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FRANCISCO ROMERO Y EL NUEVO MUNDO * Ninguna manifestación de la cultura surge de improviso ni espontáneamente. Su nacimiento requiere de una prolongada gestación de una verdadera fecundación espiritual que no llega a producirse, ni menos aún a perdurar, si las condiciones ambientales no son propicias para el aclimatamiento y desarrollo de los gérmenes que provocan su inicial estímulo. Semejante metáfora a pesar de su indudable filiación biológica puede aplicarse perfectamente al caso de la filosofía, cuya génesis y desenvolvimiento en un nuevo escenario resultan imposibles si, aparte del entusiasmo y fervor de sus jóvenes cultores, la actitud espiritual que ella exige en la búsqueda del saber esa suerte de ingenua perplejidad, duda o azoramiento ante lo inmediato y comprensible de suyo no se encuentra respaldada por la seriedad, el rigor y la buena fe que deben caracterizarla, y cuya enseñanza habría de ser la primera lección a trasmitir por quienes sean los responsables de transplantarla o injertarla en un nuevo medio. Pero si ello no sucede volviéndose la filosofía negocio de charlatanes y sofistas su cultivo y difusión no sólo se transforman en una pintoresca farsa, sino en pingüe negocio donde aventureros intelectuales de toda laya encuentran fáciles presas y ocasión de fama, sobre todo si están exornados de pomposos y litúrgicos títulos otorgados por academias extranjeras, cuya sola mención parecería ser suficiente para acallar todas las críticas y concederles patente de ilimitada explotación sobre los indígenas… Más de una vez se ha vivido esta situación en nuestra América… y es por ello que la actitud de Francisco Romero en la Argentina precedido por notables maestros como Alejandro Korn, y, aún más allá, por Andrés Bello en Chile, Enrique José Varona en Cuba, Carlos Vaz Ferreira en Uruguay, Alejandro Deustúa en el Perú y Antonio Caso en México no constituye sólo un ejemplo, sino un modelo o paradigma que nuestro continente todavía en medio de aquel proceso de normalización y aclimatamiento filosófico que al comienzo mencionamos no debería olvidar ni perder de vista en las actuales circunstancias. Pues si bien es cierto que, durante los últimos veinte o treinta años se ha progresado mucho, no faltan en nuestro tiempo egregios aventureros que, escudados en la ignorancia de un medio * Este ensayo forma parte del compendio de una serie de trabajos dedicados a la vida y obra del filosófo argentino Francisco Romero, reunidos por José Luis Speroni bajo el título El pensamiento de Francisco Romero, Buenos Aires, 2001, págs. 279-288. El texto fue publicado asimismo como prólogo del libro Francisco Romero. Maestro de la filosofía latinoamericana, Sociedad Interamericana de Filosofía, Caracas, 1983, págs. 5-16, para el cual colaboraron destacados filosófos como Arturo Ardao, Angel J. Cappelletti, Risieri Frondizi, Jorge J.E. Gracia, Alain Guy, William J. Kilgore, Francisco Miró Quesada, Juan Carlos Torchia Estrada y Leopolodo Zea, entre otros.

Francisco Romero y El Nuevo Mundo

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Ensayo sobre investigación

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FRANCISCO ROMERO Y EL NUEVO MUNDO*

Ninguna manifestación de la cultura surge de improviso ni espontáneamente. Su

nacimiento requiere de una prolongada gestación de una verdadera fecundación espiritual

que no llega a producirse, ni menos aún a perdurar, si las condiciones ambientales no son

propicias para el aclimatamiento y desarrollo de los gérmenes que provocan su inicial

estímulo. Semejante metáfora a pesar de su indudable filiación biológica puede aplicarse

perfectamente al caso de la filosofía, cuya génesis y desenvolvimiento en un nuevo

escenario resultan imposibles si, aparte del entusiasmo y fervor de sus jóvenes cultores, la

actitud espiritual que ella exige en la búsqueda del saber esa suerte de ingenua

perplejidad, duda o azoramiento ante lo inmediato y comprensible de suyo no se encuentra

respaldada por la seriedad, el rigor y la buena fe que deben caracterizarla, y cuya enseñanza

habría de ser la primera lección a trasmitir por quienes sean los responsables de

transplantarla o injertarla en un nuevo medio.

Pero si ello no sucede volviéndose la filosofía negocio de charlatanes y sofistas su

cultivo y difusión no sólo se transforman en una pintoresca farsa, sino en pingüe negocio

donde aventureros intelectuales de toda laya encuentran fáciles presas y ocasión de fama,

sobre todo si están exornados de pomposos y litúrgicos títulos otorgados por academias

extranjeras, cuya sola mención parecería ser suficiente para acallar todas las críticas y

concederles patente de ilimitada explotación sobre los indígenas…

Más de una vez se ha vivido esta situación en nuestra América… y es por ello que la

actitud de Francisco Romero en la Argentina precedido por notables maestros como

Alejandro Korn, y, aún más allá, por Andrés Bello en Chile, Enrique José Varona en Cuba,

Carlos Vaz Ferreira en Uruguay, Alejandro Deustúa en el Perú y Antonio Caso en México no

constituye sólo un ejemplo, sino un modelo o paradigma que nuestro continente todavía en

medio de aquel proceso de normalización y aclimatamiento filosófico que al comienzo

mencionamos no debería olvidar ni perder de vista en las actuales circunstancias. Pues si

bien es cierto que, durante los últimos veinte o treinta años se ha progresado mucho, no

faltan en nuestro tiempo egregios aventureros que, escudados en la ignorancia de un medio

* Este ensayo forma parte del compendio de una serie de trabajos dedicados a la vida y obra del filosófo argentino Francisco Romero, reunidos por José Luis Speroni bajo el título El pensamiento de Francisco Romero, Buenos Aires, 2001, págs. 279-288. El texto fue publicado asimismo como prólogo del libro Francisco Romero. Maestro de la filosofía latinoamericana, Sociedad Interamericana de Filosofía, Caracas, 1983, págs. 5-16, para el cual colaboraron destacados filosófos como Arturo Ardao, Angel J. Cappelletti, Risieri Frondizi, Jorge J.E. Gracia, Alain Guy, William J. Kilgore, Francisco Miró Quesada, Juan Carlos Torchia Estrada y Leopolodo Zea, entre otros.

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donde no existe una sólida y exigente crítica, se permiten toda clase de abusos, fraudes y

bufonerías intelectuales, medrando gracias a la cómplice indiferencia y/o complacencia que

exhiben los organismos académicos e institucionales.

Es indudable que todo proceso de injerto o trasplante de la filosofía a un nuevo medio

resulta fuertemente impregnado no sólo por el signo de las corrientes y sistemas que

prevalecen en la respectiva época, sino incluso por la óptica y perspectiva que imponen las

figuras más sobresalientes de la misma, cuyas ideas y enfoques personales se encuentran

muchas veces matizados por apreciaciones axiológicas, fundamentos metafísicos, o

supuestos teóricos incontrolados, que sólo el posterior análisis de sus obras pone de relieve

y acusa en su importancia. En tal sentido puede afirmarse que todo proceso de aclimatación

de la filosofía en un nuevo medio tiene un comienzo signado por la pasividad doxográfica, la

repetición, comunicación y difusión del saber recibido, sin que en ello se destaque un

elemento de innovación o crítica apreciable.

No obstante, sea porque había sido precedido por notables maestros como era el

caso de Alejandro Korn, o porque su propia formación lo capacitaba para ello, el caso de

Francisco Romero, desde que comenzó su extraordinaria labor filosófica en Buenos Aires,

presenta una fisonomía distinta. En lugar de ser un simple exégeta del pensamiento europeo

de su tiempo, o de contentarse con trasladar y repetir en Argentina las intelecciones que en

sus días sacudían a la filosofía occidental, fue un pensador que lentamente comenzó a

espigar un repertorio de observaciones verdaderamente originales y críticas sobre los

problemas que abordaba, esclareciendo y cuestionando de manera específica las raíces y

fundamentos desde los cuales, primariamente, se había iniciado el desarrollo de su propio

pensamiento. Parecía valga la audacia que al hallarse ante un nuevo continente, que

albergaba inéditas e insospechadas posibilidades creadoras para el hombre y la cultura,

hubiese comprendido que su auténtica y raigal responsabilidad intelectual no podía ni debía

reducirse a repetir y reiterar saberes ajenos, sino a utilizar los esquemas traditados para

emprender la apasionante tarea de transformarlos en instrumentos interpretativos de las

nuevas realidades que su propio entorno le ofrecía y proponía, como un reto o desafío, al

que debía atenderse insoslayablemente. Europeo de origen, pero transterrado desde muy

joven a un nuevo continente, Romero revive en sí, transitando la hora estelar de su

madurez, lo que ha debido ser la emoción de los descubridores… y el reiterado prodigio que

a todo hombre le ofrece el Nuevo Mundo si sabe contemplarlo con amor: “La emoción de la

primera hora nos dice en su ensayo titulado Influencia del descubrimiento de América en

las Ideas Generales, hecha ante todo de maravilla y de estímulo para la curiosidad y la

aventura, se cambia poco a poco en algo más profundo y consistente, en una emoción de

otra índole, cuya plenitud vendrá mucho más tarde, pero cuyos comienzos fueron

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indudablemente tempranos. América es el espacio abierto, el campo propicio para todo libre

esfuerzo, la posibilidad, la esperanza”1.

Sería exagerado, sin embargo, afirmar que Romero se propuso desarrollar un nuevo

modo o estilo de filosofar que pudiera calificarse de latinoamericano. Ello falsearía, o al

menos entorpecería, la genuina comprensión de los auténticos propósitos que guiaban su

fecundo ideario filosófico, así como las ambiciosas metas que postulaba para el paralelo

programa pedagógico que debía acompañar a aquél. Era Romero, en verdad, un convencido

defensor de la universalidad de la filosofía y toda su obra, así como su infatigable labor y el

propio desarrollo de su pensamiento, lo atestiguan y confirman de manera inconfundible.

Pero lo que no es aventurado sostener es que, dada la conciencia histórica que tenía acerca

de la marcha seguida por esta disciplina a lo largo de los siglos, de su íntima e indisoluble

conexión con los incentivos y módulos de cada cultura, así como de las vicisitudes y azares

que matizan su sentido epocal sin desvirtuar su universalismo, haya avizorado la posibilidad

de que en Latinoamérica al igual que en Europa o en la India, en China o en el Islam la

filosofía pudiera alcanzar, con el correr del tiempo, una plena, madura y reflexiva

originariedad, donde sus cultores, en lugar de simples repetidores de saberes ajenos,

pudieran ser auténticos pensadores cuyas reflexiones brotasen del enfrentamiento y

comprensión de los cruciales problemas históricos-culturales que les planteaba su propio,

originario e intransferible mundo.

A este respecto, en carta dirigida a Alfonso Reyes, donde en cálida remembranza

evoca los diálogos que junto a Pedro Henríquez Ureña sostenían sobre la realidad y

contextura de nuestra América, Romero le confiesa al gran humanista mexicano su firme

creencia en la novedad que encierra la experiencia de nuestro continente, así como lo

inapropiado que resulta la aplicación de esquemas y saberes tradicionales para aprehender,

comprender e interpretar la misma. Refiriéndose a la posibilidad de restituir la aproximación

y conexión de nuestros países bajo la idea de una grande y única nación así como a la

diferencia histórico-cultural que semejante hecho significa y patentiza frente a la consolidada

realidad europea, Romero expresa: “La copia o aceptación mecánica de ciertos esquemas

tradicionales ha perjudicado a la adecuada conformación del tipo inédito de realidad político-

social que es América”. Y a renglón seguido, volcado ya hacia la tarea de precisar lo

verdaderamente nuevo y originario de esa realidad que conforma el horizonte

latinoamericano, afirma sin vacilaciones: “Pero al punto, encarada así la cuestión, se

advierte la radical diferencia del hecho americano frente al europeo. En lo excelente, lo

mediano y malo, hay en lo americano una uniformidad primaria, proveniente de la casi

1 Sobre la filosofía en América, Editorial Raigal, Buenos Aires, 1952, pág. 132.

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coetánea implantación de la cultura occidental en los vastos escenarios nuevos (una especie

de fórmula provisional sería: occidentalidad más espacio libre). La diferencia entre la

América de lengua inglesa y la de cepa hispano-lusitana, muy considerable sin disputa, se

establece a partir de ese suceso unificante primario; dentro de la América de habla española

y portuguesa, las diferencias se originan en muchos motivos raciales, geográficos y tocantes

a sucesivas incorporaciones y asimilaciones, pero persiste como vínculo un conjunto

ancestral de ideas, sentimientos e instituciones comunes, y también un haz bastante

homogéneo de problemas; porque tanta importancia como a la unidad sustancial y en cierto

modo estática, concedo a la unidad dinámica de los problemas engendrados por la originaria

manera de ser, unidad esta última actuante y prospectiva y aún, si se quiere, dramática,

pues consiste en una fraternidad en tareas flanqueadas de dificultades y peligros: pero me

parece más justo encarar la cuestión en términos optimistas, no de un optimismo

desbordado sino prudente y condicional, y destacar que se trata de una comunidad bastante

sincrónica de deberes y faenas, cuyos riesgos son grandes, pero no superiores en magnitud

a los habituales en los asuntos de mucha amplitud y trascendencia humana, y con la

favorable perspectiva de que podrán ser afrontados solidariamente por todos nuestros

países, cuando todos se reconozcan como miembros de un gran cuerpo único”2.

Ese “gran cuerpo único” América Latina constituye lo que nosotros hemos llamado

un Nuevo Mundo. Y semejante Nuevo Mundo, en cuanto realidad histórico-cultural, se halla

estructurado prospectivamente por el vínculo de “un conjunto ancestral de ideas,

sentimientos e instituciones comunes” valga decir, de un ethos cuyas primigenias raíces se

afincan en la “unidad dinámica de los problemas engendrados por la originaria manera de

ser”. Romero, de tal modo, apunta al meollo del asunto: el latinoamericano, en cuanto

hombre y habitante de un Nuevo Mundo, posee y exhibe una “originaria manera de ser”: un

modo de enfrentarse, dialogar y comunicarse con su entorno que resulta distinto y

radicalmente diverso, desde un punto de vista histórico-cultural, a cualquier otro, incluso al

de sus progenitores más cercanos los europeos, la occidentalidad con el cual no puede ni

debe confundirse. La tarea de la filosofía, de tal manera, a pesar de su innegable

universalidad, tiene que ser encarada desde semejante perspectiva: “occidentalidad más

espacio libre”.

Ese “espacio libre” cuya dimensión onto-antropológica, más allá de toda metáfora

física, tiene que ser concebida como una frontera desplazable que debe ser conquistada a

medida que avance y se profundice prospectivamente la conciencia de vivir en un Nuevo

Mundo es lo que le permite al genuino pensador no ser un simple repetidor ni reiterador de

2 “Carta a Alfonso Reyes”, 1955, en el volumen de homenaje de la Universidad de México.

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fórmulas, esquemas y saberes, sino arriesgarse a buscar nuevas perspectivas, o incluso a

cuestionar los propios fundamentos de donde ha emergido su pensar. “En la elaboración del

ideal de una perfectibilidad humana que ha de lograr en la vida terrena una permanente

superación, un estado cada vez más acorde con las supremas exigencias del hombre, la

parte de América es ingente. Abre el Nuevo Mundo sus vastos horizontes a toda fuerza

comprimida, a todo ímpetu sofrenado, así al afán de felicidad o de aventura, como al

disconformismo religioso o político. La amplitud permite una relación más cómoda y holgada

entre los hombres; el estar todo por hacer y deber hacerse todo atrae las energías

existentes y suscita otras nuevas. Una incomparable impresión de su poder recibe el hombre

al ver cómo crece ante sus ojos el resultado de su esfuerzo”3.

Pero semejante tarea, en lugar de ser desarrollada con ingenuidad o inocencia (fruto

de la ignorancia o de la farsa filosófica) debía ser preparada y fecundada por un copioso y

enérgico trasplante de savias filosóficas, a fin de que los latinoamericanos dominando el

horizonte general de esta disciplina pudieran desarrollar eficazmente una labor semejante a

la que, en cualquier época o lugar, debe realizarse para lograr el implante y desarrollo de la

filosofía en un nuevo medio: en un Nuevo Mundo… Así lo exponía, con transparente claridad

y convicción, en las palabras que pronunció al inaugurar, en 1940, la Cátedra “Alejandro

Korn”: “Un pensamiento autónomo y genuino en filosofía supone una mente adulta, formada

en disciplina rigurosa y dueña de las grandes conquistas del pensamiento. Por lo tanto,

todos los propósitos enunciados antes servirán de antecedentes y prepararán el terreno para

futuras realizaciones propias. Todo lo que sea buscar fórmulas propias ignorando las ajenas,

se convertirá en definitiva en pérdida de tiempo, porque la historia de la filosofía representa

la marcha de la humanidad hacia una superior conciencia de sí misma, y renunciar a esa

masa ingente de riqueza ideal sería más o menos como despreciar el acopio secular del

saber técnico y ponerse trabajosamente a inventar la rueda. No es infrecuente en filosofía

que se salga inventando la rueda por carencia de un conocimiento suficiente de lo que se ha

aclarado antes”. Y añadía a continuación: “Para que se logre una expresión peculiar y

autónoma en filosofía, acaso lo primero sea renunciar a una laboriosa búsqueda y

persecución de la originalidad. En general, la originalidad buscada por ella misma vale poco

en cualquier dominio de la cultura, y sólo acarrea éxitos falaces. La filosofía busca la verdad,

y cuando se la busca con sinceridad y fidelidad a la propia índole del que la busca, la

originalidad viene de por sí, naturalmente, y esta originalidad, producto de lo hondo y

genuino del esfuerzo, es la única digna y válida. La Cátedra Alejandro Korn procurará alentar

3 Sobre la filosofía en América, págs. 134, 135.

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cualquier expresión de nuestra propia índole en filosofía, por este camino de la fidelidad a

nuestro propio espíritu”4.

El programa filosófico y pedagógico de Romero, en tal sentido, era perfectamente

consciente de sus exigencias y propósitos. Su meta no era otra que preparar y provocar el

advenimiento del permanente enfrentarse del hombre desde el escenario y perspectiva que

ofrece ese Nuevo Mundo con los inagotables, reiterados y universales problemas de la

filosofía. Constituyendo aquel Nuevo Mundo una categoría eminentemente cultural y

entusiasmado Romero por las nuevas posibilidades que la filosofía de la cultura aportaba en

contraste con las de la indagación tradicional acerca de la naturaleza su pensamiento creyó

encontrar en ella la vertiente más prometedora y adecuada para asumir el gran desafío:

comprender e interpretar, utilizando las herramientas e instrumentos de un saber universal

y riguroso, los problemas “más próximos y entrañables”, esto es, aquéllos “que más de

cerca tocan a nuestra vida y a nuestro destino”. Así, directa y rotundamente, lo afirma en su

ensayo titulado Los problemas de la filosofía de la cultura, donde expresa textualmente:

“Con el planteo de los problemas de la cultura en la filosofía actual, se abren nuevos y

dilatados horizontes. Indagadas largamente por el pensamiento tradicional (lo que no quiere

decir que estén resueltas) las cuestiones referentes a la naturaleza, se inicia el examen de

un nuevo orden de temas, apasionantes y vírgenes; temas que nos son los más próximos y

entrañables, los que más de cerca tocan a nuestra vida y a nuestro destino”5. O como lo

había expresado aún con mayor profundidad en el contexto de las palabras inaugurales

antes mencionadas: “Contra lo que superficialmente se cree, el aporte propio y original no

debe limitarse a reelaborar con sentido propio los temas últimos. Para la filosofía, desde

principios de nuestro siglo, hay un nuevo y gran problema, que es la filosofía misma. La

filosofía es la más elevada forma de la conciencia de la humanidad, y tal conciencia se va

logrando progresivamente a lo largo de la historia. Pero la filosofía, como creación histórica,

es conciencia a veces ingenua, dogmática, imperfecta: de ahí que vuelva de continuo sobre

sí misma, que se convierta siempre de nuevo en tema de reflexión para sí misma, para

ponerse en claro, corregirse, desentrañar intenciones ocultas en sus primeros intentos,

avanzando luego apoyándose en un pasado visto cada vez con mayor amplitud y

profundidad. Por lo tanto, ningún trabajo de tipo histórico-crítico en historia de la filosofía se

restringe a obra de erudición, sino que se eleva a logro de libre y auténtica filosofía, de

personal y a veces de personalísima filosofía”6.

4 Ventidós años de labor, Colegio de Estudios Libres, Buenos Aires, 1952, págs. 14, 15. 5 Filosofía contemporánea, Editorial Losada, Buenos Aires, 1944, págs. 152, 153. 6 Op. cit., pág. 15.

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Desde semejante base, con propósitos y metas muy precisos, al par de su fecunda

tarea como pensador, Romero desplegó con inusitada eficacia un programa pedagógico,

destinado a cumplir su ambicioso proyecto. Por ello, desde un primer momento, sus

iniciativas e ideas tuvieron aceptación no sólo en el ámbito argentino, sino multiplicada y

fecunda resonancia en todo el continente. Consciente de la diversidad que, con respecto al

nivel filosófico, existía entre los distintos países de América Latina, Romero sabía que su

labor debía ser también múltiple y varia, abarcando desde el estímulo a lo más elemental

hasta el rescate y reconocimiento de aquellas manifestaciones en que ya se vislumbraba un

prometedor despertar filosófico. De allí que, en el citado Discurso, expresara: “Ya se filosofa

mucho en Iberoamérica; en algunos países la meditación sistemática ha arraigado y cuenta

con representantes valiosos y hasta eminentes; en otros se dan los primeros anuncios de

futuras cosechas. En general, creo que ninguno de los países del continente y sus islas es

ajeno a la preocupación filosófica. Se impone ya una tarea de comunicación e intercambio, y

vamos a contribuir a ella en lo que nos sea posible. Al propender a que en todas partes se

sepa lo realizado y lo en marcha en todo el continente, se apresurará la creación de un clima

filosófico que rinda justicia a lo obtenido, lo aproveche integralmente, facilite y estimule las

fuerzas nuevas y aun las suscite. Con la aparición de tal clima se habrá favorecido la

solidaridad filosófica, y ello será un paso para que la unidad latente de la espiritualidad de

Iberoamérica se torne operante y manifiesta”7.

La actividad desplegada en tal sentido por Romero es de todos conocida y no nos

detendremos a comentarla detalladamente dada la brevedad de estas palabras prologales.

Baste decir que, desde la cátedra hasta la editorial, desde la revista hasta la conferencia, su

labor era constante e infatigable. Quizás uno de los aspectos más fecundos de toda ella

aunque, a su vez, el menos conocido, por ser también el más callado fue su extraordinaria

correspondencia con todos los estudiosos de la filosofía en nuestro continente. Su propósito,

a este respecto, era perfectamente claro y definido: se trataba de poner en contacto y lograr

un recíproco conocimiento entre todos aquellos que no importa cuál fuese la dirección o el

aspecto filosófico a que se dedicasen tuviesen interés en el cultivo y estudio de estas

disciplinas. Si todavía a la altura de nuestro tiempo, en Latinoamérica, existe un palpable

desconocimiento entre quienes se dedican a la filosofía, en aquellos días semejante actividad

se estrellaba ante abismos y fronteras verdaderamente asombrosos e inexplicables.

Francisco Romero realizó un inmenso y continuo esfuerzo para reducir tales barreras. Su

empeño era tender hilos de comunicación espiritual entre todos los países, a fin de propiciar

el conocimiento, la amistad y el intercambio de obras entre los aislados pensadores,

7 Ibidem.

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estudiosos o simples aficionados, que en ellos cultivaban la filosofía. Sus cartas, esquelas o

brevísimas líneas, el incesante envío de catálogos y recortes de prensa, el suministro de

nombres, señas y datos acerca de quienes, en cualquier país latinoamericano, pudieran

estar interesados en recibir o enviar las obras que se publicaban… era una labor cotidiana

que realizaba con milagrosa energía, siempre nimbada de una admirable y ejemplar

cordialidad. Fue por ello no sólo un auténtico pensador, sino un verdadero apóstol y maestro

de la filosofía en América, que convencido de su altísima misión, hallaba en el cumplimiento

de la misma una fuente inagotable de alegría que llenaba de generosidad y entusiasmo su

vida.

Pero como auténtico maestro discípulo en ello de la más genuina tradición socrática

su existencia fue ejemplar en un último y elevado sentido: en el del sacrificio que impuso la

consecuente e inflexible defensa de sus propias convicciones ciudadanas y éticas: el credo

de la democracia y de la insoslayable libertad y dignidad del hombre que aquélla exige como

principio y fin de su asunción y praxis. Por defender ese credo, sin quejarse, sin mostrar la

menor flaqueza ni debilidad, sufrió prisiones, vejaciones, y fue destituido de su cátedra en la

Universidad. Pero el ejemplo de su rectitud y honestidad integral no ha sido baldío ni puede

olvidarse fácilmente. Hoy, América latina, el continente que entresoñó como una grande y

única nación en cuyo seno convivieran todos los hombres del Nuevo Mundo, reconoce en

Francisco Romero a uno de sus indiscutibles maestros y a un guía que le señala el más

fecundo y prometedor de los caminos que pueden imaginarse para enfrentar las vicisitudes y

desafíos de los tiempos que se acercan.

Este volumen recoge una serie de trabajos de quienes, desde diversas posiciones y

perspectivas del quehacer filosófico, tuvimos el privilegio de conocerlo, de ser sus amigos, o

recibir la huella de sus invalorables enseñanzas. Con ello sólo queremos testimoniar, a los

veinte años de su muerte, la admiración y el respeto que en nosotros evoca su memoria.

E.M.V.

Caracas, octubre de 1982