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ETICA ARIA JULIUS EVOLA I ROSTROS DEL HEROISMO Un punto sobre el que a menudo hemos aludido y que en una investigación acerca de la "raza interior" tiene su importancia, se relaciona con el hecho de que, además del morir y del combatir, debe considerarse un "estilo" diferenciado, una diferente aptitud y un diferente sentido propio a la lucha y al sacrificio heroico. Más bien, generalmente, se puede hablar, aquí, de una escala, que varia según los casos, para medir el valor de la vida humana. Precisamente los hechos de esta guerra [el texto fue escrito durante la II Guerra Mundial] revelan, a este respecto, contrastes que desearíamos ilustras brevemente. Nos limitaremos esencialmente a los casos límite, representados, respectivamente, por Rusia y el Japón. Subpersonalidad bolchevique Qué la conducta de guerra de la Rusia soviética no tenga ni lo más mínímo en cuenta la vida humana y la personalidad, es algo que ya conocemos. Los bolcheviques reducen sus combatientes a un verdadero "material humano", en el sentido más brutal de esta siniestra expresión que se ha convertido en habitual en cierta literatura militar: un material, por el que no se tiene que tener ningún respeto y que, por lo tanto, no hay que titubear a la hora de sacrificarlo de la forma más despiadada dondequiera que haga falta mínimamente. Por lo general, tal como ya se ha resaltado, el ruso siempre ha sabido ir con facilidad al encuentro de la muerte por una especie de innato y oscuro fatalismo; desde hace tiempo la vida humana siempre ha tenido un bajo precio en Rusia. Pero la utilizacion actual del soldado ruso como "carne de cañón" también es una consecuencia lógica de la concepción bolchevique, que nutre el desprecio más radical por el valor de la personalidad y afirma querer liberar al individuo de las supersticiones y "prejuicios burguéses", es decir, el “yo” y “lo mío”, intendo reducirlo a miembro mecanizado de un conjunto colectivo, lo único que se considera vital e importante. Sobre esta base se perfila la posibilidad de una forma, que nosotros diríamos "telúrica" y subpersonal del sacrificio y del heroísmo: es el rasgo del hombre colectivo omnipotente y sin rostro. La muerte sobre el campo de batalla del hombre bolchevizado representa para esta vía la fase extrema del proceso de despersonalización y destrucción de cada valor

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ETICA ARIA

JULIUS EVOLA

I

ROSTROS DEL HEROISMO

Un punto sobre el que a menudo hemos aludido y que en una investigación acerca de la

"raza interior" tiene su importancia, se relaciona con el hecho de que, además del morir y

del combatir, debe considerarse un "estilo" diferenciado, una diferente aptitud y un

diferente sentido propio a la lucha y al sacrificio heroico. Más bien, generalmente, se puede

hablar, aquí, de una escala, que varia según los casos, para medir el valor de la vida

humana.

Precisamente los hechos de esta guerra [el texto fue escrito durante la II Guerra Mundial]

revelan, a este respecto, contrastes que desearíamos ilustras brevemente. Nos limitaremos

esencialmente a los casos límite, representados, respectivamente, por Rusia y el Japón.

Subpersonalidad bolchevique

Qué la conducta de guerra de la Rusia soviética no tenga ni lo más mínímo en cuenta la

vida humana y la personalidad, es algo que ya conocemos. Los bolcheviques reducen sus

combatientes a un verdadero "material humano", en el sentido más brutal de esta siniestra

expresión que se ha convertido en habitual en cierta literatura militar: un material, por el

que no se tiene que tener ningún respeto y que, por lo tanto, no hay que titubear a la hora de

sacrificarlo de la forma más despiadada dondequiera que haga falta mínimamente. Por lo

general, tal como ya se ha resaltado, el ruso siempre ha sabido ir con facilidad al encuentro

de la muerte por una especie de innato y oscuro fatalismo; desde hace tiempo la vida

humana siempre ha tenido un bajo precio en Rusia. Pero la utilizacion actual del soldado

ruso como "carne de cañón" también es una consecuencia lógica de la concepción

bolchevique, que nutre el desprecio más radical por el valor de la personalidad y afirma

querer liberar al individuo de las supersticiones y "prejuicios burguéses", es decir, el “yo” y

“lo mío”, intendo reducirlo a miembro mecanizado de un conjunto colectivo, lo único que

se considera vital e importante.

Sobre esta base se perfila la posibilidad de una forma, que nosotros diríamos "telúrica" y

subpersonal del sacrificio y del heroísmo: es el rasgo del hombre colectivo omnipotente y

sin rostro. La muerte sobre el campo de batalla del hombre bolchevizado representa para

esta vía la fase extrema del proceso de despersonalización y destrucción de cada valor

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cualitativo y personal, que se encuentra en la base del ideal bolchevique de "civilización".

Así puede realizarse verdaderamente lo que, en un libro tristementte famoso, Erich Maria

Remarque dio como significado total de la guerra: la trágica irrelevancia del individuo en el

hecho bélico, en el cual los puros instintos, las fuerzas elementales desatadas, empujadas

subpersonales toman ventaja sobre cualquier valor e ideal. Más bien, este dramatismo

tampoco se experimenta, por que el sentido de la personalidad ya se ha agotado y cada

horizonte superior está previamente cerrado; la colectivización, también del espíritu, ya ha

hundido sus raíces en una nueva generación de fanáticos, educada según el verbo de Lenin

y Stalin. Se tiene así un forma precisa, casi incomprensible para nuestra mentalidad

europea, de predisposición para morir y sacrificarse, e incluso hasta una siniestra alegría

por la destrucción propia y ajena.

La mística japonesa del combate

Algunos episodios recientes de la guerra japonesa han hecho conocer un "estilo" del morir,

que, sin embargo, tiene similitudes con el del hombre bolchevique, para testimoniar, en

apariencia, el mismo desprecio por el valor del individuo y, generalmente, de la

personalidad. Se sabe, en efecto, que aviadores japoneses que se han precipitado sobre el

blanco, deliberadamente, con su carga de bombas, o de “hombres mina” predestinados a

morir en su acción. E incluso parece que en Japón se haya sido organizado desde hace

tiempo un cuerpo con estos "voluntarios" de la muerte [NdA: el autor alude a los

“kamikazes”]. De nuevo, nos encontramos ante algo poco comprensible para la mentalidad

occidental. Sin embargo, si intentamos penetrar en el sentido más íntimo de esta forma

extrema de heroísmo, encontramos valores que representan la perfecta antítesis con el

"heroísmo telúrico" y sin luz del hombre bolchevique.

En el caso japonés, las premisas, en efecto, son de carácter rigurosamente religioso, e

incluso diríamos mejor ascético y místico. Esto no hay que entenderlo en el sentido más

conocido y exterior, es decir, con la idea, de que en Japón la idea religiosa y la idea

imperial son una sola y misma idea, y que el servicio al emperador, se identifica con un

servicio divino y el sacrificarse por el Tenno y por el Estado tiene el mismo valor que el

sacrificio de un misionero o un mártir, pero en sentido absolutamente activo y combativo.

Todo esto es cierto y forma parte de los aspectos de la idea político religiosa japonesa: sin

embargo la última y más exacta referencia debe de ser buscada en un nivel superior, esto

es en la visión del mundo y de la vida propia del buddhismo y sobre todo en la escuela Zen,

que ha sido definida justamente como la "relígión" del samurai, es decir de la casta

específicamente guerrero japonesa.

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Tal visión del mundo y de la vida aspira esencialmente a desplazar el sentimiento de uno

mismo sobre un plano transcendente, y relativiza el sentido y la realidad del individuo y de

su vida terrenal.

Primer punto: el sentimiento de “venir de lejos". La vida terrenal no es sino un episodio, no

empieza ni acaba aquí, tiene causas remotas, es la tensión de una fuerza que se proyectará

de otras formas, hasta la liberación suprema. Segundo punto: en relación a eso, se niega la

realidad del yo, del yo simplemente humano. La "persona" vuelve a tener el sentido que

este término tuvo originariamente en latín, donde equivalía a “máscara” de actores. es decir

un determinado modo de aparecer, una forma de “manifestación”... Según el Zen, es decir

según la religión del samurai, existe algo inaprensible e indomable en la vida, algo infinito,

susceptible de asumir infinitas formas, y que simbólicamente se designa como çûnya, es

decir "vacío", opuesto a todo aquello que es materialmente consistente y vinculado a una

forma.

Sobre tal base se perfila el sentido de un tipo de heroísmo que puede llamarse en rigor

"suprapersonale", en oposición al bolchevique de naturaleza "subpersonal". Se puede tomar

la propia vida y arrojarla, con una intensidad extrema, en la certeza de una existencia eterna

y la indestructibilidad que, no habiendo tenido principio, tampoco puede tener un fin. Lo

que puede parecer extremo para alguna mentalidad occidental, resulta aquí natural, claro y

evidente. No se puede hablar tampoco de tragedia sino en un sentido opuesto al que del

bolchevismo: no se puede hablar de tragedia a causa de la irrelevancia del individuo y por

la posesión de un sentido y de una fuerza que, en la vida, va de allá de la vida. Es un

heroísmo, que casi podríamos llamar "olímpico."

Y aquí, de paso, remarcamos la diletante banalidad de quienes han tratado de demostrar,

con cuatro renglones, el carácter deletereo que similares puntos de vista -directamente

opuestos a quienes suponemos que la existencia terrenal sea única e irrevocable- tendría

para la idea de Estado y de servicio al Estado. El Japón representa el más fragante

desmentido para semejantes elucubraciones; la vehemencia con que, junto a nosotros

[NdA: en la época Japón era aliado de Italia en el Pacto Tripartito], Japón conduce una

lucha heroica y victoriosa, demuestra sin embargo, el enorme potencial guerrero y

espiritual que procede de un sentimiento experimentado de la transcendencia y el

superpersonalità como el que hemos aludido.

La "devotio" romana

Aquí conviene subrayar que, si en el occidente moderno se reconocen los valores de la

persona, ello conduce también a una acentuación, casi supersticiosa, de la importancia de la

vida terrenal, que luego, al “democratizarse”, dió lugar a los famosos "derechos" del

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hombre y a una serie de supersticiones sociales, democráticas y humanitarias. Cómo

contrapartida de este aspecto en absoluto positivo, se ha tendido a otorgar un similar énfasis

a la concepción "trágica" -por no decir "prometeica"- algu que, asimismo, equivale a una

caída de nivel.

Debemos, contrariamente a esto, recordar los ideales "olímpicos" de nuestras más antiguas

y auténticas tradiciones; así podremos comprender que nuestro heroísmo aristocrático, libre

de pasión, se sitúa justo en seres en los que el centro de su vida se sitúa verdaderamente

sobre de un plano superior, desde el que se lanzan, más allá de cada tragedia, de cada

vínculo, de cada angustia, como fuerzas irresistibles.

Conviene realizar una breve reevocación histórica. Aunque las antiguas tradiciones

romanas sean poco conocidas, presentan rasgos similares a aquellos ue suponen el don

heroico a fondo perdido de la misma persona en nombre del Estado y de los objetivos de la

victoria, que hemos visto también aparecer en la mística japonesa del combate. Aludimos al

llamado rito de la “devotio”. Las bases de este rito son, natrualmente, sagradas. En él está

también presente el sentimiento general del hombre tradicional, de que fuerzas invisibles

están actuando tras el mundo visible y que el hombre, a su vez, puede influir sobre de

ellas.

Según el antiguo ritual romano del “devotio”, un guerrero y, sobre todo, un Jefe, puede

facilitar la victoria a través de un misterioso desencadenamiento de fuerzas desencadenadas

por el sacrificio deliberado de su persona, realizándose con la voluntad de no salir vivo de

la experiencia. Se recuerda la ejecución de este ritual por parte del cónsul Decio en la

guerra contra los latinos el 340 A.C., al igual que su repetición -exaltada por Cicerón (Fin.

11, 19, 61; Tusc. 1, 37, 39)- de parte de otros dos representantes de la misma familia. El

ritual tuvo un preciso ceremonial suyo que atestigua la perfecta conciencia y lucidez de esta

ofrenda heroica sacrificial. Según el orden jerárquico, fueron invocadas inicialmente las

divinidades olímpicas del Estado romano, Jano, Júpiter, Quirino; luego el dios de la guerra,

Pater Mars; luego los dioses indigetas, "dioses que tenéis potencia sobre los héroes y sobre

los enemigos"; en nombre del sacrificio que se propone de cumplir, se invocó "conceder

fuerza y victoria al pueblo romano de los Quiriti y de arrollar con terror, susto y muerte a

los enemigos de nuestro pueblo" (cfr. Livío, VIII, 9). Propuestas por el pontifex, las

palabras de esta fórmula son pronunciadas por el guerrero, revestido por la praetesta, con

un pie sobre de una jabalina. Después de qué se lanzase al combate para morir.

La transformación del sentido de la palabra devotio es, así mismo, significativa. Aplicada

originariaintnte a este orden de ideas, es decir a una acción heroica, sacrificiale y

evocadora, en el Bajo Imperio significó la simple fidelidad del ciudadano y hasta el esmero

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en el pago de la hacienda (devotio rei annonariae). Según las palabras de Bouché Lequerq,

al final, "al ser reemplazado el César por el Dios cristiano, “devotio” pasó a significar

simple religiosidad, la fe dispuesta para todos los sacrificios y, más tarde, una posterior

degeneración de la expresión, convirtió a la “devotio” en “devoción”, en el sentido actual

de la palabra, es decir una preocupación constante por la salvación, afirmada en una

práctica minuciosa y recta del culto."

En la antigua “devotio” romana tenemos pues signos bien precisas de un mística consciente

del heroísmo y del sacrificio, próxima a una estrecha conexión entre el sentimiento de una

realidad sobrenatural y suprahumana y la lucha y la dedicación en nombre del propio Jefe,

del justo Estado y de la misma raza. No faltan testimonios acerca de un sentimiento

"olímpico" del combate y de la victoria en nuestras antiguas tradiciones. De eso, nos hemos

ocupado extensamente en otro lugar [NdA: especialmente en “Rivolta contro il mondo

moderno”]. Sólo recordamos ahora que en la ceremonia del triunfo el “duce” victorioso

asumía en Roma las insignias del dios olímpico, expresando la verdadera fuerza que en él

determinaba la victoria; recordaremos también que más allá del César mortal, la

romaniddad veneró al César como un "vencedor peremne", es decir como una especie de

fuerza suprapersonal de las destinos del Imperio.

Así, si en los tiempos posteriores han prevalecido otras experiencias, las tradiciones más

antiguas nos demuestran que el ideal de un heroísmo "olímpico" también ha sido un ideal

nuestro, que también nuestra gente ha conocido la ofrenda absoluta, la consumición de toda

una existencia en una fuerza arrojada contra el enemigo hasta el límite de evocación de

fuerzas abisales; una victoria, por fin, que transfigura y propicia participaciones en

potencias suprapersonales. Así también sobre la base de nuestro legado ancestral se perfilan

puntos de referencia en radical oposición al heroísmo subpersonal y coletivista que hemos

indicado al principio, y también a cada visión trágica e irracional, que ignora aquello que es

más fuerte que el fuego y el hierro, que la muerte y la vida.

Publicado en la sección “Diorama mensile” de la revista “Il Regime Fascista”, 19 de abril de 1942.

(c) Fundazione Julius Evola.

(c) Edizioni Il Settimo Sigillo

(c) Por la traducción en lengua española: Ernesto Milà – infokrisis

II

EL DERECHO SOBRE LA VIDA

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Queremos tratar aquí, brevemente, no sobre el derecho sobre la vida en general, sino sobre

el derecho sobre la misma vida, según la trasposición de la antigua fórmula ius vitaes

necisque, que equivaldría a la potestad de aceptar la existencia humana o bien de ponerle

fin.

Vamos a considerar este problema desde el punto de vista puramente espiritual, por tanto

nos situaremos más allá de las consideraciones de carácter social. Debe pues entenderse

esta responsabilidad frente a uno mismo, en lugar de restringirla a los estrechos horizontes

de la vida individual, considerando el sentido general de la propia existencia terrestre y

superterrestre. Nuestras consideraciones se mantendrán igualmente alejadas de cualquier

referencia de carácter devocional, da un plano condicionado y poco iluminado, al que

habitualmente se alude. Aspiramos a mantenernos fieles a criterios propios de un realismo

de carácter superior.

La vista de Séneca

Sobre tal plano, la forma más severa y viril en la que se ha afirmado el derecho absoluto a

disponer de la propia vida, ha sido afirmado por al estoicismo, especialmente en las

formulaciones de Séneca. En los puntos de vista de esa filosofía se percibe –a ojos de

muchos- un espíritu típico, no solo romano, sino también ario-romano, aun cuanto se vea

limitado por cierto entumecimiento y exasperación.

Para entender el alcance del punto de vista de Séneca -y, en. general, la esencia de las ideas

que aquí queremos exponer- hace falta condenar cualquier justificación del derecho a

quitarse la vida, en casos en los que intervenga un motivo pasional. El hombre que se

suicida impulsado por un sentimiento pasional es digno de ser condenado y despreciado. Es

un vancido, un derrotado. Su acto de suicidio solamente atestigua su pasividad, su

incapacidad para afirmarse y responder a los impulsos de la vida sensitiva, por encima de la

cual es preciso situarse para poder considerarse verdaderamente hombre.. No vale la pena,

pues, dedicar ninguna línea a estos casos.

La justificación de Séneca del derecho a suicidar, en cambio, es interesante, porque se

sitúa, decididamente, de allá de ese plano. La visión general de la vida de Séneca y el

estoicismo romano se basa en la idea de que la vida es una lucha y una prueba. Según

Séneca, el hombre verdadero está por encima de los mismos dioses porque estos, por

naturaleza, no están expuestos a la adversidad y la desgracias, mientras que el ser humano

si está expuesta a ellas y, por tanto, tiene el poder de triunfar. Infeliz no es quien ha

conocido la desgracia y el dolor, nos dice Séneca, porque no ha tenido ocasión de

experimentar y de conocer su propia fuerza. A los hombres les ha sido concedido algo más

que estar exento de males; se le ha dado la fuerza para triunfar sobre ellos. Y las personas

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más golpeadas por el destino deben ser consideradas como las más dignas, de la misma

forma que durante las batallas, se encomienda la defensa de las posiciones más expuestas y

difíciles y las misiones más peligrosas a los elementos más fuertes y calificados, mientras

que los menos osados, atrevidos y fuertes, los menos fuerte, son destinados a la

retaguardia.

Ahora, cerca de a la más precisa afirmación de una parecida visión viril y combativa de la

vida Séneca justifica el matarse. La justificación la pone en boca de la divinidad en De

providentia, VI, 7-9, cuando escribe que dice no sólo se ha concedido al hombre verdadero,

al sabio, una fuerza más fuerte que cualquier contingencia, sino que se le ha dado la

posibilidad de abandonar el terreno de juego cuando lo desea: la vía de "salida" está

siempre abierta, pater exitus. "Cuando no queráis combatir, siempre os es posible la

retirada. Nada os ha sido dado más fácil que morir."

Enseñanzas arias

La expresión “si pugnare no vultis, licet fugere”, aludía a la muerte voluntaria que el sabio

tenía derecho a darse a mismo, en el espíritu del texto no debe ser entendida como una

cobardía, en tanto que fuga. No se trata de apartarse de la vida porque uno no se siente lo

bastante fuerte como para afrontarla como prueba. Implica, por el contrario, decir bata a un

juego, cuyo sentido ya no se comparte, tras haber demostrado así mismo tener la capacidad

para superar pruebas similaresparecidas. Se trata de una “separación de la vida” fría, casi

podríamos decir “olímpica”, realizada por quien no se ha dejado dominar por los elementos

que han ido apareciendo en su vida.

En las antiguas tradiciones arias se encuentran justificaciones para "salir" voluntariamente

de la vida terrenal, con evidentes afinidades a la vía del estoicismo romano. Allí donde se

ha renunciado a la vida en nombre de la vida misma, es decir cuando algo nos impide gozar

o encontrar satisfacción (una carencia, una situación personal desesperada, un desengaño,

un fracaso) el suicio es condenado sin paliativos. En tales casos, este acto no significa una

“liberación”, sino justo lo contrario: la forma más extrema, aunque bajo la apariencia de un

rechazo, de apego a la vida, de dependencia de la vida y de los "deseos". Ningún "más allá"

espera a quien utiliza tal violencia contra sí mismo; la ley de una existencia sin “luz”, de

paz y de estabilidad, se reafirmará una vez en torno a quien haya optado por esta vía.

Tendría, en cambio, derecho a poner fin a la vida terrenal quien permaneciera en una

situación de distanciamiento y separación frente a la vida, hasta el punto de que le daría

igual vivir o no-vivir. En esos casos, se podría plantear la pregunta de qué es lo que

movería a una persona en tal coyuntura interior a asumir la iniciativa del suicidio. Tanto

más por el hecho de que quien ha alcanzado tal estado de perfección interior no ha cogido

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también. en uno alguna medida el sentido superpersonale de su existencia en tierra,

sintiendo, en igual tiempo, que el conjunto de esta misma existencia no está sino un breve

tránsito, un episodío, el aparecer por una fecha misión o prueba particular, un viaje durante

las horas "por la noche", como dicen los Orientales. Advertir un aburrimiento absoluto, una

impaciencia o una intolerancia ante el paso del tiempo y lo que todavía tenemos por

adelante ¿acaso no sería un resto humano, una debilidad, algo que todavía no “resuelto" y

todavía no aplacado por el sentido de la eternidad, o, al menos, por las "grandes distancias"

no-terrenales y no-temporales?

¿Es “mía” la vida?

Dicho esto, hay otra consideración de principio que es posible realizar. Se puede tener

realmente derecho solo sobre aquello que nos pertenece. El derecho a dar fin a la propia

vida está condicionado por lo tanto a que esta vida pueda ser verdaderamente “mía”. Y

hablando de "vida", no podemos reducirla solamente al cuerpo, el organismo fisico-

psíquico sobre el que, generalmente, se juzga que se tiene el derecho de poner término a su

duración; ni se tiene que excluir la misma vida de los sentimientos y las sensaciones.

Ahora, en términos absolutos, ¿puede decirse que, verdaderamente, todo eso es "mío" o se

refiere a "yo mismo"?. Aquí cada cual se forja sus propias ilusiones que, sin embargo, un

instante de reflexión basta para disipar. Un texto de la tradición aria, sitúa el problema de

modo muy tangible en foirma de diálogo. El sabio pregunta: “¿Tiene un soberano poder

para ejecutar, exiliar o amnistiar a quién quiera en su reino"? -"Ciertamente". "Que

piensas entonces sobre esto: ¿el cuerpo soy yo mismo? O también, qué dices: La sensación

soy yo mismo, la percepción soy yo mismo, puede realizarte este deseo: Así debe ser mi

sensación o percepción, así no debe ser?” La respuesta del interrogatoria debe ser por

fuerza negativa. No se puede hablar de "mi cuerpo" o de "mi vida", porque entonces

debería tratarse de cosas sobre las que no tengo poder, mientras que, de hecho, tal poder o

es nulo, o bien mínimo. No es el principio y la causa de "nuestra" vida, aquello que

nosotros recibimos, síno que en las antiguas tradiciones aires todo esto es considerado

como un "préstamo" que va parejo al deber restituir a otro tal vida, engendrando a un hijo.

De aquí que el primogénito fuera llamado "el hijo del deber."

Por lo demás. allá dónde la vida fuera de nuestra propiedad, debería ser posible separarse

de la existencia terrenal a través de un puro acto del espíritu o la voluntad, sin acciones

violentos esteriores, algo imposible para la casi totalidad de los hombres, porque sólo

algunas tradiciones antiguas consideraron la posibilidad de una "salida" de este tipo en

figuras absolutamente excpcionales. Suicidándose y matando al cuerpo físico, se ejerce por

tanto violencia sobre algo que no puede decirse que sea nuestro, algo que no depende de

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nosotros mismos: algo sobre lo que no puede decirse que tengamos, en derecho, jus vitae

necisque: menos incluso que sobre los propios hijos, que, al menos, han sido engendrados

por nosotros.

Aquí sin embargo puede presentarse una objeción. Puede decirse que, precisamente porque

no hemos querido ni creado nuestra vida, no estamos obligados a aceptar o conservar en

todos los casos este “préstamo” o “regalo” y, por tanto, en un momento determinado

tenemos el derecho a ponerle fin. Para aceptar este razonamiento. naturalmente, deberemos

presuponer que se ha realizado la condición ya señalada, es decir, que se ha operado un

distanciamiento con la vida misma, capaz de demotrarse a sí mismo con pruebas positivas y

no con simples palabras o sugestiones. De otra forma, considerar la vida como algo extraño

que se puede conservar o devolver a quién sin nuestro consentimiento, nos la ha dado, sería

una simple ficción mental. Así pues, seguimos, en el terreno aplicable solo a casos

excepcionales.

Pruebas de reacción sobre el destino

La solución de la dificultad está condicionada por los puntos de vista que derivan de la

visión general del mundo. La mayor parte de los occidentales modernos, a causa de la

religión predominante, se han acostumbrado a considerar el nacimiento físico como el

principio de su vida. Para ellos el problema, naturalmente, es bastante grave, porque allí

dónde el nacimiento, y por tanto la vida terrenal, no son consideradas como efecto de una

causa o de una confluencia de circunstancias externas, el nacimiento queda vinculado

únicamente a la voluntad divina.

Tanto en un caso como en el otro, la voluntad propia no juega ningún papel, por lo que, allí

dónde no se sea lo suficientemente devoto para aceptar la vida por amor de Dios, con

resignación y obediencia, se puede aparecer siempre la actitud de quien reivindica la misma

libertad frente a lo que él no ha deseado.

Pero el examen de la mayor parte de las más antiguas tradiciones indo europeos no

coinciden conm este punto de vista. Afirmaban, inicialmente, una preexistencia con

respecto a la vida terrenal y una relación de causa y efecto -a veces incluso de elección-,

entre la fuerza preexistente al nacimiento físico y la misma vida. Ésta, en tal caso, no

pudiendo ser atribuida a una voluntad exterior y humana del individuo, va a representar un

orden penetrado por un determinado sentido, algo que tiene su significado para el Yo, como

una serie de experiencias importantes no en sí mismos, sino respecto a nuestra realización.

En una palabra, entonces aquí abajo, la vida ya no es más una casualidad, sino que más

bien puede considerarse como algo a aceptar o rechazar según mi libre albedrío, ni como

una realidad que se impone, frente a la que solamente puede permanecerse pasivo, bien con

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una resignación obtusa o manifestando una constante resistencia. Surge en cambio la

sensación de que la vida terrenal es algo, sobre lo que nosotros, antes de ser seres

terrenales, nos hemos, por así decirlo, "comprometido" y, en cierta medida, implicado,

incluso como en una aventura o como en una misión o una elección, asumiendo los

aspectos problemáticos y trágicos de la misma.

Es difícil que esta superioridad o, también, sencillamente aquel distanciamiento frente a la

vida, que permitiría arrojarla, no se acompañe, como ya hemos señalado, a un sentido a la

existencia; el cual, en muy pocos casos, induciría a comprender la decisión de “acabar” con

ella. Todos sabemos que antes o después el fin vendrá, por lo tanto, la actitud más sabia

frente a las contingencias sería descubrir el sentido oculto, la parte que tiene en el todo, que

en el fondo -según el punto de vista señalado- se basa en nosotros y está contenido en

nuestro deseo de trascendencial. Y allí dónde fuera sincera y decisiva nuestra impaciencia

ante lo eterno, por conocer la existencia más allá de la terrenal, daría sentido a la frase de

una mística española: “en tan alta vida espero, que muero porqué no muero”; a partir de

ese momento, se concibe la vida como prueba, en lugar de interrumpirla con una

invervención directa y violenta. Mediante las intervenciones heroicas en un conflicto

bélico, o en las ascensiones en alta montaña, o en exploraciones y misiones arriesgadas,

hay miles de posibilidades para interrogar a la vida sobre el “destino” y obtener respuestas

sobre las razones profundas para proseguir aquí una vida humana.

Publicado en la sección “Diorama mensile” de la revista “Il Regime Fascista”, 17 de mayo de 1942.

(c) Fundazione Julius Evola.

(c) Edizioni Il Settimo Sigillo

(c) Por la traducción en lengua española: Ernesto Milà - infokrisis

III

FIDELIDAD A LA PROPIA NATURALEZA

Hoy más que nunca sería preciso comprender, que incluso los problemas sociales, en su

esencia, siempre remiten a problemas problemas éticos y de visión general de la vida.

Quien aspira a solucionar los problemas sociales sobre de un plano puramente técnico, sería

como si un médico únicamente se dedicara a combatir los síntomas epidérmicos de un mal,

en lugar de indagar y llegar hasta la raíz profunda del problema. La mayor parte de las

crisis, de los desórdenes, de los desequilibrios que caracterizan a la sociedad occidental

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moderna si bien, en parte, dependen de factores materiales, al menos en la misma medida

también dependen de la silenciosa sustitución de una visión general de la vida a otra, de

una nueva aptitud con respecto a sí mismos y a la propia suerte, celebrada como una

conquista, cuando en realidad supone una desviación y una degeneración.

En el orden de cosas que aquí queremos tratar, tiene un relieve particular la oposición

existente entre la ética “activista” e individualista moderna y la doctrina tradicional y su

espacio dedicado a la “propia naturaleza".

En todas las civilizaciones tradicionales -aquéllas que la vacua presunción "historicista"

considera "superadas" y que la ideología masónica juzga "obscurantista"- el principio de la

igualdad de la naturaleza humana siempre fue ignorado y considerada como una visible

aberración. Cada ser tiene, con el nacimiento, una "naturaleza propia", lo que equivale a

decir un rostro, una cualidad, una personalidad, siempre, más o menos, diferenciada. Según

las más antiguas enseñanzas arias y también clásicas, esto no fue “casual”, sino que se

consideba como efecto de una especie de elección o determinación anterior al mismo

estado humano de existencia. La constatación de la "propia naturaleza" no fue nunca el

producto de la suerte o del azar. Se nace incontestablemente con ciertas tendencias, con

ciertas vocaciones e inclinaciones, en ocasiones sin que sean patentes ni precisas, pero que

afloran y salen a la superficie en determinadas circunstancias o pruebas. Frente a este

elemento innato y distinto en cada uno de nosotros, ligado al nacimiento, si no incluso -

como sugieren las enseñanzas ya señaladas- a algo que viene de más lejos, e incluso que

precede el mismo nacimiento, cada uno tiene un margen de libertad.

Y está aquí que se presenta la oposición entre las “vías” y las “éticas”: las primeras son

tradicionales, las segundas son "moderna". El punto esencial de la ética tradicional es “ser

uno mismo y permanecer fiel a uno mismo”. Es preciso reconocer y querer lo qu se es, en

vez de intentar realizarse de manera diferente a lo que se es. Eso no significa para nada

pasividad y quietismo. Ser uno mismo siempre es, en cierta medida, una tarea, una forma

de "mantenerse firme". Implica una fuerza, una determinación, un desarrollo. Pero esta

fuerza, esta determinación, este desarrollo, tiene una base, amplía las predisposiciones

innatas, se relaciona con un tipo de carácter, se manifiesta con rasgos de armonía, de

coherencia consigo mismo. de organicidad, en definitiva. El hombre se va construyendo, es

decir, va pasando a ser “de una pieza”. Sus energías son dirigidas a potenciar y refinar su

naturaleza y su carácter, a defenderlo contra cada tendencia extraña, contra cada influencia

que pretenda alterarlo.

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Así la antigua sabiduría formuló principios como éste: "Si los hombres hacen una norma de

acción no conforme a su naturaleza, no deberá ser considerada como norma de acción". Y

tambiéna: "Mejor cumplir el propio deber aunque de forma imperfecta, que el deber de

otro bien ejecutado. La muerte en cumplir del propio deber es preferible; el deber de otro

tiene grandes peligros". Esta fidelidad al propio modo de ser ascendió hasta alcanzar un

valor religioso: "El hombre alcanza la perfección –se dice en un antiguo texto ario-

adorando a aquel del cual proceden todo los vivientes y que penetra todo el universo, a

través del cumplimiento del propio modo de ser". Y, finalmente: “Siempre haz lo que tenga

que ser hecho, de conformidad con tu propia naturaleza, sin experimentar apego, porque el

hombre que actúa con desinterés activo alcanza al Supremo".

Todo esto se ha convertido en horrible e insoportable para la civilización moderna,

especialmente cuando se hace alusión al régimen de castas. Pero se elude completamente

hablar de castas y casi no se habla siquiera de "clases" y apenas se realizan alusión a

"categorías sociales". Hoy se hacen saltar los "compartimentos estancos" y se "va hacia el

pueblo"... Tales prejuicios son el fruto de la ignorancia y a lo sumo se explican por el hecho

que, en lugar de considerar los principios de un sistema, se pasa a formas extraviadas,

vacías o degeneradas del mismo. Hay que recordar que la "casta", en sentido tradicional, no

tiene absolutamente nada a ver con las "clases"; la clase es una distribución completamente

artificiales realizada sobre una base esencialmente materialista y economicista, mientras

que las castas se relacionan con la teoría de la “propia naturaleza” y la ética de la fidelidad

a la naturaleza propia.

Por esta razón -en segúndo lugar- frecuentemente aparece un régimen de castas de hecho,

sin fundamentación doctrinal y, por lo tanto, sin tampoco que fuera usada la palabra "casta"

o una palabra parecida: como en cierta medida ocurrió durante la Edad Media.

Reconociendo la misma naturaleza, el hombre tradicional también reconoció su "lugar", su

función y las justas relaciones de superioridad e inferioridad. Las castas o los equivalente

de las castas, antes de definir grupos sociales, definieron funciones, modos típicos de ser y

de actuar. El hecho de que la casta correspondiera a las tendencias innatas y aceptadas y a

la naturaleza propia de los individuos a estas funciones, determinó su pertenencia a la casta

correspondiente, de modo que, en los deberes propios a su casta, cada uno pudo reconocer

el cumplimiento normal de su propia naturaleza. Por eso, en el mundo tradicional, el

régimen de las castas tuvo una calma y una serenidad institucional, evidente a los ojos de

todo, y no se asentó sobre ningún exclusivismo, sobre abusos de aujtoridad o sobre la

voluntad de unos pocos. En el fondo, el principio romano bien conocido “suum cuique

tribuere” remite exactamente a la misma idea: a cada uno el suyo. En tanto que los seres

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eran considerados fundamentalmente desiguales, resulta absurdo que todo fuera accesible a

todos y a cada uno; se consideraba que cada casta tenía sus elementos y leyes adecuadas a

su función específica. No tenerlas implicaba una desnaturalización y una deformación.

Las dificultades que surgen en quienes viven en las condiciones actuales -muy diferentes

del sistema que estamos describien- se relaciones con individuos que manifiestan

vocaciones y dotes diferentes a las del grupo en el que se encuentran por nacimiento y

tradición. En un mundo “normal”, esto es, tradicional, tales casos son una excepción y ello

por una razón precisa: porque en aquellos tiempos los valores de sangre, de raza y de

familia fueron reconocidos de forma natural y por ello se realizaba, en gran medida, una

continuidad biológico hereditaria, vocacional, de cualificaciones y de tradiciones.

Precisamente, ésta es la contrapartida de la ética del ser uno mismo: reducir a lo mínimo la

posibilidad de que el nacimiento sea verdaderamente una casualidad y que el individuo se

encuentre desarraigado, en disonancia con su entorno, con su familia, e incluso consigo

mismo, con el propio cuerpo y la propia raza. Además, hay que señalar que el factor

materialísta y utilitario en estas civilizaciones y sociedades estuvo notablemente reducido y

estaba subordinado a valores más altos, íntimamente experimentados. Nada pareciía como

más digno que seguir a la propia actividad natural, la vocación que realmente estuviera

conforme al propio modo de ser, por humilde o modesta que fuera: hasta tal punto, que

pudo concebirse, que quien se mantenía en conforme a su propia función y seguía la ley de

la casta, cumplien con impersonalidad y pureza los deberes a ella inherentes, tenía la misma

dignidad que el miembro de cualquier casta "superior": un artesano, igual a un miembro de

la aristocracia guerrera o un príncipe.

De aquí también procede aquel sentido de dignidad, de calidad y de diligencia que se ha

descubierto en todas las organizaciones y profesiones tradicionales; de aquí, aquel estilo,

que hacía de un herrero, un carpintero o un zapatero no se presentaron como hombres

embrutecidos por su condición sino casi como de los "Señores", personas que libremente

tuvieran elección y ejercieron su actividad, con amor y entegra, siempre dándolea una

huella personal y cualitativa, manteniéndose desapegados de la pura preocupación por las

ganancias y los beneficios.

El mundo "moderno", sin embargo, ha optado por seguir el principio opuesto, la vía un

olvido sistemático de la naturaleza propia, la vía del individualismo, del "activismo" y del

arribismo. El ideal ya no es más ser aquello que se realmente se es, sino "construirse",

aplicarse a cada actividad, al azar, o bien por consideraciones completamente utilitarias. No

es actuar con fidelidad y pureza, el propio ser, sino usar todas las energías para ser lo que

no se es. El individualismo, está en la base de tales puntos de vista, es decir el hombre

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atomizado, sin nombre, sin raza y, sin tradición, ha pregonado, lógicamente, la pretensión

de la igualdad, ha reivindicado el derecho a poder ser todo lo que cualquier otro también

puede ser, y no ha querido reconocer diferencia más verdadera y justa que la construida por

sí mismo, artificialmente, en el seno de una una civilización materialízada y secularizada.

Como sabemos, esta desviación ha llegado al límite en los Países anglosajones y puritanos.

Haciendo frente común la Ilustración masónica, la democracia y el liberalismo, se ha

alcanzado un punto que para muchos, cada diferencia innata y natural aparece como un feo

elemento "naturalista", cada vista tradicional es juzgada oscurantista y anacrónica y no se

oye más que la absurda idea de que todo esté abierto a todos, que se tengan iguales

derechos e iguales deberes, que valga una única moral, común para todos que debería

incluso imponerse, permaneciendocon llena indiferentes sino hostiles por las naturales

individuales y las diferentes dignidades. De aquí, también, procede todo antirracismo, la

denegación de los valores de la sangre o de la familia concebida tradicionalmente. En rigor

podríamos hablar, sin eufemismos, de una real "civilización" compuestas por "excluidos de

las casta", de parias felices de su condición.

Precisamente en el marco de tal seudocivilización surgen las clases, grupos sociales que no

tienen nada a que ver con las castas, carentes de base orgánica y verdadero sentido

tradicional. Las clases son agrupaciones sociales artificiales, determinadas por factores

extrínsecos y casi siempre materialistas. La clase, casi siempre, tiene una base

individualista; es el "lugar" que recoge a todos los que han alcanzado una misma posición

social, con independencia de aquello que por naturaleza realmente son. Estas agrupaciones

artificiales tienden luego a cristalizar, engendrando tensiones interclasistas. En la

disgregación propia a este tipo de "civilización", también produce la degradación de las

"artes" que se convierten en simple "trabajo", el antiguo artífice o artesano se convierte en

el "obrero" proletarizado, cuya tarea únicamente sirve como medio para obtener un jornal,

que sabe sólo pensar en términos de "sueldos" y "horas de trabajo" y, poco a poco, va a

despertar en su interior necesidades artificiales, ambiciones y resentimientos, puesto que las

"clases superiores", finalmente, no muestran ningún rasgo que justifique su superioridad,

sino, tan solo, una mayor posesión de bienes materiales. Por tanto, la lucha de clase es una

de las consecuencias extremas de una sociedad que se ha desnaturalizado y ha considerado

el tal proceso, el desconocimiento de la propia naturaleza y la pérdida de la tradición, como

una conquista y como un progreso.

También aquí se puede considerar una perspectiva racial. La ética individualista

corresponde indudablemente a un estado de mezcla de los linajes, en la misma medida en

que la ética del ser uno mismo corresponde, en cambio, a un estado de pureza racial

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predominante. Allí dónde las sangres se cruzan, las vocaciones se confunden y cada vez

resulta más difícil ver claramente la propia naturaleza, crece cada vez más la volubilidad

interior, señal inequívoca de la falta de verdaderas raíces. Las mezclas étnicas propician el

surgir y el potenciarse como conciencia del hombre como individuo, también favorecen

todo lo que es actividad "libre", "creativa", en sentido anárquico, "habilidad" irónica,

"inteligencia" en sentido racionalista o estérilmente crítico: todo eso, a expensas de las

calidades de carácter, de una debilitación del sentimiento de la dignidad, del honor, de la

verdad, de la rectitud, de la lealtad. Se determina así también, a nivel espiritual una

situación oblicua y caótica, que para muchos de nuestros contemporáneos resulta normal;

por ello, los casos de individuos llenos de contradicciones, que ignoran lo que significa

vivir, que no saben lo que quieren, más allá de los bienes materiales, en contraste con la

tradición, el nacimiento y su destino natural, ya no aparecen como anomalías, sino como si

se tratara del orden natural de las cosas, que refutaría y demostraría lo artificial, absurdo y

opresivo de la tradición, la raza y el nacimiento.

Los que aluden habitualmente a problemas sociales y predican “justicia social”, deberían

preocuparse más intensamente de los problemas éticos y de la visión general de la vida, si

desean tener éxito en la lucha contra los males que, de buena fe, combaten.

El punto de partida de un proceso de rectificación no puede partir de la absurda idea

clasista, sino de su superación a través de una vuelta a la ética de la fidelidad a la naturaleza

propia y por lo tanto a un sistema social bien distinto y articulado. A menudo hemos dicho

que el marxismo no ha surgido porque existiera una real indigencia proletaria, sino al revés:

es el marxismo quien ha creado una clase social, la clase obrera proletarizada por

desnaturalización, llena de resentimiento y de ambiciones contra natura. Las formas más

externas del mal de combatirse pueden curarse con la "justicia social", en el sentido de una

distribución de los bienes materiales más equitativa que la actual; pero estas medidas nunca

alcanzarán a la raíz interior, si no se actúa enérgicamente afirmando una visión general de

la vida; si no se despierta el amor por la calidad, la personalidad y la naturaleza propia; si

no se devuelve su prestigio al principio, desconocido solamente en los tiempos "modernos",

de una justa diferencia conforme a la realidad y si de tal principio no se extraen, en todos

los terrenos, las justas consecuencias, respecto al tipo de civilización que prevalece en el

mundo moderno.

Publicado en “La Vita Italia” marzo de 1943.

(c) Fundazione Julius Evola.

(c) Edizioni Il Settimo Sigillo

(c) Por la traducción en lengua española: Ernesto Milà – infokrisis