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Britania
<¼tíal
EN EL CAFE ROYAL
Patrick Mauries
En 1750 había en Londres más de 550 cofjee houses. Uno de ellos, el Old Slaughter, situado en Saint Martin's Lane, fue uno de los escenarios más fre
cuentados en el rococó inglés, desde Hogarth y Fielding, hasta el grabador Gravelot y el escultor Roubillac. Un testigo de la época lo describe como «rendez-vous of persons of all languages & nations, gentry, artists and others ... ». Además de bebidas y comida ligera, «a la fourchette», el cliente disponía de periódicos y panfletos, de sueltos y poemas anónimos, pero cuyo autor no era difícil de adivinar. Había también numerosas, admirables sociedades y clubes, como el Club de los Diletantes -al que se deben no pocas defensas del «gusto griego» y el hermoso volumen Antigüedades de Atenas de Stuart y Revett-, o como la Sublime Society o los Beef Steacks, por citar dos memorables.
Remotos lugares de un tiempo en que la sociedad inglesa, transigiendo con su ambivalencia hacia lo francés, llegó a concebir nada menos que estos espacios públicos, radicalmente desaparecidos después y que transformaron aquellas tardes londinenses de largas filas de viajeros sin posibilidad de detenerse a charlar, mirar, respirar, beber o escuchar. El pub que encontramos en cada esquina no tiene nada en común con el ahumado murmullo del café: Ante todo se trata de protegerse del exterior; si no de tapar rendijas y cerrar salidas; con maderas oscuras y olor a cerveza, telas, cortinas y ventanas de cristales opacos, se consigue siempre un ambiente cálido, en un espacio repleto y acogedor. Su mayor herejía es la terraza y a él se va a entregarse al deber de convidar: no sólo a beber jarras y jarras de cerveza sino también a ofrecerlas en un tedioso, y diurético, juego social. Así pues ninguna relación con la mesa posiblemente solitaria, la meditación y los ratos perdidos, ni con la permeabilidad del café. Algo parece inclinar violentamente a los británicos a la suave deriva, a las aventuras de la mirada, a los placeres un poco traicioneros, a la enorme inmoralidad de estos monumentos continentales del saber vivir.
El caso es que una vez terminada la moda dieciochesca nadie se sentirá especialmente inclinado a descubrir movimientos artísticos o literarios injertados, como sus equivalentes europeos, en un café. El lado mundano de la vida literaria se detiene a descansar en los salones -country houses, con sus ritos de fin de semana que no se repiten en ninguna otra parte- y en los clubes -tan pintorescos como el Kit Kat o, mucho después, el Sésamo, estrictamente femenino, queserviría a Edith Sitwell de lugar de recepción-,
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cuando no se trata de todo un barrio, de relaciones entre vecinos, como en Bloomsbury.
A mediados del siglo XIX, por una de esas fatalidades francófilas que parecen arrastrar los ingleses, un comerciante de vinos parisino, Daniel-Nicolas Thévenon, se ve obligado por quiebra a huir en compañía de su esposa Célestine a Londres, donde gracias a los ahorros de ésta abren un café-restaurante. Lo disfrazan con un curioso nombre: Nicols. Y tanto es el éxito del café-restaurante Nicols que enseguida se instalan en otra zona más amplia y prestigiosa, en el número 78 de Regent Street, donde consecuentemente el establecimiento pasa a llamarse Café Royal. Añadamos que la laureada y napoleónica N, que todavía hoy sirve de emblema al lugar, se debe a un pariente malicioso, y disidente, que así elevaba una protesta subrepticia en contra de las fieles convicciones del comerciante exiliado.
Con el café Royal nace un inagotable foco de anécdotas, el café literario inglés de más larga vida. Desde Shaw a T. S. Eliot, desde Evelyn Waugh a John Betjman, son innumerables los escritores que por él pasaron, los poemas y relatos que en él se desarrollan. Promontorio en
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rojo y oro, estucado y adamascado, de un decadentismo estándar: salón de audiencias en el que se desgranaron las más famosas frases y agudezas. La heroína de una novela de la época, en busca de una «nice tea shop, sorne cool creamery», entra en él indecisa y avanza «a través de un velo de ópalo y bruma, abriéndose camino
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con su sombrilla y con la impresión de sumergirse muy dulcemente en un baño».
La historia del café Royal se confunde con un repertorio de gestos y actitudes brillantes, adoptados para imprimirse en la memoria y hacer hablar a la posteridad. La lista puede abrirse, antes de llegar a Wilde, con el resumen de Herber Beerbohm Tree, célebre autor de nineties: «Si se quiere ver a los ingleses ser todavía más ingleses hay que ir al café Royal, a verlos pretender ser los más franceses». En él se fraguó el caso Queensberry, que enviaría a Wilde a la cárcel, a pesar del vano intento de Frank Harris de convencerlo durante una cena de que abandonase el enfrentamiento. En otra ocasión, molesto Wilde por la opinión que al pintor Whistler le merecía uno de sus poemas, todavía insistió este último, mientras agitaba la transparente hoja de papel: «Ciertamente vale su peso en oro». Lo que nunca se le perdonó.
Pudo haber sido en este café donde Wilde sentenció: «Nuestro primer deber en la vida es ser lo más artificiales que nos sea posible. El segundo está por descubrir». El escenario acolchado del café Royal -que tanto desentona, hay que confesarlo, con la pureza neoclásica de Regent Street- parece precipitar, exasperar las capacidades histriónicas, tan visibles incluso en la calle, de los londinenses. La edad de oro del esnobismo y de los dandis se enmarca en uno de sus salones en particular: the Domino Room. Max Beerbohm, de quien se acaba de reeditar su Zuleika Dobson y que es otro de los personajes clave de esos años, minúsculo y menudo, empeñado durante mucho tiempo en seguir llevando sombrero de copa, educado hasta la ironía, maravilloso ensayista y agudo caricaturista, exclamó en una ocasión, mirando hacia su «techo pagano», entre terciopelos y carmesíes, todo cariátides, dorados y espejos y tras un profundo suspiro: «lEn verdad la vida no es nada más que esto?» El es quien abre camino a una larga lista de excéntricos, a cada cual más brillante, seducidos todos por los venenosos encantos del brumoso salón. De entre los innumerables maniáticos que por él desfilaron no hay que olvidarse del marqués de Clanricarde, inseparable de un paraguas remendado que llevaba a todas partes y que solía pedir pan para extender el paté de pescado que traía en el bolsillo. Otro personaje, de los más célebres, fue Aleister Crowley, todo un mito para los aficionados a la magia negra, brujería en kit y revelaciones satánicas y también -en extraña alianza- para los asiduos del cineunderground. Kenneth Anger, por ejemplo, seautoproclamó discípulo suyo en sus películas demarineros, motos y signos cabalísticos. Inventorde una religión, destinada a suplantar al cristianismo, con un reducido grupo de seguidores yfundador de la abadía de Thélene, en Cefalú, Sicilia, Crowley se hizo llamar «La bestia monstuosa» y «El hombre más malvado del mundo»,mientras que los periodistas se contentaron con
«El rey de la depravación». Sus obras se encue�tran fácilmente en Londres y algunas se reeditan una y otra vez. De entre sus muchos golpes de efecto yo elegiría un episodio famoso que transcribo de un volumen a cargo de Leslie Frewin editado para celebrar el centenario del café Royal: «Estaba totalmente convencido de que poseía una capa mágica que lo hacía invisible. Un día se presentó en el café, majestuoso, con un sombrero cónico adornado de estrellas y con la capa negra llena de símbolos místicos y atravesó el salón en medio de un silencio teñido de estupefacción. Nadie pudo convencerlo de que los clientes lo habían visto. 'Y si me han visto -preguntó sin inmutarse- lcómo es que no mehan dirigido la palabra?».
No cabe sin embargo la menor duda de que por encima de Wilde y Lord Alfred Douglas, de Beerbohm, Beardsley, Crowley y de la exangüe colección de artistas adictos al éter, que aún hoy continuán fascinándonos, el café Royal o mejor, su espíritu tiende a encarnarse en un personaje y una obra indisolublemente unidos al_ gusto por lo grácil, por las naderías del lenguaJe y de la elegancia, por las situaciones absurdas y por las mundanerías floridas, el buen tono y las maneras extravagantes. Se ha traducido algo al francés a Ronald Firbank en los años treinta. La sola mención de sus títulos (La princesse artificie/le,Sur mon piajfeur noir) basta para dar una idea de su universo poblado de actrices frívolas, rusos de opereta y gente de mundo que nunca llega o nunca se decide a terminar sus frases. Hay en él víctimas mortales de las trampillas de un teatro, el cielo es tan pálido que parece «maquillado con polvos de arroz», los cardenales de la iglesia romana pierden toda su dignidad, las novelas de estación se titulan Trois lys et une moustache y las réplicas son de este estilo: «lNo nos hemos acostado alguna vez? -No lo recuerdo. -Claro que sí en la ópera, durante Berenice.»
En l;s novelas de Firbank la realidad sólo aparece esbozada apenas aflora para culminar en intercambios léreos, confidencias interrumpidas y réplicas de orfebrería. En el café Royal, el lugar donde más se ha arriesgado una de sus heroínas Firbank se hace notar con preguntas como ésta: «Me voy a Kamtchatka. lLe parece razonable?» (formulada con tanta insistencia que el interlocutor se vio obligado a responderle: «No encuentro otra cosa mejor que hacer»). Otro día dijo: «Mañana salgo para Haití. Dicen que el presidente es totalmente adorable». De sus viajes a París sólo retenía alguna inconveniencia oída en Rumpelmeyer o el último chisme de alguna cantante. «Decía que escribía mucho -escribe uno de sus amigos- pero parecía no hacerlo nunca». Un capítulo de su libro Inclinations se limita al siguiente pareado: «iMabel! iMabel! iMabel! iMabel! / iMabel! iMabel! iMabel! iMabel!
Perpetuamente sentado en el mismo rincón del café Royal, invitaba a sus amigos a comer, él
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únicamente fresas de Chablis («I eat nothing but strawberries»), lo que puede explicar en parte su muerte a los 39 años, durante un viaje a Roma, cerca de una iglesia cuya pompa y ceremonial le habían entusiasmado. La nacarada sutileza la sedosa indiferencia de Firbank rebasa sin e�bargo ampliamente el simple mito decadentista hasta alcanzar a un buen número de escritores «modernos», desde lvy Compton Burnet a Nabokov, pasando por estilistas como Evelyn Waugh o Henry Green. Además Firbank vio cumplirse el sueño de todo escritor que se precie de chic y que él mismo; después de publicar doce pequeños volúmenes, repletos de virtu�sismo, resumió así: «Siempre he deseado escnbir doce libros y ahora ya está hecho. Tengo la intención de publicar una edición limitada de mi obra. Tiene que ser maravilloso ver pu- e blicadas tus obras completas en vida. Creo que no escribiré más.»
(Traducción: Manuel González)
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