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Halvdan, el Noruego

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Halvdan,el Noruego

María Jesús Morales

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Título: Halvdan, el Noruego

Autora: © M.ª Jesús Morales

ISBN: 978–84–8454–791–4Depósito legal: A–43–2010

Edita: Editorial Club Universitario Telf.: 96 567 61 33C/ Cottolengo, 25 – San Vicente (Alicante)www.ecu.fm

Printed in SpainImprime: Imprenta Gamma Telf.: 965 67 19 87C/ Cottolengo, 25 – San Vicente (Alicante)[email protected]

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmi-tirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magné-tica o cualquier almacenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

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Introducción

Mi nombre es Halvdan. Nací en Noruega, un otoño hace ya demasiados años, hijo de Gunner Cabeza de Oso, el rey de mi clan, un grupo de guerreros que se había convertido en un poderoso y gran pueblo a lo largo de muchas generaciones, ocupando Tromso y alrededores. Mi madre se llamaba Eyvlind, hija del jefe Edno y su esposa Inge, una mujer guerrera y orgullosa, cuyo valor me acompañó toda mi vida, aunque ella muriera siendo yo aún un niño.

Yo crecí entre el pueblo de mi padre, fui educado bajo sus tradiciones y sus dioses y me convertí en un hombre temido y respetado por mi destreza con las armas y mi inteligencia, pues conocía la escritura y la lectura. Decían de mí que me parecía a Odinn, guerrero y poeta a la vez; muchos fueron los sobrenombres que mis contemporáneos me otorgaron.

Fui, en mi opinión, un hombre marcado por el Destino. No fui ni mejor ni peor que los demás. Yo simplemente era como ellos, un noruego. Mi historia no es muy distinta de la de otros, aunque tal vez tuve que aprender demasiadas cosas para una vida tan breve. Eran tiempos difíciles y yo sólo cumplí con mi propio Destino. Pero aquí está escrita para el recuerdo y en honor a quienes amé y respeté durante toda mi existencia.

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Cuando era niño me gustaba pasar el mayor tiempo posible al lado de mi padre. Sentía verdadera adoración por él. Era un hombre rudo, grande, de aspecto un tanto feroz, con su larga barba trenzada y su voz atronadora como la de un gigante. Pero era mi padre, mi único pariente cercano, ya que carecía de hermanos por entonces y mi madre murió cuando yo contaba con sólo diez años.

Mi padre, Gunner Cabeza de Oso, era el rey de Tromso. Antaño nuestros cabecillas no eran más que pequeños jefes, pero nuestra población había crecido en las últimas décadas y ya no éramos un sencillo grupo de noruegos salvajes y nómadas. Teníamos verdaderas ciudades, un sistema o modo de vida establecido con sus leyes y una pequeña fortaleza donde vivía nuestro jefe, elegido entre todos los hombres libres de nuestro clan y de los ligados a nosotros y que ahora se empezaba a denominar rey, pues podía competir en poder con cualquier otro monarca de Noruega.

A Gunner esas cosas nunca le importaron realmente. Fue nombrado jefe de nuestro pueblo por votación unánime en el Consejo. Era un magnífico organizador y poseía la inteligencia suficiente para que no nos faltara nunca de nada. Era un hombre brillante en sus estratagemas militares y conducía a sus hombres a la victoria en cada batalla sostenida con sus enemigos ocasionales. Bajo su mando, nuestro clan progresaba: íbamos creciendo y expandiéndonos. Muchos pueblos más pequeños llegaban a él pidiendo su adhesión y su protección. Deseaban formar parte de nuestra gente y él los aceptaba bajo su tutela. Era, en cierto modo, como un gran padre para todos aquellos cientos de personas que confiaban ciegamente en él.

Habíamos contado con unos cuantos años de relativa tranquilidad. Nosotros no solíamos aventurarnos demasiado con los barcos para ir a tierras lejanas o simplemente a saquear las costas de Europa, como solían hacer la gran mayoría. Mi padre estaba a favor de la creación de un comercio constante y fluido pues, aunque carecíamos de buenos pastos para alimentar a los animales de carga y trabajo, teníamos otras cosas que ofrecer a cambio de grano y forraje, como las pieles de oso o de foca, aceite de pescado, carne de reno y hierro.

Sin embargo, se oían rumores de que las circunstancias iban a empeorar de un momento a otro. La mayoría de las gentes y los vikingos del Sur se habían convertido al cristianismo, una nueva religión que llegó hasta nosotros un buen día y se había infiltrado en las mentes de los hombres de honor como una enfermedad, y les despojaba de las tradiciones aprendidas durante siglos para cambiarlas por las suyas, carentes de sentido para nosotros. Mi padre estaba preocupado con estos acontecimientos. Sabía que

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aquello no podía tratarse tan sólo de una cuestión religiosa. “Los dioses no tienen nada que ver con esto”, decía.

Sea como fuere, yo era un niño y no presté demasiada atención a aquellos problemas tan ajenos a mi infancia. No pensaba en cómo funcionaba el mundo que me rodeaba.

Gunner me buscó un maestro después de que falleciera mi madre. No estaba dispuesto a que me convirtiera en un pequeño salvaje y él mismo no disponía del tiempo suficiente para ocuparse de mí debidamente. Así es que, con apenas diez años, comenzaron a instruirme para ser un buen guerrero y su futuro sucesor.

Era un duro entrenamiento y no consistía tan sólo en practicar con las armas de guerra, tales como el hacha o la espada, sino que, además, me entrenaron para aprender a sobrevivir en los bosques, cómo preparar pieles para hacer de ellas ropajes, cazar, seguir la pista a las presas mediante el rastreo, advertir la presencia de lobos, osos y todo cuanto pudiera serme útil en aquel medio. El hombre que se encargaba de mi educación se llamaba Mirko y era mitad noruego, mitad lapón y uno de los mejores amigos de mi padre. Era un gran maestro.

También me enseñaron a leer y a escribir con las runas, el alfabeto sagrado de mi pueblo. No era habitual que tuviéramos conocimientos tan elevados, pero mi padre insistió en que debía aprender al menos algo que él no fuera capaz de realizar y eso era escribir y leer.

Gunner se volvió a casar. Es difícil para un hombre sedentario aprender, de pronto, a vivir solo. Pero aún lo es más para un rey que se debe a su pueblo y con un niño pequeño a su cargo. Así pues, al cabo de un año, conoció a una mujer que le robó el corazón y le pidió que se casara con él poco después.

Su segunda esposa poseía una mirada penetrante y cabellos rojo oscuro. Tenía una bonita figura a pesar de no hallarse ya en su plena juventud. Ella pertenecía a un clan vecino recientemente adhesionado al nuestro. Su marido fue abatido en una emboscada, en las montañas, durante una de sus cacerías, por un grupo de carroñeros. Una historia de lo más habitual por aquellos días.

Aslund, que así se llamaba, llegó a nuestra fortaleza una mañana fría de febrero, trayendo consigo a una niña de unos cuatro años de edad en sus brazos, producto de su primer matrimonio. Estaba sola y accedió a la petición de mi padre, tomándolo como esposo y entrando así a formar parte de mi familia.

Gunner se unió a ella por amor. Pero yo nunca tuve realmente claro si ella compartía por igual sus sentimientos, o si simplemente se dejó deslumbrar su ambición por el brillo de la corona de mi padre. En realidad, de no haberse casado con él, lo habría tenido que hacer con su cuñado o con algún otro patán de su poblado, pues ella sola carecía de posibilidades para mantener a su hija y la pequeña granja que regentaba sin protección alguna. Habría sido objeto de múltiples violaciones y robos y hasta podrían haberla asesinado para hacerse con los pocos animales que tenía en el corral. La vida no era fácil en aquellas latitudes.

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Aslund me trató siempre como si fuera su propio hijo y no puedo decir nada en su contra, con relación al cuidado que me profesó durante mi infancia y adolescencia. Fue recta y severa en ocasiones, pero también lo fue con su hija en igual medida.

Del mismo modo, se integró con facilidad en los quehaceres cotidianos de su nueva posición. En realidad, no resultaban más complicados que los que hasta entonces había estado realizando en su granja. Ahora tenía más tiempo libre y lo dedicaba, normalmente, a pasarlo con su hija y conmigo.

Indudablemente era una buena madre. Siempre estaba pendiente de nosotros y nos prestaba mucha atención cuando le contábamos algo que para nosotros parecía importante, por absurdo e infantil que fuera. Ella siempre tenía tiempo para sus hijos. Era cariñosa y le gustaba cocinar para nosotros, aunque hubiera personal en el castillo para tales fines.

Cuando las mujeres de la cocina protestaban al verla trabajar durante toda una mañana, ella sonreía satisfecha y les preguntaba:

–¿Qué clase de madre es aquella mujer que no es capaz de preparar la comida de sus hijos con sus propias manos?

Sin embargo, para muchas de las mujeres de aquella época, el instinto maternal de Aslund era un sentimiento un tanto exagerado. Ellas no compartían su misma situación. Solían tener bastantes más hijos y sólo alimentaban a los que nacían en perfectas condiciones de salud y con energías suficientes para soportar los crudos inviernos a los que estábamos sometidos. Los demás eran estrangulados al nacer o pocos meses después, o abandonados en el bosque, donde eran encontrados rápidamente por los depredadores y devorados al instante. No era un mundo para los débiles.

Sólo los jarlar o los reyes podían permitirse el lujo de criar a niños delicados. Pero los bondi, la gente que regentaba una vida común, dependía de la fuerza física de sus hijos para salir adelante, primero trabajando en sus casas con los animales y la tierra y luego como cazadores y guerreros, cuando alcanzasen la edad adulta. No podían, pues, permitir que el hecho de criar a un niño que mostrara signos evidentes de flaqueza o algún defecto físico, supusiera una carga innecesaria y que los fuertes carecieran de alimentos que podrían aprovechar mejor que los otros niños que nunca llegarían a producir nada.

Yo nací a finales de octubre, con las primeras heladas. Mi padre estaba con un grupo de soldados aplacando una revuelta en el Norte. Mi madre estaba sola, pues había ido al bosque cercano al castillo.

Mi nacimiento fue motivo de una gran celebración. El hecho de que naciera en medio del hielo y no muriese, parecía tener un significado profético, pues mi madre cayó inconsciente durante unos minutos, momento en el que los dos podríamos haber fallecido.

Ella se llamaba Eyvlind y era una mujer fuerte y de mucho carácter. Apenas guardo recuerdos de ella excepto de cómo era como madre y casi todo cuanto sé de sus otras facetas, es gracias a los múltiples relatos de mi padre y de quienes la conocieron y admiraban. Tenía un cabello muy largo y de color dorado. Eso lo recuerdo. Era tan alta como mi padre y muy peligrosa cuando estaba armada. De hecho, fue en una lucha cuerpo a cuerpo como decidió casarse con quien después sería mi padre.

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Gunner había viajado con unos cuantos hombres de confianza a visitar uno de los clanes que estaban bajo nuestro mando para tratar un asunto acerca de unas tribus nómadas de lapones que les estaban hostigando con sus continuas incursiones en busca de alimentos y mujeres desde hacía años.

El jefe del poblado les preparó una cena de bienvenida en honor a Gunner, tal y como exigía el principio de hospitalidad entre los noruegos. A ella acudió toda su familia y allegados, así como amigos y otros jefes que deseaban conocer a mi padre y aprovecharon la ocasión para acercarse a sus vecinos. Entre las mujeres estaba Eyvlind, vestida con cota de malla y armada con una pesada espada, como un guerrero. Era una de las numerosas hijas de Edno, el jefe de ese clan.

Edno no tenía hijos de su matrimonio y, por más que lo había intentado, los dioses sólo le concedían hijas. Eso sí, eran tan altas y robustas como cualquier hombre y diestras con las armas. Habían sido educadas por su padre con el fin de que supieran defenderse de los posibles enemigos y ayudarle en caso de que su poblado fuera atacado.

Aquella noche, después de mucho beber, me dijo mi padre que no había podido apartar la vista de Eyvlind durante toda la cena y, cuando el alcohol se apoderó de su cabeza y de su lengua, no pudo evitar pedirla en matrimonio a Edno. Éste estuvo de acuerdo, pues suponía una gran ventaja estar emparentado con el rey de Tromso en todos los sentidos. Pero Eyvlind era de otra opinión y, desde luego, no estaba acostumbrada a que nadie decidiera por ella nada y mucho menos quién debía ser su esposo.

Por ello, y aunque sólo después de mucho tiempo fue capaz de admitir que se sentía atraída por Gunner, decidió que, puesto que era una mujer guerrera al igual que la walkiria Brunnhild, sólo se uniría a Gunner si era éste capaz de vencerla en una lucha cuerpo a cuerpo y con armas de acero.

Cuando pronunció sus palabras, un denso silencio se apoderó de la que, momentos antes, había sido una estruendosa sala. El primer sorprendido fue el propio Gunner. Sin embargo, no se sintió desanimado por ello, pese a conocer la fama de aquella mujer como combatiente. Si vencía ella, se convertiría en el hazmerreír de todos y si, por el contrario, ganaba él, lograría casarse con la mujer de sus sueños, pues había quedado hechizado desde el momento en que la vio y no podía pensar en nada más. Así es que aceptó su reto y se fijó la fecha del duelo para principios de abril, cuando hiciera mejor tiempo para facilitar los movimientos y que no afectase el clima a las aptitudes de ninguno de los dos. La idea fue acogida por todos con gran entusiasmo, pues así, cuando ya no hubiera hielo y las temperaturas subieran, podrían presenciar mejor aquel curioso combate.

Durante los siguientes cinco meses, Gunner visitó al padre de Eyvlind en tres ocasiones, basándose en cualquier pretexto. Lo que realmente buscaba allí era poder volver a ver a esa mujer testaruda y orgullosa, aunque fuera por unos instantes y aunque no hablara con ella.

La primera vez, cuando Eyvlind supo que el rey iba a ir a su casa, tomó un caballo y provisiones y se marchó a la montaña, en pleno invierno, donde pasó toda una semana a solas. Cuando regresó, Gunner ya había abandonado el poblado y Edno estaba muy furioso por su comportamiento.

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–Necesitaba pensar y eso no puede hacerse en un lugar tan habitado –dijo como única respuesta.

La segunda vez, intentaron ocultarle que Gunner estaba a sólo un par de días de camino, pero percibió la excitación de sus padres y lo supo. Sin embargo, no se marchó, como todos temían que hiciese. Su padre pensó que, el hecho de que no se pusiera como una furia, no podía ser una buena señal, y tal vez prefería que volviera a desaparecer, antes que descubrir qué era lo que andaba tramando su hija.

La tensión aumentó cuando hizo acto de presencia en la sala donde se iba a celebrar la cena. A Gunner se le cayó la copa de la mano al verla de repente aparecer con paso firme y decidido; vestida, como de costumbre, con pantalones de cuero, una lujosa y fina camisa de piel de ciervo que se ajustaba perfectamente a su atlética y atractiva figura y armada con espada y daga. Su pelo le llegaba casi a la cintura y aquella noche lo llevaba suelto. La luz rojiza de las antorchas que pendían de las paredes hacía que pareciera su dorada melena una gran llamarada de fuego ondulado.

Le hizo un gesto de saludo al rey y tomó asiento entre dos de sus hermanas y los soldados de la guardia de su padre, unos hombres que la conocían desde niña y la admiraban como a un verdadero líder.

–Celebro que esta ocasión no hayas tenido que salir y puedas compartir con nosotros la magnífica cena que nos ha ofrecido tu padre –dijo Gunner a modo de saludo.

–Es importante conocer al rey, sobre todo cuando tienes que enfrentarte a él. No creas que me hallo hoy aquí por otra razón que la de observar a mi adversario.

–¡Eyvlind! No le hables así a tu rey. ¿Acaso no tienes sentimientos? –exclamó su madre un tanto avergonzada.

–De niña me enseñaron que en la batalla, si quieres tener la oportunidad de vencer, debes alejar de tu corazón todo sentimiento, sea de odio o de amor. Es el corazón quien suele hacernos perecer en la guerra. Yo no estoy dispuesta a cometer ese error. Para mí, es sólo un hombre y nada tiene que ver que lleve una corona en la cabeza. A la hora de morir lo hará como cualquier otro. No hay diferencia humana, sino política. Y lo que vamos a enfrentar son nuestras espadas, no nuestras lenguas –repuso irónica.

–Y esos sentimientos de los que hablas –inquirió Gunner–, ¿son de amor o de odio hacia mí?

Eyvlind le sonrió desafiante antes de responder. –Eso lo sabrás después de nuestro combate, no antes. –No deberías verme como a un enemigo. Yo no te deseo mal alguno. –Y tú no deberías poner en tu boca lo que yo no he dicho ni demostrado en

ningún momento. No sabes nada de mí. Somos perfectos desconocidos. –No tanto, Eyvlind. Sé de ti lo necesario. Edno intervino en la conversación, pues la tensión iba en aumento y temía

que estallara una disputa verdadera entre el rey y su hija. –Gunner, tal vez deberías reconsiderar tu postura con respecto a Eyvlind.

¿Por qué no eliges a cualquiera de mis otras seis hijas? Todas tienen carácter. Pero debo reconocer que Eyvlind es una de las más tozudas. Sólo te traerá

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problemas y no será fácil convivir con una mujer tan rebelde y altanera. Quizás me haya excedido en su educación pues, salvo por sus indiscutibles atributos femeninos, puedo decir que he criado a un montón de buenos guerreros en vez de siete hijas.

Mi padre le contestó sin dejar de sostener la mirada de los ojos de Eyvlind.

–Ojalá pudiera hacer lo que de tan buen corazón y como amigo y leal súbdito me aconsejas. Pero la decisión no depende de mí, sino de mi corazón. Cualquiera de tus hijas sería una esposa digna de un rey. Sin embargo, para bien o para mal, yo no tengo otro deseo que desposarme con esa mujer de ahí. Así es que rezo a los dioses cuando me quedo a solas para que me den la astucia y la fuerza necesaria para lograr que mi amor venza a su desmesurado orgullo. No vamos a cruzar nuestras espadas, como dijiste antes. Vamos a cruzar nuestras vidas y espero que, después de ese momento, sigas conmigo y adoptemos el mismo camino. Cualquier hombre más sensato aceptaría tu propuesta, Edno. Pero no me importa que mi vida sea un infierno con tu hija, si así debe suceder. Sé que sin ella esa vida no tendrá sentido para mí. Tal vez, todo su orgullo sea parte de las armas con las que suele ir siempre vestida. Tal vez, debajo de ese montón de acero, palpite un corazón tan grande como el mío, pues también soy un gran guerrero y ahora me muero de amor por esa mujer de la que sólo sé que la necesito para seguir vivo. Así es que no tengo más remedio que luchar por mi vida.

A mi padre le pareció que Eyvlind, después de oír sus palabras, cambió la expresión de su mirada, pero no podía estar seguro de ello.

–Hablas bien, Gunner Cabeza de Oso –repuso poniéndose en pie y disponiéndose a abandonar la mesa–. Pero a mí no me vas a enternecer con tus buenas palabras.Yo quiero hechos y esos hechos pertenecen aún al porvenir.Yo no soy una de esas jovencitas que se desvanecen de pasión ante las promesas del primer hombre apuesto que se cruza en su camino. Yo estoy hecha de otra madera y soy dura de roer. Tenlo presente.

Cuando ya se daba la vuelta, Gunner la llamó, elevando su poderosa voz por encima de los murmullos que estallaron ante su respuesta y su marcha.

–¿Puedo hacerte una pregunta más? –Depende de lo que se trate. –Si pierdo el combate, ¿qué seré para ti entonces? –Lo mismo que ahora, el rey y un amigo de mi padre con el valor necesario

para aceptar un duelo. Nunca me mofaré de haberte vencido, si así desean los dioses que ocurra. Eso te lo prometo.

–Gracias, Eyvlind. Has contestado a muchas preguntas. Ahora ya no somos tan desconocidos.

–Nos veremos el día señalado para el combate, Gunner. Adiós hasta entonces.

Gunner volvió una vez más al poco tiempo y poco antes de ese famoso día a casa de Edno. Trajo un pequeño ejército consigo para rechazar a los pueblos nómadas que habían vuelto a atacarles y darles una buena lección. Al cabo de tres días, los habían aniquilado a casi todos y al resto los habían expulsado de la zona hacia el Este.

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Estuvo allí casi dos semanas. Pero no vio a Eyvlind excepto de lejos y durante la primera batalla contra los lapones. No pudo cruzar con ella una sola palabra y, cuando la lucha acabó, la mujer desapareció y nadie supo dónde se encontraba. Sólo su hermana pequeña Godri conocía su paradero pero, por más que sus padres y el propio Gunner le suplicaron, no reveló su escondite. Hubiera sido traición y eso no era digno de ella.

De este modo, mi padre no volvió a verla hasta que llegó el día acordado para la celebración del combate, tal y como había predicho la última vez que hablaron. A Gunner le pareció que le iba a estallar el corazón en el pecho y estaba muy nervioso. Creo que le hubiera dado igual que le cortaran un brazo con tal de poder estar con ella un instante.

Había un centenar de personas allí, congregadas en el lugar que Eyvlind Ednosdottir había elegido para el duelo. Era un gran claro del bosque que lindaba con un hermoso lago de aguas cristalinas. El día era perfecto, ni frío ni caluroso, con el cielo despejado y un sol cálido y amable sobre las cabezas de los presentes.

Todos estaban ansiosos porque diera comienzo el combate y hasta habían hecho fuertes apuestas a favor y en contra de cada uno de los oponentes. Había mucha excitación.

Gunner bajó de su caballo y clavó su espada en el suelo, delante de él. Eyvlind hizo lo mismo. Ambos vestían cota de malla, protectores en las muñecas y casco y escudo redondo. Fue Edno quien dio comienzo al combate con un gesto de la mano.

El rey tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para poder concentrarse en lo que estaba haciendo y alejar de sus pensamientos lo que su corazón le dictaba. La mirada azul de Eyvlind era impenetrable, dura y fría como el acero. No daba muestra alguna de vulnerabilidad o nerviosismo. Parecía una fortaleza irreductible, invencible, poderosa.

El duelo era a primera sangre. Aquel que lograra cortar la piel de su adversario habría vencido. Gunner supo que no le sería fácil mantenerse alejado de la hoja de Eyvlind, quien se movía velozmente y con la agilidad de un felino a su alrededor, haciéndole retroceder.

Por un momento, el rey se vio perdido, pues tropezó con una rama que había en el suelo y perdió el equilibrio, cayendo al suelo cuando Eyvlind le atacaba. Giró con rapidez para evitar el golpe del arma enemiga. La hoja le pasó rozando la cabeza y le cortó un mechón de pelo, aunque no la piel, como todos los presentes habían supuesto, incluido él mismo.

Eyvlind creyó que le había herido y, por un instante, olvidó el combate y el motivo por el cual estaban allí aquella mañana. Bajó la guardia y la mano que sujetaba la pesada espada para mirar a Gunner tendido en el suelo con el semblante más sombrío que jamás había contemplado en un hombre.

–¿Te encuentras bien, Gunner? –Perfectamente. ¿He perdido? –No. No te he cortado la carne. No ha habido sangre. –Entonces, ¿por qué no acabas conmigo de una vez? –Por que yo no ataco a nadie que esté en el suelo y desarmado. Va en contra de

mi honor y esto es un duelo de honor. Así es que levántate y sigue luchando.

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Gunner así lo hizo. Cogió su espada y volvió a enfrentarse a la mujer. Hizo un par de ataques, intentando buscar un hueco, por pequeño que fuera en su defensa. Pero fue en vano. Eyvlind parecía inexpugnable y él empezaba a sentirse cansado y abatido. Sentía que la perdía y la tristeza se iba apoderando de él a cada golpe de espada que era detenido por la mujer que amaba.

Sin embargo, en uno de los giros, vio que ella descuidó su brazo por unos instantes. Nadie pudo darse cuenta de su movimiento, pues se hallaba de espaldas al público. Sólo pudo percibirlo Gunner y ella misma, quien le miraba a los ojos directamente. El rey captó su mensaje y no dudó ni un solo segundo en actuar, rozando con la punta de su espada el hombro derecho de Eyvlind para hacerle un diminuto corte superficial, por el que brotó un pequeño hilillo de roja sangre.

Los presentes estallaron en vítores y aplausos, pues pensaban que no podrían tener mejor reina que Eyvlind, quien había tenido valor suficiente para sostener un combate contra su propio rey, un guerrero de fama reconocida.

Sin embargo, Gunner sabía que ella se había dejado vencer, que nunca habría conseguido desarmarla. Tenía fuerza, astucia y agilidad. Cuando regresaron a casa de Edno y pudo librarse de todos, se dirigió a la habitación de su prometida y le preguntó por qué le había dejado ganar el duelo.

–Nunca habrías logrado vencerme. Eres mucho más pesado que yo y yo paso mucho tiempo en el bosque y la montaña haciendo ejercicio. Estoy muy bien entrenada y poseo una gran resistencia. Habrías acabado cansándote y no habría tenido más remedio que vencerte. Un rey no puede ser vencido de ese modo delante de sus subordinados. Ha de ser siempre un ejemplo digno para quienes de él depende su defensa. Además, a mí me basta con comprobar qué clase de hombre eres. En ningún momento has alardeado de tu poder, ni has dicho que me vencerías con facilidad. Has sido capaz de medir tu fuerza conmigo y no te ha importado el riesgo que corrías al hacerlo frente a tanta gente. Los que estaban allí no sólo contemplaban nuestro duelo. Veían a su rey y no hubieran seguido respetándole del mismo modo si una mujer le hubiese ganado en una pelea. Nunca dije que no quisiera ser tu esposa. Pero debía saber si realmente valías lo que creía.

Gunner tuvo que sentarse para no caerse ante las confesiones de Eyvlind. Poco después, se celebró la ceremonia y Eyvlind se convirtió en la reina, abandonando a su familia para acompañar a mi padre a su castillo, su nuevo hogar. Para él, el día de su boda fue el más importante de su vida. Decía riendo de su matrimonio que fue la mejor y más deseada conquista que había logrado.

Eyvlind tenía dificultades para quedarse embarazada. En dos ocasiones creyó que lo había conseguido, pero no fue así. Al cabo de un par de meses enfermó y perdió al niño.

Ella se sintió muy mal después del segundo aborto. Le decía a Gunner que estaba maldita, que no podría darle hijos, pues los dioses se los arrebataban en cuanto sabían que los llevaba en el vientre. Empezó a perder el apetito y adelgazó mucho. No salía nunca de su estancia y no deseaba ver a nadie. A veces ni siquiera a su esposo.

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Gunner también estaba preocupado, no tanto por el hecho de no tener descendencia de Eyvlind como por la salud de su mujer. Por ello, habló con Mirko, su hombre de confianza, y le contó sus problemas.

Mirko le dijo que su mujer no estaba maldita por nadie y que el problema era un asunto bastante sencillo. Entre los de su pueblo, las mujeres, a menudo, debían desempeñar las mismas funciones que los hombres. Trabajaban duramente y sus cuerpos adquirían una masa muscular muy parecida a la de los hombres. Cuando esto sucedía, la mayoría de esas mujeres no se quedaban embarazadas nunca, debido a la poca grasa que sus cuerpos mantenían, como energía de reserva, para alimentarse a sí mismas y al nuevo ser que llevarían dentro.

–Fíjate en Eyvlind, Gunner. Se suele entrenar a diario. Le gusta escalar montañas y correr a caballo por los bosques. Es tan fuerte como cualquier soldado y no come apenas grasas. ¿Cómo va a poder alimentar a otro cuerpo en su interior? Tiene que cambiar de costumbres si desea tener niños. Tiene que tener un cuerpo de mujer, redondeado y suave. Al menos durante unos meses debería intentarlo, y después, cuando gane algo de peso y grasa, estará mejor preparada para su embarazo.

Gunner se fue muy contento, con la información que había recibido de su amigo, a hablar con su mujer. Eyvlind aceptó el consejo de Mirko y le pidió a su marido que fuera éste su médico y supervisor durante el tiempo que tuviese que mantener la nueva dieta y el reposo.

Al cabo de algo más de medio año volvió a estar encinta. Nueve meses después nací yo y nadie volvió a insinuar o decir que la hija de Edno estaba maldita o que era medio hombre y por eso no podía tener niños como las demás mujeres. Mirko, una vez más, había tenido razón.

Como ya he dicho, cuando yo vine al mundo mi padre estaba en el Norte y no supo que tenía un niño hasta que regresó, dos meses casi después, en pleno invierno. Al verme, se quedó boquiabierto y empezó a reírse, a abrazar a mi madre y a gritar a todo el mundo que se preparasen para una gran fiesta. Quería llamarme como él pero, en lo referente al nombre, como casi en todas las cuestiones importantes, Eyvlind no estaba dispuesta a ceder ni conceder deseos que no fueran acordes con los suyos. Ella había decidido que mi nombre era Halvdan y no había más que hablar al respecto.

Yo fui creciendo día a día fuerte y sano bajo los continuos cuidados de mi madre. Durante mis cuatro primeros años de vida, ella permaneció alejada de toda actividad que no estuviera relacionada conmigo. Eso sí, me llevaba a menudo al bosque y caminaba con ella durante mucho rato. Luego, comenzó de nuevo a entrenarse y ponerse en forma. Había sacrificado cinco años por mi causa, tiempo durante el cual no había subido a caballo, ni escalado montañas, ni empuñado un arma. Nunca fue una mujer gruesa, pero sí había cambiado mucho su aspecto y deseaba volver a ser la misma de siempre.

Gunner no se opuso a ello. Sabía que, para alguien como ella, había supuesto un verdadero sacrificio darle ese hijo y se sentía en deuda con su esposa por todo.

Yo acompañaba casi siempre a mi madre. Me gustaba estar con ella porque me hablaba mucho y me llevaba al bosque, donde solía enseñarme

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las plantas y animales que nos salían al paso. Cuando cumplí siete años me regaló un perro.

A mí me gustaban muchos los animales y ella me prometió una sorpresa para mi cumpleaños. Se presentó por la mañana en mi habitación, apenas había despuntado el sol, llevando contra su pecho, para darle calor, un cachorro de perro negro. Yo me desperté al oír sus gruñidos. No daba crédito a lo que mis ojos estaban viendo.

–Si le cuidas bien y le llevas siempre contigo, será tu mejor amigo y podrás confiar en él siempre, pues su amistad hacia ti será incondicional. Tendrás que cuidar de él cada día, pues solo no podría sobrevivir en nuestro mundo, lejos de su madre y hermanos.

–Igual que yo, ¿verdad, mamá? –Sí, algo así es. –Te prometo que nunca le dejaré, que le protegeré y le daré cuanto necesite

para que no le pase nada malo. –Eso está bien, Halvdan. Pero recuerda que su vida es mucho más corta

que la tuya y que, dentro de unos diez o doce años, será muy, muy viejo y se morirá. Debes saberlo desde el principio para prepararte para ese momento.

–¿Por qué se morirá? –Porque todo lo que empieza, tiene también un final. Incluso los dioses

tienen preparado su ocaso y les llegará como a todos nosotros. Mételo entre las ropas. Tiene frío. ¿Cómo le llamarás?

Yo no supe qué responder de momento. Nunca había tenido animales y no pensé en que era evidente que aquella cosa peluda e inocente necesitara llamarse de algún modo.

–No lo sé. No había pensado en ello. ¿Te parece bien Sombra? –Me parece estupendo. Es negro y siempre irá contigo, como tu propia

sombra. Sí, hijo, me parece el nombre más adecuado. Lo cogí y lo metí en mi cama, a mi lado, para darle calor. Era pequeño y

muy suave. –Ven conmigo, Sombra. Bienvenido a mi familia. Ya tengo un amigo. Sombra creció muy rápidamente. Cada semana multiplicaba su tamaño

y peso y aumentaba su rapidez de movimientos. Siempre se nos veía juntos y mi madre sonreía al vernos jugar como cachorros, pues a mí se me notaba feliz y contento compartiendo mis días con él.

En algún momento de aquel mismo invierno, mi madre experimentó un ligero cambio, casi imperceptible. Conmigo jugaba menos y no le apetecía salir a dar sus consabidos y habituales largos paseos. Gunner pensó que debía ser a causa del crudo frío que se dejaba sentir por aquellos días y, cuando a la llegada de la primavera recobró el color sus mejillas y se empezó a sentir más animada, mi padre respiró aliviado.

Sin embargo, yo, de alguna manera, la seguía notando distinta. A finales del verano, durante una de nuestras excursiones, ella me subió

sobre sus hombros para cruzar un pequeño riachuelo. Yo tenía miedo de verme tan alto.

–No sé de qué te asustas, Halvdan. Algún día serás así de alto y tu padre estará orgulloso de ti.

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Halvdan, el Noruego

–¿Y tú no? –Sí, hijo, yo también. Pero yo te estaré viendo desde otro lugar. –¿Te vas a ir, mamá? ¿Por qué nos vas a dejar? Eyvlind se detuvo y me bajó con cuidado, dejándome en el suelo. Luego se

puso en cuclillas para estar a la altura de mis ojos y me miró fijamente. No entendía nada, pero sabía que iba a decirme algo grave.

–Tienes casi ocho años. ¿Crees que eres capaz de guardar un secreto como un auténtico noruego?

–Claro, soy un noruego. –Bien. Has de prometerme que no le contarás a nadie, ni siquiera a tu padre,

ni tampoco bajo tortura, lo que voy a contarte. –Te lo prometo. –Halvdan, hijo mío, debes saber que nada en este mundo me importa tanto

como tú y que mi corazón está dividido en dos grandes trozos, uno es de tu padre y otro es para ti. No sé qué me ocurre, ni tampoco entiendo los motivos. Pero creo poder asegurarte que los dioses me van a llevar pronto al Walhalla. Creo que voy a tener que marcharme con ellos, aunque sea en contra de mi voluntad y aunque estoy luchando con todas mis fuerzas para quedarme aquí el máximo tiempo posible.

Yo no comprendía muy bien sus palabras, pero sí que la iba a perder, que un día no volvería a verla y me quedaría sin ella. Tenía siete años y no pude evitar ponerme a llorar.

–No llores, Halvdan. No tengas miedo, hijo. No estarás nunca solo. Tu padre cuidará de ti y también está Mirko y Sombra. Ellos te ayudarán a ser un gran hombre. Además, sabes que cuando cumplas diez años yo ya no te veré cada día, pues tienes que aprender a ser un guerrero y tendrás que crecer entre los hombres.

–Prométeme que no te marcharás hasta que llegue ese momento. Prométeme que no me dejarás hasta que cumpla diez años, mamá. Soy todavía como Sombra. Tú me dijiste que si no le cuidaba se moriría porque no tenía ni madre ni hermanos. Yo tampoco tengo hermanos y mi madre eres tú. Si te vas antes de que sea un hombre, me moriré...

Mi madre hizo un gran esfuerzo para no desmoronarse delante de mí. No habría sido un buen ejemplo de entereza y tampoco me habría ayudado a calmar mi miedo ni mi pena. La noté cansada y muy triste.

–Escúchame bien, Halvdan. Eres mi único hijo. Te prometo que no te dejaré hasta que cumplas los diez años y, a menos que me parta un rayo o que la espa-da del enemigo me lleve al infierno, Eyvlind Ednosdottir, tu madre, no te dejará solo. Quiero que recuerdes de mí que fui una persona que siempre cumplió sus promesas y que tuvo el valor y la fuerza suficiente para enfrentarse a los mismí-simos dioses por estar a tu lado hasta la misma edad que cualquier otra madre. Pero este ha de ser nuestro secreto. Desde ahora y hasta que llegue el momento, estamos unidos no sólo por los lazos de sangre, sino también por los de honor.

Así fue como tuve que aprender a pensar que no sólo perdería a mi querido amigo Sombra, sino que también perdería a mi madre y ella no estaría conmigo cuando a Sombra le llegase su hora. Tenía casi ocho años y me sentía la persona más desgraciada del mundo.

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M.ª Jesús Morales

Mirko me vio un día deambular solo por el patio de la fortaleza. Sombra estaba jugando solo, intentando llamar mi atención con sus saltos y ladridos en vano.

–¿Qué te pone tan triste? Yo no supe qué responderle. Ni siquiera me había dado cuenta de que

estaba detrás de mí, observándome. Quise por un momento contarle la verdad. Pero no pude hacerlo al recordar la palabra que le había dado a mi madre. Así es que sólo le conté la mitad de mi problema.

–Pienso que un día Sombra me abandonará y me quedaré solo. No entiendo por qué tiene que morirse si yo le quiero tanto y comparto con él cuanto tengo. No quiero sufrir y no quiero estar con él, porque me dejará.

–No deberías pensar así, Halvdan. Todo se rige por unas normas que escapan a menudo a nuestro dominio y entendimiento. Nada es eterno entre nosotros. Incluso tú mismo habrás de abandonar esta vida para viajar a la morada de los dioses y también dejarás aquí a gente y seres queridos. Si algo enseña esta vida con su brevedad, es que hay que aprovechar cada instante de ella y disfrutar de lo poco que nos da. Si ahora dejas de lado a Sombra, el día que llegue su fin sufrirás porque le has perdido y no puedes borrar lo que ahora siente tu corazón por él y porque te sentirás culpable al haber perdido tantas ocasiones de ser feliz a su lado. El dolor es algo inevitable. Con cada muerte se nos va un trozo de alma. Pero, a cambio, quedan los recuerdos. Eso es imborrable en nuestra mente. Mi consejo es que seas consciente de lo que tienes y le trates como si hoy fuera la última vez que le vas a tener contigo.

–¿Con las personas pasa lo mismo? –Sí –repuso algo extrañado por mi pregunta. Las palabras de Mirko me dieron mucho que pensar. Sabía que tenía

razón, pero yo no estaba preparado para hacerme a la idea de que pronto dejaría de existir mi madre.

Pero así sucedió. Mi madre anunció que estaba de nuevo embarazada. Esa noticia nos

alegró mucho a todos. Gunner se sentía feliz al saber que su descendencia iba a aumentar, tal vez con otro varón. Yo pensaba en la posibilidad de tener un verdadero hermano con quien compartir juegos y secretos y, sobre todo, pensaba en que tal vez mi madre se quedaría entre nosotros por más tiempo.

Pero no fue así. A medida que avanzaba el embarazo, Eyvlind se sentía más y más cansada. Había empezado a perder peso, aunque comía de forma adecuada. Su color de piel pasó del rosado al pálido en cuestión de semanas y su hermoso pelo dorado perdió el brillo y se volvió quebradizo y pobre. La criatura que llevaba en su vientre la estaba consumiendo poco a poco.

Gunner hizo venir a los mejores médicos y hechiceras que había oído nombrar en Noruega. A todos les pedía que la salvaran, les preguntaba desesperado qué tenía. Pero nadie supo darle una respuesta convincente. Incluso se atrevió a hacer venir a un sacerdote cristiano. Pero tampoco éste, alardeando del inmenso poder de su Dios, mejoró el estado de Eyvlind lo más mínimo. Osó decirle a mi padre que su mujer iba a morir porque estaba condenada al infierno a causa de sus crímenes pues, para los de su cultura, las

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Halvdan, el Noruego

mujeres son sólo instrumentos de trabajo y carecen de todo derecho. Excepto para servir a sus esposos cuidando sus casas y trayendo hijos al mundo, no tienen permiso para nada más.

Gunner perdió los estribos cuando el sacerdote habló de Eyvlind de ese modo y luego exigió que se bautizaran él y todos sus súbditos. Le dio un fuerte puñetazo en la cara y el hombre salió despedido por el aire para caer, sin sentido, en el suelo, dos metros más allá. Luego le cogió por sus extrañas ropas y le llevó a rastras hasta el patio de armas.

Allí hizo que recobrara el sentido tirándole un cubo de agua helada a la cara. Cuando volvió en sí, ordenó a dos soldados que le levantaran del suelo y le mantuvieran en pie.

–Dices que tu infierno está rodeado de llamas que muerden la carne de los impuros y de los malvados. Voy a darte la oportunidad maravillosa de convertirte en el único de tu especie que va a llegar a ese reino de los cielos pasando en vida por las llamas del infierno. Así serás más santo. Vamos a probar tus propias promesas de salvación contigo mismo.

Por más que aquel hombre soberbio y fanático gritara apelando a la piedad del rey, no consiguió conmover el corazón de Gunner. Éste, al contrario, todavía le despreció y odió con más fuerza. Mi padre estaba tan furioso que no era capaz de controlar sus impulsos. Yo jamás lo había visto así.

–¿Por qué chillas como un cerdo en el matadero? ¿No eres feliz al saber que tu maravilloso Dios te va a salvar, que te vas a sentar a su lado, tal y como predicas? Eres un falso hipócrita, un cobarde y un bastardo asqueroso. Voy a quemarte para purificar tus pecados. Sé que es así como soléis hacerlo vosotros. Tardarás varias horas en quedar carbonizado. Así tendrá tiempo suficiente tu Dios para decidir si apaga el fuego o te deja abandonado a tu suerte. Nadie que conozca a mi esposa puede decir que está maldita, condenada o cualquier otra idiotez semejante. Y si tu Dios existe de verdad, también sabrá que es una mujer digna de respeto, un ejemplo a seguir. Por eso, vas a pagar la ofensa.

–Puedo darte dinero. Te compensaré por mi falta con oro. ¡Oro! –¡Cállate! Un hombre de honor sólo acepta compensación económica

cuando está sumamente necesitado o incapacitado para defender su honor con la sangre. ¿Te parece que yo encajo en alguno de los dos casos? El dinero no es algo que a mí me satisfaga. En este caso me insulta aún más. Atadlo y prendedle fuego.

Esa fue la primera vez que vi a un cristiano y, por desgracia, no fue la última. Gritó horriblemente durante unos minutos que parecieron durar horas y, después, perdió el conocimiento a causa del dolor y del intenso humo que le rodeaba. Su dios no acudió en su ayuda. Tampoco hubo lluvia que disipara las llamas. Nada le salvó la vida y allí quedó concluso su Destino.

–¿Ves, Halvdan? No es cuestión de los dioses. Ellos no tienen nada que ver con esto. Lo que hacemos aquí es cosa nuestra y somos nosotros los únicos que intervenimos para el bien o para el mal. Además, si sólo tienen un dios para tanta gente, seguro que anda demasiado ocupado para atender las peticiones de todo el mundo.

Entre tanto, llegó de nuevo el otoño y con él cumplí mis diez años. Fue el peor día de mi vida, pues el hecho de que yo tuviera un año más, liberaba a mi

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madre de la promesa que me dio aquella mañana en el bosque. Hubiera dado cualquier cosa por detener el tiempo. Pero eso era algo imposible.

Casi tres meses antes de que llegara el momento del parto y dos meses después de mi cumpleaños, Eyvlind sufrió una abundante hemorragia y se desplomó inconsciente en el suelo de la sala del trono, lugar donde se llevaban a cabo los preparativos para la cena.

A mí me habían apartado de mi madre, tal y como exigía la tradición, para que dejara de ser un niño y me empezara a convertir en un hombre y ser instruido en la lucha cuerpo a cuerpo y con armas. Sin embargo, en cuanto me era posible me escapaba y aprovechaba cada minuto libre para ver a mi madre, estar con ella o cerca de ella.

Cuando se desmayó, yo estaba allí y pude verla caer al suelo. Mi corazón dio un vuelco y salí de mi escondite para correr a su lado. Su rostro estaba pálido como la nieve y un sudor frío le recorría el cuerpo. Casi al instante llegaron los sirvientes y, un momento después, mi padre entró corriendo en la sala, apartándoles a todos a empujones. La levantó con mucho cuidado del suelo y la llevó en brazos hasta su aposento. Hizo llamar a Mirko, traer agua caliente y encender el fuego de la chimenea.

Mirko les pidió a todos que le dejasen trabajar a solas y, excepto Gunner, no había nadie más en la habitación donde Eyvlind permanecía inconsciente y manchada de sangre oscura y maloliente.

Al cabo de varias horas salió mi padre con el rostro sombrío y muy cansado. Parecía muy viejo. Me vio sentado en el frío suelo frente a la puerta y supo que no me había movido de allí desde que ellos entraron. Se acercó con paso lento y sin hacer ruido. Luego se puso en cuclillas para llegar a mi altura y me cogió las diminutas manos entre las suyas curtidas y llenas de pequeñas cicatrices.

–Halvdan. Tu madre está muy enferma y creo que no llegará a ver el sol de mañana. El bebé que esperaba era una niña. Pero ha muerto antes de nacer. Eso ha hecho que ella enfermara tanto y no podemos hacer nada para evitar que se vaya con tu hermana. Ahora, gracias al bueno de Mirko, está consciente y yo ya me he despedido de ella. Si deseas verla por última vez, podrás hacerlo con la condición de que no has de llorar delante de ella. Eso le haría sufrir aún más. Si no quieres entrar, nadie te lo reprochará y no por eso serías menos hombre. Estás en tu derecho de preferir recordarla sana y tan hermosa y radiante de vida como siempre ha estado.

–Quiero verla –fueron mis palabras. Mi padre me acompañó hasta la puerta y la abrió para dejarme entrar.

Al verme, ella intentó dedicarme una sonrisa que me pareció una mueca de dolor. Recuerdo que, por un momento, pensé que aquella persona tan delgada y pálida no era mi madre. Pensé en escapar de ese lugar tan oscuro y lúgubre. Pero su voz, aunque muy débil, conservaba aún su timbre claro y cierto aire de autoridad que no admitía discusión.

–Acércate, Halvdan, no tengas miedo. Mirko, déjanos a solas, por favor. Sé que nada más puedes hacer por mí y quiero hablar con mi hijo. Gunner, acompáñale.

Cuando los dos hombres se marcharon, ella se incorporó con un enorme esfuerzo para quedar sentada en el lecho y poder verme mejor.

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Halvdan, el Noruego

–Sé que has cumplido con tu palabra y no le has dicho a nadie que sabíamos que iba a enfermar de este modo. Estoy muy orgullosa de ti y siento que hayas tenido que sufrir tanto por los dos durante estos dos últimos años. No creas que no me he dado cuenta de eso. También yo he cumplido con mi palabra y he esperado a que cumplas los diez años. Pero tu hermana me está esperando en el Walhalla y ella me necesita ahora más que tú. Sé que te convertirás en un hombre digno de ser mi hijo. Serás alto como yo y fuerte como tu padre, tal vez hasta más que él. Yo no lo veré con estos ojos, pero me voy convencida de ello. Sé con todo mi corazón que no me defraudarás jamás en nada, pues ya con ocho años me demostraste la clase de hombre que crece dentro de ti. De mí te contarán muchas cosas, Halvdan. Pero no dejes que las palabras de los demás enturbien tus recuerdos. Para los demás yo nunca fui su madre y me veían con otros ojos. Lo único que a mí me importa es saber cómo me ven los tuyos. La gente exagera mis hazañas y mis gestos. Tú conoces la verdad de mí, pues nunca me has visto como a la reina ni como a la guerrera. Espero haber sido una buena madre para ti y que siempre recuerdes de mí mi parte vulnerable y emotiva, antes que la guerrera.

–Nunca olvidaré lo que siento por ti, madre. Te juro que jamás ofenderé tu nombre con mis actos siempre que dependa de mí. Nadie podrá ocupar tu lugar en mi corazón, porque no hay nadie como tú. Eres mejor ejemplo para mí que mi padre.

–No digas eso, Halvdan. No equivoques tus juicios. A tu padre nunca le has dado las mismas oportunidades que a mí y tampoco has tenido en cuenta el cargo que ocupa y lo que significa para todos aquellos que están bajo su mando y protección. Hasta ahora, has sido sólo un niño, mi niño. Gunner ha sido muy comprensivo con los dos y nos ha dejado estar juntos sin interferir en nuestra relación. Pero ahora te pido que le observes y tomes ejemplo de él, pues te aseguro que es un hombre maravilloso y podrás aprender de él lo que te falta para convertirte en un noruego digno de honor. Haz de Gunner no sólo tu padre, sino tu amigo, tal y como tú y yo hemos sido estos años. Te prometo que no te arrepentirás de ello. Sé que he vivido poco, pues apenas he pasado de los treinta y dos años. Pero soy consciente de que he tenido mucha suerte durante mi corta vida, pues he podido compartir mi tiempo y mis sentimientos con los dos mejores hombres de Noruega. Guíate siempre por tu corazón, no por lo que te aconsejen los demás o por las circunstancias. Debes permanecer siempre en paz contigo mismo y, sólo así, la vida te será propicia. Recuérdalo, Halvdan. Estos son los mejores consejos que puedo darte como madre y como amiga. Ahora, si no deseas decirme nada más, debes dejarme. Me siento muy cansada y me temo que no despertaré de mi sueño. Dame un beso y deséame un feliz viaje.

Yo me abracé a su cuello con cuidado de no lastimarla y la besé en las mejillas. Un nudo en la garganta amenazaba con ahogarme si no rompía a llorar. Pero no deseaba faltar a la promesa que le hice a mi padre antes de entrar y tampoco quería que mi madre sufriera más por mi culpa. Así es que me bajé de la cama y me dispuse a salir de aquella estancia oscura. Cuando llegué a la puerta, me detuve un instante y aunque las lágrimas ya habían empezado a resbalar por mi cara, me di la vuelta para dirigirle la última mirada y mis últimas palabras.

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–Madre, aunque estés entre los dioses y te ocupes de mi hermana que no conozco, te pido que nunca me olvides, que recuerdes que aquí abajo está tu hijo, Halvdan Gunnersson, honrando tu nombre y que te quiere.

–Lo haré, te lo prometo. Esté donde esté, velaré por ti, hijo mío. Luego salí corriendo de allí y esa fue la última vez que hablé con Eyvlind

en vida de ella. No podía ver nada, pues mis ojos estaban anegados en incesantes lágrimas. Cuando me alejaba de su habitación pude oír que ella también lloraba amargamente y que, como yo, había hecho un gran esfuerzo para mantenerse serena delante de mí y procurar hacer más fácil una despedida tan cruel. Eso me hizo quererla aún más y pensé que ella sentiría lo mismo por mí.

La mañana siguiente amaneció gris y fría. La nieve había caído durante la noche y todo estaba cubierto con su gélido manto blanco. Mi padre vino a buscarme y me dijo que mi madre había muerto y que iba a preparar su funeral. Me preguntó si yo quería compartir con él aquella tarea, algo que le correspondía hacer sólo al esposo o al padre, en caso de no hallarse éste presente en el momento. Yo acepté, sabiendo que aquel gesto, por parte de mi padre significaba mucho más.

Estar unidos para organizar el entierro de mi madre suponía estar unidos a partir de ese instante para el resto de nuestra vida. Las cenizas de Eyvlind servían para sellar nuestros lazos de sangre. Nadie podría interponerse entre nosotros dos a la hora de la verdad. Nadie podría enemistarnos nunca ni bajo ningún concepto. Lo juramos por ella al pie de su pira funeraria, antes de que nuestras manos, sujetando a la vez la misma antorcha, le prendiesen fuego al cuerpo de nuestra reina.

Hacía un frío horrible, pero permanecimos allí durante horas, delante del fuego, hasta que las llamas se extinguieron.

Habíamos subido el cuerpo de mi madre a lo alto de un pico montañoso, un lugar que a ella le gustaba mucho, ya que desde arriba se podía disfrutar de una vista muy hermosa, con el lago de fondo y las montañas nevadas a su alrededor. Gunner decidió que allí se llevaría a cabo el entierro de su esposa y todos emprendimos el camino en medio de la noche. Una larga hilera de antorchas serpenteaba entre la negrura, en silencio. Una vez arriba, depositaron el cuerpo de Eyvlind en lo alto de la pira que mi padre había mandado construir por la tarde.

La habían vestido con su mejor traje de combate, le habían lavado su pelo y se lo habían peinado como solía hacerlo ella en vida. Parecía una diosa, más que una reina y pese a lo demacrada que había quedado después de varios meses de sufrimiento y a la fría expresión que le daba la propia muerte, seguía destacando por su belleza y su porte orgulloso, por aquella elegancia y serenidad que otorga la paz interior de quienes están seguros de sí mismos. Aun así, tumbada en su pira, podía percibirse su energía y su fuerza.

Cuando el fuego empezó a arder, Gunner avanzó un paso adelante y tomó de un movimiento rápido la espada de mi madre y me la tendió para que la cogiera de su mano.

–Será mejor que conserves esto. A ella no le hará falta en el lugar a donde va y tú sabrás guardarla en su nombre y utilizarla como es debido. A tu madre

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Halvdan, el Noruego

le complacerá saber que la mano de su hijo descansa sobre la empuñadura de su arma más preciada y que sabrá guiarla con la misma fuerza y arrojo que lo hizo ella en vida. Es una espada demasiado hermosa y valiosa para que se pierda entre las llamas y te pertenece a ti por derecho. Tómala, Halvdan y honra a tu madre con ella.

Yo apenas podía sostener la pesada hoja de acero que me ofrecía mi padre entre mis manos. Sin embargo, el contacto con la fría empuñadura no me pareció desagradable. Sentía una especie de curiosa energía que subía como un sutil hormigueo hacia mi brazo y me llegaba hasta el corazón, embargándome de una sensación de poder que nunca había experimentado antes de aquel preciso momento. Aquella espada significaba para mí el mejor regalo que nunca había tenido, después de mi perro Sombra. Ambos procedían de mi madre y supe que la llevaría siempre clavada en mi alma, acompañándome a todas partes. Su presencia, bien en forma de recuerdo, bien como sentimiento, me seguiría allá donde yo fuera, como una parte de mí mismo.

Cuando tenía casi once años y medio, mi padre me mandó buscar, pues quería hablar conmigo. El hecho de que fuera otra persona a llamarme en vez de hacerlo él mismo, me hizo pensar que debía tratarse de algo importante o serio. Mis sospechas eran fundadas.

Con toda la solemnidad que fue capaz de reunir en aquel momento, me comunicó de forma oficial que iba a volver a casarse. Yo no entendía por qué razón tenía que decirme aquello de ese modo, delante de tanta gente y cogiéndome por sorpresa. Sus ojos no sostenían mi mirada y supe ver en ellos la vergüenza y cierto temor a ser odiado por mí, su único hijo. Temía encontrar en mi semblante la mirada dura de Eyvlind culpándole por lo que iba a hacer.

Pero no la halló. No había rencor ni odio, ni tampoco resentimiento, en mi semblante. Sólo sorpresa.

Por la noche me visitó en mi habitación. Yo estaba acostado con mi perro y no me molesté en devolverle el saludo. De alguna manera, me había decepcionado.

–No tengo, como padre, ni tampoco como rey, que darte explicaciones de mis actos. Sin embargo, quiero hablar contigo y explicarte las razones que me impulsan a tomar la decisión de volverme a casar. Sobre mi cabeza descansa una corona que significa que muchos dependen de mí y eso es algo que no es tan fácil de llevar como algunos piensan. Hay siempre muchos problemas por resolver y a veces, incluso, no es posible ser todo lo justo que uno mismo quisiera mostrarse hacia los demás. Sólo te tengo a ti como heredero de mi puesto y de cuanto tengo. Pero si a ti te sucediera cualquier cosa, si nadie pudiera ocupar mi puesto según la ley de la herencia, nuestro pueblo sufriría una guerra por la sucesión de esta estúpida corona. Necesito tener más hijos. Necesito que alguien se ocupe de llevar el orden de esta casa que es mi hogar. Necesito que cuando yo no esté aquí, que cuando tenga que ausentarme para ir a una asamblea o a una batalla, alguien cuide de ti y de mis intereses. La mujer con la que he decidido casarme es también viuda y tiene una niña muy pequeña, más o menos de la edad que ahora tendría tu propia hermana. Sé que mis sentimientos son afectuosos hacia ella, que no la tomo por esposa

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sólo pensando en mis necesidades reales. Hay amor en mi corazón. Pero también sé y quiero que tú también lo sepas, que nunca podré amarla como amé a Eyvlind. Tu madre es el único amor verdadero que he conocido en mi vida. Sólo por ella habría perdido la razón. Jamás volveré a sentir algo, ni siquiera parecido, por otra mujer. Ella parece que me mire a veces a través de tus ojos y sabe que lo que te digo es cierto. También has de saber que los lazos que me unen a ti son más fuertes que los del simple parentesco y nadie podrá interponerse entre los dos. Pase lo que pase, si actúas con honor, yo estaré de tu lado y te apoyaré en todo.

–Gracias, padre. No he olvidado nuestro pacto. Te agradezco tus explicaciones. Pero es una forma de traición el haberme ocultado que estabas viendo a una mujer con la que planeabas casarte y meses después, me lo digas de forma oficial, junto al resto de la corte. Me has defraudado, pues nunca pensé que mi padre pudiera actuar así. Ahora, tal vez, pueda empezar a entender tu actitud. Pero no creas que olvidaré tan fácilmente lo que me has hecho aunque, como te digo, tengo muy presente nuestro pacto de honor.

–Creo que tienes razón y te prometo que nunca volveré a hacerlo. Tómate el tiempo necesario para perdonarme. No puedo reprocharte que estés enojado conmigo, pues actué mal, aunque no sé por qué lo hice así. En realidad, no sé por qué nunca encontré el momento para contarte lo que me había pasado.

–Yo sí lo sé –repuse mirándole a los ojos directamente–. Tenías miedo y te sentías culpable.

–Eres igual que tu madre, Halvdan. Puedes leer el corazón de la gente y sabes, mejor incluso que ellos, lo que realmente sienten. Serás un gran hombre. No tendrás que llamarla madre, ni nada por el estilo. Podrás utilizar su nombre, Aslund. No es como Eyvlind, pero es una buena persona y ayudará a esta familia.

Pese a las palabras de mi padre, yo no tenía la más mínima curiosidad por esa mujer, ni tampoco estaba impaciente por su llegada, ni malgastaba mi tiempo pensando o imaginando cómo podría cambiar o ser mi vida cuando ella se instalara en nuestra casa, formara parte de nuestro clan y compartiera nuestro nombre. Llegué incluso a olvidarme completamente de ella y hasta de mi enojo con mi padre.

Pero la realidad era como un caballo que se aproximaba hacia mí a galope tendido. Dos semanas después de que mi padre me diera el comunicado oficial, se presentó ella en la ciudad amurallada y la escolta de mi padre la acompañó hasta el interior de la fortaleza a ella y a su hija, una niña de unos cuatro años o menos que llevaba en los brazos. Antes de que pudiera darme cuenta, aquella mujer se metió entre las paredes de piedra del castillo y un enorme revuelo se alzó a su alrededor.

Mi padre salió a su encuentro. Se le veía feliz y contento de poder recibirla en su casa. Ella, sin embargo, parecía bastante nerviosa y cansada. Era una mujer hermosa, aún joven y su mirada de ojos negros resultaba cautivadora y penetrante. Sin embargo, a simple vista podía notarse que nada tenía que ver con Eyvlind. Su carácter era dócil y sosegado, su paso era firme, pero sin ese aire tan orgulloso y desafiante como el de mi madre. Su cuerpo era de líneas redondas aunque no era una mujer de baja estatura. Había trabajado

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Halvdan, el Noruego

duramente en su granja y su constitución, por ello, era fuerte. Pero no se semejaba en nada a la figura atlética y masiva de mi madre, cuyos músculos, firmes y bien formados, le daban aquel admirable y perfecto aspecto de walkiria.

Aslund me pareció una mujer de lo más normal y me pregunté qué podía haber visto mi padre en ella. Tal vez fuera su aspecto tan corriente a simple vista lo que le cautivó. O, quizá, el hecho de que nada se pareciese a Eyvlind fue lo que le atrajo, para no tener la oportunidad de compararlas ni de verla a cada instante en cada gesto o palabra de la otra. No era una sustituta, sino un cambio radical de mujer y esa fue la única explicación que pude hallar un tanto convincente a mis preguntas sin respuesta.

No sabía nada de ella y mi primera impresión fue la indiferencia. Luego, admito que le tuve un profundo respeto a medida que fui conociéndola, y hasta cierto afecto. Pero, finalmente, regresó a mí la misma indiferencia del principio y esa sensación acabó trocándose en el más profundo y despiadado odio, aunque eso sucedió muchos años después, cuando yo me convertí en un hombre y ella en una mujer de edad madura.

Cuando llegó hasta mi padre, le saludó con una inclinación de cabeza a modo de sumisión y Gunner la cogió de la mano y le besó las mejillas. Luego ella se giró hacia mí, que estaba al lado del rey y me dedicó unas palabras a modo de saludo y presentación.

–Tú debes ser Halvdan. He oído muchas cosas acerca de ti por boca de tu padre. Has de ser un muchacho muy especial, pues tu padre se siente muy orgulloso de ti. Yo soy Aslund y esta niña es toda mi familia. Se llama Enora y las dos venimos aquí para unirnos a vosotros y compartir nuestras vidas. Sé que no soy rival para el recuerdo de tu madre, la reina Eyvlind, pero no pretendo ocupar su lugar. Eso es imposible, pues sé que era una mujer única e irreemplazable para todos los que tuvieron la gran suerte de conocerla. Sólo espero que me aceptéis tal y como soy, sin comparaciones ni otras pretensiones que lo que mi matrimonio con Gunner supone para ambas partes. Espero actuar correctamente y contar con vuestra ayuda para aprender a ser una buena reina y cumplir con mis obligaciones con mi nueva familia.

Desde ese momento y tras sus palabras, recuerdo que pensé que aquella mujer de aspecto sencillo y humilde era inteligente y peligrosa. Sabía poner a sus oyentes de su parte y una voz interior me puso en alerta, diciéndome que llevara cuidado con ella. Su imagen hacía creíble cualquier cosa que se le ocurriera decir, por falsa que fuera.

La ceremonia se celebró según nuestras costumbres y tradiciones, ignorando por completo el ritual cristiano, aunque en casi toda Noruega se había adoptado esta religión de forma oficial y estaba muy extendida.

Fue una fiesta muy alegre y duró una semana. La gente bebió y comió hasta la extenuación durante los días dedicados a la celebración y todo transcurrió sin percances ni problemas de ningún tipo. Vi a mi padre feliz por primera vez desde la noche en que incineramos el cadáver de mi madre y comprendí cuánto había debido sufrir su pérdida a solas.

Durante el tiempo que transcurrió desde aquel día nefasto hasta la noche de su nueva boda, yo me había ido amoldando a la persona de mi padre

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y aprendí a ver en él al gran hombre que era. Habíamos congeniado y me demostró ser digno de confianza, no sólo por el hecho de ser mi padre, sino como amigo. Mi madre tenía razón cuando dijo que no me arrepentiría si le daba una oportunidad a Gunner.

Ahora, el poco tiempo libre que mi padre disponía, debía compartirlo con su nueva esposa y su hija, y conmigo. Sin embargo, no me resultó tan difícil, como pensé en un principio, adaptarme a la nueva situación. Aslund no se interpuso entre la relación que nos unía a mi padre y a mí. Yo, por mi parte, tampoco era ya tan niño y me sentía bastante autosuficiente en compañía de mi querido Sombra.

Nunca pude acusar a Aslund de pretender apartarme de mi padre. En realidad, se comportó siempre de modo excelente conmigo y me trató como si fuera hijo suyo, aunque tal vez con cierto respeto que yo mismo no esperaba, pero que le agradecía. Indudablemente era una buena mujer y su comportamiento y reputación, intachables. Yo le tenía aprecio y la respetaba por amor a mi padre. Pero, pese a todo, nunca pude llegar a sentir algo más profundo por Aslund. Nunca la quise como a una madre ni tampoco confié en ella como en una amiga. Por dulces y afables que fueran sus palabras y su presencia, había algo instintivo que me obligaba a alejarme de ella y, entre nosotros, siempre existió una clara barrera que nos mantenía bien distanciados. Sin embargo, jamás discutimos ni nos enfrentamos por nada.

Su hija Enora era menor que yo unos ocho años. Era una niña preciosa y, según decía Aslund, había salido a su padre en todo, pues su pelo era rubio y sus ojos azul cielo, características que su madre no compartía. Eso sí, era lo que más quería del mundo y no le importaba demostrarlo públicamente. Parecía una fiera salvaje protegiendo a su cría de cualquier peligro.

Enora fue creciendo fuerte y sana bajo los atentos cuidados de su madre. Yo también cuidaba de ella en ocasiones y para mí fue como una hermana, pues la conocí con apenas cuatro años y me sentía interesado por descubrir qué significaba ser hermano de alguien. Sin embargo, nuestra edad nos separaba bastante y no compartimos tantos juegos de niños como hubiera querido.

Yo pasaba mucho tiempo ocupado con mi educación y entrenamiento. Mirko estaba continuamente pendiente de mí y me mantenía siempre en guardia. Su nuevo trabajo como instructor hacía que pasara mucho tiempo en el bosque y se ejercitara, algo que le gustaba, y a mí ese continuo ejercicio me ayudaba a convertirme en un muchacho ágil, rápido y fuerte, capaz de resistir las crudas temperaturas de aquellas latitudes y las interminables carreras por entre los hielos, nieve y zonas boscosas de mi región.

Mirko estaba orgulloso de su alumno. Decía que era un buen discípulo y que había heredado de mi madre su inteligencia, pues progresaba de modo rápido conmigo. Decía de mí que llegaría a convertirme en un hombre muy especial, en un guerrero sin igual y se sentía complacido con ser mi maestro y que los conocimientos del futuro rey se debieran, en gran parte, a su labor.

Yo nunca me quejaba y siempre le obedecía. Por dura que fuera la prueba que debía superar, me esforzaba una y otra vez hasta lograrlo. No abandonaba

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el entrenamiento si no lo conseguía realizar perfectamente. Eso le gustaba a mi maestro y me aseguraba que, con mi actitud, lograría conseguir todo lo que me propusiera si lo aplicaba a otras facetas de la vida. Eso también lo había heredado, según él, de mi madre.

Lo que más me costó aprender, no obstante, fue la escritura y la lectura. Al principio no lo soportaba. Mirko me mantenía encerrado en una pequeña habitación durante horas, explicándome lo que debía hacer con aquella lista de símbolos extraños que nada significaba para mí. Me faltaba el aire y me sentía como un animal enjaulado.

Finalmente mi maestro se dio cuenta de que había algo que fallaba, que no se trataba de un problema de inteligencia, sino de aprendizaje, así que comenzó a experimentar conmigo hasta hallar el modo de que me interesara por la escritura y la lectura.

Yo, desde muy niño, sentía una fuerte inclinación hacia las canciones populares y las narraciones de aventuras y guerreros. Así es que Mirko se las ingenió para hacer que me diera cuenta de la cantidad de canciones y de historias que podría retener en mi memoria si supiera leer y escribir. Esa perspectiva llamó mi atención. Conociendo los símbolos, podría descifrar todo aquello que estuviera trazado con esos mismos caracteres y crear mis propias canciones y poemas.

Le pedí a mi maestro que me enseñara en el patio del castillo, al aire libre; y, así, fui aprendiendo a escribir el nombre de las cosas y, poco a poco, frases completas y luego historias complicadas de muchas palabras. Aprendí a transformar las palabras en símbolos que podía trazar sobre cualquier superficie sólida. Aquellos pequeños dibujos decían cosas que permanecerían grabados en piedras o árboles muchos años después de que yo muriese. Mis palabras seguirían sonando gracias a la escritura.

Desde que empecé a dominar aquel arte, me dediqué a escribir por mi cuenta y pasaba horas y horas encerrado en mi habitación por las noches, o tumbado en la hierba cuando el tiempo lo permitía, en compañía de Sombra. Recuerdo que escribía mucho a mi madre, sobre todo al principio. Le contaba el transcurrir de mis días y lo mucho que a veces la echaba de menos. Pero poco a poco empecé a crear mis propias fantasías, mis propias aventuras, en las que yo era el protagonista y salía siempre vencedor de todas las batallas y altercados. Decidí que escribir a mi madre muerta no iba a hacerme la vida más fácil. Ella estaba en un lugar del que nadie volvió jamás. Era menos duro para mí pensar de ese modo.

El hecho de que yo tuviera el poder de escribir y saber leer, me daba la oportunidad de conocer relatos acerca de otros reyes de Noruega y viajes y expediciones que se habían realizado a lo largo de la historia de mi pueblo, así como tener información referente a costumbres, religiones y gentes de otros países de la época. También aprendí latín y germano y, así, pude acceder a sus libros más importantes, traídos a Tromso por los mercaderes.

Esto hacía que surgiera una evidente diferencia entre los demás jóvenes y yo. Ellos solían ser mucho más simples y nada sabían de otros lugares ni tampoco les importaba saber quién fue el primer rey de Noruega, ni cómo se llamaba el primer hombre que llegó a Islandia. A los demás muchachos

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de mi edad sólo les interesaba saber cómo cobrar enemigos, cuándo iban a poder formar parte de una de las incursiones en drakkar y echarle el ojo a las jovencitas de las aldeas vecinas.

Además, yo era el hijo del rey y eso también significaba que me dejaran a un lado para casi todo. Empecé a darme cuenta que tendría que acostumbrarme a la soledad y aceptarla como compañera. Nadie de mi edad estaba a mi altura y muchos mayores que yo tampoco. En realidad, exceptuando a Mirko y a mi padre, quedaba poca gente con la que se pudiera hablar de temas interesantes o ideas más profundas. Aslund escuchaba, pero no comprendía todo lo que yo quería expresar.

Me sentía extraño y fuera de lugar. Era como vivir una época que no me correspondía y la vida que giraba a mi alrededor me sabía a poco, me sabía a vacío, a un profundo vacío.

Intenté mejorar en mis entrenamientos con armas. Eso era algo que me unía a los demás jóvenes y me servía para olvidarme de mi interior y disfrutar de conversaciones vulgares y sencillas. Pero incluso entonces era diferente. Yo nunca me jacté de mis habilidades con la espada o el hacha, ni de mi puntería con el arco, aunque sabía que superaba a cualquiera de ellos. Mis compañeros, sin embargo, eran incapaces de realizar sus prácticas sin llamar la atención de los demás y sin intentar hacerse líderes y formar grupos capitaneados por éste o aquél.

La mayoría me admiraba, pues yo solía ser un buen compañero de armas y sabía guardar sus inocentes secretos. Pero también tenía mis enemigos, ocultos entre los muchos que conmigo se entrenaban a diario en el patio de armas. Eran muchachos de mi edad, con vidas distintas a la mía y en sus corazones anidaba el odio producido por la envidia y la cobardía les corroía el alma, pues no se atrevían a plantarme cara a mí, el hijo del rey. Yo no tenía la culpa de ser quien era y jamás les menosprecié por su condición, ni siquiera cuando supe de su odio hacia mí. No podía culparles por su rechazo, envidia, odio o miedo.

No les comprendía. Pero sabía que así es como empezaba todo a complicarse en la vida de una persona. Daba igual que fueras bueno o malo, pues enemigos surgían de todos modos y de todas clases. Se lo dije a mi maestro un día, mientras descansábamos después de haber estado escalando una montaña.

–A veces, Halvdan, no se pueden evitar ciertas experiencias, pues son pruebas que te pone tu propio Destino y de las cuales has de aprender. Es como el entrenamiento que recibes en tu juventud. Yo soy tu maestro y te obligo a realizar unos ejercicios que te serán muy útiles para cuando te conviertas en un hombre. De tus prácticas aprendes muchas cosas, como a cazar, seguir el rastro de un animal o persona, curtir pieles, escuchar los sonidos del bosque, guiarte mediante las estrellas y un montón de cosas más. Con la vida ocurre lo mismo. Debes aprender superando sus pruebas, aunque es más complicado que lo que ahora hacemos, pues cada uno de los personajes con los que nos cruzamos posee a su vez su propio Destino y tienen que realizar sus pruebas personales. En ocasiones, lo que nos pasa no se debe sólo a nuestra causa, sino que tiene que ver con la de la otra persona.

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–¿Por eso murió mi madre? ¿Qué tengo que aprender de eso? –Es una pregunta difícil de responder y yo no soy un dios conocedor de

todas las respuestas. Pero te diré que la muerte de Eyvlind nada tuvo que ver contigo, sino que pertenecía a su Destino. Sin embargo, sin ella estás aprendiendo a conocer a tu padre como el hombre que es y ves a las mujeres de un modo distinto a los demás, pues el hecho de no tenerla cerca hace que la eches de menos y en cada mujer ves ese afecto que añoras y no un simple objeto de placer momentáneo. Sin ella, estás aprendiendo a contar contigo mismo para resolver tus problemas y te estás convirtiendo en un hombre mucho mejor y más completo. Casi siempre puede sacarse algo bueno de cualquier desgracia. Pero hay que observar bien lo que nos rodea para poder comprender los motivos.

Aquellas palabras me llegaron muy adentro y nunca las olvidé. Cada vez que surgía una encrucijada en mi vida, las sacaba de mi memoria y resonaban de nuevo en mi interior.

Una de esas encrucijadas de mi vida sucedió el día que maté a mi primer hombre. Ocurrió a mediados de otoño, pocas semanas después de que cumpliera los trece años.

Mirko y yo estábamos en el bosque, a varias millas de la fortaleza. Habíamos ido allí, acompañados sólo por dos soldados de la guardia personal de mi padre, para pasar una semana y poner en práctica mis conocimientos aprendidos. Comíamos lo que cazábamos y nos manteníamos vivos como nuestros antepasados más primitivos hicieron en sus días. Yo era el jefe del grupo y todos dependían de mis órdenes y decisiones.

Nuestra vida en el bosque era un poco dura dada la época del año y que el clima no acompañaba para encontrar caza y madera seca para hacer fuego, cocinar la carne y calentarnos. Pero nos arreglábamos bien y no nos faltaba de nada. Al cuarto día, cuando ya por la noche nos disponíamos a sentarnos alrededor del pequeño fuego que habíamos encendido en el interior de la choza que habíamos construido, percibí algo distinto en el ambiente.

Mirko también lo había notado, pero no movió ni un músculo, ni tampoco dijo nada. Era una noche oscura sin luna y hacía frío. Apenas podía verse el blanco de la nieve que manchaba las pequeñas rocas salientes, las copas de los árboles y sus ramas. Soplaba un viento suave pero gélido. Los dos soldados conversaban tranquilamente a mi derecha, sin reparar en nada.

Pero yo sentí una pequeña punzada en el estómago y, como si me hubiera empujado un resorte interior, levanté mi cabeza y miré a mi alrededor, intentando vislumbrar algo entre la negrura de la noche y el espeso bosque. No sé lo que fue, pero el aire pareció detenerse en los pulmones y se volvió amenazador. Eché de menos la presencia de mi perro, pero tuve que dejarlo en el castillo bajo prohibición estricta de Mirko. Al instante, el viento cambió de dirección y percibí un olor extraño y, a la vez, familiar. Al principio pensé en los lobos, pero no, pues aquel olor casi imperceptible no correspondía a su pelaje. Entonces lo comprendí. Estábamos rodeados por hombres y el olor era el de sus cuerpos sucios y las pieles con las que se cubrían.

Sin duda, el resplandor de nuestro fuego les había atraído hacia nuestra choza. No sabía cuántos eran, pero estaban allí escondidos en la negrura y

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esperaban el momento adecuado para atacarnos. Seguramente, también ellos estarían calculando mentalmente cuántos éramos antes de decidirse a salir de su escondite y abalanzarse sobre nosotros.

–Mirko –dije yo–. ¿Has notado lo mismo que yo? ¿Cuántos crees que pueden ser?

–No lo sé con certeza, pero puedo asegurarte que son más que nosotros y que tienen intención de apoderarse de nuestro fuego, de nuestra carne y pertenencias. ¿Qué sugieres?

Los otros dos soldados dejaron lo que estaban haciendo y se nos acercaron con aire de sorpresa en el rostro, pues ellos no habían notado nada fuera de lo normal y, al principio, no sabían de qué estábamos hablando.

–Sugiero que cojamos las armas y nos abriguemos para salir al exterior. No hay nada aquí que tengamos que poner a salvo, excepto nuestras vidas. Por lo tanto, podemos hacer arder la choza y propongo que salgamos por detrás mientras el fuego se extiende por el interior. Cuando vayan a darse cuenta de que se quema y no estamos dentro, habremos tenido tiempo de escondernos en el bosque. Ellos se acercarán desconcertados y podremos ver cuántos son gracias al resplandor. Luego, seremos nosotros quienes ataquemos, si el número no nos supera demasiado. En caso contrario, nos alejaremos sin hacer ruido. Disponemos sólo de un arco y nuestras espadas y eso nos concede poca ventaja.

–Es un plan excelente y yo no lo habría hecho mejor. Ethereld, uno de los soldados, cortó con su daga dos de las cuerdas

que sujetaban los troncos de la parte trasera de la rudimentaria choza y, sin hacer ruido, practicó una salida lo suficientemente grande como para que pudiéramos salir de allí. Yo mismo esparcí un par de troncos de la fogata por la reducida estancia una vez que todos estaban fuera y, en unos minutos, el fuego empezó a crecer, animado por la brisa helada.

Corrimos hacia los árboles más cercanos, a sólo unos pasos de allí, y nos ocultamos con las armas prestas para cualquier encuentro. Recuerdo que sentía miedo, una especie de vértigo en el estómago y un sudor frío en la frente. Pero, por otro lado, aquella era la primera situación de peligro que vivía y mi corazón estaba enardecido. Sé que el hecho de que mi maestro me diera la opción de pensar y actuar, pese al riesgo que corríamos, me ayudó a mantener la mente serena y a discurrir con frialdad y no dejarme llevar por el aturdimiento.

Tal y como yo pensé, los hombres salieron de su escondite y se acercaron presurosos a la choza, cuyo interior era una gran llama de fuego. Eran casi el doble que nosotros, siete en total. Su aspecto era feroz y parecían bestias en vez de seres humanos. Yo no lo dudé un instante y, tal vez, el hecho de que se semejaran más a demonios que a hombres hiciera que me fuera más fácil tomar la decisión de matarles.

Con un gesto rápido tomé el único arco que teníamos y apunté al tercero de los hombres que iban llegando a la altura de la choza, para dispararle una flecha que le atravesó la garganta. Inmediatamente volví a cargar el arco y disparé de nuevo, esta vez a uno que se había girado para mirar

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en nuestra dirección al ver cómo caía silencioso su compañero. En esta ocasión, la flecha se alojó con un golpe seco en su pecho y le abatió al instante.

Los otros se dieron cuenta de que aquello era una emboscada y tampoco sabían cuántos hombres les tenían rodeados. Se agruparon un instante cuando el primero de ellos cayó muerto y desenvainaron sus espadas y hachas para correr hacia donde nosotros esperábamos escondidos. Yo tuve tiempo de lanzar una tercera flecha pero, a causa de la oscuridad y de la carrera zigzagueante del enemigo, no acerté a ningún punto vital y se le clavó en la pierna, arrancándole un alarido de dolor y frenando su velocidad.

Ethereld le salió al encuentro y lo atravesó con su espada. El segundo hombre se abalanzó sobre el soldado, derribándolo con su embestida al suelo. Pero no pudo herirle, pues Mirko detuvo la hoja de su hacha con la cruz de su espada y le asestó una puñalada en el corazón y dos más en la espalda, dejándole destrozado en medio de la nieve.

Yo también salí de detrás de mi árbol. Tenía trece años recién cumplidos, pero era casi tan alto como un hombre y bastante corpulento gracias al ejercicio continuo al que solía someterme a diario. Empuñaba el arma de mi madre, una espada de hoja recta, ancha y de doble filo, bastante pesada, pero que yo había aprendido a manejar con destreza.

Uno de los cuatro agresores que quedaban vivos se plantó delante de mí y sonrió al comprobar que no era más que un muchacho. Levantó su espada para asestar su primer golpe y lo detuve sin problemas. Intentó de nuevo atravesarme con su arma, pero yo me giré y esquivé su ataque. Levanté mi hoja y le corté de un tajo el brazo, para después clavársela en el abdomen y tirar hacia arriba, tal y como Mirko me había enseñado.

Cuando me di la vuelta, mis compañeros habían acabado con el resto de los asaltadores y el silencio se había vuelto a apoderar de la noche. Hacía frío y no teníamos donde refugiarnos.

–Bueno, ¿y ahora qué hacemos? –preguntó Mirko. –Supongo que cualquiera desearía volver al castillo –dije– después de

una noche como esta. Pero si estamos aquí para vivir una semana lejos de la protección de las murallas, nos faltan dos días para terminar, y por Odinn que vamos a terminar. Vamos a buscar madera para hacer fuego y aprovecharemos el que aún arde para encender los troncos húmedos. Mañana cazaremos y tendremos comida suficiente para pasar los dos días que nos faltan. Volveremos a construir una pequeña choza para pasar la noche si es que no encontramos una cueva o una roca que nos pueda brindar un mejor abrigo. Esa es mi decisión.

–Sé que no vas a cambiar de opinión –dijo Ethereld–, pero deberíamos regresar al castillo. Tal vez haya más merodeando y vuelvan a atacarnos. No deberías correr ese riesgo, pues no olvides que eres el único hijo de Gunner y tu padre nos cortaría el cuello si no volviéramos contigo a salvo. Además, has matado a tu primer hombre y será una buena noticia para el rey.

–Déjate de tonterías, Ethereld –repuse– y ayúdame a buscar leña antes de que se consuma el fuego. No creo que haya más hombres por ahí y, en caso contrario, tendremos que arreglárnoslas. Si no fuera yo el hijo del

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rey, no tendría un castillo donde refugiarme. Soy príncipe en esta región de Noruega. Pero no soy nada fuera de ella. Tal vez un día me vea en una situación semejante y, para entonces, tengo que estar preparado. Mi padre nada te hará si yo caigo bajo el enemigo. Son cosas que ocurren. Pero si yo no aprendo hoy a superar las adversidades, tú serás responsable de mi muerte, por haberme impedido hacer lo que debía. Y, en cuanto a la gran noticia de que he matado a mi primer hombre, será igual de importante dentro de dos días que ahora mismo, pues el hecho en sí no va a cambiar. Mi padre estará igual de orgulloso pasado mañana. Ya sabías a qué venías cuando aceptaste unirte a nosotros. Así es que no te quejes más y obedece.

–Halvdan –repuso enojado al tiempo que se agachaba a recoger ramas–, eres tan condenadamente terco como tu...

–Sí, sí, ya sé. Soy terco como mi madre. Eso también lo he heredado. Mirko rompió a reír complacido. Sé que estaba tan orgulloso de mí como

si fuera mi propio padre, aunque no me lo dijo. No me hubiera reprochado el haber decidido volver a la fortaleza. Pero me agradeció que me quedara, que llegara hasta el final.

Yo apenas pude conciliar el sueño el resto de aquella noche. Me sentía muy extraño. Había matado a tres hombres y no sentía nada por dentro. Ni siquiera recordaba sus caras y aunque se suponía que debía estar eufórico o contento y hasta orgulloso de mi hazaña, en realidad, no pude encontrar ni rastro de esas emociones. Sólo vacío. Defendí mi vida como me fue posible y maté para ello. Pero no veía la gloria de mi gesto. No me sentía diferente dentro de mí por lo que había sucedido esa noche.

Pasé mucho tiempo analizándome interiormente, buscando algo que me confirmara que matar por primera vez era un hecho que enardecía el alma y te convertía en mejor guerrero y en mejor persona. Pero no experimenté de ningún modo nada especial. Sólo podía recordar el miedo del primer momento frente a la incertidumbre y luego la furia combativa que se apoderó de mí cuando me vi frente a mi enemigo en medio de la lucha cuerpo a cuerpo. Fue una ira derivada del propio miedo a cometer un error en mi defensa, un fallo que habría supuesto mi muerte. Pero no disfruté de aquella experiencia, ni me sentí superior a nadie. Simplemente hice lo correcto y lo necesario en ese momento y no hubo nada más.

Pensé en mi madre, en si me habría visto desde donde estaba. Pensé en si ella estaría orgullosa de mí, si mi actuación sería digna a sus ojos y, esperando esa respuesta, acabé por quedarme dormido.

Nuestro regreso a la fortaleza fue festejado por la noche durante la copiosa cena que se celebró en nuestro honor. Mi padre se sintió complacido al oír el relato de sus dos guardas y de Mirko, referente a lo ocurrido durante la semana que acabábamos de pasar en medio del bosque y, por supuesto, acerca del incidente con el grupo de asaltantes.

Cuando irrumpí en la sala, todo el mundo empezó a mirarme con ojos de admiración y sorpresa y pronto comenzaron a lanzar vítores en mi nombre. Pero excepto Mirko y mi padre, nadie de los presentes admiraba mi estrategia, sino el hecho de que el príncipe hubiera matado, con sólo trece años, a tres hombres salvajes en su primer enfrentamiento real. Aquella situación no me

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hacía feliz. Sin embargo, era evidente que mi vida, en cuanto al trato que recibía de los demás, iba a cambiar notablemente. Para ellos, yo ya no era un niño, ni tampoco un muchacho. Mi espada había probado la sangre de otro hombre y eso me ponía a la altura de cualquier adulto. Contaba con sus mismos derechos y con sus mismas obligaciones y responsabilidades. Ya no habría ningún tipo de consideración por mi edad. Aunque mi mente fuera la de un muchacho, el hecho de haber matado a esos hombres me había convertido de repente en un adulto, dos inviernos antes de lo normal y yo, en mi interior, me seguía viendo el mismo que hacía dos días.

No entendía nada. Por más que pensara en todo lo que estaba sucediendo y en lo que estaba oyendo, no comprendía por qué razón debía cambiar tanto mi persona, por qué no se daban cuenta de que estaban tomando decisiones acerca de mí que no tenían nada que ver conmigo ni con mis sentimientos. A nadie le importaba lo que yo pensara y tampoco veían que seguía siendo el mismo Halvdan que se había despedido de ellos sólo seis días antes. Ni siquiera tenía barba.

Pero así eran las cosas y, desde esa noche, nadie volvió a verme como el alegre Halvdan o como el muchacho curioso. Desde ese momento, me convirtieron en el príncipe Halvdan y con el peso de esa imagen, enterraron todo lo que en mí había. Sólo mi perro Sombra me siguió tratando del mismo modo y sólo con él podía comportarme y hablar según mis criterios y opiniones y desde mi corazón de niño inocente. Sólo al lado de Sombra podía disfrutar de mi verdadero yo. Él era todo cuanto tenía.

Incluso Aslund cambió de actitud hacia mí. Ya no me prohibía nada y ese tono severo que solía utilizar para negarme lo que creía incorrecto, lo sustituyó por un trato más amable y el “no” rotundo se convirtió en un “deberías” que significaba lo mismo, pero daba opción a mi voluntad. Me pregunté si Eyvlind se hubiera comportado conmigo del mismo modo que los demás, si hubiese adoptado esa postura y olvidado el resto de mi persona para ver sólo lo que la tradición exigía.

Me gustaba imaginar que ella se habría enfrentado a todos con su carácter tan arrebatador y me habría defendido. Ella no hubiera dejado que me obligaran a ser otro de ese modo. Pero no estaba conmigo y pocas veces me he sentido tan solo como durante aquellos días.

Otra encrucijada fue para mí la muerte de mi perro. Yo había cumplido veintidós años y Sombra ya era muy viejo. Hacía

tiempo que no le dejaba que me acompañase durante mis cacerías a caballo, ni cuando iba al bosque a correr y escalar montañas en compañía de Mirko u otros muchachos.

Sus ojos se habían vuelto casi ciegos, pues una especie de velo azul los cubría casi por completo y le dificultaba la visión enormemente. También su olfato había perdido fiabilidad y eso le empezaba a convertir en un animal muy peligroso, dado su tamaño y su carácter defensivo y guardián. Mi padre me aconsejó que lo matara, pero yo me negué rotundamente. No podía hacer algo así a mi mejor y más fiel amigo.

Gunner me repetía continuamente que un animal de semejante envergadura y potencia suponía un verdadero peligro, incluso para mí, pues corría el

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riesgo de que no me reconociera y me atacase a mí o a uno de los nuestros. Pero no estaba dispuesto a matarlo. Su oído aún era fino y yo mismo decidí tenerlo cerca el máximo de tiempo posible, para evitar posibles altercados. No podía alzar mi mano contra mi amigo más querido. No era culpa suya haber envejecido.

Además, el tiempo se volvía extremadamente frío para él y procuraba mantenerlo en lugares resguardados del viento y la escarcha. Me di cuenta de que le estaba cuidando como si fuera un anciano y sabía que no le iba a dar la espalda ahora que se había convertido en una especie de carga para el ritmo que llevaba mi vida.

Cuando era un niño y me lo dio mi madre, él fue mi hermano pequeño y dependía de mí por completo. Cuando creció, yo seguía siendo un niño y fue él quien se convirtió en mi hermano mayor y en mi continuo protector, vigilándome a cada momento del día y de la noche. Ahora, yo era un hombre adulto y Sombra había llegado al trayecto final de su vida. Se movía con paso lento y pesado, su pelo ya no era brillante y espeso como antes, le faltaban algunos dientes y su aspecto fiero y lleno de vida había desaparecido.

Sólo quedaba un cuerpo marchito a los ojos de los demás, un perro viejo e inútil, cuya longevidad incluso sorprendía a muchos. Pero no era cierto, no era esa la realidad. Dentro de aquel animal había un corazón vencido por el paso de los años, que seguía latiendo para mí. Aquel animal me adoraba y yo era todo su mundo desde que se separó de su madre y su camada.

En su mirada, veía yo a veces un sentimiento de culpa y resignación por no poder seguir acompañándome en mis cacerías, ni poder ya correr al lado de mi caballo como antaño. Esa mirada se me clavaba en lo más hondo del corazón, pues nadie me había demostrado nunca un amor más grande, puro e incondicional que el que sentía en los ojos de aquel perro. ¿Cómo iba yo a abandonarle o acabar con su vida por ser viejo? Me había dado cada instante de sus días y me había hecho muy feliz durante los catorce años que llevábamos juntos. No era culpa suya que el tiempo corriera para él tan deprisa.

Recordé la advertencia de mi madre el mismo día que me lo entregó. Recordé sus palabras cuando se refería a que llegaría el momento en que Sombra desaparecería de mi vida y que debía estar preparado.

Era evidente que aquel temible momento se estaba aproximando a grandes pasos. Cualquier día me levantaría y él ya no vendría a mi lado como si fuera mi sombra. Yo lo sabía y, cuando tomaba conciencia de esa realidad, mi corazón se encogía y sentía un nudo en la garganta que amenazaba con ahogarme.

Por más vueltas que le diera, el hecho seguía siendo el mismo y sabía que no podría eludir la tristeza y la pena que se volcaría sobre mí cuando Sombra muriese. Había estado conmigo desde que cumplí ocho años, cada día, y había compartido con él todos mis momentos importantes, buenos y malos, así como mi soledad. Cuando meditaba sobre mi pasado con él, me daba cuenta de lo importante que había sido para mí ese animal y me preguntaba cómo me sentiría sin él.

En cierto modo, incluso suponía para mí una especie de vínculo con mi madre. Había pasado cientos de horas hablándole de ella y confesándole mis ideas, secretos, penas, pensamientos, todo lo que se fue pasando por mi

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mente a lo largo de los catorce años que llevábamos juntos. Formaba parte de mi propio yo y, cuando no estuviera, se llevaría esa parte de mí para siempre.

Excepto Mirko, nadie me comprendía, ni siquiera mi padre. Sólo mi maestro tenía la capacidad suficiente para entender el amor que le tenía a mi perro. Era un hombre muy especial y, a menudo, me sentía más cerca de él que de mi propio padre.

Mirko sabía lo que significaba estar solo en medio de un océano de nieve y hielo y que su vida dependiese de los perros que arrastraban su trineo. Podrían haberle dejado morir allí mismo, pues así habrían tenido comida suficiente para salir de aquel lugar y habrían podido correr con mucha mayor facilidad. Pero no lo hicieron. Nunca le abandonaron y, aunque se hallaban exhaustos y hambrientos a causa del largo recorrido y la falta de alimentos, continuaron tirando de su trineo. Él estaba herido y no podía caminar.

Llevaba varios días huyendo de un grupo de hombres, pues era el único testigo de lo que había sucedido en un pequeño clan emparentado con el suyo. Habían pactado con otra tribu y se habían reagrupado para atacar el poblado de Mirko. El único que se oponía a esto y que pugnaba por que se cumpliera con lo pactado, era el jefe del clan. En una de las discusiones, el que guiaba a los rebeldes sacó su hacha y le aplastó el cráneo al jefe sin dudarlo un instante. Todos le apoyaron, excepto Mirko, quien le acusó de ser un mal hombre, de no tener honor ni palabra y le aseguró que, pronto o tarde, tendría que pagarle a los dioses por sus actos.

A Mirko le ataron y encerraron en una pequeña choza para que no pudiera escapar y alertar a los de su aldea. Pero consiguió librarse de sus guardianes y llegar hasta su trineo y sus perros y emprendió una huida desesperada a través de la nieve. Se vio obligado a dar un considerable rodeo pues, de haber regresado por el camino más corto y sencillo, habría caído fácilmente bajo sus perseguidores.

Sólo gracias a sus perros pudo salvar la vida. Sólo gracias a ellos tuvo tiempo de poner en alerta a su gente y hacer que abandonaran el poblado antes de que los demás les atacaran. Mirko me dijo que lo que sus perros hicieron por él, el afecto que demostraron hacia su persona, eso nunca lo había podido encontrar en ningún ser humano con la misma intensidad. Decía que lo más parecido a esa fidelidad era la amistad que mantenía con mi padre y que, probablemente, yo también contaba con ese mismo corazón. Pero nadie más.

Por eso me comprendía perfectamente. –No intentes ahora librarte del dolor que causará en ti su pérdida. Sería un

trabajo estúpido y lo único que conseguirías es alejarte en cierto modo de él y es ahora cuando más necesita tu compañía y tu cariño. Deja que todo llegue y, entonces, sabrás a cuánto dolor has de enfrentarte. No te empeñes en sufrir antes de lo necesario. Por muy triste que ahora te pongas, te aseguro que nada tendrá que ver con la realidad cuando llegue su hora. No te va a doler menos su muerte, Halvdan.

Y lo cierto es que tenía razón. Cuando murió Sombra, yo estaba con él. La tarde anterior lo noté más

pesado de lo habitual y no tenía apetito, pese a que le serví su comida favorita.

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No se separaba de mi lado y sólo permanecía tranquilo cuando sentía el contacto de mi mano sobre su negro pelaje. Era como si quisiera retener, de algún modo, cada segundo de aquel instante.

Instintivamente supe que se estaba despidiendo de mí y sentí una fuerte punzada de dolor en mi pecho, como una puñalada en el corazón que me dejó inmóvil durante un momento. Como me predijo Mirko, por mucho que intentara estar preparado, la realidad me demostraría que no era cierto y allí estaba yo, a solas con mi mejor amigo, dejando que las lágrimas resbalaran, incesantes por mis mejillas, como si fuera un niño.

Sombra tenía catorce años y yo veintidós. La nuestra había sido una historia muy hermosa y me sentía muy desgraciado aquella tarde, pues sabía que aquel sol había llegado a su irremediable ocaso.

Encendí fuego para que la estancia no estuviera tan fría. Tendí una gran piel de oso que descansaba en mi cama y me tumbé allí, al lado de Sombra. Pensé que, si aquella debía ser su última noche, la pasaríamos juntos desde su habitual sitio, al pie de mi lecho.

Sombra parecía feliz y satisfecho y se dejó acariciar con suavidad por mi mano, apoyando su hocico en mi pecho. Era casi tan grande como yo y, sin embargo, ni él parecía un perro, ni yo parecía un hombre. En aquel extraño abrazo éramos dos niños que se sentían solos y abandonados.

–No sé –le dije en un susurro para no alterarlo– si cuando mueras irás a otra parte. Imagino que, si es cierto que existe el Walhalla, también tú irás allí. Si fuese así, intenta buscar a mi madre y a mi hermana verdadera. Si las encuentras, ellas podrán entender, desde su inmortalidad, el lenguaje de los animales, pues creo que allí se comunican con el pensamiento. Diles que sigo aquí, que no he dejado de acordarme nunca de ellas y que las quiero y las echo de menos. Antes te tenía a ti y te podía contar mis cosas. Pero ahora, cuando te marches, me quedaré todavía mucho más solo y no creas que me será fácil acostumbrarme a estar sin ti, amigo. Si vas al Walhalla, busca a Eyvlind y cuida de ella y de mi hermana pequeña. Llegará el día en que volvamos a estar de nuevo juntos y seremos felices. Me he sentido orgulloso de ti desde que mi madre vino a este cuarto y te trajo en sus brazos. Allá donde vayas, yo estaré contigo y tú conmigo.

A media noche Sombra me dejó. Su final fue tranquilo y no pareció dolerle en absoluto. Dio un profundo suspiro y se agitó un poco, como si diera un salto fallido y luego se quedó inmóvil, con la boca entreabierta. No había tensión en su cuerpo, ni tampoco expresión de sufrimiento en sus ojos entornados. Parecía que seguía durmiendo apaciblemente. Pero no era así. Se había marchado.

Seguí abrazado a él durante horas, hasta que el sol despuntó al alba. Su cuerpo se fue enfriando y tomando rigidez. Pero su contacto era el mismo. Su pelo seguía siendo suave bajo mis dedos y yo me veía a mí mismo llorando su muerte al lado de su cadáver, sin poder ni saber reaccionar. Era superior a mi voluntad y sólo había sentido un dolor tan agudo cuando murió mi madre.

Sí, puede decirse que la muerte de Sombra marcó para mí una nueva encrucijada en mi vida. No fui el mismo cuando todo acabó. Le llevé en mi caballo hasta el mismo lugar donde, tiempo atrás, se celebró el funeral de mi

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madre y preparé una pequeña pira para él. Estaba completamente solo en medio de aquel hermoso paraje. Besé su cabeza peluda, le acaricié por última vez y luego hice arder el fuego para que pudiera abandonar este mundo y corriera al lado de mi madre y de mi hermana. Estaba tan triste y me sentía tan solo que deseé poder marcharme con él.

Pero no lo hice. No hubiera estado bien. Algo dentro de mí me decía que debía esperar, que había aún cosas importantes que debía hacer en mi vida y no tenía derecho a cambiar ese Destino que estaba por venir. Tal vez, aquellos pensamientos no me pertenecían a mí, sino que Eyvlind los ponía en mi mente para tranquilizarme.

A menudo me daba la impresión de que ella me hablaba. Pero no le prestaba demasiada atención, pues temía que me tomaran por loco y yo mismo dudaba a veces de mi raciocinio.

Los días posteriores a la muerte de Sombra, los pasé solo. Evitaba a los demás, incluyendo a mi padre y a Mirko. Abandoné por completo mis ejercicios y no deseaba ver a nadie. Debía tener algo extraño en la mirada, pues la mayoría se alejaba de mí como si estuviera enfermo de algo contagioso.

Enora se me acercó. Ella fue la única a la que mi aspecto no la atemorizaba ni causaba aprensión, pues llevaba varias semanas que no me lavaba, ni cuidaba mi cabello ni mi barba. Parecía, en verdad, más un animal salvaje que un hombre y, menos aún, el hijo de un rey importante.

–¿Sigues triste, Halvdan? Yo me quedé mirándola. No me había dado cuenta, pero había cumplido los

catorce años y se había convertido en una muchacha muy hermosa y atractiva. Su pelo era largo y sedoso, de un bello color dorado que le llegaba hasta casi la cintura. No era muy alta, pero su figura era esbelta y sus gestos bien cuidados. Sin embargo, sus ojos azules, aunque muy atrayentes con su mirada profunda y sus labios rojos y carnosos, no terminaban de gustarme. Había cierto matiz en su rostro que a mí me hacía alejarme de ella.

Era una joven inteligente, pero jamás se había sentido atraída por la lectura, o el arte, o cualquier otra cosa que no fuera acentuar su belleza natural y sus dotes femeninos. Pasaba la mayor parte del tiempo delante de los espejos de latón pulido, peinando sus cabellos, cosiendo sus vestidos o con su madre, a quien profesaba un amor incondicional y con quien estaba muy compenetrada.

Enora y yo nos criamos como hermanos, o al menos así lo viví yo. Sin embargo, la diferencia de edad y de sexo hizo que nuestras vidas corrieran por caminos muy diferentes. Sea como fuera, a menudo me preguntaba a mí mismo si mi actitud y mis sentimientos habrían sido distintos si esa muchacha fuera realmente mi hermana, la niña que nació muerta y que ahora tendría casi su misma edad. La respuesta era casi siempre que sí, pero en el fondo de mi corazón sabía que no era cierto.

Yo pasaba la mayor parte de mi tiempo con Mirko y mis entrenamientos de cacería, escalando montañas o bien con mi padre, quien me enseñaba a conocer cómo funcionaba en realidad, la política de su reino, estrategias militares y demás asuntos. De este modo, apenas compartía nada con Enora y menos aún con Aslund, a quienes sólo solía verlas durante las cenas o celebraciones.

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Cuando cumplí veintidós años sobrepasaba a mi padre en altura y también en corpulencia con diferencia. Me convertí en el hombre que mi madre había vaticinado cuando era un niño. Mi pelo era castaño y tenía los ojos marrones, como Gunner. Pero de ella tenía su figura musculosa y esbelta, su mirada penetrante y directa y su pelo ondulado y fuerte, así como su rapidez de palabra. Según Mirko, era una mezcla equilibrada entre Gunner y Eyvlind y tenía fama de ser un excelente guerrero, un excelente alumno, un excelente poeta, un hombre excelente.

Pero yo me consideraba como un hombre que había luchado con todas sus fuerzas para ser mejor, para ser digno del respeto de sus padres y sus allegados y, por supuesto, digno de mí mismo y de mis propios principios. Sabía que todos me admiraban o me envidiaban o me odiaban, pero que a nadie le resultaba in-diferente mi presencia. Sabía que todas las mujeres me consideraban como un hombre muy atractivo y suspiraban cuando pasaba por el lado de alguna de ellas. Pero eso a mí no me importaba, ni hacía que me sintiera superior a los demás.

Decían de mí que tenía la belleza de mi madre y la bondad de mi padre, el paso firme y seguro de Eyvlind y la fuerza bruta de Gunner Cabeza de Oso. La astucia de mi madre y la paciencia de mi padre y, así, hasta el infinito. Yo no prestaba oídos a todas aquellas comparaciones y habladurías que tanto agradaba a la gente hacer.

Pero Enora sí lo hacía... –Hace más de una semana que no te veía, ni siquiera de lejos, y estaba

preocupada por ti –me dijo tras un largo silencio en el que no le respondí palabra alguna–. Supongo que echas mucho de menos a Sombra y que por eso estás tan triste, tan raro y descuidado. Pero intenta comprender cómo nos sentimos nosotros, los que te queremos. También te echamos de menos y estamos tristes al ver que tú no estás entre nosotros, que estás sufriendo tanto a solas y que te alejas de cuanto te rodea. Gunner está furioso con todo el mundo porque no sabe cómo ayudarte. Mi madre ha perdido su apetito, pues ya no disfruta de las comidas si tú no estás para relatar cosas o leer tus poemas. Y yo... yo también estoy muy triste sin ti. Por favor, Halvdan, tienes que volver con nosotros. Somos tu familia y te necesitamos. Hace tres días que apenas pruebo bocado y tengo pesadillas por las noches, pues sé que no estás en la fortaleza y tengo miedo de que pueda ocurrirte algo malo.

–¿Temes por mí? –pregunté un tanto incrédulo, aunque era evidente que no mentía, pues estaba pálida y un tanto demacrada.

–Sí, así es. Me avergüenza confesarlo, pero te quiero, estoy enamorada de ti y sufro por esa razón terriblemente.

–¿Acaso sabes lo que estás diciendo, Enora? –Perfectamente. –¡Somos hermanos! ¿Es que te has vuelto loca? Ella se arrodilló junto a mí y me cogió por los hombros para mirarme a los

ojos. Mi aspecto era horrible y debía oler a demonios. Sin embargo, a ella no le importó lo más mínimo.

–No, Halvdan, no somos hermanos, ni siquiera medio hermanos. Mis padres nada tienen que ver con los tuyos y puedo asegurarte que la única locura que padezco es la que me produce el despecho de tu amor.

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Yo la aparté de mí lo mejor que pude. Aquellas palabras se agolparon en mi mente como una tormenta de olas devastadoras que me impedían pensar con claridad y asimilar la magnitud de lo que significaban. Ella había entrado en la edad que la ley permitía que pudiera casarse, aunque aún era demasiado joven. Tenía sus catorce años cumplidos, pero yo la seguía viendo como a una niña. Sin embargo, sus palabras demostraban que mis ojos se equivocaban, pues nada de inocente encerraban.

–Veo que has pensado en todo, Enora. Pero no has pensado en lo que yo siento y en cómo me siento. Ahora no puedo ver en ti más que a la niña con la que he crecido y a quien siempre traté como a una hermana. No me hables de matrimonio. No estoy preparado para eso.

–Esa respuesta no es ni un sí ni un no. Sé que aún soy joven y que aún me ves como a una niña. Pero te aseguro que ya no lo soy. Tengo paciencia y puedo esperarte. Pero no puedo dejar de amarte como te amo. Comprendo que estés triste por Sombra. Pero debes reponerte de una vez, pues no se trata, al fin y al cabo, más que de un perro, de un animal.

Me levanté del suelo. La ira saltó desde mi corazón a mis ojos y a mis palabras. Acababa de comprender el corazón de Enora y, en ese instante, supe que jamás me uniría a ella, que jamás podría amarla, ni siquiera con el paso del tiempo. En un principio, mi mente optó por darle una oportunidad, por intentar verla desde otra perspectiva, como mujer, como mi mujer. Pero acababa de demostrarme que era un error.

–¡Lárgate de aquí! Tú no sabes nada de mí y mucho menos de lo que significa el amor de cualquier clase. No eres más que una niña, una niña malcriada y caprichosa. No estoy dispuesto a seguir tu juego para complacer tu ego. Si soy el hombre con quien cualquier mujer del reino sueña con casarse, Enora, la magnífica Enora, será quien lo consiga para ella y así será la más envidiada de cuantos la conozcan. Pues no será así. Te aseguro que nunca me tendrás. Nunca podré amar a alguien como tú, capaz de despreciarlo todo con tal de favorecer tus intereses y alimentar tu desmesurado egoísmo. Deberías aprender a ser más humilde y tener en cuenta los sentimientos de los demás y las implicaciones que pueden derivarse de tus actos. No eres el centro del mundo y no todo gira a tu alrededor.

–Eres cruel conmigo, no te miento cuando digo que te quiero y que haría cualquier cosa por ti.

–Yo no digo que no sea cierto. Te digo que no es así como se ama a alguien. A ti nada te importa en realidad lo que siento, excepto si está relacionado contigo. Sólo te interesa lo tuyo y eso es muy distinto del amor. Debes aprender mucho, Enora, o te acabarás convirtiendo en un ser despreciable. Por tu bien, espero que te des cuenta de lo que te digo.

Me alejé de ella y regresé al castillo. Me di un baño caliente, desenredé y peiné mis cabellos, recorté mi espesa barba, me vestí con ropas limpias y me presenté en la sala del trono para la hora de la cena. En apariencia, volvía a ser el mismo. Por dentro, había envejecido y me sentía vacío.

Todos se alegraron de verme y mi padre me dio un fuerte abrazo, haciendo que me sentara a su lado. Aslund me besó en la frente a modo de bienvenida y la cena transcurrió para los presentes con alivio, pues parecía que me

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había restablecido. Enora asistió, pero permaneció callada y atendiendo a sus hermanos pequeños.

Sí, mi padre habría logrado su propósito. Había tenido de Aslund tres hijos varones, Rudolf, Hadar y Erik. Aún eran muy pequeños, pero prometían convertirse en grandes guerreros. Eran mis hermanastros y yo los quería, pero no podía ver en ellos más que a futuros enemigos. Yo sería el sucesor de mi padre, pero ellos siempre estarían bajo mis órdenes a menos que me matasen y se adueñasen de mi corona.

En una familia normal, esta idea no tendría sentido. Pero cuando está el poder en juego, las cosas cambian y todo es posible, dependiendo de la ambición de los que participen en la contienda. Sin embargo, todo estaba aún muy lejos y mis ideas pertenecían al porvenir. El mayor tenía apenas once años y el menor sólo seis.

Mi único problema, por aquellos días, era Enora. Sabía que ella era lo suficientemente poderosa como para minar la mente de su madre con sus pretensiones acerca de mí y también la de sus hermanos pequeños, a quienes dominaba desde niños. Veía en ella una representación de Aslund, pero con menos recato y mucho más peligrosa y dañina.

Al principio pensé que su supuesto enamoramiento no era más que el capricho de una niña consentida y que acabaría pronto pensando en otro y a mí me dejaría en paz. Pero no era así y, entonces, comencé a darme cuenta de que se trataba para ella de una cuestión más de orgullo que de verdadero amor, y que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de que me fijara en ella, con tal de que la viera como una mujer y despertar mi deseo por ella.

Fui consciente de que, si no lo conseguía, ese mismo orgullo convertiría su amor hacia mí en un odio irracional y sin fundamento, pero muy capaz de hacer de mi vida un infierno. Podía hacerme daño enfrentando a sus hermanos y a su madre contra mí y mi padre también podía verse involucrado en sus asuntos y presunciones. Debía ser cauto y tomar una determinación, pero no sabía qué hacer y opté por tomarme un poco de tiempo, por esperar a que se calmara su apasionamiento y procurar ver las cosas desde un punto de vista diferente.

Poco después de que me recuperara de la muerte de Sombra, supe que había que aplacar una pequeña revuelta en el norte del reino. Por lo visto, se había alzado un jefe contra la monarquía de mi padre, alegando que no tenían por qué seguir pagando impuestos a un rey del que nada recibían. Tal vez tuvieran su parte de razón, pero a mí eso me daba lo mismo y, desde luego, no pensé en lo que era o no más justo cuando le dije a mi padre que yo iría al mando de las huestes de mercenarios para aplastar la revuelta. Deseaba una excusa para alejarme de Enora.

No podía permitirse que aquello durara más tiempo pues, si eso sucedía, habría más jefes ambiciosos que querrían participar en la rebelión, para así tener la oportunidad de sacar partido de todo aquello y, desde luego, proponerse como el nuevo monarca. Era una idea ambiciosa y mi misión era impedir que, lo que hasta el momento había sido un simple amotinamiento, llegara más allá y se convirtiera en una maquinación de mayores proporciones.

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Gunner se sintió complacido cuando le hice saber mi decisión. Era la primera vez que iba a participar en algo de cierta envergadura política y militar y, aunque estaba preocupado por el riesgo que corría al permitir que guiara a su ejército, comprendía que debía hacerlo por mí mismo y por la opinión de su pueblo. Iba siendo hora de que sus súbditos me conocieran por algo más que mi nombre y mi parentesco real.

Así es que al cabo de dos semanas, partí hacia el Norte acompañado por cien guerreros bien entrenados y cuarenta mercenarios de aspecto terrorífico, para aplacar la revuelta y devolverle a mi padre la autoridad absoluta e indiscutible. No estaba satisfecho con lo que iba a hacer, pero sabía que lo haría bien y que era algo que mi padre necesitaba. Iba a matar a un montón de hombres, pero esas muertes evitarían que corriera mucha más sangre y eso me reconfortaba.

Habría mentido si dijera que no tenía miedo. Pero no era miedo a encontrar la muerte, sino a fracasar, a no ser digno de mi padre, a no merecerme ser hijo de quien era, a encontrar la vergüenza en vez de la gloria que necesitaba. Temía no ser tan bueno como todos creían que era y decepcionarlos con mi derrota.

Aquella madrugada, mientras me alejaba a caballo del castillo en compañía de una horda de hombres sin escrúpulos, me preguntaba si sería posible hallar una solución diferente, un modo de evitar el enfrentamiento. Pero cuando giré mi cabeza y vi los rostros de los mercenarios y sus armas pulidas y bien afiladas, supe que nada podría impedir que se desatara una verdadera masacre.

Les pagábamos a aquellos hombres por matar, algo que hacían con placer y lo único que sabían hacer bien. Llevaban el cuerpo tatuado casi por completo, con dibujos de dragones y criaturas horribles o fieras salvajes. Muchos se habían afeitado la cabeza, ya que la gran mayoría eran germanos, y otros adornaban sus cuellos con dientes de sus víctimas, orejas, dedos disecados y otras partes de sus enemigos, a modo de trofeos y de símbolo de su fiereza. Iban armados con pesadas hachas y espadas de un acero excelente y la única ley que conocían era la que marcaba el precio por sus servicios. Ninguno tenía familia ni atadura alguna. Vivían sólo para matar y eran los mejores en su trabajo carnicero. No necesitaban una causa para desenvainar sus espadas y lanzarse al ataque bajo las órdenes del jefe, que en este caso era yo. Eran capaces de cualquier cosa y nada les pesaba en sus conciencias.

Yo no les comprendía, pero sabía lo peligrosos que podían ser. Por esa razón, intenté evitar pasar por las pequeñas aldeas que mediaban entre Tromso y el lugar a donde nos dirigíamos, pues difícilmente me hubiera sido posible impedir que las saquearan ni tampoco que violaran a las mujeres ni que mataran a cualquiera que se resistiera a sus demandas y deseos. No resultó una tarea fácil y tuve que enfrentarme en un par de ocasiones a ellos. Para imponer mi autoridad tenía que recurrir a mi espada. Incluso los soldados les temían y nunca acampaban juntos por la noche, pues las disputas entre ellos eran continuas y, a menudo, llegaban a las armas.

En una ocasión fue necesario detenernos en una población para hacernos con provisiones y forraje para los caballos, después de una semana de

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marcha. Estábamos a mitad de camino y no era prudente que corriera la voz de que el ejército del rey estaba tan cerca del enemigo, aunque sí podía ser positivo que supieran que un gran grupo de mercenarios andaba merodeando por aquella zona.

Di órdenes muy estrictas para que ninguno atacara a los aldeanos, ni saqueara sus casas y, sobre todo, que no tocaran a ninguna mujer. Advertí que aquel que lo hiciera sería decapitado por mi propia mano. Sólo pasaríamos una noche allí, el tiempo imprescindible para tomar lo necesario y continuar adelante.

Hubo un murmullo de protesta e indignación por parte de ellos pero, finalmente, se pusieron de acuerdo y me dieron su palabra de obedecer. Con los demás no había problemas, eran hombres de principios y su condición de soldados les obligaba a cumplir con su juramento de obediencia hacia el rey, a quien servían por propia convicción. Sin embargo, conocía bastante bien el ambiente de la milicia y sabía que, si uno de ellos se atrevía a atacar a una mujer, muchos más seguirían su ejemplo y no pensarían en la represalia posterior a sus actos.

Con mis órdenes y advertencias nos dirigimos al poblado, donde la gente nos recibió con recelo y miedo mal disimulado. No era frecuente que un gran grupo de guerreros armados apareciera por sus vidas y, aún menos, de modo pacífico. Las mujeres cogieron a sus hijos y corrieron para refugiarse lo mejor posible en sus casas. Los hombres nos miraban con semblante sombrío y esperando lo peor.

Me dirigí al centro del poblado, seguido por treinta de mis soldados y mercenarios, pues creí que no era conveniente llevarles a todos conmigo. Hice llamar al jefe y, al momento, se presentó delante de mí un hombre delgado y de edad madura, con aspecto desaliñado, pero mirada inteligente y despierta.

–Soy Halvdan y he venido con mis hombres con el propósito de tomar provisiones para todos nosotros. En el bosque esperan un centenar más y otros tantos caballos. Os pagaré con oro y pieles de oso.

–No tenemos mucho que ofreceros, pero te aseguro que si tu intención es sincera, yo te daré lo mejor de nuestras provisiones a cambio del pago que has propuesto. Me parece justo. Te pido que no nos ataquéis y que no nos causéis daños.

–No he venido aquí como si fuera un ladrón o un asesino. No estoy interesado en vuestra aldea. Puedes estar tranquilo. He dado órdenes estrictas a mis hombres y, si alguno de ellos osara desobedecerme, será decapitado por mi propia mano. No he mentido nunca y estoy dispuesto a cumplir con mis amenazas de castigo, así como con mis promesas de paz.

–Sé quién eres, aunque jamás te haya visto. No esperaba menos del hijo de Gunner Cabeza de Oso. Daré instrucciones para que mi gente os ayude a preparar las provisiones para vuestro viaje y daré una cena en tu honor. Dado que hace buen tiempo, propongo encender un gran fuego en el centro de la aldea y que se disponga lo necesario para que todos nos congreguemos al aire libre y podamos participar de la fiesta.

Así se acordó y mandé llamar a los demás hombres, una vez que las provisiones se nos dieron y se pusieron bajo nuestro poder. La fiesta comenzó

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antes de que cayera la luz del día y todo comenzó con buen pie hasta que la cerveza comenzó a hacer que los mercenarios y alguno de los soldados se olvidaran de mis advertencias.

La fiesta comenzó a subir, pasando de un tono alegre y distendido, a un griterío casi ensordecedor, donde todos tenían que hablar a voces y las canciones indecentes se habían adueñado por completo de las voces de los mercenarios y la mayoría de los soldados que estaban bajo mi mando.

Yo estaba en lo alto de una plataforma a modo de mesa larga, al lado del jefe de la aldea y su familia, contemplando la escena un tanto malhumorado y consciente de que, si no lograba que la fiesta decayera, me vería obligado a amonestar a alguno de mis hombres.

Estaba pensando en esto cuando vi desde mi mesa cómo uno de los mercenarios se acercó a una muchacha que contaría con unos doce o trece años. Le dijo algo y la joven palideció. Intentó alejarse de él, pero éste la cogió del brazo y le impidió la huida.

El mercenario la rodeó por la cintura con su brazo y comenzó a salir del tumulto, llevando a su presa consigo para perderse entre las sombras de las casas más cercanas. Yo me levanté de mi taburete de madera y salté hacia delante para salir en su busca. Había mucha gente y me resultaba difícil avanzar. Así es que desenvainé mi espada y me abrí paso a gritos y golpeando con la hoja plana a los que estaban más borrachos y no se apartaban con la suficiente rapidez. Cuando logré salir de la plaza, mi mercenario ya había desaparecido. Oí pasos detrás de mí y supe que un reducido grupo de soldados me seguía. Lo que no sabía todavía era si estaban conmigo o contra mí.

De pronto oí un chillido de mujer a mi derecha. Giré mi cabeza en la dirección del sonido y vi un callejón que se perdía en la oscuridad. El acceso se hacía un tanto difícil, pues un gran árbol crecía en medio del estrecho pasillo. Allí me dirigí a toda velocidad y llegué justo a tiempo. La muchacha estaba tendida en el suelo y le había rasgado las ropas y pegado en la cara, pues estaba sangrando. No era más que una niña asustada y sentí ganas de vomitar.

–Oye, Halvdan, será mejor que no te metas en mis asuntos y te largues a otra parte. No tengo nada contra ti y tu padre es un buen hombre. No creo que nuestra amistad valga tan poco como para que tengamos que pelearnos por una zorra como esta. Déjame a mí primero y luego podrás hacer lo que quieras con lo que quede de ella.

–Presta atención porque sólo lo diré una vez. Aléjate de esa niña o te mataré. Os advertí a todos que no permitiría violaciones ni ningún otro tipo de crímenes o disturbios en esta aldea. Cuando regreses a Tromso podrás ir a las tabernas y encontrar a mujeres con quienes disfrutar. Imagino que no es la primera vez que haces esto, pero yo no voy a consentirlo en mi presencia.

El mercenario se quedó mirándome y jamás hasta entonces había visto tanto odio en una mirada. Pero vi claramente que no estaba dispuesto a obedecerme y a dejar en paz a aquella niña asustada. Se levantó y de un movimiento casi imperceptible de lo rápido que fue, se lanzó contra mí con su espada en alto. A mis espaldas se detuvieron los cuatro hombres que venían siguiéndome, expectativos.

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Yo detuve el golpe de su arma con un hábil movimiento. Mi enemigo supo que no le sería tan fácil, como pensó en un principio, acabar conmigo. Volvió a atacarme con furia y tuve el tiempo justo para apartarme y alejarme de su afilado acero. Sin embargo, una pequeña rama me hizo dar un traspié y perdí el equilibrio. Me di de espaldas contra el grueso tronco del árbol y, durante un par de segundos, permanecí inmóvil, intentando recuperar la posición.

Tal como esperaba, mi oponente no desaprovechó la oportunidad que le brindó la suerte. En su rostro vi la expresión del triunfo. Pensó que me había vencido cuando me vio casi sentado contra el árbol.

Yo me acordé de lo que Mirko me decía cuando me entrenaba en la lucha. Decía que no todo era experiencia, ni todo fuerza en la formación de un buen guerrero. Había una pequeña serie de factores que contribuían a completarlo y a clasificar su peligrosidad en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo.

Mi enemigo era un hombre que casi me doblaba la edad y que llevaba a sus espaldas muchos años de batallas y luchas de todo tipo, de las cuales había salido con vida hasta aquel momento. Era muy fuerte y experimentado. Pero eso mismo le hacía menospreciarme a mí como enemigo, pues estaba convencido de que nada tenía que hacer frente a él.

Yo era mucho más joven y también más fuerte. No tenía tanta experiencia como él con las armas pero, como decía mi maestro, él no había contado con mi naturaleza.Yo estaba mejor alimentado que él y mi coordinación de movimientos era muy superior a la suya. Las posibilidades eran las mismas para ambos, pero yo no cometí el error de verle inofensivo frente a mi mejor preparación física. Sabía que era mortal y cualquier fallo podía significar mi final.

El mercenario se abalanzó sobre mí de nuevo, lanzando un terrible golpe con su arma, destinada a cortar mi cabeza. Yo apenas tuve tiempo de rodar sobre mí hacia la izquierda, antes de que la hoja se clavara profundamente en la madera del árbol.

Mi oponente se dio cuenta de su error demasiado tarde pues, en un instante, estaba yo de pie con mi arma en alto. Él, por su parte, forcejeó para liberar la suya del tronco, pero yo fui más rápido y lleno de ira, le asesté un golpe brutal que le cortó los antebrazos dejándose oír un sordo chasquido de huesos rotos y sus alaridos de dolor. Sus manos quedaron asidas a la empuñadura de su espada y él me miró horrorizado. Los demás hombres dieron unos pasos hacia atrás y se quedaron contemplando la escena estupefactos.

–¿Ves lo fácil que habría sido todo si hubieras obedecido? He cortado tus brazos y vas a morir sin poder sostener tu espada para gritar el nombre de Odinn y poder ir al Walhalla. No eres digno de ese lugar y le he hecho un favor a los dioses mandándote al Infierno de Hel. Dije que aquel que desoyera mis órdenes sería decapitado. Pero para que tu castigo sirva de ejemplo, haré una excepción y dejaré que te desangres hasta morir. No mereces una muerte rápida, sino la propia de un cerdo.

–Por favor, no dejes que muera así, no soporto el dolor. –Tienes pocos minutos para reflexionar acerca del dolor y el sufrimiento

que le ibas a causar a una niña indefensa hace un momento para tu regocijo.

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Tal vez, esto te ayude a darte cuenta de la clase de escoria que eres. Además, te lo haré más fácil. Voy a cortarte los genitales para que veas por qué poca cosa has perdido la vida.

Hice caso omiso a sus desesperados gritos y con un movimiento rápido de mi cuchillo corté sus pantalones de montar y lo que había debajo. Saqué una masa sanguinolenta de carne blanda y se la metí en la boca. No tardó ni un minuto en perder el sentido y poco después murió desangrado.

–Vosotros ya podéis volver a la fiesta, si es que no tenéis nada que tratar conmigo.

–Sólo queríamos que no te ocurriera nada, Halvdan. Por eso fuimos tras de ti. Pero veo que no ha hecho falta nuestra ayuda.

–Muchacha –dije volviéndome hacia ella, que seguía en el suelo aterrorizada, medio desnuda y llena de sangre–. Levántate y cúbrete con mi capa. Puedes marcharte tranquila. Nadie va a hacerte más daño, al menos mientras yo esté aquí. Toma estas monedas. Sé que no sirven para pagar el miedo que has pasado, ni los golpes que este cerdo te ha dado en la cara. Pero sí te ayudarán a vivir un poco mejor el día de mañana. Espero que comprendas que no somos todos como él.

Ella se limitó a coger cuanto le di y, dándome unas gracias casi inaudibles, se perdió corriendo entre las sombras. Jamás volví a verla, pero nunca la olvidé. Creo que ella tampoco me olvidaría.

El resto de la fiesta transcurrió de forma tranquila. Antes de que llegara a mi sitio en lo alto de la mesa presidencial, se había corrido la voz de lo que había ocurrido con el mercenario y de mi duelo con él. Muchos fueron a verlo con sus propios ojos, pues era un hombre famoso entre ellos por su habilidad con las armas.

A partir de entonces tomaron mucho más en serio mis advertencias. Dos días después de nuestra llegada a la aldea, partimos de nuevo hacia el Norte. Era consciente de que había logrado contener sus instintos para con la gente que tan amablemente nos había recibido. Pero no ocurriría lo mismo cuando entráramos en combate con los rebeldes. No podría impedir que masacraran, saquearan y violaran a su antojo. Desde tiempos inmemoriales, ese había sido el botín del vencedor y yo, un hombre de veintidós años, no podía pretender cambiarlo, aunque intentaría que fuera lo menos grave y duro posible.

Llegamos a nuestra meta casi una semana después de dejar a nuestras espaldas la aldea. La ciudad parecía en calma la mañana que la avistamos. Era evidente que nos estaban esperando, que alguien había hecho correr la voz de que partíamos hacia allí. No sabíamos a cuántos hombres íbamos a enfrentarnos. Desde la elevación de terreno en la que nos encontrábamos, no se veía a nadie por las calles, ni en los campos, ni en las cercanías. Era como si todos se hubieran esfumado por arte de algún poderoso encantamiento.

Hice que mis hombres formaran un amplio semicírculo a lo largo del bosque en el que nos hallábamos y mandé a una pequeña patrulla compuesta por ocho hombres para que se acercaran a la ciudad, dos por cada uno de los puntos cardinales de la misma. Necesitaba un informe preciso de lo que había allí. Las murallas no parecían muy difíciles de superar en un asalto. Pero era mejor asegurarnos debidamente de cuál era la verdadera situación.

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M.ª Jesús Morales

Mis exploradores regresaron al cabo de dos horas. Todos contaron lo mismo. Allí no había nadie. Habían huido y la ciudad entera estaba abandonada.

–¿No habéis entrado en las casas? –Sí –dijo uno de ellos. –¿Había comida y pieles? –Sí. –¿Has visto alguna espada, hacha, cuchillo o coraza, cota de malla, cascos

o algo similar en alguna parte? –No, ahora que lo dices. –Bien, entonces es lo que suponía. Están escondidos en el bosque y esto

es una trampa. Esperaban que nos lanzáramos contra la ciudad en un ataque por sorpresa. Nuestra sorpresa sería ver que no había nadie allí dentro y, entonces, nos atacarían ellos desde fuera. Nosotros nos veríamos acorralados por el grueso de sus filas y a nuestras espaldas las murallas de la ciudad. Son fáciles de saltar, pero no fueron construidas para saltarlas, sino para cortar el paso de los invasores. Luego, nos harían arder como si fuéramos alimañas atrapadas.

–¿Qué vamos a hacer, entonces? –preguntó uno de ellos. –Vamos a comer, en primer lugar, como si nada nos importase no haber

encontrado a nadie en la ciudad. Vamos a hacer un bonito fuego y ese fuego se extenderá irremediablemente hacia el otro lado del bosque. Veinte hombres vigilarán cada uno de los dos lados del fuego y lo guiarán hacia el centro. Los demás permaneceremos aquí, esperando a que las ratas salgan de su madriguera y corran hacia la ciudad, donde ellos mismos han dejado las puertas de acceso cerradas por dentro. No tienen otra elección. O mueren quemados o bajo nuestras armas. Es importante que actuemos con naturalidad. Quiero que cantéis cuando comencéis a encender el fuego y que vean que vamos a comer. Quiero que crean que vamos a esperar mientras disfrutamos de una comida en el bosque y no se alerten cuando huelan el humo. Luego, ya sabéis lo que hay que hacer.

Y así lo hicimos. Al cabo de unas horas, una ancha franja de fuego rodeaba a la ciudad

desde el exterior por el norte y nosotros estábamos apostados a cada lado del enorme fuego y al sur, frente las murallas y cortando el único posible paso a los rebeldes. Estos no tardaron en salir de su escondite. Muchos ni siquiera tuvieron tiempo de huir de las llamas, se oían sus gritos aterrorizados y se olía a carne quemada por todas partes.

Yo iba al frente de los sesenta hombres que esperaban de frente el ataque en desbandada de los rebeldes. Desde mi caballo y elevando mi voz por encima del estruendo del fuego y los gritos de sus víctimas, ordené que no mataran a los niños, ni tampoco a las mujeres. Que prestaran atención a los hombres, quienes saldrían en último lugar y que eran nuestros verdaderos enemigos. Los noruegos no asesinamos a los niños, ni tampoco a las mujeres desarmadas.

La batalla duró muy poco tiempo. Ellos nos superaban en número, pero no contaban con armas de la misma calidad que las nuestras, ni tampoco con

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Halvdan, el Noruego

nuestra disciplina militar, la cual nos convertía en enemigos muy difíciles de vencer.

Todo ocurrió como imaginé que sucedería. Me pareció un simple juego de niños y pensé en lo fácil que había sido acabar con tanta gente en tan poco tiempo. Nadie pudo entrar en la ciudad. En el momento en que comenzaron a salir del bosque, nosotros espoleamos nuestras monturas y nos lanzamos a galope tendido sobre ellos, quienes corrían sin orden alguno y completamente desconcertados.

Ellos no tenían tantos caballos como nosotros y eso facilitó nuestra misión exterminadora. Mi espada parecía un rayo de muerte al brillar contra la luz del sol cuando la sostenía en alto, antes de que bajara para llevarse una vida con cada golpe. Muchos de los mercenarios saltaron de sus monturas para batirse cuerpo a cuerpo. No se conformaban con matar a sus oponentes, sino que los cortaban por la mitad, los decapitaban o los mutilaban para quedar satisfechos. El olor salado de la sangre se extendía por el campo de batalla y se mezclaba con el de la carne quemada procedente del bosque.

Desde allí, también se oía el entrechocar del acero. Muchos intentaron escapar por los lados, pero fueron rechazados eficazmente por los soldados que dejé allí apostados.

En un momento dado, divisé a quien debía ser el jarl rebelde. Llevaba un buen caballo e iba bien vestido. Su casco iba rematado con una cabeza de lobo, símbolo distintivo de los jefes y su cota de malla era de una calidad que denotaba su evidente poder económico y que pertenecía a una clase elevada. Un grupo de cuatro hombres le rodeaban para protegerle de las hojas enemigas a toda costa. Me di cuenta de que lo que intentaba era salir de allí para ponerse a salvo.

Su actitud me llenó de ira. Allí estaba todo su pueblo muriendo por su causa, por su sueño, y él lo único que hacía, en agradecimiento, era intentar escapar para no correr su misma suerte. No era más que un bastardo y decidí que, si alguien merecía realmente morir, era él.

Lancé un grito de guerra y obligué a mi caballo a que se abriera paso entre la multitud para perseguir al jarl e impedir su huida. Llamé a dos mercenarios y se dispusieron a seguirme a través de la brecha que mi caballo abría con sus cascos entre los combatientes. Tenía el corazón enardecido por la rabia y mis sentidos estaban tan alterados que lo veía todo con un velo rojo.

El primero de los guardas del jarl salió a mi encuentro y le asesté un golpe en el costado que le abrió la cota de malla y le cortó la carne hasta la cadera, haciéndole caer al suelo muerto. Otro se acercó a mí por el lado derecho, aprovechando que mi mano estaba sujetando el arma aún desde abajo, pero, afortunadamente, lo detuvo uno de mis mercenarios, quien le clavó su hacha en la espalda y le cortó el brazo desde el hombro y parte del cuello. Los demás no tuvieron tiempo de rechazar la embestida del otro mercenario, quien iba armado con un mazo enorme y muy pesado. De un golpe aplastó el casco de uno de ellos, incrustándole la cabeza en el cuerpo y destrozando por completo el hierro del yelmo que la protegía. El último guarda recibió una estocada en el pecho de mi espada y ordené que cogieran al jarl prisionero. Este se había rendido e imploraba mi clemencia.

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M.ª Jesús Morales

Decidí que aquello ya había ido demasiado lejos. Hice correr la voz de que el jarl había caído bajo nuestro poder y que la guerra había acabado. Poco a poco fueron cesando los gritos y los ruidos metálicos. Muchos, no obstante, intentaron huir y comprendieron tarde su error, pues mis hombres salieron tras ellos y les daban muerte tan pronto como les alcanzaban. Eso, decían, era lo mejor de la batalla, por parte de los vencedores.

Ordené que abrieran las puertas de la muralla y, al cabo de media hora, estábamos todos dentro de la ciudad. Pese a que insté a mis hombres a que no saquearan las viviendas, pocos fueron los que tuvieron en cuenta mis palabras. Yo, por mi parte, no podía enfrentarme a mi propia gente. En sus mentes obtusas, se sentían con pleno derecho a hacer de sus vencidos lo que les viniera en gana. Así había sido siempre y así seguiría siendo.

Me dirigí a la que había sido la casa de Hakon, el jarl rebelde, seguido por un grupo de ocho jinetes. La gente se hallaba demasiado ocupada intentando librarse de los mercenarios, quienes entraban a saco en sus casas para despojarles de cuanto poseían de valor y pasar a cuchillo a quienes intentaran impedírselo. Hubo violaciones, por supuesto. Pero no tantas como se esperaban pues, por lo visto, mi duelo con el mercenario hacía unos días, había sido un buen ejemplo de lo que era capaz de hacer si se me enfurecía.

Estaba cansado, pero la ira me obligaba a seguir adelante. Llevé a Hakon a su casa y ordené que le encadenaran. Nunca había visto a nadie temblar de ese modo de miedo, pues era verano y el tiempo era cálido en aquella época.

–¿Tú eres el que pretendía hacerse con la corona de Gunner Cabeza de Oso? No eres más que una sucia rata cobarde. ¿Acaso te dieron una pócima para que sufrieras esos delirios de poder y grandeza?

–Yo no aspiraba a la corona. Yo sólo deseaba lo mejor para mi pueblo... No pude contenerme y le pegué un puñetazo en la cara. De no haber

estado atado, habría caído al suelo. –Lo mejor para tu pueblo no eres tú, precisamente, un hombre que huye

en cuanto sus planes empiezan a ir mal para salvar su pellejo. Más bien di que deseabas lo mejor de tu pueblo para tu propio beneficio. Tu ambición te ha convertido en un sucio traidor. Has faltado a tu palabra y has hecho que masacren a tu gente por intentar apoderarte de lo que no te pertenece. ¿Sabes cómo se paga lo que tú has hecho?

–No, por favor, no me mates. Estoy arrepentido por cuanto he hecho y te juro que no volverá a suceder jamás. Te doy mi palabra de que nunca más me alzaré contra tu padre ni contra ti.

–Esos juramentos los hiciste hace tiempo y no has dudado en quebrantar tu palabra por un puñado de oro. Pero estás de suerte, Hakon. No voy a matarte.

–Gracias, Halvdan, gracias. Bendito seas, muchacho. –Haré que sea tu pueblo quien te juzgue y se cumplirá su voluntad. Veo,

por tus expresiones, que eres uno de los muchos que abrigan la nueva fe, esa religión extranjera del cristianismo. Así que, tomando esta decisión, puedes comprobar que respeto vuestras creencias y dejo que sea tu pueblo, en representación de tu dios, quien decida tu Destino. No debes temer nada. Ante la incertidumbre –le dije con sorna–, lo mejor que un cristiano debe