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ESCUELA Y DIVERSIDAD CULTURAL:
¿UN CONTRASENTIDO POSIBLE?1
Zayda Sierra2 Hilda Mar Rodríguez3 Gustavo López Rozo4
GRUPO DE INVESTIGACIÓN DIVERSER UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Uno de los aspectos más importantes a resaltar en la reforma de la Constitución Nacional
de Colombia en 1991 fue el reconocimiento a una demanda largamente sentida por diversos
sectores sociales, cual es el carácter pluriétnico y pluricultural de nuestro país. Recordemos
algunos de sus enunciados: “El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la
nación colombiana” (Art. 7); todas las personas nacen libres e iguales ante la ley, recibirán la
misma protección y trato de las autoridades y gozarán de los mismos derechos, libertades y
oportunidades sin ninguna discriminación por razones de sexo, raza, origen nacional o familiar,
lengua, religión, opinión política o filosófica (Art. 13); todas las personas tienen derecho al libre
desarrollo de su personalidad sin más limitaciones que las que imponen los derechos de los
demás y el orden jurídico (Art. 16); la mujer no podrá ser sometida a ninguna clase de
discriminación. Durante el embarazo y después del parto gozará de especial atención y
protección del Estado (Art. 43); los integrantes de los grupos étnicos tendrán derecho a una
formación que respete y desarrolle su identidad cultural (Art. 68)”.
¿Hemos estado preparados en nuestros centros educativos para asumir en toda su
dimensión el mandato constitucional? A partir de unas anécdotas escolares, invitaremos en
este artículo a una reflexión crítica que nos lleva a concluir que no, que mientras no seamos
concientes de los procesos discriminatorios –ocultos y manifiestos– que se suceden a diario en
el contexto escolar, no hemos estado preparadas ni preparados, tanto en las Facultades de
1 Publicado en: Escritos sobre aprendizaje, enseñanza y diversidad cultural. Egidio Lopera, editor. Medellín: Secretaría de Educación para la Cultura, Gobernación de Antioquia; Facultad de Educación y Grupo de Neurociencias, Universidad de Antioquia. 2005 2 Doctora en Psicología Educativa con énfasis en estudios sobre la excepcionalidad y la creatividad, Universidad de Georgia, EU. Directora del Grupo de Investigación Diverser y profesora titular de la Facultad de Educación de la Universidad de Antioquia. ([email protected]) 3 Candidata a Doctora en Educación y profesora de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia. ([email protected]) 4 Candidato a Magíster en Educación con énfasis en Pedagogía y Diversidad Cultural y profesor de la Facultad de Educación de la Universidad de Antioquia. ([email protected])
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Educación como en las instituciones escolares, para asumir de manera adecuada una educación
intercultural que reconozca verdaderamente la diversidad cultural del país.
Son muy variadas y complejas las situaciones de la vida cotidiana escolar que debemos
analizar, así como las perspectivas teóricas para su reflexión e interpretación. Enunciaremos
brevemente aquí problemáticas relacionadas con exclusiones de carácter étnico, de género y
orientación sexual diferente. ¿Obedecen éstas exclusiones a una simple desinformación sobre
personas de grupos culturales diversos o llegan nuestras actitudes sobre estas personas al
extremo del prejuicio y la discriminación? Para leer con mayores elementos las historias que
relataremos más adelante, aclaremos inicialmente algunos conceptos que nos puedan ayudar a
interpretar mejor las situaciones en ellas presentadas.
ETNOCENTRISMO, ESTEREOTIPOS, PREJUICIOS Y DISCRIMINACIÓN
De acuerdo con el psicólogo japonés-estadounidense David Matsumoto (2000), puesto
que existimos dentro de nuestras propias culturas y en nuestros propios contextos culturales,
tendemos a ver las cosas a través de esos contextos. La cultura actúa como un filtro, no
solamente cuando percibimos cosas, sino también cuando pensamos e interpretamos eventos.
No siempre tenemos la habilidad de separarnos de nuestro propio contexto y sesgo
cultural para comprender el comportamiento de otros. Este tipo de resistencia forma la base del
etnocentrismo—ver e interpretar el comportamiento de otros a través de nuestros propios filtros.
Toda la gente debe tomar conciencia de estos sesgos cuando trata de comprender el
comportamiento de otros pertenecientes a contextos culturales diferentes (37). Podemos decir
que cada persona en el mundo es etnocéntrica, puesto que cada persona aprende una cierta
manera de comportarse, y al hacerlo, aprende cierta manera de percibir e interpretar los
comportamientos de otros. Es una consecuencia normal de crecer en sociedad. En este sentido,
el etnocentrismo no es bueno ni es malo, simplemente refleja una situación: que todos tendemos
a ver el mundo a través de nuestros propios filtros culturales. El etnocentrismo es una
consecuencia normal del proceso de socialización y enculturación (77). Dado que todos somos
etnocéntricos de algún modo, lo importante es saber si somos o no conscientes de dicho
etnocentrismo. El asunto, entonces, no es si el etnocentrismo existe, sino si la gente
reconoce o no que es etnocéntrica (79).
Puesto que no es posible que nos deshagamos del etnocentrismo, es importante
desarrollar la capacidad de ser flexibles cuando interactuamos con otros, mientras al mismo
tiempo reconocemos nuestro propio etnocentrismo. El etnocentrismo flexible significa aprender
a ver el mundo desde otras perspectivas. Esto no significa que tengamos que aceptar o que nos
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gusten otros puntos de vista; significa hacer el esfuerzo de comprenderlos. El etnocentrismo
inflexible se refiere a la noción tradicional del término, esto es, la inhabilidad de ir más allá de
nuestros propios filtros culturales al interpretar los comportamientos de otros. Surge por
ignorancia de los procesos necesarios para ganar un punto de vista cultural diferente, o por un
rechazo a involucrarse en dicho proceso. Es importante hacer la diferencia entre el
etnocentrismo como un proceso general aplicable a las gentes de todas las culturas, y el uso
flexible o inflexible de dicho etnocentrismo en modos positivos o negativos.
Para Matsumoto, el etnocentrismo está relacionado muy cerca de otro tópico importante:
estereotipos. Los estereotipos son actitudes, creencias, opiniones generalizadas sobre gente
que pertenece a culturas diferentes de la nuestra. Los estereotipos pueden basarse en hechos
pero a menudo son combinaciones de hechos y ficciones acerca de la gente de un grupo cultural
particular. Los estereotipos pueden ser útiles en darle a la gente alguna base para juzgar,
evaluar, e interactuar con gente de otras culturas—una especie de marco referencial—pero
pueden ser muy peligrosos y destructivos cuando la gente se adhiere a ellos inflexiblemente y los
aplica a toda la gente de ese contexto cultural, sin reconocer las bases falsas del estereotipo o
las diferencias individuales dentro de esa cultura. El hacer juicios de valor prematuros y
mantener una actitud inflexible etnocéntrica no conduce a ningún avance en el campo de la
interculturalidad (38).
De acuerdo con el autor, no es posible evitar la formación de estereotipos pues ellos son
parte inevitable de la vida psicológica de los seres humanos. Como categorías generales de
conceptos mentales, los estereotipos ayudan a guardar información del mundo, organizada en
represenaciones mentales. Formamos representaciones categóricas de muchos objetos en el
mundo, y no seríamos capaces de seguirles el trazo sin ellas. Cuando estas representaciones
categóricas se refieren a la gente, se les denomina estereotipos. El problema es que es
relativamente fácil que surjan estereotipos negativos, porque nuestra propia crianza y filtros
culturales, y el etnocentrismo crean una serie de expectativas en nosotros acerca del
comportamiento y características de otros. Cuando observamos gente de otros contextos
culturales, nos exponemos a comportamientos, actividades o situaciones que no concuerdan con
nuestras expectativas iniciales, basadas en nuestras pautas de crianza y contextos culturales.
Esto puede llevar a que demos atribuciones negativas a eventos, intenciones o características
psicológicas de gente diferente que observamos. Una vez un estereotipo se forma, este se
refuerza fácilmente, puesto que los estereotipos están íntimamente atados a nuestras
emociones, valores y ser interno, por lo tanto, son difíciles de cambiar una vez los
adquirimos.(89-90).
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Los estereotipos existen, aún, entre la gente más pluralista. La gente se forma
estereotipos de su propio grupo tanto como de otros y éstos pueden ser positivos o negativos,
apoyados en informaciones certeras o totalmente falsas. Distintos estudios, señala Matsumoto,
han mostrado que la estructura de los estereotipos se asocia con factores como la edad, el
género y el status socioeconómico. Lo importante es saber como ir más allá de ellos, usándolos
sólo como guías básicas para interactuar con personas de otros contextos culturales. Como
guías, los estereotipos no están escritos en piedra, sino que nos dan ideas, impresiones o
imágenes de la gente que podemos usar en nuestros encuentros iniciales, después de los cuales
se pueden desechar o reforzar dependiendo de la naturaleza de la interacción. Hay una línea
muy débil entre usar una generalización como guía o usar un estereotipo para defender nuestra
manera personal de ver el mundo. Defender puntos de vista usando estereotipos rígida e
inflexiblemente permite una muy limitada perspectiva del mundo, sus gentes y eventos, lo cual
provee el marco dentro del cual aparezca el prejuicio y la discriminación (85-92).
El prejuicio se refiere a la tendencia de prejuzgar otros con base en la pertenencia a un
grupo. Esto es, gente con prejuicios piensa acerca de otros solamente en términos de sus
estereotipos. Aunque el etnocentrismo y los estereotipos son consecuencias normales e
inevitables del funcionamiento psicológico, el prejuicio no. Los prejuicios resultan solamente
de la inhabilidad individual de reconocer las limitaciones del propio pensamiento
etnocéntrico y estereotipado. Aquellas personas que reconocen que tienen estereotipos, que
sus estereotipos pueden no ajustarse a la realidad, y que los estereotipos nunca describen a
todos los miembros de un grupo, son menos dadas a ser prejuiciadas.
Los prejuicios pueden tener dos componentes: un componente cognitivo (pensamientos)
y otro afectivo (sentimientos). Los estereotipos forman la base del componente cognitivo—
creencias, opiniones y actitudes estereotipadas que uno se forma acerca de otros. El
componente afectivo compromete los sentimientos personales hacia otros grupos de gente.
Estos sentimientos pueden incluir ira, desprecio, resentimiento, o desdén, o aún, compasión,
simpatía y afinidad. Los componentes cognitivos y afectivos, aunque relacionados, pueden existir
independientemente dentro de la misma persona.
La discriminación, finaliza Matsumoto, se refiere al trato injusto de otros con base en la
pertenencia a un grupo. La diferencia entre prejuicio y discriminación es la diferencia entre
pensar/sentir (prejuicio) y actuar (discriminación) sobre otro. Como los estereotipos y prejuicios,
la discriminación puede incluir tratamientos positivos o preferenciales, tanto como tratamientos
negativos o desfavorables. Si uno tiene estereotipos positivos acerca de un grupo de gente y
está prejuiciado a su favor, por ejemplo, uno puede involucrarse en comportamientos que
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activamente promueven o engrandecen individuos de dicho grupo solamente con base en la
pertenencia a dicho grupo. Desde luego, la discriminación siempre es negativa, resultando en un
trato menos justo y favorable hacia otros. El aspecto importante para definir la discriminación es
que esta gira alrededor del concepto de injusticia en el trato a otros con base en su pertenencia a
un grupo (93).
Prejuicios y discriminación son procesos que ocurren en el campo individual.
Cuando ocurren a nivel de grupo o a nivel organizacional, se conocen como ’–ismos’
(racismo, clasismo, sexismo) o discriminación institucional. Constituyen una ideología y,
como tal, pueden pasar de una generación a otra, de la misma manera que otros elementos
culturales (100).
Veamos ahora en las siguientes historias, si las personas actuaron (en especial aquellas
en situación de mayor poder, como las y los docentes) motivadas por simples estereotipos o si
en su comportamiento, consciente o inconscientemente, se puede apreciar el prejuicio y la
discriminación.
HISTORIA 1: Con el entusiasmo propio de la juventud y la alegría que embarga el emprender una experiencia novedosa, salieron una mañana cuatro estudiantes de Licenciatura en Educación Infantil rumbo a una institución escolar, cuya directora amablemente había aceptado que realizaran allí sus prácticas pedagógicas tempranas. La escuela estaba localizada en uno de los barrios denominados “populares” de la ciudad de Medellín, pues el ingreso diario de sus habitantes no alcanza a satisfacer sus necesidades mínimas. Muchas mujeres se emplean en el servicio doméstico y muchos hombres dependen su sustento de los inciertos avatares del negocio de la construcción, por mencionar algunas de las mejores posibilidades de empleo en el contexto. Violencia y agresividad de una juventud sin futuro son, en este barrio, flor de cada día. Las jóvenes de nuestra historia sentían entonces la maravillosa oportunidad de contribuir con un mayor bienestar al grupo de niños y niñas de cuarto grado, que participarían de las sesiones de juegos y actividades artísticas que ellas realizarían durante un semestre, con el objetivo de conocer mejor su manera de sentir y pensar y así poder planear una propuesta curricular más adecuada a sus intereses y necesidades. El primer día se organizó una ronda de integración y en un contento indescriptible, niñas, niños y jóvenes universitarias giraban cantando al unísono en el pequeño patio de recreo, “Agua limón limonada, vamos a jugar, el que quede solo, solo quedará”. La ronda súbitamente fue interrumpida. La maestra del grupo, desde la puerta del salón gritó: “¡Carmen! ¡Carmen!” La niña negra del grupo, originaria del Pacífico Colombiano, se detuvo al oír su nombre y obediente se dirigió donde su maestra, que le entregó una escoba para que barriera el salón. Las universitarias sorprendidas y estupefactas, con dificultad volvieron a retomar la ronda pretendiendo ignorar lo sucedido. Al finalizar la sesión de juegos y cantos, retornaron al salón de clase con el resto de niños y niñas, y con esforzada cortesía le preguntaron a la maestra, “¿Por qué nos sacó a Carmen de la ronda?” La maestra sin inmutarse contestó: “Pues que haga desde ya lo que le va a tocar hacer toda la vida.” (Relato verbal, agosto de 1994).
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HISTORIA 2: En otro contexto similar al anterior, donde la pobreza ronda obstinadamente a las distintas familias que se han enclavado en un cerro sin mayores servicios básicos, tres estudiantes de Licenciatura en Educación Primaria consultan confundidas a su profesora de la Universidad sobre su fracaso en el trabajo con un pequeño grupo de niñas de tercer grado, con quienes adelantan una práctica pedagógica basada en juego dramático: “Es que hay tres niñas muy llevaditas de su parecer, cuando por fin acordamos en el grupo realizar una actividad, ellas se enojan y se van”. La profesora de la Universidad les preguntó si ya habían conversado con el grupo y qué decían en particular las tres niñas. “–¿Hay algo que las caracterice, en particular? –Si, contestaron las estudiantes, son las tres niñas negras del grupo. Pero son muy rebeldes, cuando menos pensamos, se sientan en el corredor y dicen que no van a jugar más”. La profesora las invitó nuevamente a escuchar con cuidado las razones que pudieran tener las tres niñas, antes de rotularlas como “rebeldes” y “llevaditas de su parecer”. En la asesoría siguiente, las estudiantes compartieron contentas su “hallazgo” con su profesora. En el diálogo grupal, las tres niñas negras expresaron su malestar: “es que las ‘paisas’ (sus otras compañeras, de origen mestizo) se creen muy blanquiadas y cuando vamos a jugar al Centro de Salud, ellas se escogen los mejores papeles: la doctora, la enfermera y nos dejan a nosotros los más malucos. Y cuando vamos a jugar a la Escuelita, pasa lo mismo, que la una es la directora, que la otra es la maestra... y no nos dejan escoger esos papeles. Entonces nosotras decimos que no, que así no jugamos”. (Relato verbal, abril de 1995). HISTORIA 3: “Cuando yo estaba en el bachillerato tenía que exponer el mito de Orfeo, cuando salí a exponerlo me equivoqué en una palabra; el profesor me dijo: ‘cholo es cholo, ¿verdá?, por más que se civilice siempre es cholo.” (Relato verbal, estudiante Embera-Chocó universitario, septiembre de 2002). HISTORIA 4: “Yo diría que a nivel de bachillerato, una de las cosas que pasaron y que lo marcan a uno siempre y que son como huellas imborrables que quedan dentro, donde uno se mueve, en los espacios donde uno llega, siempre es esa discriminación tan marcada que uno encuentra allá. Se cree, pues, que los indígenas, por el sometimiento que hemos llevado todos estos años, se piensa que es un indígena que no piensa, que los indígenas no sentimos, que los indígenas no lloramos, que no reímos, que no sentimos, pues, necesidades. Entonces se veía mucho la parte discriminativa, comenzando por la educación que se daba, donde no le enseñaban a uno a sentirse identificado con sus cosas, con sus tradiciones, con su familia, con el nombre que uno llevaba, la región de donde uno venía.” (Entrevista grupal, estudiante Guambiano universitario, junio de 2002).
HISTORIA 5: Después de varios años de graduado, fue un placer para su profesora volver a ver a Mario, uno de los mejores estudiantes de Licenciatura en Educación Especial y uno de los primeros hombres en acoger esta carrera, de predominancia femenina en la Universidad. Fue un encuentro casual y la conversación giró espontáneamente. Mario contó cómo él y otro compañero “se regalaron” a la Secretaría de Educación Departamental, pues se ofrecieron a ir a enseñar en un contexto al que es difícil que vayan docentes. Ellos querían prestarle un servicio al país y aceptaron ser enviados a la región de Urabá, a trabajar en una escuela de vereda por el Municipio de Necoclí. Su relato giró inicialmente alrededor del abandono y la desidia del Gobierno con sus servidores públicos, en especial, sus educadores, pues durante los 10 meses que duró el contrato, nunca llegó el sueldo a tiempo para pagar el alquiler y la comida, ni
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tuvieron acceso a los recursos de salud adecuados para atender a tiempo una lesmaniasis, enfermedad que afecta la piel en esta zona húmeda tropical, lo cual les obligó a regresarse a la ciudad. Luego la conversación giró sobre su experiencia como maestro: –Y qué grado escolar te tocó? –Un primerito. Fue interesante. El problema es que la deserción escolar es muy alta. En especial de las niñas. –¿Por qué? ¿Algún problema con su rendimiento? –No, profe, lo que pasa es que muchas quedan en embarazo... –¿En embarazo? ¡Pero me dijiste que enseñabas en primer grado! –¡Ah! No profe. Es que en esos lugares, usted sabe, a primerito se llega de once, doce, trece años... –¿Y, entonces, qué trabajabas con tus estudiantes sobre educación sexual? –¡Ah! No profe. Es que ese tema no se toca en primero sino en quinto grado. (Diciembre de 1998). HISTORIA 6: En el marco de una investigación sobre la homosexualidad en el ámbito escolar, se realizó una entrevista a un joven universitario de la ciudad de Medellín. Interrogado sobre la reacción de sus maestros y maestras ante las agresiones físicas y verbales que tuvo que soportar en la Escuela por parte de compañeros y compañeras, relató, entre otras, la siguiente experiencia:
“A ver, no hacían mucho, pues, realmente no colaboraban bastante porque siempre yo llegaba a la casa llorando, yo era un niño. Siempre me ha gustado el arte, entonces yo siempre he estado en danzas, eso era otra cosa. Yo estuve siempre en danzas, eso también lo veían raro en esa época porque es que estamos hablando de 1986, 1987, donde veníamos de una cultura donde el hombre tenía que ser alto, musculoso; esa era la imagen del hombre de esa época ¿Sí? La típica imagen de las películas norteamericanas donde uno ve que los chicos populares, los que juegan fútbol americano, supergrandes, superlindos, acuerpados ¿Sí? En cambio los enclenques, los delgados eran tomados como nerdos o bobos. En ese caso me tomaban como nerdo en cierta manera y agregándole el que yo sea marica. Sin yo haber asumido eso a la edad de siete u ocho años ¿Cierto? Y es muy raro, porque yo sin asumir esa, esa identidad, a esa edad, yo ya tenía amigos homosexuales ¿Sí? Yo ya conocía gente homosexual. Entonces esto llevó a que, supongamos, fue muy poca la ayuda porque siempre llamaban a mi mamá, que vea, Julio no se integra fácil con los chicos.” (Entrevista, febrero de 2002).
¿Por qué se presentan estas situaciones en nuestras instituciones escolares? ¿Qué
puede explicar el carácter excluyente y discriminatorio que caracteriza la experiencia
escolar para miles de nuestros y nuestras compatriotas? Una mirada a la historia siempre
será una consejera ineludible si queremos lograr una mayor comprensión de los problemas que
nos aquejan en el presente.
EL CARÁCTER HEGEMÓNICO Y HOMOGENEIZANTE DE LA ESCUELA (LA ESCUELA PARA CONTROLAR)
Según Gisela Daza & Mónica Zuleta (2002: 52-63), el capitalismo, principalmente desde
finales del siglo XVIII, al promover la liberación de los movimientos del capital y del trabajo de su
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subordinación a la tierra, afianzó la organización de la sociedad en clases sociales, por género,
edades, competencias y secuencias de etapas vitales, ajustados a los ciclos de la producción
industrial. De esta manera, paulatinamente, se fue estableciendo un parámetro de lo “normal”, de
la medida de lo común, como punto de referencia de valoración de los grupos y las personas, lo
cual conllevó al surgimiento de prácticas de subjetivación y de socialización disciplinares en la
escuela, la familia nuclear y la organización fabril. La Escuela en occidente surge, entonces,
íntimamente ligada a los requerimientos del capital (a la organización de la economía alrededor
de la producción industrial) y, como otras instituciones, se ha encargado de nutrir y reproducir los
procesos de socialización que direccionan los ámbitos social, subjetivo y de la producción, hacia
los fines propios de la ideología capitalista tal y como ésta surge en Europa, con una perspectiva
colonialista y etnocéntrica inflexible hacia los territorios de ultramar.
Estos desarrollos socioeconómicos promovidos por el capital, encarnan, hasta nuestros
días, en el contexto internacional y nacional, consecuencias de diversa naturaleza, entre las que
se cuentan: un descuido de las realidades culturales, lingüísticas, sociales y económicas locales
al trasplantar, de manera acrítica, modelos escolares foráneos que no reconocen la diversidad
cultural de cada país y su enorme valor; la asunción de un pensamiento antropológico
eurocéntrico que pone a Europa y Norteamérica en la cima del desarrollo, como modelos
sociales y culturales indiscutibles para ser seguidos por el resto de las culturas del planeta; una
visión de ser humano que presenta como ideal antropológico máximo al hombre blanco,
heterosexual, de clase media, de los países con mayor avance industrial en el mundo, señalando
como contraparte primitiva o menos evolucionada a personas o pueblos que no se enmarcan en
este patrón; ideología muy conveniente durante la conquista, la colonia y los procesos
contemporáneos de globalización o neocolonialismo. Consecuentemente, se asume una
concepción de la ciencia y del conocimiento europeos y anglosajones como los saberes más
avanzados; el conocimiento de ‘verdad’ al que hay que adherirse sin reparos desde las
diferentes disciplinas sociales y naturales (Lander, 2000).
De tal suerte que los modelos antropológicos tácitos o explícitos de la Escuela y de la
pedagogía occidental corresponden a un pensamiento eurocentrado que todavía hoy se
caracteriza por ser colonialista, monocultural, patriarcal, androcéntrico y homofóbico. La
introducción de la Escuela en Colombia no ha estado, entonces, al margen de esta visión
controladora y discriminatoria, con una fuerte visión racista, clasista y sexista, propia de la
herencia colonial-capitalista hacia los sectores con menos poder económico: las mujeres, los
sectores sociales desfavorecidos y las personas de origen étnico indígena o africano. En la Ley
Uribe de 1903, por ejemplo, se adjudicaba la debilidad de la industria nacional y el lento avance
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de la prosperidad, a los defectos raciales del pueblo colombiano caracterizado por su arraigo a la
tradición y el pasado, la ociosidad y el “funcionarismo”, a diferencia del individuo productivo,
amante del trabajo y de la economía, individuo pensado a la imagen y semejanza de los pueblos
anglosajones, de acuerdo con el investigador de las prácticas pedagógicas en Colombia, Javier
Sáenz (1997:7)
Con la inclusión de la perspectiva biológico-médica y psicológica, el país no se libró de
prácticas racistas que se venían ejecutando en Estados Unidos. En ese país, desde 1921, y a
pesar de sus controvertidos resultados e interpretaciones, las pruebas de Coeficiente Intelectual
(CI) se convirtieron en los principales instrumentos para establecer distinciones y excluir a la
población negra y a otras minorías de servicios educativos privilegiados (McLemore 1994). En
Colombia, con el propósito de impulsar la eficiencia social de corte taylorista, se proponen en la
década de los años 30, los exámenes individuales, psicológicos y médicos, de las aptitudes y
condiciones de salud del alumno. De esta manera “por medio de las prácticas de la clasificación
y la selección escolar, así como de la orientación profesional, se debía colocar a cada individuo
en el lugar exacto que le correspondía en el organismo social, de acuerdo a la división ‘natural’
de las aptitudes y la división social del trabajo” (Sáenz, 1997:10). Las prácticas educativas que
se generaron a partir de estas mediciones “se articularon estrechamente a la noción de la
degeneración de la raza colombiana. Degeneración cuyo principal síntoma psíquico sería la
debilidad de la voluntad y los consecuentes excesos enfermizos de los sentimientos y las
pasiones” (13), resultado de “una civilización que no busca sino el goce de los sentidos y la
complacencia sensual” (17-18). De esta manera se desviaba la atención de las reales causas de
la crisis social y de los enfrentamientos civiles que se venían dando en el país desde los albores
mismos de la Independencia (como la subyugación y apropiación violenta por parte de una élite,
de los bienes, tierras y trabajo de grupos poblacionales indígenas, negros, campesinos y
artesanos, y los consecuentes movimientos de resistencia).
Además de enunciados clasistas, “de desconfianza hacia los pobres”, el sexismo y la
homofobia hizo igual presencia en los discursos pedagógicos del presente siglo, asociando a lo
femenino, la formación débil y sensible. De acuerdo con Sáenz (1997: 17), “el ideal del individuo
a formar era claramente espartano, un individuo viril y trabajador, dispuesto a la lucha por la vida,
alejado de la femenina corrupción, del ocio, de la sensibilidad, del placer, de la ensoñación y de
la expresión de las emociones (Subrayado nuestro). En las escuelas se debían desarrollar las
características consideradas “viriles”, forjando la voluntad y fortaleciendo el carácter. “Se
pensaba que el sentimiento y la imaginación, —consideradas características femeninas—
desviaban al individuo de la lucha biológica y moral, le debilitaban la voluntad y el carácter, se
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desperdiciaban preciosas energías necesarias para el trabajo productivo, e introducían factores
impredecibles de agitación y desequilibrio individual y colectivo” (Sáenz 1998:119-120).
ESCUELA Y REPRODUCCIÓN DEL PODER OPRESIVO
Este análisis propuesto acerca de la Escuela y su función social, debe mirarse a la luz de
lo que significa el poder en manos de quienes detentan los medios de subsistencia de otros;
aquel que define cuándo, dónde y cómo se otorga la palabra, la posición, la mirada o el silencio.
El mismo poder que en su ejercicio se vuelve prejuicio, estereotipo y discriminación. Desde
Foucault (2001), el poder es “una estructura total de acciones dispuestas para producir posibles
acciones: incita, induce, seduce, facilita o dificulta; en un extremo constriñe o inhibe
absolutamente” (253). En las instituciones educativas o en las relaciones pedagógicas, este
principio del poder adquiere connotaciones importantes al momento de visibilizar a los sujetos
que hacen parte de esa relación:
“Puede tomarse como ejemplo una institución educacional: la disposición de sus espacios, la meticulosa regulación que gobierna su vida interna, las diferentes actividades que se organizan en ella, las diversas personas que viven o se encuentran allí, cada una con sus propias funciones, su carácter bien definido –todas estas constituyen un bloque de capacidad-guión-poder–. Esta actividad, que asegura el aprendizaje y la adquisición de aptitudes o tipos de conducta, se desarrolla por medio de un conjunto total de comunicaciones reguladas (lecciones, preguntas y respuestas, órdenes, exhortaciones, signos codificados de obediencia, marcada diferenciación del valor de cada persona y del nivel de conocimientos) y por medio de una serie total de procedimientos de poder (encierro, vigilancia, recompensa y castigo, la jerarquía piramidal)” (Foucault, 2001:251). Dicho conjunto de comunicaciones reguladas y procedimientos de poder nos van
delimitando un lugar y una manera de pensar, una forma de concebir la razón, la normalidad, la
belleza, la verdad, el saber; y así, sin darnos cuenta, aprendemos a diferenciar a los otros por su
incapacidad de parecerse a los que creemos ser. Así, el otro no es más que parte de un
discurso, es un otro que sólo aparece como objeto de acción de diferentes técnicas de poder:
vigilancia, normalización, exclusión, clasificación, distribución, regulación.
¿Es posible contrarrestar tan complejo panorama normativo y disciplinar en el cual se
erige la institución escolar, que niega, inhibe o reprime cualquier expresión diversa que se aleje
de los parámetros históricamente establecidos como correctos y aceptables? Retomando la
pregunta de González Placer (2001), “¿querremos algún día suspender nuestros principios de
identificación, de visión, de jerarquización y clasificación?, ¿podríamos?, ¿sabremos?”
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¿CÓMO IDENTIFICAR Y ABORDAR DE MANERA SENSIBLE Y ADECUADA, SITUACIONES DE PREJUICIO Y
DISCRIMINACIÓN –INDIVIDUALES E INSTITUCIONALES– EN NUESTROS CONTEXTOS ESCOLARES?
Varias vías se vienen proponiendo, entre ellas, los aportes de la pedagogía crítica y los
estudios culturales y poscoloniales, con la apertura de la posibilidad de reflexionarnos,
deconstruirnos y cuestionar el lugar desde el cual ejercemos nuestras acciones. También la de
habitar poéticamente la diferencia; babelizar la existencia, la lengua, la comunidad, la
experiencia, y pensarnos como unos y múltiples en la búsqueda de lo que somos y sentimos
(Larrosa y Skliar, 2001). Se trata entonces de ver:
“Cómo la mirada del loco, del niño, del primitivo, del marginado, del extranjero o del deficiente es capaz de inquietar el edificio bien construido de nuestra razón, de nuestra madurez, de nuestra cultura, de nuestra buena socialización o de nuestra normalidad. El otro, al mirarnos, nos pone en cuestión, tanto a lo que nosotros somos como a todas esas imágenes que hemos construido para clasificarlo, excluirlo, para protegernos de su presencia incómoda, para atraparlo en nuestras instituciones, para someterlo a nuestras prácticas y, en el límite, para hacerlo como nosotros, es decir, para reducir lo que puede tener de inquietante y de amenazador. La atención a la mirada del otro (...) acaso permita la emergencia de otra forma del pensamiento y, quizá, de otro tipo de práctica social (Larrosa y Pérez de Lara, 1997). Los estudios culturales hacen parte de un movimiento de resistencia a aquellas
prácticas educativas homogeneizantes que ignoran el contexto de los estudiantes. Para el
pedagogo estadounidense, Henry Giroux (1998), los estudios culturales están profundamente
relacionados con la conexión entre cultura, saber y poder, pues implican un alejamiento de las
narrativas dominantes eurocéntricas, del conocimiento disciplinario, del cientifismo, herencia del
legado modernista, para ocuparse de la gran diversidad de fenómenos sociales y culturales que
caracterizan a un mundo cada vez más hibridado y postindustrial (48, 51). Los estudios
culturales reconocen a alumnos y alumnas como portadores de diferentes memorias sociales,
con el derecho a hablar y a representarse en la búsqueda del conocimiento y la
autodeterminación; es una postura pedagógica orientada por “la cuestión de cómo democratizar
las escuelas para implicar a esos grupos, en buena parte apartados o simplemente no
representados en el currículum, para que lleguen a ser capaces de producir su propia
autoimagen, relatar su propia historia y entablar un diálogo respetuoso con los demás” (54).
Y es que a pesar del reconocimiento social progresivo a la infancia logrado durante el
siglo XX, niños, niñas y jóvenes, en especial aquellos de las clases económicamente deprimidas
o de grupos étnicos no mayoritarios, siguen siendo el sector más desfavorecido en las
intervenciones y decisiones formales del currículum, el cual continúa desconociendo que el
contexto cultural, la clase social, la etnia, el género o la edad a la que niños, niñas y jóvenes
pertenezcan genera una forma distinta de adaptación a la escuela (Martínez, 1995).
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La pedagogía crítica propone entonces una nueva sociología del currículum, que deje
de lado la pretensión ideológica de estar libre de cualquier clase de valor, lo que invita a
maestros y maestras a desarrollar una sensibilidad crítica que sea extensión de su conciencia
histórica. Esto es, reconocer que la realidad no es estática, sino que por el contrario, es algo que
debe cuestionarse y analizarse continuamente, de esta manera contribuir con desenmascarar las
relaciones de dominación y propender por “la emancipación de la sensibilidad de la razón y la
imaginación en todas las esferas de la subjetividad y la objetividad” (Giroux, 1997:60-61).
La pedagogía crítica aporta elementos para interrogarse sobre el impacto en estudiantes
de diversos contextos culturales de concepciones y prácticas pedagógicas asimilacionistas, de
resistencia o transformativas. Mientras las primeras sugieren que el deber de la educación es
preparar a cada estudiante para su debida integración a la sociedad vigente, la segunda y la
tercera, deconstruyen el significado de dicha asimilación y proponen alternativas. Entre ellas, el
cuestionamiento a la visión del sujeto meramente determinado por las circunstancias económico-
sociales que le rodean, reconociendo, en cambio, su potencial como agente de cambio en su
interacción con el medio. Esto es posible a través de dos elementos básicos: (1) de un lado, un
profundo replanteamiento del papel de la Escuela; y del otro, (2) una redefinición de la
pedagogía.
Para autoras y autores de la pedagogía crítica, al reconocerse la Escuela como un
espacio propio de construcciones culturales, sociales e intelectuales; la enseñanza se debe
convertir en una práctica política vinculada a la transformación de modos de producción,
circulación y uso del conocimiento en la institución educativa. Es decir, la pedagogía crítica es un
modo de reestablecer relaciones: escuela/vida, producción/significación, cultura/subjetividad. Se
trata de convertir a la pedagogía en una práctica que busca comprender la construcción de
significados al interior del aula y la influencia de éstos en la producción del conocimiento escolar.
De este modo, la pedagogía llega a ser una forma de práctica [social y cultural] que surge de
ciertas condiciones históricas, contextos sociales y relaciones culturales; es decir, que surge de
la experiencia del estudiante [o del sujeto] con el mundo, y de este modo “el terreno del
aprendizaje queda inseparablemente vinculado al cambio de los parámetros de lugar, identidad,
historia y poder” (Giroux, 1997:47).
De esta manera, la pedagogía se convierte en un discurso potente, con capacidad de
alojar múltiples relaciones, de responder a los interrogantes actuales acerca de los y las
docentes, la institución y el conocimiento. Dentro de este contexto, la pedagogía deja de ser
mera transmisión de conocimiento, para potenciar la capacidad de producir, significar y
resignificar las relaciones entre el saber y el sujeto. En otras palabras, la pedagogía debe
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permitir la conexión de la escuela con el contexto, con el entorno; al tiempo que vincula al
estudiante con su experiencia, con su historia constructiva y su poder de transformación;
expresado a través de sus esfuerzos por crear nuevas formas de conocimiento que superen la
fragmentación disciplinaria y se aproximen a un conocimiento interdisciplinario; que no niegue,
además, la estrecha relación entre razón y emoción. Además, busca que las distinciones u
oposiciones entre conocimiento escolar/conocimiento extraescolar, la cultura y lo popular se
superen en el espacio escolar para hacer del plan de estudios un tipo de conocimiento sensible a
la diversidad de experiencias de las personas. En palabras de otro pedagogo crítico, Peter
McLaren (1990:22): “el conocimiento no puede continuar siendo visto como algo objetivo, sino
que ha de comprenderse como parte de las relaciones de poder que, además del poder mismo,
producen a quienes se benefician de él”.
Así, la pedagogía crítica busca develar sentidos alrededor de los sujetos de la educación,
niños, niñas y jóvenes que no son seres pasivos y extraños a las lógicas de operación de la
Escuela; sino que son seres con capacidad de operación en contextos y entornos definidos por
los bienes culturales. Se los ve como portadores de historia, constructores de sentidos y
multiplicadores de significados. Para la pedagogía crítica, cada alumno y alumna no es un sujeto
estático, con una estructura rígida heredada de la cultura, las prácticas de escolarización, la
experiencia o la interacción social. Los y las estudiantes se construyen desde la diversidad de
voces, contactos, condiciones, acciones, actuaciones, narrativas; en fin, se constituyen y actúan
desde la multiplicidad, y ello hace que la Escuela deba ser pensada desde la multiculturalidad y
sus docentes invitados a comprender las complejas relaciones entre los contextos en los que
actuamos, así como los tejidos que se originan de los hilos cruzados de ámbitos que
compartimos: clase, sexo, origen étnico.
Estas preocupaciones deben reflejarse en el currículo, y de manera evidente en la forma
como alumnos y alumnas estudian. El currículo, como señala el pedagogo brasileño Paulo
Freire (1983), no debe ser un acto pasivo, de recepción e inmediatez. Se trata de una
construcción del mundo. El estudiar debe permitir a cada estudiante ser él mismo y ella
misma a través del conocimiento. En otras palabras, se trata de una pedagogía de la
experiencia (Dewey, 1961) que busca hacer conscientes los procesos de subjetivación a partir
de un análisis de las condiciones históricas que nos han llevado hasta el lugar de sujetos y a la
forma como nos insertamos en la dinámica social.
En este sentido, la pedagogía crítica tiene una tarea importante: construir una pedagogía
del otro que, como sustenta McLaren (1997:43), se fundamente en la importancia del “otro” y en
la necesidad de crear una base común para unir la noción de diferencia a un lenguaje
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compartido públicamente sobre la lucha y la justicia social; un sentido de sujeto que lo ubique en
el lugar de las relaciones, evitando señalamientos, desprecios u olvidos. En palabras de este
autor:
“Los educadores tienen la responsabilidad de construir una pedagogía de la ‘diferencia’ que ni exotice ni demonice al ‘otro’, sino que se intente situar la diferencia tanto en su especificidad como en su capacidad de proporcionar elementos para establecer críticamente relaciones sociales y prácticas culturales” (36). Con respecto al papel de maestros y maestras en la pedagogía crítica, Freire, en su
Pedagogía del oprimido (1983:27-98), sugiere, con su habitual fuerza, que deben ser personas
con vocación humanista, capaces de generar una “pedagogía de la problematización” y de la
“concienciación”, entendida como un camino liberador, creado y recreado constante y
responsablemente por la persona oprimida. Ésta descubre el modo de construcción de la
“conciencia humana” por medio de una autocrítica y reflexión con respecto a su propio “universo
vocabular” (sus propias palabras y expresiones), que viene luego descodificado en su contacto
directo con la existencia (antes que con las ideas).
Se establece consecuentemente un nexo entre antropología, educación y pedagogía en
cuyo centro se encuentra la preocupación por el diálogo –entendido como la historia humana
misma y no sólo como su producto– y la convicción de que el proyecto liberador de las personas
oprimidas no puede provenir sino de ellas mismas: atender el llamado a “ser más” implica
liberarse de la mentalidad del opresor (cuya lógica constituye los sujetos) y transformar las
condiciones materiales de opresión; para “ser más” (según la vocación humana) hay que
enfrentar la lógica violenta de quienes oprimen, los cuales –olvidándose del mundo de la vida–
miran su entorno y a los otros como objetos de dominación (39-65).
Siguiendo a Freire, la “educación bancaria”, que narra discursos desde currículos
inflexibles y niega el diálogo con alumnos y alumnas, establece una relación docente-estudiante
que es reflejo de una “sociedad opresora” y de una “cultura del silencio”. A ella se le debe oponer
una “educación problematizadora” en la que predominen las “palabras verdaderas” que superen
el verbalismo de la escuela bancaria y el activismo de las luchas liberadoras que operan sin la
participación de los oprimidos. De tal suerte que, al imperio de conquista, a la manipulación de la
conciencia, a la invasión cultural y a la violencia divisoria de los opresores, se debe oponer un
“humanismo dialógico transformador” (69-240).
En este orden de ideas, maestros y maestras comprometidos con la atención a la
diversidad cultural, se convierten en educadores y educadoras interculturales en la
medida que establecen con sus alumnos y alumnas un diálogo permanente, en el que
ambas partes se reconocen mutuamente el derecho a la palabra y –sin ignorar el bagaje cultural
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propio– mantienen la apertura a la reflexión crítica sobre actitudes opresivas, correspondiéndole
en especial a maestras y maestros potenciar en sus estudiantes la maravillosa capacidad de
proponer transformaciones de la Escuela y de su entorno.
Lo anterior exige de educadores y educadoras, el ejercicio de una pedagogía de la
diversidad en la que no exista desconexión entre la Escuela y su contexto. Para lograrlo,
maestros y maestras debemos ser concientes de la necesidad de poner en perspectiva crítica e
histórica los contenidos de los saberes disciplinares y las normas que se nos han impuesto como
“natural” enseñar, no olvidando que son construcciones socioculturales que conllevan de manera
oculta o manifiesta mensajes llenos de prejuicios y discriminación. Al mantener un contacto
directo con la realidad social y cultural del entorno escolar, una mirada permanente a la historia
que nos permita explicarnos el presente y un diálogo abierto y respetuoso con nuestros alumnos
y alumnas, podemos contribuir a generar espacios de interacción intercultural llenos de
esperanza.
AGRADECIMIENTOS:
A las y los estudiantes de los cursos de Expresión Teatral Infantil de la Licenciatura en
Educación Básica Primaria y Educación Especial (profesora Zayda Sierra), de quienes se
retomaron los testimonios de las Historias 1, 2 y 5.
A los y las estudiantes indígenas de las Historias 3 y 4, que participaron en el proyecto de
investigación “Situación del/la Estudiante Indígena Universitario/a: necesidades y perspectivas.
Un estudio en Antioquia y Chocó”, financiado por COLCIENCIAS y la Universidad de Antioquia,
con apoyo de la OIA-INDEI-UPB y la OREWA. Medellín, 2002-2003.
Al participante del testimonio de la Historia 6, retomado del trabajo de grado “Hojas en la
tormenta. Un estudio fenomenológico sobre la homosexualidad en la Escuela”, de Gustavo
López Rozo, candidato a la Maestría en Educación en Pedagogía y Diversidad Cultural de la
Universidad de Antioquia.
REFERENCIAS
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más allá del estructuralismo y la hermenéutica. Buenos Aires, Nueva Visión: 241-259.
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Tierra Nueva, Montevideo).
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