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Abelardo Castillo: Esta entrevista me resulta algo difícil de responder. Nadie puede objetivar ciertas cosas que ha hecho. Es como tratar de ser el crítico de sus propios libros. Ni siquiera se puede ser lector de un libro que uno ha escrito, mucho menos el crítico. Esto es igual. Interviene, además, un elemento emocional o subjetivo que me impide juzgar las revistas de las que participé, lo que pudieron significar o no en la cultura nacional. No son, para mí, un hecho histórico, ideológico o cultural: son mi juventud. Biblioteca Nacional: Bueno, ese nos parece que es el punto, exactamente, desde donde queríamos arrancar. Por un lado, tenemos tres experiencias editoriales, es decir, tres colectivos intelectuales –y en cierto modo políticos– que se construyeron para tales fines, que se corresponden con tres momentos biográficos y tres momentos del país. ¿Cómo podríamos contar esos momentos, a grandes rasgos, desde la experiencia subjetiva, desde el punto de vista más personal, de acuerdo a cómo lo vivíó o al balance que hace hoy sobre cómo lo vivió? Nunca hice un balance. Creo que el balance sobre lo que uno ha hecho debe hacerlo la crítica, o el lector. Cuando se habla de literatura, las evaluaciones le corresponden siempre a los demás. Esperar cierto tipo de balance es como pedirle al muerto que hable de sí mismo en su velorio. El lugar desde donde yo puedo juzgar las revistas literarias en que participé es el de la subjetividad que, para decirlo taxativamente pero sin exagerar nada, es el único lugar desde donde juzgamos todos. ¡Por eso mismo! Se trata de un punto de vista que no está cuando uno se encuentra con el objeto revista. Quizá se puede escudriñar en los artículos, en las editoriales, pero hay un punto de vista subjetivo que está faltando. Un poco la pregunta es esa, ¿qué signi- ficaba para usted encarar este tipo de experiencias o si había algún problema concreto que se proponía resolver a través este tipo de articulaciones que son las que llevaban adelante un posicionamiento en el campo cultural y político? Yo fundé y dirigí El Grillo de Papel porque no tenía más remedio que hacer eso. No lo fundé solo, naturalmente. Pero la historia real, o mejor, la personal, empieza antes, cuando, a los 22 o 23 años, mandé la obra de teatro El otro Judas a un concurso de la revista Gaceta Literaria que dirigía Pedro Orgambide. Esa revista era, para mí, el modelo de lo que debería ser una revista de literatura. Lo que yo quería, a lo sumo, era formar parte de una publica- ción como esa. Presenté la obra de teatro con tanto candor que hoy casi no puedo creerlo. Con mi novia de esa época, fuimos en taxi hasta La Paternal, donde quedaba la editorial de José Stilman que era la sede de Gaceta Literaria, y le dije: “No lleguemos en taxi porque vamos a dar una mala impresión, van a creer que somos burgueses o que tenemos plata”. Nos bajamos una cuadra antes para llegar caminando. Me encuentro con una editorial, pero no con una editorial como yo la había imaginado: era una imprenta, era un lugar de trabajo. Más tarde, cuando gané el premio, fui a una reunión formal: resultó ser una pizzería. Ese fue mi primer choque con la realidad literaria argen- tina. Y ahí conocí a Oscar Castelo, que había ganado el concurso de cuentos, a Humberto Costantini, a Arnoldo Liberman –de los que inmediatamente me hice amigo–, a la poeta Luisa Pasamanik, y asistí a varias reuniones algo desastrosas. Recuerdo una, en la que se estaba hablando del libro de Herbera Red, Anarquía y orden, y Osvaldo Seiguerman, que era una especie de Richelieu en las sombras, sugirió que alguien debía criticar duramente ese libro porque Read, por el solo hecho de ser anarquista, era reaccionario. En Gaceta eran más bien ortodoxos, aunque no pertenecían al Partido Comunista. También en algún momento oí hablar del “humanismo ceniciento” de omas Mann. Recuerdo haberle comentado esa misma noche a Juan José Capdepont, un amigo mío ex seminarista, al que después mató la dictadura, que no íbamos a durar mucho en una revista donde se decían estos dispa- rates. Lo que colmó mi malestar y mi desconcierto fue algo muy cómico que hizo Pedro Orgambide, quien más tarde fue gran amigo mío. Hizo un largo discurso acerca del número de Gaceta que estaban por publicar y dejó muy claros los lineamientos ideológicos de la La literatura como fundamento Entrevista a Abelardo Castillo | 11

Entrevista a Abelardo Castillo

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Como introducción a las ediciones facsimilares de las revistas "El Grillo de Papel", "El Escarabajo de Oro" y "El Ornitorrinco", la Biblioteca Nacional realizó una entrevista al escritor acerca de su experiencia como director y partícipe de estos célebres proyectos editoriales.

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Abelardo Castillo: Esta entrevista me resulta algo difícil de responder. Nadie puede objetivar ciertas cosas que ha hecho. Es como tratar de ser el crítico de sus propios libros. Ni siquiera se puede ser lector de un libro que uno ha escrito, mucho menos el crítico. Esto es igual. Interviene, además, un elemento emocional o subjetivo que me impide juzgar las revistas de las que participé, lo que pudieron significar o no en la cultura nacional. No son, para mí, un hecho histórico, ideológico o cultural: son mi juventud.

Biblioteca Nacional: Bueno, ese nos parece que es el punto, exactamente, desde donde queríamos arrancar. Por un lado, tenemos tres experiencias editoriales, es decir, tres colectivos intelectuales –y en cierto modo políticos– que se construyeron para tales fines, que se corresponden con tres momentos biográficos y tres momentos del país. ¿Cómo podríamos contar esos momentos, a grandes rasgos, desde la experiencia subjetiva, desde el punto de vista más personal, de acuerdo a cómo lo vivíó o al balance que hace hoy sobre cómo lo vivió?

Nunca hice un balance. Creo que el balance sobre lo que uno ha hecho debe hacerlo la crítica, o el lector. Cuando se habla de literatura, las evaluaciones le corresponden siempre a los demás. Esperar cierto tipo de balance es como pedirle al muerto que hable de sí mismo en su velorio. El lugar desde donde yo puedo juzgar las revistas literarias en que participé es el de la subjetividad que, para decirlo taxativamente pero sin exagerar nada, es el único lugar desde donde juzgamos todos.

¡Por eso mismo! Se trata de un punto de vista que no está cuando uno se encuentra con el objeto revista. Quizá se puede escudriñar en los artículos, en las editoriales, pero hay un punto de vista subjetivo que está faltando. Un poco la pregunta es esa, ¿qué signi-ficaba para usted encarar este tipo de experiencias o si había algún problema concreto que se proponía resolver a través este tipo de articulaciones que son las que llevaban adelante un posicionamiento en el campo cultural y político?

Yo fundé y dirigí El Grillo de Papel porque no tenía más remedio que hacer eso. No lo fundé solo, naturalmente. Pero la historia real, o mejor, la personal, empieza antes, cuando, a los 22 o 23 años, mandé la obra de teatro El otro Judas a un concurso de la revista Gaceta Literaria que dirigía Pedro Orgambide. Esa revista era, para mí, el modelo de lo que debería ser una revista de literatura. Lo que yo quería, a lo sumo, era formar parte de una publica-ción como esa. Presenté la obra de teatro con tanto candor que hoy casi no puedo creerlo. Con mi novia de esa época, fuimos en taxi hasta La Paternal, donde quedaba la editorial de José Stilman que era la sede de Gaceta Literaria, y le dije: “No lleguemos en taxi porque vamos a dar una mala impresión, van a creer que somos burgueses o que tenemos plata”. Nos bajamos una cuadra antes para llegar caminando. Me encuentro con una editorial, pero no con una editorial como yo la había imaginado: era una imprenta, era un lugar de trabajo. Más tarde, cuando gané el premio, fui a una reunión formal: resultó ser una pizzería. Ese fue mi primer choque con la realidad literaria argen-tina. Y ahí conocí a Oscar Castelo, que había ganado el concurso de cuentos, a Humberto Costantini, a Arnoldo Liberman –de los que inmediatamente me hice amigo–, a la poeta Luisa Pasamanik, y asistí a varias reuniones algo desastrosas. Recuerdo una, en la que se estaba hablando del libro de Herbera Red, Anarquía y orden, y Osvaldo Seiguerman, que era una especie de Richelieu en las sombras, sugirió que alguien debía criticar duramente ese libro porque Read, por el solo hecho de ser anarquista, era reaccionario. En Gaceta eran más bien ortodoxos, aunque no pertenecían al Partido Comunista. También en algún momento oí hablar del “humanismo ceniciento” de Thomas Mann. Recuerdo haberle comentado esa misma noche a Juan José Capdepont, un amigo mío ex seminarista, al que después mató la dictadura, que no íbamos a durar mucho en una revista donde se decían estos dispa-rates. Lo que colmó mi malestar y mi desconcierto fue algo muy cómico que hizo Pedro Orgambide, quien más tarde fue gran amigo mío. Hizo un largo discurso acerca del número de Gaceta que estaban por publicar y dejó muy claros los lineamientos ideológicos de la

La literatura como fundamento

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Bayer o alguien que estaba con él quien le preguntó una vez al Che, cómo se llega a ser revolucionario y el Che le pregunto a su vez: “¿Usted qué es?”, Bayer o el otro le respondió: “Soy periodista”, y el Che le dijo: “Yo era médico”. Nunca creí en cierto tipo de autode-finiciones como “pintor revolucionario”, “poeta revo-lucionario”. ¿Estéticamente o fácticamente? Guernica, el cuadro de Picasso, no mató a ningún fascista ni salvó la vida de nadie, su legado es espiritual y es una manera espiritual de contribuir a transformar el mundo. No es una bomba, ni siquiera una pedrada: es un puro objeto estético. Todo eso había que discutirlo en la nuestra, y con las otras revistas. Pero hablando en reuniones no publicábamos nunca, ni siquiera nos podíamos poner de acuerdo con el nombre.

El nombre suele ser uno de los aspectos más complejos en todo emprendimiento que, toda vez que se pergeña, tiene aspiraciones fundacionales…

Una noche, caminando por Callao con Costantini y algún otro, veníamos hablando precisamente de esto, de la importancia del nombre de las cosas. Costantini propuso “El cuento”. Ya que éramos casi todos narradores (casi todos quería decir él y yo), ¿por qué no llamarla “El cuento”? El problema era que ese nombre dejaba fuera la poesía. Alguien traía un libro de José Pedroni donde había un poema que se llamaba “El grillo”. No sé quien dijo que le pusié-ramos “El grillo”, y otro, quiero imaginar que fui yo, aunque también pudo ser García Robles porque la voz se oyó a dúo, gritó: “de papel”. Esa misma noche, con Humberto Costantini, le mandamos un telegrama a Arnoldo Liberman –desde una oficina de correos que había en Rivadavia y Callao donde atendían hasta la una de la mañana– que decía lacónicamente: “Acaba de ser fundado El grillo de papel”. El primer número apareció el 28 de septiembre de 1959. Quien real-mente manejaba esa revista era Arnoldo Liberman, los que tenían más poder caracterológico eran Costantini y García Robles. Yo lo único que quería era que me dejaran tranquilo: escribir mis cuentos y pertenecer a algo que me gustara. Y amaba esa revista. Pero en algún momento no sé qué ocurrió y terminé dirigiéndola.

revista. Nos dio a todos una explicación muy elocuente de lo que estaba pasando en el país y de por qué se debían trazar determinadas líneas político-culturales. Este rotundo discurso terminó abruptamente con un inesperado e indeciso: “Me parece”. Era irrevocable: yo nunca iba a pertenecer a esa revista. El hecho es que, sin darme cuenta, había caído en un lugar que estaba a punto de estallar; había todo un grupo encabezado por Costantini, Liberman, Luisa Pasamanik, que estaba chocando con esa zona más bien dogmática de Gaceta. Me sentí fuera de todo eso. Venía de una adolescencia en San Pedro, no me interesaban demasiado las discu-siones culturales y políticas, aún hoy no me interesan. Creo que la literatura tiene otro sentido y otro destino, aunque está inmersa en los grandes problemas de su época, y sobre todo creía, y creo, que la literatura, los poemas, las novelas, el teatro, no se hacen discutiendo sino escribiendo. Ahí empieza, con Costantini, con Liberman, con García Robles, con Oscar Castelo y con Luisa Pasamanik, el proyecto de fundar otra revista literaria cuyo centro fuera la narrativa y la poesía. Yo no tenía ningún interés en dirigirla. Estaba formado fuertemente por el pensamiento anárquico de hombres como Kropotkin, Malatesta o Rafael Barrett, un pensa-miento donde nociones como poder, gobierno, dirigir, mandar, son casi malas palabras. Lo que yo quería era pertenecer, no me interesaba dirigir a nadie. Ahí tuve mi primer contacto con otro aspecto de la intelectua-lidad argentina. Discutimos meses enteros sobre qué era lo que se debía hacer y todavía ignorábamos qué queríamos hacer. Hasta que un día escribí un proyecto de editorial, me presente en la reunión y dije: “Acá tengo el editorial del primer número, si no, vamos a seguir discutiendo hasta la eternidad”. El hecho es que el editorial fue aprobado, se le hicieron algunas modi-ficaciones, no acepté la palabra “arma” –un arma para transformar la realidad– e hice algunas concesiones en las que no creía del todo. Yo creía y creo que la litera-tura es un arte y una herramienta de trabajo y que sirve para cambiar el mundo, pero por un camino espiri-tual. Un arma es una metralleta, un mortero, un arma es otra cosa. Como ser revolucionario es algo distinto de ser escritor, diferencia, por otra parte, que tiene ya cierto fundamento histórico sólido: no recuerdo si fue

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ponían un consultorio. Pero esto fue después, ahora todavía vamos por El Grillo, antes de su prohibición. Me salteo escisiones internas menores y voy derecho a la separación de Costantini. Él siempre estuvo muy cerca de mí y, tal vez, mucho más cerca que el propio Liberman. Yo lo juzgaba un gran cuentista y le tenía un enorme cariño. Pero Liberman y Costantini, como dos buenos escritores de izquierda y como dos judíos de izquierda, no se toleraban (risas). Uno de ellos tenía que irse. Entonces un día me tocó hablar con Costantini y decirle que lo quería mucho, que era mi amigo, pero que con Liberman yo sacaba una revista y con él no podía, porque nos íbamos a pasar las noches conversando, cantando tangos, haciendo versos y jugando al ajedrez; en cambio, con Arnoldo, sacaba la revista, así que desde ese día Costantini siguió colaborando y opinando pero únicamente diri-gíamos la revista Liberman y yo. Para mi dirigir una revista fue una responsabilidad y un peso, no fue una alegría. Si El Grillo de Papel tuvo alguna importancia, eso tuvo que ver, creo, con su falta de complicidad con los escritores y la literatura oficial. No teníamos que quedar bien con nadie, decíamos lo que se nos pasaba por la cabeza. Y así fue, por ejemplo, que una de las primeras críticas que se le hizo a Cortázar se hizo en nuestra revista. La hice yo cuando apareció Las armas secretas. A partir de ese hecho se dio nuestra amistad con Cortázar. Se habían escrito cosas menores sobre él hasta ese momento, y nosotros lo tomamos en serio. Cortázar nos escribió una carta y terminó siendo nuestro colaborador permanente, gracias a una idea brillante de Liberman, que propuso hablar con aquellos colaboradores importantes como Sabato, Carlos Fuentes, Beatriz Guido, Dalmiro Sáenz, Juan Goytisolo, Roa Bastos, Fernández Retamar, y pregun-tarles si querían participar con nosotros formando una especie de consejo de redacción, que era, en realidad, un consejo de colaboradores. Todos dijeron que sí. Entonces se dio la paradoja, creo que única, de una revista cuyos autores no eran conocidos por nadie, pero tenía un consejo de colaboradores extraordi-nario. Hasta Marechal colaboró. Nunca pusimos su nombre porque venía del peronismo a una revista que para esa época representaba a una izquierda que,

Creo que fueron esas dilaciones teóricas interminables las que me hicieron dirigirla y la necesidad de acabar con el “habría que”. “Habría que” escribir sobre Kafka, Sartre o la revolución. Bueno, por favor, el que tenga que escribir sobre algo, que lo escriba y lo traiga. No se trataba de pensar “quiero leer algo sobre…” sino de escribirlo. Ese fue uno de los criterios; y el otro, que debíamos publicar aquello que nos gustaría leer, pero escrito por nosotros. Era 1959, año de la revolución cubana y esto dividió las aguas. En el mundo entero, la revolución transformó a los intelectuales en pro-cu-banos y en anti-cubanos, y también a los gobiernos. En nuestro país, se implementó el Plan Conintes de Frondizi, la represión cultural más grande que yo haya vivido, antes de la dictadura militar. Durante la dictadura no se puede decir que hubo una represión “cultural”, sería limitarla, hubo genocidio y la cultura cayó ahí, como cayó todo. Pero en la época de Frondizi, la represión estaba dirigida a la cultura: prohibieron las revistas universitarias, cerraron editoriales, metieron preso a Pablo Neruda –que estaba en Buenos Aires– creyendo que era Pandit Nehru. La policía irrumpió en la casa de Margarita Aguirre y cuando Margarita les advierte que ese hombre es Neruda, dijeron: “¿Nehru?” y se lo llevaron igual. Como también más tarde la policía fue a la casa de Ernesto Sabato confun-diéndolo con el Sabato del petróleo. El hecho es que salimos hasta diciembre del 60 y por decreto del Poder Ejecutivo se prohibió la revista, se allanó la editorial y se requisaron los ejemplares. Fue el primer atentado en contra de la Universidad, también se prohibió la revista de humor Tía Vicenta. Fue como el pródromo de todo lo que vendría después. Lo que pasa es que los argen-tinos tenemos mala memoria, hablamos de los grandes momentos dramáticos de nuestra cultura y nos olvi-damos de lo que fue el Plan Conintes y del viraje que pegó Frondizi en esa época.

Aun así, en medio de la compleja situación política decidieron seguir adelante…

A algunos la nueva historia los asustó, hubo una pequeña estampida poética. Otros ya estaban un poco cansados de ser jóvenes, y se recibían o se casaban o

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era una herejía. Por otro lado, estaba Sartre que nunca iba a hacerle el juego a la derecha pero tampoco al comunismo, y si era necesario escribir sobre el fantasma de Stalin, cuando la intervención soviética en Hungría, lo hacía. Esas dos posiciones muy marcadas también en la revista, mutatis mutandi, referían a la posición de Liberman y mía: Liberman era camusiano y yo era sartreano o al menos sartreano en la práctica, aunque en el fondo de mi corazón seguiré siendo camusiano toda la vida.

En ese momento, entonces, aparece El Escarabajo de Oro.

Sí. Liberman creía que a la revista debíamos dejarla ahí, como una especie de niña intacta, intocada por la realidad, prohibida y muerta en su juventud. Yo quería seguir. Hablé con los que quedaban, entre ellos, por supuesto Costantini, y también Liliana Heker –que ya estaba con nosotros desde los últimos números de El Grillo de Papel y fue, prácticamente, la única que me acompañó–, y ahí fundamos, en abril de 1961, El Escarabajo de Oro. Había un grupo de escritores que pertenecía al Partido Comunista, entre ellos Juana Bignozzi, Marcos Silber, que al número dos tuvieron que renunciar, porque ya era demasiado frontal la discusión ideológica con el Partido. No sé cómo me había transformado en una especie de ideólogo, y comenzaron las discusiones con el Partido Comunista y la polémica con Héctor P. Agosti. No era una ruptura con el PC, pero fijaba nuestra posición frente a su dogmatismo. Y también ante la izquierda en general. Porque había una neo izquierda nacional de dudoso origen, cercana a los militares y a la Iglesia. En fin, queríamos aclarar nuestra postura, equivocada o no, pero la nuestra, y eso ya aparece en El Escarabajo de Oro desde el segundo número.

Era una izquierda que no tenía expresión político partidaria…

Era una izquierda independiente. En el segundo número, como les dije, renunció la mitad de nuestros colaboradores que pertenecían al Partido Comunista

aunque distanciada del Partido Comunista, era consi-derada marxista. Hay números del Escarabajo que se planearon en casa de Marechal o en mi casa con la presencia de Marechal. Liberman tuvo dos o tres ideas brillantes que fueron las que pusieron en camino la revista. La primera fue –sin consultarme– publicar un cuento mío en la tapa del primer número de El Grillo de Papel. En el primer número la tapa decía: Abelardo Castillo, al que nadie conocía, y en letra grande: “El marica”, seguían unas líneas con el comienzo del cuento que se continuaba en el interior. Hay que ubicarse en la época, 1959. Sacamos 2000 ejemplares, se vendieron todos: casi la mitad, seguramente, por esa tapa. La parte práctica y ciertas conexiones cultu-rales eran de Liberman. Por ejemplo, sus conexiones con Prensa Latina. Las notas de Prensa Latina había que pagarlas y a mí no me gustaba eso; Liberman me engañaba, me decía que eran colaboraciones gratuitas, y las pagaba él de su propio bolsillo. En más de un sentido, el factótum de esa primera revista fue Arnoldo Liberman, yo era el que la ponía en marcha. Y me transformé en director porque sí, por el peso de las circunstancias o por la elección de los otros.

Es decir que las discusiones teóricas y políticas se impusieron como un inevitable campo de interven-ción antes que como un propósito originalmente buscado…

Sí, y esto ya pertenece más bien a la historia de El Escarabajo de Oro. Esa división a dos aguas que creó la revolución cubana también llegó a nosotros –tardíamente– a partir de la polémica entre Camus y Sartre sobre qué debía ser un intelectual. Yo estaba más cerca de Sartre, pero hay que decir, y también había que decirlo entonces, que acusar a Camus de derechista era una barbaridad; nunca fue un hombre de derecha, era un humanista a ultranza y llegaba a decir cosas que eran muy cuestionadas y cuestionables, sobre todo por el momento histórico en que las decía. Dijo, por ejemplo: “Si la verdad estuviera a la derecha, allí estaría yo”. Es decir que para Camus era más importante la verdad que el lugar donde residía, lo cual, básicamente, no deja de tener sentido, pero dicho en los años sesenta

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que fue Neruda. Pero la pregunta es: ¿los mejores poemas de Neruda son los comprometidos?

Bueno, ahí se retoma la discusión Camus-Sartre, ¿no?

Probablemente. La literatura no es escribir sobre lo último que ocurre o sobre lo primero que aplaca nuestra conciencia. La literatura no puede ser comprometida a priori, voluntariamente. Lo es o no, casi sin intervención del escritor. Lo que se compro-mete –como diría Mounier, que fue quien instaló la palabra en Francia– es la persona, entendiendo por “persona” todo lo que es físico y espiritual en un hombre. ¿Pero cómo comprometer a priori la obra de ficción? El compromiso sería en todo caso el tema de la obra, pero el tema, ¿se elige? Nadie puede anun-ciar con seriedad: “Voy a escribir una novela sobre el problema del petróleo” o “voy a escribir una cantata sobre los pobres” o “voy a escribir una pieza de teatro sobre los torturados”. Sólo se escribe lo que se puede. Y cuando el tema no es apto para ese escritor, se convierte en mala literatura. Esa fue materia de discu-sión incluso dentro de la revista: Primero, hablemos de literatura. Si se trata de un arte literario, hablemos entonces de la palabra arte. ¿Cuál es el fin de la lite-ratura? ¿Decir la verdad? Para eso está la filosofía, la matemática. El fin de la literatura es estético. Yo no sé qué es la belleza, pero sé que la literatura tiene un fin estético, igual que la pintura, igual que la música. Si uno es Nicolás Guillén y puede escribir una gran poesía comprometida, muy bien, que lo haga. Pero la negritud y la rebelión cubanas no son el tema que elige Guillén, son el tema que lo eligió a él, y eso sencillamente es ser un escritor. Lo otro es impostar un sentido. Por eso, en vez de literatura comprome-tida, siempre preferí hablar de literatura como testi-monio. Eso es, creo, lo que define de alguna manera a El Escarabajo de Oro y a El Ornitorrinco. Una de las primeras revistas que desde afuera de la derecha defendió a Borges fue la nuestra: lo juzgábamos uno de los mayores prosistas de la lengua. No pensaba lo mismo que nosotros, de acuerdo; pero eso no le quitaba su valor a “El Sur” o a “Las ruinas circu-lares”. Discutamos a Borges cuando dice necedades o

porque se los pedía el Partido. En esa época, para ser verdaderamente “revolucionario” debías ser afiliado al partido. Mirado hoy, todo esto causa una suerte de sonrisa. Pero así era como se vivía en la izquierda. O estabas con el Partido o estabas con la derecha. Esto, claro, no afectaba las amistades profundas. Yo recuerdo a uno de los poetas que más admiré y admiro, que sigue siendo mi amigo, porque la muerte en la literatura es meramente una circunstancia: Mario de Lellis. Mi otro gran amigo del PC era Juan José Manauta. Él tenía una teoría muy particular: a los tipos como nosotros no debían afiliarlos, ni siquiera intentarlo; eran mucho más útiles afuera que dentro del Partido. El comunismo proponía disyuntivas difíciles a la izquierda. Cuando fue la entrada de las tropas soviéticas a Checoslovaquia, se discutió semanas enteras el editorial que debíamos publicar en El Escarabajo, y no pudimos ponernos de acuerdo. Es el único número que salió sin editorial.

Debía ser difícil mantener ese perfil en ese contexto de convulsiones políticas…

Era una revista de literatura y para mí, siempre, lo más importante fue la literatura, y ahora lo puedo decir con tranquilidad, en ese momento había que explicar demasiadas cosas. Yo nunca creí demasiado en la lite-ratura comprometida. Una cosa es un escritor compro-metido –que es un hombre comprometido que además escribe– y otra muy distinta es la literatura de ficción comprometida. No niego la posibilidad de una escri-tura comprometida, siempre y cuando se haga desde la oposición. Porque hoy se llama periodismo compro-metido o escritor comprometido a lo que nosotros hubiéramos llamado oficialista u oficial: este compro-miso es un compromiso relativamente cómodo. Para nosotros el compromiso era decir: “No”. Y a partir de allí empezaba un grave problema estético. ¿Es posible comprometer la literatura de ficción si no estás dotado para el compromiso? ¿Es necesaria u obligatoria una literatura comprometida? ¿Cuál era el compromiso de García Lorca, por ejemplo? Y, sin embargo, lo fusilaron. ¿Dónde está el compromiso político de Machado, uno de los poetas más grandes de nuestra lengua? Es cierto, sí, que hubo un gran poeta comprometido en América,

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estos proyectos editoriales era, justamente, que se formulaban como medios expresivos de una voluntad colectiva…

Lo que se publicaba, era justamente la expresión de una voluntad y una colaboración colectivas. Se ha hablado a veces de la revista como una revista “de autor”, como si yo hubiera sido el protagonista esencial. Eso no fue así. Sé positivamente que no hubiera podido sacar El Escarabajo de Oro sin la colaboración de Liliana Heker y todos los que venían detrás –Lelia Varsi, Bernardo Jobson, Isidoro Blaisten, Ricardo Maneiro, Vicente Battista, Eduardo Barquín, José Vázquez Santamaría, Osvaldo Barros, Alberto Lagunas, Ricardo Piglia o Miguel Briante, por poco que sea el tiempo que alguno haya estado con nosotros; como tampoco hubiera existido El Ornitorrinco sin la colaboración de Sylvia Iparraguirre, para empezar. Y sin Cristina Piña, Daniel Freidenberg o Irene Gruss. La revista se fundó en mi casa, en el 77, y ahí sí que éramos pocos en serio. Estaba Liliana Heker, claro, y uno o dos del grupo inicial, como Bernardo Jobson o Ricardo Maneiro.

Ahí hay algo muy interesante, que es una dimensión de artesanalidad, de precariedad de la experiencia. Lo que contás, de alguna manera, es la cocina de algo que después es leído a posteriori y tomado por la crítica de un modo más bien abstracto, estable-ciendo juicios que son atribuciones a una expe-riencia que tiene su propia racionalidad, su propia dinámica interna. La crítica la recibe inevitable-mente desde una exterioridad.

Cualquier chico que hubiera venido a conocer nuestra revista en los años de El Grillo de Papel y en los inicios de El Escarabajo, se habría encontrado con la casa de mi tía, que era un departamentito mínimo a tres cuadras de San Juan y Boedo, en Maza y Tarija… En lugar de una gran redacción, lo que había era la mesa preparada y siempre dispuesta de mi tía. Ella era modista, pero en esa época (cómo ha cambiado el mundo) yo decía “vienen mis amigos del Escarabajo a comer”, y había comida para todos. Me gusta que hayas señalado eso porque, es cierto, inevitablemente

infamias, pero pensemos qué significan la prosa o la poesía de Borges para las letras.

Estas discusiones también tenían que ver sobre qué criterios hay en juego a la hora de valorar las obras en su contemporaneidad. Es decir, si es posible separar la obra del que la escribe, o si es posible hacerlo, de qué modo…

Por este tipo de ideas yo he discutido con David Viñas y con casi toda la izquierda. Porque se suponía que si vos admirabas a Borges o incluso a Cortázar, eras un progresista dudoso. Cortázar era un hombre que venía de Sur, que vivía en Francia, que trabajaba de traductor en la UNESCO, no estaba interesado en los problemas sociales. ¿Pero escribió Rayuela o no escribió Rayuela? ¿Y sus cuentos, no están entre los mejores que se han escrito en la Argentina? Y, además: ¿por qué vamos a dejarle los grandes temas de la literatura a la derecha? Si uno es Silvina Ocampo puede escribir cuentos fantásticos; si es Humberto Costantini, ¿no puede? Cuando Cortázar terminó siendo un hombre de izquierda, demostró que sí, que se puede. La realidad está tramada con lo fantástico. Del mismo modo que un hombre no se concibe sin sus sueños, la literatura no se concibe sin lo fantástico. ¿El teatro de Shakespeare no existe porque no existen los fantasmas? Nadie le pide al Quijote que sea un hombre real. Nadie le pide a los dioses de Homero que sean ejemplares. Imaginar que la literatura tiene que estar al servicio de la Verdad, o de una causa, es una superstición indescriptiblemente inane. Esto no significa que un escritor no deba estar al servicio de una causa. Y eso es lo que tratamos de decir en la revista, incluso discutiendo entre nosotros. Leyéndola, se notan ciertas posiciones antagónicas. El Escarabajo de Oro fue quizá la única revista en la que no salió nunca aquello de que “la dirección no se respon-sabiliza”, etcétera. Nos hacíamos cargo de todo, lo que estaba bien y lo que nos parecía mal.

Ese criterio, el de deslindar el proyecto de las opiniones individuales, muy actual por cierto, no deja de tener un sesgo liberal. Pues excluye el medio de aquello que se dice. Y si algo tenían de interesante

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opinión, llama mucho la atención esta capacidad de armar experiencias, digamos de algún modo mino-ritarias, que logran producir lecturas que organizan la sensibilidad cultural desde la cocina de la tía…

Nuestro modelo no fue invención personal, nuestro modelo fue Gaceta Literaria, que era una revista que se hacía más o menos así. La diferencia es que Gaceta tenía el apoyo o beneplácito del Partido Comunista, y nosotros el de mi tía (risas).

Sin embargo, se podía existir bien sin todo ese sistema de promociones y consagraciones de los grandes medios…

Siempre se puede. Yo venía de San Pedro y no conocía el ámbito literario, las reglas de juego. Beatriz Guido, por ejemplo, se acercó a conocernos. También Sabato. Lo mismo pasó con Cortázar quien luego se sumó como colaborador. Casi nunca nos acercábamos nosotros a los escritores, aparecían solos. Y eso nos daba una gran libertad para opinar. Un día, por idea de Liberman, fuimos a recorrer embajadas. Pedimos la dirección de Bergman, de Fellini, de Antonioni, de Truffaut, no me acuerdo de que otros más, y les escri-bimos a cada uno una carta con una entrevista. Nos contestaron todos e hicimos un número sobre cine. Para entender bien eso hay que poner la mirada en la época, es decir, en los sesenta.

¿Por qué hay un salto en la numeración en El Escarabajo de Oro?

Cuando empezamos a publicar El Ornitorrinco pusimos en la tapa a los dos directores, Liliana Heker y yo, en color, y la diagramación era casi la misma, como para que el lector supiera que era una continuación de El Escarabajo de Oro. Con el paso entre El Grillo de Papel a El Escarabajo ya habíamos hecho algo parecido. A partir de un número, sumamos los números de El Grillo de Papel –esos seis números son los que van del 7 al 13– para que el lector advirtiera que El Escarabajo era la continuación efectiva de El Grillo de Papel.

toda la experiencia personal o grupo se tamiza y pasa, a su modo, a la recepción de la crítica.

Y además pasa al régimen de la opinión pública, que se pronuncia a favor o en contra.

Los razonamientos a posteriori se construyen de una manera que no siempre tienen que ver con los fundamentos de aquello que se ha hecho. Nuestro lugar visible de reunión era el café Tortoni. Y por ahí pasaba gente que nos traía poemas, lectores, poetas que venían del extranjero, traductores. Nuestro lugar real era la esquina Maza y Tarija, segundo piso por esca-lera, un departamento modesto donde se hizo la revista exactamente hasta 1966. Puede decirse entonces, que había una revista esotérica y una revista exotérica. La esotérica se hacía en Maza. La revista “para todos” se hacía en el café Tortoni.

Es interesante ese doble régimen, porque en uno está el núcleo productivo que se revela en toda su preca-riedad e incertidumbre, elaborando un sentido de lo que se está haciendo, y en otro está la vidriera en la que aquello que fue un proceso abierto, aparece ya como objeto consistente y dado a la crítica.

En uno está la cosa abierta a todo el mundo, las opiniones, la “doxa”. En el otro: qué es lo que hacemos y por qué lo hacemos. Y ahí decidíamos tres o cuatro –en la casa de mi tía– que es más bien como se hacen todas las cosas. Lo increíble es cómo de esa pequeña escala de la producción se pasa al reconocimiento de un cierto número de lectores. Nosotros no queríamos ser una revista de élite social ni académica, no queríamos ser Sur ni Contorno, queríamos ser una revista que se distri-buyera en los kioskos. Y nos asombró que esa revista terminara vendiendo cinco mil ejemplares. Calculando a cuatro lectores por ejemplar, son veinte mil lectores.

Algo que sorprende de estas experiencias es la capacidad autónoma de organizar la cultura. Visto retrospectivamente, y a la luz de lo que ocurre hoy, que la cultura es organizada por los grandes suple-mentos culturales o por los grandes liderazgos de

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recibía en mi casa Lettres Françaises, una publicación cultural del tamaño del diario La Nación, con secciones de ajedrez, de moda, dirigida por Aragon y por Elsa Triolet. Nosotros le mandábamos El Escarabajo de Oro una vez cada dos meses, cuando salía: ¡ellos cada quince días nos mandaban Lettres Françaises! Esa rela-ción existía. Era real. Estábamos comunicados con México, con Cuba. A cada rato teníamos un mexicano de la UNAM o un cubano de Casa de las Américas en el Tortoni. Si tomas un libro de pensamiento de hace 50 o 60 años, de cualquier lugar que sea, las referen-cias bibliográficas salen de México o de la Argentina. Acá estaban Emecé, Losada, Sudamericana, Santiago Rueda. En los años 40, México y Argentina eran los dos grandes focos de traducción y de edición. Ustedes hablaron de Aricó. En el primer lugar del mundo, fuera de Francia, en donde se publicó con seriedad a Lévi-Strauss fue en Córdoba…

Claro. Pero eso a su vez da una singularidad muy fuerte porque se puede decir que todas estas expe-riencias editoriales y revistas son hijas de esa situa-ción singular, y al mismo tiempo son víctimas. Víctimas en el sentido de, por un lado, lo que decíamos acerca de cómo se organizaba rápida-mente una opinión pública que en lugar de confra-ternizar con esos esfuerzos se rivalizaba para buscar la diferencia, en lugar de buscar la singularidad de lo ignoto o de lo desconocido o de lo que venía de las culturas del interior, por llamarlo de alguna manera, se fascinaba con las modas académicas o con las traducciones fáciles. Entonces está esa cara ambivalente de la situación porteña...

Que no se daba tanto en El Escarabajo porque nuestra relación con el interior, con su literatura, era muy grande. Yo llevaba siempre, en mano, las revistas a Santa Fe y a Córdoba. Teníamos suscriptores que se encargaban de distribuirla en lugares remotos, como Ushuaia o Jujuy. Además, en la literatura argentina hay que aceptar una cosa: los llamados escritores argentinos, empezando por Sarmiento, son casi todos escritores del interior, y es Buenos Aires quien los atrae. Una carac-terística de nuestra literatura es que acá, como en muy

¿Por qué cerró El Escarabajo?

Por aquello de “lo artesanal” y “lo precario”. Por falta de plata. En 1974 fue el caos total de la economía. Las revistas, las tres, casi nunca sacaron avisos...

¿Pero no había pretensión de poner avisos, es decir, era una política, o nadie quería avisar en la revista? (risas).

No, era una política. Editorial Losada, Álvarez, Sudamericana, empezaron a avisar cuando se publicaba algún libro nuestro. A veces, avisaban algunas librerías. Pero normalmente no teníamos avisos porque la revista se pagaba con su venta. El número anterior financiaba al siguiente. Y en el caos de 1974 eso ya era imposible.

Hay una particularidad argentina, y quizás más bien porteña, que es la de siempre traducir lo que viene, siempre traducir lo que se dice, especial-mente en Europa, y hay acá un activismo cultural muy fervoroso y receptivo, ¿no? Desde las traduc-ciones de Marx hasta todo lo que se hizo con Aricó, o sea, de Juan B. Justo a Aricó, supongamos. Los Libros, Crisis, Sur, la relación con Francia y con EE. UU, con las traducciones, las revistas de ustedes, Contorno, y una cantidad de experiencias editoriales que a veces se las pone en serie injustamente porque se niega su heterogeneidad cuando no se estereo-tipan sus diferencias…

Esa es, también, una manera de ser argentino: nuestra comunicación con el mundo. En cuanto a los modelos, no importa si son foráneos. Cómo naciona-lizo lo foráneo y cómo contemporanizo lo inactual, eso es lo que cuenta. Lo foráneo es el mundo en general. Una de las características de esos años –que es la que permitió la difusión de la revista en Latinoamérica– fue que esa famosa “aldea global”, de la que tanto hablamos, instrumentada por internet y por nuestros buenos deseos, en aquel momento existía y hoy no existe. Hoy estamos más separados de América y del mundo que antes. Yo conseguía Les Temps Modernes en la librería. Le mandábamos nuestra revista a Louis Aragon y

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comunistas, conservadores, socialistas pero que pero-nistas son todos. En nuestro país peronistas son todos. ¿Entonces para qué romperse la cabeza y reflexionar el peronismo ideológicamente, si da la impresión de que ser peronista es la mera condición de ser argen-tino? Como los argentinos somos un quilombo, eso es lo que es el peronismo. Estar cerca del peronismo es como venerar al Gauchito Gil: no se sabe en qué creés. Esa es y fue mi relación con el peronismo. Con el comunismo, tal vez era distinto, al menos en aque-llos años, porque ahora también son un corso. Podías saber quiénes eran, qué querían, de dónde venían. Con los trotskistas, algo parecido. Uno podía decir: estos marxistas son comunistas no stalinistas, están más cerca de la Razón. Pero son intratables. Entonces mejor no estar con los partidos. Y les aclaro, el escritor peronista del que hablamos, Marechal, pensaba casi lo mismo que yo.

Hay una discusión sobre el peronismo en la revista…

Fue con la vuelta de Perón. Si apoyo crítico, si colaboración. Qué hacer, qué venía a representar Perón. Todo esto nos duró muy poco. Porque primero estuvo Cámpora y los propios peronistas lo depusieron, dando vueltas alrededor de la casa de Perón. El golpe lo hizo la UOM. Después asume Perón, y cuando da la impresión de que va a poner un poco de claridad, viene la ruptura con la izquierda peronista, después Perón se muere y de ahí en más el peronismo era López Rega e Isabel. Pero la consigna esencial siguió existiendo siempre: “Ni yanquis ni marxistas, peronistas”. Lema que apelmaza una nacionalidad (yanqui) con una filo-sofía y una praxis (marxismo) y les opone a las dos una noción pasional qué nadie sabe qué significa.

¿Cómo manejaron la situación compleja de editar una revista de estas características en la dictadura? ¿Cómo decidieron sacarla?

Una de las razones por las que apareció El Ornitorrinco fue el problema de la censura. Se hablaba más de la censura que de la autocensura. “En este país hay censura”: era fácil decirlo; los militares te dejaban

pocos lugares del mundo, y como en casi ningún lugar de Latinoamérica, la gran novelística es urbana. Los dos textos fundantes que son Amalia y El matadero, los dos son de Buenos Aires. Después viene toda la genera-ción del 80, La gran aldea, La bolsa, pasando por Arlt, Marechal y Cancela, hasta llegar a Mujica Lainez y a Borges, para citar a los más evidentes. Tampoco hay que olvidar que Latinoamérica también viene a parar a la Argentina. Acá vivió, por ejemplo, Rafael Barrett, que era tanto paraguayo como argentino, como español de origen. Vivió Rubén Darío. Vivieron Florencia Sánchez y Horacio Quiroga. La literatura argentina, cuando yo empecé a escribir, estaba también formada por Miguel Ángel Asturias, por Juan Carlos Onetti y por Roa Bastos.

El peronismo es un nombre que hasta ahora apareció muy lateralmente, con Marechal. ¿Cómo era la rela-ción de todo este posicionamiento cultural, intelec-tual y literario con el peronismo?

Muy rara. Había peronistas en la revista, pero a algunos mejor no nombrarlos: por ejemplo, en El Escarabajo de Oro estuvo Carlitos Grosso… Mi rela-ción con los partidos políticos fue nula, siempre. A lo sumo, puedo pensar en términos de movimiento, un proyecto que abarque determinadas fuerzas que en algún momento tienen un objetivo común. El problema con el peronismo, para mí, es parecido al que planteaba en su juventud David Viñas. Él decía que el peronismo “es muy jodido” porque Perón era un tipo muy autoritario y con el autoritarismo no se podía trabajar. Mi problema con el peronismo es que yo, todavía después de pensar en él durante más de sesenta años, no he llegado a comprender qué es el peronismo. Entonces, cómo estar con una “ideología” que nadie sabe cuál es. Yo conozco a varios intelectuales mili-tantes que son igualmente peronistas, que cantan con el mismo fervor y la misma letra la marcha, que dicen “combatiendo al capital”, pero que los ponés frente a la realidad y uno está en una punta y el otro en la otra, y si no se matan no se sabe por qué es, y a veces también se matan. La mejor definición de peronismo la dio Perón, cuando dijo que en nuestro país hay radicales,

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llevárselo a Israel– colaboró en El Ornitorrinco. La otra cuestión era quién la pagaba, porque plata no tenía nadie. Yo daba un taller literario, y había un romántico que soñaba, como yo, con resucitar El Escarabajo de Oro, y que además tenía vínculos con gente que tocaba la guitarra y hacía música vernácula y tenía plata. Ellos pagaron parte del primer número. Los otros mecenas fueron gente del taller, que en lugar de pagarme a mí ponían la plata para la revista. Juan Forn fue uno de ellos. Y la única cosa clara que había en El Ornitorrinco era esta: nuestro enemigo es Videla. Y nada más. Y son amigos todos los que son enemigos de la Junta. Por eso, cuando llega la democracia, la revista deja de salir al tiempo. Mi último editorial fue en contra del Punto Final. Hay escritores que están más cómodos en la oposición. Dicho al pasar, esto suele ocurrirles a los poetas. La poesía de Maiakovski, por ejemplo, está dividida en dos partes, antes y después de la revolución. La de después, es mala porque no está acostumbrado a decir “qué lindos los chupetes que hace el estado”. Y le pasó más o menos lo mismo a Guillén.

Decís que eras más sartreano que camuseano pero te veo sentimentalmente más camuseano.

Siempre fui sentimentalmente más camuseano. Las tres revistas fueron para mí una empresa literaria. No las puedo separar entre ellas ni de mí, ni tampoco puedo juzgarlas críticamente. Por eso, lo que les cuento son los entretelones. Las conclusiones las tendrán que sacar ustedes, u otros. Para mí, el proyecto principal seguía siendo el mismo: publicar buenos cuentos ajenos, publicar buenos poemas ajenos, escribir ficciones, versos y teatro. Y, cuando hacía falta, tomar posición respecto a lo que estaba pasando. En la dicta-dura, pusimos en juego el significado profundo de la literatura en momentos muy críticos y muy duros. ¿Cómo es posible que se publicara, en Rusia, el libro Memorias de la casa muerta, de Dostoievski, donde se desnuda el brutal sistema represivo carcelario de los zares? Porque es literatura. Porque juega con lo imaginario, con lo estético y porque se lee necesaria-mente de “otro” modo. ¿Por qué se puede no estar de acuerdo con Sartre cuando leemos El ser y la nada, y sí

decirlo. Con eso mostraban incluso su “amplitud”. De lo que no se hablaba era de lo que la censura censuraba. Pero el único modo de probar los límites de la censura es hablar de aquello que se prohíbe. La otra razón es que yo siempre quise volver a sacar El Escarabajo de Oro. Es una revista que siempre extrañé mucho, aun hoy la extraño. Hay lugares en los que ciertos escri-tores encuentran el único centro donde pueden situarse para hablar con total libertad. Pongamos un ejemplo incómodo: si vos, digamos, o yo, fuéramos escritores críticos del gobierno, hoy, ¿desde dónde lo decimos?, ¿desde La Nación? No parece ético; ¿desde Clarín?, no parece razonable; ¿desde Página/12?, no parece posible... O sale un tumulto de gente a decir que uno se ha convertido en oligarca o vendepatria. Pero si tuvié-ramos una revista literaria, lo decimos y se terminó. Era el lugar que yo siempre sentí que debía tener un inte-lectual. Fue la gran obsesión de todos los intelectuales desde que yo lo recuerdo: tener el lugar desde donde decir las cosas.

Con el agregado de que ese lugar, además, se trans-formaba en el modo de leer las cosas, porque ese lugar se transformaba en el grupo, en la amistad, en la gratuidad y en la experiencia, que te hacía leer las cosas de un modo parecido.

Yo estaba obsesionado con la idea de volver a sacar El Escarabajo de Oro. Y sacarme de encima esa idea fue muy duro psicológicamente para mí. Hasta que sentí que ya no era posible y que debíamos fundar otro tipo de revista y con otra gente. Gente que estuviera unida, pero no ya por la ideología. Tenía que tener un solo punto de convergencia, un requisito único e indispen-sable: estar en contra de la dictadura. No importaba si se trataba de un católico, un ex comunista, un anar-quista, un loco suelto. Y eso, y así, fue la revista. La sección poesía, por ejemplo, era compartida por un comunista, Daniel Freidemberg, y por una chica egre-sada de la UCA o de El Salvador, mi amiga Cristina Piña. Hasta Federico Peltzer, con el que habíamos discutido duramente en El Escarabajo de Oro por el caso Eichmann –él, como juez, sostuvo que se había vulnerado nuestra soberanía al raptar a Eichmann y

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estar de acuerdo con él cuando leemos La náusea, que sustancialmente contiene las mismas ideas? Porque se ha interpuesto entre el texto y el lector una especie de cristal estético, que obliga a mirarlo de otro modo. Es lo que te permite contemplar una escena “fea” en un cuadro y sentirla como una pintura bella. La degolla-ción de los inocentes, que ya no existe, debió haber sido insoportable; eso pasa con los fusilamientos de Goya, con ciertos grotescos de Carlos Alonso. ¿Por qué, sin embargo, uno ve lo bello también ahí? Porque la recepción del arte actúa por y desde otro lugar. Si uno tuviera eso en claro, en momentos de gran represión cultural, sabría para qué de verdad sirve la literatura. Nosotros lo probamos en El Ornitorrinco, con el cuento de Dino Buzzatti “Están prohibidas las montañas”. En un pueblo de Italia, por alguna razón, se ha prohibido mirar las montañas, o siquiera mencionarlas. Buzzati –escritor católico, nada comprometido en el sentido usual– tal vez lo escribió durante el fascismo o más probablemente lo imaginó como una ficción pura. La gente del cuento termina tapiando las ventanas que dan a las montañas, les da la espalda, si a alguno se le escapa una palabra que suponga la existencia de las montañas, lo miran con desconfianza o con miedo. Ese relato lo publicamos en plena dictadura militar y tuvo el efecto de una acusación, porque fue leído como una metáfora de nuestro propio país.

Termino. Para mí hay algo que está por encima de todo análisis. La literatura es mi fundamento, pero yo no “produzco” literatura. La literatura no es un adje-tivo ni un atributo. No es lo que yo hago ni lo que tengo: es lo que soy. Mi ser está puesto en la literatura y por eso también estaba puesto en El Grillo de Papel, en El Escarabajo de Oro, en El Ornitorrinco. Una tarde, Fernando Quiñones, el poeta español, me preguntó si no sentía a las revistas como un peligro, si no me quitaban tiempo para escribir mis cosas. Me puse a pensarlo por primera vez y la respuesta fue no. No sólo no las sentí nunca como un peligro: nunca he escrito tanto como cuando sacaba las revistas.