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67 FUNDAMENTOS DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO EN LA HABANA EL TIEMPO PASA Abilio Estévez La noche que salí de La Habana rumbo a Barcelona, la calle de mi casa, por una rotura en las extenuadas cañerías, estaba inundada de agua. La noche que regre- sé, luego de siete años de ausencia, la calle se hallaba igualmente desbordada. No pude evitar la ilusión de que el tiempo no existía. Si no hubiera sido porque en esos años nuestro mundo familiar se había empobrecido con algunas muertes, y porque los cocoteros del jardín de al lado eran ya largas palmeras inclinadas a los cierzos, me habría costado huir de aquella alucinación: regresaba al minuto exacto en que me fui. Todo simulaba encontrarse en idéntico sitio: mi pequeña casa de madera, tan poco pretenciosa, con sus antiguos muebles; los libros estropeados por los años y la humedad, en el orden en que los dejé, en los estantes habituales; y la familia que, a pesar de pérdidas notables, daba la impresión de perseverar en su conformidad, dueña de idéntica calma y resignación, de un estoicismo que el discreto matiz de jovialidad no lograba disipar. «El cuartico está igualito», exclamó alguien, repitiendo el verso de un bolero de Mundito Medina. «No es cierto, han cambiado la hora», ironizó otro, sirviendo hielo y ron en el vaso de la bienvenida, y haciendo referencia a un cambio de horario que en Cuba sólo ha marcado el paso de un invierno sofocante a un verano más sofocante aún. Estatuas de Lenin, Stalin y Hoxha en una nave del extrarradio de Tirana, arrancadas de las calles entre 1990 y 1991, y hoy en el olvido.

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67FUNDAMENTOS DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO

EN LA HABANA EL TIEMPO PASAAbilio Estévez

La noche que salí de La Habana rumbo a Barcelona, la calle de mi casa, por una

rotura en las extenuadas cañerías, estaba inundada de agua. La noche que regre-

sé, luego de siete años de ausencia, la calle se hallaba igualmente desbordada. No

pude evitar la ilusión de que el tiempo no existía. Si no hubiera sido porque en

esos años nuestro mundo familiar se había empobrecido con algunas muertes,

y porque los cocoteros del jardín de al lado eran ya largas palmeras inclinadas a

los cierzos, me habría costado huir de aquella alucinación: regresaba al minuto

exacto en que me fui.

Todo simulaba encontrarse en idéntico sitio: mi pequeña casa de madera, tan

poco pretenciosa, con sus antiguos muebles; los libros estropeados por los

años y la humedad, en el orden en que los dejé, en los estantes habituales; y la

familia que, a pesar de pérdidas notables, daba la impresión de perseverar en

su conformidad, dueña de idéntica calma y resignación, de un estoicismo que

el discreto matiz de jovialidad no lograba disipar. «El cuartico está igualito»,

exclamó alguien, repitiendo el verso de un bolero de Mundito Medina. «No es

cierto, han cambiado la hora», ironizó otro, sirviendo hielo y ron en el vaso de

la bienvenida, y haciendo referencia a un cambio de horario que en Cuba sólo

ha marcado el paso de un invierno sofocante a un verano más sofocante aún.

Estatuas de Lenin, Stalin y Hoxha en una nave del extrarradio de Tirana, arrancadas de las calles entre 1990 y 1991, y hoy en el olvido.

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68 II. VIAJES CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO

Volví a verme en Marianao, después de siete años. Allí, en el barrio de mi in-

fancia y adolescencia. Anduve por la calle 102, por el Obelisco, por mi destruido

instituto (ahora sin ventanas), lejos de la parte de la ciudad acicalada para el

turismo. Y confirmé lo que ya sabía, que esas calles habían acabado por des-

truirse. No es que pareciera, como se ha dicho, el paisaje después de la batalla.

Se trataba de algo más complicado: el paisaje de una ciudad agobiada por la es-

pera del bombardeo que no tuvo lugar. Infructuosa, la espera había consumido

las fuerzas y dejado en su lugar la reacción igualmente inútil de la desidia. Una

espera que nada esperó y nada espera. En todo caso, la batalla había sido la de la

espera sin esperanza. Y, lo sé, esto puede poseer el brillo falso de las paradojas.

«Cada cosa continúa como la dejaste», indicaban algunos. «El calor, más inten-

so, eso sí». No repliqué. Comenzábamos a saber que no era cierto. Por más que

suela repetirse, La Habana no es la ciudad del tiempo detenido. Aunque parezca

iluso y trivial, precisa enunciarlo cuando se habla de La Habana: no hay inmo-

vilidad posible con el tiempo.

Nada importaba que la ciudad pareciera detenida, y que los Chevrolets, por tene-

broso arte de conservación, fueran los mismos de sesenta años atrás. La fealdad

habitual de mi calle se había hecho patente. Despintadas las casas y más rotas las

calles. Más difícil la vida. Dificultad agravada por la costumbre de la desilusión.

Cruzados de brazos, los muchachos conversaban de no se sabía qué sueños

lejanos. A veces no conversaban. Una música alegre escapaba de alguna casa y,

sentados en las aceras, escuchaban con sonrisas de seriedad. O jugaban al do-

minó con expresiones concentradas, pensando en otra cosa. Como apariciones,

borradas por la luz de la mañana, las señoras iban y venían con sus bolsas de

compra. Comentaban que habían «sacado» frutabombas en el puesto de la es-

quina, frente a los bomberos. Pocos automóviles, antiguos o nuevos, transitaban

por la avenida a esa hora, a cualquier hora. Pasaban las bicicletas sin prisa. Y

si no hubiera sido por el sol inflexible, se hubiera dicho que no iban a ninguna

parte. En su carromato, el vendedor de viandas continuaba gritando en el portal

el nombre de mi madre, aunque ella no estuviera desde hacía años. Sudorosa,

la vendedora regresaba con similares pasteles, en la misma caja manchada de

manteca.

Por esos días comenzaba a comentarse que un cubano «de a pie», podría hospe-

darse en los hoteles y tener su teléfono móvil. «¿Y quién tendrá dinero para ese

lujo?», me preguntó la vecina que se abanicaba con una vieja revista. «Paciencia

es lo que hay que tener, no dinero», murmuró otra asomada a su ventana. En

tanto que el profesor jubilado de la esquina, con el pan diario envuelto en un

periódico, agregaba sonriente: «Por lo menos, ya no se oye la voz tronitonante

de Zeus, ya no sermonea, ya no regaña, y, si da órdenes, lo hace al menos en

susurro. ¿Les parece poco?». «Qué alivio», respondían las vecinas, suspirando,

pensando en la ausencia del Máximo Líder con la que, por supuesto, habían

contado.

¿Qué se podía hacer? Lo de siempre: la espera, el arma perfecta de los cubanos.

La espera sabía dilatarse con su sabiduría y su tenacidad. A pesar de haber estado

tanto tiempo alejado, volvía a comprobar cómo en mi país el verbo «esperar»

continuaba instalado en el centro de la vida, definiéndola y proporcionándole

un extraño sentido. Repetí de memoria, y sin querer, lo que piensa un personaje

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69EN LA HABANA EL TIEMPO PASA

de El navegante dormido, mi última novela: «... en aquella isla las cosas siempre

tenían el toque supremo de la soñolencia y la inacción. Nada que hacer, salvo

esperar. [...] En los ciclones, y en otras calamidades igualmente devastadoras,

como en las revoluciones y otras fatalidades, como en otros muchos fracasos de

la Historia, no vencía el que se enfrentaba, el héroe que moría o vivía, que para

el caso era lo mismo, sino el hábil y paciente que no presentaba batalla. Ése era

el verdadero triunfador. No el que batallaba, sino el que se cruzaba de brazos y

se sentaba a esperar».

Había, no obstante, algo nuevo e inquietante en la quietud de la ciudad. La tris-

teza parecía encontrar una inflexión apacible, como si la desilusión percibiera

de pronto alivios y remotos remedios. ¿Sería cierto, como enunciaba Valéry, que

todo podía nacer de una espera infinita?

Se habría dicho que se llegaba, al menos, a un convencimiento: sin duda y, por

encima de cualquier calma chicha y su «línea de sombra», lo propio del tiempo

es que transcurre. Por poderosos que se pretendan hombres y caciques. Como

despertara de un abatimiento de años, mi país daba la impresión de empezar a

reconocer semejante perogrullada.

¿No nos enseñaron que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río?

A despecho de que en mi calle, por la rotura de las cañerías, persistiera la impre-

sión de que estábamos anegados por aquel eterno albañal.

El País, 26 de julio de 2008.

LA MOMIA DE LENIN VUELVE CON EL MISMO TRAJE.

La momia de Lenin, la más famosa del mundo con permiso de las de Tutankamón y

Mao, volvió a exponerse el sábado al público en el mausoleo de la Plaza Roja de Moscú.

El cuerpo embalsamado del líder bolchevique ha sido remozado por los biólogos pero

no se le ha cambiado de traje debido a la escasez de fondos en estos tiempos de crisis,

según apuntó con ironía uno de los especialistas encargados de la rehabilitación.

Los trabajos profilácticos para preservar el cuerpo de Vladímir Lenin fueron comple-

tados pese a la escasez de recursos, se enorgullece el equipo de científicos encargado

del retoque. «También sentimos la crisis. Nos dan sumas ínfimas, pero sin embargo

realizamos todo el volumen de trabajo», aseguró el académico Yuri Denísov-Nikolski,

subdirector del Instituto de Plantas Aromáticas y Medicinales (IPAM), responsable de

esas tareas. El especialista recuerda que desde 1992, tras la desintegración de la Unión

Soviética, el Estado dejó de financiar los trabajos para preservar incorrupta la momia de

Lenin y que los gastos son sufragados por organizaciones sociales y fondos científicos.

Denísov-Nikolski señala que «el objeto conservado (la momia) está en buen estado»,

aunque puntualiza que durante los trabajos profilácticos de este año no se le ha cambia-

do de traje. «Cómo vamos a hacer un cambio de traje en época de crisis», ironiza.

Todos los años, los restos momificados de Lenin son sometidos durante dos meses a una se-

rie de procedimientos químicos y biológicos para garantizar que permanezca incorruptible.

El País, 20 de abril de 2009.