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Francisco J. Laporta Juan Ruiz Manero Miguel Ángel Rodilla Certeza y predecibilidad de las relaciones jurídicas Francisco J. Laporta, Juan R. Manero y Miguel A. Rodilla Certeza y predecibilidad de las relaciones jurídicas FUNDACIÓN COLOQUIO JURÍDICO EUROPEO MADRID 11

Francisco J. Laporta Juan Ruiz Manero · 2016. 12. 12. · Juan Ruiz Manero Miguel Ángel Rodilla Certeza y predecibilidad de las relaciones jurídicas Francisco J. Laporta, Juan

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  • Francisco J. LaportaJuan Ruiz ManeroMiguel Ángel Rodilla

    Certeza y predecibilidad de lasrelaciones jurídicas

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    FUNDACIÓN COLOQUIO JURÍDICO EUROPEO

    MADRID

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    Presidente

    Ernesto Garzón Valdés

    Secretario

    Antonio Pau

    Secretario Adjunto

    Ricardo García Manrique

    Patronos

    María José Añón

    Manuel AtienzaFrancisco José Bastida

    Paloma Biglino

    Pedro Cruz Villalón

    Jesús González PérezLiborio L. Hierro

    Antonio Manuel Morales

    Celestino Pardo

    Juan José PretelCarmen Tomás y Valiente

    Fernando Vallespín

    Juan Antonio Xiol

    GerenteMª Isabel de la Iglesia

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    Certeza y predecibilidad de lasrelaciones jurídicas

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    FUNDACIÓN COLOQUIO JURÍDICO EUROPEO

    MADRID

    Francisco J. LaportaJuan Ruiz ManeroMiguel Ángel Rodilla

    Certeza y predecibilidad delas relaciones jurídicas

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    2009 FUNDACIÓN COLOQUIO JURÍDICO EUROPEO

    Francisco J. Laporta, Juan Ruiz Manero, Miguel Ángel Rodilla

    I.S.B.N.: 978-84-613-4658-5

    Depósito Legal: M-37647-2009

    Imprime: J. SAN JOSÉ, S.A.

    Manuel Tovar, 10

    28034 Madrid

    No está permitida la reproducción total o parcial de este libro,ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna formao por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia,por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de lostitulares del Copyright.

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    ÍNDICE

    IMPERIO DE LA LEY Y PRINCIPIOS-PRE-SENTACIÓN DE UN DEBATE (MiguelÁngel RODILLA) ................................... 9

    CERTEZA Y PREDECIBILIDAD DE LAS ......RELACIONES JURÍDICAS (Francisco J.LAPORTA) ........................................... 55

    LAS VIRTUDES DE LAS REGLAS Y LA .......NECESIDAD DE LOS PRINCIPIOS.ALGUNAS ACOTACIONES A FRAN-CISCO LAPORTA. (Juan RUIZ MANERO) ..... 95

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    IMPERIO DE LA LEY Y PRINCIPIOS.PRESENTACIÓN DE UN DEBATE

    Miguel Ángel RODILLA

    Se publican aquí las dos intervenciones quesirvieron de base para el debate del Seminariosobre Certeza y predecibilidad en las relacio-nes jurídicas que tuvo lugar el 4 de mayo de2007 bajo los auspicios de la Fundación Co-loquio Jurídico Europeo.

    Siguiendo el procedimiento habitual delSeminario, la discusión se abrió con unaponencia a cargo de Francisco Laporta, cate-drático de Filosofía del Derecho de la Univer-sidad Autónoma de Madrid, a la que en formade contraponencia contestó Juan Ruiz Mane-ro, también catedrático de Filosofía del Dere-cho de la Universidad de Alicante. Leídas lasdos ponencias con atención, se advierte que eldebate cruzado entre ambos resultó ser algomás, y otra cosa, que una discusión sobre elproblema de la certeza en el derecho. Paraquienes conocieran la trayectoria de los dosprincipales intervinientes, el hecho de que deentre todos los factores que en la actualidadsuponen una amenaza para la seguridad jurí-dica Laporta decidiese seleccionar precisa-

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    mente la invocación de principios por lostribunales, unido a la presencia de Ruiz Ma-nero como contraponente, proporcionaba unindicio en relación con el telón de fondo sobreel que habría de desarrollarse la discusión. Eldebate versó, por supuesto, sobre la certeza ypredecibilidad de las relaciones jurídicas, yen particular sobre la presencia de principioscomo factor de inseguridad jurídica; perotambién, aunque de forma menos explícita –de forma, por así decirlo, oblicua–, sobre laofensiva abierta por Dworkin hace tres déca-das contra la teoría del derecho dominantedurante la mayor parte del siglo pasado.

    Con el fin de situar el debate, empezaré conuna indicación sobre lo que me parece que esel trasfondo de la discusión (1) y sobre laposición relativa de los dos ponentes en esetrasfondo (2); a continuación pasaré a haceralgunas consideraciones sobre la forma comoLaporta acota el tema de su intervención y,remitiéndome a algunas de las objecionesformuladas por Ruiz Manero, expresaré algu-nas dudas sobre el modo como Laporta afirmaque la invocación de principios es un factor deinseguridad (3); finalmente, plantearé la cues-tión de si la conexión que Laporta estableceentre la predecibilidad de las relaciones jurí-dicas, el valor de la autonomía personal y laidea de imperio de la ley no debería hablar en

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    favor de una actitud menos recelosa con losprincipios que la que él manifiesta (4).

    1. No es infrecuente que quienes se mues-tran escépticos frente a lo que consideran quees una de tantas modas académicas insistan enque la presencia de los principios en el dere-cho no es un hallazgo de Dworkin. Siendoesto una obviedad que no merece mayor co-mentario, lo cierto es que la forma como él enTaking Rights Seriously (Duckwoorth,London, 1978) los reintrodujo en el debateyusfilosófico alteró la agenda de las discusio-nes en varios frentes. Los efectos de su trata-miento de los principios pronto se hicieronsentir al menos en tres áreas de discusión:para empezar, por supuesto, (a) en la teoríadel sistema jurídico y (b) en la teoría delrazonamiento jurídico, pero también (c) en lateoría del Estado y en la teoría de la constitu-ción.

    (Ad a) Dworkin no se limitó a examinar laforma como los principios entran en la prác-tica jurídica, en particular en la práctica de lostribunales, sino que los situó en el centro deuna crítica frontal a la concepción del derechoque él mismo caracterizó como el «modelo dereglas». Sus objeciones en este punto obliga-ron a revisar la concepción del sistema jurídi-co que había dominado la escena de la filoso-fía del derecho en las décadas inmediatamente

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    anteriores, y que había sido elaborada en granmedida con ingredientes procedentes de lasteoría del derecho de Kelsen y Hart. Laconcepción dominante –el «modelo de re-glas»– concebía el derecho como un conjuntode reglas convencionales, que valen no por sucontenido sino más bien por haber sido crea-das por órganos dotados de poder normativo,y que forman un sistema en la medida en queestán articuladas entre sí formando «cadenasde validez» (J. Raz) con un tronco común,siendo todas ellas identificables por referen-cia a una regla última a la que, como essabido, Hart denominaba «regla de reconoci-miento». Tras la crítica de Dworkin esa con-cepción se vio confrontada a una nueva queadmitía como parte necesaria del sistemaingredientes normativos no convencionales,que expresan una cierta idea moral de rectitudpolítica, y que, a pesar de no poder ser(siempre) identificados mediante los criteriosde la regla de reconocimiento, no pueden serconsiderados exógenos porque guardan unarelación justificativa interna con el materialjurídico existente, de modo que su presenciaen el sistema se pone de manifiesto en el cursode un trabajo con ese material jurídico convistas a ofrecer una respuesta correcta entérminos del derecho vigente. AunqueDworkin mismo no llegara a desarrollar pro-piamente una teoría del sistema jurídico, locierto es que muy pronto surgieron propues-

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    tas para avanzar en esa dirección. Frente a unmodelo de sistema jurídico integradoexhaustivamente por un conjunto finito dereglas convencionales, se abría paso un «mo-delo de reglas más principios», que se ofrecíacomo alternativa ventajosa en la medida enque permitía explicar la solución de los llama-dos “casos difíciles” mediante operaciones deautocorrección y autointegración, descartan-do el recurso a la discreción judicial, queresultaba, en cambio, inevitable en el mássencillo “modelo de reglas”.1

    (Ad b) En Taking Rights Seriously, Dworkinhabía llamado la atención no sólo sobre losrasgos distintivos de los principios frente a lasreglas, sino además sobre el modo comofuncionan en los procesos de interpretación yargumentación jurídica. De hecho los intro-dujo al hilo de un examen del razonamientojudicial. Pocos años más tarde, su obra más

    1 Particularmente instructivo es R. Alexy, «Sistemajurídico, principios jurídicos y razón práctica», Doxa, 5(1988), ahora incluido en El concepto y la validez delderecho, trad. de J. Malem, Gedisa, Barcelona, 1994; vidtambién Derecho y razón práctica, Fontamara, México,1993. Entre nosotros J. M. Pérez Bermejo, en Coheren-cia y sistema jurídico, Marcial Pons, Madrid, 2006, haexplorado las virtualidades de la concepción dworkinanadel derecho a los efectos de una teoría del sistemajurídico, enfrentando el modelo “coherentista” que él veimplícito en Law’s Empire al modelo “fundacionalista”dominante.

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    sistemática de teoría del derecho, Law’sEmpire (Fontana Press, London 1986), esbo-zaba las líneas fundamentales de una teoría dela interpretación jurídica con el fin de ilustrarsu tesis de que el derecho es fundamentalmen-te el producto de una práctica interpretativa yargumentativa. Eso explica que la discusiónde su obra se cuente entre los factoresdesencadenantes del desarrollo espectacularque ha experimentado en las últimas décadasla literatura sobre razonamiento jurídico. Dehecho también ha determinado algunas de lasdirecciones en las que ha avanzado la investi-gación en ese amplio campo: por un lado, latoma de conciencia de las peculiaridades de laaplicación de los principios frente a las reglas(y en relación con ellas) abrió un campo deinvestigación relativamente nuevo, que resul-tó especialmente interesante en el terreno dela jurisprudencia constitucional a propósitode la aplicación de las normas relativas a losderechos fundamentales;2 por otro lado, bajola divisa “derecho como integridad”, la teo-ría, que había tomado su impulso inicial en elproblema de los casos difíciles, situó bajo unaperspectiva nueva viejos tópicos de la teoríade la interpretación (v. gr. el argumento de

    2 Vid. R. Alexy, Theory der Grundrechte, Nomos,Baden-Baden, 1985 (Teoría de los derechos fundamenta-les, trad. de E. Garzón Valdés, C. E. C., Madrid, 1993),y C. Bernal Pulido, El principio de proporcionalidad ylos derechos humanos, C. E. P. C., Madrid, 2003.

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    analogía y el argumento sistemático), y obligóa considerar los méritos de un tratamientoholista y coherentista del material jurídicocon vistas a su aplicación.

    (Ad c) Finalmente, la conexión que Dworkinhabía establecido entre los principios y losderechos entendidos como “triunfos”, unidaa la forma como articuló la distinción crucialentre principios, reglas y directrices políticas(policies) como modos diferenciados de ma-nifestarse el poder normativo del Estado, sacóa la luz la estructura moral deontológicasubyacente al complejo proceso de reproduc-ción del sistema jurídico en un Estado consti-tucional democrático, llamando la atenciónsobre el modo como las funciones de produc-ción y de aplicación de normas se encuentran,en todos los niveles aunque de forma diferen-ciada, sujetas a principios de moralidad polí-tica. La patente afinidad existente entre elmodelo de sistema jurídico integrado por«reglas más principios» y la estructura norma-tivo-institucional del Estado constitucionalfacilitó la interpenetración de argumentos deteoría del derecho y argumentos de teoríapolítico-constitucional,3 abriendo nuevas pers-pectivas sobre algunos temas centrales –v. gr.

    3 Cfr. por ejemplo A. García Figueroa, Principiosy positivismo jurídico, C. E. P. C., Madrid, 1998; L.Prieto Sanchís, Constitucionalismo y positivismo,Fontamara, México, 1999.

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    sobre la relación entre el principio democrá-tico de la soberanía popular y los derechosfundamentales, los límites de la regla de lamayoría y el papel de los tribunales (enparticular el Tribunal Constitucional) comopreservadores de la pretensión de rectitud ocorrección del derecho en medio del crecientetorrente de una programación política orien-tada a fines. En este sentido la teoría delderecho de Dworkin ha sido en cierta medidadeterminante del curso que han seguido en lasúltimas décadas las discusiones sobre la natu-raleza y la estructura de esa configuraciónjurídico-política relativamente tardía que de-nominamos “Estado constitucional”.

    2. La obra de Dworkin desencadenó so-bre la comunidad yusfilosófica una tormentaen la que de un modo u otro todos nos hemosvisto envueltos. En particular provocó unaconmoción en las filas del positivismo. Alsituar en el centro del sistema jurídico princi-pios, una clase de normas que expresan unaidea moral de rectitud y que no son propia-mente “puestas” sino “encontradas” en elproceso de aplicación del derecho, normas,por lo demás, que se identifican como partedel sistema no mediante los criterios de vali-dez que se aplican a las normas positivas sinopor su fuerza justificatoria, Dworkin ponía encuestión al mismo tiempo dos de las tesis queHart había señalado como características del

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    positivismo jurídico: la tesis de las fuentessociales del derecho y la tesis de la separaciónentre derecho y moral. Ahora bien, el hechode que el modelo “reglas más principios”pareciera ofrecer una mejor descripción delsistema jurídico característico de un Estadoconstitucional y una mejor explicación de lapráctica de los tribunales, en particular en elcampo de la jurisprudencia constitucional,sembró la alarma en las filas del positivismo.De hecho desencadenó varias oleadas de dis-putas internas a propósito del reparto de laherencia de Hart, abocando a la diferencia-ción de variedades nuevas del positivismo,que en gran medida se distinguen entre sí porla diferente forma como reaccionan a losdesafíos de Dworkin –en particular por elpapel y lugar que asignan a los principios y elmodo como, en consecuencia, articulan larelación entre derecho y moral.4

    Laporta y Ruiz Manero no se han enredadodirectamente en las discusiones, en ocasionesno poco bizantinas, entre positivistasinclusivos y excluyentes, blandos y duros,entre convencionalis tas profundos yprincipialistas de adscripción dworkiniana omás afectos a Alexy o tal vez a Zagrebelsky.

    4 Para un examen de conjunto, vid. R. Escudero,Los calificativos del positivismo jurídico. Civitas, Ma-drid, 2004.

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    Pero tampoco han evitado tomar partido.Puesto en el trance de autocatalogarse, Laportacaracteriza su posición como «positivismonormativo, o positivismo ético, o ética dellegalismo».5 En esa autocatalogación veo yo,por un lado, una intención de distanciarse dela posición que Bobbio ha denominado “posi-tivismo conceptual”, que arranca de la tesisde que el derecho puede y debe identificarsemediante criterios empíricos e independiente-mente de cualquier conexión con la moral, ytambién, por otro, una intención de defenderla tradición teórica del positivismo haciendovaler los motivos políticos implícitos y prote-ger el impulso emancipatorio, de naturalezainequívocamente moral, que había guiado almovimiento positivista en su confrontacióncon el yusnaturalismo, y que ahora él ve enpeligro. Si no interpreto mal, Laporta piensa

    5 El imperio de la ley. Una visión actual, Trotta,Madrid, 2007, p. 151. En este sentido se sitúa en laestela de T. D. Campbell, The Legal Theory of EthicalPositivism, Dartmouth, Aldershot 1996; ver también«The Point of Legal Positivism», King’s College LawReview 9 (1999) del cual hay trad. de Ángeles Ródenas«El sentido del positivismo jurídico» Doxa 25 (2002).Dentro del círculo más cercano a Laporta han formuladoesta misma posición L. Hierro, “¿Por qué ser positivis-ta?”. Doxa 25 (2002) y A. Ruiz Miguel, «Positivismoideológico e ideología positivista» publicado en J. A.Ramos Pascua y M. A. Rodilla (coords.), El positivismojurídico a examen. Edics. Univ. de Salamanca, Salamanca,2006.

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    que, sin necesidad de entrar a discutir si elderecho está o no conceptualmente separadode la moral, hay razones de moralidad políticaque permitirían defender la diferenciación decuestiones jurídicas y cuestiones morales yjustificarían la abstinencia moral de los juecesy demás órganos de aplicación del derecho.Ruiz Manero, en cambio, asume con natura-lidad la finalización del ciclo histórico delpositivismo y no vacila en incitarnos a dejarloatrás, como un capítulo concluso de la historiadel pensamiento jurídico.6 Sería profunda-mente desorientador, sin embargo, interpre-tar ese gesto como una invitación a regresar alyusnaturalismo; ha de verse más bien, creoyo, como una aceptación del hecho de que enel estado actual de la discusión la vieja alter-nativa “o positivismo o yusnaturalismo” re-sulta ya demasiado simplificadora y pocoesclarecedora.

    La discusión entre Laporta y Ruiz Maneroen torno a la certeza en el derecho es instruc-tiva entre otras muchas razones porque per-mite leer entre líneas a propósito de un abani-co más amplio de problemas. Ahora bien, unoy otro convergen en el tema de los principioscomo factores de incertidumbre desde trayec-

    6 Vid. «Dejemos atrás el positivismo jurídico»,escrito en colaboración con M. Atienza, y publicado enJ. A. Ramos Pascua y M. A. Rodilla (coords.), Elpositivismo jurídico a examen (ob. cit.).

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    torias algo diferentes y guiados por interesesde conocimiento que son también algo dife-rentes. Aunque ambos se mueven con facili-dad en la zona de intersección de la teoría delderecho y la filosofía política, al pasar deltrabajo desarrollado en los últimos años porLaporta al de Ruiz Manero se experimenta unligero desplazamiento del centro de gravedaddesde la filosofía política a la teoría delderecho.

    Las reflexiones que Paco Laporta sometióal Seminario se incubaron en el proceso deelaboración de su libro más reciente, El impe-rio de la ley (Trotta, Madrid, 2007), una delas obras más estimulantes publicadas entrenosotros en las últimas décadas. Esa obra, quees el precipitado de un trabajo sostenido a lolargo de una década, recorre prácticamentetodos los temas importantes de una teoría delderecho –teoría de las normas y teoría delsistema jurídico, teoría de la interpretación yteoría de la aplicación del derecho, teoría dela ley y teoría de la constitución–; y lo haceguiada por un interés académico, sí, perotambién inequívocamente político, por escla-recer las condiciones en las que hoy es posibleun régimen de imperio de la ley, y poner enguardia frente a las amenazas que se ciernensobre él. Para quien haya seguido los escritosde Laporta de los últimos años –y, por cierto,no sólo los publicados en el medio estricta-

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    mente científico, sino también sus artículosde opinión aparecidos ocasionalmente en laprensa– resultará patente de qué modo inex-tricable se entreteje en ellos el interés cientí-fico genuino del profesor con las preocupa-ciones del ciudadano que no duda en aplicarsu competencia científica a la discusión públi-ca de temas de la política diaria. Ese rasgo deltrabajo de Laporta se refleja también en suponencia: es la preocupación por los riesgosa los que se ve expuesta la realización del idealdel imperio de la ley en la coyuntura actual delEstado constitucional lo que le impulsa aocuparse del papel de los principios en lapráctica jurídica.

    En Ruiz Manero, en cambio, la ocupacióncon los principios nace del interior de untrabajo analítico, que se prolonga a lo largo dedos décadas, a propósito de la estructurainterna del derecho como sistema normativo.Una importante aportación en esa línea apare-ció en Jurisdicción y normas (Centro de Estu-dios Constitucionales, Madrid, 1990), dondellevó a cabo un examen crítico de la teoría delderecho como sistema normativo tal comohabía sido esbozada por Kelsen y Hart. En lasegunda parte de esa obra el estudio de lospresupuestos sobre los que descansa la fun-ción jurisdiccional ofrece el terreno para unarecepción crítica de la discusión cruzada entreDworkin y Hart. Seis años después, dentro de

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    un magnífico trabajo analítico sobre la varie-dad de enunciados normativos que integranun sistema jurídico, realizado en colabora-ción con Manuel Atienza bajo él título Laspiezas del derecho (Ariel, Barcelona, 1996),ofreció una interpretación particularmenteesclarecedora de la distinción entre principiosy reglas, poniéndola en conexión con la teoríade las razones para la acción. La pertinenciade la combinación que en esa obra se hacía deun análisis estructural con un análisis funcio-nal relativo a la forma como operan los prin-cipios y las reglas en la argumentación jurídi-ca se puso de manifiesto de forma particular-mente brillante cuatro años más tarde enIlícitos atípicos (Trotta, Madrid, 2000). Es-crita nuevamente en colaboración con Atienza,esa obra movilizó la distinción –y la relación–entre reglas y principios para ofrecer unanovedosa caracterización conceptual de fenó-menos delictivos como el abuso del derecho,el fraude de ley y la desviación de poder, quecoinciden en explotar la observancia de unaregla para violar principios que le sirven defundamento.

    El lector podrá comprobar hasta qué puntola confrontación entre Laporta y Ruiz Manerorecogida ahora en este libro resulta interesan-te y productiva. A ello contribuyen no sólo laoportunidad del tema elegido para la ocasióny la finura analítica con que fue abordado por

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    ambos, sino también las afinidades teóricasexistentes entre ellos más allá de todas lasdiferencias. La experiencia de los debatesacadémicos indica que con demasiada fre-cuencia la distancia teórica que media entrelos interlocutores, lejos de enriquecer la dis-cusión, tiende a hacer que se estanque. No eséste nuestro caso. El hecho de que los dosinterlocutores compartan vocabulario y he-rramientas teóricas, y que se desenvuelvan enun marco de referencias que a ambos resultafamiliar, el hecho además de que el debateavance a partir de un cierto consenso teóricode fondo, hace posible que la discusión fun-cione como una vía de aprendizaje más quecomo una ocasión para señalar la posición quecada uno ocupa y marcar territorio. Nada deextraño tiene que en estas condiciones ladiscusión termine adquiriendo el aire de unadisputa de familia. Los participantes compar-ten una historia común, una cierta tradiciónde pensamiento, y gracias a ello pueden arran-car de un conjunto suficiente de sobreentendi-dos compartidos, ahorrándose la fatigosa ta-rea de explicitar y discutir los primeros pre-supuestos. Pero precisamente eso hace muyinstructiva la forma como ventilan sus discre-pancias.

    3. El problema de la certeza del derechoy de los efectos del derecho sobre lapredecibilidad de las acciones individuales se

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    extiende sobre un amplio y variado territorio.Es interesante la forma como Laporta acota elárea de ese tema en la que realmente quieretrabajar.

    Para empezar, hay que subrayar que en suintervención no se ocupa del problema de lacerteza en abstracto, sino más bien de algunasde sus manifestaciones concretas en el mo-mento presente, y, si no me equivoco, lo haceacuciado por experiencias que nos son muycercanas. Así pues, aunque es indudable quesus reflexiones tienen relevancia para unateoría general del derecho, y están apoyadasen argumentos perfectamente generalizables,su escrito está pensado como pieza de undiagnóstico de la situación actual del derecho.Y en este punto obedece a una preocupaciónbien comprensible. Que en nuestras socieda-des el valor de la certeza jurídica se hadeteriorado de forma alarmante es un hechodifícil de negar –un hecho, por lo demás, queha penetrado en la percepción misma de losciudadanos y que en parte explica el malestardifuso, pero profundo, que manifiestan estosfrente al derecho. Identificar las causas delfenómeno y diseñar remedios es tarea máscomplicada. Laporta no pretende tal cosa,pero sí intenta al menos avanzar un trechosignificativo en esa dirección.

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    Una vez enfocada la discusión dentro de undiagnóstico del momento presente, Laportasigue acotando el amplio terreno de investiga-ción de los factores que en nuestras socieda-des están incidiendo negativamente sobre lacerteza. Y en este caso hay que reconocer quese comporta de forma muy selectiva.

    Las fuentes del creciente deterioro de lacerteza en las relaciones jurídicas se encuen-tran ante todo, creo yo, en las condicionesbajo las que opera el legislador en nuestrascomplejísimas sociedades. Para empezar,nunca como ahora la expresión “legislador”,a la que con tanta frecuencia recurren losjuristas, ha revelado su naturaleza de cómodaabreviatura de la que nos servimos para refe-rirnos a un conjunto muy abigarrado de agen-cias centrales y periféricas de producción denormas, que actúan con esferas de competen-cia no siempre bien definidas, y a menudo enconcurrencia cuando no en abierta rivalidad.A ello hay que añadir que, a medida que elEstado moderno, siguiendo un proceso bienconocido, ha ido asumiendo funciones cadavez más amplias de intervención en el tráficosocial, los órganos legislativos se vencrecientemente envueltos en procesos de crea-ción normativa coyuntural, al servicio deobjetivos rápidamente cambiantes, bajo lapresión de factores que escapan a su control,y realizada a menudo con información incom-

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    pleta sobre las circunstancias en las que habráde aplicarse y sobre las consecuencias de suaplicación. Esto hace que el ideal del “legis-lador racional”, que en algunos tramos delpensamiento jurídico moderno funcionó deforma muy fecunda como punto de referenciapara la interpretación del derecho, se veaahora confrontado con la penosa realidad de«un mundo de leyes desbocadas»7, en el queresulta definitivamente fuera de lugar aquellaaspiración que un día albergó el movimientocodificador de disponer de un cuerpo dereglas completo, consistente, estable y ente-ramente determinado –una aspiración que yaentonces los más lúcidos consideraron másallá de las posibilidades de los legisladoreshumanos, y que hoy se revela a todas lucesilusoria.8

    Es inevitable que estas condiciones arrojenconsecuencias negativas para la certeza en lasrelaciones jurídicas. Tiene, pues, razónLaporta cuando afirma que en las sociedades

    7 Cfr. E. García de Enterría, Justicia y seguridadjurídica en un mundo de leyes desbocadas, Civitas,Madrid, 1999.

    8 Hace ya más de un siglo Fr. Gény, dentro de unacrítica a lo que él mismo denominó el «fetichismo de la leyescrita», llamó la atención con agudeza sobre el carácterilusorio de semejante ideal. Vid Méthode d’interprétationet sources en droit privé positif, 2ª ed. LRDJ, Paris,1954 (la primera edición es de 1899), §§ 96, 203.

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    occidentales, con un ordenamiento «caracte-rizado por una suerte de compulsión generala la creación incesante de normas jurídicas» semultiplica el riesgo de incertidumbre: unsistema normativo integrado por normas crea-das mediante decisiones adoptadas por autori-dades muy diversas, en circunstancias dife-rentes, persiguiendo objetivos muy variados,compitiendo entre sí y a menudo con limita-ciones de información y actuando bajo presio-nes y restricciones de todo tipo –un sistemanormativo así, digo, es propenso a incurrir enindeterminaciones, incubar antinomias y al-bergar vacíos normativos, es propenso, ensuma, a generar incertidumbre. Y, comocerteramente apunta Laporta, eso terminaafectando negativamente a la autonomía delos sujetos y su capacidad para planear racio-nalmente su conducta. Un sistema jurídico encontinua agitación termina zarandeando lasexpectativas individuales, y corre el peligrode ser percibido por los ciudadanos como unatrampa en la que están condenados a caerinadvertidamente9 más que como una garantía

    9 Ya Hobbes había puesto en guardia contra losexcesos de una legislación profusa y caprichosa señalan-do que «donde hay más leyes de las que podemos recordarfácilmente y que prohíben cosas que la razón no prohíbepor sí misma, es inevitable que por ignorancia, sin malaintención alguna, [los hombres] caigan en las leyes comoen trampas tendidas contra la libertad inofensiva» (DeCive 13. 15).

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    pública de los resultados previsibles de susdecisiones.

    Ahora bien, aunque me parece indiscutibleque los principales factores de la incertidum-bre del derecho en nuestro mundo han debuscarse ante todo en las condiciones bajo lasque operan los procesos legislativos, no es éseel aspecto del que quiere ocuparse Laporta.Sin ignorarlo, de hecho lo menciona sólo depasada. En realidad los factores a los que demanera puramente alusiva acabo de referirmeparecen interesarle sólo en la medida en quecrean las condiciones para que entre en juegootro factor de incertidumbre algo diferente.En un momento significativo de su exposi-ción, tras hacer una breve relación de lasdiversas formas de “casos difíciles”, y seña-lar que su ocurrencia aumenta inevitablemen-te en las condiciones de un proceso legislativo“compulsivamente” acelerado, añade:

    «En todos estos supuestos parece que ellegislador ha abandonado su papel y ha deja-do un vacío en el sistema. Cualquiera quesean las razones o causas de que ello suceda,el legislador no ha previsto la regla queofrezca una posible solución. Se retira. Y enla medida en que lo hace todos los casos setornan difíciles, todas las soluciones intrin-cadas. El juez avanza hacia el proscenio».

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    Son las incertidumbres generadas por laactividad judicial las que interesan a Laporta.Y, a la vista de la actual situación de laadministración de justicia, hace gala una vezmás de sentido de la oportunidad. Pero aquívuelve a acotar su terreno de forma muyselectiva. Puesto a identificar los factores queinciden en el incremento de la incertidumbrea propósito de los efectos de la actividadjudicial, uno tendería a llamar la atenciónsobre las condiciones en las que se desarrollanhoy los procesos de aplicación judicial delderecho. Si mi percepción no es errónea, elaumento de la complejidad social y no enúltimo término el espectacular incrementodel tráfico económico en las sociedades(post)industriales han provocado un aumentovertiginoso de la litigiosidad, que ha desbor-dado la capacidad de los tribunales. Ello,combinado con la dificultad para procesarrazonablemente la abigarrada masa normati-va producida por un proceso legislativo «mo-torizado» (García de Enterría) que ni el másavezado de los juristas es capaz de dominarcon la mirada, bastaría para explicar –sinnecesidad de echar mano de algunas de nues-tras patologías políticas más o menos coyun-turales y de nuestra patente dificultad paraponer al día la legislación procesal y losprocesos de selección de los jueces– las defi-ciencias de todo tipo que aquejan a la adminis-tración de justicia, de las cuales no es la

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    menor la incertidumbre a propósito del mo-mento en que los litigios estarán definitiva-mente resueltos. Pero Laporta no se detiene aexaminar las condiciones empíricas de todotipo que inciden en la práctica de los tribuna-les y que sin duda él no ignora. Los problemasde incertidumbre que aquejan al derecho ennuestros días se agravan, en su opinión, por-que, a los efectos negativos que tiene la«compulsión a la creación incesante de nor-mas jurídicas» en términos de producción de“casos difíciles”, se une una compulsión adi-cional que él caracteriza como «la exageradaapelación a los principios como algo distintode las reglas». En ella localiza él «uno de lossíntomas de la deriva actual de la culturajurídica», y es precisamente ése el factor deincertidumbre que le interesa analizar.

    Al comienzo de su escrito Laporta identi-fica, en términos que para el lector despreve-nido no resultan inmediatamente transparen-tes, dos de los factores de lo que él denomina«la deriva actual de la cultura jurídica» queafectan negativamente a la certeza en lasrelaciones jurídicas:

    «Algunas variaciones en los ingredientesde los sistemas jurídicos o en el énfasis quese pone en algunos de ellos y ciertas posicio-nes teóricas y prácticas aparentemente nue-vas sobre la creación, interpretación y apli-

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    cación del derecho pueden desembocar en unincremento de la incertidumbre que dificultegravemente la predecibilidad de las conclu-siones de derecho».

    Se trata, como se ve, de dos factores denaturaleza diferente, aunque relacionados:uno de ellos tiene que ver con el contenidonormativo del sistema jurídico, el otro con lateoría del derecho que se supone que estáoperando en la práctica de aplicación delderecho. Por lo que se refiere al primero deellos, de una lectura atenta se desprendeinmediatamente que esos nuevos «ingredien-tes» a los que se refiere Laporta son losprincipios. A primera vista esta afirmaciónresulta sorprendente cuando se recuerda queya antes de que el Código Civil los reconocie-ra como fuente del derecho, la invocación deprincipios estaba ampliamente arraigada en lapráctica jurídica occidental. Eso hace pensarque la “variación” en la que Laporta estápensando resulta más bien de la incorporaciónexplícita de principios y valores a la constitu-ción y de su fuerza de irradiación no sólosobre el proceso legislativo sino también so-bre la interpretación misma de las leyes. Porlo que se refiere al segundo de los factores,parece obvio que las «posiciones» teóricas queél cree que están incidiendo en la prácticajurídica generando incertidumbre son aque-llas para las que entre nosotros se han acuñado

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    las etiquetas, no muy afortunadas, de“principialismo” y “neoconstitucionalismo”.Lo que parece preocupar a Laporta es, pues,el peso que ciertas teorías atribuyen a losprincipios en la práctica de aplicación delDerecho en el Estado Constitucional, un Es-tado en el que la constitución no se limita aorganizar los poderes públicos, sino que con-tiene principios y valores que no sólo restrin-gen el área de operaciones del legislador yorientan los procesos legislativos, sino quetambién han de guiar la práctica de interpre-tación y aplicación de las leyes.

    A propósito de los efectos de los principiosen la situación actual del derecho, el diagnós-tico de Laporta difiere significativamente delque hace ya diez años formuló Eduardo Garcíade Enterría en el marco de un ensayo sobre laseguridad jurídica «en un mundo de leyesdesbocadas». En un ordenamiento «tan com-plejo y variable, elaborado por impulsos dis-persos y ocasionales, y que ha parecido re-nunciar a mantener un orden sistemáticodiscernible», decía entonces García deEnterría, la referencia a los principios yvalores constitucionales permite construir, enel proceso de aplicación del derecho, unidady coherencia, evitando la «completa disolu-ción casuística»:

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    «Ante la situación actual […] del desordenextremo de las normas escritas, sólo unesqueleto firme de principios puede permitirorientarse en el magma innumerable de di-chas normas, en su mayor parte ocasionalese incompletas, sometidas a un proceso decambio incesante y continuo. Esta situaciónnos entrega, insoslayablemente, aunque pue-da parecer paradójico, a un pensamientojurídico de valores o por principios»10

    García de Enterría parece pensar que lapresencia de principios permite, actuandodesde dentro del sistema, resolver contradic-ciones normativas, colmar lagunas legales, ydecidir racionalmente a propósito de disposi-ciones vagas e imprecisas, proporcionandouna cierta estabilidad y unidad a un cuerpolegal disperso y en continua agitación. En estepunto se encuentra en sintonía con nuestro“legislador”, quien en un pasaje muy signifi-cativo de la Exposición de Motivos de laLOPJ formula en los términos siguientes loque realmente es el embrión de una concep-ción sobre nuestro ordenamiento jurídico comosistema normativo, una concepción que, si nome equivoco, se encuentra hoy entre nosotrosampliamente asumida entre los juristas:

    «El Título Preliminar de la presente LeyOrgánica singulariza en el Poder Judicial la

    10 Ob. cit. pp. 106 s.

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    vinculación genérica del artículo 9.1. de laConstitución, disponiendo que las leyes yreglamentos habrán de aplicarse según lospreceptos y principios constitucionales […]Se ratifica así la importancia de los valorespropugnados por la Constitución como supe-riores, y de todos los demás principios gene-rales del derecho que de ellos derivan, comofuente del derecho, lo que dota plenamente alordenamiento de las características de pleni-tud y coherencia que le son exigibles ygarantiza la eficacia de los preceptos consti-tucionales y la uniformidad en la interpreta-ción de los mismos».

    Laporta discrepa de este juicio –en el queprobablemente detectaría una visiónautocomplaciente que enmascara la realidad.En aquello en lo que García de Enterría ve unremedio para la incertidumbre generada porun proceso legislativo deficiente e inestable,él ve un factor de agravamiento de esa mismaincertidumbre. Al avanzar a contrapelo deuna posición bastante extendida, Laporta obe-dece, creo yo, a un impulso muy saludable deresistencia crítica frente a la presión de posi-ciones dominantes a menudo aceptadas enforma irreflexiva. Pero no está claro de quémodo la ausencia de principios aliviaría lasincertidumbres de todo tipo generadas por elproceso legislativo en un «mundo de leyesdesbocadas», ni siquiera si un sistema sinprincipios es realmente una alternativa via-

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    ble. Si admitimos, como hace Laporta, que enlas condiciones de nuestras sociedades semultiplican las oportunidades para la prolife-ración de casos difíciles, ¿cómo podemosresolverlos generando certeza? Desde luegoes posible imaginar un proceso legislativomás disciplinado de lo que tenemos a la vista.Pero, si no recaemos en la vieja ilusión dellegislador racional, incluso en las mejorescondiciones antes o después surgiránantinomias y lagunas, ambigüedades e incer-tidumbres generadas por lo que Hart denomi-nó la «textura abierta de las reglas», surgirán,en suma, casos difíciles en los que los órganosde aplicación del derecho no podrán echarmano del arsenal de reglas convencionales.Admitamos que los principios no son unremedio eficaz; pero ¿cuál es entonces laalternativa sino la arbitrariedad? No estoyseguro de cuál es la respuesta de Laporta a esapregunta. Probablemente piensa que es prefe-rible aceptar la dura realidad –a saber, que loscasos difíciles no admiten una respuesta entérminos del derecho vigente, que el derechono está en condiciones de resolver todos loscasos, de modo que la discrecionalidad judi-cial es inevitable– antes que dejarse arrullarpor la idea tranquilizadora de que gracias a losprincipios el derecho está en condiciones deproporcionar una respuesta correcta a todoslos casos. Volveré sobre este punto.

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    Entre los casos de “mundos sin reglas” queanaliza en el capítulo quinto de El imperio dela ley, Laporta, tomando pie en Dworkin,examina las graves deficiencias que aqueja-rían a un sistema de solución de conflictosintegrado únicamente por principios. Él mis-mo admite que se trata de un experimentomental y que los defensores de alguna varian-te de teoría principialista no piensan en unmodelo de principios puro sino más bien «unmodelo mixto de reglas y principios». Sinembargo pasa por alto el estudio del casoopuesto de un “mundo sin principios”. En suréplica, Ruiz Manero ofrece buenas razonespara albergar serias dudas sobre la viabilidady aun deseabilidad de un mundo así. Comocuestión de hecho, probablemente es verdadque la presencia de principios es constatableen todos los sistemas jurídicos mínimamentecomplejos. Pero la cuestión de hecho puedeno ser en este punto decisiva. La cuestióndecisiva es si resulta deseable (suponiendoque fuera viable) un sistema jurídico sinprincipios. En un mundo sin principios lasreglas habrían de aplicarse en todo caso ha-ciendo caso omiso de su justificación subya-cente, y los procesos de aplicación del dere-cho tendrían que poder operar de forma auto-mática, de modo que, en el límite, pudieranser puestos en operación por una máquinadebidamente programada. El sueño de unmundo de reglas sin principios termina en la

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    pesadilla del formalismo y el reglamentismo aultranza. Desde luego que en un mundo así lasexpectativas de los individuos estarían asegu-radas y los resultados jurídicos de sus accio-nes serían predecibles –mientras encuentrenrespaldo en reglas convencionales y, comosubraya Ruiz Manero, esas reglas poseanautonomía semántica, de modo que su conte-nido explícito no esté sujeto a interpretacióncontrovertida. Pero si no estamos dispuestosa suscribir la tesis del legislador racional,tenemos que aceptar que también en un mun-do así, con un sistema jurídico integradoexhaustivamente por reglas convencionales,se tropezaría antes o después con casos difíci-les, en los que la maquinaria de aplicación delderecho rodaría en el vacío y para los que nohabría otra salida que la arbitrariedad. Sumi-sión ciega a las reglas, por un lado; arbitrarie-dad, por otro. No estoy seguro de que deseá-ramos vivir en un mundo así.

    Pero no creo que Laporta abogue por unsistema de reglas puro, es decir, por unsistema sin principios. Probablemente no esla presencia de principios –en particular, deprincipios constitucionales– lo que contemplacon recelo, sino más bien su invocación inde-bida. En verdad es difícil no estar de acuerdocon él cuando nos pone en guardia contra «laexagerada apelación a los principios»: cual-quier utilización exagerada de cualquier cosa,

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    sean los principios o las reglas, es, por defi-nición, indeseable. Pero ¿y una utilizaciónmoderada, razonable o simplemente correcta(suponiendo que tal cosa es posible)? ¿Porqué sentir aprensión hacia los principios y nomás bien hacia su invocación abusiva? Pocomás arriba he referido la opinión de García deEnterría de que en un «mundo de leyesdesbocadas» el recurso a los principios permi-te evitar que la práctica jurídica termine des-lizándose hacia la «completa disolucióncasuística». Laporta parece pensar que lasituación es exactamente la contraria: es elhecho de que los jueces se crean autorizadosa invocar libremente principios lo que amena-za con sumirnos en la marea casuística delparticularismo, en la que naufraga definitiva-mente la predecibilidad de las relaciones jurí-dicas. ¿Pero realmente los jueces son libres deinvocar los principios a su capricho? Creo quelo que realmente inquieta a Laporta no estanto los principios como las teoríasprincipialistas, que él parece pensar que con-tienen una invitación a la «exagerada» invoca-ción de los principios, con efectos nocivossobre la práctica jurídica en términos dedeterioro del valor de la certeza y la seguridadjurídica11. En la fuerza expansiva que están

    11 Hay aquí una derivación interesante, aunque mar-ginal, que no me resisto a dejar apuntada. Por reglageneral los juristas suelen ser escépticos sobre los

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    teniendo esas teorías ve él un estímulo a un«activismo judicial irrestricto» que amenaza-ría con contaminar de discrecionalidad, si esque no de arbitrariedad, la actividad de losjueces.

    4. Ya he anotado que Laporta no adscribesu posición al llamado “positivismo concep-tual” sino a lo que él mismo denomina un“positivismo ético”. Aplicando la terminolo-gía de Dworkin, diríamos que defiende elpositivismo entendido no como «teoría se-mántica» sino más bien como «teoríainterpretativa». En realidad su posición seaproxima bastante a aquella que Dworkincaracterizó como «convencionalismo»: el de-recho está integrado por un conjunto de reglasconvencionales, y los órganos de aplicación

    efectos prácticos de la teoría del derecho. Paco Laportano parece compartir ese escepticismo; yo desde luegotampoco. En la medida en que la práctica jurídica –deforma muy señalada la práctica de los tribunales– es unapráctica argumentativa, cargada (explícita o, más a me-nudo, implícitamente) de teoría, las discusiones teóricasque consiguen traspasar los muros de la Academia termi-nan arrastrando consecuencias prácticas. Aunque la teo-ría del derecho no es fuente del derecho, en cierto sentidoun sistema jurídico es más rico cuando está acoplado auna buena dogmática jurídica, y la práctica de los tribu-nales es mejor cuando se proyecta desde una buena teoríadel derecho. Esto significa que la discusión teórica, quelamentablemente en demasiadas ocasiones se resiente debizantinismo, no es un mero ejercicio de virtuosismoacadémico libre de responsabilidad.

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    del derecho están rigurosamente sujetos aellas, independientemente de su contenido yde su justificación subyacente, mientras sucontenido explícito no sea controvertido. Peroes importante no perder de vista que con ellono se pretende tanto esclarecer el significadodel término “derecho” como ofrecer una in-terpretación satisfactoria del conjunto de prác-ticas que vinculamos a ese término, una inter-pretación que nos permita explicar esas prác-ticas e identificar las razones que podríanjustificarlas, y de paso extraer directrices yorientaciones para adoptar decisiones en elmarco de las mismas. No se trata, pues, deuna teoría descriptiva; contiene ingredientesinequívocamente normativos.

    Laporta proporciona soporte normativo aesa visión del derecho movilizando funda-mentalmente dos ideas: el valor moral de laautonomía personal, por un lado, y el idealpolítico del imperio de la ley, por otro. Y enla presentación que él ofrece del convenciona-lismo la predecibilidad sirve en cierto modode engarce: por un lado, la idea de imperio dela ley apunta al ideal de una sociedad en laque está razonablemente garantizada lapredecibilidad de los resultados jurídicos delas acciones, y, por otro, la predecibilidad escondición necesaria para que las personaspuedan planear racionalmente sus vidas yadoptar decisiones responsablemente. Ahora

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    bien, en este punto Laporta vincula la realiza-ción de ambas ideas a la existencia de uncuerpo estable de reglas con un contenidorazonablemente inequívoco y aplicadas demodo riguroso e imparcial: el ideal del impe-rio de la ley «impone al derecho “una exigen-cia de normatividad”: el núcleo del ordena-miento jurídico debe estar compuesto pornormas en el sentido de reglas» porque «lamera existencia empírica de las reglas jurídi-cas […] da como resultado un contexto dedecisión en el que la autonomía personalpuede desarrollarse».12

    Tiene razón Laporta al subrayar laimportantísima función de las reglas comogeneradoras de seguridad en el tráfico social.Ese punto, en el que los dos ponentes coinci-den inequívocamente, está fuera de discusión.Utilizando los términos del título de la ponen-cia de Ruiz Manero, cabe, sin embargo, pre-guntarse si con su énfasis en las «virtudes delas reglas» no tiende Laporta a oscurecer «lanecesidad de los principios» precisamente enrelación con (a) la autonomía personal y con(b) el imperio de la ley. Terminaré estapresentación, ya demasiado larga, con unasconsideraciones en este sentido.

    12 El imperio de la ley, ob. cit 107.

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    (Ad a) En relación con el primer punto melimitaré a sugerir que el desarrollo de laautonomía personal no depende sólo de laexistencia de reglas. La reglamentación de uncampo de concentración proporciona, creoyo, un ejemplo evidente de cómo un sistemaestable de reglas configuradas «de formatendencialmente cerrada» puede garantizarplenamente la predecibilidad de los resulta-dos jurídicos de las acciones, y no satisfacer,en cambio, el valor de la autonomía personal–a menos que reduzcamos la idea de autono-mía personal precisamente a la depredecibilidad. No basta, pues, con reglas; elcontenido de las reglas es también decisivo.Tiene razón Laporta cuando afirma que larealización del valor de la autonomía es cues-tión de grados,13 y hay que admitir que laarticulación de las condiciones jurídicas quela hagan posible depende de circunstanciasvariables. Pero en nuestras sociedades, y a laaltura de comienzos del siglo XXI, no pareceque pueda realizarse satisfactoriamente sin ladefinición y garantía de derechos que quedensustraídos a la invasión de los poderes públi-cos y protegidos frente al juego cambiantede mayorías parlamentarias –en suma, dere-chos fundamentales. Ahora bien, la experien-cia con el derecho constitucional parece indi-car que de hecho la formulación de esos

    13 El imperio de la ley, ob. cit., p. 34.

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    derechos adopta en muchos casos la estructu-ra de los principios. En este sentido se diríaque en nuestros días la presencia de principios–ciertamente no de cualesquiera principios–es indispensable para que el sistema jurídicoproduzca las condiciones que permitan eldesarrollo de la autonomía personal. Podría,por supuesto, pensarse en la posibilidad deformular los derechos fundamentales en tér-minos de reglas. Pero, por un lado, la ejecu-ción de esa estrategia parece tropezar conlímites,14 y, por otro, incluso si fuera posibleprobablemente no sería deseable. En estepunto me basta con remitirme a las persuasi-vas consideraciones que hacia el final de suponencia hace Ruiz Manero para mostrar quees razonable que «en el caso de las Constitu-ciones rígidas […] su dimensión regulativa sedetenga, en muchos ámbitos, en el nivel de losprincipios y de las directrices y encomiendesu desarrollo mediante reglas a los mecanis-mos ordinarios de creación del derecho, ymuy centralmente a la legislación».

    (Ad b) Es significativo que ya en el mismotítulo de su último libro Laporta haya situa-do sus reflexiones bajo la advocación delimperio de la ley –exactamente igual que años

    14 Vid. R. Alexy, Theorie der Grundrechte,Suhrkamp, Frankfurt a. M. 1986, cap. 3. II.

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    antes había hecho Dworkin,15 aunque paraextraer consecuencias muy diferentes, si esque no opuestas: Laporta invoca el ideal delimperio de la ley para justificar sus reticen-cias frente a los principios; para Dworkin, encambio, las exigencias asociadas al ideal delimperio de la ley hablan en favor de losprincipios. En realidad estamos ante dos in-terpretaciones diferentes de ese complejo idealpolítico.

    No voy a analizar el concepto de imperiode la ley. Tampoco es necesario. Para lo queaquí interesa me basta con recordar breve-mente algunas de las exigencias asociadas a élen relación con la función jurisdiccional,remitiéndome en este punto al mismo Laporta.Hacia el comienzo del capítulo IX, extraordi-nariamente rico en análisis y sugerencias, deEl imperio de la ley, Laporta ofrece unadescripción de la función jurisdiccional iden-tificando tres importantes «deberes profesio-nales» que forman parte de los presupuestosnormativos sobre los que descansa la activi-dad de los jueces en un Estado de Derecho ybajo el ideal del imperio de la ley: 1. el deber

    15 Como es sabido, la obra en la que Dworkinformula de forma más sistemática su teoría del derecholleva por título Law’s Empire. No es el error menoslamentable de la desdichada versión castellana de eselibro haber traducido esa expresión por “imperio de lajusticia”.

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    de fallar todos los casos, en otras palabras, laprohibición del pronunciamiento non liquet,2. el deber de decidir con arreglo al derechovigente, y 3. el deber de motivar las senten-cias.16 La existencia de esos tres deberes estátan fuertemente arraigada en nuestra culturajurídica que casi parece innecesario insistir enellos. Ahora bien, una vez identificados,Laporta, a renglón seguido se apresura aadvertirnos de que en ocasiones es imposiblecumplirlos:

    «No es imposible que el segundo y eltercero de esos deberes no sean tan fáciles decumplir simultáneamente en un caso determi-nado, y por tanto que uno de los dos, el deberde atenerse al sistema de fuentes o el deber demotivar el fallo, resulte en ese caso defrauda-do. Podría en efecto suceder que si el juezquisiera cumplir a toda costa con el deber deatenerse al sistema de fuentes y sólo al siste-ma de fuentes, no pudiera motivar el fallo enél, porque el sistema de fuentes no le ofrecepautas normativas suficientes para hacerlo,es decir, el derecho que trata de aplicar esindeterminado. Y podría suceder tambiénque si el juez se sintiera particularmenteobligado a motivar su fallo tuviera que aban-donar el sistema de fuentes y apelar a razonesnormativas extrañas a él, con lo queincumpliría con el deber anterior»17

    16 El imperio de la ley, ob. cit. pp. 194 s.17 El imperio de la ley, ob. cit. p. 195.

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    Laporta toma esta consideración comopunto de partida para un examen muy detalla-do y ramificado del trabajo argumentativo delos tribunales y una exploración de algunoslímites del imperio de la ley. No puedo entraren sus análisis. Si acoto este pasaje de su libroes porque describe una situación en la que lasideas de Estado de derecho e imperio de la leyparecen colocar a los jueces ante exigenciasdesmesuradas, ante exigencias imposibles desatisfacer, porque el sistema jurídico no lesbrinda (ni en realidad parece poder brindar-les) instrumentos apropiados para cumplirlas.Por una parte, se da por supuesto que en unEstado de derecho las personas tienen defini-dos sus derechos y obligaciones por la ley, ytodos los poderes públicos están sujetos a laley. En un régimen de imperio de la ley,cuando las personas acuden a los tribunalespara que dictaminen su caso, no reclamanmeramente una decisión: reclaman y tienenderecho a una decisión correcta, y además aque lo sea en términos del derecho vigente, esdecir, fundamentada, no en cualesquiera ra-zones, sino sólo en razones suministradas porel sistema jurídico. Aunque la experienciaindica que muy a menudo tribunales diversosofrecen soluciones diferentes a casos que sonsubstancialmente idénticos, forma parte delos presupuestos normativos de la instituciónjurisdiccional en un Estado de Derecho el quelos jueces actúen bajo la suposición de que el

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    sistema siempre ofrece una solución (valedecir, que no hay lagunas) y que sólo hay unasolución correcta en términos del sistema(vale decir, que el sistema no adolece deantinomias ni tampoco de indeterminacionessemánticas). Pero si uno no alimenta vanasilusiones a propósito del legislador, ha deadmitir, por otro lado, que un sistema dereglas positivas es propenso a incubar incohe-rencias, vacíos y deficiencias de todo tipo, demodo que habrá casos en los que o no propor-cionará respuesta alguna, o proporcionarávarias respuestas incompatibles o proporcio-nará alguna respuesta pero no sabremos cuál.En una palabra, en un Estado de derecho lostribunales tienen que decidir bajo el supuestode que el sistema jurídico satisface ciertasexigencias de racionalidad (v. gr. plenitud,coherencia, decidibilidad) que sin embargodifícilmente pueden esperarse de la obra nor-mativa de un legislador humano.

    Como es sabido esta situación, aparente-mente desesperada, ha sido interpretada deformas diferentes por Hart y Dworkin. Lainterpretación de Hart –que Laporta, creo yo,comparte en líneas generales– aceptaresignadamente que el imperio de la ley tienelímites; la de Dworkin se resiste a tal cosa. Laprimera excluye los principios, la segunda losexige. En juego está la cuestión virulenta desi en un Estado de derecho y bajo el imperio

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    de la ley es admisible la discrecionalidadjudicial.

    Hart ha formulado la interpretaciónconvencionalista. Una vez que aceptamos latesis de las fuentes sociales del derecho,tenemos que admitir que un sistema jurídicono puede proporcionar una solución a todoslos casos.18 Si el derecho está integrado pornormas procedentes de actos de voluntad deseres con conocimiento limitado, incapacesde preverlo todo, y que producen normas enmomentos diferentes, bajo limitaciones y pre-siones de todo tipo, no hay más remedio queadmitir que pueden presentarse casos impre-vistos y no regulados, o regulados de formaincompleta e insatisfactoria. Cuando se pre-sentan casos difíciles, los jueces no puedenaplicar el derecho vigente –tienen que crearderecho nuevo haciendo uso de facultadesdiscrecionales.

    Esta interpretación parece realista y llenade buen sentido. El problema con ella es quecolisiona con los principios políticos sobrelos que se asienta la actividad jurisdiccionalen un Estado de derecho.19 Un juez que solu-

    18 Vid. la conferencia que pronunció en la Univ.Autónoma de Madrid en 1979, «El nuevo desafío alpositivismo jurídico», Sistema 36 (mayo 1980), pp. 7-9.

    19 Y de paso no refleja la forma como los juecesmismos ven su práctica. Dworkin ha señalado con pers-

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    ciona discrecionalmente un caso crea derechonuevo, y de ese modo impone a una de laspartes una obligación que previamente noexistía. Actuando así, incurre en una doblefalta: por un lado vulnera el principio de ladivisión de poderes, arrogándose un poder decreación de derecho que en un régimen deimperio de la ley no le corresponde, y por otrose comporta injustamente porque al aplicarretroactivamente la norma creada ad hoc pararesolver el caso castiga a la parte perdedorapor haber infringido un deber que no tenía.

    Dworkin ofrece una interpretación de lasituación enteramente diferente, que exige alos jueces llevar hasta el final las exigenciasasociadas al imperio de la ley. Los jueces nodisponen de facultades discrecionales: han de

    picacia que como interpretación de la práctica jurídica «elconvencionalismo fracasa por la siguiente razón para-dójica: nuestros jueces realmente prestan más aten-ción a las llamadas fuentes convencionales del derecho,como las leyes y los precedentes, de lo que permitiría elconvencionalismo. Un juez convencionalista estricto yautoconsciente perdería todo interés por la legislación ylos precedentes justo en el punto en que resultara claroque se había acabado la extensión explícita de esassupuestas convenciones. En ese momento reconoceríaque no había más derecho, y dejaría de preocuparse deconsistencia con el pasado; procedería a hacer nuevoderecho preguntándose qué ley haría el legislador actualo qué necesita el pueblo o qué interesaría más a lacomunidad para el futuro» (Law’s Empire, ob. cit. 130).

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    atenerse en todo caso a la ley y decidir todoslos casos conforme a derecho. Eso no suponecerrar los ojos al hecho evidente de que confrecuencia las leyes son contradictorias, am-biguas y lagunosas. No tenemos, pues, quenegar que existen casos difíciles, casos deantinomias, lagunas e indeterminaciones. Ysin embargo los jueces han de adoptar susdecisiones sobre la base de que siempre existeuna única respuesta correcta –incluso si nodisponen de indicadores empíricos que lespermitan cerciorarse de que han dado conella.

    La pregunta que suscita inmediatamenteesta posición es si la idea de la respuestacorrecta no descansa en una ilusión –si toda laactividad jurisdiccional no descansa en unautoengaño. Y efectivamente así sería si notuviéramos alternativa a la concepciónconvencionalista del derecho como un siste-ma normativo integrado exhaustivamente porreglas convencionales. Pero deja de serlo siadmitimos que, además de reglas creadas porel poder político mediante decisiones, el sis-tema contiene principios de cuya pertenenciaal sistema nos cercioramos en el proceso debúsqueda de una respuesta correcta y quepermiten hacer justicia a una exigencia decoherencia y plenitud que se actualiza en elproceso de aplicación de leyes tal vez contra-dictorias y lagunosas. Las exigencias juris-

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    diccionales asociadas a la idea de imperio dela ley pueden mantener todo su sentido siem-pre que no reduzcamos la idea de imperio dela ley a la de imperio de las reglas.

    Tengo la impresión de que Laporta piensaque en un modelo de vinculación jurisdiccio-nal a principios morales la proscripción de ladiscrecionalidad judicial sería en realidad unaforma encubierta de generalizarla, como si elreconocimiento de los principios supusieraautorizar a los jueces a ignorar las reglassiempre que les parezca que no proporcionanuna respuesta satisfactoria, y contuviera unainvitación al casuismo. En una larga e intere-sante nota a pie de página Juan Ruiz Maneroha alegado que en parte esos temores se basanen un malentendido a propósito de la formacomo operan los principios en el razonamien-to práctico. Por mi parte me atrevo a agre-gar que pasan por alto la variedad de loscomponentes que integran la clase genérica“principios”. En el desempeño de su funciónjurisdiccional los tribunales han de observarno sólo principios morales substantivos sinotambién principios políticos formales, de ca-rácter organizativo y procedimental: no de-ben decidir sólo sobre la base de considera-ciones materiales de justicia y de equidad,sino tomando en consideración también prin-cipios formales –como el principio deirretroactividad y el principio de legalidad en

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    materia penal– y, de forma particularmentepertinente en este contexto, principiosorganizativos y procedimentales como losprincipios de jerarquía y competencia vincu-lados a la idea de división de poderes.20 Elcontenido y el peso relativo de esos principiosvariará, naturalmente, dependiendo del siste-ma jurídico y político de que se trate. Peroparece verosímil suponer que en un Estadodemocrático de derecho, donde es notorio quelas formas y procedimientos tienen un lugarmuy prominente, la invocación de esos prin-cipios garantizará el respeto debido a la legis-lación y los precedentes.

    Naturalmente nada de esto ofrece garantíaalguna de infalibilidad en el trabajo judicial,ni nos vacuna contra la posibilidad de queincluso jueces doctos y concienzudos ofrez-can respuestas diferentes a un caso –algo que,para no ir más lejos, muestra de forma elo-cuente el fenómeno de los votos disidentes enaltos tribunales colegiados. Pero, bien pensa-do, nada puede protegernos contra esa even-tualidad. Tampoco un sistema simple de re-glas. Por lo demás, tiene razón Laporta cuan-do nos previene frente al riesgo de una invo-cación abusiva de los principios. Creo queinvestigar los términos de una correcta invo-

    20 R. Alexy, El concepto y la validez del derecho,trad. de J. Malem, Gedisa, Barcelona, 1994, pp. 169 s.

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    cación de los principios es una de las tareasmás acuciantes que tenemos por delante, ycontribuir a un uso disciplinado de los princi-pios por los llamados “operadores jurídicos”constituye una de las aportaciones más impor-tantes que puede hacer la filosofía del derechoal desenvolvimiento del Estado constitucio-nal.21

    21 Este escrito se ha elaborado dentro del proyectoSEJ2007-63792, financiado por la DGI.

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    CERTEZA Y PREDECIBILIDAD DELAS RELACIONES JURÍDICAS

    Francisco J. LAPORTA

    Voy a presentar brevemente algunas re-flexiones y razonamientos que me han llevadoa temer por el grado de certeza y predecibilidadque pueda ser predicado de las relacionesjurídicas en el futuro de nuestro ordenamientoy los asimilables a él. Algunas variaciones enlos ingredientes de los sistemas jurídicos, o enel énfasis que se pone en algunos de ellos, yciertas posiciones teóricas y prácticas aparen-temente nuevas sobre la creación, interpreta-ción y aplicación del derecho pueden desem-bocar en un incremento de la incertidumbreque dificulte gravemente la predecibilidad delas conclusiones de derecho.

    Empezaré por establecer algunas estipula-ciones sobre el significado que doy a lostérminos del título. Entenderé genéricamentepor relación jurídica toda relación entre suje-tos (de derecho privado o público) definidapor normas jurídicas. Así entendida, la rela-ción jurídica va mucho más allá de lo que sesuele denominar en el ámbito del derechoprivado “negocio jurídico”, hasta incluir, por

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    ejemplo, las relaciones de la Administracióncon los administrados o las relaciones entresujetos de derecho público. Las normas jurí-dicas no se limitan a crear o configurar comojurídica tal relación sino que constituyen tam-bién a los sujetos que toman parte en ellacomo sujetos de derecho. Los sujetos dederecho que participan en esas relaciones loson porque han sido dibujados de cierta mane-ra por las normas jurídicas; y el contenidojurídico de la relación entre ellos es el estable-cimiento del estatus recíproco de los partici-pantes por lo que al derecho respecta. Para noentrar en mayores complicaciones, podemosentender un estatus jurídico como un haz dederechos y deberes entre los sujetos de larelación. Tales derechos y deberes no sonestáticos; pueden cambiar a partir de actos deórganos de poder jurídico (una ley, por ejem-plo), actos de los sujetos mismos (una decla-ración de voluntad, por ejemplo) o hechosobjetivos previstos en las normas (alcanzardeterminada edad, por ejemplo).

    Lo que entiendo por incerteza o incerti-dumbre jurídica es sencillamente no podersaber con precisión lo que jurídicamente sees, es decir, no poder saber qué sujeto dederecho se es, no poder conocer el alcance delpropio status en una relación dada, o no poderdeterminar el contenido y los límites de lospropios derechos y deberes. La incertidumbre

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    o falta de certeza puede ser el efecto demuchas causas: por ejemplo, lagunas en elderecho, o contradicciones entre normas, oproblemas sintácticos o semánticos en la for-mulación lingüística de las normas jurídicas,etc. Todas ellas serán tratadas aquí, sin em-bargo, y aun a riesgo de incurrir en algunaimprecisión menor, bajo un mismo referenteconceptual, como supuestos de indetermina-ción del derecho. La indeterminación delderecho es lo que genera la incertidumbre.

    La relación de la certidumbre con lapredecibilidad de las relaciones jurídicas esevidente. No saber qué se es jurídicamente,no conocer los derechos y deberes que unotiene, lleva consigo no poder predecir (exante, naturalmente, porque por definiciónsiempre se predice ex ante, aunque esta obser-vación –como se verá– no es de las dePerogrullo) qué sucederá si la relación jurídi-ca o el estatus jurídico de alguno de los sujetosde ella, son cuestionados. Aquí circunscribiréla impredecibilidad a su manifestación másextendida, y seguramente más importante(y preocupante), que es la impredecibilidadjudicial. Un status jurídico es judicialmenteimpredecible cuando no podemos saber deantemano qué será de los derechos y deberesde ese status en caso de que sean cuestionadosy llevados ante la jurisdicción para que ésta sepronuncie sobre ellos. Daré por supuesto que

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    la judicatura como cuerpo de profesionalesdel derecho adopta una actitud de clara defe-rencia hacia las normas del ordenamiento, esdecir, que los jueces rechazan embarcarse enaventuras creativas o poses justicieras; nopiensan, pues, que su función sea realizar laJusticia con mayúsculas sino la de aplicar lasnormas jurídicas, a las que se sienten someti-dos.

    Antes de proseguir conviene recordarbrevemente por qué la certidumbre y lapredecibilidad tienen tanta importancia en elderecho1. Los ideales de la Ilustración sesustentan básicamente en una concepción delser humano como autor de su propia vida,como planificador y diseñador de un proyectopersonal de acuerdo con el que se realizacomo ser humano a partir de sus decisiones enlibertad. Para poder hacer un hueco a estaconcepción, las leyes deben hacer ciertas lasexpectativas de cada uno respecto de losdemás y respecto del poder político, que seencuentra así sometido al imperio de la ley.Donde primero se plasma este ideal es en elderecho penal de la Ilustración, un derechopenal caracterizado precisamente por la certe-za y la predecibilidad de delitos y penas en la

    1 Para un examen exhaustivo de los argumentosque van a continuación reenvío a mi libro El Imperiode la ley. Una visión actual. Madrid. Trotta. 2007.

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    medida en que están reflejados con precisiónen la ley. Si hemos de hacer caso a MaxWeber, ese mismo ideal se incorpora igual-mente al tipo de legitimidad racional mediantereglas públicas que hacen posible el desarro-llo de la economía de mercado, con su nece-sidad de previsibilidad y estabilidad de losestatus jurídicos. También se expresa en laidea de derechos fundamentales del ciudada-no como límites al poder. No vale la penadetenerse demasiado en estos aspectos filosó-ficos y morales que subyacen a la culturajurídica de la modernidad, pero no cabe dudade que su núcleo central es lo que venimosdenominando “autonomía personal” comocapacidad para desenvolver en libertad planesde vida compatibles con los planes de vida delos demás y usualmente entrelazados conellos. Para hacer posible ese ideal las leyeshan de determinar con un razonable grado deprecisión lo que se puede y no se puede hacer,y los órganos imparciales encargados de solu-cionar los conflictos o las dudas sobre elderecho aplicable han de basar sus decisionesen aquellas leyes. Sólo así se crea un contextoen el que las acciones de los demás y delpropio poder son predecibles. Esta ideasubyace tanto al principio de legalidad penalcomo al registro de bienes inmuebles o alrecurso contencioso-administrativo contra dis-posiciones generales. Y es una idea que se hamantenido desde entonces y debe seguir man-

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    teniéndose. No se trata en efecto de un idealque no tenga hoy vigencia. He aquí dosejemplos elegidos al azar de teóricos delderecho contemporáneos que nos lo recuer-dan. Aarnio: “La predecibilidad es una parteesencial de la seguridad jurídica. Se esperaque las reglas jurídicas y su aplicación creeny mantengan el orden social de un modo talque sea posible para los miembros de lasociedad planear sus actividades por adelan-tado, tanto individual como colectivamen-te”2. Waldron: Las leyes “establecen el dere-cho como algo predecible, algo que los indi-viduos pueden tomar en cuenta confiadamen-te cuando se pongan a planear sus vidas. Estaes una exigencia que acerca el ideal del impe-rio de la ley al nervio mismo de la filosofíaliberal”3. Por otro lado, visto con cierta pers-pectiva, es algo de puro sentido común, puesla impredecibilidad total de los resultados delmecanismo jurídico de solución de conflictosafecta directamente a la misma práctica socialque el derecho es, pues desactiva todas lasrazones que los miembros de la sociedad

    2 Aarnio A. (1997). «On the Predictability of Judi-cial Decisions», en Matti Hyvärinen and Kauko Pietilä(eds.) The Institutes We Live By, Publications of theResearch Institute for Social Sciences. University ofTampere, 17/1997, p. 205

    3 Waldron J. (1989) “The Rule of Law inContemporary Liberal Theory”, en Ratio Juris vol. 2 n.1 March 1989, p. 84

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    tienen para guiarse por las reglas. Si el resul-tado de un litigio resulta ser puramente alea-torio, las razones prudenciales para obedecerlas normas son tan concluyentes (o taninconcluyentes) como lo puedan ser las razo-nes prudenciales para desobedecerlas.

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    Pues bien, tanto certidumbre comopredecibilidad descansan en el predominio enel orden jurídico y en los procedimientos deadjudicación de un ingrediente fundamental:las normas jurídicas formuladas como reglas,que establecen su contenido y condiciones deaplicación de manera genérica pero razona-blemente determinada y tendencialmente ce-rrada. De esta forma las reglas proporcionansimultáneamente un conocimiento cierto delcontenido y límites de cada estatus jurídico yuna respuesta estable “ex ante” a una amenazacontra él. El conocimiento es lo que producela certidumbre, y la respuesta ‘ex ante’ que secontiene en la regla como solución al caso esla que permite la predicción.

    Los expertos en análisis económico delderecho han reflexionado sobre las dificulta-des y ventajas que tiene un tipo u otro depautas de regulación. Hay acuerdo entre ellosen la idea de que determinar y formular conprecisión las normas jurídicas como reglas

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    exige una mayor inversión en estudio, re-flexión y análisis, pues las reglas aspiran adibujar con la mayor definición posible laspropiedades del caso genérico al que se quieredar solución (“Está prohibido conducir a másde 120 km/h”). También afirman que en uncontexto de pluralidad de intereses y convic-ciones es más difícil llegar a una formulaciónde ellas aceptada por todos debido a los costesde transacción que implica el llegar a acuer-dos sobre su contenido. A cambio de todosestos inconvenientes, tienen la ventaja de queson mucho menos complicadas de aplicar,pues una vez establecidas con claridad sólonecesitan de una argumentación relativamen-te sencilla y accesible. Las reglas ofrecen asíuna razonable certidumbre y hacen posible lapredecibilidad de las soluciones. Comparadascon ellas, los llamados “estándares” (“Estáprohibido conducir imprudentemente”), esdecir, las pautas generales, abiertas e impre-cisas, son relativamente fáciles de formular yestablecer por su gran abstracción y vague-dad, los acuerdos respecto de ellas se alcan-zan con celeridad, pero trasladan casi todoslos costes al momento de la aplicación “expost”, momento en el que el juzgador tieneque desarrollar toda una argumentación in-trincada para concretar el contenido delestándar de forma que se transforme en susmanos en un caso inteligible al que aplicar la

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    solución normativa4. Obvio es decir que losestándares suministran poca certidumbre ycasi ninguna predecibilidad, pues su texto esmuy abierto y la operación de cerrar suscondiciones de aplicación ha de realizarse,como digo, una vez haya surgido la preguntao el problema, es decir, “ex post”. Losestándares, por tanto, posponen la decisióndel caso al momento de la controversia. Sicontemplamos la distinción desde el punto devista del creador de las pautas, podríamosdecir que en el caso de las reglas el artífice dela solución es, para entendernos, el legisla-dor, mientras que en el caso de los estándareses el juez5.

    Pues bien, si me permiten utilizar esadistinción un tanto esquemáticamente, lo quevendría yo a advertir en las vicisitudes con-temporáneas del derecho, es un alejamientopaulatino del par “regla-legislador” y un co-rrelativo acercamiento paulatino al par“estándar-juez”. Y eso es lo que me hacetemer por la certidumbre y la predecibilidadde nuestro derecho futuro.

    4 Kaplow L. “Rules versus Standards: an EconomicAnalysis”, en Duke Law Journal, vol. 42, 1992, pp. 557y ss.

    5 Sobre la diferencia entre reglas y estándares engeneral remito a Hart H.M y Sacks A. The LegalProcess. Basic Problems in the Making and Applicationof Law. Westbury, New York. The Foundation Press,Inc. (1994).

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    Podría presentar también el tema me-diante una consideración del concepto de“caso” en el derecho. Como antes decía, laimpredecibilidad se presenta cuando un estatusjurídico como haz de derechos y deberes, ocualquiera de esos derechos y deberes, escuestionado ante un órgano jurisdiccional endemanda de una decisión que resuelva dudaso solucione conflictos y desacuerdos. Esto eslo que configura la noción más general de“caso”. Y puede registrarse hoy en la teoríaun interés creciente por diferenciar entre losllamados “casos difíciles” y los casos fáciles.No hay acuerdo en la materia, pero ciertaspropiedades de los casos difíciles no parecendudosas6. En un ordenamiento contemporá-neo, caracterizado por una suerte de compul-sión general hacia la creación incesante denormas jurídicas nuevas, tienen que producir-se supuestos de inconsistencia entre las nor-mas, o de normas cuya redacción está llena deambigüedades y defectos. Estos tipos de difi-cultad generan un déficit de soluciones en el

    6 Dejaré aquí a un lado aquellos casos difíciles quelo son porque factores ajenos al ordenamiento (presiónpopular, atención de la opinión, trascendencia política,etc.) hacen difícil tomar una decisión acorde con lasreglas. Sobre tipos de casos difíciles, cfr. Marisa Igle-sias, El problema de la discrecionalidad judicial. Ma-drid. Centro de Estudios Constitucionales. 1999, p. 108.

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    sistema. Por supuesto que también lo hace elarquetipo de lo que se llama “caso difícil” apartir de Ronald Dworkin, el que se da cuando“ninguna regla establecida resuelve el caso”7.En todos estos supuestos parece que el legis-lador ha abandonado su papel y ha dejado unvacío en el sistema. Cualquiera que sean lasrazones o causas de que ello suceda, el legis-lador no ha previsto la regla que ofrezca unaposible solución. Se retira. Y en la medida enque lo hace todos los casos se tornan difíciles,todas las soluciones intrincadas. El juez avan-za hacia el proscenio.

    Es en ese momento cuando se produce unode los síntomas de la deriva actual de lacultura jurídica: la exagerada apelación a losprincipios como algo distinto de las reglas.Los principios, tal y como se van a entenderaquí, no son pautas equivalentes a losestándares, pero para lo que aquí interesaparticipan de su naturaleza en algunos rasgosmuy importantes. A mi juicio, los principiostienen, para empezar, dos rasgos que Hartexplica así: “Pienso...que todos los críticosque me han acusado de ignorar los principiosestarían de acuerdo en que hay al menos dosrasgos que los distinguen de las reglas. Elprimero es una cuestión de grado: los princi-

    7 Ronald Dworkin. Taking Rights Seriously.London. Duckworth. 1977, cap. 4.

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    pios son, en relación con las reglas, amplios,generales o inespecíficos, en el sentido de quecon frecuencia lo que sería contempladocomo una pluralidad de reglas diversas puedemostrarse como ejemplificaciones o casos(instantiations) de un solo principio. El se-gundo rasgo es que los principios, por referir-se más o menos explícitamente a algún propó-sito, meta, derecho (entitlement) o valor, soncontemplados desde algún punto de vista comodeseables de mantener, o de adherirse a ellos,y ello no sólo porque provean una explicacióno rationale de las reglas que son susejemplificaciones, sino también porque con-tribuyen a su justificación”8. Estos dos ras-gos, según Hart, son los que dan cuenta delpapel explicativo y justificatorio de los prin-cipios en relación con las reglas. Un tercerrasgo, que también menciona Hart como pro-pio de Dworkin, es que las reglas funcionanen el razonamiento de forma que se aplican deun modo “todo-o-nada” (su conclusión o so-lución aparece como necesaria, determinanconcluyentemente el resultado jurídico, etc.).Los principios, en cambio, señalan en unadirección o cuentan en favor de una decisión,o afirman una razón para tomar esa decisión,pero una razón que puede ser superada por

    8 Hart, H.L.A. Postscript, en El concepto de dere-cho (2ª edición). Oxford. Oxford University Press.2000. p. 260.

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    otras, pero que los tribunales toman en cuentacomo algo que los inclina en una u otradirección. Atienza y Ruiz Manero, que sonquienes mejor han sistematizado y refinadoentre nosotros la distinción9, hablan de lasreglas como razones excluyentes para unadecisión y de los principios como razonesprima facie que pueden ser superadas o derro-tadas por otros principios cuando entran enconflicto con ellos. Además, sobre la base dela distinción entre normas de deber y normasde fin, establecen una paralela distinción en-tre principios en sentido estricto, como elprincipio constitucional de no-discriminación,y directrices políticas, como la directriz depleno empleo, y los distinguen porque losprimeros expresan valores últimos o impor-tantes del ordenamiento, mientras que lasdirectrices tienden más bien a expresar valo-res utilitarios o instrumentales. Por su parteAlexy ha sido quien más y mejor ha subrayadola diferencia cualitativa que supone que lasreglas sean aplicables mediante el procedi-miento de la subsunción, mientras que losprincipios por el contrario hayan de recurriral procedimiento de ponderación.

    9 Atienza, M. y Ruiz Manero, J. Las piezas delderecho. Barcelona. Arie. 1996 (con una edición poste-rior con algunas pequeñas modificaciones).

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    La literatura sobre la distinción entre prin-cipios y reglas ha sido roturada en dos parce-las bien distintas. En primer lugar aquelcampo de autores que mantienen que dichadistinción es simplemente una cuestión degrado (de grado de generalidad o apertura desu formulación, o de grado de complejidad ensu aplicación) (el propio Hart estaría en estecaso, como Raz, o, mucho más modestamen-te, quien esto escribe); y aquel campo deautores que tiene a esa distinción como unadistinción cualitativa o lógica (Dworkin,Alexy, y Atienza & Ruiz Manero, son losprincipales cultivadores de esta segunda par-cela).

    Cuál sea la razón por la que en la actualidadhaya una tan frecuente apelación a los princi-pios es algo difícil de saber. Hay autores quela hacen ante el apabullante desbordamientode las fuentes del derecho, entendiendo quesólo puede hallarse una isla de estabilidad sise sitúa uno por encima de la rica florestanormativa que nos invade. Otros acuden aellos por la velocidad y cambio de la legisinnovatio cotidiana, que no deja títere concabeza en el panorama de las normas vigen-tes. Otros encuentran un terreno particular-mente propicio para ello en el llamado “neo-constitucionalismo”, que se presenta casi comouna forma nueva de entender y aplicar elderecho a partir de los parámetros de las

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    constituciones contemporáneas, tan pródigasen la afirmación de valores y principios.Otros unen a todo ello el anhelo de encontrarla justicia del caso concreto ante los proble-mas que presentan las reglas. Otros buscanuna solución razonable a los llamados “casosdifíciles” sin tener que recurrir a la puradiscrecionalidad del juzgador cuando no hayreglas disponibles. Y otros por fin porque venen ellos, primero una realidad ineludible delos ordenamientos modernos, y segundo unbuen método complementario de resolver al-gunos problemas de adjudicación. En todocaso, cuál sea la razón por la que se apela aellos no importa ahora tanto como las conse-cuencias que ello puede traer consigo.

    Y a este respecto, la breve presentaciónque he hecho sirve a mis efectos para destacardos propiedades que parecen portar los prin-cipios y nadie pone en duda: en primer lugarque su formulación lingüística es muy generaly abstracta, muy abierta, con frecuencia vaga,y por todo ello indeterminada, y exige, portanto, una gran labor de concreción cuandollega el caso. Y en segundo lugar, que no sonconcluyentes como premisas del razonamien-to jurídico. Por estas dos razones erigen aljuez como principal protagonista de la solu-ción jurídica de los casos. A nadie le extraña-rá por ello que se pueda afirmar que, desde elpunto de vista de la certeza y la predecibilidad

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    de las relaciones jurídicas, estemos en el peorde los mundos posibles10.

    Esta valoración tan negativa (hecha tam-bién para invitar a la discusión) se sustentaentre otras cosas en dos aspectos de la teoríade los principios que me parece que ponen demanifiesto carencias teóricas y peligros deactivismo judicial irrestricto. El primero deesos aspectos tiene que ver con la idea que seha extendido de los llamados conflictos entreprincipios y su modo de solución. Se afirmaque cuando dos principios entran en conflictono sucede lo mismo que cuando lo hacen dosreglas. En el caso de las reglas el juez inaplicauna y aplica la otra, de forma tal que laprimera queda derogada; en el caso de losprincipios en cambio “sopesa”, pone en losplatillos de la “balanza”, “pondera” los dosprincipios hasta llegar a una solución satisfac-toria por lo que respecta a un principio que,sin embargo, no supone la negación del otro.No voy a entrar en la fenomenología de la

    10 No quiero llegar con ello a la afirmación deAlexander y Kress de que “representan el peor de todoslos mundos” porque no tienen la calidad de corrección delos principios morales ni la aplicabilidad clara de lasreglas jurídicas. Alexander, L. y Kress, K. “AgainstLegal Principles”, en Marmor A. (ed.) Law andInterpretation. Essays in Legal Philosophy. Oxford.Clarendon Press. 1995. p. 239-0

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    ponderación11, entre otras cosas porque meparece que hemos de resolver primero unproblema de fondo: ¿qué significa que losprincipios entren en conflicto?

    Por lo que sabemos de conflictos entrenormas (o antinomias) los requisitos básicospara que se den tales conflictos son dos: queambas tengan total o parcialmente el mismoámbito de aplicación (material, personal, tem-poral o espacial) y que sean contrarias ocontradictorias. Pero si definimos los princi-pios como normas que enuncian su caso gené-rico de forma abierta o indeterminada, sim-plemente no podemos saber cuál es su ámbitode aplicación, y por tanto no podemos saber sientran o no entran en conflicto. Bueno, quizáslo podemos saber si pensamos que el conflictose da ante la negación externa o interna de unenunciado normativo. Es decir, el enunciadodel principio “Si C, obligatorio P” sólo entra-ría en conflicto con la negación externa de eseenunciado “No es el caso de que ‘Si C,obligatorio P’”, o con la negación interna deél: “Si C, no-obligatorio P (u obligatorio no-P)”. Los teóricos de los principios han extraí-

    11 Reenvío aquí, como no podía ser de otro modo aAlexy, R, Teoría de los derechos fundamentales. Ma-drid. Centro de Estudios Constitucionales. 1993. Entrenosotros, con gran agudeza, Prieto Sanchís, L. “El juiciode ponderación”, Justicia Constitucional y derechosfundamentales. Ed. Trotta. Madrid. 2003.

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    do de esto algo correcto: como no sabemos,por estar enunciados de forma muy abierta,cuando se da C entonces no podemos sabernada más que prima facie si la solución se daráo no se dará. Pero no han extraído otraconsecuencia a mi juicio tan evidente comoesa: que como no sabemos cuales son lascondiciones de aplicación de los principiostampoco podemos saber si las condiciones deaplicación de un principio, formuladas deforma indeterminada, tendrán algo que vercon las de otro, también formuladas así, deforma tal que no sabemos ni podemos saber siambos principios entran en conflicto. La res-puesta a esta incógnita suele ser que tal con-flicto se presenta con toda evidencia “a lavista del caso concreto”. Pero esta soluciónme parece que supone algo sobre lo que no seha llamado suficientemente la atención. ¿Quées lo que sucede cuando surge el caso concretoante el principio? Pues sencillamente que losparticulares del caso se proyectan sobre elenunciado del principio y cierran sus condi-ciones de aplicación, transformándolo así enuna regla. Lo que el juez tiene entonces quedecidir es si tal regla es una ejemplificacióndel principio y si tal regla entra en conflictocon otra regla que sea a su vez laejemplificación, también cerrada por los par-ticulares del caso, de otro principio, es decir,si tal regla así cerrada es negación interna oexterna de la otra. Si ocurre alguna de estas

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    cosas estamos en presencia de un conflicto dereglas, y no de principios, y el juez lo tieneque resolver como tal. Mi afirmación enton-ces es que los principios o bien no entran encolisión con otros principios