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Social model and educational ethos: A possible conflict in
education for citizenship
Alfredo Rodríguez SedanoUniversidad de Navarra
Juan Carlos AguileraUniversidad Adolfo Ibáñez
Summary:
This article endeavors to approach education for citizenship from a social perspective.
This requires, firstly, reference to the civilization in question, to the kind of society dealt
with and its foundations. Next, attention is paid to the educator. Could one count with a
teaching ethos that could offer a response to the teachings needs of an education for
citizenship? With regard to the educand, the attitudes that should be encouraged for
such an education to be effective are emphasized. Both proposals establish guidelines
for the development of a curriculum in education for citizenship.
Key Words: social model, ethos, education for citizenship, virtues, profession.
1. Introducción
Abordar la educación para la ciudadanía, educación cívica, educación
moral, exige primero percatarse de la referencia a la civilización de la que
estamos tratando, de qué tipo de sociedad estamos hablando y cuáles son
sus fundamentos. Advertida esa relación podremos establecer pautas y
1
propuestas que faciliten el desarrollo de esa educación cívica en el
ciudadano del siglo XXI.
A pesar de la abundante literatura que aparece al tratar esa cuestión,
podemos afirmar que después de un siglo no ha habido novedades
sustanciosas en el ámbito teórico. Las convulsiones sociales que
determinaron el siglo XX y las nuevas formas de convulsión social a las que
asistimos, indudablemente hacen necesario formular y reformular qué tipo
de ciudadano precisa la sociedad de hoy día. Sí puede afirmarse que detrás
de esas convulsiones se esconde un fracaso al que trataremos de prestar
atención: la concepción de ciudadano que se sostiene desde el modelo
social imperante. Parece pertinente que nos centremos, inicialmente, en el
modelo social que sostiene al tipo de ciudadano.
Ahora bien, si queremos dar una respuesta al tipo de ciudadano que
exige la sociedad, hemos de prestar atención, de una parte, a quien educa.
En este sentido, se destacarán las actitudes más relevantes de cara al
ejercicio de esa educación. En otras palabras, ver si es posible contar con un
ethos docente que sea capaz de dar respuesta a las necesidades educativas
de una educación para la ciudadanía. De otra, al educando. En este sentido,
se destacarán las actitudes que se han de fomentar en los alumnos para
que se haga efectiva esa educación. Ambas propuestas marcan las pautas
para el desarrollo de un currículo en la educación para la ciudadanía.
Comencemos por el modelo social imperante.
2. Sociedad pluralista
Que la sociedad es plural es un hecho innegable. Otra cosa es hablar
de sociedad pluralista con los matices que introduce respecto a ese hecho
social. Centrándonos en la sociedad occidental, las propuestas sobre el
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modelo social guardan, con matices, una cierta similitud. Hoy día se admite
comúnmente la propuesta de sociedad pluralista. Es un modo de dar
respuesta a tantos interrogantes que se presentan y tiene como finalidad
preservar la cohesión social en un mundo cada vez más globalizado. Puede
ponerse como ejemplo a Giovanni Sartori (2000) y su propuesta de sociedad
pluralista, que ha alcanzado reconocimiento social en el premio Príncipe de
Asturias de Ciencias Sociales (2005). Su tesis básicamente consiste en
hablar de la fórmula de la sociedad pluralista, que es una sociedad abierta,
pero que permite profundizar el concepto y la imagen de la sociedad de
Popper y ponerle límites. La sociedad pluralista es una sociedad basada en
la integración, por consiguiente a favor del pluralismo, pero combatiendo el
multiculturalismo, que no es la persecución del pluralismo sino su negación.
Entiende Sartori por integración la necesidad de compartir los valores ético-
políticos de la civilización occidental. Exige, por tanto, un fuerte
componente de adaptación y, por consiguiente, de socialización. De este
modo, la integración, tal y como se entiende en esta propuesta, es un
mecanismo de facilitación y de control de la lealtad del nuevo ciudadano.
Conlleva un fuerte componente moral y asegura la pervivencia social y del
ciudadano en esa sociedad.
¿Es novedosa esta aportación? Rastreando a los autores que más han
tratado sobre esta cuestión podemos volver la mirada a Durkheim y
encontramos que en la constitución moral de la sociedad que propugna ya
se encuentran esas mismas ideas.
Como señala Ceri (1993, p. 143), “regulación e integración son las
dos variables estructurales básicas del sistema durkheimiano de explicación
de la acción social”. Efectivamente esta herramienta conceptual –la
3
distinción entre integración y regulación– tiene su pleno desarrollo en la
obra El Suicidio (Múgica 2004, p. 96).
Esta herramienta conceptual es necesaria para solucionar el
problema que surge con la anomia, se está refiriendo Durkheim a la anomia
egoísta, pues es la anomia lo que indica la falta de regulación del sistema
social moderno. “Si la división del trabajo no produce solidaridad es que las
relaciones entre órganos no están reglamentadas, es que están en un
estado de anomia”, (Durkheim, 1986, p. 360; see also, Ramos Torre, 1999,
p. 45).
Esta preocupación por la falta de regulación del sistema social
moderno ya se encuentra en Durkheim en obras anteriores a El Suicidio.
Baste recordar la negativa de Durkheim a considerar la obligatoriedad de la
moral en un ideal moral inalcanzable y cada vez más alejado, como había
aprendido de Wundt. La felicidad que se desprende de ese ideal moral está
llena de tristeza (Durkheim 1887, p. 141; and Durkheim, 1928, p. 291).
La moral no cumplía así con su función prioritaria que no es otra que
el carácter obligatorio y, por consiguiente, la regulación no sería posible. Así
lo hace notar Durkheim en su crítica al utilitarismo proponiendo un concepto
fuertemente sociológico y coercitivo de la moral (Durkheim 1886, p. 207).
Está adelantando Durkheim los rasgos que deben caracterizar al hecho
moral: autoridad y obligación, posibilitando de este modo que la moral
actúe como elemento regulador. No debe pasar por alto que en Durkheim
civilización, ciudadanía o educación moral son términos que se asimilan.
Si seguimos rastreando en los pensadores que dan lugar a este modo
de percibir la sociedad y con ella el modelo social y la conducta humana en
cuanto que es social, no puede pasarnos desapercibido que Durkheim debe
4
mucho a Comte, aunque se separe en alguno de los puntos. Sin embargo,
Durkheim encuentra en ese autor una idea que le va a permitir desarrollar
posteriormente toda su sociología: la solidaridad social, la Humanidad.
El positivismo ofrece una nueva perspectiva al hombre moderno en
su comprensión de la sociedad y de los problemas que le acechan. Lo social
es para Comte la categoría suprema donde todas las demás adquieren
sentido y concreción. La filosofía positiva, como razón pública, es la única
salida posible a la crisis que padece su época y es la única base de la moral
(Zubiri 1997, p. 147). Se asientan de este modo los fundamentos de la
constitución moral de la sociedad, así como el ulterior desarrollo del modelo
de sociedad pluralista. El relativismo encuentra en el positivismo su fuente
de expansión.
3. La insuficiencia del modelo de sociedad pluralista
He aquí, someramente explicado, el modelo que sostiene los
fundamentos de la sociedad pluralista. ¿Es suficiente para deducir de ahí un
tipo de educación para la ciudadanía del siglo XXI? Quizá no. Podemos
aducir varias razones. Una de ellas es que en los planteamientos de estos
autores se hace referencia a una realidad del educando: la socialización,
pero se obvia otro aspecto que es la sociabilidad, bien importante para una
efectiva y real socialización (Bernal 2005).
La socialización hace referencia de modo directo a la educación social
del ser humano como tal, mientras que el segundo hace referencia a la
incidencia del medio en el que se desenvuelve. Los dos conceptos no
pueden desligarse de la unidad de la persona. Esta es la razón por la que
han de tratarse conjuntamente (Rodríguez, Bernal y Urpí 2005).
5
No es lo mismo, por consiguiente, sociabilidad (García Garrido 1971,
p. 106). -cualidad del ser humano para manifestarse en sociedad, con vistas
a alcanzar la madurez social necesaria que permita el despliegue personal
en el ámbito en el que se desenvuelve-, que socialización (Durkheim 1996,
p. 50) -influjo externo que recae en el individuo ejercido por una acción
educativa-.
Quien lleva a cabo la acción educativa ha de prestar atención a los
dos aspectos. Para eso ha de ser un buen conocedor del ser humano y
cultivar las virtudes sociales (sociabilidad) y ser un buen conocedor del
entorno social (socialización).
Tener esto presente es de suma importancia si realmente se quiere
llevar a cabo un auténtico proceso educativo y mejora de la salud social. Si
contemplásemos la educación para la ciudadanía exclusivamente en
términos de socialización –mera adaptación al entorno– habría que decir que
este tipo de educación, como forma de crecimiento, se le queda corta a la
persona, pues lo propio de un ser que tiene su naturaleza es expandirla
desde sí, y no recortarla en la referencia a un concepto general y abstracto,
como es lo social (Rodríguez, Bernal, Urpí, 2005). He aquí el problema
central que plantea el modelo de la sociedad pluralista, pues al incidir en la
socialización –integración como forma de control– puede perder de vista la
riqueza que conlleva la manifestación del cultivo de las cualidades humanas
con referencia a su origen.
Ahora bien, algo similar ocurriría si sólo tuviésemos presente la
sociabilidad. Finalmente no sería posible alcanzar el despliegue personal y
la madurez social sin tener en cuenta el entorno en el que nos
desenvolvemos.
6
Ambos conceptos ponen de manifiesto que la educación para la
ciudadanía no es educación igualitaria sino de desiguales, que tiene
presente los diversos entornos y la adquisición de las virtudes sociales
necesarias para una adecuada coexistencia. Mediante la sociabilidad y la
socialización, al igual que ocurre con la solidaridad, se aprende a ser (Delors
1996) un buen ciudadano.
Otra razón para ver la insuficiencia del modelo de la sociedad
pluralista la encontramos en el concepto de igualdad que sostiene. La
egalité ha pasado a significar igualdad en todo, también en dignidad moral,
de manera que cualquier uso de la libertad está legitimado si es
efectivamente un uso autónomo de la libertad: si es el yo quien elige (Bloom
1989, p. 148).
En este planteamiento de la igualdad hay un protagonista: el Estado,
que usurpa al ciudadano como auténtico protagonista del marco social. En
una sociedad pluralista, el Estado es más que garante de los derechos y
deberes ciudadanos; es quien se constituye en garante de la ciudadanía y
del modelo ciudadano. Ante esta perspectiva, Taylor somete a una aguda
crítica la idea de que la convivencia social quedaría garantizada merced a la
eficacia puramente estructural de las instituciones del Estado Social (Taylor
1994, p. 86).
Este planteamiento lo encontramos en una conocida tesis tomista
(Suma Teológica, I-II q. 96, a.2.), según la cual el Estado no debe preceptuar
sobre todos los actos de todas las virtudes sino sólo sobre los que son
ordenables al bien común, (Millán Puelles 1995, p. 294, 297) lo cual acaba
poniendo en evidencia la contradictoria actitud del gobernante que, “para
no quitarle a nadie la libertad de abusar de su libertad, tendría que
7
desposeerse a sí mismo de la libertad de castigar los comportamientos
nocivos para la sociedad civil, entre ellos los que perjudican gravemente el
efectivo uso de la libertad de quienes no abusan de ella” (Millán Puelles
1995, p. 297).
Si anteriormente veníamos apuntando, entre otros, a Sartori,
Durkheim y Comte como los impulsores de entender la ciudadanía actual,
sobre la que se asienta la pretensión del Estado, ahora podemos sintetizar
esa visión señalando que la constitución moderna de la mentalidad
relativista aparece muy clara en Maquiavelo y Lutero. Velarde (1986, 144-
145) lo explica bien cuando afirma que “Las doctrinas de ambos son
complementarias de una misma tesis. Los actos humanos no son ni buenos
ni malos en sí mismos –dice Maquiavelo–, sino que son buenos si se realizan
por bien del Estado. Lutero, por su parte, dice que el sentimiento de culpa
carece de sentido: la maldad del acto consiste en verlo malo y su bondad en
creerlo bueno. De esta forma, se postula, sin fundamento racional, la tesis
ideológica que constituye el substratum del pensamiento político moderno
que libera de responsabilidad al hombre en lo subjetivo (Lutero) y en lo
objetivo (Maquiavelo). El maquiavelismo fue en realidad una invitación a
descubrir fines “valiosos” que justifiquen todos los apetitos humanos; el
luteranismo, por su parte, fue una invitación a librarse del sentimiento de
culpa moral que pudiera surgir tras la satisfacción de los apetitos”.
En cambio, la educación moral que conlleva una educación para la
ciudadanía ha de asentarse más bien no en saber qué es lo bueno, sino en
practicarlo (Nich. Eth., II, 2, 1103b, 27-29). En este modo de entender la
ética, la virtud se manifiesta como el modo de obrar en el que el ser
8
humano desvela lo que es. En otras palabras, la educación ciudadana es
una cuestión de libertad que se manifiesta a través del obrar: la virtud.
4. La educación para la ciudadanía: una cuestión de libertad
De acuerdo con lo que venimos señalando, la revitalización de la
acción inmanente –el obrar– en la actuación del educando y del educador es
innegable para una adecuada educación para la ciudadanía. En las
recomendaciones presentadas por la Comisión Internacional sobre la
educación para el siglo XXI, auspiciada por la UNESCO en el informe Delors
(1996, p. 37), se pueden encontrar los fundamentos para el desarrollo de la
educación cívica. En este informe se recoge la idea de que los sistemas
educativos en los albores de este nuevo siglo deben orientarse a
proporcionar una educación fundamentada en cuatro pilares: Learning to
know, Learning to do, Learning to live together, Learning to be. Efectivamente, en el
informe Delors (1996, p. 21) se destaca que “its recommendations are still very relevant,
for in the twentyfirst century everyone will need to exercise greater independence and
judgement combined with a stronger sense of personal responsibility for the attainment
of common goals”.
Estas recomendaciones no constituyen fines parciales, sino que son
dimensiones diversas del fin final (Altarejos y Naval 2004). Ponen de relieve
que la finalidad de la educación no puede promoverse exclusivamente
desde el ámbito de las destrezas o habilidades, sino que requiere una honda
implicación personal tanto del educador como del educando.
La tarea del docente, de acuerdo con las recomendaciones indicadas,
no se puede limitar a conocer lo que hay, sino a conocer cómo obrar en la
ciencia y en la vida. Ambos saberes han de ser comunicados (Altarejos y
9
Naval 2004) al alumno, pues es la mejor ayuda que puede recibir para el
logro del fin final y el modo en que la implicación personal se operativiza.
Pero esta implicación personal únicamente puede apreciarse como tal
si la educación es básicamente una tarea asistencial, en la que la ayuda que
se presta es superior al servicio prestado. La distinción entre estas dos
nociones nos parece sumamente importante a la hora de entender que la
educación para la ciudadanía es una cuestión de libertad (Mauro y
Rodríguez 2005).
¿Por qué esta incidencia en la noción de ayuda? No cabe duda de que
la noción de servicio ha contribuido notablemente a la transformación de las
profesiones. Sin embargo, no es menos cierto que ambas nociones se
distinguen netamente, y que en la consideración de la labor docente la
ayuda designa mejor la tarea que se desea realizar, ya que, teniendo
presente la importancia del educador como alguien que conduce a, el
verdadero protagonista de la educación es el propio educando en la medida
en que es él quien ha de lograr sus propios fines.
Efectivamente, “hay una neta diferencia conceptual entre servicio y
ayuda en razón de su finalidad (…) En el servicio, el tomador es alguien que
recibe el bien, y es por tanto un receptor pasivo. En cambio, en la ayuda, el
destinatario es alguien reforzado en su propia acción, y dicho refuerzo es
precisamente el bien que se ofrece; el ayudado es un agente activo”
(Altarejos 2003, p. 43).
Esta neta diferencia entre ayuda y servicio, marca la pauta de la
acción educativa. Podríamos decir que la tarea del docente, a través de la
enseñanza, consiste básicamente en enseñar a buscar, enseñar a saber
buscar, enseñar a saber buscar bien y enseñar a saber buscar bien el bien.
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La capacidad del educando de buscar se aprecia en la libertad de
destinación, en la medida en que esta libertad permite encauzar la apertura
que reside en la libertad nativa, lo que da lugar al encuentro y permite
alcanzar la verdad encontrada (Polo 1999, p. 236). A través de este
aprendizaje cada alumno se encuentra con la verdad y finalmente habrá
que enseñarle a alcanzarla. Una vez alcanzada se inicia nuevamente el
proceso de búsqueda en la intensificación de la verdad. Y esa búsqueda ha
de acompañar intensiva y cualitativamente la vida del alumno en todas las
facetas de la vida. De este modo es como el docente ayuda al alumno
reforzándolo en su propia acción. La ayuda así entendida es consistente,
desde la libertad, con la finalidad de la educación: el obrar feliz.
De acuerdo con este modo de entender la educación para la
ciudadanía, es preciso que nos detengamos en el ethos profesional que
acompaña al educador (McLaughlin, 2005). Nos encontramos con que las
características que acompañan hoy día a ese ethos profesional no son quizá
las que más ayuden para llevar a cabo esa acción educativa. La reflexión
sobre el propio quehacer educativo nos lleva a formular, de acuerdo con
Altarejos (2003, pp. 87-119), unas cualidades éticas que definen ese ethos y
facilitan la acción educativa, en consonancia con el carácter asistencial que
le acompaña.
5. El ethos profesional del educador
Al abordar esta cuestión no podemos sino volver la mirada a la
caracterización comúnmente aceptada sobre las características que
acompañan a la profesión. Esta perspectiva nos ayudará a comprender
mejor por qué el carácter asistencial que conlleva la educación exige un
ethos distinto al que a continuación presentamos. Por consiguiente, en este
11
epígrafe trataremos de sentar los fundamentos que se requieren por parte
del educador para una adecuada educación para la ciudadanía.
Comenzaremos por ver las notas o características comúnmente aceptadas
sobre la profesión y, reflexionando de acuerdo con el carácter asistencial
que acompaña la labor docente, propondremos las cualidades éticas que ha
de cultivar el educador para llevar a cabo una efectiva y eficaz educación en
la ciudadanía.
5.1. Notas o características de la profesión
Han sido mucho los intentos de caracterizar el quehacer profesional,
especialmente del educador, desde muy diversas ópticas (see, for example,
Woethigton, Higgs, 2003; Barber, 1995; Carr, 2000). Uno de esos intentos por
lograr una síntesis que arroje luz sobre el modo en que debiera ejercerse y
reconocerse esa actividad profesional, es la que han llevado a cabo W. Carr
y S. Kemmis (1988, 26) (Altarejos, 2003b, pp. 19-50; and Rodríguez,
Altarejos, Bernal, 2005). Estos autores reducen a tres amplios rasgos la
profesionalidad:
a. conocimiento fundado en un saber teórico;
b. subordinación del profesional al interés y bienestar del cliente;
c. derecho a formular juicios autónomos exentos del control
extraprofesional.
Refiriendo esos rasgos al quehacer educativo, veamos las cautelas
que deben estar presentes para una adecuada concepción de la profesión
docente.
a. Conocimiento fundado en un saber teórico.
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Parece claro que ningún saber práctico puede considerarse como un
conjunto de destrezas, habilidades derivadas de un saber teórico. Cabe
incluso afirmar que aun conociendo por completo, si eso fuera posible, la
condición humana y su modo de operar, no se sabrá qué hacer en cada caso
para ayudar al educando a su mejora o perfeccionamiento. No cabe sino
afirmar que en lo que se refiere al ámbito educativo, a obrar se aprende
obrando y a educar educando, pero no conociendo el ser de la educación y
la naturaleza del educando (Alvira 1988).
En la interacción que se da en el quehacer educativo acontece la
libertad que permite descubrir la novedad en cada acción realizada. A
diferencia de otras profesiones donde el saber teórico delimita el campo de
acción, esto no ocurre en la educación. La clave está en percatarse de que
así como en otras profesiones se trabaja con cosas, en la educación se
trabaja con personas (Alvira 1985, p. 8). Este aspecto de la libertad hace
comprender que la educación es estimulante, pues en ella acontece siempre
lo nuevo en cada acción y conviene tener presente que cada persona aporta
su novedad por ser única e irrepetible. Formalizar todas las situaciones del
comportamiento humano se hace de suyo tarea imposible. En lo que a la
educación se refiere, no educamos a las personas para que sean libres, sino
que educamos a personas libres para que sepan ejercer su libertad. Esta
dimensión de la libertad es la que nos remite directamente a la educación
como un saber práctico. De ahí que en la educación para la ciudadanía no
baste con conocer el ideal de buen ciudadano, sino que se deba aprender a
serlo en la acción, en la práctica.
b. Subordinación del profesional al interés y bienestar del cliente.
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Al tratar de esta segunda característica, parece evidente que la
actuación profesional viene determinada por la capacidad de servicio que se
presta al cliente (see, Sahney, Banwet, Karunes, 2004). De este modo, como
formulación genérica esta segunda característica parece irreprochable.
Sin embargo, cuando tratamos de ver este rasgo en el ámbito
educativo (Silver , 2004) la formulación se torna problemática. ¿Quién es el
cliente para un profesional de la educación? Muy probablemente la
respuesta más común es la de ver en el educando al cliente (Constanti, Gibbs,
2004, p. 244). No obstante habría que decir que es un cliente peculiar, al
menos respecto de otros clientes del ámbito de la informática, consumo, o
incluso del mismo sector terciario, el de los servicios.
También cabe otra consideración al respecto. En cualquier otro
ámbito profesional podríamos prever las consecuencias negativas que
pudieran derivarse y adelantar el posible fracaso de una acción, informando
así al cliente de las posibles consecuencias que puedan derivarse de ese
proceder. ¿Es posible adelantar el fracaso en la tarea educativa? Quizá a
quien ignora lo que es la educación se le puede plantear la posibilidad de
adelantar acontecimientos. Esto es muy propio de la aportación que hace la
sociología a través de la prospectiva. Pero cuando se trata de un ámbito en
el que acontece la libertad, el intento se frustra por su inconsistencia
radical. (Polo 2001, p. 57).
Este aspecto es muy relevante en la educación para la ciudadanía,
pues confiar ciegamente en la bondad de un currículo no asegura el logro
pretendido. Sólo desde el obrar como tal es como puede afirmarse que se es
buen ciudadano. Y eso no está asegurado: precisa de la ética en cada
acción.
14
c. Derecho a formular juicios autónomos exentos del control
extraprofesional.
Quizá sea éste el aspecto más problemático para el profesional de la
educación (Carr y Kemmis 1988, p. 27). “There is the conflict between a goal of
independence for the learner and his unavoidable dependence on authorities for
information and guidance if he is to advance in knowledge beyond the level of a child
without language” (Lewis, 1978, p. 154).
Pero, en cambio, hay otro tipo de autonomía que sí puede alcanzarse.
En la educación no caben soluciones globales a problemas singulares,
aunque revistan la misma problemática. El educador tendrá en cuenta a
quienes tiene presente, tratando de adecuar la enseñanza a las necesidades
de cada quien. La intencionalidad educativa que acompaña a la enseñanza
hace que la formación no pueda adelantarse sin conocer las inquietudes y
necesidades del receptor. Pensemos por un instante en dos personas que
tienen un mismo problema: adicción a la droga. ¿Realmente cabe establecer
un mismo procedimiento cuando las circunstancias sociales, culturales,
familiares, etc., son bien distintas? La personalización en las soluciones nos
remite nuevamente a entender que el quehacer de la educación es práctico
y se personaliza en cada situación concreta.
Quizá de las tres características expuestas, aquella sobre la que hay
más unanimidad a la hora de definir la profesión y distinguirla de otras
tareas ocupacionales sea la de la autonomía. Dicha característica hace
referencia simultáneamente tanto a la capacidad personal de tomar
decisiones operativas en el trabajo, con ausencia de toda pretensión
externa, como a la pertinente responsabilidad social ante los resultados y la
calidad de dicho trabajo. Sin embargo, no es menos cierto que cada vez el
15
trabajo reclama mayor interdependencia. Esta exigencia de
interdependencia se manifiesta de manera importante en la educación para
la ciudadanía, en la que confluyen tantos saberes teóricos y prácticos.
Analizadas estas características, parece oportuno que nos centremos
en la profesión educativa, destacando su carácter asistencial, como paso
previo a la caracterización que mejor se acomoda a ese quehacer.
5.2. Cualidades éticas del ethos como profesión asistencial
Concluíamos en el epígrafe anterior destacando la ayuda como un
elemento esencial en la actuación educativa. Aún más podríamos destacar
la ayuda como el método que hace eficaz todo proceso educativo.
En la medida en que la ayuda nos sitúa en el auténtico quehacer
educativo, la reflexión sobre ese quehacer permite entender que la
educación es básicamente una profesión asistencial: asistir, ayudar a quien
lo necesita enseñándole a buscar, encontrar y alcanzar la verdad. Pero
como tal búsqueda, encuentro y logro, eso sólo lo puede realizar quien se
enfrenta a la verdad; es decir, el educando.
No obstante, desde la reflexión del propio quehacer profesional
educativo, y teniendo presente la noción de ayuda que acompaña a ese
quehacer, podemos distinguir cinco características que permiten identificar
al profesional de la educación (Altarejos 2003, pp. 42-50): competencia,
iniciativa, responsabilidad, compromiso y dedicación. La comprensión de
estas características nos permitirá descubrir a los verdaderos agentes del
proceso educativo y el papel subsidiario que le compete al Estado. Veamos
una por una esas características mencionadas.
a) Competencia
16
La competencia se refiere a la habilidad o capacidad para resolver y
afrontar los problemas propios de una educación en la ciudadanía. Sabe
obrar y hacer y así afrontar los problemas prácticos en su complejidad
(Altarejos 2003, p. 44; Rudduck, Berry, Brown, Frost, 2000). En el ofrecimiento
que hace de la competencia, el profesional de la educación se hace cargo
del interés y beneficio del otro. Ahí radica la autoridad del docente, bien
distinto a la potestad (D’Ors 1968, p. 10). Como saber socialmente
reconocido, refuerza y alienta la acción de los demás. En eso consiste
precisamente la ayuda que se presta desde una profesión educativa que
tiene un marcado matiz asistencial.
La tarea de ayuda suscita una relación afectiva mutua, entre el
docente y el alumno, que, si bien no es el fundamento, sí es un recurso
valioso y eficaz para el quehacer asistencial. A través de la competencia la
impronta que deja el docente en el alumno es una ayuda muy eficaz para el
obrar feliz.
b) Compromiso
La competencia no sería posible si no se diera el compromiso
personal del docente. El compromiso es una característica básicamente
inobjetiva y reacia a toda estandarización por su misma naturaleza: un
compromiso sólo puede entenderse como un acto enteramente personal, en
el que cada quién se implica en aquello que realiza, dotando a la acción de
una dimensión que va más allá de lo estrictamente estipulado. Al tratar de
las otras dimensiones no es posible hablar de ellas sin el referente a esta
característica. El compromiso arroja luz, ilumina e impulsa las demás
caracterizaciones.
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Desde esta característica es como cabe hablar de excelencia
profesional, inscribiéndose en la dimensión subjetiva del trabajo que va más
allá de la dimensión objetiva, lo que conlleva la necesidad de ser un buen
ciudadano a la hora de educar para la ciudadanía. El compromiso supone
desbordar las expectativas que presenta la dimensión objetiva, superando
así la mera eficacia productiva y resaltando justamente el carácter
asistencial que acompaña a la profesión (Polo 1996, p. 107).
c) Iniciativa
De acuerdo con la segunda característica, la profesionalidad del
educador se sitúa en una perspectiva innovadora, en la medida en que el
compromiso es inobjetivo y va más allá de una estricta ocupación. Desde
esta perspectiva la iniciativa no es condición del trabajo, sino exigencia para
quien trabaja. La dimensión subjetiva del trabajo alienta esta característica.
La única manera de progresar es con la aportación de la novedad de cada
quién en aquello que realiza. No cabe, por consiguiente, la uniformidad ni la
unicidad en la tarea educativa.
Así entendida la profesión docente, más que una obligación es una
llamada que comporta una respuesta de acuerdo con el compromiso
personal, expandiendo más allá del mero quehacer, el logro de lo buscado.
En ese empeño no está en juego sólo el trabajo ejercido, sino la mejora de
quien lo realiza. Es decir, la dimensión práxica y poiética de la acción (Nich.
Eth., VI, 4, 1140b). De este modo, puede decirse que en la profesión docente
hay un proceso de decisión en el que el sujeto no sólo decide sobre el
objeto, sino también sobre sí mismo, por lo que la acción verdaderamente
educativa no es pura poíesis –enseñanza– (Altarejos, Rodríguez, Fontrodona,
2003c, pp. 94-95). El educando, al actuar cívicamente, se hace ciudadano.
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d) Dedicación
Cuando nos referimos a esta característica lo hacemos en sentido de
ofrecimiento, entrega o asignación. La dedicación es algo más que ocuparse
de algo, ya que la ocupación tiende a la des-ocupación, para ocuparse de
otras cosas.
La diferencia entre dedicación y ocupación puede verse, por un parte,
por el componente de implicación intensiva y cualitativa de la dedicación;
mientras que el componente de implicación de la ocupación es extensivo y
cuantitativo. Desde esta perspectiva, el profesional de la educación hoy día
tiende más a la ocupación que a la dedicación. Por otra, y desde la
perspectiva que aporta el tiempo, la dedicación no consiste principalmente
en invertir muchas horas, lo que resalta por el contrario, es la plena
disponibilidad; mientras que en la ocupación se invierten muchas horas y
falta disponibilidad, pues se pasa de una ocupación a otra. De esta forma, el
tiempo invertido en un aspecto de la educación se ve como tiempo
ocupado, no disponible para otros aspectos (en cierto modo, tiempo
perdido). Así, las áreas más «etéreas», como la educación cívica, quedan
marginadas por «falta de tiempo».
Obviamente, la dedicación está en íntima conexión con la ayuda. Ver
al otro como un prójimo, reclama para quien ejerce la profesión educativa,
una actitud de permanente disponibilidad ante las necesidades que vayan
surgiendo en el educando. Obsérvese que la dedicación no es una cuestión
simplemente de ofrecer un servicio, sino de estar disponible para ayudar,
reforzar en todo momento la acción del otro o de los otros. Entender esta
distinción requiere compromiso, en la medida en que la inobjetivación de
ese compromiso desborda el mero cumplimiento de un deber, y entender la
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profesión como una llamada que exige una respuesta. Pero el ejercicio de
esta característica sólo es posible desde la libertad de quien actúa y no
desde la imposición externa de unos procedimientos. La distinta actitud que
se tome desde el Estado fomentará la ocupación o la dedicación.
e) Responsabilidad
La conexión que se establece entre las diversas características que se
vienen mencionando cobra mayor vigor al tratar de la responsabilidad. No
cabe entender las características anteriormente señaladas, si no es desde la
perspectiva de “hacerme cargo de”. La responsabilidad resalta el carácter
comunitario que acompaña a la profesión educativa. Dicho de otra manera,
lo que Donati (1998, pp. 46-56) conviene en llamar paradigma relacional
(Donati 1991), que a la postre va a resultar tan decisivo para la
comprensión de un buen quehacer educativo. Al “hacerme cargo de”, el
otro me importa como tal y así es posible constituir un “nosotros”.
Entonces, la responsabilidad supone una obligación acogida por el
sujeto, buscando mejorar la acción, para que las consecuencias sean
crecientemente beneficiosas, para uno mismo y para los demás (Altarejos
2003, pp. 45-46).
Desde la responsabilidad, el profesional de la educación se siente
impelido a una permanente y constante formación, que mejore su
competencia, facilite la iniciativa, haga eficaz su dedicación y consolide su
compromiso. Es, por consiguiente, la otra cara de la libertad, la de su
incremento; lo que incide directamente en la mejora de la calidad educativa
deseada.
20
Ciertamente, la responsabilidad es una cualidad moral en sí misma.
Es el fundamento y la razón de ser de la profesionalidad y, particularmente,
de las profesiones asistenciales. Por lo que se viene señalando, obsérvese
que ese carácter asistencial no es propio o exclusivo de determinadas
profesiones, sino que acompaña, en mayor o menor medida, a cualquier
profesión, remarcándose especialmente en aquellas cuya finalidad radica
directamente en la ayuda, como es el caso de la educación, que es el que
nos ocupa.
De acuerdo con las características señaladas, el carácter asistencial
que conlleva el quehacer educativo nos sitúa de lleno en la finalidad de la
educación –el obrar feliz–, resaltando, nuevamente, cómo la educación es
una cuestión de libertad.
6. Los fundamentos para una educación ciudadana
Al hablar de la finalidad de la educación, como una cuestión de libertad,
se ponía de relieve que dicha finalidad no puede promoverse
exclusivamente desde el ámbito de las destrezas o habilidades
(procedimientos), sino que requiere una honda implicación personal tanto
del educador como del educando (Altarejos, Rodríguez, Fontrodona 2003c,
p. 190).
Una buena educación ciudadana debe atender a la continuidad y
amplitud de dichas acciones solidarias, promovidas desde el cultivo de la
sociabilidad humana, pues de lo contrario no se formarán hábitos; sólo se
darán destellos y ocasionales actos de solidaridad y buen comportamiento
cívico, pero en el que está ausente la implicación personal. Con esto se
quiere llamar la atención en el hecho de que una educación ciudadana no
consiste en realizar, entre otras, esporádicas acciones solidarias sino en
21
conformar toda acción social, todo acto de relación comunitaria, en
referencia a la donación personal como dar y aceptar: como dar aceptando
y como aceptar dándome (Altarejos, Rodríguez, Fontrodona 2003c, p. 191).
Una educación ciudadana sólo puede formarse en la persona si se
ejerce en continuidad existencial y respecto de toda relación social. Como
actos dispersos, por intensos y valiosos que sean objetivamente, poco o
muy poco contribuirán a la formación de la persona; o se forman hábitos
idóneos mediante la donación de sentido a las acciones de relación social, o
no se educa fehacientemente en la ciudadanía.
Esto demanda la formación de unos ciertos hábitos que se
corresponden con las clásicas virtudes sociales (Nich. Eth., libro IV, y Summa
Theologica, II-II, qq. 101-109). las cuales, al tiempo que optimizan las
tendencias naturales sociales, contribuyen también a la gestación de una
educación ciudadana, pues expresan el dinamismo dar-aceptar en la
cotidianeidad de la vida social (para la presente exposición, Altarejos,
Rodríguez y Fontrodona 2003c, p. 192-196; Naval 2000, p. 226-229; Choza
1981, pp. 17-74). Dichas virtudes son las siguientes:
Piedad. Es la virtud social por excelencia. Consiste en la óptima
referencia al origen que se manifiesta respecto de la patria, de los
padres y de Dios. En la actualidad, la pérdida del sentido y del ejercicio
de la piedad —por la afirmación de una autonomía absoluta para el
sujeto— propicia la aparición y propagación de sus vicios, de sus formas
degradadas que son el racismo y la xenofobia.
Honor. Es la aceptación personal en su máximo grado referida al
presente. Honrar a los otros es afirmarlos como mejores; es aceptarlos
en su eminencia y, por lo tanto, incitarlos y animarlos a que lo sean
22
realmente. La pérdida o el olvido de la virtud social del honor es un
indicio claro de la pérdida del sentido ético de una sociedad; genera un
vacío en el orden de las finalidades que absorbe todo dinamismo de
integración social.
Observancia. Es la tendencia virtuosa a conservar lo socialmente valioso;
sobre todo, lo recibido como tal de otras generaciones. Desde la falta de
observancia se menosprecia la tradición, la herencia social y cultural
recibida.
Obediencia. Responde a la tendencia a cumplir lo mandado por la
autoridad legítima. Socialmente la falta de obediencia suscita un
debilitamiento de las necesarias relaciones de orden que apuntalan la
comunidad. La obediencia supone aceptar al otro que manda y que, en
cuanto tal, es un valioso y eficaz elemento de la cohesión social. En
ocasiones, lo mandado puede ser injusto; entonces la conducta recta
será no acatar la orden. Pero si habitualmente se rechaza lo mandado y
a quien lo ordena, se contribuye eficazmente a la desintegración social.
Gratitud. Es el reconocimiento y la aceptación del otro en su obrar (bien)
para mí, y es una expresión máxima de la libertad personal, pues una
vez recibido el bien, nada me fuerza a retribuirlo. Por eso, la ingratitud
habitual es muestra clara de falta de libertad, de soltura en las
relaciones sociales y de ensimismamiento egoísta. La íntima vinculación
de la gratitud con la piedad y el honor se vislumbra en el dicho popular:
“es de bien nacidos ser agradecidos”.
Vindicación. Es la virtud que impele a reparar el mal recibido. Se
distingue de la venganza, que es la voluntad de pagar el mal recibido
con otro mal. La vindicación demanda la reparación del mal cometido, lo
23
cual no puede ser otra cosa que la restitución del bien arrebatado o
dañado. Se distingue también de la reivindicación, que es la reclamación
de algo de lo que se carece y se considera propio.
Veracidad. Es la virtud por la que decimos lo que realmente sentimos y
pensamos; por la que nos manifestamos socialmente como somos. La
perversión de la veracidad es la conducta habitual de ocultar y silenciar
la verdad según convenga a los intereses egoístas. Otro vicio opuesto a
la veracidad es la tendencia habitual a manifestarme, no como soy, sino
como me gustaría que me vieran; es una conducta que atenta
destructivamente contra el honor.
Afabilidad. Es la tendencia virtuosa a dar de lo que se es; la realización
cotidiana de la donación personal. Operativamente, consiste en saber
escuchar; éste es el don que se hace al otro, y donde más nítidamente
se percibe la íntima imbricación entre dar y aceptar. Por la firme y
constante disposición a oír la voz del otro nos damos aceptándole
acogedoramente.
Liberalidad. La virtud por la que se da de lo que se tiene: tanto mis
bienes materiales como mis pertenencias espirituales; por ejemplo, mi
saber, o mi tiempo. Como virtud social la liberalidad va más allá de la
justicia, pues no se da porque sea algo debido, porque el otro lo
merezca, ni siquiera porque lo necesite. El dar liberalmente es el efecto
de la tendencia a compartir las propias posesiones, por el sentido que se
otorga a éstas desde el dar y el aceptar, desde la solidaridad.
7. Conclusión
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La educación para la ciudadanía es educación de personas en un
contexto social. En esa medida destaca el carácter moral de sus acciones y,
por consiguiente, la importancia que hay que darle al obrar por encima del
hacer, sin descuidar este último, en una sociedad tecnificada, relativista y
carente de referentes morales universales.
Es bien importante percibir el carácter asistencial que conlleva la
profesión y resaltar la ayuda que supone toda acción educativa. De hecho,
podría decirse que no hay verdadero servicio que no comporte una ayuda,
pues estaríamos haciendo referencia a la satisfacción de necesidades no
reales.
Esto nos lleva a incidir en dos aspectos bien importantes de cara a una educación
para la ciudadanía. De una parte, en las cualidades éticas del educador; de otra, en el
fomento de las virtudes sociales en el educando. En estos dos aspectos vemos que se
encuentran los fundamentos para el desarrollo de un currículo de una educación para la
ciudadanía. No podía ser de otro modo, si los agentes implicados son el educador y el
educando, sin obviar por ello el contexto social en el que se desenvuelven, pero
otorgando el protagonismo a las personas que conforman el contexto social. De este
modo, se resalta que una educación para la ciudadanía es, básicamente, una cuestión de
libertad, y también cuestión de diálogo, como se ha indicado antes. Naturalmente, de
diálogo rectamente entendido; lo cual no es fácil encontrar hoy, sobre todo cuando el
afán de control social llega hasta instrumentalizar el diálogo para sus intereses. El
diálogo social no tiene como finalidad el consenso, sino la comprensión del otro para su
acogida y aceptación. Pero aceptación del otro como persona, no necesariamente de sus
ideas. Dialogar, esencialmente, es escuchar, no ceder.
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