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ESTUDIAR Y TRABAJAR PARA PODER AYUDAR Ronnall Castro Página 1 de 11 ESTUDIAR Y TRABAJAR PARA PODER AYUDAR Un cuento sobre la empatía, el valor, la verdad, la justicia y la dignidad Por Ronnall Castro, un ser humano Mi nombre es Andrés Camilo Penagos Velandia. Desde que tengo memoria he visto trabajar a mi familia duro y parejo. El domingo era el único día en que íbamos juntos al parque porque mi mamá descansaba, ya que por donde ella vende tinto sólo abren los negocios de lunes a sábado. Ahora con esto de la pandemia ya ni los domingos podemos estar juntos. A veces le digo -Mamá no trabaje hoy-, pero ella me mira y me responde de manera tajante que no, que si ella no sale quién va a traer para comer. Aunque yo también trabajo desde niño y aporto para la casa, mi mamá prefiere arriesgarse a salir, porque si hay algo que ella no soportaría es ver a mis hermanitas aguantar hambre. Yo tampoco. En más de una ocasión hemos dejado de comer ella y yo, pero mis hermanitas jamás, que me parta un rayo el día que eso pase. Mi papá trabajó en el taller de un señor que se llamaba Don Isidro, hasta que se dio por vencido. Un día salió temprano y no volvió más a la casa. Mi mamá dice que se largó con una vieja, pero yo no lo creo. Él no era un mal hombre, ni borracho ni mujeriego. Don Isidro decía que mi papá era el mejor empleado que tenía. Si le llegaba un carro para pintar en una semana, él lo tenía listo en tres días. Eso sí, se gastaba un geniecito que solo se lo aguantaba mi mamá. Aunque no había terminado el bachillerato le gustaba leer y cada vez que veía un noticiero empezaba a vociferar. ‘Estos hijueputas se la van a robar toda, ¿nos creen güevones?’, esas eran algunas de sus frases preferidas. Mi abuelita Alcira le decía: ‘cierre la boca Guillermo porque va y lo oyen y dicen que usted es de la guerrilla.’ A lo cual mi padre respondía cosas como: ‘Qué va Doña Alcira, por callados es que nos tienen así, con la jeta agachada como cerdos y comiendo mierda’. Mi abuela se santiguaba y terminaba diciendo que las groserías eran del diablo. A mí me daba risa ver a ese par peleando, era como para sentarse a comer maíz pira con gaseosa. Mi mamá hacía como que no escuchaba nada y se ponía a servir la comida. El hecho es que yo creo que él no se fue con ninguna vieja. Simplemente se cansó de todo y se fue. Hoy ya no lo culpo porque una mala situación le quiebra el ánimo a cualquiera. Es más, una mala racha económica llega a un punto en el que se pierde el sentido de la vida y, si uno no encuentra entre los suyos como volver a sentirle sabor a esto, pues se cansa y algo tiene que hacer. Al menos sé que no se suicidó porque un día, no sé cómo, consiguió el número de mi celular, me llamó, me pidió perdón y me dijo que cuando fuera más grande me iba a sentir orgulloso de él y que iba a entender lo que significa hacerse hermano de la vida. No entendí qué quiso decir, pero sus palabras retumban en mis oídos como si me las hubiera dicho ayer. Mi abuelita Alcira murió el año antepasado. ¿Que si era buena? Era la misma encarnación de una santa, si es que existen. Toda su vida trabajó. Ella si fue que nunca supo lo que eran unas vacaciones. De ella aprendí que hay que medírsele a todo y que en la vida todo hay que ganárselo, que las cosas fáciles tienen su trampa o son mal habidas. A pesar de que casi no estaba en la casa durante el día, se

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  • ESTUDIAR Y TRABAJAR PARA PODER AYUDAR Ronnall Castro Página 1 de 11

    ESTUDIAR Y TRABAJAR PARA PODER AYUDAR

    Un cuento sobre la empatía, el valor, la verdad, la justicia y la dignidad

    Por Ronnall Castro, un ser humano

    Mi nombre es Andrés Camilo Penagos Velandia. Desde que tengo

    memoria he visto trabajar a mi familia duro y parejo. El domingo

    era el único día en que íbamos juntos al parque porque mi mamá

    descansaba, ya que por donde ella vende tinto sólo abren los

    negocios de lunes a sábado. Ahora con esto de la pandemia ya ni

    los domingos podemos estar juntos. A veces le digo -Mamá no

    trabaje hoy-, pero ella me mira y me responde de manera tajante

    que no, que si ella no sale quién va a traer para comer. Aunque yo

    también trabajo desde niño y aporto para la casa, mi mamá prefiere arriesgarse a salir, porque si hay algo

    que ella no soportaría es ver a mis hermanitas aguantar hambre. Yo tampoco. En más de una ocasión hemos

    dejado de comer ella y yo, pero mis hermanitas jamás, que me parta un rayo el día que eso pase.

    Mi papá trabajó en el taller de un señor que se llamaba Don Isidro,

    hasta que se dio por vencido. Un día salió temprano y no volvió más a

    la casa. Mi mamá dice que se largó con una vieja, pero yo no lo creo.

    Él no era un mal hombre, ni borracho ni mujeriego. Don Isidro decía

    que mi papá era el mejor empleado que tenía. Si le llegaba un carro

    para pintar en una semana, él lo tenía listo en tres días. Eso sí, se

    gastaba un geniecito que solo se lo aguantaba mi mamá. Aunque no

    había terminado el bachillerato le gustaba leer y cada vez que veía un

    noticiero empezaba a vociferar. ‘Estos hijueputas se la van a robar toda, ¿nos creen güevones?’, esas eran

    algunas de sus frases preferidas. Mi abuelita Alcira le decía: ‘cierre la boca Guillermo porque va y lo oyen y

    dicen que usted es de la guerrilla.’ A lo cual mi padre respondía cosas como: ‘Qué va Doña Alcira, por

    callados es que nos tienen así, con la jeta agachada como cerdos y comiendo mierda’. Mi abuela se

    santiguaba y terminaba diciendo que las groserías eran del diablo. A mí me daba risa ver a ese par peleando,

    era como para sentarse a comer maíz pira con gaseosa. Mi mamá hacía como que no escuchaba nada y se

    ponía a servir la comida. El hecho es que yo creo que él no se fue con ninguna vieja. Simplemente se cansó

    de todo y se fue. Hoy ya no lo culpo porque una mala situación le quiebra el ánimo a cualquiera. Es más, una

    mala racha económica llega a un punto en el que se pierde el sentido de la vida y, si uno no encuentra entre

    los suyos como volver a sentirle sabor a esto, pues se cansa y algo tiene que hacer. Al menos sé que no se

    suicidó porque un día, no sé cómo, consiguió el número de mi celular, me llamó, me pidió perdón y me dijo

    que cuando fuera más grande me iba a sentir orgulloso de él y que iba a entender lo que significa hacerse

    hermano de la vida. No entendí qué quiso decir, pero sus palabras retumban en mis oídos como si me las

    hubiera dicho ayer.

    Mi abuelita Alcira murió el año antepasado. ¿Que si era buena? Era

    la misma encarnación de una santa, si es que existen. Toda su vida

    trabajó. Ella si fue que nunca supo lo que eran unas vacaciones. De

    ella aprendí que hay que medírsele a todo y que en la vida todo hay

    que ganárselo, que las cosas fáciles tienen su trampa o son mal

    habidas. A pesar de que casi no estaba en la casa durante el día, se

  • ESTUDIAR Y TRABAJAR PARA PODER AYUDAR Ronnall Castro Página 2 de 11

    las arreglaba para tener sus matas frondosas, y tenía tantas que hubiera podido abrir una tienda de matas y

    vivir de eso. Doña María, la vecina de la pieza de atrás, siempre se sentaba en el patio a ver cómo les hablaba

    y las consentía mientras las deshojaba y les echaba agua. También echaban chisme hasta que se cansaban. A

    mí me gustaba oírlas, no porque fuera chismoso, sino porque me gusta saber de las cosas que pasaron antes

    de que yo naciera. Creo que por eso es que me iba tan bien en sociales. Mi profe de filosofía un día me dijo

    en Décimo que yo debería estudiar Historia o Sociología en la Universidad porque ahí sí que voy a aprender

    cómo es que se ha manejado todo en este país. Mi abuelita nunca se enfermaba, por eso mi mamá dice que

    cuando le dio el cáncer se la llevó de una. Negrito, el perrito que ella había

    recogido en un potrero porque unos desalmados no fueron capaces de criarlo,

    no salió de debajo de la cama sino hasta dos semanas después de que la

    enterramos. Tan pronto le quitaron a mi abuela la ruana azul que se ponía a

    diario, Negrito, en un descuido, la arrastró debajo de la cama de la abuelita y

    allí pasó su luto entre aullidos y sollozos casi imperceptibles. No sé qué era más

    triste, si sentir la ausencia de la abuelita o ver los ojos de Negrito llenos de

    lágrimas, como queriendo gritar, pero sin poder expresar su dolor. Yo me metía

    debajo de la cama y lo consentía porque esa fue una de las cosas que me

    enseño mi abuela: que cuando viera a alguien sufriendo no podía ser

    indiferente, sino que debía acompañarlo en su sufrimiento hasta que le pasara.

    Negrito se apoderó de su ruana y en ella va a dormir hasta el día en que se

    muera, de eso no hay ni la menor duda. Y cuidadito alguien le toca la ruana

    porque de perro manso se vuelve perro loco.

    Fue mi abuela la persona que nos enseñó a trabajar a mi mamá y a mí. Cuando tenía su puesto en la plaza, si

    yo estaba en vacaciones del colegio, me llevaba para que le ayudara a desgranar las mazorcas y arvejas por la

    mañana mientras que mi mamá limpiaba la fruta y las verduras para ponerlas en los estantes. Creo que de

    ahí es que me fascina el olor de las verduras y legumbres crudas. A las siete de la mañana me mandaba hasta

    donde Don Carlos a recoger la papa para llevarla al puesto. Don Carlos, el dueño del local de papa más

    grande de la plaza, era un hombre flaco que fumaba como un desesperado y que, a pesar de que tenía cara

    de estar de mal genio todo el tiempo, era muy alegre y buena

    persona. Siempre me felicitaba por ser tan juicioso y me daba

    propina cada vez que me veía echarme al hombro la arroba de papa.

    Mi abuela se ponía a empacar arveja verde, zanahoria picada y habas

    en bolsitas para venderlas a mil y a dos mil. Esos fueron para mí los

    momentos más lindos de mi infancia, pero desafortunadamente

    terminaron cuando yo estaba en sexto grado. En ese año, a mediados

    de marzo, empezaron a llegar grupos de señoras y señores de vestido

    y corbata con un acento muy raro. Hablaban en español, pero se

    notaba que no eran de por aquí. Caminaban por la plaza con la mayor

    tranquilidad mirándolo todo y pasaban por nuestro lado sin siquiera

    pedir permiso. Cuando se paraban frente a nuestro puesto hablaban

    como si no estuviéramos ahí y señalaban para un lado y para el otro. En esas duraron como tres semanas. En

    abril, el domingo de mi cumpleaños, cuando estábamos levantando el puesto por la tarde, vino el

    administrador y le entregó una carta a mi abuelita. Ella la recibió y me pidió que se la leyera porque como

    nunca había ido al colegio, pues no sabía leer. Cuando empecé a leerla comprendí que se trataba de algo

    grave, ya que mi abuela no hacía sino decir ‘ay Señor’, ‘ay Virgencita’; antes de que yo hubiera terminado, se

    había puesto a llorar y decía mirando al cielo y llevándose las dos manos hacia el pecho ‘y ahora qué vamos a

    hacer, Dios mío’. En la carta decía que una empresa chilena había comprado la plaza y la iban a derrumbar

  • ESTUDIAR Y TRABAJAR PARA PODER AYUDAR Ronnall Castro Página 3 de 11

    para construir un centro comercial. Nos dieron dos meses para desocupar el puesto de trabajo que mi abuela

    había mantenido por más de dos décadas. Mis años de aprendizaje laboral junto a mi abuela súbitamente

    habían llegado a su fin. No entendía por qué pasaba eso y creo que nadie en la plaza lo entendía en realidad.

    Mi abuela y mi mamá decían con resignación que las cosas pasan por algo y que quizás era que Dios así lo

    quería. Nunca me he sentido satisfecho con esa explicación que ellas le daban a su desgracia.

    A mis 19 años puedo decir que aparte de la muerte de mi abuela y el abandono de mi padre, ha habido dos

    experiencias que, aunque me han dolido inmensamente, me han ayudado a definir lo que quiero ser y hacer

    en la vida. Tienen razón los que dicen que lo que no lo mata a uno, lo hace más fuerte.

    Un mes antes de que mi abuela tuviera que entregar su puesto de mercado tuve la primera experiencia que

    marcó mi forma de ver la realidad . A veces, al regresar al colegio después del receso escolar de mitad de

    año, a los profesores les daba por preguntar qué habíamos hecho en vacaciones. No sé para qué quieren

    saberlo. ¿Acaso nadie les ha dicho que las vacaciones no existen para todos? Cuando me tocaba hablar yo

    inventaba cosas para no decir que había estado trabajando en la plaza. En aquella ocasión, me puse a decir

    que mis papás, mi abuela y yo habíamos ido a Cartagena y que nos quedamos dos semanas en un hotel junto

    al mar. Como vi que la cara de mis compañeros fue de asombro, me dispuse a seguir puliendo la mentira a

    punta de detalles inventados, cada vez más reforzados. De repente una niña del curso me interrumpió y me

    dijo que era un mentiroso, que ella había ido a la plaza con su mamá y que me había visto cargando papas.

    Todos soltaron la risa y yo me puse del color de un tomate chonto. Otro niño reafirmó lo que ella había dicho

    y contó que también me había visto pelando habas y que por eso es que yo tenía las uñas tan largas y sucias.

    Todos empezaron a reírse al unísono y no pude aguantar la vergüenza. Salí corriendo del salón, me metí en

    un baño y me acurruqué al lado del sanitario a llorar. Sentí mucha ira por ser pobre y tener que trabajar

    hasta en vacaciones. Me miré las manos y por primera vez noté que mis uñas sí estaban largas y sucias como

    había dicho el niño, así que me jalé las mangas del saco para cubrirlas y puse mi cabeza contra mis brazos,

    como si con eso pudiera ocultar la realidad. Creo que habrían pasado veinte minutos cuando escuché que

    Javier, mi mejor amigo, me llamaba. No le contesté. Se agacho y

    por debajo de la puerta pude ver su cara asomarse con una

    sonrisa compasiva, se quedó mirándome y me dijo que fuera al

    salón porque la profesora me necesitaba. – Salga que no pasó

    nada, nadie le va a decir nada, al que le diga algo lo levanto – me

    dijo. Al ver que no le respondía, se acurrucó junto a la puerta y se

    quedó en silencio acompañándome. Al rato llegó la profesora con

    nuestros morrales y me pidió que saliera del baño. Al salir, me

    abrazó y me dijo que todo estaba bien, que si era verdad lo que

    los niños dijeron no había porque sentir vergüenza, que trabajar

    no es deshonra. Afortunadamente, eso pasó a la última hora y

    cuando salimos del baño ya todos se habían ido. Javier me

    acompañó hasta la casa y al llegar a la puerta me dio un puño en

    el brazo y me dijo que no fuera bobo y que no les pusiera atención a los del salón, que él siempre iba a ser mi

    amigo. Se terció su morral y salió corriendo. Cuando entré, mi abuelita me miró y de inmediato se dio cuenta

    de que algo me había pasado. Me fui a la pieza, boté mi morral en la cama y me recosté boca abajo. Mi

    abuela llegó, se sentó junto a mí y acariciándome la espalda me preguntó qué había pasado.

    - ¿Qué pasó mijito? ¿qué me le hicieron en el colegio? – me preguntó.

    -Nada – le respondí de mala gana.

  • ESTUDIAR Y TRABAJAR PARA PODER AYUDAR Ronnall Castro Página 4 de 11

    - Cuénteme papito, sumercé sabe que me parte el alma verlo triste, cuénteme que yo no lo voy a regañar- me

    dijo.

    - Abuelita, ¿Por qué nosotros no tenemos vacaciones? ¿Por qué tenemos que trabajar todo el tiempo? - le

    pregunté

    - Ay mijo, porque esa es la vida de los que no tenemos plata-, respondió con voz serena, - somos pobres como

    casi toda la gente que conocemos, ¿alguien me le dijo algo en el colegio? -.

    Con la cabeza recostada en la almohada y sin dejar de mirar a la pared le conté lo que había pasado y me

    puse a llorar de nuevo. Le dije que no quería volver a la plaza y que no quería que mis compañeros del

    colegio me vieran allá.

    Ella, con la paciencia y el amor que la caracterizaban, me pidió que

    me sentara a su lado para que habláramos. A regañadientes lo

    hice, tomó mis pequeñas manos frías y las puso entre sus manos.

    Por su trabajo, eran ásperas y fuertes, pero yo las sentí tan

    suavecitas y calientes como la barriga de mi gato. Era la primera

    vez que veía las manos de mi abuelita. Siempre habían estado allí,

    cerca de mí, pero nunca las había visto detalladamente hasta ese

    momento. Eran las manos más hermosas que puede tener una

    mujer, las manos de una mujer trabajadora. Me besó en la frente y

    me pregunto: - ¿mijito cree que lo que hacemos en la plaza está mal? -.

    - No señora-, le dije.

    - ¿Sumercé sabe lo que hacemos allá? - continuó.

    - Vendemos mercado- respondí.

    - Eso es lo que hacemos, mijito, trabajamos vendiendo comida para que la gente pueda vivir y trabajar-

    asintió. - Con lo que su mamá, su papá, sumercé y yo hacemos es que podemos subsistir, ¿Sumercé cree que

    eso es malo? - volvió a preguntarme.

    - No señora- le dije. - ¿pero por qué tenemos que hacerlo todo el tiempo? -

    - Ya le dije mijito, Porque no tenemos plata. Por eso sumercé tiene que estudiar duro para que pueda ir a la

    universidad y no tenga que trabajar en una plaza como su abuelita.- me apretó contra su pecho y pude sentir

    cómo suspiraba mientras lo hacía. Continuó diciendo: -Trabajar no es un delito, mijo. Delito es robar o matar,

    por eso nunca debe sentir pena de que los demás sepan que sumercé es un trabajador. Eso es algo de lo que

    uno debe sentir orgullo. Además, lo que hacemos en la plaza es muy importante- dijo con cierta solemnidad

    en su voz. -Todos los niños del salón, sus profesores, sus vecinos y hasta el presidente comen. De pronto hasta

    han comido de lo que nosotros vendemos en la plaza. -

    - ¿Será que sí abuelita? - le pregunté.

    - Claro mijito -, dijo, - gracias a nosotros es que están todos gordos como jayanazos-. Nos miramos y soltamos

    una carcajada que, aunque duró tan solo unos segundos, permanecerá guardada para siempre en mi

    corazón. De forma casi mágica, mi abuelita Alcira con su amor y la sabiduría, propia de una persona que ha

    vivido mucho, había transformado mi dolor en alegría. En la madrugada, antes de irse a trabajar me dijo: -

    Nunca se avergüence de su familia ni del trabajo papito, ser pobre no es ni un defecto ni un pecado, debe

    sentirse orgulloso de que ya conoce el valor del trabajo. Eso sí, nunca vuelva a decir mentiras porque está

  • ESTUDIAR Y TRABAJAR PARA PODER AYUDAR Ronnall Castro Página 5 de 11

    muy mal, ¿ya se dio cuenta de que más rápido cae un mentiroso que un cojo, cierto? - Me dio un beso, se

    puso su ruana, recogió unos paquetes, acarició a Negrito y se marchó a su puesto como había hecho durante

    tantos años.

    Dos cosas aprendí esa vez: en primer lugar, que todos los trabajos, por más insignificantes que parezcan, son

    muy importantes, aunque no nos demos cuenta de ello; en segundo lugar, que trabajar debe ser motivo de

    orgullo, no hacerlo es algo que debería ser reprochado por todos porque si hay alguien que no trabaja,

    quiere decir que vive del trabajo de alguien más, y eso no es justo.

    El año antepasado, después de la muerte de mi abuela, cuando cursaba grado décimo, viví la segunda

    experiencia que me marcó la vida. Desde que ella había perdido su puesto en la plaza y mi papá se había ido,

    las dos, ella y mi mamá trabajaban en lo que les saliera. Mi abuela consiguió trabajo limpiando casas, pero no

    le iba muy bien porque como se cansaba mucho y se demoraba limpiando, muchas de las familias que la

    contrataban no la volvían a llamar. Ninguno nos imaginábamos que no solo era cansancio por la vejez, sino

    porque el cáncer ya estaba haciendo de las suyas en su cuerpo. No nos dimos cuenta de su enfermedad pues

    nunca había ido al médico, ya que no tenía EPS y jamás había cotizado para pensión. Cuando se puso grave

    ya no había nada que hacer; el cáncer se la llevó en dos meses. Mi mamá a veces también trabajaba

    limpiando casas y vendiendo tintos entre semana en el barrio Restrepo. Los sábados y domingos se quedaba

    arreglando la casa y pendiente de las niñas porque todavía estaban muy pequeñas. Ahora ya no se queda ni

    el domingo porque, a pesar de que nuestra situación es un poco más suave, en general se ha puesto más

    difícil para la mayoría. En la crianza y manutención de las niñas está sola porque el papá de las niñas nunca

    quiso reconocerlas y ella nunca ha querido rogarle a ningún hombre para que responda por lo que le toca

    hacer. Ella dice que un hombre de verdad se reconoce por como asume sus responsabilidades consigo mismo

    y con los demás. Yo por mi parte, me puse a vender lo

    que pudiera en el colegio para ayudar a mi mamá.

    Dulces, gomitas, chicles y choco-breaks fueron mi

    fuente de ingresos hasta que un profesor me pilló. De

    nada me sirvió explicarle al profesor que estábamos

    pasando por una mala situación económica en la casa.

    – Las reglas son las reglas, chino, la ley es para todos –

    me dijo con su voz ronca y su pose de sobrado, luego

    me llevó a la Coordinación. No me sancionaron, pero

    llamaron a mi mamá y me prohibieron vender en el

    colegio que porque eso decía en el manual de

    convivencia. No me quedó más remedio que irme a

    vender por la calle. Empecé cerca de la casa por si pasaba algo y para poder echarle un ojo a las niñas de vez

    en cuando. Quienes trabajan en la calle saben que no es fácil. Hay mucha competencia y en ocasiones es muy

    peligroso. Cuando no se me acercaba algún jíbaro para tratar de convencerme de que vendiera drogas, se me

    acercaban de a dos o tres a hacerme el viaje porque piensan que uno lleva mucha plata; y si no es eso, son

    los policías los que me pegaban unas raqueteadas de media hora para ver si llevaba algo ilícito.

  • ESTUDIAR Y TRABAJAR PARA PODER AYUDAR Ronnall Castro Página 6 de 11

    Un sábado, siguiendo el consejo de un conocido, me fui

    para la 82 que porque por allá, como la gente tiene más

    plata, pues compran más fácil. Nunca había ido al norte,

    así que le pregunté a una señora en la estación del

    Ricaurte cómo llegar. Cogí un Transmilenio que me dejó

    en la estación de Los Héroes. Me bajé y tuve que

    preguntar de nuevo porque no sabía hacia dónde ir. Todo

    es tan diferente a lo que se ve en el barrio. Parece otra

    ciudad, otro mundo. Las casas son grandes, algunas con antejardín. Mi abuelita hubiera sido feliz con un

    antejardín así, pensé. Se ven muchos carros costosos y gente muy bien vestida. Como estaba haciendo

    mucho calor cuando salí de la casa llevaba solo una camiseta, un jean y unos tenis, pero cuando llegué a la 82

    el cielo se había nublado un poco y había empezado a hacer frío. Me arrepentí de no haber empacado la

    chaqueta en el morral como siempre me decía mi mamá antes de salir. Al llegar a la 15 me detuve para sacar

    la caja en la que pongo los dulces, la llené y empecé a recorrer las calles ofreciéndole a toda la gente que

    encontraba a mi paso. Algunas personas me decían simplemente, ‘no, gracias’, pero otras me miraban de

    arriba abajo y se retiraban de mí como si los fuera a robar. No se me hizo raro porque con esta inseguridad

    que hay ahora es normal que la gente haga eso en todos lados. Después de dos horas no había vendido casi

    nada, así que me senté junto a una caseta de dulces a comerme unas galletas de las que yo vendía. La señora

    de la caseta me vio y me preguntó que cómo me estaba yendo.

    - Regular, veci - le dije. – Pensé que la gente compraba más por aquí, pero casi no he vendido nada.-

    - Lo que pasa es que está muy temprano, la gente por aquí empieza a llegar después de las cuatro y casi no

    compran dulces. – me dijo.

    - ¿Entonces qué compran? – pregunté

    - Sobre todo cigarrillos y chicles, pero de los caros, no de esos que lleva ahí.

    ¿Es la primera vez que viene por aquí? – me preguntó.

    - Si señora, me dijeron que era bueno, pero me estoy arrepintiendo. –

    repliqué

    - Nooo, no se desanime, por aquí es movido, pero tiene que saber a quién

    venderle, por ejemplo, si se les acerca a las señoras, esas no le van a

    comprar nada porque como se creen muy firififí, se asustan; busque grupos

    de chinos jóvenes que esos son más frescos. Consígase un encendedor, una

    caja de Marlboros y chicles Trident de varios sabores, de los que vienen de 3

    y de 5. – dijo, mirándome con cara de que comprendía mi desesperación.

    A pesar de que no tenía sino veinte mil pesos en el bolsillo, le pregunté que

    en dónde podría conseguirlos.

    - Aquí a una cuadra queda el Carulla de la 85. Vaya y cómprelos y cuando salga haga esto: mire, estamos en

    la carrera 15, la esquina del semáforo que ve allá es la 85. Suba por esa hasta la 11 y voltee hacia el sur. Si

    quiere puede venirse entre las cuadras y volver a subir. En la 82 con 11 encuentra el Andino, un centro

    comercial. Por ahí se paran muchos jóvenes a tomar y a hablar con los amigos. Ofrezca por ahí y vengase por

    la 82. Esa zona es la más concurrida. Hágale, no pierda el impulso. Vea, pa´que no se desanime le invito una

    Pony Malta pa’ que coja fuerzas. – Me respondió.

  • ESTUDIAR Y TRABAJAR PARA PODER AYUDAR Ronnall Castro Página 7 de 11

    - Gracias sumercé por los consejos y la gaseosa, usted es un ángel – le dije sonriendo. Me tomé la Pony Malta

    y me fui para Carulla a comprar los cigarrillos y los chicles.

    Me quedé sin un peso pero salí de Carulla con muy buen ánimo y dispuesto a vender todo. La señora de la

    caseta me recordó de alguna forma a mi abuela y a mi mamá, ya que estoy seguro de que ellas no se dejarían

    vencer fácilmente. Faltaba un cuarto para las cuatro y pensé: ‘Si vendo todo antes de las seis, me devuelvo y

    compro más para vender.’ Dispuse los cigarrillos y los chicles de forma que se vieran por encima, y a los lados

    dejé los dulces y las galletas y empecé a subir por la 85 como me había dicho la señora. Tenía razón, ya se

    empezaba a ver más gente y me concentré en buscar grupos de jóvenes. A las seis y media sólo me

    quedaban unos cuantos chicles, así que bajé hasta Carulla para recargar el surtido. Antes de entrar guardé la

    caja en la maleta y conté la plata. Había hecho algo más de 35.000 pesos. Nada mal, pensé. Guardé cinco mil

    pesos en la billetera y con los otros treinta mil compré dos cajas de Marlboro, más chicles y una chocolatina

    Jet de las grandes para llevarle a la señora de la caseta. Subí otra vez por la 85 para hacer la ronda; cada vez

    había más gente. A las ocho de la noche ya había vendido todos los cigarrillos y la mitad de los chicles pero

    tenía casi todas las galletas y los choco-breaks. Voy a darle una hora más y me voy para la casa, pensé.

    Busqué un teléfono, llamé a mi mamá y le pregunté por las niñas y le dije que me iba a demorar como dos

    horas más.

    – ¿Dónde está? – me preguntó. Cuando le dije se puso de mal genio porque me había ido lejos de la casa.

    - No se preocupe - le dije, - me ha ido bien, por acá es seguro. La próxima semana me vengo otra vez, pero

    voy a comprar en San Andresito para ganarle más a los cigarrillos. Ahorita nos vemos – finalicé.

    Con la voz que saben poner las mamás cuando van a dar una bendición me dijo -Cuídese mijo y véngase

    rápido para la casa que traje algo rico para que comamos -.

    Colgué y le pregunté al del teléfono en dónde había un baño.

    Como llevaba todo el día vendiendo no había sentido mi cuerpo,

    pero a esa hora las ganas de orinar se hicieron sentir.

    – En el Andino hay baños – me dijo, - mire a ver si lo dejan entrar.

    Me fui para el Andino y cuando fui a entrar el celador me miró de

    pies a cabeza y me dijo que los vendedores ambulantes tenían

    prohibida la entrada.

    – No voy a vender, sólo voy a entrar al baño – le dije.

    Soltó la risa y me dijo – Peor, después esto se vuelve orinal de vagos y desechables -.

    Su respuesta me indignó. Llevaba todo el día trabajando, solo había comido unas galletas y una gaseosa y

    venía este tipo a tratarme de vago y desechable, así que le contesté – respete, no soy ningún vago, no ve que

    estoy es trabajando -.

    El otro vigilante se aproximó y me dijo -Ábrase, ábrase chino si no quiere que llamemos la patrulla, cuento

    tres y se perdió.

    No les dije nada y me fui. Me paré en la esquina de la 82 con 11 y vi unos árboles a un costado. Pensé orinar

    ahí, pero como mi mamá siempre dice que los que orinan en la calle son los perros, me aguanté y fui bajando

    por la 82. Recordé que diagonal al Andino había visto otro centro comercial. Llegué a la entrada y para mi

    fortuna, los dos celadores estaban distraídos atendiendo a unas personas. Entré y le pregunté a una señora

    de un puesto de relojes por el baño y me dijo que estaba en el tercer piso, junto a las escaleras eléctricas. En

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    las escaleras sentí cómo los que iban delante de mí empezaron a hacerse señas y me miraban con

    desconfianza. No les presté atención. Me sorprendí de ver los almacenes. De todos se veía gente salir con sus

    compras. Vi a una señora con un muchacho y dos niñas que iban comiendo helado y la imagen de mi mamá y

    mis hermanas se vino a mi cabeza. Voy a ahorrar y en diciembre las traigo para que vean la decoración y las

    invito a comer algo, pensé. La subida por la escalera eléctrica me pareció particularmente larga; sobre todo

    porque cuando uno tiene una urgencia fisiológica todos los caminos parecen eternos. Al llegar al tercer piso

    miré para todos lados y no vi el aviso de los baños. Di la vuelta por todo el piso y tuve que preguntarle a un

    señor que, señalando en dirección a las escaleras, me dijo – allí, al lado de las escaleras -. Me sentí como un

    bobo porque efectivamente sí estaba el aviso, sólo que por ir pensando en helados y regalos no lo vi. La

    entrada al baño era un pasillo largo que doblaba hacia la izquierda. Como ya casi no me aguantaba, aceleré el

    paso y al doblar me tropecé con una muchacha de unos veinte años. Ella también venía rápido, pero además

    estaba hablando por celular; como yo traía la caja de los dulces al frente la golpeé en el pecho y su teléfono

    se estrelló contra el suelo. Escuché cuando me gritó estúpido. Había varias personas afuera de los baños que

    vieron lo que pasó. Sentí que moría de la vergüenza y quise ayudarle, pero ya no aguantaba más, así que le

    pedí disculpas mientras corría hacia el baño. Por un momento creí que no iba a alcanzar. Mientras orinaba

    pensé en salir a buscar a la muchacha para pedirle disculpas y preguntarle si estaba bien. Aunque más me

    hubiera valido no haber salido del baño.

    Cuando salí, la muchacha estaba esperándome a la entrada del pasillo con un grupo de amigos. Una amiga

    suya le estaba revisando el pecho. Yo sabía que la había lastimado porque del golpe también había alcanzado

    a rasguñarme el abdomen. Como la caja de los dulces era de madera, pues las esquinas eran bastante

    fuertes. Ella me vio y les dijo – ahí viene. Uno de los muchachos se vino hacia mí con cara de revolver y

    diciéndome groserías, en español, pero con un acento que no se me hacía desconocido. Yo me detuve como

    a tres metros de ella y mirándola le dije que fue un accidente, que me disculpara, que debido a la urgencia

    que traía entré rápido. Él, sin previo aviso, me propinó un

    puño en la cara. Como detrás de mí había una banca, al recibir

    el golpe, me enredé con ella y caí de espalda, golpeándome la

    cabeza contra el borde de un aviso luminoso que había en la

    pared. No pude usar los brazos para protegerme en la caída

    pues llevaba la caja de los dulces en las manos. Todo pasó en

    segundos. En mi mente tengo grabada la imagen de la

    muchacha mirándome, luego todo dando vueltas y el fuerte

    golpe que me di en la cabeza. Perdí el conocimiento por unos

    instantes, pero pude escuchar que una señora decía – le está

    saliendo sangre, llamen una ambulancia. También pude ver

    cómo las otras personas que estaban con la muchacha

    trataban de detener al que me pegó porque quería seguir golpeándome en el piso. Cuando me incorporé,

    sentí que algo caliente me bajaba por la nuca y en la boca sentí el inconfundible sabor a óxido que tiene la

    sangre; del golpe me había reventado los labios por dentro. La gente miraba impávida la escena y nadie hacía

    nada. Una señora se compadeció, sacó un pañuelo y me dijo que me apretara la cabeza. Mire hacia abajo y vi

    cómo de repente, los dulces, las galletas y mis ilusiones de ahorrar para invitar a mis hermanas a comer

    helado yacían desparramadas por todo el piso del pasillo que daba al baño del centro comercial, me llené de

    ira y me abalancé sobre el tipo que me había dado el puño. Lo agarré de la chaqueta y lo estrujé contra la

    pared como a un bulto de papas podridas. Afortunadamente me crié trabajando en una plaza y fuerza es lo

    que me sobra. Mientras lo estrujaba, lo increpaba por haber sido tan cobarde de pegarme estando distraído

    y por ser tan abusivo pues yo no tenía la culpa de nada porque había sido un accidente. Estando en esas, en

    medio de la gritería de las muchachas y sus otros amigos, que también se habían lanzado contra mí a darme

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    golpes por la espalda, llegaron los guardias y nos separaron. En instantes llegó la policía y sin siquiera

    preguntar qué había ocurrido, me esposaron solo a mí. Les dije que me dejaran recoger la caja y los dulces,

    pero uno de los policías dijo – No, no, no, tras de que hace escándalo en sitio público y agrede a la gente…

    ¿qué más quiere que lo bajemos cargado? esa mierda ya se

    perdió. Mientras bajábamos por la escalera eléctrica todo el

    mundo me miraba como si fuera un animal. Me sentí

    humillado. No había hecho sino trabajar toda la tarde con la

    ilusión de llevar algo para la casa y a cambio de eso, al

    terminar el día me llevaban para una estación. El policía que

    me llevaba le dijo a la muchacha y los amigos, que venían

    detrás de nosotros, que podían meterme una denuncia por

    lesiones personales y por daño en propiedad ajena, ya que

    el celular al caer se había desportillado. – Se le va a ir hondo chino, porque eso da como noventa meses de

    cárcel – me dijo. Cuando íbamos saliendo del centro comercial, pensé en mi mamá y las niñas y en el

    problema en el que me había metido. Me sentí solo y me dio miedo. Deseaba no haber venido ese día a

    trabajar por esa zona, no haber ido a comprar más cigarrillos a Carulla y haberme ido para la casa temprano.

    ¿Qué le iba a decir a mi mamá, si ella estaba esperándome para comer en la casa? En silencio, las lágrimas

    empezaron a rodar por mis mejillas y en un último intento por salvar la situación les rogué a los policías que

    no me llevaran, que yo no había hecho nada malo y que todo había sido un accidente. De nada sirvió.

    El que me había golpeado me gritó – ahora se puso a llorar esta porquería, ¿cómo para pegarle a una mujer

    si no llora? -

    Cuando estábamos a pundo de cruzar la puerta del centro

    comercial, una mujer se aproximó a los policías y a mí y les dijo que

    se detuvieran, que no me podían llevar así. Los policías la miraron,

    no le hicieron caso y siguieron arrastrándome hacia la patrulla que

    estaba estacionada afuera. La mujer se identificó y les exigió que se

    detuvieran. Sacó un carné de la cartera, les dijo que era abogada y

    que trabajaba en la Defensoría del Pueblo, que ella se había dado

    cuenta de todo y que podía dar fé de que verdaderamente había

    sido un accidente. También les dijo que mientras que yo le pedía

    disculpas a la muchacha había sido agredido por unos de sus amigos

    y que, en un acto de ira incontenible, al verme sangrando había

    estrujado al agresor. Los policías estaban desconcertados y la

    muchacha y sus amigos que se retorcían de la rabia.

    - Qué se va a dejar convencer de esta vieja, oficial, lléveselo y yo le pongo la denuncia-. Dijo el que me había

    golpeado.

    - No señor, al que se tienen que llevar es a usted por lesiones personales, mire cómo lo volvió-. Dijo la señora

    con voz severa. - ¿Ustedes ya le pidieron la identificación a este muchacho? - les preguntó a los policías.

    - No señora-, respondió el que parecía tener mayor rango.

    - A ver mijo, ¿quién es usted y cuántos años tiene? – me preguntó la abogada.

    - Mi nombre es Andrés Camilo Penagos Velandia y tengo 17 años recién cumplidos-. Le dije.

    - ¿y usted cuántos años tiene? le preguntó al joven que me golpeó.

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    - Yo no tengo que responderle nada a usted – respondió con alevosía.

    - Responda porque si no después es más grave, hermano-. Le dijo la abogada.

    El oficial de policía le ordenó que mostrara su identificación. Cuando la recibió, la leyó y se quedó mirándolo,

    pero guardó silencio.

    Como el oficial no decía nada, la abogada se le aproximó y vio que era extranjero y tenía 22 años. – No

    hermano, usted es mayor de edad, se metió en un problema porque agredió a un menor-. Le dijo, y

    dirigiéndose al policía, continuó - Vea oficial, usted no tiene autoridad para detenerlo a él, porque es menor

    de edad, debería ser una patrulla de la policía de menores. Aquí se le vulneraron los derechos a un menor de

    edad. Lo primero que hay que hacer es llamar a sus padres para informarles y vamos a iniciar un proceso de

    restauración de derechos, ambos, el agredido y su agresor deben acompañarnos -.

    En ese momento me volvió el alma al cuerpo. Poco a poco, el miedo me fue pasando y empecé a darme

    cuenta en detalle de lo que ocurría. Se había cometido una injusticia conmigo y todo se iba a aclarar.

    El policía que me llevaba arrastrado, consciente de que no habían realizado el procedimiento adecuado, me

    quitó las esposas y fingiendo un tono conciliador me dijo – chino lo salvó el ángel de la guarda, eso toca que

    pa’ la próxima sea más calmado y no sea tan alevoso, ahorita le toca es que se vaya directo para la casa, se

    olvida de este malentendido y…-

    La abogada lo interrumpió en seco y le dijo que estaba equivocado, que esto no se podía quedar así. - De

    aquí salimos para Medicina Legal para que lo valoren y después para la Defensoría- dijo. Llamó a mi mamá y

    le explicó lo qué había pasado. Casi se me sale el corazón cuando escuché que mi mamá le preguntaba

    gritando que si yo estaba bien. La abogada le pidió que se calmara y que fuera para Medicina Legal porque

    me iban a llevar para allá porque debían valorar mis heridas. Luego hizo una llamada y a la media hora había

    llegado una patrulla de la policía de menores. Cuando estábamos esperando a la patrulla, vi que venían dos

    muchachas y una de ellas traía mi caja de dulces. Habían recogido los dulces y las galletas y me los trajeron.

    Sonrieron al verme y la que traía la caja me dijo – Fresco, parce, que usted no está solo. Miré la caja y en

    medio de los dulces y las galletas estaba la chocolatina que había comprado para obsequiarle a la señora de

    la caseta. Como muestra de agradecimiento les regalé

    algunos dulces. En el camino hacia Medicina Legal no pude

    dejar de sentir una gran admiración por la valentía de la

    abogada que había intercedido por mí. Si no hubiera sido

    por ella, quizás yo hubieran ido a parar a una correccional.

    Le pregunté por qué me había defendido y me dijo algo que

    nunca olvidaré: - porque ese es mi trabajo, y como uno es lo

    que hace, si no lo hacía, simplemente dejaba de ser. En ese

    momento, comprendí lo que mi papá me había dicho la vez

    que me llamó, que un día iba a entender lo que significa

    hacerse hermano de la vida. Es cierto eso de que sólo el

    que siente y sabe, comprende.

    El resultado de todo este episodio fue que el joven que me pegó era el hijo de un agregado cultural chileno

    que estaba de vacaciones en Colombia, así que el señor, para evitar que su hijo se viera envuelto en un

    problema jurídico terminó indemnizándome con treinta millones de pesos por el daño físico, ya que no solo

    me golpee la cabeza, sino que en la caída también me fracturé dos costillas y se me desvió una vértebra. La

    indemnización también fue para que no hiciera un escándalo público que llegara a oídos de su país, ya que

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    podía perjudicar su carrera diplomática. Qué ironías las que hay en la vida. Unos chilenos le quitaron el

    trabajo a mi abuela y fue justamente un chileno quien tuvo que pagarme para que él no perdiera el suyo.

    Al defenderme esa noche, esa mujer me mostró el camino que debo seguir en la vida. Decidí hacerle caso al

    profesor de Filosofía y a mi abuela e ir a la

    universidad, voy a estudiar Derecho y después

    Historia y Sociología para poder defender bien a los

    que no tienen quién los defienda, a quienes, como yo,

    han nacido con pocas oportunidades de vivir una vida

    digna y padecen constantes sufrimientos. Esta

    experiencia me mostró que uno debe trabajar en lo

    que le permita realizarse como ser humano y no simplemente en lo que se gane dinero. Sé que tomará

    tiempo, pero estoy seguro de que más adelante podré ayudar a mi mamá para que no tenga que trabajar

    todos los días y para que mis hermanas también puedan estudiar. Otra cosa que aprendí es que también hay

    gente buena sin importar la clase social a la que pertenezcan, hay gente que todavía puede ponerse en el

    lugar del otro y sentir lo que el otro siente. Eso hace que aún guarde esperanza en la posibilidad de un

    cambio.

    Aunque respeto la explicación que mi mamá y mi abuela le daban a lo que les pasaba, nunca voy a

    conformarme con ella porque sé que detrás de cada cosa que ocurre en el mundo hay explicaciones que

    llevan implícita una solución realizable. Sé que debe haber una explicación al hecho de que la mayoría de la

    gente tenga que trabajar toda la vida sin descanso o de que haya mucha gente que es repulsivamente

    indiferente ante la injusticia; de igual manera, debe haber forma de explicar por qué hay trabajadores

    humildes que son crueles con los oprimidos y complacientes con el opresor; en algún lado debe decir por qué

    todavía hoy existe discriminación por doquier. En fin, como dijo la abogada, si uno decide trabajar en algo es

    para poder SER en realidad lo que uno quiere ser y no lo que otros, ya sean otras personas, lo que está de

    moda en el mundo académico o, peor aún, los intereses empresariales le determinan que sea.

    Para terminar, les cuento que el día de la golpiza, mi mamá había comprado pollo frito y nos lo comimos

    como a las tres de la mañana cuando llegamos de nuevo a la casa, sentados en la cama con las niñas y mi

    mamá; ellas entre risas y llanto, me miraban como si me hubieran reencontrado después de muchos años.

    Debo confesar que me ardió hasta el alma por lo que tenía los labios rotos del puñetazo que me dieron.

    ¿Recuerdan que había comprado una chocolatina para la señora de la

    caseta? pues como me incapacitaron un mes no pude llevársela sino

    hasta después. Fui con mi mamá y le presenté a la señora. Mi mamá

    le agradeció por haberme ayudado y haberme dado ánimo. Cuando le

    conté lo que me había pasado me preguntó por qué había ido hasta

    allá, que por qué me había tomado semejante molestia. Le dije: -

    Porque esa fue otra de las enseñanzas de mi abuela Alcira, que uno

    debe ser agradecido con las personas que alguna vez le han tendido la

    mano para ayudarlo a salir adelante.