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Jordi Pérez Colomé UN ESTADO Y MEDIO ISRAEL Y EL CONFLICTO PERFECTO

Estado y Medio Jordi Perez Colome 2013

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Un Estado y medioIsrael y el conflicto perfecto

Jordi Pérez Colomé

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Diseño del libro: Sònia Poch Masfarré ([email protected])Foto de portada: Álvaro Millán.Primera edición en lengua castellana: julio 2013

© Jordi Pérez Colomé, del texto

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño general y la cubierta, puede ser copiada, reproducida, almacenada o transmitida de ninguna forma, ni por ningún medio, sea éste eléctrico, químico, mecánico, óptico, grabación, fotocopia, o cualquier otro, sin la previa autorización escrita de los titulares del copyright.

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El 14 de mayo de 1948, poco después de las 4 de la tarde, David Ben Gurion empezó a leer la decla-ración de independencia de Israel: “La tierra de

Israel fue la cuna del pueblo judío”. Estuvo 11 minutos para leer 979 palabras, un ritmo de lectura muy lento. Un comité de cinco personas había preparado el primer borrador de la declaración. El día antes, Ben Gurion, primer ministro del gobierno provisional, recortó una cuarta parte del borrador: “Por la noche, preparé una edición final”, escribió en su diario. El secretario del primer gobierno, Zeev Sharef, recuerda así los detalles de edición: “La palabra inicial ‘mientras’ fue eliminada de todos las líneas introductorias, y escribió un nuevo pri-mer párrafo. Ben Gurion cambió otros párrafos, cambió la sintaxis y alteró varias conjunciones”.

Por la mañana del día 14, un nuevo comité discu-tió el texto. Lo aprobaron a las 12. Dos horas después empezó la reunión del consejo del Consejo Nacional para dar el visto bueno definitivo. El voto fue unánime a mano alzada. La sesión se levantó a las 3 y los miembros tuvieron solo una hora para acicalarse. Tras la lectura de Ben Gurion, de pie y con los papeles en la mano, los 37 presentes rubricaron el texto. La ceremonia fue solemne pero con un tono improvisado. Israel, en los días de su fundación, no tenía tiempo para florituras.

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El acto se celebró en el Museo de Tel Aviv. Presidía la sala un retrato de Theodor Herzl, el impulsor a finales del siglo xix del sionismo, el movimiento que preten-día crear un Estado para los judíos. Gracias a su labor, durante la primera mitad del siglo xx un lento goteo de judíos fue llegando a Palestina. Los árabes que vivían allí vieron a partir de los años 20 que aquella inmigración masiva iba en serio. El conflicto perfecto empezaba. Los viejos propietarios de una tierra llegaban para recuperar su lugar. La creación del Estado de Israel en 1948 era una etapa más de la batalla.

El titular triple a toda página del New York Times sobre la fundación de Israel reflejaba los retos: “Los sio-nistas proclaman el nuevo Estado de Israel; [el presidente de Estados Unidos] Truman lo reconoce y espera la paz; Tel Aviv es bombardeado, Egipto ordena la invasión”. La historia recuerda solo el primer titular, pero en aque-llos días de mayo, la declaración del nuevo Estado no fue una celebración en el vacío. En los diarios de Ben Gurion de esos días, el espacio destinado a maniobras militares ocupa la mayor parte. Tras escribir el 14 de mayo que han declarado la independencia, añade: “Nuestro destino está en manos de nuestras fuerzas de defensa”. A las 12 de la noche, el ejército británico, que desde la Primera Guerra Mundial controlaba el territorio y las trifulcas entre israelíes y palestinos, se retiró. Israel era soberano en una parte de Palestina.

Las dudas eran tan grandes que dos días antes de la declaración, el 12 de mayo, el futuro gobierno de Israel no sabía aún qué declarar. Unos proponían no un “Estado”, sino solo un “gobierno”, como si fuera una administración en el exilio, sin tierra. Cuando se optó

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por el Estado, debieron aún decidir el nombre. Aparte de “Israel” –que ganó por 6 votos a 3– había “Sión”, el “Estado Judío”, “Judea”, la “Tierra de Israel”, o las pala-bras de origen hebreo “Yehuda” o “Ever”.

Una vez decidido que se iba a fundar un Estado y que se iba a llamar Israel, había que pensar en las fronte-ras. El primer borrador de la declaración citaba los límites de la resolución de Naciones Unidas que en noviembre de 1947 había dividido Palestina en dos partes: una para judíos y otra para árabes. Pero Ben Gurion creyó que no tenían que limitarse: “Nosotros aceptamos la resolución de Naciones Unidas, pero los árabes no. Ellos preparan la guerra contra nosotros. Si les derrotamos y capturamos la Galilea occidental o territorio a ambos lados de la ruta hacia Jerusalén, esas áreas formarán parte del Estado. ¿Por qué deberíamos obligarnos a aceptar unos límites que en cualquier caso los árabes no aceptan?”

El voto sobre no detallar fronteras en la declaración fue ajustado: 5 a 4. Estas dudas iniciales son solo un ejemplo de la dificultad persistente en los 65 años de his-toria de Israel de definir dónde acaba el país. Israel tiene hoy fronteras definidas con Egipto, Jordania y Líbano –aunque Hezbolá reclama aún algún territorio. Con Egipto y Jordania tiene también pasos fronterizos reco-nocidos y abiertos. Con Líbano mantiene desde el 2006 el paso cerrado. Con Siria, hay una frontera que Damasco no reconoce por los ocupados altos del Golán. La única aduana entre ambos países la gestiona Naciones Unidas.

Pero estos roces fronterizos son menores. Hay docenas de disputas por territorios en el mundo. España tiene por ejemplo rencillas con Marruecos y el Reino Unido. Ninguna de las trifulcas pasadas o presentes con

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Egipto, Jordania, Siria o Líbano haría destacar a Israel si no fuera por la falta de fronteras con los “territorios” que gobierna en parte la Autoridad Nacional Palestina.

Judíos y árabes combatieron entre 1947 y 1949 –antes y después de la fundación de Israel– para ver quién lograba más territorio. Las fronteras del armisticio de 1949 son las únicas que algún día separaron el Estado de Israel de los hoy llamados territorios palestinos, que entonces formaban parte de Jordania. Aún ahora se habla de “las fronteras de 1967” o de la “Línea Verde”, el color que usaron al dibujarla en el mapa: se refiere siempre al armisticio de 1949.

Hoy, entre Israel y Palestina hay algo, pero no es una frontera. Durante un viaje de un mes por Israel y Palestina, crucé una docena de veces la Línea Verde. Dentro de la ciudad de Jerusalén nada separa ambos lados. Fuera, en Cisjordania, la única señal de que algo pasa son los checkpoints y la barrera. La primera vez que crucé la irreal Línea Verde fue para ir al barrio de Gilo, en Jerusalén este. Desde delante de la estación de autobuses tomé el número 32. Era de noche y seguía en el móvil dónde debía bajar. Google Maps mantiene una línea de rayitas que marca el armisticio de 1949. No es una línea fija como la que separa países. (Google usa esa línea a rayitas por ejemplo también en las regiones en disputa de Cachemira –entre India y Pakistán– o de Arunachal Pradesh, entre India y China.)

El bus 32 cruza la Línea Verde en la avenida Dov Yosef. Es un tramo desangelado, con un parque con arbustos a los lados, sin casas. En el lugar preciso de la Línea hay una rotonda con un árbol y ninguna señal. Al final de la línea, Gilo parece un barrio más de Jerusalén.

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Aunque en realidad sea un asentamiento –una comuni-dad judía más allá de la línea. Sus habitantes saben que viven en Jerusalén este, al otro lado de la línea, pero no le dan más importancia. Es un barrio más nuevo, construi-do como el resto de la ciudad con la piedra blanca típica de Jerusalén. Pero hace unos años, en 2001, Gilo no era un barrio apacible. Fue uno de los símbolos de la segunda intifada. La ventana de la habitación donde yo dormía daba a un valle. A unos 400 metros en línea recta se veían las primeras casas de Beit Jala, una población palestina. Desde allí entre 2000 y 2002 disparaban a los habitantes de Gilo. Israel construyó una barrera para evitarlo, que fue desmontada en 2010.

Al día siguiente de llegar a Gilo, fui a Efrat, una ciudad de 10 mil habitantes a unos veinte kilómetros de Jerusalén. Iba a ver a Gustavo Perednik, un judío argentino especializado en judeofobia, una variante del antisemitismo. El modo más sencillo de llegar era en autobús desde la estación de Jerusalén. Desde allí salen autobuses a todo Israel. Para Efrat hay uno directo. Junto a los que esperábamos ante la puerta para ir a Efrat, había otros destinos: Kfar Etzion, Kiryat Arba, Beer Sheva (vía Kiryat Arba), Metzad, Nokdim (vía Tekoa).

Todos, excepto Beer Sheva, la cuarta ciudad israelí, son asentamientos al otro lado de la invisible Línea Verde. La estación trata igual a los pasajeros que van a destinos a ambos lados de la Línea Verde: la única diferencia son los autobuses blindados que van a los asentamientos. Es fácil de ver porque las ventanillas son medio opacas y algunos jóvenes se han dedicado a escribir por dentro mensajes de amor a sus amados. El resto no cambia. Había entre uno y dos autobuses cada hora.

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Camino de Efrat, de nuevo, el lugar donde Google Maps hace pasar la frontera no está marcado, pero unos kilómetros más adentro –ya fuera de Jerusalén– hay un checkpoint. Es una especie de aduana con relajados solda-dos israelíes. Controlan sobre todo el tráfico que entra en Israel; de entre los que vamos hacia los territorios palesti-nos no paran a nadie. Las pocas colas que había eran para entrar en Jerusalén, en dirección contraria.

Una vez se cruza el control, algo cambia. Además de las matrículas amarillas israelíes, hay matrículas blancas con números verdes, caracteres árabes y una “P”. Los palestinos que viven en Cisjordania y los israelíes usan en parte las mismas carreteras. Comparten poco más: al final sus trayectos los palestinos van a sus ciudades y los judíos, a sus asentamientos. La carretera es el punto de encuentro. Los territorios palestinos están divididos en tres zonas desde los acuerdos de Oslo II de 1995. La zona A está bajo control total palestino –son las ciudades donde viven la mayoría de palestinos, la zona B está bajo control civil palestino y militar israelí. Entre ambas, ocu-pan el 38 por ciento de los territorios. El resto es zona C y está bajo control total israelí. Los israelíes pueden moverse por todos los territorios ocupados, excepto la zona A. Los palestinos solo pueden moverse con total libertad por la zona A. Sus movimientos por las zonas B y C dependen de permisos, condiciones y checkpoints.

El bus en el que voy a Efrat no encuentra ningún otro control hasta la entrada del asentamiento. El auto-bús se detiene ante una barrera y sube un agente privado de seguridad con un revólver empuñado. Anda rápido por el pasillo y baja por la puerta de atrás. (De todas mis visitas a asentamientos, Efrat fue la única en que alguien

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subió a revisar con un revólver.) Una vez dentro, para ser mi primer asentamiento, me sorprende: es una urba-nización de lujo. La mayoría de casas son chalés enormes, con algunos bloques de apartamentos de cinco plantas. Apenas circulan coches. Hay parques infantiles moder-nos, con el suelo de caucho y toboganes y columpios de colorines. Veo de lejos a dos personas que hacen footing por una gran zona verde. Efrat tiene su ambulatorio, sus sinagogas, su biblioteca. La atmósfera es tranquila y jovial. Es una burbuja con vistas a Cisjordania.

Perednik me lleva a un pequeño centro comercial: un supermercado y unas tiendas. Nos sentamos al sol en la terraza de una heladería, que tiene dos mesas desaten-didas. Me cuenta sus pocas esperanzas de paz: “Me gus-taría la solución de los dos Estados si fueran una solución para la paz y no costara vidas. Si tuviera que irme de casa por una paz verdadera, me iría [una probable obligación en un plan de paz es vaciar la mayoría de asentamien-tos]”. Pero en seguida aclara: “No hay ningún dato que me haga creer en dos Estados”. Su conclusión por tanto es sencilla: “La única solución es la victoria de Israel”.

En más de 40 entrevistas entre Israel y Palestina nadie en los dos bandos duda de estas dos premisas: uno, israelíes y palestinos tienen un conflicto real, y dos, Israel va ganando. No hay que ir hasta allí para saberlo, pero la diferencia sobre el terreno es aplastante. El problema para Israel es el tiempo: Israel gana hoy. Pero nadie ha firmado la victoria o la derrota definitivas. El resultado es temporal. La lógica presume que quien va ganando tiene más interés en concluir la disputa. Los palestinos, por tanto, deberían preferir posponer toda decisión final. Pero los israelíes también tienen un interés en no cerrar

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un acuerdo: ganar por más ventaja, de manera más defi-nitiva, es decir, quedarse con más territorio para lograr un país más fuerte y seguro. Visto así, a los palestinos podría interesarles también un pacto cuanto antes: mejor conservar algo ahora que quedarse al final sin nada. El conflicto perfecto no es solo de violencia. También es una lenta partida de ajedrez.

Ambos bandos tienen incentivos tanto para llegar a un acuerdo como para esperar. Mientras piensan, la situa-ción va cambiando. Incluso si se firmara un acuerdo de paz “definitivo” para la creación de un Estado palestino, podría también romperse. Israelíes y palestinos tienen cinco grandes ámbitos de disputa: el dibujo de las fronte-ras, los asentamientos israelíes, los refugiados palestinos, el control de Jerusalén, y la seguridad de Israel. Todos están relacionados y la solución a cada uno de los retos es espinosa, pero imaginable: la frontera sería parecida a la Línea Verde con variantes; la mayoría de asentamien-tos debería desmontarse; Jerusalén tendría soberanía compartida; solo algunos refugiados podrían volver de manera simbólica, y la nueva Palestina debería ofrecer garantías de seguridad a Israel.

Sobre el papel, es fácil. En las calles de Jerusalén o las colinas de Cisjordania todo se complica. Las peticio-nes de los dos bandos se vuelven más detalladas. Ambos de repente ven opciones de sacar más tajada. ¿Verá esta generación un Estado palestino en convivencia pacífica al lado de Israel? El optimismo diplomático no puede perderse, pero las condiciones en el terreno no están maduras.

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El Consejo de Yesha es la organización que agrupa los asentamientos israelíes y promueve sus intere-

ses. Yesha es un acrónimo en hebreo de Judea, Samaria y Gaza, aunque desde la retirada unilateral de Israel de Gaza en 2005, no hay allí asentamientos. Judea y Samaria es el nombre en Israel para las dos regiones históricas judías que hoy se conocen como Cisjordania. Si un día Cisjordania es independiente será “Palestina”.

Las comunidades o asentamientos –según quien hable– judíos de Judea, Samaria y Gaza formaron el Consejo de Yesha en los años 70. Una de sus actividades es dar a conocer su punto de vista y situación. Miri Maoz-Ovadia es una de sus portavoces y se dedica a atender a grupos de interesados o periodistas. Cuando llegué hasta ella para pedirle dar una vuelta por unos asentamientos y charlar con sus habitantes, solo puso facilidades. Me recogió el día acordado en el centro de Jerusalén en su coche y fuimos hacia el norte. A 14 kilómetros de la ciu-dad, llegamos a Migron. En la parte alta del asentamiento está la bodega Psagot. Además de hacer vino de viñedos cercanos, en sus instalaciones está el centro de visitantes del consejo regional de Binyamin, uno de los ocho que forman Judea y Samaria. En los asentamientos hay tam-bién empresas; Psagot es un ejemplo.

Las instalaciones de Psagot son pequeñas, pero espectaculares. Dos de las paredes de una sala de reu-niones son ventanales: a un lado se ve cómo embotellan vino y en el otro están las barricas. Ese cristal sirve como pantalla para que los visitantes puedan ver un pequeño documental sobre cómo el antiguo pueblo de Israel ya vivía en esta región. Mientras desayuno con Miri, viene a charlar Verónica Gareleck, una judía argentina que hace

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unos años que vive en Ofra, un asentamiento cercano, con su familia. De Argentina, Verónica se trasladó a Lyon, Francia. Allí, “de manera muy inteligente”, un encargado israelí para promover emigraciones a Israel les acabó de convencer para que se mudaran a Israel junto a otros miembros de comunidades francesas. El proceso fue rápido, de dos meses, aunque hacía más tiempo que la familia de Verónica le daba vueltas. Israel promueve la inmigración de judíos al país. El proceso se llama aliá [palabra hebrea que significa “subida”]. Solo llegar a Israel para vivir, cualquier judío tiene todos los derechos. Poco antes del viaje definitivo, el marido de Verónica visitó Israel para escoger destino. Había opciones en tres pueblos o ciudades: cerca de Netanya, en la costa; un barrio de Jerusalén este y Ofra. Su marido hizo el viaje primero y la calma y emplazamiento de Ofra le cautiva-ron. Allí fueron, hasta hoy.

Israel necesita más judíos. Ahora más o menos la mitad de judíos del mundo vive en Israel. La batalla demográfica es clave. Un objetivo de la violencia palestina es provocar terror para que menos judíos vengan o más israelíes se vayan a buscar una vida más tranquila. Verónica y su familia hicieron el camino inverso. Todos los judíos aún en la diáspora se enfrentan en algún momento a esta pregunta: ¿por qué no ir a vivir a Israel? El largo servicio en el ejército, la amenaza de la violencia local y regional pue-den disuadir. Algunos judíos creen que pueden ayudar más desde fuera, pero también he encontrado a israelíes que, sin criticarlos en exceso, creen que los de fuera escurren el bulto. “Muchos judíos de la diáspora buscan demasiadas excusas para no hacer aliá”, me dijo Ariel Kanievsky, guía turístico israelí de origen argentino.

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Al salir del centro para visitantes, la carretera ser-pentea en bajada por Migron, donde hay ahora 50 casas prefabricadas. Estas 50 familias viven aquí desde 2012, pero el asentamiento original estaba dos kilómetros más arriba, en la cresta de la montaña. En 2001 construyeron en esa tierra su outpost, asentamiento ilegal, con dinero público del Ministerio de la Vivienda. Tras una denuncia en 2006 de la organización Peace Now, el juez sentenció en 2011 que la tierra era privada palestina y ordenó el desalojo. A pesar del orden, algunas caravanas lograron seguir en el emplazamiento original. En mayo de 2013, el fiscal general ordenó retirarlas todas.

El gobierno israelí ha impuesto la ley tras muchos años y Migron hoy es un asentamiento legal a dos kilóme-tros del lugar original. A pesar de tener su asentamiento, los colonos de Migron no parecen satisfechos. Pregunto a Miri qué más les da estar aquí que dos kilómetros más arriba: “La gente establece vínculos especiales con la tierra”, me dice.

Las batallas legales con los colonos son comple-jas. El gobierno pretender hacer cumplir la ley con un Ministerio, pero a menudo otro da facilidades. La oficina que controla el gasto público en Israel publicó en julio un informe sobre el sector de Defensa. Había un apartado dedicado a la construcción en asentamientos. Su conclu-sión es que la administración civil –que gobierna los terri-torios ocupados– no aplica las leyes: “Es probable que los inspectores se encuentren con una oposición feroz de los colonos si aplican las leyes”, lo que “contribuye a perpetuar el status quo en el que ‘cada cual hace lo que le da la gana’ en Cisjordania”. La historia de los asenta-mientos es el relato de grupos de colonos atrevidos que

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obligaban al gobierno de turno a incumplir la ley, que lo hacía sin lamentarse.

Al salir de Migron, Miri me cuenta que los cristales del coche son antipedradas. Hace unas semanas, un viernes, iba con su marido a casa de unos familiares. En la calzada había piedras. Cuando se dieron cuenta les cayeron algunas encima; en la ladera de la montaña que daba a la carretera había un grupo de jóvenes que las tiraban a los coches israelíes. Días antes había pasado por esa misma carretera en un minibús palestino. Iba de Ramala a Nablus. La carre-tera general es la misma. A los lados quedaban poblaciones palestinas y asentamientos. Es fácil distinguir desde la carretera las casas palestinas de las israelíes: las palestinas tienen la azotea plana y depósitos de agua; las israelíes son techos a doble vertiente y rojos. Las construcciones israe-líes, además, son mejores.

Maale Adumim es uno de los asentamientos más grandes de Cisjordania. La entrada principal queda a la izquierda en una rotonda, pero desde el carril derecho de la carretera no se puede coger porque hay un pequeño bordillo de separación. Obligan a seguir recto. A cien metros de la entrada de Maale Adumim empieza el pue-blo árabe de Altur. En Altur no hay aceras, y cerca de la entrada, a un lado, hay una chatarrería con electrodomés-ticos y trastos para tirar. El tráfico es caótico y el aspecto es de ciudad árabe mediana. A la vuelta a la carretera principal, la entrada de Maale Adumim es libre, con un guarda que vigila sin hacer parar los coches no sospe-chosos. Dentro, es un país del primer mundo: parterres cuidados, casas caras, centro comercial.

El punto de vista del conflicto depende en parte de la matrícula del coche y del aspecto del conductor. En

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cada desplazamiento por Cisjordania queda claro quién manda. Llego con Miri a Shiloh, la siguiente visita. Como siempre, el asentamiento de Shiloh está en la cresta de la colina. Al pie hay unas excavaciones arqueológicas de la bíblica Shiloh, la capital de Israel antes de Jerusalén. El interés político de las excavaciones es demostrar que allí hubo una sinagoga y que, por tanto, los judíos vivieron aquí antes que otros. Ese es el motivo principal para la existencia de Israel hoy en Palestina: es “el hogar del pueblo judío”, como dice el inicio de su Declaración de la Independencia.

Cuando a principios del siglo xx los judíos del mundo debatían opciones para crear un Estado propio, se habló de Uganda, Argentina. Pronto se desestima-ron. Israel solo tendría sentido en su lugar de origen. El Holocausto hizo que el mundo viera con mejores ojos la causa judía, pero no es el motivo por el que Israel está en Oriente Medio. En Shiloh me llevaron a ver las ruinas de la sinagoga histórica, su orientación y su estructura. Las excavaciones seguían y construían además un centro para visitantes. Había algo sorprendente: los obreros eran ára-bes. Le pregunté a mi guía. “Habrá alguien que les vigi-le”, me dijo. En junio unos palestinos que trabajan en el asentamiento de Maale Adumim ganaron un caso en un tribunal israelí. Querían que les aplicaran las condiciones laborales de cualquier trabajador en territorio israelí: sala-rio mínimo, vacaciones, bajas pagadas. El empresario no quería porque decía que competía con empresas palesti-nas. El tribunal dio la razón a los obreros.

Pero el problema legal va más allá. Si en los asen-tamientos rige la ley israelí, ¿es territorio israelí? Si fuera así, sería una anexión definitiva. Los ciudadanos israelíes

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en asentamientos lo siguen siendo, pero por ejemplo las leyes medioambientales que se aplican no son las mismas. Los inspectores no acuden a controlar las emisiones o el estado del agua ni tienen los mismos estándares de reciclaje.

En Shiloh, el Consejo de Yesha me ofrece una espléndida comida. Viene además Tamar Asraf, otra portavoz de los colonos. Hoy tiene prisa porque su mari-do subirá un escalafón militar en un acto con el jefe del Estado Mayor, y debe ir. En la charla, Asraf cuenta algo fascinante. Sus hijas están a punto de entrar en el ejército para los dos años de servicio obligatorio –tres para los chicos. Tienen 18 años y toda la vida han vivido en Judea y Samaria. Hace unos días las llevaron a las ciudades de la costa: “Queríamos explicarles que a partir de ahora no serían chicas, sino ‘colonas’”. Sus amigos dejarían de vivir en su asentamiento o en otro cercano y serían de ciudades israelíes como Ashdod, Haifa o Netanya. Los “colonos” son los israelíes que prefieren vivir entre palestinos. En las ciudades de la costa muchos les ven entre raros y locos.

Asraf cree que esta percepción cambia: “Cuando en los 70 los primeros colonos querían contar en otras ciudades israelíes qué hacían y por qué, nadie iba a los encuentros. Ahora todo es distinto”. Su objetivo es evidente: demostrar que no son unos iluminados que quieren robar tierra a los palestinos. Están allí porque son herederos de un pueblo histórico y son legales por-que ningún asentamiento está en tierra privada palestina. Cuando ocurre, como en Migron, los tribunales actúan. El derecho internacional dice en cambio que toda esta aventura es ilegal. El poder ocupante no puede construir

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comunidades civiles en territorio ocupado. “Pero no hacemos nada que el gobierno de Israel no apruebe”, dice Miri.

En Cisjordania viven más de 325 mil judíos en al menos 131 asentamientos (hay más, pero hay disputas sobre el número de “no oficiales”). Son casi un 5 por ciento de los 7,75 millones de israelíes (de los que 6 millones son judíos, y más de millón y medio son árabes). En los barrios judíos de Jerusalén este viven otros 190 mil israelíes. En toda Cisjordania viven por tanto más de medio millón de judíos junto a 2,35 millones de árabes. Hay al menos cuatro tipos de razones por los que israelíes que viven en los asentamientos. Primero, económicas. La vida en un asentamiento es más peligrosa, con lo que es más barato. El gobierno ofrece ayudas. El rabino Ramy Avigdor me decía que un chalé en Alon Shvut –donde vive, a unos veinte kilómetros de Jerusalén– podía llegar a costar un millón de dólares. Tres o cuatro kilómetros más hacia el sur, en otro asentamiento, el precio baja mucho. El paso por esa carretera es más peligroso. La mayoría de los colonos que viven en asentamientos por dinero lo hacen en una de las tres grandes ciudades judías en Cisjordania, con más de 40 mil habitantes cada una y muy cerca de la Línea Verde: Beitar Ellit, Modin Illit y Maale Adumim.

Segundo, razones políticas. Hay quien es secular, pero cree que Israel solo podrá existir por razones de seguridad si controla el territorio que va del Jordán al Mediterráneo. En mi paseo con Miri por varios asenta-mientos me hace pasar por una carretera desde la que se ven con claridad al fondo los edificios de Tel Aviv y el mar. En los mapas que quieren recordar el peligro

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que asume Israel si vuelve a las fronteras previas a 1967, dibujan el relieve de las colinas y destacan los 15 kiló-metros que van desde la Línea Verde al mar en su paso más estrecho. Con cohetes del mismo alcance de los que salen ahora de Gaza, sería fácil acertar en las ciudades de la costa.

Tercero, razones religiosas. Son los motivos más evidentes y conocidos. Judea y Samaria son la cuna real del pueblo judío que la costa mediterránea. Para los colonos religiosos es una obligación asentarse en esta región. En un documento sobre los asentamientos del David Project, una organización con sede en Boston, lo describen así: “Cuando el Estado de Israel fue fundado en 1948, muchos judíos religiosos vieron que el Estado realizaba una misión religiosa al traer soberanía judía a la tierra de Israel. En 1967, cuando Israel recuperó el con-trol de Judea y Samaria, muchos judíos religiosos conec-taron aún más con la idea de la redención celestial a través del regreso a la tierra sagrada. Para los religiosos, la tierra de Israel era central para el sionismo; era un mitzvah –un mandamiento divino– asentarse en la tierra”. El futuro del Estado de Israel se juega en su capacidad de vivir en ese pedazo de tierra. Si el gobierno civil de Israel quiere echarles por la fuerza, se resistirán: sacar de sus casas a decenas de miles de familias no es un proceso sencillo.

Hay aún un cuarto tipo, los mesiánicos. El teniente coronel del ejército israelí Amos Davidovich me dijo que este grupo “no está conectado a la misma realidad que tú y yo”. Su relación con Dios es más directa: “Hablan con Dios. Yo [como militar] no puedo negociar con ellos, solo puedo detenerles”. Este grupo es el más atrevido. Se lanzan a asentarse con caravanas en colinas, sin protec-

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ción militar inicial. Son también a menudo los autores de los ataques conocidos como “price tag” (etiqueta del pre-cio): cada acción del gobierno israelí que limite la expan-sión de asentamientos tiene un “precio”, que será un ata-que a una propiedad palestina o del gobierno –mezquita, coches, cementerios. Así hacen que cada paso a favor de los palestinos se encuentre con una reacción negativa. La creación de un ambiente constructivo es imposible. La diferencia en el trato policial a jóvenes palestinos y judíos es enorme: apenas hay detenciones a judíos. En cambio, casi el 100 por cien de los casos de “actividad terrorista” en Cisjordania acaban en convicción. Aunque el número total es distinto. Según la policía israelí, en 2011 hubo 30 casos de ataques “price tag”, mientras que en 2010 hubo más de 2 mil sentencias contra palestinos por “actividad terrorista”.

No todos los asentamientos son por tanto iguales. Además de su tamaño y sus habitantes, cuenta dónde están. En cualquier acuerdo de paz para crear un Estado palestino, los asentamientos grandes al lado de la Línea Verde –Modiin Illit, Beitar Ellit, Maale Adumim– pasa-rían a formar parte de Israel. Hay otro grupo de asen-tamientos que están en la región de Gush Etzion, entre los que están Efrat y Alon Shvut. Gush Etzion es tierra privada judía y la legión jordana mató a sus habitantes en mayo de 1948, en los días previos a la declaración de independencia de Israel. Gush Etzion será también Israel para siempre. Los barrios judíos de Jerusalén Este serán también Israel. Más allá de estos tres grupos de asenta-mientos empieza la negociación.

Aparte de las docenas de asentamientos por toda Cisjordania, el reto más grande para resolver este asun-

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to y crear un Estado palestino es Ariel. Ariel está en el centro del norte de Cisjordania. Tiene una universidad reconocida. Viven más de 30 mil personas y es el cuarto mayor asentamiento en población. Si un día Cisjordania debe ser el Estado palestino, ¿cómo va a tener una ciudad israelí en el centro de su territorio? En el 2000, Ehud Barak y Yaser Arafat estuvieron cerca de firmar un acuer-do de paz. No fructificó y Barak dijo que “no tenían un socio para la paz”. Israel había ofrecido aparentemente todo lo que podía ofrecer y Arafat había dicho que no. El periodista israelí Yossi Gurvitz cree que Arafat hizo bien: “No iban a tener un territorio palestino contiguo. Mientras que Israel decía que quería abandonar más del 90 o 95 del territorio, la tierra que quería seguir mante-niendo –en particular, Ariel– hubiera dividido Palestina en cuatro cantones, separados por bases y controles israelíes”. El principal motivo para esa división es para Gurvitz claro: “Ariel es el principal cuerno. Si Israel no lo evacua, no hay por qué seguir hablando de una solución de dos Estados. Pero claro, Ariel se ideó precisamente para eso”.

En la Universidad de Ariel, hablo con el rector, Yigal Cohen-Orgad, de 74 años. El presidente Obama había dado un discurso en Jerusalén días antes. El gobierno americano había invitado a estudiantes de todas las uni-versidades israelíes, menos Ariel. No reconocían una universidad en un asentamiento. Cohen-Orgad no estaba contento: “No es sabio predicar a los convertidos”, me dijo.

Una regla básica en Israel es que no se andan con chiquitas. En lugares como Ariel, cuya existencia estará sobre la mesa de cualquier proceso de paz, se van aún

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menos por las ramas: las cosas son así, nada va a cam-biar, dejémonos de tonterías, busquemos una solución. Cuando se fundó el centro en Ariel en 1982 era una pequeña institución educativa y les llamaron locos. En los 90 había apenas 300 estudiantes. En 2008 tenía 11 mil, incluso con 400 de familias árabes. La culminación fue el 24 de diciembre de 2012: el gobierno reconoció que aquel centro era una universidad. La tozudez de Cohen-Orgad surtió efecto.

Cohen-Orgad me cuenta cómo instituciones inter-nacionales les vetan por estar en territorio ocupado: “Solo perjudican a los palestinos, porque algunos pro-yectos para los que pedimos financiación quieren resol-ver problemas en las comunidades cercanas”. Tanto Cohen-Orgad como otro colega de la universidad, Yuval Arnon-Ohanna, tienen sus propuestas para llegar a una paz suficiente con los palestinos. Todas se parecen: los palestinos tendrían autonomía, pero no soberanía.

*

La extensión y la colocación de los asentamientos es quizá el mayor obstáculo para resolver el conflicto.

¿Pero cómo empezaron? Fue tras la Guerra de los Seis Días en 1967. Después de ganar la guerra de la indepen-dencia entre 1947 y 1949, Israel había firmado un armis-ticio con sus vecinos. Poco antes del final de la guerra, Israel pudo hacer avanzar al ejército hacia Jordania, para tomar Jerusalén y lo que entonces era Transjordania. El primer ministro Ben Gurion se negó. Hubiera significa-

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do conquistar a cientos de miles de árabes y romper el equilibrio demográfico del frágil nuevo Estado de Israel.

La prioridad de Israel en 1949 era otra: hacer crecer Israel con más inmigrantes judíos. “El Estado depende de la aliá”, dijo entonces Ben Gurion. Había que reforzar los 806 mil habitantes que tenía Israel el 14 de mayo de 1948. Entre 1948 y 1951 llegaron a Israel 687 mil judíos. Muchos eran aún supervivientes de los campos de concentración nazis. En 1952 había 1,6 millones de israelíes –incluyendo la minoría árabe–; diez años después, la población crecía rápido, pero no tanto; en 1962 eran 2,3 millones. Entre 1948 y 1960 la tasa de crecimiento de Israel fue de 8,2. El 65 por ciento de ese crecimiento se debió a la inmigración. Los años 50 fueron los de mayor aumento de población por inmigración de la historia de Israel.

Ben Gurion se sentía seguro a pesar de tener una geografía endeble. Un ejército árabe bien preparado podía partir el país en dos con facilidad. Pero Israel tenía suficiente confianza como para no intercambiar paz por territorios: “No tengo prisa, y puedo esperar diez años. No tenemos ningún tipo de presión”, decía Ben Gurion a un periodista americano en 1949.

Pero cedió en 1956. El presidente egipcio, Nasser, nacionalizó aquel año el canal de Suez. Con el beneplá-cito de Francia y Reino Unido, Israel respondió con la invasión de la península egipcia del Sinaí. Controló el territorio durante unos meses y, debido a la presión del presidente americano Eisenhower, se retiró de los terri-torios a cambio de poder navegar por el mar Rojo y salir al Índico, pero no por paz. Soldados de Naciones Unidas controlarían la península desde entonces. La calma duró diez años más. Hasta 1967.

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En 1964 Israel construía un gran acueducto para llevar agua del mar de Galilea a las ciudades de la costa. Los países árabes decidieron impedir que Israel se apro-vechara de ríos que nacían en su territorio. Era un asun-to que iba más allá del agua: los árabes creían que con más agua Israel podría convertir el desierto en un lugar aceptable para que inmigraran tres millones de judíos más (en 1964 vivían 2,5 millones de personas en Israel). La primera acción terrorista de la organización recién fundada por Yaser Arafat, Fatah, fue un sabotaje fallido contra ese acueducto el 1 de enero de 1965. Con un plan financiado por la Liga Árabe, Siria trató de desviar dos afluentes del río Jordán. Si lo conseguían, la mitad del caudal del Jordán desaparecería. “Si lo logran, será un acto de guerra”, dijo el entonces primer ministro, Levi Eshkol, en una reunión con el primer ministro británico Harold Wilson, que cuenta el diplomático Yehuda Avner en The Prime Ministers. Wilson preguntó a Eshkol si no lo podía detener por las buenas: “Intentamos lo mejor que podemos. Usamos nuestras armas para centrarnos en su equipamiento para mover tierras –tractores y excavadoras– sin causar heridos. Queremos alcanzar sus equipos para hacérselo entender. Pero ¿quién sabe? Ellos responden y bombardean nuestros pueblos en el valle de Hula, bajo el Golán. Las batallas son a menudo intensas. Podrían escalar”.

La calma que había durado desde 1956 iba a ter-minar. Las escaramuzas en la frontera siria por el agua crecían. La Unión Soviética informó al egipcio Nasser de que Israel había movido brigadas hacia Siria. Nasser quiso demostrar que no era débil ante Israel y que iba a ayudar a Siria. El movimiento de tropas israelí no era

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verdad, pero quizá hizo sentir a Nasser que la URSS iba a ayudarle. Egipto había ya hecho avanzar sus tropas hacia el Sinaí siete años antes, en 1960, y se retiró sin más. Pero esta vez Nasser pidió a Naciones Unidas que reti-rara los soldados. Cuando un general egipcio comunicó la petición de Nasser al general pakistaní que dirigía las tropas internacionales, el pakistaní le preguntó si sabía las consecuencias de su acción. “Sí, claro –dijo el general egipcio. Hemos llegado a esta decisión después de mucha deliberación y estamos preparados para todo. Si hay gue-rra, nuestra próxima reunión podría ser en Tel Aviv”. El egipcio era optimista.

Si la organización internacional se hubiera negado, la operación de Nasser hubiera quedado en farol. Pero la ONU retiró a sus soldados. El camino hacia Tel Aviv estaba libre. Nasser ya no podía esconderse y avanzó a través de la península del Sinaí. Era mediados de mayo. En Israel empezó un periodo conocido como “la espe-ra”. ¿Cuándo y desde dónde les iban a atacar? El 22 de mayo, Nasser bloqueó de nuevo la salida de Israel al mar Rojo por el estrecho de Tirán, al sur. En 1956 Israel había dicho que un nuevo cierre sería motivo de guerra. “La pelota está en nuestro tejado”, dijo el entonces jefe del Estado Mayor, Isaac Rabin, a sus generales.

La espera en Israel era tensa. El ejército había llamado a 80 mil de sus reservistas a finales de mayo, que dejaban su vida normal y sus familias. No era una situación que pudiera sostenerse durante semanas. Pero Eshkol insistía en la opción diplomática. Las sensaciones debían ser ambiguas. El diplomático Avner cuenta cómo en Israel algunos rabinos santificaban con discreción par-ques públicos para que pudieran convertirse en cemente-

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rios. Rabin decía al primer ministro Eshkol que “será una guerra terrible con muchos heridos, pero podemos ganar al ejército egipcio”.

Pero había otros con más confianza. Un periodista americano preguntaba al jefe de la oposición y futuro primer ministro, Menachem Begin: “Su tierra diminuta está superada [por los países árabes] en hombres, armas, planes, tanques y está rodeada. ¿Cómo demonios pien-san sobrevivir a la masacre árabe que Nasser prepara?” Begin tenía pocas dudas: “Israel no está en su lecho de muerte. No queremos la guerra. Odiamos la guerra. Pero si nos obligan, los árabes van a salir peor parados que nosotros”.

Estados Unidos estaba atrapado en Vietnam. En plena Guerra fría, lo último que quería Washington era tener que ayudar a Israel en una guerra contra varios paí-ses árabes. El presidente Lyndon B. Johnson intentaba evitar la guerra. Su mayor preocupación era que Israel actuara y acabara por necesitar ayuda. Pero, como decía Begin, parecía improbable. Según el profesor William B. Quandt en su libro Peace Process, “Johnson parecía temer esa posibilidad [que Israel pidiera ayuda] durante la crisis, a pesar de las predicciones de su inteligencia de que Israel ganaría fácilmente una guerra solo contra Egipto o contra todos los países árabes que lo rodean”. En una conver-sación del secretario de Defensa de la época, Robert McNamara, y el jefe del Estado Mayor, general Earle G. Wheeler, con el ministro de Exteriores israelí, Abba Eban, los americanos le dijeron, según cuenta Michael Oren en La Guerra de los Seis Días: “El ejército israelí gana-rá una guerra en dos semanas si le atacan en tres frentes a la vez –en una semana si ataca primero”.

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A pesar de esta confianza, el primer ministro Levi Eshkol no se decidía a atacar y esperaba a que el pre-sidente Johnson diera la luz verde. Trabajaba aún en opciones diplomáticas. El esfuerzo último de Israel era hacer decir al presidente Johnson que cualquier ataque contra Israel era un ataque a Estados Unidos. Johnson se resistía. “Hagamos lo que hagamos será un problema. Si no nos ponemos al lado de Israel, los árabes radica-les nos tratarán de tigre de papel. Si nos ponemos del lado de Israel, dañamos nuestra imagen en el mundo árabe”, decía Lucius Battle, subsecretario americano para Oriente Medio. Israel quería descartar una posible res-puesta soviética. El problema de quién disparaba primero era básico. A finales de mayo, cazas de fabricación sovié-tica Mig21 egipcios sobrevolaron dos veces Dimona, la central nuclear israelí.

El 28 de mayo Eshkol leyó un mensaje de radio a la nación. En el papel del discurso había correcciones a mano. Eshkol no llevaba las gafas. Mientras hablaba, se enganchó varias veces. “Nos parece que las dudas de Eshkol sobre atacar derivan de debilidad, no de sabi-duría”, escribía al día siguiente el alcalde de Jerusalén oeste, Teddy Kollek. Y el diario Haaretz: “El gobierno en su composición actual no puede dirigir a la nación en momentos de peligro”.

Dos días después, el 30 de mayo, el rey Husein y Nasser firmaron un pacto de defensa mutua entre Jordania y Egipto. Era 1 de junio. La guerra era inevi-table. Los ejércitos árabes rodeaban Israel y su salida al Índico estaba bloqueada. Eshkol por fin cedió y formó un gobierno de unidad nacional. El nuevo ministro de Defensa era Moshe Dayan, el héroe con un parche

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de pirata en el ojo izquierdo desde la Segunda Guerra Mundial y que como jefe del Estado Mayor había dirigido las tropas israelíes en la invasión del Sinaí en 1956.

El 2 de junio el presidente Nasser dijo en una reunión militar: “Debemos esperar que el enemigo nos ataque en las próximas 48 o 72 horas, el 5 de junio como muy tarde”. Acertó. Dayan había programado el ataque para el 5 de junio a las 7 de la mañana. A las 7.30, 200 aviones israelíes volaban hacia Egipto. El objetivo era llegar sin ser detectados por radares. Todos los cazas egipcios estaban a esa hora en tierra y los pilotos desa-yunaban, según había informado la inteligencia israelí. Oren escribe en su libro sobre la guerra del 67: en Egipto “asumían que un ataque israelí empezaría al alba, los MIG ya habían hecho su patrulla matinal y habían vuelto a las bases a las 8.15h. Poco después les cayó el ataque. A las 10.35 el comandante de la fuerza aérea informó al [jefe del Estado Mayor] Rabin: ‘La fuerza aérea egipcia ha dejado de existir’”. Fue una de las grandes operaciones de la historia militar. En tres horas Israel había ganado la guerra. Ahora quedaba ver el tamaño del botín.

*

Eliyahu nació en la India, en una pequeña comunidad judía en Cochin, al suroeste del país. Nadie sabe con

certeza cómo ni cuándo llegaron hasta allí: quizá como marineros del rey Salomón, quizá tras la expulsión de España. Cuando tenía dos años, en 1950, los padres de Eliyahu emigraron a Israel. A los 18 fue un soldado en

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el frente del Sinaí de la guerra de 1967. Hoy, cuando me lo cuenta en su despacho de los Archivos de Israel en Jerusalén, con su kipá de terciopelo de ultraortodoxo, aún no cree cómo ocurrió aquello: “Los soldados egip-cios huían sin que disparáramos. Nadie entendía nada. Solo avanzábamos, sin tener que combatir”.

En seis días Israel había conquistado tres veces el tamaño de su territorio original: la enorme península del Sinaí, el Golán sirio, Gaza y Cisjordania (como si Valencia hubiera invadido Aragón y Cataluña en una semana). En población la proporción era más asumible: 2,7 millones de personas –la mayoría judíos– habían conquistado una tierra donde vivían 1,1 millones de árabes.

La pregunta el día siguiente de la guerra era clara: qué hacer con todo ese territorio. Para Israel no tenía la misma importancia el Sinaí que Jerusalén. La fotografía antológica de aquella guerra es la cara de asombro reli-gioso de tres paracaidistas israelíes ante el Muro de las Lamentaciones. Los judíos llevaban 18 años sin poderlo ver de cerca –la zona vieja de la ciudad había quedado en manos jordanas en 1949. La Línea Verde que separaba Israel y Jordania quedaba de repente diluida.

La primera decisión del gobierno de Israel fue Jerusalén. El gobierno tomó la decisión de un modo discreto –la discreción iba a caracterizar su política en los territorios ocupados. El Parlamento aprobó el 27 de junio de 1967 dos enmiendas a leyes que ya existían: una permitía extender la ley israelí a “cualquier parte de la tierra de Israel”; la segunda permitía al Ministerio del Interior cambiar los límites de una ciudad a su voluntad. Israel convirtió Jerusalén en una ciudad unida sin citar “Jerusalén” o “anexar” en una nueva ley específica. Era

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el mejor modo de evitar publicidad y estruendo interna-cionales.

El resto de Cisjordania era distinto. Israel tenía con aquel territorio las dos mismas preocupaciones que ahora: su seguridad –cuanto más lejos empezaran a avanzar las tropas enemigas, más fácil sería montar la defensa– y su religión, para la que en Cisjordania estaban algunos de los lugares clave de su historia: la cueva de los Patriarcas en Hebrón, la tumba de Raquel en Belén, la tumba de José en Nablus, además de viejas capitales del pueblo judío. Había también había intereses políticos: el agua del río Jordán y los acuíferos subterráneos o Gush Etzion, el territorio israelí que los jordanos conquista-ron el día antes de la fundación de Israel. Gaza también era ahora parte de Israel, pero con un interés histórico menor. El Golán y el Sinaí tenían un interés de seguridad, más estratégico. Eran territorios que podían llegar a inter-cambiarse por paz –así ocurrió en 1979, cuando Sadat y Begin firmaron un tratado de paz entre Egipto e Israel a cambio de un Sinaí egipcio y desmilitarizado.

Cisjordania requería por tanto de imaginación: mucho interés y muchos árabes eran difíciles de conge-niar. Había que pensar en una solución que no incluyera anexar el territorio entero con sus ciudadanos, como ocu-rrió con Jerusalén. Dos ministros y ex generales rivales tenían dos planes: el reciente héroe Moshe Dayan y Yigal Allon. Los planes eran sencillos. Dayan quería conceder autonomía a los árabes sin darles soberanía (en 2013, tras décadas de líos, esa es de hecho aún la situación). Allon en cambio pretendía crear un miniestado palestino al norte de Jerusalén, donde viven la mayoría de árabes –la zona de Ramala, Jenín, Nablus, Tulkarem, Kalkiya, con

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un posible pasillo por Jericó hacia Jordania. Hay otras opciones del plan Allon que incluían Belén y Hebrón, y Gaza. En palabras de Allon era “toda la tierra estratégica y un estado demográfico judío”.

Los dos planes requerían negociaciones con Jordania. El 1 de septiembre de 1967, la Liga Árabe se reunió en Jartum, la capital de Sudán. Allí los países árabes –también Jordania– firmaron los “tres noes”: no a la paz con Israel, no al reconocimiento de Israel, no a negociaciones con Israel. Si en 1949 Israel no había tenido prisa, ahora menos.

Tras la Guerra de los Seis Días de 1967 y el cierre a toda iniciativa de paz, empieza la historia de los famo-sos asentamientos. El 25 de septiembre de 1967, tres meses después de la guerra, el New York Times publicó esta crónica: “Israelíes vivirán en dos zonas capturadas”. El primer ministro Eshkol había anunciado que iban a repoblar los asentamientos de Gush Etzion. La otra zona era los altos del Golán. A pesar de la novedad, esos dos no fueron los primeros asentamientos tras la guerra. Ya Israel había creado uno en el Golán, siempre con poca publicidad.

Desde 1948 hasta 1977 en Israel gobernó la izquier-da. La versión común dice que la expansión organizada de los asentamientos se disparó en 1977 con Menachem Begin, del derechista Likud. Es cierto que entonces cre-cieron sin control, pero las primeras piedras ya estaban puestas: las colocaron los gobiernos de los laboristas Levi Eshkol, Golda Meir e Isaac Rabin.

Israel no ha desclasificado aún todos los archivos sobre aquellos años. La versión más completa de los hechos hoy está en el libro The Accidental Empire, de Gershom Goremberg. El misterio sin resolver es si

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Israel elaboró o no un plan preciso de construcción de asentamientos. Goremberg no tiene pruebas suficientes, pero parece que no hubo una dirección evidente. Los asentamientos crecieron porque algunos israelíes los deseaban y otros miraban a otro lado; a veces es difícil aclarar si quienes se oponían no hacían nada porque no lo veían o porque no querían verlo. En seguida hubo gestos simbólicos. En junio de 1967, pocos días después de la guerra, el entonces ministro de Trabajo, Yigal Allon, envió una nota al jefe de su departamento cartográfico, que producía entonces la mayoría de mapas del país. Los mapas iban a llevar como título: “Israel: líneas de alto al fuego”. Las fronteras con las regiones ocupadas y la línea del armisticio de 1949 desaparecían. Iba a ser más difícil saber dónde empezaba y acababa Israel.

En enero de 1968, Eshkol fue a Estados Unidos a visitar al presidente Johnson. El presidente americano preguntó al primer ministro israelí: “¿Qué tipo de Israel quiere?” La pregunta era general, pero se refería a un país que insistiera en vivir en paz con sus vecinos a pesar de todo, o en otro que procurara mantener un territorio que sirviera de protección pero que requiriera un tipo de ocupación militar que podía perjudicar el futuro del país. Eshkol respondió: “Hemos decidido no decidir”. Eshkol era un hombre de dudas, y podía referirse a su opinión. Pero la frase se ajusta a la aparente política oficial israelí sobre los asentamientos.

La opción de no decidir ha persistido hasta hoy. Los ciudadanos israelíes que creían que debían asentarse en Cisjordania, lo hacían. El problema legal y militar para sacarles era del gobierno. Goremberg, en su libro sobre los asentamientos, lo explica así: “Los minimalistas

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[partidarios de un Israel dentro de las fronteras previas a la guerra] se enfrentaban a una asimetría esencial. No podían crear hechos. No podían impulsar expulsiones ilegales ni deshacer un asentamiento. El número de israe-líes dispuestos a asentarse en territorio ocupado en 1967 era pequeño, pero tenían un poder que unas palabras en un periódico no podían igualar”. El gobierno debía simplemente no decidir y dejar pasar el tiempo. Así han pasado 45 años.

El primer gran ejemplo de esta “voluntad involun-taria” fue Hebrón. En abril de 1968, un grupo de 73 ultraortodoxos dirigidos por el rabino Moshe Levinger reservó el Park Hotel de Hebrón para celebrar la noche del séder de Pésaj –la cena que conmemora la salida del pueblo de Israel de la esclavitud en Egipto. Al día siguiente, no se fueron. El objetivo era instalarse para poder vivir como judíos en el centro de Hebrón, al lado de la cueva de los Patriarcas. Así había sido desde seis siglos antes de Cristo hasta 1929, cuando una revuelta árabe contra los inmigrantes judíos mató o expulsó a la comunidad de la ciudad.

Pero había un problema. Así lo cuenta el New York Times en una crónica de 1971 que recupera los hechos de aquel Pésaj de 1968: “La política del ministro de Defensa, Moshe Dayan, era evitar la apariencia de colonización y dejar que la vida árabe siguiera al margen de la ocupa-ción”. Si no evitaba eso, o al menos no hacía ver que lo evitaban, el New York Times se preguntaba con legitimi-dad: “Si los israelíes iban a asentarse en los territorios ocupados, ¿no sería lógico y justo que los refugiados árabes que viven bajo ocupación reclamaran sus antiguas casas en Israel?”

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Sería lógico, pero habían perdido la guerra y no iba a pasar. En los años 70 el conflicto aún era entre “israelíes” y “árabes”. En la crónica del New York Times no se habla de “palestinos”, sino de “árabes”, y Hebrón no está en “Cisjordania”, sino en la “Jordania ocupada por Israel”. La excusa del gobierno de Israel es que la perseverancia de los colonos marcaba la política. Pero la vista gorda o mirar a otro lado fue igual de decisivo. Un colono que acompañó a Levinger en Hebrón dijo al New York Times que poco después de la guerra habían pedido permiso al gobierno para ir a vivir a Hebrón: “Nadie nos dijo que no, en realidad, pero nos pidieron que esperáramos”. Esperaron unos meses y fueron.

Durante el Pésaj de 1968, el ministro Moshe Dayan estaba grave en el hospital debido a un accidente y su viceministro estaba de duelo por la muerte de su padre. “Los colonos se habían asentado antes de que los polí-ticos responsables se dieran cuenta de qué ocurría”, dice el New York Times. La solución que encontraron no fue expulsarles, sino “invitarles” a mudarse a la base militar de Hebrón. Israel no podía crear poblados civiles en territorio ocupado, así que los asentamientos nacían como añadidos a bases militares. Los civiles de Hebrón vivieron en la base tres años. Las condiciones duras –familias en una o dos habitaciones, con poca agua– llevó al gobierno a construir apartamentos junto a la ciudad para el grupo, que había crecido a 30 familias. Así nació el asentamiento de Kiryat Arba, a las afueras de Hebrón.

Diez años más tarde, en 1979, los colonos volvieron al centro de Hebrón. Un grupo de diez mujeres y cua-renta niños se colaron en un colegio de Naciones Unidas que había sido un hospital judío a principios de siglo.

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Entonces ya gobernaba Begin, del Likud, lo que hizo el establecimiento más fácil. Así lo cuenta la web del TIPH, una fuerza internacional civil que se dedica a observar que israelíes y palestinos en Hebrón no se peleen: “El gobierno israelí dirigido por el primer ministro Begin no reconoció formalmente el nuevo asentamiento de Hebrón. A la vez, no apoyaba sacar por la fuerza a las mujeres y niños”. Esa ambigüedad inactiva acabó años después con varios asentamientos contiguos en el centro de Hebrón.

Los colonos de Hebrón son famosos en Israel por su radicalismo. Solo hay que dar hoy una vuelta por el centro de la ciudad para verlo. Algunas calles del bazar están cortadas; la mayoría de palestinos que vivían allí se han ido, aunque aún hoy dentro del asentamiento hay judíos y palestinos a partes iguales. De paseo por la zona judía hablé con un colono que llevaba de la mano a su hija por una avenida desierta. Era americano, vivía aquí desde 1998. Sus baremos de razonamiento son distintos a los habituales. Le pregunto si es peligroso vivir allí. “Sí, pero la vida tiene más sentido aquí”, dice. No era la persona más amistosa del lugar.

*

La atención que tienen conmigo –un periodista espa-ñol– en los asentamientos que visito gracias al

Consejo de Yesha parece un esfuerzo para demostrar al mundo que no son unos locos, que son muchos y que su intención serena pero imperturbable es no cambiar su

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estilo de vida ni lugar de residencia. Las entrevistas que me proporcionaron fueron dos ciudadanas argentinas, la mujer de un rabino, una portavoz, dos profesores univer-sitarios y un grupo de profesores que llevan el Ulpanat Dolev, un colegio para niñas y adolescentes abandonadas o de familias con problemas. No tuve la sensación de que escogían a un grupo de colonos especialistas en hablar con periodistas extranjeros.

Esta estrategia no es casual. Los asentamientos son ilegales y buena parte del mundo cree que son el obstáculo principal para la paz: “[La expansión de asen-tamientos] es el mayor factor único que impide crear una solución de dos Estados” para judíos y palestinos, según el secretario de Exteriores británico, William Hague. A los colonos les conviene salir a responder esas opiniones y hacer notar su presencia inevitable. Dani Dayan fue el presidente del Consejo de Yesha –el mismo del que Miri es una portavoz– desde 2007 a enero de 2013. La persona que me dio su contacto me dijo: “Rompe con muchos de los estereotipos de los colonos”. Dayan es secular, habla con respeto de los palestinos y vivió en Tel Aviv antes de mudarse a un asentamiento –Tel Aviv es el núcleo de izquierdas en Israel. Pero no disimula: Dayan quiere un solo estado israelí entre el Mediterráneo y el Jordán, y si eso significa que los palestinos tengan de momento algún derecho menos, que así sea. Para los periodistas, Dayan es un caramelo: responde sin remilgos a todas las pregun-tas, incluso las que no tienen respuesta.

Desde que he vuelto del viaje por Israel, he visto artículos de Dayan en el Guardian, en USA Today, en el Daily Beast –ex Newsweek–, ha participado en un programa de Al Jazeera y Haaretz, el periódico israelí de izquierdas,

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le ha dedicado un perfil titulado “Dani Dayan va con valentía donde ningún otro líder colono ha ido antes: Washington”. Dayan dice en Haaretz: “De una indiferencia total y tratarnos como leprosos [a los colonos], la situación ha cambiado; ahora hay curiosidad y ganas de saber qué tenemos que decir”. Es una novedad que reciban a un líder colono en los pasillos de poder de Washington. “He entrado en lugares en los que ningún líder colono ha esta-do”, dijo Dayan cuando la web Free Beacon le preguntó si había hablado con alguien en la Casa Blanca.

Hablé con Dani Dayan el día en que Obama estaba en Jerusalén. Me atendió en la recepción del Hotel Inbal, de cinco estrellas. Dayan es argentino y emigró a Israel a los 11 años, hace casi cuarenta. Habla un castellano lento pero perfecto. El argumento principal de Dayan es claro: el conflicto no tiene solución porque los dos pueblos quieren el mismo trozo de tierra y lo quieren entero: “El problema es genuino. La narrativa histórica de cada bando es distinta. No se ve que nuestros anhelos y los de ellos puedan converger” para aceptar una solución mutua, dice.

Hasta ahora las reglas del conflicto entre israelíes y palestinos las han marcado los extremos: “Yo entiendo mejor la rabia de un palestino que un izquierdista de Tel Aviv, Barcelona o Berlín. Tengo una visión de la historia centrada en las naciones y comprendo mejor las aspira-ciones palestinas. Y las respeto. Por eso las temo tanto, porque creo que no hay punto de reconciliación”. El conflicto entre Israel y Palestina es único en el mundo, según Dayan: “No hay nada así: volver a tu patria tras dos mil años y que otra gente esté ahí. Eso es un problema genuino, peculiar. No hay ninguna forma tradicional de

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resolver conflictos apropiada para algo así. Hoy se nego-cia sobre cosas obsoletas”. Dayan sale al mundo para contar eso: las negociaciones para lograr dos Estados son ya inviables.

Quizá hubo un día en que la solución fue posible y que incluso era algo moralmente bueno: “El problema se habría podido resolver con una partición, por una cues-tión moral, hace mucho”, dice Dayan. Pero ese momento ya pasó, por tres motivos. Primero, la seguridad nunca ha sido convincente. En 2005 Israel decidió dejar de ocupar Gaza. El ejército israelí bloqueó sus fronteras para evitar que entraran armas o material con el que hacerlas, aunque Gaza tiene también frontera con Egipto. Desde entonces ha habido dos guerras con Hamás –2008 y 2012– por los cohetes que caen desde Gaza. “Si una frontera pudiera detener cohetes y pudiera parar sueños, quizá sí dos Estados serían posibles”, dice Dayan.

Segundo, porque los primeros ministros Ehud Barak y Ehud Olmert ofrecieron a los palestinos en 2000 y 2007 posibles planes de partición y los rechazaron. Es difícil que en 2013 Israel ceda algo más. La oferta pudo ser injusta, pero es fácil creer que si los ejércitos árabes hubieran ganado alguna guerra o intifada, sus propues-tas de paz –si fueran necesarias– no serían mucho más justas. Las victorias dan ventaja en todas partes. En esta parte del mundo, la realidad es difícil: “Cuando el mundo árabe empezó dos guerras [en 1967 y 1973] para ganarlo todo, perdió la razón moral. Parecen querer decir que ‘si lo lograba todo me lo quedaba, y si no volvemos a empezar’”. Así que para Dayan, “no hago nada injusto. Los que reclaman la partición como solución, perdieron el derecho a reclamar su parte hace años”.

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Pero hay aún un tercer motivo: los asentamientos se han convertido en un hecho demasiado evidente. Dayan se reunió en 2007 con el primer ministro Olmert, poco antes de empezar a negociar con los palestinos: “Olmert creía con fuerza religiosa en los dos Estados y no lo pudo hacer. Le dije un día: ‘Si cree que sacar a 160 mil colonos [de Cisjordania] es 20 veces más difícil que 8 mil [el número en Gaza], está equivocado. El aumento de la dificultad es exponencial”. Olmert no le respondió. Las compensaciones para que se fueran o expulsar de sus casas a cientos de miles personas sería en Israel un drama. Habría que ver además dónde construirían casas para todos. Por este motivo, cada vez más expertos creen que la solución de los dos Estados se apaga: ambos pueblos están demasiado mezclados. Si no lo es ya, pronto será imposible separarlos.

Si todo es tan difícil, ¿qué propone Dayan para arreglarlo? Nada. Es imposible, al menos de momento: “Se puede llegar a un equilibrio estable, pero no será una solución”, dice. En la Universidad de Ariel, el rector Cohen-Orgad me habló de un “compromiso funcional”. Dayan lo llama una “irreconciliación pacífica”. Son eufe-mismos. El significado es proponer a los palestinos, a cambio de no usar la violencia, una vida mejor y con casi todos los derechos: “El objetivo es normalizar las vidas con todos los derechos humanos: seguridad, progreso económico y algoooo”. Dayan alarga la palabra porque no hay modo de resolver el desafío real. “¿El problema es votar?”, le digo. “El problema es votar”, responde.

Dayan entra luego en la pura especulación política: “Los palestinos van a seguir sus vidas sin Estado, pero con autonomía, será algo más funcional que territorial”.

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Por tanto, el foco de los procesos de paz recientes es erróneo: “El problema es que se negocian fronteras cuando hay que negociar responsabilidades”. Si Israel se anexionara Cisjordania y dejara a los ciudadanos árabes sin voto y otros derechos civiles, sería un estado paria, como la Sudáfrica del apartheid. Hoy muchos consideran que Israel ya ha llegado a ese punto. La única posible distinción es que los palestinos que viven en Cisjordania no tienen documentos israelíes, como sí tienen los pales-tinos que viven en Israel. Es una situación legal distinta, aunque peligrosamente parecida.

La opción preferida por Dayan –y que he oído tam-bién a otros, incluido algún ministro del gobierno actual– es llegar a un acuerdo con Jordania. Primero debería llegar una primavera árabe jordana que derrocara a la monarquía hachemí e impusiera a un presidente palestino –los palestinos son ya mayoría en Jordania. Luego Israel debería llegar a un acuerdo con Jordania para mantener la soberanía del territorio cisjordano pero no sobre todos los ciudadanos. Los palestinos de la región votarían a su presidente en Ammán (Jordania), que sería también su capital. Es una opción remota pero innovadora. Es un modo de dejar para un futuro quizá inexistente una solución quizá irrealizable. Mientras, se puede seguir así.

La mejor esperanza para Dayan es que los palestinos hoy entiendan que tienen más a ganar si se portan bien: “En un futuro no muy lejano se podría sacar incluso la barrera [que separa partes de Cisjordania de Israel y que se construyó durante la segunda intifada en 2002-03]”. El objetivo de Dayan es premiar a los palestinos más cen-trados en una vida tranquila que en el activismo político. Hasta ahora, esta vía ha fracasado: los palestinos no han

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olvidado las batallas de sus abuelos. Pero los israelíes tra-tan de ofrecer más recompensas para que los palestinos vean que hay una alternativa mejor a la lucha –que han perdido una y otra vez. En la metáfora del palo y la zana-horia, el camino sería ofrecer a los palestinos más zana-horias tras años de palos, pero sin esconder el palo. La decisión estaría en manos de cada palestino: a las buenas, zanahorias; a las malas, palos. El objetivo sería la “nor-malización”, una palabra que suena mal entre palestinos: normalizar la situación sería normalizar la ocupación, la derrota.

*

En julio de 2012, Dani Dayan escribió un artículo en el New York Times. El título dejaba claro el argumen-

to: “Los colonos israelíes están aquí para quedarse”. En un párrafo, hacia el final, decía: “Hoy, la seguridad –la última precondición para todo– prevalece. Ni judíos ni palestinos están amenazados de expulsión masiva; las economías crecen; una nueva ciudad palestina, Rawabi, se construye al norte de Ramala; las comunidades judías crecen; se eliminan checkpoints, y turistas de todas las nacionalidades vuelven a visitar Belén y Shiloh”.

Es el párrafo perfecto de la normalización: si se acepta la situación actual, todo irá bien. Habrá nuevas ciudades palestinas, igual que crecerán las “comuni-dades judías” (hoy “asentamientos”), turistas de todo el mundo visitarán la árabe Belén y la judía Shiloh. El turismo es otro sueño israelí: “Cada año visitan Lourdes

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seis millones de personas”, me decía el teniente coronel Davidovich, que cuando no está en el ejército se dedica al turismo, “si supiéramos vivir en paz, ¿cuánta gente vendría a ver el lugar donde vivió y murió el ‘jefe’ de la virgen de Lourdes?”

Pero el punto más curioso del párrafo de Dayan es Rawabi. Dos empresas palestina y catarí se han unido para levantar una nueva ciudad palestina para 40 mil personas a cinco kilómetros de Ramala, la capital. Rawabi está en tierra privada árabe, en área A. Pero la carretera que debe unirla a Ramala pasa por el área C, de control israelí. El gobierno israelí ha concedido de momento un permiso temporal renovable para la carretera. Los constructores piden una vía permanente con soberanía palestina. Según un funcionario del Ministerio de Defensa israelí al Wall Street Journal, “si los palestinos cejan sus condiciones para volver al proceso de paz, Israel estaría más predispuesto a dar más acceso al área C”. La carretera parece un peque-ño chantaje más.

Rawabi hoy son varios grandes edificios en cons-trucción. Si hay algo alejado en Palestina de un campo de refugiados en aspecto y espíritu, es la moderna sala de exposición de Rawabi. La joven que me atendió la había visto la noche anterior en un bar de Ramala. Varios locales se paseaban entre las maquetas de la futu-ra ciudad acompañados por vendedores. El primer paso de la presentación era ver un vídeo en 3D –con gafas especiales– en una pequeña sala bien equipada. Era un paseo virtual por el proyecto acabado. Familias felices –con velo y sin velo– sonreían en calles espléndidas y limpias: parecía más un asentamiento israelí que una ciudad palestina.

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En conversaciones con palestinos fuera de Rawabi me quedaba con la sensación de que venir a vivir aquí era dudar de algún modo la causa palestina. Era algo de normalización: preocuparse más por el bienestar perso-nal que por la patria. Es lógico que Dani Dayan quiera ver más ciudades palestinas así. La lucha política se olvida más entre buenas tiendas y coches que en un campo de refugiados a rebosar donde no hay nada más que hacer que lamentar tu suerte. “Rawabi es una catástrofe arqui-tectónica artificial que pretende vender el sueño burgués occidental a los palestinos –un apartamento de cuatro habitaciones con ventanas en tres lados– y así silenciar sus gritos”, escribió la diputada israelí Adi Koll. El tiem-po y la vida valdrán más en Rawabi. Sus ciudadanos no tendrán la tentación –en principio– de ir a hacer estallar una bomba en un café en Tel Aviv. Con más Rawabis en Palestina, la barrera de la desconfianza podría empezar a derribarse.

Hay otro proyecto que al menos tres colonos me han citado como modelo orgulloso de normalización con los palestinos en Cisjordania: los supermercados Rami Levy. La cadena es la tercera de Israel y ha abierto cinco centros en Cisjordania. Yo estuve dos veces en el que está cerca de la entrada del asentamiento de Alon Shvut. El supermercado tiene un aspecto común, con un par de tiendas enfrente, un parking de unas veinte plazas –todo es más pequeño en Israel y los territorios– y una gasoline-ra. En ambas ocasiones la mayoría de coches aparcados era israelí, pero había alguno palestino. Mientras paseaba por el párking, vinieron dos palestinos a ofrecerme con insistencia colonias falsas que sacaban de una bolsa. En la entrada al recinto, unos niños judíos vendían por menos

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de un euro banderas israelíes para colocar en el coche y celebrar el día de la independencia.

A unos metros de la salida de Rami Levy está una rotonda de la carretera 60, que va de Jerusalén a Hebrón y comparten vehículos israelíes y palestinos. Hay dos paradas de autobús que vigilan dos soldados. Algunos colonos van armados. En una rotonda similar cerca de Nablús, un joven palestino mató a un colono en abril.

El objetivo de los supermercados Rami Levy –amigo del primer ministro, Benjamin Netanyahu, y miembro de su partido, el Likud– es normalizar la convivencia y reforzar los lazos entre ambas comunidades. Los nue-vos proyectos de Levy son prueba de una voluntad que mezcla los beneficios económicos con la política. Junto a otra compañía, Rami Levy se ha abierto al negocio de los centros comerciales. Un proyecto con cierta polémica es el que abrirá dentro del asentamiento de Ariel: 10 mil metros cuadrados de suelo comercial (como un campo de fútbol), 600 plazas de párking en tres pisos y cinco plantas de oficinas. McDonald’s, por ejemplo, ha dicho que no irá: “Nuestro socio en Israel ha decidido que esa localización no forma parte de su plan de crecimien-to”, dijo la central de McDonald’s en Estados Unidos. McDonald’s tiene miles de sedes en Europa y Oriente Medio; un posible boicot sería mucho dinero. Rami Levy cree que McDonald’s se equivoca: “El centro comercial de Ariel empleará en principio a trabajadores árabes y judíos de la zona y servirá a las dos poblaciones. Este boicot es innecesario y perjudica a la misma población árabe que esta gente dice proteger”.

Hay otro proyecto de Levy aún más atrevido: el “R North Jerusalem Mall”. Cerca del norte de Jerusalén, ser-

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virá a un área de 120 mil árabes y 80 mil judíos. El plan era hacer un centro comercial abierto –con los negocios alrededor de un párking–, pero el éxito de convocatoria ha hecho que Levy se plantee un centro cerrado, con más espacio. Según un portavoz de la empresa que alquila los espacios, “estuvimos en el lugar con más de 60 cadenas y todas dijeron: ‘Contad conmigo’, porque todos quie-ren entrar en el sector árabe”. La célebre empresa de electrodomésticos palestina A. Sbitany & Sons abrirá allí una gran tienda. La normalización se mueve a veces en ambos sentidos.

*

Los colonos israelíes creen que dos Estados son ya inviables: la seguridad, Jerusalén, los asentamientos,

hacen que la partición les parezca imposible. La mayoría de palestinos con los que he hablado está de acuerdo: dos Estados son imposibles. Pero no están de acuerdo con la solución: los palestinos prefieren un solo estado con todos los derechos para todos los ciudadanos. Si fuera así, es posible que en unas elecciones lograran que el gobierno fuera árabe. Los israelíes no lo permitirán: sería el fin de Israel como Estado judío.

Desde el punto de vista palestino, la situación es dramática. En las áreas urbanas que controlan –el área A–, la vida es razonable solo dentro de unos límites y las dificultades son enormes. La movilidad entre ciudades y para salir del país es la más visible. Las misiones del ejército israelí en los centros de las ciudades para capturar

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a algún presunto terrorista o tirapiedras son frecuentes. En Nablus, los ruidos nocturnos que parecían tiros los locales los daban por disparos israelíes. La sensación de ocupación es constante.

El contacto más cercano con una situación extraña, irracional lo tuve en el campo de refugiados de Aida, en Belén. Había ido a hablar con un miembro del centro Lajee, una ong local. Tras la entrevista, pedí las señas de dos contactos, en Nablus y en el Valle del Jordán, que sabía que tenían en el centro.

Un colaborador que estaba por allí, Mohamed Al-Azza, me dio los dos teléfonos y me dijo: “Diles que te los ha dado Musa”. Dos días después, miraba twitter y vi esta noticia: “Soldados israelíes disparan a un fotógrafo palestino en la cara”. Entré y vi que había sido en Aida, en la calle donde está el centro Lajee. Al final de la calle pasa el muro que separa Israel de partes de Cisjordania. En ese tramo hay una puerta que da a una base militar israelí.

El fotógrafo herido era Mohamed al-Azza (Musa), el joven que me había dado los teléfonos. Escribí a Amaia, la chica española cooperante en Lajee que me había pues-to en contacto con el centro para preguntarle qué había pasado. Me respondió con este correo:

El día anterior al disparo, el domingo, nos quedamos solos él [Mohamed al-Azza] y yo en el centro, trabajan-do. De repente le llamaron diciendo que los soldados habían abierto la puerta [de la base militar] y que esta-ban fuera. Salimos al balcón a mirar porque nos pareció rarísimo dado que no había ni protestas ni nadie en la calle. Estuvieron unos 40 minutos a unos 30 metros

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del centro, parados, probando sus armas, sacando fotos con el iPhone, y de repente nos dispararon gas a nosotros al balcón. Ahí decidimos marcharnos a casa.

Al día siguiente sucedió algo parecido, pero la gente había escuchado lo que pasó el día anterior y en cuanto salieron empezaron a tirarles piedras, y ellos a disparar. Musa, el chico este, estaba en el balcón, y un soldado le dijo que parase de sacar fotos y se fuese a casa. Él le dijo: “Tú estás disparando, yo sacando fotos. Si dejas de disparar yo dejaré de sacar fotos”. Tras eso le apun-taron con el arma y le dispararon a la cara. Mohammed [otro joven] era el único que estaba en el centro con él. Le consiguió bajar hasta la puerta, pero los sol-dados empezaron a disparar para evitar que saliesen. Estuvieron así parados 10 minutos hasta que Musa empezó a marearse y estaba perdiendo muchísima san-gre, entonces Mohammed se puso a gritar en hebreo: “¡Lo habéis matado!, ¡lo habéis matado!” Ahí pararon, y cuando abrieron la puerta y vieron toda la sangre se apartaron un poco y les dejaron irse.

Según un comunicado del Centro Lajee, las balas eran recubiertas de goma, que son menos letales y que el ejército israelí usa a menudo: “La bala le destrozó el pómulo y las venas, le operaron para quitarle la bala, que estaba alojada aproximadamente 5 centímetros dentro de la mejilla”. Musa se recuperó.

La entrada del ejército israelí en el campo de refugia-dos a pasearse era una provocación en forma de práctica militar. No parece tener otro sentido. Unos días después del acontecimiento en Aida fui con el grupo Breaking

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the Silence a ver qué hace Israel en las colinas del sur de Hebrón. Los guías de Breaking the Silence son ex sol-dados israelíes que cuentan sus misiones y deberes con el uniforme. El nombre de la organización –“romper el silencio”– es para animar a más soldados a hablar de su servicio militar una vez vuelven a la vida civil, aunque sigan siendo reservistas.

El guía era sargento. El mejor resumen de su ser-vicio en los territorios ocupados del guía fue esta frase: “Cada palestino debe notar que tiene un soldado israelí subido a los hombros”. La misión del grupo de soldados israelíes en el campo de refugiados de Aida podía tener este fin. El joven sargento había registrado bastantes casas palestinas durante su servicio. Una noche, con su unidad, tras un registro, entró un alto cargo del ejército israelí en el apartamento que acababan de inspeccionar. Les preguntó si ya habían acabado. Respondieron que sí, que no había nada. El superior miró a su alrededor, cogió un jarrón de encima una mesa y lo dejó caer al suelo: “Que se note”, dijo, y salió.

Días después, hablaba con una colona. Era espo-sa de un capitán. Me contaba la misma historia que el sargento: un registro nocturno. Cuando se acabó, llegó el capitán. Pasó la mano por encima del sofá y, según su mujer, preguntó: “¿Ya habéis dejado todo tal como estaba? ¿Igual de limpio?” Le dijeron que sí y salieron. Le conté a la mujer la historia contradictoria del sargento: “En todas partes hay manzanas podridas”, me dijo.

El problema es saber cuántas. En la web y los libri-tos que publica Breaking the Silence hay montones de ejemplos. “Bien, chicos, entrad en las casas para que lo entiendan. Hacédselo entender”, dice un comandante a

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sus soldados antes de un registro. No parece una orden para dejar la casa ordenada y limpia. La presencia militar en los territorios provoca situaciones que son mala publi-cidad para Israel: “¿Has visto que Israel detuvo a un niño de 5 años en Hebrón?”, me preguntaba hace unos días un amigo que sigue poco la actualidad internacional. Israel gana, pero la victoria tiene un precio.

*

La presunta creciente comprensión que sienten los colonos se debe no solo a su expansión. También

a la falta de esperanza para la resolución del conflicto con dos Estados. La falta de otras salidas implica que habrá que convivir con su presencia. La violencia y la falta de voluntad es la causa principal. “Hasta que los países árabes no demuestren que quieren convivir con Israel, ningún líder palestino tendrá fuerza para firmar un acuerdo de paz”, me dice David Horovitz, director del Times of Israel. Tras los acuerdos de Oslo, israelíes y palestinos han vivido la trágica segunda intifada, los cohetes de Gaza con dos guerras –además de una guerra en Líbano–, sin contar cientos de incidentes menores. No hay confianza mutua. El sargento de Breaking the Silence contó esta anécdota: “Una vez acompañé a un grupo de generales británicos. Comparaban nuestra situación con otros conflictos del mundo: Afganistán, Irlanda del Norte. Al menos allí trataban de convencer, no solo de vencer, decían. Aquí la diferencia entre terro-rista y civil se está reduciendo. Se habla de ‘palestino no

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involucrado’. El ejército necesita fricción. La crea. Es el modo de ganar”.

La diputada israelí Adi Koll visitó Ramala en abril y escribió un post en Facebook que se hizo famoso. Decía que la ocupación no podía seguir porque los palestinos no podían llevar una vida normal, sobre todo en cuanto a movilidad, presión y servicios. Contaba además esta historia de un amigo palestino:

Amjad es un empresario, que nació en Nablus y vive en Ramala, casado por segunda vez y padre de tres niños (típica clase media), que vive con infinitas restricciones pero insiste en que no le falta nada excepto seguridad para sus hijos. La semana pasada, sus dos hijos volvie-ron a casa y le contaron que en un partido en el barrio habían oído “esa cosa que usan los soldados” (una radio). Con algunos de sus amigos decidieron seguir las voces hasta que “descubrieron” a los soldados y, todos juntos, les tiraron piedras. Amjad, que manda a sus hijos a un colegio privado cristiano para que no les laven el cerebro, prohibió enfadado a sus hijos que tiraran piedras o tuvieran contacto con soldados.

Cuando le dijeron que todo el mundo lo hace, les prohibió que jugaran en la calle. No ha dormido desde entonces. Sabe que niños de 12 años no escuchan a sus padres, y sabe cómo es la presión de los amigos en el barrio. Sabe también que no podrá vigilarles siempre, y cómo es de fácil que juegos de niños se conviertan en refriegas entre fuerzas desiguales, que podrían acabar en sangre. Tiene miedo. Y yo tengo miedo de que siga-mos viviendo así.

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El 2 de julio murió el joven palestino de 19 años Moataz Sharawna, en Dura, cerca de Hebrón. Así contó los detalles la BBC: “Un testigo palestino contó a la BBC que Sharawna había estado tirando piedras y luego se subió encima de un jeep militar israelí. Los soldados le dispara-ron y luego un vehículo militar le pasó por encima”. Según el Hospital Alia en Hebrón, Sharawna no tenía heridas de bala en el cuerpo y había muerto atropellado. Sharawna es el noveno palestino muerto en 2013, según AFP; Reuters dice que son 10. Sea como sea, la muerte de Sharawna era evitable: ¿a quién se le ocurre subir al techo de un jeep de un ejército enemigo? Era una prueba segura de coraje ante sus amigos, pero no vivirá para contarla. Es lógico que el empresario Amjad se preocupe por sus hijos.

El periodista Noam Sheizaf, con quien hablé en un bar de Tel Aviv, cuenta así en un artículo en el progresista 972mag.com el modo en que Israel ejerce la ocupación en Cisjordania: “La ocupación es sobre control. La gente a menudo no se da cuenta. Hay muchos momentos vio-lentos y bárbaros en Cisjordania y más incluso en Gaza, pero Israel no intenta exterminar a la población palestina, ni quiere expulsarlos de los territorios. Esas acciones no serían toleradas por la comunidad internacional ni por muchos israelíes”.

Los retorcidos métodos que Israel usa en tiempos de relativa paz son más elaborados. Siempre según Sheizaf: “Los checkpoints y las medidas de control de multitudes son el modo más obvio. Otro es una red de informantes y colaboradores”. Sheizaf dice que Israel se enorgullece de conceder asilo a palestinos gays, pero que en algún caso les han chantajeado con la amenaza de que iban a exponer su orientación si no hablaban. “Un tercer méto-

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do de control, del que apenas se habla, es el complicado sistema de permisos que Israel usa. Se necesitan permisos del ejército para viajar fuera de Cisjordania, para cruzar la frontera a Jordania, para exportar o importar bienes, para construir carreteras y plantar árboles, para excavar pozos en algunas zonas, para trabajar en un asentamiento, para trabajar en Israel, para estudiar en el extranjero, para visi-tar familiares en Gaza”.

Hasta aquí puede parecer normal, pero quien con-cede permisos tiene más oportunidad de control que la simple posesión de un permiso. Sheizaf cuenta esta his-toria: “Hace poco fui a una aldea palestina a cubrir una protesta. No participaron muchos aldeanos. En la plaza del pueblo, un amigo se encontró a un carpintero local. El carpintero tenía mucho cuidado en que no le vieran protestando. Tiene un permiso de trabajo en el asenta-miento: el mismo asentamiento construido en tierra de la aldea y que es el objetivo de la protesta”. El permiso es un modo más de controlar.

La necesidad de trabajar de un carpintero es obvia, pero hay muchas más. En otra pieza de 972mag, el periodista Yuval Ben-Ami escribe: “Muchos palestinos nunca logran un permiso para cruzar la barrera de sepa-ración e ir a Israel. Para quienes lo hacen, Israel emite 101 tipos de permisos: solo para Jerusalén, solo para un hospital concreto de Jerusalén, solo para horario diurno, para todas las horas, para unas horas. Los palestinos no reciben información sobre cómo lograr un permiso. Un permiso expira y el próximo ofrece opciones nuevas, sin motivo aparente”.

Un oficial en el ejército israelí me dio el contacto de un “amigo” palestino en Ramala. Le llamó delante de

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mí y me pasó el teléfono: “Estás con la mejor persona del mundo”, me dijo el palestino del israelí solo coger el móvil. Por la explicación del oficial israelí no me quedó claro, pero parecía que había salvado la vida al palestino en Gaza en un rifirrafe entre grupos locales. Al final no pude ver al palestino en Ramala, pero su relación de afecto con un alto oficial israelí podía hacer imaginar que intercambiaran favores de todo tipo: permisos a cambio de información es uno de los más lógicos.

*

La ambigüedad de los ámbitos en los que se juega la batalla de la ocupación es difícil de entender desde

fuera. La historia de Mohamed al Azraq da alguna pista. Azraq es el joven líder de Fatah, la organización que controla la Autoridad Palestina, en el campo de refugia-dos de Aida, el primero que se levantó en Belén tras la fundación de Israel. Los refugiados aquí llegaron de 27 aldeas alrededor de Jerusalén oeste. Azraq tiene todas las heridas “obligatorias” de un joven rebelde palestino: una bala que le atravesó el antebrazo, las señales de 30 pelotazos de goma, varias estancias en la cárcel (“acabo de salir hace cuatro o cinco días”, dice; le detuvieron en una redada nocturna porque otro joven interrogado les había dicho su nombre).

“Las bombas contra Israel [de la segunda intifada] se acabaron porque perdimos, no porque la barrera nos impida pasar”, me dice. La barrera no encierra Cisjordania. “Por alguna colina se puede llegar”, dice.

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Es verdad. En un breve documental de 2009, el director israelí Daniel Gal acompaña a un grupo de palestinos que cada día cruza ilegalmente a Israel para trabajar. Así lo describe Nidal Kawasba, de 31 años y que trabaja en Israel desde los 15. Su trabajo da de comer a sus siete hijos, su mujer y su madre: “Para nosotros ir a trabajar es como ir a la guerra. Como cuando te preparas para la gue-rra, debes tener en cuenta que pueden herirte, matarte o detenerte. Cuando salimos decimos adiós a los niños por-que quizá no volvemos. No hay trabajo en Cisjordania. Debo trabajar para lograr comida. Construyo casas en Israel. Todo lo que puedo esperar es que mis hijos tengan un futuro mejor”. Para eso, cada día cruza alambradas, autopistas y salta muros.

En junio la organización B’Tselem documentó el caso de tres trabajadores palestinos que viajan cada sema-na de su pueblo Beit Ula, al oeste de Hebrón, a Tel Aviv para trabajar. Tras pagar el alquiler de un catre y todos los sobornos de transportes y permisos de trabajo se quedan con 320 euros. Un día probaron un hueco nuevo en la barrera que separa Cisjordania de Israel. Unos soldados les pillaron. Cuando intentaron huir corriendo atrás hacia su pueblo, soltaron a perros, que cazaron a dos y les mordie-ron. Haaretz publicó esas fotos de B’Tselem y decía que hacía un par de años que el ejército no usaba perros. Los tres obreros están libres, pero tienen una orden de com-parecencia en diciembre y debieron pagar 210 euros de fianza. La segunda intifada no terminó pues porque Israel sea impermeable, aunque la dificultad siempre ayuda.

La violencia extrema de la segunda intifada –cuando los autobuses y los cafés israelíes estallaban y los asaltos del ejército israelí en Cisjordania eran letales– dejó pocas

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ganas de momento para un nuevo levantamiento: “La situación está a punto para la tercera intifada, pero la gente no lo está”, dice Azraq, que reconoce que “aunque respeto la lucha armada –los palestinos tienen el derecho de escoger todo tipo de resistencia y no lo criticaré–, ahora no es el momento”. Hay otras alternativas: “Cada resistencia tiene algún tipo de poder: boicotear, escribir, armada, mostrar los crímenes”. Ahora parece el momen-to de la lucha no armada. “Ellos [Israel] tienen el poder”, concluye Azraq. La alternativa tampoco es un proceso de paz: “Estoy en contra del proceso de paz porque no cambia nada. Israel no dará nada a los palestinos. Palestina nunca sería un estado real sino un nuevo tipo de ocupación. Israel no es tan estúpido como para darnos un Estado”, dice.

Azraq no tiene ninguna solución a corto plazo, solo resistir: “No olvidaremos”, dice. Es la mejor alternativa contra la normalización a la que aspiran otros. En un momento de la charla, especula con la opción jordana y la formación de una especie de confederación. Le digo que los colonos israelíes sueñan con que ellos se conviertan en jordanos y dejen de ser palestinos. Azraq no duda: “Si me dan el ejército jordano, en diez años no queda Israel”. Si eso no ocurre, solo queda esperar. Azraq da dos opciones. Primera: “Los poderes cambian en el mundo. Estados Unidos perderá. Israel será el primero en notarlo”. Segunda: “Dale tiempo e Israel se autodes-truirá por divisiones internas”. No es el único palestino que me ha dado una versión de estas dos salidas para una victoria final palestina. Han perdido la batalla, pero no la guerra. En mis entrevistas con israelíes, todos imagina-ban o buscaban soluciones para “los próximos años”. En

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las charlas con palestinos, no hay prisa. El concepto de paciencia es distinto. Es un conflicto generacional; ahora son los débiles, pero la historia cambia.

El conflicto entre Israel y Palestina es tan profundo y largo que tiene toques psicoanalíticos. Un punto fuerte de Israel ha sido lograr que palestinos traicionen a su pueblo: vendan terrenos por dinero, espíen a cambio de un permiso, confiesen a cambio de protección. Azraq insiste en contarme que entre judíos también ocurre: “En la cárcel necesitaba un teléfono. Le dije al guarda que le daba 60 mil shekels [más de 12 mil euros] por el suyo, que cuesta 200 [42 euros]. ‘Me lo pienso’, me dijo. Al día siguiente vino y me dijo: ‘Ahí lo tienes’. Todo es dinero”. Aunque las cantidades sean locas –y no creo que ajustadas, aunque el ejemplo era suyo–, la moraleja es clara: Israel también tiene un precio, solo que más caro; no son inmaculados. Azraq no solo es capaz de conseguir un móvil en la cárcel, también cualquier tipo de arma: “La mafia rusa consigue lo que sea. Es una cuestión de dinero”.

Un acontecimiento destacado de la segunda intifada fue el asedio de la Iglesia de la Natividad de Belén. La rebelión palestina había empezado en septiembre de 2000 con el paseo de Ariel Sharon, entonces líder del Likud, por la explanada de las Mezquitas protegido por cientos de policías israelíes. Hacia poco había fracasado el último intento de Bill Clinton de revivir el proceso de paz entre el primer ministro Ehud Barak y el líder palestino, Yaser Arafat. En 2001, en plena intifada, Sharon ganó las elecciones. En marzo de 2002, con 826 palestinos y 362 israelíes muertos en multitud de ataques militares y terroristas, empezó la operación militar israelí Escudo

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Defensivo. Una de las misiones fue la entrada en Belén. Los tanques y vehículos militares llegaron al centro del casco viejo. Querían destruir la célula local de los mártires de Al Aqsa. Antes de lograrlo, un grupo de palestinos se encerró en la Iglesia de la Natividad. Era el 2 de abril. Estuvieron allí, sin más agua y comida exterior, 39 días con docenas de rehenes.

El comandante del grupo en Belén era Ibrahim Abayat. Según un relato del asedio de Newsweek de 2002, “Abayat sabía que era el número 1 en el punto de mira israelí”. Las negociaciones con Israel y la mediación de otros países –también el Vaticano– hizo que el asedio terminara con el pacto de enviar al exilio a varios países europeos a los 13 militantes más peligrosos, además de otros 26 que irían a Gaza. Junto a otros dos, Ibrahim Abayat fue a España. Tras unas semanas en el pueblo de Lubia (Soria), en la casa donde en 1983 pasó sus vacaciones el presidente Felipe González, lo enviaron a Zaragoza. Ibrahim Abayat aún vive en la ciudad arago-nesa, sin poder trabajar ni salir desde entonces, y allí fui a visitarle.

Me convocó en un bar regentado por chinos no muy lejos de la estación de Zaragoza. “Lo de siempre”, pidió. Vino en un monovolumen y con el pañuelo palestino al cuello –“aunque no lo llevo cada día”–, una cazadora azul, unos vaqueros y unas Adidas. Ibrahim Abayat lleva el pelo bien recortado, tiene mirada de pillo seguro de sí mismo y habla un español perfecto –incluso con tacos y toques castizos: “Era una mezcla rara, tío, allí”– y saludó a varios árabes locales mientras charlábamos. Un argelino que se sentó con nosotros durante un buen rato me dijo: “Es la primera vez que oigo su historia entera”.

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Ibrahim Abayat era policía palestino. No era refu-giado; su familia vivía en Belén, que desde la partición de 1949 quedó en manos árabes. Pero veía la miseria de los campos de refugiados: “Era gente que tenía sus casas grandes, con hectáreas de terreno [en Israel], y ahora vivían en la miseria, con la mierda en la calle”. En las manifestaciones le tocaba vigilar los disturbios. Hasta que comenzó la segunda intifada: los israelíes “empezaron a disparar como si [los manifestantes] fueran pájaros, usaban munición real de una forma exagerada, dejaban cadáveres en la acera”. Un día giraron sus armas y fue el primer tiroteo abierto con el ejército de Israel.

Las brigadas de los Mártires de Al Aqsa se creó entonces: “Era para tener un nombre, para animarnos”, dice Abayat, poco convencido del valor inicial de la nueva organización. Abayat y el grupo que dirigía participaron presuntamente en tiroteos y asesinatos en el asentamiento de Gilo e incluso mataron a un judío americano en Belén, Avi Boaz. El periodista Joshua Hammer trazó esta histo-ria hasta un subcomandante de Abayat, Jihad Jaara, que vive su exilio en Irlanda desde 2002. El Departamento de Justicia americano llevó a cabo en 2005 un juicio sobre el caso de Boaz. El periodista declaró sobre sus pesquisas: Jaara habría dirigido la operación y otro, Riad Al-Amur, habría disparado. Abayat, como es lógico, prefiere no hablar de su implicación. Prefiere no recordar aquellos meses. Es lógico que ocurrieran “cosas”, dice.

Cuenta esta otra anécdota. Un día un tanque israelí entró en las calles estrechas de la ciudad vieja de Belén. Se quedó encajado entre dos edificios; no podía ir ni adelante ni atrás. El grupo de Abayat tenía tiempo para intentar hacerlo estallar: “Pusimos codos de metal con

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explosivos, como un petardo de casi una tonelada, pero nada. Dentro del tanque los soldados israelíes tomaban café o veían una película”, bromea. Y añade: “Son los más cobardes del universo. Usan la tecnología para pro-tegerse”. La hombría y la cobardía son factores a tener en cuenta en algunas reacciones en el conflicto.

¿Sabíais que ibais a perder?, le pregunto. “Sí, perfec-tamente. Pero era algo que teníamos que hacer si tienes cojones. La rabia te hacía explotar”, dice. La valentía y la tranquilidad de haberlo intentado todo da calma incluso años después. Ahora puede decir esto: “De los errores uno tiene que aprender y las emociones hay que contro-larlas. Siempre he creído en la lucha pacífica”. Abayat me dice lo que muchos otros palestinos: “Los cohetes [de Hamás] sirven a los israelíes”. ¿Qué harías si fueras el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas?, le pregunto:

–No sé, no sé, tío. –¿Israel está ganando?–Por desgracia.–¿Qué alternativas hay?–Resistir y seguir resistiendo. Nuestro deber es

existir ahí. Tarde o temprano va a cambiar porque no entra en la lógica. Si lo ves todo negro, no puedes seguir adelante.

–¿Cambiará algo en los próximos 25 años?–25 años es poco tiempo.Este diálogo es un ejemplo típico más de la situación

palestina. Puede haber un estallido de violencia o una paz repentina, pero nadie lo cree. Mientras los palestinos resisten y sobreviven, Israel les facilitará la vida y confiará que se olviden de su historia.

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Abayat me cuenta dos ejemplos curiosos de cómo puede llegar a actuar el Mosad, la inteligencia exterior israelí. Al llegar a Soria, poco después de la salida de Belén, nadie sabía que estaban allí. Pero Abayat recibió una carta desde Filipinas. La policía española le enseñó una hoja escaneada que acababan de recibir: “Al terro-rista Ibrahim Abayat”. A la policía no le hizo ninguna gracia.

Un par de años más tarde, en el bar al que iba en Zaragoza a tomar algo, el dueño le dio un papel con un montón de banderas palestinas. Lo había dejado “un hombre calvo de unos 40 años”. Abayat no tenía ni idea de quién podía ser. Preguntó a sus amistades y nadie sabía nada del papel. Estas dos ambigüedades y sutilezas pueden ser un modo discreto de avisar. La sensación de control debe ser constante, incluso a miles de kilómetros. Debe agotar y bloquear. Abayat parecía tranquilo, pero su lugarteniente que vive en Irlanda lo estaba menos. El periodista Hammer logró averiguar dónde vivía Jihad Jaara en 2009. Cuando llegó a su casa en las afueras de Dublín, Jaara tuvo un ataque de nervios al ver que un desconocido había llegado donde el gobierno irlandés le había escondido: “El Mosad intentó matarme. Israel me quiere muerto”. Habían pasado siete años desde su salida. El periodista tuvo que salir corriendo ante las amenazas. “Miré a Jaara –escribe Hammer–, sudando, aspirando un Marlboro, los ojos llenos de miedo. Supuse que había estado la mayor parte de su exilio escondido así, mirando películas malas y fumando Marlboros, esperando el día en que el Mosad o la CIA irrumpieran por la puerta”.

Abayat parece mucho más tranquilo. La policía espa-ñola le vigilaba con modales burdos. Al principio tenía

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asignada una patrulla; un día le preguntaron: “¿Conoces algún judío aquí?” Abayat se mosqueó por tomarle por tonto: “No, pero si le conociera me haría amigo de él rápido. Le trataría como a un rey para que se quede aquí. Si algún hijo de puta le quiere molestar, le corto los hue-vos: si le joden aquí, se va a ir para allá”. El Mosad, de momento, no ha aparecido.

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El campo de refugiados de Balata, en Nablus, tiene mala fama en el imaginario israelí. Su activismo

político en el inicio de las intifadas es célebre: aquí se fundaron las brigadas de Al Aqsa, el brazo armado de Fatah; de aquí salió también la primera bala contra solda-dos israelíes en la segunda intifada, según cuentan. Es el mayor campo en Palestina: viven al menos 27 mil perso-nas en un kilómetro cuadrado. La densidad de población es como la de Calcuta –aunque con edificios más bajos; en Madrid por ejemplo viven 5 mil personas por kilóme-tro cuadrado.

Una joven suiza que estudia árabe en Ramala ha venido a Balata a pasar unos días. Se aloja en una casa con locales. Es la segunda vez que viene y siempre la tie-nen que acompañar porque no sabría encontrar su casa por las calles diminutas. También es más seguro que una joven rubia vaya acompañada. Aparte de las dos o tres calles principales, en la mayoría de callejones de Balata no se pueden extender los brazos sin tocar las paredes y hay que girar algunas esquinas de perfil. Los palestinos

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que viven en Balata son hijos y nietos de los refugiados de Jaffa, la ciudad árabe costera que hoy es parte de Tel Aviv.

En el centro cultural Mohamed Yaffa coincido con un grupo de turistas belgas que vienen a ver cómo se vive en un campo de refugiados. Es la típica gente comprome-tida, de mediana edad, vestidos de safari, que al principio escuchan con la mayor atención posible y luego flaquean por cansancio. El palestino que cuenta la vida en Balata habla un inglés perfecto: “No hay privacidad aquí; nues-tra vida es un libro abierto”, debido a la densidad.

La letanía de desgracias que, según este encargado del centro, acumula el pueblo palestino en Balata son infinitas: la vida tras la fundación de Israel en tiendas de refugiados, la desaparición de la esperanza de volver, la llegada de la violencia, la represión casa a casa israelí, los checkpoints como si fuera “un lugar maldito”, el toque de queda más largo de la región –100 o 120 días, según dos fuentes distintas, con salidas puntuales de casa– durante la segunda intifada. Pero lo peor está aún por llegar: “Los tres o cuatro últimos años han sido los peores. En épo-cas anteriores todos sabíamos qué pasaba. Ahora nadie lo sabe. Nada va mejor. La vida se está convirtiendo en imposible. No hay cambios. Se destruyen vidas, no solo la economía sino las almas. Israel ha cortado todas las salidas”.

Cita luego las cifras de paro. Todas superan el 50 por ciento; las más sangrantes son las de jóvenes. “Mucha gente necesita apoyo psicológico”, dice. Pinta un panorama lamentable en las escuelas: “A la escuela de niños la llaman ‘el matadero’ por el modo en que se pelean. Es como una zona de guerra”. A pesar de que el

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suicidio está prohibido en el islam, “se está convirtiendo en normal aquí”. El suicidio en un campo de refugiados palestino puede ser un ataque: “Algunos niños tratan de entrar en asentamientos con un cocktail molotov. Si te matan, bien, eres un mártir. Si no, vas con tus amigos a la cárcel, sin tener que preocuparte por la vida, con comida gratis”.

Pero no son los únicos problemas: “Los padres no se atreven a ver a sus hijos porque no tienen un shekel para darles”. Aún hay más: “Israel deja que las drogas entren, un cigarrillo de marihuana cuesta dos shekels”. El discurso es trágico. Al salir del centro cultural, una piedra me cae al lado; un niño desde una azotea se la ha tirado a otro abajo. Era una piedra de verdad. “Juegan a soldados y manifestantes”, me dice el encargado del centro. Pero juegan en serio.

La lista de desgracias palestinas puede parecer exa-gerada. En el centro cultural Mohamed Yaffa les interesa contar problemas a belgas. Son contribuyentes de la Unión Europea, que financia de todo en la Autoridad Palestina. Además al final de la charla podían comprar productos hechos por mujeres de Balata. Pero sea el colegio un matadero o no, las miradas y las condiciones aquí son muy duras. Los israelíes se preguntan por qué 65 años después los palestinos descendientes de refugia-dos viven aún así. “No les prohibimos irse”, me dicen aquí. La situación es un criadero de jóvenes con ganas de pelearse con alguien. Aparte de los enemigos dentro de la Autoridad Palestina, los soldados israelíes son la presa más cercana.

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Los campos de refugiados de Aida (Belén) y Balata (Nablus) están en el área A, controlada por la

Autoridad Palestina. El pueblo de Jitflik está en el área C. La Autoridad Palestina o sus policías no pueden hacer nada allí: Israel se encarga tanto del gobierno civil como de la seguridad. El área C es un 61 por ciento de Cisjordania, pero con solo 150 mil palestinos de los más de dos millones que viven en la región.

De Nablus a Jitflik hay unos treinta kilómetros. En Jitflik me espera Rashid, de la organización Jordan Solidarity Valley. Cuando quedamos por teléfono, me dice: “Llámame cuando hayas pasado el checkpoint de Hamra, así sé cuándo llegarás”. El tiempo de espera es variable. En el checkpoint mi minibús se detiene a unos 25 metros de los soldados. Cuando dan el visto bueno se acerca, mientras el siguiente coche se espera también lejos. Evitar aglomeraciones es una medida de seguridad. Los soldados piden nuestras identificaciones. Miran los papeles con pocas ganas y dejan pasar. Rashid me dirá luego que “desde hace unos meses, los soldados están más simpáticos”. Es una prueba más de que Israel puede premiar por buen comportamiento.

Rashid vive parte del año en la sede de Jordan Valley Solidarity. Es una bonita y austera casa de barro en un pueblo de viviendas desperdigadas. Desde el porche me enseña a lo lejos la escuela que acaban de construir, uno de sus grandes logros tras meses de batallas en despachos con Israel. El agua y la frontera con Jordania hacen del valle del Jordán una región especial para Israel. Vive aquí poca gente: 64 mil palestinos –si se cuenta la ciudad de Jericó– y 8 mil colonos israelíes en 37 asentamientos.

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Según los datos de Rashid, antes de la ocupación en 1967, vivían 360 mil palestinos.

Rashid está convencido de que Israel tenía un plan para quedarse el valle del Jordán desde antes de la guerra de 1967, pase lo que pase con el resto del territorio pales-tino. Los archivos israelíes están clasificados y nadie sabe si ese plan existía antes o después. Pero un paseo por esta región deja en evidencia que Israel prefiere que haya aquí cada vez menos palestinos.

Excepto Jericó, no hay ciudades en el valle del Jordán. Buena parte de sus habitantes son beduinos que hasta hace poco vivían como nómadas con sus rebaños. Con Rashid visité varias “aldeas” palestinas. Son peque-ños grupos de chabolas hechas con lonas. Israel no les permite construir aquí, pero Jordan Valley Solidarity hace lo posible para levantar escuelas y ambulatorios. El juego con el ejército israelí es el siguiente: si los soldados llegan antes de que la nueva construcción tenga techo, pueden derribarla; si ya lo tiene, necesitan un permiso. El reto de los palestinos, como es lógico, es colocar el techo cuanto antes. Esta norma israelí impide también a los locales construirse nuevas casas o mejorar las que tienen.

La diferencia de las chabolas con los chalés de los asentamientos en la cresta de la montaña es un ejemplo diáfano de la posición de poder de cada bando. A los pies del asentamiento de Naskiyot –ex colonos de Gaza que llegaron aquí tras la salida de Israel en 2005– vive una familia entre lonas. No tienen agua potable a pesar de que una tubería con el logo de Aguas de Israel pasa a unos metros de su cabaña. Los niños de la familia se pasean descalzos. Los colonos, siempre según Rashid, han matado a una vaca de la familia, le han roto el brazo

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a la mujer, han ahogado a un caballo. No quieren tener-los ahí abajo.

El objetivo del ejército israelí parece ser complicar la vida a los locales para que abandonen su residencia y vayan a vivir en ciudades palestinas en el área A. Si un día hay que negociar un status definitivo o Israel la anexiona, en esta región habrá más israelíes que palestinos. Es un ejemplo perfecto de la creación de “un hecho sobre el terreno”. Las tácticas del ejército para desplazar a palestinos sin casa fija son declarar zonas para uso militar y confiscar tierras; quedarse con áreas que deben servir de perímetros de seguridad a los asentamientos y que se usan también como campos agrícolas; imponer multas por faltas ridículas como cruzar una carretera o hacer difícil y caro el uso de agua potable. En mi paseo por el norte del valle del Jordán había durante kilómetros un dique recién construido al lado de la carretera. Era un modo aparente de impedir el paso a los rebaños de los beduinos.

La opción más rebelde que tienen a mano los pales-tinos del área C es no moverse. El lema de Jordan Valley Solidarity es “existir es resistir”. Las opciones que me repiten los palestinos ante el ejército israelí son parecidas: “Una intifada no sería buena. La última no mejoró nada. Pero no vamos a irnos”, dice Rashid. Su esperanza, como siempre, es la espera: “La ocupación es un segundo en la historia de los palestinos. Pasará”. Quizá para calmarse, Rashid cree que luchan con un enemigo voraz y mons-truoso: “Israel quiere del Jordán al Nilo [que incluiría buena parte de Egipto hoy]. Ojo con ellos”. Rashid cree que la guerra en Siria es una trama israelí para acabar con el régimen de Asad: “Después de Asad van a ir a por el rey [jordano] Abdulá”.

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Las exageraciones o conspiraciones están extendidas. El día antes de visitar el Jordán, en Nablus, compré un cua-derno en una papelería. Costaba 4 shekels. Tenía un shekel en monedas. Cuando le di varias monedas de 10 cénti-mos al tendero, empezó a reír. Dijo a unos amigos que charlaban con él que miraran a este extranjero, que usaba monedas de 10 céntimos aquí. “En Nablus nadie lleva esas monedas”, me dijo. Me enseñó una de las caras. Había un candelabro de siete brazos, emblema del Estado de Israel. El candelabro está colocado encima de un relieve. No entendí por qué nadie usaba esas monedas, pero opté por no preguntar más. El tendero había pasado a enseñarme unas fotos de un boquete en el muro de la tienda que había hecho un proyectil de un tanque israelí durante la segunda intifada. El ejército invadió el centro de la ciudad.

La solución al misterio de la moneda es fácil de encontrar en internet, pero antes pregunté a varios israe-líes y no tenían ni idea. En 1990, Yaser Arafat usó varias

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veces la moneda para demostrar las presuntas aspiracio-nes de Israel: “Esto es una moneda de 10 agorot [término israelí para céntimos]. Es una nueva moneda israelí. ¿Qué muestra? Un candelabro de siete brazos sobre un increíble mapa: una silueta de la región que va del Mediterráneo a Mesopotamia, del Mar Rojo al Eufrates. Es una demostración evidente de las aspiraciones sio-nistas”. La acusación de Arafat no es tan rocambolesca como parece. El Génesis y el Deuteronomio hablan de los límites del Gran Israel con referencias al “Gran Río de Egipto”, Líbano y el Eufrates. Pero el presunto mapa es solo la reproducción de la forma de una moneda con el candelabro emitida en época del rey judío Antigonus II en el 40 antes de Cristo.

Un problema más grave y real para los habitantes del valle del Jordán que un hipotético mapa en una moneda es esta estadística de 2011 de la Asociación para Derechos Civiles en Israel: un 64 por ciento de israelíes judíos no saben que el valle del Jordán es territorio ocu-pado, en el que Israel no es soberano, y más de un 80 por ciento cree que la población del valle del Jordán es sobre todo o solo judía. El gobierno de Israel no contribuye a aclarar esta confusión. La cuarta entrada al poner “Jordan Valley” en Google es el Ministerio de Turismo de Israel (las tres primeras son dos de Wikipedia y una empresa de semiconductores israelí que se llama Jordan Valley). En la página del Ministerio, el valle del Jordán es uno de los destinos posibles. Hay otros lugares que están también en Cisjordania y que están en la web sin distinguir: Gush Etzion, el desierto de Judea.

En el texto sobre el valle del Jordán no hay nin-guna aclaración entre los destinos que están fuera de la

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línea del armisticio de 1967 y dentro. No sale la palabra “árabe” o “palestino” ni una sola vez. Después de Beit Shean, una ciudad israelí justo al norte de la Línea Verde, la web dice (las palabras entre corchetes son los detalles que omite):

Al seguir hacia el sur, disfrutará de un paisaje que cambia gradualmente y se convierte en más árido hasta descender a 400 metros bajo el nivel del mar. Gracias a modernas técnicas de irrigación [que usan en los campos de los asentamientos], la región está punteada por árboles frutales, bosquecillos de dátiles, viñedos e invernaderos de flores y vegetales, y también verá a pastores [palestinos] con sus rebaños.

Más al sur, pasará por el área en que los israelitas cruza-ron el Jordán, y verá su primer destino, el rico oasis de Jericó, la ciudad más antigua del mundo.

El Ministerio no advierte de que hoy Jericó es una ciudad árabe en área A y que los judíos no pueden entrar. La descripción sigue hasta llegar al mar Muerto, que en parte vuelve a estar en Israel. En otra muestra de ambi-güedad, la web del Ministerio, junto al copyright del “Ministerio de Turismo, Gobierno de Israel”, dice: “El Ministerio de Turismo de Israel no es responsable de la información que aparece en esta web, proporcionada por terceras partes. El uso de esta web y la responsabilidad recae solo sobre los proveedores de información”.

La confusión territorial en Israel va más allá del valle del Jordán. Dahlia Scheindlin, profesora de la Universidad de Tel Aviv y autora del sondeo sobre el

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valle del Jordán, me dice: “Muchos israelíes que viven en la costa no cruzan la Línea Verde a menudo, o al menos no creen hacerlo. Varias carreteras y ciudades que se consideran parte del ‘Israel real’ pueden estar al otro lado de la línea del alto al fuego, pero muchos no saben los detalles. Pueden pensar que si no visitan los asentamien-tos en sí, o ciudades palestinas, no se aventuran dentro de Cisjordania”. Es el plan de Yigal Allon hecho realidad: los israelíes creen estar “fuera” de Israel solo cuando están entre árabes o en comunidades judías valladas. El resto –el área C– es o parece Israel. Un plan del tercer partido de la coalición que gobierna Israel, Hogar Judío, del ministro de Industria, Neftali Bennett, es anexionarse el área C. A muchos israelíes quizá les sorprenda que esa región no sea aún parte de Israel.

*

Cisjordania vive este triple movimiento tectónico: el aumento de la población judía en asentamientos, la

despoblación de palestinos del este y sur de la región –el área C–, y el progresivo encaje económico de los pales-tinos en la vida económica israelí. Ninguno de estos tres cambios está escrito en una ley ni aparentemente plani-ficado. Los indicios son evidentes, pero su confirmación no existe. El lento avance de este gran movimiento está a expensas de cualquier explosión de violencia o de un difícil proceso de paz.

Este proceso ocurre lejos de la atención de la mayo-ría de israelíes, que disfrutan cada día de calma en las pla-

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yas de la costa o en las terrazas de Tel Aviv. Una expre-sión clara del deseo de muchos israelíes es una charla con una joven de Rehovot, una ciudad anodina en el centro de Israel: “Solo les diría una cosa a los palestinos: dejad-nos en paz, ¡dejadnos en paz de una vez!” El problema de esta chica de Rehovot es que muchos palestinos querrían lo mismo, pero no pueden exigirlo.

Esta queja de la joven de Rehovot tiene bases más científicas. En el sondeo de diciembre de 2012 del Instituto Harry Truman de la Universidad Hebrea de Jerusalén y del Palestinian Center for Policy and Survey Research en Ramala, el 65 por ciento de israelíes cree que es imposible llegar a un acuerdo de paz con los pales-tinos. En las elecciones de enero de 2013, el segundo partido más votado fue Yesh Atid (Hay un Futuro), del célebre ex periodista Yair Lapid. Sacaron 19 escaños, 12 menos que el Likud del primer ministro, Bibi Netanyahu, y 4 más que los laboristas.

Yesh Atid se presentó a las elecciones con un programa de ocho puntos. El primero era: “Cambiar las prioridades en Israel, con un énfasis en la vida civil: educación, vivienda, salud, transporte y vigilancia policial [“policing”, en inglés, que no es lo mismo que “seguridad”, que podría referirse a conflictos exteriores], así como mejorar las condiciones de la clase media”. Además de “policing”, la clave en esa primera prioridad es doble: pri-mero, “cambiar” la prioridad y dejar de pensar siempre en el conflicto; segundo, la aparición de la “clase media” como un ente que quiere vivir en un país normal.

En todas mis entrevistas en Israel pregunté primero cuál era el desafío principal del país hoy. Dov Lipman, diputado de Yesh Atid, me dio en su respuesta por

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email (no pudimos coincidir por problemas de agenda): “Nuestros mayores desafíos son internos. Tenemos que recuperar la economía con una clase media fuerte, mejorar la educación, facilitar que los ultraortodoxos trabajen y sirvan el país, y unirnos como un pueblo”. Aproximadamente la mitad de los entrevistados me dije-ron que la prioridad era resolver el conflicto: cuanto más de izquierdas eran, más importancia daban a encontrar una solución para la causa palestina.

Israel no es aún un país normal por al menos tres motivos: tiene solo 65 años, sus fronteras son ambiguas porque ocupa zonas con población “extranjera” y le atacan a menudo desde el exterior. Es un país en cons-trucción. Pero cada vez más empiezan a surgir brotes de normalidad. La generación de los pioneros se encargó de fundar el país desde antes de 1948. Sus sucesores se ocuparon de defenderlo, desde 1967 hasta la segunda intifada. La generación que ahora emerge puede –de momento– empezar a preocuparse por cómo será el país. Israel no vive en paz, pero sí con la tranquilidad de saber que su existencia no está en peligro inminente. Esa calma tensa permite, como me dijeron muchos entrevistados, afrontar problemas internos.

El descenso de la opción de la destrucción definitiva no impide que Israel afronte aún una batalla decisiva, aunque menos violenta: la legitimidad exterior e interior. Los israelíes, como es lógico, saben bien la historia de su pueblo: nos echaron de nuestra tierra hace dos mil años, nos repartimos por el mundo pero conservamos nuestra tradición, nos quisieron exterminar y decidimos volver a nuestra tierra, a pesar de que hubiera alguien, porque es nuestro derecho. Su legitimidad es evidente. Pero

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desde fuera parte del mundo simpatiza con la narrativa palestina, más sencilla: estábamos en nuestras casas y nos echaron en 1948 y nos siguen echando en 2013. Los dos pueblos tienen razones legítimas para vivir en Oriente Medio. Israel tiene el problema de que debe dar más explicaciones; cuando hay que hablar tanto, se pierde.

Israel ha tenido además el mérito de haber ganado las guerras. Las guerras suelen tener consecuencias. Si los árabes hubieran ganado alguna –dicen los israelíes– hoy pocos judíos seguirían ahí. Pero el mundo tampoco lo ve con los mismos ojos. Si el mundo no acepta la legitimidad de Israel porque es un poder colonial y por tanto no lo admite de pleno en el club de las naciones podría hacer difícil su futuro.

El problema de los boicots no es solo económi-co y exterior. Si las condiciones de los palestinos en Cisjordania empeoran y su condición de ciudadanos de segunda se hace evidente, muchos israelíes no soportarán que su país se convierta en opresor reconocido. Amnon Vidan es hoy responsable de responsabilidad social corporativa en una empresa de Haifa. Hizo seis años de servicio militar, tres más de los obligatorios. Creía que era su obligación y así le habían educado. Igual hicieron sus dos hermanos. Pero dos de sus seis sobrinos en edad militar han decidido ser objetoras de conciencia. Estas dos sobrinas creen que la ocupación está mal y no quie-ren participar. El ejército es hoy más religioso y una de sus rutinas es la protección de colonos. No es lo mismo defender al país de la agresión exterior que proteger a ciudadanos del asentamiento de Itamar que cortaron en junio de 2013 más de mil olivos de 20 familias del pueblo contiguo, Awarta, de una tierra anexada por el Estado.

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Las dos veces que he ido al asentamiento de Hebrón he charlado con soldados y en varios casos me han puesto cara de “qué-le-vamos-a-hacer” cuando les he pedido algún detalle menor. Su labor no es cómoda.

Hay israelíes que no querrían vivir en un país así: “Cada día pienso en marcharme”, dice Amnon. “Cada vez más jovenes recuperan los pasaportes de los países de los abuelos”. Son sus percepciones, no datos. A Amnon le preocupa cómo será el carácter del estado de Israel en unos años. Hoy esta postura no es aún un problema. Aún son mayoría los israelíes como Amnon que creen que deben ir al ejército a dar ejemplo y a denunciar a sus oficiales que no cumplan con dignidad su labor. La legi-timidad exterior e interior cuenta a largo plazo para que Israel sea un estado viable.

El profesor Yossi Klein Halevi, del Hartman Institute, tiene un discurso bien elaborado sobre la situación de Israel. Sus dudas muestran las dificultades: “Tengo días de izquierda y días de derechas –dice. Hay días en que pienso que si tiran cohetes a Israel desde Cisjordania, podemos asumirlo. Pero hay otros días en que pienso si estoy loco”. Si la situación sigue como está, “Israel podría dejar de ser democrático [no todos los ciudadanos tendrían un voto] o judío [habría más palesti-nos], pero si nos vamos, se crea un Estado palestino, nos atacan y enviamos al ejército para protegernos, podemos vernos en el Tribunal de La Haya al día siguiente”. Si Israel dejara de ser democrático debido a la ocupación, su imagen en el mundo –su legitimidad– sería peor. Podría acabar marginado como la Sudáfrica del apartheid. Pero salir de Cisjordania y que empiecen a caer cohetes puede ser una solución mala que solo complique su futuro.

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Una causa de las dudas israelíes puede ser la falta de apoyo de parte del mundo, sobre todo de Europa. Israel tiene el apoyo inquebrantable de Estados Unidos, pero tiene una relación tibia con Europa: “La postura europea me obliga a pensar que no podemos dejar los territo-rios”, dice Klein Halevi. ¿Qué pasaría si el nuevo estado palestino ataca Israel y los israelíes responden? “Saldrían imágenes muy duras en la tele; si la comunidad interna-cional tuviera el sentido común para entenderlo, diría: ‘Salgamos unilateralmente’. Pero no, me siento como en una emboscada. Ya sé que Europa defiende nuestro derecho a existir. Gracias, yo también defiendo el suyo. Pero ¿respetará nuestro derecho a defendernos?” Israel resiente que Europa no está a su lado; Europa cree que Israel abusa sin motivo.

El profesor Klein Halevi tiene una teoría admirable en cinco puntos acerca de por qué los europeos son tan desconfiados con Israel, “de más evidente a más psicoa-nalítica”, dice. Primero, los europeos ven a Israel como Goliat: “Es difícil ver la situación con los ojos de israelíes: para nosotros no nos enfrentamos a los palestinos, sino al mundo árabe”. Segundo, “los argumentos palestinos son más fáciles de contar: expulsión, ocupación, apar-theid. Cuando tienes que explicarte demasiado, malo”.

Tercero, ¿por qué los europeos se creen la peor propaganda árabe y los americanos no? “Por una razón sencilla: porque los americanos conocen a judíos y no creen en esas historias demoníacas. Pero en Europa no hay apenas judíos; se puede decir que el holocausto funcionó”. Cuarto, el histórico antisemitismo europeo existió: “Beben de su historia y critican más a menudo el ser israelí que sus políticas”, dice Klein Halevi y da los

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ejemplos de la Inquisición y de un humor gráfico en el periódico La Stampa durante el asedio a la Iglesia de la Natividad de 2002; salía el niño Jesús y se leía: “Me están intentando matar otra vez”. Un dibujo así sería impensa-ble en un periódico americano.

El quinto motivo es el más “irrazonable”, dice: “¿Por qué tantos europeos creen que Israel es como los nazis? ¿Por qué hay una ‘necesidad’ de creer lo peor de los judíos? ¿Serán capaces de convertirse en nazis igual que lo fueron los europeos? Así el sentimiento de culpa del holocausto es algo más fácil de llevar. Todo el mundo tiene su momento nazi”. Europa, según Klein Halevi, intenta expíar sus pecados a costa de Israel. Su excusa sería que todas las sociedades, incluidas las víctimas, tie-nen un mal momento.

Las acciones de Israel en Cisjordania tienen por tanto consecuencias. Israel ha ganado las guerras y las intifadas, pero ahora ve cómo peligra su imagen. El equi-librio entre las necesidades de seguridad –o, para otros, las aspiraciones coloniales– y la imagen de legitimidad es el gran reto exterior de Israel. Hay varias alternativas. Antes de verlas, hay que conocer el gran desafío interior de Israel hoy.

*

El barrio de Mea Sharim es un extraño y célebre lugar turístico de Jerusalén. Está cerca de la ciudad vieja. Su

atracción no es una sinagoga legendaria ni calles antiguas: son sus habitantes. La primera vez que estuve en el barrio

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era sabbat. Las calles se cierran y ningún coche puede cir-cular. Las tiendas no abren. A media mañana, solo hay una actividad a hacer fuera de casa: pasear. El espectáculo de ver por el centro de una avenida de tres carriles a cientos de hombres vestidos con capas, sombreros y abrigos del siglo xviii es admirable. Las variantes en gorros, calcetines o telas refleja la tradición que siguen. La persistencia de esta corriente es extraordinaria, más en un país donde a dos calles dan un concierto de música electrónica con cientos de jóvenes desmelenados y a 60 kilómetros Tel Aviv es una de las capitales gay del mundo.

Los ultraortodoxos son fundamentalistas: creen que conservan la verdad eterna. Su creencia les da fuer-za, pero su aspecto es a menudo poco saludable: niños blancuchos con cara de perdidos y vestidos como si fueran disfrazados no son una prueba de fortaleza ni de futuro. Pero han ganado todas las batallas al tiempo y en lugar de disminuir, crecen. Los grandes rasgos de los ultraortodoxos son tres: los hombres dedican su vida a estudiar religión y por tanto apenas trabajan; viven alejados de la vida secular y moderna, y se reproducen todo lo que les es posible. Un primo del profesor Klein Halevi es ultraortodoxo. “A veces me gustaría cogerlo y decirle ‘¡vale ya!’, como se lo dices a un niño”, para que pare de hacer tonterías. “Pero hay que tener en cuenta –sigue Klein Halevi– que es la única comunidad que vive voluntariamente pobre por sus ideales: mi primo tiene 13 hijos, viven todos en dos habitaciones y media, con el resto de la casa llena de libros religiosos y escrupulosa-mente limpia”. El sustento de la familia es la mujer –que hace de costurera– y la pensión que deben recibir del estado, además de algún trabajillo del padre. Los hom-

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bres ultraortodoxos –“haredim” en hebreo, que significa “los que tiemblan ante Dios”– suelen como mucho dar alguna clase aparte de estudiar. Solo trabajan de media 4 de cada 10 y su sueldo es un 57 menor que el de los laicos –porque sus trabajos son peores. Casi un 60 por ciento de familias ultraortodoxas viven en pobreza.

El primer gobierno de Israel les concedió la opción de librarse del servicio militar obligatorio. Fue un com-promiso ante una comunidad minúscula, que mantenía viva una tradición que parecía destinada, a finales de los 40 y tras el holocausto, a desaparecer. El compromiso del primer ministro Ben Gurion tuvo también una parte práctica. Muchos ultraortodoxos no son sionistas: creen que la creación del Estado de Israel culminará solo cuan-do llegue el mesías. No puede ser por tanto una creación previa humana. Cuando en una delegación de la ONU fue a Palestina para hacer un informe sobre la posible división de la tierra, Ben Gurion no quería voces discor-dantes en su bando. Les prometió la exención a cambio de apoyo.

Una comunidad pequeña se ha convertido hoy en más del 10 por ciento de los israelíes. Junto a los árabes israelíes forman una cuarta parte del país. Ninguna de las dos comunidades hace el servicio militar. Si la ten-dencia sigue así, ultraortodoxos y árabes serán la mitad de israelíes en 2050. Es otro peligro existencial para Israel. El director del periódico Israel Hayom en inglés, Amir Mizroch, me contó este chiste: “En Israel un tercio trabaja, un tercio paga impuestos y un tercio sirve en el ejército. El problema es que es el mismo tercio”. Es una exageración, pero resume el sentimiento de muchos votantes seculares y de clase media.

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Los partidos ultraortodoxos llevan en el gobierno, con breves interrupciones, desde la creación del estado de Israel. En esta legislatura, con la llegada de Yesh Atid, se han quedado fuera y están enfadados. El gobierno ha aprobado y enviado al Parlamento un proyecto de ley que obliga a los ultraortodoxos a servir en el ejército. Dov Lipman, de Yesh Atid, me contaba así el contenido de la posible nueva ley: “Los jóvenes ultraortodoxos podrán centrarse en estudiar la Torá hasta los 21 años. Entonces deberán servir todos excepto 1.800 estudiantes de elite cuyo estudio de la Torá contará como servicio a la nación. El servicio militar se hará en unidades preparadas para cubrir las necesidades de los ultraortodoxos o harán un servicio nacional [un servicio alternativo al militar]”. Las mujeres ultraortodoxas, que hasta ahora no servían, deberán hacerlo, según el proyecto de ley.

Visité una noche la casa de un militar de familia ultraortodoxa en el barrio Bnei Brak de Tel Aviv. Su trabajo en el ejército era facilitar la vida a los religiosos: los comedores debían ser muy kosher –nada de cerdo, ninguna mezcla de leche y carne sobre todo–, debía concederse el permiso para ir a casa cuando su mujer ovula, evitar que una superior sea mujer, que el resto de mujeres vayan bien vestidas, asegurar las horas de estudio religioso. Su objetivo es que los reclutas ultraortodoxos sean una muestra palpable en su comunidad de que está bien servir en el ejército, que “no te intentan cambiar” de modo de vida. “Ese es el gran miedo de las familias”, me dice el militar: que el joven se vuelva secular y abandone la comunidad.

Para un extranjero es difícil de entender el nivel de precisión y necesidades de un ultraortodoxo. En la noche

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de mi visita celebraban la inauguración de la casa del mili-tar. Uno de los invitados era un rabino militar. Le pregun-té qué hace un rabino en el ejército; algunos cometidos son parecidos a un capellán castrense, otros no: “Apoyar a todos los combatientes, tener a mano los objetos nece-sarios para la vida religiosa, enterrar a caídos en combate, celebrar matrimonios militares, atender a soldados que se quieren convertir al judaísmo (el requisito es tener al menos un abuelo judío), responder dudas religiosas, como si se puede celebrar el Pésaj [una fiesta tradicional] antes de que oscurezca o cómo seguir cumpliendo con los deberes del sabbat”. El debate es constante y llega al nivel de preguntarse si salvar una vida como soldado es más importante que cumplir con algunos preceptos.

Al día siguiente fui a una base militar en Tel Aviv para charlar con dos soldados ultraortodoxos que habían optado por alistarse. Eran mayores –unos 25 años– y eran soldados porque su familia era un poco más abier-ta y había cierta tradición militar y sionista –de apoyo al Estado de Israel. Los dos aprendían informática. Su aspecto no era el típico de ultraortodoxos; eran más avis-pados y metidos en el mundo. “Algunos [de los reclutas ultraortodoxos] no saben minimizar una ventana en Windows”, me decía uno de sus profesores. El rechazo a la vida moderna hace que en las escuelas ultraortodo-xas la ciencia, las matemáticas (“lo más avanzado que estudié fueron ecuaciones con una incógnita o dos”, me dice uno de los dos soldados) o el inglés (la entrevista es en hebreo; un capitán que habla español traduce) que se enseñan sean escasos.

Cuando salen de su comunidad, les cuesta adaptarse. Pero tienen ventajas: el nivel de análisis legal del judaís-

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mo hace que sean buenos en lógica y que a muchos la informática, por ejemplo, se les dé bien: “Aquí descubrí mi pensamiento científico”, dice un soldado. Su superior lo confirma: “Los haredim tienen un pensamiento más profundo. Tiene que ver con el estudio del Talmud”. Los ejércitos hoy necesitan cada vez más informáticos. Tienen más o menos previsto qué hacer cuando deban trabajar en sabbat por alguna crisis: “Dar instrucciones para que otro teclee” parece que sería una opción. Es probable que pronto inventen software que sea kosher y permita usar ordenadores en sabbat. Así es como en Israel retorcidas necesidades religiosas pueden llegar a satisfacer usos universales. El ejército israelí tiene tam-bién una unidad de combate de ultraortodoxos, pero no es su destino principal.

El mundo haredí no es monolítico. Las corrientes y los rabinos varían. La mayor diferencia –como en otros ámbitos– es entre judíos ashkenazíes y sefardíes. Los ashkenazíes son los judíos de Europa central y del este y sus descendientes; los sefardíes son los judíos que salieron de la Península Ibérica. En el caso de la ultraor-todoxia, esta es la mayor distinción. Pero en Israel la separación genérica es entre ashkenazíes y el resto, que a menudo les llaman mizrajíes, que en realidad son los judíos cuyo origen está al este de Israel. Pero a los judíos de países árabes del norte de África también se les llama mizrajíes por extensión. Fuera del ámbito religioso, el único sentido de la separación es clasista. Los ashkena-zíes llegaron primero y desde Europa con su educación y su dinero. Los mizrajíes llegaron después –en los 50– de los países árabes y siempre han sido ciudadanos de segunda –parecido, de hecho, a los árabes en Europa.

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Todo el mundo dice que cada vez ocurre menos, pero una tradición constante en las charlas iniciales en Israel es averiguar el apellido u origen del interlocutor. El país de procedencia es útil, pero no es garantía para saber el origen: hay ashkenazíes en Argentina, por ejemplo.

Las diferencias en los ritos religiosos son más evi-dentes. Los primeros ultraortodoxos que conocí eran sefardíes españoles. Simón Benzaquén es un joven judío español que se fue a vivir a Israel: “Cambié el chip. Vine para investigar y darme cuenta de que Dios no existe. Pero me di cuenta de que sí existe”, dice de su primera experiencia en Israel. En la academia religiosa o yeshiva “me di cuenta de cómo funciona la vida; todo el día anotaba”. En Jerusalén conoció al que hoy es su suegro, Moisés. Simón me contó una experiencia que le impre-sionó de una comida en casa de Moisés: “Estábamos en la mesa y Moisés preguntó: ‘¿quién puede traer agua?’ Y se levantaron sin quejarse, al contrario de lo que haríamos en España. Cuando él hablaba, los demás se callaban para escucharle”, decía Simón admirado, y concluyó: “Guau, quiero que esto pase en mi casa”, dice.

El suegro Moisés fue un joven anarquista espa-ñol durante la transición que años después emigró a Venezuela. Allí se dio cuenta de que en el Talmud, “hace 1.500 años ya se hablaba de ecología”. Empezó a querer saber más: “El gran cambio respecto a la vida secular es empezar a hacer el sabbat”, dice Moisés. Con el tiempo, se mudó a Jerusalén y abrió un kolel –el cen-tro donde los adultos van cada día a estudiar religión. Moisés se viste con chaqueta, pantalones, sombrero y kipá negros y camisa blanca: “Es mi uniforme, que me cuida y compromete”, dice. Con ese uniforme no se

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atreve por ejemplo a mirar a una mujer o a comer en un restaurante no kosher.

Días después hablé con Shlomo Tikochinsky, inves-tigador del Instituto Van Leer de Jerusalén. Tikochinsky estudió en la célebre yeshiva Ponezevh del barrio ultraor-todoxo Bnei Brak, en Tel Aviv. Con ese apellido, Shlomo solo puede ser ashkenazí. Es especialista en yeshivas litua-nas y ha dejado algo atrás los preceptos más estrictos de su comunidad. Habla inglés regular, pero comprensible. Cuando le dije que había hablado ya con tres ultraortodo-xos, puso cara de sorprendido. Es una comunidad difícil de entrevistar para extranjeros y en inglés. Me preguntó un par de cosas y se dio cuenta de que mis entrevistados ultraortodoxos eran sefardíes. Saltó de la silla con los bra-zos extendidos: “¡Noooo! ¡Esos no son los auténticos!”, dijo. La ultraortodoxia original –los de Mea Sharim– son ashkenazíes. La variante sefardí es una copia.

Tikochinsky es extrovertido y gritón. Es difícil ima-ginarle sentado horas y horas ante un Talmud. Aunque el estudio religioso judío no es solo monacal y en silencio. La sala de lectura de la yeshiva Har Etzion del asentamien-to de Alon Shvut es una jaula de grillos. Los jóvenes reli-giosos judíos deben debatir, preguntarse, repreguntarse y retarse hasta llegar a conclusiones lógicas sobre por qué sí o por qué no se puede, por ejemplo, usar una luz eléc-trica en sabbat que otra persona ha encendido o cuántas horas después de comer carne se puede comer queso –un derivado de la leche. Estos dos ejemplos son menores y manidos. La religión judía puede preguntarse también por todo tipo de asuntos biológicos o médicos.

“Los ultraortodoxos son gente que está muy segura en su interior. Están convencidos de que tienen toda la

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verdad, de que conservan la vía verdadera, de que poseen la verdad cósmica”, dice Tikochinsky. Los ultraortodo-xos creen que su camino es único y que los demás ya lo descubrirán cuando toque. El movimiento empezó en Europa central a mediados del siglo xviii “como una teología, luego se convirtió en una sociología”, dice. La teoría detrás de sus vestimentas y aislamiento sería algo así, según Tikochinsky: “Tienes que ser diferente del resto del mundo porque eres diferente: tú conservas la verdad de toda la creación, nosotros conservamos este secreto”. Tikochinsky no tiene pinta de creer eso hoy, pero tras años en una familia y una yeshiva ultraortodoxa, conoce bien la teoría.

Esta convicción hace que sea difícil negociar una mayor participación social con las comunidades ultraor-todoxas. Es un comportamiento que he oído llamar “infantil” a menudo. “Ellos creen que son los mejores, pero hay que decirles: ‘Por favor, mirad a vuestro alre-dedor, parad ya’”, dice Tikochinsky. Cuando el primer gobierno de Israel concedió favores a esta comunidad creían que iban a disolverse en breve. Ha ocurrido lo contrario. Los políticos o los jueces del Estado de Israel tienen para los haredim menos peso que un rabino: en su mentalidad, ¿cómo puede ni siquiera compararse?

Internet es un agujero por donde jóvenes ultraor-todoxos pueden ver el mundo. Es una amenaza. Hay móviles kosher y ordenadores con conexiones kosher a internet que limitan las opciones. Tikochinsky empezó así, a debatir en un portal para jóvenes ultraortodoxos, incluso con chicas. Las mujeres en la comunidad están más sometidas: “Estudian humildad, una especie de Torá para mujeres, con roles de modestia”. Cada vez pueden

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escaparse más jóvenes por las grietas de la modernidad, pero nadie tiene la sensación de que el peso de la ultraor-todoxia disminuya.

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Israel es un país religioso. En julio Israel escogió a los rabinos jefes de las comunidades ashkenazí y sefardí;

un trabajo por el que se cobra 100 mil dólares anuales. Los electores son una especie de cónclave civil: 150 alcaldes, jueces, ministros, rabinos elegidos por políticos. Entre sus deberes hay muchos que afectan la vida de todos los israelíes. Deciden por ejemplo sobre matrimo-nios, funerales, conversiones, certificados para restau-rantes. En Israel no hay matrimonio civil, aunque si dos israelíes se casan en el extranjero y regresan, el Estado suele reconocerles el enlace. Los gays por ejemplo se casan en el extranjero e Israel reconoce su unión.

No todos los israelíes –ni los judíos– son religio-sos. Una persona es judía si su madre lo es. Si lo es su padre o algún abuelo y es educado en la tradición judía, su conversión es casi automática. Los judíos que no creen en Dios y no practican el judaísmo no dejan de ser judíos. Dejan de ser religiosos. En Israel hay cuatro grandes comunidades en relación a la religión. No es una separación científica, en todas hay grises, pero es útil: primero, los seculares, que no pisan una sinagoga y no comen kosher ni siguen el sábat. Segundo, los tradi-cionalistas, que cumplen en las fiestas principales, pero poco más.

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Tercero, los religiosos nacionalistas. Son ortodo-xos en lo religioso, pero sionistas en lo civil. El rabino Abraham Kook fundó esta rama de ortodoxia sionista, que creía que el Mesías llegaría cuando un Estado israelí fuera digno de su nombre. Tras la guerra de 1967, su hijo, el rabino Zvi Yehuda Kook escribió: “Esta tierra es nuestra, no hay territorios árabes o tierras árabes, solo tie-rras israelíes, las tierras de nuestros padres para siempre, y todo dentro de los límites bíblicos pertenece a Israel”, escribió. No es extraño que los colonos más célebres sean de esta rama. Cumplen con la comida y el sábat en lo religioso, pero viven en el mundo de hoy. Cuarto, los ultraortodoxos, que viven en su mundo.

En comunidades judías en el extranjero hay una quinta opción: los reformistas, que serían religiosos pro-gres. En Israel hay pocas comunidades de este tipo y no reciben ayuda del Estado por no estar reconocidas.

La complejidad del judaísmo puede entenderse con este proceso de conversión que me contó un joven espa-ñol. Él era del norte de España y un buen día decidió saber más del judaísmo. Poco después decidió conver-tirse. Los conversos al cristianismo deben bautizarse, al islam deben recitar unas palabras. El paso en cambio al judaísmo ortodoxo es tedioso. Este es un resumen de una conversión real que me contó con detalle a través de un correo electrónico. Prefiere no firmar con su nombre. Es un retrato de las complejidades de la religión judía.

Primero requiere de mucho, mucho estudio y prepara-ción. Estás dando un vuelco enorme a tu vida y has de eliminar, literalmente, tus costumbres y adoptar unas nuevas. Ser judío implica un cambio tanto físico (por

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ejemplo circuncisión, o una vestimenta adecuada en el caso de las mujeres religiosas), psíquico (has de pensar que vas a ser una nueva persona, completamente nueva) y espiritual. Además de tus hábitos de vida diarios, alimentación, fiestas con tus amigos, comidas o cenas de trabajo [por la comida kosher]. También en el tema laboral en lo referente a no trabajar en fiestas o sabbat.

El periodo mínimo es de un año para conocer el llama-do “ciclo de vida judío”, que comprende festividades religiosas (Sabbat, Pesaj, Sukot), celebraciones, para así conocer en la práctica el mundo judío. Después, según el rabino y de tu capacidad de estudio, el proceso puede durar años si se trata de una conversión al judaísmo ortodoxo. Con respecto al judaísmo conservador [una rama más progre que la ortodoxia; el nombre “conser-vador” es equívoco] también se requiere ese mínimo de un año y a partir de ahí suele ser menos “duro” a la hora de convertirte, aunque también hay que estudiar y aprenderte buena parte de las costumbres judías y por supuesto llevarlas a cabo en el día a día.

El judaísmo reformista requiere de menos preparación, estudio, aunque también debes de aprender lo básico. Sobre el reformismo no sé mucho más porque es un grupo que no toqué. Siempre pensé que para convertir-se uno en reformista, mejor no hacer nada. Porque a la larga es lo que hacen: nada.

Un rabino no te puede convertir. Un rabino solamente te orienta, explica, enseña sobre judaísmo durante el proceso y después te recomienda para la conversión.

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El Bet Din o tribunal de conversión está compuesto por tres dayanim, tres rabinos capacitados para realizar conversiones. No cualquier rabino puede convertir al judaísmo a alguien y, si lo hace, esa conversión no es válida. Se dan muchísimos casos de conversiones a comunidades enteras, a cambio de mucho dinero, que después no sirven absolutamente para nada. Te venden humo. O lo que es lo mismo una estafa.

Si, por ejemplo, una mujer se convierte por el rito conservador y se casa con un hombre nacido judío, la ortodoxia no reconocerá a los hijos de esa pareja como judíos puesto que no reconocen la conversión conser-vadora. Este tema en Israel es muy peliagudo porque incluso no se pueden celebrar bodas ya que son bajo el ritual ortodoxo.

Las conversiones por vía ortodoxa solo se realizaban en Israel y en una sinagoga de Nueva York, pero ahora creo que también Italia, México y algún otro país.

El ciclo de vida judío es lo básico y principal para tomar contacto con el judaísmo: estudiar, estudiar, estudiar. Tenemos ciertos preceptos a cumplir. Un no judío no los puede cumplir ya que esas leyes están dadas solo a los judíos. Sin embargo, alguien que está en proceso de conversión ha de ir cumpliendo poco a poco para que vaya tomando un mejor contacto. Aunque solo podrá cumplir al cien por cien una vez convertido.

Cuando llegas al tribunal rabínico, te someten a una serie de preguntas comprendidas en tres mil años de

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historia judía, tradición y cultura. Las preguntas pueden ser de todo tipo. Si eres mujer se centrarán más en el tema del kashrut, la pureza familiar, el hogar y todos los preceptos que una mujer debe cumplir. Si eres hombre todo lo relacionado con los preceptos para el hombre así como oraciones importantes, significado, fiestas judías, explicar las razones de tal ley.

Una vez pasado el examen –tienen que ponerse de acuerdo los tres dayanim–, vas al mikve o baño ritual donde te sumerges tres veces con ellos de testigos. En el caso de que sea una mujer la que va al mikvé hay mujeres especiales para la ocasión para verificar que se sumergió.

Este ritual simboliza el nacimiento (como si el agua del baño del útero se tratara) de un judío. Cuando sales, se examina que estás circuncidado (previamente) y se procede a sacar una gotita de sangre del glande, con un alfiler (esterilizado) como símbolo del pacto de Dios con Abraham, o sea, la circuncisión.

Para hacer aliá tras convertirte al judaísmo, la Sojnut [Agencia encargada de la inmigración de judíos a Israel] debe de dar el visto bueno y convalidar esa conversión para evitar el fraude. Hay mucha gente, sobre todo de América Latina, que usa las conversiones previo pago para hacer aliá y salir de la pobreza.

Se han dado casos de personas que se han converti-do por la ortodoxia y no pueden hacer aliá porque la Sojnut no reconoce esas conversiones, ya que fueron

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realizadas de forma “ilegal” de acuerdo a las leyes del Estado de Israel o que no siguieron un proceso buro-crático conforme a la ley israelí.

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El crecimiento de los ultraortodoxos en estos 65 años ha sorprendido. El aumento de otra gran comunidad

no implicada en el éxito del Estado de Israel ha sorpren-dido menos: los árabes israelíes. Los árabes israelíes son los palestinos cuyas familias, por un motivo u otro, se quedaron en sus casas en la guerra de 1948. Israel se ha esforzado en vender una narrativa en la que los líderes árabes pidieron a sus compatriotas que abandonaran sus casas por unos días hasta el final de la guerra contra el nuevo Estado de Israel. Una historia así les eximía. Pero es inexacta.

Según Shay Hazkani, doctorando en el Centro Taub de Estudios Israelíes de la Universidad de Nueva York, “la mayoría de historiadores hoy –sionistas, postsionistas y antisionistas– están de acuerdo en que en al menos 120 de 530 aldeas, los habitantes palestinos fueron expulsa-dos por militares judíos, y que en la mitad de esas aldeas huyeron por los combates y no se les permitió regresar. Solo en un puñado los aldeanos se fueron por las instruc-ciones de sus líderes”.

Hernán López es miembro del kibutz Gezer, cerca de Ramle, en el camino que va de Tel Aviv a Jerusalén. Un kibutz es una comuna; un lugar donde unas docenas de israelíes deciden poner todo en común y vivir como

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una gran familia: trabajar en una empresa común sin sala-rios individuales. Su apogeo fue antes y en los primeros años de la fundación de Israel. La inspiración eran los koljoses soviéticos. Aquel sueño socialista de los pione-ros de Israel es hoy más bien un recuerdo nostálgico y mal copiado. La mayoría de kibutz no pueden sostener una empresa donde trabajen todos sus miembros, que acaban buscando trabajo fuera. Los salarios ya no son comunes, aunque se done una parte a la comunidad. El ocio, la educación, la seguridad son a menudo propios aún del kibutz, pero se ha reducido la distancia entre un kibutz donde van todos a una y una urbanización donde va cada cual a lo suyo y solo se conocen de vista.

Al lado del kibutz Gezer están las ruinas de Tel Gezer, una ciudad prehistórica. En el paseo hacia la colina donde está Tel Gezer, Hernán me enseña los alrededores del kibutz. Señala cinco lugares: “Allí había cinco aldeas árabes”. Hoy son prados. En junio de 1948 hubo aquí una batalla entre soldados judíos y la Legión Árabe. Murieron 39 judíos y dos árabes, pero la Legión se retiró en seguida. Tras recuperar la zona, “los militares judíos pusieron a los ciudadanos árabes en camiones y los enviaron a Cisjordania”. De sus casas no quedó nada. Hernán no cuenta ningún secreto. Así fue la guerra: 39 judíos murieron y unos cientos de palestinos se quedaron sin casa.

Los descendientes palestinos de estas aldeas recla-man volver a las casas de sus abuelos, aunque no existan. Iqrit era un pueblo de 600 habitantes árabes cristianos al norte de Israel, a escasos cientos de metros de la frontera con el Líbano. En octubre de 1948 el ejército de Israel llegó, pero los soldados árabes ya se habían retirado. Con

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el único motivo de “por su seguridad”, el ejército pidió a la mayoría de lugareños que hicieran un equipaje para dos semanas y los llevaron a un pueblo cerca de Nazaret, siempre dentro de Israel. No volvieron nunca. Hoy el único edificio en pie de Iqrit es la iglesia. El resto de casas son ruinas. Desde hace 8 meses un grupo de árabes –algunos cuyos abuelos vivían aquí y que están enterrados en el cercano cementerio de Iqrit– han vuelto. Son de la tercera generación desde la expulsión. Viven en la iglesia y en un cobertizo adyacente.

Walaa Sbeit es uno de estos jóvenes. Es de Haifa y era educador social: “Vivir allí me sería más fácil, dejo atrás muchos placeres para reconstruir un tipo de vida rural completamente nuevo en Iqrit”. El Tribunal Supremo israelí dio en 1951 la razón a los ciudadanos de Iqrit, pero el ejército dice que es zona reservada. En 1994 una comisión ministerial dictaminó que podía recons-truirse el pueblo. Pero nada cambió. Sbeit y sus amigos creen que tienen derecho a vivir en la tierra de sus ante-pasados. El ejército ha ido ya varias veces, pero mientras no construyan ni planten nada más, parece que podrán seguir. El gran reclamo de Sbeit es el simbólico “derecho al retorno”. Todos son israelíes y para Israel no cambiaría mucho si quieren vivir en Iqrit o en Tel Aviv. Pero es simbólico. “Iqrit puede ser una semilla que dé esperanza a millones de refugiados”, dice Sbeit. Aunque mientras, “hay que ser más listos que Israel: yo no voy a mani-festaciones, no dejo que me arresten. El cambio llegará cuando tenga que llegar”. Sbeit cree que los desacuerdos internos entre israelíes destruirán el Estado a largo plazo.

Los descendientes de los palestinos que vivieron en pueblos como Iqrit o los que rodean Gezer deberán

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aceptar que el retorno es imposible. Pero el periodista y funcionario del Ministerio de Educación palestino Tahseen Yaqeen, en una entrevista en Ramala con dejó clara esta dificultad: “Si un líder palestino decide firmar con Israel un acuerdo en el que no se reconozca el dere-cho al retorno de los refugiados, lo van a matar”. La propuesta sobre refugiados que quizá más se acercaba a encontrar una solución realizable fue la de los parámetros de Clinton: los refugiados palestinos en cualquier país podrían volver al nuevo Estado palestino; la residencia en cualquier otro país, incluido Israel, iba a depender de ese país. Es decir, Israel no lo iba a permitir, excepto una cantidad acordada simbólica o de ancianos. A cambio, los palestinos podrían recibir algún tipo de compensación por la pérdida de propiedad. En diciembre de 2012 solo un 42 por ciento de israelíes apoyaban algo así, igual que los palestinos: un 41 por ciento.

En Israel se da la siguiente ambigüedad. Cuando una encuesta pregunta por separado por los requisitos para firmar un acuerdo de paz con los palestinos, la mayoría no apoya concesiones: solo un 31 estaba dispuesto a divi-dir la soberanía de Jerusalén o un 46 por ciento apoya un Estado palestino en Cisjordania. Pero cuando se pregun-ta si firmarían la paz a cambio de todas las concesiones en paquete hay una mayoría del 56 por ciento a favor. Esa mayoría solo existe en el bando israelí: solo un 42 por ciento de palestinos aceptarían todo ese paquete (entre los palestinos lo que menos les gusta es tener un estado desmilitarizado, rechazado por un 70 por ciento).

En la ronda de sondeos de junio de 2013 del Instituto Harry Truman de la Universidad Hebrea de Jerusalén y del Palestinian Center for Policy and Survey

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Research en Ramala, un 68 por ciento de israelíes y un 69 por ciento de palestinos creen que las opciones de fundar un Estado palestino independiente junto a Israel en los próximos cinco años es baja o inexistente.

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En julio ha habido dos noticias importantes relacio-nadas con Israel. Primero, el tesón del secretario

de Estado de Estados Unidos, John Kerry, hizo que los líderes palestino e israelí, Mahmud Abbas y Benjamin Netanyahu, acepten reanudar tres años después una nueva ronda de negociaciones de paz. Segundo, la Unión Europea publicó unas guías que impiden conceder ayuda financiera a las empresas, organismos, universidades israelíes que trabajen en los asentamientos israelíes. La medida entrará en vigor en 2014 y pretende aislar la acti-vidad económica los asentamientos. Un alto cargo israelí dijo que esta directiva era “un terremoto”.

Israel está acostumbrado a tratar con los palestinos. Es un proceso que controla y que puede acelerar, forzar o abandonar cuando quiera. En cambio, la medida de la Unión Europea es unilateral; una queja del gobierno israelí fue que Bruselas actuó sin consultárselo, tal como parecía que había prometido. El perjuicio económico por la falta de ayuda de Bruselas no es el mal principal. El ejemplo que crea lo es. Si unas pautas así se extendieran, habría en Israel empresas “buenas” y empresas “malas”. El problema de la legitimidad puede llegar a ser una ame-naza tan seria como la violencia.

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El desafío del conflicto perfecto es que siempre hay una condición o un recoveco añadido. En la solución de los dos Estados –uno judío y uno árabe–, Israel tiene hoy un Estado y medio. Si quiere acabar la faena y quedarse con todo el botín, podrá ser un Estado seguro, pero quizá tenga problemas de legitimidad democrática. Los colonos más listos lo saben y les preocupa. Por eso su objetivo hoy es seguir así y esperar a que la situación cambie. Es una apuesta arriesgada, pero clara. El ministro Neftali Bennett, favorable a los asentamientos, pedía en el Washington Post “un plan Marshall en Judea y Samaria para todos”. Ese “para todos” es clave: si los palestinos se dejan, les ayuda-rán a vivir mejor. Pero tienen que dejarse.

Mientras no se dejen, Israel defenderá su derecho a existir y a proteger sus fronteras. La estrategia palestina quizá más eficaz sería dejar de usar el recurso donde siempre les han ganado: la violencia. Sin tiros, ni cohetes, ni bombas, ni cócteles molotov, ni piedras, el ejército israelí no tiene enemigo. La provocación les resulta por tanto útil. Si solo encontraran resistencia pacífica, tendrían un problema grave. Los palestinos han hecho todo lo posible por dar la razón a Israel, con ataques cuando han tenido la oportunidad. Nadie puede negar que la violencia palestina ha reforzado los argumentos de legitimidad de Israel para quedarse con todo el territorio. La periodista de izquierdas Amira Hass escribía en julio en Haaretz una pieza titulada “¿Por qué no ha surgido ningún Gandhi palestino y es probable que nunca ocu-rra?” En el texto decía: “La frase ‘lucha armada’ continúa despertando pensamientos dulces y románticos entre los jóvenes y no tan jóvenes palestinos y sirve para encender su imaginación”. Uno de esos jóvenes palestinos decía

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a Hass: “Mira, crecimos a la sombra de las armas de la ocupación israelí; eso es lo que sabemos. Queremos res-ponder con las mismas armas de la ocupación”.

Por ahora los palestinos siempre han tenido peores armas. Por lo que he visto y oído, la estrategia es más bien esperar tiempos mejores, no una resistencia pacífica.

Si los palestinos optan por seguir con la violencia, los israelíes seguirán igual: sin el control de los territorios palestinos, la seguridad de Israel es inviable. (El argumen-to religioso de que Judea y Samaria son el Israel bíblico es invendible fuera de Israel.) La región cambia y las dudas con la primavera árabe hacen que sea una opción realista esperar y ver qué ocurre. Aparte de Irán, en Israel la violencia palestina preocupa hoy menos. Está muy subyugada. El analista Meir Javedanfar me dijo que quizá el destino de Israel es ser como Florida, un lugar donde cada ciertos años hay un huracán terrible. En Israel el huracán sería una guerra para mantener a los palestinos a raya en Gaza, Líbano o Cisjordania.

La opción Florida podría también combinarse con la creación de un Estado palestino: si Israel se retira y Palestina ataca, habría que defenderse. La investigadora del Instituto Nacional para Estudios de Seguridad israelí Benedetta Berti cree que Israel podría hacerlo: “No creo que el objetivo sea pedir a los palestinos que abandonen su ideología o visión, solo la violencia. A pesar de todo, lograr un futuro con cero problemas será muy difícil. Nuestra percepción de qué es aceptable es mucho más alta. La sociedad es más resiliente y está acostumbrada a vivir con un cierto grado de inseguridad”.

Para los israelíes como Berti la prioridad es los dos Estados y ya se verá. Para Dayan, Bennett y los colonos,

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la prioridad es un Estado y ya se verá. En cualquier caso, nadie cree en una solución inminente y definitiva. La prueba de que los colonos hoy ganan es que hace unos años su postura se veía como una locura. Hoy es una opción casi tan respetable como la contraria. El problema para algunos israelíes de la opción de los dos Estados es que el riesgo es casi igual de grande para la legitimidad. Si el nuevo Estado palestino atacara como ocurre desde Gaza, Israel respondiera con una “fuerza desproporcio-nada” y las teles se llenaran de palestinos ensangrentados, la presión del mundo para ayudar o apoyar a los palesti-nos crecería, aunque ya tuvieran su Estado. El peligro de atacar a un Estado soberano es mayor. Israel por tanto no va a avanzar por ese camino sin todas las garantías militares. Son unas garantías –estado desmilitarizado, control de fronteras, bases militares en el territorio– que un Estado real palestino no va a poder aceptar.

Así me lo explicaba en su despacho de Jerusalén, Yaacov Lozowick, el director del Archivo Estatal de Israel: “La historia muestra que la gente toma decisiones y que esas decisiones tienen consecuencias. En 1981, Begin ganó unas elecciones diciendo que nunca habría un Estado palestino. Pero al final de esa década, para ser elegido pri-mer ministro tenías que apoyar la partición. Fue un cambio monumental en la sociedad israelí. Ahora vemos en Gaza que podría pasar en Cisjordania si tienen un Estado, y ha habido un cambio monumental en la dirección opuesta: una mayoría de israelíes pedirán una certeza casi total de que las nuevas evacuaciones de territorio palestino irán ligadas a una ausencia total de violencia. Si los palestinos no pueden convencernos, no saldremos de más territo-rios. Es el resultado de sus decisiones y acciones en la

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segunda intifada. Por desgracia, eso hará que la paz sea difícil de lograr. No hay un modo de alcanzar la paz”. Esa falta de esperanza clara hace que cada vez más gente vea a los colonos como una realidad, no como una locura. De momento, ya tienen un Estado y medio.

El proceso de paz permite ganar tiempo a Israel. Mientras se negocia, da impresión de sinceridad y buena voluntad. Al final, si no se llega a un acuerdo, puede culpar a los líderes palestinos de falta de concesiones o de visión. Es peligroso porque puede acarrear violencia entre la población por nueva falta de esperanza. Pero es un precio que Israel puede estar dispuesto a pagar para ganar tiempo. “Uno no puede escapar a la conclusión de que el proceso de paz ha sido uno de los engaños más espectaculares de la historia diplomática moderna”, escri-bía Shlomo Ben Ami, ex ministro de Exteriores israelí, a raíz de la última ronda negociadora en 2010.

Cada proceso de paz es distinto. El escepticismo y el cinismo reinan hoy porque no hay ninguna prueba real de que esta vez vaya a ser distinto. Si fracasa, las opcio-nes serán de nuevo violencia o boicots. “Israel es el país donde se inventó el círculo vicioso”, me dijo el periodista Amir Mizroch. Vuelta a empezar, pero la vida sigue, y sigue a favor de Israel. Aunque todo puede cambiar. Así es el conflicto perfecto.

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Israel y Palestina sufren ese conflicto perfecto. Pero son también dos tierras llenas de gente que quiere vivir en

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paz. Son los ejemplos que no salen en las noticias. El inge-niero judío Hadar Zhalev me contaba cómo en su aldea de Galilea era tan buen amigo de sus vecinos árabes que siempre le invitaban a tomar algo. La Fundación Hand in Hand tiene cuatro escuelas por Israel. Su objetivo es reunir a niños israelíes y palestinos en las clases y enseñarles las lenguas e historias nacionales de los dos pueblos. Fuí un día a uno de sus centros, el Max Rayne, en el límite entre Jerusalén este y oeste. En 2011 graduaron a los primeros estudiantes que cursaron allí toda su vida escolar.

Era un colegio normal, lleno de niños que estudia-ban, corrían y gritaban. Algunas profesoras eran árabes e incluso llevaban velo, otros eran judíos. En las aulas de los más pequeños hay dos profesores: uno judío y otro árabe. Es un modo de normalizar. El colegio era una isla en la ciudad, donde daba igual de dónde venías. Hablé con dos niñas amigas, una judía y una árabe. Se llevaban bien, eran amigas, pero en el fondo cada una se reconocía en la historia de su pueblo. En un conflicto perfecto hay islas de paz, pero son solo islas.

Para que esas islas crezcan, la ausencia de violencia es importante. Según el encargado de los archivos esta-tales, Yaacov Lozowick, “si tenemos una generación de coexistencia pacífica, es concebible –solo concebible– que sean más proclives a firmar un acuerdo. Porque no habrían conocido la violencia y se darían cuenta de que pueden vivir así, a diferencia de la generación que nació entre 1967 y 1987”. En la escuela Max Rayne se ven esas chispas de convivencia, donde el otro no es primero un palestino o un judío, sino un chaval. Los conflictos perfectos no se resuelven de golpe, pero tampoco son eternos.

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