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116 Frida en construcción (1907-1927): inicios de un proceso de identidad (género, vanguardia y mestizaje) en una pintora mexicana Luis Roberto Vera 1. Señas de identidad La obra de Frida Kahlo (6 de julio de 1907-13 de julio de 1954) está indisoluble- mente unida a su conciencia de pertenecer a México. Y esta pertenencia es la que le da un sentido vanguardista a su obra: el carácter íntimo y autobiográ- fico de sus temas necesariamente recurre a una reinterpretación personal del pasado mesoamericano. Impasibilidad hierática del rostro, vestuario, joyas y arreglo personal son también otras máscaras que recubren y al mismo tiempo exponen su cuerpo desollado. También ella es, por dentro y por fuera, Xipe-Tótec. En cada una de sus obras se representa el sacrificio, en el sentido mesoamericano del término: ofrenda que permite continuar el ciclo necesario de vida-muerte-vida. Lascas de obsidiana, cuentas de jade, los cuatro elementos primordiales, quincunces, el glifo de la turquesa y mariposas que son lenguas de fuego, emblemas del há- lito vital: la innumerable serie de analogías invade y conforma el espacio mis- mo que constituye la obra de Frida. Con ellos intenta atrapar la dispersión de lo múltiple para hacerlos converger en la conciliación de los opuestos. Cierto, toda su biografía es accidente, pero no menos accidentada que la his- toria de México. Por esto quizá, y no sólo por coquetería, Frida prefería hacer coincidir la fecha de su nacimiento con el de la Revolución mexicana. Accidente, azar, hado, tanto la conjunción del matrimonio de sus padres, de orígenes tan di- versos, como la poliomielitis infantil le habían marcado, si no un temperamento artístico por lo menos una personalidad atípica. Salvo su padre (y quizá el oficio de fotógrafo del abuelo materno, maestro de su aventajado yerno), nadie más en su familia manifestó inquietudes intelectuales. De manera que no se puede atri- buir exclusivamente a la poliomielitis de la hija y a los súbitos ataques epilépti- cos del padre la simpatía que los unía. Sin embargo, el accidente de la tarde del 17 de septiembre de 1925 marcó ineluctablemente el curso de la vida de Frida. No obstante, lejos de la resignación, la disciplina y laboriosidad de su padre de- bió de haberle ofrecido el ejemplo más cercano de cómo superar la adversidad. Del entorno familiar y popular también recibió el gusto por el disfrute de los aspectos más sencillos, cotidianos y espontáneos de la vida pueblerina de su Coyoacán natal. Antes de aprender los rudimentos del arte, antes mismo de Profesor-investigador de la Facultad de Filosofía y Letras de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

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Frida en construcción (1907-1927): inicios de un proceso de identidad (género, vanguardia y mestizaje) en

una pintora mexicana

Luis Roberto Vera∗

1. Señas de identidadLa obra de Frida Kahlo (6 de julio de 1907-13 de julio de 1954) está indisoluble-mente unida a su conciencia de pertenecer a México. Y esta pertenencia es la que le da un sentido vanguardista a su obra: el carácter íntimo y autobiográ-fico de sus temas necesariamente recurre a una reinterpretación personal del pasado mesoamericano.

Impasibilidad hierática del rostro, vestuario, joyas y arreglo personal son también otras máscaras que recubren y al mismo tiempo exponen su cuerpo desollado. También ella es, por dentro y por fuera, Xipe-Tótec. En cada una de sus obras se representa el sacrificio, en el sentido mesoamericano del término: ofrenda que permite continuar el ciclo necesario de vida-muerte-vida. Lascas de obsidiana, cuentas de jade, los cuatro elementos primordiales, quincunces, el glifo de la turquesa y mariposas que son lenguas de fuego, emblemas del há-lito vital: la innumerable serie de analogías invade y conforma el espacio mis-mo que constituye la obra de Frida. Con ellos intenta atrapar la dispersión de lo múltiple para hacerlos converger en la conciliación de los opuestos.

Cierto, toda su biografía es accidente, pero no menos accidentada que la his-toria de México. Por esto quizá, y no sólo por coquetería, Frida prefería hacer coincidir la fecha de su nacimiento con el de la Revolución mexicana. Accidente, azar, hado, tanto la conjunción del matrimonio de sus padres, de orígenes tan di-versos, como la poliomielitis infantil le habían marcado, si no un temperamento artístico por lo menos una personalidad atípica. Salvo su padre (y quizá el oficio de fotógrafo del abuelo materno, maestro de su aventajado yerno), nadie más en su familia manifestó inquietudes intelectuales. De manera que no se puede atri-buir exclusivamente a la poliomielitis de la hija y a los súbitos ataques epilépti-cos del padre la simpatía que los unía. Sin embargo, el accidente de la tarde del 17 de septiembre de 1925 marcó ineluctablemente el curso de la vida de Frida. No obstante, lejos de la resignación, la disciplina y laboriosidad de su padre de-bió de haberle ofrecido el ejemplo más cercano de cómo superar la adversidad.

Del entorno familiar y popular también recibió el gusto por el disfrute de los aspectos más sencillos, cotidianos y espontáneos de la vida pueblerina de su Coyoacán natal. Antes de aprender los rudimentos del arte, antes mismo de

∗ Profesor-investigador de la Facultad de Filosofía y Letras de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

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percibir la diversidad de sentidos que se desprenden de las relaciones formales entre dibujo, color y textura en una composición plástica, sus primeras lecci-ones abrevaron sin duda en la riqueza inverosímil, la gracia y la inventiva que proveen todas las manifestaciones de la vida popular mexicana. Para esto basta con recorrer un mercado o el camino a éste por las calles del más pequeño pueb-lo: la disposición de las frutas sobre un humilde petate, o las golosinas de todas clases, desde las frutas a los antojitos, o, colgados del techo, judas, piñatas y la inmensa variedad de la artesanía proveniente de todas las comunidades del país.

Vivaz y alerta, desde niña Frida mostró una capacidad excepcional para percibir las relaciones estéticas de su entorno. Su sensibilidad no se limitaba a las artes plásticas. De sus cartas y notas, así como del anecdotario de quienes la conocieron, se desprende un ingenio y agudeza notables por su espontanei-dad. Y también en este ámbito resuenan los ecos de las múltiples combinaciones que ofrecen el refranero tradicional, los dichos regionales y los picantes juegos verbales que permean la codificación del albur y el gracejo de la conversación popular. Su oído no percibía menos la riqueza inesperada de los sonidos y mov-imientos de la música y la danza populares por las cuales jamás dejó de buscar estar acompañada. Por eso, así como había descubierto muy tempranamente que también ella podía superar la minusvalía física hasta lograr una destreza a la que estaban lejos de alcanzar sus congéneres estadísticamente normales, Frida descubrió el poder transformador que la actividad creativa podía ejercer a partir de los elementos más sencillos, modestos y cotidianos de la existencia.

A un siglo de su nacimiento, ya podemos aventurar algunas consideracio-nes respecto de las características de su trabajo y a su inserción en el contexto de la historia tanto del arte como de la época que le tocó vivir. La mercadotec-nia que rodea recientemente la obra de Frida Kahlo es un fenómeno sociológico que inevitablemente marca el juicio que podamos tener, no respecto al valor de su obra, sino a la difusión, circulación y recepción. El asunto merece, al menos, una breve consideración para delimitar nuestro campo de interés. Si es eviden-te que ninguna creación es percibida en abstracto y que el valor que le otorga-mos está condicionado históricamente, también es tarea nuestra indagar en la simbolización que Frida realiza y de qué manera responde al imaginario colec-tivo, primero de México y luego del panorama artístico actual. En sus inicios, el conocimiento de su pintura estuvo restringido a un ámbito muy pequeño, para luego abarcar círculos cada vez más amplios, de manera que puede afir-marse, sin gran exageración, que Frida Kahlo fue generando deliberadamente el radio de alcance de su obra, aunque no necesariamente vinculado a la crea-ción estricta de un mercado, pero que en absoluto lo desdeñaba, puesto que en la famosa anécdota de su visita a Diego en los andamios de Secretaría de Edu-cación, ella desde un inicio quiso que su trabajo de pintora le permitiera por lo menos una independencia económica. La obra de Frida bien podría haber que-dado limitada al innocuo pasatiempo estrictamente individual que, por ejem-plo, caracterizó la afición a la pintura por parte de su padre, en contraste con el profesionalismo de su desempeño fotográfico. La maestría, seriedad, dedi-cación y responsabilidad de Guillermo Kahlo en este campo no sólo le proveyó de un medio de vida, sino también un reconocimiento que se incrementa con el tiempo, independientemente de la nombradía de su famosa hija. Ella, bien lo sabemos, a pesar de haber asistido a su padre y a pesar del afecto y la admi-ración que le tuvo, no adoptó esta profesión, aunque, según lo podemos cons-tatar ahora, atesoró un número extraordinario de fotografías, pero éstas tienen

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casi siempre un carácter documental, son registros de obra o de momentos vi-vidos; es decir, al menos en su caso, son una prolongación de su intimidad. Quizá fue la experiencia de haber asistido al trabajo de los muralistas que co-menzaron su obra pública precisamente en donde estudiaba, la Escuela Nacio-nal Preparatoria, lo que marcó su percepción de que era este tipo de trabajo el que podía ayudar a transformar la conciencia de sus contemporáneos. De allí, considero, que su obra plástica pública está marcada por su inserción en la van-guardia mexicana. Se trata de un movimiento cuádruple.

En primer lugar, la obra plástica de Frida Kahlo es deudora de los prece-dentes ofrecidos por las vanguardias europeas, quienes, además de criticar los valores académicos y de clase, habían replanteado el valor específico de las ar-tes primitivas. Luego, ve en la Revolución mexicana el proceso de instaura-ción de un nuevo orden social, político, económico y cultural, que significaba la asunción de un pasado indígena, no por negado menos presente. Al mismo tiempo, Frida nunca cejó en su defensa de los valores más íntimos y personales de cada individuo, que, en su caso, implicaba la construcción de una identidad autónoma mediante el acto de asumir tanto sus orígenes raciales y culturales mestizos, como la conciencia explícita de no pertenecer al estrato socioeconó-mico que detentaba en principio los bienes de producción y, luego, el control del poder político mediante la conformación de una élite más consciente aún de la defensa de sus intereses y privilegios. Nadie menos ingenuo que Frida, también, respecto de la necesidad de resguardar el ámbito más íntimo de su libertad interior. Porque su fortaleza proviene, me parece, de esa interacción constante entre la verdad de su experiencia y la creación de su obra plástica. Y esta interacción, como un péndulo en su constante vaivén, pero dinamizada por la autocrítica, es la que le permite la paulatina construcción de su propia per-sonalidad. Se trata de una indagación literalmente descarnada y de la que nos da cuenta la evolución de su obra, en la cual no es lo menos importante haber asumido las diversas facetas de una identidad sexual rica, específica y compleja.

Y por eso, last but not least, su obra reivindica el papel específico de una personalidad extremadamente consciente, tanto de sus orígenes sociales e his-tóricos, como de su identidad femenina y de su posición feminista. Este cuádru-ple movimiento no refleja oposiciones irreductibles, sino complementariedades necesarias: cosmopolitismo/nacionalismo (que en México, como en el resto de América Latina, conforman los polos de una modernidad que se quiere van-guardia, aunque, a decir verdad, sólo alcanzan a conformar una retaguardia), intimidad/feminismo (ejes de los espacios de la subjetividad y de los derechos a la función pública) confluyen en una visión intensamente afincada en una re-flexión sobre el valor del individuo y su inserción en la realidad mexicana. De allí que el modo de vida elegido y construido por Frida Kahlo sea el más ale-jado al concepto de abnegación y de las dos tríadas de los valores burgueses asignados a la mujer: “recato, castidad, serenidad”, más “decoro, discreción y buen gusto”. Paralelamente a su preocupación e interés por la realidad nacio-nal, la obra pictórica de Frida se distingue por la fuerza vital que emana de su carácter pasional y eminentemente subjetivo al mostrar en forma descarnada sus angustias y sufrimientos.

Por eso, todavía hay un quinto aspecto: el de la reivindicación del indi ge nismo como el motor de cada una de las fuerzas que confluyen en su vida y en su obra. Este aspecto no sólo aglutina vanguardia, revolución, reflexión in-terior y defensa a ultranza de los derechos de la mujer a participar en la vida po-

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lítica y en la construcción social del país, sino que su lucha por la defensa de las culturas originales es la vía para cuestionar la ideología burguesa dominante.

Frida asume su identidad como un proceso dinámico en continuo movi-miento. Empresa dramática, si las hay, por estar condenada al fracaso. Esta bús-queda surge por la necesidad trágica de otorgar coherencia a los elementos más heterogéneos que la constituyen. Si a ratos logra un equilibrio sintético entre las fuerzas que luchan dentro de sí, esta situación se manifiesta permanentemen-te inestable y esquiva. Por lo demás, la ideología no comprende simplemente, como bien lo apunta Gramsci, elementos dispersos de conocimientos, nociones y prejuicios, sino también el proceso de simbolización, la transposición míti-ca, el “gusto”, el “estilo”, la “moda”, en resumen, el “modo de vida” en gene-ral (apud Poulantzas 266).1

2. Conformación de su estilo: el hueco de un baleroDe joven, Frida Kahlo planeaba estudiar medicina. Quizá la poliomielitis que sufrió de niña, así como los ataques de epilepsia de su padre estimularon lo que ella consideró una vocación. Voluntariosa, se impuso una actividad física con la que adquirió una destreza y una agilidad poco frecuentes para las mu-chachas de su época. De modo que, por experiencia propia, sabía que con te-són, estudio y disciplina podía superar los obstáculos y deficiencias que se le presentaban. Más tarde, en sus composiciones se podrán percibir sus conoci-mientos sobre la anatomía humana. Si bien en sus cartas de adolescente apare-ce como una constante la necesidad y el placer de recurrir a la narración visual, convertirse en pintora no era parte de sus objetivos. Por lo mismo, no tuvo una instrucción artística formal.

Es por esto que cobra mayor relevancia para los estudiosos indagar la con-formación de sus primeros rudimentos artísticos. Y, como suele suceder, estos surgieron en el hogar. Fue su padre, Wilhelm (Guillermo) Kahlo, un fotógrafo profesional y pintor ocasional, quien primero interesó a Frida en el arte. Ade-más de poder revisar con toda libertad los libros de arte de la colección de su padre, Frida a menudo lo acompañaría en sus excursiones pictóricas a la cam-piña cercana. También le enseñó cómo usar la cámara y cómo retocar y colorear fotografías. Por otra parte, Fernando Fernández, un amigo del padre de Frida, era un impresor comercial muy conocido y respetado. Contrató a Frida para trabajar con él después del colegio y le enseñó cómo dibujar y copiar graba-dos del impresionista sueco Anders Zorn (1860-1920), famoso en su época por sus escenas de género, retratos y paisaje, pintados al óleo y a la acuarela. Aun-que también fue escultor, Zorn descolló como grabador, empleando una técni-ca que lo cacterizó al utilizar líneas paralelas a través de la plancha de grabado para ofrecer equivalentes del color. A esto se redujo la instrucción académica de Frida Kahlo. Pero, en lo que podemos colegir de ese aprendizaje plástico, hay coincidencias respecto de la composición y del uso del color. Así, del padre

1. De allí que cada obra de Frida Kahlo dé cuenta no sólo del momento puntual y concreto que vive, sino también de la coyuntura de la época en que está situada y, proyectada en un panorama de larga duración, exponga asimismo la inserción profunda de esta identidad. La variedad de sus intereses no la hacía menos coherente. Si de algo sirve revisar su biografía o visitar la casa donde naciera y viviera sus últimos años es porque existe una concordancia entre su mundo pictórico y su mundo vivido. Comida, jardín, animales, mobiliario, todo lo que la rodeaba expresa un so-pesado discernimiento de lo más decantado de la expresión popular: su verdadera pasión. Y la misma inventiva con que combinaba vestuario, joyas y peinados surgía en su lenguaje cotidiano. En Frida todo parece ser a la vez genuino y teatralizado. La procacidad de su imaginación escandalizaba por verdadera y por desenfadada. Gracias a un instinto nato y a una sabiduría entrenada combinaba con malicia y naturalidad las expresiones más soeces junto a las más tiernas. La excentricidad de Frida estaba acompañada por la más espontánea desenvoltura.

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fotógrafo retuvo el sentido de las composiciones frontales y, por costumbre de la época, el relleno de color siguiendo el contorno de las formas. De la imita-ción de la pintura de Zorn, la construcción mediante el dibujo geométrico, sin modelado del claroscuro y sólo mediante el color, aplicado en zonas de color amplias y sencillas. De ambos, una incuestionada aceptación de la perspectiva renacentista, puesto que la fotografía de la época no es sino una consecuencia técnica de la camera obscura y ambas de la perspectiva albertiniana.

Una tercera influencia, visible sobre todo en sus primeros dibujos, provie-ne del art nouveau, que por entonces se manifestaba en todos los órdenes de la vida cotidiana. Basta con revisar los periódicos y los diseños de la época, des-de los utensilios caseros, diagramación de periódicos, revistas, invitaciones y etiquetas comerciales hasta la arquitectura de los edificios más modernos de la época juvenil de Frida, para darnos cuenta de la presencia de este estilo, que se avino muy bien con la continuidad del barroco virreinal y el recargado neoclá-sico republicano. Frida y sus amigos de la Escuela Nacional Preparatoria (más conocida como San Ildefonso, por haber sido el local del seminario jesuita de la época virreinal, expropiado cuando las leyes de Reforma) acostumbraban el reunirse en una biblioteca cercana, adornada con los murales de Montenegro.2 Para los retratos siguientes, recordando quizá los primeros murales todavía car-gados de simbolismo de Orozco y Rivera, a quienes viera pintar en la Escuela Nacional Preparatoria cuando cursaba allí sus estudios, Frida recupera las téc-nicas aprendidas de Guillermo Kahlo y Anders Zorn.

La cuarta influencia provino de la consciente utilización de su ambien-te más familiar y cotidiano: el medio popular coyoacanense y del centro de la ciudad de México. Todo le llamaba la atención: los puestos de comida en la ca-lle y aquellos del mercado, las tiendas establecidas con sus vitrinas y muebles con cajones y arreglos variadísimos. También, y cómo no, las fiestas populares y la artesanía específica de cada ocasión. Cuando su trágico accidente de au-tobús, ocurrido el 17 de septiembre de 1925 —sin percatarse aún de la grave-dad de este azar que cambió el curso de su vida—, buscó en vano recuperar un hermoso balero que acababa de comprar en compañía de su entonces novio, Alejandro Gómez Arias, a quien luego le escribe encargándole uno parecido.

Mientras Frida convalecía, Guillermo Kahlo le regaló una caja de pinturas y pinceles para animarla a combatir el tedio de su obligado aislamiento. De ma-nera que fue durante sus meses de recuperación cuando empezó a considerar seriamente la pintura. Así se inicia una carrera que se prolongaría toda su vida. Allí canalizó su apasionada energía, su rica imaginación y su intensa capaci-dad de percibir su entorno. Pero también fue su solaz y su compañía más ínti-ma. La pintura constituyó para ella el medio idóneo para meditar, objetivando sus propias experiencias. Fue, en el doble sentido del término, una reflexión. La pintura rescató la otra parte de sí misma que de niña necesitaba como una com-

2. “Un lugar predilecto de los “cachuchas” era la Biblioteca Iberoamericana, situada a corta distancia de la escuela. Aunque la albergaba la antigua iglesia de la Encarnación, era un lugar acogedor, cuyo laberinto de bajos estantes contrarrestaba la grandiosidad de la alta nave, formada por bóvedas de cañón y decorada con murales de Roberto Montenegro y las banderas en seda, de vivo colorido, de los países latinoamericanos. Dos amables bibliotecarios permitieron que los “cachuchas” usaran el local, casi como si fuera de su dominio particular, y la “Ibero” llegó a ser su punto de reunión. Cada uno tenía su rincón especial. Ahí argumentaban, coqueteaban, se peleaban, hacían trabajos para la escuela, dibujaban y leían” (Herrera 36). En estos murales se puede percibir la influencia del art nouveau y probablemente el dibujo y el modelado, así como la proporción predominantemente vertical de la composición, fueron los modelos que Frida tuvo para su primer autorretrato. Pero esta influencia abarca sólo al Retrato de Alicia Galant; si bien quizá podamos atribuirle a este origen la constante persistencia en el uso de líneas en arabesco y con asociaciones vegetales a lo largo de toda su obra. De hecho, la utilización de este recurso estilístico, como veremos, compensa la frontalidad de sus composiciones.

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pañía: fue su interlocutor más natural y le dio un sentido al resto de su vida. Sin embargo, la falta de una formación técnica más amplia, rica o diversa

contribuyó a que sus primeras pinturas fueran estilísticamente derivativas. O mejor dicho, la espontaneidad y autodidactismo de su primer periodo hacen más evidentes los modelos de aprendizaje de su búsqueda plástica. Su compo-sición más temprana resulta ser una ensambladura de elementos fuertemente influidos por otros artistas. Y sus temas provienen de la experiencia limitada a su entorno inmediato. Lo notable es su perspicacia para adueñarse de cier-tas características del arte culto, al mismo tiempo que continuaba otras prove-nientes de la cultura popular.

La torpeza y los tanteos de su estilo temprano dan paso a una ingenuidad deliberada. Experimentó, así, con diferentes estilos, temas y tendencias. Gra-cias a una habilidad natural, pero gracias, sobre todo, a un trabajo paciente y meticuloso (a ratos hasta prolijo, en lo que tiene de esmerado e incluso de me-droso; se nota su esfuerzo y aunque no constante, sí escrupuloso, puntual y con-cienzudo, hasta equiparar y superar al dolor que está en la base de tal proeza), sus cuadros avanzaron hasta conformar su propio, único y característico estilo de pintura de caballete al óleo: un sistema iconográfico complejo, una versión contemporánea de la alegoría.

3. Retratos y autorretratosEl primer autorretrato de Frida, Autorretrato con un vestido de terciopelo (1926) fue pintado en el estilo de los retratistas mexicanos del siglo xix, los cuales, a su vez, estaban muy influidos por los maestros del Renacimiento y del Manie-rismo. También trasunta algo del prerrafaelismo y del estilo art nouveau.3

Concebido como un regalo para el objeto de su primera relación amorosa, Alejandro Gómez Arias, Frida se refería a este cuadro como “tu Botticelli”. Su imagen central está compuesta por arabescos, sinuosos y asimétricos, que a la vez que imprimen un ritmo algo pesado a la construcción del modelado de la figura, subordina el color, el volumen y la textura a una forma plana y un di-bujo algo pusilánime. Sin embargo, toda la composición se inscribe en un fon-do muy oscuro y poco matizado, más cercano al tenebrismo de Zurbarán que al de su muy admirado Retrato de Leonora de Toledo, de Bronzino, según sabe-mos por otra carta al mismo destinatario.

Al referirse a las características de los primeros retratos de Frida Kahlo, Hayden Herrera observó algunas de estas relaciones, anota otras más, sin men-cionar la obra de Roberto Montenegro, cuyo trabajo muralista es imposible que haya pasado inadvertido para Frida (puesto que “Los Cachuchas” acostumbra-ban reunirse en la Biblioteca Iberoamericana, como la misma Herrera anota: “decorada con murales de Roberto Montenegro”, según la citamos anterior-mente); pero sí le atribuye la influencia de Modigliani, el cual es improbable que conociera durante esa época, aunque más tarde, tras su matrimonio con Diego, evidentemente debió de revisar su obra, dada la estrecha amistad entre Modigliani y Rivera durante su estancia en París.4

Si la inscripción del sujeto contra un paisaje tormentoso en donde cam-

3. Pero es probable que su dibujo quizás provenga más de los anuncios del dibujo publicitario afrancesado, frecuentes en los periódicos y revistas de la época, que de los modelos ofrecidos por Dante Gabriel Rossetti, William Holman Hunt, John Everett Millais y Edward Burne-Jones o por Émile Gallé, Victor Horta, Hector Guimard, Louis Comfort Tiffany, René Lalique, Alphonse Mucha y Aubrey Beardsley.4. “Asimismo, hay huellas de la elegancia lineal de los prerrafaelistas ingleses y de las figuras alargadas y sensuales de Modigliani. Motivos muy estilizados, como árboles delgados y nubes festoneadas, sugieren fuentes, tales como

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pean cielo y mar para simbolizar la “síntesis de la vida” es ya una referencia al concepto de la convergencia de los opuestos, nada impide percibir allí una alusión implícita al yin yang. Que el tema le apasionó, es prueba el retrato que le hace Diego Rivera en el mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Cen-tral, al ubicarla junto a él sosteniendo una esfera con este símbolo dual en su mano izquierda. Evidentemente, en sus clases de filosofía (así como a través de su amistad con su amigo sinófilo Miguel N. Lira) debió de haber recibido sufi-ciente información respecto de los fundamentos analógicos que rigen el pensa-miento oriental y que organizan asimismo el pensamiento de los presocráticos hasta el establecimiento del principo de identidad. Sin embargo, encontramos expresado aquí, desde su primera obra, su necesidad de inscribirse a sí mis-ma como parte de un todo que la supera y en la que su vida adquiere sentido.5

4. Frida estridentista:La Adelita, Pancho Villa y Frida, Si Adelita ... o Los Cachuchas [Café de Los Cachu-chas] y Retrato de Miguel N. Lira (1927)

La obra de 1927 se caracteriza por un ánimo indagatorio e iconoclasta, a lo cual contribuyó su acercamiento al círculo estridentista, gracias a su amigo, el poeta Miguel N. Lira, para entonces ya miembro de este grupo vanguardista (por lo menos desde 1923, de acuerdo con el segundo manifiesto).6

Por temática y factura, los tres cuadros están relacionados con el estriden-

iluminaciones de manuscritos medievales o ilustraciones al estilo del art nouveau; el dibujo en espiral que transforma el mar en el primer Autorretrato hace pensar en biombos y grabados japoneses en madera” (Herrera 64). Quizá Herrera estaba pensando en La ola de Katsuchika Hokusai, así como los grabados de Utamaro y otros ejemplos de la escuela Ukiyo-e, muy admirados por los impresionistas y de los cuales muy probablemente haya visto reproducciones en el estudio de Fernando Fernández, quien la hiciera copiar, como hemos visto, los grabados del impresionista sueco, Anders Zorn. En todo caso, el tema de la ubicación de la figura contra un paisaje propio del Sturm und Drang, aunque traspuesto mediante asociaciones flamencas y japonesas había sido tocado por la propia Herrera apenas algunas páginas antes al referirse, precisamente, a la descripción del primer autorretrato: “En vez de llenar todo el ancho del lienzo con el busto retratado, Frida deja una franja abierta a ambos lados de la figura. De ese modo pone realce en las delicadas cualidades espirituales de la modelo, así como lo hace Hans Memling en Joven con un clavel, y la muchacha esbelta y alargada se ve aún más sola contra el océano y el cielo oscuros” (61).5. De manera que si bien en este su primer autorretrato no hay referencia alguna al mundo precortesiano y ni siquiera a su entorno cotidiano, el ambiente cargado de misticismo y de símbolos paradójicos muestra, empero, que en el pen-samiento plástico de Frida había un terreno fértil para la adopción posterior del principio metafísico de lo divino dual —ometéotl— y de su personificación femenina, Omecíhuatl.

Es probable, con todo, que en este cuadro, realizado para complacer a un esquivo compañero de aventuras, Frida hubiera recurrido a referencias plásticas quizá más cercanas al destinatario que a la propia autora. Abona esta interpretación el ambiente sombrío del que parece emerger su figura y con la que busca representar la melancolía y pesadumbre de su ánimo. Desde su primera obra, Frida concibe sus cuadros como una expresión personal, pero que al mismo tiempo considera un destinatario específico, más que una recepción pública. Debido a esto, Frida continúa utilizando una mezcla de estilos en los retratos inmediatamente posteriores: Retrato de Alicia Galant (1927), el cual también está pintado en el estilo de los retratos renacentistas de Bronzino y Botticelli, como se ha visto, dos artistas muy admirados por Frida. En realidad, este retrato es prácticamente una nueva versión de su primer autorretrato. La pose aristocrática en ambos retratos estuvo posiblemente inspirada por el cuadro de Bronzino, Leonora de Toledo. Y en el fondo oscuro de ambos retratos se perciben, asimismo, rastros del estilo art nouveau y prerrafaelista, como ya se dijo, igualmente populares cuando Frida pintó el cuadro. Por el contrario, Retrato de Miguel N. Lira (1927), como veremos, absorbe tendencias primitivistas, cubistas y orientalistas, que muestran los tanteos y dudas estilísticas de la primera época de la pintora. Y, por último, baste mencionar un retrato de su hermana mayor, Retrato de Adriana (1927), en el que abandona el tenebrismo inicial para aligerar y abrillantar su paleta.6. Aunque se originó como una tendencia literaria, el estridentismo pronto abarcó la pintura y, gracias a la presencia de Tina Modotti, miembro del Partido Comunista, también la fotografía, así como la música, por la cercanía de sus miem-bros con Silvestre Revueltas, Carlos Chávez y, lo que no deja de intrigar, Manuel M. Ponce. Si bien cuestionadores del status quo social y literario, los estridentistas mantuvieron, tal como los muralistas, una relación ambigua respecto del sistema político postrevolucionario. Para discutir sus ideas, los artistas que abrazaron el movimiento del estridentismo a menudo se reunían en cafés de la ciudad de México, aunque, por el apoyo del gobierno de Veracruz, eligieron por centro principal de actividades a la ciudad de xalapa, redenominada (por ellos) Estridentópolis. La mayor parte de las obras de este periodo de búsqueda de Frida perteneció a la colección del poeta Miguel N. Lira, luego a su viuda, tras cuya muerte el acervo pasó a formar parte del Instituto Tlaxcalteca de Cultura. Es probable que, tanto La Adelita, Pancho Villa y Frida como Si Adelita ... o Los Cachuchas, precedan cronológicamente al Retrato de Miguel N. Lira. En la exposición Frida Kahlo 1907-2007: Homenaje Nacional se ofrece como título alternativo Café de Los Cachuchas para el primero, sin embargo, éste pareciera convenir más al segundo, una obra mixta (óleo y collage) en el que sí aparecen tazas y un entorno propio de una cafetería. Desgraciadamente, se desconoce la ubicación actual de esta obra mixta, aunque se conservan reproducciones en blanco y negro. Tampoco es posible saber, por ahora, si perteneció a la colección de Miguel N. Lira, pero lo incluimos aquí por esta plausibilidad, pero si ése no fuera el caso, de todas maneras, tanto la

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tismo, en aquella época un reciente movimiento de vanguardia en México. Cier-to, falta aún por encontrar los documentos específicos que vinculen a Frida Kahlo con el grupo estridentista. Al estudiar la época se tiene la sensación de encontrarse frente a una maquinaria que funciona como un gran reloj con pie-zas interconectadas. Para el caso de este periodo de Frida, este engranaje pasa necesariamente a través de Los Cachuchas. Un eje es Manuel Maples Arce, fun-dador del estridentismo, amigo tanto de Miguel N. Lira como de Fermín Re-vueltas.7

Frente a la herencia clasicista que por entonces retomaban Rivera y Orozco, Frida Kahlo se aleja de su academicismo inicial para acercarse al clima cultu-ral que forjaba el estridentismo. En este sentido, habría que explorar, asimis-mo, el diálogo que establece con la fotografía y el cine contemporáneos. Aun si no hubiese conocido personalmente a Tina Modotti, como afirma Raquel Tibol (desmintiendo a Hayden Herrera), es probable que la composición de los cua-dros de la colección tlaxcalteca refleje su inevitable percepción de la obra y la persona de Tina Modotti, cuya participación fulgurante en la política y el arte de México dejó una huella indeleble (y quien, a mi parecer, aventajó en mucho las enseñanzas de su maestro), así como otro, igualmente inevitable, Serguei Mikhailovich Eisenstein (si bien todavía a la distancia, ya que llegó a México en 1932, pero El acorazado Potemkin es de 1925 y su éxito fue inmediato y universal). Si nos ubicamos en el rango de posibilidades a las que tenía acceso Frida, Tina Modotti y Eisenstein son los ejemplos más cercanos de los que podía disponer

temática como el periodo al que pertenecen ameritan un estudio de conjunto. Por lo demás, ninguno de estos títulos son de la autoría de Frida, de modo que el primero igualmente podría llevar el de Tren con soldados y soldaderas frente al Popocatépetl, Pancho Villa y Frida; y el segundo, más apropiadamente, El Café de los Cachuchas. El estilo vanguardista de los retratos de grupo contrasta con el de Lira que, por la posición del modelo, se emparienta con los primerísimos retratos de Frida (comenzando con su primer autorrretrato), por lo que sería posible considerarlo como la primera de las pinturas del “ciclo tlaxcalteca”; sin embargo, la iconografía con que lo circunda parecería ser una suerte de rendición de cuentas pictórica consigo misma y llegado a este punto de acuerdo, este retrato constituiría un punto cero primitivista; para nosotros, el primer indicio del estilo con el que desde entonces continuará pintando. Pero esta función bien podría corresponderle al Autorretrato – El tiempo vuela de dos años más tarde. Frida, tal como lo demuestran los ejemplos concernientes a su tratamiento de la edificación urbana, trabajaba en líneas de desarrollo discontinuo, no mediante líneas de complejidad progresiva. De ser este último el caso (ir de lo más simple a lo más elaborado, tanto formal como conceptualmente), la secuencia cronológica sería el Retrato de Miguel N. Lira, luego Si Adelita, para terminar con La Adelita (cumpliendo estas dos últimas obras el cometido de modernidad que, a su parecer, no habría alcanzado con el retrato de Lira). Por el contrario, cuando se tiene registro de la evolución completa de una obra de Frida, desde su inicio los bocetos muestran soluciones alternativas, de allí que vaya a lo más complejo y luego lo depure, para volver al tema pero con una opción distinta: no se trata de un movimiento dialéctico, sino de una contraposición, que luego sintetiza mediante una confluencia de los opuestos. Así, luego de los escarceos vanguardistas, Frida eligió un neoprimitivismo deliberado, según lo podemos verificar en los cuadros de los siguientes años (puesto que no hay manera de establecer una cronología de este “periodo tlaxcalteca”, salvo por un análisis inductivo mediante la comparación, tanto de los elementos compositivos, técnicas y soportes, como de los contenidos a los que hace referencia la pintora).7. Adelantemos aquí la coincidencia de Frida y Fermín en la utilización de composiciones pictóricas que recurren a falsos horizontes, con vectores de líneas divergentes, juegos de imágenes y planos muy libres, en los que predominan fuertes contrastes de elementos geometrizados, entre los que destacan sobre todo los cuerpos prismáticos, repetidos en sucesión, en colisión o superpuestos, con el fin de conseguir un mayor dinamismo, es decir, que son claramente discernibles una serie de planos diferenciados y que para el punto de vista del observador se presentan simultáneamente en picada, contrapicada, altura del ojo y escorzo.

Una cronología mínima para el estridentismo necesesariamente debe incluir el 31 de diciembre de 1921, fecha en que el poeta Manuel Maples Arce lanza el manifiesto Actual Nº1, comprimido estridentista de Manuel Maples Arce. Miguel N. Lira lo secunda y, ya para el segundo manifiesto, su nombre aparece entre los integrantes del movimiento, luego de terminarlo con su famoso lema: “¡Viva el mole de guajolote!“, firmado en Puebla el 1 de enero de 1923. Luego, la velada del 12 de abril de 1924, en El Café de Nadie de la Avenida Jalisco (hoy Alvaro Obregón), en donde se inaugura la única exposición de arte estridentista. Allí participa la vanguardia artística de la ciudad de México: Fermín Revueltas, Ramón Alva de la Canal, Jean Charlot, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros, Leopoldo Méndez, el fotógrafo norteamericano Edward Weston y, nada sorprendentemente, también Diego Rivera, quien por entonces seguía pintando en los muros de la Secretaría de Educación Pública. Nadie menciona la inclusión de Tina Modotti, a pesar de que llegó a México en compañía de Weston en 1923, ni la de Gabriel Fernández Ledesma, quizá el más cezaniano de los estridentistas. En 1925, la policía asalta El Café de Nadie. Una parte del núcleo estridentista emigra a la ciudad de xalapa, en donde Maples Arce ocupa la Secretaría del gobierno, contando con la protección del general Heriberto Jara, gobernador de Veracruz (1924-1927). Otros se dirigen a París, Nueva York o se dispersan por la provincia mexicana. En 1926, el Congreso Nacional de Estudiantes saluda al movimiento estridentista. Evidentemente, en ese gesto colectivo hay que incluir al miembro de Los Cachuchas, Alejandro Gómez Arias. La actividad política de éste se acrecienta durante el IV Congreso Nacional de Estudiantes, realizado en 1927, en la ciudad de Oaxaca, al oponerse a la reelección de Alvaro Obregón.

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para entender la utilización de la proyección, el escorzo y el montaje, tres ma-neras básicas de representar la forma fotográfica y la cinemática, que ella tras-lada a este periodo de su producción plástica.8

El grabado en linóleo Dos mujeres (también de 1925), primer antecedente te-mático de la especularidad de la imagen y de la división de la personalidad que tendrá posteriormente su culminación en Las dos Fridas (1939), puede haber sido inspirado tanto por los frescos de Orozco y Rivera de factura bizantinizante (y en última instancia, por el modelo de la emperatriz Teodora representada con su corte en el mosaico de la basílica de San Vitale en Rávena, ca. 546) como por la obra de Natalia Sergueievna Goncharova, a saber, el políptico de Los evange-listas, óleo sobre tela (1910), sobre todo el segundo, dedicado a San Juan, pero muy especialmente la serie de litografías titulada “Imágenes místicas de la gue-rra” de 1914 (todas de la misma reducida dimensión, 30 x 23 cm, ahora parte de la colección del Museo Estatal de Bellas Artes de Moscú).9

Se puede documentar el Paisaje urbano, óleo sobre tela (ca. 1925) de Frida como el primer acercamiento al estridentismo. En efecto, la pintura presenta muchas coincidencias con la acuarela sobre papel Andamios exteriores (1923) de Fermín Revueltas. Sin embargo se trata de una versión taquigráfica tanto de la temática como de la complejidad visual planteada por Revueltas. En la acuare-la de Revueltas el mundo rezagado de la periferia mexicana coexiste con el en-tramado envolvente de la vida moderna; en la versión de Frida desaparece tal contraste para optar por una síntesis plástica, despojada de la crítica social y económica implícita en la primera, privilegiando el carácter baldío y desolado

8. El contacto con el estridentismo ofreció a Frida un amplio abanico de asimilaciones de las corrientes vanguardistas. La militancia política de sus representantes y la experiencia personal de la Revolución mexicana, con la cual se identificó desde muy temprano, le hizo prestar atención especial a las novedosas expresiones del naciente arte soviético. Éste había sabido combinar los estilos tradicionales del arte campesino ruso con los rasgos de los movimientos plásticos emergentes en Europa occidental (fauvismo, cubismo, futurismo y orfismo), produciendo un nuevo lenguaje plástico que eventualmente condujo a la abstracción. Durante su breve existencia, la vanguardia rusa aspiró poder abarcar todos los campos creativos: dibujo, pintura, escultura, artes gráficas y aplicadas, arquitectura, fotografía, cine, poesía, música e incluso la ciencia, al tiempo en que se hacía portavoz del espíritu de la revolución social.

Si bien las fuentes cubistas y futuristas son las mismas, los movimientos vanguardistas soviéticos consolidaron pro-puestas divergentes. El cubismo había llevado ya hasta sus últimas consecuencias las investigaciones plásticas de Cézanne y una visión simultaneísta que interpretaba plásticamente las reflexiones bergsonianas respecto a la aprehension de la memoria a través de los sentidos. El estilo cubista enfatizó la bidimensionalidad de la superficie en el plano pictórico, al tiempo en que rechazaba las técnicas tradicionales de perspectiva, escorzo, modelado y claroscuro, rehusándose a continuar la tradición de la representación occidental del espacio y de la imitación de la naturaleza. Los pintores cubistas no aceptaron copiar ni la forma ni la textura, color o el espacio; por el contrario, presentaron una nueva realidad por medio de objetos fragmentados, haciendo coincidir simultáneamente distintos puntos de vista. Los futuristas rechazaron el arte del pasado, exaltando la energía, la fuerza, el movimiento y el poder de la máquina moderna; su representación fragmentada de la realidad, sin embargo, coincide con la fotográfica.9. Con esta serie litográfica, Goncharova respondía a la crisis social, política, económica y cultural que significó la Primera Guerra Mundial mediante una síntesis de la vanguardia y una acendrada visión de las fuentes primigenias eslavas. Quizá en el nuevo acervo hecho público en La Casa Azul se pueda hallar documentación que pueda vincular el evidente interés de Frida Kahlo por Natalia Goncharova. Por lo pronto, me parece que la factura de Dos mujeres sigue muy de cerca el tipo de esgrafiado de las litografías Ángeles y aeroplanos, Una hueste amante de Cristo y San Jorge victorioso. Cierto es que ni la temática ni el estilo ni la composición tienen semejanza, sin embargo su factura, sobre todo la técnica del tipo de esgrafiado, el juego de luces con que limitan las áreas tratadas, así como las que se han dejado sin tocar emparientan a ambos estilos. Gracias al aprendizaje realizado con su padre con Fernández, Frida pudo aplicar a esta temprana obra los procedimientos que derivan de la fotografía (aplicación de color a unas áreas previamente determinadas) y de la litografía (líneas paralelas a través de la plancha de grabado para ofrecer equivalentes del color) al aislar un segmento (por ejemplo, el esgrafiado del ángulo superior de Ángeles y aeroplanos, el cual comprende el halo y el plumaje del ángel) haciéndolo ocupar todo el fondo como una suerte de retícula. Frida posteriormente recurre, alternativamente, a la proliferación de los elementos geométricos, en una suerte de horrore vacui, como a su opuesto, la utilización del espacio negativo como un valor en sí mismo. De hecho, Dos mujeres es, precisamente, una obra en la que coinciden la proliferación y el espacio negativo. Es menos probable que Frida haya visto reproducciones de Harpías, diseño para tablero (también de 1914), obra realizada en gouache y acuarela sobre lápiz, ahora en un colección privada, quizá un proyecto para un detalle del decorado de El gallo de oro, de Diaghilev, con música de Nikolai Rimsky-Korsakov, dirigida (como todas las obras de Diaghilev, de 1915 a 1923, por Ernest Ansermet) y con coreografía de Mijaíl Mijaílovich Fokin (Teatro Nacional de la Ópera de París, mayo de 1914). Existe otra obra de Goncharova que vale la pena mencionar, así sea para mostrar la empatía espiritual que la une a Frida. Me refiero al Querubín (1915), dibujo en esténcil para el diseño del vestuario de la obra Liturgia, con espirituales negros, dirigida por L. Miasin, también para Diaghilev, pero nunca ejecutada.

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de la experiencia de la vida contemporánea (Frida planteará ese contraste ur-bano/rural en El camión, de 1929, pero ya dentro de su característico estilo neo-primitivista). De igual manera, la composición presenta afinidades asimismo con Escalera (1925), fotografía de Tina Modotti, sobre todo en la perspectiva de pájaro, de hecho, una vista en picada acerba.

Frida debe de haber observado también otras fotografías notables de Tina: Copas (1925), que le debe de haber llamado la atención por su aspecto composi-tivo, así como la combinación de contenido y forma en Manos de titiritero (1926), además de Niña con cubeta (1926) y quizá también Dos niños (1927), estas dos úl-timas más explícitas en su crítica social.

Prueba de la coincidencia de intereses plásticos es Fotografía (1929), sin ma-yor título explicativo que este genérico, pero que me atrevería a llamar Fotogra-fía constructivista, expuesta por primera vez con motivo de su centenario en La Casa Azul de Coyoacán (luego de haber sido resguardada del público duran-te medio siglo, junto con un numeroso grupo de documentos y obras, de Die-go Rivera y de Frida Kahlo, por la disposición testamentaria del pintor y luego por la desición unilateral de su albacea, Dolores Olmedo), que por su compo-sición remite a las fotografías de Tina Modotti y a las propuestas plásticas de los estridentistas.

De manera que, muy poco después, La Adelita, Pancho Villa y Frida (1927) constituye el primer documento plástico que demuestra ya el nuevo involucra-miento político y vanguardista de la artista. De allí que adopte la acentuación y disrupción de planos propios del cubismo, al tiempo que la representación fotográfica de la realidad, aunque sin la repetición de secuencias ni las tácti-cas disruptivas del futurismo, pero absorbiendo tanto los comentarios sociales propios del constructivismo a que la hicieron sensible su contacto con el estri-dentismo y la efervescencia del momento que le tocó vivir. Su inteligencia ana-lítica y su intuición incisiva la llevaron a plasmar esta serie de cuadros en los que abandona la visión unificadora de la tradición académica para optar por una composición fuertemente geometrizada, en los que las ideas revoluciona-rias y sus raíces mexicanas aparecen con un estilo a la vez primitivista y próxi-mo a las vanguardias europeas. También esta obra presenta una sorprendente cercanía con la de Goncharova, El bosque (1913), acuarela sobre papel (ahora en el Museo de Arte Moderno de Nueva York), cuyo reticulado geométrico está or-ganizado mediante una conjunción de triángulos y rombos; sin embargo, hasta ahora no podemos establecer documentación alguna que justifique una cone-xión entre ambas.

No obstante, el predominio del punto de vista superior desde donde se percibe la escena, llamado bird perspective (o bird’s eye view), pudiese haber sido adoptado de las pinturas japonesas y chinas, debido a las convenciones de la perspectiva que rigen las representaciones de su espacio.10

En esta suerte de complejo pictórico, los rombos o losanges tienen un estilo

10. Una de las fotografías tomadas por Guillermo Kahlo el 7 de febrero de 1926 la muestra con un traje de corte oriental (posteriormente Lupe Marín, quien sí se vestía comme il faut, hizo mofa de ésta y otras vestimentas de su rival de amo-res). La anécdota parecería irrelevante si no demostrara un ánimo tan afirmativo como retador frente al autoritarismo uniformante que impone toda moda. Sobre todo proviniendo de alguien que le dio tal importancia al vestuario como signo identitario. Tema para desarrollar sería averiguar la posible relación entre Frida y José Juan Tablada, quien vivía cerca de su casa y cuya excentricidad probablemente haya llamado la atención de la artista. Tablada fue uno de los introductores del haikú al español y su orientalismo se manifestaba en todos los aspectos de su vida, incluyendo, por supuesto, un hermoso jardín, el cual podía ser visto por quienquiera que pasara por el rumbo.

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y un tema distinto para cada escena.11 El primero de ellos, a su derecha, repre-senta un convoy de revolucionarios zapatistas y sus mujeres, las soldaderas, tam-bién llamadas “Adelitas”, que cruza el valle del Anáhuac (o el de Puebla o el de Morelos), ya que en el fondo aparece el volcán Popocatépetl. A la izquierda de la pintora hay otro rombo mayor que representa una estructura arquitectónica mo-derna —cita del proyecto de Tatlin, Monumento a la Tercera Internacional (1920), una torre en forma de doble hélice alrededor de un cono, edificio que alcanzaría los cuatrocientos metros, nunca construido— articulada a base de rombos más pequeños, los cuales tienen su equivalente en los azulejos del piso, de menor tamaño, que repiten de manera obsesiva el motivo del losange. A pesar de los dibujos ornamentales abstractos de esta pieza, la representación figurativa se esfuerza por ofrecer una vista tridimensional, lo cual vale para la totalidad de La Adelita, Pancho Villa y Frida. Reafirma esta apreciación el hecho de que en-tre ambas pinturas haya otro cuadro, también en forma de rombo, con un re-trato del líder revolucionario Pancho Villa, más fotográfico que naturalista. De manera que Frida aparece bajo esta serie de rombos que, mediante diagonales que colisionan, no convergen exactamente sobre ella, pero que, de alguna ma-nera, se despliegan como una suerte de biombos de escenografía dispersos en un espacio vacío. Con todo y el problema que enfrentó a la hora de su compo-sición, los elementos adquieren una intensidad de otro orden, debido a que el espacio negativo adquiere una cualidad equivalente a los elementos represen-tados, de manera que el vacío, articulado asimismo mediante rombos —y tal como en la pintura oriental—, se transforma en un elemento principal del di-seño total de la representación.

Con sentido del humor, tan infrecuente entre sus contemporáneos, ataca-dos de solemnidad o, lo que es peor, de una versión degradada del humor que es el sarcasmo, Frida combina en esta obra las ideas de revolución, mexicanis-mo y vanguardia. Pero no sin asumir sus propias contradicciones. Aun, si el tí-tulo de La Adelita, Pancho Villa y Frida no es de su autoría, la pintora no podía dejar de advertir su futura asociación con el corrido revolucionario. “La Adeli-ta”, como es bien sabido, alude a los primeros versos de una canción entonada por las tropas levantadas en armas: “Si Adelita se fuera con otro/ la seguiría por tierra y por mar/ si por mar en un buque de guerra/ si por tierra en un tren mi-litar”. Frida disfrutaba intensamente de la música popular mexicana, lo cual ha quedado documentado tanto en sus cartas como por múltiples recuerdos de la gente que le fue próxima.

Pero si las “Adelitas” eran las jóvenes soldaderas que marchaban con la tro-pa para seguir a su amado, Frida, por el contrario, se representa a sí misma aquí todavía vestida a la europea, como una suerte de Madame X, en el famoso re-trato de la beldad sureña, radicada en París, Virginie Avegno (Madame Pierre Gautreau), pintado por John Singer Sargent (1884).12 Con un vestido estampado y con un gran escote que le permite mostrar los hombros, Frida parece estar

11. Frida se autorretrató en La Adelita, Pancho Villa y Frida ubicándose en el centro del cuadro y sobre ella hay tres pin-turas con un soporte romboidal, con lo cual ella alude, irónicamente, a la denominación general de las pinturas como “cuadros”; además, claro está, de jugar con el concepto de la representación dentro de la representación.12. Madame Pierre Gautreau (de soltera, Marie Virginie Amélie Avegno, hija del abogado Anatole Placide Avegno, muerto en la batalla de Shiloh durante la guerra de la Secesión, y de Marie-Virginie de Ternant, hija del “tercer marqués de Ternant”) nació en Parlange Plantation, cercana a New Road, Louisiana, junto al río Mississippi, noventa millas al norte de Nueva Orleáns. El primer dueño de la plantación fue su tatarabuelo, Vincent de Ternant, “Marquis de Dansville-sur-Meuse”, quien obtuvo de la Corona francesa los terrenos en 1754 (sin embargo, no hay documentación que certifique el título nobiliario). La plantación estaba dedicada al cultivo de algodón y tenía esclavos.

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siendo examinada en un salón de clases: ubicada frente a una mesa o escrito-rio, dispuesto asimismo para presentar un rombo; del otro lado está sentado, al parecer, un profesor, ya que tiene un libro bajo su mano, en tanto que del lado izquierdo de la artista, pero dándole la espalda (por lo que podría tratarse de Alejandro Gómez Arias, en una referencia a su rechazo amoroso), se ubica un joven con el rostro aún sin rasgos faciales definidos. De manera que el cuadro estaba todavía inconcluso cuando fue obsequiado —o confiado— al poeta Mi-guel N. Lira.

A diferencia de La Adelita, Pancho Villa y Frida, los personajes de la obra mix-ta (óleo y collage) Si Adelita ... o Los Cachuchas, son personas de su entorno in-mediato y al desmostrar ya una mayor habilidad para capturar su aspecto nos ofrece su propia versión de la pintura de género. La composición sigue de cer-ca la también obra mixta (óleo y collage) El Café de Nadie de Ramón Alva de la Canal, cuyo original de 1924 está extraviado (perteneció a la colección de Ma-ples Arce), pero del cual subsiste una copia de 1930, ahora en el Munal (existe asimismo una obra de la Goncharova, El café, boceto de pastel y grafito sobre papel, sin fechas, que, aunque no presenta similitudes compositivas, lo acerca por el tema). Al igual que en su pintura inmediatamente anterior (o quizá sub-secuente y aun coetánea), el estilo es una combinación de primitivismo y van-guardia (con referencias al cubismo analítico y al constructivismo), además de una particular absorsión de la perspectiva oriental china y japonesa por parte de Frida en esos años. Característico del gracejo de su personalidad y de una manera no menos irónica, Frida esta vez alude al corrido revolucionario explí-citamente: el título aparece aquí en una tipografía vecina a la pieza de dominó con el número seis (que es la cantidad de los miembros del grupo retratados, salvo el parcial de Ruth Quintanilla, en el ángulo inferior derecho y del rostro barbado que se asoma por sobre la especie de sobre abierto, tras las figuras de Gómez Arias y Lira, en lo que podría ser asimismo otro retrato y, como el de Ruth, no considerado dentro de la numeración). El título del corrido es igual-mente vecino (y no es casual este contraste) del disco en donde se inscribe la palabra “jazz” que, por estar segmentado, parece generar un movimiento de lectura circulatorio.

Tal como lo hemos mencionado anteriormente, “Los Cachuchas” era el nombre de un grupo de jóvenes al cual se unió Frida al ingresar a la Escuela Nacional Preparatoria. Escogieron ese nombre debido a las gorras de pico que llevaban. Frida pintó a varios de los miembros del grupo en este retrato junto con símbolos relacionados con sus intereses. Ella se ubica, no al centro, sino del lado derecho de la pintura. Un reforzamiento para la precedencia cronológica de esta obra mixta con respecto a las otras dos obras residiría en que la auto-rrepresentación de Frida sigue de cerca su primer autorretrato. De izquierda a derecha están Alejandro Gómez Arias, novio de Frida y líder del grupo, con una bomba en sus manos. A continuación está Miguel N. Lira, con un rehilete en las suyas; Frida le dio el apodo de Chong Lee debido a su gusto por la poe-sía china (en esto un seguidor de José Juan Tablada). Frida tenía una especial predilección por los juguetes populares (ya mencioné que, luego del accidente, al cual no le había dado mayor importancia, ella buscó en vano recuperar un hermoso balero que acababa de comprar en compañía de su novio entonces, Alejandro Gómez Arias, a quien luego le escribe encargándole uno parecido, la simbología sexual del juguete no le debe de haber pasado inadvertida). De ma-nera que, en este caso, el rehilete en su mano adquiere una particular relevancia.

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Frida podría estar aludiendo tanto al catolicismo como a la sinofilia del poeta.13

Frida a continuación ubicó a Octavio Bustamante, cuyo libro, Invitación al dancing, se muestra en la parte superior izquierda. Luego aparece ella misma, cuyo autorretrato todavía muestra influencia europea. Sentado al lado de Frida está el compositor Ángel Salas, cuyo símbolo es una partitura (arriba a la dere-cha). En la esquina inferior derecha hay una porción de la pintura Retrato de Ruth Quintanilla, que Frida, al parecer, ya había pintado por entonces. Y, finalmente, la dama dando la espalda al espectador es Carmen Jaime, la otra mujer en el grupo.

Aparte de los retratos colectivos anteriores, en los que se autorretrata rodea-da por revolucionarios o por compañeros artistas, Frida realiza uno individual, probablemente el último de su periodo tenebrista, para el más cercano de sus amigos, el poeta Miguel N. Lira, también miembro del grupo preparatoriano de “Los Cachuchas”. El retrato fue idea de Lira, quien se lo pidió expresamen-te (“estilo Gómez de la Serna”), una manera más directa de manifestarle el en-tusiasmo que le causaba su pintura. Dado el carácter heteróclito de los estilos utilizados en Retrato de Miguel N. Lira, se puede suponer que ella no había asi-milado aún la funcionalidad que el cortinaje podía desempeñar como repoussoir, tal como lo utilizará en Autorretrato – El tiempo vuela (1929), puesto que superpo-ne el caballito de madera sobre la cortina, quedando ésta en un segundo plano y, por esto, limitada a ser un elemento simbólico más entre los que integran la composición. Así, el fondo, en realidad un plano medio, refleja la mezcla de es-tilos primitivistas, cubistas, constructivistas y orientalistas que durante este pe-riodo interesaban a Frida, en tanto que para la figura del poeta vuelve a acudir a elementos prestados de pintores del Renacimiento italiano, Bronzino y Bot-ticelli; de manera que el modelo y sus atributos están representados mediante equivalentes plásticos de los intereses literarios de Miguel N. Lira.14

Toda esta parafernalia de objetos parece girar asimismo como un rehile-te alrededor del retratado. Esta temprana y doble versión fridiana de la crux decusata o Cruz de San Andrés, se ve reforzada aquí por estos símbolos que re-

13. El rehilete, también conocido como gallo o molinete, consiste en una pequeña asta de madera remontada por una ruedecilla, en cuyo centro se ubican ocho brazos o aspas, es decir, en forma de cruz decusada. Los brazos o aspas están revestidos de un paramento en forma de triángulo, hechos comúnmente de papel (a semejanza de los que se colocaban sobre las puertas, pero éstos hechos de hojalata, con el fin de ventilar el lugar) giran a impulsos del viento. Tanto por la disposición de las aspas como por su relación con el movimiento, el rehilete inevitablemente recuerda la forma de una cruz gammada, es decir la suástica con cuatro brazos acodados, que a menudo aparece en la mano o en la frente de Buda.

El rehilete de Miguel N. Lira es una temprana versión fridiana, tanto de la crux ansata —cruz ansada o egipcia, la de tres brazos y un asa o anilla en lugar del brazo superior— como de la crux decusata —cruz decusada o sistema de ensamblaje en forma de aspa o x, decussis en latín y quiasmós, en griego—, más comúnmente llamada Cruz de San Andrés. Este rehilete, curiosamente, está provisto, no de ocho, sino de diez brazos (quizá una alusión a los nueve cachuchas titulares más otro ocasional, del cual sólo ella y el retratado tendrían la clave). En todo caso, dado el origen tlaxcalteco-poblano de Lira, la curiosa utilización del rehilete quizá aluda a la cruz tequitqui que aparece en los arcos del convento franciscano de Huexotzingo, que fusiona la cruz cristiana con las aspas de San Andrés, es decir, los glifos pictográficos del jade (agua/vida) y de la turquesa (fuego/muerte) para conformar el glifo ideográfico del quincunce con su alusión a la Leyenda de los Cinco Soles, dispuestos de la misma manera, recordemos que en el Calendario Azteca.

Para el pensamiento aún fuertemente imbuido de catolicismo de la Frida adolescente, un juguete alado subroga a la cruz mestiza, símbolo de creación y destrucción. Tal como el gesto autorreflexivo de la persignación —y de una manera no distinta a los sutras que giran en un molinillo de oración budista al ser impulsados por el fervor del creyente— actualiza la señal de la Pasión de Cristo, el rehilete se convierte en el signo de vida y muerte del Redentor.

De esta manera, en este cuadro, la producción de significado se obtiene a través de un proceso puesto en movi-miento gracias a una conciencia de la disposición de las figuras. Aquí el sentido se logra mediante un acuerdo específico de las imágenes visuales; no sólo el dibujo mental que los concibe, el color emocional que tiñe sus figuras o el gesto que actualiza el rito, la composición aquí, al igual que en la música, es un todo orgánico, integra ruidos, disonancias, silencio, es decir, vacío. Signo y acción generan y regresan a la misma fuente: la cruz, símbolo de un sacrificio, puesta en marcha mediante la santiguada (o santiguamiento) es un aspa que provoca un movimiento circular: reintegración de la energía dispersada por la danza de Vichnú o la conmiseración de Buda.14. Raúl Arreola Cortés ofreció en 1977 una descripción del retrato que le hiciera Frida: “El retrato de Lira lo representa de veintiún años, y es un retrato rodeado de símbolos: sobre la cabeza del poeta una lira de oro, de significado obvio; atrás, una gran campana (la María Guadalupe, del santuario de Ocotlán), de la que salen las letras “Taaannn”, en infantil onomatopeya; en el ángulo superior derecho, una muñeca de trapo entre nubecillas, abajo de las cuales se encuentra una torre con rampa externa laberíntica (tal vez alusión al apellido de la novia de Miguel); junto a la torre, la letra “R”

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miten tanto a la vida y muerte del Redentor como a la resurrección de Cristo, no menos que a la creación y destrucción universales (el paramento en forma de triángulos podría referirse a la organización numerológica trinitaria, pro-pia de la civilización occidental). Pero también pudiera ser una referencia ín-tima: la doble cruz, es decir, el doble juego de brazos o aspas quizá fuese una versión visual del dicho: “Cada quien con su cruz”.

En este retrato predominan la oscuridad y la rigidez, lo cual es común en las pinturas de Kahlo de este periodo, pero el conjunto tiene gracia y sentido del humor. Frida, sin embargo, estaba muy decepcionada con el cuadro y en una carta del 23 de julio de 1927 a su novio Alejandro Gómez Arias escribió:

“Pinté a Lira porque él me lo pidió, pero está tan mal que no sé ni cómo puede de-cir que le gusta. Buten de horrible … tiene un fondo muy alambicado y él parece

(claramente, Rebeca) con el número 17 (o sea, el lugar que la ‘R’ tiene en el alfabeto); hacia abajo de la torre, junto al hombro del poeta, una calavera de azúcar (presencia de la muerte en lo mexicano). En el ángulo superior izquierdo aparece un caballito de madera, de la artesanía popular, en color blanco (muchos años después Miguel N. Lira escribió obras con algunos de estos símbolos: Mi caballito blanco y La muñeca Pastillita); más abajo, la figura del Arcángel San Miguel, de traza ingenua de imaginería popular; y junto a las manos del poeta, un libro abierto, en una de cuyas hojas aparece la palabra ‘tu’ y en la otra, pintada una guayaba (clara alusión a los dos primeros libros de M.N.L.); sobre el libro, un rehilete en papel de colores” (Arreola 15-16). La lectura de la simbología es generalmente acertada. Sin embargo, merece afinar algunos detalles, no por nimios menos reveladores. En la onomatopeya, por ejemplo, Arreola Cortés percibe, luego de la “T” inicial, en mayúscula, tres vocales y tres consonantes; sin embargo, en realidad son cuatro letras “A”, también mayúsculas y de gran tamaño, seguidas de otras cinco, también mayúsculas, pero de menor dimensión, para terminar en sólo dos enes, en orden decreciente. Aunque me parece demasiado pronto como para atribuirle una interpretación inequívoca, no es posible dejar pasar la ocasión para recordar la afición que Frida tenía por los juegos verbales y numerológicos, así como por la alegoría. De manera que en esta primera letra “T” (por theos), seguida de otras cuatro vocales mayores, más otras cinco que terminan en dos consonantes, bien podríamos anotar las secuencias que se refieren a la unidad divina, seguida por el número cuatro, propio de la distribución cósmica mesoamericana, que se reafirma en el cinco de la leyenda de los Cinco Soles, para rematar con el número dos propio de la dualidad precolombina. Después de todo, Frida incluye una calaca de azúcar, ¿por qué no habría de dar así la clave de una lectura esotérica al resto de los símbolos?

Por lo mismo, la atinada lectura de Arreola Cortés respecto del contenido de las referencias a los objetos de artesanía (caballito de madera, muñeca de trapo, rehilete), tan apreciadas por el poeta —en la exposición “Tesoros de la Casa Azul”, junto a la fotografía constructivista hay otra, también de alrededores de 1929, que ubica una muñeca contra un caballo con su carrito de madera (en la cédula, quizá excesivamente, se los asocia como una trasposición del accidente de autobús), evidentemente los modelos para el retrato de Lira—, nos muestra el abanico de intereses culturales y afectivos que unían a los dos amigos. De allí, por cierto, las referencias encriptadas en las páginas del libro, en cuyas hojas se alude a los dos primeros poemarios (y únicos a la fecha de la factura del cuadro) del retratado: Tú y La guayaba. También es iluminadora la deducción respecto al nombre de la prometida del poeta, Rebeca Torres, con quien luego contrajo matrimonio: la “torre con rampa externa laberíntica” y la “R (claramente, Rebeca) con el número 17”, que en realidad es el número diecinueve. Este número no puede referirse, como dice el doctor Arreola Cortés, al “lugar que la ‘R’ tiene en el alfabeto”, porque en los diccionarios de la época, tal letra era todavía la vigésima primera y, de las consonantes, la decimoséptima del abecedario castellano. Muy probablemente se refiere a la edad de Rebeca Torres.

De igual manera, el estudioso de la obra de Lira observa atinadamente la “traza ingenua de imaginería popular” de la figura del arcángel, realizada en un estilo no muy disímil de aquél con que Frida realizó un grabado en linóleo, o linograbado, al que pocas veces se refieren con su título correcto, Dos mujeres (1925), realizado como ilustración para el poemario Caracol de distancias, de Ernesto Hernández Bordes, publicado por Miguel N. Lira, pero al que han dado en llamar, por razones espurias, Las dos Fridas y que la pintora le obsequiara (al parecer antes de su accidente de autobús). Ya hemos anotado las vinculaciones con las tendencias bizantinizantes de Orozco y Rivera, a las que habría que agregar la cercanía (asimismo varias veces mencionada) con Montenegro, del cual habría imitado el uso de la aplicación de la hoja de oro, además de la cita de la imagen de la emperatriz Teodora en San Vitale, elementos todos que nos conducen nuevamente a las coincidencias con las propuestas vanguardistas de Natalia Goncharova. En efecto, la figura religiosa que aparece en el retrato de Lira semeja más bien alguno de los últimos castrati de San Pedro (mejor aún, todavía en la pubertad) y poco tiene de la energía o de los atributos con que se representa al general de las milicias celestiales. Por el contrario, recuerda sobre todo los ángeles de Goncharova, en especial aquellos que aparecen en Ángeles y aeroplanos, litografía sobre papel (1914), así como en Una urna común (también de 1914) y que forman parte de la serie litográfica titulada “Imágenes místicas de la guerra”.

De manera que Frida retrató a Lira en primer plano y de tres cuartos —es el único que se acerca a un retrato de perfil propiamente tal— , con un fondo de símbolos y objetos eclécticos, algunos de los cuales representan su nombre: a su derecha, su santo patrono, el arcángel san Miguel (concedamos, pues, que represente al líder de las huestes celestiales, sólo que no hay precedente alguno para este seráfico palitroque en la iconografía virreinal mexicana, ya que de icono-grafía e iconología se trata), mientras que la lira encima de su cabeza se refiere a su apellido. Menos literal, reaparece el rehilete en su mano. Ya hemos mencionado su función iconográfica identificatoria tanto del catolicismo como de la sinofilia del poeta en Si Adelita ... o Los Cachuchas. De hecho, situado al centro de la composición, Miguel N. Lira con el rehilete sobre el libro abierto y sobre cuyas páginas aparece un símbolo de la fertilidad —la guayaba podría entenderse como la versión autóctona de la granada (Punica granatum) que en la iconografía cristiana representa la resurrección y que, debido a sus cámaras interiores, repetiría de manera compacta la forma que despliega el rehilete al aire, si no tuviese más connotaciones tántricas que castamente místicas—, más las letras “tu”: Tú y La guayaba son los títulos de dos libros de poemas de Miguel N. Lira, editado el primero en 1925 y el segundo en 1927. “tu” podría interpretarse —concordando, así, con la lectura esotérica del sonido de la gran campana María Guadalupe de Ocotlán—, como una “tau” y una “ýpsilon”, es decir, las primeras letras de las palabras griegas “theos” e “ýos”, dios e hijo, respectivamente o, de manera más estricta, a una transcripción de aquellas letras griegas a su versión manuscrita en el alfabeto latino.

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recortado en cartón. Sólo un detalle me parece bien (one ángel en el fondo), ya lo verás”. (Kahlo 68)

5. Fortuna póstuma y exotismo de FridaLa fridomanía se ha convertido en una franquicia museística. Las reproduccio-nes de las pinturas de Frida Kahlo y el anecdotario de su vida ya son mercan-cía global, otro Mexican curious más. El exotismo es el sucedáneo de la otredad. Y el souvenir turístico —la artesanía que funcionaba como objeto práctico en su entorno original— expresa la misma impostura en cuanto búsqueda fallida de una exploración necesaria.

La fama artística acarrea un riesgo inherente a su naturaleza simplificado-ra y reduccionista. Se pervierte la complejidad que cifra toda vida, un miste-rio cuyo desciframiento representa algo más que un reto intelectual. Allá cada quien con su capacidad para aprehender, disfrutar y estudiar el arte.

Tununa Mercado recapitula de manera inmejorable las distintas facetas que abarcaron el ser humano y su creación plástica para resumir certeramente, en sólo unas líneas, las causas y las consecuencias de la fortuna póstuma de Frida Kahlo:

Si se muestra a la persona, si se exalta su drama, si, además, ese personaje puede ser el centro de una época sin pedir disculpas por ser mujer, si, por añadidura tiene una obra artística, pareciera que están dadas las condiciones para que venga el recono-cimiento. Como si en Frida Kahlo encarnara una imagen de mujer carismática, que reúne femineidad, responsabilidad política, originalidad expresiva, tragedia, valen-tía física, libertad. Un modelo, en suma, al que hay que agregar lo que los medios masivos, el gran mercado de los seres y las obras, crean como valor y que en el caso de Frida se llama exotismo, una de las formas de la clásica dominación de las metró-polis sobre los países periféricos, por más extensos y poblados que sean. (224-229) Sin embargo, tenemos que precavernos de no confundir la simplificación de

la fridomanía actual con la autenticidad de la experiencia original. Como bien aclara Tununa: “Ella ... sale airosa de todo eso, por su obra y su personalidad” (224-229).15 En efecto, lo que todavía podría pasar por admiración, simpatía o conmiseración fraternal ante su lucha contra la enfermedad, o el asombro per-fectamente comprensible ante lo sorprendente de su indumentaria y de la rica variedad de las apropiaciones populares, nada tiene que ver con el facilismo de la apropiación mercantilista de la fridomanía y la complejidad creativa que im-plica contemplar su obra. En este triunfo del mercado se sustituye la experien-cia inmediata de la obra por el adocenamiento de la acumulación.

La misma precaución es válida respecto a sus citas del entorno popular. Aunque por su padre había tenido acceso a la alta cultura, por el lado materno estaban muy cercanas sus raíces autóctonas. De aquí su gusto por la inmensa variedad de los objetos de artesanía popular, que revelan una rica inventiva de color, textura y formas siempre renovadas que tanto le placían. Y del mismo orden es su personal apropiación del vestuario, joyería y accesorios populares, por lo que es más conocida, ya que lo utiliza con gracia y juiciosa discrimina-

15. También cae en el exotismo aquel artista latinoamericano que, no saliendo de casa, firma su obra ubicándola en París. De igual manera, en el orden del erotismo, quienes, saciados de lo mismo y con ganas de estrenar experiencias novedosas, pero a falta de especímenes extranjeros —o de tiempo o energía para realizar por su propio riesgo la doble aventura de conseguirlo— recurren a miembros de otras clases para cumplir esta función peregrina. No obstante, el exotismo también posee una vertiente más noble: los románticos no sólo recurrieron al viaje de exploración a tierras lejanas, también buscaron en su propio entorno lo bizarro, lo raro y lo nuevo. Su regreso a la naturaleza y lo primigenio pasó necesariamente por el escape interno. De allí su revalorización del paisaje y de las ruinas medievales, encontrando en la decadencia una forma del heroísmo; de allí también el enaltecimiento de la enfermedad, la locura y el desarreglo de los sentidos como pruebas de autenticidad.

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revista de la facultad de filosofía y letras

E S T U D I O Las humanidades ante la perspectiva de género

ción en la mayoría de sus retratos. Fue ella, precisamente, quien contribuyó a popularizar entre sus amigas del medio intelectual mexicano la utilización de tal tipo de atuendo y joyería.

El accidente de Frida fue real, tan real como las secuelas en su salud. Es cier-to que su arte se originó como un consuelo y un paliativo para una larga conva-lecencia, pero en esta actividad, para la cual ya estaba bien dispuesta, encontró luego un sentido y logró hacer de él un medio para rehacerse a sí misma, gra-cias, precisamente, a una capacidad para enfrentar la adversidad. Si la enfer-medad la llevó al arte, luego lo perfeccionó a pesar de la enfermedad. Uno se sentiría tentado a decir que Frida se hizo artista por y a través del dolor, si su último periodo no mostrara el embotamiento provocado por las drogas y los estragos con que la enfermedad minó finalmente su pintura y su vida.

Aztacalco-El Buen Tono y Cuetlaxcoapan, noviembre de 2006-diciembre de 2007.

B I B L I O G R A F Í A

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Historia, género y ficción(María de Estrada, conquistadora,