Elogio Del Eco

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  • 8/18/2019 Elogio Del Eco

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    Elogio del eco

    Alejandro Feijóo

    El hombre no es viejo, no. No camina encorvado ni su paso es achacoso, ni siquiera se

    le doblan los hombros a pesar de cierta curvatura del ánimo. Tampoco teme perder loganado, ni suspira por archivar secuelas. Y ni mucho menos lo novedoso le resulta

    incomprensible o tácitamente innecesario. No espera por esperar ni archiva

    resignaciones ni se remite a lo mejor del pretérito ni atrasa los relojes en la búsqueda

    afanosa del haber sido otro. Sí que combina recuerdos y olvidos, pero quién no lo ha

    hecho cuando el sol comienza a levantarse y las pecas del día empiezan a manchar lo

    que tendrá por delante. El hombre no es viejo, lo sabe. Mira de frente lo que sea que

    quede de vida, a expensas del mismo subjuntivo que lo hermana con el malvón de la

    maceta, con el perro del vecino y con los hijos de ambos.

    El hombre no es joven, no. Y no lo es ni siquiera inflando como un globo la polisemia

    de aquel defecto que se curaba con el tiempo, maldita daga. No es primaveral nigerminal, y hasta la línea de sombra del atardecer le resulta casi transparente. Ni se

    asombra ya el hombre que no es joven. En su estado, el entusiasmo es aquello que

     precisa de un mar muerto de reflexiones antes de sonar como campana. Apenas

    distingue brasas de rescoldos; la poca llama que se agita es de un sepia vivaz. Todas las

    esferas le parecen ovaladas; todas las simetrías van con el eje quebrado; el plano infinito

     presenta los bordes a la vuelta de la esquina. Si conversa es apenas nada. El hambre es

    solo ansia y el sueño tiene de presagio lo que el mármol de la vigilia tiene de ensueño.

    Su paso es animado, sí, pero más se tensa como huida que como algarabía por llegar.

    Atrás queda casi todo, y por delante no hay sino un musgo que no es desánimo, más

     bien tentación de resbalar sin para qué, un deseo pluscuamperfecto que acaba

    hermanándolo con lo extinto, casi con lo etimológico.

    El hombre que no es viejo ni joven no cae en la trampa de la mediana edad. No. Ese ni

    fu ni fa no lo engaña. Ni en cifras ni en letras; ni dividiendo por dos ni apelando, otra

    vez, a la laxitud del sentido. Medianos son los del medio, se dice, los que ni una cosa ni

    otra, los soles de la tibieza. Aquellos que con tierna osamenta se atreven a revelar el

    mapa de los huesos, los que aligeran toda la carga con argumentos de vuelo libre, los

    que a través de sí mismos convocan ardides de aniversario. La medianía no existe,

    confirma, y la equidistancia no es sino el lujo de quienes, instalados en el extremo,

    conocen el desenlace y lo maquillan.

    El hombre no es del gerundio, tampoco. No impera ni en este ni en ningún instante,

     pues la conciencia de estar siendo nace ya abortada. A pesar de ello, a pesar del cúmulo

    de arbitrariedades, de la pausa que todo lo suspende; a pesar del recelo, del estigma, de

    la extraña forma de mirarse; a pesar de la savia, de las bocas, de todas las pocas edades

    que adormecen en la rabia, el hombre da el paso. Y espera el eco como quien escribe su

     propio nombre.