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Marzo 2009 Número 459 Epístolas y fascinus ISSN: 0185-3716 Ludwig van Beethoven Georg Brandes Friedrich Nietzsche Pascal Quignard Horacio Quiroga Silvestre Revueltas Rosa Matteucci Anaïs Nin Henry Miller James Hillman Rainer Maria Rilke Lou Andreas-Salomé Concepción Arenal William S. Burroughs Paul Celan Nelly Sachs Francisco Umbral

Epístolas y fascinus - Fondo de Cultura Económica · Las cartas de la ayahuasca 29 William S. Burroughs Correspondencia 30 ... entender esto contamos con el ensayo de Hillman sobre

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Marzo 2009 Número 459

Epístolas y fascinus

ISSN

: 018

5-37

16

■ Ludwig van Beethoven

■ Georg Brandes

■ Friedrich Nietzsche

■ Pascal Quignard

■ Horacio Quiroga

■ Silvestre Revueltas

■ Rosa Matteucci

■ Anaïs Nin

■ Henry Miller

■ James Hillman

■ Rainer Maria Rilke

■ Lou Andreas-Salomé

■ Concepción Arenal

■ William S. Burroughs

■ Paul Celan

■ Nelly Sachs

■ Francisco Umbral

número 459, marzo 2009 la Gaceta 1

SumarioNenúfares 3

Esther SeligsonTestamento de Heiligenstadt 4

Ludwig van BeethovenCorrespondencia particular 6

Georg Brandes/Friedrich NietzscheEl fascinus 7

Pascal QuignardLa caza del tatú carreta 10

Horacio QuirogaApuntes autobiográfi cos 12

Silvestre RevueltasLa verdadera historia del falo de Rasputín 14

Rosa MatteucciUna pasión literaria 16

Anaïs Nin/Henry MillerPan y la masturbación 18

James HillmanTríptico mortecino 20

Gustavo OgarrioDel otro mundo nuestro 21

Selección y versiones de Martín PalmaCorrespondencia 25

Rainer Maria Rilke/Lou Andreas-SaloméCartas a los delincuentes 27

Concepción ArenalLas cartas de la ayahuasca 29

William S. BurroughsCorrespondencia 30

Paul Celan/Nelly SachsEl Falo/Icono 31

Francisco Umbral

Ilustraciones de portada e interiores de José Fors, tomadas del libro José Fors. 25 años, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 2004.

Directora del FCE

Consuelo Sáizar

Director de La GacetaLuis Alberto Ayala Blanco

EditorMoramay Herrera Kuri

Consejo editorialSergio González Rodríguez, Alberto Ruy Sánchez, Nicolás Alvarado, Pa-blo Boullosa, Miguel Ángel Echega-ray, Martí Soler, Ricardo Nudelman, Juan Carlos Rodríguez, Citla li Ma-rroquín, Paola Morán, Miguel Ángel Moncada Rueda, Geney Beltrán Fé-lix, Víctor Kuri, Oscar Morales.

ImpresiónImpresora y EncuadernadoraProgreso, sa de cv

FormaciónMiguel Venegas Geffroy

Versión para internetDepartamento de Integración Digital del fcewww.fondodeculturaeconomica.com/LaGaceta.asp

La Gaceta del Fondo de Cultura Econó-mica es una publicación mensual edi-tada por el Fondo de Cultura Econó-mica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor res-ponsable: Moramay Herrera. Certifi -cado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedi-dos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nom-bre registrado en el Instituto Nacio-nal del Derecho de Autor, con el nú-mero 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Pos-tal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica.ISSN: 0185-3716

Correo electró[email protected]

2 la Gaceta número 459, marzo 2009

Epístolas, mensajes, confesiones de un yo necesitado de ser oído, o en este caso leído. La literatura, en sí, podría considerarse una eterna carta arrojada a los dioses, o al vacío…, en el peor de los casos a la humanidad. Sin embargo, las cartas no pretenden crear, sino comunicar, incluso emitir una orden. La literatura, en cambio, crea mun-dos alternos, por no decir que inventa al propio mundo que la creó. El destinatario de la literatura es un simple pretexto para poder expresarse. El destinatario de la carta que escribe un individuo es un objetivo preciso: algún conocido o alguien a quien quiere conocer. Por eso las cartas no son necesariamente literatura, poseen un sentido práctico que las aleja del esplendor literario. Entonces ¿por qué se habla de género epistolar? Porque existe un yo necesitado de ser leído. No se trata solamente de comunicar algo práctico, sino de reinventarse gracias a los otros, aunque los otros sean una excusa, así como los dioses, el vacío o la humanidad son la excusa de la lite-ratura. El Diccionario de la real academia de la lengua española, en su cuarto inciso, de-fi ne así la epístola: “Composición poética en que el autor se dirige o fi nge dirigirse a una persona real o imaginaria, y cuyo fi n suele ser moralizar, instruir o satirizar”. Si somos realmente sinceros, las cartas son escritas supuestamente para los otros, aun-que el verdadero destinatario sea uno mismo. En las cartas confesamos lo inconfesa-ble, confi ando en la discreción del amigo o la persona al que se la enviamos, pidién-dole encarecidamente que la destruya en cuanto termine su lectura. Pero en nuestro fuero interno rogamos que no sea así, y que por un afortunado azar la humanidad se entere, a través de un hermoso libro, de nuestra gran sensibilidad, de los indecibles tormentos que nos aquejan, y por supuesto del inigualable ingenio que nos caracte-riza. Así es, somos seres necesitados de… eso es lo de menos, siempre y cuando po-damos escribirlo en una carta, dirigida a “una persona real o imaginaria”, da igual.

En este número de la Gaceta podrán leer las amargas quejas de Beethoven y de Rilke, el espléndido sentido del humor de Quiroga y de Burroughs, las amonestacio-nes y consejos de la jurista Concepción Arenal a los presos, la maravillosa megaloma-nía compartida de Nietzsche y Brandes, y muchos tópicos y personajes más.

Y entonces ¿a cuento de qué nos topamos con el fascinus? Este número se titula Epístolas y fascinus. ¿Qué tiene que ver el falo con las cartas? Casi nada. Aunque sí existen analogías. El falo es símbolo de comunicación, de generación de vida. Pero éste sería, como en las cartas, su aspecto fecundador, visto como vehículo comunican-te. Aquí, más bien, tratamos de mostrar otro aspecto. Ya vimos que las cartas acaban siendo, desde cierto punto de vista, autorreferenciales. Igual pasa con el falo. Para entender esto contamos con el ensayo de Hillman sobre el dios Pan y la masturba-ción. O el texto de Umbral donde el falo icónico se deslinda de su etiqueta funcional para adoptar su actual rol suntuario. Quignard, por su parte, desvela, a través de su amena erudición, el sentido del fascinus en la Roma antigua. Pero al margen de las analogías que puedan establecerse entre las epístolas y el falo, el verdadero motivo para incluir este tema se debe a la crónica que la escritora italiana Rosa Matteucci escribió especialmente para la Gaceta, donde narra el hilarante periplo que sufrió el falo momifi cado de Rasputín. G

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En el espejo de aguala palabra se rompeno así el nenúfaren su quieta imagenluz que la sombra dejaoscuro estar ahímáscara de fuego

El estanque duermela palabra escurreinundallena de pajuelas al nenúfaralláparque de El Retirohebras de llanto antiguocomo chispas en la voz

Es una fotografíael golpe de un nostálgico ardoren la memoriahueco sordo grietaaquel sueño a fl or de piella caricia el abrazoel abrazo el espejo ciegoprofundo

Voces engendran vocesel golpe de un tamboralbahaca ámbaresconder el pesar es inútilla luz en su travesíalo traspasanymphea aura

Entre las hojas redondasasoma la corolaprincesa en su góndola fl otaallá El Retirorecuerdo un nombre otro nombreun rostro varios rostrostodos ausentestodos… G

NenúfaresEsther Seligson

In memoriam Alejandro, Ceci, Sergio, Eduardo, Paco, Amelia

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A mis Hermanos Karl y (Johann) Beethoven

¡Hombres que me creéis rencoroso, loco o misántropo, qué injustos sois conmigo! ¡Vosotros ignoráis la razón oculta de estas apariencias! Desde mi infancia, mi alma se mostró incli-nada al dulce sentimiento de la bondad y siempre me encontré dispuesto a realizar las más grandes acciones. Pero tened en cuenta la horrorosa situación en que desde hace seis años vivo, agravada por médicos ignorantes que me engañan con la espe-ranza de una ilusoria mejoría, y, limitado, en fi n, a la perspec-tiva de una enfermedad crónica, cuya curación exige probable-mente años y años, si es que no es imposible.

De un temperamento apasionado y vivo como soy, afi ciona-do a la vida social me ha sido preciso desde el primer momen-to apartarme de los hombres y llevar una vida solitaria. A veces, intentaba sobreponerme a todo esto; pero ¡ay!, cuán duramen-te la renovada experiencia de mi achaque me vencía. Y no era posible que yo dijera a los hombres: “¡Habladme más alto, gritadme, que soy sordo!”. No me hubiera sido posible descu-brir entonces la carencia de un sentido que debiera ser en mí más perfecto que en nadie, y que yo he poseído, en otro tiem-po, en la mayor plenitud, con una perfección que seguramente no tuvieron jamás los mejores de mi ofi cio. ¡Oh, esto no es posible tolerarlo! Perdonadme, pues, si vivo apartado, cuando mi gusto sería estar en vuestra compañía. Mi desgracia me es doblemente dolorosa porque debo ocultarla; no puedo encon-trar distracción en la sociedad, en las conversaciones apacibles, en las mutuas efusiones. Solo, completamente solo, no entro en la vida hasta que me lo exige una necesidad imperiosa; y debo vivir como un proscrito. Si me acerco a una tertulia, el miedo de que puedan advertir mi estado, me sobrecoge con una angustia espantosa.

Por eso he pasado estos seis meses en el campo. La ciencia de mi médico me persuadió a que prodigara mi oído lo menos posible; no hizo sino darme gusto; y con todo, siempre que era solicitado por mi natural inclinación a la sociedad, me dejaba arrastrar por ella. ¡Pero qué humillación cuando el que estaba a mi lado escuchaba a lo lejos una fl auta, y yo no oía nada, o

cuando el otro oía cantar al pastor y yo tampoco podía escu-charlo! Sucesos como éstos me llevaban a la desesperación, y poco faltó para que pusiera fi n a mi vida. —Sólo el Arte me detuvo. Me parecía imposible abandonar el mundo sin haber realizado cuanto debía. Y así prolongué esta vida miserable —miserable de veras—. Tan irritable soy, que la más leve mu-danza me lleva de la felicidad mejor a la más mala tristeza. Paciencia, como suele decirse; a la paciencia me acojo ahora para que ella me dirija. Espero que sea duradera esta resolu-ción mía de resistir hasta que las Parcas inexorables quieran cortar el hilo de mi vida. Quizás se arregle todo, quizás no, pero estoy dispuesto a lo que sea. No es muy fácil ser fi lósofo por obligación a los veintiocho años; y para un artista es más duro que para nadie.

Tú, Señor, desde tu gloria, miras al fondo de mi corazón, tú lo conoces, tú sabes que el amor a los hombres y el anhelo de hacer el bien lo colman. Los que leáis esto, pensad que habéis sido injustos conmigo; y que el desventurado se consuele con encontrar un desventurado como él, que, a pesar de todas las trabas de la naturaleza, ha hecho cuanto de él dependía para ser digno del dictado de artista y de hombre.

En cuanto a vosotros, Karl y (Johann), hermanos míos, cuando yo muera, si vive todavía el profesor Schmidt, rogadle en mi nombre que cuente mi enfermedad, y añadid a la reseña esta carta, a fi n de que, después de mi muerte, el mundo me perdone, en lo que sea posible. Al mismo tiempo, os nombro herederos de mi escasa fortuna (si es que merece este nombre). Repartíosla honradamente, no os separéis nunca y ayudaos uno a otro. De sobra sabéis que os he perdonado, hace mucho tiempo, el mal que hayáis podido hacerme. Carlos, a ti, herma-no, te doy especialmente las gracias por el afecto que en estos últimos años me has demostrado. Mi gusto sería que ambos llevárais una vida más feliz y más desahogada que la mía. En-señad a vuestros hijos a ser virtuosos, pues sólo la Virtud puede dar la felicidad, no el oro. Hablo por experiencia. La virtud ha sido mi sostén en la miseria; a ella le debo, tanto como a mi arte, no haber cortado el hilo de mi vida con mi propia mano. Quedáos con Dios y amáos. Mi agradecimiento a todos mis amigos y en particular al príncipe Lichnowski y al profesor Schmidt. Quisiera que los instrumentos del príncipe L. pudie-sen ser conservados por cualquiera de vosotros. Pero que esto no vaya a ser causa de disputa. Si os pueden servir de algo más útil, vendedlos. Me reputaré dichoso, si en la misma tumba puedo serviros de algo.

Sabiéndolo así, ¡con qué júbilo me moriría! Si la muerte llegara antes de que haya yo podido desarrollar por completo

Testamento de Heiligenstadt1*Ludwig van Beethoven

* E.R. Blackaller, Renovación en el Silencio, con 22 cartas de la corres-pondencia de Beethoven y otros documentos, fce, México, 1974.

1 Escrito en 1802. Beethoven omitió el nombre de su hermano Johann. Como resultado de las invenciones del padre, el compositor se creía cuatro años más joven, por eso en el texto la edad está alte-rada.

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mis facultades artísticas, lo sentiría de veras, y a pesar de mi duro destino, quisiera retardarla. Mas de todos modos, estoy contento. ¿No va a libertarme de mi sufrir sin término? —Ven, muerte, cuando te plazca, que yo salgo a tu encuentro revesti-do de valor—. Adiós, y que no me olvidéis del todo cuando yo muera, pues bien merece que le recordéis el que ha pensado tanto en vosotros durante su vida para haceros dichosos… ¡Así lo seáis!

Ludwig van BeethovenHeiligenstadt, 6 de octubre de 1802

A mis hermanos Karl y (Johann) para ser leído después de mi muerte

Heiligenstadt, 10 de octubre de 1802 —¡Con qué tristeza me despido de ti, Heiligenstadt, con qué tristeza! La amable espe-ranza de cura que aquí me trajo, o al menos de alivio, debe morir del todo. De igual manera que las hojas del otoño caen y se marchitan, mi ilusión se me ha secado. Me voy casi como vine. El mismo esforzado valor que a menudo me socorría en los días bellos del estío se ha desvanecido del todo. ¡Dios mío, concédeme, por una sola vez, un día de alegría! ¡Hace tanto tiempo que el profundo eco de la alegría verdadera me es des-conocido! ¡Oh!, cuándo, Señor, cuándo podría yo oírlo en el Templo de la naturaleza y de los hombres. ¿Nunca? ¡No! Esto sería demasiado cruel. G

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19. De Brandes a Nietzsche

Copenhague, 16 de noviembre de 1888

Mi querido señor:Aún no le escribí esperando la dirección de la Bizet. No la

recibí. Le mando la del príncipe Urusovv.Han aparecido los tres libros míos.Es interesante que parte de lo que usted dice de Dostoievs-

ky en su último libro concuerda con mi concepto acerca de él. También he recordado su nombre en mi obra sobre Rusia, hablando de Dostoievsky. Es un gran poeta, pero un ser repug-nante, cristianamente emocional y al mismo tiempo sadista. Toda su moral es la que usted llama moral de esclavos.

El escritor sueco loco de quien le escribí es August Strind-berg. Se encuentra aquí. Vive en Holte, cerca de Copenhague. Él lo quiere a usted bastante, por su odio a las mujeres, como las odia él. Por eso lo considera a usted moderno (¡la ironía del destino!). Al leer en los diarios mis conferencias sobre usted, dijo: “¡Caso interesante! Mucho de lo que dice este Nietzsche podría escribirlo yo”. Su drama Padre apareció en francés, con un prólogo de Zola.

Cuando empiezo a pensar en Alemania, me siento mal. ¡Qué pasa ahí! ¡Qué triste es esto de que en toda nuestra vida no podamos presenciar algo bueno en Alemania! Lamento que un sabio fi lólogo como usted no comprenda el danés. Hago todo lo posible para evitar la traducción de mis obras acerca de Polonia y Rusia al ruso. Me temo que si se traducen no me dejarán entrar al país.

Creo que esta carta lo encontrará en Turín. En caso con-trario, se la enviarán.

SuyoG. Brandes

20. De Nietzsche a Brandes

Turín, Carlo Camino Alberto, 20 de noviembre de 1888

Mi querido señor:Perdóneme que le conteste en seguida. Cosas extraordina-

rias pasan en mi vida, cosas que no tienen igual. Esto ocurrió ayer y hoy también. ¡Ah, si supiera lo que escribí justamente

cuando llegó su carta! Con un cinismo que se hará famoso en los anales de la historia humana, describí mi propia vida.

El libro se llama Ecce Homo, y es un despiadado panfl eto en contra del crucifi cado, que termina con truenos y relámpagos para todo lo que es cristiano o contagiado de cristianismo, de tal modo que se queda usted cegado y ensordecido. Yo soy, de hecho, el primer psicólogo del cristianismo. Yo, el viejo artille-ro, utilizo cañones tan pesados, que ningún enemigo del cris-tianismo lo ha imaginado siquiera hasta hoy. Todo es un pró-logo a la Revisión de valores, que ya tengo listo en mi cabeza. Le juro que dentro de dos años el mundo se estremecerá convul-sionado de la gran debacle, de la cual yo soy el factotum.

¡Adivine quién recibió más golpes en Ecce Homo! ¡Los ale-manes! Les digo cosas terribles. Ellos tienen sobre su con-ciencia un gran crimen: transforman en nada la época más gloriosa de la historia humana, el Renacimiento, un momen-to así, cuando los valores cristianos, los valores decadentes, fueron debilitados y vencidos por los valores instintivos, los instintos de la vida en conciencia de la misma espiritualidad, por lo menos de sus más altos exponentes. Atacar en aquel tiempo a la Iglesia, signifi caba restaurar el cristianismo. Esto lo hizo la Reforma alemana (César Borgia como Papa, lo que sería el verdadero símbolo del Renacimiento, su signifi cado histórico).

No debe usted enojarse conmigo porque le recuerdo repen-tinamente en un lugar importante del libro (lo recibí recién), donde se habla de las relaciones de mis amigos alemanes con-migo, quienes me traicionaron a mí y a mi fi losofía. Brusca-mente apareció usted, envuelto en aureola sagrada.

Estoy conforme con lo que dice usted de Dostoievsky: sien-to por él mucho aprecio como uno de los psicólogos más gran-des del mundo. Le estoy profundamente agradecido, por más antagónico que sea a mis instintos. Lo mismo siento por Pas-cal, a quien casi quiero, porque me enseñó mucho, mucho. ¡Es el único cristiano lógico!

Anteayer he leído con placer, sintiéndome en mi casa, Los casados, del señor August Strindberg. Le admiro sinceramente. Le admiraría más si no tuviera el sentimiento de que en él me admiro un poco a mí.

Sigo en Turín, suF. Nietzsche, monstruo ahora

¿A dónde quiere que le mande El crepúsculo de los ídolos? Si se quedara dos semanas más en Copenhague, es inútil que me envíe la nueva dirección. G

Correspondencia particular* Georg Brandes/Friedrich Nietzsche

* Georg Brandes, Nietzsche. Un ensayo sobre el radicalismo aristocrático, Traducción de José Liebermann, Sexto Piso, México, 2004.

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El deseo fascina. El fascinus es la palabra romana para nombrar el phallós. Existe una piedra con un fascinus groseramente escul-pido que el artista enmarcó en estas palabras: Hic habitat felici-tas (Aquí reside la felicidad). Todas esas cabezas horrorizadas de la villa de los Misterios —que mejor habría sido llamar villa de lo Fascinante o, mejor aún, el cuarto fascinante— conver-gen en el fascinus, disimulado bajo el velo de un cedazo.

Como la mentula (el pene) no es en absoluto lo que caracte-riza a la humanidad, las sociedades humanas evitan exhibir un órgano erecto (fascinum) que recuerda demasiado llamativa-mente su origen bestial.

¿Por qué la naturaleza, hace dos mil millones de años, divi-dió las especies en dos y las sometió a esta herencia antiquísima cuya función es tan aleatoria como imprevisible, que deja el

origen de cada uno siempre en la incertidumbre, que acecha los cuerpos y obsesiona las almas?

Ni las plantas, ni las lagartijas, ni los astros, ni las tortugas están sujetos para reproducirse a una relación libidinosa que implica una larga duración y que obliga a integrar, simultánea-mente, la búsqueda, la selección visual, el cortejo, el aparea-miento, la muerte (o la cercanía de la muerte), la concepción, el embarazo y el parto.

Los romanos estaban obsesionados por la fascinación, la invidia, el mal de ojo, la suerte, la jettatura. Lo echaban todo a suertes: las copas de los banquetes, los coitos, los días fastos, las guerras. Vivían abrumados de prohibiciones, ritos, presagios, sueños, señales. Los dioses, los muertos, los parientes, los clientes, los libertos, los esclavos, los extranjeros y los enemi-

El fascinus*Pascal Quignard

* Pascal Quignard, El sexo y el espanto, Traducción de Ana Becciú, Minúscula, Barcelona, 2005.

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gos, todos estaban celosos de lo que deseaban, comían o em-prendían. Las miradas se demoraban sobre todas las cosas y todos los seres dejándoles una marca, lanzándoles una invidia, contaminándolo todo con su veneno, arrojándoles un malefi cio de esterilidad y de impotencia.

Marcial escribe: Crede mihi, non est mentula quod digitus (Crée-me, uno no le da órdenes a este órgano como se las da a su dedo, Epigramas vi, 23). Plinio llamó al fascinus el “médico de la envidia” (invidia). Es el amuleto de Roma. Un hombre (homo) no es un hombre (vir) más que cuando está en erección. La falta de vigor (de virtud) era una obsesión. De la concepción romana del amor, los modernos han conservado el taedium vitae: el “hastío de la vida” que sigue al placer, la detumescencia del universo simbólico que acompaña a la detumescencia fálica, la amargura que nace del abrazo y que nunca distingue el deseo del terror vinculado a la impotentia repentina, involuntaria, hechizada, demoníaca.

La indecencia ritual caracteriza a Roma: es el ludibrium. Esta complacencia romana en la obscenidad verbal se despren-de de los cantos fesceninos que se cantaban durante la ceremo-nia de la priapea (el cortejo de Liber Pater). La priapea consis-te en agitar el fascinus gigante contra la invidia universal.

En el año 271 a. C., Ptolomeo ii Filadelfo, para celebrar el fi n de la primera guerra de Siria, se puso a la cabeza de un gran cortejo de carros que exhibían ante la mirada de todos las ri-quezas de la India y de Arabia. Uno de esos carros llevaba un enorme falo de oro de ciento ochenta pies de largo, que los griegos llamaban Príapo. Poco a poco, el nombre de Príapo suplantó en Roma al de Liber Pater.

Ya sea en forma de torneos de obscenidades, de saturae, de declamationes, de sacrifi cios humanos en la arena, de cacerías simuladas en parques simulados (ludi), el ritual propiamente romano es el ludibrium. Este rito de sarcasmos priápicos se extiende por todo el imperio. Este juego sarcástico es lo que Roma aportó al mundo antiguo. Más allá del castigo, más allá del espectáculo del desafío a la muerte o de los sacrifi cios esce-nifi cados en forma de combates a muerte, la sociedad se venga y se aglutina a través de la muerte risible. Es el ludus (el “juego” por excelencia; la palabra ludus es etrusca) que, antes de ser representado en el anfi teatro, es imitado en la danza y en la grosería fesceninas: es la pompa sarcástica del fascinus aplicada a cualquier parcela del territorio de cada grupo. Todo triunfo comporta su secuencia de humillaciones sádicas que desenca-dena las risas y federa a los que se ríen en la unanimidad vindi-cativa. A la punición prevista por la ley se añade la puesta en escena sarcástica a la que la sociedad llega en masa, y llega como masa unánime —como una lluvia de átomos agrupados de pronto en Populus Romanus— para concurrir al espectáculo legislativo y participar colectivamente en la venganza de la in-fracción.

Un ludibrium inaugura nuestra historia nacional. En sep-tiembre del 52 a. C., después de la toma de Alesia, César orde-na llevar en carro a Vercingetórix hasta Roma. Lo encierra durante seis años en un calabozo. En septiembre del 46 a. C., César une en un haz los cuatro triunfos que le consintieron (sobre la Galia, sobre Egipto, sobre el Ponto y sobre África). El cortejo parte del Campo de Marte, pasa por el circo Flami-nio, atraviesa la vía Sacra y el Foro y termina en el templo de

Júpiter Óptimo Máximo. Un carro tirado por caballos blancos transporta la imago de César esculpida en bronce. Setenta y dos lictores preceden la estatua con los fasces en la mano. Detrás, en largas columnas, los siguen el botín, los tesoros y los tro-feos. Luego vienen las máquinas, los mapas que ilustran las victorias y unas pinturas coloreadas sobre grandes paneles de madera (los carteles). Uno de estos paneles representa a Catón en el momento de morir. A la cola del cortejo desfi lan cientos de prisioneros que son objeto de los sarcasmos populares; en-tre ellos se puede ver a Vercingetórix cubierto de cadenas, a la reina Arsínoe y al hijo del rey Juba. César, inmediatamente después de la celebración del cuádruple triunfo, ordena matar a Vercingetórix en la oscuridad de la prisión de Mamertino.

Un ludibrium funda la historia cristiana. La escena primitiva del cristianismo —el suplicio servil de la cruz reservado a quien pretende ser Dios, la fl agellatio, la inscripción Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum, el manto púrpura (veste purpurea), la corona real hecha de espinas (coronam spineam), el cetro de caña, la desnu-dez infamante— es un ludibrium concebido para hacer reír. Los chinos del siglo xvii a los que los padres jesuitas intentaban catequizar de entrada lo entendían así y no comprendían que se pudiera considerar artículo de fe una escena cómica.

En su origen, los versos fesceninos eran unos sarcasmos lo más groseros posible e insultos sexuales que los jóvenes de ambos sexos se dirigían alternativamente unos a otros. A estos versos (estas réplicas alternadas y bailadas) se añadían las satu-rae y las farsas atelanas. Los hombres se disfrazaban de macho cabrío y se ataban delante del vientre un fascinum (un consola-dor, un ólisbos). En las Lupercales se disfrazaban de lobo y pu-rifi caban fl agelándolos a todos los que encontraban a su paso. En las Quincuatrías se disfrazaban de mujer. En las Matrona-lias las matronas se convertían en siervas. En las Saturnales los esclavos se vestían de Patres y los soldados se disfrazaban de lobas. A Jesús lo disfrazan de “rey de las Saturnales” conducido hacia su crux servilis. Antes de que satura signifi case novela, el tipo de bandeja llamada lanx satura quería decir popurrí de las primicias de todas las producciones de la tierra. Cuando Petro-nio, bajo el Imperio, compuso la primera gran satura, hizo un popurrí de historias obscenas cuyo principal interés era desper-tar la mentula desfalleciente del narrador del relato para volver a transformarla en fascinus.

***

Carior est ipsa mentula (Mi pene es más precioso que mi vida). Las vestales eran seis, confi adas al cuidado de la de más edad, la Virgo máxima. Custodiaban el objeto talismánico que no debía desvelarse y mantenían la llama de la jauría. Si alguna violaba el voto de castidad era enterrada viva en el campus sceleratus, cerca de la puerta Colina, donde las lobas (las pros-titutas tapadas con la toga marrón obligatoria que más tarde llevarán los monjes penitentes), el 23 de abril, realizaban su acción de gracias a Venus Salvaje y se desnudaban completa-mente delante del pueblo para que éste juzgara sus cuerpos. Las vestales protegían Roma (fuego y sexo). El sexo de cada hombre estaba bajo la protección de un genio al que sacrifi ca-

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ba fl ores (los órganos sexuales femeninos) bajo la protección de Liber Pater. Son las Floralia. Genius es aquel que engendra (gignit, o quia me genuit). Este primer “ángel de la guarda” es un ángel sexual. La cama de matrimonio se llamaba lectus ge-nialis. Cada hombre dispone de un genius que salvaguarda sus genitalia de la impotentia y protege su gens de la esterilidad. Galeno escribió de forma muy sorprendente que el lógos sper-matikós era para los testículos lo que el oído para la oreja y la mirada para los ojos.

La impotencia (languor) es la obsesión romana y converge en el espanto. Ovidio, en el libro iii de los Amores, relata un fracaso sexual y describe los terrores supersticiosos que lo ro-dean: “La tuve en mis brazos en vano. Yo estaba inerte (langui-dus). Yacía como un fardo sobre el lecho. Yo sentía deseo. Ella sentía deseo. Pero yo no pude blandir mi sexo (inguinis). Tenía los riñones muertos. Por mucho que ella me rodease el cuello con sus brazos más blancos que la nieve de Tracia, que intro-dujera su lengua hasta el fondo de mi boca, que provocara mi lengua. Por mucho que pusiera sus muslos debajo de los míos, que le llamase su señor (dominum), que me susurrase palabras excitantes. Mi miembro entumecido, como frotado con cicuta helada, no me secundó. Yo yacía inerte, pura apariencia, peso inútil, a medio camino entre un cuerpo de hombre y una som-bra de los infi ernos. Ella abandonó mis brazos tan pura como la vestal que piadosamente se encamina a velar la llama eterna. ¿Paraliza mis fuerzas un veneno (veneno) tesalio? ¿Algún sorti-legio, alguna hierba me estará dañando? ¿Acaso una maga ha grabado mi nombre sobre cera roja y ha clavado una acerada aguja en el centro de mi hígado? Si a Ceres le echaran un sor-tilegio, no sería más que hierba estéril. Las fuentes también se

secan cuando alguien las hechiza. Los embrujos arrancan las bellotas del roble. Las uvas caen de la vid. Los cantos funestos hacen caer los frutos del árbol sin que nadie los haya sacudido. ¿No podrían las artes mágicas adormecer también este nervio (nervos)? ¿Es eso lo que me volvió impotente (impatiens)? Y a todo esto se sumó la vergüenza (pudor). La vergüenza acentuó mi debilidad. Sin embargo, ¡qué mujer maravillosa tenía yo ante mis ojos! Tan cerca la tuve que la toqué como durante el día la roza su túnica. Pero la infortunada no tocaba a un hom-bre (vir). La vida y la virilidad se habían apartado de mí. ¿Qué placer daría el canto de Femio a unos oídos sordos? ¿Qué pla-cer puede ofrecer a los ojos muertos de Támiras un lienzo pintado (picta tabella)? ¿Qué placeres no me había imaginado yo secretamente para esta noche? Había soñado los gestos. Había imaginado las posturas. Pero mi miembro, lamentable, estaba como muerto antes de tiempo (praemortua), más mar-chito que una rosa cortada la víspera. Y míralo ahora cómo se endurece, cómo recupera su vigor a destiempo (intempestiva). Míralo cómo reclama el servicio y quiere entrar en combate. ¡Tú, la parte de mí más despreciable (pars pessima nostri), no tienes pudor! Has traicionado a tu dueño (dominum). Con dul-zura acercaba ella su mano, lo cogía en sus manos, lo estimula-ba (sollicitare). Pero como su arte no surtía efecto, gritó: ‘¿Te burlas (ludis) de mí? ¿Quién te obligó, insensato, a venir a ten-der tus miembros en mi lecho si no lo deseabas? ¿O es que la envenenadora de Ea ha anudado sus tablillas para echarte un malefi cio? ¿O antes de venir otra muchacha te ha agotado?’ Y saltó de la cama, cubierta sólo con su túnica, sin siquiera atarse las sandalias. Y para disimular que estaba intacta de mi semen, fi ngió lavarse los muslos.” G

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Chiquitos míos:En mi carta anterior les prometí un relato divertido. ¡Quién

había de decirme que en plena selva, cazando un enorme ani-mal salvaje, me iba a reír a carcajadas!

Así fue, sin embargo. Y los indios que cazaban conmigo, aunque son gente muy seria cuando cazan, bailaban de risa, golpeándose la barriga con las rodillas.

Pero antes debo decirles que esta fi esta de monte tuvo lugar un mes después de mi encuentro con el tigre cebado. Los cin-co canales que me había abierto en carne viva con sus garras se echaron a perder, a pesar del gran cuidado que tuve.

(Las uñas de los animales, hijitos míos, están siempre muy sucias, y precisa lavar y desinfectar muy bien las heridas que producen. Yo lo hice así; y a pesar de todo estuve muy enfermo y envenenado por los microbios.)

Los cazadores de que les hablé en mi anterior carta me lle-varon acostado sobre una mula hasta la costa del Paraná, y cuando pasó un vapor que volvía de Iguazú, lo detuvieron des-cargando al aire sus escopetas. Fui embarcado desmayado, y hasta tres días después no recobré el conocimiento.

Hoy, un mes más tarde, como les dije, me encuentro sano del todo, en los esteros de la gobernación de Formosa, escri-biéndoles sobre una cáscara de tatú que me sirve de mesa.

Bien, chiquitos. Por el título de esta carta ya han visto que se refi ere a la cacería de un tatú. (Ante todo, es menester que sepan que el quirquincho, la mulita, el peludo y el tatú son más o menos un mismo y solo animal.) Oigan ahora lo que nos pasó.

Anteayer atravesábamos el bosque para alcanzar esa misma noche las orillas del río Bermejo, tres indios y yo. Caminába-mos hambrientos como zorros, cuando…

(Hijitos míos: no es tan fácil comer en el bosque como uno cree. Salvo al caer la noche y al rayar el día, en que se puede ver a los animales que salen a cazar o vuelven a sus guaridas, no se tropieza con un bicho ni por casualidad.)

Caminábamos, pues, tambaleándonos de hambre y fatiga, cuando oímos de pronto un ronquido sordo y profundo que parecía salir de bajo tierra. Ese ronquido se parecía extraordi-nariamente al de un tigre cuando trota bramando con el hocico

en la tierra. El que oímos entonces resonaba bajo nuestros pies, como si un monstruo estuviera roncando en las entrañas de la tierra.

Yo miraba estupefacto a los indios, sin saber qué pensar, cuando los indios lanzaron un chillido y comenzaron a bailar en círculo uno tras otro, mientras gritaban: —¡Tatú! ¡Tatú ca-rreta!

Entonces comprendí de lo que se trataba; y al pensar en el riquísimo manjar que nos prometía ese ronquido, entré bailan-do en el círculo de los indios, y dancé como un loco con2 ellos.

(Para apreciar lo que es bailar como un chico entre tres in-dios desnudos, es menester saber lo que es hambre, hijitos míos.)

Yo no había visto nunca un tatú carreta; pero sabía ya enton-ces que cualquier tatú, o mulita, o quirquincho asado, es un bocado de rey.

Estaba bailando aún, cuando los indios se lanzaron monte adentro a toda carrera chillando de apetito. Yo los seguí a todo escape, al punto de que llegué casi junto con los indios ham-brientos.

Y vi entonces lo que es el tatú carreta: en pleno suelo, con casi todo el cuerpo hundido en una enorme cueva, inmóvil y callado ahora, estaba el animal, cuyo ronquido habíamos oído. Era en efecto una mulita. ¡Pero qué mulita, chiquitos míos!

Apenas se veía de ella algo más que su robusto rabo. En un instante los indios se prendieron de él y tiraron con todas sus fuerzas. El tatú, entonces, se puso a cavar… ¡Y qué terremoto! La tierra volaba como a paletadas, lastimándonos la cara por la fuerza con que salía. Con tal fuerza escarbaba el tremendo tatú, y con tanta rapidez, que la tierra salía lanzada a chorros, en sacudidas rapidísimas.

Los indios se ahogaban de tierra. Soltaron el rabo, y en un instante éste desapareció como una serpiente en la cueva. Con un grito nos lanzamos todos al suelo, hundimos el brazo hasta sujetar el rabo y tiramos los cuatro con todas nuestras fuerzas.

¡Y dale! ¡Tira! ¡Tira! Cuatro hombres con feroz apetito ti-ran, créanme, hijitos míos, tanto como un caballo. Pero el enorme tatú, con las abiertas uñas clavadas en la tierra y con el lomo haciendo palanca en la parte superior de la cueva, no cedía un centímetro, como si estuviera remachado.

Y tirábamos, chiquitos, tirábamos, negros de tierra y con las

La caza del tatú carreta1*Horacio Quiroga

* Horacio Quiroga, Cartas de un cazador. fce. México, 1999.1 Publicado con el título: “El hombre frente a los animales salva-

jes. —la caza del tatú carreta” en Billiken, Buenos Aires, febrero 4, 1924. Con un dibujo, de grandes dimensiones, de Marchisio. Primera versión en Mundo Argentino, Buenos Aires, junio 28, 1925. 2 En el original: “como”.

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venas del cuello a punto de reventar por el esfuerzo. A veces, rendidos de fatiga, afl ojábamos un poco; y el tatú se aprovecha-ba entonces y cavaba a todo escape, lastimándonos la cara con las manotadas de tierra, que salían como de una ametralladora. ¡Tal era nuestra facha y tan sucios estábamos, que nos reíamos a cada rato, de vernos cuatro hombres hambrientos, tirando como locos de la cola de un tatú!

Yo no sé, chiquitos, cómo hubiera concluido eso. Posible-mente hubiera acabado el tatú por arrastrarnos a todos dentro de su cueva, porque nosotros no hubiéramos soltado nuestro asado. Pero por suerte de pronto recordé un procedimiento infalible para sacar mulitas de la cueva.

¿Saben ustedes cuál es este procedimiento? ¡Pues… hacerle con una ramita cosquillas al animal… debajo de la coda!

(No se rían, chiquitos. Este sistema de cazar ha salvado en el monte la vida a muchas criaturas que de otro modo hubieran muerto de hambre.)

Hicimos, pues, cosquillas al tatú. Y el tatú, tal vez divertido o muerto de risa por el cosquilleo, afl ojó las patas y… ¡ligero! ¡a un tiempo! Y de un tremendo tirón lo sacamos afuera.

¡Pero qué monstruo, chiquitos! Era más grande que veinte mulitas juntas. Más grande todavía que la gran tortuga del zoo. Pesaría tal vez 50 kilos y medía un metro de largo. Parecía realmente una carreta de campo, con su gran lomo redondo.

Hoy día el tatú carreta escasea bastante. Se dice que hay ejemplares más grandes aún, y que pesan centenares de kilos. Estos tatús son nietos de otros tremendos tatús carreta que existían en otras épocas, llamados gliptodontes, cuya cáscara o caparazón se puede ver en el museo de Historia Natural.

Bien, chiquitos: Nos comimos a nuestro respetable tatú, como si fuera una humilde mulita asada del mercado del Plata. Todavía lo estamos comiendo, muy serios; pero cuando me acuerdo de la fi gura que hacíamos anteayer, tirando, tirando… me río todavía… y como más tatú. G

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Nací en Santiago Papasquiaro del estado de Durango, el 31 de diciembre de 1899.

Creo que es un lugar cercano a las montañas, pues el re-cuerdo más lejano y vivo de mi infancia me ilumina un viaje por la sierra, amarrado a una mula —era muy pequeño—, dur-miendo el sueño bajo tiendas de campaña y sobre el suelo, ca-zando pajarillos con rifl e de salón, recogiendo frutas en la madrugada, oyendo los lobos en la noche. Desde entonces me quedó un automático, tendido amor por los pinos, las monta-ñas y los horizontes; así como más tarde, viviendo en Ocotlán del estado de Jalisco, soñé con puertos y barcos —Ocotlán está a la orilla del río Lerma que desemboca en el lago de Chapa-la— y me enamoré del mar soñando, para siempre. Fueron mis

primeros amores; el cielo, el agua y la montaña. Después vino la música… Más tarde la música por dentro.

Mi madre nació en un mineral del estado de Durango lla-mado San Andrés de la Sierra, y allí vivió toda su juventud; hija de mineros y entre mineros. Entre quebradas y cascadas; y ár-boles y fl ores. Ella me ha contado su infi nita curiosidad por saber del mundo que ocultaban las altas montañas que rodea-ban su pueblo, sus sueños, y su siempre nueva admiración y amor por la naturaleza. Soñaba con tener algún día un hijo artista, poeta, escritor, músico, alguien que pudiera expresar todo lo que ella admiraba y amaba de la naturaleza y de la vida; a ellos se debió probablemente que yo naciera con una malha-dada afi ción por la música y por la pereza, y una inacabable

Apuntes autobiográfi cos*Silvestre Revueltas

* Silvestre Revueltas, Cartas íntimas y escritos de Silvestre Revueltas, sep/fce, México, 1982.

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nostalgia de nuevos horizontes. Era muy pequeño, tres años —me cuenta ella—, cuando por primera vez oí música. Era una orquestita de pueblo que tocaba la serenata en la plaza. Yo es-tuve de pie escuchando largo tiempo, y seguramente con una atención desmedida, pues me quedé bizco. Y bizco estuve por tres o cuatro días. (Ahora, ¡desgracia mía!, ya no me quedo bizco ante los músicos). De niño (¿también de hombre?) pre-ferí siempre dar tamborazos en una tina de baño y soñar cuen-tos, que hacer algo útil, y así pasaba los días imitando con la voz diversos instrumentos, improvisando orquestas y cancio-nes y acompañándome con la tina de baño. Esas redondas tinas de baño que siempre me gustaron más para tamboras que para baño.

Y seguí soñando con música y países remotos. Recuerdo dolorosamente el solfeo. A veces las desafi naciones me costa-ron coscorrones poco musicales. Mis lágrimas cayeron sobre el “Eslava”. Leí libros de viaje con lágrimas y “do, mi, do, mi, sol”. Tenía seis años. Quería ser misionero en remotos lugares, predicador y músico. Me gustaron las vidas de los santos y de los bandidos.

Hay un barrio de Santiago que se llama España: creo que se cruza un arroyo para ir —tenía apenas ocho años cuando salí de Santiago, casi no lo recuerdo—. Yo vivía un sueño de aven-tura cada vez que iba a España. Me mandaban allá con mi abuela cada vez que me daban aceite de ricino. Para que repo-sara la purga. Allí me ponía a limpiar frijoles y a tocar una fl auta de carrizo.

Después toqué el violín. Lo empecé a estudiar allá por Co-lima, por Ocotlán, por Guadalajara. Mi pobre padre que era un poeta de su vida humilde nos llevaba de un lado para otro, porque sus negocios comerciales andaban de capa caída. (Era un comerciante que amaba el arte y la poesía. A él le debo lo mejor de mi vida interior y mi mejor amor para los hombres.) Hice progresos rápidos y tocaba piezas y canciones populares o las improvisaba. Hice mi primera aparición en público, cuan-do tenía once años, en el teatro Degollado de Guadalajara. Al

día siguiente mi padre compró todos los periódicos. (Desde entonces me han perseguido y ahora ya no los quiero com-prar.) Para él era una recompensa dulce por el gasto que había hecho comprándome un traje nuevo para aquella ocasión… ¡Estábamos tan “brujas”!

Mi padre, que tenía un vago temor de que la música no me diera para comer, me hizo estudiar teneduría de libros, taqui-grafía, aritmética y ciencias ocultas, sin ningún resultado. Fui dependiente de una tienda de ropa y de abarrotes, con gran desesperación de los patrones que siempre me mandaron a… tocar el violín. En revancha creo haberme robado uno que otro quinto para comprar “leche quemada” y pasteles, que eran mi debilidad. Cada domingo me daban un tostón del que gastaba veinticinco centavos en pasteles y el resto se lo daba a mi abue-la con quien vivía pobremente en un cuarto redondo.

Fui creciendo y tocando.Vine a México ¡México! Hice versos inevitables y escribí car-

tas con puros puntos suspensivos. Mi buen padre se alarmaba…Seguía estudiando música y fui poco aplicado. Desde muy

temprano amé a Bach y a Beethoven. Me gustaba pasearme a grandes zancadas con la melena alborotada y los brazos cruza-dos a la espalda, por las románticas avenidas de Chapultepec. Siempre tuvieron gran infl ujo sobre mí esas litografías y graba-dos que muestran al pobre de Beethoven con cara de pocos amigos desafi ando un desatado tormentón. Yo no podía ser menos.………………………………………………………………………………………………………………….

He tenido muchos maestros. Los mejores no tenían títulos y sabían más que los otros. De allí que siempre haya tenido muy poca veneración por los títulos. Ahora, después de mu-chos años sigo estudiando, sigo teniendo maestros, escribo música, sueño con remotos países, y a veces doy tamborazos en tinas de baños.

Silvestre RevueltasMéxico, 13 de marzo de 1938 G

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Después del vulgar asesinato de Rasputín y después de que su cuerpo, ya congelado, fuera arrojado al río Neva, cerca del Instituto de Medicina Legal de San Petersburgo, se practicó la primera autopsia sobre el cadáver del monje y luego se embal-samó; podemos imaginar que esto se llevó a cabo con el rigor y el amor por la ciencia y la precisión que caracterizaban al entonces inminente socialismo real.

Corazón y pulmones se sustrajeron y se conservaron en dos grandes frascos en una solución de alcohol para posteriores y más minuciosos estudios. Algunos años después, la abstinencia etílica de un sirviente del instituto y un invierno particularmen-te crudo conspiraron para que dichos restos desaparecieran: una vez que el empleado consumió el licor con sabor a órganos internos, éstos se perdieron irremediablemente.

La verdadera historia del falo de RasputínRosa Matteucci

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El cuerpo de Rasputín fue sepultado en Carskoe Selo, en la capilla que habría de ser consagrada a san Serafín. Apenas un año después, la tumba del stárets fue profanada por revolucio-narios que, una vez exhumado el cadáver, tuvieron un mitin improvisado frente a los míseros restos que habían sido despe-dazados por la revisión anatomopatológica, pero que, afortu-nadamente, habían sido también momifi cados.

A partir de ese momento la momia de Rasputín emprendió un triste vagabundeo; acarreada de aquí para allá por los sim-patizantes de la revolución, peregrinó de un lado a otro sin descanso, en el frío y en el hielo, factores que contribuyeron a su buena conservación. Este peregrinaje habría de culminar de manera defi nitiva en una hoguera al borde de un camino en las afueras de San Petersburgo.

Antes de esta cremación on the road, el cadáver había sido arrastrado a lo largo y ancho de las calles de la capital; primero camufl ado como instrumento musical, luego envuelto bajo un tapete turcomano. Durante este vía crucis, un temerario maes-tro de primaria pensionado extirpó, por encargo de Anna Vyrubova, antigua dama de compañía de la difunta zarina Ale-jandra, el falo momifi cado del monje.

La reliquia, por la que la Vyrubova y una caterva de supérs-tites ex devotas de Rasputín pagaron una fortuna, se puso en un relicario y se rotuló con la inscripción “Reliquia de san Pi-tirim” para que permaneciera incógnita. Cuando el país entero se vio arrastrado por las vicisitudes de la revolución, por el galopar furioso de la historia, se perdió durante algún tiempo la memoria, aunque no las huellas de tan particular resto ana-tómico. Al parecer lo custodió una tía viuda del maestro ladrón que vivía cerca de Petushki.

En la década de 1920 la reliquia con el resto de san Pitirim reapareció a orillas del Caspio, en el almacén de un comercian-te de cereales de Astracán; llevaba la inscripción “Santa reliquia de san Zirbetto”. Un viajero persa muy pío la adquirió por unos cuantos rublos, y así el falo momifi cado de Rasputín em-prendió su enésimo viaje, esta vez con dirección a Teherán, donde se confi rma su existencia en 1929, año de la caída de Wall Street. Ahí, el miembro adquirió una nueva denomina-ción: ya no se le atribuía a san Zirbetto, sino a san Mirza.

Tras algunos sucesos históricos poco conocidos, el venerado falo llegó a Kandahar; se ha comprobado que ahí estuvo resguardado en un cenotafi o chiíta. Luego retomó su

incesante viaje y arribó, por capricho de la fortuna, a Lahore, a la casa de un terrateniente cuyo nombre desconocemos; allí permaneció durante dos lustros y se le veneró como “santa reliquia de san Pupetto Menor”.

En 1947 el pene del monje, salvado de los incendios que devastaron Lahore, llegó a la India en uno de aquellos trenes que, cargados de cadáveres, huían del país hacia la otra patria. Después de una breve estancia en el templo dorado de Amris-tar en el Panyab, el miembro se transformó en “lingam de Rocco, primo de Shiva” y un fanático sij de Lucknow lo ocultó en la humilde morada de un pastor. Hacia los años sesenta el falo de Rasputín desembarcó en Benarés, donde se exhibía en una pequeña capilla con la inscripción “lingam di Rocco Bello, nieto de Shiva”. De ahí lo robó, al fi nal de la siguiente década, un grupo de fanáticos originarios de Umbría.

Posteriormente, y de manera totalmente accidental, cayó en manos del gurú Ninna Ralla quien lo restauró parcialmente y lo colocó en un nuevo y precioso contenedor con la inscripción “Car-tílago de Mariano Rumor, político democristiano”. Con tal deno-minación se puso en venta en el bazar del Fuerte Rojo de Delhi.

El cantante italiano Bruno Lauzi se encontró en ese bazar a su colega Frank Zappa y ambos, conmovidos por la extrañeza del objeto, se lo pelearon a golpe de rupias. Lauzi, que tenía la cartera más abultada, se adjudicó la reliquia. El músico estadu-nidense de origen siciliano, ofendido y resentido, intentó ven-garse por la innegable ofensa y compuso el fragmento autobio-gráfi co “Tengo un inmenso falo”.

Desde la India el cartílago de Mariano Rumor, político de-mocristiano llegó a Italia (más exactamente a Génova), donde lo sometieron a un análisis científi co detallado y reveló su ver-dadera identidad: era el falo de Rasputín.

Más tarde, lo adquirió la casa de subastas Sotheby’s y lo remató en tres mil libras esterlinas: el ganador de la subasta fue un célebre sastre, que lo llevó consigo a Estocolmo a la cere-monia de entrega de los Premios Nobel, y luego lo extravió durante las parrandas de la noche de Santa Lucía.

Finalmente reapareció, como por milagro, en Rapallo, fl o-tando en la fuente del pulpo de bronce; ahí lo encontró el cónsul honorario ruso, quien se encargó de llevarlo a la Acade-mia de las Ciencias de Moscú; de ahí, la reliquia se transfi rió defi nitivamente al nuevo Museo del Erotismo de la capital, donde le auguramos que descanse por fi n en paz. G

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[Glion sur Montreux, Suiza]Miércoles 3 de febrero de 1932

[Henry:]¡Dostoievski en Siberia! ¡Henry en Dijon! Desde mi forta-

leza en lo alto del país de los instintos congelados (los suizos), donde no estoy tratando de recobrar el juicio, sino de ocultar mi locura, te envío un telegrama que te producirá risa, y ciento cincuenta francos. El telegrama no es insensato. Dimite, Hen-ry, ese lugar es inaceptable para ti. Hugh1 llega el viernes y cuando lea tu carta lo entenderá perfectamente. Escucha, al viejo testaferro de Krans no le importará porque dispone de otros candidatos a ese puesto. Además, ya fuiste expulsado con falsos pretextos. No tenían derecho a ofrecerte quinientos francos y luego una vez allí decirte que no te darían nada. Ardo de indignación cuando escribo esto. Leí tu carta esta mañana mientras paseaba. Eres excesivamente susceptible, además, si crees que tus amigos te van a librar de tener que resolver per-sonalmente “tu” problema, Henry. Pienso que todos ellos creían honestamente que te iban a dar una auténtica oportuni-dad de escribir, durante algún tiempo, de asimilar la vida que has llevado, o quizás, hacer que otros la asimilen. Te digo: “Ven a Louveciennes”, al menos por un tiempo. Ya sé que no es la solución perfecta porque es otra forma de exilio, y no serías lo sufi cientemente libre, y la casa está demasiado lejos de París. Te digo esto porque temporalmente sería un lugar en donde no te faltaría cama ni comida. Hugh tratará de conseguirte otro trabajo. Te dije el miércoles porque ese día estaremos en casa, y también porque me imagino que no puedes dimitir de la noche a la mañana. Pero si quieres huir antes de Siberia, pue-des ir directamente a Louveciennes. Emilia [la doncella] estará encantada de cuidarte. Hoy le escribiré una nota. Usa nuestra habitación. Es posible que Hugh te haya escrito lo mismo, supongo que no. Como sabes, cuando uno se entusiasma el otro debe contenerse, para mantener el equilibrio, tal y como

tú te contenías cuando June2 se exaltaba. Dostoievski sacó algo de Siberia, pero por lo que dices, Dijon no es tan interesante ni mucho menos. Es mezquino, pobre, exangüe, pequeño, in-signifi cante. No te quedes ahí. Escríbeme lo que decidas hacer a: Lista de Correos, Glio sur Montreux, Suiza. El miércoles en casa.

Esta carta debe llegarte inmediatamente, por lo tanto me reservo todo lo que quería escribirte sobre ti, June y otras co-sas. Si vuelves, hablaremos, si no, te escribiré mucho. No te preocupes por las críticas que me haces. Me gustan y creo en ellas. ¿Sabías que he suprimido el capítulo sobre la extravagan-cia en el libro sobre Lawrence?3. Lograste que me diera cuen-ta de lo insensato que era. Tienes razón, también, en lo refe-rente a la parte analítica del segundo libro. Me estás ayudando mucho.

Anaïs

Liceo Carnot, DijonJueves [4 de febrero de 1932]

¡No sé por dónde empezar! Mi mente está desbordada, satura-da de material. Alors, recibí tu carta, el telegrama. Lo primero de todo, ¡bravo! Me alegra enormemente el interés que le to-mas, eso me sirve bastante de apoyo. No será necesario volver a París, o a Louveciennes, aunque por supuesto agradezco profundamente tu hospitalidad. Reservemos la ocasión, pue-den venir días peores. Por ahora me siento lo sufi cientemente fortalecido para resistir […]

Tal vez te parezca un llorón. ¡Qué jaleo he armado! Maldita sea, no debería caer en un lecho de rosas. Por lo tanto, si en el futuro desvarío o vocifero, considéralo una exuberancia litera-ria. Todo tiene sus compensaciones […]. Ahora que he despe-jado la cubierta con estas explicaciones prácticas (y cómo las detesto, ¡demonios!) déjame que me disculpe por otras cuestio-nes más interesantes. Primero, perdón por el papel. Tengo buen papel para mecanografi ar pero lo guardo en reserva. Es-pero tu aprobación si no te importa la informalidad. Tal vez te produzcan algún placer las notas tomadas al azar en el reverso. A mí ya no me sirven para nada. En segundo lugar, disculpa la falta de encabezamiento. Todavía no he aprendido a llamarte

Una pasión literaria*Anaïs Nin/Henry Miller

* Anaïs Nin/Henry Miller, Una pasión literaria, correspondencia 1932-1953, Traducción de Juan Antonio Molina Foix, Siruela, Madrid, 2003.

1 Hugh Parker Guiler (Hugo), marido de A. N., quien con la ayuda del Dr. Krans, del Programa de Intercambio Franco-Ameri-cano, había conseguido para H. M. el puesto de repétiteur [profesor particular ] de inglés en el Liceo Carnot de Dijon, experiencia recor-dada en la parte fi nal de Trópico de Cáncer. Véase la Nota Biográfi ca sobre Guiler.

2 Esposa de H. M. Véase Smith en las Notas Biográfi cas.3 Primer libro de A. N., D. H. Lawrence: An Unprofessional Study,

publicado en París por Edgard W. Titus en 1932.

número 459, marzo 2009 la Gaceta 17

por tu nombre, y señorita Nin suena tan protocolario, como una invitación a tomar el té. Debería llamarte sencillamente Anaïs, pero me llevará tiempo hacerlo. (Osborn, por ejemplo, es todavía Osborn). Qué germánico es todo esto […]

Ya que no estaré allí para enfrascarme en largas discusiones (excepto tal vez durante la Pascua, o ¿te habrás ido ya?) por qué no tratamos de discutir a fondo por carta. Por favor, guarda las notas que te he enviado, después de leerlas. Como te dije, la mayoría fueron excluidas de la novela4. Quiero volver a ella, completarla mediante la incorporación de parte del material de mi libro actual [Trópico de Cáncer]. Por supuesto has adivinado lo inapreciable que debe ser para mi “Albertine”. No se parece demasiado a June; es quizás mucho más complicada, como si estuviera instrumentada. ¿Cuántos más enigmas planteados por Albertine debo resolver todavía? […] Dios mío, es para volverse loco el pensar que haya de pasar siquiera un día sin escribir. Jamás me pondré al día. Es por eso, sin duda, por lo que escribo con tanta vehemencia, tanta alteración. Es deses-perante […]

Sí, espero, Anaïs, que me escribirás. Tengo muchas cosas que contarte que no he metido en los libros. Y quiero saber lo que piensas. He vuelto de nuevo a tu libro, a mis primeras, intensas impresiones. Ciertos pasajes son de una inestimable belleza. Sobre todo muestran una seguridad, un dominio, una madrugada habilidad que, ¡ay!, yo nunca lograré. La composi-ción misma de tu sangre, tu herencia, tal vez te ha salvado sin tú saberlo de los problemas y sufrimientos que la mayoría de escritores se ven obligados a padecer. Eres una artista innata, con independencia del formato que elijas. Tienes una capaci-dad, por puro sentimiento, que cautivará a tus lectores. Sólo que debes tener cuidado con tu razón, tu inteligencia. No tra-tes de dar soluciones. […] No sermonees. No saques conclusio-nes morales. No existe ninguna, de todos modos. No dudes. ¡Escribe! Insiste, aunque te vayas de Suiza a Timbuctú, si bien es un enigma para mí que no tengas bastante con Louvecien-nes […]

Sinceramente,Henry G

4 “Crazy Cock”, manuscrito que permanece sin publicar.

18 la Gaceta número 459, marzo 2009

El artículo de Roscher sobre Pan en el Lexikon afi rma que Pan inventó la masturbación. Roscher cita como fuentes Amores (i, 5, i y 26), de Ovidio, y Catulo 32, 3; 61, 114. Pero la fuente principal la constituye Dión Crisóstomo (hacia 40-112 d. C.), quien en su discurso vi cita a Diógenes como testigo. (Dióge-nes era un fi lósofo griego de la escuela cínica, que supuesta-mente se masturbaba en público.)

Una segunda e indirecta conexión entre Pan y la masturba-ción nos la proporciona Jones a través del análisis etimológico de mare (también examinado por Roscher), el demonio noctur-no “que aplasta” u oprime, que se ha conservado en la palabra inglesa nightmare (pesadilla). En opinión de Jones, los signifi -cados de la raíz MR presentan “una alusión inconfundible al acto de la masturbación”.1

El conjunto de las informaciones que poseemos acerca de la masturbación demuestran que histórica y antropológicamente se trata de una práctica ampliamente extendida. Sabemos tam-bién que se halla presente en algunos animales superiores (no sólo en cautividad) y que se extiende en la biografía de la per-sona desde la infancia hasta la senectud, es decir, que precede a las demás actividades genitales y con frecuencia se mantiene durante largo tiempo cuando éstas ya han cesado. En los adul-tos la masturbación se desarrolla paralelamente al llamado comportamiento sexual, sin que sea un mero sustituto. Es des-cubierta de manera espontánea (por animales, recién nacidos y niños pequeños); además, se trata de la única actividad sexual que se practica en solitario.

Al considerar la relación existente entre la fi gura mítica y el acto psicológico, es preciso ante todo dejar a un lado las habi-tuales simplifi caciones reductivas que intentan explicar lo que se desconoce de una asociación psicomitológica en términos de sentido común. Aquí no estamos tratando sólo de la irrupción de un impulso sexual que se les presenta en su soledad a caza-dores, pescadores, guerreros y caballeros, así como a sus soli-tarias esposas; no estamos simplemente mitologizando lo que nuestra fantasía nos sugiere acerca de los hábitos sexuales de los pastores durante la hora de la siesta; ni tampoco esta aso-ciación de Pan con la masturbación signifi ca que la cabra dia-bólica e inhumana presente en la naturaleza humana haya de desfogarse no importa cómo. Más bien, la asignación de la

masturbación a Pan resulta psicológicamente apropiada, inclu-so necesaria, puesto que la masturbación proporciona un para-digma para esas experiencias que califi camos de instintivas, en las que se unen compulsión e inhibición. La psicología de la masturbación hace más precisas las ideas que hemos apuntado anteriormente a propósito de los polos del comportamiento instintivo.

Como ya he explicado en otro lugar,2 la masturbación aúna dos aspectos del espectro instintivo: por un lado, el impulso; por el otro, la conciencia y la fantasía que acompañan y desvían ese impulso. Durante largo tiempo hemos confundido la ver-güenza que acompaña a la masturbación con una prohibición social, es decir, con una autoridad censora interiorizada. Du-rante largo tiempo hemos creído que la masturbación es inco-rrecta porque no tiene ningún fi n externo visible. Biológica-mente, no promueve la procreación, de modo que debe de ser “antinatural”; emocionalmente, no favorece la relación, de modo que debe de ser “autoerótica” y contraria al amor; social-mente, no conduce la libido al vínculo social, de modo que debe de ser anómica, esquizoide e incluso suicida. Nuestras maneras habituales de considerarla proceden exclusivamente del punto de vista de la civilización; su inhibición la entende-mos también desde dicho punto de vista. La preocupación in-trospectiva, los sentimientos de culpa, el confl icto psicológico, en una palabra, los fenómenos inhibidores de la conciencia se consideran simplemente la voz de una autoridad que prohíbe, un super yo.

La visión opuesta intenta liberar a la masturbación de la prohibición que la reprime, dejándola libre para seguir al Pan del Romanticismo en el placer desenfrenado, ignorando el factor de la conciencia y el hecho de que la inhibición es sui géneris, parte de la propia compulsión, es su contrapartida. (Incluso quienes cometen graves delitos de carácter sexual, es decir, quienes están en la cárcel por violación, repetidos abusos sexuales a niños o asesinatos sádicos, albergan sentimientos de culpa y problemas de conciencia a propósito de la masturba-ción, según los sucesores de Kinsley en el Indiana Institute. Parece ser que la culpa es tan inherente a la masturbación como la propia compulsión.) Por lo menos, el enfoque liberado acerca de la masturbación no la condena como psicológica-mente regresiva (apropiada para los jóvenes pero no para los adultos). Pero este enfoque hace que la actividad carezca de

Pan y la masturbación*James Hillman

* James Hillman, Pan y la pesadilla, Traducción de Cristina Serna, Atalanta, Girona, 2007.

1 Ernest Jones, On the Nightmare, Londres: Hogarth, 1931, [RBA, 2006], p. 332. [P. 345, v. e.]

2 “Toward the Archetypal Model for the Masturbation Inhbition”, Loose Ends (Dallas: Spring Publications, 1975).

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sentido psicológico. Privada de su fantasía, vergüenza y con-fl icto, la masturbación no es otra cosa que fi siología, un meca-nismo innato de alivio sin importancia para el alma.

Esta noción ampliamente compartida y su reverso fi siológi-co simplifi can tanto la masturbación como a Pan. Juntos for-man un complejo de opuestos en el que el momento de la in-hibición es tan fuerte como la compulsión. Estos opuestos de Pan aparecen en la propia actividad: o bien nos apartamos con miedo de la masturbación, avergonzados o invadidos por fan-tasías que nos aterrorizan, o bien pasamos del miedo al valor a base de tocarnos los genitales. La masturbación alivia la an-gustia, pero también la causa, a otro nivel. El miedo al mal de ojo se conjuraba, como todavía se hace en algunas sociedades, con la manipulación genital o, por lo menos, con signos geni-tales. Apartamos el miedo tocando el sexo, propiciando así a Pan, inventor tanto de la sexualidad como del pánico. Note bene: la sexualidad que aparta el miedo no es el coito, es decir, la relación con otra persona, o incluso con un animal, sino la masturbación.

Por otro lado, el factor fantástico de Pan aparece en las confi guraciones de su ambiente, en la exfoliación de la natura-leza, el agua, las cavernas, en el ruido que tanto le gusta (como también su silencio), en su música y su baile, en su frenesí. El factor de la conciencia se manifi esta en el hecho de esconderse y sentir vergüenza, así como en lo que nuestros conceptos de-nominan “leyes de la naturaleza”, la autoinhibición periódica de la sexualidad. En los seres humanos, esta autoinhibición resulta menos aparente que en los animales, cuya periodicidad sexual está claramente marcada. La nuestra es más sutil, más psíquica, y probablemente se refl eja sobre todo en la fantasía y en la base arquetípica de la conciencia. Si la inhibición aquí no fuese un arquetipo, presente en esa misma estructura psicoide que es nuestra sexualidad, ¿de dónde procederían las prohibi-ciones sobre el incesto y los rituales que regulan la sexuali-dad?

Por esa razón, cuando pensamos en la masturbación no debemos olvidar su signifi cado psicológico. Si los fenómenos psicológicos se fundamentan en fuerzas arquetípicas, entonces el comportamiento está siempre dotado de signifi cado, y cuan-to más arquetípico (instintivo) resulte el comportamiento, más primordialmente signifi cativo será. Ver la regresión y no su signifi cado es de una ceguera tal que la terapia no puede per-mitírselo. La psicología de lo inconsciente ha establecido al menos un axioma: el signifi cado radica en el propio comporta-miento. Actos llevados a cabo que se hallan regresivamente lejos de la conciencia, como la masturbación, podrían servir para otros propósitos diversos a los de nuestra orientación consciente. Podrían carecer de sentido para nuestra mente hu-mana y ser arquetípicamente signifi cativos al mismo tiempo.

De modo que podemos considerar que la masturbación se halla gobernada por el dios-cabra de la naturaleza, que es quien

la “inventó”; podemos considerarla una expresión suya. Esta afi rmación mitológica establece que la masturbación es una actividad instintiva, natural, inventada por la cabra para el pas-tor. También dice que la masturbación posee signifi cado y está sancionada por la divinidad. Puesto que pertenece a un dios, la actividad es una mímesis del dios, lo evoca y lo hace aparecer en el cuerpo concreto. La masturbación es una manera de re-presentar a Pan.

Curiosamente, D. H. Lawrence no se dio cuenta de esto. Él era el más próximo a Pan de todos los modernos3 y sin embar-go escribió rotundamente contra la masturbación. No obstan-te, la supresión de la masturbación no sólo mata a Pan y a su compulsión, sino también la fantasía de Pan y la vergüenza de Pan, las complicaciones inhibitorias que acompañan a la mas-turbación y que son parte integrante de ella. La supresión de la masturbación como acto físico implica también la supresión de sus contrapartidas psíquicas. Y cuando esta supresión comien-za, la batalla sobre la masturbación se convierte en una disputa teológica interna que refl eja el rechazo y la reforma judeocris-tianos de la naturaleza “interior”. Recordemos que en nuestra cultura bíblica la masturbación se atribuye a Onán, que fue fulminado por Dios, y no a Pan, que era un dios.

En resumen: la masturbación puede ser comprendida de un modo autónomo y desde dentro de su propio modelo arquetí-pico; no ha de ser condenada ni como comportamiento susti-tutivo para los que están solos y aislados, ni como comporta-miento regresivo para los adolescentes, ni como retorno periódico de fi jaciones edípicas, ni como compulsión fi siológi-ca carente de sentido que ha de ser controlada por las corres-pondientes prohibiciones que son las relaciones personales, la religión y la sociedad. De la misma manera que la masturba-ción nos conecta con Pan como cabra, también nos conecta con su otra mitad, la partie superieure de la función instintiva: la autoconciencia. Dado que se trata de la única actividad sexual que se lleva a cabo en solitario, no debemos juzgarla tan sólo en términos del servicio que rinde a la especie o a la sociedad. En lugar de concentrarnos en su papel inútil para la civiliza-ción externa y la procreación, podríamos refl exionar sobre su utilidad para la cultura interna y la creatividad. Al intensifi car la interioridad con el gozo —y con el confl icto y la vergüen-za— y al reavivar la fantasía, la masturbación, que carece de propósito para la especie y para la sociedad, ofrece sin embargo placer genital, fantasía y confl icto para el individuo como suje-to psíquico. Sexualiza la fantasía, lleva el cuerpo a la mente, intensifi ca la experiencia de la conciencia y confi rma la pode-rosa realidad de la psique introspectiva —¿acaso no fue inven-tada por el solitario pastor que tocaba la fl auta por los cerrados espacios de nuestros paisajes interiores y que reaparece cuando nos abandonamos a la soledad?—. Al implicar a Pan, la mastur-bación devuelve la perentoriedad y complejidad de la naturale-za al opus contra naturam que es la creación del alma. G

3 Patricia Merivale, Pan, the Goat-God: His Myth in Modern Times, Cambridge, Harvard, 1969.

20 la Gaceta número 459, marzo 2009

MADUREZ TARDÍA

En algún lugarDe cierta infancia enemigaEstá guardado Mi cadáverDe araña espeluznante

BAILE PERFECTO

Le gustaba bailar con algunos de sus fantasmas sobre la mancha interminable de la ciudad en ruinassobre ese suelo magnético que encubría el espanto defi nitivo

RULFIANA

Vengo del centro de una tierra invisible, de un mundo enterrado que todavía domina la confi guración del fi rmamento. Soy el niño subte-rráneo que escupe su sueño de espinas, de terrones de azúcar y de arena en los dientes. Soy el hospital del alma que se niega a cerrar la consulta para los fantasmas. Soy el que reconoce los cadáveres de mis amigos, de mis padres, de mis hermanas y hermanos. Soy el cadáver de todos ellos. Vengo por la luz calcinada en la página, por el masaje de luna, por la exactitud calorífi ca de la canícula. Salgo de la tierra como un dinosaurio y quiero encontrar a aquel que le arrancó los brazos a la muerte. Vengo de los rayos infrarrojos de una noche inter-minable y voy arrastrándome por el lomo caliente de un comienzo: “Vine a Comala porque me dijeron...”

Tríptico mortecinoGustavo Ogarrio

número 459, marzo 2009 la Gaceta 21

De Antonio Machado a Miguel de Unamuno

Carta fragmentariamente publicada por el segundo, en 1904

No quiero que se me acuse de falta de sinceridad porque eso sería calumniante. Soy algo escéptico y me contradigo con frecuencia. ¿Por qué hemos de callarnos nuestras dudas y nues-tras vacilaciones? ¿Por qué hemos de aparentar más fe en nuestro pensamiento, o en el ajeno, de la que en realidad tene-mos? ¿Por qué la hemos de dar de hombres convencidos antes de estarlo? Yo veo la poesía como un yunque de constante ac-tividad espiritual, no como un taller de fórmulas dogmáticas revestidas de imágenes más o menos brillantes…

Nos miramos por dentro, y, al ver nuestros defectos, no tenemos el heroico valor de confesarlos, sino que se los arroja-mos en forma de catilinaria a nuestro vecino. Apenas si surge un adjetivo que no se lo tiren a la cabeza todos a todos, con el santo deseo de descalabrarse. En realidad es que a todos nos duele. Pero en el fondo de esta gran miseria hay algo que nos llevará a todos a unifi car nuestros esfuerzos hacia un ideal que está más alto que nuestra vanidad. No cabe duda.

De D. H. Lawrence a Edward Marsh

Berkshire, 10 de mayo de 1919

Querido Eddie: Tu carta me llegó esta mañana, con las veinte libras de Rupert. Curioso, el recibir dinero de los muertos: como quien dice, desde la oscuridad del cielo. Tengo una fi rme creencia en los muertos —en Rupert muerto. Lucha con uno, lo sé. Por eso es por lo que odio el espiritismo a lo Oliver Lod-ge —cuentas de hotel y botones de cuello de camisa. Los muertos apasionados actúan con y dentro de nosotros, no como recaderos y porteros de hotel. De los muertos que viven realmente, cuya presencia conocemos, difícilmente nos dan ganas de hablar. Sabemos que nos acallan, ¿no es cierto?

De Sigmund Freud a Romain Rolland

Viena, 13 de mayo de 1926

A diferencia de lo que ocurre con usted, yo no puedo contar con el afecto de mucha gente. No he complacido, confrontado ni edifi cado. Ni era ésa mi intención; he querido tan sólo ex-plorar, resolver enigmas, descubrir un poco de verdad. Esto puede haber dañado a muchos, aprovechado a algunos; nada de lo cual considero debido a falta o mérito de mi parte. Me sor-prende que mi persona, aparte de mis doctrinas, pueda atraer la menor atención. Pero cuando personas a quienes, como a usted, he admirado de lejos, expresan su amistad hacia mí, en-tonces se ve satisfecha una particular ambición mía. Y disfruto esa satisfacción sin mirar si la merezco o no, y la estimo como un don. Usted es de aquellos que saben cómo hacer regalos.

De Flaubert a George Sand

Domingo 6 de febrero de 1876

Por lo que hace a dejar ver mi opinión personal sobre los perso-najes que muevo en escena, ¡no, no y mil veces no! No me reco-nozco el derecho. Si el lector no extrae de un libro la moraleja que debe hallar ahí, ello signifi ca que el lector es un imbécil o que el libro es falso desde el punto de vista de la exactitud. Pues en cuanto una cosa es verdadera, es asimismo buena. Aun los libros obscenos no son inmorales sino en la medida en que falten a la verdad. Eso no sucede “de esa manera” en la vida.

De Joseph Conrad a Edward Garnett

Londres, 3 de agosto de 1898

Querido Garnett: No estoy muerto, aunque apenas viva a me-dias. Muy pronto le enviaré cierto manuscrito que estoy escri-biendo desesperadamente —pero que estoy escribiendo. No puedo expresar cómo me siento. Las páginas se acumulan y la narración no avanza. Me siento suicida…

Del otro mundo nuestro*Selección y versiones de Martín Palma

* Cartas tomadas de La Gaceta del fce, número 121, enero 1981.

22 la Gaceta número 459, marzo 2009

De Dostoyevski a su hermano Mijail

Prisión de Pedro y Pablo, 22 de diciembre de 1849

Me acaban de decir, querido hermano, que hoy o mañana se-remos despachados. Pedí verte. Pero se me dijo que era impo-sible; sólo puedo escribirte esta carta: aprisa, contéstame tan pronto como puedas…

¡Hermano! No estoy deprimido ni desanimado. La vida es dondequiera vida, vida en nosotros mismos, no en lo que nos es externo. Hay gente conmigo, y ser un hombre en medio de la gente y seguir siendo un hombre para siempre, no deprimir-se ni caer en cualesquiera reveses de la fortuna me acontezcan —esto es la vida. Así lo he descubierto. Esta idea me ha entra-do en la carne y en la sangre.

De Spinoza a Hugo Boxel

La Haya, septiembre de 1674

Eminentísimo señor: Apoyándome en lo que usted dice en su carta del 21 del mes pasado, a saber: Que los amigos pueden disentir sobre cosas indiferentes, quedando a salvo la amistad, diré claramente mi parecer respecto a los argumentos y relatos de los cuales usted infi ere que existen espectros de todo género, pero tal vez ninguno de sexo femenino. El motivo por el cual no le he respondido más pronto es que no tengo a mano los libros que usted cita y excepto los de Plinio y Suetonio no he podido hallar ninguno. Pero estos dos me evitarán el trabajo de buscar otros; pues estoy persuadido de que todos ellos deliran del mismo modo y aman los relatos de cosas extraordinarias que dejan atónitos a los hombres y los arrastran al asombro. Con-fi eso que me han asombrado no poco, no los relatos que na-rran, sino quienes los escriben. Me sorprende que hombres dotados de ingenio y juicio gastan su elocuencia, y abusen de ella, para convencernos de tales necedades.

De Engels a C. Schmidt

Londres, 27 de octubre de 1890

De lo que estos caballeros carecen es de dialéctica. Todos ellos ven aquí la causa, allá el efecto. Nunca empiezan a ver que ésta es una abstracción hueca, que semejante polarización metafísi-ca de los opuestos sólo existe en el mundo real durante las crisis, mientras que el entero vasto proceso avanza en forma de interacción —aunque de fuerzas muy desiguales, entre las cua-les el movimiento económico es, con mucho, la más poderosa y primordial y la más decisiva—; pero no ven que aquí todo es relativo y nada absoluto. Para ellos Hegel nunca existió…

De Wilhelm Stekel, Cartas a una madre

Viena, 1928

Querida amiga:… Usted no ignora que soy siempre partidario de la franqueza y de la claridad. En lo que concierne a la vida sexual, su hijo debe conocer la verdad y hay que abrirle los ojos a la realidad. Pero es preciso que esos conocimientos no le lleguen de una fuente impura… Los niños, pues, deben buscar el milagro en lo natural y encontrarlo. Sólo los grandes poetas pueden hacernos conocer esos milagros.

De Emily Dickinson al coronel Higginson

Amherst, agosto de 1870

La verdad es cosa tan infrecuente, que es un placer decirla.Encuentro el éxtasis en vivir; la mera sensación de vivir es

sufi ciente alegría…

Primera carta de Heloísa a Abelardo

Cuán agradable es recibir las cartas de un amigo ausente, nos lo enseña Séneca con su propio ejemplo en el pasaje donde escribe a Lucilio: “Me escribís a menudo, y os lo agradezco; así os mos-tráis a mí de la única manera que os es posible; nunca recibo una de vuestras cartas sin que al momento estemos juntos. Si los retratos de nuestros amigos ausentes nos son dulces, si reavivan su recuerdo, y —vano y engañoso consuelo— alivian el dolor de su ausencia, cuán más dulces son las cartas que nos traen la voz genuina del amigo ausente.” Gracias a Dios, semejante medio os queda, todavía de otorgarnos vuestra presencia; la envidia no os lo impide; nada se opone a ello: os lo suplico, que no sea de vos de donde vengan las negligencias y las demoras.

De Thomas Mann al Decano de la facultad de Filosofía de la Universidad de Federico Guillermo en Bonn

Zurich, 1937

Grande es el misterio de la palabra; la responsabilidad de ella y de su pureza; son de un género simbólico y espiritual, cuya sig-nifi cación no es sólo artística sino asimismo, en términos gene-rales, ética; es una responsabilidad en sí, sencillamente, respon-sabilidad humana, y también solidaridad con el propio pueblo, deber de mantener pura su imagen ante la especie humana. En la Palabra se implica la unidad de la humanidad, la plenitud del problema humano, que nadie permite, y hoy menos que nunca, separar lo intelectual y artístico de lo político y social, ni aislarse dentro de la torre de marfi l de lo específi camente “cultural”. Esta genuina totalidad se identifi ca con la humanidad misma y es reo de ataque criminal contra ella quienquiera que emprende la “totalización” de uno de sus segmentos —quiero decir, de la política de Estado.

número 459, marzo 2009 la Gaceta 23

De Antonin Artaud al doctor Ferdiére

Rodez, 5 de febrero de 1944

A fuerza de estar encerrado acaba uno por imaginarse que el mundo exterior no existe. Y la conciencia se resiente. Acaba perdiendo el sentido de lo concreto, de lo objetivo, y en conse-cuencia, de lo verdadero, y se arriesga a demorarse excesivamen-te en imágenes falsas, en impresiones falsas. Y, con el tiempo, a creer en ellas. Pues las falsas creencias que no son en nosotros sino el aumento desmesurado y la deformación de percepciones y sentimientos justos que han adquirido un valor desproporcio-nado, porque la conciencia los ha ponderado abusivamente.

Del marqués de Sade a (probablemente) Mille. de Rouset

(1782)

¡Oh, hombre!... quieres tú profundizar, fi losofar sobre los ex-travíos humanos, quieres dogmatizar sobre el vicio y la virtud, cuando te es imposible responderme qué es lo uno y qué lo otro, cuál es lo más provechoso para el hombre, cuál conviene mejor a la naturaleza y si no nacería de ese contraste el equili-brio profundo que vuelve a ambos necesarios. Quieres que el universo entero sea virtuoso, y no entiendes que todo perecería en el momento en que no hubiera sino virtudes sobre la tie-rra… no quieres entender que, puesto que es preciso que haya vicios, es tan injusto para ti el castigarlos como lo sería el bur-larte de un cojo…

De Paul Valéry, Lettre a un ami

Una carta es ya literatura. Y es ley estricta de la literatura que no hay que sondear nada hasta el fondo. Ése es también el deseo general…

De Georg Trakl a Ludwig von Ficker

Viena, 11 de noviembre de 1913

Caro señor von Ficker: Estoy en Viena desde hace una semana. Mis asuntos, todavía se hallan en la mayor confusión imagina-ble. Ahora acabo de dormir dos días con sus noches y aún hoy sufro una fuerte intoxicación de veronal. En mi extravío y toda la desesperación de estos últimos tiempos ya no sé en absoluto cómo seguir viviendo. He encontrado por cierto aquí a gente dispuesta a ayudarme; pero me parece que ninguno de éstos podrá ayudarme y que todo termina en la oscuridad.

De Lord Byron a John Murray

Venecia, 9 de abril de 1817

Me pide usted “cuidar de mí mismo”, tenga confi anza en que así haré. Todavía no estoy dispuesto a que se me publique pós-tumamente, si algo puedo contribuir al respecto. Sin embargo, ¡piense usted el valor que alcanzaría, mientras aún me rodea el pleno escándalo, una Vida y aventuras (de Byron), de igual modo que los fragmentos de mi escritorio, los dieciséis co-mienzos de poemas jamás concluidos!

… ¡Así que Webster está escribiendo de nuevo! ¿No hay manicomio en Escocia?, ¿ni tortura digital?, ¿ni mordaza?, ¿ni esposas? Casi de rodillas le supliqué, hace algunos años, que desistiera de publicar un panfl eto político, el cual lo habría ilus-trado más vivamente sobre el Habeas Corpus que las luces que el mundo ha derivado de sus presentes comentarios en torno a la suspensión de tal recurso judicial, suspensión que sin duda cul-minará con la de otros cuerpos, de súbditos de Su Majestad.

De Wallace Stevens a José Rodríguez Feo

Hartford, Conn, 26 de enero de 1945

La mención que hace usted de Alfonso Reyes es precisamente la suerte de alusión que me mueve a desear, con toda la emo-ción de un deseo real, entender español mejor de lo que puedo. Uno se fatiga de las fi guras rutinarias y la posibilidad de hallar una mente fresca en un crítico mexicano, o en los muchos es-critores hispanoamericanos hacia los que se podría experimen-tar un respeto instintivo, construiría un verdadero estímulo. Es, sin embargo, demasiado tarde para que intente yo familia-rizarme efectivamente con otra lengua.

De Karl Marx a L. Kugelmann

Londres, 9 de octubre de 1866

Querido amigo: espero no tener que inferir de su prolongado silencio que mi última carta lo ofendió de algún modo. Debe-ría haber ocurrido lo opuesto. En situaciones desesperadas todo ser humano siente la necesidad de desahogarse frente a alguien. Pero hace tal cosa sólo con personas en las que depo-sita particular y excepcional confi anza…

De Samuel Johnson a Mrs. Thrale

Lichfi eld, 11 de junio de 1775

Muy querida señora: Nunca me dijo usted, y omití preguntár-selo, qué tal se entretuvo con el Diario de Boswell. Uno pen-saría que el hombre había sido contratado a sueldo para servir como espía cerca de mí. Se portó muy diligente, y aprovechó las oportunidades de escribir de cuando en cuando…

24 la Gaceta número 459, marzo 2009

De Maquiavelo a Francesco Vettori

Florencia, 3 de agosto de 1514

Querido compadre: Me habéis alegrado el corazón con las noticias de vuestros amores romanos, y habéis disuelto en él indecibles torturas con hacerme así partícipe, por la lectura y el pensamiento, de vuestros placeres y vuestras cóleras de ena-morado —lo uno no va sin lo otro. Y la fortuna me depara la ocasión de pagaros otro tanto: en efecto, aunque todavía en el campo, he encontrado una creatura tan cortés y delicada, tan noble en todos sentidos… Sabed solamente que ni mis casi cincuenta años me ponen a prueba, ni los senderos más rudos me rechazan, ni la tiniebla de las noches me asusta… (En los otros asuntos) no he encontrado nunca más que perjuicio; en mis amores hallo siempre gozo y dicha. Valete.

De Edmund Wilson a John Dos Passos

21 de julio de 1950

¿Has seguido con la novela de Sartre? Creo que el episodio más reciente —la última parte de La mort dans l´ame, aparecida en Temps Modernes— es una de las mejores cosas que él ha he-cho: la refl exión sobre la crisis del comunismo en las relaciones entre los comunistas franceses que están organizando campos de concentración. Sartre, quien no es un gran artista, es sin lugar a duda un periodista de primera. Él y Steinbeck y el ita-liano Moravia y el escritor soviético Leonov representan, se-gún me parece, más o menos el mismo tipo. En su mayor parte, dependen de ideas e instrumentos que les son propor-cionados por otros, y no producen gran literatura pero son competentes reporteros por lo que hace a su periodo y por esta razón vale la pena leerlos. G

número 459, marzo 2009 la Gaceta 25

Rilke a Lou Andreas-Salomé en Göttingen

París, 17 rue Campagne-Première8 de junio de 1914

Querida Lou, heme aquí al término de un largo, ancho y duro período, con el que caduca cierto futuro que no había sido fuerte y religiosamente alimentado, sino torturado hasta el aniquilamiento (algo en lo que, poco más o menos, soy inimi-table). Si a veces, durante estos últimos años, había podido disculparme so pretexto de que algunos intentos por asentarme más humana y naturalmente en la vida fracasaron porque las personas concernidas no me habían comprendido, y me hacían sufrir ininterrumpidamente violencias, injusticias y prejuicios, precipitándome así en tan gran desasosiego, resulta ahora que después de meses de sufrimiento me encuentro orientado de muy diferente manera: teniendo que reconocer que, esta vez, nadie puede ayudarme. Y aunque alguien viniera con su alma más inocente, más inmediata, y encontrara su referencia en los mismos astros, aunque me soportara a pesar de mi torpeza y rigidez y conservara su pura e infalible disposición para conmi-go; aun cuando el rayo de su amor viniera a estrellarse diez veces en la turbia y densa superfi cie de mi universo submarino, todavía sería yo capaz (lo sé ahora) de empobrecerlo en el seno de la abundancia de su ayuda renovada sin cesar, de encerrarlo en el irrespirable dominio de una ausencia total de ternura, hasta el punto en que, vuelto inaplicable su auxilio, pasara él mismo de la plenitud a la marchitez, hasta dar en una siniestra decadencia.

Querida Lou, desde hace un mes estoy solo otra vez, y es éste mi primer intento de volver a tomar consciencia —ya ves, así están las cosas. En resumidas cuentas, he experimentado muchas cosas durante estos acontecimientos; por el momento sigo constatando esto: que una vez más apenas si estaba a la altura de una tarea pura y alegre, en la que la vida, como si nunca hubiera tenido conmigo malas experiencias, volvía a venir hacia mí, misericordiosa. Desde ahora está claro que también ahí he vuelto a fracasar y que, lejos de avanzar, repeti-ré un año más este curso de dolor; y que cada día encontraré inscritas en la negra pizarra las mismas palabras, cuya triste fl exión creí haber aprendido hasta el agotamiento.

Lo que radicalmente iba a cambiar mi angustia comenzó con muchas, muchas cartas, hermosas y ligeras como brotadas del corazón: que yo sepa nunca he escrito otras parecidas. (Era la época, te acuerdas, de la omisión de la “s”). En dichas cartas (cada vez lo comprendía mejor) ascendía una petulancia irresis-tible, como si me encontrara ante un nuevo y pleno brote de mi más peculiar esencia, que, liberada desde entonces en una co-municación inagotable, se esparcía por la vertiente más alegre al tiempo que yo, escribiendo día tras día, sentía su feliz co-rriente y el incomprensible reposo que le parecía preparado del modo más natural en un alma capaz de recogerlo. Mantener pura y transparente esta comunicación y, al mismo tiempo, ni sentir ni pensar nada que se encontrara excluido por ella: eso fue lo que de una sola vez, sin que yo supiera cómo, llegó a ser la medida y la ley de mi actuar, y si jamás hombre alguno inte-riormente agitado pudo sosegarse, yo mismo lo fui con esas cartas. Esta ocupación diaria y mi relación con ella se me hicie-ron sagradas de una manera indescriptible, y desde entonces se apoderó de mí una confi anza enorme, como si hubiera al fi n encontrado una salida a ese penoso estancarme en circunstancias continuamente nefastas. Hasta qué punto estaba entonces com-prometido en cambiar, podía notarlo igualmente en el hecho de que incluso las cosas pasadas, cuando se me ocurría contar algo de ellas, me sorprendían por el modo en que reaparecían; si, por ejemplo, se trataba de épocas de las que a menudo había hablado anteriormente, hacía hincapié en aspectos inadvertidos o apenas conscientes, y cada cual adquiría, por decirlo con la inocencia de un paisaje, una visibilidad pura, una presencia, y me enriquecía, formaba parte de mí mismo, tanto y de tal modo que por prime-ra vez me parecía ser dueño de mi vida, no por una adquisición, por una explotación, por una comprensión interpretativa de cosas caducas, sino por esta misma nueva veracidad que se espar-cía también a través de mis recuerdos.

9 de junio de 1914, martes

Te envío, querida Lou, la hoja de ayer: comprenderás que lo que en ella describo ya no tiene vigencia y se ha perdido para mí; tres meses de realidad (frustrada) han dejado sobre todo ello como una dura y fría lámina de cristal, bajo la cual esa experiencia ya no me pertenece, como si estuviera colocada en la vitrina de un museo. El cristal refl eja y en él sólo percibo mi viejo rostro, anterior, el que tú también conoces.

¿Y ahora? Después de un inútil intento de vivir en Italia, he vuelto aquí (hace ya quince días), deseoso de arrojarme a ciegas

Correspondencia*Rainer Maria Rilke/Lou Andreas-Salomé

* Rainer Maria Rilke/Lou Andreas-Salomé. Correspondencia. Tra-ducción de José Ma. Fouce, El Barquero, Barcelona, 2004.

26 la Gaceta número 459, marzo 2009

en cualquier ocupación; pero aún tan embotado y paralizado que apenas si puedo hacer otra cosa que dormir. Si tuviera un amigo le rogaría que viniera a trabajar conmigo cada día, en lo que fuera. Y cuando en el intervalo, de taciturno humor, pien-so en el porvenir, imagino en primer lugar un tipo de trabajo que estuviera sometido a las condiciones exteriores, y alejado tanto como fuera posible de toda productividad personal. Pues desde ahora ya no dudo ni por un instante de que estoy enfer-mo, de una enfermedad que me ha gravemente corroído y cuyo foco se encuentra en lo que hasta entonces llamaba mi trabajo, de tal modo que por el momento no hay ningún refugio por ese lado.……………………………………………….

……………………………………………………..Tu viejo

Rainer

Lou Andreas-Salomé a Rilke, en París

Göttingen, 11 de junio de 1914

Mi querido viejo Rainer. Sabes, he llorado terriblemente al leer tu carta…, era estúpido, pero cómo puede una impedirlo cuan-do ve de qué manera trata a veces la vida a los más preciados de sus hijos. Te he acompañado con todos mis pensamientos en la medida en que pueda llamarse a esto “acompañar”, cuando una se pregunta cada día dónde puede encontrarse alguien: si eleva-do hasta los confi nes de la atmósfera humana, o si hundido en el fondo de un cráter, debatiéndose entre los más violentos fuegos que jamás hayan ardido en el seno de la tierra. Cuando me escribiste a propósito de mis “Cartas”, que resultaron tan alegremente locas, me parecía posible que se hubiera abierto, para ti, un periodo productivo, provocado por alguna experien-

cia afectiva; y es siempre en ese momento cuando parece cerca-no un terrible peligro, tanto como una gran victoria. Es enton-ces fácil para algunas almas sacrifi car un nada de productividad que se desprendía de una experiencia intensamente vivida; y, de vez en cuando, creadoras por naturaleza, consiguen hacer lo contrario; pero probablemente con mucha más frecuencia, ocu-rre que ambas tendencias se encuentran a mitad de camino y perecen por haberse obstruido mutuamente el paso. Aunque esta vez seas tú, tan absolutamente, el único responsable de esta muerte, que no tengas excusa, ni coartada. Una cosa sin embar-go queda fuera de duda: la manera en que resucitas todo esto con tus palabras es exactamente, ¡exactamente!, la antigua, la íntegra potencia que da vida a lo que está muerto, y además: el duelo causado por este hecho es el de un alma cuyo sentimien-to más sutil, más interior, en nada podría ser más inocente que en aquello de lo que te acusas a ti mismo. Y no obstante eres tú mismo, como también eres tú quien, en un momento dado, eres incapaz de trabajar, o echas a perder el trabajo. Y, ciertamente, ni sacas ni puedes sacar nada del hecho de que a pesar de todo no eres tú, ya que nadie puede comer hasta hartarse del pan encerrado en un armario, como tampoco alimentarse con la espera de las espigas de trigo de los campos sin segar. Por eso, si me quejo a este respecto, me quejo de muy distinto modo, en cuanto espectadora que al mismo tiempo está muy emocionada con la idea de que el pan y los frutos de los campos existen. Eso es lo que ocurre ahora con lo que yace bajo “el cristal duro y frío de la vitrina”: tú ya no lo posees y el cristal te refl eja a ti mismo; sin embargo, ahí estaba una prueba de la magnitud de tus cualidades y, al igual que apenas las habías conocido bajo este aspecto —su profundidad, su rica pertenencia a ti—, del mismo modo todavía tienen otras que ofrecerte, que hoy no puedes ni siquiera sospechar, y a las que te impide verlas todavía algo mucho más resistente que el cristal. Pero, para qué tantas palabras; por el momento no sentirás nada más, como no sea que algo ligero o macizo te separa de la vida, y cualquier palabra en contra es estúpida, necia, impotente1. G

1 Nota del editor: aquí se acaba el texto de la carta.

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(Ferrol, 1820-Vigo, 1893)

Carta II

Hermanos míos: Ya os dije en mi carta anterior, y quiero re-petiros en ésta para no volver a ocuparnos en tan desdichado asunto, que por desgracia hay entre vosotros criaturas tan pervertidas que rechazan toda amonestación saludable, todo amistoso consejo, como esos enfermos delirantes que se obs-tinan en no tomar la medicina que podría salvarlos. No puedo dirigirme a todos vosotros, como sería mi deseo; tengo que apartar la vista y el corazón de los que cierran el suyo. Pero vosotros vivís con ellos, quiere la desgracia que estéis confun-didos, y no podéis decirles como yo: —Os olvido, aparto de vosotros mis ojos. —Además, os creéis en la necesidad de ver sus malos ejemplos, de escuchar sus malas palabras, de uniros a sus juicios, de aparecer dóciles a sus impías lecciones, de conformaros con sus pareceres, de callar la verdad o hablar la mentira según su conveniencia o su capricho, de ocultar vues-tros remordimientos y vuestras penas porque no exciten su risa, de fi ngir maldad hasta el grado en que ellos la manifi es-tan, de sufrir, en fi n, la tiranía de su perversidad, que exige a toda costa que el criminal ostente su crimen y sea feliz en él. ¡Gran desdicha la vuestra vivir a su lado y sujetos a su yugo; castigo terrible, pero merecido, de los que, cuando teníais li-bertad para elegir compañía, habéis escogido la peor! ¿Cuán-tos entre vosotros hay que no atribuyan, y con verdad, a las malas compañías una parte del delito o del crimen que a la pri-sión los trajo? Yo sé que son los menos. Cuando gozabais de libertad, la teníais para elegir compañeros; aquí tenéis que recibir los que se os dan, y yo os hago la justicia de creer que la mayor parte no estáis contentos con ellos. ¿Pero no contri-buís vosotros mismos a que sean peores y más perjudiciales y molestos? ¿Vuestra debilidad no es la principal fuerza de los que disponen, para aniquilarlos, de los buenos sentimientos que os han quedado? ¿Vuestra debilidad no es la fuerza de los que os obligan a reíros de vuestro crimen y de vuestra desgracia, de los que establecen dentro de la prisión otra mucho más dura, porque la ley no encierra sino vuestro cuerpo, y vuestros perversos compañeros encadenan vuestra alma? Y si no ponéis enmienda, no podréis romper sus ligaduras el día en que os den libertad: discípulos fi eles de vuestros odiosos maestros,

adquiriréis la costumbre de no pensar ni hacer más que mal; no tendréis voluntad ni fuerza para luchar contra él; llegaréis a ser sus ciegos esclavos; sufriréis las enfermedades conse-cuencia de vuestros vicios, la miseria resultado de vuestra ociosidad, el odio, el desprecio, las persecuciones; y cuando la ley os diga: “Estáis libres”, oprimida por los malos hábitos, tiranizada por las perversas inclinaciones, vuestra alma arras-trará una terrible cadena perpetua. ¿Y creéis que puede estar libre por mucho tiempo el cuerpo del que tiene encadenada el alma? Grande error. El que no hace propósito de enmendarse ni se enmienda, vuelve a la prisión una y otra vez, y muere en ella, si no muere en el cadalso.

¿Qué remedio hallaréis para tan grave mal? ¿Cómo os sus-traeréis a la tiranía de esos hombres que quieren que todos sean tan perversos como ellos, porque habiendo perdido la esperanza del bien, tienen una infernal complacencia en arras-trar a los otros hacia el mal que los arrastra? ¿Cómo empeza-réis a no creeros obligados a aprobar todo lo que es malo y a censurar todo lo que es bueno? ¿Cómo os atreveréis a compa-deceros de un infortunio, a no reíros de un buen propósito, a no ocultar los honrados sentimientos, a no hacer ostentación de los malos, a no avergonzaros, en fi n, de tener entrañas de hombres y sentir y pensar como tales? La tarea no es fácil, pero no es tampoco imposible.

Necesitáis empezar por conoceros a vosotros mismos, por formar idea de lo que sois y por comprender lo que es una prisión. —Una prisión, diréis, es un lugar de donde no se pue-de salir, donde la comida no es buena, donde la cama es mala, donde se canta y se blasfema, donde burlando la vigilancia se bebe y se juega, donde hay cadenas y palos y calabozo. —Ésa es la prisión del cuerpo; pero si os pregunto lo que es la prisión para el alma, si os pregunto qué sufre, qué siente, qué piensa, cómo vive el alma del preso, qué es el presidio moralmente considerado, ¿cuántos podrán responderme?

Tan olvidados estáis de las cosas que no son materiales, tan habituados a ver en los placeres y en los dolores del cuerpo la única fuente del bien que deseáis, del mal que teméis, que a veces parece como que pretendéis olvidaros de que tenéis alma. No os hacéis cargo que el cuerpo no es más que un mi-serable instrumento, un ciego esclavo, y que el alma es la que os trajo aquí, la que impide que salgáis más pronto, la que evi-tará que volváis u os arrastrará de nuevo, según que os lleve por el camino del bien o por el camino del mal.

La prisión, moralmente considerada, es una reunión forzosa de hombres ignorantes, culpables, débiles y desdichados. Si no fuerais ignorantes, no estaríais aquí, porque hubierais aprendi-

Cartas a los delincuentes*Concepción Arenal

* Publicado en Iter Criminis. Revista de Ciencias Penales, no. 3 mayo-junio, Cuarta época, inacipe, México, 2008.

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do la justicia de las leyes, su fuerza, la imposibilidad de sus-traerse mucho tiempo a su acción, y, en fi n, que el camino que habéis elegido por más fácil es el más difi cultoso, porque el ofi cio de criminal es, de todos, el que da más riesgo y menos provecho.

En cuanto a vuestra culpabilidad, no quiero hablaros de ella; mi objeto no es acusaros, sino poneros en situación de que os acuséis a vosotros mismos, después que, conociendo la justicia de las leyes y su necesidad, tengáis ideas claras del deber y del derecho, y podáis medir toda la extensión de vuestro delito o de vuestro crimen.

La desdicha vuestra ¿quién la pone en duda? Vuestras risas, vuestros cantos son una forma de dolor, y el más terrible de todos: el dolor que se resigna, llora, y solo ríe el dolor deses-perado.

Que sois ignorantes, que sois culpables, que sois infelices, lo comprendéis fácilmente, lo sabíais antes que yo lo dijera; pero lo que tal vez os parecerá extraño es oír que sois débiles, y a pesar de vuestra extrañeza, nada es más cierto: vuestra debili-dad os ha llevado donde estáis. Ninguno de vosotros, ni el más perverso, cedió sin resistencia a la primera tentación que tuvo de hacer mal. Si en la confusión de vuestras ideas, si en la tem-pestad de vuestros dolores y de vuestras iras, podéis traer a la memoria el paso de la inocencia al crimen, pensadlo bien, y recordaréis que al veniros el pensamiento de hacer mal, luchas-teis contra él, mucho o poco, pero luchasteis, y si sois crimina-les es porque fuisteis vencidos, es decir, débiles.

El vago, el holgazán, no tiene fuerza para vencer su aversión al trabajo, se deja arrastrar del deseo de estar ocioso, no resiste a la tentación de ir a divertirse en vez de ir a trabajar, o de aguardar inmóvil esperando a que la necesidad y el mal ejem-plo le arrastren al crimen. Es débil.

El adúltero se detiene, si no ante la voz de su conciencia, ante el escándalo de sus culpables relaciones, ante la necesidad de ocultarse y el peligro de ser descubierto; pero su apetito le arrastra, cede. Es débil.

El ladrón, bajo cualquiera de sus formas, que toma la pluma para falsifi car un documento, el metal para hacer moneda falsa, que alarga la mano para introducirla en la bolsa ajena, que fuerza la puerta o escala la casa, se detiene muchas veces antes de resolverse: bien quisiera hacerse rico por otro camino; pero éste le parece el más fácil, el más cómodo, y no puede resistir a la tentación, y cede. Es débil.

El que en un rapto de cólera hiere o mata, él mismo confi e-sa su falta de fuerza; no pude contenerme, dice. Es débil.

El infanticida, el hombre o la mujer, que por librarse de un peso o por miedo a la opinión quiere ocultar una debilidad detrás de un crimen, es débil.

El que después de robar mata por miedo de ser descubierto, es débil.

El que proyecta un crimen, y busca cómplices, y los halla, y los seduce, y los adiestra, y los lanza donde él no tiene valor para ir, es débil.

Todos, en fi n, los que no son monstruos o insensatos, y que más bien parece que debían estar en una casa de locos o en una casa de fi eras que en una prisión, todos están en ella por debili-dad. Y no ostentéis vuestros fornidos miembros para protestar contra lo que os digo. ¿Qué importa la fuerza de vuestro brazo? ¿Por ventura ha podido salvaros de ir adonde estáis? ¿Creéis que la fuerza del hombre se mide por el peso que arrastra o que le-vanta? Así se mide la de los animales; la del hombre se mide por su virtud y por su inteligencia. La fuerza de los miembros, la fuerza material, ponen al buey, al caballo, al camello, al elefante, hasta al león, bajo el yugo del hombre, que parece tan débil comparado con ellos. Vuelvo a preguntaros: ¿de qué os ha servi-do vuestra fuerza material? Vuelvo a deciros: la fuerza del hom-bre se mide por su virtud y por su inteligencia. Aplicad esta medida única, exacta, y os convenceréis de vuestra debilidad. Adquirid este convencimiento, porque os importa mucho. Él os hará tener en poco la fuerza bruta y en mucho la del entendi-miento, que todavía podéis cultivar para que os guíe, para que os contenga, para que o ayude a levantaros y a no volver a caer. G

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5 de mayoJosé Leal, 930, Lima

Querido Allen:Te escribo desde Lima, que se parece lo bastante a Ciudad

de México como para ponerme nostálgico. México es como mi casa y no puedo estar allí. Recibí una carta de mi abogado: sentenciado en rebeldía. Me siento como un romano exiliado de Roma. Tengo pensado hacer otra incursión por la selva, aquí en Perú, para reunir más material sobre la ayahuasca. Pero antes me pasaré unos días en Lima, tomándole el pulso a la ciudad.

Atravesé el Ecuador lo más rápidamente que pude. Qué si-tio más espantoso. Complejo de inferioridad de pequeño país, en fase muy avanzada.

Miscelánea ecuatoriana: Esmeraldas caliente y húmedo como un baño turco lleno de buitres comiéndose un cerdo muerto en la calle principal y un negro rascándose las pelotas dondequiera que mires. El inevitable turco que lo compra y lo vende todo. Intentó estafarme con cada cosa que le compré. Me pasé una hora discutiendo con aquel hijo de puta. Y luego el griego de la agencia de viajes, con su camisa de seda sucia y sus pies descal-zos, y su sucio barco que salió de Esmeraldas siete horas tarde.

En el barco hablé con un hombre que se conoce la selva de Ecuador como la punta de un capullo. Parece ser que hay ban-das de trafi cantes que hacen periódicas incursiones selváticas contra los aucas (una tribu de indios hostiles. Mataron a unos veinte empleados de la Shell en cosa de dos años) para raptar mujeres, que luego encierran y convierten en esclavas sexuales. Suena interesante. A lo mejor puedo yo raptar a un muchacho auca.

Tengo instrucciones muy precisas sobre cómo llevar a cabo una incursión contra los aucas. Es muy sencillo. Cubres las dos salidas de la casa auca y acribillas a tiros a todos los que no te quieres follar.

Cuando llegué a Manta, un tipo desharrapado, vestido con un suéter, empezó a abrirme las maletas. Creí que era un la-drón desvergonzado, y le pegué un empujón. Resulta que era un inspector de aduanas.

Al barco se le averió una hélice en Las Playas, a medio ca-mino entre Manta y Guayaquil. Desembarqué a bordo de una balsa. Me detienen en la playa creyendo que llegaba ilegalmen-

te del Perú, arrastrado por la corriente de Humboldt, con un chico joven y un cepillo de dientes (viajo ligero de equipaje; sólo lo indispensable), y me conducen ante un viejo hijo de puta amojamado, el consumido y canceroso rostro visible del control estatal. El chaval que va conmigo no lleva papeles. Los polis le decían, con voz quejumbrosa una y otra vez: “Pero ¿es que no tienen ningún documento?”

Conseguí salir del atolladero en media hora, usando el rollo de que “tenemos-dos-tipos-de-publicidad, sabe-usted,-la favo-rable-y-la-desfavorable;-¿qué-clase-prefi ere?”. En mi tarjeta de turista fi guro como escritor.

Guayaquil. Todas las mañanas se oye, hinchándose en el aire, el grito de los chavales que venden Luckies en la calle: “A ver, Luckies.” ¿Seguirán diciendo “A ver, Luckies” dentro de cien años? Miedo pesadillesco a la estasis. Horror de verme fi nal-mente atascado en este lugar. Este miedo me ha perseguido por toda Sudamérica. Una horrible sensación enferma de desola-ción fi nal.

La Asia, un restaurante chino de Guayaquil, parece una combinación de fumadero de opio y casa de putas de 1890. Agujeros excavados por termitas en el suelo, lámparas sucias de color rosa con borlitas. Un balcón de madera de teca en estado de putrefacción.

El Ecuador está realmente en las últimas. Sería mejor que el Perú ocupara el país y lo civilizara para que un hombre pudie-ra disfrutar de algunos lujos. No conseguí acostarme con un solo chaval en Ecuador y no se puede comprar ningún tipo de droga.

Tuyo,W. Lee

P.D. Conocí a un taxista pocho (el pocho es una especie que se da en México; una persona que vive allí, pero a la que no le gustan ni México ni los mexicanos). El taxista me dijo que era perua-no, pero que no soportaba a los peruanos. En Ecuador y en Colombia nadie admite que le pase nada a su maldito país. Como la gente de provincias en los Estados Unidos. Recuerdo a un ofi cial del ejército, en Puerto Leguizamo, que me decía: “El noventa por ciento de la gente que viene a Colombia ya no se marcha de aquí.”

Hemos de suponer que quería decir que caían rendidos ante los encantos del lugar. Yo pertenezco al diez por ciento que nunca regresa.

Tuyo, Bill G

Las cartas de la ayahuasca*William S. Burroughs

* William S. Burroughs/Allen Ginsberg. Las cartas de la ayahuasca, Traducción de Roger Wolfe, Anagrama, Barcelona, 2006.

30 la Gaceta número 459, marzo 2009

I1

Estocolmo, 10.5.1954Bergsundsstrand 23

Querido poeta Paul Celan, ahora que a través de la editorial he conseguido su dirección, puedo agradecerle personalmente la profunda experiencia que me producen sus poemas2. Ve usted mucho de ese paisaje espiritual que se esconde tras todo lo de aquí, y tiene usted la fuerza para expresar el misterio que calla-damente se abre. —Por mi parte deseo ahora enviarle mi libro de poemas Eclipse estelar (Sternverdunkelung), si es que usted no lo conoce. En ese caso lo pediré a la editorial Fischer tan pron-to como obtenga respuesta de usted. También está lista una nueva compilación de poemas, todavía no publicada, de la cual una pequeña selección aparecerá ahora en una revista literaria alemana3. También yo he de seguir ese camino interior que parte del “aquí” hacia el inaudito padecimiento de mi pueblo y que prosigue a tientas desde el tormento.

¡Mis mejores deseos!Suya, Nelly Sachs

2

París, 13 de diciembre de 195778 rue de Longchamp, 16e

Muy apreciada señora:Me permito hacerle un ruego: Seguramente conoce usted la revista Botteghe Oscure4 que

edita en Roma la princesa Caetani. Creo que puede decirse que difícilmente haya otra revista de este estilo más bella que ésta.

La editora me ha permitido que colabore, junto con la se-ñorita Ingeborg Bachmann (Múnich, Franz-Joseph Straße 9a), en la selección de textos en alemán. En primer lugar he pensa-do en sus poemas, apreciada señora. ¿Le sería posible enviarme antes del 10 de enero unos inéditos?*.

Ya tengo en mi poder su nuevo volumen de poemas5: está, con los otros dos6, junto a los libros más verdaderos de mi bi-blioteca.

¿Puedo esperar ya mismo algunos poemas suyos que entre-gar a la princesa Caetani?

Le quedo francamente agradecido, admirador suyo,

Paul Celan G

Correspondencia*Paul Celan/Nelly Sachs

* Paul Celan/ Nelly Sachs, Correspondencia, Traducción de Antonio Bueno Tubía, Trotta, Madrid, 2007.

1 A esta primera carta de Nelly Sachs evidentemente la preceden (véase carta 96) una o quizás dos cartas no conservadas de Celan.

2 Amapola y memoria. Celan pidió por carta el 2.5.1954 a la edi-torial Deutsche Verlags-Anstalt que enviara un ejemplar, entre otras personas, a Nelly Sachs.

3 Con el título, “Bajo la estrella polar” aparecieron en Akzente siete poemas, de los que cuatro fueron recogidos en Und Niemand weiß weiter.

* Botteghe Oscure sólo incluye colaboraciones inéditas; éstas deben permanecer inéditas hasta su publicación en B.O.

4 La revista Botteghe Oscure apareció semestralmente en Roma entre 1949 y 1960 en los idiomas italiano, francés, alemán, español e inglés/americano. Las colaboraciones en alemán solamente se publi-caban en los números de primavera. El hecho queda refl ejado en los pies de imprenta de los respectivos números.

5 Und Niemand weiß weiter.6 In den Wohnungen des Todes, Sternverdunkelung.

número 459, marzo 2009 la Gaceta 31

Me lo preguntan unas periodistas catalanas (y sospecho que feministas), al explicitarles mi proyecto de un libro sobre el falo:

—¿El falo como qué?—El falo como icono. Estoy improvisando, pero me parece que la improvisación

vale, que eso hay que desarrollarlo. El falo icónico. Se me aca-ba de ocurrir en el hotel donde me entrevistan. Nunca se me hubiera ocurrido en casa. ¿Se le ocurren a uno más cosas en los hoteles que en casa?

Antes de resolver esta profunda cuestión, deduzco que la dicha improvisación no es tal: si yo he dicho “el falo/icono”, sin refl exionar, es porque tenía ya una idea icónica del falo. Una idea cultural, personal, qué más da.

El falo ha sido icónico, en casi todas las culturas primitivas, y no por iniciativa de la mujer, sino del hombre, claro, que era quien llevaba las iniciativas. Pero si el falo icónico se ha im-puesto, se ha desarrollado, ha llegado hasta nuestros días, es porque la mujer remota lo aceptó en principio, porque la mu-jer lo esperaba.

No sólo el falo es el primer icono de la humanidad, la pri-mera fi gura erecta que se le aparece al hombre/mujer, con su eréctil misterio, sino que toda la iconografía posterior (y hablo obviamente de la religiosa) tiene cualidad/calidad de falo.

Los iconos rusos, naturalmente, son el mejor ejemplo. Cristos, Vírgenes y santos que, en madera u otras materias no están muy lejos, por su tamaño, de las dimensiones del falo, y están muy cerca, por su disponibilidad, del miembro sexual masculino.

El Falo/Icono*Francisco Umbral

* Francisco Umbral, Fábula del falo, Kairós, Barcelona, 1985.

32 la Gaceta número 459, marzo 2009

El icono es un falo para penetrar a Dios. El falo es un icono natural que atenta contra Dios (contra casi todas las morales religiosas establecidas). De modo que el falo sería el icono/contraicono, el icono blasfematorio, lo cual le hace, natural-mente, más sagrado.

La sacralización del falo, mediante el ocultismo/oscurantis-mo de las culturas/inculturas tradicionales, deviene sacraliza-ción laica (valga la contradicción, que es muy fecunda, como todas las contradicciones conceptuales) en nuestro tiempo. La mujer decidida a “saberlo todo”, a “gustarlo todo”, busca di-rectamente el falo icónico, en cada hombre (en cada hombre que elige o le interesa), quizá porque, más allá de la franela gris y el portafolios, más allá de las subides de éxito y dominio ma-cho, lo único sagrado que aún puede encontrar en el hombre de hoy es el falo.

El hombre ha perdido misterio desde que se quitó la arma-dura medieval. Su mano ha perdido magia desde que olvidó el guantelete donde se posaba un halcón cazador. El hombre se ha desacralizado a sí mismo, y la mujer, que evidentemente quiere tener un orgasmo, pero un orgasmo sagrado, busca direc-tamente el falo, no por impaciencia, sino porque el falo es lo único puro, exento, impuro, mágico, mitológico, icónico, que le queda al hombre en su alma y en su cuerpo.

El falo icónico es, naturalmente, el falo erecto. Un falo re-nuente puede desmentir por sí solo toda la mitología machista/feminista sobre el falo. El falo renuncia con frecuencia. El falo no es una bandera cuando la autoridad lo dispone. Y precisa-mente esta cualidad misteriosa de la erección (toda la fi siología moderna no ha llegado a explicarla, ya que en condiciones óptimas puede no producirse, y a la inversa), es lo que confi ere ante la hembra su cualidad sagrada.

El falo es misterioso porque ni siquiera la ciencia ha conse-guido controlar las erecciones. El falo y la imaginación son los últimos reductos de la libertad del hombre. Dicen que lo decía Luckács: “He reducido a dialéctica la literatura universal, pero no sé qué hacer con Baudelaire”. Del mismo modo, el falo/Baudelaire se revela contra las precisiones de Masters y John-son, de Reich, de Freud, de Margaret Mead, de María Bona-parte.

El falo tiene una conducta irracional, como que está regido por el más profundo irracionalismo cerebral, y eso es lo que le torna mítico y mágico: icónico. Los iconos hacen milagros ajenos a sí mismos: aumentan la cosecha o curan a un niño. Los milagros del falo icónico se restringen a él: se inerva (no ener-

va, que es todo lo contrario), cuando quiera y contra toda lógi-ca. Su conducta es un milagro no controlado.

Se hace los milagros a sí mismo. Es lo que tiene/no tiene de icono. Es, como el icono, el arma para agredir a Dios: una petición religiosa es una exigencia, y una exigencia es una agre-sión. El falo icónico es agresivo como icono (eréctil) y reveren-te como falo.

Cualquier lector/escritor dotado del “don de la obviedad”, me diría: “El falo es sagrado porque es fecundo, porque es engendrador”. No.

La adolescente que aún no piensa en descendencia, la me-nopáusica que ya ha sobrepasado los procesos de la materni-dad, siguen teniendo una idea icónica —y obsérvese que no digo “sagrada”, por moderación— del falo. Tampoco es que el prestigio fecundador del falo se haya hecho extensible hacia atrás y hacia adelante. La fecundidad (de la que el falo sólo es vehículo, pero que está depositada en los testículos), le confi e-re al falo un prestigio menor, secundario, fáctico, doméstico. El prestigio mágico del falo comienza, precisamente, allí don-de se prescinde de su capacidad de engendrar.

El falo es la aguja que cose el cuerpo de la mujer a sí misma, a su identidad errante, la puntada/punzada fundamental que la mujer necesita para pespuntear su alma con su cuerpo. Eso que llamamos el alma y eso que llamamos el cuerpo, que no tienen mucha más realidad lo uno que lo otro. Ni mucha menos. El falo es aguja que cose vida a la vida.

Desde Freud, la mujer necesita llenar un hueco con el falo o con el hijo. Todo el psicoanálisis, o gran parte del psicoaná-lisis, tiende a la identifi cación hijo/falo. Habría que intentar una desidentifi cación. Contra la idea reaccionaria del hijo fáli-co, o del falo como anticipación del hijo, propondríamos la idea de que la mujer, de pronto, ha encontrado la manera de resolver su vacío mediante el falo. El falo icónico es todo lo contrario del falo fecundante, aunque se trate del mismo falo. El falo funda una religión en cuanto no procrea (y a esto ha contribuido la esterilidad artifi cial de la mujer: píldora, etc.). El falo icónico, del que sólo se espera placer, juego e identidad asimilable de un macho, es el falo sacral de nuestro tiempo.

La mujer se ha salvado de la fecundación, pero se ha consa-grado involuntariamente, encadenadamente, a un falo tanto más fascinante por no/funcional, por meramente lujoso. El falo es el icono, hoy, de las vagas religiones que tienen por dios el placer y el juego. El falo es el icono de la religión de los cuerpos. G