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FERNANDO DE LA ROSA CASTILLO EMPERADOR Miedo

FERNANDO DE LA ROSA CASTILLO EMPERADOR Miedo · 2016. 2. 19. · la Estrella. La Existencia no es más que un páramo sombrío de sueños destrozados y vidas mutiladas. El Emperador,

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FERNANDO DE LA ROSA CASTILLO

EMPERADOR

Miedo

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Título original: Emperador, Miedo

Año de esta publicación: 2015

2015

Versión de prueba, cinco capítulos.

Todos los derechos reservados. No está permitida la

reproducción total, ni parcial, de este libro; ni la

recopilación en un sistema informático; ni en otro

sistema mecánico, fotocopias (u otros medios) sin la

autorización previa del propietario de los derechos de

autor.

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Dedicatoria

Para los eventos, las personas, la familia… todos

aquellos que (conscientes o inconscientes) evitaron

que estas líneas fueran, en lugar de un tal vez, de un

será.

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Prólogo

En un lugar, tan distante como cercano, tan

tardío como temprano, donde el tiempo se ha

perdido en el recuerdo y la premonición. En un

mundo conocido como La Existencia, tan

similar y diferente al nuestro, donde nuestro

pasado y nuestro futuro se repiten en el extremo

opuesto de la ruleta, donde el Inicio se vuelve

El Fin.

Cuatro Reinos existieron, o existen, o

existirán. Cuatro Reinos donde la pasión, la

fuerza, la armonía y el conocimiento conviven,

o convivieron, pero no convivirán. Ignis, donde

la emoción nace de un corazón sin grilletes;

Ruber Deserta, donde la templanza y la

tenacidad disfrazan la soberbia; Vitae, donde la

pasividad es la belleza y la maldición; y

Caligatum, donde la sabiduría fue la primera en

declarar la guerra.

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Los Cuatro Reinos convivieron por

ciclos bajo la luz de las Estrellas, protegidos por

La Esencia, y resguardados por un avatar en

cada Era. Una luz que convivía con mortales,

una Diosa sumida en la oscuridad, más cercana

al Reino del Conocimiento que a ningún otro,

tanto en forma, como en alma. Pero sería esa

luz, sería esa Estrella, la que con su caída

rompería el fino lazo que unía a los Reinos. El

Miedo se apoderó de su muerte, y pronto La

Existencia sucumbió a la guerra.

Han pasado dos ciclos desde la caída de

la Estrella. La Existencia no es más que un

páramo sombrío de sueños destrozados y vidas

mutiladas. El Emperador, tratando de saciar su

ira acabó con los Reinos, y al final incluso él

cayó por la mano de las Estrellas, dejando a los

humanos, pobres mortales, a la merced del

Miedo, la Locura, y el Destino.

Dos ciclos. ¿Qué puede suceder en dos

ciclos?

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¿Qué puede suceder, que no haya

sucedido ya?

Porque la guerra, solo fue El Fin. Pero

estamos en una ruleta, donde El Fin, es el Inicio.

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CULPA

“La mano, el fuego, la muerte.”

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UNO

Era una noche tranquila en los bosques del

Reino Vitae, muy cerca de las ruinas, lo poco

que quedaba de su gloria hacía un par de ciclos

atrás, bajo el brillo de las Estrellas apareciendo

a la distancia. La suave brisa desprendía las

hojas de los árboles con apenas una caricia, en

un prado abierto donde el verde era sustituido

por la roca, donde la madera se levantaba en

cabañas o lo poco que quedaba de ellas. Era un

mundo diferente a aquel que había conocido

dos ciclos antes, y aunque para todos los demás

el destino de la Existencia se había tornado

oscuro y vacío, para él no era más que un ir y

venir de las Eras; no porque el cambio fuera el

ciclo natural de las cosas, sino porque jamás le

había importado.

Y ahí, en una de las laderas rumbo al

pueblo, con capucha y capa larga marrón,

desgastada al extremo de simples harapos

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cubiertos de tierra y hojas secas, y un potente

hedor cubriendo la brisa de hojas verdes; con

una barba negra, larga y espesa sobresaliendo

del agujero donde debiera encontrarse su rostro,

los pies arrastrando y los puños cerrados, y

apenas distinguible una mirada… maldita

(profunda, siniestra, iracunda), fija en las

primeras chozas del poblado. Ese vagabundo

que ansiaba encontrarse con el traidor, ese

vagabundo cegado por la ira.

Avanzaba lento por la vereda verde

adentrándose entre las chozas vacías. Buscaba

algo, o alguien, o algo pues para él todos eran

algo y no alguien, nadie era alguien después de

ella. Su mirada fija en la vereda, giraba

bruscamente la cabeza por cualquier sonido;

hojas, viento, crujidos; cualquier sonido pues

sabía que estaba cerca, pero la presencia de

aquellos le dificultaba localizarlo.

Un grito.

El grito de una mujer, agudo y

penetrante, llamó su atención enseguida; “Ese

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grito…” pensaba “ese grito otra vez”. Sus

puños oprimidos atravesaban la piel con sus

propias uñas, sus ojos perdidos y sus recuerdos

vívidos.

Un segundo grito le regresó a la

realidad, y rápido identificó su origen. Atravesó

los caminos entre las primeras chozas para

adentrarse aún más al pueblo, cuyas viviendas

comenzaban a perder la forma de ruinas vacías.

A varios pasos de distancia, detrás de un

montículo de tierra y ceniza, se encontraba una

fuerte escena, con la mujer golpeada,

sollozando con las prendas desgarradas, frente

a un par de enormes criaturas fornidas, sucias y

brutas, “aquellos” estaban allí.

Las criaturas que todos llamaban

“Bestias”. Podían tener alturas varias, pero la

mayoría eran del doble de una persona

promedio; sus miembros grotescos se habían

deformado con bulbos de carne y grasa, como

si su cuerpo se doblara por dentro dejando ver

solo los bultos bajo la piel. Sus rostros

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congelados en expresiones de terror visceral

con las mandíbulas desviadas, los ojos perdidos

en la nada, apenas identificables como rostros

humanos los cuales alguna vez tuvieron.

Iban desnudos, pero esto no les

importaba pues carecían de cualquier pudor,

carecían de cualquier sentimiento o

pensamiento humano pues hacía mucho tiempo

habían perdido la humanidad. Las Bestias se

movían por instintos básicos como el hambre,

pero más que nada bajo el instinto del Miedo.

La mente del vagabundo se perdía

lentamente, consumido por la ira, cegado por su

obsesión, embrutecido por la venganza. Los

recuerdos cobraban vida frente a él, la mujer era

aquella mujer, él era aquel él, las Bestias eran

ellas mismas.

Se abalanzó sobre ellos con una fiereza

digna de un tigre hambriento, sus pupilas

amplias y perdidas, sus manos abiertas como

garras listas para penetrar hasta el hueso, su

deseo de muerte ansiando la sangre de su

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víctima, su lengua saboreando la futura carne

entre sus dientes; ese era el poder de su ira, una

mente vacía en un monstruo sin alma. Mientras

más corría hacia ellos, más se perdía en su

desesperación; sus recuerdos aparecían frente a

él con una nitidez tan real que era difícil separar

su ilusión de la realidad: El grito desgarrador, el

deseo de salvarla, y la mirada completamente

perdida; ese maldito grito, esa maldita mujer.

“Cállate, cállate…” pensaba una y otra vez con

desesperación.

Las Bestias apenas si reaccionaron ante

la llegada del vagabundo; mientras una apenas

escuchaba las rápidas pisadas, la otra caía

debido a un poderoso puño que entraba de lleno

a su rostro, derribándolo y noqueándolo de un

solo golpe. Pero no se detuvo ahí; el iracundo

vagabundo caía con la primera Bestia mientras

sujetaba su cabeza, y la torció separando las

vértebras, todo ello antes de caer a la tierra.

Podía sentir el tronar de los huesos

mientras giraba su cuello, el último aliento de

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vida apagado antes siquiera de darse cuenta de

qué sucedía, y la tierra recibiendo el cráneo de

la Bestia a la que acababa de asesinar. No le

importaba, eran simples vidas vagas en un

mundo destruido, criaturas indecentes

intentando sobrevivir a su inevitable final,

cayendo en instintos vanos para intentar huir de

su desdichada realidad… eran Bestias.

La segunda Bestia perdió el poco

control que le quedaba, y justo como pensaba el

vagabundo, se había convertido por completo

en un animal de instinto puro. Así era el nuevo

mundo: desgarrado, instintivo, bestial; así era la

Existencia después de la guerra.

No le dio tiempo de escapar o atacar;

apenas había acabado con la primera en el

suelo, se abalanzaba sobre la segunda criatura

con la misma fiereza justo directo a su

abdomen; pero esta vez no era una garra la que

cumpliría con la misión, sino un filo metálico,

reluciente como la plata, que apenas dejaba ver

una estela mientras surcaba el camino entre la

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capa derruida y sucia, y las entrañas que pronto

se esparcirían por la tierra suelta y ceniza.

La pelea había terminado, pero el

recuerdo seguía vivo en su mente: no había

sangre, no había muertos, solo estaba él… él al

borde del abismo, él y ese maldito grito en su

cabeza.

–Calla, – susurraba el vagabundo con

voz apenas audible. Se encontraba de pie frente

a los dos cadáveres, con la cabeza torcida, los

puños fuertemente cerrados y la mirada oculta

bajo la capucha.

–Calla, – elevaba la voz – ¡¡¡CALLA!!!

Ese grito, ese endemoniado grito aún

desgarraba sus oídos, su mente, su alma;

deseaba arrancarlo del aire, aquel maldito

sonido chirriante y agudo que perforaba desde

lo más profundo de sus recuerdos.

La mujer observaba desde la tierra

aterrada por la sangrienta escena, por la locura

del vagabundo, y por aquella mirada siniestra y

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perdida que rezaba por evitar directamente. Sus

ojos se cruzaron por un breve instante,

segundos que transcurrieron eternos para la

mujer, y transcurrieron en otro tiempo para el

vagabundo. Aún vivía en sus recuerdos.

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DOS

Lejos del vagabundo y su ira, lejos de la mujer

y el terror, dentro del mismo poblado, y bajo la

misma luz de las Estrellas; oculto entre las

chozas y sentado bajo tablas, ahí esperaba al

que buscaba.

–Ey, Arden. – susurraba oculto entre las

paredes, un sujeto cubierto de tierra, apenas

distinguible de las ruinas. –Arden, ¿están cerca?

–Lo están– contestó Arden con los ojos

cerrados, casi inmóvil.

–¿Crees que lo logremos?

Arden abrió ligeramente los ojos,

esbozó una suave sonrisa, y sin moverse dijo:

–Si no guardas silencio, seré yo quién te

mate.

Imponente, esa era la palabra que

distinguía a Arden. Siempre tranquilo,

pensativo, pacífico… e imponente; bajo su voz

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nadie tenía duda de su liderazgo y poder. Eso

era lo que le fascinaba de él, lo que admiraba:

era uno de los pocos capaces en la Existencia de

controlar sus impulsos, de pensar, de razonar;

era la única esperanza para él y para toda su

gente.

Nació en la paz, creció en la guerra,

igual que todos; pero a diferencia de todos aún

mantenía aquella sonrisa que los demás

aprendieron a esconder, e incluso dejar morir.

Los que lo conocían sabían que había perdido

completamente el tacto para tratar con la gente:

decía lo que sentía y pensaba, sin evitar lastimar

a quien lo escuchara, incluso pareciera que lo

disfrutaba; sin embargo, las pocas personas

cuerdas buscaban su compañía, quizá por su

liderazgo, quizá por la paz que emanaba, quizá

por su sonrisa.

–Si hoy sobreviven conmigo, – dijo

Arden mientras miraba a los demás. –

festejaremos hasta el amanecer.

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Las palabras de Arden eran fuertes

como él, motivaban a quien las escuchara; al

acto salieron de entre las paredes una docena de

sujetos, todos cubiertos de tierra o ceniza para

ocultarse entre las ruinas, todos firmes y

deseosos de guerra, todos listos para morir por

su pueblo.

Corrieron entre los caminos perdidos

del poblado, zigzagueaban entre rocas y

atravesaban chozas derruidas. Su objetivo eran

tres grandes y brutales Bestias al final del

camino; tres brutos monstruos descerebrados

que habían aparecido desde hacía tres días, pero

estos a diferencia de los habituales medían

hasta siete metros de altura, y eran una amenaza

diez veces peor que las Bestias comunes.

–¡¡¡CALIGATUM!!! – gritó Arden

avanzando con una docena de camuflados

hombres a su espalda.

Caligatum, el reino del pensamiento, el

alguna vez más grande y poderoso reino de la

Existencia, la guerra los había transformado, a

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toda su gente, en pútridas Bestias con el orgullo

destrozado. Ese era el destino de los alguna vez

llamados “genios”, destino irónico y cruel para

la chispa de la guerra.

Ahora las pobres Bestias eran

perseguidas, no por el temor de su nueva forma,

ni por los grandes destrozos que causaban a su

paso, sino por rencor, un rencor de toda la

Existencia contra su propia llaga, su propio

tumor, el origen de todo su sufrimiento; rencor

justificado por la muerte de su propio hogar.

Merecían sufrir aquel destino cruel, por ser la

mano que partió el alma de su idílico mundo.

Arden y sus hombres no se contuvieron,

y descargaron todo su rencor contra las enormes

Bestias; algunos lanzaban pesadas rocas, los

más fuertes tronaban sus propios huesos contra

las piernas de los Caligatum, mientras estos,

torpemente intentaban protegerse, con la

mirada perdida y espantada mientras caían a la

tierra sin oportunidad.

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Dos bestias más de Caligatum aparecían

a la distancia, pero los hombres del poblado no

se sorprendieron, los esperaban.

–¡Retrocedan! – gritó Arden a la turba

para que se replegaran entre las chozas

nuevamente.

Las Bestias golpeadas se levantaban con

esfuerzo mientras se sobaban los bultos en las

piernas. No existía señal de enojo, ni siquiera de

sorpresa en sus rostros; no entendían lo que

sucedía, su pobre mente no se los permitía.

Eran simples Bestias asustadas por el

repentino suceso, tanto por la sorpresa como

por el peligro de perder sus vidas. Una vez

recuperados de los golpes, los cuales apenas

causaron leves rasguños en sus gruesas pieles,

buscaron frenéticamente a su alrededor, fijando

de inmediato la mirada en Arden que los

observaba desde dentro de una choza quemada,

casi derrumbada.

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Arden los esperaba paciente, con los

brazos cruzados y la sonrisa burlona en su

rostro, los miraba fijamente a aquellos perdidos

y desorbitados ojos; vacíos de entendimiento,

llenos de duda y temor, los nuevos ojos de

Caligatum… los que pudieran haber sido sus

ojos.

Las Bestias se abalanzaron sobre él, y

con toda su fuerza derrumbaron las últimas

vigas de la ya débil estructura, retirando el

único cimiento firme mientras las rocas y

madera caían sobre ellos.

Pero Arden no se encontraba ahí.

Arden ni siquiera se encontraba cerca,

sino en una cabaña a varios trotes de distancia,

recargado contra la pared con los brazos

cruzados, conteniendo la risa para no alertar

sobre su presencia. Ya después de haberse

divertido con las pobres mentes de aquellas

Bestias de Caligatum, volteó al cielo y con voz

potente llamó a su amigo.

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–¡Ahora Lionel!

Justo sobre Arden, de pie en el techo de

la cabaña, con su gruesa y desmarañada

cabellera roja, y aquella mueca que tan bien le

distinguía, una torcida sonrisa ladeada, tan

dispareja y temblante como lo era su

personalidad; esperando el momento oportuno

para “estallar”, un digno guerrero de la antigua

Ignis, Lionel.

Siempre a la espera, Lionel era uno de

los mejores guerreros de la previa guerra,

siempre detrás de la línea, aguardando con

ansiedad la señal para que el campo de batalla

volara en pedazos, justo como aquella choza

destruida.

Ninguna de las Bestias pudo preverlo,

pero bajo sus pies se encontraban docenas de

pequeñas esferas blancas, algunas ya aplastadas

por sus pesados cuerpos o por los escombros,

pero aún con sus cualidades intactas, cualidades

explosivas.

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Y así en tan breve instante, tan corto

como el pestañeo, con el estruendoso ruido y la

cegadora luz, con sus carnes chamuscadas y los

gritos que se extinguían apenas surcaban sus

gargantas; así terminó todo para aquellas

Bestias en decenas de explosiones esféricas que

se levantaban desde el suelo hasta sus rostros.

Las explosiones eran una de las armas

favoritas de los Ignis, tanto por la destrucción

como por su belleza. La mezcla que usaba

Lionel era un recuerdo de los mejores

destructores Pirómanos de la Montaña Roja, y

su fuego esférico de fondo blanco con trazas

rojas y verdes era una orquesta de colores y

sonidos para él. Era el explosivo más fuerte de

la Existencia, pero aún así hacían falta diez o

más para poder consumir a una Bestia entera

pues el fuego no se expandía más allá de un

metro del centro sin usar combustibles a su

alrededor, pero ninguna explosión podía

superar el ardor de sus luces blancas, y serían

aquellas luces las que terminarían por destrozar

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los ya desfigurados cuerpos de las Bestias, las

cuales encontraron su final en medio del Miedo

y la angustia.

La batalla había concluido.

Arden y Lionel, el estratega y la

explosión, el inteligente y el impulsivo, la

mente y el fuego, dos de los mejores guerreros

de la anterior Era ahora se encontraban

protegiendo aquel viejo y destruido poblado, y

su intención era llevarlos lejos.

–Bien hecho Lionel. – felicitó Arden

mientras su compañero bajaba de un salto del

techo, envuelto en fuertes carcajadas.

–¡Fue una grandiosa explosión!,

¿Verdad? jajajajaja, estúpidas Bestias, ¿dónde

está esa inteligencia que tanto presumían en el

pasado, eh?; hasta los Ruber podrían ver mis

explosivos resaltando en las cenizas, no son

más que idio…

–Calla Lionel, – cortó tajante Arden –no

es de honorables insultar al enemigo caído.

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–Ay, vamos hermano, tú también lo

piensas.

–Pero lo guardo para mis adentros. No

quisiera que las Estrellas castigaran tal

deshonra cortándome la lengua.

Ambos se miraron seriamente durante

unos segundos, de seguro reprobando al otro,

pero deshaciendo la tensión después con risas

de ambas partes.

–Eres un estirado, hermano. – se burlaba

Lionel mientras le dejaba atrás.

–Y tú eres todo un Ignis. – contestó

Arden mientras le seguía.

–Con gran orgullo.

Ambos eran tan diferentes, tan opuestos

como lo eran Caligatum e Ignis antes de la

guerra; y compartían el fuerte lazo de una

amistad, como Caligatum e Ignis antes de la

guerra.

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Eran Caligatum e Ignis ante sus ojos, y

al igual que ambos reinos en su historia,

sufrirían el mismo destino cruel.

–¿Son ellos? – preguntó mientras los

observaba a una distancia considerable a sus

espaldas.

–Sí, – contestó la mujer que le

acompañaba –¿ya puedo irme?

Su tono era suplicante y desesperado, lo

comprendía, le temía, todos le temían. Él solo

asintió con la cabeza.

Después de todo ella no importaba,

nadie importaba ya en este mundo destrozado,

solo aquel lejos frente a él.

El último Caligatum.

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TRES

Arden y Lionel se alejaron perdiéndose

lentamente entre los escombros; cualquiera que

los hubiera seguido no encontraría el camino

correcto, pero ellos avanzaron tranquilos,

conociendo su destino.

Al poco tiempo de estar en apariencia

perdidos, toparon con un callejón cerrado por

una pila de rocas y vigas de madera

derrumbadas por el tiempo y las explosiones,

con la ceniza flotando como densa neblina en

sobre el aire tardío. Las paredes restantes

levantaban sombras similares a la oscuridad de

la noche, dejando en sombras cada pequeño

detalle tanto en pared como en suelo; pero

Arden tomó una pequeña soga oculta de la tierra

que se perdía con facilidad entre la oscuridad, y

jaló de ella para descubrir una compuerta bajo

sus pies con bisagras oxidadas y rechinantes, y

un marco de madera atado a varias juntas de

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hierro. Ambos entraron con completa

naturalidad, puesto que para ellos y para todos

los pobladores, aquel lugar era su hogar.

Los peldaños eran pocos, pero de altura

considerable, y la oscuridad hacía difícil el

descenso para cualquier extraño; pero tanto

Arden como Lionel bajaron conociendo bien su

camino, descubriendo un portón perfectamente

oculto bajo las sombras, imposible de

identificar en medio de la oscuridad, pero fácil

para ellos gracias a su tacto y los recuerdos de

su hogar. Al encontrar a mano desnuda un

pestillo oculto entre la madera, se prepararon

para la luz que les golpearía de lleno en el rostro

junto con el sonido de victoria.

Una escena de júbilo les esperaba.

Todos los pobladores se encontraban en

el enorme recibidor, todos listos para recibir a

los héroes y vencedores de la anterior batalla;

alzaron tanto a Arden como a Lionel en brazos,

y los lanzaban por los aires entre gritos y

alegrías, con gruesos picheles metálicos llenos

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de licores para perder la inhibición, y puede que

la conciencia; mientras que otros arrancaban

prominentes trozos de carne de ciervo, fruto del

hambre y la emoción de la victoria.

Euforia, orgullo, dicha, felicidad;

palabras que describirían la escena

perfectamente. Era en esos pequeños instantes

cuando todos olvidaban la cruel realidad en la

Existencia, momentos que brindaban

esperanza, sonrisas, lágrimas de alegría;

momentos que él creía habían muerto, y

admitiría después, su corazón se estremecía al

ver la escena, puesto que él iba detrás de los dos

héroes.

Varios hombres y mujeres entraron por

distintos caminos al recibidor, todos alegres y

dichosos, todos riendo y aplaudiendo. Las

figuras centrales, Arden y Lionel, contando sus

historias de guerra, con tonos triunfantes y

heroicos. No había extraños para nadie, pues en

aquel poblado, o eras una Bestia de Caligatum,

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o un refugiado; y quedaba clara la diferencia

física… o al menos eso pensaban.

Dentro del júbilo, y ajeno a él, se

encontraba el vagabundo encapuchado; no

sonreía, no hablaba, no bebía, solo esperaba

paciente, y los observaba.

En su mente torcida nacieron dudas de

la escena, dudas que solo en aquel pueblo

aparecieron ante su mirara: Las Bestias que

había encontrado antes, no podían ser

Caligatum; ya antes lo había supuesto, pero

estas personas parecían estar seguras de la idea.

La verdad era que nadie podía asegurar el

origen de las criaturas, pero la desaparición de

todos los Caligatum no podía ser coincidencia,

y nadie había visto un Caligatum desde hacía

dos ciclos, al menos no hasta ahora.

“¿Qué les pasó?” se preguntaba el

vagabundo, “sus mentes estaban huecas, sus

ojos vacíos…” y una chispa de tristeza brotaba

de sus ojos.

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Había entrado de forma natural detrás

de unos pobladores que seguían a Arden y

Lionel, y para su suerte era tan extraño para

ellos como lo fueran los hermanos; le sirvieron

licores y le extendieron saludos, y aún sin

otorgar respuesta era bien recibido como un

compañero.

Se daba cuenta de que, bajo la tierra, la

Existencia aún sonreía.

Pero la duda en su mente opacaba el

júbilo de su entorno, los habitantes de

Caligatum habían cambiado, y drásticamente:

Sus cabelleras negras de corte lacio, y su tez

blanca como la nieve, se transformaron en

marañas gruesas oscuras y rostros pútridos; sus

ojos azules-oscuros siempre vivos y curiosos se

tornaron en perlas negras, huecas como el

vacío; pero lo más notorio eran sus mentes, las

cuales pasaron de ser el orgullo del

pensamiento, a simples cáscaras huecas, con

vagos destellos de Miedo y sorpresa. Sus

mentes se encontraban cubiertas de una neblina

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espesa de terror, que solo era visible en sus

propios ojos.

El vagabundo ya había visto a aquellas

terribles Bestias en más de una ocasión, pero al

contrario de los refugiados en el pueblo, dudaba

de su relación con los Caligatum.

–Recuerdo cuando comenzaron a

transformarse apenas terminó la guerra, – dijo

un anciano a unos pasos, a otros hombres más

jóvenes –los pocos que aún razonaban salían de

las gigantescas puertas de Caligatum en un

exilio masivo, inspirados por un terror que

ninguno de ellos se atrevía a recordar.

El vagabundo se acercó con naturalidad

al anciano para entablar conversación, y puede

que saciar sus dudas de aquellas Bestias.

–Pero, ¿las Bestias solo se originaron de

Caligatum? – preguntó un hombre, ganando la

palabra al vagabundo.

–En efecto, todas las Bestias salieron de

sus puertas, pues después de la derrota del

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Emperador, cualquiera que se hiciera llamar

Caligatum se encerró en su antiguo reino, y

cuando volvían a salir, ya no eran ellos mismos.

El vagabundo se acercó bruscamente y

preguntó de forma directa:

–¿Cómo saben que son pobladores de

Caligatum, y no demonios nacidos de sabrán las

Estrellas cuál magia?

El anciano giró su rostro para

encontrarse con el del vagabundo, y tras un

breve suspiro que más parecía un recuerdo

rozando el olvido, contestó:

–Porque ellos mismos nos lo dijeron.

No era posible; el vagabundo lo había

visto por él mismo, aquellas pobres mentes no

eran capaces de enlazar un pensamiento

complejo, menos de hablar; pero recordó que el

anciano había mencionado que algunos pocos

aún poseían la cualidad de razonar.

–¿Aún quedan Caligatum que razonen?

– preguntó el vagabundo.

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–No, – contestó el anciano –todos los

cambios fueron graduales, y eventualmente,

todos y cada uno de los Caligatum perdieron sus

mentes… todos se han transformado en Bestias.

–Destino justo, – interrumpió un

hombre a corta distancia. –para los asesinos de

Ignis y Vitae.

El hombre que había hablado era nadie

menos que Lionel, que alzaba un pichel de

metal mellado para brindar en viva voz.

–¡¡¡Muerte a los traidores de la

Existencia, vida a los Reinos caídos!!!

Todos los presentes alzaron sus bebidas

para brindar con Lionel. Para el vagabundo

aquello fue una revelación de la verdadera

alegría de esos hombres: No luchaban por su

gente, o por su pueblo, ni siquiera por sus vidas;

lo hacían por odio, rencor hacia el Reino que les

quitó todo. Su fiesta no era para celebrar la

victoria, sino la muerte de las Bestias. Todos

eran refugiados de la guerra.

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El vagabundo comenzaba a enlazar cada

frase, cada historia, cada acción. Las bestias

eran Caligatum, y los cambios ocurrieron, no

cuando terminó la guerra, sino cuando todos

volvieron a salir del Reino, pequeño detalle que

el anciano quizá no notó; además había algo que

el vagabundo sabía, pero ellos no: Todavía

quedaba un Caligatum, un sobreviviente con su

mente intacta, el único que no volvió a su

Reino.

Y estaba frente a él.

–¿Por qué dicen eso? – interrumpió el

vagabundo el brindis de Lionel con apenas un

murmullo, pero asegurándose de que su voz

llegara a los oídos de Arden.

–¿Qué? – preguntó Arden, un tanto

intrigado por la actitud del extraño que se le

acercaba.

El vagabundo se acercó aún más, y llegó

a su lado rozando con la respiración el lóbulo

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de su oreja, susurrando lo que el mismo Arden

más temía en su vida.

El vagabundo se alejó lentamente de su

oído, y le miró directo a los ojos falsos pintados

con una ilusión para los que estuvieran cerca;

no sonreía, ninguno de los dos lo hacía, uno por

miedo, otro por ira; solo un pequeño susurro

salió de los labios de aquel encapuchado.

–Traidor.

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CUATRO

Casi había ascendido la Estrella del cielo

cuando la fiesta terminó, y los habitantes se

retiraban por los pasillos del recibidor rumbo a

sus habitaciones, todas bajo tierra.

Arden y Lionel se encontraban

danzando, ebrios por el licor, mientras que el

vagabundo esperaba paciente en una esquina;

ya había comido y bebido ligeramente, puesto

que un viajero no puede darse el lujo de

rechazar alimento, pero la alegría de la reunión

le era ajena, y así lo prefería.

–¡Ey, hermano!, – gritó Lionel desde el

centro del recibidor al vagabundo –¡únete a la

danza!

El vagabundo no contestó, y se limitó a

negar con la cabeza; nadie hasta ahora había

visto su rostro, apenas el leve brillo oscuro de

sus ojos, o la espesa y grasosa barba que

sobresalía de la capucha.

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Lionel apenas se sostenía por él mismo,

y Arden irritado evitaba que cayera como

plomo al piso, hasta que se hartó del constante

tambaleo de su compañero.

–Ahora mismo te vas a descansar, – le

indicó Arden mientras llamaba a otro hombre

con señas, para que le acompañase a su

habitación.

–¡Yo buedo seguir! – gritaba Lionel

tambaleándose, apenas logrando sujetarse del

hombro de aquel que le ayudaba a erigirse.

Después de un constante forcejeo para

convencer al ebrio, Arden por fin encontró su

oportunidad para aclarar sus dudas sobre aquel

extraño visitante. Se le acercó cautelosamente,

mientras el vagabundo le seguía con la mirada

fija.

–¿Quién eres? – preguntó Arden sin

discreción, esperando quizá una respuesta igual

de inmediata.

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–Ni te importa, ni te conviene saber. –

contestó el vagabundo tajante.

–Entonces contesta, ¿cómo me

conoces?

–Eso no es relevante.

–…, ¿de dónde vienes?

–Quizá de un lugar lejano, quizá más

cerca de lo que crees

Arden se impacientaba de no conseguir

respuesta; su frustración era notoria, y su Miedo

comenzaba a apoderarse de él. Sus manos

temblaban, sus puños se cerraban, sus vellos se

erizaban, todo su ser se estremecía.

–¿Qué es lo que buscas aquí? – preguntó

en un último intento.

–A ti. – contestó el vagabundo. Esta vez

lo miró directamente a los ojos, y fue en ese

instante que el temor venció a Arden, cayendo

al piso quizá por el licor, quizá por aquella

sensación de muerte en su mente.

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El vagabundo logró detenerlo del brazo

justo antes de que su rostro alcanzara el piso, y

lo alzó en su hombro. Los hombres presentes

ignoraron la escena, pues la embriaguez y el

cansancio no les permitieron dilucidar la

situación.

Arden era secuestrado.

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CINCO

Lionel era impulsivo, irritante, un constante

dolor de cabeza; o eso era lo que decía Arden.

Pero también lo calificaba como el mejor amigo

que podría tener: Siempre atento, ofreciendo su

ayuda cuando fuera necesaria, y por supuesto,

nunca lejos de su compañero, aunque el licor le

impidiera caminar.

Lionel intentaba abrir la puerta de su

oscura habitación, apenas distinguiendo el

cerrojo por la increíble borrachera, fruto de la

fiesta de victoria hacía un par de horas. No

había pasado ni un minuto desde que lo dejaron

ahí para descansar, pero todos sabían que

Lionel era imposible de controlar, y siempre

encontraba el camino para regresar a la fiesta.

El cerrojo (sin cerrar) cedió al forcejeo,

y Lionel salió al pasillo tambaleándose hacia la

sala. Al poco rato se encontró con algunos de

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sus compañeros, aun festejando con los

picheles en alto.

–¡Hey, Lionel!, ¿no dheberías estad en

tu habitashión? – le interrogaron apenas

entendible por tanto alcohol en la sangre.

Lionel les ignoró y pasó por un lado,

esquivando los brazos y tambaleos, tanto de

ellos como los suyos propios. No era una

persona grosera, pero tenía prisa por llegar a lo

que quedaba de la fiesta. Siempre tenía prisa.

Aquellos que apenas lo conocían

podrían pensar que era fácil entender a una

persona como Lionel: Explosiva, eufórica, un

poco tonta y ansiosa por hacer las cosas; pero

era en este último aspecto donde siempre se

contradecían. Es cierto, Lionel era ansioso, pero

paciente; siempre esperando el momento

adecuado, aquel explosivo instante donde los

caminos dependen del último acto, donde los

destinos se deciden y los errores se cometen.

Pareciera contradictorio a su personalidad, pero

era justo por esto que se había vuelto tan

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paciente en sus acciones, porque su propia

personalidad le había hecho una mala jugada en

el pasado.

Tal vez no lo pareciera, pero Lionel era

alguien muy importante para Ignis, era uno de

los llamados “Caballeros de la Flama Viva”, los

más fuertes guerreros de su Reino, y la última

línea de defensa ante la invasión de Caligatum.

Lionel no era muy fuerte ni muy ágil, tampoco

muy inteligente, y muchos se preguntaban

cómo había logrado llegar a tal puesto; la

respuesta era sencilla para un Ignis, él poseía la

mayor capacidad destructiva en un campo de

batalla.

Las explosiones siempre fueron el arma

favorita de Lionel, siempre iguales a él:

Instantáneas, destructivas, impredecibles; las

explosiones para él eran la imagen de un espejo,

y se comprendían perfectamente. Si bien no era

muy brillante, Lionel había descubierto las

mejores fórmulas para sus explosivos, siempre

a base de práctica y muchos, pero muchos

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errores (que sobra mencionar, disfrutaba

cometer); sin embargo, nunca había sido

considerado un peligro para Ignis, y cuando la

guerra comenzó, sus habilidades fueron más

que requeridas. Era perfecto para limpiar las

amplias llanuras de los invasores Caligatum.

Pero Lionel no era un líder, ni soldado,

ni siquiera un buen trabajador en equipo; lo

único que hacía era volar en pedazos todo el

lugar sin importar quién estuviera en medio, y

fue justo ese desinterés lo que causó la

destrucción de Ignis, o al menos eso pensaba él.

No había día en que no se culpara de la batalla

final en las murallas, justo antes de que cayeran

ante sus ojos. Él no fue responsable de la

destrucción de tan imponentes muros, sino de

algo mucho peor, la muerte de sus compañeros.

Ese día Lionel aprendió lo importante

que era la paciencia, la decisión vital en el

momento crucial de una batalla, y que nunca

había que apresurar tal decisión; ¿el castigo por

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ello?, la muerte de sus compañeros, la caída de

las murallas, el final de Ignis.

Después de la derrota, Lionel se sumió

en el dolor y la angustia, y hubiera permanecido

así de no ser por un guerrero que sobrevivió a

la destrucción, y que le ayudó a entender quién

era el verdadero enemigo.

Arden.

Cuando todo había terminado en las

murallas, Lionel se dirigió al centro del campo

de batalla para ofrecer disculpas a los

sobrevivientes, pero no encontró a nadie; en su

lugar, un joven guerrero que parecía venir del

interior de las murallas le ofreció apoyo, y le

perdonó por todos. Arden le había mostrado el

valor de sí mismo, y prometió que lo seguiría a

donde fuera, incluso a tratar de defender Vitae,

a proteger a los aldeanos de los pueblos

abandonados, a destruir Caligatum.

Lionel le debía todo a Arden; de no ser

por él hubiera perdido la razón y perecido en la

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locura. Se dirigía a la gran sala no por vino o

comida, sino en busca de su compañero.

–¿Dónde está Arden? – preguntó a los

restantes fiesteros.

–Che lo iebaron a deshcansa, – contestó

uno claramente ebrio mientras señalaba la

salida a un pasillo. –caó agothado y alguen che

lo iebó.

–¡El la japucha! – interrumpió otro.

Lionel se dirigió a recostarse un rato en

un rincón; sin Arden y sin fiesta no veía

motivos para continuar, y la noche ya había

avanzado lo suficiente para mermar su

inagotable energía. Apenas comenzaba a cerrar

los párpados cuando cayó en cuenta de algo

importante.

–¿A dónde se fueron? – preguntó a los

ebrios, apenas audible, pero con mayor control

sobre su lengua.

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–A dhescasá. – contestó el mismo de la

primera vez, volviendo a señalar al mismo

pasillo.

–Ahí no están las habitaciones.

El pasillo que señalaba el borracho

guiaba a las escaleras, la compuerta oculta, la

salida al destruido poblado; no era buena señal.

“Están ebrios.” pensó, pero algo aún no

encajaba. “Quién es él.” pensaba en el sujeto de

la capucha, con larga barba descuidada y ojos

oscuros.

“Ciertamente no es Caligatum,” pensó

mientras sonreía, y comparaba aquellas

enormes Bestias con el vagabundo; “tampoco

Ignis, debe ser un Ruber o un Vitae… debí ver

su rostro.”

Se levantó del rincón y se dirigió al

pasillo; uno de los ebrios fiesteros ya se había

levantado al comprobar que justamente habían

señalado la salida, y fue de inmediato a buscar

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a Arden en su habitación, aprovechando que era

el único que podía mantenerse en pie.

–¡NO ESTÁ! – se escuchó el grito a la

distancia. Esa fue la señal y el momento que

esperaba. Lionel tomó un pichel con licor sin

dueño, bebió todo de un trago, y se dirigió a la

salida; cualquier otra persona tenía prohibido

salir del subsuelo por la noche, pero Lionel era

fuerte, y cualquier Caligatum sería fácilmente

vencido; el problema era el cansancio y la

borrachera, y aquel extraño que nadie conocía.