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Floriano Martins | Juan Cameron ESFINGE INSURRECTA POESÍA EN CHILE

Esfinge Insurrecta - Poesía en Chile

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Libro de ensayos, encuesta e entrevistas, panorama crítico de la tradición lírica chilena.

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Floriano Martins | Juan Cameron

ESFINGE INSURRECTA POESÍA EN CHILE

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Esfinge insurrecta – Poesía en Chile © Floriano Martins, Juan Cameron2013 © ARC Edições, 2013 Apoio | Projeto Editorial Banda Hispânica Capa: “Espírito apropriado”, Floriano Martins (fotografía, 2011) Créditos de las fotografías: Floriano Martins (Beatriz Hausner), Juan Cameron (Floriano Martins) Edição & Projeto gráfico: Floriano Martins

ARCARCARCARC EdiçõesEdiçõesEdiçõesEdições Agulha Revista de Cultura | Triunfo Produções Ltda. Caixa Postal 52817 – Ag. Aldeota Fortaleza CE 60150-970 Brasil Tel [55 85] 3241.2864 www.revista.agulha.nom.br Atendimento: [email protected] Contato com o Autor: [email protected] Visite: http://agulhafloriano.wix.com/florianomartins

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Sumário Hoguera de sueños | Prólogo 1. [Floriano Martins] | Defensa de la poesía (encuesta) | Bernardo Reyes, César Soto, Felipe Cussen, Hernán Ortega Parada, Jesús Sepúlveda, Jorge Carrasco, Jorge Etcheverry, Juan Cameron, Juan Garrido, Manuel Silva Acevedo, Mario Meléndez, NAÍN NÓMEZ, Sérgio Badilla, Sérgio Infante, Ulises Varsovia

2. [Juan Cameron] | Notas marginales (estudios) | Armando Uribe Arce, Clemente Riedemann, Cristián Vila, Eduardo Embry, Eduardo Peralta, Efraín Barquero, Elicura Chihuailaf, Elvira Hernández, Ennio Moltedo, Enrique Winter, Floridor Pérez, Gonzalo Millán, Guillermo Rivera, Hernán Miranda Casanova, Jaime Luis Huenún, Jaime Quezada, Jesús Ortega, Jorge Teillier, José Ángel Cuevas, José María Memet, Juan Luis Martinez, Manuel Silva Acevedo, Marcelo Novoa, Jaime Quezada, Óscar Hahn, Osvaldo Rodríguez, Pedro Lastra, Raúl Zurita, Rolando Cárdenas, Rosabetty Muñoz, Sergio Badilla, Sergio Hernández, Teresa Calderón, Waldo Bastías, Waldo Rojas,

3. [Floriano Martins] | Espíritu apropriado (entrevistas) | Enrique Gómez-Correa, Pedro Lastra, Rolando Toro, Ludwig Zeller

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HOGUERA DE SUEÑOS | Prólogo Este libro es un sueño. Un día de sol tomamos una cerveza en Quito, Juan Cameron y yo, cuando entonces platicamos sobre mi idea de ampliar la participación chilena en el Proyecto Editorial Banda Hispánica. Juan de inmediato ha declarado su pasión por la idea y cuando regresamos a nuestros países, pocas semanas después, ha tratado de enviarme un sin número de archivos y fotografías, largo material dedicado a poetas de su país, buena parte de los estudios firmados por el mismo. Tanta cerveza que ya tomamos por el mundo, Juanito y yo, y no me había dado cuenta que este hombre encantador, feliz, apasionado, había escrito tanto sobre poetas y poesía de Chile. En este sentido recuérdame otro querido amigo, el uruguayo Alfredo Fressia, por igual generosidad en la dedicación de lectura a todo lo que pasa con la poesía en su Uruguay.

Otro día, un amigo me dijo: “el dinero es inevitable. Lo que tenemos que hacer no es perder para él nuestra humanidad, sino buscar la suya”. Yo pienso que así estamos frente a la historia. Hay que buscar su humanidad, al revés de recordar, a todo instante, los errores que han convertido al hombre en su peor enemigo. No hablamos aquí de una nueva forma de romanticismo, sino de la comprensión de que el mundo incuestionablemente avanza por la misma razón que no flotan las piedras. Irremediable física de la existencia. Chile es uno de los países de más fuerte tradición lírica en todo el continente, esa América perdida de muchos modos, en su nombre, en sus colores más íntimos, en la realidad de sus inquietudes, sueños, en la desesperación misma de su búsqueda de una identidad. La poesía en mucho trata de enseñarnos que el pasado no puede venir después de nosotros y que el futuro no es un recuerdo infeliz de algo que no alcanzamos ser.

Los días de diálogo con Juan Cameron, en diferentes mesas ubicadas en sitios como Brasil, Ecuador, Chile, hogares entrañables por el fuego de una amistad, ahora en mi casa me llevan a pensar que tenemos en manos un libro que puede ser una mirada crítica muy consistente sobre la lírica chilena. El libro es el reconocimiento de una lectura múltipla, de dos modos, desde adentro y desde afuera, un chileno que busca reconocerse en la tradición de su país, un brasileño que reconoce esa tradición con la fuerza de algo que ha cambiado y fortalecido su vida. Es un encuentro mágico, por supuesto. Y no hay que agregar nada más a esa atmósfera de sueño. El libro como señal de que la vida sigue y de que podemos estar en todas partes, no importa ya el tiempo y el espacio, pero simplemente en nombre de nuestro deseo y la fuerza muy singular de la poesía. Nuestro tiempo es el escenario tramposo de lo invisible, la ausencia sin comprometimiento, la pérdida de identidad etc.

Así que pensemos este libro, gracias a la fortuna del acaso objetivo que ha dimensionado su existencia, como una razón de ser de que el mundo puede salvarse, recuperarse de sus desgracias contemporáneas, volver a iluminar la historia, la piel del tiempo, en fin, tratar de volverse esencialmente humano. Este libro es nuestro aporte a la idea de un mundo compartido por todos.

Abraxas

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I. DEFENSA DE LA POESÍA (ENCUESTA) | Floriano Martins

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1. ¿Cuáles son tus afinidades estéticas con otros poetas hispanoamericanos?

BERNARDO REYES (1951) | Siento afinidad estética con la poesía en general. Mayor o menor en algunos casos, pero difícilmente evaluable en la lógica de una encuesta. Hay voces y/o formas de decir que pueden resultar distantes, pero lo veo como un proceso perfectible en vías de una mejor percepción.

En este sentido dar nombres, supone no dar otros, y la poesía en modo alguno veo que tenga algun sentido excluyente, sino al contrario, siempre integrador.

CÉSAR SOTO | En João Cabral de Melo Neto encuentro divisiones gramaticales

que van dando luz a un imago mundi donde el poeta puede desarrollar lenguajes inclusive opuestos a los discursos poéticos y políticos conocidos en la historia de América del Sur con Pablo de Rokha (y su Lenguaje de un Continente) y César Vallejo.

FELIPE CUSSEN (1974) | Dentro de la poesía hispanoamericana me interesan

particularmente aquellos autores que privilegian la experimentación con la materia del lenguaje (desde Huidobro y Girondo a otros como Eduardo Milán, Américo Ferrari, Wilson Bueno, Saúl Yurkievich, etc.), así como aquellos que han desarrollado la poesía visual o sonora. También disfruto mucho la lectura de poetas en los que predomina la concisión y la reflexión, como Paz y Juarroz.

HERNÁN ORTEGA PARADA (1932) | No pertenezco a ninguna generación formal

de poetas chilenos aun cuando mi primer libro publicado ("Ecce Deus!") data de 1964. De hecho, he estado siempre evolucionando tras la búsqueda de una expresión libre pero encuadrada por una estética. Mi liberación de la influencia nerudiana, en mi edad juvenil, se debió al reconocer mi personalidad en la obra de Mahfúd Massis, a quien conocí muy luego, personalmente entre 1954 y 1959 aprox. Por lo tanto, estoy relacionado con una poesía negra pero que adopta cursos surrealistas por una visión onírica, catártica, y por la superposición espontánea de elementos identificables en la realidad. No me reconozco deudor de alguna corriente. Sí conozco mejor la poesía brasileña más que la argentina; de hecho mantuve correspondencia con Salomao Roveiro, poeta underground, de los años 80. De otros poetas grabados en mi corazón: el dramático J. Asunción Silva y el excéntrico, extraordinario, Macedonio Fernández (por aquí fluye en mí en las últimas décadas una admiración refleja por su estética y su pensamiento profundo).

JESÚS SEPÚLVEDA (1967) | Mis afinidades son variadas y contingentes. Mudan

con el tiempo: se acomodan al presente o desaparecen en el pasado. Forman una red múltiple de gustos, lecturas, lenguajes y apropiaciones, que se fusionan poco a poco en forma acumulativa. Para centrarme en el siglo veinte y en América Latina, debo comenzar con la vanguardia histórica. Allí están Huidobro, el Neruda de las residencias y algunos poemas de denuncia escritos durante la guerra civil española, Vallejo, siempre presente, la prosa de Paz, la inteligencia erudita de Borges, los vericuetos barroquinos de Lizama Lima y, junto a ellos, la antipoesía

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huasa de Nicanor Parra, y el sonsonete místico y militante de Ernesto Cardenal. En cierto sentido, también me ha tocado la pulcritud de la Mistral; pero no la pulcritud aséptica de los re-tó-ri-cos, sino áspera, como un fósil de la precordillera. Éstas son mis preferencias, que han ido variando obviamente. Cuando era veinteañero me revitalizaban las imprecaciones tremendas de De Rokha contra el fascismo. Las chorezas de Gonzalo Arango me siguen simpatizando. Cierta fonetización peruana de Carlos Germán Belli y afrocubana de Nicolás Guillén me ha cautivado; lo mismo el ingenio antropofágico de Oswald de Andrade. Hay muchos autores que quizás volvería a releer, entre ellos: Jorge Teillier, Juan Gelman, Antonio Cisneros, Mahfud Massís, Roque Dalton, Gonzalo Rojas, José Emilio Pacheco, José Ramos Sucre, Jaime Sabines, etcétera. La poesía vertical de Juarroz posee una lámpara esquinada; mientras que la agudeza febril de Lihn y su lucidez destemplada son como un látigo que restalla en el silencio. También Pizarnik me desata, como cordel de cáñamo que desenrolla la infancia mortecina e inquietante que sólo a los iluminados les toca vivir. Perlongher me enseñó la melopeya, mientras que Juan Luis Martínez abrió su ventana feroz para ver la nada. Me gusta Rosario Castellanos y también Jaime Saenz, que me llevó por la noche paceña directo al corazón aparapita. Junto a ellos está la poesía chilena de los ochenta ejerciendo su impronta fugaz: Rodrigo Lira, Raúl Zurita, Diego Maquieira, Tomás Harris, Carmen Berenguer, Gonzalo Muñoz, Elvira Hernández, etcétera. Por cierto, mis compañeros de cubierta en el barco de los locos han sido mis autores y lectores favoritos: Víctor Hugo Díaz y Guillermo Valenzuela. Sin embargo, mi relación generacional y lectora con mis contemporáneos y contertulios ha sido mucho más versátil: Alexis Figueroa, Álvaro Ruiz, Carlos Decap, Sergio Parra, Malú Urriola, Yanko González-Cangas, Francisco Véjar, Marcelo Novoa, Jaime Retamales, entre otr@s. En Argentina, me siento generacionalmente cómplice de los colectivos de las revistas "18 whiskies" y "La novia de Tyson", además del proyecto "Zapatos rojos". Tal vez esto sea una proyección de nuestra experiencia generacional alrededor de la revista "Piel de leopardo". Entre l@s autor@s que puedo mencionar se hallan Daniel Durand, Washington Cucurto, Fabián Casas, Romina Freschi y Karina Macció. En un contexto más latinoamericano, siento una filiación muy próxima a los chilenos largo tiempo expatriados Álvaro Leiva y Jorje Lagos Nilsson, al argentino Horacio Fiebelkorn, al costarricense Luis Chaves, al mexicano Leslie Dolejal y al cubano Víctor Rodríguez Núñez. Este mapa que acabo de cartografiar es obviamente parte de otras múltiples afinidades estéticas que se desplazan por el mundo del cine, la pintura y la música; además de recorrer literaturas en otros idiomas. Hace años que persisto en un diálogo interno con la poesía norteamericana. Pero también la poesía española -Lorca, Panero, Fonollosa- y europea en general han contribuido a formar mi sensibilidad estética. Aprendí a leer francés con Rimbaud y Baudelaire, y de ahí el linaje abierto se extendió a Artaud, Michaux y otros. Últimamente me he ido acercando tímidamente a la literatura árabe y asiática. La filosofía y la prosa también son fuentes activas de las que me nutro. Lo mismo me ocurre con los idiomas y los ejercicios de traducción.

JORGE CARRASCO (1964) | Hablar de afinidades estéticas es muy amplio. Sin

embargo, mi propuesta poética se encamina a revalorizar la palabra, a no abandonar el juego con el sentido, a ensayar nuevas formas de expresión. Pero reniego de la visión del poeta enclaustrado, ocupado sólo en afianzar su oficio, en desmedro de su compromiso personal. El poeta, como todo artista, debe rebelarse contra todo las amarras, contra la servidumbre, la mezquindad y la intolerancia. Considero que el arte poético es, de por sí, un antipoder.

Tengo afinidades con la propuesta poética de César Vallejo, Neruda, Huidobro, Gonzalo Rojas, Enrique Lihn. Reniego de cierto intelectualismo vacuo, palabrero, extravagante. Respeto a poetas como Octavio Paz y Jorge Luis Borges, pero me

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niego a hacer de la poesía sólo un ejercicio del espíritu. Aunque parezca paradoja, la mejor poesía de Borges está en su prosa.

Soy, también, respetuoso de la poesía modernista brasileña (Bandeira, Drummond de Andrade), a quienes considero precursores de una poesía directa, coloquial, transparente.

JORGE ETCHEVERRY (1945) | Me siento de alguna manera ligado a la vanguardia

y neovanguardia, podría citar a Girondo, a Paz, a los miembros de Mandrágora, a Pablo de Rockha, a Raúl Zurita y José Ángel Cuevas, coetáneos chilenos, dos polos de una escritura poética chilena posible, quizás más por proyecto entrevisto que por concreción textual, a Ernesto Cardenal y su intento de reformular lo americano en sus textos poundianos más largos, a la antipoesía, fundamentalmente Nicanor Parra; por otro lado a la poesía comprometida, Castillo, Dalton, Guillén, Heraud, Gelman. Con los poemas en prosa de Miguel Ángel Zapata. Como horizonte definitorio está siempre la figura de Neruda, que incursiona en lo universal en temas y formas, utopía de todo poeta.

JUAN CAMERON (1947) | Hay una tradición evidente en la poesía de nuestro

idioma. Usualmente toma elementos comunes en su construcción y de allí la fuerte influencia que ejerce, al presente, la totalidad de poetas del idioma desde sus comienzos. La historia ha cambiado, en parte, dicha continuidad; no es lo mismo haber sufrido la dictadura franquista que las luchas de liberación en Centroamérica. Pero lo que se produce a la larga, las piezas literarias, sí influyen en sus lectores y así los determina. En esta corriente de actualidad me gustaría situarme junto a los grandes, Jorge Boccanera, Ana Istarú, Manuel Roca, Jotamario Arbeláez, Omar Lara, Toño Cisneros, José Emilio Pacheco, Pedro Shimose, Marco Antonio Campos, Coral Bracho, Edwin Madrid, Gabriel Chávez Casazola, en fin, son tantos a nombrar y tan pocos a la vez.

JUAN GARRIDO (1957) | Las afinidaes esteticas que puedo encontrar leyendo

algunos poetas de mi generacion son las mismas de generaciones que nos marcaron como el mundo vallejiano, tambien puedo decir un mundo social e intimo del dolor humano.

MANUEL SILVA ACEVEDO (1942) | En Chile, me son afines poetas relativamente

coetáneos, tales como Óscar Hahn, Gonzalo Millán, Rosabetty Muñoz y otros mayores, como Enrique Lihn, Armando Uribe y Gonzalo Rojas, que hacen poesía con las herramientas de la vida cotidiana, pero con un giro que disloca la mera realidad cargándola de un mayor significado. En todos ellos, incluso con escepticismo en algunos casos, la palabra poética es trabajada como un instrumento de exploración poderoso y ambiguo, eficaz y al mismo tiempo impotente frente a herramientas aparentemente más certeras.

En Hispanoamérica, siento afinidad con poetas como Vallejo, Coronel Urtecho, Ernesto Cardenal, Juan Gelman, Antonio Cisneros, Marco Antonio Campos, José Emilio Pacheco, José Kozer y otros…por razones más o menos parecidas.

MARIO MELÉNDEZ (1971) | La tradición poética latinoamericana es un hecho

permanente. No se puede desconocer a Vallejo, Neruda, Huidobro, Parra, Cardenal, etc., como también otros autores universales afines (Dylan Thomas, Ritsos, Maiakovsky, Milosz, Pavese). Pero quisiera resaltar el influjo de la plástica en mi poesía. Algunos de mis textos son muy visuales y esto se debe al interés que siempre he demostrado por las obras de los grandes maestros, sobre todo impresionistas y surrealistas.

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NAÍN NÓMEZ (1944) | Si busco en la memoria, las afinidades son varias. Fundamentalmente con Walt Whitman, Ezra Pound, Saint John Perse y T. S. Eliot, pensando en mi juventud. Tampoco puedo olvidar a César Vallejo ni a Oliverio Girondo. Posteriormente me interesaron enormemente poetas como José Gorostiza, Oswald de Andrade, Enrique Molina, Alejandra Pizarnik, Xavier Villaurrutia, Olga Orozco y el denigrado Octavio Paz. Creo que en todos ellos predomina la poesía por sobre la intencionalidad realista y tal vez eso es lo que me interesa. Eso no significa que no tenga simpatía por una poesía más abierta como la de Efraín Huerta, Ernesto Cardenal o Nicanor Parra. Pero lo que en ellos me parece necesario y audaz, en los otros me encandila y lleva a las esferas más profundas del ritmo poético, de las incursiones en los abismos del ser humano.

SÉRGIO BADILLA (1947) | Mi generación corresponde a la genealogía de poetas

que comenzaron a publicar sus primeras obras en los comienzos de la década de los setenta, una época pletorica de cambios y de ilusiones. Es la etapa de las utopías válidas, de la vertebración de grandes esperanzas y de la construcción de quimeras colectivas. Mis primeras lecturas de poetas consagrados la hago orientado por Juan Luis Martínez, por Eduardo Embry. Así serán los simbolistas franceses los que invadan, inauguralmente, las márgenes de mi avidez; Rimbaud, Mallarmé, Baudelaire, Verlaine, Lautreamont. Posteriomrete vendrá la búsqueda refereciales en el entorno y entonces surgirán paradigas tan disímiles, como Vicente Hudobro, César Vallejo, Ernesto Cardenal, Pablo de Rokha, Tiago di Melo, Gonzalo Rojas, Enrique Lihn, Jorge Teillier u Octavio Paz.

Después, en los años de la transtierra, a fines de la década de los setenta y a comienzos de los ochenta, con el aumento de la lectura de textos referenciales, surgirán voces inspiradoras, como las de Marin Sorescu, George Trakl, Gunnar Ekelöf, Elmer Diktonius, Edith Södergrand. En el final de los ochenta y en la década de los noventa, mis preferencias estarán acentuadas por la lírica de Pentti Saarikoski, Tomas Tranströmmer, Lars Gustavsson y además habrá una vuelta a Nicanor Parra, Kontandinos Kavafis y. Gonzalo Rojas.

En la actualidad, mis arquetipos alusivos siguen siendo Rojas y Saarikoski, de quienes me considero, responsablemente, un epígono híbrido.La poesía de Gonzalo Rojas es existencial, erudita y trascendente; la de Saarikoski, intuitiva, laberíntica y espontánea.

SÉRGIO INFANTE (1947) | Contestar esta pregunta desde Estocolmo, donde he

vivido más de la mitad de mi vida, conlleva el riesgo de que la respuesta quede atravesada por ramalazos de sentimentalismo que emborronen la nitidez de lo que debía ser el balance de una asiduidad, de lector-poeta, a unas páginas escritas por otros y a las que siempre se retorna. A veces pueden mediar largas temporadas entre una visita y otra como si se tratara de un pariente que vive en una provincia remota. A veces no las enfrentamos con el mismo amor e incluso podemos plantarnos frente a alguna con un ánimo de pelea que se diluye al cabo de un rato o que origina un silencio prolongado. Las afinidades estéticas subrayan una constante, lo que no quiere decir que sean estáticas. El dinamismo de sus variaciones tiene que ver con la historia personal y con la historia colectiva, sobre todo en el campo de la cultura.

Por una relación de contigüidad – una sinécdoque si se quiere ser riguroso– esos poemas ajenos, con los cuales adquirimos afinidades, lasos casi consanguíneos, pasan a ser unos cuantos poetas. Así cuando pensamos en uno de esos poetas no necesariamente lo estamos identificando con toda su obra. De modo que las afinidades estéticas constituyen un corpus en el que sentimos que nuestra creación personal se incorpora a él como a un retrato de familia. Un retrato de familia sin gemelos ni críos igualitos al papito o a la mamita, porque no se trata de imitaciones y si estas se dan corren el riesgo de ser consideradas monstruosas.

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Uno se sitúa en ese retrato junto a los primos, a los de más o menos su misma edad. En mi caso estos primos empiezan a escribir entre la segunda mitad de la década del 60 y la primera de la siguiente, y en el umbral de los 80 o recién iniciados estos, sus producciones ya muestran que el oficio ha logrado consolidarse. Pero no es una cuestión de fechas, es también una actitud frente a la vida y a la creación poética. Desde que se despedían de la adolescencia estos poetas adoptaron una postura ética e ideológica que los vinculó activamente a los cambios sociales, a los que se estaban dando y a los que colectivamente se estaban soñando. Pero al mismo tiempo, y desde un punto de vista estético, ese compromiso político, practicado a diario durante el periodo de la Unidad Popular, no les impedía tener ya una clara conciencia del carácter autónomo de la Literatura y el Arte. Por eso se esforzaban en realizar una obra que fundada en el lenguaje diera cuenta del mundo, ese lenguaje podía acercarse al habla cotidiana pero sin renunciar a la retórica y demás recursos de la poesía, incluso iba más allá y trataba de incorporar en la palabra elementos expresivos inspirados en la plástica y los medios de comunicación. La mirada podía variar, ser grave, irónica, humorística, etc. pero mediaba en ella, hasta donde era posible, el distanciamiento artístico. Todo esto que a la hora del golpe militar del 73, se encontraba por lo general en pañales, se vio, como sus autores, disperso por el exilio o arrinconado en el interior del país, pero al cabo de unos años donde fuera que siguiese realizándose esta poética en ciernes cobró vigor y madurez. Yo admiro y releo páginas que salieron en estos años y después de estos años para todavía mostrar la coherente continuidad de esta línea que no impide frescas variaciones. Podría nombrar a muchos de sus autores, a estos que considero mis primos en el retrato, resumiré sus nombres en el de alguien que ya ha partido: Gonzalo Millán.

En el retrato de familia también está la fila donde se sitúan los mayores y hay allí reiteradas páginas de Vallejo, Huidobro, Neruda, Paz, Lezama, Parra, Borges. Y otros lejanos, pero muy visitados: San Juan de la Cruz , Quevedo, aunque no sean de nuestro continente.

ULISES VARSOVIA (1949) | Me considero un prosecutor de la poesía

latinoamericana, en el sentido de que he leído a la mayoría de los poetas de LA, y he tomado –supongo- algo de cada uno de ellos. Pero, debo aclarar, al final he encontrado mi propio camino, y actualmente no existen grandes afinidades estéticas entre mi poesía y la de un Martí, un Vallejo, un Neruda o un Borges. En especial no tiene mi poesía ninguna afinidad con la antipoesía.

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2. ¿Cuáles son las contribuciones esenciales que existen en la poesía que se hace en Chile que deberían tener

repercusión o reconocimiento internacional?

BERNARDO REYES | De la misma manera como planteo mi percepción del hecho poético, esbozado en la respuesta anterior, creo que los poetas de una u otra forma hacen sus aportes que permiten una mirada al ser interno. Este lugar común, que no debiese tener cabida en un espacio tan digno como el que nos convoca, es no obstante de primera necesidad, por cuanto caer en la tentación de admitir que una forma de poesía debiese tener reconocimiento internacional, supondría desgraciadamente que los únicos caminos válidos en la divulgación poética estarían ligados a un reconocimiento, que algun poder permitiera.

La poesía siempre debiese ser el camino que lleva a revelarse de toda jerarquía, de poderes fácticos ocultos tras los guiños de burocracias añejas y retrógradas. Y, en esto, no veo países ni fronteras, sino sueños realizables y alcanzables por multitudes de seres.

En una teoría muy personal, difícilmente demostrable, sostengo que por una cuestión de clima los la poesía chilena, en general, está conformada por voces que hablan del lar, de una vuelta a un orden fundacional, en donde el ancestro indígena todavía permea nuestra estructura citadina.

Sostengo lo que digo a pesar de conocer a Parra y su aparente desafiliación de los órdenes. O de Huidobro y sus modernismos a ultranza.

Y nombro tan sólo dos poetas por una cuestión de ejemplo, solamente. CÉSAR SOTO | Siempre se dice que Chile es un país de poetas, ahora que, con la

globalización el concepto de país está en vías de extinción, tal vez debamos atenernos a geografías e historias. Nuestra geografía e historia es la de una Finis Terrae; y, es desde ese ámbito: Cordilleras de los Andes, Oceános Atlántico y Pacífico, Desiertos donde nacen las luchas de la Clase Obrera asociadas a la actividad minera, Antártica que nos da a través de Francisco Coloane el paisaje y la ecología, los ríos y sus Valles desde los cuales se plantea el nihilismo más allá de la Iglesia Católica, los pueblos desde donde la actividad campesina nace el canto folklórico, el circo como entretención en medio de la anhelada educación que permitirá llegar a la urbe. Es en Chile donde el surrealismo francés o casi todos los istmos del siglo XX se convierten, por obra y gracia de Nicanor Parra, en antipoesía, antifilosofía, ecopoesía. Últimamente discursos integrados a cierto mesianismo utópico y desintegrados en lo apocalíptico (trans)han dado que hablar en el mundo de habla hispana y su gastada primavera humana.

FELIPE CUSSEN | Si bien en Chile es bastante conocido, creo que la figura de

Juan Luís Martínez merece mayor proyección internacional, la que sin duda se ha visto retrasada porque su principal obra ("La nueva novela") no ha sido reeditada.

HERNÁN ORTEGA PARADA | Hay, por supuesto, dos figuras enormes,

antagónicas en muchos sentidos, que han accedido al P. Nobel: Gabriela Mistral y Pablo Neruda. Y sin desmerecer dicha categoría están Vicente Huidobro y Pablo de Rokha. Existe una élite surrealista que se inicia con Rosamel del Valle, influye a Díaz-Casanueva (de quien fui amigo), y generan la fuerza relevante de los miembros de la Mandrágora. Eduardo Anguita es imprescindible. Ludwig Zeller,

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respetado preferentemente en lengua inglesa. Jorge Teillier, de bajo perfil, es un ícono. La calidad se mantiene hasta nuestros días con poetas de sobra reconocidos: Gonzalo Rojas, Oscar Hahn, Raúl Zurita. Todos los nombrados son figuras que se estudian en las universidades de todo el mundo. El nivel de la poesía chilena es muy alto y eso explica que yo no haya promovido mis creaciones a pesar de ser muy propias, porque las considero ejercicios privados bajo la libertad de mi espíritu.

JESÚS SEPÚLVEDA | Creo que la nacionalidad chilena tiene su base fundacional

en el largo poema épico La Araucana. Chile se ha ido fundando y refundando a través de su literatura. Eso ha generado una fricción necesaria para que se crearan distintos lenguajes y poéticas convenientes o no a los proyectos de país que se han barajado en distintas épocas. El siglo XX fue un siglo de oro dividido en dos grandes vertientes: la experimentación vanguardista y el discurso metafórico. Por un lado, Huidobro, el grupo La Mandrágora, Nicanor Parra, Lihn, Jodorowski, Juan Luis Martínez, Alexis Figueroa; y por el otro, Mistral, Neruda, Teillier, Rolando Cárdenas, Álvaro Ruiz, etcétera. También brotaron discursos tremendamente vernaculares como el de Pablo de Rokha o de una oscuridad eclipsada y vidente como el de Mafhud Massís. Creo que la experimentación última realizada por mujeres poetas ha abierto el camino del reconocimiento del cuerpo como zona de escritura. Allí está toda la habladuría poética de Carmen Berenguer, que impregnó el ambiente con su labia desarticulada meticulosamente, permitiendo que surgieran escrituras como las de Nadia Prado y Malú Urriola. Tal vez el Contracanto de Delia Domínguez haya abierto esa puerta, que ahora lleva al jardín verbal bellamente enrarecido de Damsi Figueroa. En este sentido, veo que cierta literatura "femenina" sí ha tenido repercusión internacional a través de diversos trabajos académicos o de invitaciones al extranjero. Lo mismo ha ocurrido con cierta poesía de corte experimentalista, que ha sido apropiada en forma especular por otras vanguardias latinoamericanas: el neobarroco, por ejemplo. Hay también un intento minimalista de chilenizar el lenguaje que eventualmente podría dar resultados valiosos, aunque el minimalismo existente hoy en día todavía peca de plagio. Tal vez la escritura personal de Álvaro Leiva, Guillermo Valenzuela y Víctor Hugo Díaz, que surge a fines de los ochenta, demarcando un límite entre el experimentalismo, el discurso metafórico y el espíritu vernacular ex profeso, haya sido uno de los más interesantes meandros surgidos en la poesía chilena en los últimos veinte años, sin haber tenido aún una repercusión y un reconocimiento visibles. Hace más de una década que también se viene hablando de una suerte de etnopoesía, término acuñado –creo- por Iván Carrasco. En esta medida, veo con una pujanza vital las escrituras de Jaime Huenún y Elicura Chihuailaf que, junto a los primeros libros programáticos de Tomás Harris y Clemente Riedemann, conforman un nuevo tipo de habla, distinta en sus diferencias. Este espacio es el que ha venido hurgando hace tiempo también Cecilia Vicuña, cuya residencia en el extranjero le ha permitido ampliar su repercusión a un ámbito internacional.

JORGE CARRASCO | Antes debo aclarar algo. Soy un chileno que desde hace

veinte años vive en Argentina. Chile es un país que tiene una rica tradición poética. Huidobro, Mistral, Neruda, De Rokha, Parra, Rojas, dan muestras de una enorme calidad y diversidad de tendencias. Desde hace varias décadas en Chile se ha impuesto la antipoesía, de la mano de Nicanor Parra. Una poesía coloquial, austera, directa, cáustica y humorística a la vez, nacida en oposición a la figura de Pablo Neruda. Con ella el poeta ya no es un pequeño dios (como afirmaba Huidobro, ni testigo misterioso ni profeta político (como afirmaba Neruda). El poeta es un ciudadano común y corriente que habla con la sinceridad de su lenguaje, alejado de la sabiduría libresca. Éste, creo yo, es un gran aporte de la poesía chilena al resto del continente.

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Sin embargo, creo que también es importante la apertura de nuevos cauces poéticos de vates como Gonzalo Rojas, que reelabora la propuesta del peruano César Vallejo en el sentido de extraerle al lenguaje nuevos sentidos y de quitarle automatismo a la expresión.

Pero yo también formo parte de la tradición poética argentina. Para mí, es importante que se valore el aporte de poetas como Alberto Girri, Roberto Juarroz y Alejandra Pizarnik porque abrieron nuevas brechas a la imaginación poética (más intelectual uno, más oníricos y abismales los otros).

JORGE ETCHEVERRY | Me parece que tendría que nombrar a la poesía femenina,

como nombre a Heddy Navarro, Paz Molina, Carmen Berenguer, Verónica Zondec, a los poetas jóvenes como Armando Roa, Leo Lobos y otros, tratando de resolver las contradicciones entre géneros, la relación América Latina/Chile con el Occidente europeo y norteamericano, lo vernacular con lo (mega)urbano. Añadiría a la poesía indígena de Huenún y Chihuailaf, a la rica, polémica poesía regional, que lucha en un intento de afirmación con la presencia institucional y ominipotente de Santiago, desde por ejemplo Clemente Rideman y otros en el sur hasta Julio Piñones y Arturo Volantines en el Norte Chico. Raúl Zurita y José Ángel Cuevas, especialmente este último. Todavía soy partidario de concederle el permio Nobel a Nicanor Parra.

JUAN CAMERON | No podría determinarlo. Sin duda hay poetas fundamentales

que cambiaron el curso de la poesía; es el caso de Neruda, en Chile. Pero también están, con anterioridad y quizá mayor significación, Darío y Vallejo. Se reconoce en esto la obra de individuos. Y mi país tuvo tanto fuertes cultores cuanto disponibilidad publicitaria. Hoy eso ya no existe. Los pocos poetas nombrados hacia fuera son productos de mercado, por norma general. Tras de Enrique Lihn, Jorge Teillier y Efraín Barquero, me detengo en la poesía de la Promoción Universitaria del 65. Después hay mucha paja molida.

JUAN GARRIDO | Sin estar viviendo fisicamente allí me siento conectado por un

mundo nuevo como es la poesia Indigena (mapuche) pero tambien me ha tocado vivir y compartir con la poesia (Aborigen de Australia) aun que son dos culturas y paises geograficamente tan distante con idiomas y culturas diferentes veo y encuentro similitudes que mi poesia adsorve y se enriquece. Primero el poder de la palabra que hace pocas decadas estaba totalmente silenciada y que renace con fuerza y valor poetico, rescatando un mundo indigenista marginal, oprimido por el poder cultural de occidente. Y esta poesia indigenista propone un lenguage vivo, humano vinculado con las tradiciones mas profundas de una cultura milenaria.

MANUEL SILVA ACEVEDO | Luego de la poderosa influencia de la avalancha

metafórica nerudiana –que Raúl Zurita pareciera intentar reciclar–, el redescubrimiento de Vicente Huidobro pudiera llegar a irradiar con más fuerza tanto en virtud de su vocación creacionista, como de su irrenunciable voluntad de impulsar una estética de vanguardia. La producción de Gonzalo Rojas, Juan L. Martínez y Diego Maquieira son prueba de ello.

Por otra parte, la postura “antiestética” preconizada por Parra y su antipoesía establece una buena sintonía con el pop y el arte posmoderno en general, y debido a ello podría tal vez repercutir por un tiempo más en alguna poesía latinoamericana.

Sin embargo, escrituras menos efectistas y aparatosas, pero de mayor hondura y elaboración, como las de Enrique Lihn, Jorge Teillier, Armando Uribe y Rosamel del Valle pudieran potenciarse en el tiempo y despertar mayor interés en Hispanoamérica.

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MARIO MELÉNDEZ | Cualquier disciplina que parte desde su raíz, desde su ser, está llamada a levantarse como una voz válida y definitiva. A esa corriente pertenecen Neruda, De Rokha, Vallejo, Arguedas, Guayasamín, Ribera, Siqueiros, Portinari, ahí están nuestras luchas, nuestros dolores, y también la esperanza de reivindicación a través de los pueblos, esta toma de conciencia latinoamericana es, quizás, la única verdad posible digna de ser compartida.

NAÍN NÓMEZ | Creo que las contribuciones esenciales de la poesía chilena se

inician con las vanguardias, si consideramos que nuestros cuatro grandes poetas del período tuvieron un importancia enorme en Chile y generalmente en América Latina, a pesar de la poca resonancia que alguno pudo tener (me refiero esencialmente al caso de Pablo de Rokha, vanguardista avant la lettre despreciado por los críticos latinoamericanos y chilenos). Los otros son, obviamente Pablo Neruda, Vicente Huidobro y Gabriela Mistral, una vanguardista retro, pero igual vanguardista. Posteriormente hay poetas continuadores de la vanguardia que tuvieron también una resonancia internacional como es el caso de al menos Humberto Díaz Casanueva y Rosamel del Valle. En los cincuenta una pléyade de poetas rupturistas se hace también internacional, especialmente es el caso de Gonzalo Rojas, Nicanor Parra, Enrique Lihn y Jorge Teillier. Desde diferentes ópticas contribuyen a despejar el ámbito de las vanguardias a través de una poesía situada en el sujeto, coloquial, exteriorizante, irónica y crítica del proceso de la modernidad. Finalmente, habría que señalar que a partir de los sesenta ha surgido un grupo importante de poetas que en sus diversidades, se instala frente a las contradicciones de la realidad con propuestas estéticas amplían los espectros del discurso mostrando las fragmentaciones del sujeto moderno-postmoderno. Cito a título de ejemplo a Juan Luis Martínez, Raúl Zurita, Elvira Hernández, Tomás Harris, Carmen Berenguer y otros más jóvenes.

SÉRGIO BADILLA | Porque posee una solvencia creativa y multifacética que con

espontaneidad e imaginería relaciona la poesía con la utilidad cotidiana de una lengua que intenta desentrañar diferentes expresiones que no se ajustan o relacionan con los tópicos, cuños u hormas de los enunciados poéticos tradicionales. Hay propuestas rupturistas como la Antipoesía de Parra, el bucolismo lárico de Tellier, el Creacionismo de Huidrobro, el relato lírico, generativo y existencial de Rojas y la épica citadina, disruptiva y coloquial de Badilla.

SÉRGIO INFANTE | Los Antipoemas de Parra, nos gusten o no, son sin duda la

contribución más original e importante de los últimos 50 años de poesía hecha en Chile. Pero quizá sea pertinente subrayar que el reconocimiento internacional de un poeta depende, por lo general, de su repercusión nacional. Esta en mi país, cuando se da, resulta ilusoria en el mayor de los casos. No trasciende los estrechos círculos de las elites más ilustradas y, cuando no, el propio círculo de poetas. Para entender esto, basta con mirar el reducido número de ejemplares de cada edición de poesía, incluso en los más consagrados, y poner ese número en relación con la cantidad de habitantes del país que podrían leer ese poemario. Es cierto que esa cantidad siempre se quedará corta, pero el caso es que resulta irrisoriamente corta si el tiraje oscila entre los 300 y los 3000 ejemplares. La poesía se lee poco, se estudia menos. Los títulos de los poetas más conocidos se transforman en una especie de monumento, del cual muchos hablan pero solo una minoría se adentra en sus páginas. A una sociedad como la de mi país, donde campea el Mercado y el espectáculo, el poeta y la poesía le importan muy poco. La poesía, aun la de postura más tradicional, es una expresión de resistencia por el puro hecho de existir en un ambiente culturalmente mediocre, con una clara tendencia al exitismo altisonante y farandulero; en una sociedad marcada, desde su nacimiento, por el

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paradigma de la exclusión, y con unas políticas de Estado hacia la cultura y la educación que marchan al compás del neoliberalismo. En esas condiciones los poetas cuentan, en casa, con poca ayuda para obtener una repercusión internacional. Esto se agrava si tomamos en cuenta que en una buena parte de los países, que constituyen ese contexto internacional, la precaria realidad de la difusión de la poesía no es muy diferente a la de Chile. Con todo, no quiero ser tan pesimista, el mundo de la Internet contribuye a que las obras de los poetas crucen las fronteras nacionales y en cualquier parte aumenten sus lectores, quizá con esto también pueda ocurrir que traductores o críticos y estudiosos se metan en esas páginas y se atrevan a leerlas y a juzgarlas públicamente aunque no haya allí el respaldo de un sello editorial prestigioso, de un agente literario o de un agregado cultural. Algo debe alterar el canon internacional, hoy en manos de las trasnacionales del libro.

Claro, si es por desear, a mí, bajo cualquier condición, me encantaría que se tradujeran a más lenguas la obra de Parra, de Gonzalo Rojas, de Enrique Lihn, de Jorge Teillier, de Óscar Hahn; que, por lo menos en el ámbito del castellano (450 millones de hablantes), fueran muchísimo más conocidos los poemas de Juan Cameron, Elvira Hernández, José Ángel Cuevas, Teresa Calderón y de tantos otros.

ULISES VARSOVIA (1949) | Creo que lo más original que existe en tal poeía es la

antipoesía de Nicanor Parra, que ya encuentra reconocimiento internacional, y me parece que también la poesía de Gonzalo Rojas debería tener más repercusión. Pero creo también que mi propia poesía ha abierto una nueva vía, con una estética distinta, y aún cuando se me publica generosamente, y están mis poemas repartidos por toda la red, todavía no hay estudios sobre ella, ni tampoco he encontrado editor.

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3. ¿Qué impide una existencia de relaciones más estrechas entre los diversos países que conforman Hispanoamérica?

BERNARDO REYES | La pésima estructuración de los aparatos estatales que dirigen sus menguados recursos para sostener la falacia que el arte debe ser una cuestión meramente decorativa.

Así, los poetas son estimados socialmente en sus países y fuera de él, pero no insertos en los sistemas. Obviamente en este esquema es fácil detectar al poeta funcional o funcionario, dispuesto a no discutirle a su patrón, o a morder la mano que le alimenta.

Estas relaciones se rigen por el gusto de turno de tal o cual gobierno que favorece o apadrina a determinados autores.

En algunos caso, por cierto, las editoriales y ciertos mecanismos propios de las editoriales transnacionales, permiten a los autores romper con el círculo de la burocracia de última categoría mencionado anteriormente, para entrar de lleno en un aparato de venta de "productos artísticos" como si hacer arte fuesen semejante a fabricar embutidos en serie.

CÉSAR SOTO | Hay dos cosas: las guerras del pasado, como es el caso de Chile,

Perú y Bolivia (inclusive Argentina y sus conflictos), y el idioma que nos mantiene incomunicados con Brasil y sus 200 millones de habitantes y esperanzas. Solo a través de la música se ha podido derribar esa frontera, pero nuestras poblaciones tienen que aprender a comprenderse desde niños y viajar por la galaxia del Amazonas y de la Cordillera de los Andes. Yo he sido invitado por el Gobierno del Estado de Amazonas al Primer Encuentro de Poesía Latinoamericana y las conjunciones de poéticas que allí se encontraron (en Manaos) dieron luz sobre la unión de estas galaxias para toda la fuerza que es necesaria hoy, mañana y siempre.

FELIPE CUSSEN | Al menos en Chile, me sorprende continuamente lo fácil que es

encontrar antologías de poesía francesa, inglesa o china, y la imposibilidad de encontrar antologías de poesía paraguaya, hondureña, boliviana, por ejemplo. Creo que la edición de antologías (con todas las deficiencias que puedan tener), es un buen primer paso para fomentar relaciones más estrechas entre estos países.

HERNÁN ORTEGA PARADA | La globalización, por su imperio económico

consumista referido al vicio del retail y la escasa cultura profunda. El libro de poesía y ensayo, la crónica literaria periodística, sufren de anemia.

El fenómeno de la disminución de lectores de buena poesía transforma, a mi parecer, este oficio en un retorno a la época de la alquimia. La capacidad de comprensión de lectura ha disminuido en la población a pesar del significativo aumento de ella en todos los rincones del mundo. El desvío de la atención hacia lo banal por aquella ardiente y poderosa globalización, efecto calculado de un sistema. De paso, destruye el lenguaje de relación común, plano al cual descienden muchos poetas en su afán de comunicación social (muy tardíamente). Esos fenómenos reales destruyen la búsqueda del yo, el insight, para revelar y rebelar el espíritu.

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Hay una masa significativa de poetas de todo sexo que pululan en la web, pero cuya obra carece de solidez, técnica y sentido. Y se comunican y promueven entre ellos. Luego desaparecen porque no tienen más que decir. También publican libros para regalar porque no hay mercado. A fin de cuentas, está bien que existan. Pero no aportan. La tecnología ofrece matices de conexión poética. Hay sitios de alto prestigio por la calidad de sus páginas digitales. Por ahora, de ellos depende la subsistencia del arte profundo. En este universo que tiende a lo visual, a la síntesis de fácil acceso, la alianza de las artes es una buena orientación.

Además, los poetas mayores están circulando por el mundo como una cofradía de alquimistas que asiste a congresos internacionales o son invitados por universidades a lecturas especiales. ¿Qué más se puede hacer? Incentivar estas relaciones para conocernos. La acción de Banda Hispánica es un indicio dinámico del camino a seguir.

JESÚS SEPÚLVEDA | Creo que el territorio de América Latina ha sido atomizado

por el Pentágono a fin de ser mantenido bajo control. Si bien es cierto que la globalización engendra, por medio de la estandarización, la ilusión de una mayor cercanía territorial; no es menos cierto también, que estamos muy lejos de conformar una comunidad cultural, intelectual y poética que permita entendernos, leernos y, ojalá, abrazarnos con ternura. Los esfuerzos solitarios desgastan a sus participantes, mientras que las iniciativas estatales caen en el eventismo. En términos académicos, América Latina se mira el ombligo desde Norteamérica, donde se construye como lugar de identidad, borrando sus matices y peculiaridades a fin de normalizar el territorio. Esto ha hecho que nuestra mirada latinoamericana esté mediada por la injerencia estadounidense, que al mismo tiempo atomiza y construye puentes de conexión. Mientras los esfuerzos solitarios no se vuelvan colectivos, sanando la enfermedad neoliberal de la competencia y el complejo postraumático que engendra el vil "chaqueteo", las relaciones entre los poetas al sur del río Bravo nunca podrán ser más estrechas.

JORGE CARRASCO | Si vamos a un terreno extracultural, la principal causa de

desunión es la defensa de intereses mezquinos. Latinoamérica está dividida y esa división es alentada por potencias extranjeras como Estados Unidos. Las diferencias ideológicas dejaron lugar a las asimetrías económicas.

Pero no solamente el continente está dividido. También las sociedades presentan desigualdades espantosas.

Sin embargo, la propuesta cultural, en general, es más o menos homogénea. El abanico de tendencias se repite en los diversos países; sólo cambia el sello personal de sus cultores.

Propuestas integradoras (como la que lleva adelante esta revista) permiten mezclar los aportes de diversos creadores del continente. Más que constatar la diversidad superficial, es una obligación percibir las constantes culturales que habitan las obras. Ésa, creo yo, es la misión que tenemos en estos tiempos de fluido intercambio.

JORGE ETCHEVERRY | Aparte de la herencia de la conquista, esa defición

muchas veces arbitraria de las fronteras, en la actualidad hay regiones y países con intereses encontrados, unos miran directamente al Norte del continente, otros a Europa y cada vez más a Asia Pacífico. Hay diversas alianzas económica regionales con diversos grado de concreción, que a veces aparecen mutuamente excluyentes. En general el continente latinoamericano nacido como colonia de una metrópoli, luego vuelto neocolonia, está en diversa medida ligado a Estados Unidos o Europa por esa dependencia, las iniciativas de unión o entendimiento latinoamericanos pasan por superar esas tensiones originarias, brotadas de fuera pero consustanciales. Por ejemplo, es difícil plantearse unión entre la institucionalidad

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progresista y americanista vigente en Venezuela con la dependencia acentuada de algunos países centroamericanos con Estados Unidos, o la relación de Chile como asiento del fenómeno más acentuado de globalización en términos 'occidentales' e influencia estadounidense creciente, con la Bolivia de Evo Morales, de tendencia americanista, socializante y autóctona. Pero si hablamos de los intelectuales y creadores es otra cosa y se tienden puentes. Se han efectuado iniciativas editoriales conjuntas de poetas chilenos y poetas peruanos y bolivianos, se invita a poetas peruanos a leer por ejemplo en Chile Poesía.

JUAN CAMERON | Hay dos causas fundamentales; una histórica, que se ajusta a

multiplicidad lingüística. Existe allí un Brasil de espaldas al continente junto a un inglés y un francés ocultos y aislados. La otra causa es actual; y se refiere a la ignorancia y a la estupidez de un mundo en perfecto deterioro. Ante el triunfo de la mediocridad la poesía se recoge, se oculta. Hoy ni siquiera persiste una relación entre productor y consumidor al interior de los países; al menos en Chile, un país del todo derrotado.

JUAN GARRIDO | Hecho de menos un canto de humanidad que proclame los

valores de la paz, la justicia social el buen vivir entre los pueblos donde rescatemos el lenguaje poetico y no la tecnologizacion y computarizacion de un mercado literario vacio e individualista. Mas Encuentros, mas revistas de papel con poesia para reconstruir un mundo de convivencia solidaria. En resumen salir a crear poesia a la calle con la gente y para la gente que nos escuche y rescate la palabra y la belleza. Que no duerma sentada frente a la caja de la idiotez.

MANUEL SILVA ACEVEDO | Creo que vivimos demasiado vueltos hacia centros

de influencia cultural que nos son ajenos, como Estados Unidos y Europa. Sabemos poco de nosotros mismos y de nuestros vecinos, y esa ignorancia hace más fácil dominarnos y alienarnos con productos culturales de desecho.

Para empezar, entonces, precisamos cambiar el punto de mira. Dejar de ser imitadores de modelos foráneos. Mirarnos, conocernos y aceptarnos entre nosotros, y apreciar el mundo en que vivimos con todos sus contrastes y su identidad. Cuando las elites del extranjero ponen sus ojos sobre nosotros, lo que más aprecian es precisamente todo aquello que constituye nuestra autenticidad. Así es como debiéramos ser capaces de mirarnos, para descubrirnos y redescubrirnos.

MARIO MELÉNDEZ | Directamente ligado con lo anterior. A través de estas voces

y nombres, latinoamérica es algo más que el patio trasero donde el capitalismo arroja sus peores despojos. Pero hay una distorsión que viene desde afuera, que nos llena de espejismos y vanidades, un triste reality show que preparan para nosotros cada día, a fin de mantenernos sometidos. En este escenario cuesta encontrarnos, cuesta mirar hacia nosotros mismos, hacia el origen, porque todo nos llega muy bien envasado, listo para ser digerido. No debemos olvidar que somos pueblos tercermundistas; pequeños enclaves donde la tradición cultural siempre ha sido postergada, donde los modelos de vida de las grandes potencias (mal imitados, por cierto) se adoptan sin vacilar, donde los Mc Donalds, los Malls, los supermercados, y en definitiva el consumismo, se han convertido en una verdadera religión, donde el fútbol y la política reemplazaron a las ideas, donde la televisión (que nació con fines educativos) se reduce ahora a una gran vitrina mercantilista. Resultado de lo anterior: generaciones vacías, sin cuerpo, sin sustancia, sin peso específico, con juventudes estereotipadas, carentes de creatividad, y que sólo se limitan a repetir conductas ajenas por pereza o falta de estímulos. Tal vez un día la gente se aburra y sature con todo eso y comience a

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centrarse en temas que no la adormezcan y banalicen. He de esperar que así sea. Démosle crédito a ese nuevo amanecer.

NAÍN NÓMEZ | Hay múltiples razones. Algunas tienen que ver con la mirada

permanente de nuestras sociedades (desde el siglo XIX) hacia el lejano norte: Estados Unidos y Europa como focos de la cultura occidental. Otro con la excesiva endogamia de nuestros países, siempre mirándose el ombligo y tratando de auto convencerse cada uno de que es el mejor. Otro aspecto es la continua desconfianza entre los países, o mejor dicho, entre las autoridades de cada país frente al otro al que se considera un enemigo que puede tener ansias hegemónicas. A eso hay que agregar elementos ancestrales como el racismo, el clasismo, la idea de supremacía y una serie de factores que aluden al instinto de poder de los países y sus habitantes. De allí que las relaciones fraternales sean esporádicas y generalmente ligadas a algún evento específico o acontecimiento coyuntural.

SÉRGIO BADILLA | La represión cultural institucionalizada por las propias elites

culturales y elites políticas de nuestros países, la falta de propósitos que ayuden a promover un mayor intercambio entre los grupos creadores, la difusión inadecuada y mezquina de los textos por parte de editoriales o productores de textos, los cultos autorreferenciales y el individualismo de creadores y promotores culturales, el fetichismo por la cultura nacional, la autocomplacencia chauvinista, etc.

SÉRGIO INFANTE | En primer lugar el chauvinismo ramplón que las dictaduras

militares de épocas recientes contribuyeron a hipertrofiar en la mentalidad de la gente. Pero también esas relaciones más estrechas han estado minadas por una cuestión histórica más profunda, la naturaleza artificiosa en el origen de nuestras repúblicas: el Estado-Nación. Construir la Nación a partir del Estado, heredero además del orden colonial, no solo fragmentó lo que es una misma realidad histórica cultural, sino que puso muros entre cada fragmento y fomentó la intolerancia frente a las diferencias al interior de esos muros, al tiempo que olvidaba las semejanzas con sus vecinos. Entrando en el plano literario, hay que recordar que como corolario de esos Estados-Naciones surge ese malentendido que llamamos Literatura Nacional; esto también nos divide innecesariamente, porque las literaturas son productos de las lenguas y de las culturas y no de las demarcaciones geopolíticas. Yo veo, con mucho agrado, que todas estas trabas se encuentran en franco retroceso, se van volviendo cada vez más obsoletas. Y la integración entre nosotros es cada vez más posible, con nuestras semejanzas y diferencias, con nuestro magnífico mestizaje. Por otra parte, resulta paradójico que sea la globalización, su evidente agresividad, lo que nos lleva de alguna manera a esta unidad, nos ha puesto la espalda contra la pared: o nos integramos entre nosotros o sucumbimos.

ULISES VARSOVIA | Es una buena pregunta, a mi parecer deberíamos tener

relaciones más estrechas en todos los ámbitos, pues compartimos un origen, Una religión y una cultura comunes. En el caso de Brasil y los otros, es claro que el idioma es un obstáculo, pero no insalvable, yo puedo leer casi perfectamente portugués. Y en el caso de los países de LA hispanohablantes, creo que hay mucho de desconfianza (p. ej., de Perú y Bolivia frente a Chile, por cuestiones históricas, o de Ecuador respecto a Perú y Paraguay), pero también ignorancia : no alcanzamos a divisar que en el fondo constituimos una unidad histórico-cultural. Eso hay que cambiarlo.

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II. NOTAS MARGINALES (ESTUDIOS) | Juan Cameron

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1. Obras reunidas de Armando Uribe Arce

El año 2004 se otorgó el máximo galardón de las letras chilenas al escritor Armando Uribe Arce. Casi de inmediato un sello de la capital recoge su obra poética primera para recopilarla en un solo volumen. Queda por determinar, a pesar del alto prestigio del autor en el género, si es la poesía la causa de este merecido galardón.

Tajamar Editores, una casa santiaguina dedicada a publicar figuras de culto, entregó a poco de anunciarse el Premio Nacional de Literatura para el 2004, una recopilación de la poesía del galardonado escritor Armando Uribe Arce. El trabajo -que lleva por título Obras reunidas- se conforma con los cinco primeros libros de este autor, a saber Transeúnte pálido (1954), El engañoso laúd (1956), Los obstáculos (1961), No hay lugar (1970) y Por ser vos quien sois (1989), más algunos textos recogidos de diversas fuentes y fechados entre 1951 y 1965.

Uribe Arce nació en Santiago, el 28 de octubre de 1933, y es abogado de profesión. Ejerció cargos diplomáticos en Francia, Estados Unidos y China y dictó cátedra en Derecho en el primero de estos países. Sus primeras publicaciones corresponden a la época de “El Joven Laurel”, grupo literario que dirigía el profesor de castellano del Colegio Saint George, el poeta Roque Esteban Scarpa.

A pesar del profundo respeto que genera entre sus pares -se trata de un pensador provocador y certero- en el mero ámbito poético su obra pareciera no estar a la altura en que se le ubica. Un áspero yo (Yo no es más que el sujeto que afirma la oración, se justifica) escarba con lírica amargura su condición de individuo. A veces puede resultar irónico y otras desenfadado. Ello le ha dado gran prestigio entre sus seguidores aunque, en una lectura a vuelo de pájaro, Uribe Arce nos resulta una suerte de Enrique Lihn menor, sin esa magia y sin la batería semántica que la poesía de este último rebalsa siempre. Este tipo de poesía responde a una exigencia ontológica feroz, pero no juega, a pesar de espectaculares aciertos que de libro en libro nos sorprende, con esa magia en el decir que sí encontramos sin embargo en varios de los poetas de la Generación del 50. Uribe Arce resulta demasiado serio para jugar con la palabra.

Como el lector entenderá, avizorar aristas o murmurar quejas a la poesía del último poeta laureado puede resultar, en Chile, un pecado capital, una muestra más de la saña, la estulticia o la inconsciencia. Con todo, una lectura de su obra completa tampoco deja, por otro lado, la alegría o el placer estético que sí entrega un Derek Walkott o un Efraín Barquero. Y a ello apunta esta nota.

Hay piezas -decíamos- de antología. Y así lo han destacado los compiladores; como este ejemplo magnífico de Transeúnte pálido, que dice: Soy pobre como la rata./ Triste como tía./ y toco esta corneta de cartón en cumpleaños/ de pequeños deformes./ Y la guitarra del cielo suena sola/ con la indolente angustia de la noche./ Y las palomas de las oraciones/ vuelan cenizas por la tierra muda. Y esta es una muestra entre muchas, se entiende.

Es que Uribe es, ante todo, un intelectual Y si se busca esa condición en su poesía, el resultado es muy satisfactorio: Silencioso y enviciado/ en mi silencio de carpeta,/ de silla, de papel/ con la palabra silencio.// Puesto a pensar/ qué es el silencio, en silencio./ Sacado de ahí/ vuelto al silencio en silencio.

Son constantes allí las ideas de la ira y de la muerte, la injusticia que lo rebela y bendice como aquel desaforado orador que todos quisieran ser, y el desgarro ante

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el dolor y la pérdida. Esta ha sido brutal con el autor: primero un hijo, luego su compañera de vida. Pero Uribe Arce es un ser que se indigna y escribe: Y contesto… No contesto./ Ni voy a cantar ni voy a leer/ ni voy a reir ni voy a conjugar este verbo.

Este cantarse a sí mismo cobra intensidad en No hay lugar, cuyos temas va repitiendo en Por ser vos quien sois: su negocio con Dios y una innegable formación cristiana que intentarán esconder el verdadero motivo de su escritura: la culpa. Esa misma lo obligará a continuar escribiendo, a redimir la existencia a través de ella porque su condición de caballero así lo exige y, además, lo origina. Como bien lo explica en el epílogo de esta edición: Desde hace seis años, examen de conciencia y de letras propias. Arqueo sin números de la vida entera, retrospectivamente revista. Confesión pública, publicada. Preparación, buena o mala, para morir.

Sería candoroso afirmar que Armando Uribe Arce es uno de los grandes maestros nacionales. Seguramente es un destacado poeta, un tipo culto y valiente, un nuevo quijote de esos que la patria necesita, sin duda. Pero, en opinión de este escriba, el Premio Nacional de Literatura le es merecido más por su obra global que por esa particular poesía.

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2. Clemente Riedemann entre dos mundos El golpe de Estado de 1973 produjo un cambio innegable y, en cierta manera, cortó un desarrollo literario y frustró, valga ahora reconocerlo, una tradición de calidad durante casi veinte años. La antorcha de esa “mejor poesía” ya no corresponde al país transandino y debe buscarse en Perú, Argentina, Colombia o Cuba. Poco son los nombres aportados por la promoción post 73 a la literatura continental. En cierta medida, los aportes más frescos y recientes comienzan aparecer en Santiago tras un largo silencio de tres años. La crítica oficial promueve a poquísimos autores y, aunque la calidad de éstos no puede hoy día ponerse en duda, salvo desde un punto de vista teórico, niega y silencia al mismo tiempo a una interesante generación. Por otro lado, en el extranjero, la poesía chilena del exilio entrega poquísimos frutos y es, por el contrario, la prosa la cual habrá de ser destacada en un plano de mayor creatividad.

Pero en cierta medida el sur continúa en su labor creativa, lejos de la capital y de los mass media, en la presencia de poetas quienes, a 1973, eran apenas principiantes, quienes se Desarrollan y dan a conocer, bajo la aplastante marginalidad impuesta por la dictadura, en el ambiente artístico nacional. Clemente Riedemann y Elicura Chihuilaf son casos principales. Esta labor, al amparo de los departamentos de Castellano o de ciertas facultades humanistas, tanto en Valdivia como Temuco, logra retomar la atención y restablecer el ejercicio del oficio en sus propios lares.

Clemente Riedemann se dió a conocer, a nivel masivo, por sus letras musicalizadas por el dúo Swenke & Nilo en lo más duro de los años 80. Lluvias del sur, aquella letra de “Llueve, llueve sobre Valdivia” se convirtió muy pronto en un clásico de la música nacional e hizo crecer la imagen de este poeta sureño extrañamente alejado de la farándula literaria. Serio, concentrado en su trabajo, dió también Riedemann cuanto creyó necesario en a lucha por recuperar la democracia en Chile. En estos casi treinta años de producción le han bastado cuatro libros de poemas y algunas reediciones para ser considerado entre las voces más significativas de la Generación de los 80.

Ya en Karra Maw’n, su primer libro, entrega una de las claves de lo que será su poesía. Tal como una de las grandes cuestiones en la naturaleza humana, el poeta se cuestiona sobre sus orígenes. Y ese “de dónde vengo” confluirá necesariamente en la cuestión étnica. Las imágenes y simbologías de lo mapuche, por ser hijo de esa tierra, de lo chilena que racial y políticamente lo determina y lo germano de su sangre y apellido se cruzan allí sobre ese territorio. Su escritura, rica figuras literarias, recurre tanto a los símiles más utilizados como al asíndeton o a aliteración; pero toma asimismo elementos de la tradición inmediata como lo son la acumulación caótica y la ensambladura.

Por otro lado, Isla del Rey reúne tres series de poemas en prosa que Riedemann sitúa en su infancia. Si bien no podemos en una primera lectura ubicarlo en la corriente lárica, al menos la mirada antropológica es clara. Profundamente chileno, el autor intenta explicarse, a través de estos retratos de su niñez, el origen de una nacionalidad cruzada por segmentos autóctonos y de inmigración. En l conducta de sus mayores, quienes reflejan el aparato cultural heredado de lo europeo, la reflexión crítica o inquisitiva del infante se convierte en la antítesis destinada a modificar a historia.

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El discurso se ubica en el margen. Más allá de lo cultural, el escenario poético parece florecer entre la ciudad y el campo, entre sus márgenes y el río, y también entre lo urbano, considerando como sitio de la tribu señalada y lo salvaje que esta debe modificar y dominar. El texto de la cacería, citado por Floridor Pérez en la contraportada del volumen, es un ejemplo claro de este enfrentamiento. El hijo carga a sus espaldas el producto de la cacería, “con la muerte a cuestas, sin decir nada (…) ¡Oh, no quieras ser pájaro nunca! me decía”, entendiendo que el “me” se refiere a sí mismo y no a la voz del cazador, su padre.

Riedemann ha llegado a desarrollar un estilo limpio, fluido, cargado de connotaciones y referencias. Más allá del curioso apelativo de “poeta antropológico” es hoy uno de los autores más significativos, tanto del sur chileno como del país.

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3. Cristián Vila, el axolotl y el ornitorrinco Largo fue el exilio de Cristián Vila Riquelme. Vivió en París y anduvo por Europa entre 1975 y 1991. Como un personaje de Bergman, alguna vez cosechó las fresas salvajes cerca de Malmö allá por las tierras de Juan Rivano, su maestro. La escritura de Vila es intensa y vital, como lo ha sido su camino. Comencé a poner mayor atención en ella cuando nos cruzamos e hicimos amigos -en 1998- al obtener el poeta el Premio del Consejo del Libro y la Lectura.

Vila es un autor prolífico. Se crió en un hogar donde la inteligencia era pan cotidiano y en una familia amante del arte. Su padre fue un conocido psiquiatra y su madre, Nina Vila, una poeta silenciosa muy cercana a los intelectuales de la izquierda fantástica que cantó a la República española. El músico y Premio Nacional de Arte, Cirilo Vilo, es su primo; al igual que Vicente Cau Cau.

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Una muestra de esta relación con sus días es la novela Crónica del niño lobo,

publicada por LOM hace más de una década. Es la historia de este Vicente Cau Cau, una especie de Kaspar Hauser criollo hallado, por los años cuarenta del siglo pasado, en las cercanías de Puerto Varas. Rescatado de los bosques sureños el niño crece al amparo de Berta Riquelme, una pedagoga tía del poeta, quien se convierte en madre adoptiva del pequeño Vicente.

El relato, más cercano a la ficción que a la crónica, resulta una metáfora de nuestra historia contemporánea. Es a la vez Lautaro, Tupac Amaru y Gerónimo, el nativo que avasallado por el mundo moderno será llevado a su extinción. Tal como ese Kaspar Hauser, encerrado por una mano extraña en una choza en los bosques europeos, quien resume el espíritu cautivo por la barbarie de la Edad Media. Este Vicente Cau Cau, “el Tarzán chileno” según lo llama la prensa de la época, es la representación de aquello.

Pero hay aquí una segunda lectura, la de la metáfora escondida “entre el Axolotl y el ornitorrinco”. El ajolote representa la semilla, la promesa de un ser perfecto que porta los genes de la belleza, la armonía y la fuerza. El ornitorrinco en cambio es símbolo del erróneo ensamblaje de la naturaleza. Es un individuo; pero al mismo tiempo no se reconoce como ave ni mamífero ni animal terrestre. Es el retrato de una identidad formada por esquemas intelectuales, históricos y racionales como lo es un collage: ni americano ni europeo ni nada. Esta falla ontológica se extiende por todo este sur dominado y mestizo.

Y hay mala conciencia en el mestizaje. Nos vemos como víctimas de un ensayo histórico fracasado o bastardos de la violación europea con la que nos identificamos. Arrancados del estado original en comunión con la naturaleza, como Cau Cau nos integramos a medias al sistema impuesto. Y con él repetiremos la condición de advenedizo, ingenuo y calculador a la vez: “un tipo que era como el resumen de la historia de la humanidad y que, de paso, demostraba la necesidad y las delicias de la educación”.

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La idea tiende en Vila a sobrepasar la estructura del relato. El filósofo insiste en emerger y, aún así, su lectura resulta siempre amena. Pero también el poeta pugna por ser reconocido. Tal vez por ello, al cumplir los 45 y en pleno cambio de milenio, se regaló La Vera Historia. En este poemario invierte el orden natural y desafía al texto literario como sostén de la obra, en beneficio de la segunda interpretación, aquella alejada de la teoría y de la crítica; la cuestión del hablante. La vera historia puede ser implacable. Si se trata de la persona o de una materia de examen escolar, ya no interesa. El poeta canta al paso del tiempo y a los elementos formadores del sujeto: “la ciudad: cuerpo e historia/ la historia: ciudad y cuerpo”. Cualquiera sean los límites, sostiene, no podemos escaparnos al ejercicio de escribir. La poesía “como escritura es el recurso al cuerpo pasado o presente”.

En concordancia, quien escribe es otro sino uno más de la tribu. El individuo que anota esta fiesta de sombras para detenerla en el tiempo y en la memoria, termina siendo el poeta, el hacedor de los recuerdos como “nieve de aquella ciudad que ví caer hacia arriba”. Su lectura de las cosas es la de cualquier ciudadano; pero al reconocerse como vate se le exige vaticinar. Y ante esa exigencia se rebela.

La secreta poesía, la más secreta guardada entre las rumas de papel dejada por los viajes (la escribe de 1980 a 1983 entre París y Berlín) es la que ofrece en este volumen. Y se la ofrece a sí mismo pues constituye la verdadera historia, no la de los triunfadores sino aquella que lo impulsó a decir, a registrar, a protestar porque a él lo afectaba tanto como a nuestra sociedad.

Es precisamente la revisión del cuerpo social lo que permite revisar el camino. La máscara, “el disfraz de ese pellejo crónico”, resulta ser entonces “la hermana posible/ para esconderme, otra vez, en esta desnudez más que evidente”. ¿Qué nos dice el poeta? En verdad cuanto afirma es su condición de tal. Sin esa capacidad de registro, sin esa capa y chambergo, está desnudo en la comunidad, deslenguado, mudo, sin comunicación. Todo espejo lo delata, confiesa: “trato entonces de iniciar el remedo de una danza y sólo obtengo el remedo de una carcajada./ Un malentendido al interior de otro”. ¿Cuál otro; otro malentendido o el otro reflejado en forma invertida? Ambos, se entiende; pues la poesía es siempre polisémica.

La ofrenda ahora nos la entrega como la vera historia, “la firme”, la máxima catársis posible. Y en cuanto no está permitido por el canon se convierte en el dador y en el beneficiario de la obra. Su retrato, la mejor fotografía de la serie según el propio fotógrafo, es también una dádiva. Aunque la imagen reflejada no sea sino la máscara. Y esa máscara, la escritura en este caso, ahora develada y revelada, esconde en lo oscuro la verdadera historia del rostro. Vila propone “regresar a la sombra, al lugar señalado donde ya no queda nadie que cuente la vera historia (…) los héroes ya se fueron, desnudos, entrados en carnes, procaces, ciegos, inexpresivos”. Y su ritmo nos connota la terrible advertencia de John Donne, “no preguntes por quién doblan las campanas”, y esa afirmación no menor de Ginsberg, “He visto las mejores cabezas de mi generación”.

Se trata de otra forma del regreso; la del necesario análisis, de la detención momentánea para enmerdar el rumbo. No es poco. Este paso implica otra iniciación entre las tantas a que nos obliga el arte; e impone el término de la anterior, la humillación del pasado ante el estrado público de su propia conciencia para decir aquí estoy, aquí soy y descubrir hacia donde apunta el individuo que escribe desde lo profundo del pecho. Es la suma de su experiencia y eso vale

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Y ese filósofo oculto en Vila se confirma en Ideología de la conquista en América

Latina, finalista en el Premio Internacional de Ensayo Jovellanos, en el año 2001, y publicada por Ediciones Nobel, en Oviedo, que lleva como subtítulo el lema de su obra: “Entre el axolotl y el ornitorrinco”.

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El esquema es ya sabido. Cuanto nos diferencia de los animales es el ser puro lenguaje. Esta condición tan humana ha sido utilizada por el discurso dominador para negar el lenguaje del dominado y de tal modo asimilarlo a las bestias. Este proceso de negación del lenguaje surge primero como un malentendido, en el que el oído del conquistador no escucha, para luego imponer por arbitrio el propio, con todo su aparataje y ritual jurídico, produciendo por las repetición histórica de este modelo, un continente sin identidad.

El primer paso de la dominación consiste en establecer el malentendido. El dominador no traduce los significados del pueblo dominado y éste, además, pronuncia en una fonética diversa. Así, por ejemplo -Vila cita aquí a Beatriz Pastor- cuando Colón está convencido de su llegada a Saba y los “indios” le indican que el lugar se llama Sobo, no cabe para Colón sino un error de pronunciación por parte de los indígenas. De este modo, la descalificación de la información concreta “se completa dentro de su discurso con la descalificación global de los mismos como hablantes de sus propias lenguas”. Ergo, de trata de bestias sin idioma y como su conformación no es válida, estamos ante un descubrimiento. Para atrás no hay historia: pero aquello ya lo sabemos.

La carencia de lenguaje implica la carencia de códigos. Se trata entonces de “bárbaros” que no saben gobernarse y quienes caen, según la concepción aristotética, en la condición de esclavos naturales a diferencia de la “esclavitud legal” surgida de una guerra. Y allí se aplica en consecuencia el esquema importado por el conquistador.

Una prueba irrefutable de tal incapacidad la entrega Francisco Pizarro. Este, sin ser lingüísta ni mucho menos, intuyó la disimilitud. Narra Vila que en un momento dado el cura domínico de la expedición muestra la Biblia al Inca diciéndole que aquel libro contiene la palabra de Dios. Atahualpa acerca el libro a su oído y como nada escucha lo lanza al suelo. Este acto fue la justificación de la masacre que se siguió “en derecho”; “el problema semántico se había establecido” nos dice Vila.

Los pueblos ahistóricos deben, en consecuencia, ser guiados por los pueblos históricos hacia el desarrollo. No hace mucho, en nuestra época moderna, el Pacto de la Sociedad de las Naciones legislaba sobre la tutela de los pueblos a manos de las naciones capacitadas por la experiencia y su ubicación geográfica “en calidad de mandatarios y en nombre de la Sociedad”; el viejo esquema de Vitoria y de Hegel hecho realidad. La defensa de la libertad de Occidente, del mundo libre (Vietnam, Corea, Santo Domingo, Grenada) o el derecho de los pueblos a su autodeterminación (Hungría, Checoslovaquia, Afganistán) viene o vino a constituir la repetición majadera de una misma política. Y que en América Latina produjo, más que el germen de lo maravilloso que debía ser, representado en el axolotl, el inbunche lingüístico que en verdad somos y que -valga el reconocimiento al compañero ornitorrinco- representa nuestra identidad escondida tras varias identidades impuestas a sangre y fuego; cuando no incorporada por otros procedimientos culturales.

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En De bufones, poetas y arlequines -novela publicada por Bravo y Allende

Editores- se refiere al destino humano y a la tragedia individual a partir del quiebre de 1973. En ella el ejercicio de la lectura puede iniciarse desde varios caminos; como una empresa individual cuya anécdota se desarrolla más o menos cronológicamente desde comienzo a fin, como un paso más en la totalidad de la obra de éste o, tal vez, como una reflexión personal acerca de la situación común de la especie. Cristián Vila pareciera tocar la totalidad de estos ejercicios.

Todas las lecturas son posibles. Pero quizás la señalada por el destino resulta la vía más válida para su comprensión. Hay varias señales. La primera, indicada en el epílogo, viene a ser el resultado de algo que se concluye por inercia. Es una cita de

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Andrei Tarkovski: “Y el destino nos siguió celoso, como un loco portando una navaja”. Y al revisar su prólogo, una vez completada esta lectura, el autor insiste: “Un juego de cartas marcadas, había pensado el que lleva la pluma en esa noche de un Santiago tibio y todavía en pie” .

Por otro lado, coexisten dos o tres escrituras para la misma trama. Esta textura atrapará a los personajes liberando a uno sólo de ellos para su salvación y registro. El libro o la carta de Nicolás Vera es una; y su rescate para la historia, a manos de Antonio el mago -representación del autor- se confunde a la vez con el trabajo del propio Vila. El escritor a su vez -y para alejar al lector de su vínculo con Antonio- aparece en escena en una imagen fugaz en el París de los 80, para opinar sobre una situación determinada y esencial.

Y en esta mecánica, Vila, nos aporta con otro signo: el de la confección del texto. Iniciado en Concepción en diciembre de 1973 lo continúa en París entre junio y diciembre de 1979; y luego en Berlín -entre marzo y julio de 1982- para concluirlo definitivamente en Caleta Horcón, entre febrero de 1999 y marzo de 2001. La historia, al mismo tiempo, ocurre entre el 5 de septiembre de 1973 y el 5 de noviembre de 1980. Estas señas dan cuenta de su ejercicio.

El destino de los personajes -que el autor ha vigilado y observado en esas tres décadas- se confunde con el personal y el de toda su generación. Se trata de Algo así como que todo comienza a derrumbarse y no somos más que fantasmas de un tiempo que no alcanzamos a vivir. Es al mism o tiempo la tragedia individual y colectiva que significó el asalto al Estado republicano. Y de ello, sin embargo, no se difiere un discurso político específico -aunque sus personajes son generosos en este tipo de disquisiciones- sino, más bien, una inquietud ontológica que pone en duda el concepto de libertad individual. ¿Somos, en verdad, capaces de elegir ante diversas posibilidades en cada momento de la existencia? ¿Y si así lo hacemos, fue acaso nuestra voluntad la que -previo a su existencia- nos ofrecía aquella gama de posibilidades? Es claro, si el abanico fue hecho por otros, también lo ha sido nuestra voluntad. Y, por ende, el sentimiento de libertad no es sino una ilusión.

Pero, trátese de determinismo o de libre albedrío -porque la tragedia no es sino el cumplimiento del destino trazado- existe un punto donde este valor sí cobra vigencia. Actuamos -trabajamos más bien- en distintas acciones que dirigen nuestro camino hacia éstas u otras posibilidades de elección.

Vila apuesta más bien al determinismo. El violento corte ha afectado a cada uno de sus protagonistas y cortó en dos el relato para constituirse en un hito -ahora ineludible- entre un antes y un después, entre un aquí y un allá, entre lo que es (lo que en verdad fue) y lo que podría haber (ya nunca más) sido. Pero ya el título nos ilumina al respecto. Sabemos ya -quienes hemos leído a este autor, y en especial sus artículos- que bufón tiene un claro sentido de “tonto útil” para cualquier ideología; que el arlequín posee un rol del cual no escapará en la comedia del arte; que el poeta -creador y escudriñador por excelencia- se ubica entre los dos anteriores y, en consecuencia, no puede escapar a ese destino genérico.

Nada escapa a su esencia; ese es el tópico. Y de allí que la palabra, por mera ficción que sea de la realidad, es precisa y -conceptualmente- real. Quien la vive, quien integra su tribu, no puede escapar a ella. Y tal es el fracaso; vivir es un fracaso; el sentido no tiene sentido. La utopía de la libertad consiste en una mera idea, nada más, de quebrarle la mano al destino; ese sería el triunfo.

En su clarificador epílogo, Vila lo dice a través de su personaje principal: Era una novela, si novela había, del fracaso. La vida -pensó tristemente- era mucho más ancha y todos esos intentos, fragmentarios, confusos, no podían comunicar la carga emocional de cada uno de los personajes que allí deambulaban.

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Siete años después de haber obtenido el Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura en categoría poesía inédita, Vila logra publicar bajo el sello de LOM Ediciones Omnis novum sub sole. Nuevamente la oposición entre ajolote y ornitorrinco se hace presente a través del quiebre del lenguaje. Este superpone dos idiomas y dos grupos de hablantes al tiempo de esconder una fractura definitiva; pues toda lengua es un territorio irreductible.

Para quien viene de vuelta nada lo sorprende. Habiendo experimentado todo ningún cuaquier interlocutor podría, a fuer de pecar de ingenuo, suponerle ignorancia o intentar sorprenderlo. Sin embargo esta afirmación resulta una falacia, un mero lugar común, sostiene Vila en este poemario. Se regresa a un lugar distinto dejado. Algo, muy ajeno al protagonista, ha cambiado las cosas: “desde que volví al joven continente/ que no dejan de crecerme las canas (…) TODO ES NUEVO BAJO EL SOL”. Si la única patria es la palabra, la palabra es otra. Nuevos nombres tienen las cosas, un lenguaje distinto se parla entre murmullos y ni siquiera el maestro Wittgestein podrá solucionar este vacío: “Caminando, entonces, por el borde de toda memoria, ambos vemos -el filósofo del lenguaje y su discípulo descalzo- que todo se abre como un cofre largamente olvidado”. Un pantano de eufemismos reemplaza al territorio; una palabra quebrada, traumatizada en el sentido psicótico del término, designa ahora de manera inhumana, insensible, carente de emoción. Quienes regresan son en verdad víctimas.

La observación de ese mundo se registra por acumulación, ya sea a través de los sonidos (“el mágico aunque triste lamado de algún heladero/ el ruido de un bus alejándose en la calle,/ ecos de ladridos, canturreos de grillos”) o por la descripción de los objetos que, al ser nombrados, recobran vida y sentido. Así se observa en el canto xxiv: “Hay momentos en que la escritura se presenta como un lugar de nadie. Un enorme terreno eriazo. Un galpón. Un desierto en el cual no hay nadie, sólo huellas resecas, huellas de neumáticos, estrías lunares, voces perdidas”.

A cada paso hay un redescubrimiento de “lo nuevo”, oxímoron necesario para comprender lo absurdo de la situación. Este absurdo compromete al protagonista del texto, quien no es sino “la sombra de lo que sólo se pudo ser alguna vez en la casa varada en la casa varada en la casa varada en la casa”. Esta visión abarca ambas patrias, las de su país. La coexistencia de lenguajes con valores diversos y códigos de áreas al servicio de grupos disímiles es más que obvia. Se trata de lenguajes distintos porque la palabra es un código interpares; porque la palabra estatuye; porque la palabra es la raíz de un concepto cuyo ejercicio mutuo le permitirá convertirse después en otro; es decir, le dará acceso a la tradición; en la práctica accedemos a otras connotaciones, hablamos entre extranjeros.

Quien retorna busca a su propia tribu pues esta conserva el símbolo de lo eterno (das ewig) representado en la Utopía. Aquellos personajes, los náufragos de Horcón, los pescadores, los poetas populares, persisten “como viejos guerreros subiendo al otro cielo”. Ese territorio tras el espejo es cohabitado por quienes le precedieron en la construcción del texto: Borges, Nietzsche, Cheb Called, Spinoza, Quasimodo, Pound, Teillier y todos los que comparten el puente en el Bergantín del Irredento, como ha bautizado el poeta a su casa frente al mar.

También caben allí, tras las sombras, los utópatas de Greenpeace, los hermanos del Consejo de Todas las Tierras, los amigos del club de rock y John Lennon, por supuesto. La anáfora registra y convoca “por el consejo de todos los mares y por el de todos los cielos y el de todas las nubes -por el consejo de todas las lunas- las de ayer y las de mañana”, es decir, a la enorme cantidad de seres iluminados que pueblan este país secreto. Y muchos de aquellos se reúnen en el hermoso canto xxv.

Estos ciudadanos justifican su existencia frente a los tripulantes de la nave maldita (la otra) “la stultifera navis repleta de locos y borrachos, sabios y doctores haciéndome señas, gestos obscenos en medio de sus risas grotescas”. Y justifican el regreso del autor frente al lenguaje ajeno, ese de las palabras sin sentido que

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parece nombrar y solazarse en el malentendido, en el balbuceo de lo incomunicable: “las palabras han perdido su sentido/ ya no llevan en sí al mundo/ ni designan lo irreconciliable/ ya no se parecen a nada ni a nadie ni develan lo invisible”.

Visto así y a juzgar por lad fechas de escritura, Omnis novum sub sole puede considerarse la natural continuación de Tratado del (des)exilio, trabajo en el que la voluntad de integración parecía un tanto más ingenua y un tanto menos desencantada; desencanto asumido por el autor como algo natural, con ese aguzado humor sólo al alcance de los más entendidos en la materia.

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Cada 18 de septiembre Cristián Vila Riquelme recuerda el natalicio de su padre.

Un gran asado se prepara en la terraza del Bergantín y el whisky corre como sangre; o al menos a la par del vino. Su casa esta abierta a los amigos; pero cerrada para el resto del mundo. Y esta marca de territorialidad la hace respetar a como de lugar. El poeta de Horcón es un ser generoso y fraterno; pero no se equivoquen; la dulzura no es su cualidade más evidente. Dicen por ahí -la gente es mala y comenta- que una noche alejó a balazos a un individuo sorprendido en los jardines de su propiedad; y otra sostuvo colgado por el balcón a Gonzalo Contreras, el poeta, mientras gritaba a Gonzalo Contreras, el médico:

-¡O te llevas a este desgraciado, ya, o lo suelto! Después sostuvo no tenerle mucha paciencia a “las hermanitas Campos”, como

bautizó a mis amigos en desgracia. Gonzalo Contreras, el poeta mencionado por algunos mal hablados congéneres

como Litro o Delito Contreras (a partir de su sobrenombre familiar, Lito) y por otros no menos malhablados como Gonzalo Contreras el Malo (para distinguirlo del narrador, también nacido en 1958) no siempre se llamó Gonzalo Contreras.

En tiempos de la dictadura el poeta, buen orador y ya con trazas de servidor público, fue dirigente estudiantil en su natal Curicó. En sus alocuciones políticas, tanto en el liceo como en las concentraciones, se presentaba bajo esa “chapa”. Un día llegaron a detenerlo a casa los pelafustanes de la Central Nacional de Inteligencia (¡sic!).

-¡Gonzalo Contreras! ¡Dónde está el cabrón de Gonzalo Contreras! -gritaban echando a su padre a un lado.

-Aquí -indicó el sorprendido notario curicano señalando a un pequeño de seis o siete años. Ese era el verdadero Gonzalo, hoy en día médico, a quien su hermano estudiante, don Raúl Contreras Loyola, había usurpado su nombre por razones de seguridad. Y ambos, no por disputar el nombre sino de puro cariño fraternal, suelen escandalosamente trenzarse a bofetadas tras unos cuantos tragos, situación que a Cristián Vila Riquelme no le produjo la menor gracia esa noche de fiesta. Esta vez no distinguió entre el axolotl y el ornitorrinco; ambos fueron expulsados de su hogar.

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4. Eduardo Embry en su Valparaíso natal Eduardo Embry fue uno de los pilares fundamentales de la poesía porteña y de la región al comenzar la década de los 70. Él desde Valparaíso, como lo hiciera Juan Luis Martínez desde Viña del Mar, indicaba el camino a los jóvenes que se iniciaban en el arte. Por entonces circulaba en torno al Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile en Valparaíso -hoy la Universidad de Playa Ancha- y la Revista Piedra junto a un grupo de intelectuales entre los que destacaban Nelson y Jorge Osorio, Erna Alfaro y Osvaldo Rodríguez Musso. Eran los tiempos de la Unidad Popular y el Pedagógico acogía a los poetas locales.

Hacia fines de 1997 la Editorial de la Universidad de Valparaíso reeditó sus Breviarios Por 20 Años, en homenaje a Pablo Neruda, y Del Valparaíso perdido, de Joaquín Edwards Bello, y entregó, además, Breviario de la memoria, de Eduardo Embry, un poeta importante en esta ciudad en las décadas recientes.

Eduardo Embry Morales, “obrero de una fábrica de cigarrillos” como gustaba llamarse, nació en este puerto en 1938. Hasta su partida a Inglaterra fue un activo, polémico y admirado escritor de la zona. Sus críticas, desde el diario La Unión, sorprendían a sus colegas y más de algún mal rato debió soportar por ellas. Su poesía gira en un comienzo entre la influencia de Jorge Teillier y de Ernesto Cardenal y, a veces, se acerca demasiado a Hernán Lavín Cerda cuando la contingencia así lo exigía.

Una dulce ironía parecida a la tristeza emerge desde las páginas de Breviario de la memoria. Títulos como Para saltar de alegría en una pata, unen ideas que en el oído del lector se excluyen: Desciendo unos cuantos peldaños/ y ya estoy/ con los peces/ que me saludan por mi nombre y apellido/ y me preguntan por toda la parentela. En estas imágenes la nostalgia se hace evidente.

Fiel a los preceptos de la Promoción Universitaria del 65 su relato es a la vez metáfora de un escenario que el poeta intuye como realidad. Las casas, alguna vez habitadas, las ciudades, los cerros y los vecinos son elementos constantes de una escritura donde el mar, si no está presente, se hace palpable frente a la situación descrita.

La selección propuesta por Browne y Moltedo hacía justicia a su mejor poesía. El prólogo de este último daba cuenta de ese generoso grupo de amigos, entre ellos de Jorge Osorio. Sus grabados ilustran las páginas de este Breviario junto a viejas postales del puerto.

La obra de Embry era, al menos en Chile y hasta el año 2006, extensa, dispersa y desconocida a la vez. La edición de Enxeinplos y Milagros de Eduardo Embry, a mi cargo, logra sorprender al auditorio nacional con ese humor tan británico que en verdad el poeta -quien vive en Southampton- había practicado con elegancia (y a veces no tanta) en su Valparaíso natal: “No es que mi casa/ fuera la casa del Presidente de mi país (…) ni es que ponga en duda/ la pericia de esos bombarderos/ para destruir y construir la casa de un presidente/ lo que ahora me quita el sueño./ Es la cara de sorpresa de su Majestad la Reina Isabel II/ cuando le preguntamos:/ Mire, usted Señora ¿qué país es la Inglaterra de Sudamérica?”. Comentada es también la pequeña referencia a Conejerías de plomo, el poemario de Manuel espinoza Orellana, publicado un domingo en La Unión. Bajo el título de Cojonerías de plomo decía más o menos lo siguiente: hay libros que dejo en el primer o

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segundo poema. Este lo dejé en el prólogo. La cita no es textual, sino un divertido recuerdo.

En Inglaterra publica, a comienzos del año 2006, Algunos milagros de Eduardo Embry, una edición bilingüe con traducciones al inglés de Penny Turpin, su compañera, y prólogo de la profesora brasileña Teresa Cabañas. Algunos de los dieciséis textos habías aparecido antes en diversas publicaciones y revistas. De ellos, como bien señala Cabañas, se extrae la particular poética de este autor: “una aventura literaria que es puro afán inventivo y lúdico de la palabra. Los hechos más pueriles se agigantan, alcanzan visos insospechados que nos fuerzan a notar niveles de la realidad ya borrados de nuestra capacidad perceptiva”.

También es notoria en su poética ciertas línea constante a la Promoción Universitaria del 65 -más cercana a Trilce que a los demás grupos de entonces- cuya función general no era otra sino poner en duda los mitos sobre los que se sustenta “el aparato ideológico del Estado”. La cita directa o por vía de sus elementos, de los cuentos infantiles a guisa de ejemplo, cumple con el objetivo de subvertir dichos principios: “alguien que entró en los bosques/ al salir, ha dejado la puerta abierta”. O la ironía como elemento perturbador que, al tiempo de negar, reafirma lo prohibido: “de la cabeza a los pies, se cubrieron de libros raros,/ que al tocar el suelo reventaban en letras góticas/ láminas iluminadas,/ que hasta ahora sirven para llenar de humo/ la cabeza de la gente”. Y un tercer recurso que lo ubica con claridad en esa generación, dispuesta a sacrificar incluso su texto epigramático por el viso de inteligencia, es la declaración onvia y certera. Pero no se trata sino de otra trampa para el lector. Esta declaración presentada como un mensaje directo y claro, está cargada de connotaciones, minada, corrompida por una red de peligrosa significancia: “ahora que George Best ha muerto/ toda mi poesía ha cambiado,/ me niego en absoluto a contar/ todo lo que me pasa”.

Hacia finales del 2007, Embry anduvo por estas calles después de treinta y tres años. Había sido invitado por la Sociedad de Escritores de Chile a participar en el Encuentro Internacional Chile tiene la palabra, congreso celebrado entre el 2 y el 6 de noviembre en Santiago. Su visita fue muy rápida; arribó la mañana del 31 de octubre para regresar a Inglaterra el sábado 10. Estaba preocupado por Joanna, manifestó. Robert, el menor, estudia medicina en Inglaterra. Y en su breve estadía se reunió, tras mucho tiempo, con Eduardo y Pablo, sus hijos mayores.

Sin embargo no logró ponerse de acuerdo con este lar tan diferente al que dejara. Nada agradó al poeta. Se sorprendió ante el discurso derechista y pro empresarial de los socialistas (por esos días se desarrollaba la Cumbre Iberoamericana), el desamparo y la cesantía de sus amigos, la suciedad y el abandono de los espacios públicos. Fue demasiado. Chile es un país triste y el poeta lo captó con intensidad.

En la oportunidad compartió tribuna con Carlos Germán Belli, Arturo Corcuera, Jorge Boccanera, Claribel Alegría, Ernesto Cardenal, William Osuna y los chilenos Hernán Miranda Casanova, Jaime Huenún, Jorge Montealegre, Andrés Morales, Waldo Rojas, Javier Bello, Pedro Lastra y algunos más, junto a una abultada nómina de fieles e incondicionales militantes del gremio de calle Simpson.

La mayor parte del tiempo la pasó en su Valparaíso natal. No quiso viajar a Calama, a donde había sido invitado a participar en le Feria del Libro, y se retiró antes del anunciado homenaje que se le haría el martes 13 al mediodía en la Sala El Farol. Tal vez no sintió el afecto esperado; tal vez percibió esa abulia que como una sombra extraña aplasta la voluntad en tiempos de derrota. Pero su viaje fue intenso; rindió homenaje a los suyos el 1º de noviembre, abrazó a una prima lejana, a los viejos camaradas, parloteó con algún miembro de la revista Piedra y una buena mañana tomó sus maletas a la carrera, pidió un taxi y, casi sin tomarse el té ya servido, se fue al aeropuerto de Santiago y se puso “stand-by”, como siempre, a la espera de los próximos acontecimientos.

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Este camino no le ha sido fácil y ha debido esperar hasta los setenta de su edad para ver circular libremente su poesía. A partir de ese momento sus selecciones antológicas son recogidas en diversos territorios. En 2009 la venezolana Monte Ávila Editores edita Manuscritos que con el agua se borran y al año siguiente la Universidad de Playa Ancha entrega Al revés de las cosas que en este mundo fenecen.

Embry tiene suficiente trayectoria y alcurnia para ser reconocido como un hito fundamental en la poesía porteña. Por ello, la antología entregada por Monte Ávila Editores Latinoamericana no viene sino a hacer justicia a una obra sostenida y permanente. Con una selección y el prólogo a cargo de Eduardo Gasca, el volumen aporta con más de ochenta textos, varios de ellos inéditos, junto a una buena cantidad de trabajos ya aparecidos en cuadernillos y plaquettes. Pocas de estas ediciones pueden clasificarse técnicamente como libros; lo que hace aún más meritorio el reconocimiento hacia su poesía.

Con todo -como bien destaca Gasca en su prefacio- el poeta fue amigo de los grandes sesentaiochistas de la malvada Albión: Roger McGough y Brian Patten quienes, junto a Adrian Henri, publicaran en 1967 el super vendido The mersey sound, la Biblia de la poesía pop del siglo anterior. Este vínculo, junto a un profundo conocimiento de la poesía medieval y renacentista española, lo lleva a construir un escenario donde lo moderno y lo clásico son dos personajes que habrán de dialogar, bajo la irónica voz del poeta, sobre los hechos cotidianos y el transcurso de aquel en ese espacio. Texto y escenario es uno solo. Por allí desfilan el Mio Cid, la Virgen María, el poeta Gonzalo Millán y Núñez de Bascuñán.

Por su parte Al revés de las cosas que en este mundo fenecen, edición a cargo del profesor e investigador Eddie Morales Piña –y con prólogo de Fernando Moreno Turner- reúne poco más de una sesentena de sus poemas con similar origen a los textos de la edición venezolana. Del volumen emergen claramente los tópicos ya enunciados y los lugares míticos del poeta. Valparaíso y el paisaje urbano inglés, con personajes y costumbres, se cruzan en un ensamblaje muy particular. En el texto “Canto de Canterbury” nos cuenta: “Hubo una vez en el cerro Cordillera,/ cerca de la subida del Castillo,/ antes de las grandes guerras,/ tres jóvenes que llegaron de Flandes”.

La edición adolece, por desgracia, de omisiones técnicas que atentan contra la seriedad y el dedicado trabajo de Morales Piña.. A la aglutinación del texto por una mala elección tipográfica se suma la falta de un índice apropiado y la incompleta lista de los créditos. Notoria es la omisión de la autora de la imagen en portada, la grabadora Virginia Vizcaíno (quien por lo demás es mi compañera). Con todo, este libro y el anterior constituyen valiosos aportes que la poesía agradece en estos tiempos de miseria.

Y cerrando la serie aparece Arte de Marear. Esta tercera obra, presentada por Altazor en octubre de 2010, se destaca a primera vista por la elegancia de un trabajo cuidado, tal como se merece este autor para situarlo en el lugar que le corresponde. Aqui, la poesía de Embry anuncia hechos, establece situaciones y relaciones semánticas a partir de la lectura inmediata de las cosas y del entorno, lo cual le permite establecer un escenario especial para representar cuanto él directamente no dice. El poeta nada muestra de sí: más bien otorga al paisaje descrito el arte de dibujar a ese sujeto que habla y anota apresuradamente. Y, ya incorporadas a su poética como una cuestión de estilo, ls formas y asuntos reconocibles en la literatura española medieval son trabajadas como un reflejo sobre lo cotidiano y actual de su entorno.

Arte de Marear repite el título de Antonio de Guevara, del libro publicado en Madrid, en 1539, referido al oficio de la navegación y a los curiosos monstruos avistados desde naves y galeras desde la antigüedad. Tales curiosidades corresponden a las que el propio autor desea dejar registradas en su paso por tantas geografías. Navegar es necesario; pero tal vez más importante y como tarea

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esencial de la literatura sea el dejar su registro para las próximas generaciones. Y esa es la tarea del poeta Embry. Tanto es así que al citar al catamarán de Siracusa –en el epígrafe- convoca también al oficio del vate. Guevara puede haber con anterioridad visto esos enormes navíos que transportan automóviles fondeados en la bahía de Valparaíso. Y Embry dedica parte de su esfuerzo en ser comprendido por los lectores futuros; de suerte que su elección del texto medieval ya no es la mera búsqueda del tiempo pretérito, sino una proyección histórica y la fuente de la tradición a continuar.

Existen por cierto algunos textos de un mesurado acercamiento del hablante; pero son los menos. Porque, a pesar de intervenir en la anécdota en primera persona, esta acción es lejana, intencionadamente distante para que de ningún modo, sea posible extraerle algún “desafortunado” sentimiento de su parte. Y aal escribir sobre sí mismo prefiere la mirada ajena y la visión crítica: “Este don, don nadie que escribe/ -del siglo XIII al siglo XXI- / dice tener una/ familia muy distinguida,/ unos dicen que viene/ de Escocia, otros del/ puerto marítimo de Portsmouth”.

Su proceso de creación queda aclarado por el texto “Se reconstruye una escena” donde el autor se muestra de manera tangencial: “Palabra por palabra/ este libro me está leyendo/ verso a verso/ me enreda en amores y desamores,/ en asuntos demasiado/ cargados, o de claridad/ o de misterio”. De cualquier forma no se trata de meros apuntes o de la descripción de ciertos momentos al pasar. El oficio y los recursos los maneja con maestría. Ciertos guiños o descubrimientos, como el hecho de poner el grito en el cielo a través de la lente del telescopio, encierran tropos (una fenomenal metonimia aquí) sólo permitidos a los más preclaros oficiantes de la poesía.

Sin lugar a dudas el material significante –el mensaje en si- necesita también de algún grado de perfección; pues así cargará la mayor cantidad de significados posibles y circulará con eficiencia por el canal comunicativo; como una lancha de carrera; como un buen libro de poesía en este caso.

Son treinta y ocho los poemas de este volumen de ochenta páginas impreso en un papel cálido que invita a su lectura. Su edición pertenece a Patricio González G. y el diseño estuvo a cargo de Javier Bórquez. La portada, a partir de Le Chateau des Pyrenees, de René Magritte, se interviene reemplazando el castillo sobre la roca por construcciones típicas de Valparaíso. Las siempre inteligentes y amenas palabras de Moltedo (quien firma solamente como E.M.G.), el prólogo saluda su reaparición. “Es curioso -dice- como el más preciado material de exportación de nuestro país se ha llegado a producir en el exterior y regresa a casa a través de un golpe electrónico.

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5. Las cien canciones de Eduardo Peralta Nuestra generación no se había gastado aún cuando de jóvenes padres, por las mañanas de domingo, cantábamos a nuestros hijos, La Internacional, Torna a Sorrento y las Alturas de Macchu Picchu habiéndole coro al Gato Alquinta. Y un buen día se agregó a ese repertorio las recién aparecidas creaciones de un muchacho, estudiante de periodismo de la Católica de Santiago, llamado Eduardo Peralta. El joven titiritero, Golondrina chilota, El hombre es una flecha, fueron melodías grabadas a fuego en esa época odiosa, difícil y sin embargo cargada de mística en la esperanza de una patria libre y nuestra. Porque Eduardo Peralta es precisamente una de aquellas figuras aparecidas en escena, allá por los 80, en plena dictadura militar. Y como buen ochentista, carga la imagen de individuo incorruptible, de los mismos intencionadamente olvidados hoy en casa, expulsados de la cena del poder; pero no se trata de cualquiera. Apreciado en Francia se le nombra Caballero de las Artes de las Letras y ese mismo 2004 recibe en París, junto a Georges Moustaki, el Grand Prix Sacem entregado por los autores y compositores de Francia.

En aquellos primeros años era invitado al Festival de Poesía de Rotterdam, el Festival de la Canción de Berlín, donde aparece junto a Daniel Viglietti en el Berliner Ensemble, y actúa con Gitano Rodríguez en la Casa de la Cultura de Bobigny. Los exiliados chilenos le otorgaban ya su reconocimiento.

Esta reacción resulta comprensible en tanto su discurso es ético, burlón, de intensa melodía e intenso significado también. Peralta es más que un trovador un bardo, un poeta que ocupa los secretos recursos del oficio para encantar y convencer. No concedió a ese tácito acuerdo nacional que impedía referirse a la injusticia, a la pobreza extrema, a la nulidad jurídica y moral de un sistema impuesto primero con sangre y luego bajo permanente amenaza. No supo callar a tiempo; por el contrario, Peralta apunta, remueve la costra, se ríe a carcajadas de la estupidez reinante.

Recibir sus 100 Canciones el año 2007, aparecido bajo el sello de Editorial Genus, resultó una refrescante ducha para la memoria y el corazón. Tanto, como desempolvar ese disco compacto que nos enviara a finales del siglo pasado -pero el mismo en que vivimos- llamado Trova Libre, con nuevas piezas de antología, insolentes, claras, liberadoras, como Canción a tu ex marido, El jaguar o Antigua historia de amor. Piezas que rebosan ternura, nobleza y una alegre ironía una vez más.

Salud y canto para todos/ es la consigna de nuestro amor/ y será cómplice y hermano/ relampagueante y liberador entona Peralta y cumple con lo dicho en el territorio de la memoria. Estos son, testifica, quienes allí estuvieron, los náufragos salvados a sí mismos a puro estilo pecho, los nuestros. Imágenes de él con sus amigos poetas, intérpretes y grupos musicales aparecen acompañando sus letras. La revisión aporta algo de nostalgia sin que ésta se haga obvia o quejumbrosa. Thelmo Aguilar, colega porteño, conductor y creador del espacio radial Difusión Latinoamericana, nos regala una muy buena definición del volumen. Se trata de una historia narrada en fotos; de nuestra historia.

También Fernando Ubiergo, quien prologa estas páginas, aporta con un buen retrato del artista. Dice: “Eduardo Peralta, trascendente y cotidiano, tiene la formidable capacidad de transportarnos con sus relatos, subidos en aires de ironía,

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humor, crítica social, amor y ternura. Un denominador común, su ingenio, su humor inteligente, el verso de sólida factura, que recoge y recrea las mejores tradiciones en su privilegiada pluma”; para terminar con un merecido “Chapeau, maestro”.

Tras estas características hay un sostén estructural y que él ha definido en un aclarador verso: “ser libre he decidido”. El tema, Los tres caballeros, se refiere al jerarca del Partido, al Papa recién ungido y al General, sospechosos sujetos que piden la vida en beneficio de sus intereses; pero sin que se la jueguen ellos. Por otro lado, además, la gracia de sus textos crece por la extracción de palabras arrancadas a otros órdenes lingüísticos -solemnes, históricos o patéticos- para hacerlas funcionar en el discurso cotidiano. Esto connota fuertemente el texto, lo recarga de intensidad y transforma los términos en objetos de consumo y de goce común.

100 canciones reúne importantes piezas de este autor. Aclara, además, como creaciones propias algunas que el receptor apreciaba como traducciones. Y aporta conel testimonio de una época archivada en el olvido por las razones ya conocidas.

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6. Efraín Barquero postergado La mesa de la tierra, de Efraín Barquero, fue distinguida en 1999 con el Premio del Consejo del Libro, anunciando la inminente y lógica concesión del próximo Premio Nacional de Literatura al poeta del Maule. El volumen había sido publicado el año anterior, por LOM, y distinguido de inmediato con el Premio Municipal de Santiago. En consideración al rigor y a la calidez de su obra, el jurado designado por el Consejo quiso así homenajear en vida a un autor destacado en la Generación del 50 y al grupo de intelectuales que la integraron. Y con ello -Delia Domínguez, Jaime Quezada, Manuel Silva Acevedo, Cristián Vila Riquelme y el profesor Iván Carrasco, de la Universidad Austral de Chile- hacían un guiño a la memoria de Enrique Lihn y de Jorge Teillier, quienes fallecieron sin alcanzar, por la conocida ignorancia de quienes lo otorgar, el mayor galardón en nuestras letras.

Sin embargo la historia volvió a repetirse. Al año siguiente, y por la fuerte presión ejercida por el entonces presidente de la República, Ricardo Lagos Escobar, el premio fue intenpestivamente a pasar a manos de Raúl Zurita. Un llamada desde La Moneda, a la Ministro de Educación, Mariana Alwin, interrumpió la cesión y cambió el curso esperado. La intervención fue tan evidente que uno de los jurados, el poeta Miguel Arteche, se negó siquiera a firmar el acta.

Esa mañana me encontraba en Viña del Mar dictando una charla a los estudiantes de Periodismo de la Universidad Católica. Una alumna me consultó por de la decisión a anunciarse al mediodía. Hablé sobre los candidatos, sus méritos, sus producciones y concluí que el nombre más obvio habría de ser, sin la menor duda, Efraín Barquero.

-¿Y Zurita? -Me preguntó la niña. -¿Zurita? Que yo sepa no está nominado. -Sí, señor. Lo escuché mientras desayunaba. -Mire señorita -le respondí sorprendido -nosotros podremos ser un país

bananero; pero no somos un paisito bananero. No creo que eso ocurra. Se trata de niveles muy distintos. No; me parece muy difícil.

Tras la reunión llamé a casa desde un teléfono público. -¿Sabes a quien le dieron el Premio? -Preguntó mi mujer. -No. ¿Que ya lo anuciaron? -A Raúl -afirmó -Me parece increíble. La semana anterior había estado almorzando en el departamento de los

Barquero. Le reiteré a Efraín mi vaticinio y ofrecí una botella de un muy buen vino para celebrar. Elena, su eterna compañera, prepararía los porotos. No los vi por un tiempo. Tras el anuncio oficial se produjo un pesado y prolongado silencio.

Si bien el poeta va a quedar en la historia patria por aquel hermoso y repetido poema de La Compañera su escritura ha ido experimentando un desarrollo vital hacia lo esencial de la poesía, la comunicación secreta entre escritor y receptor. Pero es ese camino, justamente, el cual se ignora en el país. Desde ya, el joven rebelde al grupo nerudiano había buscado otra forma de expresión en El viento de los reinos, basado en su experiencia en China, y en Epifanías. Viajó a China a trabajar, en 1962, invitado por el pintor José Venturelli. Una puerta se abre para él. Tuve como el sombrío desperezo, como la sensación de despertar, ya muy tarde, de un largo sueño; de haber estado ahí, en alguna edad; de alcanzar con fatiga a otro

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que me esperaba en Peihai; de batallar con él para entrar en un solo cuerpo, que era el mío y que, por un instante, no tenía nombre, cuenta en Arte de vida.

El medido cantor, el trovador que era, no vacila en exhalar hasta lo último de su aliento con toda la fuerza de su caja toráxica: Estoy afuera de una casa silenciosa/ con mi corazón dormido como sus puertas/ con miedo de tocar el aldabón, con miedo/ de despertar en el fondo de un pozo/ como en las noches de invierno las bestias del mar (de Epifanías).

Ese es el Barquero recordado en esta orilla. Ahora, un cuarto de siglo después, se instala en La mesa de la tierra y dice, simplemente, con su voz arcana enronquecida por la experiencia. Bien lo apunta Naín Nómez: “la obra poética de Barquero parece finalmente decantarse (…) en un equilibrio textual y temático que se instala en el mundo, como un cuchillo en la mesa, recuperando los ritos primigenios y la permanencia del hombre en la naturaleza, sin olvidar el fuego humano”.

Poeta de las vocales de madera pareciera rehuir del fluir profundo y turbio de la letra u, que tanto nos gusta a quienes escribimos en este Chile. Releo ese texto fantástico aprendido en los primeros tiempos: Mi amada está tejiendo en la ventana/ está tejiendo una inmensa mariposa./ Me mira en silencio, y yo la miro,/ pensando en el hijo que volará sobre ella, y aquella vocal apenas se aparece como un suave relámpago en una imagen que no quisiera alterarse en su instante, en su paz precariamente definitiva. Es que ésta es su voz; y ella se explica en su ideolecto -transversal acaso- para no alterar el orden magnífico de lo trémulo, la situación ideal la cual se nos ha negado a nosotros, como especie sobre la faz de la tierra.

La madera es seca; pero a la vez es húmeda. La madera es dura; pero a la vez es frágil; la madera es una metáfora con la cual se construyen las casas y las mesas y la leña para el pan, eternas en la memoria de un hombre transitorio, siempre en viaje de aquí para allá, de esta vida a esta muerte tan cierta que nos determina, y hacia otra vida nuevamente, pues son muchos los pasos a dar en esta finitud tan, para nosotros, permanente. La madera representa el vínculo entre el hombre y la tierra, la maternal alianza que un su acción positiva formará la cultura, la suma de signos, símbolos, artefactos y técnicas los cuales, en su labor de retroalimentación y de constante reciclaje suman la totalidad de las modificaciones provocadas por la mano del hombre sobre esta superficie.

Ciertamente Barquero se vincula a lo lárico en cuanto los símbolos repetidos en sus versos, y a través de toda su escritura, evocan o inducen a la imaginación -si bien no en forma directa- a un estado natural de plenitud que ha existido o podría haber existido. De alguna manera no dicha, lo emparentamos más a Trakl, con su nostalgia activa y reguladora de las fuerzas telúricas hacia la síntesis germinal, que al Teillier patriarcal. Barquero plantea otro camino, un sendero diría él, en este transitar por la tradición poética del país.

A veces, en esos ecos mistralianos pareciéramos escarbar algo más allá, algo de Andrés Bello y su perfecta silva; y otras veces nos encontramos en el idioma de todos, en un más acá aún de sus propios compañeros de generación.

Por que a este Efraín Barquero que ahora se nos presenta de pronto con casi la totalidad de su obra, sin avisar siquiera del regreso, sin permitirnos peinar nuestros cabellos y alisar el traje para recibirlo en la mesa de todos, le ha dado por convertir nuestros signos comunes a pesar de todas las connotaciones y marcas que les hacemos en la espalda, en símbolos, en fenomenales símbolos que no vayan -¡Por Dios!- a dejar ninguna duda en ninguna de las múltiples posibilidades de la palabra. Dice madera, dice mesa y dice pan; y dice también que alguien se puso a cantar/ sin mover la boca/ como si estuviera lloviendo/ en una región muy lejana. Y más allá de este juego de sonidos y silencios entrecruzados y señalados ante el ojo y el oído del lector, existe un segundo juego, más allá incluso de las referencias culturales y personales, de verdades ocultas, ignoradas tal vez por el

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poeta sabe; pero las cuales intuye o las intuye en el preciso instante cuando convirtió en letra la idea, que fugaz como la vida misma, detuvo por el momento definitivo sobre el papel.

Este traspaso crea un sistema metonímico por el cual Barquero indica el hogar, precisamente el lar, como un estado existencial auténtico en el cual estas partes, al ser mencionadas, lo representan. Y la ausencia cronológica y geográfica lo traslada hacia el territorio del mito. Esto, que creía haber aportado a la teoría a través de la lectura de Barquero (lo cual también le agradezco), está bien explicado en la Teoría Literaria de Wellek y Warren y cualquier estudiante de primer año en Literatura lo ha sabido mucho antes que los poetas. Lo maravilloso está, para mí como lector, llegar a tal conocimiento a través de una simple y gozosa lectura.

Y también lo anota con su gracia indiscutible y fina el poeta Molina. Nuestro mítico Hemingway, Eduardo Molina Ventura dice en el prólogo de Arte de Vida, que Barquero sabe descubrir, en el mero dato biográfico, afinidades misteriosas, relaciones ocultas, inesperadas coincidencias, que van tejiendo una trama, donde casi sin percatarse el propio autor, va urdiéndose, de los hechos, una figura llena de sentido, que religa fragmentos dispersos, ata cabos, en una insospechada coherencia. Cuanto hace Molina, al destacar estos caracteres, es afirmar que Barquero es poeta, pues de aquello se arma y nutre la poesía.

Entonces podemos decir con Naím Nómez que este Barquero lárico de los primeros tiempos, mantiene un código secreto con el lector para referirse siempre a esa nacencia que connota y evoca a través de toda su obra, desde La piedra del pueblo a La mesa de la tierra , ahora definitivamente establecido, como principio, en la Antología antregada por LOM el 2000. Allí todos los elementos propuestos simbolizan el entorno familiar, la mesa extendida, desde la que fue arrancado tempranamente y añora y representa como un estado ideal y natural.

En todo autor existe una voluntad de escribir, de expresarse del modo personal de percibir el mundo. Barquero intenta atrapar esa forma y lo hace, a lo largo de su obra, por medio de textos que él presenta, en forma directa o indirecta, como Arte poética. Estoy lleno de símbolos de carne y hueso, anuncia ya el poeta a los 23 años de su edad. El viene a escribir con sus vocales de madera y así se planta ante el auditorio: Mi voz no está suavizada por alfombras (…) Más bien es la exclamación ofendida (…) Más bien es una construcción de madera (…) Más bien es la cacofonía molesta (…) En realidad mis palabras casi nunca sonríen.

Pero ya en la mediana edad, por el año de 1970, ha hecho una revisión del camino y en él pesa más la palabra que la intención de hacer. O, dicho de otra forma, tiene certeza ya que su tarea en esta tierra es la escritura y la secreta esperanza de transformar el mundo a través de ella. En Tema 13, al establecer la palabra como vínculo entre el poeta y el mundo, declara yo soy con mis órganos un pensamiento incompleto/ lo que ocurrió mil veces es una forma pura. Explicado esto de forma técnica podemos afirmar que, en esta época, el poeta sabe ya la diferencia entre signo y símbolo; se percata, con dolor y aceptación, que no es el signo el instrumento para crear nuevas cosas, sino el símbolo, mágico y completo que instaura al poeta como el mago, como el aprendiz de brujo, como el brujo de la tribu.

Por muchos estudiosos y por observación, sabemos que el significado del signo no toca siquiera el objeto nombrado en el mundo exterior y menos aún, podría generarlo sólo con la voz, con su enunciado. Entre dicho significado y la realidad hay un río infinito, un río intocado, un río que no fluye para las manos del hombre. Crear con la palabra, dice Juan (en el principio fue el Verbo), es labor divina. Y solamente el símbolo, el logos, podría generar tan maravillosa existencia de la nada misma. Entonces, entre “lo” simbolizado y la realidad signada por el símbolo no hay distancia. El símbolo es cuanto dice ser. Por ello, en esta nostalgia de no ser dioses, en esta nostalgia de no poder mirar la madre tierra como se mira el lar desde el recuerdo, el poeta debe permanecer en su condena, en su escritura, hasta

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el fin de los días. Triste castigo aquel el de vaticinar. Cuanto le queda es Robarle a la garza su blancura (…) al río, su primera catástrofe (…) a la mesa, su cuerpo final.

La que juega en la penumbra contiene trece versos, con cierta intención de alejandrinos y su particular manera de acentuación interna. La vieja mujer bien podría ser la poesía -como casi la totalidad de las figuras femeninas emergidas a lo largo de la obra de Barquero- la cual extiende al poeta una mano de invisibles semillas. La sentencia de contener la verdad en la otra realidad, en la no vista, en el segundo plano de las significaciones, es bastante clara en este caso. Sobre todo en tanto se basa en la experiencia, y en la experiencia visual, como un juego de puertas y ventanas/ y con todos los espejos de las paredes/ como si fueran retratos de otro tiempo.

Bien podría esta “vieja mujer que juega en la penumbra” representarse en su acepción masculina como El idioma de todos. Pues la acción del relatado, en la memoria del poeta, es casi siempre la misma. El sólo observa y anota, como ya lo ha anunciado en sus anteriores “Arte poética”: Abrió la puerta a todas las sombras (…) Elevó la luz sobre su cabeza (…) Saludó al eterno huésped y saludó la eternidad (…) Y ambos se miraron en silencio/ sin saber quien es el visitante, quien es el visitado,/ con esa luz de los que creen en el hombre. Estos versos intercalados, aparecidos en La mesa de la tierra, confirman su intención de escritura y constituyen una reflexión antes de la revisión del camino. Estoy lleno de símbolos de carne y hueso, es cierto; pero sin saber quien es el visitante, quien es el visitado.

Necesaria ha sido esta Antología. Entrega una visión completa del poeta y permite su lectura y desmesura al mismo tiempo. Como la de proponer, en contribución a la confusión general que toda lectura implica, algunas etapas en esta mirada retrospectiva: de Piedra Blanca a Lo Gallardo, de la gran China hasta el Golpe de Estado, la de los libros publicados en dos décadas de ausencia, transcurrida en Francia principalmente, y algunos de ellos en Chile en 1992, y su regreso a casa..

La primera transcurre entre La Piedra del Pueblo y Poemas Infantiles. Es aquí donde Efraín Barquero establece inicialmente su poética y las palabras se reiteran como un código que lo acerca y lo separa a la vez de esa tendencia lárica producida tan allá, afuera de las márgenes de Santiago. La anotación resulta más que curiosa. Si revisamos la bibliografía del poeta, salvo las ediciones extranjeras, las demás han sido publicadas precisamente en la capital.

La segunda etapa va desde El Viento de los Reinos a la edición de La Compañera y otros Poemas de 1971. Asciende acá el poeta su discurso a un estado superior de la existencia, a la conciencia de ser individuo en el cosmos, al tiempo de establecer dichos símbolos, como bien lo menciona Naím Nómez, en todas sus categorías de existencia.

Su largo exilio nos aporta El Poema Negro de Chile, México y Los Bandos de la Junta Militar Chilena (editado en Cuba). Y, ya como anunciando su regreso y también en Chile, aparecen en 1992, A Deshora, El Viejo y El Niño y Mujeres de Oscuro.

Aquí coexisten diversas voces obligadas tanto por las circunstancias como por su particular visión y presencia literaria. Para muchos se trata de textos desconocidos y separados por el doble exilio que afectara tanto al autor como a sus lectores. De allí la importancia de la Antología que inaugura este milenio literario.

Hubo que esperar años para volver a abrazar al poeta y a Elena. Tras recorrer los cerros de Valparaíso en busca de una casa y visitarlos después en su departamento cercano a la Plazuela Ecuador, tras recibirlo un día con sus dos sillas de mimbre al hombro para que los recordáramos partieron de regreso a Francia. El país le daba vuelta la espalda. Una vez más lo eventual superaba a lo permanente arrastrándolo a su mayor desilusión. Hasta que una mañana recibimos una llamada, desde

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Santiago, para que los acompañáramos en la recepción del Premio Nacional a Efráin, al fin, tras ocho años de postergaciones.

Efraín Barquero Jofré recibió el galardón de manos de la Ministro de Educación, junto a los otros reconocidos, en el Claustro de la Recoleta Dominicana a mediados de diciembre de ese año. Ningún medio de comunicación, al menos en titulares, se hizo cargo de la noticia. Portadas y titulares se solazaban con negocios tipo Festival de Viña del Mar o la Teletón, o en cuestiones de la prostituida farándula nacional. Una fotografía de la señora Presidente de la nación en traje de baño recorría el mundo, la Ministro de Cultura aparecía cantando rock sobre un escenario porteño al modo de la misma farsa en el tablado político. Si un extraterrestre hubiera aterrizado de pronto en estos lares vería un país “tal para cual”, habitado por bárbaros que fuman y hablan de foot-ball mientras los intelectuales, premiados con las más altas distinciones en Historia, Artes Musicales, Ciencias Naturales, Ciencias Aplicadas y Tecnológicas y Literatura se ocultaban en espera de una mejor oportunidad.

Sin duda el más esperado fue el premio a Efraín Barquero. Su esposa y él optaron a última hora por venir a recogerlo impulsados más bien por la necesidad de saludar a sus pocos amigos en el país. En privado expresó los deseos de volver a Valparaíso. Y en su discurso -críptico para los poco entendidos- se retrató como un disgustado por la postergación a que se vio sometido por la inteligentzia concertacionista y la tontera reinante. En pocas palabras -indicó- había seguido su tendencia a echarse a morir para luego con la naturalidad de los hechos, salir de su refugio cuando la situación tendía a mejorarse. Pero en esos momentos resultaba inútil escarbar sobre alguna información en torno a la entrega de los Premios Nacionales 2008. Se comprende, Chile es así simplemente.

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7. Elicura Chihuailaf de visita en Malmö “Llegué el 12 de septiembre a Italia, dice Elicura, invitado por un grupo de poetas italianos, entre los que está Grabielle Milli. El, hace bastantes años, sin conocerme me tradujo unos poemas que fueron publicados en la revista LAR, que aparecía tanto en Madrid como en Concepción”.

Conversamos en casa de Gastón Candia, miembro activo del Comité de Solidaridad con el Pueblo Mapuche, en Malmö, Suecia, y “alcalde honorario” de la ciudad. El poeta, quien aloja allí junto a otros miembros de la delegación, cuenta que estuvo en París y que leyó en la Universidad de Toulousse. Una presentación en La Casa de América Latina no pudo cumplirse a causa del cansancio luego de tres semanas de intensa actividad en Italia: “Hubo conversaciones con personas de revistas literarias francesas, la Quincena Literaria entre ellas, y con algunos profesores de la Universidad, en París, con los cuales teníamos mutuos conocimientos respecto a propuestas frente al lenguaje”.

Estamos en octubre de 1993 en la primavera europea. Elicura no pudo alojar en mi casa; el celoso de Candia ha compartimentado la autoridad. Aprovecho mi condición de periodista de Liberación para entrevistarlo, para conversar con un viejo amigo a quien sólo podré invitarlo a almorzar días después, a la carrera, entre una actividad y otra: “Y vine aquí, a Malmö, para estar en este encuentro samer mapuche y compartir con todos nuestros hermanos. Luego voy a Suiza, a una universidad, y de allí regreso a París a cumplir con la lectura que quedó pendiente. Y donde seguramente, el próximo año, aparece un libro traducido al francés”.

Fuera de Francia no hay proyectos concretos de publicaciones. Pero en esta oportunidad, de paso a Ginebra, estará unos días en Alemania. Y allí debe conversar con un traductor. No es éste el primer viaje de Elicura por estos lares. En 1989 anduvo en Estocolmo en el encuentro de poetas chilenos “de aquí y allá” organizado por Sergio Badilla; y en el junio anterior había visitado Holanda invitado al Poetry International, cuyó interés giró, en esa oportunidad en torno a la poesía latinoamericana. En dicho encuentro participaron Homero Aridjis, el argentino Juarroz y Gonzalo Millán. Otro chileno, Gonzalo Rojas, no pudo concurrir a causa de compromisos anteriores. Notoria allí fue la presencia del sueco Lars Gustafsson.

Chihuailaf es ante todo un poeta mapuche. Así lo declara con orgullo y convicción: mapuche en su contenido y en la forma. El poeta escribe en castellano y mapudungun e integra las listas de la poesía chilena. Respecto a ésta dice: “Mira, yo no veo con mucha claridad los movimientos posibles. Hay una cantidad de jóvenes que surgen y se apagan. Pero todavía no vislumbro. En la provincia uno está siempre como alejado de todas esas cosas. Mantenemos una relación sólo casi individual con mucha gente que pertenece, presumiblemente, a muchos movimientos también. Ahora, poco antes de salir para acá, fui invitado al Encuentro Iberoamericano Vicente Huidobro, en Santiago. Llegó gente, fundamentalmente, del continente”.

“Bueno -continúa -siguen latentes nombres que ya tienen un camino. El caso, por nombrar los más jóvenes, de Gonzalo Millán, el caso tuyo, que yo creo ha ido haciéndose cada vez más notorio. Tú sabes; cuando estuvimos juntos en Valdivia fue una de las muestras de que eso es así. El caso de Raúl Zurita. Publicó Diego

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Maquieira; pero no sé en qué editorial. Sólo sé que unos poemas sobre aviones. Pero el acceso al libro, de no encontrarse uno con los autores, es muy difícil.

Respecto a la poesía de los lares sostiene: “la corriente lárica de todas maneras continúa. Está situada perfectamente dentro de ésto. Pero, te digo con honestidad, nunca he tenido mucha claridad y, menos aún, a lo que está vigente -confiesa refiriéndose a la capital. -No sé por qué no entiendo eso que se denomina el posmodernismo. La sola palabra me parece algo muy extraño, muy raro. La corriente lárica no pierde sus adeptos por la razón de que Chile sigue siendo, aún en Santiago con todo su smog, de ciudades en que el campo está muy cercano. Un cruce, podríamos decir, de la ciudad y el campo. Tú ves que hay muchos pájaros, de pronto una carreta, que alguien pasa a caballo. Entonces, simplemente hay un paisaje urbano rural que incita a este tipode escritura”.

En cuanto a los nuevos no indica muchos nombres: tal vez yo pueda mencionar en este momento a Sergio Parra. Porque se trata de un mantenerse en un quehacer, en un trabajo y en un rigor frente al propio trabajo. Incluso en este sentido colectivo de hacer algo por dar a conocer la poesía de los compañeros de camino.

Por cierto Chihuailaf lo hace. Su revista Poesía Diaria, que edita junto a Guido Eytel en Temuco, lleva ya doce números en esa labor de difusión.

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8. Elvira Hernández, la bandera de Chile Recuerdo a Elvira Hernández en Malmö un mediodía de 1988. No sé cómo llegó a essos lares; pero venía de Estocolmo con trabajo de chofer y conducía a una familia hacia los canales de Holanda. Me reconoció “caminando con paso chileno por Ronnebygatan, una mañana lluviosa y veraniega”, tal como me escribe en su dedicatoria de ¡Arre! Halley ¡Arre! Recuerdo esa mañana. La esperaba por varias razones, o por una mezcla de ellas. Sabía que andaba por Uppsala, en casa de un hermano, y que bajaría a Europa. Tenía ganas de hablar en chileno, con la poeta y tenía ganas, también, de atravesar esa tarde con ella en ferry a Cohenhague a tomarnos unas buenas cervezas; quería, en verdad, que me acompañara a emborracharme. La situación en casa era insostenible; mi mujer regresaba a Chile, se me esparcía entre los dedos y yo, en verdad, estaba desolado. Pero Elvira tal vez no entendió aquello o lo interpretó como un coqueteo de mi parte. En verdad yo buscaba a la amiga; en fin, son historias pasadas, por suerte.

La he escuchado y admirado después en una caleta, en Cartagena, leyendo para los pescadores y para la televisión; o junto a Gonzalo Rojas y José Ángel Cuevas en La Sebastiana, en Valparaíso, en algún obvio homenaje a don Neruda. En esa misma casa la ví en el verano reciente mientras grababa una entrevista en el Taller de Poesía de Sergio Muñoz. Decía verdades inmensas, del porte de un trasatlántico, con una calma casi silenciosa y letra muy pequeña. Antes leyó en el patio y su lectura no me había gustado. Me pareció forzada, como si acaso se hubiera puesto de pronto intelectual, Pero es un problema de su lectura, nada más. Leerla es otra cosa. Porque siempre la encuentro con esa voz de pájaro y esa figura frágil que pareciera quebrarse a medio camino. Pero no es sino un espejismo. Sus balbuceos esconden el vozarrón del texto y una estructura sólida como pocas. Sin embargo, callada en su actitud hacia el gran mundo, pareciera no importarle ser conocida en este país de show y vanidades. “No tiene transbordos intelectuales. No le interesa la cultura, le interesa la luz” se define en Santiago Waria.

No se trata de una reafirmación individual, al menos en cuanto al discurso propuesto. En esta última producción hay una queja constante contra el establecimiento de lo gris en un territorio que le es propio y se le niega. Waria significa lugar, poblado, en mapudungún. En ese espacio se ubica a sí misma como una habitante más sometida a la ocupación. Todos los territorios les han sido ocupados, incluso el del lenguaje. “Anda sola/ mira para atrás/ sólo tú quedas/ en el camino” anuncia en un primer texto culminará luego con un “anda sola, Teresa vieja”.

En tal afirmación se esconde un acróstico, astv, similar al término griego astu, equivalente a la urbs romana. Así nos lo señala en el epígrafe para identificarse con la tierra de su permanencia. Por otro lado refleja su viejo nombre, el de Teresa Adriasola, con el que firmara sus primeras publicaciones y una recolección de poesía chilena, para destacar ese posicionamiento.

El título del libro indica las fechas 1541 - 1991, referidas a la fundación de Santiago y a la escritura del mismo Es “un sujeto perteneciente a la historia de Chile la ‘autora’ de estos textos” interpreta Jorge Guzmán en el prólogo; y ve en ello la aparición de “un manejo del lebnguaje que tiene valor por sí mismo”. Tal procedimiento se hace necesario ante aquel suelo birlado por el poder y la estupidez. Deberá en consecuencia reconstruirse como cada molécula social, para

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recuperar tanto espacio perdido. Para Raquel Olea este personaje se “explicita así como (la) hablante desprotegida de orígenes perdidos, sin padre, abrumada por una referencia espacial, idiomática, genealógica que no le sirve porque en su condensada red de influencias, no le otorga ninguna identidad”.

Si aquí la poeta busca sus orígenes, en sus anteriores producciones, ¡Arre! Halley ¡Arre! y Carta de viaje, va tras el paradero de los idos. En uno el territorio es la tierra, en el otro el espacio, como puede serlo alguien en su plaqueta de 1987, o el tiempo, en la otra entrega. “Vengo del País del Reloj de Flores, de Tres y Cuatro/ Alamos. Vengo de vuelta del ‘Fausto’ y he buscado todos/ estos años a Juan Alacalufe Desaparecido” declama en uno. “Entonces tú das media vuelta, te vas desapareces/ Desaparecemos/ el pueblo pasará una y otra vez por las páginas de tus libros/ tu profesión injusta” reclama en otro.

Esta migración constante por los campos del significado evidencia su estructura ideológica y hace patente su “amor por Chile” o su “dolor por Chile”, como diría Zurita, toda vez que los términos usados se insertan en el código local del español chileno de la capital. Dicho de otro modo, los segmentos de significación que nos salpican los medios de comunicación masivos, la publicidad y la propaganda embotan a la masa; pero iluminan a la poeta y despiertan su sensibilidad en tanto su trabajo consiste en rescatar el verdadero e íntimo estrato del término. “La Bandera de Chile está tendida entre 2 edificios/ se infla su tela como una barriga ulcerada -cae como teta vieja-/ como una carpa de circo” acusa.

Hace poco entregó Cuaderno de deportes. No hay búsqueda allí; para ella la Ética se ha perdido definitivamente. Utiliza una estructura donde aparecen como claves la denotación de varias disciplinas, el lugar común connotado en ese léxico, el habla (nuevamente) chilena santiaguina y de tal modo describe, con singular mordacidad e ironía, la estupidez del medio. Se trata de su propio entorno, ese que la conduce desde la pataforma literaria hasta el núcleo de lo social o de la calle. Todo se yuxtapone; pero al mismo tiempo todo va cruzado en banderola por la idiotez generalizada, por la pérdida de sodio y de potasio en nuestro otrora prestigiado y auto valorado cerebro tan chileno. Su crítica alcanza al que llega, al que se inicia o al que se repite; porque cada uno a su modo emula algo sobre este falso coliseo, sobre la arena de la vanidad más ordinaria; se trata del deporte nacional.

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9. Los caminos de Ennio Moltedo Al aparecer, en 1955, la antología 20 poetas de Valparaíso, bajo el sello de Ediciones Océano de la Sociedad de Escritores porteña, Ennio Moltedo era ya conocido como un vate en ciernes en la vecina y pretenciosa Viña del Mar. Aunque ni su obra ni su nombre son registrados en esta recopilación a cargo de Claudio Solar, el presidente de la institución, su figura era indicada por la sociedad local en la calle Valparaíso desde la atalaya de las mesas del elegante Café Virreyna. Enfrente, en la esquina de esa arteria con la Plaza José Francisco Vergara, se ubicaba el Café y Fuente de Soda Diana, lugar concurrido por sujetos de dudosa reputación, como los jugadores de foot-ball del club Everton y, además, por algunos jóvenes un tanto rebeldes y con ciertos trazos de bohemia. En ese grupo se distinguían el propio poeta, los ya fallecidos Pepe Ríos, por entonces estudiante de arquitectura, y Jorge Luer, el esposo de Sara Vial, junto a uno de los Cavallo, propietarios del local quienes vivían en los altos de la misma vieja construcción que daba hacia la frondosa arboleda de la plaza. El café aquel tenía algo de mágico y prohibido para nosotros, los niños de entonces. Se decía que en sus mesas de madera bajo la imagen de Diana la cazadora que adornaba el muro al fondo se bebía cerveza.

El grupo de rebelde tenía muy poco; y de revolucionario nada. Los muchachos del 50 en la zona, cuyo gran mérito dicho sea de paso fue nada menos que el inscribir nuestra creación en el discurso nacional, provenían de una clase media bien relacionada, cuando no acomodada, y una visión conformista del entorno era la opción más lógica para su obra. Y entre los no poetas de aquel grupo, Ríos puede haber tenido un acercamiento hacia la izquierda a partir de su amplia cultura artística; Luer, en cambio, fue siempre un recalcitrante partidario -cuando no partícipe- de la ultra derecha.

Moltedo cuenta ya con 28 años cuando aparece Cuidadores. La edición, diseñada por Mauricio Amster, aparece bajo el sello de la Sociedad de Escritores de Chile y es impresa en los talleres de la Editorial Universitaria en Santiago. Cuidadores obtiene ese año el Premio Alerce otorgado por el gremio nacional en un certamen de poesía. Es el libro de la infancia ya ida. Sus imágenes revolotean en la página para intentar el rescate de ese tiempo maravilloso irremediablemente perdido. Los textos, o los niños que ya fueron, son los cuidadores de esta infancia, de su memoria, de ese perfecto orden del mundo donde brilla el verano y los días se iluminan para siempre. “Y en lo alto, -nos relata el poeta- límpidos, zumban mis mosquitos preferidos, guardianes de mis tierras y de mi escuadra”. Nada podrá ser cambiado; el escenario nos recuerda a José Donoso y guarda la estancia más feliz, aquella de la pintura El rincón tranquilo de la sala de estar del sueco Carl Larsson.

A pesar de la silenciosa y siempre austera conducta del poeta, que no podría delatar una actitud frente a la cuestión social, se percibe un notorio desarrollo a lo largo de su camino. Como se verá después hay un extendido paso entre las imágenes bucólicas, prístinas y estivales de ese Cuidadores hasta la protesta en contra de la estupidez humana que veremos posteriormente en La Noche. En cierta medida sus primeros libros pueden también remitirnos al narrador Adolfo Couve, con sus escenas de veraneos en la propiedad rural y costera del bordemar.

No cualquiera lo leerá. Su poesía no utiliza el verso y no resulta clara para cualquiera. Según Adolfo de Nordenflycht allí “se configura temáticamente el

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tratamiento de la infancia entendida como un reducto de la libertad y la plenitud”. Pero son períodos de cambios. Argelia se independiza y en Cuba Fidel Castro, el Che Guevara y Camilo Cienfuegos se abren paso hacia La Habana. Del arte se espera otra cosa, una suerte de compromiso. “Penetrar en su obra no es tarea fácil. Hay en su poesía elementos de mera sugerencia que conducen a un mundo concebido con absoluta arbitrariedad (…) sensaciones oníricas que distorsionan todo y hacen complicada y misteriosa la escena” dirá después Luis Fuentealba Lagos en su antología Poetas Porteños, para agregar algunas líneas más abajo: “Deliberadamente escribe sin atenerse al modo lógico de la construcción gramatical”. Es claro, poeta y profesor son oficios muy distantes. Sin embargo algo intuye este elegante y promisorio jugador de Rugby. El extraño signo oculto en su texto Rebeldía aparece por vez primera: “Fastidiado, ofrecí mis servicios al enemigo y ganamos la batalla”.

Tres años después publica Nunca. La lárica infancia se esfuma paso a paso para señalarnos su presencia –la del joven individuo y el poeta a la vez- en busca de su lugar en el mundo. Su imaginería crece y se intensifica. La orilla de playa es “donde el mar siempre se cansa” y la casa pasa a ser una isla, el mundo privado de la maravilla cotidiana. No se trata de una mera prosa poética. Claudio Gaete y Guillermo Rivera hablarán en el prólogo a su Obra Poética de una escritura provertida “si se tiene en cuenta que tanto prosa como verso derivan del latín provertere, en el que la prosa corresponde al participio haberse movido, mientras el verso al infinitivo volver a rodar”. Para Sergio Holas, en cambio, se trata de poemas plegados. Un buen estudio al respecto entregará después en el prólogo al muy ulterior libro Las Cosas Nuevas, publicado recién el año 2011.

Concreto azul cierra tanto esta trilogía como su visión de ese mundo apacible. Si bien acá el poeta toma plena conciencia del ser y se ubica en el tiempo y el espacio, los grandes temas de ese momento -la costa, el mar, el amor- se amplían y ciertas inquisiciones acerca del hecho escritural afloran de pronto. Los originales habían obtenido el segundo lugar en el Certamen Gabriela Mistral en 1962. Pero no se publica sino hasta cinco años después en las prensas de la Editorial Universitaria.

Los volúmenes de Moltedo tienen un valor especial en Valparaíso. En 1980, mientras trabajaba en una firma constructora, hallé en una librería de viejo un ejemplar de Concreto azul. La dedicatoria era breve: “Para Luisa, cordialmente. E. Moltedo. Viña del Mar 3 - 11 -67”. Conciente del triste destino de los libros regalados le mostré el ejemplar al poeta y le pedí una nueva firma para acreditar mi pertenencia. Así lo hizo. Y escribió: “Para mi amigo Claudio Zamorano este segundo endoso, Ennio 1980”.

La reedición, a mi cargo, apareció en el programa Publicaciones Literarias del Gobierno Regional de Valparaíso el año 2001. Dirigí este programa tras obtener un concurso público en la Intendencia Regional. La denominación de este puesto era divertida -Inspector Técnico de Obra- y demostraba la natural inhabilidad del sistema para la cuestión de la cultura. El esfuerzo del Intendente daba sin embargo sus frutos. Y frente a su libro me preocupé de cada detalle consciente de su ánimo de perfección; pero no me atreví a colocar, como me hubiera gustado, “edición a cargo de”, y emular así al gran Mauricio Amster.

Su aparición en Poetas porteños lo inscribe en buena medida en el curso de esta poesía en formación. Tiene 37 años de edad y ha publicado tres libros. La crítica lo observa; pero no son estos los tiempos y deberá transcurrir una buena cantidad de años y fuertes cambios sociales para que las condiciones ubiquen su poética en el escenario nacional. Sin embargo, tras ese florecimiento, a partir de Mi tiempo (1980), Moltedo se irá destacando poco a poco entre los integrantes de la Generación del 50 a nivel local, para llegar a ser, no sólo el mayor representante literario regional, sino un nombre a mencionar en la actual poesía chilena.Con los años el poeta sufrió una conversión extraña. El fino y caballeroso anacoreta se

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trocó en un rebelde silencioso cuya ironía apunta a las columnas más sagradas del orden público. No se esperaba esta suerte de iluminación para un integrante de ese grupo viñamarino.

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A comienzos de 1998, Ennio Moltedo recibía el Premio especial otorgado por el

poco modesto y ya agonizante Círculo de Críticos de Arte local, reconocido por los últimos sobrevivientes al posmodernismo de la prensa nacional como poeta, escritor, editor y destacado intelectual. A su cargo había estado la revista Libertad 250 que por varios años editara la filial viñamarina de la Sociedad de Escritores de Chile. Y, por esa misma época, produjo un par de libros –tal vez los únicos- de la Editorial Municipal de Valparaíso. Uno de ellos fue Poemas de jugar Valparaíso, que reunía textos de la poeta Patricia Tejeda y de Armando Solari, su esposo.

Ennio ha sido un porteñista furioso. Comprometido con esta idea creó y llevó a cabo con su amigo y colega Allan Browne una colección de cuadernillos en pro del rescate de nuestro patrimonio intangible. Entre 1993 y 2006 se publican veinticinco Breviarios y un Memorial de los mismos en las prensas de la Universidad de Valparaíso. El poeta antes de verse acorralado y ser prácticamente despedido de esa otra menoscabada institución -el Departamento de Extensión universitario- le dio junto a Browne,brillo y renombre a través de este singular proyecto para el que obtenían auspicios y entregaban un producto de excelente documentación. La mediocridad funcionaria pudo más. Gestores y ejecutores de la idea ambos muestran allí -en Memorial de Breviarios del Valparaíso Regional- un trabajo permanente y silencioso en favor de esta ciudad y de sus valores.

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Tal vez la obra que mayor incidencia tenga para el autor en la última década sea

La noche, su octavo poemario. Tras la portada, El imperio de la luz de René Magritte, se oculta el ya famoso texto nº 15: “Noche, del latín nocte; éste del griego nyntos; y éste, a su vez, del sánscrito nakta. En alemán se dice nacht; en inglés night; en italiano, notte; en portugués, noite; en francés, nuit; en catalán, nit; en walón, nute. En Chile la noche es eterna”. La opción es clara: hacia el fin de la noche apunta el escriba. Y quien mire este libro al trasluz descubrirá su contenido.

El esquema de la noche es simple como una fórmula matemática. Existe el individuo de bien –la imagen misma del autor- destinado a cumplir su rol en la sociedad. Es el artista, el vocero de la comunidad, al que se le opone algo o alguien. Puede ser un ente enquistado en su programa, un estereotipo surgido de varias conductas notorias, gruesas y poco sutiles que a fragmentos instalan tal inbunche en el lugar destinado a él. “Jóvenes -recomienda- no se registren, no se anoten. No frecuentar escritorios y esperas en socavones nauseabundos, entre aceites y comidas y hojas viejas volando tras el polvillo de pantallas que repiten, sin saber, lo mismo”.

Su voz retumba en la plaza pública; un redoble de campanas al que sin embargo nadie parece escucharlo ni compartir su opinión: “En vez de tanto ojo en blanco y pucheros morales hoy, en tiempos de paz, ¿por qué no pronunciaste una sola palabra en tiempos de muerte, mierda?” La razón es simple: el oficio del individuo apunta a lo permanente y, por naturaleza, se opone al “evento”, a la mesa del diálogo, a la tardanza inútil de la discusión impuesta para demorar su acción. ¿Qué camino tomar entonces? El mismo se pregunta: “¿Toga, capuchón, mameluco? Existen soluciones en las que el poeta no cree: “Bien, Galileo. Escapaste por un pelo. Ahora, noviembre de 1992, estás oficialmente reivindicado”.

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Generoso en esta rebeldía fue su discurso de incorporación a la Academia

Chilena de la Lengua en el año 2005: “He escrito poesía lejos del poder. He escrito poesía no para la venta -comercio algo sospechoso y que no recomiendo a nadie-, sino para saludo y lectura confabulada entre amigos”. Estos mismos amigos se preguntan qué está haciendo Moltedo allí y él siempre responde con una sonrisa irónica, encogiéndose de hombros.

El año siguiente le es también propicio. Sus crónicas Neruda: poeta del Cerro Florida, bajo el sello de la Universidad de Valparaíso, entregan una visión particular y sin concesiones de nuestro sobre expuesto Premio Nobel. Se trata de cuarenta y cinco bocetos que retratan su amistad con Neruda enriquecida tras la traducción de 44 poetas rumanos editada por Losada en Buenos Aires, en 1967, y en la que Ennio cumplió una labor protagónica.

Su ojo crítico y mordaz ante la tontera aporta más de una sabrosa contribución. El capítulo Neruda en la Quinta Vergara le permite reírse del supuesto poema que ilustra, además, “una mala réplica de la cabeza del poeta. Por supuesto con gorra y visera para que se sepa quien es. ¿Pero habrá un defectuoso estético al extremo de idear tamaño espectáculo para el recuerdo de una vida literaria hermosa y decente?” se pregunta Moltedo. Y del autor del poemilla trasunta un definitivo “¿Se tratará de algún amigo o pariente de cierto funcionario del departamento de ornato de la Quinta Vergara? ¿Tal vez político del arte espontáneo o un posible agente -con diploma de gestión cultural- recorredor de pasillos que soplan cultura en orejas concejales?” El esteta no perdona.

Meses después aparece su Obra reunida a cargo de Rivera y Gaete. Se trata de un magnífico y elegante volumen que recoge sus páginas y le rinde un justo homenaje. Tal proyecto contó con el financiamiento del Consejo Nacional del Libro y la Lectura a través de un fondo concursable del año anterior. La cuidadosa edición, de la que solamente podría observarse la calidad del papel (lo que se justifica por lo demás por el menguado presupuesto y el millar de ejemplares lanzados) constituye un objeto de valor y delicada factura. El atractivo diseño de portada estuvo a cargo de Jaime Elgueta.

Su transitar no ha sido fácil. En un comienzo anuncia: “Hay valles, baños y vegetación completa de horizonte. En su pelambre marchan. He trepado hasta plantar mi silla y por siglos no me verá más nadie a través de esta puerta que se achica”. El vuelco es sin duda político; conocemos de su paso a la conciencia y a la rebeldía. Sabemos ya del famoso poema de La noche.

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Ennio Moltedo es un referente obligado para la más reciente poesía local; de allí

el interés de los jóvenes por rescatarlo. Por otro lado -lo señala Marcelo Novoa- es un hito en esta historia, puesto que se trata del mayor poeta de la Generación del 50 en la zona y a quien se le considera, junto a Godofredo Iommi Marini, un guía formador de los más destacados exponentes locales. Iommi, ya fallecido, no fue un gran poeta; pero vivía en la poesía y construyó generaciones de valiosos escritores en torno al Instituto de Arte de la Universidad Católica de Valparaíso. Este departamento continúa con el mismo fervor su labor fundacional, hoy bajo la dirección de Virgilio Rodríguez tras el fallecimiento de Leonidas Emilfork Tobar.

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Y al culminar ese año, Luis Andrés Figueroa recopila las conversaciones habidas

con él en Café Invierno, aparecido bajo el sello de Ediciones Vertiente de Santiago. Estos diálogos tienen lugar en el desaparecido Café Bavestrello entre los inviernos de 1990 y 1993 y entregan las claves de su hermoso título. Una segunda sección

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registra la conversación habida en la sala Obra Gruesa de la Universidad Católica de Valparaíso, el 4 de septiembre de 1991. Tal vez sea esta la primera aparición de Ennio como conferencista durante décadas. Allí responde a un público de reconocidos artistas, como el mismo Browne, Pepe Ríos y los poetas Carlos León, Virgilio Rodríguez, Catalina Lafertt, Marcelo Novoa, Alejandro Pérez y Sergio Madrid.

El tercer grupo de grabaciones tiene lugar en el Café Riquet de Valparaíso -también desaparecido- y en el Café Florida de Viña del Mar entre abril de 2001 y enero de 2004. En ellas se destaca su poética y se extiende sobre su obra mayor, la ya mencionada La noche.

Moltedo es un poeta indispensable. Se trata ya, sin lugar a dudas, de nuestro mayor exponente en poesía cuyo ejemplo y actitud vital recogen los más jóvenes autores, pues tras esa inquietante postura trasunta la verdad y el reconocimiento del individuo como tal.

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Al revisar estas líneas Ennio se acerca a los 80. Lo veremos llegar a los cien

sosteniendo que hace más de medio siglo no viaja a Santiago, sosteniendo que nadie, nadie en verdad, merece la menor consideración. El camino de Moltedo no llega a su fin pero sí llega a su punto de encuentro. No ha sido un viraje desde la derecha a la izquierda, ha sido trayectoria hacia el lado de afuera desde donde observa y se burla de todos por la supina estupidez. O él se ha quedado en casa para observar el mundo desde su ventana o ha salido para mirar por el rabillo del ojo la dudosa conducta de los habitantes del territorio innombrable. Las Cosas Nuevas, editado por Patricio González, de Altazor, define este punto de encuentro. Las cosas nuevas no son otras que el nuevo orden mundial aplicado a este “conejillo de indias” -como califica Sergio Holas a Chile- y que en su espíritu de copia, de teatralidad o representación de circo pobre, repite las costumbres del gran mundo. Moltedo resulta entonces una especie de Chomsky local, de acusador, de referente mordaz, de niño malo. Y Holas, ese otro poeta viñamarino ahora afincado en Australia, lo retrata con seriedad y cariño en el magnítfico estudio previo que anuncia las páginas para establecerlo como nuestro propio escolar de Frankfurt: “Aquí es donde el poeta nombra la mentira, la hipocresía, el reino de la imagen, del sustituto (Virilio), del simulacro (Baudrillard), y esa realidad de segundo grado que se llama la sociedad del espectáculo (Debord), ‘bruma’ que va minando tanto el corazón del ciudadano como su ciudad”.

Nadie escapa a su ojo mordaz, ni el exiliado ni el exiliador, ni el retornado ni quien se quedó, ni el escribidor ni el que lee; ni menos el ignorante ciudadano. Todos viven en la misma miseria. “¿Ha visto usted, entre nubes, en la orilla del mar, cuando caen las sombras, emerger a los cuidadores de la poesía? ¿Qué cosa?” pregunta con ironía. Ya no quedan cuidadores en el mundo, salvo los ejemplares de ese primer libro que aún resguarda la infancia, la memoria y ese orden perfecto del mundo donde aún brilla el verano y los días se iluminan para siempre. Porque teníamos derecho a él.

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10. Enrique Winter contra todo eufemismo Sin conceder al inútil lirismo y utilizando temas en función de símbolos, el poeta Winter nos entrega, a través de una exposición bastante auto biográfica, una obra desarrollada y limpia cuyo eje denota la soledad a que el individuo está condenado desde sus orígenes.Sin conceder al inútil lirismo y utilizando temas en función de símbolos, el poeta Winter nos entrega, a través de una exposición bastante auto biográfica, una obra desarrollada y limpia cuyo eje denota la soledad a que el individuo está condenado desde sus orígenes.

Un consejo necesario de seguir en casi totalidad de los jóvenes poetas es comenzar su carrera con la edición del segundo libro, observación que parece absolutamente válida en el caso de Enrique Winter puesto que -con la circulación de su reciente Rascacielos- demuestra haber adquirido un interesante desarrollo literario.

Lo habíamos conocido con su inaugural Atar las Naves, un conjunto con el cual, si bien demostraba cierto nivel de oficio y conocimiento, no lograba convencernos del todo por su sequedad expresiva. Había allí una excesiva voluntad de limpieza (se supone) de fragmentos literarios y rasgos de sentimiento innecesarios para el resultado del texto. Ahora, en esta nueva producción, Winter apunta a la melodía y al ritmo -con algunos devaneos con la rima- para señalar su dominio del verbo y, de paso, seguir la particular receta que en el Postfacio de su libro inicial, Armando Uribe Arce daba, a él y a los jóvenes poetas, con un disimulado tirón de orejas: “Lo que llaman aquí ‘verso libre’ a menudo diluye las particularidades de quienes, por pereza, por ignorancia o por creer que su texto, siendo ‘libre’ es más sincero, saltan, sin ritmo, cuerdas inexistentes”. Heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos han de probar en esta nueva obra que el novel escritor sí tiene en verdad oído.

Winter se sube a un rascacielos que, en tanto nombre, está cargado de connotaciones. Desde ya, y a causa de su profesión de jurisperito, puede referirse al “cielo de los rascas”, aquel de los individuos más vulgares y desamparados en el mundo de la educación, carne de cañón de los tribunales en lo penal. O a la sociedad construida en forma piramidal o vertical, a la que basta un par de buenos golpes para desmoronarla. O al alcanzar las alturas de la geografía en ese viaje que es a la vez iniciación y apertura. Cualquiera puede ser el significado. Para la mexicana Lorena Saucedo proviene “de un yo refractado, que se vuelca e incluso llega lejos subido en el viaje de un ‘lirismo impersonal’; y cita: “Y si uno es su cuerpo: el cielo es más pequeño que los rascacielos”. Puesto que en “este entrecruzamiento de voces subyace una idea importantísima: el ser individual es algo que se resuelve en las multitudes, en las esquinas, en la carne de otros” (véase Proyecto Patrimonio, <letras s5.com>).

Los temas de Winter (como decíamos, el viaje, el mundo del desamparado y la ciudad en tanto escenario) operan en la función de símbolos de su propia emoción, a los que el poeta traslada la culpa del “sentir”. Sucede en estos versos exactamente lo que Carlos Bousoño señala en su “Teoría de la expresión poética” (pág. 290, ed. 1970, Biblioteca Románica Hispánica, Ed. Gredos, Madrid). Por este tropos, llamado de subjetivismo oblicuo (transversal diríamos por estos días) logra el autor desprenderse de todo sentimentalismo, aparentando ante el lector un discurso más creíble y por ende más “objetivo”.

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Los lugares citados, es conveniente indicar, desordenan la bitácora. El Quezaltepeque guatemalteco puede bien ser de pronto, cuando se acerca a Honduras, el salvadoreño; y el viaje entre Tegucigalpa y San Pedro Sula, junto a las altura americanas, los salares y los desiertos, para luego pasar a San Cristóbal, no puede ocurrir sino en el estricto territorio del lenguaje, en el patrimonio de imágenes del autor- Y tiene como su más profundo objetivo dar cuenta de la inevitable soledad a que el individuo está condenado, a pesar de los nombres de muchos -y de muchas- que para el lector quedan grabados como simples notas al margen o a pie de página. Una vez más el poeta no concede a la geografía, porque esta yace afuera, en la realidad, y ese ritmo aquel no lo baila.

Estamos ante páginas cargadas de acertadas figuras. En un viaje que va desde Guatemala al mero México el poeta describe: “como barbas// de una ballena cierran las montañas,/ el sol es la linterna de un minero/ y quema como marca de cigarro”. Y pronto, para dibujar a los condenados de esta tierra advierte con una inusual comparación: “a quien quiere encamarse con la futura madre,/ que de las drogas duras va y vuelve al alcohol/ como un columpio con un niño”. Winter no duda en aplicar los elementos de un oxímoron más o menos brutal a modo de símil. Recurso que repite a página siguiente en un celebrado poema fúnebre: “Patricio Hernández, profesor de nado,/ más Alejandro Galvis, el poeta,/ son desde hoy puñado de cenizas,/ como las del cigarro que ella apaga/ conmigo en los moteles de Santiago”. Hermosa imagen, por lo demás, que enriquece la iniciada por Lêdo Ivo al declarar que el bombero Juan Cristóbal da Silva “hoy es tan sólo una composición mineral”.

Al hacer un balance de sus representaciones, Winter sitúa el relato desde el tablado de la ciudad. Esta es la única realidad actual (o actuable) puesto que el viaje siempre finaliza para convertirse en recuerdo. En este sentido, el viaje es el recuento del pasado. En consecuencia la ciudad es la vivida más que la nombrada, la sabida más que la anotada en la bitácora, es Santiago, es Valparaíso, es una plaza o cualquier otro sitio palpable en lo cotidiano. El verdadero San Cristóbal es un cerro en su ciudad capital; no es San Cristóbal de las Casas u otro pueblo en Centro América. Porque al final de cuentas, cualquiera que sea la interpretación de estas páginas, el rascacielos es sólo una sombra que se yergue solitaria sobre una ciudad siempre desconocida.

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11. Floridor Pérez con lágrimas en los anteojos Huaso acaballerado o caballero ahuasado son las dos posibilidades para retratar a nuestro Floridor Pérez. Poeta, escritor, recopilador y estudioso, su aporte a la literatura va más allá de la creación, en su labor de educador a lo largo del país. Pérez ha sabido rescatar los más profundos significados del habla y del ideolecto nacional; y allí reside su aporte.

En cierta medida Floridor surge también en la escritura lárica y -tal como ocure en Jaime Quezada- muchas veces su imagen de gestor cultural anula ante el gran público la lectura de su poesía. Y en tal sentido es importante, a la vez, volver a las notas de Ana María Cuneo, Cartas de prisionero, en Seis poetas de los sesenta, publicado junto a Carmen Foxley por Editorial Universitaria en 1998.

Pérez resume en su escrutura los dos hemisferios sociales del habla nacional. No sin razón sus apellidos (Pérez Lavín) se identifican con claridad en sectores opuestos de la sociedad chilena. Por un lado aparece lo coloquial, ladino y eufemístico atribuido al campesino y, por el otro, una amplia cultura caballeresca más bien propiedad de lo patronal o de lo citadino; chileno de Chile en estos términos, no es de extrañar la fácil lectura proporcionada por sus textos, al menos dentro del territorio de su pertenencia.

Aún cuando lo telúrico se manifiesta como una impronta de su origen, el lar lo inscribe entre los suyos a partir del primer poema publicado en libro -Vengan a cantar- como un seguidor de Jorge Teillier: “Vengan a cantar, pájaros, amigos del huerto./ Aquellos que oímos el primer día de vacaciones/ despertando como viajeros perdidos”. Pieza la cual concluye con los sintomáticos versos: “y no quedan abuelas que nos cuenten/ la historia del cuento de la infancia”. Esta primera publicación se cierra con el logrado Años después.

Años después, en 1973, iba a publicarse el esperado Con lágrimas en los anteojos. Llegó incluso a figurar en el catálogo de Ediciones Universitarias de Valparaíso. “Por razones de unidad temática -señala en las notas de Memorias de un condenado a amarte, un volumen muy posterior- algunos de sus textos rescatados se incorporan a otros capítulos”. Este rescate, ya de de momorias, frases, fragmentos de vida o textos dispersos, ha sido un gesto permanente en la trayectoria del poeta.

Hay en Pérez un desacralizar muy cercano a la antipoesía. Nicanor Parra aparece en su vecindad; y es casi un irrespetuoso frente al contemplativo y nostálgico maestro Teillier de sus primeros años. Al mismo tiempo, en franca oposición, carga de una ternura inconmensurable sus referencias familiares.

La figura de Floridor Pérez corresponde en poesía a la del magnánimo en ética; es fuerte frente al fuerte y débil frente al débil. Este comportamiento retrata un ideal de vida vinculado al honor y a la pureza; pero no es la figura del monje, como podría serlo en Quezada, sino la de una suerte de Robin Hood criollo quien coloca, con valentía, el punto sobre las íes. “Yo profetizo el florecimiento del manzano (…) la patria huele a flores de manzano” escribe desde su celda en Quiriquina.

Un magnífico recurso resulta el rescate semántico de lugares comunes. Instaladas en sus versos las frases hechas cobran vida nuevamente y remiten exactamente al lector a un sistema bipolar de significaciones claras, precisas y ambivalentes: “Dice que ya no va a mis recitales/ porque le aburre repetirse en mis poemas./ Pero la sorprendo espiando mis manuscritos:/ ¡no sea cosa que pille un

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verso rubio/ o una metáfora manchada con rouge!” Pérez es un optimista, un nostálgico de tiempos mejores que habrán de repetirse. La razón es que los vivió y los mantiene en reposo; a pesar de algunos ocasionales, breves y de seguro pasajeros golpes de Estado.

Gonzalo Rojas le rinde tributo en cierto prólogo al pasar: “Tiempo que no leía escritura así tan terrestre de rotación y traslación, tan incesantemente germinante, con el humor primordial de la verdadera poesía y el volcán de Chile adentro, sosiego y desasosiego”. Y él mismo describe su ocasional transhumancia: “Nací entre el Río Puelo y el Volcán Yates; aprendí a caminar en Puereto Montt, a leer en Calbuco, a amar en Panguipulli; estudié en Valdivia, me titulé en Victoria, trabajé en Los Ángeles, fui relegado a Combarbalá y no tuve más remedio que radicarme en Santiago”; según afirma en Seis Poetas de la República (Ediciones Altazor, 1997).

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Tras mi aventura en Argentina, derribada por otro golpe de Estado, -y la

dictadura de Perón y López Rega y la Isabelita y la triple A, etc.- regresé aún casado a Chile a comienzos de 1977, ahora con dos hijos y la cola entre las piernas. Tras una larga búsqueda me hice vendedor de extintores para una pequeña distribuidora en Viña del Mar. De los dos socios, una era el amigo quien me dió trabajo, y al que desde ese momento debí tratar de “Usted”. El otro era un antiguo compañero de curso en el Colegio Mackay, luego en la Escuela de Derecho y tras ello en mi fracasado intento por hacer el servicio militar como oficial de reserva. Con este último no traté demasiado, salvo en una oportunidad en que me paró en seco por una disimulada broma de mi parte. Por supuesto los uniformados no acostumbran al mismo humor que los civiles, me disculpé. Fue la última vez que cruzamos palabras. Como fiscal naval golpeó a varios de mis amigos y se enriqueció con el gobierno militar. Murió hace poco; no vale la pena preocuparse más por él.

Yo fui un magnífico vendedor y al poco tiempo me independicé. Junto a un socio levantamos una pequeña distribuidora. Buscando nuevos territorios comencé a viajar al norte chico. Un par de veces al mes partía con mi carga al hombro en dirección a diversas ciudades, hasta que un buen día llegué a Combarbalá, más con la intención de visitar a Floridor que con la esperanza de vender algo. Sin embargo, cuenta aquel entre risas, que en un lugar donde nunca hubo noticias de incendio alguno, le vendí un par de aparatos al alcalde. La fecha queda anotada en el ejemplar de Para saber y cantar que firma sin agregar nada más: 3 de marzo de 1978. Tal vez molesto porque este libro lo había dedicado a su primera esposa tiró esa línea escuálida y le arrancó la primera hoja.

Vivía Floridor en una casa de campo a unas pocas cuadras más atrás de la plaza, a los pies de una colina. El pueblo era igual a otros tantos lugares de la zona y del país. Se percibía como una larga calle que bajaba y subía entre dos hileras de casas de un piso, con tejas lloronas y veredas estrechas y patios intercalados por aquí y por allá (la falsa memoria o un recuerdo alejado me indican que esto ya lo escribí en otro tiempo). Al fondo, como tiras de colores agrisados, amarillos, azules y rojizos conformando pequeñas cordilleras, los cerros cargados de minerales y sin vegetación alguna se perdían hacia el horizonte. Lo habían enviado allí tras permanecer prisionera en la isla Quiriquina y tras una temporada en la cárcel. Tal vez a algún héroe de la guerra contra la ortografía le pareció un sujeto peligroso. Los estúpidos de entonces son ahora los mismos; sólo han cambiado de generación.

Tras almorzar jugamos una partida de ajedrez, si mal no recuerdo, la que por cierto debe haber terminado a su favor por amplia pateadura. Mientras conversábamos, y habiéndo ya firmado Para saber y cantar, extrajo un poema, no recuerdo si fue el original o si estaba ya en alguna revista, lo que es bastante

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improbable a causa de la represión. Se trataba de La partida inconclusa que luego aparecerá en Cartas de prisionero y en Memorias de un condenado a amarte como en otras recopilaciones. Tengo más bien la imagen de una hoja escrita a máquina en cierta vieja Underwood de la escuela. Así debe de haber sido. Y ahora lo recuerdo bien; pues Floridor me relató que, al menos públicamente, no podía figurar como poeta. El director de la escuela donde trabajaba era ya el poeta del pueblo; y cualquier competencia desleal podría hacerlo mandado al PEM, el Plan de Empleo Mínimo, de regreso. En este trabajó los primeros meses en Combarbalá pintando un reloj en la torre de la iglesia. Tal vez la hora haya sido también señalada por el poeta del pueblo. Y como sus poemitas, el reloj fue una muestra de la perfecta inutilidad del arte.

El poema aquel relata su partida con Danilo González, Alcalde de Lota, a quien le correspondieron las piezas blancas. Antes de jugar la séptima la movida un guardia lo llamó a viva voz. Como se demorara en regresar, Floridor anotó medio en broma “abandona”. Y así ocurrió en verdad; pues González fue fusilado. Al terminar de leerlo, y sin saber qué decir, me eché la emoción al hombro y le pregunté: -¿Y si te hubieran tocado las blancas?

Esta frase el poeta la atribuye a Jaime Quezada, a quien dudo hubiera podido ver antes de esa fecha. Como le hiciera ver esto, al dedicarme en Santiago Memorias de un condenado a amarte, en 1994, escribe: “Por la presente doy fe (y no de ratas) que en la página 84 debe agregarse ‘y Juan Cameron, especialista en Karo Cann’”. Sí, yo soy el autor de esa pregunta. Hoy, medio en bromatambién, suelo hacerle esta otra: -¿Y si te hubieran tocado las rubias?

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12. Gonzalo Millán, un duende en busca del fado Veneno de escorpión azul reúne los últimos escritos -más bien “una abundante selección de las anotaciones efectuadas por el autor” según reza una nota introductoria- del poeta Gonzalo Millán. Recogidos por su compañera conforman el diario de su agonía, que fuera publicado recientemente por la editorial de una universidad capitalina.

“Se jubiló el duende con mi enfermedad -anuncia Gonzalo Millán en el último párrafo que escribiría. -Lo vi anotar algo en unos papeles arrugados. Me voy a Portugal, dijo sin mayores explicaciones. Había la voz de un fado esperando por mí”. La anotación está fechada el lunes 2 de octubre de 2006, a las 19: 45 horas. Lo fuimos a enterrar el domingo 15 y los de su generación leímos textos suyos en el Crematorio del Cementerio General de Santiago. Antes, en un ritual religioso, el sacerdote había perdonado -¡Vaya presunción!- los pecados del poeta. De seguro no lo conocía ni lo conocerá; el Arte es oficio de otros.

Estas postreras líneas dan cuenta de la voluntad de Millán por dejar de escribir en ese momento. Carece de fuerzas y deseos. No quiere (lo ha expresado antes) que las palabras se le agolpen sin ninguna significación. La terca declaración cierra la página 321 de Veneno del Escorpión Azul/ Diario de vida y de muerte que transcribiera la poeta María Inés Zaldívar, su compañera en estos últimos diez años, publicado en julio pasado en las Ediciones Universidad Diego Portales.

Picado por un cáncer que se le anuncia en mayo anterior, el poeta relata, apunta, vocifera sobre las páginas de los cuadernos escolares que interviene con biromes de tinta y encuaderna por grupos una vez agotados. Tal es su diario. Pero el verdadero veneno del escorpión azul no es otro sino un remedio cubano cedido de su propia alacena por la narradora Pía Barros, aquejada desde mucho antes que Millán, y luego suministrado por la poeta Teresa Calderón gracias a los generosos oficios de Roberto Fernández Retamar en Cuba.

La agonía no le resulta una situación heroica o melodramática. Más bien es tediosa, amarga, mortalmente aburridora: “Onda tardedehospital / de / pezoavéliz/ mientras llueve en el Hospital del Tórax. Onda Rilke/ una atroz y triste onda Rilke”. El proceso resulta un derrumbe que el poeta trata de neutralizar a través de una escritura permanente intentada en cualquier momento del día. La escritura representa la fuerza que debe procurarse frente a la tentación del suicidio o de la desesperación. Más bien este ejercicio lo induce a cierta falsa normalidad, necesaria para su diario vagabundear (sus vueltas) en busca de un café, del periódico o de los cigarrillos que lo acompañarán hasta el final. Millán es el último flaneur; un flaneur de sí mismo.

Pero ante la condena no puede ocultarse. De algún modo la enfrenta con el mismo rigor aplicado a la poesía. Se trata de una situación fastidiosa para el autor; una situación que lo ha puesto allí, lo ha expuesto a pesar de su reticencia intelectual a mostrarse de tal manera. Y, con todo, en cierta medida se hace -voluntariamente- más humano “Sopesar: Calibrar de inmediato/ los efectos / consecuencias/ de tus decisiones” anota al pasar. Y también observa que está más irritable, que debe conceder con quienes le quieren; que los celos le afectan. Y un dejo de ironía aparece de vez en cuando: “Debo corregir mi asumido fatalismo, ese feo parásito”.

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Gonzalo Millán ha sido brillante, hosco, creador, autodestructivo. En el recuerdo carece de paciencia, no soporta estupideces. Una imagen lo delata, en Copiapó, increpando a una asistente que pregunta alguna consabida idiotez. Tampoco concede: “Recuerdo años creativos desvirtuados por una agitada vida, alcoholismo, depresión, pasiones extremas, drogas. La locura como un reflejo de las apariencias entre otros” confiesa en su última página. Meses antes había dicho: “He descuidado, descuidé mi preservación, sometí y aposté la salud al obstinado deseo. No tengo derecho a quejarme. Cosecho lo sembrado. Las semillas del placer engendran tubérculos venenosos”.

La preocupación por la forma no se pierde frente al final inminente. Sabe que no habrá milagro posible, aunque lo espera. Escritura y enfermedad se confunden a rato en un todo, como en la metáfora de la Sontag o en el destello de alguna esperanza: “Respeto por la corrección, por la tradición. Consulta, chequeo, constatación. La tentación, la atracción de la transgresión”. Y en otro párrafo apunta a la necesidad de evitar las frases largas, demasiado largas. Economía de lenguaje que también depende de elementos significantes y, ergo, significantes para él mismo, así las marcas de lapiceras que gusta -dice- en citar “como si fueran encariñados submarinos que surcaran varios mares de colores”.

Su compañera está allí; su presencia es una sombra en la habitación. Permanecerá a su lado y le ayudará a bien morir aunque las palabras de amor casi no figuren en estas páginas. Después de todo se trata de un duro; al menos esa imagen pareciera el poeta querer para sí: “Contágiame un poco con la belleza que derrochas./ Tenme piedad pero no me compadezcas”, le pide; o pide a alguien. La voz del fado lo reclama; muere la madrugada del 14 de octubre de 2006. María Inés Zaldívar está a su lado.

En diciembre de 1985 aparece en Santiago el primer número de El Espíritu del Valle, revista de poesía y crítica fundada por Gonzalo Millán. Millán, en uno de sus regresos a Chile, convocó a los artistas chilenos en torno a un medio que, al menos, intentaba rescatar la menoscabada poesía nacional. A un cuarto de siglo de este hecho aún se esperan los resultados.

Vivía Gonzalo Millán por los años de El Espíritu del Valle en Antonia López de Bello, en pleno Barrio Bellavista. Era una casona de tres pisos que aún existe acosada por bares y cocinerías más o menos elegantes alzada señorial entre sombras de árboles y distinguidas enredaderas. Gonzalo ocupaba el tercer piso en una suerte de departamento compartido con Jimena Castillo, su compañera, con quien se había trasladado a Chile luego de una larga estadía en el extranjero; algo así.

Curiosamente quince años antes lo había conocido en el mismo barrio, en una casa a los pies del cerro San Cristóbal. El autor de Relación Personal era por entonces la gran promesa joven de la poesía chilena y tenía pinta de niñito bien de Santiago con algo de estudiante de Arquitectura y otro poco de Universidad Católica. En un comienzo me fue difícil encajar esa imagen con el magnífico libro que me traía entre manos. Sin embargo esa fotografía fue cambiando con los años y un aspecto huraño comenzaría a seguirlo como un guardaespaldas. De aquel muchacho de jeans, camisa blanca y mocasines pasó a ser, mucho después, cierto señor con pinta de español antiguo, más ancho de cara y seco de mirada. Aunque raramente sonreía su trato denotaba afecto y cargaba esa suerte de simpatía silenciosa cultivada entre personas serias.

Entre los papeles encuentro una carta que me despachara el 19 de abril de 1972, “Era de la Insasiable Sed”. Se refiere a mi recopilación de textos para la antología Nueva Joven Poesía en Chile que Poni Micharvegas entregara en Buenos Aires, poco antes del golpe, bajo el sello de Ediciones Noé: “Te agradezco hayas venido a avisarme lo de la antología. Siento no haberte visto, dormía después de una trasnochada. Te envío 11 poemas, algunos de ellos inéditos. No sé si Micharvegas está en Chile o tú le enviarás estos poemas a Argentina. En todo caso van para él

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unas letras que te pido por favor le entregues o adjuntes a los poemas”. Esos textos llegaron a tiempo.

Al regresar a Chile traía en su equipaje un muestrario de referencias violentas. Que en cierta oportunidad en Holanda –me contaba Amanda de Negri- había sacado un cortaplumas o una daga en una gresca ocurrida durante una fiesta; que hubieron de reducirlo. Que en Costa Rica –tal vez mucho después de Antonia López y su espíritu- lo extraditaron directamente desde una pieza de hotel cubierta con botellas de whisky vacías. Eso lo afirmaba alguien en el mismísimo San José mientras yo imaginaba al poeta junto a Hemingway y Bukowski, derrotado, rebelde, peleando con sus fantasmas y entumecido por el peso de la historia. Había estado antes en Panamá y después anduvo en un largo exilio en Canadá, aunque Holanda también recuerda su paso.

Comentarios siempre habrá. No existió la ocasión de beber con el poeta, salvo en algunas reuniones en la Casa Canadá y en otras comidas junto a José Paredes, quien le editó por entonces Seudónimos de la Muerte en su sello de Manieristas. La casa aquella se llamaba en verdad Fundación Cooperación Chile-Canadá y estaba ubicada en Antonia López de Bello en la esquina opuesta a la del poeta. Paredes, por su parte, arrendaba un par de piezas a la Sociedad de Escritores de Chile y allí –mucho antes de la computadora y la impresora y del “scanner”- armamos las páginas de Seudónimos sobre una mesa de luz y con tiras de letras moldeadas por una moderna “composer”.

El valle se ubicaba para nosotros entre los cerros Santa Lucía y San Cristóbal, con el río de por medio y la Casa del Escritor al otro costado. Y había por cierto un espíritu renovador –o revolucionario si se quiere- frente al marasmo intelectual impuesto por la sorda y torpe dictadura militar y que, como las obras bien fundamentadas, permanece vigente a veinte años de su fin. Ese espíritu permitía mirar bajo el sobaco la tontera reinante y pensar en algo nuevo, superior y con una frescura por lo demás extraordinaria. Los retornados canadienses que alguna vez conformaron la Escuela de Santiago –al menos casi todos fueron académicos- habían acompañado a Millán en la formación de Ediciones Cordillera, en Ottawa, y ahora continuaban junto a él con la revista. Figuraba allí Naim Nómez, Jorge Etcheverry, Manuel Basoalto, José Leandro Urbina, algunos más; también estaba el rancagüino Sergio Medina, Lake Safaris, Jorge Narváez y Miguel Vicuña; Jimena Castillo oficiaba en relaciones públicas y Patricio González, de la incipiente Librería Altazor, en Viña del Mar, era el encargado del diseño. Luego fue el su editor. El último registrado por González está fechado en 1998 y lleva los números 4/5.

Por aquellos días, y gracias a la presencia del autor, comenzó a circular La Ciudad. El volumen, que figura oficialmente bajo el sello de Ediciones Cordillera, aparece entregado por Les Éditions Maison Culturelle Québec-Amérique Latine, en Montreal en 1979. El libro se consideró de inmediato como su gran obra luego de la magnífica primera entrega; y con una vibración bastante más intensa que la conseguida en sus siguientes Vida, Seudónimos de la muerte y Virus, también de aquellos años. Las fechas anotadas en su última versión -en la antología Trece Lunas, publicada en 1997 por el Fondo de Cultura Económica, con prólogo de Waldo Rojas- indican que sus fragmentos fueron escritos y también reescritos o corregidos a partir de septiembre de 1973 y septiembre de 1994. Ambas fechas corresponden a Santiago de Chile y entre ellas se indica las estadías en San José y en las ciudades canadienses de Fredericton y Ottawa. Al señalar el poeta esta trayectoria en las páginas de La Ciudad nos indica asimismo su voluntad de ser reconocido por dicha obra.

En su obra el poeta traza en pinceladas directas lo que el ojo ve sobre sus calles. El valle no podría ser otro sino esta ciudad que describe y refleja en la pantalla del espectador por efecto del montaje cinematográfico. No califica, apenas muestra: “(25.) Apareció./ Había desaparecido./ Meses después apareció./ La encontraron./ La

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encontraron con un alambre al cuello./ La encontraron en una playa con un alambre al cuello./ La encontraron en una playa./ Con la columna rota y con un alambre al cuello.” Los titulares no adjetivan; no es necesario.

Sin duda El Espíritu del Valle fue el mayor esfuerzo por mantener la poesía y su lectura en el más alto nivel alguna vez logrado; y también un remar contra la corriente. Millán quiso borrar la historia de una plumada como quien intenta despertar de su pesadilla. El más conocido fragmento, su mayor poema, el número 53 –ese que empieza con “El río invierte el curso de su corriente”- engrandece esta idea. Y aquel fue su camino: avanzar en dirección contraria a la restauración política al otro lado del espejo. Ese mismo espíritu fue el que lo condujo a enfrentar a golpes la muerte misma.

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13. Guillermo Rivera, habitante viñamarino Guillermo Rivera Ordenes fue durante largos años conocido como cuentista. Hasta obtuner uno de los premios en el Concurso de Publicaciones Literarias del Gobierno Regional de Valparaíso, el año 2002. Anteriormente había vivido una larga temporada en Estocolmo y allí participó en algunos intentos editoriales, hacia fines de la década de los ochenta. El Tractatus y otros poemas fue entonces su primera aparición. Algunas narraciones suyas habían sido publicadas en la revistas Intento, un esfuerzo editorial gestado junto al poeta de San Fernando, Lorenzo González, y Ö (Isla), ambas en los suburbios de la capital escandinava.

Antes de partir a Suecia, país donde residió entre 1986 y 1993, en poeta trabajó en Scassi maderas, un aserradero en Viña del Mar dode el poeta Hugo Zambelli era con table. En cierta medida fue este quien le indicó el camino de la poesía. Por otro lado su hermana Ximena, también poeta, le ha permitido un diálogo fructífero en esta forma de enfrentar la vida y su lenguaje.

El Tractatus y otros poemas contiene textos ya conocidos entre suss colegas. En actos y recitales ha ido entregando distintas facetas de estas piezas escritas y revisadas con insistencia y oficio. Como si se tratara de un artesano, su cuidadoso estilo se supera en ritmo y en contenido hasta obtener ese punto de maceración donde el discurso alcanza un pleno sentido poético. La imagen de un paisaje compuesto por fragmentos, signos y referencias se transmite al lector por el simple artilugio del montaje.

Esta tarea de sinécdoque y metonimia y repetición textura un escenario sobre el cual la anécdota fluye de manera natural. Como si se tratara de un relato o de un rompecabezas donde la poesía -esa subversión permanente del ente sintáctico- aflora en el campo de significados y cumple con las exigencias requeridas a nivel semántico.

El Tractatus nos refiere de inmediato al aforismo de Wittgestein -De lo que no se puede hablar hay que callar- a ese poetizar desde el silencio el propio sinsentido de la existencia. Así como en el maestro austríaco lo inexplicable se muestra en lo místico, en su aprendiz viñamarino aparece en unidades poetizables al buen ojo del lector. Salvo que, pudiera ser, intente aquí una pequeña contribución al “Tractatus Logico-Philosophicus”; porque en el nombrar no hay engaño. Es dable pensarlo; en Las Metáforas el poeta va reconstruyendo su imagen a partir de situaciones o retratos ubicados en el pasado -infancia, amores, desafuero y exilio- y de pequeños flashes que en Los hechos iluminan el momento presente para, a fin de cuentas, justificar en un todo su existencia.

Hay voces de tradición en su discurso. La creación en tanto es aportada por un estilo cauto donde la pasión aflora en cada palabra burilada con paciencia sobre la gozosa página. El cántico de los versos finales, instalado para el coro al finalizar cada estrofa, reitera el ritmo “sin saber que la piedad y los sentimientos/ de la gente/ es la más humana de todas las metáforas”. Pero el poeta lo sabe; ahora lo sabe.

La estructura formal del poema delata a veces a ciertos hechos sociales disfrazados como auténticas maravillas o milagros. En Seis imágenes de la aparición de la Virgen este procedimiento cobra extraordinaria eficacia para desmantelar una puesta en escena tolerada por el poder. La Virgen emergida del éter en las colinas de Villa Alemana durante la dictadura militar, sirvió con mucho

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para desviar la atención pública de las atrocidades cometidas por el régimen. El apoyo técnico de los aparatos del Estado fue fundamental en ese happening milagroso que instaló sobre el estrado nacional a un visionario jovenzuelo, fallecido después en el cuerpo de una adusta y alcohólica señora.

El poeta se ubica En el centro del laberinto. Para reordenar el camino y quitarle sentido al caos, debe reconstruir sus pasos. Este retorno habrá de realizarse en el mero plano del lenguaje, en el relato, pues sólo somos signos e imágenes No sabe si tendrá éxito en tal empresa: “Quizás un día te cuente lo que he vivido/ pero ahora sólo puedo recordar algunas cosas”.

Ni siquiera las damas que alguna actuaron en ese tablado podrán recobrar sus roles. Son imágenes furtivas, leves pasajeras fugazmente retratadas por el tiempo o el recuerdo. Sus hechos, por cotidianos que parezcan, tuvieron la suficiente fuerza para llevar sus días en una u otra dirección. Hay un absurdo en los acontecimientos, a la manera de Carroll, y en esa circunstancia el autor aparece y desaparece así una fotografía se traspapela en el arcón de los recuerdos: “Yo, a veces,/ tenía la impresión que eso no era cierto/ y me quedaba en el cuarto de Adelaida/ y desgranábamos arvejas hasta el amanecer”.

El laberinto, en fin, es el camino. La línea trazada por el destino se pierde entre las luces y las sombras del mosaico aún cuando la ballena blanca esté ahí, como el amor, bajo unas aguas transparentes que sin embargo se oscurecen ante el reflejo del cielo. Los apuntes del capitán Ajab son su propia bitácora. Breves notas de una persecución cuyo objetivo en verdad desconoce. La suma de fragmentos no muestran el sentido, pues al parecer no existe sino en el concepto humano. Hay pequeños atisbos, signos para descifrar algo más allá de nuestra comprensión. Los hechos indican otra cosa: yo no olvido el olor a humedad/ de las plantas/ La familia de mi mujer fue enterrada/ en un gallinero/ Y en silencio sus espectros de momia/ desenterrados dos días después de la tormenta. La realidad es más absurda que la poesía.

Tras haber obtenido el preciado premio del Consejo Nacional del Libro entrega su segundo libro. Cuatro cuadernillos cargados de significaciones y recursos de estilo, con una perfecta fluidez y estructura semántica, conforman su segunda obra, Comedia de Chile.

¿Comedia? Walter Percy, quien lanzara al mundo La Conjura de los necios, del joven suicida John Kennedy Toole, dice refiriéndose a Ingatius Reilly, su protagonista: “No sé si utilizar el término comedia (…) Decir que es una gran farsa estruendosa de dimensiones falstaffianas sería una descripción más exacta, se aproximaría mucho más al término comedia”. Y algo similar nos ocurre al leer este libro. El término bien podría abarcar el texto de su escritura como el sujeto de su enunciación: Chile, el país que subido a un escenario actúa bajo diversas y numerosas máscaras para lucir, en la exterior, una fenomenal sonrisa de alegría.

Rivera, quien ha llegado a ser con merecida prontitud uno de los mayores o acaso el mayor poeta de la región, instala el tablado en una ubicación muy precisa para describir a esta sociedad. Se trata de Viña del Mar de los 60’s con una industria vigente y una separación social y geográfica muy marcada en torno de su Avenida Libertad. La llamada Población Vergara ubicaba alrededor de esta arteria central, contiene en un plano cortado por las calles 8, 9 o 10 norte, a lo más granado de su burguesía: “la gente gente”, escuché decir de niño a una tía bien casada. Más allá, y como una punta de flecha, hasta 15 Norte y a partir de 1 Oriente y 1 Poniente, crecían las poblaciones obreras, los cités, los asilos de huérfanos y de ancianos, los espacios marginales que se encaramaban, ocultos a la sociedad, por la ladera del Cerro Santa Inés. En aquella locación creció nuestro poeta Rivera.

Su discurso no es político en lo inmediato, ni tampoco lárico ni exclusivamente existencial. Es el discurso de un poeta que muestra sin calificar la realidad. “El viento que arrastra tantas cosas”, titula su primer texto para indicarnos que estamos en otro tiempo, en la representación de algo que ya no es; pero que sin

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embargo existe en el presente al ser parte integral del todo: “Me hace añorar las baldosas del Sindicato de la Unión Lechera/ añorar los viejos goznes de la maestranza/ y los cuerpos de cada una de las mujeres que amé”. Esa fuerte nostalgia no es, como se verá más adelante en el libro, un simple plañido por cuánto ya fue.

“Pero ¿quiénes eran esos con los rostros pintados?” Se pregunta el poeta. Tras las máscaras siempre existe una realidad oculta; la que es necesario oscurecer: “Que no nos llamaban por nuestros nombres/ que es como se llama a la gente”, continúa. Y aquí es preciso aclarar que en esa estructura las palabras gente y sociedad sólo designaban a los (supuestamente) gentiles y al grupo de dominación; el resto era pueblo. Esto lo entiende muy bien. Es más, la historia escrita por los propietarios del Estado olvidan la matanza del 1º y 2 de abril de 1957, de Ranque, de El Patahual, citadas en el poema, porque no interesan; no forman parte de esa “nación”.

Irrupción de los padres, la segunda sección, se vincula a su experiencia. Carmen, la dama allí mencionada, designa tal vez a su madre; y con ella designa el tiempo que ya fue, el irremediable: “Hace treinta años el mundo podía leerse en los envases de aceite de maíz y complacer a las escuelas públicas con galletas de pescado”. Pero a pesar de la intensa emotividad contenida jamás concederá a la obviedad o la conmiseración. Una vez más el poeta describe la acción y esta acción es la encargada de transmitir cualquier tipo de sentimiento: “Sucedió que me quedé sentado en la mesa de la cocina, con las manos en la cara, temblando”.

El jardín de su edén le permite describir el entorno lingüístico a través de la revisión de ocho poetas contemporáneos. En el título cita un verso de la Canción Nacional -es la copia feliz del Edén- y esta imagen, a imagen y semejanza de una idea de perfección, no es sino una copia, una extraña clonación en algo inexistente o inútil. Cuanto le resta es el lenguaje; desde allí podrá reconstruir la experiencia: “Porque hablar es despegarse de uno mismo, desprenderse”. La comedia continúa: en Brecht, que recomendaba pensar el papel en tercera persona, en los zancudos que atraviesan el aire detrás de las cortinas, en el frío del espectáculo aunque el deseo del espectáculo no se detenga. En cada uno de los sueños el montaje de la realidad aparece señalado por térm inos, actos o conceptos vinculados al arte teatral. Mas no habla de teatro; simplemente señala que estamos ante el texto de un dramaturgo; que todo en verdad es un tremendo drama y que de comedia sólo tiene su nombre.

Ausencia de obra llama a la escena cuarta. En ella se hace carne el territorio de 10 y 12 Norte, por las calles orientes, con sus asilos y su pobreza. Según Rivera, “es la lectura del chismorreo entre dos lavanderas, quienes al caer la noche se transforman en un árbol y una piedra”; una proposición absolutamente teatral. Diversos elementos del sector retornan desde esa lejana infancia; la suave leche para los huérfanos, el Coliseo de 14 Norte, las viandas cómo único puente entre ambos grupos sociales. Ninguna tribu se gusta o atrae. La burguesía ignora a este grupo; la clase obrera tiene su propia gramática; la vianda es el símbolo del servicio de una en beneficio de la otra; nada más: “Pero no nos engañemos/ pues no se trata de la mejoría de nadie./ El mundo es más viejo que esta lavaza”. Los diversos registros y tonos hacen de este poeta un actor de primera línea en las tablas nacionales. Una poderosa voz queda vibrando en el oído y su lectura se nos hace ya necesaria dentro de la tradición chilena. Tal vez se trate del poeta esperado.

Tal vez una mejor explicación de sus dichos la de el propio poeta en su discurso, Sentidas palabras, dicho al recibir el año 2007 el Premio del Consejo Nacional del Libro:

Señoras y señores. Quiero saludar a cada uno de ustedes y en esta ocasión decir algunas palabras.

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No creo que el escritor –en mi caso, por lo menos- sepa explicar completamente aquello de lo que escribe. Ni tampoco siento que deba hacerlo, pues probablemente esa explicación pueda hacernos creer que es una persona que domina, con claridad, el campo de su oficio.

Sin embargo, creo que es posible decir que hablamos desde un lugar, y en este sentido uno de los rasgos permanentes en mi manera de apreciar las cosas ha sido esa percepción de que el tiempo no es lineal, o que estalla en cientos de direcciones simultáneas que, a veces, se contradicen. Uno de esos estallidos tiene que ver con el barrio de mi infancia. Una zona de cuatro o cinco manzanas, con casas bajas, dos fábricas textiles y un Coliseo, que se erguían –a mediado de los años sesenta- sólo a dos cuadras del mar.

Nuestro aprendizaje era entonces mimético. Es decir, nos identificábamos con el trabajo de nuestros padres y no conocíamos la soledad. El mundo adulto crecía dentro de nosotros con sus sistemas de reglas y creencias y, por lo tanto, resultábamos completamente incluidos en lo real.

De esto se producirían dos experiencias que me acompañarían siempre. La primera tiene que ver con los patios de la señora Braun, yo tenía siete años y mis amigos vivían ahí: en una construcción de beneficencia –donada en la época del treinta por la aristócrata Sara Braun- en un plan para albergar a mujeres solas con hijos, abarcando una manzana completa con sus casas oscuras, sus tres patios interiores, su capilla de madera, y un portón que se cerraba a las diez de la noche. El nombre real de ese conventillo era el de Asilo de los Dolores, como si esa intención de la lengua, como si ese nombre, pudiera protegernos de cualquier catástrofe o arbitrariedad.

La segunda experiencia son las lavanderías de Nueve Norte. Donde las madres de mis compañeros de fútbol, principalmente, lavaban las ropas de la gente que provenía de los chalet de la Avenida Libertad o la Avenida Perú. Yo recuerdo los vahos, el vapor elevándose como humo desde unos grandes tambores que se ocupaban para hervir las ropas y las sábanas. Ese era el mundo captado por nuestros sentidos. Un conocimiento tácito que se extendía como un arco sobre el presente, y donde los rostros de nuestros vecinos y los miembros de nuestras familias tenían un lugar. Suponía que había un mundo delante de nuestras vidas. Pero entonces no sabía pensarlo ni decirlo. Y aunque ese mundo ahora no existe, es la literatura la que me ha permitido escribir sobre la aparición de las Meninas de Velásquez en los patios de la señora Braun, y suponer que lo que esas mujeres lavaron siempre fue la ropa de Chile.

Es precisamente a esa gente a las que quiero dedicar este galardón. Y también agradecer en este instante: el amor de Patricia Aguilera, la confianza y amistad de los poetas Hugo Zamabelli, Juan Cameron, Ximena Rivera, y la maravillosa ópera con Katherine Alanis.

Gracias.

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14. Hernán Miranda Casanova, un bar abierto y silencioso En la revista Pájaro Pardo, Nº2, editada por José Angel Cuevas, aparece un poema de Hernán Miranda Casanova. Se llama Todo encaja en todo armoniosamente y ocupa una columna de la página frente a textos de Elvira Hernández y Tito Valenzuela. Es un trabajo redondo, de un mirar objetivo y doloroso a la vez. Poco sabe el gran público de su autor; de tarde en tarde publica algún poemario sin demasiado escándalo. Por eso falta en muchas antologías y libros sobre la especialidad. No aparece en la selección de Steven White (Poets of Chile) ni hay grandes menciones de su obra en los artículos de Soledad Bianchi.

Los treinta y seis versos del poema encierran una suerte de arte poética, de arte de vida más bien, en la cual la perfección nace de los opuestos. No indica el producto; estaría de más. Al lector le nace esa imagen porque, como dice allí, Al poema le es dado envolverlo todo,/ evidenciar las relaciones que hacen posible/ la armonía del caos.

A partir de sus primeros textos, de Arte de vaticinar, el poeta formula esta posibilidad. Sin grandes anuncios ubica la realidad sobre el papel y la deja actuar sin concesiones. La pasión, la furiosa hipérbole de la realidad, queda para quien lea sus versos. El vate es un mero acusador, un fiscal de su época destinado a mostrar, alejado de la emoción, lo tenebroso del mundo. Para ello carga los utensilios y las herramientas del oficio: Aquí estoy solo con mis pócimas, mis escalpelos,/ mis uñas rotas, mis salpicaduras./ Aquí con mi intranquila conciencia./ Aquí con mi mundo perturbado (en A nadie daré una droga mortal).

En la selección Veinticinco años de poesía chilena, de Teresa y Lila Calderón y Tomás Harris, explica su posición: “Pienso que mi poesía actúa por reducción. Se diría que tiende a concentrar esas percepciones que al paso de los días se van concentrando, decantando, en ciertos espacios de la conciencia”. Estos espacios son los que hace encajar en el poema publicado por Pájaro Pardo. Las percepciones de significación actúan para calzarse a la perfección en el concepto:! “El extremo oriental del Brasil encaja en la costa occidental de Africa/ y el cuerpo del atormentado en el instrumento que lo lacera (…) El río encaja en su cauce/ y el mar en su lecho cóncavo/ y en su cuenca el ojo lloroso y la llave en la cerradura”. La otra cuestión, la trampa semántica a través de la cual Miranda Casanova denuncia, opera por ensamblaje, calza en el ojo del lector y en la memoria colectiva donde ambos se ubican.

Esta operación fotográfica, en la cual la mirada fija sobre la película del papel imágenes en apariencia dispersas o impertinentes, recurre al montaje como figura principal. Es toda una constante, además, en su trayectoria literaria. Opera con efectividad en La Moneda y otros poemas y es también recurrente en Trabajos en la vía o en Versos para quien conmigo va, entre otras de sus publicaciones.

En La Moneda, lo encontramos en el texto Vuelvo tarde en la noche y está además explicitado en Poema, en el cual muestra su proceso creativo: “Con viejas cartas encontradas al azar/ Con fotografías infrarrojas tomadas desde el aire (…) Harán indagaciones todo el día en el lugar./ Y alguien ha de contar leyendas acerca de un hombre/ Parado en una esquina”.

Es esta superposición, entonces, la cual crea el tercer elemento, la síntesis dialéctica que inicia el movimiento y la vida, para alejarse rauda hacia su propia antítesis: “el poema se rebela contra la evidencia/ La flecha vuelve a elevarse y la

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liebre/ resignada/ corre a esconderse en la floresta”. No en vano este texto, Liebres, menciona a los viejos filósofos quienes anhelan que nunca alcance al animal fugitivo, y está dedicado -en Trabajos en la vía- a César Soto.

Todo encaja en todo armoniosamente resume, además de su valor intrínseco, en estas dos condiciones principales -montaje y connotación- la poética de Miranda y permite a la vez anotar su nombre en la mayor poesía chilena.

Como un verdadero fabulador, un autor de lenguaje inteligente, evocador e irónico, reaparece de pronto y silencioso. Una pieza de singular valor bibliográfico y una lograda selección de textos, contribuyen a destacar su Bar Abierto, su primera antología.

Hernán Miranda es un poeta oculto, un exacto representante de la poesía secreta. Por estos días, mientras el género se ahoga en teorías de lenguaje meteco o cae en manos de algún parvenu, en tiempos, agreguemos, en que los poetas son bastantes ignorantes en poesía, su nombre resulta lejano cuando no ignorado entre sus colegas. El tal caso resulta una víctima postrera del apagón cultural que continuó al golpe militar del 73.

No ocurría lo mismo antes de esa fecha. Al publicar Arte de Vaticinar, se instala junto a los mayores de la promoción universitaria del 65. Arte de Vaticinar incluye los poemas que -en 1969- obtuvieron el primer premio en los certámenes de las Juventudes Comunistas, del Instituto Pedagógico y de la FECH (Federación de Estudiantes de Chile), así como una mención honrosa en el, por entonces, prestigioso concurso Gabriela Mistral de la Municipalidad de Santiago.

Entonces no es de extrañar la sorpresa que en muchos produjo la aparición de Bar Abierto, un elegante ejemplar entregado por Ediciones Tácitas con prólogo de Adán Méndez. El volumen agrega a los trabajos ya conocidos algunos poemas dispersos e inéditos. La selección, bastante acertada por lo demás, estuvo a cargo del mismo Méndez. De su mejor producción hayamos los magníficos textos apreciados por quienes leen poesía, entre ellos su Todo encaja en todo armoniosamente, de Este anodino tiempo diurno, tal vez el mayor de Miranda en estas últimas décadas.

Este quillotano ha hecho de las suyas. En 1984, en una época de intensa represión, permaneció durante un día encerrado en una jaula del Zoológico Metropolitano. La “acción de arte” como se interpretó entonces, contó con el apoyo de Enrique Lihn y Nicanor Parra, quienes fueron a admirar y conversar con este ejemplar de cuello y corbata; y fue sobradamente cubierta por la prensa escrita y la televisión. Pasó soplada como un acto de protesta contra la crueldad animal; mas nadie pareció percatarse de la significación política que implicaba.

Mientras estaba en Buenos Aires durante su primer exilio, el poeta compartió el premio de Casa de las Américas con el argentino Jorge Alejandro Boccanera. Su envío La Moneda y otros poemas contiene intensos dieciséis textos en dos finos cuadernillos referidos a su situación y a la imagen incendiada de la casa de gobierno chilena. Con su acostumbrada ironía, Miranda ve el mundo a través de una sonrisa: “Luego de hablar de la importancia de los partidos/ en la Revolución/ y de la necesidad de la militancia y la no militancia/ tú has dormido en mi cuarto/ como una cervatilla en el claro del bosque”. Esta suerte de compromiso crítico es reconocible en varios integrantes de su generación. Su amigo y colega José Angel Cuevas dice de él poco después: “Pienso en Hernán Miranda, en el tumulto de historia. Traídos y llevados de una oreja por la vida. Todos los que quemaron sus alas en los últimos años 60 y los primeros 70”.

Pero al parecer su mejor retrato se encuentra en el texto Reflexiones, de su cuarto libro: “Este es un hombre que no alcanzará la velocidad de la luz/ ni llegará a comandar un submarino./ Es/ el que siempre rebotó y rebotará en los espejos”. Miranda se ríe de si mismo y se pone en duda con relativa facilidad. Pero lo hace con la misma ternura de poner en duda los más caros valores de la Patria o el aparato ideológico del Estado, según sea el lenguaje elegido por el lector. El poeta

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no se hace ningún problema; en su inmensa tolerancia nada le interesa en verdad: “Un amigo me regala un antiguo billete de un escudo (…) de Arturo Prat, el héroe de mi infancia/ Me llevo una sorpresa: Prat es un agraciado joven de barba/ en la flor de la vida/ No el viejo calvo y sombrío que tenía en la memoria”. El paso del tiempo es también una constante en la obra de este fabulador.

Bar Abierto nos parece una excelente recopilación. Adán Méndez y la editorial han producido un trabajo elegante, de primera línea, como se merece Hernán Miranda, grande y silencioso poeta chileno. Como los mayores, Miranda se reconoce por el valor de sus textos aislados, más allá de todo académico prospecto o teoría.

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15. Jaime Luis Huenún en Puerto Trakl Puerto Trakl es un lugar mítico donde el narrador aguarda la llegada de la barca que lo transportará a la isla de los muertos. Encontrado con su destino, deja a los suyos durante una larga y dolorosa espera: “Ebrio me despide Puerto Trakl/ con el alba mojando mi cabeza./ Sin dinero, sin amigos y sin reputación/ vuelvo a mis antiguos días./ La pequeña mañana abre sus puertas./ Los tugurios donde beben poetas y pescadores/ quedan para siempre atrás”.

Para el poeta y lector Naín Nómez “es un discurso tensado entre dos culturas, a la vez puente y abismo, signo y presencia de una esperanza que nunca se hace trascendente; texto sin concesiones que demarca su propia producción espúrea y marginal en el mismo acto de ofrecerla como una necesidad imborrable”. Se refiere Nómez a la condición mestiza de Huenún, poeta chileno de la etnia mapuche, cuya obra va a la par en muchos de sus temas con las de Elicura Chihuailaf y Lionel Lienlaf. Con mayor fuerza esto se observa en su anterior Ceremonias; pero, a diferencia de aquellos, Huenún se margina del contenido lárico y sus motivos tienden a ser más universales. El puente queda desde ya establecido en Puerto Trakl, texto en el cual nos advierte sobre las pequeñas ruinas de sus días: “un pálido arcoiris dando sombra a mi sangre,/ las palabras que van a dar al río/ de una poesía inútil”.

Y más que una presencia de esperanza, o la desesperanza del morir -tema central de su trabajo- es el desaliento generacional el que se hace sangre y tinta sobre el discurso del poeta. No es un hombre de puerto, en términos occidentales se entiende, y tal condición se evidencia en la selección de sus términos; ésto permite reconocer la existencia de Trakl como un lugar meramente literario, límite desde el cual habrá de partir hacia lo desconocido. “Nadie aquí tiene patria ahora y navegar/ cansa más que la nostalgia y el amor”, reconoce.

Sin embargo sus antepasados son gentes de la costa. En la selección temática Metáforas de Chile, de Pedro Araya, rescata la pertenencia ribereña y costera de los huilliches en el área de las actuales Valdivia y Osorno. “Mi tierra,/ la cuenca vacía de los dioses,/ las playas de greda ante el furor del sol/ y montes quemados en la raíz y el aire”, canta en Entrada en Chauracahuin, contribución al citado trabajo de Araya, en 1999.

La importancia del discurso de Huenún radica en que este autor resalta su condición de individuo, de persona natural frente a la odiosa mirada étnica impuesta desde el poder central. Más que poeta mapuche él es poeta; y tal respeto reclama incluso de los suyos. Por eso su visión resulta menos idealizada y un tanto menos genérica a la propuesta por Chihuailaf u otros autores mapuche. Se niega a ser limitado en una reducción ideológica propuesta como visión por la intelectualidad nacional y arranca voluntarioso y con sus propios medios de estas marcas segregadoras. En el territorio literario, y en cualquier otro, “otra tierra ha de hallarse mejor que esta colina,/ mejor que esta bahía donde muere la luz./ Otra tierra ha de hallarse donde el pan sepa a pan/ y no a sudor de hombres sin patria y/ sin destino”.

En este punto, el poeta se ubica dentro de la tradición chilena. tradición que, por lo demás, suma una serie de voluntades siempre enfrentadas a la aspiración cultural dominante. En un país donde las vanguardias y las propuestas directivas de cultura parecen siempre retrógradas, cuando no reaccionarias, su texto tiende a

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representar una “salida de madre” que sin duda alguna y si el tiempo le permite una permanencia más larga sobre esta tierra, le habrá de traer problemas en algún momento.

Lo interesante a nivel poético es su capacidad para establecer -y a temprana edad- un código de símbolos y referencias para ser leído como un auténtico creador. Pleno de ironía, humor y amargura, arrastra al lector hacia un paisaje posible en el cual, aunque sustentado sobre un soporte literario, coexiste la necia actitud aceptada como cierta junto a lo magnánimo que brilla desde su pesada oscuridad. La muerte puede ser, en ese límite, esta permanencia incierta e inasible.

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16. Relectura de Jaime Quezada Jaime Quezada ha sido un buen organizador y un gran difusor de la poesía chilena y de su gremio. En una entrevista que le hiciera hace ya más de veinte años, cuando desempeñaba el cargo de presidente de la Sociedad de Escritores de Chile, insistía en la recuperación de los espacios y oportunidades para sus colegas, mermados tras diecisiete años de dictadura. La SECH mantuvo siempre sus puertas abiertas al pensamiento, a la discusión y al diálogo y era, en esa época, uno de los pocos espacios posibles donde los escritores chilenos podían expresarse y manifestarse dentro de sus cuatro paredes. Pero a los pocos años el proyecto fue desarmado al caer la institución en manos de mediocres.

Tarde comienza su escritura. El poeta cuenta en su ¿Quién es quieén en las letras chilenas?, publicadfo por Nascimento allá en 1978: “A los 21 años -el mismísimo día de mi calidad de ciudadano mayor- escribí mi primer poema. Como se ve o escucha no he sido nada de precoz… en materia poética. Un poema que hablaba del padre, de los bosques, de la vida a flor de naturaleza”.

El vínculo de Quezada con esta forma de escritura se refiere a la búsqueda o nostalgia por el estado de naturaleza -que él ubica en la religiosidad perdida por el hombre- en el territorio de la infancia. Para Ana María Cuneo en La intertextualidad de Huerfanías -nota publicada en Seis Poetas de los sesenta (Universitaria, 1998)- sus influencias de la antipoesía sólo operan a nivel de denuncia y no ponen en duda los símbolos, en tanto éstos son signo y verdad al mismo tiempo. Esta denuncia, en la cual el autor cumple el rol de testigo, permite esa carga de nostalgia reconocible en el campo lárico.

Existe una deuda evidente en sus primeros títulos hacia la poesía de Jorge Teillier: “Al atardecer/ a la hora en que las golondrinas silvestres/ emprenden su vuelo/ en busca de los nidos lejanos/ la anciana Sofía se muere”. Lo mismo hallaremos en Eduardo Embry y en otros reconocidos en esta línea, de revisarse los primeros libros publicados. Su primer poemario, Poemas de las cosas olvidadas, reúne una serie de apuntes y observaciones de fuerte lirismo y marcado compromiso lárico. Pero es su siguiente colección, Las palabras del fabulador, la que instala varios de sus textos en las listas nacionales. En ella consigue el autor expoltar al máximo la vinculación semántica entre palabra y cosa designada y así llegar al lector con una sensación de “profundidad” y placer estético al mismo tiempo. Retrato hablado, La mujer adúltera, Tentación, El cazador y muchos otros son títulos absolutamente vigentes en la actualidad. Pero nada más habrá de publicar sino hasta después del trágico año 73. Astrolabio agrega a su trabajo varios e interesantes cuadernillos: A la pata coja, Solentiname, Historia de familia, Poemas fechados y el que le da el nombre a la edición de Nascimento.

Con todo, una eficaz vía para conocer el pensamiento de este autor nos lo da la lectura de su prosa. Admirador desde temprana edad de Gabriela Mistral cultiva, como aquella, la narración autobiográfica y el buen uso del idioma para placer del lector. La utilización de variadas figuras literarias en su narración le otorgan un sello y un estilo muy particular y reconocible. Tanto los prólogos que suele escribir para sus ediciones como Un viaje por Solentiname y el colofón de Llamadura, proporcionan una muy rica visión de su poética y de su desarrollo. Juego y humor, características que fácilmente encontramos en esas líneas, corresponden también a su versificación. Se trata de un recurso sutil, cargado de connotaciones y una

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fuerte auto ironía. Al explorar esta veta con insistencia, Quezada obtiene extraordinarios logros, como ocurre en Tempranía: “Yo era un niño sentado en una sillita de paja en medio del jardín/ Se reían de mi baba/ Me tiraban piedras y manzanas”. El texto aparece por primera vez en Huerfanías, libro de madurez y consagración.

La religiosidad, en cambio, cobra fuerza en sus ulteriores producciones. En Huerfanías aparece uno de sus textos más notables, Yo Juan llamado de la Cruz, trabajo que convoca varios elementos de su poética. Por un lado está la rebeldía y una evidente auto referencia a través de la imagen del santo o súper héroe al cual aspira imitar: “Rebelde, desobediente, contumaz me gritaban mis guardias únicos demonios”. O la humildad como forma de vida, ese elevarse a los cielos desde la menor superficie de notoriedad -que es una santa metáfora de la poesía, por supuesto- y cuya tarea el autor designa para sí sobre esta tierra. Así se ve yendo: “Con mi pobre sayal de arpillera de Almodóvar de Campo/ Y como caminaba por el aire no dejé huella alguna/ A no ser mi amor por Dios flotando en ese aire”.

Si bien en sus anteriores publicaciones hay signos de este compromiso ideológico, es en Un viaje por Solentiname donde se rebela esta condición. La edición, publicada recién en 1987 por Sinfronteras, en Santiago, incorpora textos en prosa y verso escritos por Quezada durante su estadía en Nicaragua. Alrededor de 1971 se incorpora a la comunidad campesina de Nuestra Señora de Solentiname, dirigida por el sacerdote trapense Ernesto Cardenal, poeta de quien Quezada es también en parte deudor. Ete vínculo representa, en tiempos de la dictadura somocista, una muestra efectiva del compromiso ético exigido por el más reciente modernismo a sus incondicionales artistas.

Punto aparte merece el tema de la intertextualidad anotado por Cuneo. Este concepto “parece abarcar bajo una nueva etiqueta hechos conocidísimos como pueden ser la reminiscencia, la utilización (explícita o camiflada. irónica o alusiva) de fuentes o citas” según define Cesare Segre en Principios de análisis del texto literario, citado por la estudiosa chilena. El recurso se manifiesta en Huerfanías en primer lugar en el campo semántico. El tono religioso, la conformación paratextual del libro (el colofón a la manera medieval). la naturaleza de sus neologismos que remiten a Gabriela Mistral o al propio Juan de Yépez y Álvarez (llamado de la Cruz) son claros ejemplos. Pero de igual forma se manifiestan en la incorporación de frases hechas, lugares comunes o textos de otros poetas, ya sea aparecidos en cursivas, entrecomillados o escondidos al ojo avizor del lector.

La intertextualidad, como también ocurre con ciertos esquemas antipoéticos, no es distintivo ni pertenece a la poesía lárica. Corresponde a un signo escritural de la época y a ella recurre casi la totalidad de los autores aparecidos con posterioridad a los años sesenta. Con todo, la poesía de Quezada presenta un rasgo distintivo y propio, así como un ritmo muy personal cuya lectura lo identifica frente a sus compañeros de época.

En reconocimiento de esta extensa y significativa labor Editorial Costa Rica, de San José, se encargó de editar Llamadura, antología que recoge la mejor producción de sus libros de poesía. Esta publicación impone al lector la revisión de su poesía y de su figura, de trascendental protagonismo a partir de los 60. Quezada fue su primer antologador, un maestro iniciador en las artes de la escritura y tal vez el más destacado flaneur antes del golpe de Estado. En la edición costarricense boceta un breve y singular autorretrato: “A mis 33 descubrí el Sol y la Luna en lo más alto de unas pirámides teotihuacanecas. Desde entonces me hice sol(itario) y luz(ido). Astrólogo: la carta del vagabundo me viene bien. No mago, vago”.

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A Bolaño regalado podría haberse llamado ese capítulo de sus memorias personales subtitulado “Diario de una residencia en México (1971-1972)” y editado en Santiago de Chile por el sello Catalonia a fines del 2007, fue distinguido como obra inédita por el Consejo Nacional del Libro y la Lectura, en el concurso Escrituras de la memoria correspondiente al año anterior.

Fluida resulta aquí su prosa. Hace unas pocas décadas, cuando la informática no se había instalado del todo en Chile, el poeta era un destacado escritor de misivas, cartas que a máquina y en cuidadoso formato enviaba a sus amigos desde distintos lugares del continente. Pero el viaje es su motivo de vida. Tras su estadía en Solentiname tuvo una breve e intensa residencia en el Distrito Federal, en casa de los Bolaño Ávalos, donde compartió y -por qué no decirlo a la hora de los mitos y, también, las desmistificaciones- guió en parte al futuro escritor Roberto Bolaño. Por entonces aquel narrador chileno era un odioso adolescente, más bien un muchachón que luego de abandonar sus estudios se dedicara a leer, a leer y a leer. El poeta relata: “Casi dos años (1971-1972) viví en su casa, es decir, la casa de sus padres, en Ciudad de México, calle Samuel 23, una callecita de barrio de la colonia Guadalupe Tepeyac, muy cerca de la Villa, el corazón religioso guadalupano”.

Entonces no es raro leer en ese cronista nato de Quezada, la prosa entretenida y cuidadosa a que ya nos tenía acostumbrados durante la época de los buzones y Correos y Telégrafos. “Bolaño antes de Bolaño/ diario de una residencia en México” es parte de su propia historia más que un retrato del novelista cachorro formado en el país norteamericano. Porque, si bien el autor de Los detectives salvajes y de tanta impecable narración nació en Chile -en Santiago y en 1953, para ser más precisos- su calidad lo acerca más bien a los bonaerenses que a sus connacionales. La razón es otra. Llegado muy joven al país azteca, su formación literaria, su universo simbólico e, incluso, sus recuerdos, quedan determinado por un mundo más amplio y generoso en experiencias. La broma de “el mejor narrador argentino entre los nuestros” se genera en esa visión.

Quezada lo vincula, en esa prehistoria no muy explorada todavía, al ambiente intelectual capitalino. Con Diana Bellesi, -íntima amiga y compañera del poeta desde lejanos tiempos de Nicaragua -lo conducen por los intrincados caminos de los cafés, los bares y otros lugares santos donde las tertulias ocurren. Y también intervendrá, como hermano mayor y amigo de la familia, en el regreso a México luego de una breve estadía en Chile el año del golpe de Estado. Roberto Bolaño había aparecido por Santiago “después de un largo viaje en autobús desde Ciudad de México”, la última semana de agosto de 1973. Un par de semanas vive en casa de Jaime, el calle La Blanca 0559, en la comuna de La Cisterna. El golpe lo sorprende en el sur, en Los Ángeles o Mulchén, en casa de parientes, y más de algún mal rato pasa en manos de los uniformados. Ahora, al revisar la historia (o los elementos historiográficos agregados al mundo virtual) resulta un tanto divertido leer sobre supuestas empresas revolucionarias, un viaje a Chile para unirse a la resistencia, etc., etc. Los mitos no cejan.

La vinculación del poeta con el narrador se había gestado en Los Ángeles. Quezada, natural de aquella ciudad, fue amigo de María Victoria Ávalos, madre de este último, y de León Bolaño, un boxeador destacado en la zona y en el país. Razones de trabajo movieron siempre a María Victoria de un lugar a otro hasta que, en 1968, emigraron a la capital mexicana. “Un año muy hito en la historia viva y trágica de México (…) Año de tensos movimientos estudiantiles, de publicitadas Olimpíadas, del trágico holocausto de la Plaza de Tlatelolco o de las Tres Culturas” nos explica el autor con su particular sintaxis.

No es Bolaño el principal motivo de estas páginas. Más bien la figura de este escritor inspira a Quezada para reconstruir su historia usándolo como eje. Podría tratarse de un capítulo anterior a su Solentiname. En este Bolaño antes de Bolaño, Quezada nos habla también de sus encuentros con Octavio Paz, con David Alfaro Siqueiros, con Juan Rulfo; nos relata también la gestación de su ya inencontrable

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Poesía Joven en Chile, antología editada por Siglo XXI y en la que aparece la mayor parte de la promoción universitaria chilena del 65. Esta selección de nombres incluye a Omar Lara, Hernán Lavín Cerda, Gonzalo Millán, Hernán Miranda, Floridor Pérez, Waldo Rojas, Federico Schopf, Manuel Silva Acevedo, Oliver Welden y el propio Quezada. A casi cuatro décadas de su publicación el tiempo ha certificado su buen ojo crítico.

Su estadía en el país del norte se debió principalmente a su participación en el Taller de Poesía de la Universidad Autónoma de México; oportunidad en la que fue, además, columnista en las páginas culturales de El Universal y en la Revista mexicana de cultura (suplemento literario de El Nacional). Pero también se desempeñó como analista político de la situación de Chile durante esos años de la Unidad Popular, en aquellos medios mexicanos.

Tras ello la actitud de Bolaño fue determinante para hacer girar estas memorias en torno a su figura. No fue generoso el novelista en su postrer viaje a Chile. Aunque Jaime no lo mencione -el pudor siempre manda- lo cierto es que en la oportunidad Bolaño no se acercó a él y, es más, en apariencia lo evitó. Fue innecesario; el bueno de Quezada no habría jamás de hacerle sombra.

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17. Acto de presencia de Jesús Ortega Allá por el 87 conocí a Jesús Ortega, en Malmö. Andaba yo, entre otros amigos, junto a Gastón Candia y Pancho Pérez, quienes vivían en la Ciudad Vieja -Gamlastad- al otro lado del canal, el artista uruguayo Pepe Viñoles y el narrador Jorge Calvo, que me había cedido el departamento de su novia, en Zenithgatan.

El Två Krögare, donde me fue presentado, se hallaba en una calle paralela a la avenida del canal, casi en la esquina de la peatonal que va a dar al Triangeln. Solían reunirse allí los intelectuales y la gente de teatro a beber los stora stark, cerveza fuerte en buenos y saludables jarros. Ortega me resultó un tipo gentil y afable, con cierto aire a lo Charles Aznabour.

De cierta manera yo ya lo conocía. A comienzos de ese año me telefoneó para darme la bienvenida, a pocas horas de yo aterrizar en Estocolmo. En esa oportunidad le narré un hecho que era cierto pero, como ocurre con los mejores rumores, nadie lo ha tomado muy en serio. Le conté que en los tiempos de la Unidad Popular, con Juan Luis Martínez y Raúl Zurita leíamos, en el Café Cinema de Viña del Mar, Las pizarras del mundo, su primer libro, editado cuando era un artista conocido más bien como mimo, una suerte de Chaplin, en la incipiente televisión chilena. Y lo leíamos, justo es reconocerlo, con el mismo interés que a los beatniks, los surrealistas y todos nuestros héroes contemporáneos.

Con el paso de los años y de los viajes, algún buen amigo limpió aquel ejemplar de mis estanterías. Textos como El indolente, Leonídas en Sudamérica o El ángel derribado no pude rescatarlos hasta recibir, el año 2005, su esperada antología De este mundo y el otro, publicada en español por el sello de Brutus Östlings Bokförlag Symposion. Ortega me la envió junto con un paquete de ejemplares para mis colegas en Valparaíso. Allí venía el poemario Modestísima proposición/ Ett anspråkslöst förslag, traducido por Lasse Södeberg, quien ha dirigido junto a Viñoles el sello Aura Latina, en Malmö.

Pocos meses después del encuentro en el bar, Ortega entregó su segundo volumen, Serpentímetra. Habían transcurrido casi veinte años y sus lectores se encargaban de reclamar por tal ausencia. El volumen bilingüe, con las primeras traducciones de Söderberg, fue editado en Aura Latina, dirigido entonces por su fundador, Pancho Pérez Santiago, junto a Rubén Aguilera, el poeta nortino residente en Lund. La presentación -guardo celosamente una invitación impresa- tuvo lugar el sábado 26 de septiembre en el Fredman -en Regemetsgatan 4- y contó con la música de Manolo de Utrera y su grupo, además de flamenco y tango.

Conocíamos ya varios de los textos publicados. Sin embargo piezas como Para hablar con las musas y Recuerdo a Carmona -esta última una verdadera joya para la lírica nacional- se destacaron de inmediato. Carmona -si se refiere a nuestro Ramón Carmona, como creo que es efectivo- es un poeta que ya se fue; pero sigue “bicicleteando” en el texto de Ortega: “Es él y su Volvo idolatrado/ Es él llegando a mi casa/ Por la tarde/ Es él y yo y la Chabe tomando vino caliente con naranja/ En el jardín de mi casa/ En el jardín lleno de rosas de mi casa/ Es mi casa/ a 13.000 kilómetros de su calle/ La que pasa”. Ritmo, cadencia y repetición construyen este nostálgico texto. Aunque en la versión original le agregaba un largo Chile de distancia.

Ortega siempre se toma su tiempo. Luego de ocho años, en 1995, entrega, en versiones e idiomas distintos, La vidriera irrespetuosa. Comentaba yo, por

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entonces, que Ortega escribe poco, que está en deuda con la poesía. El poeta se defiende -ahora en este libro- y retruca: “No, Cameron, no escribo poco,/ emborrono centenares de cuartillas,/ mas condeno a la llama el verso tosco./ (El fuego inmola) y allí mis versos brillan”.

Su visión apocalíptica (“a la entrada de la isla/ De Manhattan/ Circe levanta su antorcha encendida”), esos cuerpos prestados al amor y las verdaderas causas de los monstruos que allí nos explica, muestran el desarrollo logrado en el tratamiento de sus temas. Porque Ortega es poeta del descubrimiento, de la inteligencia iluminada y del juego permanente. No estamos ante un simple continuador de Nicanor Parra -bien podría serlo también de Gonzalo Rojas- ni frente a un antipoeta declarado. La poesía de Jesús Ortega pertenece a la promoción del 65 por temática y vinculación. Si bien por el dato cronológico de su nacimiento debiéramos ubicarlo en la promoción del 50, junto a Armando Uribe Arce o a Alberto Rubio (pero siempre más joven que todos aquellos juntos, por supuesto) su trabajo pertenece a esa línea de producción que brillara con fulgor propio en la revista Trilce y las demás publicaciones universitarias antes del 73. La poesía de Ortega se sitúa en las barricadas, un grito anárquico; aunque detrás de aquel se esconde en verdad un canto al mundo nuevo y esperanzador en pro de la solidaridad y del amor como únicas fuentes de crecimiento. Activo participante fue también de aquellos intensos años en nuestra patria. Y tras la caída, perseguido por la dictadura, vive desde entonces en Suecia, país al cual ama y el que -lo ha reiterado el poeta- le dio la oportunidad de continuar en su desarrollo artístico. Y en tanto sujeto histórico ha permanecido siempre en la memoria y el registro literario nacional, a pesar de su ausencia.

El empleo de variados recursos literarios, la referencia a lo cotidiano, el humor, la elegancia y la pulcritud la palabra señalan la presencia de un artista cuyo aparente silencio ha restado al público el placer estético que nos entrega la lectura de su joven poesía. El tiempo se ha encargado de corregir la falta. Recientes ediciones, y esta presente, desvirtúan tal pretendido desconocimiento.

Recuerdo la actitud lúdica consignada en su anterior libro; esos momentos de intensidad cargados de secretos signos. En Iluminaciones ese verso, Y Ungaretti d’inmenso, resulta un fenomenal recado para los más golosos. Aquella reflexión inversa, la única posible frente a la grandeza del vate italiano, consigue a su vez la iluminación. Algo similar ocurre en Se acabó la fiesta. Allí, como en la mayor parte de sus trabajos, la cosa política, la denuncia y el necesario “yo acuso” están presentes en su particular lenguaje: Hemos roto la guitarra contra el piso/ Hemos incendiado el piano. / Estrangulado el arpa (…) The end./ Cierren y vámonos a casa./ Desde la poltrona veremos/ Pelícanos fritos en aceite.

El poeta nos habla ahora desde su pajarera. Entre periscopios y cristales y pequeñas estalactitas, de esas que nacen hacia el solsticio de invierno, enfoca la mirada hacia esa época de alegría, de besos y de luminosidad que, como una costumbre azul según nos dice, aún no termina. En sus nuevos textos reafirma lo existencial y necesario y solicita, humildemente, ser incinerado con la intrínseca prenda de esa dama como un baluarte para ingresar, así un caballero provenzal, al Reino del más allá.

Déjole a usted, quien lee este libro, el placer de ulteriores descubrimientos. Me basta pensar en Francois Villon, en Pentti Saarikoski -y ahora en Jesús Ortega- para entender a la poesía como un ejercicio vital. Nada existe fuera de ella; todo ocurre en el verso. En pocas palabras, nos encontramos ante una poesía adscrita al modernismo humanista de fines del siglo XX y, a la vez, profundamente vigente y contemporánea. Y, además, frente a una clara búsqueda de lo inteligente, lo sagaz y lo asertivo -así como de la perfección formal- en beneficio de la denuncia y de la liberación. Estamos, mi querido lector, ante un poeta.

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18. Imágenes de Jorge Teillier Jorge Teillier fue un innovador para la poesía chilena de los 60 en adelante. No se trataba de un vanguardista a la manera de Enrique Lihn, a pesar de sus similitudes en experiencias y motivos. Teillier optó más bien por el tono nostálgico, y ciertas veces irónico, de una corriente europea ligada más bien al mundo anglosajón y a las riberas del Báltico; a pesar de sus antecesores franceses.

Según Jorge Edwards es el continuador por excelencia de la tradición poética chilena. Es el que logra la mejor síntesis del orden literario y de la aventura, después de largas décadas de experimentación formal. Con todo, el poeta es también el último de los malditos nacionales para este siglo y la imagen, muy querida entre los suyos y los más jóvenes, es la de un subversivo en el sentido más literal del término.

Teillier pertenece a esa raza de héroes contemporáneos como lo son también Pentti Saarikoski, en Escandinavia, y Carlos Martínez Rivas, en Centro América. Anarco, individualista y marginado de una sociedad inconveniente a sus valores y a los de la mayoría, esta especie de Robin Hood busca extraer el verdadero sentido del orden permanente de las cosas, desde la usurpada palabra que rescata para devolver al pueblo.

Rescatar a Jorge Teillier desde la amable simpatía con la cual se lee (o se comenta sin haberlo leído) y escudriñar su poética, es la tarea. Porque su poesía es una de las más indicadoras, y por lo tanto influyentes, para las nuevas promociones. Su fuerza, su calidad intrínseca, su decir soterrado (como en Para un pueblo fantasma) lo colocan entre los mayores.

Sun Axelsson inicia su recopilación de poetas chilenos Leones alados con la contribución de este gran lárico chileno. Establece así una verdad ineludible: Teillier es, en esa continuación, un gestor determinante para las promociones ulteriores a la generación del 50, a la cual pertenecía, sobre todo para la Promoción Universitaria del 65 y para una buena porción, entre poetas láricos y de lenguaje urbano, de la Promoción post 73.

Para la poeta y traductora sueca, Teillier se reconoce junto a Baudelaire y Blaise Cendrars, junto a Mallarmé y Apollinaire; pero también junto a Los Beatles y el viejo rock cuyas letras tenían mucho de literario. Y, como bien recuerda Juan Armando Epple en el prólogo de Poetas de Chile 1966.1986, viaja en el mismo carro de Villon, Fournier y René-Guy Cadou. Agreguemos a Ludwig Milozs.

La poesía de Teillier se ha bautizado como poesía lárica o de los lares. En ella el poeta canta a un paraíso perdido que ubica, por norma general, en el territorio de la infancia. Es el regreso o la búsqueda de un estado de naturaleza en el cual las relaciones humanas obran en la perfección. Esta situación no se da en la realidad ni ha ocurrido en la historia; pero es una seria proposición dentro del contrato social. Por ello se poetiza con nostalgia y pesimismo y la emoción intrínseca de su verso ha llevado a describirlo, por Enrique Andersson Imbert como “un lírico tan imaginativo que mientras se canta a sí mismo va transfigurando las cosas, animándolas, personificándolas, poniendo dentro de ellas su propio temple nostálgico” (En Historia de la Literatura Hispanoamericana, FCE, México, 1980). Habría que agregar que ello implica una crítica frontal al sistema imperante predicando libertad en cada una de sus hojas.

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En esta poesía el fuego patriarcal ilumina en la casa y es hogar de los manes, los espíritus familiares, la memoria colectiva y lo eterno, lo permanente y sagrado. Todo ocurre sobre un color sepia, mas no el de las fotografías del siglo pasado, sino en aquellas tomas de bares captadas por la dulce mano (ésta es una sinécdoque) de Leonora Vicuña: Lima no existe./ Panamá no existe./ Son sueños de Bom Bom Coronado groggy./ De Salaverry, Martínez, Ortega y el Emperador Jones./ De Paco Bendezú retratado junto a Allende, Natacha Méndez y César Moro./ Que el Gordo Portal nos envíe salvoconducto para seguir bebiendo, nos pide el poeta en Cartas para reinas de otras primaveras.

Teillier llamaba a este territorio mítico, a la manera de Lewis Carroll y Peter Pan, el País de Nunca Jamás. Allí convivieron muchos. Alguna vez se ubicaba en la segunda mesa a la entrada de La Unión Chica, el bar y restaurante de calle Nueva York 11 en Santiago; otras veces, durante la gloriosa época de la Unidad Popular, en el Boletín de la Universidad de Chile; pero la mayor parte del tiempo en conversaciones sobre fútbol y box, materias que dominaba con cierta molestosa pretensión y elegancia.

Todos estos elementos aparecen en sus textos. Nada escapa a la voz del poeta devenida en sapiencia con el tiempo y las mesas y la desesperanza de esa continua fiesta que fue su vida: Está más joven la muchacha que amanece sonriendo/ frente al canto del canario cada vez más joven (…) Está más joven la mujer que se despierta para lavar ropa ajena en la artesa rústica./ Están más jóvenes quienes en la plaza hablan de sus amigos desaparecidos o asesinados (…) Está más joven el guijarro que espera ser recogido por un niño,/ tras ser pulido por una ola que cada viaje hace cada vez más joven.// Sólo yo he envejecido.

Jorge Teillier nació en Lautaro, en la región de la Araucanía,. Sus últimos años los vivió entre el fundo de su compañera, Cristina Wenke, en las cercanías de La Ligua, y el Santiago de sus amigos Rolando Cárdenas, Alvaro Ruiz o Germán Arestizábal. Pero su verdadero hogar lo ubicamos descrito por su amigo Jorge Edwards: La casa fantasmagórica de Usher, que en el relato de Poe se derrumbará sobre su dueño, flota en los versos de Teillier en un Sur pantanoso, y el poeta William Gray se cura de su delirium tremens en una clínica de los alrededores de Santiago. Pero el poeta siempre venció los tratamientos impuestos por el orden. Fue un poeta, el poeta; y eso es cuanto vale. Pues el País de Nunca Jamás es, como la Unión Chica, una especie de Walhala.

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Conocí a Jorge Teillier en el Refugio López Velarde, el bar de la Sociedad de

Escritores de Chile, la querida SECH, en la calle Almirante Simpson de la capital, hace más de un cuarto de siglo, y lo despedí por última vez, dos años antes de su muerte, en ese mismo sitio.

A esa imagen donde aún permanece, pertenece el poeta tanto como a su Lautaro natal. Es una imagen personal, una reconstrucción muy particular, casi una traducción. Al ser trasladado al hospital viñamarino, a causa de una perforación intestinal, no habría tomado, supongo, muy en serio este acontecimiento. Jorge fue un subversivo silencioso y cauto, un maldito tranquilo y duro a la vez, un individuo más cerca de la ternura que de la academia. Jugada con las palabras pues, al hacerlo, lo sabía bien, quebraba las bases de la estupidez humana. En estos mismos parámetros se desarrollaba su amistad con Lihn. Compartieron musas y copas; compartieron una vida tribal.

Enrique Lihn, quien había vivido a destajo y era, en cierta época anterior a la dictadura cultural producida bajo el régimen de facto, un regalón de los medios artísticos, los pasillos intelectuales y las aulas, sufrió un par de infartos cardíacos durante una estadía en Madrid. A causa del susto no sólo dejó de beber y de fumar,

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sino que se convirtió, para sus amigos, en un predicador contra aquellos satánicos vicios.

Cuídate, Jorge, le dijo un día, mira que el alcoholismo se ha llevado mucha gente a la tumba. Pero la calva se encargó primero de Lihn. No fue el alcohol ni el tabaco ni el corazón la causa de su muerte, sino un tardío y lato cáncer a los pulmones, a los 59 de su edad, en 1987. Diario de muerte relata con objetividad y fantástica ironía ese pasaje.

Un periodista, quizá midiendo la situación desde un ángulo más dramático y telenovelesco, preguntó a Teillier, ¿Y que opina usted de la muerte de Enrique Lihn? El vate no dudó en contestar: el estructuralismo se ha llevado mucha gente a la tumba.

Tal vez los poetas tengamos, por uso y abuso del oficio, una relación demasiado particular con la palabra; tal vez un sistema de valoración personal frente a los signos y sus significados. En esta broma había una tremenda carga de sentimiento. Así de simple, sin explicaciones.

La primera vez que supe del poeta fue en 1964 o 1965, a raíz de un certamen literario auspiciado por la Compañía Refinería de Azúcar de Viña del Mar, la CRAV. El resultado incluía dos importantes aportes: La Cenicienta de San Francisco, el cuento de Antonio Skármeta, y los textos con los cuales Jorge Teillier había obtenido el primer lugar en poesía. Estos son, también, antecedentes en mi escritura. Se trataba de Crónica del forastero, publicado en forma individual en 1968. Pero el mismo año del concurso aparecía, como separata de la Revista Mapocho, de la Biblioteca Nacional, Los trenes de la noche y otros poemas. Algo en común reconocí al poeta: nuestro amor por los trenes y los viajes, representado en Chile por el expreso a Puerto Montt.

Así pues no fue extraño encontrarlo una noche, creo que en 1971, en el andén de la Estación de Talca, donde ambos habíamos bajado, a estirar las piernas, del mentado tren al sur. Durante el resto del viaje, bebiendo en el coche comedor, hablamos de mujeres y de hermanos boxeadores, me contó de Esenin, cuya traducción, hecha por Gabriel Barra, pone él en términos láricos, y del mural que Escames había pintado sobre el podio del salón edilicio en Chillán, a cuya inauguración concurría invitado.

Yo, por mi parte, viajaba a Osorno movido por el amor y los ferrocarriles. En Chillán quiso bajarme. Insistió bastante; pero mi razón era superior. Sobre el mural de Escames vertieron cal los militares y los años se encargaron de verterla sobre el nombre de aquella forastera.

Con agradecimiento, aunque éste no sirva de un carajo, recuerdo su consideración hacia mi escritura. Fue creciendo con los años y un par de veces la manifestó en público; dos o tres veces cita mi nombre en sus textos. Pero en cierta oportunidad este reconocimiento produjo un resultado contrario al esperado. Vivía yo entonces por Suecia y había viajado a Chile para ver a mis hijos. Y un 28 de diciembre, Día de los Santos Inocentes y de los escritores, que viene a ser casi lo mismo, decidí participar en la comida anual de la Sociedad de Escritores de Valparaíso, entidad de la cual había sido expulsado en 1971 por un dentista de apellido Flores quien, al parecer, escribía.

Concurrí al encuentro con suprema humildad, pues bien sabía que mis pequeños triunfos y mi dificultad para esconderlos había herido muchas susceptibilidades, casi todas en verdad, tanto como mis críticas y burlas de años anteriores. Con la misma humildad pagué los dos mil pesos exigidos, vestí corbata y engominé mis cabellos. Era hora de hacer las pases. Incluso sonreí y opté por el silencio ante un par de bromas alusivas.

A poco de comenzar el festejo llegó Jorge, como invitado especial, del brazo de Pedro Mardones, presidente en ejercicio de la SEV. Venía Jorge con unos cuantos tragos encima. Nos abrazamos con alegría.

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Cerca de los postres, Teillier, quien había mantenido un conveniente silencio, se levantó y alzando la copa dijo, brindo por el único poeta aquí presente, Juan Cameron. Las sonrisas fueron pocas, frías y diplomáticas. No he vuelto a celebrar el Día de los Inocentes en Valparaíso.

Pero no siempre el trato fue el mismo. Los hombres duros no bailan y eso lo sabíamos y aceptábamos bien los contertulios de la Unión Chica. En cierta oportunidad junto a Cárdenas, a quien Teillier bautizara como inbunchen a causa de su inubicable belleza, continuamos la fiesta en casa de Jorge, en Las Condes a la altura de la Escuela Militar. Estaban presentes, además, la Nana y una arquitecto o algo así, propietaria de un jeep. Algún curso extraño debe haber tomado la conversación porque las mujeres, en pleno ejercicio de sus inalienables derechos, se fueron negándose a trasladarnos en el vehículo.

El medio ambiente no era muy propicio, tampoco. Había dictadura, patrullas nocturnas, paramilitares seguramente, y toda una corte de seres amenazantes para las almas (y cuerpos) de los poetas.

Teillier, por alguna oscura razón, de esas que se meten de pronto en la cabeza y se instalan allí disfrazadas de solidaridad de clase, se negó a darnos alojamiento, se negó a facilitarnos dinero para un taxi y, por último, nos echó. Así pues, como Hansel y Gretel, cruzamos el bosque de treinta y tantas cuadras en la oscuridad de la noche fascista, como diría un amigo aficionado pero no muy docto en poesía. Para culminar la anécdota, Nana salió desnuda a la puerta, apaleó (literal y textualmente) a su Inbunche y me ordenó, manu militari, dormir en un sillón junto a media docena de gatos.

Todo ésto se recuerda con cariño. Cuando Nana se fue -lo sabemos- él se dejó morir como los gansos. No abandonó el trago; pero sí la comida. Su cuerpo dejó de funcionar, sin razón aparente, cuatro meses después.

Este es un retrato muy personal. Doy por entendida la obra de Teillier y la poesía lárica. Doy por enterado el registro de una vida cuya alineación, así como la del Santiago Morning o el Santiago National o del Wanderers en 1946 -que el poeta sabía en su vastísima e inútil cultura-, se yergue hoy en el mero territorio del recuerdo.

Porque Jorge Teillier ha muerto no tengo a quien agradecer las buenas intenciones, o el humor y la memoria. Queden sus poemas como textos de una vida magnífica.

La tragedia de los lares La poesía de Jorge Teillier/ La tragedia de los lares, fue publicado por Ediciones

Lar, en Concepción, hacia fines del año 2001. Su autor, Niall Binns, nació en Londres, en 1965, y se formó en las universidades de Oxford, Católica de Chile y Complutense de Madrid, donde se doctoró y ejerce en la actualidad la docencia.

Su trabajo acerca de los lares es un hito en la historia de la crítica chilena. Pero, imbuida ésta, como tantas cuestiones estéticas, por la moda dictada desde otros claustros e intereses, ha pasado desapercibida para los pocos referencistas que aún sobreviven en el más estrecho país.

En el enfrentamiento entre poesía lárica y discurso dominador, Niall destaca como positiva la posición irreductible de Teillier manifestada -más allá de un simple cantar a la provincia- en su rescate de valores patrimoniales y del paisaje. Como aspecto negativo observa la temprana derrota de Teillier expresada con claridad por la dificultad creadora de sus últimos años. A sus causas sociales se suma el abandono vital del poeta, quien prácticamente ahogó sus posibilidades en la adicción al alcohol.

Jorge Teillier oscila siempre entre la aspiración utópica y el fracaso. Aun cuando sus contemporáneos Enrique Lihn y Nicanor Parra “acogieron la modernización periférica e incompleta de Chile con los brazos poéticos irónicamente abiertos, la poesía lárica, en cambio, apostó por la resistencia”, sostiene el ensayista inglés. Mas aún, a pesar de proclamarse un continuador de la tradición de Huidobro, de

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Rokha, Neruda y Parra, hay serios elementos rupturistas hacia tales discursos. Uno de ellos es el proceso de localización -paralelo a lo ecológico- signado en su pertenencia a la comunidad, luego de un camino de descomposición y recomposición literaria, dictado por los corifeos del posmodernismo a ultranza.

El poeta lárico procura conservar las cosas reales amenazadas o en vías de extinción. Su anhelo no es sólo el retorno a una mítica Edad de Oro, sino también al “paraíso perdido” que alguna vez existió, para ciertos pueblos, en nuestra historia. El “amado Orden del Sur”, en palabras de Luis Villiamy, conforma una instancia cíclica para las sociedades, frente al proceso desrealizador de la pretendida modernidad. La aldea global, acá, no es otra cosa sino la imagen ofrecida por el dominador.

El mundo pretendido por Teillier es aquel donde, como poetiza en Muertes y Maravillas, “aún se narran historias sobre la fundación del pueblo”. Con claridad, se observa, la lucha por mantener la memoria tiene un fuerte contenido político.

Bien observa Niall, la mitificación de la conquista de la Frontera, territorio sur de Chile, se hace sin idealizaciones. Por el contrario, su texto da cuenta de la miseria y el sufrimiento que ésto significó, con sus agregados de lujuria, avaricia y homicidios.

Ahora bien, la actitud ética en Teillier está en clara oposición a un discurso que conoce y en el cual convive, Pero en este enfrentamiento el poeta verá mermadas sus posibilidades y, en definitiva, será derrotado por el progreso tecnológico de la gran ciudad. No queda inmune a la contaminación alienante de los artefactos, la cual toma partido en sus libros postreros, Los Dominios Perdidos (1994), Hotel Nube (1996) y el póstumo En el Mudo Corazón del Bosque (1998). Poco a poco toma espacio la deshumanización del hombre urbano y comienza a aparecer en sus textos la imagen de la metrópolis: Yo caminaba por Avenida Macul. ¿Qué edad tenía? (…) El sol otoñal/ Se deshacía como el vitreaux de una iglesia abandonada.

Pero tal vez el mayor golpe a su poesía se representa en la polarización de la sociedad chilena y a la subsiguiente brutalidad y crueldad política. La historia desenfoca el pueblo natal y traslada sus versos hacia temas urbanos; pero son los temas de la derrota, el vino y los recuerdos que omnubilan su capacidad de vaticinar, en opinión de Niall: Y ahora/ voy a pedir otro jarrito de chicha con naranja/ y tú/ mejor enciérrate en un convento.

La perspectiva neorromántica y expresionista del poeta lárico, hace de sus pares “observadores, cronistas, transeúntes, simples hermanos de los seres y de las cosas”, como sostiene en el prólogo de Muertes y Maravillas. En la ciudad, bombardeado por las imágenes, las amenazas y el fragor histórico, el observador es sobrepasado y condenado a una simple escritura; cuando no a la esterilidad. El poeta ya no puede encarnar verbalmente a la comunidad; ésta lo supera. “Se acabó, se terminó” -afirma en una entrevista de 1993. -”Ahora no soy más que un cronista de donde vivo, no puedo ser la persona que venía de otro mundo. Se acabó la magia”.

La lectura cronológica de Jorge Teillier, concluye Niall, “asiste a la liquidación de los sueños del hablante y lo acompaña en la fragmentación progresiva de su identidad y su voluntad”. Pero también nos deja, agreguemos, el retrato de un héroe que se consumió en la negación de un medio estúpido y opresor; al cual no se entregó ni por las prebendas ni por un merecido y nunca logrado reconocimiento.

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19. José Ángel Cuevas y el cadáver de un país Bajo el sello de Black & Vermelho, preocupado por la más reciente poesía latinoamericana, aparece Lírica del Edificio 201, del ya no tan joven José Ángel Cuevas. Su estética de la derrota y el señalamiento de los vicios que han convertido a este país en un territorio sin valores ni símbolos -y en beneficio del mercado y los mercaderes- se recoge en estas páginas aparecidas a mediados del año 2007. El gesto político de los editores es más que evidente.

El escenario es el patria del letargo. Sobre él una gran masa circula cabeza gacha en beneficio de quienes detentan el poder. No es Wells; es Chile. Los cadáveres que bajaban por el Mapocho hacia el despeñadero de la memoria fueron la metáfora del país que venía, del desproyecto nacional, de la desrregularización de lo ético, sobre todo del fracaso individual de cada chileno derrumbándose en su propio territorio. Esa es la imagen que rescata y hace suya el poeta José Ángel Cuevas en su Lírica del edificio 201, como en toda su poesía anterior.

El título bien podría señalar la barraca donde yace prisionero nuestro espíritu en algún folklórico Gulag. El silencio en que el país se oculta y descompone en beneficio de sus despostadores y de los comerciantes es el arma más conveniente para aquellos. Aquí en apariencia no ocurre nada sino la democracia; palabra secreta que al mismo tiempo sirve para ocultar a una dirigente mapuche en las cárceles del sur o impide al poeta Eduardo Embry hablar en el acto de los socialistas chilenos en Londres (que diga sus poemitas, no más; esos que hablan de la lucha contra la dictadura. Porque del Chile de hoy, compañero, no se puede hablar; no sea un líder negativo, ya sabe, resulta antidemocrático). De este país habla Pepe Cuevas; pero en un libro publicado en Buenos Aires, para no molestar a ese el intocable concepto de gobierno del pueblo, alguna vez descrito por los griegos.

Quien observa el territorio es un ciudadano común. El poeta, a lo Parra, ha bajado del Olimpo; o como al autor le gusta presentarse, se trata de un “ex poeta”. Desde el Edificio 201, un block de población obrera de seguro donde ha establecido su zigurat, ve circular esa existencia ajena del todo: “veía pasar hordas de oficinistas y dependientes (como yo)/ fumando. Nací en el pobre Chile/ el sangriento Chile/ yo comía pizza y miraba/ tardes enteras el bullir de las calles desde mi trabajo”.

No son tiempos para vates ni para héroes. Estos necesitaban un piso ético y exigir tal sistema de valores resultaría ahora una simple estupidez, una bobada. El poeta no es ni podría ser un iluminado, “sino al revés/ es el emisario de un país vencido/ impago/ tartamudo,/ alguien de los sectores medios/ que ninguna mujer desearía como amante (…) En cuanto a su trabajo/ el poeta dice que No tiene la pretensión/ de escribir algo nuevo (…) Dice que si algo sale bien:/ Es pura coincidencia”. Tampoco los otros, los designados para ese rol histórico, lo son ahora. Los mismos comunistas del barrio, entonces perseguidos, “se hicieron los tontos cuando entramos/ al restaurante donde comían./ Bajaron la vista/ y no nos convidaron ni un cochino trago”.

La estética de la derrota no se reduce a una mera queja. Es la descripción del medio. Y al observar la miseria a través de un periscopio, nos la entrega con una profunda ironía, cuando no una burla directa a la pretensión del “proyecto país” emprendido por la Concertación. No menos tonta que la pro fascista “Argentina

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potencia” del peronismo tardío y otros lemas inutilizados por la historia. El discurso político del poder siempre ha sido, por lo demás, un medio para reemplazar la ausencia de realidad.

El habla donde transcurre el discurso de Cuevas es de orden público. Su lenguaje corresponde al de un chileno santiaguino que viene de vuelta de todo y que, sin embargo, es sorprendido día a día por el absurdo cotidiano. Es el habla de “los exonerados, los débiles, los feos, los que botó la ola, los enfermos, los ciegos, los sin dientes, los pasados de moda”, es decir, los desarraigados de las aceras ciudadanas, de aquellos que no se subieron a la carroza de la vistoria y no encontraron sino miseria tras la repartija de puestos y prebendas. Porque fuera de la manada, en esa metrópolis cualquiera se muere de hambre. Se trata, en definitiva, del mismo discurso recogido con vigor en Restaurante Chile.

Como bien señala Raúl Zurita en la mencionada antología, su poesía tiene un profundo significado moral. Cuevas señala, indica, pone el dedo en la llaga, ahí donde más duele a los capataces del capitalismo. El oficio del poeta, para este autor, es precisamente aquel. El poema final -que lleva ese mismo título- es una declaración de principios: “Piden que no se les hable más del pasado/ que un artista debe producir novedad (…) No y No./ El poema en algún momento puede preservar/ hacer cariño/ echar viento al cadáver de un país.”

Cuevas es necesario, imprescindible en el recuento del discurso lírico nacional. De allí que jóvenes editores bonaerenses lo hayan captado en beneficio de los lectores en nuestra lengua. Su obra, más allá del significado político inmediato, conmueve por su intensidad, su precisión lingüística, su abierta significación y, tras todo ello, por un estilo que le es propio y que ha sido intensamente adoptado y defendido por sus seguidores.

Bajo el sello Libros La Calabaza del Diablo se editó “Autobiografía de un ex-tremista”, sus crónicas y memorias. Es su propio Recordando con ira; aunque John Osborne se le adelantaría a una época al representar con la compañía English Stage Company, en Londres, en mayo de 1956, su celebrada ópera magna. La imagen de Cliff Lewis, interpretada por Alan Bates, daba cuenta de la cólera germinal contra el reordenamiento del mundo tras la Segunda Guerra Mundial. Y este espectáculo de odio se haría carne, medio siglo después, tras la miseria del discurso contemporáneo.

Esta magnífica reacción en contra de la chatura dominante es reflejada en esta Autobiografía de un ex-tremista. Su desconsolada visión tras tres o cuatro décadas de historia, alcanza asimismo a tres instantes significativos: el Gobierno Popular, la dictadura y el régimen concertacionista. La desazón va del brazo de la ironía tanto como la derrota acompaña a la rebeldía. El mismo uso del término extremista en el título resulta una burla tanto para la asustadiza autoridad cuanto para quienes pusieron su existencia al borde y fueron por ello encarcelados o asesinados. El autor no es más que eso, un poeta que ocupa el término en el sentido más literal. Y para ello cita al gran Foucault: “El extremista es el que pone su cuerpo a disposición”.

Ex poeta, ex profesor de filosofía y ahora ex­tremista, Cuevas recuerda sus inicios en el Instituto Pedagógico, luego de unos meses en la Escuela de Derecho, junto a los de su generación, los poetas Jorge Etcheverry y Naín Nómez, Jaime Silva y Bernardo Araya –quien falleciera hace poco en La Serena bajo el nombre de Tristán Altagracia- Manuel Jofré y Erick Martínez, César Soto y varios más. Pero más que universitario se considera un tipo de la calle: “Desde niño trabajo como ayudante de mi padre, que va a arreglar máquinas de escribir en industrias, curtiembres, molinos”. Pero todo desaparece violentamente tras la barbarie del 73. “Mis amigos poetas del Pedagógico –cuenta- se asilaron (…) Hubo matanza silenciosa, aniquilamiento, calles vacías, en manos del Ejército de Chile”.

La secreta resistencia contra cultural comienza a trabajar silenciosamente por aquellos años absurdos y sin sentido. En San Gregorio los más miserables lo

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invitan a comer perro asado en tanto Carlos Cabrera habla de la Escuela de Frankfurt y Jorge Teillier se instala en la segunda mesa de La Unión Chica, en calle Nueva York 11. Hay recitales clandestinos de poesía y la ciudad, describe, es un inmenso vacío sin información de prensa, de televisión, sin nada.

La redacción de Cuevas es entrecortada, jadeante; sin duda escribe como poeta. “Ha muerto la ciudad” sostiene; entre 1979 y 1982 recuerda soledad, terror, total sometimiento de las instituciones a manos del fascismo. En tanto la Agrupación Cultural Universitaria y la Iglesia Católica apoya las actividades literarias; aparece el Colectivo de Escritores Jóvenes y la Unión de Escritores Jóvenes. La Sociedad de Escritores de Chile es un bastión de lucha a manos del Partido (lástima que se olvidara después de entregarla a sus legítimos dueños). Afuera pululan agentes, vendedores del nuevo sistema de pensiones –una estafa pública y un robo al Estado- topless, falsos enfrentamientos. Hay “fiestas televisivas de Santis y Vodanovic”; se instala, para quedarse, la estupidez en la pantalla y en la cabeza del pobrísimo pueblo televidente.

Durante los 80 se concreta el asalto al Fisco y los saqueadores quiebran o venden su tajada de país al extranjero; pululan las quiebras, se generalizan las protestas contra la dictadura y los asesinatos más violentos reaparecen en la prensa. El poeta vaga cesante por las calles del gran Santiago y habita los bares de Chile a los que describe como el reino de la locura. El camino continúa sin rumbo y las figuras de Armando Rubio y Rodrigo Lira se esfuman en la tragedia. El Bar La Unión continúa siendo el centro de la civilidad nacional. Llegan los 90 y junto a la década aparece una supuesta democracia. Los poetas se reúnen en Viña del Mar, en Juntémonos en Chile, y muchos retornan al país, ilusionados.

Una tercera parte, “La post”, bautiza a los años 90 en un aparente juego de palabras. Se trata de la posmodernidad, la mezcla de lo crudo y lo cocido en un solo panqueque; pero también de la “posta”, la verdad, según se dice en el habla local. El recambio es absoluto; la memoria reemplaza al olvido, la mediocridad se hace carne durante la Concertación.

Ya no hay ninguna esperanza; todo se convierte en farándula, en joda, en representación de algo. El poeta resuelve lo siguiente: “Que cierro el capítulo del delirio total de esta nación de la que formé parte durante años, con una inmensa música y locura callejera”. No vale la pena continuar; el país ha desaparecido y la obsesión sobre el ex-Chile parece no tener sentido ya. Sólo quedan los poetas y sus poemas: Gonzalo Millán, Hernán Miranda Casanova, Elvira Hernández, Raúl Zurita, los que vienen. El pueblo, en tanto, elegirá en su supina ignorancia a la extrema derecha, en busca, tal vez, de una salida, de algo, de nada.

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20. José María Memet, Amanecer sin dioses El novelista Guido Eytel había propuesto, en la IX Feria del Libro de Valdivia, hacer un ranking de poetas de acuerdo a sus publicaciones, menciones e invitaciones a encuentros. Algo así como la lista de jugadores de la Federación de Tenis. En ella, la mención en la lista de libros más vendidos, de El Mercurio de Santiago, otorgaría cien puntos y una invitación, cuarenta y cinco. Pero esta proposición ni siquiera fue cubierta por la prensa y quedó como un simple juego en la correspondencia secreta de los autores.

A José María Memet le habría correspondido, en esa competencia imaginaria, aparecer en el primer lugar durante varias semanas. Memet, nacido en Neuquén en 1957 y autor de varios y significativos poemarios, publicó hacia fines de 1999 -y con el apoyo del Consejo Nacional del Libro y la Lectura, a través de una Beca de Escritor- Amanecer sin dioses. Casi nadie, fuera de la capital, se habría enterado de tal edición a no ser por una entrevista que Christian Warnken le hiciera en canal de la Universidad Católica. Este programa fue uno de los poquísimos espacios televisivos dedicados a la cultura. Sin duda, en la lista de Eytel, Memet hubiera sumado con ello cerca de doscientos puntos.

Amanecer sin dioses es un libro encuadernado, de 112 páginas, diseñado con gusto y esmero por la artista Verónica Santana, quien era por entonces compañera del poeta. Se editaron quinientos ejemplares, trescientos cincuenta de ellos numerados y firmados por el autor. Los números suman y siguen y, si bien nada tienen que ver con el ejercicio literario, reflejan al menos el ánimo que sus cultores tienen respecto a la situación general del país frente a la cultura creativa. Algo de burla, de ironía y de tristeza se traduce de estas cifras.

A partir del título el lector tiende a ubicar el pensamiento del poeta. Remite de inmediato a los manidos conceptos del fin de la historia, el derrumbe de occidente y la deshumanización colectiva. Y el propio Memet se encarga de apuntar la lectura por tal sendero: Es hora de inventar un nuevo dios/ pues cae la noche sobre el universo/ y los buses regresan a los barrios/ con millones de cadáveres (pág. 17). Pero, en verdad, esta desazón corresponde también a la anécdota. Aquella nos muestra la figura de alguien que regresa de madrugada, mientras la ciudad se despierta, tras una extensa jornada por bares y tabernas. Memet acierta en la imagen. El estupor ante el viciado que se respira equivale a la sensación del regreso, después de la borrachera, hacia un lugar de nadie, sin alegría ni esperanza: La verdad sobre la tierra es una sola,/ hasta los sueños más hermosos/ envejecen (pág. 35).

Tal como lo expresaba ante las cámaras Warnken, Amanecer sin dioses muestra el fuerte vínculo de su autor con la poesía de lengua anglosajona. Sus lecturas de W. H. Auden primero, y luego de Seamus Heaney, Joseph Brodsky y Derek Walkot aportan la cuestión filosófica a las interrogantes allí contenidas. En este caso, sus proposiciones ontológicas quedan expresadas en un lenguaje directo sustentado en el ritmo. La figura retórica, en una larga serie de poemas, se contiene en la imagen global del texto y no en el mero juego de palabras, sonidos o repeticiones: Una casa invisible/ -incluso aguzando la mirada-/ es imposible de ver (pág 54).

Este libro de José María Memet aporta a su historia personal con varios textos recientes. Amanecer en la ciudad, que nos remite sin duda al bellísimo Vagabundo del alba, de Fayad Jamis, y a su antecedente inmediato en Apollinaire, repite un

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tema de gozosa prosodia y múltiples posibilidades visuales: … los rascacielos se levantan en la ciudad de Santiago (…) Mis verdaderos amigos duermen borracheras./ Hemos hablado de poemas, de pinturas y de sueños en la noche; para culminar con un promisorio y determinante No seré domesticado./ En la sabana de la gran ciudad/ el león reconoce sus instintos/ y espera que el follaje invada todo/ para comenzar/ la caza (págs. 94-96).

Orígenes y Aguas detenidas, con los cuales finaliza su trabajo, son también piezas notables. El último, dedicado a Gonzalo Millán, recrea la imagen del acuario, donde nos vemos y observamos dentro de nuestros propios límites en la creencia de ser únicos, en esa transparencia cuya fragilidad no se percibe. Como la lista de Eytel que, a no ser por la difusión proporcionada por Warnken, aún ni los mismos poetas se habrían enterado.

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21. Apuntes reiterados sobre Juan Luis Martínez Al publicarse, en 1977, La nueva novela, el poeta Martínez se abre camino en las opciones de la más joven poesía chilena, lo que ya venía anunciándose desde antes de los acontecimientos del 73. Juan Luis Martínez, o Juan de Dios Martínez (como el lector lo prefiera) dejaba atrás, y borrada para el campo de la mera anécdota, los mitos que de muchacho había creado en la sociedad viñamarina. Los adjetivos de noctámbulo impenitente y peleador callejero, cedieron paso ante el vigor de su oficio.

La unión con su compañera de siempre, Eliana Rodríguez, madre de sus dos hijas, fue fundamental para llevar a cabo la empresa editorial destinada a difundir su obra. Y, asimismo, para establecerse con una librería de nivel en la ciudad balneario.

Aquella publicación fue el inicio de una corta e inmensa aventura. En París, años atrás, tuvo lugar un encuentro en torno a esa obra primera. También figuras como Enrique Lihn, Martín Cerda y Carmen Foxley, entre otras de singular importancia en el campo teórico, se dieron cita para destacar su trabajo. Con todo este reconocimiento en vida mereció ser mayor. Pero estábamos en dictadura y una larga y tediosa enfermedad, que lo llevó a la muerte en marzo de 1993, impidió otro tipo de desarrollo.

En 1978 publica La poesía chilena, un poema objeto hecho con elementos conceptuales (certificados de nacimiento, tierra del valle central de Chile, defunciones, etc.) cuya emotividad constituye uno de los puntos más altos en su lírica.

Su poética se maneja entre la simple figuración retórica y el cuestionamiento a la significación de las señales emitidas por el medio planteando una relectura de tales mensajes y del mismo medio. El juego es una ruleta rusa, una peligrosa ruleta no apta para insensibles y, a la vez, indescifrable para quienes no hayan atravesado el espejo más allá de la amable metáfora.

Las claves deben buscarse en el texto mismo con una sonrisa y la suficiente humildad para aceptar, de vez en cuando, que hemos caído en un cazabobos; pues detrás de todo ello se esconde también una fenomenal carcajada. Si el lector se permite la aventura de regresar hasta Instituto Francés de calle Condell -julio de 1972- será recibido por Jacques D’Arthuys, su director, quien le mostrará los objetos que aún cuelgan en la memoria colectiva de Valparaíso: una Vitrina para el poeta Raymond Queneau, un Homenaje a Marlene Dietrich, un Objeto simbólico sobre la singularidad del nombre propio, un Caballito de madera con certificado de origen (5 piezas), hasta llegar al número de 18. Escrito a máquina, en la invitación, los deseos de una eterna amistad.

Si bien Martínez no recurre al ritmo ni al estrato fónico, la selección de sus recursos es claramente modernista y abre posibilidades para nuevas tendencias, experimentos y aceptaciones en un medio donde la escritura estaba ya definida por la Promoción del 65. El quiebre formal con el movimiento universitario de las revistas Trilce, Arúspice y Tebaida, vigentes hasta el Golpe Militar de 1973, da un respiro e introduce de nuevos aires en la tradición literaria nacional. De aquel nos alimentamos varios.

Mucho antes, a comienzos de los 70, solíamos reunirnos junto a un grupo de noctámbulos en la confitería Bismark (5), en el Edificio Couve. Era un lugar para

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mayores. Yo iba en condición de aprendiz a escuchar a los iniciados hablar de Aldo Pellegrini y Para contribuir a la confusión general, una Biblia por entonces incomprensible, cuyo título repetía como papagayo simplemente para sentirme culto. En verdad, sólo vine a leerlo y disfrutarlo a comienzos de los 90, cuando lo “tomé prestado” al poeta Fernando Rodríguez de su casa en Oslo.

En ese establecimiento, conocí una noche los primeros trabajos de Juan Luis. Allí, junto a Eduardo y Gabriel Parra, Eduardo Hughes, Oscar Orellana, Chantal Rementería y sus hermanos, Luis Iñigo y Madrigal, Montessi, el Lelo Aguirre, Freddy Flores, a veces Tito Valenzuela, o una hermosa belga que se disputaban hasta el suicidio, y tantos otros difuminados en la niebla, fueron apareciendo sus curiosas e inéditas composiciones.

Nos hicimos amigos. Él y Eliana, iban a menudo a casa. A veces, con mi familia, pasábamos tardes en la casona de Playa Amarilla junto a Raúl Zurita y Miriam Martínez, su esposa, hermana de Juan Luis. Nuestros hijos nacieron en esa época y, en cierta medida, se reconocen como del mismo tronco. Allí aprendimos lo mucho que Juan Luis sabía acerca del fenómeno estético. Prefiero hablar de mí mismo. Yo, en verdad, logré comprender e interesarme en esas cuestiones que, de ignorarlas, no me habrían llevado a la comprensión del mundo. A Raúl le ha ido bastante bien con los años. Seguramente él debe tener, también, un pensamiento de gratitud hacia su anterior cuñado.

El nombre de Juan Luis Martínez Holger está íntimamente ligado al Grupo del Café Cinema. Grupo que integrábamos los tres -y ocasionalmente Waldo Bastías- y cuyo único vínculo artístico ha sido el buen recuerdo de esos tiempos de esperanza, que pasaban por allá afuera, a la salida de la galería, mientras perdíamos alegremente las horas en sus mesas. Con cierta sonrisa veo ahora, a ciertos críticos, nombrar con solemnidad y falta de humor a este “movimiento literario”.

Es en 1992 cuando viaja a París. Fue su único viaje al extranjero. El domingo 28 de marzo de 1993 muere en su casa, en Villa Alemana, a causa de un ataque cardíaco.

Tal vez muchos lo recuerden como “el loco Martínez”, un boxeador callejero capaz de enfrentarse con la policía y ser temido por los malandrines del Puerto. Yo lo recuerdo como un escritor. Yo lo recuerdo como mi hermano.

*

Escribí hace años un pequeño poema dedicado a él. Lo escribí para homenajear a

un amigo muy querido y para hacerle conocer el texto antes del gran olvido. Hay dos versiones; una aparecida en la revista Eurídice, dirigida por Gonzalo Contreras, y otra en mi poemario Video Clip. Después supe que esos versos le habían disgustado. Y también le habían disgustado al amigo quien me contó la anécdota; y a Eliana, por supuesto. En verdad, al revisar esas líneas en su aspecto formal -en el cual toda obra se sostiene- me resultan muy válidos. Y si no le gustó, simplemente lo lamento; porque Juan Luis, como todo poeta, es un ente público y sus hechos no le pertenecen, así como su memoria pertenece a todos y está -lo quisiera o no- en nuestro patrimonio cultural.

¿Por qué si no queremos endiosar a un amigo reconstruimos sin embargo su memoria? Simplemente porque tal reconstrucción debe ser hecha a escala humana, en los márgenes de esa inmensa humanidad y la de una obra encaminada a epatar a estupidez, la misma estupidez que nos circunda y triunfa a ratos por aquí y por allá.

Juan Luis, y esto ocurre con ciertos individuos, era él y su familia. Tal familia no ha desaparecido y se mantiene vigente en esta imagen. Sobre ella se alza la casa atravesada por el viento marino donde de alguna forma crecimos entre libros, hermanas, sobrinos y sus padres. Isabel Holger Debadie y Luis Martínez Villablanca

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eran gentes de bien, gentes de carácter. Don Luis fue un tipo justiciero, una especie de Quijote civil que lanza en ristre maldecía la imbecilidad. Días después del Golpe de Estado me crucé con ambos en una galería comercial, en Viña del Mar. Él, sin saludarme, me tomó de los hombros y sacudiéndome me advirtió:

-¡Cuídate! ¡La muerte, Zamorano, no perdona! - Miraba con furia y desesperanza. Yo partí hacia Argentina y al regresar, cuatro años después, ambos habían

fallecido. La fuerza de aquellos hizo que tal familia, aún muerto mi amigo, permaneciera unida. De tarde en tarde sé de alguno de ellos y de la incurable defensa del poeta..

No me resulta extraño entonces intentar su reconstrucción desde un punto de vista modernista. Si revisamos esa gran carcajada presente en cada trabajo de Martínez veremos como pone en duda el orden social en busca del verdadero orden. Y allí reside la subversión. Nada es sagrado porque nada es real. Ni el discurso del poder ni la imposición de la moralina pública o su fétida religiosidad ni la pretendida perfección de las matemáticas ni la supuesta lógica de la lógica, merecen nuestra reverencia frente a la realidad. Ni siquiera la deificación de los héroes nacionales o literarios puede considerarse un bien superior cuando el poeta, desde el fondo del pecho, arranca su magnánimo arsenal y lo instala en la hoja. Así puede comprobarse en La Nueva Novela y en La Poesía Chilena, este último quizá el más hermoso poema escrito al padre en las últimas décadas.

Pero yo sólo conocí a Martínez en su prehistoria literaria. Hacia fines de los sesenta y primeros setentas nos juntábamos en el Café Cine-ma, frente al Cinearte en la Galería Vicuña Mackenna. Eran reuniones matutinas y allí concurría una serie de próceres hoy famosos o desconocidos. Martínez, solía llegar con hojas sueltas donde iba acumulando imágenes o frases al azar para darle algún sentido a la composición. En un comienzo se trataba de burlas o remedos a esos trabajos tan inteligentes de algunos artistas santiaguinos cautivados por el estructuralismo. Nos reíamos mucho; nos reíamos, entre otros (y me perdone ahora Claudio Bertoni) del grupo No y de sus instalaciones; y fue así como empezó este juego.

Cualquier mañana de aquellas lo acompañé a firmar un contrato con Ediciones Universitarias, de la Católica de Valparaíso, cuyo director era por entonces José Luis Molina. Se trataba de un proyecto muy esquemático frente a su definitivo primer libro. La conversación terminó en una violenta discusión, casi a bofetadas, por el plazo que Molina se daba- dos años- para editarlo. Al regresar, en 1977, La Nueva Novela había sido publicada gracias a la perseverancia de Eliana..

Juan Luis Martínez fue una figura en Viña del Mar. El joven rebelde que burlaba a la policía en motoneta o gustaba trenzarse con los capos mafiosos de Valparaíso, pronto pasó a ser un respetable intelectual. Muchas son las anécdotas en torno a esa época; y tales forman parte hoy de otro mito, apenas conocido por quienes fuimos sus cercanos. El resto es pura literatura; o literatura pura. Sólo un pequeño cuento para ilustrar. Mucho después de esa primera juventud mi madre, con quien compartíamos una cena, le dijo al poeta: -Juanito, pensar que cuando yo lo veía por la calle Valparaíso me cambiaba de vereda.

Pero también eso es parte de algún rompecabezas.

* A raíz de estas notas, uno de los integrantes de ese grupo, el poeta Fernando

Rodríguez, refresca mi memoria. La misiva, enviada por correo electrónico, debe ser del otoño de 2005; aunque no registre la fecha. Además de una agradable pieza literaria, la pieza de Rodríguez es en sí un documento, un breve registro de algunos plagios y una cariñosa reconvención hacia el recuerdo. En ella (los destacados son míos) tiene la caballerosidad de no cobrarme el libro de marras; y dice así:

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“Querido Juan Cámeron: Mientras visitaba a un amigo que está gravemente enfermo en el hospital de

Oslo, me contaron que habían visto mi nombre en un artículo sobre Eduardo, el de los Jaivas, en granvalparaiso.cl. “ Debe ser un error, les respondí. En Chile nadie se acuerda de mí”.

Cuando me aseguraron que no era un error, que mencionaban también el título de mi libro, Del azar y la memoria. Dentro de la tristeza que me embargaba, te confieso que esa noticia al pasar, me causo una gran alegría. “Debo tener un santo camuflado en la corte, pensé”. No sólo fue una grata sorpresa comprobar que el artículo se refería a Eduardo Parra y escrito por ti, Juan Cámeron para el mundo, pero Claudio para mi, especialmente en ese contexto de un pasado, aunque remoto, no por ello menos importante para la historia de nuestra poesía. Me atrevería sí a insinuar un posible error en el nombre del café de la calle Valparaíso donde nos reuníamos, que fue anterior a la Pajarera y muy anterior al Café Cinema. Este se llamaba Café Vidmar. Pregúntale a Eduardo si hay dudas, él conocía a la familia que lo regentaba, una vez estuvimos comiendo en casa de ellos, junto a los hermanos Rivera Scott, Pancho y Hugo, además de un barbudo pelirrojo que creo se llamaba Iván, bastante terrible en sus juicios.

Eran los años 1968-9. En esa época conocí a Eduardo. Acababa de editar su Puerta Giratoria. Fue en El Pajarito en Valpo, después de un recital en el Instituto Chileno Chino de Cultura. Y lo de siempre, “…Tú escribes? Andas con algo ahí?” Y le muestro mi poema Paisaje, que era harto experimental, para la época. Lo leyó y dijo:” Uy.. Y yo que pensaba que estaba solo….Tenemos que juntarnos…” y me invito a su casa, la casa de Viana . Ahí conocí a Juan Luis Martinez. Nunca olvidaré aquel primer encuentro. Yo portaba mi primera colección de poemas, cuidadosamente empastada e ilustrada por mí mismo. Poesía de joven que intentaba cambiar algo en su vida y no encontró mejor manera que empezar por el lenguaje y la forma clásica de sus orígenes, tanto en el texto como en su contexto. Y claro, a pesar de mi exagerada auto estima, no podía evitar sentirme algo cohibido en presencia de estos dos jóvenes mayores que hablaban con tanta propiedad e insolencia sobre los aspectos más sagrados de la poesía. Y era la poesía lo que nos unía en ese momento, fieles a la tradición de los poetas solos, cumplíamos una vez más con el ritual de leernos unos a otros, de compartir secretas lecturas. Aquella noche estos hermanos mayores me introdujeron a la poesía de Francis Ponge, Huysmans y los dadaistas Tzará y Picabia. Luego la bienvenida, cosa que no olviré nunca. Juan Luis, después de haber leído rápidamente mis poemas, me dice: “Eduardo mm…me….me había contado q…q….que había conocido a un j…j…jooo…ven poeta muy bueno.Nnnn…no me imaginaba que eras tt…ta..tan bueno” Y Eduardo con sus características salidas, le dice: “ ¡y tú crees que yo me junto con cualquiera!?”. De ahí nos iríamos al Vidmar, el Café de la calle Valparaíso. Ahí comenzó la onda del juego de los hallazgos y los descubrimientos, donde Juan Luis era el Magister Ludi por excelencia y Eduardo su brazo derecho, su escriba y portavoz. De ahí salió el primer capítulo de La Nueva Novela, que me gustaría creer que fue producto de una creación colectiva, un juego de preguntas y respuestas que Juan Luis se encargaba de recopilar, clasificar y desclasificar, despojándolas de su ordinaria vanalidad, situándolas en un nuevo contexto, rescatando el misterio, el humor y la belleza implícita en el hallazgo, la dimensión oculta del object trouvé. Eran juegos colectivos, divertidos, absurdos, irreverentes donde participában todos, tanto parroquianos como transeuntes, artistas y no artistas. Las alternativas a las preguntas de J. Tardieu, eran respondidas tanto por poetas, como por abogados, tiras, garzones, pintores, hasta un luchador de cachacascán había, artistas de la vida y uno que otro aristócrata caído en la bohemía del puerto, que comenzaba

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en la calle Valparaíso y terminaba, muchas veces en el Roland Bar, en el barrio chino del puerto.

Luego viene La Pajarera, donde te conocí, ¿te acuerdas?. Acababa de aparecer la antología de poetas de Valparaíso, editada por Dámazo Ogaz, en Venezuela. Edic. del Techo de la Ballena. Aún te firmabas Claudio Zamorano. Época de juventud, época de primeros amores y primeros poemas. Mi encuentro con Eduardo y Juan Luis fueron para mí determinantes en mis nuevas lecturas, donde figuraban no sólo Ponge, Huysmans, sino también los textos de J. Vaché, Carrol, Lautreamont y Raimond Russell. En nuestro contexto nacional, sólo quedaban parados Nicanor Parra y Vicente Huidobro, el resto eran, ni qué decirlo, cadáveres. Juan Luis andaba con los manuscritos de su revista de poesía cuyo título provisorio era: La Mantequillera de Terciopelo. Antes que Nicanor se lo escamoteara para incluirlo en uno de sus Artefactos. Ese era un proyecto de varios números que Juan Luis editaría bajo el nombre de Entregas de la Plancha. Demás está decir que la plancha era la de Picabia. Y que la revista nunca salió. Pero no importa, porque ahí estaba la idea germinal de lo que posteriormente sería La Nueva Novela. Eduardo Parra comenzaba su segundo libro cuyo título era: Aceite de Oliva. Los manuscritos, que realmente eran escritos a mano, los leí una noche en la Pajarera. Era una nueva fase en la poesía de Eduardo Más que poemas, eran textos poéticos donde la destructuración del lenguaje alcanzaba niveles paranoico-metafísicos no conocidos antes en la poesía chilena. Estoy hablando del año 1970. Lo más parecido a ese experimento de quiebre del lenguaje, lo encontramos 5 años después en el poema: Áreas Verdes de Raúl Zurita. Ignoro si Zurita estuvo alguna vez en La pajarera y accedió a Aceite de Oliva,libro que desapareció en el tiempo y el espacio. Y si así fué, al menos alguien se benefició de sus misteriosas claves. Y no me refiero al poeta, sino: a la poesía chilena.

Yo por mi parte, tampoco lo hacía tan mal con mis proyectos de libros donde alternaban fábulas y antifábulas, gatos, rayitas y otras seudo-experimentaciones que reuniría en un libro-paquete que también, con tantas idas y venidas, se me perdió. Uno de los pocos que tuvo acceso a ese paquete poético fue Gonzalo Muñoz. Quien también desapareció del mapa como por encanto. Yo más bien diría que por desencanto.

Mi idea era escribirte un par de líneas de agradecimiento por acordarte de mí, así al pasar, como pasan los amigos que están permanentemente de viaje. Así como pasó este otro amigo por este mundo: Rocco Petruzzi, quien, me comunican, acaba de morir. Al comienzo de esta carta estaba gravemente enfermo; ahora al concluirla, su alma emprendió otros rumbos.

Yo me quedo aquí, triste, junto a unos pocos amigos, compartiendo más penas que glorias. Igualmente me quedo con el recuerdo de la primera vez que nos encontramos en el Café Cinema, él venía llegando de Oslo con un paquete de mi hermano. Rocco era un director de teatro chileno radicado en Europa desde principio de los 60s. Esa Europa que para nosotros, con porfiada insistencia seguía siendo nuestro norte cultural. Él respondía nuestras preguntas sobre Jodoroski, que estaba filmando en la India, de Peter Brook, quien era su amigo, de Paco Rabal y otros. Nosotros ahí entre divertidos y curiosos, compartimos con él, unos cafés y unas cuantas cervezas, que cosa rara en esos casos cuando un amigo viene del extranjero, nosotros mismo pagamos, sin “matar ningún toro”, por el contrario, “haciendo una vaca”. Y no es que Rocco fuera un hombre tacaño, por el contrario, él se caracterizó siempre por su generosidad y bondad, rara en estos tiempos, para con sus amigos. La razón era más técnica que personal; en el bar no se podía pagar con tarjeta de crédito Eso fue en la calle Valparaíso en Viña del Mar, el año, 1983. Juán Cámeron, Mauricio Barrientos, Alejandro Pérez, Juan Luis Martínez y quien escribe estas líneas, los improvisados contertulios.

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Un abrazo fuerte, de tu amigo Fernando Rodriguez

* ¿Recuerdo a Juan Luis Martínez? Existen, sí, ciertas imágenes que la memoria va

armando para decir algo de él. El resultado es de todas maneras positivo: un tipo afable, generoso y muy informado en poesía.

Cuando trabamos amistad habían pasado ya bastantes años de aquellas historias de enfrentamientos; que nunca, por lo demás, me interesaron. Más bien me interesaban sus collages con algo de Prévert o de Michaux, y bastante de Ludwig Zeller. En ellos había, muy atrás, trazos de Germán Arestizábal, de los hermanos Rivera Scott, de Marco Antonio Hughes o de Chantal Rementería.

Con el tiempo les va incorporando signos y elementos de la gráfica en uso. Por otro lado, ahora resulta comprensible, Juan Luis debe haber practicado una suerte de escritura secreta desde mucho antes. Los textos recogidos por Martín Micharvegas en su antología de 1972, Nueva Poesía Joven en Chile, dan cuenta de este ejercicio, aunque muchos se incluyen posteriormente como partes esenciales de La Nueva Novela.

Rara vez nos referíamos a su escritura; más bien, y con Raúl, conversábamos sobre literatura en general. Yo tenía mis cuestiones y mis ideas, aunque elementales y bastante ingenuas, muy claras sobre la forma y el contenido del verso. Consideraba que cuanto ellos hacían lindaba en el experimento puro y en la búsqueda de nuevas tendencias arrancadas de libros y teorías ya probadas. Puedo haber estado equivocado por entonces, pero eso no lo tengo aún muy claro. Sólo en una oportunidad, ya por 1973, me expresó con sinceridad su deseo de alguna vez poder versificar a mi manera; aunque en el fondo él debe haber considerado que lo mío era pura eufonía y nada más. Y además su Desaparición de la familia, que mostró un día en la mesa del Café, fue desde un comienzo un texto mayor.

Más bien envidiaba en él su capacidad para enfrentar las situaciones y llegar a los golpes si era necesario. Yo carecía de tales habilidades. La figura de mi padre, violento y omnipresente, el físico esmirriado de mis primeros años y mis pocos conocimientos de artes marciales y de box -practicados con entusiasmo y fracaso en mi adolescencia- no eran garantías para un buen enfrentamiento. En esa trayectoria había ganado una sola pelea y perdido demasiadas como para dedicarme al oficio. Por lo más, me repugna cualquier tipo de altercado y hasta hoy prefiero evitarlos.

En cierta oportunidad - veníamos de su casa al centro por el Camino a Con-Cón- comenzó a discutir a gritos con el conductor del bus. Me alcé del asiento y con voz seca y definitiva le pedí que cortara la discusión, que no estaba de acuerdo con esa actitud.

A comienzos del 73 la situación social empeoró. Se respiraba violencia y el aire parecía vibrar. Estábamos un mediodía de verano en el Café y fuera de la galería retumbaban los típicos cánticos de la derecha. Eran verdaderas amenazas, groserías del tipo Yakarta ya viene. Juan Luis dejó la mesa y yo lo seguí. En el trayecto me pasó su hato de libros que, sumados a los míos, dejaron mis brazos imposibilitados. A la salida nos topamos con un grupo de Patria y Libertad, todos niñitos bien, mejor alimentados y enormes, a quienes Martínez enfrentó de inmediato a gritos. El primero de ellos se le fue encima. Juan Luis esquivó los puñetazos echándose hacia atrás y enviando a la vez los suyos. En un momento, empujado por el contrincante, se fue contra la reja de un establecimiento comercial. Desde esa posición logró conectarle una bofetada que el sujeto respondió con un par de patadones, tipo karate, que dieron en sus antebrazos sin alcanzar su objetivo. Por desgracia, una de sus botas terminó en mi pie derecho sólo protegido por una sandalia tipo frailera. La cercanía de la policía y los gritos disolvieron el conato. Cojo y humillado regresé a casa junto al inmune poeta.

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La humillación no terminó allí. A las pocas horas supe de los comentarios de Eliana sobre mi supuesta cobardía; me hacía objeto de sus mofas por no defender a su marido. Preferí callar; la situación era ya demasiado absurda.

Pero no faltó en esta historia mi particular conato. A mi regreso de Argentina -fue tal vez el año 80 o algo así- solíamos asaltar las inauguraciones en los bancos comerciales de Valparaíso. Todos éramos pobres, casados, cesantes y buenos muchachos. El auspicio oficial a los artistas plásticos a través del sistema Arte Empresa nos producía celos. Jamás se apoyó a la literatura y, en venganza, los poetas nos tomábamos el whisky y todo cuanto se cruzara en el camino. Caíamos en manada a cuanta exposición hubiera.

Una tarde, deseosos de continuar con la tomatera, nos dirigimos en grupo desde el Banco de turno al restaurante Cinzano. Eramos alrededor de siete amigos y nos acompañaban seis muchachas. En silencio pensaba en quién sería el estúpido que se quedaría sin pareja. Nos sentamos en una mesa larga y luego de intentar ubicarme me percaté que ya no tenía lugar. Borracho como estaba me dirigí a otra mesa a mirar una partida de naipes. Tres sujetos se afanaban en un juego cuya gramática ignoraba, intensando tal vez en descubrir su mecánica. Uno de los individuos me preguntó si en el plebiscito que se aproximaba iba a votar por el Sí o por el No. Se trataba del primer chiste convocado por la dictadura, aquel en que Pinochet obtuvo como el 96 por ciento de las preferencias. Le contesté que, por supuesto, votaría por el no. Y cada vez que un contertulio repetía la pregunta, me daba una fraternal palmada en la espalda. Al rato, sin percatarme, tenía la chaqueta llena de pegatinas del Sí.

De pronto vi a Juan Luis saltar sobre una mesa y, de inmediato, conectarle un golpe al individuo que estaba enfrente mio. Este cayó de bruces y quedó desmayado en el suelo.

Su actitud me pareció prepotente. No tenía derecho a agredir a uno de mis amigos. Me di vuelta, le grité y le envié un derechazo a la cara. Juan Luis levantó la cabeza y el golpe le dio de lleno en el pecho dando con su cuerpo sobre las mesas donde estaba nuestro grupo.

-Esta no te la aguanto, viejito -dijo y avanzó hacia mí con los puños levantados. Me puse en guardia y lo desafié.- ¿Y que te has creído, tal por cual? ¿Qué acaso me voy a achicar por diez centímetros?- La frase, que me pareció muy apropiada para la ocasión, no era del todo original. La había escuchado a un amigo de la familia. Pero, al menos, supuse entonces, me dejaba en muy buen pie ante las circunstancias.

Martínez tiró tres golpes seguidos que paré con elegancia. No se trataba de cualquier golpe; pegaba directamente con sus huesos a una velocidad increíble. En un momento, y quebrado por el dolor, bajé un poco la guardia esperando algún descuido para alcanzarlo con un gancho. No alcancé siquiera a terminar la idea. La siguiente imagen que recuerdo es la de una figura pálida, como afiche de vietnamita recién bombardeado, al cual le corren dos hilos de sangre bajo la nariz. Era mi rostro en el espejo del baño. Un moretón en la frente indicaba el tercer ojo.

Nuestros amigos me habían conducido hasta allí, sacado la chaqueta y reanimado. Pero en lugar de consolarme, como yo esperaba, me humillaban con pullas y muestras de profundo desprecio.

-Desgraciado, cobarde, mal amigo -les escuché decir. Ya recuperado, fuera del local y en busca de un taxi, pedí a León Santoro

cuentas por tan injustificada reacción. León continuaba furioso conmigo y al rato me explicó la situación. El tipo agredido por Juan Luis había extraído un cortaplumas y se aprestaba a clavármelo. Al verlo, Martínez saltó en mi defensa y lo derribó.

-Y así le pagaste. Qué tipo más desleal -me recriminó una vez más. Al día siguiente lo llamé para disculparme e invitarlo a almorzar. Prometimos

jamás pelear entre nosotros.

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-Nunca más, viejito -aseguró Juan Luis. En fin, cobarde o no cobarde, la historia prueba que no nací para los golpes.

Juan Luis en cambio, sí tenía méritos suficientes para alimentar su mito. Y al menos puedo asegurar que en aquella oportunidad me agredió en mi legítima defensa propia. Los caminos de la poesía son muy extraños.

*

Rodrigo Lira y Juan Luis Martínez fueron buenos amigos. Lira parecía un

rugbista colorín, un tanto calvo y de gruesas patillas a lo prócer. Solía usar unos quevedos que caían sobre su nariz. Lo conocí en 1979 en el encuentro de Arte Joven organizado en forma magnífica (reconozcámoslo ahora) por Francisco Javier Court. En esa joven generación junto a Mauricio Electorat, Armando Rubio, Verónica Poblete y otros ya idos del país, de la poesía o la existencia, estaba Rodrigo. Era un tipo bufonesco, con gran inteligencia y humor; un humor cáustico, destructivo, cuando no autodestructivo.

Poco tiempo antes de su muerte comprendimos su comportamiento. A través de cartas tiernamente infamantes, que distribuía como circulares, nos convertimos en sus víctimas. A mí me acusó de cobarde por omisión; por no demandar a Enrique Lafourcade, quien tenía una columna poético gastronómica en El Mercurio de Santiago y, cierto jueves, publicó allí mi texto Jureles. Además el domingo anterior (5 de julio de 1981) en un artículo del suplemento Artes y Letras del mismo medio, Los jóvenes Orfeos, Lafourcade me había tratado demasiado bien. La proposición de Lira era entonces absurda, literaria.

Pero había una razón de fondo. Lira quedó molesto porque el articulista lo sindicaba como seguidor indiscutido de Juan Luis Martínez. Y en una carta no publicada, fechada entre el 9-11 de julio de 1981 D.C. (sic) y dirigida al director del periódico, aclara: “Juan Luis -que firma alternativamente como Juan de Dios, pero nunca “José Luis” me fue presentado el viernes 3 recién pasado por J. C. Zamorano (a) Juan Cameron -sin acento en la o-. Mal podría yo entonces, ciudadano de Ñuñoa, estar a la cola de la próspera escuela tipográfica porteña que él encabezaría. Por demás, me consta fehacientemente que el Sr. Martínez Holger vive en Villa Alemana y es más bien viñamarino: la escena órfica de Valparaíso exhibe discretamente otros agonistas. Otrosí: Juan Luis cuenta ya con 39 (treintainueve) años: Orfeo, tal vez, más no tan joven”.

A Lira le hizo gracia mi Perro de Circo, recién aparecido ese año 79. Una tarde bebíamos cerveza en grupo cerca del Centro Cultural de Las Condes. Tomó asiento a mi izquierda. En un momento, al manifestar un gran interés por el libro, se lo regalé. Pero lo rechazó; me dijo que no, que yo era muy pobre -y estaba en lo correcto- que mejor lo compraba. Y luego le pidió dinero a su novia de entonces, quien reaccionó furiosa.

-¡Hasta cuándo me cafichéas! -le dijo ésta por lo bajo. Él, que era un perfecto caballero, le cuchicheó a oído: -Por favor, no me hagas escándalos. Mira que estoy sentado junto al poeta

Cameron. Nuestra amistad fue, con todo, sincera. Cuando viajaba a Santiago nos

juntábamos en el centro o en la Biblioteca Nacional o en la Sociedad de Escritores. Recuerdo que sentía una especial fobia hacia Enrique Lihn; tal vez por molestar, no por otra cosa; pues Lira era consumidor de la mejor poesía. A Lihn lo mencionaba en público como “don Enrique Lihn Ca-Carrasco”. En Las Condes, ese mismo año, había leído un poema atribuyéndoselo al gran poeta de los cincuenta. Este empezaba con un sonoro yooooo.

En cierta oportunidad, después de compartir algunos tragos por Vicuña Mackenna, nos dirigimos a la SECH donde tendría lugar un acto público. Al entrar,

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Lira vio a Lihn, quien estaba sentado en primera fila y, de inmediato me detuvo adelantándose..

-Espera - me dijo, y se acercó al poeta, golpeándolo con un índice en el hombro. Lihn volvió su cabeza con cara de asco.

-Don Enrique Lihn Ca-Carrasco -comenzó tartamudeante y con voz engolada. -Le he enviado numerosas notas a su domicilio y Ud. no se ha dignado en contestarlas.

El interpelado lo miró con molestia y le replicó: -¡Yo no contesto huevadas, iñor! Pero después, generosamente sabemos, Lihn fue uno de los contribuyentes a la

antología póstuma de Rodrigo. Hace un par de años, mientras revisaba con Marcelo Novoa la poesía de Enrique

Moro, me topé con una invitación a mimeógrafo para un recital en el Instituto Chileno Francés, en Valparaíso. Entre otros leería Moro, Alejandro Pérez y Lira. Fue Pérez quien contactó al poeta con esta ciudad; habían sido compañeros en el Pedagógico de Santiago. La lectura estaba anunciada el jueves 16 de julio de 1981.

Dos semanas antes, la fecha la indica él, invité a Lira a casa y luego le propuse ir a conocer a Juan Luis Martínez. Ambos eran grandes, insolentes y peleadores. Secretamente yo tenía la sana intención de ver un pugilato gratuito e histórico. No fue así. Juan Luis, caballero también, lo recibió con admiración y cordialidad. Fue como un amor a primera vista; allí primó la inteligencia y la abundancia de información. Si sumamos a ello que ambos eran un poco tartamudos, debí permanecer en silencio y bastante defraudado; aunque más bien celoso de mis amigos.

En esa famosa e inédita carta, Lira continúa con su sana costumbre. “Lamento, dice, que Juan Cameron -cuya mentalidad escocesa lo inclina más bien a John Segura que a Juan Valiente- no vaya a tomar medida alguna, a pesar o a causa de sus estudios de Derecho, para cobrar por la inclusión de dos poemas breves -inscritos por él en el Registro de Propiedad Intelectual con el número 49.221, sin que él autorizara…” etc.etc.

Casi en la misma fecha en que se editara el poemario inédito de Juan Luis Martínez, salió a la luz la antología póstuma de Rodrigo Lira Canguilhem, Proyecto de obras completas, publicada por primera vez en 1988. Vayan para mis amigos estos recuerdos. Y sirva para recordarle a Rodrigo que, dieciséis años después de su partida, El Mercurio me canceló seis mil dólares, aunque por un premio literario, con otros y mejores textos. Quedamos a mano.

*

En los años recientes se ha escrito bastante sobre Juan Luis. No todo lo he leído;

pero de cuanto he visto me parece notable el trabajo de Patricia Monarca. “Mi parte del trabajo es asumir la libertad/ lo digo a fin que más tarde nadie se asombre:/ lucharé hasta que me reconozcan vivo”, escribe Juan Luis en un texto, al parecer inédito, con el cual Patricia Monarca inicia su estudio sobre el libro La Nueva Novela.

Juan Luis Martínez: El juego de las contradicciones, corresponde a la tesis de grado para optar al Magister en Filología que la profesora Monarca (Buenos Aires, 1961) obtuviera en la Universidad Austral de Chile. La publicación, editada por RIL a fines de 1999, cuenta con el auspicio de la DIBAM y del Centro de Investigaciones Diego Barros Arana. En sus 130 páginas entrega una serie de claves destinadas a la relectura del curioso trabajo del poeta viñamarino.

Estas claves parten de la idea central de la contradicción Nada es real/todo es real, dualidad que el propio Martínez nos ofrece en ambas solapas del libro comentado. Esta contradicción se refiere, según señala su autora, al falso discurso político de la dictadura militar en vigencia, y opera como contrariedad, no

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identidad, incoherencia e incumplimiento del tercio excluso, en términos de Lógica.

Si bien el aporte del escritor (a la innovación del discurso oculto o verdadero) está configurado por la inclusión de elementos y objetos ajenos al texto, tanto como signo o como soporte, su estética queda comprendida en un movimiento que reconoce como neovanguardia. Los rasgos particulares de este grupo son, de acuerdo a su terminología, “la búsqueda de nuevas posibilidades de configurar el significante a partir de la ruptura de las normas del poema convencional y de la lengua; la incorporación de elementos no verbales, en particular gráficos; la compresión o la expansión del texto, el intento de establecer nuevas relaciones entre los significantes, los significados y los referentes, y la investigación de nuevas dimensiones del sujeto y de la escritura misma” (pág.20); pero además implica una continuidad del movimiento anterior -se refiere a la Promoción del 65- en la actitud de rebeldía, afán transformador de la sociedad y percepción de la crisis.

Es en este punto donde la estudiosa rescata la verdadera significación de su obra toda vez que, al rumor de la silenciosa y costosa lucha contra el poder central, La Nueva Novela parecía, simplemente, un manjar para eruditos destinado al goce estético de los iniciados. Por cierto la escritura frontal, en el mismo nivel discursivo del poder, pertenecía a héroes o suicidas; o estaba (como lo estuvo) destinada a la marginalidad más absoluta. Pero hoy, a casi treinta años de ese momento, la develación de ese discurso oficial como voz de censura, persecución, atropello a los Derechos Humanos, injusticia, caos y deterioro -en fin, como signos de la muerte- se entiende perfectamente en la figuración y puesta en escena del poeta en La Nueva Novela.

Tarde, tal vez, lo hayamos comprendido sus lectores; pero no todos. La equivalencia entre la casa de Martínez (La desaparición de la familia) y la Patria de Picabia, ya había sido advertida en 1990, anuncia Monarca, por Armando Uribe. Este considera que “el poeta Martínez, en varias partes de su nueva novela en verso, habla del atroz problema del poder” y califica al texto como “el más grande poema de desaparecidos de que haya memoria” (en pág. 113).

En la entrevista, concedida pocas semanas antes de fallecer a la periodista María Ester Roblero, de la Revista de Libros de El Mercurio, confiesa: “En mi primera juventud fui un sujeto bastante rebelde y llevé mi vida hasta las márgenes sociales. Buscaba algo que ni siquiera sabía bien qué era y la poesía me mostró otra vida que me permite la aventura en el plano verbal, y la transgresión de los códigos en ese plano”. Esta rebeldía es la que ahora, gracias a la relectura propuesta por Patricia Monarca, ilumina las páginas del vate viñamarino y nos induce a buscar, siempre, nuevas vías para delatar las infamias del poder ilegítimo.

*

Ya en fecha cercana al año 2004 aparece bajo el sello de Ediciones Universidad

Diego Portales, Poemas del otro, una recopilación hecha por Cristóbal Joannon, de los poemas en verso de Juan Luis.

Hubo un intento anterior. En los primeros 90’ viajé a Chile con la intención de rescatar sus inéditos. Acompañado por Carolina Lorca, quien se iniciaba en el trabajo editorial fuimos con Eliana a un café para conversar sobre el tema. Yo traía bajo el brazo el financiamiento de una institución cultural sueca ya bastante adelantado.

Eliana, sin intención ni ánimo de ofensa, respondió algo así como: -¡Ay, Juanito! Tú sabes que si alguna vez publico los textos de Juan Luis, lo voy a hacer con alguien que en verdad sepa de poesía. Como Ronald Kay, por ejemplo. Supe que Ronald Kay contribuyó al intento. Aunque podó demasiado aquellos trabajos. En todo caso, no puedo dar fe de comentarios de feria; y algún día la historia se reconstruirá con cierta mayor inexactitud.

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*

Agrego dos notas aclaratorias surgidas luego de conversar con el público (en La

Sebastiana, año 2008, Valparaíso). La primera se refiere a que fui yo el único testigo de la frustrada firma del contrato de edición por Pequeña cosmogonía práctica, en 1971 o 1972 más bien, entre Juan Luis y Oscar Luis Molina, director de Ediciones Universitarias de la Universidad Católica de Valparaíso. Ocurrió una mañana en la oficina que el sello tenía en el edificio del Banco de Solidaridad Estudiantil en calle Esmeralda. En el citado contrato aparecía un acápite según el cual Ediciones Universitarias se daba el plazo de dos años para cumplir con la publicación. Martínez le alegó a Molina que él faltaba a su palabra, puesto que se había hablado de solamente un año. La conversación fue subiendo de todo hasta que ambos se amenazaron e insultaron sacándose la madre (o uno al otro, no recuerdo) y el poeta se retiró violentamente mandando al editpor a la mierda. Es la única instancia de que tengo memoria acerca del punto “publicación de Martínez en Editorial Universitaria”.

Y respecto al nombre de Juan Luis tachado y reemplazado por otro, les cuento que fui yo -y Eliana debe conservar esa carta- quien inventó esa fórmula. Contestando una nota, en 1975, pongo su nombre y, como me habían enseñado en la prueba de bachillerato cualdo algo erróneo se había escrito, lo puse entre paréntesis y lo taché, para luego escribir en la línea siguiente Juan de Dios Martínez, Villa Elisita, Avenida Borgoño número tanto, Con Cón, etc. No sé ahora si fue antes o después de aquella carta -o si fue en verdad en 1974- cuando él me responde, pues no la encuentro entre mis papeles, agradeciéndome la idea, puesto que don Juan de Dios Martínez -sin yo saberlo entonces- era su abuelo.

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22. Para leer a Manuel Silva Acevedo La reaparición de Campo de Amarte, de Manuel Silva Acevedo, que reúne una gran parte de su poesía amorosa, plantea la necesidad de corregir su lectura desde el propio territorio de las significaciones, como apuntara Grínor Rojo. Su riqueza semántica, su figuración zoomórfica y la agradable eufonía de sus versos son los elementos que el lector debe considerar al retomar sus textos.

Manuel Silva Acevedo tuvo una destacada participación en el Primer Encuentro de Poesía Joven, celebrado en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, en Valparaíso, en 1971. Esta es una de las primeras reuniones significativas de la Promoción Universitaria del 65. Al año siguiente tiene lugar el encuentro Ocho años de Trilce, en Valdivia, la oportunidad en que la generación con mayor vigencia durante la época de la Unidad Popular, se reúne antes del golpe de Estado, en 1973.

En cierto sentido este conjunto de jóvenes poetas establece sus límites frente a la aparición de la siguiente, la Generación del 80, una vez superado en parte el apagón cultural que la dictadura impone con la censura, el toque de queda, el exilio y la persecución política. Otra cita posterior funciona como marca; es el Encuentro de Arte Joven realizado en la Municipalidad de Las Condes en 1978, con una versión en 1979. Por entonces están en plena vigencia los poetas del 50, Lihn y Jorge Teillier, ha reaparecido con fuerza la poesía de Gonzalo Rojas y Nicanor Parra recupera terreno en la intelectualidad chilena. Estos puntos son claves en la tradición poética nacional dentro de la cual reconocemos la obra de Silva Acevedo.

Silva posee un estilo muy propio y reconocible, el que ha sido considerado y estudiado por la teoría estética en vigor. Carmen Foxley apunta, en Seis Poetas de los Sesenta, sobre lo grotesco y la bestialización en su poesía. Adriana Valdés, en el prólogo de Suma Alzada, sostiene que este zoomorfismo responde a una vida instintiva, predatoria. Pero esta ha sido una constante en toda su trayectoria desde el destacado Lobos y ovejas , que publicara la revista Punto Final en 1968, hasta su libro Día Quinto. Por lo demás, la adaptación de figuras distintas a la del hablante -héroes civiles, dioses o animales- es un recurso que permite al poeta una mayor cantidad de significaciones a través de figuras retóricas como el símil, la metáfora, la personificación, la sinécdoque u otras.

Lobos y ovejas es un poema previo al quiebre institucional. Para algunos se trata de un vaticinio; los signos sociales de entonces eran leídos por el poeta en tal sentido. Sin embargo, y a pesar de la enorme influencia de ese texto tuvo en otros colegas, el motivo supuesto es tratado en forma directa por Silva Acevedo en Manu Militari, un inédito con el que postula al Taller de Escritores de la Universidad Católica en 1969 y que circula entre los vates de entonces.

La cuestión de la víctima y el victimario aparece, antes y después, en otros autores de nuestra lengua. Está el caso, por ejemplo, en De ciervos y cazadores, de la mexicana Guadalupe Elizalde. Para el académico Grínor Rojo, quien es un excelente lector de poesía, apunta con mucha claridad al deseo de significar más que el de vaticinar allí señalado. Por otro lado Adriana Valdés, en el citado prólogo, acierta al decir que su escritura se aleja -por no afirmar que repele- la fuerte corriente lárica que, en un comienzo, afecta a la Promoción Universitaria del 65. Hay un texto suyo, Diluvio Universal, que es claro en este sentido. Dice “Sobre la ciudad cae interminablemente agua del cielo/ todo está desierto/ los anuncios

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luminosos anuncian nada a nadie”. La significación es en verdad el punto. Muy cercano a él Hernán Miranda Casanova, otro claro “urbano” del grupo, termina su inicial poema Estamos en la ciudad (de su inicial Arte de vaticinar) con una sentencia más bien teórica: “El viento huele a veces a motores Diesel, a asfalto recalentado./ Los gorriones anidan felices en los transformadores de alta tensión”.

La magia es otro elemento reconocible en su poética. Silva lo propone temprana y directamente, con Houdini, un poema también publicado muchos años después. Practica un ejercicio similar a hacer aparecer objetos desde un sombrero como desde la memoria colectiva. Así ocurre en su clásico Danubio Azul, tal vez uno de los textos mejor logrados. En cierta medida la supuesta magia implica la utilización de los vasos comunicantes que la semántica permite y su más acertado recurso resulta ser la enumeración caótica.

Pero, a pesar de lo lúdico que podría desentrañarse en la poesía de Manuel Silva Acevedo, hay un aspecto bastante formal, cuando no simbólico, que se observa con claridad en Canto Rodado. Muchos, incluso quien firma la nota de contratapa, vieron en este libro una suerte de conversión. Otros, incluso, reaccionaron con violencia. Una seria discusión generacional, provocada por este libro hace unos años en Valdivia, terminó con el K.O.T. de Germán Carrasco a manos del fallecido Jorge Torres Ulloa. El verdadero problema es que el sujeto de Canto Rodado no queda bien definido para el acucioso lector; y podría ser el crucificado o es el colgado. Y no está claro si el hablante oficia de sacerdote o de iniciado. Ese es el juego del poeta.

Esta interpretación de su escritura es causa de la fragilidad del lector. Se repite nuevamente con Día Quinto, donde muchos ven una defensa de la fauna nacional y otros más acertados, un grito de protesta en favor de los desamparados de esta tierra. Pero hay un punto que no se ha tratado con precisión. Una de las características de la poesía de Silva Acevedo, en lo formal, es su perfecta eufonía. Si bien esta puede atribuirse en la lírica nacional a la influencia de Gonzalo Rojas, tal unidad entre concepto, discurso y armonía parece legada más bien, desde esa fuente de poesía anglosajona, por W. H. Auden.

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23. El singular Marcelo Novoa El género de la crónica, ese estadio entre el periodismo y la literatura, se presta para discurrir sobre diversas cuestiones pero, sobre todo, para contrabandear como alto oficio una serie de rumores, copuchas y otras sabrosas historias entre los deslenguados escritores. Herramienta de venganza e investigación, la crónica ha tenido en el país, de preferencia en su templado centro, un desarrollo notorio durante estos últimos años.Recuerdo, sin ir más lejos, el Álbum de flora y fauna, de Marcelo Novoa, editado por el Gobierno Regional de Valparaíso a comienzos de la década anterior. Con un estilo fino y peligroso, como debe ser el de un cronista, el volumen incluye una selección de artículos críticos publicados por El Mercurio local entre 1991 y 1995. Y de paso rescata nuestro aporte al discurso nacional.

En el capítulo Polaroids porteñas desde los 80s hasta hoy retrata a una veintena de escritores cuyos aportes son valiosos. Su escenario es también nacional y en él caben tanto los integrantes de La Mandrágora como Alfonso Alcalde, Eduardo Anguita o nuestro peculiar Manuel Astica Fuentes. Con su fuerte carga emotiva (aún cuando Novoa se postula como el perfecto posmo) trae a la memoria a singulares figuras de nuestras letras y avanza un paso más desde la mera referencia o anécdota. Al revisar estas (sabrosas) crónicas a casi una década de su publicación, bien podrían ser reeditadas y distribuidas gratuitamente para contribuir a la confusión general.

El Long Play de Novoa “Inocencia, no puedo culparte,/ pues la memoria engaña al deseo/ y el cuerpo no

imprime tal recuerdo./ Inocencia, tus palabras empañan el cristal/ donde aún nos reflejamos”, dice Marcelo Novoa, y en este centro mismo del texto echa a rodar sobre la página una serie de claves de primera importancia para quienes nos urge solucionar esta cuestión de la existencia a través de las palabras. Memoria, recuerdo, cuerpo, deseo, culpa aparecen acá como los cinco sentidos que de tarde en tarde la vida misma nos entrega para reclamarnos una justificación. ¿Qué significado tendría, realmente, sin esas pulsaciones de la sangre y del espíritu moviéndonos el piso a cada instante?

Long play, o el largo juego de nuestros días -Lp en esta publicación- tiene como cada uno de nosotros un lado A y un lado B; una cara al mundo y otra que nos es propia; una muestra de bondad y otra de crueldad. No se trata solamente de una nueva edición. Veintidós años después el libro aumenta en tamaño e intensidad. La publicación de Trombo Azul aparece ampliada y corregida. El autor ha escrito entrelíneas por que el desarrollo de los hechos así se lo ha dictado. ¿Es una nueva creación, otra versión? Que aquello lo resuelvan los bibliófilos. Lo cierto es que en esta obra Novoa, agrega dos cuadernillos, Minorías (entretextos) originalmente de 1998, y Cuaderno de en descomposición, comenzado en 1992.

¿Qué representación simbólica tendrán estas partes? O más bien ¿Si somos un disco duro, metáfora de qué serán aquellas? Una podría corresponder a las anotaciones a pie de página; o a las correcciones; o a esas rayitas que de tanto insistir en nuestro girar sobre la tierra nos dejan, querámoslo o no, inutilizados, rayados en un rincón en el ángulo oscuro, como diría más de algún poeta.

Alvaro Bisama sindica la escritura de Marcelo Novoa -en la solapa de Arte Cortante, edición del año 2002- dentro de la estética de la derrota, del desesperanzador fin de siglo. Eso es absolutamente cierto; nadie podría dudar del

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desamparo del chileno informado, en este momento. Pero, para quienes nacimos en la primera mitad del siglo pasado y nos sobra juventud y testimonio, sabemos que la promoción de este autor -quien entró a los ochenta con 16 años y salió de aquellos como profesional- no tenía ninguna posibilidad de desarrollo en un país que por entonces no le pertenecía. Las descripciones hechas por Novoa al comenzar Lp responden al diario del muchacho que fuimos en épocas universitarias y que creyéndonos los reyes del mundo no teníamos opción en la repartija hecha por los badulaques: “locutor enloquecido ve desplomarse gran dirigible sobre Babel la Poesía: aterrado hijo de vecino presenciando truenos de gato en celo arriba de los Lateríos Libro Primero -sintetizador de voces, salí a buscar la mía”.

Ya en la tierra, transitando por la ciudad imaginaria que se canta allí, la perspectiva no resulta para nada favorable. No habrá magia posible; ningún milagro será propicio: “Sépanlo bien los lectores, no se encamina, se baila en el mismo sombrero aplastado, se desgasta uno y sanseacabó, gato de Cheshire”. Carroll no tendrá cabido entre nosotros, parece indicar; ya no es tiempo de metáforas. Y hay un Moltedo entre los surcos de ese disco.

La ciudad donde el estudiante despierta se va aclarando lentamente a los ojos del lector. Pero el paisaje am,anece intervenido por un discurso extraño: “Moscas ideográficas -dice el poeta- manchando todo desecho de realidad, un horizonte de vocablos nuevos hasta donde la vista alcanza (…) No debieran prosarte más, Valparaíso/ Rosa para envolver pescados y punto”. La ciudad original, la Ítaca, está defitivamente sitiada, puesta en venta, destituida de sus valores y arrasada por el poder de los bárbaros. No puede entonces existir una visión optimista en este escenario.

Entretanto, en ese espacio de años que media entre una y otra publicación, se ha hecho necesario para el autor intervenir su propio texto con anotaciones marginales y necesarias correcciones. Sean estas últimas de cargo de los coleccionistas; pero cuanto el texto genera en la imaginación de su creador es válido también como fuente de escritura. Esta intervención se legitima porque la obra tendrá su carácter definitivo cuando la existencia de quien la hizo llegue a su fin. Eso sí, sin considerar la labor de copistas, censores, inevitables familiares y autorrefentes críticos entre otros invitados de piedra. Así lo manifiesta él mismo, literalmente (digo en mi literal interpretación) en Breve bestiario: “Su única sílaba inalcanzable para nuestros oídos./ Supongamos que nunca presenciaron códice alguno,/ obstinadas en su marginalia. Rebelándose aún a la fábula de/ las pájaras. Brillan. Su ausencia ilumina La Partida”.

Un mapa estelar de la ciencia ficción Treinta y seis autores nacionales recoge la recopilación que entregara Marcelo

Novoa el año 2006. En un acto celebrado el 21 de abril en la Escuela de Arquitectura local, sede del Paseo Atkinson, tuvo lugar la presentación a cargo Ennio Moltedo.

Novoa es profesor en la Universidad de Valparaíso. Años de ejercicio en la literatura lo han estatuido como uno de los más altos referentes del oficio en esta singular provincia, un crítico bastante serio y un investigador de notable influencia entre los más jóvenes.

En su extensa introducción -”La CF en Chile, una puerta tapiada”- Novoa da cuenta del género a través de su historia. Desde la Historia Verdadera, de Luciano de Samosata, en el siglo segundo de nuestra era, hasta Julio Verne y H. G. Wells, para luego llegar a los clásicos Asimov, Bradbury, Clarke y otros, nos entrega una serie de nombres que, para los profanos en el género nos parecen extraídos de alguna moderna mitología.

La recopilación en el país queda circunscrita a cuatro etapas que propone: una supuesta edad de oro, entre 1930 y 1959, la de los continuadores invisibles, entre 1960 y 1979, la edad dura, entre 1980 y 1999, y por último “the next generation”,

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del año 2000 en adelante. Cada una tiene sus propios héroes y medios de expresión. Pero la historia antecede a estos cultores. Ya en 1875 el inglés Benjamín Tallman edita en Valparaíso “¡Una visión del porvenir! O el espejo del mundo en el año 1975” y, con anterioridad a éste, el chileno Juan Egaña editaba en Londres, en 1829, sus “Ocios Filosóficos y Poéticos en la Quinta de las Delicias”, piezas paleolíticas del género anticipatorio nacional. Con todo, la sabrosa historia narrada aquí informa y entretiene al tiempo de convocar al lector a un estudio más acucioso del tema.

La recopilación da cuenta, a pesar del ánimo del investigador, de un oficio no practicado en todo en el país. Por un lado encontramos autores dedicados al tema, tal el caso de Hugo Correa,. También existen narradores que de cierta manera han escrito cuentos o novelas cuyos elementos -la anticipación, la tecnología, la ficción futurista- los designan dentro de esta categoría. A pesar de ello, son las promociones más recientes las que dan fuerza y vigor al género de anticipación. La aparición de la red informática, el barroco aparataje técnico al alcance individual, el lenguaje usual de los medios más populares y la instauración de la página virtual en distintas instancias -desde la “página web” al “blog”- conforman un territorio iniciático y fértil para los más jóvenes cultores. Y aunque la explicación parezca manida, las promociones más recientes, expulsadas de la república por la barbarie económica institucional, se refugia en un lenguaje secreto al que no accede la mayoría de los lectores formales.

Valga destacar entonces los nombres más importantes del género. Por un lado está Hugo Correa (Curepto, 1926), novelista, cuentista y periodista y, alguna vez servidor de la dictadura, sin duda nuestro mayor exponente, con publicaciones en revista especialísimas (recomendado incluso por Bradbury) y vastamente traducido, con sus novelas “Los altísimos” (1959), “El que merodea la lluvia” (1962), “Los ojos del diablo” (1972) y “La corriente sumergida” (1993) entre muchas otras publicaciones; se trata de un verdadero maestro en el género. En el extremo opuesto puede citarse (además de otros, agréguese) a Sergio Meier Frei (Quillota, 1965 - 2009) autor de “El color de la Amatista” (1986) y “La Segunda Enciclopedia de Tlön” (2006); y a Jorge Baradit (Valparaíso, 1969), quien publicara la celebrada novela “Ygdrasil” (2005).

Muchos otros nombres reúne la recopilación de Novoa. Los de Alberto Edwards, Juan Emar, Jacobo Danke, Elena Aldunate y Diego Muñoz Valenzuela ilustran una larga e interesante lista. Desde luego se trata de un estudio cuya difusión merece recomendarse.

Dada la importancia del trabajo no deja de sorprender el enterarse -por conversaciones de pasillo- que la universidad carezca de fondos para publicar la obra de uno de los suyos. La mezquina política induce a la entropía y a la molesta autocomplacencia. Los proyectos por convertir a Valparaíso en un exclusivo foco educacional y turístico, a través de un discurso dictado desde la capital -valga aquí la observación- han sido acogidos por éstas (tal vez) por mera ambición mercantilista. Resulta doloroso escuchar que el mismo recopilador ha financiado una edición cuyo crédito aparecerá, de seguro, en los catálogos de su casa matriz. Comentarios aparte, la actitud no es sino metáfora de una torpe política instaurada en Chile por el analfabetismo que nos domina (cambio y fuera).

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24. Relectura de Jaime Quezada Jaime Quezada ha sido un buen organizador y un gran difusor de la poesía chilena y de su gremio. En una entrevista que le hiciera hace ya más de veinte años, cuando desempeñaba el cargo de presidente de la Sociedad de Escritores de Chile, insistía en la recuperación de los espacios y oportunidades para sus colegas, mermados tras diecisiete años de dictadura. La SECH mantuvo siempre sus puertas abiertas al pensamiento, a la discusión y al diálogo y era, en esa época, uno de los pocos espacios posibles donde los escritores chilenos podían expresarse y manifestarse dentro de sus cuatro paredes. Pero a los pocos años el proyecto fue desarmado al caer la institución en manos de mediocres.

Tarde comienza su escritura. El poeta cuenta en su ¿Quién es quieén en las letras chilenas?, publicadfo por Nascimento allá en 1978: “A los 21 años -el mismísimo día de mi calidad de ciudadano mayor- escribí mi primer poema. Como se ve o escucha no he sido nada de precoz… en materia poética. Un poema que hablaba del padre, de los bosques, de la vida a flor de naturaleza”.

El vínculo de Quezada con esta forma de escritura se refiere a la búsqueda o nostalgia por el estado de naturaleza -que él ubica en la religiosidad perdida por el hombre- en el territorio de la infancia. Para Ana María Cuneo en La intertextualidad de Huerfanías -nota publicada en Seis Poetas de los sesenta (Universitaria, 1998)- sus influencias de la antipoesía sólo operan a nivel de denuncia y no ponen en duda los símbolos, en tanto éstos son signo y verdad al mismo tiempo. Esta denuncia, en la cual el autor cumple el rol de testigo, permite esa carga de nostalgia reconocible en el campo lárico.

Existe una deuda evidente en sus primeros títulos hacia la poesía de Jorge Teillier: “Al atardecer/ a la hora en que las golondrinas silvestres/ emprenden su vuelo/ en busca de los nidos lejanos/ la anciana Sofía se muere”. Lo mismo hallaremos en Eduardo Embry y en otros reconocidos en esta línea, de revisarse los primeros libros publicados. Su primer poemario, Poemas de las cosas olvidadas, reúne una serie de apuntes y observaciones de fuerte lirismo y marcado compromiso lárico. Pero es su siguiente colección, Las palabras del fabulador, la que instala varios de sus textos en las listas nacionales. En ella consigue el autor expoltar al máximo la vinculación semántica entre palabra y cosa designada y así llegar al lector con una sensación de “profundidad” y placer estético al mismo tiempo. Retrato hablado, La mujer adúltera, Tentación, El cazador y muchos otros son títulos absolutamente vigentes en la actualidad. Pero nada más habrá de publicar sino hasta después del trágico año 73. Astrolabio agrega a su trabajo varios e interesantes cuadernillos: A la pata coja, Solentiname, Historia de familia, Poemas fechados y el que le da el nombre a la edición de Nascimento.

Con todo, una eficaz vía para conocer el pensamiento de este autor nos lo da la lectura de su prosa. Admirador desde temprana edad de Gabriela Mistral cultiva, como aquella, la narración autobiográfica y el buen uso del idioma para placer del lector. La utilización de variadas figuras literarias en su narración le otorgan un sello y un estilo muy particular y reconocible. Tanto los prólogos que suele escribir para sus ediciones como Un viaje por Solentiname y el colofón de Llamadura, proporcionan una muy rica visión de su poética y de su desarrollo. Juego y humor, características que fácilmente encontramos en esas líneas, corresponden también a su versificación. Se trata de un recurso sutil, cargado de connotaciones y una

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fuerte auto ironía. Al explorar esta veta con insistencia, Quezada obtiene extraordinarios logros, como ocurre en Tempranía: “Yo era un niño sentado en una sillita de paja en medio del jardín/ Se reían de mi baba/ Me tiraban piedras y manzanas”. El texto aparece por primera vez en Huerfanías, libro de madurez y consagración.

La religiosidad, en cambio, cobra fuerza en sus ulteriores producciones. En Huerfanías aparece uno de sus textos más notables, Yo Juan llamado de la Cruz, trabajo que convoca varios elementos de su poética. Por un lado está la rebeldía y una evidente auto referencia a través de la imagen del santo o súper héroe al cual aspira imitar: “Rebelde, desobediente, contumaz me gritaban mis guardias únicos demonios”. O la humildad como forma de vida, ese elevarse a los cielos desde la menor superficie de notoriedad -que es una santa metáfora de la poesía, por supuesto- y cuya tarea el autor designa para sí sobre esta tierra. Así se ve yendo: “Con mi pobre sayal de arpillera de Almodóvar de Campo/ Y como caminaba por el aire no dejé huella alguna/ A no ser mi amor por Dios flotando en ese aire”.

Si bien en sus anteriores publicaciones hay signos de este compromiso ideológico, es en Un viaje por Solentiname donde se rebela esta condición. La edición, publicada recién en 1987 por Sinfronteras, en Santiago, incorpora textos en prosa y verso escritos por Quezada durante su estadía en Nicaragua. Alrededor de 1971 se incorpora a la comunidad campesina de Nuestra Señora de Solentiname, dirigida por el sacerdote trapense Ernesto Cardenal, poeta de quien Quezada es también en parte deudor. Ete vínculo representa, en tiempos de la dictadura somocista, una muestra efectiva del compromiso ético exigido por el más reciente modernismo a sus incondicionales artistas.

Punto aparte merece el tema de la intertextualidad anotado por Cuneo. Este concepto “parece abarcar bajo una nueva etiqueta hechos conocidísimos como pueden ser la reminiscencia, la utilización (explícita o camiflada. irónica o alusiva) de fuentes o citas” según define Cesare Segre en Principios de análisis del texto literario, citado por la estudiosa chilena. El recurso se manifiesta en Huerfanías en primer lugar en el campo semántico. El tono religioso, la conformación paratextual del libro (el colofón a la manera medieval). la naturaleza de sus neologismos que remiten a Gabriela Mistral o al propio Juan de Yépez y Álvarez (llamado de la Cruz) son claros ejemplos. Pero de igual forma se manifiestan en la incorporación de frases hechas, lugares comunes o textos de otros poetas, ya sea aparecidos en cursivas, entrecomillados o escondidos al ojo avizor del lector.

La intertextualidad, como también ocurre con ciertos esquemas antipoéticos, no es distintivo ni pertenece a la poesía lárica. Corresponde a un signo escritural de la época y a ella recurre casi la totalidad de los autores aparecidos con posterioridad a los años sesenta. Con todo, la poesía de Quezada presenta un rasgo distintivo y propio, así como un ritmo muy personal cuya lectura lo identifica frente a sus compañeros de época.

En reconocimiento de esta extensa y significativa labor Editorial Costa Rica, de San José, se encargó de editar Llamadura, antología que recoge la mejor producción de sus libros de poesía. Esta publicación impone al lector la revisión de su poesía y de su figura, de trascendental protagonismo a partir de los 60. Quezada fue su primer antologador, un maestro iniciador en las artes de la escritura y tal vez el más destacado flaneur antes del golpe de Estado. En la edición costarricense boceta un breve y singular autorretrato: “A mis 33 descubrí el Sol y la Luna en lo más alto de unas pirámides teotihuacanecas. Desde entonces me hice sol(itario) y luz(ido). Astrólogo: la carta del vagabundo me viene bien. No mago, vago”.

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A Bolaño regalado podría haberse llamado ese capítulo de sus memorias personales subtitulado “Diario de una residencia en México (1971-1972)” y editado en Santiago de Chile por el sello Catalonia a fines del 2007, fue distinguido como obra inédita por el Consejo Nacional del Libro y la Lectura, en el concurso Escrituras de la memoria correspondiente al año anterior.

Fluida resulta aquí su prosa. Hace unas pocas décadas, cuando la informática no se había instalado del todo en Chile, el poeta era un destacado escritor de misivas, cartas que a máquina y en cuidadoso formato enviaba a sus amigos desde distintos lugares del continente. Pero el viaje es su motivo de vida. Tras su estadía en Solentiname tuvo una breve e intensa residencia en el Distrito Federal, en casa de los Bolaño Ávalos, donde compartió y -por qué no decirlo a la hora de los mitos y, también, las desmistificaciones- guió en parte al futuro escritor Roberto Bolaño. Por entonces aquel narrador chileno era un odioso adolescente, más bien un muchachón que luego de abandonar sus estudios se dedicara a leer, a leer y a leer. El poeta relata: “Casi dos años (1971-1972) viví en su casa, es decir, la casa de sus padres, en Ciudad de México, calle Samuel 23, una callecita de barrio de la colonia Guadalupe Tepeyac, muy cerca de la Villa, el corazón religioso guadalupano”.

Entonces no es raro leer en ese cronista nato de Quezada, la prosa entretenida y cuidadosa a que ya nos tenía acostumbrados durante la época de los buzones y Correos y Telégrafos. “Bolaño antes de Bolaño/ diario de una residencia en México” es parte de su propia historia más que un retrato del novelista cachorro formado en el país norteamericano. Porque, si bien el autor de Los detectives salvajes y de tanta impecable narración nació en Chile -en Santiago y en 1953, para ser más precisos- su calidad lo acerca más bien a los bonaerenses que a sus connacionales. La razón es otra. Llegado muy joven al país azteca, su formación literaria, su universo simbólico e, incluso, sus recuerdos, quedan determinado por un mundo más amplio y generoso en experiencias. La broma de “el mejor narrador argentino entre los nuestros” se genera en esa visión.

Quezada lo vincula, en esa prehistoria no muy explorada todavía, al ambiente intelectual capitalino. Con Diana Bellesi, -íntima amiga y compañera del poeta desde lejanos tiempos de Nicaragua -lo conducen por los intrincados caminos de los cafés, los bares y otros lugares santos donde las tertulias ocurren. Y también intervendrá, como hermano mayor y amigo de la familia, en el regreso a México luego de una breve estadía en Chile el año del golpe de Estado. Roberto Bolaño había aparecido por Santiago “después de un largo viaje en autobús desde Ciudad de México”, la última semana de agosto de 1973. Un par de semanas vive en casa de Jaime, el calle La Blanca 0559, en la comuna de La Cisterna. El golpe lo sorprende en el sur, en Los Ángeles o Mulchén, en casa de parientes, y más de algún mal rato pasa en manos de los uniformados. Ahora, al revisar la historia (o los elementos historiográficos agregados al mundo virtual) resulta un tanto divertido leer sobre supuestas empresas revolucionarias, un viaje a Chile para unirse a la resistencia, etc., etc. Los mitos no cejan.

La vinculación del poeta con el narrador se había gestado en Los Ángeles. Quezada, natural de aquella ciudad, fue amigo de María Victoria Ávalos, madre de este último, y de León Bolaño, un boxeador destacado en la zona y en el país. Razones de trabajo movieron siempre a María Victoria de un lugar a otro hasta que, en 1968, emigraron a la capital mexicana. “Un año muy hito en la historia viva y trágica de México (…) Año de tensos movimientos estudiantiles, de publicitadas Olimpíadas, del trágico holocausto de la Plaza de Tlatelolco o de las Tres Culturas” nos explica el autor con su particular sintaxis.

No es Bolaño el principal motivo de estas páginas. Más bien la figura de este escritor inspira a Quezada para reconstruir su historia usándolo como eje. Podría tratarse de un capítulo anterior a su Solentiname. En este Bolaño antes de Bolaño, Quezada nos habla también de sus encuentros con Octavio Paz, con David Alfaro Siqueiros, con Juan Rulfo; nos relata también la gestación de su ya inencontrable

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Poesía Joven en Chile, antología editada por Siglo XXI y en la que aparece la mayor parte de la promoción universitaria chilena del 65. Esta selección de nombres incluye a Omar Lara, Hernán Lavín Cerda, Gonzalo Millán, Hernán Miranda, Floridor Pérez, Waldo Rojas, Federico Schopf, Manuel Silva Acevedo, Oliver Welden y el propio Quezada. A casi cuatro décadas de su publicación el tiempo ha certificado su buen ojo crítico.

Su estadía en el país del norte se debió principalmente a su participación en el Taller de Poesía de la Universidad Autónoma de México; oportunidad en la que fue, además, columnista en las páginas culturales de El Universal y en la Revista mexicana de cultura (suplemento literario de El Nacional). Pero también se desempeñó como analista político de la situación de Chile durante esos años de la Unidad Popular, en aquellos medios mexicanos.

Tras ello la actitud de Bolaño fue determinante para hacer girar estas memorias en torno a su figura. No fue generoso el novelista en su postrer viaje a Chile. Aunque Jaime no lo mencione -el pudor siempre manda- lo cierto es que en la oportunidad Bolaño no se acercó a él y, es más, en apariencia lo evitó. Fue innecesario; el bueno de Quezada no habría jamás de hacerle sombra.

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25. Óscar Hahn da señales de vida Señales de vida, una antología que reúne textos de ocho de las publicaciones de Óscar Hahn, a partir de Esta Rosa Negra, permite al lector disfrutar de esa serie de recursos de los que hace gala en su maestría. La facilidad de vincular mundos diversos u opuestos a través de los ocultos caminos de la semántica, acaso por meras observaciones al pasar o giros a la manera de sorpresivos descubrimientos, responden a su inusual talento. Editada bajo el sello del Fondo de Cultura Económica de Santiago de Chile en elegante rústica, lleva en portada, como elementos gráficos integradores, una sobreportada y una faja de papel que la complementan. No es una idea original en cuanto a este poeta; similar tratamiento se observa en la Antología Poética del mexicano Homero Aridjis lanzada por este sello en la capital azteca en febrero de 2009.

El tópico de la muerte resulta una constante en Hahn. Teniendo como eje el conocido texto La muerte está sentada a los pies de mi cama, de Arte de Morir, el motivo cruza toda su obra y su oficio, a veces en forma explícita como en Danza de la muerte, La muerte es una buena maestra o Pena de muerte, y otras motivada por la concepción filosófica sobre la fragilidad de la existencia, la barbarie genocida de la que ha sido testigo o, así en el caso de sus libros más recientes, ante la certeza de una vida que por desgracia es finita y que ya nos amenaza con su fin.

En Pena de vida, la producción inmediatamente anterior a esta recopilación, se enfrenta esa inminencia temporal con ciertas cuestiones de existencia no resueltas aún por el autor. El título encierra el concepto de una condena próxima a finalizar la que, sin embargo, no ha sido completa. “He vivido una vida imperfecta/ y mi muerte será/ la suprema imperfección” señala, al describir esta amenaza de tantas logradas maneras. Es el caso de “Un vacío difícil de llenar” en la que aquella es un cartero que inútilmente echa y echa misivas por el buzón de su puerta: “Sólo trato de llenar este vacío/ metiendo por debajo de la puerta/ cartas que nadie leerá/ cuestas que nadie pagará/ esquelas enlutadas/ con mi dirección y mi nombre”.

La traslación semántica entre estadios en apariencia distantes y distintos (¡los de la “diferancia”!) resulta un recurso usual en el poeta. Con ya demasiada facilidad, Hahn construye estos puentes para satisfacción de sus lectores. Pero es en los poemas de amor (o en aquellos en los cuales el amor resulta el tema más evidente, mejor dicho) donde este autor consigue los mejores efectos. La educación sentimental y Ocho horas en el cielo resultan los mejores ejemplos. En ambos el poeta consigue vincular los espacios inaccesibles al culminar el poema. Sólo a guisa de muestra, en el segundo de los citados, luego de un vuelo transatlántico cierra con esta magnífica observación: “y me abrazaste por última vez/ para volver a la ciudad/ donde vives con tu esposo/ acá abajo en la tierra”; líneas (aéreas) en las que la ocasional amada habría sido un ser angelical, allá en el paraíso, lejos de este infierno real.

En un abrir y cerrar de ojos, editado hace tres años, es un trabajo aún poco difundido, tal vez por ser muy reciente, tras cuyos versos se advierte la presencia del ciudadano norteamericano o, más bien, del poeta cuyo entorno lo determina y preocupa. Cuestiones como la guerra, la política y los políticos de allá, el río Niágara, o situaciones eventuales, así la tragedia de las torres gemelas, conforman ese inframundo que ha de guiar la mano para describir su propia existencia. Si bien

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esta presencia del norte existe ya desde hace mucho en su repertorio (recordemos su ya clásico Televidente, de Mal de amor), tal vez sea este libro el más representativo de su obra extranjera. Aunque Óscar Hahn es profundamente nuestro en su escritura.

Ya nos habíamos referido tanto a sus Apariciones profanas como a los demás libros incluidos en la presente antología. De manera que repetiremos solamente algunos breves conceptos. Los temas del transcurso del tiempo como destino y aproximación a la muerte, la ansiada conversión del signo en símbolo y la inversión temporal como solución de ambos se reiteran en éste y los anteriores trabajos. La muerte sigue siendo esa dama que es presencia, amenaza y certeza a la vez y el destino es condición inelubible en su formación y comprensión del mundo. El poeta observa el transcurrir y en esa observación arrastra a su lector por el mismo flujo de Heráclito (observación que desarrolla en extensión el poeta y profesor Mario Galindo, de Valdivia). Siempre el destino cumplirá con su tarea, con su propia tragedia y en silencio.

Señales de vida reúne lo mejor del poeta Oscar Hahn y es un volumen necesario y fundamental para sus lectores. Y también la culminación de una obra que ya merece, como justo reconocimiento, el Premio Nacional de Literatura.

Varios hechos ocurridos en los últimos dos años han puesto en el tapete el nombre de Oscar Hahn. Luego de cerrada la discusión en torno al reciente Premio Nacional de Literatura y a su ausencia notoria en el encuentro “Chilepoesía”, se agrega la aparición de Magias de la escritura, una serie de ensayos de este poeta y maestro, nacido en Iquique en 1938.

Larga sería la lista de desaciertos cometidos, en materia cultural, por el actual régimen de gobierno. A la ocupación del terreno cultural como un espacio político más, se suma la ineficacia y el desconocimiento por parte de los funcionarios encargados de la cuestión a lo largo del país. Hahn es una víctima más, de esta norma de ignorancia y mala voluntad.

Al producirse el golpe de Estado, en 1973, era ya un autor conocido y respetado por sus pares. Había publicado Esta rosa negra y Agua final este último en Lima, por las ediciones de La Rama Florida, que dirigía Javier Sologuren. Es en Agua final donde contribuye con tres textos fundamentales: Visión de Hiroshima, Reencarnación de los carniceros y el logradísimo y fino soneto Gladiolos junto al mar. Un ejemplar de este libro lo obtuve años en la librería de Modesto Parera, cerca de calle Bellavista. Reposaba semi escondido en un cesto de ofertas entre cancioneros, recetas de cocina y otros libros inútiles. Se trataba nada menos que de una primera edición. Lo tomé y sorprendido pregunté al librero:

-¿Cien pesos, don Modesto? Me miro, y como comerciante respodió: -Bueno hombre, llévatelo por cuarenta. La perfección formal mostrada en estos poemas convocaba ya a su nombre entre

la lista de los mayores. Este rigor lo mantiene a lo largo de su carrera y, como profesor de Literatura, lo ha destacado en sus numerosas apariciones. Su figura crece, entonces, además del ámbito artístico, en el espacio académico; y, tal como lo sostiene Pedro Lastra, “sus trabajos críticos gozan (en Hispanoamérica y Estados Unidos) de gran prestigio y son consultados y citados a menudo por la novedad de sus descubrimientos y por el poder de irradiación de su escritura”. Esta admiración no sólo se exterioriza en el prólogo de Magias de la escritura. En 1985, Lastra, había publicado, junto a Enrique Lihn Asedios a Hahn, libro que reune varios estudios sobre su poesía. A mayor abundamiento, existen alrededor de diez tesis doctorales en torno a ella.

En 1996 el Fondo de Cultura Económica edita, en Santiago, su Antología virtual, con textos de las publicaciones posteriores al golpe: Arte de morir, Mal de amor, Imágenes nucleares, Estrellas fijas en un cielo blanco y Versos robados. Lleva un prólogo de Jorge Edwards.

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Con demostrada ignorancia y admiración, María Carolina Geel se refería por ese entonces a su Arte de Morir: “Suponemos que Oscar Hahn escribe poesía hace más de 10 años. Sin embargo, es éste su primer libro, habiendo publicado antes sólo en revistas o grupos. Esta parquedad, que lo realza por cierto, le ha permitido ejercer en su obra aquella famosa contrainte (exigencia) de Gide sobre la creación, el ardiente y casi duro trabajo para una legítima y muy nueva estética de la forma” (El Mercurio, Santiago, domingo 16 de diciembre de 1979).

Los grandes temas de Hahn, el amor y la muerte, se ven menoscabados su gran motivo, la escritura, la forma de representar lo ontológico sobre el papel con una estética particular y total independencia de las modas literarias. De hecho, con el auge de la teoría literaria que los usuarios menores han llevado al paroxismo, se ha desatado un verdadero culto a la oscuridad y un pánico feroz a toda luz. Y Hahn es pura claridad.

En Estrellas fijas sobre un cielo blanco juega con la forma del soneto y retorna a sus ya clásicas preocupaciones. El humor y la ironía se sobreponen a cualquier asomo de autocompasión por la derrota humana del poeta. Y al no poder bifurcarse de cuerpo o de oficio, opta por el alejamiento desde la escritura. Versos robados se refiere al motivo inicial o “inspiración”. Ya sea el Apocalipsis de Juan de Patmos, Pound, Rulfo o la relectura de su experiencia u obra, ésta aparece ahora como una nueva versión de lo ya dicho en la historia. Y, en Magias de la escritura, al menos pare cerrar este ciclo, el poeta iquiqueño nos prueba la belleza de escribir como opción estética, comunicativa y engrandecedora del espíritu humano al mismo tiempo. No está lejos, Oscar Hahn, de ese joven maestro que conociéramos, hace ya treinta años, en un encuentro de poesía durante la época de la Unidad Popular. De ese joven maestro que con total desparpajo y como si fuera lo más natural del mundo, se llevó a una hermosa morena ante nuestra mirada atónica; lo único que nos quedó, a mí y otro infame fracasado seductor, en la mesa del café universitario.

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26. Osvaldo Rodríguez, mistificación del Gitano Yo regresaba a Suecia al día siguiente la tarde aquello cuando me reencontré con Gitano en la Galería Municipal de Valparaíso. Exponía ahí en una muestra organizada por Jorge Osorio y que reunía libros, grabados y otros objetos de una época feraz pasada ya a la nostalgia. Fue la última vez que nos cruzamos –tal vez en 1993- aunque mi conocimiento y amistad hacia él llevaba décadas de existencia.

En verdad sabía de Gitano desde mi época de secundaria. Lo veía pasear por la calle Valparaíso de la mano de Chantal de Rementería. Era una hermosa pareja; ella terminaba sus estudios en un liceo de la zona y él era por entonces estudiante de Arquitectura. Tiempo después se instalaron con un negocio de afiches en calle Etchevers, a la vuelta de mi casa.

Con mis compañeros de curso íbamos a menudo a su establecimiento sólo por ver a Chantal. Nunca compramos nada; era una especie de apuesta para cruzar algunas palabras con ella -un tanto altanera con nosotros- aunque su joven marido estuviera allí, arreglando los estantes y haciéndose el desentendido.

No tuve mayor contacto con Osvaldo, a quien sabía amigo de Juan Luis Martínez, sino hasta el período de la Unidad Popular. Por aquella época existía en Valparaíso otro grupo importante de poetas en torno al Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. Figuraban allí varios nombres, algunos desaparecidos ya de este ejercicio. Allí estaban Renato Cárdenas, hoy antropólogo y destacado chilote nacional, Gregorio Paredes, Ana María Veas, Gustavo Boldrini y, con anterioridad a ellos, Eduardo Embry, Nelson Osorio, Erna Alfaro y la revista Piedra, y varios más. Rodríguez Musso era más cercano a éstos que a los poetas de Viña. Los unía también cierta afinidad política y un compromiso militante del cual carecían casi la totalidad de los vecinos viñamarinos.

En torno a estas actividades nos hicimos amigos. Pronto estudiaba yo en la Escuela de Derecho, en calle Errázuriz, notorio centro de actividades para la Federación de Estudiantes. La FECH, dominada por las Juventudes Comunistas, funcionaba sin embargo en Colón, en el local ocupado en la actualidad por la Escuela de Servicio Social.

Después, a raíz del certamen convocado por esta institución, supimos que nuestras madres eran amigas de juventud, que habían estudiado juntas y que, sin hacer demasiado escándalo, cada una de ellas nos admiraba ya por la actividad artística.

Consideraba a Rodríguez un compositor, un cantante. Lo había escuchado en la Peña de la Universidad, sabía de sus vínculos en Santiago, de su paso por la Peña de los Parra, por la carpa de la Violeta, y de su amistad con Patricio Manns, Víctor Jara, Payo Grondona y otras destacadas figuras de la música popular. Conocerlo era para mí motivo de orgullo.

Su ejercicio en la poesía me parecía una consecuencia lógica de la composición; una suerte de arreglo literario de sus propias letras. Por aquella razón me sorprendió, hacia fines de 1971, verlo ocupar el tercer lugar del certamen literario convocado por la FECH local. Yo había obtenido el primer lugar por varios textos que después integraron Una vieja joven muerte, y el segundo con verdaderos “poemas militantes” para convencer al jurado. Después de Osvaldo, y ocupando la mención honrosa de rigor, se ubicó nuestro querido Sergio Badilla, quien ya se había trasladado a la Escuela de Periodismo.

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Días antes de la ceremonia supe de ciertas presiones por parte de los organizadores y de Nelson Osorio, que fungía de jurado. Una figura como Gitano no podía aparecer en un tercer lugar; no era conveniente para los tiempos de revolución que corrían. Compartimos entonces el primer lugar, aunque yo mantuve el segundo, y Sergio ocupó el tercero vacante. Cuando años después, al leer su lista de méritos artísticos, lo vi como ganador de dicho certamen -y sin mencionar al suscrito- no me quedó más que sonreír en silencio.

Por aquel tiempo llegó a Valparaíso Martín Micharvegas, médico, poeta y cantante argentino. Poni, como se le conoce, venía a saludar nuestra pequeña revolución y se vinculó con Jacques D’Arthuys. Ese mismo verano terminaba yo mi práctica profesional en la Sección Habitacional del Colegio de Abogados. Una tarde bajé a servirme un café a un local ubicado a los pies del edificio, frente al Instituto Chileno Francés. Poni compartía allí en una mesa con uno de sus guitarristas, Carlos Carlsen, y una poeta rumana -Ana Giugariú- compañera por entonces de D’Arthuys.1 Me agregué a ellos y mientras charlábamos pasó por allí Osvaldo Rodríguez. Me levanté y fui a buscarlo. El Gitano miró desde la puerta y, más interesado en la poeta que en los músicos, entró al local.

Este fue el comienzo de una enorme hermandad. De allí surgió el primer long-play de Osvaldo, el que incluye varias canciones que Poni ya había grabado en Buenos Aires. Ha llegado aquel famoso tiempo de vivir, es una de ellas; Décadas, es otra. Yo tenía el disco original que Poni me regaló y el que, al partir por primera vez al exilio regalé, en calidad de legado, a Juan Luis Martínez.

La cuestión de la autoría la he debido aclarar, varias veces, a los cantantes de microbuses en mi país. ¿Sabe Ud. quien es el autor de la canción que acaba de interpretar? les pregunto. De Gitano Rodríguez, responden invariablemente. Entonces les informo que es del poeta y médico argentino Luis María Martínez, nuestro Poni Micharvegas, amigo mío, quien vive de la música y ejerce de pura piedad como psicoanalista en Madrid.

Es una de las últimas imágenes que guardo más o menos completa de Gitano. Después me crucé con él (¿o fue solamente con Payo Grondona?) en el “Subte”,

el Metro de Buenos Aires, intercambiamos varias cartas, recibí sus libros y sólo pude abrazarlo, luego de dos décadas, en aquella exposición en la Galería. En esa oportunidad me presentó a su esposa, una hermosa alemana llamada Silvia Ruehl, y a su pequeña hija, Eleonora. Cruzamos pocas palabras, brindamos algo y me dijo con tristeza que regresaba a Italia, que se sentía rechazado en este país, que no lograba ubicarse, que sentía no haber tenido oportunidades; también que se sentía enfermo. A esto último no le presté atención.2

1 Estos datos fueron confirmados por Micharvegas, vía correo electrónico, en el otoño de 2008.

2 Al ser publicada una primera versión de esta nota en la página virtual de Editora Cultura Libre, su hijo, Ignacio Rodríguez de Rementería, luego de las necesarias correcciones a mi texto, aclara: “Cuando mi padre mencionó que estaba “enfermo” se refería a los problemas respiratorios que le causaba el aire santiaguino, pues recuerdo ese periodo y, dado que tenemos genes en común, reconozco el mismo trastorno del tipo alérgico, que me obliga a tomar antiestamínicos. Por la manera en que está presentado en el escrito, pareciera que se refería al cáncer pero no es así, pues en tiempos de esa exposición estaba recién comenzando su estadía en Chile y los síntomas de la enfermedad mortal aparecieron años después y en Italia.” “La tesis de que fue la falta de acogida en Chile la que mató a mi padre se sugiere en la manera de presentar a enfermedad y sus problemas para encontrar trabajo en Chile. Si bien la falta de oportunidades laborales seguramente influyó enormemente en su decisión de regresar a Europa, no hay para qué construir un mito en torno a lo que pasó. Como yo tengo la suerte de conocer a mi padre de manera directa y no a través de su halo mitológico, puedo aportar este tipo de antecedentes, y también mi opinión y experiencia de que no hace falta ser retornado para tener problemas para encontrar trabajo y funcionar en Chile, un país donde el neoliberalismo funciona con eficiencia y esplendor, y los quehaceres que

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La figura del Gitano Rodríguez es un paradigma para nuestra conducta y nuestra práctica cultural. En el país, y en especial en este puerto, era un tipo querido por sus pares y por la juventud a raíz de su famoso vals, Valparaíso. Al regresar a Chile las puertas le fueron cerradas. Es cierto que le ofrecieron y concedieron algunas pequeñas ayudantías y regalías, mas resultaron insuficientes para sobrevivir con su familia. Cuando pidió más se le trató de farsante, de poco realista, de querer mantener en Chile el status económico que tenía en el extranjero. Para muchos provincianos, el extranjero todavía significa riqueza y bienestar.

Desalentado, derrotado, optó por regresar a Italia. Años después contrajo un cáncer, enfermedad que lo mató en aquel exilio, en Bordalino. Al retornar sus cenizas a Valparaíso hubo un gran recibimiento público, se honró su nombre, aparecieron ediciones de sus trabajos y más de alguna poeta desempolvó viejas fotografías para subirse al carro funerario. Hoy, en cada acto oficial donde la ciudad se ve involucrada, se invoca el nombre del poeta y se entona su canción, como si una de sus pavesas se lanzara al aire para gastarlo de una vez por todas.

menos se acercan a la productividad de los grandes negocios están sumamente desfavorecidos”.

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27. Una revisión de Pedro Lastra Al revisar la poesía y la ensayística del quillotano Pedro Lastra, ese atrasado pasajero de la Generación del 50, vuelven a aparecer las más señaladas características de su obra: la precisión en el lenguaje, la concentración semántica y un placer que en su lectura se manifiesta muy junto al sentimiento amoroso y a lo más absoluto de la poesía.

Las claves de la poesía de Pedro Lastra, lo habíamos ya manifestado en estas páginas, al comentar su Canción del pasajero (julio de 2002), lo sindican como el otro miembro de la Generación del 50 en Chile, al que integramos posteriormente en esa lista magnífica junto a Enrique Lihn, Jorge Teillier, Efraín Barquero, Armando Uribe Arce, Miguel Arteche y Alberto Rubio Huidobro. Se trata de una escritura concentrada y epigramática, con una gran economía de lenguaje y una peculiar concentración semántica, condiciones que otorgan gracia y fluidez y, al mismo tiempo, un cierto riguroso oficio: “Mi patria es un país extranjero, en el Sur,/ en el que vive una parte de mí/ y sobrevive una imagen./ Hace tiempo, el país fue invadido/ por fuerzas extrañas/ que aún siento venir en las noches/

a poblar otra vez mis pesadillas”. De similar manera, en Leve canción (comentada en junio de 2006), el poeta se

muestra fino y preciso en el concepto al destacar la situación descrita por medio de una leve pincelada, En esta edición –decíamos entonces- encontramos como siempre los amorosos versos dedicados a Irene, su musa, esposa, amiga y lectora.

Obras selectas reúne la mejor poesía de Lastra, con un interesante prólogo de Óscar Hahn, junto a variadas notas –ensayos más bien- en torno a la obra de distintos autores de nuestro continente. Como de costumbre su fina poesía rescata el hecho de la escritura y la inútil vanidad que el tiempo hace evidente. Así en el texto Teatro de invierno nos señala: “Asumo una vez más mi papel en estas representaciones invernales/ y soy por un momento el entumecido Catulo/ repitiendo sordamente sus versos/ para información de los romanos/ que no te conocieron como yo”. Su certera visión le ha significado el respeto de los mayores exponentes en el género. Gonzalo Rojas, en “Alabanza de Pedro” –citado en la contra portada de Obras selectas- dice: “Lo primero que se me impone cuando lo leo y lo releo es el tono Pedro Lastra, el tono, el verdadero sello de un poeta genuino”.

La selección narrativa, bajo el nombre de Itinerarios de la literatura hispanoamericana, reúne catorce ensayos que abarca desde el descubrimiento y la conquista hasta las más modernas y destacadas contribuciones literarias en nuestro continente, como los casos de Carlos Germán Belli y Eugenio Montejo entre otros. En estos textos, como en sus versos, la precisión del trazo y la economía dan muestra de un profundo amor hacia el conocimiento y la palabra. Una pieza de singular belleza es su primer tratado “El encuentro con el nuevo mundo y las incitaciones poéticas de la extrañeza” en cuyo texto se inquiere -sobre el germen de lo nuestro- a los grandes cronistas y cartógrafos que nos precedieron, Bartolomé de las Casas, Bernal Díaz de Castillo, Hernán Pérez de Oliva, Antonio Pigafetta y otros tantos confundidos en la aventura.

A este culto a la palabra, que tanto sindica a Lastra como escritor, le hace un guiño al hablarnos Arreola y su culto por la oralidad. En la redacción lastriana hay un gozoso orador que disfruta los sonidos y el retumbar de los términos. Así, al referirse a su maestro mexicano, señala: “así como Juan José Arreola guardaba en

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su memoria privilegiada versos y fragmentos de los autores de su admiración, yo suelo ejercitar la mía recordando expresiones suyas que entiendo como cifras aleccionadoras de la conducta de un artista o de un escritor, sean…”

Del mismo modo, al homenajear y recordar a nuestro querido venezolano Eugenio Montejo, no sólo rescata en el la paranomasia evidente, sino también el traspaso de los significantes evidenciando con ello, no sólo el buen profesor que Lastra ha sido, sino también ese ojo de lector e instigador del verso que pertenece al poeta, más allá del saber o del ignorar los nombres de esas técnicas ocultas dominadas desde su propia espontaneidad.

Lastra merece ser leído, más allá del obvio reconocimiento que sin embargo se niega a los mejores, por el placer que su lectura otorga. Y esto alcanza al lector en forma independiente a su formación. Que de tenerla, es de suponer, habrá de gozar como el mismísimo escritor junto a los vasos comunicantes.

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28. Raúl Zurita y el Premio Aquella mañana de agosto del año 2000, cuando le fue concedido el Premio Nacional de Literatura a mi amigo Raúl Armando Zurita Canessa, el revuelo fue de proporciones. Desde que llamé a mi mujer desde la Plaza Miraflores, en Viña del Mar, la presión social exigía tomar partido en pro o en contra de la decisión. La situación se cargó de cuestiones extra literarias, los ánimos se enturbiaban suspendiendo toda reflexión. Un jurado integrado por dos rectores de universidades, un miembro de la Academia de la Lengua y el anterior galardonado, empató las opciones entre dos candidatos, razón por la cual debió dirimir la Ministro de Educación. Su decisión provocó el mayor escándalo en la historia del ya menoscabado reconocimiento literario. Y no todos los integrantes firmaron el acta.

Se culpaba a Zurita. ¿Pero, era culpable en realidad? ¿Y frente a qué cargos debía responder? Estábamos frente a un poeta y a su obra; el veredicto fue emitido por un jurado conformado por dos colegas, dos funcionarios y una secretaria de Estado. Pero, ante cualquier circunstancia, quien recibe un premio simplemente lo recibe. El único cargo constitutivo de “culpa” podría ser la postergación del reconocimiento a Efraín Barquero. Sin duda ello implicaba una fenomenal injusticia. Era, lejos, el poeta con más méritos y así se esperaba que ocurriera. ¿Pero qué culpa tenía Zurita?

En un lenguaje prostibulario y amparado por la prensa y la pantalla chica, Enrique Lafourcade protestó por este atropello. Más bien él esperaba recibirlo, aunque sabía que en la oportunidad correspondía, por tradición, a un poeta. Los términos contra Zurita fueron los esperados. Lo trató de zalamero, de enfermo mental, de ser un político con mucho poder y, además, de peligroso. Zurita, desde Colombia, donde se encontraba, respondió que Lafourcade era un mediocre, un oportunista, un fracasado que se arrastraba año a año tras esa distinción y que estaba caro para notario de cabaret.

De paso lanzó sus dardos contra Miguel Arteche, quien se había negado a firmar el acta del Premio, acusándolo -con el anterior y un tercero que no menciona, y que podría haber sido Alfonso Calderón- de integrar un trío para destilar envidia; la palabra envidia va a ser recurrente a partir de ese momento, en las citas al autor. Conocíamos la antipatía de Arteche hacia Zurita, en todo caso. En un viaje de Santiago a Valparaíso, cierta vez cuando junto a Jorge Teillier fuimos jurado en un certamen universitario en el puerto, me afirmó que Zurita había abandonado el Opus Dei, al cual él personalmente pertenecía -me recalcó- para alistarse por conveniencia al Partido Comunista. Verdades más, verdades menos, los actores llevaron la discusión a un nivel de conventillo en beneficio de ese público lector que poco o nada entiende de poesía.

Al premiar a Zurita sesaltaba un par de generaciones importantes en la historia literaria nacional; la del 50, en la figura de Barquero, y la del 65. Se sostuvo que tal decisión legitimaba el silencio impuesto por la dictadura y inducía al mismo error de omisión que el crítico Ignacio Valente, creador del símbolo Zurita en la memoria colectiva, había fomentado desde las páginas de El Mercurio de Santiago. Pero aún con ello Zurita no era culpable. ¿Cómo podría serlo? Tarde o temprano, se sabía por lo demás, su nombre estaba condenado a instalarse en la lista de los reconocidos.

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Miguel Arteche tampoco optó por reconocer a Barquero. Tal vez no quería sombras en su generación. Barquero es claramente un poeta mayor y los más destacados de la promoción, Enrique Lihn y Jorge Teillier, habían muerto sin ser reconocidos. Alfonso Calderón, por su parte, siguió la línea propuesta por Arteche; y ambos votaron a Delia Domínguez. Por ello se produjo un empate a dos votos, el que debió dirimir Mariana Alwyn, en ese tiempo encargada del Ministerio, quien demostró un profundo y definitivo candor literario al defender su actuación ante las cámaras.

A algunos escritores les sorprendió que dos rectores integrantes del jurado, Luis Riveros por la Universidad de Chile y Óscar Quiroz por la Universidad de Playa Ancha, hubieran propuesto a Raúl Zurita y luego integrado la comisión evaluadora. Tal decisión responde a desconocimiento o sometimiento; pero no es ingenua, en ningún caso. Estos funcionarios, se sostuvo, tenían la misma información al respecto que cualquier ciudadano común y silvestre; y decidieron impresionados por la imagen símbolo de Zurita instalada en el imaginario colectivo. De otra manera es legítimo suponer que, tal como acusaba Lafourcade, recibieron una orden de Partido, o de otro poder secreto para transportar un acuerdo tomado con anterioridad.

Este empate beneficiaba a Zurita. Más poeta, con mayor peso específico que Delia Domínguez, su producción se veía claramentesuperior. Diferente hubiera sido queMariana Alwyn decidiera por el premiado frente a Efraín Barquero. Aquello implicaría una barbaridad y un atropello sin límites. Pero ello no fue lo que ocurrió.

La candidatura de Delia Domínguez, miembro de la Academia, fue propuesta por la misma institución, a la que respondían también los escritores mencionados. Su hubiera por cierto satisfecho a la Academia Chilena de la Lengua; pero a nadie más. Volodia Teitelboim, otro de los propuestos, expresó una idea similar en un reportaje: que en verdad la Ministro optó por el mal menor. En cualquier caso, a la postre resultó mejor tener a Zurita premiado que lamentar, una década después, no haberlo premiado como se merecía; como ocurrió con Lih, Tellier y luego con Gonzalo Millán.

Si de culpas se trataba, los verdaderos culpables no fueron otros sino Arteche y Calderón; así de simple. O fue por amiguismo o estábamos ante una presión ilegítima de la propia Academia Chilena de la Lengua. Como resultado de esto, cuando hicieron fue entregar el premio en las manos a Zurita. En términos vulgares, se regalaron.

En una declaración pública, leída a la prensa por el hijo del poeta, Miguel Arteche descalificaba abiertamente a los funcionarios juramentados. Según él, los dos rectores emitieron vaguedades e imprecisiones sobre los otros escritores propuestos descartando sus opciones. Esta afirmación es por lo demás creíble -practicamente se trata de un dogma- para quienes hemos compartido evaluaciones públicas con administradores.

Agregaba Arteche que la señora Ministro, luego de producido el empate y tras nebulosas vacilaciones, se inclinó primero por Zurita, luego por Domínguez -y después de una llamada telefónica -desde La Moneda misma, sostuvieron los mal hablados periodistas- por Raúl Zurita Canessa. Más tarde explicaría a la prensa que se trataba de un poeta “digno de Dante” y de “el poeta más grande de la lengua”, destacando, como el mayor de sus méritos, el “dirigir talleres literarios en el país”.

Concluía Arteche su defensa manifestando que “estos argumentos me impiden firmar el acta por el cual se concede el premio y me retiré por respeto a la dignidad de la Academia Chilena de a Lengua, institución que yo representaba en el jurado”. Pero nada dijo respecto a su candidato ni menos de su olvido por Barquero.

Zurita merecía el premio que le fue concedido, queda c laro con el paso de los años. Al revisar la obra al momento del premio aparecían dos libros fundamentales: Purgatorio y Anteparaíso, al que continuaban Canto a su amor

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desaparecido, El amor de Chile y La vida nueva, además de una novela (anunciada por entonces) y de un libro de crónicas literarias. Para muchos, Zurita ya no era el mismo de los ochenta. Y la aparición de Poemas militantes, editada el mismo año del galardón en nada ayudaba. En este poemario alababa al nuevo presidente de Chile, Ricardo Lagos, comparándolo con Salvador Allende. Ello permitió sostener a muchos de sus detractores, que tal “designación” fue ordenada desde La Moneda por su ex jefe en el Ministerio de Obras Públicas, llamada que aclaró las dudas literarias a Mariana Alwyn.

Pero Zurita poseía ya dos libros fundamentales y un estilo personal que, además, había influido y contribuido a la poética de quienes le continuaban. Su obra consigue alejar el influjo de Nicanor Parra y de los poetas del 50 en el discurso nacional, para volverlo un poco hacia la solemnidad y seriedad de los poetas del 38. Y eso no es poco. En consecuencia el camino al premio ya estaba señalado para él. Zurita tenía los méritos; bien podría sin embargo, por mera ordenación, haberse esperado una década.

A quienes debía pedirse cuenta, en ese momento del nuevo siglo, no eran siquiera los funcionarios quienes dirimían sobre un tema en el cual no tenían competencia (digamos, los rectores y la Ministro), sino a los poetas Arteche y Calderón quienes mutilaban por cuestiones ajenas a la literatura, el legítima reconocimiento a Barquero en pos de otros intereses.

Cuando debió hacerse entonces y cuanto debe exigirse hoy es, por un lado, luchar por la modificación del estatuto que rige el Premio; como de paso pedirle a Raúl que acepte el derecho a la disidencia; que acepte las críticas referidas a la valoración de su obra y no las rechace como señal de enemistad, o descalifique a quien disiente bajo la acusación, ya demasiado manida, de envidia.

Raúl obtuvo, en todo caso, cuanto esperaba desde un comienzo. Porque hoy es muy difícil hablar de la poesía chilena sin mencionar su nombre. Y, agreguemos al paso de los años y de la historia, sin reconocer su brillante observación del mundo que satisface y alegra a qienes le escuchan.

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29. Rolando Cárdenas y su tránsito breve El sábado 13 de octubre de 1990, Rolando Cárdenas Vera, estuvo en el almuerzo del Grupo Fuego de Poesía. En su saludo, Edmundo Herrera reaconoció su estatura. Se sirvió a desgano un sandwich y un plato de carbonada. No quería comer y casi lo obligamos. Al compartir el vino de sobremesa expresó su deseo de morir. Nana, su compañera en los últimos dieciséis años, había muerto dejándolo en la más absoluta soledad. Ella era el único cable a tierra. Sin trabajo ni dinero, solo en compañía de sus gatos y bajo amenaza de ser lanzado a la calle, el desaliento hizo presa de él. Por las noches la llamaba enfurecido recriminándole su partida, la que consideraba una traición. No pudo explicarse por qué ella, más fuerte y plena de vitalidad, se había ido primero.

Cuatro días después fue hallado muerto. El anciano poeta Luis Grisset, encomendado para visitarlo por la Sociedad de Escritores, y una pariente de su difunta mujer, lo encontraron en el departamento de calle Teatinos. No hubo violencia ni suicidio. Pudo haber muerto de inanición, pues las cifras así lo indicaban, o de anorexia o de un coma hepático. Cualquiera puede ser el motivo señalado por el protocolo de la autopsia. Eso no importa; el querido Inbunche Cárdenas murió de pena. Se dejó morir, sencillamente, cuando se reencontró con la soledad definitiva.

Alguna vez había escrito: Y puedo estar un día entero sin más compañía que el sol/ o de mis propias manos silenciosamente sencillas y vacías/ y con un sinnúmero de preguntas sin contestar. Y hacia el final, solamente los laureles del olvido: Yo venía de la mano rugosa del tiempo/ y en él me veo ahora/ sentado como ante una puerta esperando la tarde,/ para completar el círculo que inició mi madre”. Tempranamente, a Rolando, no lo habría de alcanzar la algarabía.

Su padre, Tomás Cárdenas Cárdenas, descendiente de chilotes, murió cuando el poeta tenía ocho años de edad. Quería para su hijo el oficio de la tierra. De su madre, doña Natividad Vera Barrientos, heredó el amor a las letras y su sensibilidad: “nos enseñó a leer y de sus labios escuchamos los cuentos de Hans Christian Anderssen y de los hermanos Grimm. Por eso mis inquietudes literarias vienen de la primera infancia. No sé; no recuerdo de cuando. Tengo una hermana menor, casada, en Punta Arenas: Clorinda Cárdenas Vera. ¡Clorinda! Nombre muy florido, muy hermoso para mí”, cuenta en una entrevista para Las Ultimas Noticias de Santiago, el 30 de noviembre de 1975..

Había nacido en Punta Arenas, en 1933. Realizó sus primeros estudios en la Escuela 9 y en la Industrial Armando Quezada Acharán. Antes de trasladarse a Santiago, para ingresar a la Universidad Técnica del Estado, fue obrero en la Empresa Nacional de Petróleos. Aunque tardíamente obtuvo el título de Constructor Civil, poco ejerció su carrera. Se dedicó a engrandecer la imagen del espectro magallánico a través de la poesía. Bohemio incorregible y tierno amigo transhumante, fue aquella su verdadera profesión.

Sus publicaciones fueron pocas; apenas cinco libros. Otro puntarenense, Ramón Díaz Eterovic, reúne en 1994 su Obra completa bajo el sello de La Gota Pura y con el auspicio del Fondo de Desarrollo de la Cultura y las Artes. Con ello hace justicia a la silenciosa labor del vate y lo ubica en el lugar correspondiente de la poesía chilena. El generoso trabajo de Díaz Eterovic rescata Vastos Imperios, libro que “entregó tres días antes de su muerte al escritor Carlos Olivarez, quien pensaba

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editarlos junto a una serie de poemas de Jorge Teillier. Olivarez recuerda haberlos recibido en la Casa del Escritor y conversado acerca de su título, el que en definitiva quedó tal cual se publica en esta edición” (Obra Completa, pág. 35). Es evidente que, de acuerdo a estos datos, Cárdenas le hizo entrega del manuscrito a Carlos Olivárez y a Ramón, en la SECH, después del almuerzo del Grupo Fuego, que tuvo lugar a pocas cuadras, en un restaurante de calle Vicuña Mackenna. Siete años después, la Corporación Cultural Sur del Sur y la Municipalidad de Punta Arenas, haciendo justicia al trabajo de un destacado miembro de esa comunidad, reedita la recopilación emprendida por Díaz Eterovic.

Rolando Cárdenas no fue solamente un miembro importante en la Generación del 50 -e inmediato referente de Jorge Teillier- sino que representa la imagen del poeta en toda su expresión; un hombre que no concede ni ante la opresión ni la miseria, un amigo que tuvo hambre y pena, un individuo que prefirió callarlo con orgullo para dejarnos, culpa sobre culpa, en el más espantoso silencio.

Su poesía es intensa; se refiere a la soledad del individuo y muchas veces son el paisaje magallánico, la historia y los recuerdos de su infancia, los elementos que nutren sus páginas. Su ritmo es fuerte y constante. Sumados estos elementos y ante su recopilación general, nos encontramos ante un gran poeta: Nada detrás de este silencio de roca/ detrás de estas raíces/ que piden eternidad a una tierra que no existe./ Y no descansa el aire doloroso y perfecto. Sin duda fue un personaje admirado y querido entre sus pares. Sin embargo, la brevedad de su obra, las circunstancias históricas de su desarrollo y el bajo perfil que siempre mantuvo en la Generación del 50, hicieron de él un poeta poco reconocido por la crítica y por los lectores del país. Se le vincula a la corriente lárica, al lado de Jorge Teillier, cuya amistad se mantiene hasta su muerte. Cárdenas pasó la mayor parte de su vida en Santiago y, a pesar de tener un título de constructor civil, una permanente cesantía lo llevó a soportar los últimos años entre la miseria y la precaria bohemia capitalina. Eran tiempos de dictadura; la posibilidad de trabajo en la administración pública se vio abortada en 1973 y, a partir de ese momento, nunca logro levantar cabeza.

Salvo en una oportunidad, que es justo recordar en su homenaje. Fue a comienzos de 1979. El departamento de obras públicas de alguna municipalidad santiaguina lo contrató como profesional y al recibir su primer sueldo se acordó de mí. Vivía yo por entonces en Artificio de Pedehua, con mi familia, en una casa de madera con suelo de tierra y sin mayores instalaciones. Estaba cesante, y aunque había ganado un premio literario bastante jugoso, mil dólares de esa época, pasaban los meses sin que me lo cancelaran. Mi mujer tenía un embarazo de tres meses y ambas familias, que poco ayudaban, o tal vez no podían hacerlo por la mala situación generalizada, presionaban por un aborto. Y aunque se trataba del tercer hijo, con su madre nos opusimos tenazmente. Rolando conocía esta situación. En mis pocas vueltas a Santiago alojaba en el departamento de Teatinos y recorríamos, junto a Teillier y Enrique Valdés, los bares del centro santiaguino.

A comienzos de febrero de ese año apareció una mañana, junto a Nana, con una caja con mercaderías. Me emocioné. Hacía mucho que no recibía alguna ayuda y las cosas empeoraban en casa. Mi esposa comenzó a sufrir de anemia y los niños crecían sin mucha esperanza. Yo estaba en verdad anclado a la tierra a causa de la situación y el alcoholismo comenzaba a establecerse. Tras un fuerte abrazo deslizo un puñado de billetes en mis manos. Ese día comimos y bebimos con don Ramón y la señora Mena, los dueños del terreno y de la casa que nos facilitaban, y entre cantos y bromas un fuerte lazo de amistad comenzó a crecer entre los Chacana Pulgar y mis amigos santiaguinos. Bebimos como de costumbre y al rato la lengua de Nana comenzó a soltarese con desparpajo. Tal vez impresionada por la consistencia del campechano dueño de casa, dijo en un momento:

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-Pero si este hombre, don Segundo, no sirve para nada. ¡Para nada! -Recalcó señalando a Rolando. Este se encogió de hombros y me miró con cierta irónica tristeza, sólo para decirme: -¡Salud!

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30. Rosabetty Muñoz en nombre de ninguna La poeta chilena anduvo por Valparaíso a mediados de 2008 e inauguró la grabación de una serie de entrevistas en televisión por cable, Entrepoetas, que la productora Ancares -de mis amigos Marco Ancares y Carmen Escobar- me había encargado. En esa oportunidad hablamos sobre uno de sus libros más recientes, En nombre de ninguna, cuyo texto gira en torno a su escritura, a la pasión amorosa, al sentido de justicia y al discurso en pro de la igualdad.

La poeta ancuditana se hizo conocida en la década de los ochentas, como estudiante de Castellano en la Universidad Austral de Chile. Allí, en compañía de varios hoy reconocidos colegas en el oficio, participa en la fundación del grupo Índice y en la edición de algunos números aparecidos bajo ese sello. Con anterioridad se le sindicaba como miembro del grupo Chaicura, de su natal Ancud, dirigido por Mario Contreras Vega. Aunque muchos la señalan como formada en Aumen.

Aumen, un conocido grupo de la ciudad de Castro, fue iniciado en la Isla de Chiloé por el actual antropólogo Renato Cárdenas junto a otra colega isleña; y fue continuado, magníficamente por lo demás, por Carlos Alberto Trujillo, quien en la actualidad desarrolla su magisterio en una universidad norteamericana. Aumen se formó durante la infame década del setenta, cuando Cárdenas debió retornar a Chiloé. En cierta medida fue la natural continuación de la revista Chaski, iniciada por este en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile en Valparaíso y en la que participaban varios de los actuales rostros de esta región costera.

En sus primeras producciones la autora sureña apuesta por la pasión, la búsqueda y, al parecer, el encuentro definitivo con su Ganímedes. De intensa significación y con una proyección semántica que traspasa el territorio de la obviedad, esta poesía preferencia con todo lo fónico, el sonido del juego, la brillante armonía juvenil que con atrevimiento propone planos y simetrías bendecidos por la gracia: “Y hay por fin,/ las malas ovejas descarriadas./ Para ellas y por ellas/ son las escondidas raíces/ y los mejores y más deliciosos pastos”.

A Rosabetty se le vio por primera vez en público en un encuentro habido en Temuco, en 1981. Asistió junto, a otros desconocidos de entonces con el poeta mapuche Elikura Chihuailaf, en calidad de meros oyentes, a compartir con los consagrados de entonces. Por allí andaban los jóvenes Nelson Vásquez y Hugo Alister con Jorge Teillier, Martín Cerda y Steven White, quien venía por segunda o tercera vez a Chile, luego de haber reporteado la caída de Managua, a trabajar en su antología Poets of Chile.

La preocupación por el discurso de la mujer, expresado en ella más como una cuestión de justicia que de simple ideología o género, comienza a vislumbrarse en su tercer libro, Hijos. Pero en esta lectura, como en toda la obra de la escritora chilota, deben observarse con cuidado los símiles de significación. La isla como madre productora es, muchas veces, metáfora de la mujer. La explotación de la tierra y la injusticia humana también son elementos de una misma raíz y, por otro lado, el afecto familiar nacido del mismo título, puede del ese modo conducir a equívocos. En ella siempre se trata de algo mayor, una realidad distinta a la que describe pero que envuelve en su -tal vez también aparente- ternura: “navajuelas machos y hembras,/ cangrejos, cochayuyos, hasta piedras/ guardaré./ Para contarte de la isla,/ como era antes de los depredadores”.

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Esta puesta en escena de sus reivindicaciones es continuado en Baile de señoritas y en La Santa, libros señeros para el discurso de ubicación social de la mujer y que instalan su figura heroica en la construcción del entorno. Ya la escena se sitúa casi exclusivamente en su paisaje isleño y continental donde aquella acuna a la historia a pura fuerza y voluntad. Se trata de hembras desdentadas o triunfantes que desean ser mujeres a la orilla del fuego o en cualquier lugar de las Guaitecas.

Con su familia y durante una larga temporada reside en la hoy destruida Chaitén. Su esposo tiene un cargo político y ella es profesora en el liceo local. Allí crecen sus hijos y de ese paisaje guarda un fuerte recuerdo. Algo intuye la poeta por entonces. Siempre ocurre así; la singular portada de La nueva novela, el libro de Juan Luis Martínez, también muestran una casas arrastradas por el río. Los títulos de sus trabajos, publicados años después por LOM, en Santiago de Chile, son significativos. Sombras en El Rosselot y Ratada, nos cuentan algo de la historia posterior a su escritura.

Ambos proyectos apuntan a la crítica de la sociedad en que vive. El primero se refiere a un prostíbulo chaitenino al que la autora bautiza, en sus páginas, con el nombre de un pecaminoso sector de Puerto Montt. Todos pasan por esas habitaciones. El segundo menciona esta decadencia apocalíptica bajo la imagen de una invasión de ratas que, cercadas por la hambruna, asaltan la ciudad. Hoy las imágenes transmitidas por la televisión son claras: la ciudad se ha quebrado en dos; el río arrastró gran parte de ella. “Primero fue una trizadura/ en el mundo conocido./ Y luego el hueso expuesto/ la sangre detenida,/ cadáveres sosteniendo/ pocillos de cloro/ en el hueco de la mano” vaticinaba la poeta.

En nombre de ninguna, entregado con elegante artesanía por Ediciones Kultrún de Valdivia, se hizo posible gracias al apoyo del Gobierno Regional de Los Lagos. En esta publicación Rosabetty juega nuevamente con las imágenes del mundo femenino -o de lo que se cree de él- y de la infancia para arrastrarlas violentamente a la realidad. No concede en su vocabulario ni permite tampoco a la candorosa buena voluntad ocultarla. Las muñecas quebradas o abortadas, los juguetes perdidos o los fetos arrojados a los basurales pertenecen al mismo espectro. De lo que se trata, en definitiva, es del abandono y de la corrupción humana. Después de todo, “El nacimiento fue un breve paso./ En vuelo rasante pasó a recoger/ un gesto de amor cualquiera/ y dejó una cicatriz/ esta línea finísima en el útero”.

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31. Sergio Badilla el transrrealista Algo tenemos en común sobre aquella lejanía; y es la amistad. Y en ella Sergio Badilla ha sido, además de su condición de poeta, un ejemplo. Badilla ha ido mostrando a través de sus publicaciones un paulatino desarrollo, una cada vez mayor conciencia del lenguaje. En un anterior poemario, Terrenalis, recicla una serie de mitos, ya sea como referencias culturales, ya sea a través de recursos del habla cotidiana, con lo cual lo aparentemente vulgar se rescata en la natural retórica de su pueblo. Badilla cuida la palabra y el mejor tratamiento del adjetivo, allí intentado, elimina anacronismos o declaraciones personales comunes a sus anteriores producciones.

Desde la memoria perdida de Ganímedes el joven hasta el Juan Ramírez del Rol Único Tributario desfilan una serie de personajes referidos al autor y a su entorno, los que entregan al lector una visión de su mundo sin recurrir a denotaciones obvias o manierismos relegados por el oficio al terreno de lo extraliterario.

En Terrenalis hay una crítica mordaz y entrelineada al sistema imperante en Chile hasta hace poco. La función e intervención de ciertos aportes gráficos, documentos allí incluidos, denuncian tal actitud. Al intervenir y descontextualizar el elemento público lo enajena de su rol hacia el determinado por el autor en el texto. La subversión no parte ya de la misma palabra; se hace carne ahora en la legalidad del sacrosanto Estado. Y el desaliento frente a un país que fue esperanza y ante el cual el autor pareciera no vislumbrar algún posible horizonte, queda retratado en textos donde la realidad se va conformando a través del montaje de determinadas situaciones.

Las preocupaciones de Badilla, más allá de las formas presentadas o de un leve manierismo, herencia de sus anteriores textos, se ubican en el campo de la ontología: su paso por la tierra, el exilio personal representado en figuraciones míticas, el amor, tan generoso e inútil para quien lo brinda, y su condición de chileno por el mundo, no elegida pero sí asumida por los condenados como él al ostracismo americano.

Badilla regresó a Chile en 1993. Después de un difícil período de reinserción pudo establecerse en Santiago, donde vive en la actualidad. Allí publica Saga nórdica y otros poemas, libro en el cual reafirma sus elementos caracterizadores, los mitos, el lenguaje, lo tribal y su entorno. Pero esta reafirmación del medio se sostiene como un recurso para escapar de su soledad perenne e inevitable pues, en definitiva, es “un argonauta que nunca arribará a puerto alguno/ con su cargamento ancestral de recuerdos”, como dice en el poema Las piedras de Ale.

Al encuadrar su trabajo bajo el concepto de saga, una suerte leyenda poética, entrega una significación más en su historia, la de la estirpe condenada a vivir ya lo vivido, mirado ese transcurso desde un punto en el camino. Y esa estirpe que le sigue, de la cual el poeta es fundador, miembro y testigo a la vez, habrá de relatar sus días para el devenir.

*

Con Sergio nos conocemos a partir de los 18 años, en las aulas de la Escuela de

Derecho de la Universidad de Chile en Valparaíso. Al reescribir estas líneas (lo digo en octubre de 2009) ignoraba donde se hallaba en este momento. Oficialmente

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andaba en la China invitado por un amigo tras una repentina separación. Me olía a metáfora. La empleada de su madre, a quien encuentré en el Hospital Carlos Van Buren, de Valparaíso, al visitar a su hermano Luis, no me creyo. Me dirigi´una mirada con cara de “seré yo estúpida”. Luis era también poeta; y alcohólico. Escribió una vez cierta magnífica Epístola a los romanos, que continúa inédita. Iba dedicada a sus contertulios del Bar Roma, frente al ex Instituto Pedagógico, hoy Universidad de Playa Ancha. Ese es su espacio. A diferencia de su hermano Sergio, periodista viajero, dandy, él ttenía un lugar en el mundo. Aunque esta tarde yacía enfermo, intoxicado, en la Posta de Urgencia del Hospital Van Buren.

Era jodido escribir estas líneas de regreso a casa luego de pasear por Noruega y Suecia. Sergio Badilla, quien me salvó el pellejo, editó un libro mío y pagó de su bolsillo mi vuelo de Copenhague a Helsinki, para invitarme a su último matrimonio, estaba triste. Y no sabía, por entonces, si encontraría casa en Estocolmo, en algún lugar de Chile -de regresar- o en la mismísima China. Pero lo hizo; y hoy parece un tipo feliz.

Reviso mis papeles y poco o casi nada he escrito de él y de sus seis o siete libros. Su vieja e inmerecida costumbre de provocar enemigos impidió que mis artículos fueran publicados en Liberación. Hoy reviso su más reciente producción, Poemas transreales y algunos evangelios. Con él intenta dar cuerpo a la transrealidad, sobre la cual ha teorizado en un artículo publicado poco antes del libro. Se trata de Características del Transrealismo, aparecido el año 2004 en una página virtual, en Chile. Le ha ido bien con el proyecto. Ha sido destacado en la prensa de varios países e invitado a varios encuentros internacionales, entre ellos el de Medellín, el de Lahti, en Finlandia, y el de Macedonia.

“No hay ideología que valga en mayo de 2008 /solamente simulacros que remedan viejos sueños” dice el poeta a cuarenta años de inicar la Utopía. Y allí, en esas dos líneas se concentra su poética; tal vez su vida. Y al lector le parece que el único lugar posible donde residir es consigo mismo. Todas las geografías y los lugares saltan de sus páginas. Es más, el poeta fuerza intencionalmente el discurso, lo provoca, lo quiebra en su consonancia. Gerundios y neologismos le dan cierto aire barroco y lo alejan, siempre, en un jadeo de inconformismo: “Se fosiliza la muchedumbre de este ancladero con ansiedad espontánea:/ Vengo a ocultar mi vida como los viejos elefantes/ a esta ciudad que he preferido como hembra” escribe en la página 24. Entonces August Strinberg camina con él bajo la nieve de Karlavägen.

No sé que consejo le habrá dado. Con los años Badilla va construyendo un personaje que observa por él, habla por él y escribe. Tiene una voz gruesa, barroca y Ok. Atacama es su escenario. Si bien en Poemas Transreales se acercaba a ratos a la sencillez, aquí directamente la evita y evade. Allí decía “Mis huéspedes se molestan y unos burgueses/ se retiran/ deliberadamente/ de mi memoria./ No soy merecedor de su afecto, no poseo un abolengo adecuado”. Ahora en su Atacama puede ser el filósofo Maimónides o el poeta Marco Anneo Lucano el que nos habla en clave y desde un escenario barroco y posmoderno. No existe otra posibilidad. El derrumbe de la cultura -que anuncia el de la civilización- arrastra en su caída los escombros destrozados y es una sola la mezcla sin sentido e inútil. La estupidez es la norma y, en esa línea, continúa el discurso iniciado en Terrenalis. La vanidad del mundo ha echado raíces en su patria y esta deja de existir, se esfuma entre los dedos: “Parecía obra de estúpidos pero era cierto/ el Dakar se correría en Atacama y pasaría/ delane de la exclusividad de nuestras narices/ con una cantidad de cientos de bárbaros del/ medio ambiente”. Así es; su país, como lo bautizara se llama Barbaria. Y todo se mezcla en esta juguera que más bien parece una estúpida moledora de carne.

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32. Sergio Hernández, otro olvidado Alguna vez para citar un popular barrio de Estocolmo en el cual viven numerosos chilenos escribí por ahí “Rinkeby, arsenal de la patria”. Al momento de las confesiones debo citar al poeta Sergio Hernández -ese gran olvidado de las antologías- y leer allí Me persigue Chillán. El texto, musicalizado por Jorge Aravena Llanca, un chillañejo trasandino de Berlín, lo dice en forma original: Me persigue Chillán/ por todas partes,/ remecida uva sol;/ plácida plaza/ viene conmigo desde siempre,/ arsenal de la patria.

Allí está la prueba de la infamia, en la página 42 de Quebrantos y testimonios, edición antológica de Hernández publicada en 1983 por la Casa Chile en México. Harold Durand, otro chillanejo que viviía en la capital sueca tenía un ejemplar; y cuando lo revisábamos solía recordarme que nuestro querido “cullinco” estaba de cumpleaños el 17 de marzo.

Estaban allí, recuerdo, los textos olvidados y retornados de tarde en tarde a la memoria: Itinerario, El inválido, El canceroso, Acuario, Ultimo deseo, Documento psiquiátrico, Ultimas señales. Piezas de una antología sostenida por sí misma por su sencillez y tensión emocional, con su perfección formal y ese árbol de imágenes entregadas al lector como un ciruelo florido. Sostenida, además, a pesar de su propio autor quien insiste en podar las más hermosas terminaciones de sus textos.

Tal edición respondía al esfuerzo indudable del poeta chileno Hernán Lavín Cerda, su prologuista, quien reside en México desde hace largos años. En el volumen Hernández nos recuerda al otro Hernández, a Miguel, y tan lejano paralelo queda, sin ser mencionado, escrito por Lavín Cerda: “Lo desconocido en proceso de conocerse, mediante el asombro, siempre renovado, de la articulación de las palabras: sonido y sentido en estado de gracia”.

Autor de apenas tres libros anteriores y profesor de Castellano, Hernández ha dicho refiriéndose a ellos: “La poesía ha sido para mí una catarsis y una liberación (…) recogen casi sólo la parte dramática y angustiosa de mi existencia: cuando estoy alegre no escribo”. Y sin embargo, podemos decir que es el poeta más español de Chile, mas aún que Miguel Arteche, su compañero de generación. No por la presencia de una poesía mayor, pues en cuanto a métrica prefiere el verso menor, sino por su eufonía y por los cánones románticos y modernistas, también señalados en dicho prólogo.

De tal colección, Vuelo es -o era quizá- su mayor logro. En sus versos finales decía: yo estoy en Dichato (Chile)/ y soy un pobre profesor/ que nunca tendrá automóvil. Esa versión la escuché en Valparaíso, en 1971. Le indiqué, por entonces, que sería más rítmica, por la profundidad de la letra u y su relación con la palabra nunca, si lo terminaba con “un automóvil”. Pero los maestros suelen ser muy malos alumnos y quien era yo, con 24 años, para decirle nada.

La edición mexicana, deseo que por algún error de imprenta y no otro motivo, finaliza el texto en yo estoy en Dichato (Chile). Y para quienes venimos escuchándolo o repitiéndolo en la memoria desde hace cuatro décadas, algo nos falta allí; algo indeterminado semejante a una errata feroz que golpea y vacía nuestro oído.

También desoyó al crítico Ignacio Valente, quien más sabía de poesía que de escribirla, quien acertó al proponer el adjetivo florecido como postrer palabra de El

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canceroso. Hernández mantuvo el florido original, término al cual le llora la muerte de la tercera sílaba, la necesaria. ¿Ocurrió algo similar con el texto Acuario?

A pesar de estas observaciones, sigo leyendo con placer a Sergio Hernández. pues aporta con pequeños clásicos a la poesía chilena, a la altura de La bicicleta o Taza, de Arteche, o de Mi amada está tejiendo, de Efraín Barquero; o de la Abuela, de Alberto Rubio, o de tantos textos de Jorge Teillier que enriquecieran junto a ellos la Generación del 50. Neruda, al prologar Registro, afirmaba en 1965 que la voz de Hernández “es canto que corre, cristal que canta”. Es cierto; su fluidez y rítmico paso nos lleva a ese estado psicológico que Johannes Pfeiffer exige para la poesía.

Considerado entre los poetas de estirpe lárica, Hernández fue uno de aquellos típicos creadores provincianos que alejados del medio artístico local –siempre chato y reverencial- circulaba más bien en secreto y sin mayores pretensiones por las ligas nacionales. Junto a los del 50 conformaba ese puente ineludible entre las promociones de los grandes monumentos líricos y las más recientes. como aquella del medio siglo.

Sólo algunos iniciados conocían a ese delgado y pulcro profesor relegado en su país natal justo cuando el destino pedía nombrarlo entre los mayores. El mismo había trazado esa imagen diversa a la esperada. “Yo soy como las plantas o los árboles/ que nunca han sabido quienes son (…) ellos están ahí simplemente/ (como yo en mi tierra)/ y no les interesa ser astronautas/ ni andar apretujados en los metros/ o en los autobuses de las grandes urbes” nos dice en Últimas Señales.

El poeta era el séptimo hijo varón de una familia de nueve hermanos. Al nacer su padre, quien falleció cuando éste tenía seis meses, era dueño de un fundo cercano al pueblo de San Ignacio. Y Hernández, a pesar de una extensa trayectoria académica, murió al parecer en una menoscabada situación económica. Se decía hace un tiempo que el poeta andaba ofreciendo a precios irrisorios ejemplares de su nutrida y magnífica biblioteca. Formado en el Liceo de Hombres de Chillán, continuó estudios en Derecho en la Universidad de Concepción; pero a poco de ingresar abandonó sus estudios para trasladarse al Instituto Pedagógico de la Chile, en Santiago, a continuar su vocación de maestro. El excelente escolar ya había probado la enseñanza impartiendo clases a sus compañeros de curso en las áreas científica y de letras.

En esa época obtiene el Premio de la Federación de Estudiantes de Chile, en Poesía, y, en 1955, el premio de la Universidad de Chile. Su memoria de grado versó sobre la obra de Nicanor Parra. Al mismo tiempo comparte en la capital con un nutrido grupo de intelectuales que muy pronto habría de destacarse en la escena nacional. Allí figura el dramaturgo Óscar Estuardo, los poetas venezolanos Carlos Rebolledo y Guillermo Sucre, Teillier, Jorge Guzmán, Antonio Avaria, Juan Loveluck, Luis Bocaz y Margarita Aguirre, entre otros.

Antes de recibir el título es designado profesor en su antiguo Liceo de Chillán y muy pronto becado por el Instituto de Cultura Hispánica para continuar estudios en la Universidad Central de Madrid y en el Instituto de Cultura Hispánica. A su regreso es contratado para impartir Literatura Chilena y Española Clásica en la recién fundada Universidad Austral, en la ciudad de Valdivia. Tras el violento terremoto de 1960 decide emigrar y encuentra refugio en Valparaíso, donde ejerce el magisterio en los liceos 2 y 3. Allí es integrado por su amigo y maestro Pablo Neruda al Club de la Bota, una singular reunión de poetas en torno a la mesa del Nobel chileno, en el ya desaparecido Bar Alemán. Tras su estancia en el centro del país se traslada a la nortina Universidad de Antofagasta y, en 1966, vuelve definitivamente a su natal Chillán, aunque ejerce un cargo temporal, en 1971, en Santiago.

En su Quién es quién se retrata como un “anticonvencional y antiburgués, hipocondríaco y psicosomático”, para continuar: “admiro la terrible imaginería de Kafka, la lucidez despiadada de Sastre, el desencanto tierno e inteligente de Albert

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Camus; el inesperado auge de la narrativa actual; gran parte de la buena poesía y del buen teatro de todos los tiempos”. Sin duda Sergio Hernández ha sido el paradigma de esos rebeldes irreductibles y solitarios que pasan a nuestro lado sin ser advertidos. Más que humildad, su actitud significaba una profunda convicción respecto a su importancia. Y más allá de aquello, Sergio era un cultísimo ciudadano capaz de pasearlo a través de todo su Chillán por las mejores picadas donde el cerdo humea en la oscuridad y los apreciados clandestinos de la chicha, el vino, el chacolí y el aguardiente. Se trataba de un grande.

Y a propósito de escopeta, dice Denise Levertov, repetida por Germán Carrasco en el prólogo a Autobiografía y otros textos de Robert Creeley, que hay poemas nacidos completos -de una sola vez- que sorprenden al lector y son apreciados por el lector como dignos de elogio. Sin mucha pretensión, yo le debo uno a Sergio Hernández. Debe haber sido por 1971 o 1972, cuando lo fui a visitar, y el poeta me paseó todo la tarde por chicherías y picadas chillanejas. Hasta las tres de la madrugada, hora en que pasaba el expreso de Puerto Montt a Santiago. Subí a un vagón atestado de pasajeros y no encontré otro sitio donde tirarme agonizante, sino un espacio de suelo entre los respaldos en los viejos carros de segunda. A punto del desmayo anoté en un papel, para ser reconocido en caso extremo, algunas palabras: “Si muero, repentinamente…”. No recuerdo más. En la mañana más fría aún un inspector me despertó pateándome las suelas. A duras penas me levanté y salí de la Estación Central. En el bus a Valparaíso descubrí el papel arrugado en el bolsillo de mi camisa. Tal era Asignaciones Forzosas, publicado años después en Perro de circo. Ese texto fue culpa del cullinco Hernández.

Por su parte, él nos dejó varios magníficos poemas. ¡Para qué más! Piezas que se repiten en secreto, al igual que su nombre, en la poetancia local. Uno de ellos, Último deseo, lo retrata en su infinita sencillez: “Antes de dejar de respirar/ antes de retirarme definitivamente de este juego/ no pongan siquiera un Cristo entre mis manos/ pon tu sonrisa y tu mirada/ y que eso sea el paraíso”.

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33. Teresa Calderón con memoria de elefante Elefante, la más reciente producción Teresa Calderón, fue presentado en agosto de 2008 dando cuenta del desarrollo experimentado por la poeta en diversas áreas del lenguaje. Su lectura deja una sensación placentera que permite rencontrarse con ciertas necesarias fuentes literarias y con la imagen simbólica de la sabiduría y la justicia. Curioso, por decir lo menos, resulta el título La portada encuadra -en riguroso blanco- la silueta de Ganesha, el dios con cuerpo humano y cabeza de elefante y quien tiene por tarea ser el protector de la sabiduría, la literatura y las artes. No resultó fácil iniciar, sin prejuicios, la lectura de este volumen. Venía precedido por algunos no muy favorables comentarios de pasillo y ciertas observaciones poco claras referidas al resultado del trabajo. Y de poquísimas críticas o referencias, como ocurre hoy en día en este país de ciegos. Pero fue una sorpresa.

De sus tres secciones -Elefante, Palabra de elefante y Hay más- la primera justifica plenamente su escritura y entrega al lector un buen nivel de satisfacción producido por los numerosos y variados juegos y recursos que la poeta -en evidente estado de sazón- ocupa con gracia, con naturalidad, con oficio. Y uno de ellos, el cruce de tareas entre una y otra especie, resulta a la vez cómico y contiene una fuerte carga crítica: “Un elefante sabe lo que sabe/ está en su código ancestral/ forma parte de sus derechos humanos. // Un humano no revela enigmas./ Los guarda en su hermético egoísmo./ No respeta siquiera la ley de la selva.” La unicidad de la supuesta bestia y el quiebre del presunto ser superior queda reiterado acá por los puntos que cortan los versos del segundo párrafo.

La manada es imagen del grupo familiar que avanza con fuerza e inteligencia. El sentido de pertenencia es único y en su permanente migración -de Europa a América en el caso de su familia- respetará sus ancestros, mantendrá viva la memoria y rendirá culto a quien así lo merezca. Teresa Calderón acierta en la descripción de estas cualidades al aplicarlas a la historia personal: “Papá elefante está cerca/ se oye en el manglar mugir (…) Yo tenía 4 años/ Mi madre 22/ y mi padre 27/ cuando lo oía en el manglar mugir”. La condición de relato hace a esta primera parte una verdadera saga familiar en el mismo sentido entregado por el peruano Rodolfo Hinostroza en su Memorial de Casa Grande. Aunque en este caso la protagonista es la misma escritora que en sus primeros días de colegio descubre maravillada a esta maravillosa bestia -noble e independiente- para convertirla en su propio blasón.

Junto con destacar los méritos del paquidermo, Calderón revisa su figura a través de la simbología contemporánea. “Mi padre vivía en Los Ángeles en 1944. / Tenía 14 años/ cuando mandó comprar/ El cementerio de los elefantes”, relata al comenzar una serie de párrafos dedicados a Alfonso, su padre escritor. Y el elefante de Johnny Weismüller, el Tarzán de Hollywood, se menciona junto al héroe de la infancia (cinematográfica), un verdadero elefante frente a posteriores y estúpidos intentos de escenificación: “nada que ver el remake/ con Tom Cruise/ haciéndose el lindo/ en los albores del siglo 21”. Del mismo modo en que frente al paquidermo de El libro de la selva, de Kipling, se opone “el único elefante estúpido”, el de Walt Disney en su ya crionizado Disney World.

La memoria histórica es otro de los elementos que el texto alcanza a través de este símbolo. Como bien afirma Barrera Calderón en el prólogo (se trata de

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Gustavo, hijo de Teresa y poeta a su vez) el elefante es, entre otras cosas, metáfora de la memoria. Este animal, relata la autora, lleva luto por sus parientes y no necesita de un patio 29, haciendo alusión al lugar donde fueron abandonados como vulgares desconocidos cientos de asesinados por la dictadura militar. El mismo paquidermo que entra en la aldehuela de Kenya derribando casas y cosas en su aparente torpeza, recuerda la masacre de sus semejantes, la muerte de su madre, el maltrato del hombre que ocupa sus territorios: “No es comida lo que buscan/ como hicieran en el pasado,/ quieren asustar al humano/ por maltrato de siglos”. Reacción que trata en extenso en “Hay más”, la tercera parte de este volumen.

Calderón se permite con gracia e ironía jugar con ciertos tópicos guardados desde la infancia. La canción del juego aquel -dos elefantes se balanceaban/ sobre la tela de una araña- o esa que nos habla de The wonderfull wizard of Oz, la novela de Baum llevada al cine como El Mago de Oz, o más cercana aún a nuestro panteón cultural, la imagen que se nos aparece en plena calle, de madrugada, cuando con dificultad regresamos tambaleándonos a casa: “Pero no se lo dije./ Apenas pude balbucear/ que era un elefante gris:/ no es rosado ni tiene motas azules/ es gris, le dije”. Por último, Barrera Calderón apunta con justicia a la intención de hacer prevalecer a la sabiduría sobre la devastación, a la inteligencia y la paciencia sobre la brutalidad y la desesperanza; pero también al necesario acto de venganza que, como una ley de Talión, reordena y reorganiza el orden natural de la existencia. Con las variadas cuestiones que la poeta pone en el tapete, va construyendo un mundo que, como la Naturaleza sostiene el prologuista, es tremendamente claro e iluminador.

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34. Waldo Bastías en la estación de tránsito Luego de treinta y cinco años la figura del mítico Waldo Bastías, el cuarto integrante del inventado Grupo del Café de Viña del Mar, vuelve a aparecer en el escenario del puerto. El encuentro de escritores organizado por la SECH local con motivo del Forum de las Culturas convocó al poeta sancarlino a regresar a estos lares con su obra reunida bajo el brazo.

La última vez que se vio Waldo Bastías por Valparaíso fue por 1973 o 1974. Vivía entonces en el Cerro San Juan de Dios, en una calle dos cuadras más arriba de Avenida Alemania. Por aquella época ejercía como profesor en una escuela pública en Viña del Mar y solía compartir en el Café Cinema, junto a tantos próceres que en aquellos tiempos se reunían en torno a las mesas de esa especie de caverna platónica de la que surgió medio país artístico. Preso a comienzos de la barbarie pinochetista apareció por Buenos Aires junto a María Angélica Campos y a su pequeña hija. Por aquellos lugares dirigió un taller de poesía ilustrada, en la Galería de Arte Meridiana, en calle Rodríguez Peña muy cerca de Corrientes. Vivió en un comienzo en un pequeño chalet en Cortejarena, un barrio de Moreno en las afueras del Gran Buenos Aires, y luego se trasladó al centro de la ciudad. Algunas fotografías se conservan por ahí, aunque ya hace 35 años que partió a Caracas. Y su huella se había esfumado desde aquel momento.

Hoy vuelve a la ciudad donde se hizo conocido como poeta. Un viaje programado para fines del este 2010 fue adelantado para estar presente en el Encuentro Nacional de Escritores 2010, organizado por la Sociedad de Escritores de Chile, versión Valparaíso, dentro de la programación del III Forum Universal de las Culturas que se realiza en esta ciudad entre el 22 de octubre y el 5 de diciembre de este año. El encuentro de escritores ocurrirá entre el 29 de octubre y el 5 de noviembre.

Poco sabíamos de él. Algunas referencias de quienes regresaban desde Venezuela y una que otra muy esporádica publicación en alguna revista literaria daban señales de su existencia. Anduvo sí un par de veces por el país; pero en su San Carlos natal. Y la última vez, en 2007, se accidentó gravemente siendo operado de uno de sus pies. Ello atrasó el momentáneo retorno: “Esta pieza hostil, llena de trastos (…) Se transforma por arte de esta magia/ en la nave azul en que navego/ de regreso al viejo puerto/ en donde quedaron anclados mis zapatos/ esperando/ para volver a transitar conmigo/ esas calles retorcidas y amadas”.

Para muchos colegas, Bastías es aún hoy un autor desconocido. Sus compañeros de ruta eran Renato Cárdenas, Osvaldo Rodríguez, Gregorio Paredes, Juan Luis Martínez, Sergio Badilla, Raúl Zurita, los habitantes del Café Cinema y los del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile en Valparaíso. Hoy los actores son otros, nuevas promociones y generaciones, voces distintas en el dial. Tal vez por aquella razón sorprendieron sus versos leídos hace unos días en el encuentro de poetas que tuvo lugar en la costeña ciudad de Los Vilos. El poeta venezolano, como lo nombraban, dejó un buen recuerdo en el litoral nortino. De tal modo su participación en el Forum viene a suplir ese injusto olvido causado por la ausencia del país.

Bastías nos pone al día en su fichaje. Bajo el brazo trae varias de sus obras reunidas en Estación de tránsito, libro publicado en la colección Poesía Venezolana/ Contemporáneos, de la Fundación Editorial El Perro y la Rana, con el

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auspicio del Gobierno Bolivariano de Venezuela y del Ministerio del Poder Popular para la Cultura. El volumen, aparecido en Caracas el año 2007, aporta trabajos de sus cuatro libros anteriores y da cuenta de una poética bastante interesante como lo fue, al menos en Viña del Mar, la practicada hasta el golpe de Estado; poética que Bastías de cierta manera continuó desarrollando con una marcada estética personal.

Esta poética se distingue por una búsqueda epigramática de la iluminación o de lo inteligente. Esta suerte de apunte suele concentrar su fuerza expresiva en el sentimiento al tiempo de utilizar, a modo de recurso, numerosas referencias culturales caras al inconsciente colectivo. Aunque anterior al facilista ensamblaje del posmodernismo, los referentes del cine y la televisión, del cómic y de la coyuntura o del mito y el directo lugar común conforman esta suerte de moledora de carne cuyo resultado siempre armónico se sustentará más en la forma que en el contenido del texto. La referencia a lo cotidiano a través del reflejo histórico suele aparecer en los primeros trabajos: “Por entre mis lágrimas/ vuelvo a mirarte Simone/ Y también lloras/ porque acabas de saber que tu hija/ ha sido nuevamente/ capturada/ por la Gestapo”. Y otras veces el juego de los espejos, a la manera de la Alicia de Lewis Carroll, se repite a través de sus poemas: “Yo soy el vampiro/ y lloro/ frente al espejo/ cuando éste me devuelve/ la imagen de una habitación/ desierta”. Y también: “Esto es una Ciudad/ el resto apenas relámpago/ en la memoria”.

Su escritura mantuvo, al no contaminarse con la pretensión nacional de innovar a como diera lugar, ciertos registros básicos de esa experimentación que los autores de Valparaíso y de Viña del Mar practicaban en dicha época. Registros como Variaciones sobre el tema del rinoceronte podrían perfectamente haber sido recogidos por la estética de Juan Luis Martínez: “Si Ud. observa detenidamente, podrá notar que la curvatura de los cuernos del rinoceronte corresponde siempre a la dirección del viento predominante en la zona en que habita”; cuando no por el discurso de Freddy Flores, otro viñamarino que se esfumó entre Amsterdam y las artes plásticas.

El regreso de Bastías resulta una pieza de la mayor utilidad para completar la historia de una poesía joven truncada por el golpe militar. Y nos obliga a la mayor reflexión sobre nuestra propia escritura y trayectoria.

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35. Mal está que te haya olvidado, Waldo Rojas Hace ya más de una década la Universidad de Santiago entregó Poesía continua, una edición antológica de Waldo Rojas. Su obra es una de las más importantes en la Promoción Universitaria del 65. Pertenece, el autor, a esa elite casi desconocida de artistas residentes en el extranjero; tal como el porteño Luis Mizón, eligió la capital francesa como lugar de residencia y desde allí se ha proyectado hacia nuestro espacio nacional.

Rojas difruta del lenguaje. Su lectura barroca, sobre todo de sus primeros trabajos, permite disfrutar la sonoridad propia de sus consonantes y, en ello, se hace evidente una actitud similar a la de Gonzalo Rojas ante el lenguaje. La perpetración, uno de sus textos más logrados, hace carne esta proposición. Siete poemarios y una antología conforman el currículo de Rojas Sólo los dos primeros volúmenes y el último, así como el más reciente aquí mencionado, han sido publicados en el país.

El nombre de Waldo Rojas ha circulado ya en los comentarios relativos al Premio Nacional de Literatura. Estudios y notas acerca de su obra avalan tal proposición; pero es en verdad su consistencia el mejor fundamento. En poesía, salvado ya el obstáculo de la Generación del 50, con los reconocimientos a Arteche, Uribe Arce y Barquero, la lógica apunta hacia esta promoción reciente, en la que además son comunes las menciones de Oscar Hahn, Manuel Silva Acevedo y Omar Lara, autores que han logrado ya reconocimiento continental.

En tanto continuador del discurso de Enrique Lihn, Waldo Rojas se constituye, sin lugar a dudas, en un formidable influenciador de los nuevos poetas, más allá de las obvias aseveraciones que día a día aparecen en la prensa.

Pero como ocurre con gran parte de los vates vigentes en la actualidad, son los primeros libros del autor aquellos que registran sus mejores producciones. Títulos como Ajedrez, Proustiana, Mercado de carnes y Ahh, realidad espejeante, resuenan en la memoria de quienes, en verdad, conocen del oficio y de su belleza formal.

*

Como dato curioso, Waldo Rojas es de alguna manera sobrino de Manuel Astica

Fuentes, uno de los héroes de las letras locales y el mismo que fuera condenado a muerte tras el alzamiento de la Armada, en 1931. Pero más compuestito, por cierto. Recuerdo que tras el golpe del 73, Waldo muy ofendido se quejaba de un soldadillo que lo había sacado a culatazos de la Universidad de Chile, cuyo Boletín dirigía. Nunca se explicó por qué un vulgar uniformado, y no un oficial al menos, lo había tratado de tal manera. Del mismo modo se le escuchó despotricar alguna vez en contra de su colega de trabajo, el poeta Jorge Teillier, quien solía sacarle el cuerpo a sus obligaciones para ir a beber a la Unión Chica.

El último día del año 75 Waldo me escribe desde su exilio en Francia: “Mi vida se reduce, espero que transitoriamente, a un mínimo de actividades estrictamente banales y relacionadas sobre todo con el arte… de la subsistencia. París es duro y bello, pero a su manera y cuesta muchas misas el ganarse el derecho a su belleza”. También circulaban o circularon por esos lares Los Jaivas, Osvaldo Rodríguez, el Grillo Mujica y varios otros ex porteños.

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Treinta años después, y gracias a uno de los encuentros organizados por José María Memet, volví a abrazarlo. La región XIV: el regreso de doce poetas chilenos fue el nombre elegido por Memet para este proyecto. Estuvieron aquí junto a Waldo, Jorge Etcheverry, Hernán Lavín Cerda, Sergio Infante, Carlos Geywitz, Ludwig Zeller, Sergio Macías, Raquel Jodorowsky, Carlos Alberto Trujillo, Ronald Kay, Hernán Castellano-Girón y Óscar Hahn. Varios de ellos han regresado definitivamente tras esa convocatoria.

Al llegar los poetas compartimos un almuerzo en el barrio Bellavista. Quedé sentado frente a él y a su esposa. Al poco rato comencé a recitar La perpetración: pero debí detenerme. Su señora comenzó a llorar y pensé que, de alguna manera, la había ofendido. Muy preocupado, me apresuré a pedirle perdón. Ella respondió que no era nada; que simplemente se había emocionado al percatarse que su marido era aún, después de tantos años, apreciado en el país. Guardé silencio y no me atreví a replicar, como lo había pensado: Mal está que te haya olvidado, Waldo Rojas.

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3. ESPÍRITU APROPRIADO (ENTREVISTAS) | Floriano Martins

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1. Enrique Gómez-Correa | Testimonios de un poeta explosivo

FM | Como solía decir René Daumal, aquel que escribe en total libertad crea un mundo. ¿Qué significado tiene para ti el acto de creación?

EGC | La aspiración de Daumal es idealmente exacta. Pero en la práctica las

dificultades surgen al querer determinar el momento en que el escritor o el poeta ha logrado la “total libertad”, sea en el interior de su espíritu o fuera de él. A contrario sensu se pensaría que, cuando no existe esta libertad, nunca podría crearse un mundo, lo cual lo desmiente la historia de la literatura y de la poesía. Bajo tiranías (¡y vaya que lo sé!) se pueden crear obras, textos, mundos nuevos, claro está que ocultamente y, en general, impublicables, incomunicables, los cuales, sin embargo, a la larga salen a la luz y si se trata de una verdadera creación ésta sobrevive a la sombra, sobrevive a los estragos de la opresión y de la muerte. En último término, para mí, “creación” es un acto en que la diversidad espiritual se solidifica.

FM | Algunos críticos señalan el esoterismo y la filosofía hindú como aspectos

igualmente esenciales de tu poesía. Hay un verso tuyo que alude al poeta como el “hombre que pisa sobre la escritura de su muerte”. ¿Dirías que en esto, que René Char llama “un entendimiento de lo inesperado”, se encuentra la raíz de toda tu poesía?

EGC | Durante años, a través de diferentes lugares que he visitado en mis viajes

por el mundo, ha sido preocupación fundamental para mí conocer cómo afrontaban los distintos pueblos el problema de la muerte. Lo experimentado, por ejemplo, en las selvas ecuatorianas y colombianas; en la India y en China; en los países europeos y americanos; en pueblos civilizados y pueblos primitivos, bárbaros, más propiamente autóctonos en general. He conocido sus ritos. Yo mismo he estado varias veces al borde de la muerte. He escrito poemas agonizando. Mi poema “El peso de los años” (inédito) es una relación de mi lucha con el cáncer (desahuciado, en los primeros días de marzo de 1985, por junta de médicos) y he logrado sobreponerme. Por algo en 1937, en un texto de escritura automática (“La violencia”) me había formulado la terrible interrogante: ¿De qué sirve la cuarta dimensión del ojo sin el cigarro de la muerte? - Aquí lo inesperado fue la vida, el re-nacer, el re-vivir, todo, todo un acto poético. Hoy -ante el derrumbe de las gastadas ideologías y de las viejas utopías- es tarea primordial para el poeta (con una poderosa voluntad e imaginación) crear nuevas utopías (tal vez nuevos mitos) para abordar el Tercer Milenio, que nos aguarda con sus vacíos, ilusiones, esperanzas y zozobras.

FM | Según Borges, “la poesía no empieza con la metáfora y hasta sospecho que

entre la gente primitiva no se ve la diferencia entre el sentido recto y el sentido figurado”. ¿Consideras la metáfora como elemento esencial de la poesía?

EGC | La metáfora y la comparación se construyen con el puente que implica el

“como” tal cual la imagen con el otro puente que es el “de”. Metáfora, comparación

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e imagen son los puntales de la poesía. Agréguele a éstos: conocimiento, razón, locura, emoción, sentimiento, sorpresa, silencios, consciente, inconsciente, azar, imaginación, humor, entusiasmo, éxtasis y después póngalo todo al fuego, lento o acelerado según te lo indique el árbol del cerebro, el de tu corazón y, asimismo, el ritmo de tu sangre. Dejarás tu sangre en la escritura del poema sobre la hoja en blanco.

FM | De acuerdo con Nicolás Espiro, “el arte nace con una estirpe de supra-

personalidad para que la vida cotidiana pueda nutrirse de ella y alcanzar, a su tiempo, por su intermedio, esa conciencia más alta, esa región donde se anulan opuestos e incompatibles, donde todo existe en comprensión y armonía”. ¿Estás de acuerdo? En este sentido, ¿podríamos afirmar que esto constituye un obstáculo para la comunicación del artista con el mundo?

EGC | Por cierto. Se marcha siguiendo las huellas de Heráclito, de Hegel, la

dialéctica endemoniada que lleva a los absolutos, al punto supremo, al punto sublime, donde las antinomias se resuelven. Es el retorno al Uno.

FM | Recordando las palabras de Aldo Pellegrini: “Todo lo que el Surrealismo

piensa del arte se resume en su concepción de la omnipotencia de la poesía. La poesía constituye el núcleo vivo de toda manifestación de arte y ella le da su verdadero sentido”; y recordando a Artaud, cuando se refería al Surrealismo como “una nueva especie de magia”, ¿qué significado tiene en tu vida el Surrealismo?

EGC | Yo he nacido en una tierra surrealista y, por eso, lo fui antes de conocer la

letra, la doctrina, los textos que forman el mundo surrealista. Nací en una tierra donde son frecuentes los temblores, los terremotos (he escapado a sus graves consecuencias a tres grandes), las erupciones volcánicas, las nevaziones en pleno desierto cálido, las petrificaciones de reptiles, de aves, de animales. Recuerdo que en mi infancia me maravillaba poniendo zapatos, frutas, objetos en aguas calcáreas de un estero, para verlos como se petrificaban, como se metamorfoseaban, como mi ciudad natal (Talca) era cubierta por las cenizas de un volcán cordillerano. ¡Si acá, en Chile, hemos tenido hasta un Ubu Roi!

FM | ¿En qué circunstancias surge en Santiago el grupo Mandrágora? EGC | El grupo Mandrágora y la revista del mismo nombre nacieron oficialmente

el 12 de Julio de 1938, con una lectura de poemas y declaraciones en el Auditórium de la Universidad de Chile, hechas por Braulio Arenas, Teófilo Cid y yo, no obstante que ya, en 1932, el azar nos había reunido en el Liceo de Hombres de Talca. Luego se incorporaron al grupo Jorge Cáceres y otros. El gran pintor Roberto Matta había partido a Francia, pero él conoció nuestros textos y, según me informaron, manifestó su aprecio. Eran los tiempos de la Guerra de España, de los Frentes Populares (triunfantes en Francia, España y Chile) y de la Segunda Guerra Mundial. Nos opusimos al capitalismo, al fascismo, al nazismo, al franquismo y al estalinismo (Octavio Paz lo ha destacado en un artículo suyo). Fuimos, además, fervientes partidarios de la ruptura de relaciones diplomáticas con los gobiernos de los países que formaban el Eje. Sostuvimos nuestros puntos de vista en diarios, revistas, conferencias, foros y aún a bofetadas. ¡Tiempos heroicos de la Mandrágora!

FM | ¿Qué importancia tiene la poesía de Pablo de Rokha, la de Rosamel de Valle

y la de Humberto Díaz-Casanueva para la generación de Mandrágora?

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EGC | Los poetas que usted me señala, a cuya lista hay que agregar a Vicente Huidobro, desempeñaron un gran papel en la historia de la poesía de Chile. A pesar de la diferencia de edad nos unió una gran amistad, nos frecuentábamos muy seguido, nos apoyaron y nos estimularon, agregado a ello que, en cierto modo, nos habían despejado el camino para hacer estallar la gran explosión poética en el idioma español. Eso sí, vale la pena aclararlo, no fuimos ni discípulos ni seguidores de ninguno de ellos, a pesar de lo valiosos de sus obras. Pero nos separaban diferencias profundas. Repudiamos tanto la conducta como la obra de Neruda.

FM | ¿Qué relaciones mantenían los integrantes del grupo con los demás focos

del Surrealismo en América latina? EGC | El grupo Mandrágora tuvo desde sus inicios muy buenas relaciones con

los surrealistas franceses, belgas, españoles, holandeses, ingleses, suecos, alemanes, yugoslavos y de los países sudamericanos como Argentina (Aldo Pellegrini, Enrique Molina, Julio Llinás, Raúl Gustavo Aguirre); Perú (César Moro, Méndez Dorich, Westphalen); Venezuela (Juan Sánchez Peláez); países centroamericanos (el grupo dominicana de “La poesía sorprendida” que fue, en cierto modo una proyección de la Mandrágora gracias al escritor y poeta chileno Alberto Baeza Flores). Igualmente en Cuba (Lam), Haití y La Martinica. Hasta hoy mantengo correspondencia con los poetas colombianos Oscar González y Raúl Henao (Medellín). También estos lazos se ha mantenido con los surrealistas estadunidenses (en Chicago Franklin Rosemont como antes con Man Ray) y de Canadá a través de nuestro amigo el poeta y artista Ludwig Zeller. Otro tanto con respecto de México.

FM | Hay una grave acusación de Gonzalo Rojas a los componentes de

Mandrágora, según la cual traicionaron lo postulados poéticos que dieron origen al grupo y se entregaron a la publicidad y al triunfalismo vulgar. ¿Qué piensas al respecto?

EGC | En su tiempo me informaron de esa gratuita e injusta crítica. Braulio

Arenas y Stefan Baciu, quienes también habían sido aludidos, contestaron en términos muy enérgicos. A mí me ofrecieron espacios en diarios y revistas para que contestase. Y no obstante que jamás había rehuido la polémica, esta vez me negué a hacerlo y preferí mantenerme impasible. Meses después el autor de las referidas críticas me escribió una carta personal señalando su error y dándome excusas por su desaguisado o traspiés, con términos elogiosos para mi persona y mi obra. Después de esto di por cerrado el episodio y me parece irrelevante seguir insistiendo en él.

FM | El último número de la revista Mandrágora llevaba por título “Testimonios

de un poeta negro”, y fue enteramente organizado por ti. Esta denominación de “poeta negro”, ¿acaso te identifica con los postulados de Le grand jeu?

EGC | He admirado a estos integrantes del grupo denominado Le grand jeu

(título de una obra de Benjamín Péret), especialmente a René Daumal (que hacía experiencias con la muerte absorbiendo peróxido de carbono y que abló de “poesía blanca” y “poesía negra”); de Roger Gilbert-Lecomte (devorado por las drogas y el alcohol, muerto víctima del tétano) y de Maurice Henry, a quien conocí personalmente en París. Pero la “poesía negra” nuestra era más amplia en sus contenidos, ya que no sólo se limitaba con señalar su equivalencia con la “magia negra” en contraposición a la “magia blanca”, sino que se refería a todo lo negado por la moral imperante, al mal, en estado de gracia y pureza, al color negro de la

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bandera de los anarquistas, a la rebelión absoluta. Era el “negro” de Rimbaud y de Lautréamont.

FM | ¿Cuáles las razones de la decisión de no publicar más la revista? EGC | Mi prolongada residencia en Europa y al tratar de publicar el nº 8 de la

revista Mandrágora en Paris contar sólo con las colaboraciones de surrealistas europeos y, entre los chilenos, únicamente con la de Jorge Cáceres, lo que me hacía aparecer en una orfandad en lo que respecta a mis connacionales y lo que me determinó viajar a países del Medio Oriente y de África, principalmente a Egipto en donde tomé contacto personal con el poeta surrealista Georges Hénein y con los de su grupo La parte del desierto.

FM | En un posible balance de tu producción poética, a lo largo de más de

cincuenta años de intensa actividad, y contando con algunos títulos inéditos, ¿sería posible determinar qué te trajo a la poesía, cuáles son los frutos sagrados de tu incesante diálogo con ella?

EGC | A estas alturas, después de haber vivido tan intensamente y tan

intensamente también haberme defendido de la muerte, de haber escrito bastante -si se une no publicado con lo inédito- puedo decir que la poesía en mí lo ha invadido todo, todo lo ha iluminado, aún las cosas triviales, los lugares comunes, los hechos de la vida cotidiana, las ciudades, las calles, las casas, las plazas, la cordillera, el mar, los cielos claros o tormentosos, el día, la noche, el sueño. Hace ya tiempo que la Mandrágora está en la calle, los jóvenes la escuchan, la leen, la estudian en las Universidades por más que yo me empeñe en mantenerla secreta. Tanto es así que un restaurante en el barrio oriente de esta capital -Santiago de Chile- lleva el nombre La Mandrágora. Los turistas que van a la cordillera a esquiar en la nieve lo leen y repiten: “¡La Mandrágora!” ¡Pobre Maldoror!

[1991]

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2. Pedro Lastra | Del espejo a la multiplicación de las voces

FM | Como nos recuerda el uruguayo Eduardo Milán, “todo poeta viene de otro poeta o tal vez de una amalgama de poetas”. ¿Cuáles son las principales fuentes de tu poesía?

PL | La palabra amalgama remite muy pertinentemente a la palabra espejo.

Ahora mismo pienso en un ejemplo con el que suele ilustrarse su significado en los diccionarios: “La amalgama del estaño sirve para azogar los espejos”. Del espejo, entonces, a la multiplicación de figuras que en este caso son voces (lo cual le quita a los espejos la condición de abominables que les atribuye Borges en una página famosa). La palabra fuente, por otra parte, connota al mismo tiempo origen, movimiento, transformación: fluencias, en suma, difíciles de describir.

Pero la insistencia en ciertas relecturas o regresos podría contribuir a fijarlas, si uno se pregunta por qué vuelve a esos lugares, por qué son lugares privilegiados. Y aunque centralmente se trate de la frecuentación de espacios poéticos (Gracilazo, Fray Luis, Quevedo, Villamediana; Nerval y Desnos; T. S. Eliot; Pessoa; Darío, Borges, Vallejo; mis amigos incluidos en el número de Inti que editamos con Luis Eyzaguirre), para mí hay también otros recorridos memorables: las crónicas coloniales; algunos novelistas como Kafka, Calvino, Buzzati; la pintura, la música.

FM | Jorge Rodríguez Padrón nos llama la atención hacia la “inteligente

cohesión” de los fragmentos (“astillazos de lenguaje”, diría Barthes) con que está formada tu poesía, destacando también la “fluida simplicidad y extraordinaria concisión” de tus versos. De manera general, ¿crees que cada poeta elige (o es elegido) por un único tema, y que toda su poesía consiste en variaciones de ese tema central?

PL | Creo que sí, pero el registro de esas variaciones puede ser muy amplio

(pienso en César Vallejo y en Enrique Lihn, dos casos ejemplares en este aspecto). Yo giro alrededor de dos o tres ideas fijas: la memoria y el sueño, esos enigmas. Estas son mis astillas, no sólo de lenguaje sino de realidad.

FM | Joseph Conrad cree que escribir sobre el mundo, por más realismo que se

ponga, resultará siempre en una historia fantástica, por el hecho de que el propio mundo es absolutamente fantástico. ¿También piensas así? ¿Toda literatura es fantástica?

PL | Conrad es un autor a quien leo frecuentemente, y muchas veces he debido

preguntarme de la extrañeza, que en sus relatos reverbera siempre, por así decirlo, de manera tan inquietante. La eficacia consumada de Conrad para transmitir ese sentimiento de extrañeza e incertidumbre de lo real se debe a lo que Ud. recuerda aquí; porque lo que se lee en su obra es más que una sospecha, una convicción del carácter enigmático, contradictorio, misterioso de los móviles de la conducta humana y de la relación del hombre con el mundo. Tiene que haber sentido la literatura como una irrealidad al cuadrado: el universo imaginado, y sostenido por puras palabras… un desliz en ellas y lo que se quiso decir es otra cosa (hay un ejemplo extraordinario de esto en El agente secreto, cuando Winnie le cuenta al

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enamorado camarada Ossipon el asesinato de su marido, que ella ha perpetrado con un cuchillo de cocina: como Ossipon cree y quiere seguir creyendo algo distinto, porque está en otra región de realidad, esa escena es un malentendido extremo, grotesco y trágico a la vez). Kart Bühler llama deixis en fantasma a esa particularidad de la literatura, por la cual un narrador lleva a su oyente al reino de lo ausente: “El que es guiado en fantasma -dice Bühler- no puede seguir con la mirada la flecha de un brazo con el índice extendido por el hablante, para encontrar allí el algo; no puede utilizar la cualidad espacial de origen del sonido vocal para hallar el lugar de un hablante de dice aquí; tampoco oye en el lenguaje escrito el carácter de la voz de un hablante ausente, que dice yo”.

Si todo esto no se reconoce como fantástico no sé con que nombre podría designarse con mayor exactitud.

FM | Pienso en tu apetito voraz por la lectura -tú mismo dijiste: “puede ser un

desvío culpable porque querría haber sido bibliotecario”- y me acuerdo de algo que decía Borges en un poema: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; / a mí me enorgullecen las que he leído”. ¿Sería ésta también tu relación con la lectura?

PL | Se ha señalado a menudo el escepticismo de Borges y su precisión para

manifestarlo. Yo me declaro un simple aprendiz de ésa y otras lecciones suyas. (Una de mis “Noticias breves” dice: “Borges, qué razonable me parece lo que Ud. escribe / para acostumbrarnos al desencanto del mundo”.) Puede ser también que uno quiera cerrarle la puerta al desencanto abriendo la de los libros, y que eso parezca más gratificante que la propia escritura.

FM | Fundaste y dirigiste durante seis años la colección “Letras de América”, en

la Editorial Universitaria, en Santiago, editando allí no sólo poetas chilenos sino también algunos nombres importantes de la poesía hispanoamericana, como el cubano José Lezama Lima y el peruano Carlos Germán Belli. ¿Hasta qué punto ese esfuerzo editorial sirvió para aproximar la literatura de esos pueblos que, aunque hablan el mismo idioma, se mantienen tan distanciados entre sí?

PL | El propósito era ése: tratar de acortar las distancias. Intenté, incluso, que

los estudios preliminares para las obras elegidas fueran escritos por ensayistas o críticos de una nacionalidad distinta a la del autor. No avancé mucho en esto, pero algo conseguimos: José Miguel Oviedo escribió un bueno prólogo para un libro de Ernesto Cardenal; Marta Traba presentó un libro de cuentos de Hernando Téllez; yo mismo escribí una notícula para un libro de Augusto Roa Bastos; los Asedios a García Márquez, Carpentier y Vargas Llosa incluían trabajos muy variados. Pero fue sólo el comienzo de una empresa que, como sucede a menudo en Hispanoamérica, disponía de un apoyo precario (yo conté siempre con el de Eduardo Castro, Gerente de la Editorial). Un proyecto que se frustró del todo en 1973. Teníamos entusiasmo, sin embargo, como para pensar que las utopías no eran irrealizables. Y si pudiera, volvería a intentarlo.

FM | En 1980, en uno de tus muchos viajes a Chile, dijiste que, a pesar del

cuadro político reinante, allí había una “fuerza intelectual considerable”, que ya entonces se definía como generación. ¿Qué relación hay entre esas palabras tuyas y la llamada “generación emergente”, ya en aquella época conocida también como “generación dispersa”?

PL | Esas denominaciones me han parecido siempre -y ahora más que antes- muy

imprecisas. Todas las generaciones son emergentes en algún momento, y luego dejan de serlo. No sé a quién se le ocurrió designar a un grupo literario con una

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etiqueta que no es más que “inanidad sonora”. La otra expresión es todavía menos feliz. Generaciones dispersas fueron todas las que actuaban en el momento del golpe militar en Chile. No hubo una generación dispersa: hubo una comunidad cultural, y nacional, dispersa. En el exilio coincidieron Gonzalo Rojas (1917), Luis Domínguez Vial (1933), Oscar Hahn (1938), para citar a representantes de tres promociones distintas, y que desde esos años trabajan en el extranjero. Al mencionar una “fuerza intelectual” cuya existencia en el país me parecía admirable en tales condiciones, yo pensaba en cierta gente joven que, dispersa o no, estaba haciendo bien su trabajo: en poesía, Juan Luis Martínez, Diego Maquiera y Roberto Merino, por ejemplo; había también jóvenes que publicaban pequeñas revistas, o volantes poéticos, o los que organizaban talleres literarios, todo esto en medio de grandes dificultades. La conducta de esos jóvenes ha contribuido, creo yo, a asegurar la continuidad de la tradición poética en Chile, algo que se advierte hoy muy claramente.

FM | Me gustaría que hablemos un poco sobre Vicente Huidobro. Siempre leí sus

últimos libros (Ver y palpar y principalmente El ciudadano del olvido) como los fundamentales de su vasta obra (por tratarse de una consolidación, a mi juicio definitiva, de su poética); con todo, la crítica es casi unánime en enaltecer la fase inicial (“creacionismo”) y Altazor, lo que siempre me dejó intrigado. Recientemente leí una entrevista con otro importante poeta chileno, Gonzalo Rojas, en la cual él comulga con mis impresiones sobre la poesía de Huidobro. ¿Ésta sería también tu opinión? Y aquí agrego: ¿Hay progreso en la poesía?

PL | Ha empezado a abrirse camino una revaloración del último Huidobro, ése

que podría llamarse el Huidobro de la intensidad para distinguirlo del Huidobro de la novedad, el de los años 16 al 18 (a mi modo de ver más importante para la historia de la poesía que para la poesía en sí misma). El espejo de agua, Horizon carré, Poemas árticos y Ecuatorial han envejecido, lo que no es raro que les ocurra a las novedades, sin menoscabo del interés que suscitaron en su hora. Leído y escuchado desde Altazor y Temblor de cielo hasta sus últimos poemas, uno suscribe sin reservas el juicio de Octavio Paz: “es el oxígeno invisible de nuestra poesía”. Para llegar a eso tal vez fue necesaria la etapa de las “novedades ruidosas”, y por allí se puede esbozar una respuesta a la formulación final de su pregunta: leer la obra de Huidobro como un proceso, en el cual uno se va encontrando con autores distintos. A mí me importa, y mucho, el poeta que escribió desde Altazor hasta sus intensos poemas de la década de los cuarenta.

FM | Stefan Baciu, en su Antología de la poesía surrealista latinoamericana

(1981), prodiga hartos elogios al grupo Mandrágora, con lo cual desacuerda enteramente Gonzalo Rojas, diciendo que se trata de una exageración, por cuanto ese grupo no pasó de un seudo-mito. Según Rojas, “el llamado Surrealismo ortodoxo en Chile me parece algo inventado, no tuvo nada de necesario o fatal”. ¿Qué te parece esta polémica en torno al Surrealismo chileno?

PL | La opinión de Gonzalo Rojas es válida, y pocos dejan de compartirla hoy en

Chile. Gonzalo participó inicialmente en ese grupo, y se apartó de él cuando advirtió lo que señala en su cita: lo que no ocurre por cierto con otros surrealistas hispanoamericanos cuya obra fue marcada vivamente por esa experiencia: Octavio Paz en México; César Moro y Emilio Adolfo Westphalen en el Perú; Enrique Molina en Argentina. Ojear ahora la revista Mandrágora es decepcionante. Los años han diluido esa escritura, la han hecho casi invisible: quedan algunas líneas que la acercan a la “letra” y al “gesto” surrealistas, facilidades de las que en sus mejores momentos se escapa Braulio Arenas, un escritor verdadero. Otra personalidad de Mandrágora superior a su obra fue Teófilo Cid, una leyenda entre nosotros (a

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condición de que no se lean sus poemas ni sus relatos). Mi generación lo admiró por buenas razones -su inteligencia literaria y su información eran notables-, y hasta por un libro de cuentos que casi nadie había leído y que cada vez resulta más ilegible: Bouldroud. Pero Teófilo Cid fue un personaje tan fascinante como patético, cuya vida tendría que ser escrita por alguien dotado de la penetración y las destrezas de Enrique Lihn o Jorge Edwards.

El Surrealismo dejó su huella en Chile, por supuesto (Nicanor Parra dijo en 1958 que el antipoema no era otra cosa “que el poema tradicional enriquecido con la savia surrealista”). Por eso, me parece mejor orientada la sugerencia de Baciu de releer a cierto Huidobro desde esta perspectiva. Yo creo que Temblor de cielo, entre otros textos huidobrianos, nos reserva todavía muchas sorpresas. Y lo mismo habría que decir de Rosamel del Valle.

[1995]

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3. Rolando Toro | Algumas tarefas do impossível

FM | No prólogo a teu livro de estréia, Extasis del renacido (1992), Eloi Yagüe Jarque refere-se à tua capacidade poética de “converter em beleza até mesmo a dor e a morte, até mesmo o esquecimento e a ausência”, característica de toda grande poesia. Antes de tudo desperta-me curiosidade esta imensa demora na publicação de um primeiro livro de poemas. A que se deu tal demora em tua entrada na poesia?

RT | Escrever poesia tem sido para mim uma necessidade pessoal, uma espécie

de culto secreto. Escrevo pelo desejo de reter alguma sensação única e extraordinária mediante o poder fundador das palavras.

Escrever um poema me aproxima da experiência do maravilhoso em meio às coisas comuns. Somente nos últimos anos é que senti o desejo de compartilhar meus pressentimentos com essa sociedade secreta de pessoas que lêem poesia.

FM | No livro seguinte, Tras los pasos de Afrodita (1995), Ludwig Zeller nos

recorda uma afirmação de Gabriela Mistral, de que o Chile “é amargo para com seus melhores filhos, por ressentimento”. Naturalmente nos lembramos aqui do peruano César Moro e sua referência a “Lima, a horrível”. Tal atitude da parte das sociedades latino-americanas, como bem recorda Stefan Baciu, obrigou muitos escritores a “buscar o caminho do exílio ou a esconder-se no exílio interior”, a exemplo de poetas como o cubano José Lezama Lima e do peruano José María Eguren. Em teu caso particular, de que maneira se resolveu essa relação com o país? Tua saída do Chile acaso foi determinada por este “ressentimento” apontado por Mistral?

RT | Nunca me senti perseguido no Chile. Saí voluntariamente de meu país

porque me parecia absurdo viver sob uma ditadura. É verdade que grandes artistas e pensadores chilenos têm realizado sua obra no exterior. Claudio Arrau, Roberto Matta, Gabriela Mistral, Ludwig Zeller, Susana Wald, Julio Escamez, Francisco Varela. Talvez porque tenham encontrado em outros países terreno mais fecundo e estimulante. Alguns deles realmente não têm sido valorizados, devido à falta de percepção daqueles que constituem o ambiente cultural. Não é meu caso. Além do que não tive jamais interesse em ser reconhecido.

FM | Há uma passagem de A morte de Virgílio, de Hermann Broch, em que diz

que “mesmo em seu sentido mais simples, as palavras do homem procedem da morte; mas também procedem da abóbada do nada, gerador da realidade, que se abre imensa atrás da dupla porta da morte; procedem da eternidade…” Em permanente vínculo com a morte, encontra-se o poeta também em diálogo intenso com o fulgor da existência, com o esplendor infinito das possibilidades de ser. Referindo-se à criação poética, defende a venezuelana Hanni Ossott que as palavras “são tanto um equívoco como uma via de acesso à realidade”. O que pensas a respeito?.

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RT | A morte é parte da vida e não me preocupa esse retorno ao lugar cósmico. Não há motivos para preocupar-se com a Paixão Dissolvente. Podemos realizar a grande imersão sem estar preparados.

Minha experiência com a palavra tem algo de aventura no claro-escuro da consciência, uma possibilidade de iluminação do óbvio. Alguns elementos abstratos surgem com naturalidade porque somos parte do poema.

FM | Escrevendo sobre a poesia de Ludwig Zeller, um outro notável poeta

chileno, Humberto Díaz-Casanueva, refere-se a “uma irradiação de esperança na virtude da poesia considerada como missão”. O que te parece essa defesa da atividade poética como que determinada pelo destino, no sentido mesmo de uma missão?

RT | Conheço a fundo a poesia de Ludwig Zeller, um gênio que tem se

determinado com extrema ousadia à realização dessa viagem sem retorno da imaginação e do sonho.

Alguns poetas vivem a poesia como uma missão. Não é o meu caso. Vivo a poesia como um diálogo natural com o mundo. Escrever me traz felicidade e um estado de expansão da consciência. A poesia que escrevem certos escritores me submerge em transe poético.

Os poetas são os médiuns das forças que geram a vida. FM | Recordo a seguinte passagem de um poema teu: “A dança gera o destino /

sob as mesmas leis que vinculam / a flor à brisa”. Em um catálogo da “Associazione Europea di Biodanza”, observa-se que o aluno de biodança é levado a “provar da vertiginosidade da própria criatividade, não somente no sentido terapêutico, mas sim no sentido de um desafio esclarecedor de expressão de seu potencial criativo através da pintura, da poesia, da canção, da cerâmica ou da dança”. Desenvolvida hoje em vários países europeus, interessa-me, contudo, sua origem, seus primeiros sinais de vida. Em que consiste exatamente a biodança? Como ela surgiu em tua vida?

RT | A biodança nasceu no Chile, nos anos 60, como uma forma de encontro e

jogo entre amigos. Posteriormente a introduzi no Hospital Psiquiátrico de Santiago, quando

trabalhava como membro docente do Centro de Antropologia Médica. Ali adquiriu estrutura científica e metodologia terapêutica. Com o correr do tempo a biodança se expandiu com dimensões continentais para pessoas sadias e enfermas.

Atualmente é praticada em muitas partes do mundo como fonte de êxtase, de comunicação afetiva e de glória de viver.

A biodança converteu-se em uma sociologia da felicidade, transformando os catastróficos efeitos da arrogância, do individualismo anglo-saxão e do relativismo ético.

FM | Na leitura de teu livro Projeto Minotauro (1988), observo referência direta à

celebração dos mistérios eleusinos como uma das formas de acesso à “realidade essencial”. O poeta inglês Robert Graves assinala que “hoje em dia, a tecnologia está em guerra aberta contra a artesania e a ciência em guerra secreta contra a poesia”, radicando justamente neste desvio de entendimento do fazer (“A verdadeira poesia faz com que ocorram coisas”, dizia Graves) o que afasta o homem de sua “realidade essencial”, gerando esta sociedade finissecular, debilitada pelos excessos da lógica e as proezas inócuas da tecnologia, definhando ao ritmo ilusório de sua dinâmica estática. É esta também tua opinião? O que não está bem com o homem hoje?

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RT | O que não está bem com o homem hoje? A história da humanidade é a história da criminalidade organizada. A ciência e a tecnologia evoluíram de forma extraordinária, porém a afetividade humana permanece na idade do paleolítico.

Atualmente a ciência parece ingressar na consciência ética, depois de Hiroshima, Nagasaki e das sucessivas catástrofes ecológicas. Esta visão integradora e algo mística se deve aos novos sábios da Física e da Biologia, tais como David Bohn (A ordem implicada), Ilya Prigogine (Teoria do caos, A nova aliança), Edgar Morin (A relação antropobiocósmica), J. Lovelock (Hipótese gaia), Karl Priban (Complexidade e neurociências), Francisco Varela (Epistemologia), Edvard Witten, Michael J. Duff y outros (Teoria do todo). Talvez caminhemos para um mundo habitável.

FM | Em recente entrevista, Gonzalo Rojas refere-se ao sentido de anarca

defendido por Ernst Jünger ao tratar de Pablo de Rokha, situando-o como “uma figura maior do desafio”, lembrando que “ele pôs em marcha a vanguarda, longe das influências parisienses, ele praticamente descobriu tudo”. É certo observar, como o faz Rojas, que de Rokha é realmente o fundador da riquíssima tradição poética chilena?

RT | Pablo de Rokha tem exercido uma notável influência na poesia latino-

americana, demolindo os hábitos poéticos tradicionais e exaltando aspectos concretos da realidade com imagens desmesuradas. De Rokha era um artista que não tinha medo das palavras. Como pessoa era um ser maravilhoso.

FM | E sobre Rosamel del Valle? Quando Juan Sánchez Peláez publicou uma

antologia deste poeta pela Monte Avila Editores (1976), observou Humberto Díaz-Casanueva, logo no prólogo, que del Valle criava “seqüências em um plano da linguagem, muito próximo do inconsciente, com um ritmo parecido com a circulação sangüínea”, e que escrevia “dançando com uma lâmpada nas mãos”. Ao publicar Adios enigma tornasol (1967), recolheu como epígrafe esta lúcida indagação de Artaud: “E para que olhos quando ainda falta inventar o que olhar?” Que prestígio goza hoje no Chile este grande poeta?

RT | O poeta Rosamel del Valle goza de grande prestígio hoje no Chile, dentro de

uma elite de escritores. Era um poeta que transitava entre o visível e o invisível com soberana sabedoria. Rosamel foi um gênio incompreendido no Chile, como tantos outros, porém sua obra plena de revelações constitui um culto para escritores inteligentes e introspectivos.

FM | Recordo também Enrique Gómez-Correa, cuja morte no ano passado nos

deixa ainda sofrido e pesaroso. A teu ver, qual a importância exata, a contribuição real, do grupo Mandrágora no desenrolar da poesia chilena?

RT | Enrique Gómez-Correa abriu espaço para o Surrealismo no Chile. O

grupo Mandrágora estabeleceu o império da imaginação nas letras. Em sua obra Sociología de la locura, conseguiu penetrar com erudição científica e intuição poética no universo da loucura. Sua contribuição para a literatura chilena possui um caráter prometéico.

FM | Recordo aqui a referência de José Lezama Lima ao poeta como “guardião

da substância do inexistente”, como aquele que possibilita todas as coisas, referindo-se ainda ao “infinito possível da poesia”. O que há ainda para dizer?

RT | Falar sobre a natureza do ato poético é sempre uma tarefa fracassada,

desde o início. Diria que a Poesia e a Vida constituem uma estrutura unitária: a

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poesia gera vida. Nossa existência desenvolve-se como um poema e, nesse poema, estamos tão profundamente comprometidos que não o percebemos nem em sua forma nem em sua grandeza. Dá-se o vivente poema na semi-obscuridade da consciência.

A poesia é esquiva e, ao mesmo tempo, ostensiva, se oculta e se oferece no reino da incerteza; move-nos convulsivamente como silenciosa tormenta. A poesia gera a si mesma, mostrando, ao mesmo tempo, beleza e horror; no sentido de Rilke: “Todo anjo é pavoroso”.

Às vezes, a poesia é um réquiem, uma oração ou um uivo, porém sempre é um testemunho do que somos.

O ato poético é a força invisível que conduz o processo evolutivo de uma espécie de galáxia mental. Mesmo quando a gênese do sentido se projeta em distintas dimensões semânticas e estéticas, o poema parece nascer das entranhas, em uma espécie de autopoyesis, criando-se a si mesmo. esta é sua essencial comunidade com o ato de viver.

Todo o sortilégio do ser que não podemos abarcar emerge em um único ato. O espírito do hai-kai está presente: o poema abarca uma imagem, um pensamento e um estado de ânimo.

Há poemas que são um diálogo com um desconhecido, talvez, ainda não nascido, uma mensagem secreta dentro de uma garrafa lançada ao mar.

Alguém disse que o poema não deve expressar, mas apenas ser, simplesmente ser. Porém o ser do poema está na linguagem, ou seja, é algo vivo e em gênese. Uma combinação de inteligência e êxtase. Uma episteme da vivência.

[1998]

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4. Ludwig Zeller | El Surrealismo en la mesa3

FM | He observado en algunas oportunidades cierto prejuicio en la lectura del libro Surrealismo en América Latina de Stefan Baciu. En la Antología de poesía surrealista latinoamericana se puede verificar cierta contradicción en cómo se entiende si los poetas poseían o no vínculos directos con el Surrealismo. Ejemplo de esto es la inclusión de Antonio Porchia al mismo tiempo que se deja fuera a Juan Sánchez Peláez o a Ludwig Zeller. Es igualmente indefinible la inclusión, en el caso chileno, de Huidobro como precursor, al mismo tiempo que se desconoce la presencia dentro del Surrealismo de la obra de Rosamel del Valle, situándolo simplemente como francotirador (“nunca formó parte del grupo, o de una corriente o una generación”). ¿De qué manera acompañaron ustedes el proceso de preparación de la antología?

LZ | Ante todo fuimos nosotros quienes publicamos por primera vez en

castellano, en la revista Casa de la Luna de Santiago, en 1970, un artículo de Baciu sobre Surrealismo en América latina, traducido por Susana Wald.

El problema de Baciu es que era temperamental y le molestaba mucho que uno no contestaba las cartas mientras él podía hacer una o dos al día. Creo que es la única razón por la que no me incluye en la primera antología, porque él conocía perfectamente las cosas que estábamos haciendo en Casa de la Luna y conocía la relación que teníamos con los integrantes de Mandrágora, y sabía que nosotros hicimos la gran exposición de “Surrealismo en Chile” en 1970. Yo mismo le he dado datos en varias cintas magnetofónicas que le he enviado a Hawaii, ya que él no había estado nunca en Chile.

Creo además que la misma gente de Mandrágora (ver el Nº7 hecho por Enrique Gómez-Correa) decían que el único que merecía estar incluido en el Surrealismo dentro Chile era Rosamel del Valle, de quien reproduce un corto fragmento poético.

Yo creo en cambio que Rosamel del Valle ha hecho una gran obra creativa muy cercana a los planteamientos del Surrealismo. Por lo demás, Rosamel del Valle y Braulio Arenas se recordaban de cuando habían revisado periódicamente material de la Librería Francesa tratando de ubicar textos de los surrealistas.

Cuando uno ve en conjunto la obra poética de Rosamel, que es enorme, a pesar de los reveses de la vida que le han tocado, no puede sino tener una visión más amplia. Su obra tiene la importancia comparable a la de Huidobro, u otros poetas importantes, y está libre de todo bagaje de propaganda política o fanatismo.

Sólo hace dos años se pudieron finalmente publicar en dos volúmenes sus poemas completos. Falta hacer aún una edición de sus novelas, sus artículos y sus ensayos.

SW | Yo vengo a entrar en el Surrealismo por la puerta que Ludwig Zeller me

abre al movimiento y a las ideas de éste. No conocía el Surrealismo sino muy superficialmente en mi experiencia anterior. Había visto imágenes, había visto en Buenos Aires exposiciones que se relacionaban con el Surrealismo, pero no tenía conocimiento de los postulados del movimiento. Es decir, no conocía la fuente,

3 Participación especial de Susana Wald.

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sino sólo sus efectos. Entre los años 1965 y 1970, entre los libros de la magnífica biblioteca de Ludwig Zeller que se trasladó a mi propia casa, pude leer y gozar mucha información y mucha literatura, la casi totalidad de ella de impulso surrealista. En mi propia obra yo diría que soy una surrealista “natural”, porque me nace, no de la ideología misma, sino de un flujo libre y personal. La libertad, el amor y la poesía me ha tocado vivirlas. Cuando traduje el texto de Baciu para nuestra revista, sus postulados me parecían correctos y obvios. Considero también que Baciu tenía un interés más bien académico en el Surrealismo; nunca me pareció que fuera surrealista él mismo, nunca me pareció que él se comprometiera por ese tipo de causa. Eso sí, Baciu fue anticomunista, sin ser reaccionario y para él el surrealimo puede haber sido una alternativa valiosa para contrapesar la piedra de molino que representaba en el mundo intelectual el compromiso con el Partido.

Al igual que Ludwig, pienso que Baciu ha omitido su poesía de la primera versión de su antología por irritación, y porque no le llegaban las cartas o las respuestas que esperaba. Baciu vivía en cómodas condiciones en Hawaii; nosotros en Chile, no. En cambio donde nosotros vivíamos la correspondencia se postponía muchas veces porque había otras urgencias que satisfacer, como tener para comer o tener techo, o la misma ineludible urgencia de crear.

FM | El término “para-Surrealismo” que emplea Baciu, además de estar

equivocado en su raíz, me parece que ha hecho que muchos simpatizantes se sintiesen parte de algo que no tenían el coraje de abrazar en su totalidad. A partir de eso proliferan para-surrealistas en varios puntos de Hispanoamérica. ¿Qué piensan al respecto?

LZ | El término “para-Surrealismo” me parece absurdo, ya que se participa en el

Surrealismo o no. El Surrealismo está vivo en Latinoamérica tanto en la plástica como en la literatura, tan vivo como hace cincuenta años.

SW | Eso del “para-Surrealismo” es parte de un afán cartesiano de clasificación

para poder examinar las cosas, que es propio de los académicos. Hay que encontrar las casillas apropiadas para ubicar las cosas, si no, no se las puede entender. Ello es también muy propio de un pensamiento decimonónico que está cayendo poco a poco en desuso, por fortuna. Con las teorías del caos creo que se va a poder entender mejor el Surrealismo.

Y es también probable y perfectamente legítimo que Baciu haya querido ampliar el espectro de lo que se puede llamar Surrealismo y que quisiera salirse de los parámetros dogmáticos, al mismo tiempo que encontró una palabra desafortunada para ello.

FM | En lo que respecta al Surrealismo, las relaciones entre Chile y Venezuela,

poseen algunas particularidades curiosas. Juan Sánchez Peláez, en un tiempo participa en innumerables reuniones en torno del Grupo Mandrágora, durante el tiempo en que residió en Santiago. A su retorno a Caracas se involucró, junto con Vicente Gerbasi en acciones que se podría considerar vinculadas al Surrealismo (edición de revistas, traducciones, etc.), y a pesar de ello, posteriormente se creó una barrera en torno a la discusión de esto. Lo mismo sucedió con Juan Liscano, que niega la posibilidad de que Cármenes, uno de sus mejores libros, tenga influencia directa del Surrealismo. Además vale recordar aquí que un primer vínculo de Gonzalo Rojas con Mandrágora es también de poca importancia, según él mismo. Y no nos olvidemos de las relaciones entre Gerbasi y Díaz-Casanueva en el grupo Viernes. ¿Será que todo esto señala un rechazo natural a los “ismos”, o tendría una particularidad distinta?

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LZ | Lo que yo sé es que Juan Sánchez Peláez figura en una de las fotos de inauguraciones de surrealistas cuando estudiaba en Santiago, y naturalmente tenía una apertura hacia estas posibilidades.

En cuanto a Gonzalo Rojas, estuvo vinculado al grupo Mandrágora en el primer tiempo, pero él mismo ha expresado que se desvinculó del movimiento y ha tenido una actividad en contra de ellos, siguiendo una posición política.

Chile es un país pequeño. Cuando estuvo Gerbasi participó con toda la gente y era naturalmente muy cercano a Díaz Casanueva y a Rosamel del Valle.

SW | Hay algunos asuntos aquí que tienen que ver con la política literaria,

mezclada con la política misma como tal. Creo que en este sentido Gonzalo Rojas es político, y Díaz Casanueva o Gerbasi -teniendo sus puntos de vistas en la política-, en lo literario se han mantenido más cerca de una motivación interior y no la de la búsqueda del poder, cosa natural y finalidad principal de la política.

FM | Ya me dijiste, Susana, que “durante mucho tiempo el Partido Comunista fue

tan poderoso y tan intransigente que era heroico hacer lo que hacíamos”. En Boa # 2 (junio de 1958) Julio Llinás ya observaba que “mudar la vida es una fórmula, probablemente, la más válida que haya anotado concretamente la poesía en su trayecto hasta el presente, pero también es el peligroso juego de abitrariedad humana, en su defensa inagotable de ese triste mendrugo que es su propia miseria”. ¿Cómo se mostraba ese “juego de arbitrariedad humana” cuando la salida de ustedes de Chile? ¿Y cuáles son los prejuicios que proceden de ello?

LZ | Yo no he pertenecido nunca al Partido Comunista y sin embargo en la Casa

de la Luna, el café que teníamos, los archivos fueron violados por la policía de Chile, por la gente de la Embajada de Estados Unidos y por gente del propio Partido Comunista, al punto que no querían cruzarse con uno en la calle.

El espectro político ha cambiado, aparentemente. Si bien ahora los antes comunistas dicen tener una nueva visión, siguen igualmente atornillados en los medios de comunicación en Chile, y favorecen sólo a aquellos que les son incondicionales. Esto lo hemos podido comprobar personalmente en nuestra reciente visita al país.

Para muestra, un botón: el Premio Nacional de Literatura de este año se le ha dado a Volodia Teitelboim.

SW | Ludwig muchas veces cuenta que, en su juventud, en Chile se podía

pertenecer al Partido Comunista, y entonces participar en los encuentros de Juventudes y de Paz en distintos puntos del planeta -envueltos en la influencia de Moscú o de Pekín-, o se podía ser beato y entonces estar respaldado por la Iglesia Católica y ser enviado a la España de Franco o a Roma. Si no pertenecías a un movimiento u otro y querías tener una posición independiente y además de izquierda, recibías palos de los comunistas y también de los católicos. Podemos, si tú quieres, llamar a esos palos “juegos de arbitrariedad humana”. Y quizás se pueda apodar igual gestos como aquél en que, a dos años de nuestra estadía en Canadá, me mandaron -anónimamente, desde la Sociedad de Escritores- un telegrama con un pésame por la muerte de Ludwig. Creo que yo llamaría ese tipo de gesto una canallada.

No cabe duda de que la actitud de los comunistas hacia nosotros ha afirmado en mí un fuerte prejuicio. No querían vernos vivos. Además de desprestigiarnos nos quitaron todos los medios de subsistencia que teníamos. Creo que de haber podido matarnos más allá de lo metafórico, lo habrían hecho. Y, antes que ellos, nos habrían asesinado los militares quienes mataron a colaboradores nuestros en los primeros días del golpe.

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FM | La abierta disputa entre Neruda, De Rokha y Huidobro, ¿de qué manera influyó en el comportamiento de las generaciones posteriores? Uno de los nombres centrales del modernismo brasileño, Mário de Andrade, observó que “los modernos del Brasil, en su infinita mayoría, hicimos lo imposible para tener un espíritu de grupo o ideal común”. Cabería elaborar aquí hasta qué punto existiría esa comprensión de un ideal común en Mandrágora y Angurrientos.

LZ | Mandrágora está hecha con una concepción más universal, más educada.

Angurrientos tiene un ánimo más folclórico en Chile, como lo dice su propio nombre.

Otra cosa: Estaban tan disgustados Neruda, De Rokha y Huidobro, que si uno se acercaba a uno de ellos, no tenía chance de ver a otra gente, sin ser fuertemente criticado.

Esta disputa ha divido mucho la gente. Huidobro es de quien se hace primero una Fundación en Chile. Neruda está muy protegido por el Partido Comunista, es candidato de ese partido para la presidencia de la república. Ha tenido cinco casas en Chile que ahora son museos, y está también la Fundación Neruda: es tanta la influencia que ha quedado de él. De De Rokha incluso no hay una buena edición anotada de su obra, aunque él se suicida en el año 68.

SW | En mi experiencia son pocos los que en Chile, o Venezuela, o México

forman grupos. Son más la excepción que la regla. Que Mandrágora haya podido funcionar ha sido un logro extraordinario. Lo mismo se puede decir de El techo de la ballena o de los surrealistas argentinos, entre los que conozco a algunos. Pero entre las mismas personas que forman grupos se producen disputas. Hace poco visité a Julio Llinás, en Buenos Aires, y él insistía en que no se consideraba surrealista. Braulio Arenas decía lo mismo.

En la Casa de la Luna, el café y la revista, se juntaba gente alrededor de nosotros, y ahora también hay jóvenes que se interesan en trabajar con Ludwig y conmigo, principalmente porque comparten nuestros ideales y el hecho que nunca los hemos traicionado.

FM | Gonzalo Rojas recuerda en una conferencia las disensiones entre Pablo de

Rokha y Pablo Neruda, y no deja de destacar que de Rokha “desaforado y todo, e informe, fue entre nosotros el primer demoledor del posmodernismo y el progenitor de esa ruralidad y esa elementalidad trascendida, con cierto enfoque primordial y cosmogónico, desde sus versos iconoclastas de 1915”. ¿Cómo ante la grandeza renovadora de la obra de De Rokha, los méritos internacionales acaban recayendo todos sobre Neruda?

LZ | De Rokha ha hecho una gran obra, muy vinculada al espíritu de los chilenos,

al mismo tiempo que tenía un modo muy poco diplomático y solía pelearse con la mayor parte de la gente.

SW | La frase de Rojas me hace pensar en que hay quien pone la carreta delante

de los caballos y no como corresponde. El posmodernismo no puede haber preocupado a Pablo de Rokha, en su tiempo no había surgido el concepto. Y creo que De Rokha sí fue desaforado, pero no informe; fue desaforado como son todos los que se manejan dentro del romanticismo y sus consecuencias, entre los que se encuentra el mismo Surrealismo.

Existe una triste tendencia en los seres de buscar lo seguro. Cuando alguien ha recibido un premio, con seguridad recibirá otros, porque los que darán los premios segundo, tercero, etc., apostarán a lo seguro, al hecho que existe ya un precedente premiado. Son pocas las excepciones a esto. Y a ello se agrega que el Partido

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Comunista y todo su mecanismo publicitario inmenso favorecían a Neruda a exclusión de toda otra persona. Y Neruda no se opuso a esto.

FM | Recordando palabras de Gómez-Correa: “las descripciones que incorpora el

realismo mágico son totalmente surrealistas, porque aquí en América es cuestión de mirar no más el paisaje. Está lleno de cosas locas, abunda el Surrealismo por todos lados. Volcanes, ventisqueros, selva, desierto… ¿Cómo te imaginas tú que tengamos la cordillera a cien kilómetros del mar?! ¡Chile es Surrealismo por todos lados!” Jamás concordé con tal afirmación, considerándola más bien una broma, tal vez, algo perteneciente al folclore o al ámbito turístico. Francia no es surrealista. Breton sí. O sea, es una condición que el individuo lleva en sí, que no puede ser sino señal expresa de valor individual. ¿Concuerdan conmigo?

LZ | Yo creo que la obra de arte está hecha por seres humanos y no por

ventisqueros o volcanes, aunque éstos nos pueden mover a nosotros. Es sin embargo Gómez-Correa quien se ha mantenido siempre fiel a la idea del Surrealismo.

SW | El mismo Breton, cuando viene a México, encuentra que este ambiente es,

por naturaleza, surreal. Creo que esto tiene que ver con “lo desaforado” que comentamos arriba, y creo que a ello se refiere también Gómez-Correa.

FM | Hans Arp -que escribió un libro con Huidobro- me parece haber sido la

primera voz insurrecta contra ese preconcepto del Surrealismo en relación al abstraccionismo. La búsqueda exacerbada de un contenido equivale a la precupación aislada de la forma. Cabría volver a ver la obra de artistas como Jackson Pollock, Antonio Bandeira o Francis Bacon. Evaluar mejor las relaciones entre el abstraccionismo y el figurativismo, por ejemplo. Creo que Río Loa, estación de los sueños (1994), es una bella síntesis de esto. No hay ahí un “acto de evasión en provecho de valores imaginarios”, como temía Magritte con respecto al abstraccionismo en la pintura.

LZ | Son los seres humanos los que hacen el arte. Uno ha nacido en ese desierto,

pero el resto de la gente que ha vivido lo mismo es posible que hagan una cosa enteramente contraria.

SW | Nosotros hemos participado durante años en el movimiento Phases cuyo

postulado es que el Surrealismo no necesariamente es figurativo, y que hay abstraccionismo surreal. En ello el líder de Phases, Edouard Jaguer, difiere de Breton, y yo estoy con él. En todo caso, cualquier dogmatismo, venga de Breton o de quien sea, me parece aberrante.

FM | La residencia en Oaxaca, después de tantos años en Toronto, ¿qué nuevas

posibilidades aporta? ¿Y cómo ha sido el trabajo editorial junto a la revista Vaso Comunicante?

LZ | Yo siento que hay en Oaxaca una presencia enorme de lo precolombino,

muy importante, ya que la gente con los que me toca tratar son mixtecos y zapotecos que hace cuatro mil años levantaron las primeras ciudades mesoamericanas. En ese aspecto, culturalmente, Oaxaca es riquísima en comparación a Toronto, aunque también es cierto que en Toronto es donde te ayudan a realizar una serie de obras, ediciones, etc.; en cambio en Oaxaca existe una atmósfeta intelectual muy provinciana. Vaso Comunicante influye en modificar esta atmósfera.

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SW | Creo que el Surrealismo es una condición interior (en eso estoy de acuerdo contigo), y adónde vayas lo llevas como todo el resto de tu psique. El trabajo de Ludwig y el mío propio han sido del modo que fueron no porque estuviéramos en una ciudad como Toronto, sino a pesar de ello. Y lo mismo sucede con respecto a Oaxaca. En Toronto gozamos de apoyo material y aquí gozamos del apoyo social y humano y del hecho de que lo que hacemos parece aquí más “natural”, menos agresivo. La novedad aquí en Oaxaca es precisamente que la resistencia a lo que hacemos es menor. También vale la pena mencionar que Oaxaca es un entorno muy permeado de lo oral y de lo visual. La gente lee poco, pero ve mucho las imágenes. Para quien hace collage, como Ludwig, o pinta, como yo, esto abre una rendija por la que, con alguna suerte, podrá colarse nuestra obra artística.

[2002]

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Floriano Martins

Juan Cameron

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Fortaleza, CE Brasil 2013

Page 154: Esfinge Insurrecta - Poesía en Chile

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