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Gigantes y enanos. El contrato social en la era de la globalización JOSÉ MARÍA HERNÁNDEZ UNED, Madrid Una de las primeras lecciones que podemos extraer de Los viajes de GulUver, esa obra maestra de la sátira política, es que Lemuel Gulliver es el portador de una gran noticia, aunque no sabemos si es buena o mala. Con él llegó la promesa de un futuro mejor para los liliputienses (¡puede ayudarles a ser más competitivos que sus vecinos de Blefusco!) y, al mismo tiempo, la mayor de las incertidum- bres: todos los pueblos en el radio de la capital deben suministrar cada mañana seis reses vacunas, cuarenta ovejas y otras provisiones para su sustento, amén de una cantidad proporcional de pan, vino y otros licores, mientras que una plantilla de seiscientos funcionarios se ocupa de cocinar, limpiar y atender todas sus nece- sidades. Y ¿qué ocurrina si no fuesen capaces de seguir haciendo este esfuerzo? Pues que el bueno del doctor Gulliver pronto se convertiría en su mayor proble- ma. Por eso, aun cuando su inesperada aparición fue saludada por todos con gran júbilo porque demostraba la existencia de otros mundos, los gobernantes de Lili- put siguen pensando que el suyo, el mundo basado en la guerra preventiva y el aumento de la producción, es, pese a todo, el mejor de los mundos posibles. La ficción que Jonathan Swift publicó en 1726 reproduce con una fideli- dad pasmosa nuestras propias alegrías y tristezas ante el hecho de la globaliza- ción. Los más optimistas creen que la globalización nos abre un mundo repleto de nuevas posibilidades: el mundo de la producción a escala internacional, la revolución tecnológica y la sociedad de la información. En este mundo dejaría- mos atrás la vieja noción de soberanía estatal, característica del llamado «siste- ma de Westfalia», y caminaríamos con la vista puesta en un nuevo horizonte político para los asuntos internacionales: la democracia cosmopolita.' Los más pesimistas, por el contrario, nos recuerdan que esta globalización es tan sólo la última fase de un proceso que comenzó hace varios siglos cuando los intrépidos marinos europeos ampliaron las viejas rutas comerciales siguiendo la lógica expansiva de la naciente corporación capitalista.^ En el terreno político, esta primera globalización —la que llevaron a cabo los herederos de F. Magallanes y J.S. Elcano— también presuponía una idea trasnacional de Imperio a la que enseguida se acogieron las grandes naciones europeas. En efecto, cuando hablamos del sistema de Westfalia, como marco de la soberanía estatal europea, olvidamos con frecuencia que mientras este sistema RIFP/25(2005) pp. 109-129 109

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Gigantes y enanos. El contrato social en la era de la globalización

JOSÉ MARÍA HERNÁNDEZ UNED, Madrid

Una de las primeras lecciones que podemos extraer de Los viajes de GulUver, esa obra maestra de la sátira política, es que Lemuel Gulliver es el portador de una gran noticia, aunque no sabemos si es buena o mala. Con él llegó la promesa de un futuro mejor para los liliputienses (¡puede ayudarles a ser más competitivos que sus vecinos de Blefusco!) y, al mismo tiempo, la mayor de las incertidum-bres: todos los pueblos en el radio de la capital deben suministrar cada mañana seis reses vacunas, cuarenta ovejas y otras provisiones para su sustento, amén de una cantidad proporcional de pan, vino y otros licores, mientras que una plantilla de seiscientos funcionarios se ocupa de cocinar, limpiar y atender todas sus nece­sidades. Y ¿qué ocurrina si no fuesen capaces de seguir haciendo este esfuerzo? Pues que el bueno del doctor Gulliver pronto se convertiría en su mayor proble­ma. Por eso, aun cuando su inesperada aparición fue saludada por todos con gran júbilo porque demostraba la existencia de otros mundos, los gobernantes de Lili-put siguen pensando que el suyo, el mundo basado en la guerra preventiva y el aumento de la producción, es, pese a todo, el mejor de los mundos posibles.

La ficción que Jonathan Swift publicó en 1726 reproduce con una fideli­dad pasmosa nuestras propias alegrías y tristezas ante el hecho de la globaliza­ción. Los más optimistas creen que la globalización nos abre un mundo repleto de nuevas posibilidades: el mundo de la producción a escala internacional, la revolución tecnológica y la sociedad de la información. En este mundo dejaría­mos atrás la vieja noción de soberanía estatal, característica del llamado «siste­ma de Westfalia», y caminaríamos con la vista puesta en un nuevo horizonte político para los asuntos internacionales: la democracia cosmopolita.' Los más pesimistas, por el contrario, nos recuerdan que esta globalización es tan sólo la última fase de un proceso que comenzó hace varios siglos cuando los intrépidos marinos europeos ampliaron las viejas rutas comerciales siguiendo la lógica expansiva de la naciente corporación capitalista.^ En el terreno político, esta primera globalización —la que llevaron a cabo los herederos de F. Magallanes y J.S. Elcano— también presuponía una idea trasnacional de Imperio a la que enseguida se acogieron las grandes naciones europeas.

En efecto, cuando hablamos del sistema de Westfalia, como marco de la soberanía estatal europea, olvidamos con frecuencia que mientras este sistema

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interestatal iba cobrando forma, en base a un reconocimiento explícito de las respectivas jurisdicciones nacionales, estos mismos Estados europeos se aventu­raban por el mundo apelando a una jurisdicción universal. Por eso no es nada extraño encontramos en esta época de la primera globalización con autores que reclamaban junto al principio de la indivisibilidad de la soberanía estatal un derecho de gentes al que estarían sujetas todas las naciones.^ Los pueblos euro­peos eran pueblos civilizados y, por tanto, bien podían tolerar sus respectivas diferencias; pero tenían un deber común: civilizar a los pueblos no europeos. Es cierto que esta idea sirvió para legitimar inicialmente la expansión europea, y de ahí que el debate sobre la globalización sea tan intenso y controvertido todavía entre nosotros."* Los pueblos del mundo tienen experiencias históricas muy dife­rentes de lo que ha significado el «hecho» de la globalización. Pero también es cierto que esta «idea» de la globalización sirvió para construir un primer siste­ma de organización civilizada entre los Estados.

Hoy los partidarios de la globalización siguen apelando a la idea de un mundo que avanza de común acuerdo gracias a la apertura de los mercados, la mejora de la calidad de vida y la defensa de los derechos humanos. Esta globalización conti­núa identificándose con la emergencia de una fuerza capaz de llevar la civilización hasta el último rincón del planeta, aunque esto pueda suponer, en ciertos casos, un peligro mortal para los pequeños grupos económicos y culturales, incluso para al­gunos Estados, que no saben o simplemente no pueden oponerse a los intereses de otros Estados más grandes ni al afán expansivo de las enormes corporaciones mul­tinacionales. Es por esto que el interés que despertaron las versiones eufóricas de la globalización no tanJó en desvanecerse. Las grietas y fisuras ocultas tras su brillante fachada pronto quedaron al descubierto. En los últimos años hemos visto emerger otra imagen de la globalización, una imagen en donde las desigualdades económi­cas se ensanchan a pasos agigantados y las oportunidades vitales se estrechan para quienes se sienten cada vez más pequeños y vulnerables, amenazados por cambios que no entienden, que, dicen, vienen de lejos, y que, en ciertos casos, pueden afectar muy negativamente a sus propias condiciones laborales.'

En este mundo las corporaciones multinacionales lideran el intercambio de bienes y la inversión directa en terceros países. Estas multinacionales han sido determinantes para el desarrollo de países como China o India. El comercio internacional es bueno y la inversión internacional también lo es. Pero estas corporaciones multinacionales buscan sobre todo rebajas fiscales y mano de obra barata. Durante las tres últimas décadas las instituciones financieras inter­nacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial reco­mendaron a todos los países una rápida liberalización comercial y financiera. Algunos países pobres abrieron sus economías más rápido incluso que los ricos. Hoy la mayorí'a de los analistas sostiene que existe un umbral en cuanto a capital humano, infraestructuras y libertades políticas a partir del cual los países pueden empezar a beneficiarse de la globalización.^

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La globalización puede crear, y de hecho crea, gigantes y enanos, y por eso es importante tratar de ajustar las políticas de desarrollo mejorando las posi­ciones de ios más atrasados. La globalización en sí misma no es el remedio. Por todas partes se reclaman mejores mecanismos de gobemabilidad mundial. Unos piensan que es el propio capitalismo el que debe regular sus prácticas, y otros que el Estado tiene un papel esencial que cumplir. Sin duda, el fracaso del Estado es la primera causa de la pobreza, y además, desde el final de la Guerra Fría, hemos visto cómo los Estados débiles se han convertido en la causa indi­recta del desorden global.

Con todo, aunque la globalización esté bajo sospecha, es el marco con el que hay que contar para explicar ciertos fenómenos. Digamos que siendo posi­ble cuestionar su estatus como categoría de análisis (es decir, como una cate­goría que debería estar en pie de igualdad con otras de mayor abolengo, como son por ejemplo las categorías de soberanía o legitimidad), la globalización es lo que nos obliga a revisar muchas de estas categorías de una forma sustantiva. Para mis propósitos no importa si la globalización es o no es una nueva cate­goría de análisis político.* Los problemas de la globalización me parecen lo suficientemente urgentes como para poder justificar el uso de este término sin más reparos. Lo que sí me gustaría señalar es que la globalización es, ante todo, una facultad, una facultad que unos tienen y otros no. No en vano, tam­bién desde hace siglos nos hemos ido acostumbrando a hablar de los derechos de un modo bastante parecido, es decir, como derechos que, en la práctica, unos tienen y otros no.

Todos sabemos que nada hay tan peligroso como confiar en la universali­dad del lenguaje de los derechos. No basta con consagrar un derecho para que todos lo tengan. Tener un derecho es tener la facultad para ejercer ese derecho, y en el caso de la globalización es evidente que no todos tenemos las mismas facultades para actuar globalmente. La globalización no significa lo mismo para las multinacionales que para los Estados, ni para los Estados ricos que para los Estados pobres. Y por eso algunos se esfuerzan hoy por hacer realidad otra forma de globalización. Pienso en los teóricos de la llamada «alterglobaliza-ción», o en los activistas de organizaciones como Greenpeace, Médicos Sin Fronteras o Transparencia Internacional. Estos teóricos y activistas quieren ex­tender la idea de los derechos tomando como referencia un nuevo tipo de socie­dad civil: la sociedad civil global.^ El concepto de sociedad civil global ha sido definido por John Keane, en tanto que «tipo-ideal», como «un sistema dinámico no gubernamental de instituciones socioeconómicas interconectadas que se des­parrama por toda la tierra y que tiene efectos complejos que se hacen sentir en sus cuatro esquinas. La sociedad civil global no es ni un objeto estático ni un fait accompli. Es un proyecto inacabado que consta de redes extensas, unas finas y otras gruesas, pirámides y grupos de discusión de instituciones socio­económicas y actores individuales que se auto-organizan a través de las fronte-

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Jase María Hernándc?.

ras para extraer juntos del mundo formas todavía no exploradas. Estas institu­ciones no gubernamentales tienden a pluralizar el poder y a cuestionar la vio­lencia; consecuentemente, sus efectos pacíficos o "civiles" se perciben en todas partes, aquí y allá, a lo largo y a lo ancho, hacia y desde áreas locales, aden­trándose en regiones más amplias, hasta abarcar el propio nivel planetario»^^^

Como sabemos, la noción de «tipo-ideal», propuesta y desarrollada por Max Weber, no se deriva de ejemplos concretos sino que se trata de una conje­tura a la que se llega a través del examen de estos ejemplos. Un tipo-ideal es una especie de concepto-límite, expresa lo que sería la acción social en cuestión de estar completamente racionalizada. Así entendida, la sociedad civil global sería una esfera pública mundial, global o planetaria —como queramos llamar­la— ante la cual tienen que rendir cuentas los Estados y las corporaciones multinacionales.

En esta misma línea, Anthony Giddens ha escrito lo siguiente en la presenta­ción del primer Anuario de la Sociedad Civil Global: «Una esfera pública global, fuera del Estado y del mercado, es necesaria: una esfera pública creada por los ciudadanos». Esta esfera pública global vendría impuesta por el desarrollo mismo del principio de individuación de la modemidad. «El continuo proceso de moder­nización —escribe Giddens— aumenta la autonomía individual y exige a los indi­viduos definir y redefinir sus identidades como ciudadanos de países, regiones y lugares particulares, y cada vez más, del mundo». Esta sería, pues, la primera característica de esta nueva sociedad civil global: su carácter transversal. Así es definida igualmente por los editores de este primer Anuario: «La sociedad civil global es la esfera de las ideas, valores, instituciones, organizaciones, redes e indi­viduos situados entre la familia, el Estado y el mercado y que operan más allá de los límites de las economías, sociedades y formas políticas nacionales»."

Sin duda, estas definiciones —que justificarían el alegre y colorido Foro Universal de las Culturas puesto en marcha en Barcelona en 2004 y que ya tiene asegurada su continuidad en Monterrey en 2007— presuponen un conjun­to de actores que trabajan de forma entusiasta en la concepción y el desarrollo de las políticas públicas globales. La realidad es algo más gris: la cooperación internacional ha ido cobrando peso debido a las necesidades prácticas de orga­nización legal de los Estados. Aunque este desplazamiento en la percepción pone de manifiesto que la sociedad civil global, como tipo-ideal, es sobre todo un concepto de origen urbano, como lo fue en su día la sociedad civil nacional. La aparición de los nuevos mercados globales de bienes y servicios, la progresi­va intemacionalización de los capitales y el consiguiente aumento de los flujos financieros han obligado finalmente a los propios Estados a cooperar más estre­chamente no sólo entre ellos sino también con las multinacionales en asuntos como la regulación de la competencia, y con las ONG internacionales, en temas relativos a la salud y el medio ambiente, proyectando de este modo la imagen de la acción de gobierno hacia una esfera pública global.

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En este contexto, la sociedad civil global sería para sus defensores algo así como la tercera fuerza de la globalización,'^ Las otras dos, es decir, los Estados y las corporaciones multinacionales, contemplarían con recelo esta inesperada compañía que es, en parte, una respuesta ante sus propios fracasos. No hay que olvidar que los lenguajes políticos de la soberanía nacional y del comercio internacional, vehículos tradicionales de las políticas interguber­namentales durante siglos, partieron, como hemos dicho, de un modelo civili­zador que se proyectaba igualmente sobre la esfera pública mundial. Por des­gracia, no parece que hayamos aprendido lo suficiente de la experiencia ante­rior. Hoy las redes transnacionales tienden a desplazar a los Estados débiles en sus funciones de gobierno. El resultado es una vuelta a la situación anterior de desgobierno tan pronto como estas organizaciones abandonan el terreno. Los teóricos y activistas de la sociedad civil global insisten en que la novedad fundamental estaría en que, ahora, gracias al papel de las ONG internacionales —a través de las cuales los individuos actúan por primera vez en pie de igual­dad con los Estados y las multinacionales— podemos empezar a pensar en un contrato global. Esta sociedad civil global sería la base para dar el paso si­guiente hacia un nuevo contrato entre los ciudadanos y el Estado. Los defenso­res de este enfoque no parecen confiar tanto en la idea de un Estado global como en la fuerza de la propia sociedad civil para civilizar a la globalización enfrentándose a la cormpción de los Estados y a la presión corporativa de las multinacionales.'-* La paradoja está en que esta sociedad civil global depende de los recursos donados por los propios Estados y las multinacionales. Hoy se estima que las ONG internacionales reciben un total de ocho billones de dóla­res anuales de los fondos para el desarrollo de instituciones intergubernamen­tales (ONU, FMI, Banco Mundial, etc.) y dos billones más de fundaciones privadas. Gracias a estas ayudas, todos hemos visto cómo las ONG internacio­nales se han multiplicado en los últimos años.'*

En definitiva, es preciso reconocer, con los analistas de estas ONG inter­nacionales, que la sociedad civil global no sólo se alimenta de su propia reac­ción ante los peligros de la globalización, sino que es bastante impreciso hablar de la desaparición del Estado cuando todo parece indicar que la globalización está impulsando su metamorfosis con la colaboración, consciente o no, de las organizaciones intergubemamentales y de las propias ONG internacionales. Si por un lado estamos asistiendo a una transferencia de responsabilidades desde el Estado-nación hacia las corporaciones multinacionales, algo que siempre han denunciado los teóricos y activistas de la alterglobalización, existe una transfe­rencia parecida desde estos mismos Estados hacia los representantes de la nue­va sociedad civil global. Es posible que haya algo peligroso en ambos fenóme­nos, pero no seré yo quien haga sonar las alarmas. Los Estados-nación tienen, en mi opinión, mucho más margen de maniobra de lo que algunas descripcio­nes de la globalización quieren hacemos creer. El verdadero problema, creo yo,

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José María Hernández.

es que los representantes políticos de estos Estados son los primeros en rendirse ante el dilema de la política en la era de la globalización. El dilema está en que justamente ahora que la gestión de los derechos individuales se ha convertido en la revalida de toda legitimidad política, la soberanía para intervenir en la defensa de estos derechos nunca ha estado tan disputada.

En principio, nada malo hay en que todos se disputen una iniciativa que persigue la mejora de la competencia, el aumento de la calidad de vida y la extensión de los derechos humanos por el mundo. Es más, si me permiten trasladar el dilema al campo de la filosofía política, diré que no es verdad que lo mejor es que entre los derechos del individuo y las distintas formas de poder político exista el menor número posible de intermediarios. Repartiendo más y mejor el poder podemos llegar a construir un sistema potencialmente más justo para el conjunto de los ciudadanos de este planeta. Pero si es bueno que el poder esté lo más cerca posible del ciudadano, también es cierto que cuando te abraza, te asfixia y se convierte en tu principal enemigo. Por eso es tan impor­tante la mediación, porque en los extremos siempre se ocultan las más peligro­sas ilusiones. El contrato global podna llegar a ser una fórmula eficaz para contener los efectos perversos de la propia globalización. Ahora bien, en la hi­pótesis —y es preciso subrayar que de momento no es más que una hipótesis— de que el Estado esté dispuesto a transferir sus responsabilidades políticas, si el Estado está dispuesto a que la sociedad internacional sea su heredera, sin condi­ciones ni hipotecas de ningún tipo, será el propio Estado quien protagonice ese paso, será el propio Estado el que recoja el rédito político de esa metamorfosis. Y no la sociedad civil, ni las corporaciones internacionales. Porque, y este es el punto decisivo aquí, la sociedad civil y las corporaciones internacionales no nacieron para sustituir al Estado de Derecho.

El lenguaje de los derechos no fue una invención de los filósofos contrac-tualistas. Lo que ellos hicieron fue crear una nueva narrativa con ese lenguaje. Existe una larga y compleja disputa sobre el origen y fundamento de estos derechos individuales, y espero que me disculpen si no entro ahora en ella, pues confieso que no me gustana verme como el famoso barón de Münchhausen cuando trataba de salir del agujero tirándose de sus propios cabellos. Tampoco la idea del contrato es una idea moderna. La metáfora evolucionó, como sabe­mos, desde los tiempos de la Grecia clásica, pasando por el Antiguo testamento y por la teon'a política medieval, hasta llegar a la sociedad comercial del siglo XVII. En general, esta evolución sirvió para sustituir la idea de un contrato de sumisión o fidelidad por la de un contrato de afirmación, es decir, la idea del contrato que se basa en la narrativa de los derechos individuales.

Platón proporcionó por medio del sofista Glaucón una primera versión del contrato como pacto de no agresión.' La idea fue recogida después por Epicuro. La justicia es un contrato construido por la imaginación de los hombres para garantizar su seguridad. El objetivo era vencer el miedo que nos conduce a la

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guerra. Epicuro creía que la ausencia del miedo era la base de la verdadera unión entre los hombres. Hobbes, dándole la vuelta al argumento, dirá que es preci­samente el miedo lo único que puede garantizar esta unión. También Platón nos dejó una segunda versión del contrato como consentimiento ante las leyes, y durante siglos los autores que utilizaron esta idea no pensaron precisamente en ella como fuente para la resistencia civil. Este uso es generalmente asociado con Locke, aunque las primeras formulaciones pueden hallarse en la Reforma y, sobre todo, en la Contrarreforma. Está en la base de las disertaciones sobre el derecho de resistencia y en las condenas a la tiranía de raigambre estoica.

Recientemente, el historiador británico Anthony Pagden nos ha ofrecido una breve genealogía de la Ilustración que toma como hilo conductor la tensión entre los llamados «epicúreos» del siglo XVII (Grocio, Hobbes y Spinoza), que habrían partido del miedo como base de su primer contractualismo, y los «estoi­cos» de la siguiente generación (Pufendorf, Shaftesbury y Kant), que trataron de reintroducir nociones de sociabilidad y afinidad entre los hombres en su propia narrativa del contrato.'* Esto le sirve a Pagden para evitar un incómodo malen­tendido con respecto al significado del contractualismo moderno: la idea de que la modernidad nos convierte en seres mecánicos, sin alma y sin Dios; una idea que se remonta a los primeros ataques contra los epicúreos.

En términos de la narrativa contractualista, la diferencia fundamental está en que si los modernos estoicos formularon la idea del contrato, el hipotético acto inicial que instituyó la sociedad civil, como algo previo al pacto de gobier­no o sumisión, los modernos epicúreos postularon una emergencia simultánea del Estado y la sociedad civil. Aquí el acuerdo tiende a ser implícito y menos igualitario y se dejan a la vista las diferencias entre gobernantes y gobernados, así como sus distintos derechos y obligaciones derivadas del pacto de no agre­sión. Porque, nos guste o no, es posible que los epicúreos del siglo XVII no sólo estuviesen interesados en deducir del miedo el derecho natural y político, como quisieron hacemos creer después los estoicos de la siguiente generación.

Es más, quizá deben'amos mostrar que hay dos formas básicas de interpre­tar este revolucionario relato. Y, si me permiten un pequeño rodeo, me serviré para aclarar este punto de un pasaje de Epicuro que utilisui el filósofo español Femando Savater en su libro Las preguntas de la vida. Savater nos propone interpretar la famosa Carta a Meneceo, donde Epicuro afirma que la muerte no es nada terrible, como una invitación a pensar y ocupamos de los asuntos de la vida. La idea de la muerte no debería inquietar a nadie. En realidad, no hay nada que temer porque nunca coexistimos con ella: «mientras estamos nosotros no está la muerte; cuando llega la muerte dejamos de.estar nosotros»." En este combate contra los fantasmas del más allá, contra el miedo a los dioses y a los hombres, han visto muchos el mayor mérito de la ética de Epicuro. Pero es obvio que algo falla en este argumento. Y es que no basta con elegir la vida frente a la muerte. El problema es que sin conciencia de la muerte tampoco hay

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conciencia de la vida. O dicho sin más rodeos, que para elegir la vida hay que tener también alguna idea de la muerte. No estamos, pues, ante un problema de elección sino de sentido.

Del mismo modo, el contrato social debe ser considerado no sólo como un mecanismo para la elección racional sino también como un mecanismo para la creación de sentido. Desde el punto de vista de la elección, no es bueno enre­darse demasiado con la pregunta por el origen y fundamento de los derechos, no vaya a ser que con ello nos olvidemos de ejercerlos, es decir, de los proble­mas de la vida. Pero dejar ahí la cuestión significaría ocultar el cometido funda­mental del contrato. El contrato social, la narrativa que los filósofos modernos crearon con ese lenguaje de los derechos, no puede ser considerado como un simple mecanismo de elección, por más empeño que pongan en ello las narrati­vas contractualistas que se inspiran en la Teoría de juegos. El contrato fue ante todo un medio para la creación de sentido político. Lo que conseguimos por medio del contrato no es resolver un problema sino crearlo. Esta narrativa per­mite crear un problema político donde antes sólo había un problema humano.

La moderna narrativa del contrato nos ofreció la posibilidad de concebir una sociedad civil desde donde resolver de forma racional nuestros problemas. Esta sociedad civil era algo más que un antecedente del Estado: se trataba de su mismo correlato simbólico. La clave del contrato no estaba en si lo humano —el estado de naturaleza— era, cronológicamente hablando, anterior al Estado, sino en que gracias al contrato podíamos empezar a ver de otra forma nuestros problemas. Estado y sociedad civil eran las dos caras de una misma moneda. Esto es esencial para entender «la novela del Estado» {Die Statsromane) —para servimos de la expresión introducida en el siglo XIX para designar al género de las utopías sociales. Pero este doble imaginario del Estado o sociedad civil fue oscureciéndose en la misma medida en que el contractualismo se vio obligado, en su lucha a muerte contra el gobierno despótico, a retomar la idea de la sociedad civil como forma política previa a la institución misma del Estado. De este modo, a pesar de los esfuerzos de Hegel por rehabilitar al Estado como garante de la sociedad civil, la brecha entre ambos fue extendiéndose, y mien­tras el Estado transformaba la narrativa del contrato en utopía del poder, la sociedad civil conservó los atributos de la pureza e inocencia de las primeras novelas del Estado, de los mitos sobre la Edad de Oro y de los relatos de viajes imaginarios a través de los cuales se había abierto paso una reflexión racional sobre cómo mejorar nuestra forma de gobierno.

En nuestros días, el autor que más seriamente se ha tomado la idea del contrato ha sido el filósofo norteamericano John Rawls. La famosa «posición original», donde los individuos eligen como seres racionales y libres tras un «velo de ignorancia» (es decir, como si desconociesen sus propias particularida­des económicas y naturales), se presentaba como un «modelo de representa­ción» desde donde formular después los principios objetivos de la justicia para

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una sociedad democrática. Rawls imprimió un importante giro igualitario a la tradición liberal afirmando que las particularidades naturales, como la salud o el talento individuales, también debían ser consideradas como arbitrarias desde el punto de vista de la moral. La idea que hasta entonces había predominado en la teon'a liberal era justamente que el mayor o menor éxito social de las personas sólo debía estar determinado por sus cualidades individuales. Según esta misma visión, las diferencias de salud o talento no entraban en la teona de la justicia liberal porque eran justamente eso: cualidades naturales, no sociales.'* Rawls se propuso evitar esto diseñando «la estructura básica de la sociedad» de tal modo que estas diferencias fuesen también compensadas por los principios de una justicia democrática. Estos principios, tal y como están expuestos en su A Theory of Justice (1971), son básicamente dos: el primero sentaría el derecho de cada persona al más amplio sistema de libertades que sea compatible con la libertad de los demás miembros de la sociedad, y el segundo, el compromiso con una justa competencia en el acceso a los empleos y cargos públicos que sólo tolere desigualdades económicas y sociales cuando éstas puedan redundar en provecho de todos, pero especialmente de los menos aventajados. Esta últi­ma disposición contendría el llamado «principio de la diferencia».'^

Rawls argumentó que si tuviéramos que decidir qué principios de justicia tendrían que regir la sociedad, elegiríamos los suyos porque son el resultado de un contrato social hipotético en donde cada cual tiene un interés racional en la cooperación. Esta metodología fue duramente criticada porque marginaba la di­mensión contextúa! —histórica y crítica— que proporciona ese sentido a la justicia que encontramos en todos los individuos libres y racionales. La obje­ción tenía su parte de razón, pero también es cierto que el contrato como mode­lo de representación era justamente el recurso con el que se pretendía sacar a la luz esas ideas morales que supuestamente todos compartimos. Estas ideas te­nían su base contextual en la historia de la propia modernidad liberal. El pro­yecto histórico del liberalismo habría consistido en buscar un acuerdo con inde­pendencia de las distintas doctrinas del bien. La solución adoptada habría sido la de privatizar las creencias, de forma que para obtener un consenso normativo sobre cómo gobernamos nadie se vena obligado a actuar en contra de su propia concepción del bien porque, y esto es lo fundamental aquí, sólo se trataría de tomar decisiones sobre asuntos públicos, no privados.

En apoyo de esta tesis, Rawls nos ofrece al comienzo de su Political libe-ralism, de 1993, lo que él llama una «conjetura histórica».^" De nuevo, esta conjetura se parece bastante al tipo-ideal aplicado ahora a la evolución intelec­tual. Según Rawls, la religión de los antiguos griegos se basaba en la existencia de relatos como la ¡liada y la Odisea, propios de la educación ciudadana en una sociedad guerrera. Estos textos no señalaban un único camino de salvación, como harían después las religiones modernas, pero tampoco admitían más idea del bien que la expresada por las acciones de los dioses y de los héroes. Este

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pluralismo se habna logrado, por primera vez, gracias al llamado «milagro» de la democracia griega. No quiero entrar a valorar esta «conjetura», pero desearía hacer notar desde ahora que incluso en esta hipótesis la privatización de las creencias es fruto de una nueva percepción de lo público.

Pues bien, tras esta primera Edad de Oro —continúa Rawls— se oscureció de nuevo el panorama. Si para los clásicos de la antigüedad greco-latina la religión era sinónimo de religión-cívica, para los cristianos la religión presupo­nía una doctrina filosófica del bien. De este modo emergió una concepción de la religión que exigía una fidelidad absoluta a la Iglesia y concedía el monopo­lio de sus asuntos a la casta sacerdotal. Después llegaron los cismas y la Iglesia se fragmentó. Pero todavía no se podía hablar de verdadero pluralismo, pues cada una de las iglesias era tan autoritaria como su competidora. Sólo tras la Reforma llegó el pluralismo razonable, y con ello, la posibilidad de un consenso entretejido a partir de las distintas doctrinas comprehensivas o ideas del bien elaboradas por los filósofos. Este pluralismo razonable presupone un individuo que admite la posibilidad de una privatización de sus creencias, o para decirlo con Locke, presupone un «cristiano razonable». Este hecho tuvo un efecto in­mediato para nuestra propia concepción de la política. Según Rawls, el liberalis­mo político surge precisamente con esta idea del pluralismo razonable. Rawls argumenta que la gran novedad de esta forma de arreglo político está en que no realiza asunciones previas sobre la verdad o falsedad de un conjunto particular de creencias si no que construye los acuerdos a partir de la habilidad de estos individuos razonables para interpelarse mutuamente. Y para ello es imprescindi­ble poder guardar las distancias oportunas con respecto a nuestras propias creen­cias, o si preferimos decirlo de un modo más contundente, considerar estas creencias como irrelevantes en la esfera pública y remitidas a la esfera privada.

La idea que subyace a este gran relato sobre los orígenes del liberalismo es que los conflictos de identidad son los más peligrosos porque son irresolu­bles, mientras que los conflictos de interés pueden resolverse mostrando a todos los principios de justicia de una sociedad democrática. Dicho con otras palabras, mientras que los conflictos de interés son conflictos «visibles», los conflictos de identidad son «invisibles» (para utilizar la distinción que Hobbes aplicó a la naturaleza del poder), son conflictos que afectan a las consideraciones sobre el ser absoluto de algo o alguien. De modo que si los conflictos de interés pueden admitir un cálculo sobre un más o un menos (que es también la definición que Hobbes dio de la razón), los conflictos de identidad no admiten semejante cál­culo. Aquí sólo vale el todo o nada, el conmigo o contra mí. Rawls considera, y con razón, que esto es lo que cambia con la aparición del pluralismo razonable.

Por fortuna, el individuo que es capaz de privatizar sus creencias es un ser razonable, pero ¿y los individuos? Pensar el contrato a partir de esta hipótesis, como hicieron Locke y Kant, es decir, presuponiendo sujetos capaces de priva-tizar sus creencias, tiene el serio inconveniente de limitar sus posibilidades de

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realización práctica. La narrativa del contrato como mecanismo para la elección racional no sirve para todo el mundo. La conclusión puede resultar desconsola­dora, pero peor sena tratar de disimular la verdad con paños calientes. En reali­dad, este contrato sólo sirve para un tipo en particular de individuo, el individuo que ha hecho suya la experiencia histórica del liberalismo.

Esta experiencia nos enseña que las personas razonables pueden tener de­sacuerdos igualmente razonables sobre temas morales, religiosos o filosóficos, y que es mejor insistir, por tanto, en una idea de la autonomía que se ciña a su uso extemo. La idea liberal de la autonomía debe exigirse a los individuos en tanto que ciudadanos y en lo que a sus derechos y deberes públicos se refiere. De igual modo, la justificación de los principios de la justicia depende de estas prácticas y tradiciones de la cultura política liberal. No es posible hablar de un sentido de la justicia común a todos los individuos libres y racionales sin presu­poner antes alguna forma de cultura política.

Sabemos que los límites de esta conjetura son grandes a nivel comunitario y todavía mayores a nivel global. Y quizá por esto último, el propio Rawls no se atrevió a plantear, al final de su carrera, una globalización de sus dos princi­pios de la justicia, que por supuesto incluinan el principio de la diferencia. ' Esta limitación de su teona de la justicia en el ámbito de las relaciones interna­cionales ha suscitado, por una vez, más críticas entre sus habituales partidarios que entre sus igualmente fieles detractores. Recordemos que liberales como Charies Beitz y Thomas Pogge habían argumentado que los principios rawlsia-nos de la justicia podían y debían servir también para la esfera global. Si la posición económica o el talento individual, entre otras caracterfsticas naturales y sociales, son consideradas por el Rawls de la Teoría de la Justicia como arbi­trarias desde el punto de vista moral, con mayor razón habría de afirmarse de factores como la nacionalidad o la ciudadanía; y si las desigualdades sociales y económicas que producen estas circunstancias deben ser corregidas por la justi­cia distributiva en la esfera comunitaria, ¿cómo no habríamos de hacer lo mis­mo en la esfera global? Según esto, los dos principios rawlsianos de la justicia — y, sobre todo, el segundo de ellos, el principio que gobierna la igualdad eco­nómica y social—, en vez de limitarse a las respectivas comunidades naciona­les, deberían regir también entre los individuos en un contrato global. ^

Sin embargo, en The Law ofPeoples (1999) Rawls dice que el modelo de representación de la posición original sólo sirve para avanzar hacia una socie­dad razonable de los pueblos y no hacia un contrato global entre individuos. Esta sociedad es la que define como su «utopía realista». La razón que aduce es que los sujetos de este derecho de gentes no son los mismos ciudadanos de la versión nacional del contrato, como quieren los utópicos defensores de una so­ciedad civil global; ni tampoco los Estados, como afirman los realistas, los de­fensores de un orden interestatal. Los únicos sujetos razonables de este contra­to internacional son los pueblos, que tienen su propia «naturaleza moral», tal

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José Marín Hernc'iiulez.

y como había afirmado trescientos años todo un campeón del dereciio de gentes como Pufendorf.

La noción de «pueblo» sirve en muchos casos para ocultar una zarabanda de pretextos y disculpas con las que el nacionalismo étnico quiere ocultar sus falacias. Quienes más hablan en nombre de los pueblos, en el sentido pre-políti-co del término, lo hacen para denunciar la artificialidad del Estado. General­mente en estos casos, la identidad de los pueblos suele afirmarse a costa de los derechos de los ciudadanos que ese artificio protege, con la intención de mani­pularlos, o simplemente para definir un demos a la medida de sus propios inte­reses. No obstante, en el contexto en que ahora nos movemos, esta noción de pueblo sirve únicamente para que el individuo razonable de Rawls y el Estado democrático de todos, sujeto y objeto respectivos de la hipótesis del contrato nacional, no tengan que esperar a que las demás naciones se transformen en democracias liberales y puedan empezar a construir entre todas una sociedad de naciones civilizadas.

Según Rawls, hay que formar una alianza entre «pueblos liberales» y «pueblos decentes no-liberales». Sabemos qué son los pueblos liberales, pero ¿qué entiende Rawls por pueblos decentes no-liberales? Primero, aquellos que no tienen fines agresivos y reconocen la diplomacia y el comercio como medios de relación pacífica; segundo, los que respetan los derechos humanos básicos y poseen un sistema judicial que sea algo más que un mero sistema coercitivo, es decir, que esté basado en obligaciones morales y en una idea de la justicia como bien común. Ambas condiciones han de cumplirse. Y una vez formada esta sociedad de pueblos liberales y pueblos decentes no-liberales, ambos podrán defenderse en «guerra justa» de los que Rawls llama «Estados proscritos o fuera de la ley», cooperando además en el desarrollo económico de los pueblos más atrasados, «los pueblos lastrados por condiciones desfavorables», sin olvi­dar que cada pueblo, como ocurre con cada individuo, vive mejor o peor que otros en función de su propio esfuerzo y capacidad de ahorro. No olvidemos que este principio del ahorro justo formaba parte del segundo principio de la justicia.^' Por último, esta sociedad de pueblos liberales y pueblos decentes no-liberales debe propiciar la evolución de los «absolutismos benévolos», pero sin ejercer presiones violentas e innecesarias. El objetivo es que cada sociedad des­arrolle sus propias instituciones justas en lugar de postular un contrato global a partir de las dos premisas del ethos de una democracia cosmopolita: la repro­ducción de las instituciones liberales y la redistribución global de la riqueza.

Rawls insiste en que el derecho de gentes no debe confundirse con la perspectiva cosmopolita. Cosmopolitismo y globalización son términos a cual más confuso. No obstante, un vistazo a la nueva literatura sobre este viejo tópi­co nos descubre tres usos fundamentales de la palabra «cosmopolitismo». En primer lugar, los teóricos del cosmopolitismo se interesan por la cooperación entre las naciones y por la sociedad civil global; en segundo lugar, el cosmopo-

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litismo es generalmente invocado por quienes deseanan contener la expansión de los movimientos nacionalistas y comunitaristas y por ello, y tras ello, creen necesario ampliar nuestras nociones de pertenencia, ciudadanía e identidad; y en tercer lugar, la expresión cosmopolitismo se utiliza para calificar un proyecto político capaz de limitar la soberanía de los Estados y levantar estructuras de gobierno mundial.

El argumento de Rawls se dirige contra esta última acepción y se formula en dos momentos. En el primero se afirma que los pueblos liberales tienen que tolerar las instituciones políticas de los pueblos decentes no-liberales. Es impor­tante subrayar que esta tolerancia es una cuestión de principio moral. No se trata de una mera acomodación en aras de la estabilidad y el equilibrio de poderes sino de algo más profundo. Quienes hemos decidido situar la pregunta por la verdad al margen del funcionamiento de nuestras instituciones, no pode­mos imponer a los otros pueblos nuestra verdad consensuada. Hasta aquí el primer momento. El segundo momento de la argumentación se basa en la dis­tinción entre el deber de asistencia y la teoría ideal de la justicia. Rawls mantie­ne que las sociedades ricas tienen un deber de asistencia humanitaria con res­pecto a las sociedades pobres, pero que esta ayuda no exige una extensión de los principios de la justicia a un contexto supranacional. Recordemos que estos principios eran los que justificaban los derechos y obligaciones morales dentro de una comunidad nacional. Rawls es consciente de esta limitación, pero insiste en que semejante extensión de los principios de la justicia tendría consecuencias perversas: los individuos no se verían como responsables de las políticas de sus gobiernos. Estos principios no sólo implicarían una transferencia de recursos hacia sociedades sin ningún control democrático sobre quienes gestionan estos recursos, sino que además penalizaría de hecho a aquellas sociedades más abo­nadoras y mejor administradas.

Al plantear que los individuos son los responsables últimos de los éxitos o fracasos de sus gobiernos, Rawls da un paso adelante en su liberalismo político y dos atrás en su liberalismo igualitario. En su utopía realista, las desigualdades globales son imputables a las decisiones individuales. Pero, ¿qué decisiones han tomado los niños que nacen en África con el VIH/SIDA? ¿Han consentido en las decisiones de sus gobiernos? Rawls no parece darse cuenta de que la dife­rencia entre el deber de asistencia y su propia teoría ideal de la justicia está en que esta última no sólo depende del marco institucional sino que exige una evaluación crítica del mismo. Para ser coherentes con sus propios ideales filosó­ficos, deberíamos postular una estructura básica de la sociedad de los pueblos en lugar de limitamos a describir la que tenemos. El objetivo sería configurar esta estructura básica de modo tal que estas contingencias no empeoren la situa­ción de los más desfavorecidos. Y no estoy tratando de obviar las dificultades de semejante empeño. Ya he dicho al comienzo que nada hay tan peligroso como confiar en la universalidad del lenguaje de los derechos. Ningún liberal

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Joxé Muría Henuíiiilei

debería olvidar esto. Pero siempre que se plantea un conflicto entre el realismo y la utopía (como el que a veces se plantea entre el amor y la fidelidad, o si prefieren entre el ahorro y la generosidad, para no alejamos mucho de los ejem­plos rawlsianos) es mejor tratar de decidir sin escudarse en una filosofía que santifique nuestra forma de vida. La pregunta que se hace Rawls con la mejor de las intenciones es si hay pueblos no-liberales que sean decentes. La pregunta que nunca deberíamos dejar de hacemos es si nuestros pueblos liberales son también pueblos decentes.

Quizá no deberíamos presuponer tan rápidamente la decencia de nuestras sociedades. Quienes hayan leído Los viajes de Gulliver recordarán que el efecto completo del primer viaje a Liliput no se produce hasta que se realiza el segun­do viaje a Brobdingnag, el reino de los gigantes. La variación de tamaño que afecta a los hombres no cambia su naturaleza; permite, al contrario, observar mejor sus errores y sus vicios. El lector va descubriendo que existe una medida interior en cada persona y que ésta resulta curiosamente conmensurable. El comportamiento de ciertos liliputienses —a pesar de sus riquezas— era tan mezquino como su altura. En cambio, los gigantes como el rey de Brobdingnag desean crear las condiciones justas para que todos los hombres puedan vivir en paz y prosperidad. Pero ni siquiera los gigantes pueden resolver sus problemas. Y los problemas globales siguen estando ahí: la pobreza, la violencia, el calen­tamiento del planeta, las enfermedades como el SIDA, el desequilibrio demo­gráfico y las gigantescas desigualdades.

Si en los últimos veinticinco años el PIB del planeta se ha multipli­cado por seis, el 80 % de esta riqueza está en manos del 20 % de la población. 2.000 millones de personas padecen hambre o deficiencias nutritivas, 1.400 mi­llones están atrapados en las redes de la pobreza (el 70 % mujeres) y más de 40 millones tienen SIDA, la mayoría en el tercer mundo. Por el contrario, las personas que tienen la suerte de vivir en el primer mundo disfrutan del 86 % del gasto mundial en consumo y del 79 % de la renta del planeta. Estos datos proceden de instituciones intemacionales del prestigio del Banco Mundial, la Organización Mundial del Trabajo (OIT) o el Woridwatch Institute. La realidad es que sobran datos y faltan iniciativas que resuelvan estos problemas. Así que no debe extrañamos que estos datos se empiecen a transmitir cada vez con mayor resignación. Para evitar esto, dos profesores de la Universidad de Swan-sea (en Gales, Reino Unido) desarrollaron un curioso modelo de representación que permitía comprender mejor estas cifras. Desde luego, este modelo de repre­sentación no se parece en nada a la «posición original» de Rawls, aunque diré en su defensa que otros clásicos del contractualismo —como el propio Hobbes cuando diseñó la famosa portada de su Leviatán para trasladar mejor sus argu­mentos— también cultivaron este otro tipo de representaciones.

Stephen Jenkins y Frank Cowell propusieron un desfile imaginario de una hora de duración en el que cada cual tendría una estatura proporcional a sus

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ingresos. Ellos aplicaron este modelo de representación a la distribución de la renta en el Reino Unido en los años ochenta. '' Nosotros podnamos hacer lo mis­mo con los datos que tenemos ahora sobre la renta mundial. El resultado sería más o menos el siguiente. Suponiendo que este desfile durase todo un día, en la primera mitad de su transcurso no seríamos capaces de ver nada. Una muchedum­bre difícilmente perceptible para el ojo humano pasaría ante nosotros: los casi 1.200 millones de habitantes del planeta que viven con menos de un dólar al día y los cerca de 3.000 millones que viven con un ingreso inferior a dos dólares dia­rios; después podríamos observar un progresivo aumento de la estatura, pero no veríamos al primer individuo de estatura media hasta que no hubiesen transcurrido al menos 20 horas desde el comienzo del desfile. En el tiempo restante, primero una sucesión de individuos de estatura europea, y después otros más altos, con altura doble, triple, cuádruple, para terminar, en los últimos minutos, viendo a gigantes de más de 100 metros de altura, y en los últimos segundos, a los 250 individuos con una estatura kilométrica, es decir, los que tienen una renta anual superior a la renta conjunta del 45 % de los habitantes del planeta, y finalmente, a las 15 personas más ricas del mundo, cuyos ingresos superan en PIB del conjunto de los países del África subsahariana.

A pesar de este grotesco desfile, los gobernantes de Liliput siguen aferrán­dose a la idea de que nuestro mundo es el mejor de los mundos posibles. Un mundo que precisa de la guerra como principal instrumento de la política de seguridad y del consumismo como motor del desarrollo económico. Es más, si dejásemos de luchar por nuestra seguridad y nuestro bienestar, algo que por otro lado nuestra naturaleza exige, nos convertiríamos en unos marginados, en unos seres imperceptibles, y el gran gigante de la globalización pronto nos al­canzaría y nos aplastaría. Otros creen que otro mundo es posible. Un mundo en donde los países más pobres no estarían aplastados por el peso de la deuda externa, donde los Estados más ricos cumplirían con el objetivo del 0,7 % del PIB fijado por la ONU en concepto de ayuda exterior al desarrollo, un mundo en donde habría mecanismos de fiscalidad y gobemabilidad mundiales que evi­ten la escalada de la violencia y de la pobreza, un mundo que podría permitirse, por primera vez en la historia de la humanidad, ofrecer una vida digna a todos los habitantes de la tierra en los términos que establece el artículo 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: alimentos, agua potable, vi­vienda adecuada, educación básica, asistencia médica...^'

En fin, quienes así piensan también creen que los problemas de la globali­zación parecen lo suficientemente serios como para justificar una nueva pers­pectiva política. La perspectiva cosmopolita emergería nuevamente como una fórmula para la contención de los problemas de la globalización. En este cos­mopolitismo estarían las semillas de un consenso alternativo al conjunto de medidas dictadas por las instituciones financieras internacionales (libre comer­cio, flexibilidad laboral, desregulación de los mercados, equilibrio presupuesta-

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José Marta Hernández

rio, transferencias de servicios del sector público al privado, etc.), es decir, los valores de la ortodoxia económica dominante. Este cosmopolitismo no sería una forma política sino un gobernanza que se articularía desde ios presupuestos de la legalidad internacional, la transparencia y la responsabilidad que deben pri­mar en las Naciones Unidas y en todos los tratados internacionales.

La formulación más reciente de este planteamiento es posiblemente la rea­lizada por David Held en su libro Global Convenat. The Democratic Alternatíve to the Washington Consensus (2004). La alternativa socialdemócrata al neolibe-ralismo dominante estaría en un pacto global para una época también global. «El objetivo» —dice Held— «es forjar un sistema político responsable y recep­tivo en los niveles local y nacional, al tiempo que se instauran asambleas repre­sentativas y deliberativas en el conjunto del orden global; es decir, un orden político de ciudadanos y naciones, regiones y redes globales, democráticas y transparentes». "^ Este pacto sentana la base de un orden democrático multilate­ral orientado hacia la justicia cosmopolita. ¿Qué significa el término «cosmopo­lita» en este contexto? En primer lugar, el reconocimiento de los derechos indi­viduales que ninguna asociación estatal o civil podría saltarse. En segundo lu­gar, el cosmopolitismo alude aquí a las formas de regulación política y jun'dica que crean obligaciones que van más allá de las competencias tradicionales del Estado-nación. La socialdemocracia global, pues, se basarí a en el individualis­mo igualitario, en el terreno de la moral, y el liberalismo internacional, en el terreno de la política. Sólo con una orientación semejante se puede responder a los desafíos de una era global, caracterizada por la existencia de Estados, pue­blos e individuos cuyo destino está cada vez más entrelazado y por una autori­dad política cada vez más compartida.

Ya sé que esto puede parecer un discurso de apariencia progresista que oculta las dificultades prácticas de conciliar las distintas demandas, «una varian­te del síndrome de Pangloss, expuesto por Voltaire en su Cándido», según el cual «las buenas palabras tendrí an el efecto mágico de lograr que todo vaya hacia lo mejor en el mejor de los mundos». ^ Pero estoy convencido de que a pesar de todas las dificultades prácticas de un contrato global como mecanismo de elección racional, merece la pena pensar en ello como en algo más que una simple creencia privada o, si puedo decirlo como a mí me gusta, como un mecanismo para la creación de sentido político. Y espero que me disculpen si para explicar esto último me sirvo de mi propia conjetura histórica.

El liberalismo nos invita, como hemos visto, a tomar una cierta distancia con respecto a nuestras creencias y, al mismo tiempo, nos exige definir nuestra forma de vida haciendo abstracción de nuestras circunstancias exteriores. ¿Cómo vivir? ¿Cómo pensar? ¿Cómo vestir? ¿Cómo amar? Algunos han visto precisamente en esta contradicción la raíz del malestar moderno. Por mi parte, vuelvo a pensar que no existe razón alguna para el alarmismo. Como todos sabemos, la cantidad y, sobre todo, la calidad de estas elecciones varían enor-

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memente de un sujeto a otro en función precisamente de esas circunstancias exteriores. Por el contrario, sí veo que sigue existiendo una estreciía relación entre la cohesión extema de nuestras instituciones y la cohesión interna de nuestros valores. A mayor libertad de conciencia, mayor es el apoyo social que se precisa para saber cuáles son estas íntimas creencias. A nadie extrañe, pues, que sean precisamente las religiones mundiales quienes más partido han sacado de la globalización por el momento.

Sabemos que en los albores de la modernidad un buen número de autores cristianos, de L'Hopital a Locke, pasando por Bodino y Grocio, partieron del supuesto de que el Estado no podía abandonar a los creyentes en medio de las guerras de religión. La privatización de las creencias era el único modo de salvarlas en la práctica de un cristianismo razonable. La conclusión a la que llega Locke es que el Estado debe tomar todas las medidas necesarias para garantizar la paz, renunciando a aquellas cuyos efectos puedan ser peores que los males que trata de eliminar. Pero, ¿qué significaba eso de remitir las creen­cias al foro interno? ¿Cómo es posible que privatizando las creencias evitemos los conflictos? Si nos paramos a pensarlo un poco, enseguida veremos que aquí hay algo muy extraño. Cuanto más sinceramente creemos en algo, más interés tenemos en demostrarlo públicamente. Éste es justamente el compromiso que los representantes de las tres religiones globales — judaismo, cristianismo e isla­mismo— empezaron a recordarles a sus fieles desde finales de los años setenta.

Recordemos que en 1977 se produjo el ascenso de Menahem Begin y los radicales del Likud, en 1978 la elevación de Karol Wojtyla al pontificado, en 1979 el regreso del ayatola Jomeini a Teherán y la proclamación de la república islámica, y en 1980 la victoria de Ronald Reagan y el despertar de los movimien­tos evangelistas que exigían el deiiecho de la «mayona moral» a dictar las reglas en materias como el aborto, la eutanasia, la conducta sexual y el rezo en las escuelas. Es evidente que algunos de estos nuevos dogmatismos estaban destina­dos a chocar entre sí; pero también es cierto que durante algún tiempo se mantuvo el peligro de la Unión Soviética, y tanto la hegemonía de los Estados Unidos en el mundo como el bienestar de las democracias europeas precisaban de la «gasolina» de los países islamistas para combatir al enemigo soviético. Ahora, tras la caída del Muro de Berlín y el descalabro del comunismo histórico, los Estados europeos empiezan a recortar sus gastos sociales en previsión de una nueva crisis energéti­ca, y los norteamericanos han optado, después de los atentados del 11 de septiem­bre, por declarar la guerra al fundamentalismo islámico.

Como vemos, remitir las creencias a la esfera privada no garantiza que éstas no puedan reaparecer de la forma más inesperada. Querámoslo o no, los creyentes suelen tomarse sus creencias lo suficientemente en serio como para no querer considerarlas como políticamente irrelevantes, como falsas creencias en la esfera pública. Es más probable que estos creyentes suelan estar convencidos de la rele­vancia política de sus creencias. Como supieron ver Hobbes y Rousseau, es obvio

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Jasé María Hemáiiílez

que esta distinción entre público y privado no era la solución sino una forma de plantear el problema. La privatización de las creencias era posible desde la per­cepción de lo público que ofrecía la ficción del contrato social.

Y con esto volvemos a la idea del contrato como mecanismo para la crea­ción de sentido, que es la idea con la que quisiera concluir. En efecto, como hemos dicho antes, el contrato de estos primeros filósofos modernos no era un simple mecanismo para la elección racional sino una ficción, esto es, un meca­nismo para la creación de sentido político. Lo que conseguimos a través del contrato es revelar un problema que de otro modo permanecena oculto. Es absurdo pensar que basta con remitir las creencias al foro interno para obtener un pluralismo razonable. Este pluralismo (o cristianismo) razonable, del que nos habla Locke, es el punto de llegada, no el punto de partida como quiere Rawls. El pluralismo de la Atenas de Feríeles fue el resultado de una determinada transformación de lo público; y lo mismo habría que decir de la tolerancia religiosa de los siglos xvi y XVII. La pregunta es qué ocurrirá con la nueva transformación que impone la globalización: ¿debemos esperar a que se extien­dan por todo el planeta las prácticas de la cultura política liberal píira hablar de un contrato global?

Si partimos del hecho de que los individuos no son tan libres como ellos piensan a la hora de elegir sus creencias, es muy posible que lleguemos a la conclusión de que es preferible tener en cuenta estas creencias como objeto de discusión y debate, es decir, invitar a todos a transformar estas creencias en ideas, para decirlo orteguianamente. De lo contrario, nos estaremos arriesgando nuevamente a que estas creencias irrumpan en la esfera pública de la forma más inesperada, que suele ser también la más peligrosa. El liberalismo que toma el pluralismo razonable como el punto de partida considera que los conflictos de identidad son, por definición, irresolubles y que, por tanto, es mejor dejarios a un lado y buscar un acuerdo basado en los intereses. Pero no nos engañemos: esto sólo es posible cuando somos capaces de traducir previamente estos con­flictos de interés en términos de valores como la justicia, la solidaridad, la segu­ridad o la paz, valores que forman parte de nuestras identidades. Del igual modo, los conflictos que se aprecian en la esfera pública global (el hambre, la guerra, la destrucción del medio ambiente...) podrían ser tratados como formas contemporáneas de intolerancia, remitiéndolos al paradigma del reconocimiento moral. Es preciso traducir estos conflictos en términos que puedan ser reconoci­dos por el mayor número posible de hablantes. No es cierto que, por su natu­raleza, unos sean negociables y otros no. Lo único cierto es que los conflictos de identidad no pueden resolverse en la lógica de la identidad y los conflic­tos de interés en la lógica del interés.

A mí me resulta imposible definirme como creyente, mujer o huichole, pero puedo entender a quienes se expresan en un lenguaje compartido: la liber­tad de conciencia, la igualdad social o la defensa de un habitat. De modo inver-

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SO, no puedo entender por qué casi la mitad de la población de este planeta tiene que vivir por debajo del umbral de la pobreza, y por ello me siento igual­mente interpelado cuando alguien expresa sus demandas en términos de una identidad religiosa, étnica o cultural que no comparto. Nuestros conflictos son más fácilmente negociables cuando hacemos el esfuerzo de traducirlos en otros términos. Estoy convencido de que ésta debería ser la función principal del lenguaje de los derechos en la era de la globalización. Hemos dicho que los filósofos modernos crearon una nueva narrativa con ese lenguaje. Y si lo hicie­ron ellos, ¿por qué no habríamos de hacerlo nosotros? Como supieron apreciar sus críticos, el defecto principal de esta narrativa era que rechazaba la transfor­mación del vínculo contractual en el tiempo; nos situaba fuera de la historia. Para resolver este defecto la narrativa del contrato global tendría que ser consi­derada como un vínculo vivo entre quienes establecen la ficción contractual. El contrato global como mecanismo de creación de sentido sería una invitación a responder a una situación históricamente heredada. Ahora bien, una historia heredada no es lo mismo que una historia compartida. La historia heredada es la historia que todos padecemos, unos siempre más que otros; mientras que la historia compartida es aquella que hacemos conjuntamente.

El futuro del contrato global, con independencia de las formas institucio­nales que adquiera, dependerá de nuestra capacidad para generar sentido a tra­vés de un nuevo proyecto que no tiene que ser un proyecto universal pero que habrá de ser un proyecto compartido. Lo que hace posible este contrato no son los supuestos valores universales de partida sino la capacidad humana para crear estos valores, nuestra capacidad para generar los acuerdos a partir de las circunstancias particulares. Por supuesto, esto no significa que no existan estos valores universales. Al contrario, el contrato global, considerado desde el para­digma de la acción narrativa, sería algo así como una novela en la que cada generación tiene que escribir su capítulo. Para ello hay que partir siempre de la trama universal y de los personajes heredados, pero sin olvidar que nuestra obligación es la de escribir ese nuevo capítulo de la historia humana. Nuestro capítulo no tiene que ceñirse al guión de la novela del Estado, pero vuelvo a recordar que el género literario de la soberanía estatal presuponía al menos un proyecto civilizador para la esfera global. Hoy esta distinción entre un mundo civilizado y un mundo por civilizar ha sido sustituida por el relativismo de las culturas y el choque de las civilizaciones. Desde luego, es importante lograr que nadie intente imponer sus creencias a los demás, pero sin renunciar por ello a compartir un nuevo proyecto civilizador. El mayor error es dejar de pensar, derribar los equilibrios construidos por la sociedad internacional en las últimas décadas con el objeto de imponer un interés particular en nombre de todos.

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Jo.sé Miiiíii Hcriu'liiílcz

NOTAS

1. David Held, La democracia y el urden cosmopolita. Del Estado moderno al gobierno cosmopolita (trad. de Sebastián Mazzuca), Barcelona, Paidós, 1997.

2. Immanuel Walierstein, El moderno sistema mundial. La agricultura capitalista y los orí­genes de la economía-mundo europea en el siglo XVI (trad. de Antonio Resines), Madrid, Siglo XXI, 1979; El moderno sistema mundial II. El mercantilismo y la consolidación de la economía-mundo europea 1600-1750 (trad. de Pilar López Máñez), Madrid, Siglo XXI, 1984; El moderno sistema mundial III. La segunda era de gran expansión de la eamomía-mundo capitalista 1730-1850 (trad, de Jesús Albores), Madrid, Siglo XXI, 1998.

3. Edward Keene, Beyond the Anarchical Society. Grotius, Colonialism and Order in World Pnlitics, Cambridge, Cambridge University Press, 2002.

4. Immanuel Walierstein, El futuro de la civilización capitalista (trad. de José María Torto-sa), Barcelona, Icaria, 1999.

5. Naomi Klein, No Logo (trad. de Alejandro Jockl), Barcelona, Paidós, 2001. 6. Joseph Stiglitz, El malestar en la globalización (trad. de Garios Rodnguez Braun), Ma­

drid, Taiirus, 2002; Richard Falk, La globalización depredadora. Uita crítica (trad. de Herminia Bevia y Antonio Resines), Madrid, Siglo XXI, 2002; George Soros, La crisis del capitnli.wio global. La .sociedad abierta en peligro (trad. de Fabián Chueca), Madrid, Debate, 1999.

7. Robert Gooper, The Post-modern State and the World Order, London. Demos, 1996, fue de los primeros en advertimos de este peligro. Ahora puede verse también la última obra de Francis Fukuyama, La construcción del Estado. Hacia un nuevo orden mundial en el siglo XXI (trad. de María Alonso), Barcelona, Ediciones B, 2004.

8. Zaki Laídi, Un mundo sin sentido (trad. de Jorge Ferreiro), México, F.G.E., 1997 («Pró­logo a la edición en español. ¿Qué es la globalización?»), pp. 11-21.

9. Véase, por ejemplo, el extenso trabajo patrocinado por la Agencia Europea para la Cultu­ra de la UNESCO y el Consorcio de la Ciudad de Santiago de Compostela y dirigido por el profesor José Vidal Beneyto, Hacia una sociedad civil global. De.ide la sociedad mundo, Ma­drid, Taunis, 2003.

10. John Keane, Global Civil Society?, Cambridge, Cambridge University Press, 2003, p. 8. (Las cursivas están en el original).

11. Helmut Anheir, Mariies Glasius y Mary Kaldor (eds.), Global Civil Society 2001, Ox­ford, Oxford University Press, 2001, p. iii y p. 17.

12. Ann M. Florini (ed.), The Third Forcé: The Rise ofTransnational Civil Society, Wash­ington, D.C., Carnegie Endowment for International Peace, 2(X)0.

13. Mary Kaldor, La sociedad civil global. Una respuesta a la Guerra (trad. de Dolors Udina), Barcelona, Tusquets, 2005.

14. Helmut Anheir et al. (eds.). Global Civil Society 2001, op. cit., p. 6. En la actualidad se calcula que existen más de 50.000 ONG operando a nivel internacional.

15. República, 359a. 16. Anthony Pagden, La Ilustración y sus enemigos. Dos ensayos sobre los orígenes de ¡a

modernidad (edición, traducción e introducción de José María Hemández), Barcelona, Penín­sula, 2002.

17. Femando Savater, Las preguntas de la vida, Barcelona, Ariel, 1999, p. 40. Una muy oportuna recensión de Garios Gómez Sánchez (ABC Cultural, 27 de marzo de 1999) atrajo mi atención sobre las preguntas de este libro. La Epístola a Meneceo puede consultarse en Epicuro, Obras completas, edición y traducción de José Vara, Madrid, Cátedra, 1995.

18. Will Kymlicka, Fito.sofía política contemporánea. Una introducción (trad. de Roberto Garbarela), Barcelona, Ariel, 1995, pp. 69-71.

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El conlrato social cii la era de la global ización

19. John Rawls, A Tlicory of .lii.siice, Cambrigdc, Mass., Hai"vaRÍ University Press, Eídición revisada, 1999, .secciones 11 y 46, pp. 60, ss. y 298-303 (Hay irad. de M.D. González, con algunas variaciones sobre la primera edición inglesa, México, F.C.E., 1978). La formulación rawlsiana de estos dos principios es la siguiente: 1) «Each person is to have an equal right to the niost cxtensive total .system of equal basic libcitics compatible with a similar system of liberty tbr all»; 2) «Social and economic inequalities an; lo be arranged so that they are both: o) to the greatest benefit of the least advantaged, consistcnt with the just savings principie, and b) attached to offices and positions o|x:n to all under conditions of fair equality of opportunity» (op. cit., p. 302).

20. John Rawls, El tihcrnli.siuo político (trad. de Antoni Doménech), Barcelona, Crítica, 1996. 21. John Rawls, El derecho de gentes (trad. de Hernando Valencia Villa), Barcelona, Pai-

dós, 2001. Sobro la cuestión específica de las «asimetrías» entre la hipótesis del contrato como modelo de representación aplicable al ámbito nacional, por un lado, y al internacional, por otai, puedo consultarse Thomas Pogge, «La incoherencia entre las teorías do la justicia de Rawls» (trad. cast. de David Alvarez García), en Revista Internacional de Filosofía Política, n." 23 (2004), pp. 29-48.

22. Charics Bcitz, Political Theory and Internacional Relalions, Princeton, NJ, Princeton Univer­sity Press, 1979; Thomas Pogge, Realizing Rawls, Ithaca, NY, Comell University Press, 1989.

23. Véa.se, siipra, nota 19. 24. Stephcn Jcnkins y Frank Cowcll, «Dwarves and Giants in the 1980,s», Department of

Swan.sea Discussion Paper, n." 93-03, citado en Will Hutton, The State We're In, Jonathan Ca|Te, Londres, 1995, p. 193. Para una extensión de las críticas de Hutton al neoliberalismo desde posiciones socialdemócralas en la esfera internacional puede consultarse ahora su libro, The World we're In, Londres, Litlle-Brown, 2002.

25. Susan George, Otro mundo es posible si... (trad. de Berna Wang), Barcelona, Icaria, 2003. 26. Davil Held, Un pacto global. La alternativa socialdeniócrata al consenso de Washing­

ton (trad. de Jesús Cuellar), Madrid, Tauíiis, 2005, p. 151. 27. Antonio Elorza, «El síndrome de Pangloss», /;'/ País (23 de marzo de 2005).

./osé María Hcrnáiulez Losada es profesor titular de Filosofía Política en la Universi­

dad Nacional de Educación a Distancia (Madrid). Ha sido profesor visitante en la

Universidades de Cambridge (Reino Unido) y The Johns Hopkins (USA). En los i'tltiinos

diez ailos ha publicado numerosos artículos y ensayos en torno a las relaciones entre

Fiio.wfía Política e Hisloria InlelecUial. Destacamos entre los primeros: «Tilomas Hob-

hes o el dibujo de un nuevo orden simbólico» (1991), «Republicanismo cívico y juris­

prudencia civil en la Ilustración escocesa» (1992) y «Lenguaje, política e historia»

(1993); V entre los más rédenles: «El liberalismo ante el fin de siglo» (1998), «La

tolerancia y el futuro del liberalismo» (2001) y «Tolerancia, liberalismo y derechos

humanos» (2004). También es autor del libro «El retrato de un dios mortal. Estudio

sobre la filosofía política de Thomas Hobbes» (Barcelona, Anthropos, 2002).

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