que tienen tras su casa. Embrollo, contento por mi visita, vino corriendo y ondeando su frondosa cola hasta mí. Le pregunté entonces a Leo si él estaba bien y, tras unos segundos de silencio, me contestó que sí. Mientras él estuvo sin responderme, me mostró una mariquita que cobijaba en sus manos. Leo quería salvarle la vida soltándola en el campo, pues si la dejaba allí, moriría sobre todo por culpa del juguetón Embrollo.

Aclarado estoy viendo que todo estaba en orden, le propuse si quería venir conmigo al cerro. Leo accedió entusiasmado, al tiempo que invitaba a Embrollo a venir con nosotros. Leo confió en mi cocina, así que, sin más entretenimiento, nos dirigimos directamente al Cerro de Poniente. Fuimos por camino, vereda y campo a través, para por fin alcanzar la cima del cerro. Allí estaba la rústica torre de piedra, conocida como La Torre Vieja, o La Vieja Centinela. Leo me contó que ese edificio era una de las torres defensivas que antiguamente se usaban

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para avisar cuando se divisaba al enemigo. Fue un disfrute poder abrazar esa base de roca tan enorme, y por fin tocar a la que siempre se había visto chiquitita desde mi terraza. El viento era agradable y el día trascurría placentero. Anduvimos por el redondeado cerro hasta acercarnos al acantilado que este verano ya he visto tres veces desde el mar. Si impresiona verlo desde abajo, desde arriba cortaba la respiración. Me asomé cuidadosamente y pude incluso ver cómo la pared vertical desaparecía justo donde rompían las olas. Tenía tanto vértigo que andaba panza arriba, y aunque el pelo se me alborotaba en la cara por culpa del viento, prefería tener mis manos apoyadas sobre el suelo. He de decir también que aún siendo prudente, se me fue un pie, y tras él arrastré el culo por la tierra. A diferencia de la piedra suelta que me hizo resbalar, yo supe frenarme y permanecer sobre el cerro. Tras ver cómo aquella piedra se

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reventaba contra las rocas del rompeolas, me giré para mirar a mi amigo. Leo mantenía su boca y sus ojos abiertos como los de un búho… su cara estaba blanca como la mía. Después de tan mal susto, se nos quitaron las ganas de seguir andando sobre el despeñadero, y decidimos dar media vuelta. Justo en el momento en el que nos alejábamos de tan horrible caída, Leo me pidió que mirase de nuevo al mar. A pesar de la distancia, divisamos un banco de delfines. Verlos desde allí me calmó un poco, aunque en ningún momento dejé de agarrarme al suelo. Nuestros amigos surcaban las aguas plácidamente frente el acantilado. Las emersiones de unos y otros eran tan pausadas y distantes que no acertábamos a saber el número exacto de ejemplares. Una vez pasaron de largo, y Leo había acabado de hacer fotos a todo lo que nos rodeaba, nos alejamos de ese peligroso mirador para continuar nuestra excursión por el basto cerro.

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Seguimos nuestro paseo entre rocas y matorral, y a la sombra de un pino encontré la concha de un caracol. Toda descolorida, estaba sucia y rellena de tierra. Vi que esa concha podría quedar bien en mi colección marina, así que me la metí en un bolsillo y me la traje a casa para lavarla. Si bien es cierto que se trata de un caracol terrestre, me la he quedado para recordar este día en tierra tan especial. Todo era precioso: me ha gustado el cerro, la torre, el acantilado y sobre todo las vistas. Acostumbrada a mi acogedora bahía, desde allí arriba pude contemplar cómo se extendían ante mí inmensas playas de arena y, más a lo lejos, pequeñas colinas que se adentraban como cabos al mar. Pude distinguir también algún pueblo y su faro bañados por un fino mar que parecía de espejo. A veces olvido que hay tanta belleza más allá de lo que ven mis propios ojos. Y desespero al querer conocer todo lo que me falta por saber... ¿Qué habrá más allá de donde no alcanza ni la imaginación?

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Aún era temprano y ni si quiera Embrollo tenía hambre, así que mi expedición a La Torre Vieja fue ampliada por Leo hasta Las Playas de Arena.

La zona más al este de Las Playas de

Arena es una de las pocas que permanecen casi salvajes. Estuvimos en Cala Tortuga, que es la playa que colinda con nuestro Cerro de Poniente. El acceso por tierra es muy difícil, por lo que no había nadie más en la playa.

Llegamos allí en un medio día tardío, y

tras un refrescante baño de sal, nos pusimos a comer y a beber.

El menú estaba compuesto

principalmente por bocadillos de tortilla de huevos, refrescos variados y plátanos. Esta selección era la más acorde con mis habilidades culinarias... bueno, en verdad no me salieron las tortillas y las dejé como huevos revueltos. No sé si a Leo le ha gustado verdaderamente el almuerzo, el caso es que se lo ha comido todo sin rechistar y como siempre con un excelente apetito.

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En esta playa Embrollo se lo ha pasado genial. Aquí no se ha entretenido en olfatearlo todo, pues de lo contrario todavía no habría acabado. Corría feliz por la arena caliente, y jugaba a perseguir a las gaviotas que se paseaban a pata por la solitaria orilla. Después de comer, Leo jugó a lanzarle un trozo de rama desgastada y descolorida por el mar a Embrollo. Yo, en cambio, me quedé flojeando bajo la sombra de un árbol que se aventuraba a crecer en la misma playa: justo donde empezaba el monte.

Allí descansaba retomando mi lectura, mientras Leo y Embrollo hacían ejercicio.

Entre el sonido de las olas, tener el hambre saciada, y la cálida brisa bajo la sombra, al final caí profundamente dormida sobre mi toalla.

Difícilmente recuerdo mis sueños, pero en esta ocasión tuve uno como si de un recuerdo se tratase. En él aparecía nuestra vieja pandilla de verano. Estábamos todos, incluido Embrollo, el cual antes ni conocía.

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Lo pasábamos en grande, pues juntos teníamos todo lo que necesitábamos en esta vida. Era una amistad que nos nutría y nos hacía grandes. Aún recuerdo a Mónica y a mi amiga Laura: en el sueño parecían tan reales... Qué melancolía al sentirlos así y al revivir de nuevo nuestras noches en la playa bajo el cielo estrellado comiendo pipas, o jugando juntos a apostarnos atrevimientos con la gente que paseaba por allí cerca a altas horas de la noche. Cómo olvidar a Lucas gritando descalzo « ¡Soy el rey del mundo! » en mitad de la plaza; o a Marina con un par de calcetines colgadas de sus orejas, andando a cuatro patas y maullando como un gato por el paseo marítimo...

Qué bien se estaba cuando nuestra única preocupación era estar juntos y divertidos. Hay que ver cómo algunas personas desaparecen de nuestras vidas, a veces incluso no volvemos a saber nunca nada más de ellas… Por otro lado, supongo que todos habremos desaparecido también, de una u otra manera, de las vidas de otros... Es algo

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que parece casi inexplicable, pero desgraciadamente ocurre todos los días. En la línea de estos pensamientos mi sueño me llevó hasta Leo. ¿Lo perderé también a él?... ¿será él quién se marche de esta bahía?, o seré yo quien desaparezca sin saber porqué... ¿Qué hay entre las personas que dota de perdurabilidad o caducidad a sus relaciones?, ¿cuál es la delgada línea que te hace ir o venir de unas a otras personas?... En el sueño Leo también se entristecía por haber perdido a sus colegas y por haber perdido a su amor. Parece como si el Amor hubiera excomulgado a Leo de sus brazos, de la misma forma que tan injustamente y al azar la muerte se cobra la vida de un mortal. ¿Qué hay en la cabecita de Leo para que esté tan cerrado a enamorarse de nuevo?, ¿cómo puede una persona temer tanto a un futuro improbable?, o en este caso, ¿cómo puede una persona aferrarse así a un futuro irrecuperable?

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En mi sueño, Leo se acercó a mí cuando nuestros amigos ya habían desaparecido. Con mirada alegre y esperanzadora, él acarició mi hombro. Yo no sabía muy bien qué estaba pasando, aunque sus ojos me pedían un secreto... El silencio fue tan extraño como agradable. Nerviosa ante tanta quietud, quise hablarle a mi amigo, pero algo me lo impidió. Leo me agarró con firmeza y empezó a zarandearme hasta que me desperté. ¡Era el Leo real quien me estaba intentando despertar!

Cuando abrí los ojos, Leo me pidió que no me moviera y que contemplase a mi alrededor con sumo cuidado. Él estaba sentado a mi lado terminando aquello que quería mostrarme. Pude entonces ver cómo mi cuerpo yacente se fundía con unos dibujos hechos en la arena. Mientras yo dormía, Leo había arado un sinfín de curvas entre nuestros dos cuerpos. El único que no formaba parte de este collage era Embrollo. El pobre es tan nervioso que no habría tardado demasiado en levantarse y pisotear su dibujo.

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Leo seguía sentado y yo tumbada sobre nuestras «runas improvisadas» mientras contemplábamos el atardecer. Juntos, despedíamos al sol mientras yo le hablaba de mi sueño y recordábamos nuestra vieja pandilla. Una vez se puso el sol, y antes de que fuera más tarde, nos levantamos sin demora alguna para regresar a casa. Era preferible que no se nos hiciese de noche en el monte.

Durante el camino le conté a Leo cómo fue el viaje de ayer, y también hablamos sobre los animales que Uhý me había enseñado. La verdad es que tenía ganas de contarle y preguntarle tantas cosas, como las ganas que tenía también de estar con él en tierra firme. Leo acostumbraba a escuchar de mí nada más que verdades, por lo que me supo creer cuando le dije que había visto una medusa gigante. Le hablé también de los arrecifes artificiales, los cuáles él conocía por ser hijo de pescadores, y le conté lo del caballito de mar.

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El regreso a casa fue más rápido dado que no nos detuvimos en otra cosa que no fuera recuperar el aliento o beber agua. Antes de dejar a Leo en su casa y recoger mi bici, le comenté que por qué no venía alguna vez con Uhý y conmigo para hacer algún viaje submarino. Él accedió ilusionado y me recordó varias veces que le encantaría. Ahora sólo he de preguntarle a Uhý para quedar los tres. Una vez llegamos al pueblo ya había oscurecido bastante, así que cuál fue mi sorpresa cuando Leo se ofreció para acompañarme con Embrollo hasta casa. Antes nos pasamos por la suya para recoger mi bicicleta, y saludar a su encantadora abuela y a su tía Inés. Prudente o vergonzoso, Leo no quiso cenar con nosotros ni tomarse nada, así que con la misma sonrisa con la que vino, se despidió y se marchó.

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Esta noche hemos cenado mi padre, Ángel y yo. A diferencia de la cena de ayer, hoy yo no estaba tan cortada ante Ángel y, aprovechando la ocasión de cenar junto a un estudioso del fondo marino, lo bombardeé a preguntas sobre medusas, caballitos, delfines, etc. Mi padre cenaba casi expectante ante la conversación tan despierta que mantuvimos Ángel y yo sobre el mar. Mi padre, orgulloso por mis preguntas, en el fondo reflejaba en su cara cierto desconcierto por mi repentino y nuevo interés hacia la biología marina. También, el pobre, se aventuró a hacer alguna que otra pregunta para fingir que a él le interesaba el tema y disimular que en parte se estaba aburriendo.

Por cierto, antes de venir a mi cuarto a escribir, Ángel me ha regalado una guía marina donde aparecen todos los seres de los que estoy aprendiendo este verano con Uhý y con Leo. ¡En ella vienen también cosas muy interesantes! De ahora en adelante la consultaré para enriquecer mis conocimientos sobre el mar y sus criaturas.

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Y ya está, mi querido diario. Ahora me

iré a descansar, que el día de hoy también lo he aprovechado bien. Eso sí, espero que si vuelvo a tener un sueño con Leo, éste sea menos triste y más bonito.

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25 de agosto LA MORENA Nuestro huésped

Voy a ir redactando por partes, porque hay muchas cosas que contar.

Ayer, día veinticuatro, fue Leo quien

me vino a recoger. Para variar, me pilló en pijama y despeinada. Esa mañana se había levantado con ganas de saltar y me propuso ir hasta el trampolín. Aún dormida, accedí y nos fuimos los dos.

Ángel y mi padre ya estaban en las

rocas, ambos observaban desde la superficie el maravilloso fondo. Pensé que si eso les fascinaba... cuánto más disfrutarían con un guía como Uhý.

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Una vez se metió en el agua, Leo saludó a mi padre y a su amigo. Mientras intercambiaban impresiones acerca de la temperatura de ésta, yo me quitaba la ropa para quedarme en bañador.

Leo me pidió que me apresurase, pero no me apetecía bañarme aún. Al final le dije que mejor iría escalando hasta el lugar donde se encuentra el trampolín.

Ambos rodeamos Cabofaro dirección este: Leo por agua y yo por la escarpada pared de piedra. Pasada la zona de Los Saltos, se encuentra el trampolín, que no es más que un saliente de roca que supera en altura a todos los demás saltos de la zona.

El trampolín es el salto más cómodo,

porque no precisa de zancada alguna para salvar la basta pared del peñón. Lo cierto es que nos gusta mucho ir allí, aunque rara vez vamos porque está alejado de nuestra zona de baño.

Una vez allí, Leo subió desde el mar

por una escalera esculpida en la misma roca. Sentados sobre el trampolín, oteábamos el

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horizonte sin prisa alguna por saltar. El trampolín es un sitio privilegiado, pues desde allí se puede contemplar toda La Bahía. A un lado la vista alcanzaba más allá del Cerro de Poniente. Al otro lado, se levantaban los imponentes Acantilados del Sureste.

Pasado un rato, Leo ya estaba seco y con ganas de saltar. Yo en cambio sentía tanta pereza por mojarme que intentaba entretenerlo con cualquier tontería.

Menos mal que pronto se me ocurriría una idea: justo detrás de nosotros, había una casa enorme que siempre la encontrábamos deshabitada. Su jardín se fundía con las rocas en las que nos hallábamos, por lo que podríamos decir que el trampolín estaba en esa casa de acantilado.

El plan era inspeccionar todo el jardín para ver si era posible adentrarse en la casa. Leo al principio no estaba muy convencido, pero pronto se animó. Después de todo no íbamos a hacer nada malo, pues tan sólo queríamos ver cómo era la casa por dentro...

Lo primero que tuvimos que hacer, fue

sortear una piscina que había inmediatamente

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a las espaldas del trampolín. La piscina parecía natural, pues sus paredes y suelo estaban hechos con roca desnuda. Estaba vacía y era muy profunda, así que caerse dentro habría sido un gran problema.

A continuación nos adentramos, entre flores y árboles, al mismo tiempo que rodeábamos la casa en busca de algún acceso para entrar. Lo que estábamos haciendo no estaba del todo bien, pero era tan emocionante...

A pesar de no haber indicios de vida

humana, el jardín estaba muy bien cuidado. Esto último nos extrañaba y nos mantenía más alerta por si aparecían los dueños.

A medida que avanzábamos, el jardín parecía transformarse en un denso y umbrío bosque de coníferas. Pronto daríamos con la puerta principal de la finca y en ella pudimos leer el nombre de la misma: «La Casa del Perro». El nombre no nos hizo mucha gracia, más aún cuando advertimos que había una jaula con una caseta de perro dentro. La puerta de la jaula estaba abierta; y tanto la jaula como su caseta se encontraban vacías…

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Los dos pensamos en la posibilidad de encontrarnos con el morador de la caseta suelto y, a juzgar por la pinta de aquella vivienda canina, el perro tendría que ser bastante grande.

Leo y yo estábamos intranquilos, pero

nuestra curiosidad venció al miedo y proseguimos nuestra incursión hasta el interior del tupido jardín. Allí doblamos la última de las esquinas para terminar de ver toda la casa, hallando por fin la puerta de la misma. Junto a ésta, nos topamos con un perro que estático, nos miraba fijamente a los ojos. ¡Qué susto! Pronto descubriríamos que se trataba de un perro de porcelana de tamaño natural: esos perros coloreados que se usan para decorar.

Cuando aún no nos habíamos repuesto de nuestro sobresalto, escuchamos un golpe detrás de nosotros. Asustados nos giramos y encontramos una piña recién caída de un pino… ¡era una ardilla revoltosa la que nos había asustado esta vez!

Desde luego, a los ausentes dueños de

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esa casa les tienen que gustar mucho los perros; pero para nuestra suerte, hoy tan sólo nos hemos encontrado con ese perro feo y mal hecho y no con uno de verdad…

Escarmentados por la falsa alarma

regresamos al trampolín donde, según creo, sí podíamos estar al ser zona de costa.

Después de nuestra aventura, Leo tenía

aún más calor. Decidió bañarse y me propuso que le acompañase. Yo también sudaba y necesitaba refrescarme, así que por fin saltaríamos. Leo saltó antes que yo, de cabeza, claro. Yo en cambio lo hice como de costumbre: de pie y con los brazos hacia arriba para no hacerme daño contra el agua. El salto equivale a unos tres pisos de altura, por lo que siempre hay que ser prudentes. A pesar de todo, no sé cómo caí esta vez, pero al final mi espalda se resintió un poco.

Al salir del agua gateé por las cortantes

rocas y subí la escalera de piedra hasta el trampolín. Leo me siguió y nos pusimos a tomar el sol.

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Estábamos muy relajados en mitad de la nada. Estar en el trampolín era como estar en el fin del mundo. Tumbados sobre la roca tan sólo veías cielo, y nadie podría saber que estábamos allí ni desde la playa ni desde el mar.

Tan aislados estábamos que salió el tema del nudismo. Ninguno de los dos lo habíamos hecho nunca, pero ambos confesamos que nos atraía la idea de quitarnos la ropa en la naturaleza. Eso sí: ¡no sería capaz de desnudarme delante de alguien, y mucho menos de un amigo!

A Leo se le ocurrió una idea para

desnudarnos sin vernos en cueros. Cada cual se pondría a un lado del medio muro de piedra que había entre el jardín y el trampolín. Y allí, cada uno en su lugar, se quitaría la ropa. Dicho y hecho: los dos, nerviosos por el segundo atrevimiento del día, nos atrincheramos en nuestros escondites y con el brazo en alto nos enseñamos los bañadores.

¡Qué sensación tan rara! Me sentía observada... ¡incluso pensé que tal vez Leo se

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atrevería a asomarse para mirar! Si hubiera pasado eso, me habría muerto de vergüenza.

Durante un rato mantuve una

conversación en voz alta para cerciorarme de que Leo permanecía siempre en su lado del muro. Al final, pude relajarme y empecé a sentir el calor del sol incluso en la piel que siempre escondo bajo mi ropa.

Después de un rato en el que reinó el silencio, ambos nos vestimos entre risas y volvimos a nuestras rocas de siempre. Yo regresé otra vez escalando, pues no quería más saltos ni agua fría después de haberme lastimado la espalda.

Mi padre y Ángel se habían subido ya a

almorzar y, como todos los mediodías, La Bahía parecía caer en una profunda siesta.

Me tumbé bocabajo sobre mi toalla

para que el sol me aliviase el dolor lumbar. Viendo que éste no se me calmaba, Leo se ofreció para darme un masaje que no supe rechazar.

Al principio extrañé sus frías piernas

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sobre las mías y el tacto de sus gélidas manos por culpa del agua.

Pronto entraríamos en calor, al tiempo que las gotas de agua se desvanecerían. Siendo necesario, Leo cogió crema solar de mi bote y la calentó frotándola enérgicamente entre sus manos. Una vez preparado el ungüento, noté la firme presión de sus manos sobre mi cuerpo. En ocasiones, cuando sus manos se deslizaban por mi espalda desde la cintura hasta el cuello, se me ponía todo el vello de punta. Sus movimientos eran lentos, pero seguros y acertados; y así siguió hasta que la crema fue absorbida completamente por la piel. En ese momento fue cuando dejó de masajearme con fuerza para dar paso a sutiles caricias que se perdían por toda mi espalda.

El masaje fue tan increíble que cuando terminó, permanecí atontada sobre mi toalla un rato más.

Mientras yo regresaba del mundo de las

sensaciones, Leo merodeaba por las rocas en busca de cangrejos.

Cuando me incorporé para sentarme, Leo me llamó interrumpiendo mi momento

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de relajación. Me dijo que había visto una morena entre las rocas, y me preguntó si yo también quería verla.

Levantarme de esa toalla era lo último que quería hacer en ese mediodía tardío, pero lo cierto es que nunca había visto ninguna morena.

Tuve que sortear varias rocas dispuestas

a modo de rompecabezas hasta llegar al lugar en el que Leo me esperaba en cuclillas. Me puse tras él para mirar por encima de su hombro, y apoyada en su espalda dirigí mi mirada hacia donde él apuntaba con su dedo. Era un agujero sumergido entre rocas, pero por más que miraba yo no veía nada. Leo me explicó que la morena se había asustado al verlo a él. Pensó entonces en un plan: cogería un cebo para atraerla fuera de su madriguera y así enseñármela. Yo quería verla también, pero como no teníamos cebo alguno, desistí.

Leo pensó en coger un erizo de mar para trocearlo y ofrecérselo a la morena como carnada. Yo le dije que no lo hiciera, pues no tenía por qué matar al erizo para que luego encima la morena ni saliese. No quería que se

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cobrase una vida tontamente. Leo, como tantas veces que no me

hace caso, siguió con su plan. Mientras buscaba su presa me dijo que

no me preocupase, pues la carne del erizo troceada serviría de comida para el resto de los peces en caso de que sobrase algo.

Nuevamente, le insistí que por favor no matase a nadie por una estupidez. Sin hacerme el menor caso, cogió una piedra y sacrificó al pobre erizo. Tras presenciar esto, me enfadé con Leo.

¿Por qué este hombre no me hace caso

en las únicas cosas que verdaderamente le pido?... es como cuando se tiró al agua a coger su botellita dejándome sola y a la deriva. De verdad que hay veces en las que pienso que lo estamparía…

Una vez descarnado el erizo, Leo se lo

ofreció a la morena. Este «tonto» que tengo por amigo sumergió su mano hasta la altura de la guarida del animal. La carne blanca del erizo comenzó a disolverse con el agua salada.

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Leo me pidió sin apenas mover sus labios que siguiera inmóvil. Tras un momento de atención, yo había olvidado mi mosqueo para unirme a la interesante espera. Después de un buen rato, pudimos ver algo: ¡la morena por fin se dejó ver! Su prudente excursión tan sólo contemplaba sacar su boca abierta.

Le pedí entonces a Leo que lo dejase ya. No sé si lo dije muy flojito, o que Leo me ignoró nuevamente para seguir con la mano allí metida.

Tampoco fui capaz de asustar yo a la morena, ya que en cierto modo confiaba en que Leo sabía lo que se hacía.

La morena al fin nos dejó ver su cabeza por completo. Su piel era oscura, casi como el color de la piedra. Sus ojos de pocos amigos parecían inquietos; y su desconsolada boca siempre permanecía entreabierta.

Leo empezó a balancear sutilmente la presa para que la carne soltase mejor su jugo. La morena demostraba tener cada vez más interés ante esa invitación tan apetitosa.

A continuación todo pasó muy rápido:

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la morena lanzó su ataque contra la carne del erizo, y Leo usó su otra mano para coger la cabeza de la morena. Leo no soltaría la morena de ningún modo, y así podríamos verla bien fuera del agua. El plan parecía acertado, pero la conducta del imprevisible animal sorprendió a Leo con un mordisco en su otra muñeca: la escurridiza morena había soltado el cebo para atrapar entonces al cazador.

Leo se apartó bruscamente arrojando la morena al mar. Cayó de culo sobre la roca dando un gruñido y quejándose. Le pregunté que si estaba bien, pero no tuve más que mirarlo para saber que no: su mano estaba completamente ensangrentada.

Apresurados, corrimos hasta la casa. Al

llegar nos abrió mi padre, el cual se puso manos a la obra al ver la escandalosa herida.

De inmediato, mi padre sentó a Leo frente al lavabo y enjuagó su herida para quitar toda la sangre y desinfectarla bien. El corte era limpio, como si se hubiera hecho con un cuchillo afilado. La carne de debajo de la piel estaba blanca; y en lo más profundo de

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la herida vi algo que podría ser hueso o tendón… no lo sé.

Aún recuerdo al pobre Leo con su cara blanca obedeciendo a todo lo que le decía mi padre. Sus labios también palidecieron.

He de reconocer que Leo mantuvo una actitud muy valiente. En cambio yo… yo tuve que buscar un asiento después de ver tal espectáculo. Al parecer, a Ángel tampoco le hacían mucha gracia los primeros auxilios, así que tomó asiento conmigo.

La sangre no paraba de fluir de forma

lenta, pues según me comentó Ángel, las morenas tienen en su saliva un anticoagulante muy potente. También me advirtió de que las mordeduras de estos animales solían infectarse por culpa de la suciedad de sus bocas.

Finalmente la herida dejó de manar sangre y todo se estabilizó. Mi padre simplemente limpió y desinfectó la herida. Menos mal que no nos pidió colaboración alguna ni a mí ni a Ángel, pues no sé si le habríamos servido de mucho después de ver algo tan desagradable.

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Habría sido conveniente que a Leo le hubiera visto un médico de urgencias para recibir puntos de sutura; pero él se negó a ir. Siendo posible no acudir al hospital, mi padre le advirtió que debería al menos mantener cerrada la herida hasta que cicatrizase. Para ello debería no extender la muñeca bajo ningún concepto.

Me pareció una curación de lo más simple a la vez que rudimentaria. Esperemos que le haya curado bien y que no se le infecte.

Pasado el susto, me acordé de que nos habíamos dejado todas nuestras cosas en las rocas. Bajé deprisa por si alguien las encontraba y se las llevaba. Mientras, papá ofrecía a Leo algo de comer y beber para que se recuperase mejor. Leo, por su parte, no dejaba de dirigirse a mi padre con el nombre de «Don Tomás» para agradecerle constantemente la ayuda prestada.

Por fortuna encontré todo donde lo

habíamos dejado y volví a casa pronto para estar de nuevo con Leo. Me daba penita verlo

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así: con su mano dolorida y con algo de vergüenza por haber sido un cabezota. A pesar de no haberme escuchado una vez más, le quise consolar y dar ánimo. Menos mal que todo había quedado en un mal rato.

Mi padre invitó a Leo a pasar el día con

nosotros y, por qué no, a pasar la noche también. Pareció alegrarse hasta la gata cuando éste contestó que primero llamaría a su casa para ver si le dejaban quedarse tanto tiempo.

Era tarde, y todavía no habíamos

almorzado ni Leo ni yo. Ángel nos prepararía una buena merienda, al mismo tiempo que Leo hablaría con su tía para pedirle permiso. Al parecer, su abuela ya estaba algo preocupada por la hora, así que Leo aún no daría la noticia de la mordedura si pretendía pasar la noche fuera de casa.

El resto de la tarde la pasaríamos los

cuatro entre juegos de mesa y siestas. Papá de vez en cuando le echaba un vistazo a la herida de Leo para ver cómo ésta evolucionaba.

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Al llegar la noche, Ángel y mi padre se ofrecieron para hacer la cena. No tardarían mucho en preparar una ensalada y pescado, mientras veían desde la cocina la peli de miedo que Leo y yo empezamos a ver. Aún era pronto para cenar y todavía quedaba un rato para que acabase la película, así que dejarían por aliñar la verdura y por hornear los besugos para sentarse con nosotros a verla.

A Leo y a mí nos fascinan las películas de vampiros, aunque si lo llegamos a saber, hubiéramos puesto otra que no fuera de terror. A mi padre ni le van ni le vienen este tipo de pelis, pero en cambio a Ángel… ¡el pobre se tapaba la cara cada vez que salía un monstruo en la tele!

Durante la cena los tres no pararon de

hablar y hablar. Era alucinante la importancia que cobraban ciertas cosas que a mí ni me interesaban. Yo entre tanto me hinché de cenar y de escuchar aburrida todo lo que ellos hablaban. A veces es increíble lo bien que se lo pasan los hombres solos...

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Ya se habían acostado nuestros

estupendos cocineros, cuando Leo y yo nos quedamos un rato más para charlar. Mientras hablábamos, contemplábamos La Bahía desde nuestra terraza. Desde allí podíamos ver y oír la vida en el pueblo y, gracias a la noche tan buena que estaba haciendo, también se podían apreciar los faros de los pueblos de poniente.

Leo no tenía pijama, por lo que Ángel

fue el único que pudo dejarle algo para dormir. Anoche hacía tanta calor, que era imposible que Leo pasase frío con tan sólo unos calzoncillos. Leo y yo no dormiríamos juntos, así que uno de los dos tendría que dormir en el sofá. Con tanta gente en casa, las camas ya estaban ocupadas. Leo estaba herido y era mi huésped, así que al final conseguí que me dejara dormir a mí en el sofá.

Anoche tardé bastante en dormirme

por culpa del calor. Si yo en el salón me asaba, no quería pensar cómo estarían en el resto de las habitaciones. También pasé mucho calor

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porque dormí con Gata que, como dice Leo, es mi «gran bola de pelos y grasa».

Gata soñaba plácidamente acurrucada entre mis rodillas. Mientras tanto, yo no compartía la idea de que aquella temperatura que alcanzábamos juntas, fuera agradable también para mí. Pensé varias veces en echarla de mi momentánea cama, pero me dio penita, pues al fin y al cabo era yo quien esa noche invadía su sofá.

Finalmente, y con los ronquidos de

Ángel de fondo, conseguí conciliar el sueño. Después de un rato durmiendo, Leo me

despertó accidentalmente. Se levantó a oscuras para no despertarme con la luz, y al final por pocas si tira una maceta que hay al salir de mi cuarto. Le comenté que si necesitaba algo sólo tenía que pedírmelo. También le pregunté qué tal estaba su mano. Agradecido, me dijo que todo estaba bien, que no me preocupase por nada.

Dicho esto, me quedé observando

cómo su figura se fundía y aparecía entre las

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sombras al ir y venir del baño. Al final se fue a su cuarto sin armar más ruido ni decir más nada para no molestar. Ante tanto silencio, me abracé a la almohada y al poco me dormí.

Pasada la noche, el primero en

despertar fue Ángel. Bueno, yo también me desperté al mismo tiempo que él, ya que el salón y la cocina están comunicados.

Ángel es un buen hombre, y sobre

todo muy servicial. Caballeroso, nos preparó a todos el desayuno. ¡Qué penita que pronto se tenga que ir! Aunque no sólo le voy a echar de menos por su arte como cocinero…

Leo en cambio tardó mucho en levantarse, o al menos lo suficiente como para morirme de hambre esperándolo. Me senté a la mesa para acompañar a Ángel en su desayuno. Luego piqué algo mientras papi se unía al desayuno de Ángel y, cuando ambos terminaron, el dormilón con la cara hinchada, se despertó al olor de las tostadas.

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A mí ya se me había saciado un poco el apetito, pero aun así me tomé algo con mi amigo. Leo, como es habitual en él, se tomó cuatro tostadas y dos vasos de leche además de una pieza de fruta. ¡Es un animal comiendo!, pero al menos no come como un animal.

Habíamos terminado de desayunar

cuando en un descuido mío Leo hizo su cama. Le regañé por hacer la cama con esa herida tan reciente. Luego pude comprobar que su muñeca se veía bastante mejor.

Leo se arregló pronto, y tras despedirse y dar las gracias en repetidas ocasiones, se fue a su casa. Casualmente, Ángel iba al mercado a por provisiones, así que de camino lo acercaría hasta el final de la playa.

El día de hoy, veinticinco de agosto,

estaba un poco feo para ir a bañarse, así que al final me quedaría en casa. Aprovechada la tarde para sestear y poner al día mi diario, he decidido que voy a ver otra peli con papá y

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Ángel. Eso sí, sacaré mi repertorio de películas de dibujos y aventuras para que a todos nos guste la que decidamos poner. Por otro lado, pienso acostarme pronto, pues mañana quiero visitar a Uhý, y para ello prefiero estar bien descansada.

Por cierto: no sé a qué huele Leo, pero

ha dejado su fragancia en mis sábanas. Cuando dormí la siesta, estaba tan empapada por su olor, que se diría que él estuviera allí conmigo. No parecía ni perfume ni loción, aunque ese olor era sutil y agradable…

Espero que a Leo no se le complique su

herida, y sane pronto para poder unirse a alguna de las excursiones que hacemos Uhý yo.

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26 de agosto

EL GRAN SUSTO Mi segundo cumpleaños

Hoy es un día difícil de contar. Aún

estoy algo conmovida y temblorosa. No sé qué me pasa, pero estoy sensible, y lo peor es que no sé muy bien el porqué. Podría decir que aún tengo miedo, aunque no estoy muy segura de que sea por culpa del tiburón que hemos visto Uhý y yo bajo el agua... No sé, estoy confusa.

Una vez más, probaré a escribir para ver hasta dónde llego, pues no sería la primera vez que escribiendo aclaro algún problema:

Al igual que otros días, hoy, Uhý y yo

nos hemos dado una vuelta para seguir conociendo a nuestro mundo marino.

Nos habíamos alejado de la costa hasta

casi perderla de vista. Fue entonces, y casi al principio de nuestra excursión, cuando nos

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topamos con un horrible tiburón. Surgió como de la nada haciéndose cada vez más nítida su imagen. Uhý y yo nos detuvimos. Desde ese momento no tuvimos ojos para otra cosa que no fuera aquella mole de músculos y dientes. Sentí palidecer ante aquella aparición fantasmagórica. Siempre he admirado a estos animales tan perfectos, ¡pero verlo así ha sido espantoso! Reconozco que el día de la tormenta tuve miedo sobre todo por Leo; aunque, en cierta medida, siempre quedaba alguna esperanza para los dos… En esta ocasión me di cuenta de lo frágil que era mi vida: ¡me sentía tan indefensa que ni siquiera me consolaba tener cerca a Uhý!

Impresionaba demasiado ver un

tiburón con mis propios ojos: pareciera como si ese animal estuviera en un mundo paralelo y en cualquier momento pudiera saltar al nuestro para atraparnos. Yo encogía mis piernas con sólo pensar que podrían ser presas de sus mandíbulas.

Aunque de primeras el tiburón no mostrase interés alguno por nosotros, en

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ningún momento dejé de vigilarlo. Entre tanto, Uhý intentaba en vano tranquilizarme, y por mucho que me susurrase yo seguía inmóvil y muerta de miedo.

En uno de los virajes del tiburón pude

ver su boca algo abierta e incluso pude detallar sus afilados colmillos. ¿Qué podríamos hacer?, ¿cuáles eran sus intenciones?, ¿y si hubiera algún otro tiburón?, ¡cómo íbamos a escapar de allí!

Yo seguía encogida y flotando sobre la

superficie. De alguna forma mi instinto, y saber que sería imposible llegar a tierra a tiempo, hicieron que me cobijase en una inútil posición fetal. Uhý permaneció también inmóvil y siempre de frente al tremendo escualo.

Realmente no sé cuánto tiempo

estuvimos así, pero si fueron segundos o minutos se me hicieron interminables.

El enorme pez se aproximaba y se alejaba lentamente, fundiéndose y dejándose ver a través del denso azul del mar.

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No terminábamos de comprender ni tampoco de controlar la situación. Presa del pánico, mi cuerpo entero no dejaba de temblar… incluso sufría pequeños espasmos. Mi respiración agitada era constantemente interrumpida por un castañeo de dientes como jamás antes lo tuve. Tanto fue así, y con tanta fuerza mordía la boquilla de silicona de mi tubo, que al final la partí en dos. Sentía unas ganas inmensas de gritar y llorar a la vez; un miedo atroz que sólo supe camuflar con un gimoteo desesperado. ¡Notaba mis latidos en el tenso cuello además de un creciente dolor en la sien! ¡Parecía como si mi corazón fuera a estallar!

El tiburón flotaba en el agua como a

cámara lenta. Tras dos o tres idas y venidas, el escualo comenzó a dibujar una prudente circunferencia alrededor de nosotros. Ambas víctimas, casi sin mover el agua, nos orientábamos a cada instante para no perder de vista al inmenso depredador. Ante tal intimidación, Uhý empezó a dar unos chillidos estridentes para imponer a nuestro enemigo. Entonces entendí que Uhý también

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se sentía amenazado, y eso no me gustó nada. Los gritos de Uhý se hicieron cada vez

más fuertes y desesperadamente desagradables a medida que el tiburón nos presionaba. El indeciso animal poco a poco nadaba en circunferencias más pequeñas. Uhý y yo no nos movíamos ni hablábamos. Parecía como si ambos tuviéramos clarísimo que no podríamos hacer otra cosa que aceptar y esperar a la defensiva el destino que se nos venía encima.

¿Qué hacer ante un tiburón que nos

dobla en peso y tamaño a Uhý y a mí juntos?...

Una vez escuché que golpearles el hocico les resultaba muy doloroso, pero yo además planeaba hacerle daño en los ojos una vez fuera presa de sus poderosas mandíbulas. En todo caso no quería comprobar si mi plan sería efectivo o no.

¡¿Qué íbamos a hacer?! ¿A quién

atacaría? Pensé tantas cosas durante aquella agonizante espera… De alguna forma, tenía el presentimiento de que iba a ser yo su

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bocadito de hoy. Efectivamente, el escualo siguió

merodeándonos hasta que llegado el momento se abalanzó hacia mí y me golpeó con su costado. ¡El tiburón se estaba poniendo cada vez más agresivo! Apenas tuve tiempo de gritar y pensar que era el fin cuando el tiburón me empujó de nuevo... ¡¡Qué más le daba si ya había perdido toda esperanza de vida!! ¿Por qué además de matarme tenía que hacerme agonizar? Rápidamente pude pensar en toda mi gente, incluido Leo... También supe que tenía la conciencia tranquila por lo que había hecho en mi vida. Era increíble cómo me había dejado morir...

Uhý, desesperado, gritó y gritó lo más

fuerte que supo. Al parecer, esas voces ponían cada vez más ansioso al tiburón. Nervioso, nadaba entonces a impulsos y coletazos: era como si el tiburón nos desease pero no se atreviera a acercarse.

Nuevamente el tiburón se abalanzó

hacia dónde estaba yo. En menos de un

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segundo me vi morir, y fue en ese mismo instante cuando pude gritar como jamás pensé que lo haría. Cerré los ojos, y angustiada escuché mi grito prolongarse y fundirse con el eco de otros gritos. Pronto nos acompañarían más chillidos y quebrantadas voces de delfines. Voces amigas que se acercaban rasgadas de valor por todas partes. Al parecer esto era lo que el tiburón se olía y no le gustaba: ¡la presencia de los delfines! ¡Los gritos de Uhý no fueron intimidatorios, sino de socorro!

Afortunadamente el tiburón tocó retirada y se alejó con el mismo aire endiosado con el que se acercó.

Yo... reconozco que pasé tanto miedo

que me oriné encima. Después del ataque, hoy ya no tenía más ganas de agua, así que le pedí a Uhý y a sus amigos que me acompañaran a tierra. Todos ellos accedieron encantados.

El pobre Uhý estaba serio por lo ocurrido y también reconoció su miedo por nosotros dos. Una vez empecé a relajarme, sentí dolor en el brazo en el que me golpeó el

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tiburón. ¡Menos mal que todo había quedado en eso! De regreso a casa, no paraba de mirar en todas direcciones y procuraba ir bien escoltada por nuestros amigos. Siempre me ha dado respeto nadar por el ancho mar, pues en él somos vulnerables y, a pesar de nuestros equipos submarinos, aún tenemos escasa visibilidad y movilidad. Después de este encontronazo con el inoportuno pez, tenía aún más miedo al mar a pesar de estar acompañada por Uhý. Sólo quería llegar a casa cuanto antes.

Cuando llegamos a las rocas Uhý me

pidió que me tranquilizase y que en tierra me relajase. Con un fuerte abrazo nos despedimos hasta la próxima. Una vez en casa me di un buen baño y, agotada en mi bañera, lloré por imaginar que podría haber sido el fin. El resto del día estuve cansada, seria… ausente. Así de mal estuve hasta que después de dormir toda la tarde, decidí celebrar que hoy es un nuevo día para mi vida. ¡Sin duda alguna había vuelto a nacer, y eso había que festejarlo!

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Pensé que Leo y yo podríamos salir esta noche, así que lo llamé para quedar con él. Me arreglé antes de ir a su casa a recogerlo. Me puse incluso los zapatos de tacón, y cómo no, me colgué el amonite en mi cuello.

Mi padre y Ángel no estaban en casa, aunque no les contaría nada de lo ocurrido si quería seguir viendo a mis amigos lo que queda de verano.

Cuando llegué a La Casita de

Pescadores apenas tuve que esperar a Leo, pues él sólo tenía que ponerse una camiseta y peinarse. Cuando terminó y salió de su habitación, me quedé muda al verlo con su colgante favorito puesto. El moreno de su piel contrastaba con aquel colmillo de tiburón. Al ver ese blanco tan afilado me dio un escalofrío por toda la espalda.

Leo me preguntó si yo estaba bien. Sin

contestarle, le dije que mejor se lo contaba todo mientras nos refrescábamos en «El Pulpo y la Uva». Después de andar por el concurrido paseo marítimo, llegamos al famoso punto de encuentro. Esta noche no

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había mucha gente, pero el ambiente era bueno, como de costumbre. Música elegante y exóticos sabores en mi chiringuito de playa preferido. ¿Qué más podría querer? Una vez nos sentamos y pedimos nuestras bebidas, me interesé por la herida de Leo. Cuando éste me la mostró, pude ver cómo el corte había mejorado notablemente y por suerte no se había infectado. Según parecía, la herida cicatrizaría pronto.

A continuación le conté a Leo lo

ocurrido. El pobre, impresionado y con la expresión cambiada, ocultó frágilmente su colgante. Tras un silencio, vino hasta mí y me abrazó angustiado por el horror que tuve que pasar. Aún con cara de pena, Leo se alegraba de que al final no me hubiera pasado nada. Injustamente se culpaba por no haber estado allí para ayudarme. Me dijo que no quería perder a nadie más; y mucho menos a mí.

Abrazados, derramé una lágrima. Fue tan emotivo escuchar eso de sus labios… También tuve miedo al pensar que yo podría perderlo a él.

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Leo secó mi mejilla con una caricia y me dijo que no le gustaba verme triste. De nuevo, convencida de que esta noche era para celebrar mi «segundo cumpleaños», apuré mi bebida y decidí moverme un poco. La música sonó entonces muy animada. Insistí en sacar a Leo a bailar, pero él se excusaba en su herida reciente. Sin más demora quise disfrutar lo que quedaba de esa canción que tanto me gustaba. Al final, Leo se animó y se levantó de su silla para acompañarme en la pista de baile. Una vez más lo hemos pasado fenomenal. Bailamos, reímos y bebimos para celebrar...

Ahora que estoy en casa, tengo ganas

de volver a ver a Leo. Me he dado cuenta de que ese humilde corazón es mucho más importante para mí de lo que podría haberme imaginado. ¿Quién me iba a decir que aquel niño pesado de nuestra pandilla se convertiría en mi mejor amigo? Quién me iba a decir que las lágrimas que hoy derramé no fueron por temor a perder mi vida, sino por temor a no volver a estar con él...

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27 de agosto

LA DESPEDIDA Un día gris

Para mí, el día de hoy ha sido un poco

turbio. No bastaba con que el sol brillase para que yo me alegrara un poco. Supongo que estaba algo afectada por todo en general. Entre el cansancio y mi estado de ánimo he estado flojeando en casa hasta después del medio día.

La casa ha estado vacía desde por la

mañana temprano. Anoche ya me despedí de Ángel, al igual que él lo hizo de sus vacaciones. Papá ha ido hoy a llevarlo a la estación, y como pude leer en su nota, no volvería hasta la noche.

Reconozco que de primeras me cuesta acoger a las visitas, pero cuando se van siempre me dejan un pequeño vacío... se diría que la casa también empieza a echar de menos a Ángel.

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Por otro lado, miro al calendario y veo como concluyen nuestras vacaciones, probablemente las mejores que jamás tenga en mi vida. También temo por si no vuelvo a encontrarme con Uhý el verano que viene... ¿Y si nunca vuelvo a vivir un verano así?

Seguía asediada por mis pensamientos

cuando Leo irrumpió en mi recuerdo. ¿Por qué tengo que irme y separarme de él hasta dentro de un año? Ya se han olvidado demasiados amigos aquí en La Bahía... También me acordé del miedo que pasé ayer y el día de la tormenta en el barco; o cuando le mordió la morena a Leo… No soporto verlo sufrir, ya sea por una herida en la piel o porque él anhela a su amor.

A veces pienso que si su felicidad dependiera de mí, Leo sería el chaval más feliz del mundo. Así mismo, pienso que soy una chica afortunada por tener un amigo tan increíble como él. En todo caso, hoy me encuentro algo angustiada ante la incertidumbre de no volver a vivir lo que Leo ha hecho posible en mi vida. Sinceramente, no me hago a la idea de una vida sin él.

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Atrapada por temores tan pesados, me dispuse a hacer algo diferente para distraerme. Al principio, no tuve mejor idea que intentar identificar la especie del tiburón con el que nos cruzamos ayer. Para ello tuve que recurrir a la guía marina que me regaló Ángel. La verdad es que no he sabido diferenciarlo muy bien después de descubrir que hay tantas especies de tiburones en estas costas; por otro lado, he de reconocer que, estando en peligro, no me detuve a observar cómo era el animal. De todas formas y según pude investigar, podría tratarse perfectamente de un gran tiburón blanco: lo digo sobre todo por sus descomunales proporciones. Todo lo demás, sería difícil de recordar…

Así mismo pude leer que estos jaquetones suelen atacar desde abajo con una embestida vertical antes de que la presa se haya percatado de su presencia. Nuestro «amigo», en cambio, se nos acercó de frente… ¿será que realmente no estaba muy interesado en comernos?, o fue que la presencia del delfín lo desconcertó desde un primer momento… Ni lo sé, ni lo quiero saber.

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Descontenta con los nuevos

pensamientos añadidos a mi sesera, al final opté por endulzarme el día con un buen chocolate caliente. Es increíble cómo este sabor siempre me hace desplegar una gran sonrisa…

Provista de algo más de ánimo, decidí no sumirme en mis odiosas ideas y salí a la luz del sol. Me bajé entonces a las rocas para perder mi mirada en el horizonte, y allí mi soledad voló de mis manos cuando Uhý emergió cerca de dónde yo estaba.

Según me dijo, me estaba esperando;

pues después del ataque de ayer se había quedado preocupado por mí. Me preguntó cómo llevaba el día, y yo le conté desganada cómo me encontraba. Obviamente se propuso animarme y hacerme feliz, y para ello recurrió a invitarme a un refrescante baño. Su entusiasmo se ensombreció por la falta del mío. Preocupado por mí, volvió a preguntarme que por qué no me bañaba, y yo simplemente tuve que decir una palabra: «tiburón».

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Comprensivo y cargado de optimismo, hizo por quitarle importancia al asunto. Además Uhý me dijo que confiara en él pues, sin confianza, nunca habría una amistad verdadera. Me pidió que luchase contra mis miedos, si creo que superarlos me va a hacer ganar en libertad y sentirme mejor. Subrayó que le dijese si alguna vez volvía a tener miedo, pues él siempre intentaría darme consuelo como hoy lo ha hecho. Él tampoco estaba dispuesto a perder su amistad conmigo, y menos por culpa de terceros. Uhý me considera su amiga, y al margen de que yo ya supiera eso, escucharlo me hizo sentir mucho mejor. Al final, y aunque algo recelosa, me bañé junto a él.

El paseo, tranquilo y sin novedad, tuvo

que ser cerca de la orilla. Darnos una vuelta de ese modo me sirvió para distraerme un poco, más que nada porque no descuidé en ningún momento mis espaldas. Por otro lado, ese paseo desprovisto de aventura alguna, me tranquilizó gracias a mi querido Uhý y sus palabras.

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Ante el temor de no volver a vernos, Uhý me aseguró que mientras ambos quisiéramos, nos volveríamos a encontrar. Me pidió que, por lo pronto y para siempre, me limitase a disfrutar de él en cada instante. Me aconsejó que procurase eternizar aquellos momentos que me gustan, para así poder correr de puntillas por los que no me resultan agradables.

Para Uhý un ser inteligente es aquel que aprende a ser feliz. Y por ello me sugirió que aprendiera lo máximo de todos y cada uno de los seres que entran y salen de mi vida. Añadió que cada semejante o no, y cada situación y momento, me pueden aportar un aprendizaje. Ese aprendizaje a su vez me puede ayudar a ser más feliz y hacer más felices a quienes me rodean.

Una vez más, las palabras de Uhý se me grabaron en el corazón. Sé que él tiene aún más cosas para enseñarme, pero como siempre, él sabrá cómo y cuándo hacerlo. Me aconsejó que me fuera a casa a relajarme y a disfrutar de lo que en este momento soy y tengo. También me comentó que tiene para mí una sorpresa reservada para mañana…

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¿Qué será? Renovada por el agua marina y

orgullosa de «haber superado el temor al mar», me vine a casa para concluir este veintisiete de agosto como debe ser: tranquilamente y feliz.

Esta noche descansaré no con tantos

temores ni inseguridades, sino con ilusiones y esperanzas. Esta noche dormiré con la certeza de tener un padre y unos amigos insuperables, y sabiendo que puedo gozar de tantas cosas por las que podría estar más que agradecida. Ahora sé que lo importante es poder afirmar que estamos bien. ¡Soñaré entonces con la sorpresa que Uhý me tiene reservada para nuestro próximo baño! Qué pena que Leo no se pueda venir aún…

¡Buenas noches Diario!

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28 de agosto BELLEZA SUMERGIDA Un escondite misterioso Hoy, de nuevo me he levantado con la misma tristeza que ayer. Bueno, la misma la misma no, ya que hoy estoy más hecha a la idea de que el verano se acaba y, aunque me tenga que marchar, siempre me quedará volver. También he de decir que desde anoche empecé a sentirme mejor. Mi padre y yo cenamos juntos viendo una entretenida serie de televisión. Por otro lado Ángel ha prometido regresar lo antes posible, y Uhý me consoló al garantizarme que nos veremos de nuevo. Una vez amansadas mis

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preocupaciones, aún me quedaba pensar en mi amigo Leo. Lo referente a él es lo que más me inquieta últimamente. Por ese motivo, desde ayer he intentado hacer caso de los consejos de Uhý, procurando ilusionarme por lo que tengo en mi presente: un padre formidable al que le debo todo y dos amigos inmejorables: Leo y Uhý.

He de reconocer que a veces cuesta ver lo bueno que tienen las cosas, pero no por ello voy a dejar de intentarlo. Como me explicó Uhý, ser positiva es una cualidad educable y, si la entreno, la podré mejorar poco a poco. Dicho y hecho: comencé por recrearme en la gran ilusión que tenía por descubrir qué sorpresa era la que hoy me tenía reservada mi simpático odontoceto. Enseguida, desayuné plácidamente con mi padre delante de nuestra bahía soleada. Mi padre me preguntó si yo tenía algún plan para hoy y... claro, no le iba a decir que había quedado con un delfín; así que le contesté que no. Acto seguido, le propuse ir a bañarnos a las rocas a lo que él accedió encantado.

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A mi padre no le entusiasma eso de

fondear con las gafas de buceo. Él, en cambio, prefiere descansar sobre las rocas y dormir todo lo que no ha dormido el resto del año. Es cierto que durante todo el verano no he parado en casa y apenas he estado con él, pero aún así he procurado no descuidar mucho a mi solitario padre. Al parecer no tenía de qué preocuparme, pues el bueno de Tomás estaba disfrutando mucho de sus vacaciones. Mi padre y yo estuvimos un buen rato entre el sol y el mar hablando de todo un poco. No solemos hablar mucho de nuestras cosas, pero de vez en cuando sí que nos interesamos el uno por el otro. No es que papi pase de mí, sino que me cree lo suficientemente madura como para no tener que estar controlándome. En parte tiene razón, aunque yo creo que una nunca termina de madurar del todo. Al tiempo que conversábamos, yo

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oteaba disimuladamente la superficie esperando la llegada de Uhý, pero por más que miraba no lo veía venir.

Al cabo de un momento, mi padre salió del agua para acomodar su tumbona y prepararse para su letargo veraniego. Conforme él salía yo le seguía detrás, pues no tardé nada en acordarme de aquel hambriento tiburón. Apenas habíamos salido del agua cuando por fin vi a Uhý acercarse sigilosamente a mí.

Tras comentarle a mi padre que me iba a buscar conchas, y después de tener que escuchar su típico repertorio de consejos paternales, Uhý yo nos alejamos a escondidas para no ser descubiertos.

En esta ocasión, Uhý me condujo hasta

el centro de La Bahía. De allí nos dirigimos en línea recta hacia el suroeste. Una vez nos salimos de los brazos de la bahía, mi guía se detuvo y me anunció que habíamos llegado. Uhý parecía un niño chico, impaciente cuando quiere enseñarte algo que le gusta mucho. Yo aún no veía nada a pesar de estar

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el agua muy limpia. Uhý, agitado, me ofreció su aleta dorsal para que me agarrase a ella y me pidió que cogiese mucho aire. Entonces me dejé remolcar hasta el fondo.

Para ser una zona alejada de la costa, no había tanta profundidad. Cuando ya habíamos descendido varios metros, por fin nos encontramos con un barco majestuoso de madera quebrada sobre arena y roca. ¡Era impensable encontrar un naufragio tan alucinante allí mismo! No sé de qué época sería, pero a jurar por la pinta, podría haber sido un barco pirata.

Uhý y yo nos sumergimos hasta llegar a la altura del viejo navío. Los rayos de luz se filtraban hasta iluminar la basta madera de cubierta y de los mástiles. Algunos peces entraban y salían por las escotillas y por la fractura que presentaba el casco en uno de sus costados. Apenas quedaban restos de los cabos y del velamen, y el mascarón de proa aún conservaba un débil recuerdo de su colorida estampa. Ese mascarón me encantó: era un

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caballito de mar, o un dragón... o mejor: un caballito-dragón de mar. Lo cierto es que disfrutaba imaginando la nave surcar los mares encabezada por esa talla. Hubiera sido un privilegio ver la embarcación atracada en algún puerto lejano, o admirarlo con sus velas blancas desplegadas abriéndose paso en un día de mucho viento.

Estar allí fue como viajar en el tiempo...

Antes de proseguir nuestra incursión,

fui a la superficie para coger un poco más de aire. Aunque Uhý no lo necesitase aún, me acompañó a respirar. Nuevamente nos sumergimos, pero en vez de rodear la nave, ésta vez nos adentramos en ella a través del enjaretado de la escotilla principal de cubierta. Dicho entablillado estaba destrozado, y por consiguiente era el acceso más grande y cómodo para nosotros dos. A pesar de que dentro del barco hubiera poca luz, se podían distinguir las maderas, los grandes arcones, los bidones y el resto del mobiliario. Me parecía increíble

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pensar que el barco nunca hubiera sido descubierto y que, por consiguiente, todo estuviera en las mismas condiciones que cuando se hundió. Eso sí, el mar no perdona ni a la embarcación más bella, por lo que todo estaba tapizado por algas y presentaba estructuras medio podridas.

La emoción hizo que me dieran más ganas de respirar, así que de nuevo acudí a la superficie. Cada vez que volvía a sumergirme retomaba mi expedición justo por dónde la había dejado.

Yo siempre seguía de cerca al curioso de Uhý, hasta que di con una escultura que acaparó toda mi atención. Eran dos enamorados inmersos en un cálido abrazo, ahora un poco oxidado en el fondo del mar.

En ese preciso instante, me pareció ver la sombra de algo que se movía fuera del barco. Estaba casi segura de ello pues durante un segundo se oscureció el interior de la estancia en la que nos encontrábamos. Uhý no se dio cuenta de tal suceso, y yo me asusté al pensar que podría ser otro tiburón.

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Sin salir del barco alcancé la cola de Uhý y tiré de ella fuertemente para que se girase. Obviamente yo no podía hablar debajo del mar, así que con gestos le hice saber que había algo afuera que me daba miedo.

Uhý se apresuró a investigar para ver quién o qué era aquello que me asustaba. Todo tendría que pasar muy rápido dado que yo no podría permanecer sumergida por más tiempo. Sin tardar nada, Uhý regresó y me anunció que teníamos visita: una bien recibida visita. Al mismo tiempo, y consciente de mi dificultad en el medio acuático, Uhý me ayudó a subir cómodamente para que no me ahogase. Al salir del barco, encontré a una simpática delfín que me silbaba alegremente. Tras alcanzar la superficie, Uhý me presentó a Iaáh, una amiga muy querida de su misma especie. Relajada por haber comprobado que aquella sombra pertenecía a Iaáh y no a un tiburón, me puse a jugar con los dos delfines durante un rato. Después de algunos saltos y carreras en pareja, Uhý le propuso a Iaáh seguir jugando con nosotros dentro del barco

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humano. Ella accedió con facilidad, pues según dijo, se había acercado al naufragio tras escuchar que estábamos allí.

Iaáh es una delfín fuerte, dulce y cariñosa. Es un ejemplar joven y al parecer es muy sensata. Digo al parecer, puesto que sigo sin entender a nadie más que a Uhý. Cómo ya he mencionado, éste es un misterio que ni Uhý ni yo sabemos justificar aún.

Pasando un poco por alto esta diferencia tan desconcertante, proseguimos nuestra aventura. El hundimiento de aquel velero era un auténtico descubrimiento: virgen para el ser humano y repleto de vida natural. Había candelabros, mesas robustas, cuadros, espejos... ¡Era como un museo! Toda mi vida he buscado cosas interesantes en el fondo del mar, pero esto superaba con creces a todas mis expectativas.

Iaáh, Uhý y yo continuamos curioseando por todos los rincones del barco.

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Al cabo de mucho nadar, subimos un rato a la superficie para descansar y respirar. Allí le pregunté a Uhý si sabía cuánto tiempo llevaba el barco hundido. Me dijo que él lo ha conocido desde siempre, pues éste ya estaba en el fondo cuando él nació. Le pregunté entonces si había más barcos como ese, y me contestó que él los había visto lejos de La Bahía y a más profundidad; en otros mares. Añadió que en el fondo del mar se podían encontrar barcos de todo tipo y de distintas épocas. Uhý afirmó que los delfines han aprendido mucho sobre nosotros gracias a que hay cientos de cosas humanas perdidas en el fondo del mar. A eso se le suma la realidad de que a lo largo de la historia, el delfín ha sido un gran amigo del hombre. Por todo ello ahora entiendo el motivo por el que Uhý sabe tanto sobre los seres humanos.

Llegados a este punto le pregunté si él había aprendido algo de mí. A pesar de esperar una negativa como respuesta, me contestó que sí había aprendido muchas cosas. No todos los humanos somos iguales, y cada uno de nosotros está repleto de

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infinidad de sorpresas. Por este motivo me repitió que de cada persona se podría siempre aprender algo nuevo. Alagada por sus palabras, lo abracé y tras un ahogadillo que otro, nos volvimos a centrar en el barco. En esa inmersión Uhý e Iaáh me remolcaron hasta la fractura que había en la el casco de babor. Por ella entraba una luz que iluminaba débilmente una cámara sombría que contenía arcones de metal. Obviamente todo estaba dispuesto en un desordenado caos a consecuencia del naufragio. Curiosa de mí, quise saber qué se escondía allí dentro después de tanto tiempo. El barco ya nos había desvelado casi todos sus secretos y rincones pero, aún nos quedaba por investigar en el interior de aquellas arcas y en el camarote principal; en el que finalmente no pudimos entrar. Le propuse a Uhý que por qué no abríamos un arca y así salíamos de dudas. Él me contestó que de acuerdo. Ellos habrían

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mirado dentro de ellas mucho antes, pero con sus aletas y sus picos les había resultado imposible hacerlo. Si algo tenemos en común los delfines y nosotros es nuestra curiosidad innata. Reforzada por el empeño de Uhý en seguir adelante con nuestra investigación, busqué algo con qué abrir aquello y para eso tuve que realizar varias inmersiones más. Los dos delfines también contribuyeron en la búsqueda sin necesidad de salir a flote para respirar. Después de tanto subir y bajar, tuve que descomprimir los oídos en varias ocasiones para aliviarlos, pues empezaron a molestarme. Al final dimos con un hacha de abordaje que había entre varias herramientas, y eso fue lo que usé. No fue nada fácil abrir el arca, pero tras duros golpes en el candado, éste se quebró para dejarnos ver lo que guardaba tan codiciosamente.

No daba crédito a lo que veían mis ojos… ¡Esto sí que fue una pasada! Los tímidos rayos de sol que alcanzaban las

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entrañas del barco, ahora se reflejaban vistosamente sobre cientos de monedas de oro. ¡Habíamos encontrado un tesoro! ¡Qué suerte que nadie lo hubiera hallado antes! ¿Cuál sería el valor de todo esto? Mi colección de conchas no era nada comparado con este hallazgo. ¿Qué iba a hacer yo ahora con tanto oro?... La sabiduría de Uhý le hacía entender la inmensa valía del barco y del tesoro, pero por mucho que quisiera comprender su valor, jamás lo haría como lo haríamos cualquier humano. Después de todo se trataba de riqueza generada por nosotros, ¿no? Uhý reconoció que el brillo del oro era precioso y me preguntó qué pensaba hacer con el tesoro. Iaáh, por su lado, me ofrecía el hacha por si quería seguir abriendo más arcones. Yo, ante tantas emociones, me quedé un poco bloqueada. Estuve un buen rato maravillada ante tal hallazgo, y tuve ideas tan fugaces como fantásticas. Pude ver a toda mi familia y amigos sin ningún tipo de problema económico, e incluso pude

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imaginar la fama que este descubrimiento me traería. Después de mucho divagar, le contesté a Uhý que por el momento no haría nada. Le expliqué que si declaraba el tesoro, perdería toda su riqueza a manos del estado, así que, por lo pronto, mejor lo dejábamos donde está. Además, después de tanto tiempo el barco no iría a ninguna parte, y así podríamos venir a visitarlo siempre que quisiéramos. Esta idea me parecía encantadora, aunque sé que también era arriesgada. Sólo espero no tener que arrepentirme nunca. Decidida a respetar al cadáver de madera y a su oro, nos propusimos volver a casa. Antes de irnos miré al tesoro fijamente, y sin más tardar por la falta de oxígeno, cogí una moneda y la guardé en mi bañador. Digamos que no quería llevármelo todo, pero al menos sí conservar un pequeño recuerdo. Esta moneda se convertiría desde hoy en el artículo más valioso de toda mi colección. Cuando decidimos tomar rumbo a casa, Iaáh regresó con su familia. Iaáh y los suyos no suelen frecuentar esta zona, pero de

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vez en cuando vienen por aquí para pasar el día. Lo más seguro es que nos volvamos a encontrar, aunque tengo la sensación de que pasará algún tiempo hasta que la vuelva a ver. Una vez nos despedimos de Iaáh, Uhý y yo nos dirigimos a Cabofaro, y así Uhý me llevaría hasta los pies de nuestras rocas. Ya en tierra y secándome al sol junto a mi padre, aún me cuestionaba qué hacer con el tesoro. Sin llegar a decidirme sobre su destino, respiré hondo para así aterrizar de nuevo en nuestro planeta. Sonriente, hice un balance de todos los trucos que Uhý me había enseñado para encontrarme bien: he estado tan entretenida con nuestros descubrimientos que ni siquiera he tenido tiempo para estar triste. O dicho con sus propias palabras de delfín: si el pensamiento se convierte en sentimiento, ¿por qué no dejar de pensar en aquello que nos entristece? Los sentimientos pueden alimentarse para que crezcan, o bien se pueden dejar morir hasta que desaparezcan. Sólo nosotros somos capaces de elegir el destino de cada uno de nuestros pensamientos.

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Después de estas conclusiones tan efectivas, miro la moneda de oro y me acuerdo del día tan bueno que hemos pasado hoy en el mar. ¡Desde luego Uhý ha acertado con la sorpresa! A ver si mañana veo a Leo y le cuento lo del tesoro…

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29 de agosto LA MONEDA DE ORO Lo mejor de mi colección Hoy, veintinueve de agosto, mucha gente ha empezado a regresar a sus lugares de trabajo, y La Bahía anuncia ya sus merecidas vacaciones. Se podría decir que por fin huele a septiembre: uno de los meses que más me gustan junto con enero.

Desde esta mañana ha hecho un día formidable. El sol calentaba pero no asfixiaba, corría una cálida brisa procedente del sureste y el mar dormía profundamente entre los brazos de la bahía.

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El tiempo de la costa en septiembre es un gran desconocido para muchos. Aún no estamos en dicho mes, pero hoy ya ha hecho un día típico del mes que se avecina. En septiembre, a veces incluso el agua está más caliente que en agosto y el regreso de la gente a sus rutinas hace que la playa, los bares y todo el pueblo parezcan sitios completamente diferentes. Por lo demás, el día transcurrió tranquilo y sin que pasase nada de lo que hablar. Papi y yo nos fuimos a desayunar al pueblo. Luego nos acomodaríamos en la playa con sombrilla y hamacas, y entre sol, sombra y baños, nos daría la hora de almorzar. Acabado nuestro almuerzo en el chiringuito, nos apeteció ir a casa para sestear en los sofás del salón, bajo el aire del ventilador del techo. Todo transcurría tranquilo y sin novedad hasta que a la tarde Leo me despertó de mi siesta. Tímido de llamar al timbre por si mi padre aún dormía, me llamó a voces por la

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terraza. Le salió bien el plan, ya que le oí perfectamente al estar todos los ventanales abiertos. Lo bueno es que a pesar de sus voces no se despertó mi padre. Un poco desorientada por culpa del sueño me asomé a la terraza para invitarlo a pasar y, una vez entramos los dos en mi cuarto, me desplomé bocabajo sobre mi cama. Leo no supo cómo actuar de primeras, ya que yo tan sólo me limitaba a contestarle con monosílabos ahogados por mi almohada. Estaba tan dormida, que no caí en la cuenta de pedirle a Leo que se pusiera cómodo. El pobre no se atrevió ni a sentarse y, como yo empezaba a tardar en despertarme, al final se reveló contra mi flojera y me empezó a hacer cosquillas en el costado. Estaba tan relajada aún, que me costaba la misma vida defenderme de su mano. Pataleé caprichosamente entre risas obstinadas y un lloriqueo casi infantil. Y al final mi dormida coordinación se tradujo en una patada en las costillas de Leo. Paralizados por el pequeño accidente Leo, con su mano buena sobre su costado y yo con mis pelos de

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loca, empezamos a reírnos a carcajadas. Viendo lo brutos que éramos jugando, decidimos estarnos quietos por si algún empujón o golpe abría de nuevo la herida de su muñeca.

Tras el forcejeo, Leo me enseñó la evolución de su herida. Me alegraba saber que pronto podrá meterse a nadar, pues se le está curando muy bien. Incluso me comentó que con cuidado de no hacer ningún movimiento brusco, ya podría meterse en el mar.

Con tanto ajetreo Leo había conseguido despertarme definitivamente, así que pasó al siguiente plan: sacarme de casa e irnos a bañar. Ay que ver qué pesado se pone a veces. Me confesó que estaba muy aburrido, que le apetecía saltar de las rocas, o ir nadando hasta La Seca para ver peces. Nada de eso sería una buena idea porque se le podría abrir de nuevo su herida. Para que eso no ocurriese tendríamos que pensar en otra cosa. Yo aún seguía tumbada en mi cama, cuando le invité a tomarnos nuestro tradicional chocolate.

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Leo accedió encantado, con una mirada tan golosa, que ésta pareció darme las fuerzas que me faltaban para despegarme de la cama de un brinco.

Caminaba detrás de mi amigo cuando

al entrar en la cocina me detuve de pronto. Leo se giró y me miró extrañado. Entonces le dije que él fuera preparando la merienda mientras yo hacía algo que tenía que hacer. Perplejo, Leo se quedó en la cocina al mismo tiempo que yo buscaba la moneda de oro que había guardado cuidadosamente en mi armario. Una vez la encontré debajo de la ropa del último cajón, me la guardé en un bolsillo y volví a la cocina para ayudar.

Allí Leo me preguntó qué estaba haciendo, y yo le contesté que nada. Estaba loca por enseñarle la moneda de oro y contarle la historia del barco hundido, pero pensé que mejor que en casa, se lo diría en un sitio donde nadie nos pudiera escuchar.

Acabada nuestra merienda y después de

haberme cambiado, cogí mis gafas de buceo y la toalla para bajarnos al mar. Leo, contento

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por ir por fin a bañarse, caminaba delante de mí. Y así anduvo hasta que de nuevo me paré en seco justo antes de salir de casa. El pobre, más mosqueado que extrañado, me preguntó qué me pasaba hoy. No me bañaría con la moneda de oro en el bañador para no arriesgarme a perderla en el mar. Sin querer contestarle en ese momento, fui directa al cajón para guardar de nuevo mi valiosa pieza.

Le propuse entonces que por qué no bajábamos la tabla de surf para que así él no tuviese que nadar. De ese modo, mientras él permanecía sentado sobre la tabla, yo lo impulsaría con las piernas.

Así lo hicimos: entre los dos cargamos fácilmente la tabla y la llevamos desde la cochera hasta las rocas. Juntos nos fuimos hasta la playa tal y como yo había pensado. Por el camino no encontré nada especial, salvo un cementerio de erizos sobre la arena que había atrapada entre varias rocas. Pensé que a Leo le podría gustar mirarlos, así que le ofrecí mis gafas y a continuación me subí a horcajadas sobre la tabla. En el cementerio pudimos ver esqueletos de erizos de todos los

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colores y tamaños. En especial me gustaron los verdes, los rojos y los violáceos. No sabíamos si tantos esqueletos juntos se debía a que ellos frecuentan morir en un mismo sitio, o que el oleaje y la corriente los llevaron hasta allí una vez muertos. En todo caso no habíamos traído ninguna red para transportarlos hasta casa, así que otro día iríamos a por ellos. Entre unas cosas y otras la tarde se pasó muy rápida, y pronto comenzaría su fin. Después de habernos salido del agua, caí en la cuenta de que en toda la tarde no me había acordado del tiburón. Feliz por esa sensación despreocupada, Leo y yo nos secábamos con los últimos rayos de sol en nuestras rocas. Es increíble lo rápido que se mueve el sol, y lo poco que se aprecia ese movimiento durante el resto del día. Es justo cuando se empieza a esconder detrás del Cerro de Poniente cuando puedes comprobar lo deprisa que se escapa tras su loma. Leo y yo contemplábamos relajados los

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colores que se dibujaban en el cielo mientras olvidábamos el peligro que suponía permanecer en aquellas rocas tras la puesta el sol... ¡Mosquitos!, parecían haber estado acechándonos y esperando el momento exacto en el que el sol se puso para atacar en masa. Leo y yo nos apresuramos a recoger todas nuestras cosas para huir con la tabla de surf a casa. Entre risas, maldiciones y palmetazo sobre nuestra piel, pudimos escapar de la sangrienta emboscada. Una vez nos encontramos refugiados en casa, nos pusimos a contar las picaduras que nos habían dado. Sumamos del orden de cincuenta picaduras por cada uno entre orejas, cuello, manos, barriga… ¡teníamos picaduras por toda nuestra anatomía! Las picaduras de mosquitos que más odio son las de los sufridos tobillos y, para mi desgracia, de esas también pude contar una cuantas. Por suerte teníamos loción para picaduras de insectos en casa, así que ambos tuvimos trabajo hasta aliviar a todos y a cada

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uno de nuestros molestos picotazos. Leo y yo nos tuvimos que ayudar mutuamente para aplicarnos loción en aquellas zonas del cuerpo a las que no llegábamos bien, como son la espalda, la cintura y los muslos por detrás. Por fin acabamos de embadurnarnos en loción cuando recordé lo de la moneda de oro. Hice pasar a Leo a mi cuarto y le descubrí el secreto que guardaba en el último cajón del armario. Leo alucinó al ver semejante pieza de oro y mucho más le fascinó la historia del viejo barco hundido. Él me dijo que el naufragio de esos barcos había sido una vieja leyenda desde siempre. Al parecer y lo más curioso de esos hundimientos, fue que acontecieron justo en un día en el que no había ni tempestad ni guerra. Sencillamente se hundieron o desaparecieron. Entonces, yo quise confirmar que en esa leyenda se citaba a más de una embarcación, aunque por otro lado sé que hoy día tan sólo quedaba el barco que Uhý me enseñó.

Leo estaba maravillado, ilusionado y

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encaprichado con que Uhý y yo lo llevásemos a ver el barco. En un segundo, Leo lo había organizado todo para rescatar el tesoro: los barcos de pesca de sus familiares, las redes... ¡todo! Yo le dije que éramos los únicos seres humanos que sabíamos que existía ese naufragio, y le invité a que por ahora siguiéramos siendo los únicos en saberlo. Meditándolo un rato, Leo se sonrió y volvió a soñar con el momento en el que viera al barco y su tesoro. Finalmente, y con la moneda de oro en su mano, Leo declaró al naufragio y a su tesoro como nuestro gran secreto. También me agradeció toda la confianza y la sinceridad con la que le había tratado desde que en mi vida aparecieron Uhý y sus misterios.

Sin duda alguna fue fantástico ver la cara de Leo salpicada de picaduras de mosquito y con sus ojos llenos de brillo e ilusión. La moneda era preciosa y me gustaba

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mucho, pero al ver la fascinación de Leo al mirarla, he preferido dársela a él. Quiero hacer de esta historia, nuestra historia; y no quisiera que Leo olvidase jamás al barco, a Uhý y ni mucho menos a mí... Reconfortados por nuestra amistad, Leo se despidió con un fuerte abrazo y se apresuró para no llegar tarde a su casa para cenar. Está visto que hacerlo feliz me hace sentir muy bien. De repente entiendo que sobre todo quiero lo mejor para él, pero no estoy segura de que yo sea capaz de darle todo lo que él pudiera querer o necesitar… no sé.

Papá y yo cenamos al poco de irse Leo, y aquí estoy, de nuevo haciéndole honores a mi querido diario. En realidad cuando estoy con Leo me siento genial, pero cuando él no está me siento algo confusa...

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En ocasiones me sorprende el mismo miedo que sentí la noche tras el ataque del gran blanco, o cuando creí perder a Leo a lomos de el Draco...

Leo es el mejor amigo que tengo, y no quiero perderlo por nada del mundo. Buenas noches...

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30 de agosto LÁGRIMAS MUDAS Cuéntame diario qué me pasa

Esta mañana me desperté pensando

igualmente en Leo, y en algo que creo que debo contarle. Lo cierto es que no sé cómo decírselo ni cuándo; así que he optado por escribir una carta, ya que de esa manera me resultará más fácil expresarme.

Aunque parezca que todo ha pasado de

repente, sé que mi cariño hacia él se viene gestando desde hace tiempo. Y aunque me de vergüenza que él lo sepa, también sé que tengo que sincerarme. De lo contrario estaría

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viviendo una farsa, y este dolor cada vez me haría más daño.

En todo caso voy a comenzar la carta, a

ver qué es lo que escribo. Querido Leo: Hacía mucho tiempo que no escribía

una carta. De hecho, la que te entrego es bastante peculiar porque jamás le había escrito algo así a un amigo. Aunque ésta no sea una carta de amor, sí que es una carta de esperanza… pues con ella pretendo apañar algunas cosillas.

No cabe duda de que, para mí, tú eres

el mejor chico que he conocido. Tu afecto es más inmenso que todo el mar, y más puro aún que el agua cristalina. No pensé que hubiera alguien como tú en este mundo, de verdad: tan sólo pude imaginarte en el círculo de mis sueños. Hay un dulzor de inocencia en tu mirar y un alma tan sencilla que dan vida a

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la persona que, según me estoy dando cuenta, es la que más he querido en toda mi vida.

Tal vez, lo que expreso aquí te cueste

entenderlo: entenderlo porque yo no lo escriba bien, entenderlo porque sigues estando dedicado a tu delicado amor... o simplemente te cueste entenderlo porque ni yo misma sé lo que te estoy diciendo.

Sabes que siempre he disfrutado siendo

aquella niña que conociste hace ya muchos veranos. Lo cierto es que esa niña tímida y miedosa se convirtió en tu mejor amiga, y tú te convertiste en el mejor amigo de ella. Hemos sido como dos almas gemelas... dos almas que cada vez han tenido más cariño, e incluso amor, ¿por qué no? Esta amistad ha crecido cada vez más en mí, hasta que en un momento inesperado, sin saberlo y sin quererlo, me he dado cuenta de que me gustas. Y me gustas tanto que mi amor ha crecido en lo más profundo de mi ser... Te empiezo a amar y te quiero... Aún así, sospecho que no hay tregua para éste, mi corazón.

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Eres para mí el mejor chico: el más bueno y sincero, el que me rebosa de vida y energía, el que ha sabido siempre escucharme y me ha comprendido. Aquel muchacho que me ha ofrecido todo lo que sabe sobre el mar y la naturaleza, aquel que me ha enseñado también a navegar... aquel que sencillamente me ha hecho reír. Tú, compañero que me has demostrado tener un corazón tan grande que no te cabe ni en el pecho... tú, que me has enseñado el verdadero significado de la palabra AMISTAD.

Mi miedo no es porque no me sepas

amar... mi miedo es por perderte de verdad... El amor es un sentimiento insuperable;

pero si en él no tienes amistad, entonces no tienes nada. Para mí, la amistad es, de entre todos, el amor más puro y desinteresado.

Espero que mi sinceridad no destruya

nuestra alegría de ser quienes siempre hemos sido, no. Espero que este escrito, mi sentimiento, sirva para consolidar un lazo aún más fuerte que nace entre dos corazones que

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se desnudan y se muestran tal como son. Es como si de un secreto inocente e

infantil se tratase. No quiero otra cosa sino tu perdón, y

que todo siga como siempre... Lamento hacerte esto, pero si no soy

sincera contigo, dejaría de ser yo. Aquí me tienes arriesgando lo mejor que he tenido por culpa de un inesperado cambio de rumbo en mi corazón. ¡Estúpido mi ser que me juega malas pasadas! ¿Por qué no puedo controlar mis sentimientos? Sólo pretendo... no perderte, Leo.

No sabía cómo decirte todo esto. Ni si

quiera sabía si te lo tenía que decir. Sólo sé que contando la verdad todo es mucho mejor, aunque a veces una pueda perder lo que tiene.

Esta es la vergüenza de mi condena a

no poder ser quién tú creías que era... Esta es, la confesión de mi traición: un

amor que se viste de amistad. Perdóname...

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Nuevamente, la tinta y el papel son

quienes me chivan qué es lo que realmente está pasando dentro de mi corazón... Gracias Diario mío por aclararme con mis ideas.

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31 de agosto

EL APRENDIZ El saber y el maestro Con el día de hoy muere algo más que el mes de agosto, pues me he despertado con la misma esperanza agonizante por el amor de Leo, y con el mismo temor de alejarlo de mí y perderlo... Por otro lado pienso que el día y la noche son muchas más cosas que un sentimiento, así que ¡ya no quiero escribir más sobre eso!

Uhý y yo nos encontramos después de

dos días, y nos bañamos entre sargos y lisas por las aguas del litoral. Le comenté que Leo y yo también fuimos nadando anteayer a la

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Playa de los Guijarros, y que durante el trayecto ni siquiera me acordé del tiburón. Asimismo, le hice saber a Uhý que, a pesar de no haberlo visto desde el día veintiocho, he estado muy tranquila, porque tenía la certeza de que lo volvería a ver pronto.

Aparentemente nadábamos ojeando

todo lo que nos rodeaba de forma desinteresada, aunque en realidad manteníamos una conversación de esas que tanto le gustan a Uhý. Para empezar él, me preguntó qué me pasaba; pues quisiera o no, se me notaba en la cara que algo no iba bien. Sabía que Uhý me iba a comprender y a ayudar, pero aún así me costaba responderle a esa pregunta. Finalmente le conté lo que sentía hacia Leo, y aunque me dio mucha vergüenza, la necesidad que tenía por contárselo era aún mayor. Parece que cuando cuentas un problema a un amigo, el problema se queda en la mitad; o a veces incluso desaparece…

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Le pregunté entonces a Uhý si él sabía lo que yo podría hacer, pues hoy yo no estaba tan decidida a confesarle todo lo que siento a Leo. Él me dijo que lo mejor es siempre decir la verdad. Si me sincero con Leo, le estaré siendo auténtica, y eso me pondrá en mi verdadero lugar: con o sin él. Además, cuanto antes se pase el mal trago, antes desaparece su mal sabor. Por otro lado, decir la verdad nos permite tener el corazón libre de cargas, y por ello podremos ser felices más fácilmente. Es como aquel que tiene una herida y no se la cura a tiempo: ésta podría infectarse e incluso provocar la muerte… Lo mismo ocurre con las heridas del corazón. Uhý me dotó de fuerza y sensatez al decirme todo esto. Ahora sólo quedaba esperar al momento idóneo en el que supiera entregarle la carta a Leo. Las palabras de Uhý siempre me han gustado mucho. Escucharlo es un placer, y de

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nuevo lo admiraba por todo aquello que decía. Nuestra conversación cambió completamente cuando le pregunté cómo es que siempre tenía una respuesta para todo. Él me contestó que si es que acaso se puede saber todo. ¿Acaso el ser humano conoce todo lo que no ve con sus propios ojos, siente con su piel o huele con su olfato?... Uhý me planteaba esa pregunta seguida de un «no», para añadir que él tampoco conoce todo lo que hay en este mundo, como por ejemplo la magia de la vida y la muerte. Me recordó que muchos de nosotros sólo sabemos acerca de lo que percibimos con nuestros sentidos físicos, pero que al igual que hay estímulos que acertamos a interpretar, hay otros que ni siquiera podemos captar; que al igual que hay conocimiento, también existe el desconocimiento; si bien podemos creer en lo que ya sabemos, podríamos también tener fe en aquello que ni palpamos, ni vemos...

Además, no contentos con la infinidad de cosas que se pueden aprender, él piensa

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que muchas de esas cosas aceptan más de una verdad, más de una realidad, más de una perspectiva. ¿No es cierto que sobre un mismo tema pueda haber más de una opinión sin dejar de ser éstas compatibles...?

En todo caso, y rememorando aquello que me dijo el día que me desveló la existencia de la cultura de los delfines (aquello de que hemos de acoger con respeto a cada uno de los planteamientos que se nos presentan, y dejarlos ir si con ellos no comulgamos), insistió en la importancia de nuestro juicio crítico ante cualquier novedad.

Para todo hay respuestas, aunque es cierto que aún quedan más preguntas por plantearnos. Uhý considera que no se puede saber todo, pero no por eso nos vamos a rendir y vamos a dejar de estudiar el mundo y sus maravillas. Hay tantas preguntas sin contestar aún… Quizás algún día poseamos el don de hallar todas esas respuestas; o quizás, tan sólo estemos condenados a poder plantearnos esas preguntas…

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Quién sabe qué grandes civilizaciones han podido reinar en este planeta hace millones de años... Quién tiene la verdad absoluta de los dioses que se han presentado por cada una de las culturas. Cómo surgió todo lo que conocemos… ¿y cómo acabará? Muchos son enigmas perdidos en el pasado y condenados a la extinción por su desconocimiento. Otros, en cambio, son suposiciones nutridas por la esperanza de ser reales. Es la fe la única capaz de saciar nuestra incertidumbre ante tales interrogantes.

Entonces le pregunté a Uhý si él sabía las respuestas sobre esos temas de los que estábamos hablando. Me contestó que no. Él no sabe ciertas cosas, aunque sí puede elegir creer en ellas o no… Llegados a este punto en la que la mente empieza a fantasear para dar sentido a alguna de nuestras dudas, Uhý se acordó de una vieja leyenda marina que justamente hablaba del ser humano: La Atlántida. Según cuenta la leyenda, los atlantes fueron castigados por los dioses cuando

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algunos hombres comenzaron a codiciar y a ocultar celosamente su saber. Esto fue interpretado por los dioses como una crueldad, pues el conocimiento se puso al alcance del ser humano para ser descubierto poco a poco, y con ello hacer el bien común para todos los seres. Eso era lo deseable, pero nacieron hombres malos y corruptos que se quedaban las respuestas para sí y su beneficio propio. Desde ese mismo instante, La Atlántida fue sentenciada a su desaparición bajos las aguas. Tan sólo a unos pocos, a los puros de corazón, se les daría la oportunidad de seguir sus vidas en armonía con el resto de la creación bajo el nombre de neoatlantes. Una nueva vida, que según cuentan, se daría en la maravillosa isla de Nueva Atlántida.

¡Atlántida!... ¡En el mar también se habla de la Atlántida!... por un momento me ilusioné al pensar que esa coincidencia era la prueba final de que realmente había habido una Atlántida. Acto seguido me acordé de que si el hombre conocía o sabía algo, lo más probable es que también lo conocieran nuestros amigos los delfines: ¿qué era lo que

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no sabía Uhý de los hombres que no supiéramos nosotros…? Por eso mismo, si el ser humano se hubiera inventado lo de la Atlántida, no sería extraño que los delfines también hubieran escuchado de su «existencia». Supongo que lo que Uhý me ha querido decir es que todo lo que existe y ha existido es tanto que sería imposible conocerlo por completo. Que cada cosa que descubramos o nos descubran, aunque no la creamos o pensemos que no nos sirva, podemos al menos aprovecharla para enriquecer nuestro aprendizaje. Y, por supuesto, considerar que hay muchas realidades, tantas como somos en este mundo. Ser sabio no es sólo tener muchos conocimientos: es también querer y saber aprender, y conseguir que los demás aprendan de nosotros mismos.

Tras escuchar todas estas reflexiones me quedé un poco pensativa.

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Después de una charla tan condensada, y cambiando totalmente de asunto, nos fuimos a las faldas de los Acantilados del Sureste. Allí yo le propuse a Uhý que porqué no inventábamos algún juego nuevo. Pensé en jugar con una piedra, que previamente lanzaríamos al fondo sin mirar dónde caía para luego ir en su busca. El juego estaba entretenido; el inconveniente era que Uhý siempre me ganaba porque era más rápido que yo y veía mejor debajo del agua. Jugar a los saltos también sería un triunfo aplastante por su parte, al igual que lo serían las carreras, ver quién bajaba a mayor profundidad, o quién era capaz de aguantar más tiempo debajo del agua. ¿Qué hacer para encontrar una competición justa? Lo dos teníamos mucha ganas de jugar; pero ¿a qué? ¿Qué juego podría igualar nuestras fuerzas para darle más emoción a la competición? Se me ocurrió entonces jugar a imitarnos mutuamente. Qué divertido fue ver a Uhý imitando mi forma personal de hablar,

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o cuando a mí se me ocurrió chillar como un delfín. Esto último fue espantoso tanto dentro como fuera del agua.

Luego procuré nadar como él, incluso intenté mantener medio cuerpo fuera del agua batiendo mis piernas como una cola: ¡imposible! No logré gran cosa, pero tampoco me quedó muy mal. Por otro lado, ver a Uhý bajo el agua intentando imitar a un ser humano caminando fue lo mejor del día: ¡es todo un payaso! A continuación dimos comienzo a un torneo con juegos de palabras y habilidades numéricas. Entonces sí estuvieron las fuerzas más igualadas. Tanto rato llevábamos ya dentro del agua que empezó a darme un poco de frío. Para combatirlo, pasamos a juegos de mayor acción física. Yo siempre quise ser propulsada por un delfín, así que me puse flotando firme, con los brazos completamente estirados por

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encima de mi cabeza y las piernas rectas. A continuación, Uhý me empujó por los pies con todas sus fuerzas por la superficie. ¡Fue increíble la velocidad de los dos cuerpos alineados cortando el agua! Otro juego que se nos ocurrió fue que Uhý tomase mucho aire para flotar como una tabla; una vez así, me subiría encima de él y procuraría permanecer de pie. Definitivamente, este juego sí que fue difícil, si no imposible. Luego optamos por descansar haciéndonos los muertos. Al tiempo que intentábamos flotar boca arriba, tomábamos un punto de referencia en tierra para comprobar cómo la corriente nos arrastraba. En definitiva, un montón de juegos simples que nos amenizaron el día y nos sirvieron también para hacer algo de ejercicio. Una vez dimos por terminados nuestros juegos acuáticos, empecé a sentir algo más de frío, así que nos fuimos de regreso a casa. Durante el trayecto, Uhý retomó el tema del saber y el creer, recordándome aquello que me dijo el otro día: aquello de que no sólo se puede aprender

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de cada situación, sino también de cada ser con el que te cruzas. Si se supone que Uhý es el maestro y yo su aprendiz, hoy he sido yo quien le ha enseñado algunos juegos a él; convirtiéndome entonces yo en maestra y él en aprendiz. A mí me parecía un ejemplo un poco pequeño, aunque no por eso dejaba de ser válido. ¡Todo el mundo debe ser maestro, y todo el mundo debe ser aprendiz!

Desde luego, este delfín no deja de asombrarme con su forma de entender las cosas.

Ver y jugar con Uhý me ha servido para oxigenarme un poco y afrontar así mejor mi realidad con Leo. Ahora he de ser valiente y fuerte.

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1 de septiembre

CONFESIÓN El amor de Leo

Tras pasar casi toda noche en vela,

decidí ir a primera hora de la mañana a ver a Leo.

Preocupado por mi aspecto cansado y

mi madrugón, Leo me invitó a desayunar y a hablar. Muerta de miedo rechacé la oferta, y armada de valor le entregué la carta pasada a limpio. Ingenuo, Leo se ilusionó por la carta y, curioso, me preguntó que de qué se trataba.

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Tan sólo bastó esa pregunta para saber

que Leo no se enteraba de nada. Fue en ese mismo instante cuando comprendí que su forma de tratarme no se correspondía con un amor hacia mí. Aún así, lo que había empezado lo quería terminar. No le dije sobre qué trataba la carta, pero sí le aseguré que era algo muy importante para mí, y que en ese momento ya tenía que irme. Leo, con el ceño fruncido y extrañado por mi conducta tan rara, me dejó marchar. Y bueno, aquí estoy de nuevo inmersa en mi diario. Ahora voy a descansar un poco, pues después de una noche sin dormir estoy agotada. Sólo espero que Leo me comprenda, y si no es capaz de hacerlo, que al menos sepamos seguir siendo los mismos de siempre. Venga Ágata, feliz sueño.

* * *

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Después de todo el día…

Es casi la hora de ponerse el sol, y aún

no sé nada de Leo. ¿Habrá leído la carta ya? ¿Y si está enfadado?... Por lo pronto, no tengo ganas de escribir.

* * *

Cuando ya cayó la noche... Ahora sí... estoy mucho más tranquila.

Fue después de cenar cuando Leo tocó en mi puerta. Mi sorpresa por verlo era tan grande como el deseo de no escuchar nada de sus labios. Me preguntó que porqué no había hablado antes con él. Que por qué me lo había guardado todo tanto tiempo. Fue su voz cálida y sosegada la que al parecer me dio

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un empujón para terminar de desahogarme ante Leo. Yo no quise llorar así. ¿Por qué tenía que hacerlo? Por qué esas lágrimas cuando tengo lo mejor que jamás he tenido: el cariño y una amistad que roza el amor más puro y desinteresado que jamás he percibido de alguien. Digamos que lo tengo todo... pero tampoco tengo nada. Si ya paso día y noche junto a él, si ya compartimos las mismas penas y alegrías... si nuestros sueños son los mismos, aunque… parece ser que por separado. ¿Hasta qué punto estás lejos de quien tienes tan cerca?... ¿por qué querer estar más cerca de alguien a quien no puedes acercarte más?... Por qué no saciarme con esa sensación de felicidad que me rebosa por estar junto a él... Qué tiene el cuerpo que nos engaña, y hace que un amor espiritual sea incompleto...

Sé que sanaré el corazón, y que seguiré amando a Leo hasta el fin de mis días. Sé que podré volver a amar y ser amada, pero nunca lo olvidaré a él...

Sencillamente, aceptaré nuestras

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limitaciones, y haré del amor del alma el mejor de mis descubrimientos. Puede que sufra por no poder tener su calor, su piel, su abrazo... y será entonces cuando recuerde la suerte que hemos tenido al conocernos, la suerte que tuve al encontrar su amistad, la suerte de saber que aún tengo fuerzas para amar.

La verdad es que Leo vuelve a

sorprenderme para bien, pues ha sido muy comprensivo conmigo y asegura que está dispuesto a ayudarme para que sigamos siendo amigos. ¿Cómo no voy a luchar por él?

Leo me agradeció enormemente mi

sinceridad. También me dijo que aunque debería curar mi corazón, jamás cambiase por nada.

Estaba clarísimo que yo no era para él...

Me confesó que él confía en que haya una vida después de la muerte porque así tendría una eternidad para estar siempre junto a su amor. Cuando me dijo esto me quedé sin habla. ¡¿Se puede ser más romántico?! ¡Qué

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perdición!: gracias a comentarios como ese entiendo que Leo no está hecho para mí; aunque, por otro lado, gracias a sus palabras recobro la fe en el verdadero amor.

Me pidió que comprendiese que él no

es capaz de cambiar su forma de amar, pero que lo más importante es que los dos hemos sido sinceros, comprensivos y, sobre todo, amigos.

Ahora corre de mi cuenta el curarme

para que todo sea como antes. Lo difícil de mi recuperación es que él es tan espléndido que cuesta horrores dejar de amarlo.

Un fuerte abrazo nos despidió por el

momento, tranquilizándome al escuchar un: «todo va a salir bien».

Aunque aparentemente el amor haya

muerto para mí, la esperanza ha renacido aún con más fuerza, y es por eso que seguiré mirando al cielo, esperando una estrella.

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2 de septiembre DEL CHIRINGUITO A PUERTO BLANCO Un día con nubes

Algo entristecida por lo de Leo, empiezo a hacerme a la idea de que es mejor así. Después de todo, no me encuentro tan mal, y para nada esto significa el fin del mundo.

Ahora es por la tarde y acabo de llegar

a casa después comer fuera con Leo. Han sido tantas las emociones en estos últimos días, que me merezco descansar como es debido...

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¡En lo que queda del día no pienso hacer nada más que no sea viajar del sofá a mi cama!, pero antes voy a contar lo que llevamos de día: Leo vino antes del mediodía para invitarme a almorzar en el chiringuito de la playa, «El Pulpo y la Uva». No sé si lo hizo porque él sentía remordimiento por no querer y no saber corresponderme, o simplemente lo hizo porque quería animarme un poco y seguir corriendo esta vida juntos, como antes lo hemos hecho. Estuvimos sentados en las mesas del chiringuito que hay sobre la arena de la playa, bajo la sombra de ese tupido cañizo que tiene por techo. Higueras y palmeras ayudaban a la parra para hacer de su sombra una de las sombras más fresquitas de toda La Bahía.

Desde que, en una ocasión, allí en el chiringuito un pájaro de un árbol cagó dentro del café de Leo, siempre que vamos a «El Pulpo y la Uva» nos cobijamos bajo techo, toldo o sombrilla. ¡Es muy divertida la cara que pone Leo cuando le pasan este tipo de

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cosas! Además, recuerdo que aquel día se cambió de silla dos o tres veces precisamente por el peligro que suponía tener tantos gorriones encima de la mesa… ¿No parece que quién más huye de su suerte antes la encuentra? Esta vez él me quiso convidar a comer, y aunque yo me negué en rotundo, al final lo consiguió. Las sardinas estaban deliciosas, recién asadas por el fuego que se consumía sobre la arena. Probamos también el pulpo que doraban en las brasas de la barbacoa y, para terminar, saboreamos las frutas más dulces y jugosas de toda la costa. Una mesa repleta de colorido y sensaciones para charlar y jugar a que no había pasado nada entre Leo y Ágata...

Lo cierto es que todo nos ha salido bastante bien, y tengo la corazonada de que todo va a volver a ser como antes. Dicho de otro modo: si Leo tan sólo sabe ser mi amigo, yo he de aceptarlo así y cuidarlo como el mejor de los regalos. Como bien dice Uhý, hemos de conformarnos y ser felices con lo cada persona nos quiera dar humildemente.

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Hoy, al fin, parece que todo, menos el turbulento tiempo, está en su sitio. El viento derribó alguna que otra silla mientras almorzábamos, y de vez en cuando grupos de nubes cegaban al sol para dejarnos en una penumbra total. De todas formas, se estaba muy a gusto comiendo al aire libre con la certeza de que aún se sentía el verano. Aunque ajetreado, el día estaba complaciente; ¡incluso olía a lluvia! Ahora me alegro de que el viento y el crecido oleaje se hayan amansado, pues Leo sale esta noche de pesca con los compañeros de su tía Inés, la cual hoy se encuentra enferma. Es mejor así, pues cuanto más tranquilo esté el mar, más seguro estará todo el mundo. Le pregunté entonces si podría ir a la mar con su muñeca así, y la cicatriz de su herida habló por sí sola: ¡estaba prácticamente curada! Espero que no le moleste mucho y pueda faenar bien. Después de un café sin «cositas» de gorrión, nos despedimos.

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La tarde sigue transcurriendo, y aunque aún queda más de una hora de luz, el cielo nublado nos hace creer que ya va a oscurecer. Nunca vi unas nubes tan llamativas como las de hoy: dos flancos negros comenzaban a oprimir a otra gran nube blanca que se condensaba justo encima de La Bahía. Mi padre me acaba de proponer un paseo hasta Puerto Blanco para ver los barcos atracados. La verdad es que no tengo muchas ganas de hacer nada, pero al final voy a ir para hacerle compañía y también para combatir un poco mi flojera. Lo cierto es que nos gusta mucho ir allí, pues a veces se ven unos barcos preciosos. También aprovecharé la caminata para visitar al Draco y ver cómo duerme.

Los paseos por Cabofaro son muy agradables, pues entre las casas vecinas hay abundantes árboles, e incluso puedes toparte con ardillas. ¡A ver si de camino vemos alguna! En una ocasión paseábamos Leo y yo hasta el faro, cuando en un muro de jardín encontramos una de éstas. Aquella ardilla era

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tan simpática que se acercó a mis manos sin miedo pensando que en ellas había comida.

Bueno, aquí lo dejo por el momento,

pues ya me ha llamado mi padre un par de veces. ¡Luego te veo Diario y te cuento qué tal nos ha ido en el puerto!

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3 de septiembre LA TORMENTA Noche en vela

Hoy no sé por dónde empezar. Han pasado tantas cosas que no sé cómo hacer para plasmarlas todas en mi diario. Se supone que mi intención de ayer era haber seguido escribiendo tras el paseo con papá a Puerto Blanco; pero tuvimos un contratiempo de última hora que me impidió continuar:

No habíamos llegado aún al puerto, cuando empezó a chispear. He de reconocer que tanto papi como yo pecamos de poco previsores, pues ya antes de salir de casa, el cielo parecía tener ganas de descargarse.

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Lo dicho; esos nubarrones y el olor a lluvia que tuve durante todo el día al final se tradujeron en agua caída. Fueron unas pocas gotas que no dejaron de caer hasta que regresamos a casa. Nuestro error fue creer que esa lluvia tan fina no nos llegaría a mojar y por eso anduvimos hasta el puerto. Al llegar de vuelta a casa, comprobamos que teníamos calada hasta la ropa interior. Yo tuve que secarme el pelo, y ambos nos cambiamos nuestras ropas, de hombros y espaldas empapadas. No nos importó que se aguase nuestro plan; al fin y al cabo pudimos caminar, que era nuestro cometido. También consideramos que el campo estaba sediento después de un verano tan seco, por lo que aquella lluvia en verdad era bienvenida. Fue al anochecer cuando la lluvia continuó cayendo con más fuerza. Papá y yo cerramos las ventanas porque, cuando soplaba un poco de viento, el agua se colaba dentro de las habitaciones. Una vez nos sentamos a cenar, se fue la luz. Al principio creímos que

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había sido una avería en nuestra casa, pero al mirar por la terraza pudimos comprobar que había sido un apagón general en todo el pueblo. Fue entonces, estando a oscuras, cuando empezaron los rayos y los truenos. La tierra había dejado la luz de sus pueblos para dar comienzo al espectáculo eléctrico del cielo. Los truenos rugían con tanta fuerza que incluso vibraban los cristales de las ventanas. Algunos rayos eran tan largos que no se veía ni su principio ni su fin. Otros cegaban de blanco toda La Bahía e iluminaban las costas vecinas que se asoman tras el Cerro. El mar fue espejo de tales destellos, y la tierra aguardaba temerosa de esos cuchillos de luz. La lluvia no dejaba de caer como lo hacía desde hacía horas, y los rayos eran cada vez más frecuentes. ¡Había rayos que parecían salir del mismísimo mar! Papá y yo nos acomodamos tras los cristales de la terraza para ver aquella sobrecogedora y enfurecida naturaleza. Yo quería salir a la terraza para sentir el viento húmedo y ver mejor la tormenta, pero papi

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me dijo que era peligroso, pues no sería la primera vez que se ha metido un rayo por las ventanas abiertas de una casa. Dicho esto, me reprimí tras el cristal y me volví a acurrucar en los brazos de mi querido Tomás.

De repente recordé que Leo habría salido anoche a pescar. Por más que buscaba alguna barca de pescadores en la bahía, no veía ninguna luz... Confié en la experiencia de aquellos hombres con los que él iba y quise creer que se habrían quedado en tierra. Finalmente, decidí no pensar más en aquello.

Mi padre no acertaba a saber si la tormenta estaba lejos o cerca, pues había tanta actividad eléctrica que no sabías qué trueno le correspondía a cada rayo. Hicimos aquello de contar los segundos entre el rayo y el trueno, pero nos resultó imposible averiguarlo con tantos a la vez. En todo caso la tormenta no debería andar muy lejos, ya que se oía demasiado fuerte. De nuevo, ausente y preocupada por mi amigo, tuve que «despertar» bruscamente cuando cayó un rayo justo a unos metros de

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casa. Fue impresionante ver cómo el crujido tan descomunal que pegó contra el suelo de fuera iluminó hasta el último rincón del salón. En ese momento, reconozco que empecé a tener miedo no sólo por Leo... Aburridos de tanta agua y alejados de las ventanas después de caer el rayo, encendimos unas velas y terminamos lo poco que nos quedaba por cenar. Una vez acabamos la cena, abandonamos la mesa tal cual estaba; ya la recogeríamos en otro momento en el que pudiéramos ver mejor. A la luz de nuestro quinqué, penosamente nos pusimos a jugar a las cartas. Anoche le pregunté a papá si se salía a pescar en noches como esa, y me contestó que no sabía la respuesta. Él supuso que, si se trataba de pesca en baja mar, entonces los pescadores podrían volver a casa en cualquier momento, o directamente no habrían salido de la playa. Su lógico planteamiento encajaba perfectamente con mis deseos, pero pese a todo, aún desconocía el verdadero paradero de Leo.

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La tormenta eléctrica ya había pasado hacía un buen rato, pero el agua no dejó de caer en ningún momento. Papi alumbró con una linterna al cuadro de contadores para comprobar que la luz aún no había llegado. Acto seguido echó un vistazo fuera de casa con la misma linterna, y cuál fue su sorpresa cuando advirtió en qué se había convertido nuestra calle: impresionado, descubrió cómo la lluvia había transformado a ésta en un enorme río embarrizado que, con fuerza, bañaba la calzada de lado a lado. Los ventanales de la terraza eran salpicados sin cesar por culpa del creciente viento de poniente. La perseverancia de la lluvia encharcó la terraza y pronto empezaría a filtrarse agua por las ranuras del suelo de dichos ventanales. No dejaba de llover y, al parecer, tampoco pensaba dejar de hacerlo. De pronto, una basta cortina de agua se desplomaba sobre La Bahía. La luz de la linterna que

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iluminaba hacia fuera no dejaba ver nada más que agua. ¡En mi vida vi diluviar así! El sonido de la incansable agua sobre la casa y ver cómo la situación empezaba a ser descontrolada, nos puso a los dos un poco más nerviosos. La riada empezó a crecer hasta que el agua llegó al nivel de nuestra entrada. Era frustrante ver cómo ésta pasaba por debajo de la puerta a pesar de estar cerrada. A este problema se le sumaba el de la terraza inundada, cuyos ventanales continuaban filtrando agua. Entones fue cuando mi padre se dio cuenta de que la alcantarilla de la calle estaba atascada por ramas y hojas. Rápidamente le busqué un chubasquero mientras él se ponía unas viejas botas de pescador para, a continuación, salir a desatascarla. Una vez equipado y preparado, abrimos la puerta a toda prisa para que él pudiera salir sin que entrase mucha agua. Por más que intenté ser rápida cerrando la puerta no pude evitar que se encharcara todo el pasillo. Me asomé por la mirilla de la puerta para saber cuándo tenía que abrirle a mi padre. Entonces pude verlo agachado, cortando el agua del suelo con sus botas e

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iluminándose las manos con la linterna que difícilmente sostenía entre sus dientes.

Fue buena idea desatascar aquella pequeña alcantarilla, pero con lo que estaba cayendo no serviría de mucho. Volver a abrir la puerta para dejar entrar a mi apresurado padre fue motivo más que suficiente para inundar esta vez hasta la cocina. El agua seguía luchando por encontrar su camino; por eso, desde la puerta de la calle y desde la terraza se fue metiendo lentamente a través del pasillo y del salón en dirección al patio interior, que está justo entre las dos entradas. Agobiados, abrimos la puerta de cristal que da a dicho patio para que el agua se fuera por el sumidero que hay en su centro. El patio pronto empezaría a servir de desagüe tanto para el agua que caía desde el cielo como para la que nos invadía por el suelo. No obstante, el sumidero no era capaz de desalojar tantos litros a la vez, por lo que comenzó a subir el nivel del agua hasta llegar a la altura del resto del suelo de la casa.

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Entonces sí que estábamos en un apuro feo: no paraba de meterse agua, y no había lugar por donde desalojarla. De la forma más rápida, encendimos todas las velas, lámparas de aceite y cualquier cosa que diera luz para poder ver bien.

Aprovechamos el momento en el que dejó de llover tan fuerte para subir a las mesas las sillas y cualquier cosa que se pudiera dañar con el agua... obviamente, las mesas, los sofás y las camas tendrían que mojarse. Por fin el agua comenzaba a filtrarse más despacio por las ranuras. Tras reunir cubos y recogedores, fui a secarme los pies y a ponerme unas botas de agua, ya que los tenía helados por culpa de tanta agua de lluvia. No había llegado aún al armario cuando mi padre me llamó alarmado. ¡Estaba diluviando otra vez! ¡Y esta vez la lluvia era aún más intensa y despiadada! El ruido del agua cayendo era casi ensordecedor. Papá y yo teníamos que hablar a voces para podernos oír. El nivel del agua volvía a subir sin que nosotros pudiéramos

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hacer nada. Al menos se evitaría algo si vaciábamos los cubos de agua en la bañera. Papá estaba equipado para el agua, así que él se puso debajo de la lluvia a llenar cubos en la zona más profunda del patio. Yo acercaría los cubos llenos al cuarto de baño y allí los tiraría. Tanta agua había, que los cubos se llenaban más rápidamente de lo que se vaciaban. Por más que nos apresurásemos, había cada vez más y más agua. Tanto quise correr que resbalé y caí al suelo de medio lado. La sandalia se me escurrió del pie, y al caer el cubo sobre mí, éste me hizo un pequeño corte en la pierna. Todo pasaba muy rápido, pero más rápidas tenían que ser nuestras decisiones y, sobre todo, nuestras actuaciones. Seguimos trabajando duro y sin parar, pues no nos rendíamos. Además de tener frío, nos dolía la espalda por cargar tantos litros en tan poco tiempo, y aunque ya habíamos achicado bastante agua, el patio y la casa se seguían inundando. Mi padre, lapidado por una pared de agua fría, por pocas también resulta herido cuando casi le cae encima una teja.

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Lo dicho, no creo que esa última

descarga de agua hubiera durado muchos minutos, pero el tiempo que durase se nos hizo interminable. Una vez hubo caído toda esa agua desastrosa, continuó lloviendo delicadamente sobre la repentina piscina de dentro de casa y sobre la encapuchada mirada de mi padre, agotado como yo. Yo temblaba aún de la emoción y el miedo. Mis músculos también temblaban por la fatiga de haber trabajado a contra reloj.

Cuando hicimos balance de los daños, comprobamos que la cocina, el salón-comedor y mi habitación estaban completamente encharcados. El pasillo y el patio fueron los espacios más afectados por la inundación. Estuvimos achicando agua con los cubos hasta que el nivel de la misma nos obligó a utilizar escobas y recogedores. Aún se me saltaban las lágrimas al pensar en todo lo que había pasado. Una vez fregamos y secamos los suelos y los muebles mojados,

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saciamos toda la sed y el hambre que la tormenta nos había ocasionado. Al salir de la caótica cocina, mi padre siguió atento al cielo mientras yo me daba un baño caliente con sales: ¡quién diría que después de habernos secado al llegar del puerto, tendríamos que volverlo a hacer por segunda vez! Anoche ya era muy tarde cuando decidimos irnos a la cama. Mi padre me pidió que descansase tranquila mientras él mantenía un ojo abierto por si volvía el agua. Al mismo tiempo que me arropaba con las sábanas, pensaba que tanto había deseado ayer no haber movido ni un dedo, que al final tuvimos que trabajar incansables. Por otro lado, a pesar del problema que tuvimos en casa, no dejé ni un instante de acordarme de Leo. ¿Cómo y dónde estaría? Procuré descansar pero al final esta mañana me levanté antes del amanecer y me fui a la playa en busca de Leo. Allí había una barca recién llegada, pero no era la suya.

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Vi a una mujer que esperaba oteando el horizonte y me acerqué a ella para preguntarle. Me informó de que anoche salieron pocas barcas, pues muchos hombres barruntaron lo que se les avecinaba. Ella no sabía nada sobre el paradero de Leo, ni tampoco del de su marido.

Unos metros más adelante vi a Yaya Ana y a Tía Inés. Les pregunté por Leo y me contestaron que aún no había vuelto su barca. Tanto su abuela como su tita sollozaban por todo lo que había pasado: una noche horrible en tierra y seguro que también en la mar.

Su tía, enferma, se culpaba por haberse quedado esa noche en casa en vez de Leo. Las fuerzas que tuvo que gastar quitando lodo en tierra las pudo haber usado en la mar, y así no habría puesto en peligro a su sobrino.

Tras escucharlas atentamente, miré por encima de aquellas mujeres para ver el maltrato que la tormenta había ocasionado a La Casita de Pescadores. Me quedé impresionada cuando vi la higuera tumbada sobre la tapia también quebrada… Había una

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gruesa alfombra de lodo que salía del interior de la casa, prolongándose como una lengua desde la puerta principal hasta la playa.

Yaya Ana procuraba mantener el control de la situación, y yo por mi parte intenté tranquilizarlas dándoles todo mi apoyo.

Ya no era primera hora de la mañana,

por lo que para un pescador sería tarde para arribar a tierra.

Las tres amábamos a Leo, y si ya me

encontraba mal por tanta incertidumbre, ver la temblorosa barbilla de la abuela con su boca seca, me rompía aún más el corazón.

Permanecimos juntas en el silencio

mirando hacia mar adentro. Estar en la orilla, hacía subsistir esa mezcla de esperanza y tranquilidad empobrecida por la amarga espera. Madre e hija se abrazaban cuando una lágrima destelló en los hundidos y ancianos ojos de Ana. Creí que esa lágrima se debía a

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que la mujer se había dado por vencida, ¡pero afortunadamente lloraba de felicidad! ¡Era Leo!: por fin divisamos su coloreada barca de pescadores, que pesadamente se abría paso hasta la playa. Por detrás de nosotros se aproximaron las familias de los pescadores que acompañaban a Leo; finalmente nos encontramos todos los seres queridos, bañados hasta las rodillas por el generoso mar. Esperé a que Yaya Ana y Tía Inés saludasen a Leo en paz. Después de muchas risas de mejillas mojadas, todo fue volviendo a su normalidad. La tía de Leo también abrazó a sus amigos, sobre todo al que llaman «holandés».

Yo aproveché la dispersión para quedarme con Leo y abrazarlo como había deseado hacerlo tanto tiempo atrás. Él estaba contento por llegar a casa y apenado por habernos preocupado.

Yo lloraba en su pecho al tiempo que lo apretaba cada vez más fuerte contra mí. Sin duda alguna, ha sido el abrazo de amor más intenso y verdadero que jamás he dado. Sentí

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su corazón, su calor, ¡sentí que estaba vivo y con nosotros! Me di cuenta de que un amor no ha de ser correspondido como una lo desea, ni tampoco ha de ser romántico para que te llene de felicidad. Leo estaba bien, y eso era lo más importante. Cuando decidí soltarlo, lo agarré de su mano delicadamente para ver cómo tenía la muñeca después de una noche tan movida. Me pareció verla bastante bien, y según me contó, apenas le había dolido. A pesar de la gran noticia, no todos estaban conformes, pues aún faltaba una barca por regresar… Aquella mujer que velaba por su marido permanecía sola en la orilla. Estática como el faro y cada vez más oscurecida por el miedo, nos miró casi sin moverse. Su mirar ahogado se alegraba por nosotros bajo una tremenda tristeza… Con mi corazón roto por su dolor y mis ojos aún hinchados por Leo, me acerqué a ella y le procuré dar el mejor de los ánimos. Su rostro se endulzó por un instante…

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Una vez la Yaya se había despreocupado por su nieto, comenzó a dar órdenes a Leo y a su hija Inés para arreglar entre todos el desastre que la riada había ocasionado en su casa.

Yo me ofrecí encantada para ayudarlos, pues a pesar de no haber dormido nada y de haber pasado tan mal susto, me encontraba con ánimos. Supongo que ver a Leo en la playa me llenó de fuerza.

Tras mucho trabajo, los cuatro dejamos

la interminable tarea para continuarla al día siguiente. Ahora, después de todo el día quitando barro y fango, y de haber cumplido con mi diario, creo que sí voy a caer rendida en la cama. Eso sí, miraré una vez más al cielo por si hubiera nubes…

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4 de septiembre

DESPUÉS DE LA TORMENTA La calma

Hoy La Bahía se recupera lentamente

de todas sus heridas. Daba la sensación de que la naturaleza estaba plenamente tranquila, como si por fin hubiera hallado el descanso que tanto necesitaba.

Esta mañana regresé a casa de Leo para

ayudar a su familia con todo ese fango. Mi padre, en cambio, se quedó en casa para limpiarla bien y arreglar los desperfectos.

Todo estaba sumido en un deprimente caos: el que ayer era un pueblo fantasma, hoy volvía a estar repleto de gente. Gente

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arreglando los destrozos y recogiendo la suciedad. Gente que, tras dejar atrás un paraíso vacacional por motivos de trabajo, ha tenido que regresar para ver cómo se encontraban sus casas.

Había barro y arena por todos sitios.

Algunas ramas e incluso troncos medio enterrados por el fango compartían cementerio con un sinfín de cañas partidas. Algunas personas alucinaban por la fuerza del agua y los desperfectos de la tormenta; en cambio, a otras se las veía tristes, abatidas... y aún con miedo.

Entre tanto, un perro, encanijado por

el barro seco de su pelaje, trotaba en medio de la multitud. Al llegar a La Casita de Pescadores pude encontrar a Leo y a los suyos trabajando como lo hacía el resto del pueblo. Incluso Rober, el holandés, había ido a echar una mano.

Si en mi casa lo pasamos mal, en casa de Leo lo pasaron mucho peor. La casa de los Bajamar está situada sobre la misma playa; a sus espaldas se encuentra la huerta que tienen

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y, a continuación, el Cerro de Poniente. Por ese motivo, por tener tan encima el monte, la lluvia también pudo recoger barro para ellos. Según dijeron, el agua manaba negra del retrete y pronto la puerta trasera, la que da al huerto, empezaría a flaquear ante la presión que ejercía toda el agua que venía de arriba. Después de una peligrosa resistencia, tuvieron que abrir la puerta de la calle y la puerta de atrás para dejar correr a todo lo que entrara procedente del cerro y de la huerta. Alguna silla del huerto, salió por la puerta grande acompañada por otra de las sillas del comedor y algún que otro tiesto con geranios… La abuela de Leo contó que hubo casas en el pueblo en las que finalmente se quebraron puertas y ventanas.

Cuando ya se acercaba la hora de

comer Leo y yo fuimos al mercado para comprar. Lo cierto es que de camino nos entretuvimos un poco viendo todos los daños.

La playa también estaba destrozada: había zonas de la misma que habían avanzado al mar; y otras en cambio habían

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desaparecido. Concretamente fue la zona de la playa que corresponde a la desembocadura del Río Seco, la que había sido barrida por completo. En su lugar pudimos encontrar un hoyo enorme e inundado cuya orilla llegaba al mismo paseo marítimo. ¡Cómo entender que ya no había playa!...

Fuimos observando las cosas que entre la suciedad se perdían en el agua y anduvimos por una tupida alfombra de cañas que se adentraba hacia el mar. Pudimos encontrar frutas, piedras de todos los tamaños, plantas y árboles arrancados de raíz. Las barcas de pesca supervivientes que la tormenta no se había llevado se tambaleaban entonces en la nueva orilla.

Desgraciadamente, entre todo lo arrastrado había también un tejón muerto. Su carita era tan linda que parecía estar dormido. Para más desgracia aún, pudimos comprobar que el pobre tejón no fue el único fallecido: un poco más lejos, vimos en la orilla una cría de delfín varada. Su boca entreabierta y sus ojos aún podían reflejar el dolor que se lo llevó…

Yo estaba horrorizada ante tan

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lamentable espectáculo… quise entonces mirar hacia otro lado para dejar de ver tanta desgracia, cuando pude divisar una manta de restos vegetales y suciedad que flotaba hacia nosotros. Aquella masa era tan grande que casi llegaba a tapizar media bahía, y era tan densa que no dejaba pasar ni siquiera a la luz.

Conforme fue transcurriendo la tarde, otra inmensa capa de porquería se avecinaba desde levante.

Poco a poco ese amasijo vegetal se iría apelmazando en la orilla, de forma que para acceder al agua habría que saltar primero esa barrera. Era como si el mar nos estuviera devolviendo educadamente aquello que no le pertenecía.

A nuestro regreso a casa de Leo,

pudimos ver cómo unas plantaciones cercanas al Río Seco y a la playa, habían sido reemplazadas por agua encharcada y sucia. Allí la gente mayor del pueblo comentaba que ese lugar desde siempre había sido un humedal y no un campo de cultivo. Repitieron una y otra vez que el agua siempre vuelve a su sitio. Por ese mismo motivo se

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habían inundado las casas colindantes a la plantación, y la riada había barrido de raíz una casa que se ubicaba justo en el caudal del río.

Por último, apuntaré que la fuerza del agua arrastró tanta tierra que fue desnudando los cimientos del puente del Río Seco hasta dejarlo sin base y quebrarlo por la mitad.

Siempre hemos estado acostumbrados a que sea el fuego quien se presencie inoportunamente durante los veranos. Esta vez ha sido el agua la que nos ha sorprendido y, si cabe, lo ha hecho con más crueldad que las llamas.

¡Ah, se me olvidaba!: entre la gente vi a la mujer que se quedó en la playa esperando a que regresara la última barca. La vi por el paseo caminando con un hombre. Le pregunté a Leo si conocía a su acompañante, y me consoló al decirme que aquel era su marido.

Después de ver cómo estaba el pueblo y

de haber comprado en el mercado, volvimos a casa de Leo. Una vez disfrutamos del tradicional cocido de la Yaya, los cinco retomamos el trabajo sacando lodo y todo

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tipo de suciedad del salón-comedor y de la entrada. También empezamos a limpiar y a reparar las patas de los muebles que habían sido enterradas.

Leo no se quejó por el dolor de su muñeca, aunque de vez en cuando vi cómo éste apretaba los dientes tras realizar algún mal movimiento. Acorde con su carácter, no quiso dejar de ayudar a pesar de insistirle todo el mundo para que guardara reposo.

Cómo se ve que son de la misma sangre, pues su tía Inés tampoco dejó de moverse a pesar de tener fiebre.

Cuando ya lo habíamos dejado todo

más o menos en orden, Rober y yo nos despedimos de la agradecida familia Bajamar y acudimos a nuestras casas. Una vez llegué a la mía, me apeteció merendar, y tras reponer fuerzas me bajé a las rocas para ver si por allí cerca estaba Uhý. Al cabo de un buen rato esperándolo, regresé a casa sin verlo.

Desde que vi al pobre delfín en la playa, no he dejado de preguntarme cómo estaría mi amigo Uhý.

Después de haber caído tal tromba de

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agua, el mar de la costa no estaba para meterse a nadar; así que espero que ese sea el motivo por el que Uhý no se haya asomado hoy por aquí...

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5 de septiembre

LA TRISTEZA DEL MAR Ser humano quiero ser

Hoy la Bahía dormía plácidamente bajo

el calor del sol. Todo estaba tranquilo y el día invitaba a la felicidad. Tan sólo el reciente desastre podría perturbar esa sensación de plenitud, y para recordarlo bastaba con echar un vistazo y ver el amasijo de suciedad que lentamente se iba depositando en la orilla.

Había tantos vecinos retirando ramas y

cañas en la playa que a veces se diría que los desastres hacen de éste un mundo mejor: ¡lo digo por el brote de humanidad que de repente nace en todas las personas ante tales situaciones!, no por otra cosa.

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Entre tanto, yo miraba al mar por si veía a Uhý, pero nada. Después de esperar inmóvil en las rocas durante un buen rato, Uhý apareció lentamente. ¡Por fin!, ¡qué alegría saber que se encontraba bien! Tanto había tardado en dar señales de vida que ya me había empezado a preocupar de verdad.

Las aguas estaban aún muy sucias, por

lo que Uhý prefirió que no me bañase. Anduve por las rocas hasta una zona donde apenas había suciedad flotando para que Uhý se pudiera acercar más a mí. Él me acompañó desde el mar.

Me daba lástima ver a Uhý asomado, nadando entre porquería y con la cabeza salpicada por trozos de hojas.

Nos pusimos al día de cómo había sido nuestra experiencia con la tormenta y la verdad que ambos teníamos el corazón aún encogido.

Uhý sabía lo del pequeño delfín. Lloró su muerte, y lloró también todas nuestras pérdidas impotente desde el mar. Me dolía verlo tan triste.

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Él me comentó que las heridas que hoy tenía la Tierra se sanarían, pero tal vez en algún momento vengan problemas más difíciles o imposibles de arreglar.

Como decimos nosotros, después de la tormenta siempre viene la calma; o como dijo Uhý, por fin todo se equilibró: la vuelta a la normalidad.

Uhý hizo hincapié en la importancia del equilibrio. Me habló de éste como algo que siempre ha existido y se necesita: equilibrio entre el día y la noche, entre cielo, mar y tierra; equilibrio entre tantas cosas como el cuerpo y la mente, la razón y el corazón... entre la alegría y la tristeza. Equilibrio... esa fina raya entre lo deseable y lo inesperado.

Uhý hablaba serio, más que enfadado estaba apenado... Continuó afirmando que todo puede estar en, o distar de dicho equilibrio; y que lo natural es siempre tender hacia él. Las cosas se desequilibran y se reequilibran por sí solas, y solas lo saben hacer bien.

La Tierra siempre se ha considerado

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afortunada por el agua, sus climas, y su gran abundancia y formas de vida. Una vez la Tierra adoptó la forma que conocemos, ha permanecido en orden hasta que nació el ser humano, siempre infeliz y descontento con lo que es y con lo que tiene, por todo aquello que pretende ser y tener. La tormenta de la noche del dos de septiembre no habría sido tan destructiva si el ser humano no hubiera contribuido antes a dañar el planeta con incendios, contaminación o deforestación. Es el momento en el que aparece la mano de nuestra especie cuando ese desequilibrio resulta tan perjudicial y difícil de restaurar. La mano del hombre... sin duda es un prodigio de la naturaleza; es la herramienta más perfecta que, a su vez, resulta ser un arma de doble filo...

A veces somos tan viscerales e

imprevisibles, que nos convertimos en seres inestables. ¡Parecemos un volcán que en cualquier momento y sin avisar va a entrar en erupción! Las personas amamos y anhelamos ese equilibrio, pero por desgracia nuestra naturaleza nos aleja en ocasiones de él. Una

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de las cosas que debería de hacer cada uno para sí, es estar en paz consigo mismo, para a continuación poder estarlo con los demás. Intentar esto último en otro orden sería un tanto más difícil… Todos los días se libran verdaderas luchas internas entre lo bueno y lo malo, en las que sólo nosotros podemos ser nuestro propio héroe. Nosotros... en ocasiones, podríamos presumir de ser un «error de la naturaleza» más que una bendición: hemos llegado incluso a portarnos como la peor de las plagas. Lo cierto es que somos así porque lo consentimos y nos puede nuestro egoísmo y propia comodidad. Siempre se han memorado a nuestros antepasados; ¿pero qué hay de las nuevas generaciones que vienen en camino?... ¿Quién piensa en ellas? A eso le sumamos nuestra soberbia, al pensar que no puede haber nada ni nadie más elevado que nosotros, olvidando a veces que hasta un perro puede ser más noble, leal, o valiente que un ser humano. Tantas cosas se pueden decir de los demás que nos superan con creces...

Por si fuera poco, también hemos

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sabido alterar el orden de aquellos que no son nuestros reinos: el reino del mar y el del cielo.

La esperanza de nuestro planeta sobrevive porque nosotros somos libres de cambiar nuestras conductas, y eso es lo que tenemos que hacer antes de que La Madre Naturaleza nos ponga en posición de jaque y nos barra de su piel.

Conforme seguía escuchando lo que

mi amigo me decía, iba creciendo en mí un sentimiento de vergüenza cada vez mayor... Le pregunté entonces si él consideraba a todos los humanos tan horribles: le pregunté también qué opinaba de mí.

Estaba claro que hacerme sentir mal no era la intención de Uhý y, afortunadamente, él no sólo opina eso de nuestra especie:

Es cierto que los delfines ahora también nos temen, pero desde siempre nos han admirado e incluso amado y. Para los delfines somos seres maravillosos y poderosos; somos lo más parecido a un dios.

En un pasado lejano, los delfines y los hombres eran muy amigos, y aún se

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recuerdan historias en las que los lazos de amistad entre ambos llegaban a ser tan intensos o más que los que puedan haber entre dos seres humanos. Esto mismo fue lo que Leo me contó como leyenda, pero hoy lo he aprendido por Uhý como una historia verdadera.

Nuestra naturaleza caprichosa y egocéntrica ha obligado a los delfines a mantenerse un poco distantes de nosotros... Ellos aún están esperando a que algún día recapacitemos y cambiemos nuestra forma de explotar todo lo que nos rodea para reencontrarse de nuevo en paz y armonía con su viejo amigo el hombre.

Por todo en lo que nos hemos ido

convirtiendo nació ese cántico de delfines en el que lloran el día en el que los humanos fuimos desterrados de los mares y expulsados a la tierra seca.

Le comenté que yo también considero

al ser humano como aquel que sabe hacer el bien, pero que cuando lo hace mal resulta muy devastador...

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Ante este comentario, Uhý me ilustró con un ejemplo que se puede resumir de la siguiente manera:

Si contamos todo lo bueno que hacemos en un mismo día, tardaríamos más tiempo en redactarlo que si hablamos solo de lo malo. Es cierto que de lo malo se oye hablar más, pero no por eso vamos a creer que es lo único que se hace en este mundo.

Se necesitan muchos hombres y días para construir un barco... aunque tan sólo se requiere un instante y a uno de ellos para quemarlo. El barco fue destruido, sí; pero de tantos hombres, ¿cuántos hemos necesitado para acabar con él? De todos esos hombres: ¿cuántos son mezquinos? De todo lo que se ha trabajado en el astillero, ¿cuál sería la noticia más propagada: cuando se bota el barco o cuando éste se calcina?...

Aunque haya muchas más cosas buenas a nuestro alrededor, lo triste es que siempre nos quedamos con lo malo. Pues es justo aquello que se sale de su sitio, lo que nos llama la atención; y si nos llama la tención es porque precisamente es impropio de nuestra especie. También es cierto que la mayoría de

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las veces, lo malo es más significativo que lo bueno...

Mi querido amigo continuó diciendo

que las personas normalmente sólo contamos las cosas malas que hacen y tienen los demás, y eso va poco a poco envenenándonos por dentro. ¿Por qué no decir también lo bueno que hay en cada uno?, ¡eso endulzaría nuestra existencia!

A pesar de nuestros defectos, ellos nos consideran como seres hermosos y bellos, capaces de hacer lo que ninguna otra especie es capaz... Además, ellos sienten que todo este caos en el que nos vemos sumidos es algo transitorio, a lo que hemos llegado sin esperarlo y del que aún tenemos mucho que aprender. Se podría decir que somos la especie más maravillosa, pues cada uno de nosotros somos una verdadera joya de la naturaleza diferenciada por nuestra exclusividad irrepetible. Eso es lo que nos hace mágicos: el ser únicos. Incluso en las personas más despreciables hay un recuerdo de lo buena

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que puede llegar a ser la humanidad. Hasta el corazón más frío y corrupto tiene algún punto débil en el amor, alguien o algo a quien querer... algo dentro de sí que nos sorprendería. Por todo esto, es bastante sano aquello de no generalizar.

Uhý me dijo que ante nosotros crece un futuro bastante incierto. Nadie sabe qué va a pasar el día de mañana. Puede que si seguimos como hasta ahora, algún día lleguemos al caos. Tal vez el caos de la humanidad y con él la salvación del planeta; o tal vez el caos total... Me comentó que nosotros tenemos un papel en todo esto, e intuye que tal vez sea el más importante. No obstante, hoy por hoy, nos estamos desviando un poco de nuestro rol: dejando morir al prójimo, matando por ideales tan absurdos como poderosos, exterminando especies irremplazables… en definitiva, apuñalando a nuestro hermoso planeta cada día y cada noche. ¿Qué estamos haciéndole a todas estas criaturas que cada vez lo tienen más difícil por nuestra culpa?... Si hemos sido capaces de enfermar a la Tierra... ¿no seremos

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también lo suficientemente listos como para curarla? Los delfines piensan que nosotros somos tan inteligentes como para poder abastecer nuestras necesidades y las de los demás sin alterar el equilibrio de los equilibrios. El problema está en que aún así, siempre queremos más. Y cuando queremos más, lo hacemos a expensas de las demás especies, razas, civilizaciones... o incluso a expensas de nosotros mismos. Si canalizásemos nuestra inteligencia para aprender a hacer una obra verdaderamente humana, entonces seríamos una criatura más de este planeta: seríamos sin duda uno de los seres más espléndidos, plenos y felices. Entonces habríamos vuelto a ser quienes éramos: un eslabón más, y no el peso que pende de la cadena, poniendo en peligro de ruptura a la misma.

Fue nuestra condición de ser social la

que nos hizo sobrevivir en tiempos remotos, y tal vez esta misma condición sea la que nos destruya dada la creciente complejidad de nuestras sociedades, en las que unos pocos

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dirigen la existencia de todo lo demás... Uhý hace un llamamiento a todos los mares, vientos, llanuras y montañas para que el poder deje de estar corrompido y para que todos los corazones humanos se llenen de su verdadera bondad innata. Hemos de recordar siempre que en este mundo hay más personas buenas que malas; lo que pasa es que las buenas personas no hacen tanto ruido y ni mucho menos hacen cosas que llamen tanto la atención. Por eso no hemos de olvidar que el ser humano es más bello que horrible y, por supuesto, no hemos de pensar que estamos solos...

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6 de septiembre

VIAJE EN VELERO Dos días para nosotros tres Esta mañana me he levantado con otro aire. Llevo ya unos días preocupada por unas cosas y otras, así que estoy decidida a tomarme la vida de otra forma. Me desperté temprano llena de energía, y cuál fue mi sorpresa al ver que también papá había madrugado. Por lo visto Ángel tenía otro hueco en su agenda y decidió volver con nosotros. Según decía papá, esta vez estará hasta que nos marchemos de la playa dentro de unos días. ¡Qué bien que vuelve Ángel!...

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La verdad es que La Bahía no se le resiste a nadie: yo, personalmente, confesaré que me paso todo el año añorando su luz y su olor. Contenta por la noticia, seguí con mi plan, le pregunté a papá si me dejaba salir un par de días con Leo y, generoso ante mi petición, me subrayó que fuera cuidadosa y responsable. ¡Si todo sale bien, hoy saldremos a navegar! ¡Qué bien está esto de hacerse mayor! Poco a poco los adultos te dejan hacer cada vez más cosas, pero eso sí, para ganarte su confianza, primero hay que demostrar que eres responsable.

Desayuné y cogí la bici para acercarme a la Casita de Pescadores. Allí me encontré a Leo con sus ojos aún pegados por el sueño y sin darle apenas tiempo para saludarme, ya le estaba proponiendo salir a navegar y a acampar en la playa. Cuando Leo escuchó mi idea se despertó por completo, apresurado para salir cuanto antes. ¡¡Al parecer había acertado con el plan!!

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Yo ya había quedado ayer con Uhý para vernos hoy a media mañana en las rocas, así que Leo y yo estaríamos preparados en el lugar para esa hora. Corrí de nuevo a mi casa, dejando a Leo en la suya. Aún era temprano, así que tendríamos tiempo de hacer los preparativos: yo me encargaría de la tienda de campaña y las bebidas; Leo llevaría la comida, lo que fuera imprescindible para el barco y por supuesto su cámara de fotos.

Después de todo lo ocurrido y tras haber resultado Leo herido por la morena, nuestra cita para tres había sido de alguna forma olvidada y pospuesta muchos días. ¡Ya era hora de hacer algo divertido! Además, la muñeca de Leo ya estaba prácticamente curada.

A su llegada, Leo me llamó por la

terraza. Él ya tenía todo listo aunque a mí me faltaba aún por coger un par de cosas. Mi padre ya había salido a recoger a Ángel, así que les dejé una nota firmada con muchos besitos. También me despedí de Gata Miel, que como de costumbre remoloneaba al sol

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sobre la tupida planta colgante que hay en la jardinera de la terraza. Una vez dejamos nuestras cosas y la bicicleta de Leo en la cochera, nos bajamos a las rocas para acudir al encuentro con Uhý. Leo y yo esperábamos impacientes la llegada del delfín, pero como todo lo que pasa en el mar, acontece despacio. De hecho, y como es lógico, Uhý no usa reloj, lo cual puede explicar muchas veces su tranquilidad.

Por fin Uhý llegó a su cita. La

naturalidad con la que se saludaron los dos me agradó mucho. Después de todo, Uhý y Leo han oído hablar mucho el uno del otro, así que son como dos amigos más.

Uhý aceptó encantado nuestra

propuesta de hacer un pequeño viaje. Fue también algo inesperado para él: pensar que podríamos hacer otra cosa que no fuera lamentarnos y estar decaídos. Tras organizarnos un poco, pusimos en marcha nuestro viaje en grupo. Nos veríamos cuanto antes en las afueras de Puerto Blanco, una vez hubiéramos zarpado Leo y yo con el Draco.

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Advertimos a Uhý de nuestra posible tardanza, ya que él llegaría mucho antes por mar, mientras nosotros nos entretendríamos preparando el velero para poder salir.

Sin más demora nos iríamos a Puerto Blanco, pero antes nos pasaríamos por la cochera para recoger las mochilas y las bicis.

El Draco nos aguardaba allí, impaciente

y contagiado por nuestras ganas de aventura. Estando ya en cubierta, yo intentaba colaborar en todo lo que podía y sabía hacer. Aún así, Leo tuvo tarea hasta que por fin pudimos zarpar.

Dejamos a un lado el pequeño faro del

puerto. Una vez adopté mi sitio para no entorpecer en los movimientos del capitán, Uhý se vio con nosotros para unirse así a nuestra paulatina marcha.

Uhý nos preguntó ansioso cuál era el

plan. Yo le dije que tenía pendiente enseñarle el viejo barco a Leo y, salvo eso, podríamos ir a donde quisieran. Al fin y al cabo ellos eran

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los lobos de mar. ¡Disponíamos de dos días, así que podríamos llegar un poco más lejos de lo habitual!

Fue muy placentero el viaje junto a mis

dos mejores amigos. Pronto izamos velas para ser propulsados por el cálido viento de levante. Navegamos junto a los Acantilados del Sureste desde nuestra diminuta perspectiva, pasamos bajo los pies de «la Casa del Perro» y, tras el trampolín, se abrieron a estribor los brazos de nuestra pequeña bahía.

A lo lejos podíamos ver el pueblo, mi casa, la casa de Leo... todo se veía tan pequeño desde el barco que apenas se apreciaba la suciedad de la tormenta en la playa.

El agua estaba cálida y cristalina. La brisa era tan amable que el sol no llegaba a quemar. El cielo azul y limpio parecía pintado, y la luz de la mañana se reflejaba en el blanco de la vela mayor.

Uhý nos guiaba al tiempo que jugueteaba con el agua y la estela del Draco.

Llegados a un punto, Uhý cambió

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nuestro rumbo al sur. ¡Nos estábamos acercando al barco hundido! Una vez llegamos a nuestro destino, anclamos y nos preparamos para la inmersión. Le dejé entonces a Leo unas gafas de buceo que había cogido en casa para él. Estaba impaciente porque Leo contemplase la maravilla que a continuación iba a tener ante él.

La claridad del día nos permitió fisgonear de nuevo en el interior del barco y pude así mostrarle a Leo todos los secretos que éste aún conservaba.

Leo no era muy diestro con las gafas y

el tubo, ya que siempre ha usado sus ojos para ver debajo del agua. Después de pelear con sus gafas e incluso haber tragado agua, el pobre pudo verlo todo bastante bien: ¡en especial el tesoro!

Llevábamos varias inmersiones y muy seguidas, así que opté por descansar un poco sobre el Draco. Uhý y Leo siguieron investigando y curioseando mientras el sol pretendía calentarme. Así estuvieron un buen rato y tan incansables fueron que al final me volví a meter con ellos. Supe entonces que

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ambos habían estado intentado abrir una puerta que había atrancada por una viga rota.

Era la puerta del camarote principal, y según parecía, nadie había podido salir ni entrar de aquella estancia desde el día del naufragio.

El caso es, y sin extenderme más, que al final pudimos acceder al camarote. Lo que vimos allí fue motivo más que suficiente para salir disparada del agua. El susto fue tan grande que ya no quería estar allí por más rato. ¡Dentro del camarote vimos un esqueleto humano: el primer muerto que jamás he visto en mi vida! A pesar de los gimoteos de desaprobación de Leo y Uhý, di por terminada la visita al barco. Después de haber accedido a mi petición, les agradecí enormemente el habernos marchado de allí; después de todo, ellos podrían regresar cuando quisieran.

Seguíamos nuestra travesía cuando

llegó la hora del medio día. El hambre se apoderó de la tripulación, así que acudimos a los víveres que habíamos reunido entre Leo y yo. Cada vez que pensaba en el muerto se me

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revolvía el estómago. Leo, por su lado, no paró de hablar y fantasear con el barco y su misterioso marinero. A esto se le unió el «agravante» de que Uhý y Leo habían comenzado a hablar también entre ellos y, la verdad que, para ser la primera vez se les daba muy bien.

Hablaron de que aquel muerto pudo

haber sido un valiente capitán, o tal vez un feroz pirata. Se preguntaron que por qué estaba él sólo en el barco, y qué cuál fue la causa real del bloqueo de la puerta del camarote. ¿Habría sido un accidente?, o... ¿y si fue un motín?

Mientras seguían hablando del mismo tema no saldría de mi mente aquella horrible imagen de la calavera, por lo que les pedí que por favor hablasen de otra cosa.

¡El tesoro!, ese fue el segundo tema estrella. Qué pesaditos…

Leo respetaba mi idea de conservar el barco allí donde está, aunque también me comentó que a él le parecía un sueño infantil usar ese barco como zona de recreo. Leo hablaba como si el barco fuera mío, y le

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recordé que el barco no era de nadie. Él es de la opinión de que una riqueza escondida no es riqueza. También me tentó al recordarme que siempre habría comerciantes al margen del estado y sus leyes dispuestos a comprar todo tipo de fortunas. Yo ya había pensado en todo eso y he de reconocer que no me parecía mala idea en absoluto. El problema lo tenía yo al saber que, por lo pronto, hacer eso supondría infringir la ley. Además de esta razón, antes de decidirme por sacarlo o no, primero tendría que tener un buen plan para rescatar al barco; y segundo, tendría que necesitar ese dinero para algo que considerase realmente importante…

No sé… aún prefiero tener lugares

mágicos e intactos donde poder acudir para disfrutar. Por otro lado, siempre habría tiempo para cambiar de opinión y resurgirlo del agua. Después de todo me confiaba al pensar que si nadie lo había descubierto aún, ¿por qué lo iban a descubrir ahora?

Con media sonrisa, Leo me aseguró

que tarde o temprano cambiaré de parecer y

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lo querré sacar de allí. Mientras tanto, me confesó que a él también le gustaba la idea de dejarlo como está, para ir así a bucear entre sus crujientes entrañas.

Acabábamos nuestro debate al tiempo

que comenzábamos a bordear el Cerro de Poniente. Cuando vi la Cueva de las Moscas, la señalé para que Leo la mirase. Mi amigo sólo tuvo que asentir para recordarme que él ya la conocía. ¡Qué gusto da compartir las aficiones que se tienen en común!

Atrás quedaban ya el faro y su gemela,

la Torre Vieja, para darles la bienvenida a las Playas de Arena. Extensas playas de fina arena y cañaveral que se prolongaban hasta perderse en el horizonte del oeste.

En cuanto divisamos nuestras playas

vecinas, Leo y yo dimos por concluida nuestra conversación. Uhý, alejado completamente del tema que habíamos estado tratando, nadaba relajado al ritmo pausado del Draco. Aprovechamos el silencio del momento para acabar nuestro almuerzo

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mientras unas simpáticas gaviotas nos revolotearon unos instantes en busca de algún bocado.

Continuamos nuestro viaje rumbo al oeste. Leo disfrutaba de su barco y del generoso viento, Uhý gozaba de sus saltos y el soleado mar y yo saboreaba por todo eso y, sobre todo, me alegraba por verles tan a gusto a los dos.

Llegado el momento, Leo me invitó a

pilotar el Draco ofreciéndome su timón. Al principio yo me achanté al recordar lo que pasó la última vez, aunque Leo me volvió a insistir. Esta vez me introdujo en el manejo del foque, que era la vela pequeña y triangular de proa… Lo cierto es que llegué a entender la teoría, pero durante la práctica, no conseguí cazar mucho aire con ella y la llevaba ondeándola como si fuera una bandera. Finalmente, y pese a mi torpeza de principiante, asumí el mando del velero.

Bajo las instrucciones de Leo me

defendí bastante bien y empecé a

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experimentar lo que verdaderamente significa navegar. Al cabo de unos minutos, Leo quiso saber si tenía que relevarme, pero la verdad es que no estaba cansada. Yo aún podía seguir sujetando el timón y aferrando el cabo de la vela mayor a la vez, por lo que decidí continuar pilotando la nave. Es más; Leo me vio tan segura y capaz de seguir al mando, que sin decirme nada más que él tenía calor, se tiró de cabeza al mar. Entonces me quedé sola en cubierta. En un primer momento me asusté por tener todo el control de la nave. Pronto Leo me diría desde el agua que no iba a pasar nada y que siguiera haciéndolo de ese modo. Al parecer él estaba deseoso de volverse a bañar con Uhý, y por eso también saltó al mar. Tanto el barco como el delfín nadaban más rápido que Leo, así que Uhý se ofreció para remolcarlo a él.

A ninguno de los dos les faltaban ganas

para ponerse a jugar, de modo que entre risas y chasquidos se aproximaban a la embarcación. Leo me daba instrucciones para que yo atrapase bien el viento y Uhý apretaba cada vez más su ritmo para que no se

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quedasen atrás. ¡Estábamos jugando a las carreras!

Uhý y Leo me sacaron ventaja hasta

que el viento se puso de mi parte y yo empecé a tensar bien el foque. ¡Entonces sí que pude presumir de saber navegar! De este modo los rebasé y empecé a alejarme de ellos dos. Curiosamente, no me puse nerviosa, sino todo lo contrario. ¡Ante mí sólo había viento, mar y una poderosa sensación de libertad! Tenía la seguridad de que nada malo podría pasarme.

Leo me gritaba, supongo que para decirme que no me entusiasmara tanto. El caso es que cada vez estábamos más lejos y yo no le oía muy bien por culpa del viento. Tanto me llegué a distanciar que entonces sí empecé a plantearme cómo dar la vuelta para recoger a mi amigo. Uhý dejó a Leo solo, pues cargándolo no podría nadar tan rápido para alcanzarme. Fue entonces cuando Uhý nadó deprisa para acercarse hasta mí y hacerme llegar las órdenes de mi capitán: tenía que mantener el rumbo y debía aflojar cabos para que las velas se destensasen. Así fue

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como lo hice, de forma que mientras Uhý se retiró para recoger a Leo, el barco fue disminuyendo progresivamente su velocidad. Finalmente, Leo fue remolcado hasta el Draco dando por concluido mi pequeño atrevimiento.

Reconozco que alejarme sola con el

velero fue una travesura por mi parte, y aunque Leo aparentaba estar serio, también se lo había pasado bien.

Después de mucho navegar, empezamos a alejarnos de las Playas de Arena. Durante todo el viaje fuimos costeando hasta acercarnos nuevamente a una zona de litoral rocoso. Continuamos siguiendo a nuestro guía Uhý, el cual nos condujo hasta una pequeña isla toda de piedra. Ésta no estaba muy alejada de la costa, y su tamaño equivaldría al de seis veces el del Draco.

Anclamos a una distancia prudencial de la isla para no encallar en aquel fondo tan abrupto. Leo y yo estábamos ilusionados, pues Uhý nos había asegurado una sorpresa que sin duda nos iba a gustar a los dos…

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A continuación nos acercamos hasta la isla a nado. Cuando llegamos allí, nos subimos en ella como buenamente pudimos. La textura puntiaguda de la roca y su basta colonia de mejillones nos obligaba a movernos con cuidado para no hacernos ninguna raja en los pies. Una vez sobre ella, Uhý nos invitó a que nos relajásemos y observásemos atentamente a nuestro alrededor.

Leo y yo nos acomodamos lo mejor

que supimos sobre la roca. Como bien nos había indicado Uhý, debíamos estar atentos, tranquilos y en silencio.

¡Al final nuestra paciencia obtuvo su

recompensada! Vimos una simpática cabeza salir y entrar del agua. ¡Era una foca!, ¡qué cosa más linda! Nosotros fingíamos no habernos percatado de su presencia pero, con disimulo, no quitábamos el ojo de aquel fabuloso pinnípedo ni un solo instante.

Tras un par de graciosas emersiones, la

foca se alejó hasta una cueva que había en la

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orilla de la península. Al llegar allí, se deslizó por la arenosa entrada de dicha cueva para encontrarse con su cría, que en ese momento salía a recibirla. Madre e hija se daban calor en la puerta de su madriguera. La cría tenía un pelaje suave, de un tono gris blanquecino que contrastaba con el color pardo del de su madre.

Leo y yo estábamos muy atentos a

cada movimiento que hacían, cada sonido que emitían...

La madre aparentaba ser bastante pesada. Era más grande que Leo, aunque más chica que Uhý. Era una preciosidad, y la cría... ¡cuánto me hubiera gustado poder acariciarla y abrazarla!

Uhý nos dijo que Leo y yo éramos

privilegiados por poder ver aquello que estábamos viendo. No mucha gente ha podido observar mamíferos como estos en estas aguas. Según nos contaba Uhý, esta foca, la foca monje del mediterráneo, está en peligro de extinción. Se trata de una de las especies más amenazadas de todo el planeta.

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Esto se debe a que la foca monje siempre ha sufrido el castigo del hombre: en la Antigüedad por su preciosa piel y su valorada grasa, y hoy en día porque se ahogan en nuestras redes de pesca, o bien son asesinadas por los pescadores… pues ambas especies compiten por el mismo pescado.

Leo y yo, apenados por ser nuestra

especie la responsable de tan cruel destino, valoramos mucho más ese momento tan delicado entre una madre y su cría.

Uhý nos susurró que por qué no volvíamos sigilosamente al agua para no asustarlas. Obedientes, nos metimos en el mar de la misma manera que salimos de él.

Una vez en el agua, Uhý nos pidió que bordeásemos la isla y mirásemos tras ella cuidadosamente.

Así lo hicimos, y cuál fue nuestra alegría cuando nos encontrarnos allí con dos focas más que acababan de llegar. Despreocupadas asomaban su peculiar hocico por la superficie para resoplar y, jugueteando, se dejaban hundir hasta tumbarse boca arriba en el fondo. Lo que más me maravillaba era

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ver cómo sus cuerpos gordos, bajo el agua se convertían en estilizadas figuras que serpenteaban ágilmente.

Visto esto, regresamos por donde

habíamos venido para no perturbar a aquella pequeña colonia. Para ser la primera clase de Leo, Uhý había entrado de lleno en la materia. Qué preciosidad, ¡y qué suerte tuvimos!

Leo y yo no sabíamos que hubiera focas en estos mares. Una vez más y como siempre, el mar tiene muchos misterios por desvelar.

Cuando ya estábamos en el barco consulté la guía marina que me dio Ángel, y efectivamente pude comprobar que actualmente quedan muy pocos ejemplares de focas monje.

Finalmente, y con una esperanzada

sonrisa por nuestras amigas, tomamos rumbo al este, de nuevo hacia las Playas de Arena. El resto de la tarde fue bastante deportiva, pues decidimos regresar por aguas más abiertas donde el viento soplaba fuerte. También

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tuvimos la suerte de no encontrarnos oleaje a nuestro paso, lo cual nos permitió viajar a gran velocidad.

El Draco cortaba el agua y Uhý no

dejaba de exhibir su agilidad delante de la proa. Una de las veces que Uhý se sumergió desapareció durante un buen rato. Tardaba tanto en aparecer que nos empezamos a preocupar: por más que lo llamamos a voces, no obtuvimos contestación alguna.

De pronto Leo gritó para que yo mirase por poniente, para así poder ver un enorme banco de delfines surcando el mar junto a Uhý. ¡Sin exagerar, podríamos haber contado más de cien! Leo aceleró el ritmo de crucero, y en seguida los delfines nos rodearon por babor y estribor hasta adelantarnos.

Según me dijo Leo eran delfines comunes de hocico corto, y aunque todos fueran amigos, Uhý se apresuraba para estar el primero en la proa del Draco.

Leo me pidió que gobernase la nave mientras él hacía unas fotos al gigantesco grupo… Sus saltos y carreras eran sensacionales, pero en concreto, hubo un

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momento en el que se nos pusieron los pelos de punta cuando todos ellos desaparecieron por completo debajo del agua, para luego sorprendernos con un espectacular salto que hicieron todos a una… ¡Qué subidón! Pude ver entonces a Leo con una fuerte emoción contenida ante tanta belleza. Y a mí, cómo no, se me saltaron las lágrimas.

Estos delfines nos acompañaron

incluso después de que amainase el viento e interrumpiésemos la marcha. Leo y yo empezamos a tener calor entonces, así que nos quisimos bañar en mar abierto junto a Uhý y sus amigos.

Estos delfines de hocico corto, a pesar

de ser más pequeños que Uhý, eran enormemente ágiles y dinámicos: ¡no paraban de moverse!

Leo estaba tan emocionado como un niño y todos juntos jugamos y reímos hasta que el sol nos dejó alrededor de una hora y media de margen para llegar a nuestro destino en tierra. ¡Está visto que el mejor plan es el improvisado!

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Ahora estamos bajo el cielo salvaje de

La Desconocida, una de las Playas de Arena en la que hemos decidido pasar la noche. Al llegar a esta playa hemos tenido que montar la tienda y buscar un sitio seguro para poder hacer fuego, así que si ya estábamos cansados después de tanto nadar y navegar, ahora nos encontramos reventados.

Antes de llegar a la costa, me estuve

acordando de nuestras nuevas amigas, las tímidas focas. Espero que pronto les cambie la suerte para mejor si no queremos vernos privados de su compañía…

Con esta nueva aventura concluyo el

día de hoy, aquí, con mi diario iluminado por nuestra hoguera. Y ya sí que dejo de escribir; que tengo tanto sueño, que me muero por meterme en el saco…

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7 de septiembre

El Draco pasó la noche sobre la misma

arena: justo cuando llegamos, lo empujamos playa arriba para que no se lo llevase la corriente. Normalmente, duerme atracado en Puerto Blanco, pues a Leo le gusta cuidar mucho todas las cosas. Anoche, al ser una noche de aventura, el Draco tendría que dormir lejos de su cama como lo hicimos el resto del grupo.

Uhý nos dio las buenas noches cuando

varamos al Draco y se fue también a descansar.

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Leo supo montar la tienda de campaña mientras yo reunía algo de leña. Ambos extremamos las precauciones a la hora de hacer fuego, pues de no haber encendido la hoguera sobre la arena, y lejos de cualquier matorral, habría supuesto un gran riesgo para el monte.

Al principio me daba corte compartir la

misma tienda con Leo, pero desde que empezó a asomarse la noche, no quería otra cosa que estar junto a él… Allí tan sólo nos acompañaban la playa, el monte y una oscuridad desconocida.

Por la mañana, amanecí poco antes de

que saliera el sol. Lo primero que hice fue acercarme a la orilla. Sentada en el rompeolas y con los pies en remojo, me lavé la cara y me cepillé el cabello al tiempo que observaba el mar. Afortunadamente aquí no habían llegado los residuos de la tormenta.

La brisa traía el olor del pinar, y las olas se mecían sin descanso bajo una bóveda de colores cálidos.

Mientras, Leo seguía durmiendo en la

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tienda de campaña y Uhý no había venido aún.

Tras un instante en el que estuve ausente, me acerqué a las ascuas de la hoguera para secarme los pies.

Después de un momento Leo se

levantó, salió de la tienda completamente despeinado y con la cara inexpresiva. Lo primero que hizo fue dirigirse a la nevera en busca de comida. Con un vozarrón más propio de un hombre adulto, me preguntó si yo había desayunado ya; y, con la misma entonación me comentó que nos habían robado. ¡Nos habían quitado los bocadillos que nos quedaban para hoy! ¡Incluso los cartones de zumo y de leche que teníamos reservados estaban destrozados y completamente vertidos! ¿Pero quién habría hecho tal fechoría?... Leo señaló a unos excrementos que había alrededor de la nevera aún volcada.

¡Cabras! ¡Las cabras se habían comido nuestros víveres mientras dormíamos! Yo me preguntaba qué clase de cabrero habría dejado a su rebaño saquear a unos excursionistas. Leo

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me aclaró que esas cabras no eran domésticas, sino cabras montesas. Emocionada por tal encuentro, miré hacia todas partes con ganas de ver a alguna. El entusiasmo por toparme con una de esas cabras se me pasó justo en el momento en el que me rugió la tripa de hambre…

He de reconocer que en un primer momento los dos estábamos desconcertados: ¡tendríamos que comer para afrontar con fuerza la travesía de vuelta a casa! Por suerte las cabras no se habían bebido nuestra agua potable.

Al principio pensamos en recurrir a

algún cultivo o frutal para abastecernos, pero por esta zona no había nada de eso. Luego tuvimos la idea de pescar para poder comer. Leo buscaría algo en el mar, y yo recogería mejillones en las rocas. Cogí mi machete con el que me ayudaría y una bolsa de red para ir metiendo mi recolecta. Por el momento, Leo no encontraba nada que pudiera coger con sus manos, y para colmo tampoco teníamos ni arpones ni aparejos de pesca. Al final tuvo la suerte de ver un pulpo de un tamaño

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considerable. Tras muchas inmersiones y esfuerzo, Leo lo pudo sacar.

La naturaleza fue generosa con

nosotros alimentándonos, aunque esto último me ha dado un poco de lástima. Me consuela saber que tanto el pulpo como los mejillones fueron bastante grandes, pues no queríamos usar a ninguna cría para nuestra comida. Como siempre se ha dicho: ¡hay que dejar a los peces crecer antes de comer!

Cogimos una hoja de un laurel que

había cerca de allí para acompañar a los mejillones en su cocción. El pulpo troceado lo asamos en las nuevas ascuas que hicimos para cocinar. Definitivamente, tuvimos una comida mucho mejor que la que traíamos.

Cuando acabamos nuestro desayuno

poco habitual, nos dimos un baño para aliviar el creciente calor de la mañana. Uhý pronto aparecería con ganas de jugar.

Después de nuestro baño nos echamos una siesta matinal mientras Uhý fue en busca de comida para él. Estábamos los dos

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flojeando bajo la sombrilla cuando, entre sueño y sueño, Leo cogió el bolígrafo con el que escribo este diario para hacerme un tatuaje en el brazo.

Yo no miraba lo que él dibujaba, tan sólo me limitaba a disfrutar del tacto de sus manos y de la punta del boli sobre mi piel.

Cuando de nuevo me había casi dormido, Leo me dijo que mirase su obra acabada. Me había dibujado un caballito de mar abrazando con su cola a una estrella también de mar. La verdad que era tan bonito que no quería que se borrase nunca...

Una vez me había espabilado me

acordé de una cosa: apostar con Leo a ver quién era capaz de traer una medusa viva. Rápidamente mi amigo acepó el reto. Yo le indiqué que tan sólo se podrían usar las manos para sacarla del agua, y claro está, él me dijo que tal vez me había vuelto loca. Entonces él redactó algunas nuevas normas para el mismo reto: el primero en buscarla sería él, y para tal captura se valdría de mis gafas de buceo para retenerla. Después de un rato, dio con una de ellas y me la trajo. Tras

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felicitarle, le dije que era mi turno… Yo sólo tenía que tocar la medusa que

se hallaba en mis gafas para demostrarle lo que quería a Leo; pero sin darme tiempo a hacerlo, él ya la había lanzado de nuevo al mar. Tras haberla dejado escapar, me devolvió mis gafas y me ofreció las suyas para que las usase como cubo. Despreciando sus gafas, me coloqué las mías para ir en busca de aquella aguamala antes de que se la llevase la corriente. Fue en el mismo momento en que me ajusté las gafas cuando empezó a escocerme en el contorno de la cara. ¡Maldición, la medusa había dejado restos urticantes en la silicona de mis gafas! No me provocó ninguna lesión, pero sí es cierto que me estuvo picando la cara un buen rato. Muy a mi pesar, Leo se había salido con la suya y había ganado la apuesta.

Tras esto, Leo me animó a jugar en las olas. No eran muy grandes, pero sí entretenidas. Leo se acercaba y alejaba del rompeolas, y yo en cambio no salía de él. Él me comparó con una foca jugando entre las olas, pues la verdad es que me encanta

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salvarlas tanto por arriba como por debajo. Después de un rato tonteando así, empezamos a surfearlas con nuestro cuerpo y a competir para ver quién era arrastrado hasta más lejos.

Leo llevaba sus gafas puestas y me advirtió de que había visto un pez araña. ¡Ay madre!, nunca vi ninguno; pero sabía que estos peces se entierran en la arena de la orilla dejando sus púas venenosas al descubierto, de forma que si los pisas te pican. No sabía cuál era el efecto que podía causar una picadura así, hasta que Leo me explicó que son muy dolorosas y provocan una grave hinchazón. Sabido esto, dejé de revolcarme en la arena y me metí a nadar con Leo y con el recién llegado Uhý. Como era de esperar en mí, reservaría mis juegos de rompeolas para la Playa de los Guijarros, donde la orilla de piedras no permite que se esconda ningún pez de estos.

Estar los tres juntos era muy divertido:

Uhý y Leo no paraban de inventar juegos en los que participaríamos todos. Después de nuestro recreo y de disfrutar de una mañana

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tan espléndida en la playa, levantamos el campamento y comenzamos a recoger las cosas para emprender el viaje de regreso a casa.

Era medio día, así que teníamos tiempo de sobra hasta el ocaso para arribar a puerto. Tan sólo había un pequeño inconveniente, y era que de nuevo nos veíamos sin comida. Esta mañana estábamos tan hambrientos después del ejercicio de ayer, que era lógico que de una sentada nos hayamos zampado toda nuestra pesca. Afortunadamente decidimos no detenernos más, pues tuve la suerte de encontrar unas chocolatinas en uno de los bolsillos de mi mochila. ¡Con eso tendríamos suficiente para regresar!

Y ahora viene lo mejor de toda la excursión: antes de llegar a la altura del cerro, Uhý nos pidió que mirásemos a estribor. ¡A lo lejos vimos el soplo de una ballena! ¡No daba crédito a mis ojos!

Emergía resoplando una densa columna de agua y volvía a meterse bajo el mar. Las veces que lo hizo yo esperaba ver su cola fuera del agua, pero en ninguna ocasión

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la sacó. En cambio lo que sí vimos fue su afilada aleta dorsal, que comparada con la descomunal longitud del animal parecía muy pequeña.

Por sus enormes dimensiones, Uhý nos aseguró que se trataba de una hembra. Yo no sabía que hubiera ballenas por estas costas, pero Uhý, Leo y los hechos me demostraron lo contrario.

Reconozco que me encapriché en

acercarme a ella, pero como ir en barco sería un poco engorroso, decidimos hacerlo a nado. Además, así no le molestaríamos en absoluto.

Hicimos turnos para no abandonar al Draco. Leo estaba tan entusiasmado con la idea de ir a verla que él fue primero. ¡Por más que Leo se apresuraba nadando, no había forma de alcanzarla! A pesar de ser tan grande, la ballena navegaba muy rápido. Al final, Leo optó por rendirse, pero a Uhý se le ocurrió la idea de remolcarlo hasta aquella rorcual. Entre tanto, yo permanecí en el velero, impaciente porque llegara mi turno.

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La distancia que separaba el Draco de la ballena era cada vez mayor. Después de no mucho rato, Leo y Uhý regresaron como el rayo. Leo quería decirme lo impresionante que era el animal, pero pospuse nuestro intercambio de impresiones para mi vuelta. ¡La prioridad en ese momento era que no se me escapase la ballena!

¡Aquella hembra era descomunal! Sentí

tanta admiración ante ella como miedo por ser yo tan pequeña. Nos acercamos prudentemente y, siempre guardando las distancias, pudimos observarla mejor. ¡Era tan grande que provocaba su propio oleaje! Le pregunté a Uhý que si se trataba de una ballena azul, pero él me contestó que no, que era una hembra de rorcual común. La ballena azul era aún más grande. De hecho, la ballena azul es el animal más grande que jamás ha existido. ¡Incluso es más grande que cualquier dinosaurio que haya poblado este planeta!

Mientras me contaba todas esas cosas tan alucinantes, pude detallar en la inmensa boca del animal y en sus diminutos ojos; claro está, en sus proporciones. Me relajaba

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verla nadando con esos movimientos lentos y potentes que la desplazaban rápidamente... Pude sentir su fuerza, su vida... pude sentirla a ella.

Cuando quisimos darnos cuenta, nos

habíamos alejado bastante del Draco. Uhý me llamó la atención para que volviésemos con Leo cuanto antes.

Regresábamos emocionados al barco, cuando aún bajo la superficie nos sobrecogió un grito imponente. El canto de la ballena sonó tan fuerte, que me hizo vibrar el tórax. Y así se despidió nuestra amiga; como si nos hubiera dicho: «os he visto, os he conocido. Hasta la vista amigos». De ese modo, la rorcual desapareció por completo entre el azul del mar… ¡Creo que me he enamorado!

Y eso es todo, que es no poco.

Volvimos sanos y salvos (aunque al final hambrientos) de nuestra aventura; y tras acostar a nuestro querido Draco y darle un besito de buenas noches a Uhý, llegamos cada cual a nuestra casa. Cuando llegué, tuve la suerte de pillar a Papá y a Ángel preparando

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una deliciosa cena que compartiríamos mientras yo bombardeaba a Ángel con infinidad de preguntas sobre el mar y sus formidables habitantes.

Ahora en mi cama, siento que me

pesan los párpados. Esperando tener el mejor de los sueños, tan sólo puedo acordarme de mi gigantesca amiga. Parecía tan feliz en su mundo de paz... Qué penita pensar que tanto a ella como al resto de las especies les pueda pasar algo malo, y cuánto peor si es por nuestra culpa.

Esa rorcual... era una belleza natural sin

igual. Belleza inconsciente, pero igualmente víctima de nuestros errores.

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8 de septiembre LO APRENDIDO El secreto del ánfora

Hoy ya es ocho de septiembre. Papá, Ángel, Gata Miel y yo nos marchamos pasado mañana de La Bahía y no volveremos hasta el verano que viene.

A pesar de todas las emociones y aventuras, la estancia aquí me ha servido para renovarme y descansar. De hecho, gracias a todas estas vivencias empezaré el nuevo curso con muchas más ganas.

Ahora es por la mañana, y hay un ambiente muy apacible en toda La Bahía. El verano parecía estar deseando tener un final

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feliz, y para mí lo ha conseguido. Este verano ha sido maravilloso por todo: todo lo que hemos vivido, todo lo que he soñado y amado. Ha sido un verano sin igual por tantas cosas que me han enseñado y que he aprendido. También es cierto que estoy hablando en términos generales, pues no me olvido de nuestros amigos el pequeño delfín y el viejo tejón, que perdieron la vida tan injustamente…

Ahora siento una gran nostalgia anticipada ante la separación de mis amigos: ¡los voy a echar tanto de menos!

Si es que además me tengo que marchar contenta porque entiendo que lo que ha pasado con Leo ha sido tan real como fugaz. No obstante, sé que lo sigo amando por lo que él es. Sinceramente, tengo la sensación de que todo nos va a salir bien, y eso es lo que me ayuda a seguir a su lado sin llorar… Nuestra amistad seguirá intacta, porque si ni el cielo ni el mar han podido separarnos... nada en este mundo lo conseguirá. ¡Ahora sí que somos los mejores amigos!

Por otro lado, le he escrito a Leo una

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nueva carta para no entregársela: la dejaré aquí; y seguro que el año que viene cuando la vuelva a leer, habrán sanado mis heridas y recordaré todo lo que hemos pasado este verano con cariño y sin dolor.

Con respecto a mi querido delfín…

puedo afirmar que Uhý también es mi mejor amigo; y sin dudarlo diré que ha sido para mí el mejor maestro.

¡El verano que viene nos volveremos a encontrar, y al siguiente también!; y así todos los veranos que nos queden por vivir.

Cuando me aleje del mar, me colgaré el

amonite para llevar siempre conmigo a Uhý y a su amistad. Después de todo, si me lo he puesto poco este verano, ha sido por temor a perderlo nadando.

El ánfora presidirá mi bonita colección

marina y cuidará de ella hasta mi regreso. Nunca me habían hecho unos regalos tan especiales…

En cuanto a mis preguntas de

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siempre… reconozco que se acaba el verano y aún vacilo en afirmar cuál es el verdadero «secreto del ánfora». Dicho de otro modo: todavía no sabría decir con seguridad adónde me quería llevar Uhý con sus clases y por qué surgió nuestra relación. Recuerdo que al principio yo me empañaba en tener cuanto antes las respuestas de todo. Fue Uhý quien me dijo que todas ellas se resolverían solas y con el transcurrir del tiempo.

Si tengo que hacer un balance de lo que todas sus enseñanzas han supuesto para mí, diré que no sólo he aprendido mucho sobre el mar y sus criaturas, sino que también he aprendido a respetarlas y a amarlas como es debido. Uhý me ha enseñado la importancia del cuidado de las cosas: un cuidado que no siempre se tiene hacia los demás seres, y en ocasiones tampoco hacia uno mismo. Él me ha recordado que el daño que ocasiona nuestra especie a las demás no es poco, y también me ha hecho saber que aún podemos intervenir para bien y mejorar todo lo que nos rodea. Sólo nosotros somos capaces de hacer ese cambio y, a pesar de no creerlo o no verlo, hay muchas personas que

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dedican su vida a los demás. Imaginar que uno es el único que lo hace bien no es excusa para empezar a hacerlo mal… ¡Aún hay gente buena en el mundo!

Si la vida de un ser humano puede cambiar la de otros muchos, y los actos de una persona influyen en todo lo demás... ¿No es maravilloso mejorar uno mismo constantemente?, ¿no es deseable sacar lo bueno que hay dentro de nosotros, y hacer aflorar todo lo bueno que tienen los demás?

En definitiva, tenemos que aprender a ser felices en un mundo feliz.

No sé… ahora estoy emocionada

poniendo estas últimas palabras. Por fin creo haber comprendido que el verdadero secreto del ánfora es que todos y cada uno de nosotros tiene una labor importantísima en este mundo. Por pequeños que creamos que sean nuestros actos, estaremos haciendo lo más grandioso, que es colaborar.

Tengo entonces unos escritos con un

mensaje claro, pero ¿qué tengo que hacer ahora?, ¿cómo voy a mostrarlo todo esto al

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resto del mundo?... Quién va a creer a una niña que habla con animales...

Supongo que el tiempo me pondrá en posición de jaque, y será entonces cuando pueda hacer saber a los cuatro vientos este canto de sirenas, este manifiesto de la naturaleza que aboga por la vida: será entonces cuando se descubra el verdadero secreto del ánfora…

Mañana volveré a salir al mar junto a

mis dos grandes amigos. Iremos hacia donde mejor sople el viento, y disfrutaremos de lo poquito que nos queda por estar juntos hasta mi regreso el verano que viene.

Mañana también será un día para contar, pero hoy doy por concluido “El Diario de Ágata”. Dejo hoy de escribir porque no me gustan las despedidas, y mucho menos eternizarlas.

Pasado mañana, contemplaré una vez

más el mar; y aferrando el amonite contra mi pecho, me despediré de La Bahía y de sus embaucadores sueños.

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¿Por qué decir adiós, si se puede decir

hasta luego?

FIN DEL FIN

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La Bahía 8 de septiembre Carta a Leo Querido Leo: Tú tranquilo que sé lo que es, lo que

fue y lo que no puede ser… así que sólo dame tiempo; que todo en esta vida sana, incluso estas heridas del corazón. Al menos sé que puedo mirarte a la cara, pues aunque me dé vergüenza reconocer todo esto, nuestra amistad está por encima. Y ya está marinerito, ahora sigue siendo tú mismo. No cambies nunca y mucho menos por el llanto de éste, un estúpido corazón que no entiende de razón. ¡Hasta el verano que viene!, y hasta siempre.

Ágata Pelirrojo.

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- PERSONAJES –

˚ Ágata Pelirrojo, también me llaman Gata ˚ Uhý, el delfín, mi amigo más especial ˚ Leo Bajamar, mi mejor amigo ˚ Tomás Pelirrojo, mi padre ˚ Gata Miel Pelirrojo, mi gata ˚ Embrollo Bajamar, el perro de Leo ˚ Ángel Leviatán, el amigo de papá ˚ Yaya Ana, Ana Bajamar, la abuela de Leo ˚ Tía Inés, Inés Bajamar, la tita de Leo ˚ Rober, el holandés, el amigo de Tía Inés ˚ Iaáh, la joven delfín, amiga de Uhý ˚ Simón, el viejo tendero ˚ El matrimonio del día de la riada

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FIN

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