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- 1 - HISTORIA DEL NUEVO TESTAMENTO Historia del Nuevo Testamento es un estudio histórico y biográfico de las dos figuras principales del establecimiento del cristianismo Jesucristo, el Hijo de Dios y Pablo, el apóstol misionero; basado en las Escrituras y a la luz de los progresos contemporáneos se examinan sus hechos, pensamientos y escritos, más la época y política que vivieron y cómo su mensaje llegó a todo el mundo. NACIMIENTO, INFANCIA Y JUVENTUD DE JESÚS La natividad Augusto César ocupaba el trono del imperio romano, y bastaba un movimiento de su dedo para poner en juego la maquinaría del gobierno sobre casi todo el mundo civilizado. Estaba orgulloso de su poder y riquezas, y era una de sus ocupaciones favoritas preparar un registro de las poblaciones y de los productos de sus vastos dominios. Por esto promulgó un edicto, como dice Lucas el evangelista, "que toda la tierra fuese empadronada", o para expresar con más exactitud lo que las palabras quieren decir, que se hiciera un censo de todos sus súbditos, para que sirviera como base para futuras contribuciones. Uno de los países afectados por este decreto fue Palestina, cuyo rey, Herodes el Grande, era vasallo de Augusto. Esto puso a toda la tierra en movimiento; porque, de conformidad con la antigua costumbre judaica, el censo se tomaba, no en las localidades en donde los habitantes residieran sino en los lugares a que pertenecían como miembros de las doce tribus originales. Entre las personas que el edicto de Augusto, desde lejos, arrojó a los caminos, estaba una humilde pareja de la villa de Nazaret de Galilea, José, carpintero de la aldea, y María, su esposa. Para inscribirse en el registro debido, tenían que hacer un viaje de unos 150 kilómetros, porque a pesar de ser aldeanos, tenían en sus venas la sangre de reyes y pertenecían a la antigua y real ciudad de Belén, en la parte meridional del país. Día por día la voluntad del emperador, como una mano invisible, los impulsaba hacia el sur, por el pesado camino, hasta que por fin ascendieron la pedregosa subida que conducía a la puerta de la población; él amedrentado de ansiedad, y ella casi muerta de fatiga. Llegaron al mesón, pero lo hallaron atestado de forasteros que llevando el mismo negocio que ellos, habían llegado con anticipación. Ninguna casa abrió amistosamente sus puertas para recibirlos, y se resolvieron a preparar para su alojamiento un rincón del corral, que de otro modo hubiera sido ocupado por las bestias de los numerosos viajeros. Allí, en esa misma noche, ella dio a luz a su hijo primogénito; y por no haber una mano femenil que la ayudara, ni cama que lo recibiera, lo envolvió ella misma en pañales y lo acostó en un pesebre. De esta manera fue el nacimiento de Jesús. Nunca comprendí bien lo patético de la escena hasta que, estando un día en el cuarto de un antiguo mesón de la población de Eisleben, en la Alemania Central, me dijeron que en ese mismo punto, cuatro siglos hacía, en medio del ruido de un día de mercado y la confusión de un mesón, la esposa del pobre minero Hans Lutero, que estuvo allí en un negocio, sorprendida como María por una angustia repentina, dio a luz, en medio de tristeza y pobreza, al niño que había de ser Martín Lutero, el héroe de la Reforma y el creador de la Europa moderna. A la mañana siguiente, el ruido y la actividad comenzaron de nuevo en el mesón y en el corral. Los ciudadanos de Belén seguían con sus ocupaciones; el empadronamiento continuaba; y entre tanto el más grande suceso de la historia del mundo se había verificado. Nunca sabemos dónde pueda estarse iniciando el comienzo de una nueva época. La venida de cada nueva alma al mundo es un misterio y un arca cerrada llena de posibilidades. Sólo José y María conocían el tremendo secreto; que sobre ella, la virgen rústica y esposa del carpintero, se había conferido la honra de serla madre de Aquel que era el Mesías de su raza, el Salvador del mundo y el Hijo de Dios. Había sido predicho en la antigua profecía que el había de nacer en ese mismo punto: "Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel". El decreto del soberbio emperador hizo caminar hacia el sur a la fatigada pareja; pero otra mano los iba guiando, la de Aquel que encamina los intentos de emperadores y reyes, de estadistas y parlamentos, para llevar a cabo Sus propios propósitos, aunque ellos no lo conozcan. Los guiaba él que endureció el corazón de Faraón, llamó a Ciro como esclavo a sus pies, hizo del poderoso Nabucodonosor siervo suyo, y de la misma manera podía dominar para su magno propósito la soberbia y la ambición de Augusto César. El grupo alrededor del niño Aunque Jesús hizo su entrada al teatro de la vida de una manera tan humilde y silenciosa; aunque los ciudadanos de Belén ni soñaban lo que pasaba entre ellos; aunque el emperador de Roma ignoraba que su decreto había tenido que ver con el nacimiento de un rey que había de reinar no sólo sobre el mundo romano, sino también sobre muchas tierras en donde las águilas romanas no llegaron jamás; aunque a la mañana siguiente la historia del mundo seguía ruidosamente las vías de sus intereses ordinarios, completamente inconsciente del suceso que acababa de verificarse, sin embargo, este acontecimiento no pudo dejar del todo de llamar la atención. Tal como la criatura saltó en el vientre de la anciana Elizabet cuando se le acercó la madre del Señor, así cuando apareció Aquel que traía consigo un mundo nuevo, anticipaciones y presagios de la verdad nacieron en varios de los representantes del mundo antiguo que había de desaparecer. Aquí y allá, un temblor indefinido y apenas perceptible, conmovió a almas sensibles que estaban en espera, y las reunió alrededor de la cuna del niño. ¡Ved al grupo que se juntó para mirarle! Representa en miniatura toda su historia futura. Primero vinieron los pastores, de los campos vecinos. Lo que no fue visto por los reyes y los grandes del mundo, fue motivo que arrebató a los príncipes del cielo hasta hacerles romper los límites de la

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HISTORIA DEL NUEVO TESTAMENTO Historia del Nuevo Testamento es un estudio histórico y biográfico de las dos figuras

principales del establecimiento del cristianismo – Jesucristo, el Hijo de Dios y Pablo, el apóstol misionero; basado en las Escrituras y a la luz de los progresos contemporáneos se examinan

sus hechos, pensamientos y escritos, más la época y política que vivieron y cómo su mensaje llegó a todo el mundo.

NACIMIENTO, INFANCIA Y JUVENTUD DE JESÚS La natividad

Augusto César ocupaba el trono del imperio romano, y bastaba un movimiento de su dedo para poner en juego la maquinaría del gobierno sobre casi todo el mundo civilizado. Estaba orgulloso de su poder y riquezas, y era una de sus ocupaciones favoritas preparar un registro de las poblaciones y de los

productos de sus vastos dominios. Por esto promulgó un edicto, como dice Lucas el evangelista, "que toda la tierra fuese empadronada", o para expresar con más exactitud lo que las palabras quieren decir,

que se hiciera un censo de todos sus súbditos, para que sirviera como base para futuras contribuciones. Uno de los países afectados por este decreto fue Palestina, cuyo rey, Herodes el Grande, era vasallo

de Augusto. Esto puso a toda la tierra en movimiento; porque, de conformidad con la antigua costumbre

judaica, el censo se tomaba, no en las localidades en donde los habitantes residieran sino en los lugares a que pertenecían como miembros de las doce tribus originales.

Entre las personas que el edicto de Augusto, desde lejos, arrojó a los caminos, estaba una humilde

pareja de la villa de Nazaret de Galilea, José, carpintero de la aldea, y María, su esposa. Para inscribirse en el registro debido, tenían que hacer un viaje de unos 150 kilómetros, porque a pesar de ser aldeanos,

tenían en sus venas la sangre de reyes y pertenecían a la antigua y real ciudad de Belén, en la parte meridional del país. Día por día la voluntad del emperador, como una mano invisible, los impulsaba hacia el sur, por el pesado camino, hasta que por fin ascendieron la pedregosa subida que conducía a la puerta

de la población; él amedrentado de ansiedad, y ella casi muerta de fatiga. Llegaron al mesón, pero lo hallaron atestado de forasteros que llevando el mismo negocio que ellos,

habían llegado con anticipación. Ninguna casa abrió amistosamente sus puertas para recibirlos, y se

resolvieron a preparar para su alojamiento un rincón del corral, que de otro modo hubiera sido ocupado por las bestias de los numerosos viajeros. Allí, en esa misma noche, ella dio a luz a su hijo primogénito;

y por no haber una mano femenil que la ayudara, ni cama que lo recibiera, lo envolvió ella misma en pañales y lo acostó en un pesebre.

De esta manera fue el nacimiento de Jesús. Nunca comprendí bien lo patético de la escena hasta que,

estando un día en el cuarto de un antiguo mesón de la población de Eisleben, en la Alemania Central, me dijeron que en ese mismo punto, cuatro siglos hacía, en medio del ruido de un día de mercado y la

confusión de un mesón, la esposa del pobre minero Hans Lutero, que estuvo allí en un negocio, sorprendida como María por una angustia repentina, dio a luz, en medio de tristeza y pobreza, al niño que había de ser Martín Lutero, el héroe de la Reforma y el creador de la Europa moderna.

A la mañana siguiente, el ruido y la actividad comenzaron de nuevo en el mesón y en el corral. Los ciudadanos de Belén seguían con sus ocupaciones; el empadronamiento continuaba; y entre tanto el más grande suceso de la historia del mundo se había verificado. Nunca sabemos dónde pueda estarse

iniciando el comienzo de una nueva época. La venida de cada nueva alma al mundo es un misterio y un arca cerrada llena de posibilidades. Sólo José y María conocían el tremendo secreto; que sobre ella, la

virgen rústica y esposa del carpintero, se había conferido la honra de serla madre de Aquel que era el Mesías de su raza, el Salvador del mundo y el Hijo de Dios.

Había sido predicho en la antigua profecía que el había de nacer en ese mismo punto: "Pero tú, Belén

Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel". El decreto del soberbio emperador hizo caminar hacia el sur a la fatigada pareja; pero otra mano los iba

guiando, la de Aquel que encamina los intentos de emperadores y reyes, de estadistas y parlamentos, para llevar a cabo Sus propios propósitos, aunque ellos no lo conozcan. Los guiaba él que endureció el corazón de Faraón, llamó a Ciro como esclavo a sus pies, hizo del poderoso Nabucodonosor siervo suyo,

y de la misma manera podía dominar para su magno propósito la soberbia y la ambición de Augusto César.

El grupo alrededor del niño

Aunque Jesús hizo su entrada al teatro de la vida de una manera tan humilde y silenciosa; aunque los ciudadanos de Belén ni soñaban lo que pasaba entre ellos; aunque el emperador de Roma ignoraba que

su decreto había tenido que ver con el nacimiento de un rey que había de reinar no sólo sobre el mundo romano, sino también sobre muchas tierras en donde las águilas romanas no llegaron jamás; aunque a la mañana siguiente la historia del mundo seguía ruidosamente las vías de sus intereses ordinarios,

completamente inconsciente del suceso que acababa de verificarse, sin embargo, este acontecimiento no pudo dejar del todo de llamar la atención. Tal como la criatura saltó en el vientre de la anciana Elizabet

cuando se le acercó la madre del Señor, así cuando apareció Aquel que traía consigo un mundo nuevo, anticipaciones y presagios de la verdad nacieron en varios de los representantes del mundo antiguo que había de desaparecer. Aquí y allá, un temblor indefinido y apenas perceptible, conmovió a almas

sensibles que estaban en espera, y las reunió alrededor de la cuna del niño. ¡Ved al grupo que se juntó para mirarle! Representa en miniatura toda su historia futura.

Primero vinieron los pastores, de los campos vecinos. Lo que no fue visto por los reyes y los grandes

del mundo, fue motivo que arrebató a los príncipes del cielo hasta hacerles romper los límites de la

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invisibilidad con que se revisten, para expresar su gozo y explicar la significación del gran suceso. Y buscando los corazones más dignos para comunicarlo, los hallaron en estos sencillos pastores, que

pasaban una vida de contemplación y oración en los campos llenos de instructivos recuerdos; en donde Jacob había guardado sus rebaños, donde Booz y Rut se casaron, y David, el personaje máximo del Antiguo Testamento, pasó su juventud. Allí aprendían éstos, por el estudio de los secretos y necesidades

de sus propios corazones, mucho más, tocante a la naturaleza del Salvador venidero, que lo que pudiera aprender el fariseo en medio de la pompa religiosa del templo, o el escriba hurgando a ciegas en las profecías del Antiguo Testamento. El ángel los dirigió a donde estaba el Salvador, y se apresuraron a ir a

la aldea para hallarlo. Eran representantes de la gente aldeana "de corazón bueno y recto" que más tarde formó la mayor parte de sus discípulos.

Después de ellos vinieron Simeón y Ana, representantes de los devotos e inteligentes escrutadores de las Escrituras que en aquel tiempo esperaban que apareciera el Mesías, y después vinieron a ser algunos de sus más fieles adherentes.

Al octavo día después de su nacimiento, el niño fue circuncidado, "conforme a la ley", ingresó en el pacto y con su propia sangre escribió su nombre en la lista de la nación. Poco después, cuando terminaron los días de la purificación de María, lo llevaron de Belén a Jerusalén para presentarlo al Señor

en el templo. Era "el Señor del templo entrando al templo del Señor"; pero pocos de los que visitaban el sagrado recinto deben de haber recibido menos atención por parte de los sacerdotes, porque María, en

vez de ofrecer el sacrificio que era usual en semejantes casos, sólo pudo ofrecer dos tórtolas, la ofrenda de los pobres.

Sin embargo, había ojos que observaban, sin ser deslumbrados por la ostentación y el brillo del

mundo, ante los cuales la pobreza del niño no lo ocultaba. Simeón, el anciano santo, que en respuesta a sus oraciones había recibido promesa secreta de que no moriría sin que hubiera visto al Mesías, encontró

a los padres con el niño. Como un rayo pasó por su inteligencia la idea de que éste, por fin, era Aquél; y tomándolo en sus brazos, alabó a Dios por la venida de la luz que iba a ser revelada a los gentiles y la gloria de su pueblo Israel.

Mientras hablaba, otro testigo entró en el grupo. Era Ana, viuda piadosa que literalmente moraba en los atrios del Señor y había limpiado la vista de su espíritu con la eufrasia y la ruda de la oración y el ayuno, hasta que pudo traspasar con una mirada profética el velo del sentido. Agregó su testimonio al del

anciano, alabando a Dios y confirmando el tremendo secreto a las otras almas que estaban en espera y en busca de la redención de Israel.

Los pastores y estos ancianos santos estaban cerca del punto en que el nuevo poder entraba al mundo. Pero el mismo suceso conmovió a almas susceptibles que estaban a una distancia mucho mayor. Es probable que fuera después de la presentación en el templo y después que sus padres habían vuelto a

Belén, adonde querían fijar su residencia en vez de Nazaret, que Jesús fue visitado por los sabios del Oriente. Estos eran miembros de la clase instruida conocida por el nombre de magos, depositarios de la

ciencia, la filosofía, la habilidad médica y los misterios religiosos de los países de más allá del Eufrates. Tácito, Suetonio y Josefo nos dicen que prevalecía, en las regiones de donde vinieron los magos, una

expectación general di que un gran rey iba a levantarse en Judea. Sabemos también, por los cálculos del

gran astrónomo Kepler, que en ese mismo tiempo se veía en el cielo una brillante estrella temporaria. Los magos se dedicaban con ardor al estudio de la astrología y creían que todo fenómeno extraordinario en el cielo era señal de algún suceso notable en la tierra; y es posible que, viendo alguna relación entre

esta estrella, a la cual indudablemente su atención estaba activamente dirigida, y esa expectación general de que hablan los antiguos historiadores, se dirigieran hacia el Occidente para ver si esta

esperanza había sido cumplida. Pero debe de haberse despertado en ellos un deseo más profundo, al que Dios respondió. Si su indagación comenzó por la curiosidad y la especulación científica, Dios la condujo en adelante hasta llegar a la verdad perfecta.

Este es su modo de actuar siempre. En vez de increpar a los imperfectos, él nos habla en lenguaje que comprendemos, aunque exprese su idea muy imperfectamente y de este modo nos conduce a la verdad

perfecta. De la misma manera que hizo uso de la astrología para conducir a la astronomía, y de la alquimia para conducir a la química, y tal como el Renacimiento literario precedió a la Reforma, así él empleó la erudición de estos hombres, que era mitad error y superstición, para conducirnos a la luz del

mundo. La visita de ellos era una profecía de cómo, en el futuro, el mundo gentil recibiría la doctrina y salvación divinas y traería sus riquezas y talentos, su ciencia y filosofía para ofrecerlos a los pies de Jesús.

Todos éstos se colocaron alrededor del niño para adorarle; los pastores con su sencilla admiración, Simeón y Ana con la reverencia aumentada por la sabiduría y la piedad de largos años, y por último los

Magos con sus valiosos dones del Oriente y sus almas preparadas para recibir la instrucción. Pero mientras estos ilustres adoradores contemplan al niño, podemos ver con la imaginación cómo aparece tras ellos, un semblante siniestro y asesino.

Este era Herodes. Este príncipe ocupaba entonces el trono de la nación, el trono de David y de los Macabeos. Era un usurpador extranjero de baja cuna; sus súbditos lo aborrecían, y ocupaba el trono

solamente por el favor de los romanos. Era capaz, ambicioso y espléndido. Sin embargo, tenía un alma tan cruel, astuta, sombría e impura, que solamente podía encontrarse entre los tiranos de los países orientales. Había sido culpable de todos los crímenes, y había por decirlo así hecho nadar su palacio en la

sangre de su esposa, de sus tres hijos, y de muchos de sus parientes. Ahora en su vejez estaba atormentado por las enfermedades, los remordimientos, el odio del pueblo, y el cruel temor que le causaba el pensamiento de que se levantara un aspirante al trono que él había usurpado.

Los magos habían tenido que llegar a la capital para preguntar dónde había de nacer Aquel cuya estrella habían visto en el Oriente. Esta pregunta hirió a Herodes en su punto más susceptible, pero con

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diabólica hipocresía ocultó sus temores. Habiendo sabido por los sacerdotes que el Mesías nacería en Belén, hacia allá dirigió a los extranjeros e hizo de modo que volviesen y le dijeran con exactitud dónde

se encontraba el nuevo Rey, a quien esperaba destruir de un solo golpe. Sus planes fueron frustrados. Los magos, amonestados por Dios para que no volviesen, regresaron a su país por otro camino.

Entonces su furia estalló como tempestad y envió sus soldados a que matasen en la ciudad de Belén a

todos los niños de dos años abajo. Tan fácil le hubiera sido hender una montaña de diamante como cortar la cadena de los designios divinos. Metió su espada al nido, pero ya el pájaro había volado. José y María huyeron con el niño a Egipto y allí permanecieron hasta la muerte de Herodes. Volvieron después,

y residieron en Nazaret, siendo amonestados que no fueran a Belén, porque allí hubieran estado en los territorios de Arquelao, hijo de Herodes y semejante a su sanguinario padre. El semblante asesino de

Herodes, contemplando de una manera malévola al niño, era una triste profecía de cómo los poderosos del mundo habían de perseguirlo y cortar su vida de sobre la tierra.

Los años de silencio en Nazaret Falta de informes fidedignos

Los datos que hasta aquí poseemos son relativamente completos; pero con su establecimiento en Nazaret, después del regreso de Egipto, se acaban nuestros informes. Lo demás de la vida de Jesús, hasta el principio de su ministerio público, nos está encubierto con un denso velo que se levanta una sola

vez. Nosotros habríamos deseado que la narración hubiese continuado, siendo igualmente completa con

respecto a los años de su niñez y juventud. En las biografías modernas hay pocas partes más interesantes que las anécdotas que relatan de la juventud de sus héroes, porque en éstas podemos ver, en miniatura y con encantadora simplicidad, el carácter y el plan de su vida en el porvenir, ¿Qué no

daríamos por saber los hábitos, las amistades, los pensamientos, las palabras y las acciones de Jesús, durante tantos años? Pero así plugo a Dios, cuyo silencio no es menos admirable que sus palabras.

Era natural que donde Dios había guardado silencio y la curiosidad era muy intensa, la imaginación del hombre procurara llenar el vacío. Por eso, en los primeros tiempos de la iglesia, aparecieron evangelios apócrifos, pretendiendo dar todos los detalles de los acontecimientos que los evangelios inspirados no

mencionan. Están llenos especialmente de dichos y hechos de la niñez de Jesús. Pero estos escritos sólo manifiestan cuan incapaz es la imaginación humana de tratar semejante tema, y por el contraste de su oropel y exageración, ponen en relieve la solidez y veracidad de la narración de las Escrituras. Ellos le

hacen autor de frívolas maravillas, diciendo que hacía pájaros de barro y los echaba a volar, y que cambiaba en cabritos a sus compañeros de juego, etc. En una palabra, son colecciones de fábulas

indignas y blasfemas. Un mal éxito tan grotesco nos amonesta a no entrometer la imaginación en el recinto sagrado.

Bástanos saber que él crecía en sabiduría, en estatura, y en favor con Dios y con los hombres. Fue un

niño y un joven real y pasó por todos los grados de un desarrollo natural. Su cuerpo y su inteligencia crecían juntos, el primero aumentándose en vigor, y la otra adquiriendo conocimientos y poder. Su

carácter, en continuo crecimiento, manifestaba tal gracia que cualquiera que le viese descubría y amaba su bondad y pureza.

Pero aunque no se nos permite dar rienda suelta a nuestra imaginación, no se nos prohíbe y es más

bien nuestro deber hacer uso del material auténtico que nos proporcionan costumbres de la época o incidentes de su vida posterior que se relacionan con su edad temprana, para enlazar la infancia con el período de su vida en que los evangelistas toman de nuevo el hilo de la biografía. Y es posible que de

este modo adquiramos, a lo menos en cierto grado, una idea verdadera de lo que él era como niño y como joven, y entre cuáles influencias continuó su desarrollo durante tantos años de silencio.

VIDA DE JESUCRISTO por James Stalker

SU HOGAR

Sabemos cuáles fueron las influencias del hogar en que fue educado. Su hogar era uno de aquellos que hacían la gloria de su país como la hacen de los nuestros, hogares de piadosos e inteligentes artesanos. José, el jefe de la familia, era un hombre sabio y santo; pero el hecho de que no se le

menciona en el resto de la vida de Jesús ha hecho que se crea generalmente que murió durante la juventud de Cristo, dejando a es e el cuidado de la familia.

Su madre probablemente ejerció la más decisiva de todas las influencias exteriores sobre el desarrollo de Jesús. Lo que era ella puede inferirse del hecho de haber sido escogida de entre todas las mujeres del mundo, para ser coronada con el más alto honor que a una mujer pudiera concedérsele. El cántico que

de ella nos queda, tocante a su gran privilegio, nos la presenta como un alma religiosa, rebosante de fervor poético y de patriotismo, y como una mujer que estudiaba las Escrituras y especialmente lo relativo a las mujeres célebres, porque está saturado del Antiguo Testamento y amoldado sobre el

cántico de Ana. Ella no fue una reina milagrosa de los cielos, como la califica la superstición, sino una mujer pura, eminentemente santa, amante y de alma elevada. No necesita ella más aureola. Bajo el

influjo del amor de María crecía Jesús, que igualmente la amaba con amor ardiente. Había otros miembros de la familia; tenía hermanos y hermanas. De dos de ellos, Santiago y Judas,

tenemos Epístolas en las Escrituras, y por ellas podemos conocer sus caracteres. Tal vez no sea

irreverente inferir del tono severo de sus escritos, que en el estado de incredulidad deben de haber sido de carácter duro y poco simpático. Nunca creyeron en Jesús durante su vida y probablemente no fueron

sus compañeros muy íntimos en Nazaret. Es probable que estuvo solo la mayor parte del tiempo, y lo

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patético de su dicho que "no hay profeta sin honra sino en su tierra y en su casa" tuvo también aplicación aun antes de que él iniciara su ministerio.

Influencias educativas Jesús recibió su educación en casa, o tal vez en la de algún escriba de la sinagoga de la aldea; pero

fue solamente la educación de un pobre. Como decían con desprecio los escribas, "nunca había

aprendido", o como nosotros diríamos, no era graduado de ninguna institución. Esto es cierto; pero el amor al saber se había despertado en él en edad muy temprana. Todos los días experimentaba la alegría que produce la buena y profunda meditación. Tenía la mejor clave para adquirir conocimientos: la

inteligencia lista y el corazón amante; y los tres grandes libros: la Biblia, el Hombre, y la Naturaleza, estaban abiertos delante de él.

Es fácil comprender el entusiasmo ferviente con que Jesús se dedicó al estudio del Antiguo Testamento. Sus dichos, llenos de citas de él, nos dan una prueba muy convincente de que este estudio formaba, por decirlo así, el alimento de su inteligencia y el consuelo de su alma. El estudio que hizo de

las Escriturasen su juventud fue el secreto de la admirable facilidad con que hacía uso de ellas en lo sucesivo para enriquecer su predicación y reforzar su doctrina, para resistir los asaltos de sus opositores, y para vencer las tentaciones del maligno.

Las citas que hizo Jesús de aquellas Escrituras nos indican también que las leyó en el original hebreo y no en la versión griega que se usaba generalmente. El hebreo era idioma muerto aun en Palestina, tal

como actualmente lo es el latín en Italia; pero era natural que él deseara leer las Escrituras en las mismas palabras en que fueron escritas. Aquellos que no han logrado tener una buena educación, pero que con muchas dificultades han logrado aprender lo suficiente del griego para leer el Nuevo Testamento,

entenderán mejor como Cristo, en una aldea, se posesionaría de aquel antiguo idioma y con cuánto deleite se dedicaría al estudio de los pergaminos de la sinagoga o de los manuscritos que él mismo pueda

haber tenido. El idioma en que él hablaba y pensaba familiarmente era el arameo, rama del mismo tronco a que pertenecía el hebreo. Tenemos fragmentos de éste en algunos de los dichos memorables de Jesús, tales como: "Talita, cumi", y "Eloi, Eloi, lama sabactani". Por otra parte, tuvo la misma

oportunidad de aprender el griego, que un muchacho nacido en Panamá o en Puerto Rico tendría para aprender el inglés, pues Galilea de los gentiles estaba habitada por muchos que hablaban el griego. De modo que él poseyó, probablemente, tres idiomas: uno, el gran idioma religioso del mundo, en cuya

literatura estaba profundamente versado; otro, el más perfecto que jamás ha existido para expresar las ciencias y los conocimientos humanos, aunque no tenemos evidencia de que estuviese familiarizado con

las grandes obras de literatura griega; y el tercero, el idioma del pueblo al cual con especialidad dirigía sus predicaciones.

Hay pocos lugares donde la naturaleza humana pueda estudiarse mejor, que en un pequeño pueblo o

aldea, porque allí se conoce casi totalmente la vida y carácter de sus habitantes. En una ciudad puede verse mayor número de personas, pero con pocas está uno relacionado íntimamente, porque allí sólo la

vida exterior es visible; no así en una aldea, donde la vista exterior es reducida, pero la interior es profunda y la espiritual ilimitada. Nazaret era una ciudad notable por su maldad, como puede muy bien inferirse de aquella pregunta proverbial: "¿De Nazaret puede haber algo de bueno?". Jesús no conocía el

pecado en su propia alma, pero en la ciudad tenía delante la exhibición completa del tremendo problema del mal con el cual era su misión luchar.

Entraba en contacto íntimo con la naturaleza humana por motivo de su oficio. No cabe duda de que él

trabajaba como carpintero en el taller de José. ¿Quiénes podían conocerlo mejor que los que vivían en el mismo lugar y los que, más tarde, admirados por su predicación, exclamaron: "¿No es éste el

carpintero?". Sería difícil comprender plenamente la significación del hecho de que de entre todas las condiciones en que Dios pudiera haber colocado a su Hijo, durante su permanencia entre los hombres, escogiese la de un artesano. Este hecho selló con eterno honor el trabajo del obrero. Hizo también que

Jesús se familiarizase con los sentimientos de la multitud y le ayudó a conocer lo que es el hombre. Después se dijo que él sabía esto tan perfectamente, que no necesitaba que ningún hombre se lo

enseñase. Los viajeros nos dicen que el lugar en donde él creció es uno de los más hermosos de la tierra.

Nazaret está situado en un valle apartado, en forma de cuenca, entre las montañas de Zabulón,

precisamente en donde éstas descienden al valle de Esdraelón, con el cual está unido por una vereda escarpada y pedregosa. Sus blancas casas. con vides que trepan por las paredes, se medio ocultan entre los huertos y arboledas de olivo, higuera, naranjo y granado. Sus campos están divididos por cercas de

cacto, y adornados con flores de diferentes colores. Tras la aldea se levanta una colina de 150 metros de altura, desde cuya cima se disfruta de una de las vistas más hermosas del mundo. Al norte se ven las

montañas de Galilea, y las cumbres del Hermón cubiertas de nieve; al oeste, la cumbre del Carmelo, la costa de Tiro y las relucientes aguas del Mediterráneo; a unas cuantas millas al este, la masa cónica del Tabor; y al sur el llano de Esdraelón con las montañas de Efraín más allá.

La predicación de Jesús nos muestra cuan profundamente él había aspirado la esencia de la belleza natural y lo mucho que se había deleitado en los variados aspectos de las estaciones. Fue mientras

andaba por estos campos cuando era joven que recogió aquellas hermosas figuras que usaba con tanta abundancia en sus parábolas y discursos. En aquella colina adquirió el hábito de su vida posterior, de retirarse a las montañas para pasar la noche en oración solitaria. Las doctrinas de su predicación no

fueron formuladas en el momento de pronunciarlas. Fueron emitidas como una corriente al presentarse la ocasión, pero el agua de ella se había estado recogiendo en un recóndito manantial durante muchos años. Su doctrina la había desarrollado en los campos y en las montañas durante los años de feliz y

tranquila meditación y oración.

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Debe mencionarse todavía otra influencia educativa. Cada año, después de haber cumplido los doce años, iba con sus padres a Jerusalén, a la fiesta de la Pascua. Afortunadamente tenemos el relato de la

primera de estas visitas. Es la única ocasión durante treinta años, en que el velo de lo desconocido se levanta un tanto.

Todos aquellos que recuerdan su primer viaje de la aldea a la capital de su país, comprenderán el

gozo y agitación que debe de haber experimentado Jesús al salir del hogar. Por más de 100 kilómetros el camino atraviesa una región de la cual cada kilómetro rebosaba de recuerdos históricos e inspiradores. El se unió a la creciente caravana de peregrinos que caminaban, llenos de entusiasmo religioso, para

conmemorar la gran fiesta eclesiástica del año. Se dirigía hacia una ciudad que cada corazón judío amaba con una intensidad mayor que la que se haya dado jamás a cualquier otra capital. Una ciudad llena de

objetos y recuerdos a propósito para tocar las más profundas fuentes de interés y emoción en su alma. En tiempo de la Pascua la ciudad hervía con forasteros de más de 50 países diferentes, que hablaban

otros tantos idiomas y vestían otros tantos trajes diferentes. Jesús tomaba parte, por primera vez, en

una solemnidad antigua y llena de recuerdos patrióticos y sagrados. No ha de extrañarnos que cuando llegó el día en que debía volver, estuviese tan excitado con los nuevos objetos de interés, que no se uniese a la compañía en el lugar y tiempo señalados. Un lugar fascinaba su interés sobre cualquier otro:

el templo, y especialmente la escuela donde enseñaban los maestros de la sabiduría. Su mente rebosaba de preguntas, cuya aclaración podía pedir a aquellos doctores. Su sed de sabiduría tenía la primera

oportunidad para satisfacerse. Allí pues, escuchando a los oráculos de la sabiduría de aquel tiempo y con la excitación pintada en su semblante, le hallaron sus atribulados padres, que volvían con ansiedad para buscarlo, habiéndole echado de menos después de la primera jornada hacia el Norte.

Su respuesta a la pregunta un tanto represiva de su madre, descubre el carácter de su alma en el tiempo de su juventud, y nos deja ver ampliamente los pensamientos que lo ocupaban en las campiñas

de Nazaret. Nos muestra que a pesar de su juventud se había elevado ya sobre las masas del pueblo, las que pasan la vida sin preguntarse cuál será la significación o el término de la existencia. Sabía que había de desempeñar una misión divinamente señalada, cuyo cumplimiento debía ser la sola ocupación de su

vida. Este fue el pensamiento ardiente de toda su vida posterior. Debiera ser el primero y el último pensamiento de toda vida. En la vida posterior de Jesús vemos que con frecuencia repite en sus predicaciones ese pensamiento, y por último lo oímos resonar, cual campana de oro, al concluir su obra,

en aquellas palabras tan solemnes: "¡Consumado es!". Se ha preguntado con frecuencia si Jesús supo siempre que era el Mesías, y en caso contrario, cómo y

cuándo le vino este conocimiento; si le fue sugerido al oír a su madre referir la historia de su nacimiento, o si le fue anunciado por inspiración interior. ¿Vino este conocimiento de una sola vez, o gradualmente? ¿Cuándo fue que tomó forma en su alma el plan de su carrera, que llevó a cabo tan resueltamente desde

el principio de su ministerio? ¿Fue el lento resultado de años de reflexión, o le vino instantáneamente? Estas preguntas han ocupado la atención de los más eminentes cristianos, y han recibido muy diferentes

contestaciones. Y no me atreveré a resolverlas; mucho menos, teniendo delante la respuesta que dio a su madre, me permito pensar en que haya habido un tiempo en que no supiese cuál iba a ser su misión en este mundo.

Sus visitas subsecuentes a Jerusalén deben de haber tenido mucha influencia sobre el desarrollo de su carácter. Si volvió con frecuencia a escuchar y a hacer preguntas a los rabinos de las escuelas del templo, no debe de haber tardado en descubrir cuan superficial era su renombrada sabiduría. Es probable

que en estas visitas anuales descubriese la completa corrupción de la religión de aquel tiempo, y la necesidad de una reforma radical tanto en la doctrina como en la práctica, y marcase las prácticas y las

personas que más tarde había de atacar con la vehemencia de su indignación sagrada. Tales fueron las condiciones externas entre las cuales creció Jesús hasta la edad madura. Sería fácil

exagerar la influencia que pudiera suponerse que ejercieron sobre su desarrollo. Mientras más grande y

original sea el carácter, menos depende de las peculiaridades de su situación. Se alimenta de las fuentes profundas que tiene dentro de sí, y en su germen encierra un tipo que se desarrolla según sus propias

leyes y que desafía las circunstancias. En otras circunstancias cualesquiera, Jesús hubiera llegado a ser, en todos los puntos esenciales, exactamente la misma persona que llegó a ser en Nazaret.

LA NACIÓN Y LA ÉPOCA Llegamos ahora al tiempo en que, después de treinta años de silencio y retiro en Nazaret, iba Jesús a

presentarse en el teatro de la vida pública. Es pues, el punto en que conviene hacer un examen de las circunstancias de la nación en la cual iba a trabajar, y formar un concepto claro de su carácter y de sus propósitos.

Toda biografía notable es el registro de la entrada al mundo de una nueva fuerza, que trae consigo algo diferente de todo lo que ha habido antes, y del modo en que esto nuevo es gradualmente incorporado con las fuerzas conocidas, para formar parte de lo futuro. Es obvio, pues, que los que

quieren formarse idea de esta fuerza necesitan dos cosas: primero, una clara comprensión del carácter de la nueva fuerza misma; y segundo, una consideración del mundo en que se ha de incorporar. Sin ésta,

no es posible entender la diferencia específica de aquélla, ni puede apreciarse la manera en que será recibida; es decir, la bienvenida que le sea dada o la oposición con que tenga que luchar. Jesús hizo al mundo el aporte más original tendiente a modificar la historia futura de la raza que lo que ha traído

cualquier otro. Pero no podemos comprender ni su carácter, ni las dificultades que confrontó mientras procuraba incorporar en la historia el don que traía, sin tener una idea clara de la condición de la esfera

en que iba a pasar su vida.

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El teatro de su vida Cuando al concluir el último capítulo del Antiguo Testamento, volteamos la hoja y vemos el primer

capítulo del Nuevo, tendemos a pensar que en el tiempo de Mateo se hallaban las mismas personas y el mismo estado de cosas que en el de Malaquías. Pero no puede haber idea más errónea. Cuatrocientos años pasaron entre Malaquías y Mateo, y efectuaron en Palestina un cambio tan completo como no se ha

efectuado en ningún otro país en igual tiempo. Hasta el lenguaje mismo del pueblo había cambiado; y ahora existían costumbres, ideas, partidos, e instituciones tales que si Malaquías hubiese resucitado, apenas habría conocido su país.

La condición política del país Políticamente el país había pasado por vicisitudes extraordinarias. Después del cautiverio había sido

organizado como una especie de Estado sagrado bajo la dirección de sus sumos sacerdotes; pero conquistador tras conquistador lo había hollado, cambiando todas las cosas. Por algún tiempo los valientes macabeos habían restaurado la antigua monarquía. La batalla de la libertad se había ganado

muchas veces y otras tantas se había perdido; un usurpador ocupaba el trono de David; y por fin el país estaba completamente bajo el poder del gran imperio romano, que había extendido su dominio sobre todo el mundo civilizado. El país había sido dividido en varias porciones pequeñas, que el extranjero tenía

bajo diferentes formas de gobierno tal como los ingleses gobernaban la India. Galilea y Perea eran gobernadas por reyezuelos, hijos de aquel Herodes bajo cuyo reinado nació Jesús, quienes mantenían

con el imperio romano una relación semejante a la que tenían los reyes súbditos de la India para con la reina Victoria. Judea estaba bajo un oficial romano que era subordinado del gobernador de Siria y guardaba para con aquel funcionario una relación como la del gobernador de Bombay con el gobernador

general de Calcuta. Los soldados pasaban revista en las calles de Jerusalén; los estandartes romanos ondeaban sobre las fortalezas del país; los recaudadores del tributo del imperio se sentaban a las puertas

de todas las ciudades. Al Concilio Sanedrín, órgano supremo del gobierno judío, le era todavía concedida una sombra de su poder; sus presidentes los sumos sacerdotes eran viles instrumentos de Roma, puestos y quitados según el capricho de aquélla. Tanto había caído la nación orgullosa, cuyo ideal

siempre había sido gobernar el mundo, y cuyo patriotismo era una pasión religiosa y nacional tan intensa como nunca ardió en otro país alguno.

La condición religiosa y social

Respecto a la religión los cambios habían sido igualmente grandes y la caída igualmente completa. Es cierto que exteriormente parecía haber progreso en lugar de retroceso. La nación era mucho más

ortodoxa que en ningún período anterior de su historia. En un tiempo, su peligro principal había sido caer en la idolatría; pero lo que había sufrido en la cautividad la había corregido de aquella tendencia para siempre. Desde entonces, dondequiera que han llegado los judíos han sido los monoteístas más

intransigentes. Después de la vuelta de Babilonia se organizaron los oficios y órdenes sacerdotales, y los servicios del

templo y las fiestas anuales continuaron observándose en Jerusalén con estricta regularidad. Además se organizó una nueva y muy importante institución religiosa que casi dejó en segundo término el templo y su sacerdocio. Esta fue la Sinagoga con sus rabinos. Parece que antiguamente no existía, pero debe su

existencia a la reverencia que se tenía a las Escrituras. Las sinagogas se multiplicaban dondequiera que había judíos, y cada sábado se llenaban con las congregaciones ocupadas en la oración; se pronunciaban exhortaciones por los rabinos— una nueva orden creada por la necesidad de que hubiera traductores del

hebreo, en el que se encontraban las Escrituras y que había llegado a ser un idioma muerto—y se daba lectura a casi todo el Antiguo Testamento una vez al año, en oídos del pueblo. Se establecieron escuelas

de teología semejantes a nuestros seminarios, donde se educaban los rabinos y donde los libros santos eran inspirados.

Pero, a pesar de toda aquella religiosidad, la religión había declinado tristemente. Las exterioridades

se habían multiplicado y la espiritualidad había desaparecido. Por más ruda y pecaminosa que haya sido a veces la nación antigua, era capaz, aun en sus peores tiempos, de producir poderosas figuras religiosas

que sostenían en alto el ideal de la vida y conservaban la relación entre la nación y el cielo; y las inspiradas voces de los profetas mantenían fresca y limpia la corriente de la verdad. Pero no se había oído la voz de ningún profeta desde hacía cuatrocientos años. Los libros de las antiguas profecías se

conservaban con reverencia idolátrica; pero no había hombres con suficiente inspiración del Espíritu para entender lo que él mucho antes había escrito.

Los representantes de la religión de aquel tiempo eran los fariseos. Como su nombre hebreo lo índica,

en su origen se levantaron como campeones de la separación de los judíos de entre las demás naciones. Era una idea noble mientras la distinción a que se daba importancia consistía en la santidad. Pero era

mucho más difícil mantener esta distinción que la diferencia en las peculiaridades exteriores, tales como el vestido, el alimento, el lenguaje, etc. En el curso del tiempo esta diferencia vino a sustituir aquélla.

Los fariseos eran ardientes patriotas, listos siempre para dar su vida por la libertad de su país, y

aborrecían el lujo extranjero con intensidad apasionada. Despreciaban y aborrecían a las demás razas, y retenían con una fe tenaz la esperanza de un futuro glorioso para su país. Pero insistieron tanto en la

misma idea que llegaron a creerse especialmente favorecidos del cielo simplemente porque eran descendientes de Abraham, y perdieron de vista la importancia del carácter personal. Multiplicaron las peculiaridades judaicas y sustituyeron con observancias exteriores tales como ayunos, oraciones,

diezmos, abluciones, sacrificios, etc., la gran diferencia característica de amor hacia Dios y hacia el hombre.

Al partido fariseo pertenecía la mayor parte de los escribas. Se llamaban así porque eran a la vez

intérpretes y copistas de las Escrituras y abogados del pueblo; pues estando el código legal de los judíos incorporado en las Escrituras, la jurisprudencia llegó a ser una rama de la teología.

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Eran los principales intérpretes en las sinagogas, aunque se permitía hablar a todo varón que estuviera presente en el culto. Profesaban una reverencia ilimitada a las Escrituras, contando cada

palabra y letra de ellas. Tenían magnífica oportunidad para difundir entre el pueblo los principios religiosos del Antiguo Testamento, exhibiendo los gloriosos ejemplos de sus héroes y diseminando las palabras de los profetas, pues la sinagoga fue uno de los medios más poderosos de instrucción que jamás

se ha inventado en país alguno. Pero ellos perdieron del todo esta oportunidad. Formaron una estéril clase eclesiástica y escolástica, usaron de su posición para su propio engrandecimiento y despreciaron a aquellos a quienes daban piedras en lugar de pan, considerándolos como una canalla vulgar e ignorante.

Lo más espiritual, esencial, humano y grande en las Escrituras lo pasaban por alto. Generación tras generación se multiplicaban los comentarios de sus hombres notables, y los discípulos

estudiaban los comentarios en vez del texto. Aún más, era entre ellos una regla que la interpretación correcta de un pasaje tenía tanta autoridad como el texto mismo; y puesto que las interpretaciones de los maestros famosos se considerabais correctas, el cúmulo de opiniones tenidas en tanto aprecio como

la Biblia misma llegó a adquirir proporciones enormes. Estas eran "las tradiciones de los ancianos". Gradualmente vino a estar en boga un sistema arbitrario de exégesis por el cual, cada opinión podía

relacionarse con algún texto y recibir el sello de la autoridad divina. Cada una de las peculiaridades

farisaicas que se inventaban era sancionada de este modo. Estas se multiplicaron hasta aplicarse a todos los detalles de la vida personal, doméstica, social y pública, y llegaron a ser tan numerosas que requerían

toda una vida para aprenderlas. La instrucción de un escriba consistía en estar familiarizado con ellas, con los fallos de los grandes rabinos, y con las formas de exégesis que ellos habían sancionado. Esta era la hojarasca con que ellos alimentaban al pueblo en las sinagogas. Cargaban la conciencia con

innumerables detalles, cada uno de los cuales se representaba tan divinamente sancionado como cualquiera de los diez mandamientos. Esta fue la carga intolerable que Pedro dijo que ni él ni sus padres

habían podido soportar. Esta fue la horrible pesadilla que se apoderó, por tanto tiempo, de la conciencia de Pablo.

Pero tuvo consecuencias aún peores. Es una ley bien conocida de la historia que, siempre que el

ceremonial es elevado al mismo nivel que la moral, ésta pronto se pierde de vista. Los escribas y los fariseos habían aprendido a hacer a un lado, mediante su exégesis arbitraria y sus discusiones casuísticas, las obligaciones morales de mayor peso, y compensaban el desprecio que de ellas hacían,

aumentando las observancias rituales. Así podían ostentar el orgullo de la santidad, mientras daban rienda suelta a sus egoístas y viles pasiones. La sociedad estaba podrida por dentro con los vicios, y

barnizada por fuera con una religiosidad engañosa. Había un partido de protesta. Los saduceos impugnaban la autoridad que se daba a las tradiciones de

los padres, demandaban que se volviera a la Biblia, y a nada más que la Biblia, y reclamaban la

moralidad en lugar del ritual. Pero su protesta era efecto solamente de un espíritu de negación y no impulsada por el ardiente principio opuesto de religión. Eran escépticos, fríos y mundanos. Aunque

alababan la moralidad, era una moralidad raquítica, y sin la iluminación de ningún contacto con las regiones elevadas de las fuerzas divinas, de donde debe venir la inspiración de una moralidad pura. Rehusaban sobrecargar sus conciencias con los penosos escrúpulos de los fariseos; pero era porque

deseaban llevar una vida de comodidad y regalo. Ridiculizaban el exclusivismo farisaico, pero habían perdido lo que era más propio del carácter, la fe y las esperanzas de la nación. Se mezclaban libremente con los gentiles, afectaban la cultura griega, acostumbraban diversiones extranjeras, y consideraban

inútil pelear por la libertad de la patria. Una de las ramas extremas de esta secta eran los herodianos, quienes aprobaban la usurpación de Herodes, y trataban, por medio de corteses lisonjas, de ganarse el

favor de los hijos de éste. Los saduceos pertenecían principalmente a las clases más elevadas y ricas de la sociedad. Los fariseos

y los escribas formaban lo que pudiéramos llamar la clase media aunque algunos de ellos pertenecían a

las familias de alto rango. Las clases bajas y los campesinos estaban separados de sus ricos vecinos por una gran cima; pero se apegaban a los fariseos por admiración, como los ignorantes se allegan siempre a

los partidos extremos. Más abajo todavía había otra clase numerosa que había perdido toda conexión con la religión y con la vida social bien ordenada; ésta la formaban los publícanos, las rameras, y otros pecadores, por cuyas almas nadie se interesaba.

Tal era el estado lastimoso de la sociedad en medio de la cual Jesús había de desarrollar su influencia. Una nación esclavizada; las clases más elevadas entregadas al egoísmo, a las intrigas de la corte y al escepticismo; los maestros y representantes principales de la religión perdidos en un mero formalismo,

jactándose de ser los favoritos de Dios, mientras que sus almas estaban carcomidas por la falsa esperanza y por el vicio; el pueblo común desviado por ideales falsos; e hirviendo en el fondo de la

sociedad, una masa abandonada de pecado desvergonzado y desenfrenado. ¡Este era el pueblo de Dios! Sí, a pesar de su horrible degradación, éstos eran los hijos de Abraham,

de Isaac y de Jacob, los herederos del pacto y de las promesas. Atrás, más allá de los siglos de

degradación, descollaban las figuras imponentes de patriarcas, de reyes según el corazón de Dios, de salmistas, de profetas y de generaciones de fe y de esperanza.

Sí, y por delante había grandeza también. La palabra de Dios, una vez enviada del cielo y vertida por la boca de los profetas, no podía volver a él vacía. El había dicho que a aquella nación le sería concedida la perfecta revelación de Sí mismo, que en ella aparecería el ideal perfecto del hombre, y que de ella

saldría la regeneración de toda la raza humana. Por eso les esperaba un futuro maravilloso. El río de la historia se había perdido como en las arenas del desierto; pero estaba destinado a reaparecer y a seguir el curso que Dios le había señalado. El término en que se cumpliría esta promesa estaba cercano, por

más que las señales de los tiempos parecían extinguir toda esperanza. ¿No es cierto que todos los

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profetas desde Moisés habían hablado de uno que había de venir, precisamente cuando la oscuridad fuera más profunda, y más honda la degradación, para restaurar la perdida gloria del pasado?

Tal pregunta se hacía no pocas almas fíeles en aquel tiempo tan penoso y lleno de degradación. Hay hombres buenos aún en las épocas peores de la historia. Había hombres buenos aun en los egoístas y corrompidos partidos judaicos. Pero especialmente persiste la piedad en tales épocas, en los hogares

humildes del pueblo. Así como nos es permitido esperar que en la Iglesia Romana en los tiempos modernos haya quienes a pesar de todas las ceremonias interpuestas entre el alma y Cristo puedan llegar hasta él, y por medio de un instinto espiritual apoderarse de la verdad y dejar a un lado lo falso,

así entre el pueblo común de Palestina hubo algunos que oyendo leer las Escrituras en las sinagogas y leyéndolas en sus hogares, instintivamente descuidaron las exageradas e interminables explicaciones de

sus maestros y vieron la gloría del pasado, de la santidad, y de Dios, que los escribas no alcanzaban a ver.

El punto de más interés para estas personas era la promesa de un libertador. Sintiendo hondamente

la vergüenza de la esclavitud nacional, lo falaz de los tiempos, y la iniquidad tremenda que se fermentaba bajo la superficie de la sociedad, ansiaban y oraban por el advenimiento del Prometido y la restauración del carácter y la gloría nacionales.

También los escribas se ocupaban mucho de este punto de las Escrituras; y era un distintivo principal de los fariseos el apreciar altamente las esperanzas mesiánicas. Pero ellos habían torcido las profecías

sobre el particular por interpretaciones arbitrarias, y pintaban el futuro con colores tomados de su propia imaginación carnal. Hablaban del advenimiento como de la venida del reino de Dios, y del Mesías como el Hijo de Dios. Pero lo que ellos principalmente esperaban de él era que por la acción de sus maravillas y

por su fuerza irresistible, libertara a la nación de la servidumbre y la levantara al más alto grado de esplendor mundano. No dudaban que simplemente porque eran miembros de la nación escogida, serían

destinados a ocupar los lugares más elevados en el reino, y nunca sospecharon que les era necesario un cambio interior para poder llegar hasta él. Los elementos espirituales del mejor tiempo, es a saber la santidad y el amor, estaban ocultos a sus mentes tras las formas deslumbrantes de una gloria material.

Tal era el aspecto de la historia judía cuando llegó la hora de realizarse el destino nacional. Esto complicó extraordinariamente la obra que el Mesías debía llevar a cabo. Era de esperarse que él encontrase una nación empapada en las ideas inspiradas por las visiones de sus precursores los profetas,

a cuya cabeza pudiera colocarse y de la cual recibiera una cooperación entusiasta y eficaz. Pero no fue así, Apareció en un tiempo en que el país había caído de sus ideales y había falseado sus tradiciones más

sublimes. En vez de hallar a una nación llena de santidad y consagrada a la obra divinamente ordenada de ser una bendición para todos los pueblos, nación que él podría fácilmente llevar a su completo desarrollo y salir con ella luego a la conquista espiritual del mundo, halló que su primera obra debía ser

proclamar una reforma en su propio país, y soportar la oposición de las preocupaciones que se habían acumulado allí durante siglos de degradación.

LAS ÚLTIMAS ETAPAS DE SU PREPARACIÓN Entre tanto, Aquél que cada uno esperaba conforme a sus miras, estaba en medio de ellos sin que se

sospechara su presencia. Difícilmente podían ellos pensar que Aquél que era el objeto de sus meditaciones y oraciones, crecía en el hogar de un carpintero allá en la despreciada Nazaret. Pero así

era. Allí estaba, preparándose para su carrera. Su mente estaba ocupada en considerar las vastas proporciones de la obra que tenía por delante, tal como las profecías del pasado y los hechos del presente indicaban; sus ojos estaban fijos en todo el país, y su corazón doliente a causa del pecado y

vergüenza de la nación. Sentía moverse dentro de sí las fuerzas gigantescas necesarias para hacer frente al vasto designio; y gradualmente se volvía una pasión irresistible el deseo de salir y dar expresión a los

pensamientos que tenía, y de ejecutar la obra que le había sido encomendada. Jesús no tenía más que tres años para llevar a cabo la obra de su vida. Si tomamos en consideración

cuan rápidamente pasan tres años de una vida ordinaria y lo poco que generalmente queda hecho a su

fin, comprenderemos cuáles deben de haber sido la grandeza y la calidad de ese carácter, y cuáles la unidad e intensidad de esa vida que en un tiempo tan asombrosamente breve hizo impresión tan honda e indeleble sobre el mundo, y legó a la humanidad una herencia tan valiosa de verdad y de influencia.

Es generalmente admitido que al entrar en la vida pública Jesús tenía una mente cuyas ideas estaban completamente desarrolladas y ordenadas, un carácter perfectamente definido en todas sus partes, y

unos designios que marchaban a su fin sin la menor vacilación. Durante los tres años no hubo ninguna desviación de la línea que marcó para sí desde el principio. La razón de esto debe de haber sido que durante los treinta años anteriores a su ministerio público, sus ideas, su carácter, y sus designios pasaron

por todos los grados de un desarrollo completo. A pesar del humilde aspecto exterior de su vida en Nazaret, era debajo de la superficie una vida de intensidad, variedad y grandeza. Bajo su silencio y retiro se verificaron todos los grados de un crecimiento que dio nacimiento a la magnífica flor y fruto que todos

los siglos contemplan con admiración. Su preparación duró mucho tiempo. Para uno que poseía facultades como las de que él disponía, treinta años de reticencia y reserva absolutas fueron largo

tiempo. En su vida posterior él no desplegó otro rasgo característico mayor que su grandiosa reserva en palabra y obra. Esto también lo aprendió en Nazaret. Allí esperó hasta que sonara la hora de su preparación completa. Nada podía tentarlo a que saliera antes de su tiempo, ni el ardiente deseo de

intervenir con protesta indignada en la escandalosa corrupción de la época, ni las creces de su pasión de hacer bien a sus semejantes.

Pero al fin arrojó de sí la herramienta del carpintero, dejó a un lado el vestido de trabajador, y se despidió de su hogar y del querido valle de Nazaret. Pero faltaba algo todavía. Su carácter, aunque en

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secreto había crecido hasta adquirir tan nobles proporciones, necesitaba todavía una preparación especial para la obra que tenía que hacer; y sus ideas y designios, a pesar de estar muy maduros ya, necesitaban

ser solidificados por el fuego de una importante prueba. Aún faltaban los últimos dos incidentes de su preparación: el bautismo y la tentación.

El bautismo de Jesús

Jesús no vino ante la nación, de su retiro de Nazaret, sin una nota de aviso. Puede decirse que su obra fue comenzada antes de que él pusiera mano a ella.

Una vez más, antes de oír la voz de su Mesías, la nación había de escuchar la voz de la profecía,

callada durante tanto tiempo. Por todo el país corrían nuevas de que en el desierto de Judea había aparecido un predicador; no como los que repetían en las sinagogas las ideas de hombres ya muertos, ni

como los cortesanos y lisonjeros maestros de Jerusalén, sino un hombre rudo y fuerte, que hablaba de corazón a corazón, con la autoridad de uno que está seguro de su inspiración.

Juan había sido nazareno desde su nacimiento; había vivido años enteros en el desierto, vagando en

comunión con su propio corazón por las solitarias riberas del Mar Muerto. Vestía el manto de pelo y el cinto de cuero de los antiguos profetas, y su rigor ascético no buscaba alimento más delicado que langostas y miel silvestre que hallaba en el desierto. Sin embargo, conocía bien lo que es el hombre.

Estaba informado de todos los males de la época, de la hipocresía de los partidos religiosos, y de la corrupción de las masas; poseía un poder maravilloso para escudriñar el corazón y conmover la

conciencia, y sin temor alguno descubría los pecados favoritos de todas las clases sociales. Pero lo que más llamó la atención hacia él, e hizo vibrar todo corazón judaico de un cabo del país al

otro, era el mensaje que traía. Este no era otra cosa que manifestar que estaba para venir el Mesías, y

que iba a establecer el reino de Dios. Toda Jerusalén salía a él. Los fariseos estaban ansiosos de oír las nuevas mesiánicas, y aun los saduceos fueron despertados momentáneamente de su letargo. Multitudes

venían de las provincias para oír su predicación, y los esparcidos y ocultos individuos que ansiaban y oraban por la redención de Israel se congregaban para dar la bienvenida a la conmovedora promesa.

Pero a la vez que este mensaje, Juan traía otro, que en diferentes almas despertaba muy diferentes

sentimientos. Decía a sus oyentes que la nación en general no estaba preparada para recibir al Mesías; que el simple hecho de descender de Abraham no sería motivo suficiente para que fuesen admitidos a su reino, sino que había de ser un reino de justicia y de santidad, y que la primera obra de Cristo sería

rechazar a todos aquellos que no fuesen caracterizados por estas cualidades, así como el agricultor arroja con su aventador la paja y el hortelano corta todo árbol que no da fruto. Por esto llamaba a la nación en

general—a toda clase y a todo individuo—al arrepentimiento, mientras todavía había tiempo, como una preparación indispensable para gozar de las bendiciones de la nueva época. Como signo externo de este cambio interior, bautizaba en el Jordán a todos aquellos que recibían con fe su mensaje. Muchos fueron

movidos por el temor y la esperanza y se sometieron al rito, pero eran muchos más los que se irritaban por la exposición de sus pecados y se retiraban llenos de ira e incredulidad. Entre éstos estaban los

fariseos hacia los cuales él era especialmente severo, y quienes se ofendieron hondamente porque él tenía en tan poco aprecio la descendencia de Abraham a la cual ellos daban tanta importancia.

Un día apareció entre los oyentes del Bautista, uno que llamó su atención de una manera especial, e

hizo temblar su voz que nunca había vacilado mientras denunciaba en lenguaje enérgico a los más elevados maestros y sacerdotes de la nación. Y cuando éste se presentó, después de concluido el discurso, entre los candidatos para el bautismo, Juan retrocedió. Comprendía que a éste no correspondía

el baño de arrepentimiento que no vacilaba en aplicar a todos los otros, y que él mismo no tenía derecho para bautizarlo. Había en el semblante del candidato una majestad, una pureza, una paz, que hirió a este

hombre duro como una roca, con un sentimiento de indignidad y de pecado. Era Jesús, que había venido directamente acá, de la carpintería de Nazaret.

Parece que Juan y Jesús no se habían visto antes, aunque sus familias tenían parentesco, y la

conexión entre sus carreras había sido predicha antes de su nacimiento. Esto puede haber sido debido a la distancia entre sus respectivos hogares en Galilea y en Judea, y aún más a los hábitos peculiares de

Juan. Pero cuando, obedeciendo al mandato de Jesús, procedió Juan a la administración del rito, llegó a entender la significación de la abrumadora impresión que el desconocido había hecho sobre él; porque le fue dado el signo por el cual, como Dios le había indicado, había de conocer al Mesías, de quien él era

precursor. El Espíritu Santo descendió sobre Jesús, al tiempo que salía del agua en actitud de oración, y la voz de Dios en el trueno lo anunció como su Hijo amado.

La impresión hecha en Juan por la simple mirada de Jesús revela mucho mejor que lo que harían

muchas palabras, cuál era su aspecto cuando iba a comenzar su obra, y las cualidades del carácter que había estado madurándose en Nazaret hasta su perfecto desarrollo.

El bautismo mismo tenía una significación importante para Jesús. Para los demás candidatos que lo recibieron, el rito tenía un significado doble. Indicaba el abandono de sus pecados anteriores, y su entrada en la nueva era mesiánica. Para Jesús no podía tener la primera de estas significaciones, sino en

tanto que él se hubiera identificado con su nación, adoptando este modo de expresar su convicción de la necesidad que ella tenía de ser purificada. Pero significaba que también estaba ya entrando por esta

puerta a la nueva época de la cual él mismo iba a ser el autor. Este acto expresaba su idea de que había llegado el tiempo en que debía abandonar las ocupaciones de Nazaret y dedicarse a su obra especial.

Pero aun más importante fue el descenso del Espíritu Santo sobre él. No era ésta una vana

manifestación, ni simplemente una indicación para el Bautista. Era el símbolo de un don especial, dado entonces, para prepararlo para su obra, y para culminación del prolongado desarrollo de sus facultades peculiares.

Es una verdad que se olvida con frecuencia, que el carácter humano de Jesús dependía, desde el principio hasta el fin, del Espíritu Santo. Estamos inclinados a imaginarnos que la conexión entre este

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carácter y la naturaleza divina hacía esto innecesario. Al contrario, lo hacía mucho más necesario, porque para ser órgano de su naturaleza divina, su naturaleza humana debía estar investida de dones supremos,

y sostenida constantemente por el ejercicio de ellos. Estamos acostumbrados a atribuir la sabiduría y gracia de sus palabras, su conocimiento sobrenatural aun de los pensamientos de los hombres, y los milagros que hacía, a su naturaleza divina. Pero en los Evangelios tales prerrogativas se atribuyen

constantemente al Espíritu Santo. Esto no significa que eran independientes de su naturaleza divina, sino que en ellos su naturaleza humana fue capacitada mediante un don especial del Espíritu Santo, para ser el instrumento de su naturaleza divina. Este don le fue dado en su bautismo. Era análogo al

posesionamiento de los profetas, tales como Isaías y Jeremías, por el Espíritu de inspiración en aquellas ocasiones de que han dejado el relato, en que fueron llamados a iniciar su vida pública. Es análogo

también al derramamiento especial de la misma influencia que reciben a veces en su ordenación, aquellos que van a comenzar la obra de su ministerio. Pero a él le fue dado sin medida, mientras que a otros siempre ha sido dado sólo en cierta medida; y comprendía especialmente el don de poderes milagrosos.

La tentación de Jesús Un efecto inmediato de esta nueva investidura parece haber sido el que experimentan con frecuencia,

en menor grado, otros que en su pequeña medida han recibido el mismo don del Espíritu para alguna

obra. Todo su ser fue conmovido con respecto a su obra. Su anhelo de ocuparse de ella fue elevado al punto más alto, y sus pensamientos se ocuparon intensamente de los medios por los cuales la había de

llevar a cabo. Aunque su preparación para su obra había durado muchos años, aunque su corazón estaba puesto en

ella, y el plan de su vida estaba claramente definido, era natural que cuando se dio la señal de

comenzarla inmediatamente, y se sintió repentinamente poseído de los poderes sobrenaturales necesarios para ejecutarla, se presentaron en tumulto a su mente innumerables pensamientos y

sentimientos, y que buscara un lugar solitario en donde reflexionar una vez más sobre toda la situación. Por tanto, se retiró apresuradamente de las riberas del Jordán y fue impulsado al desierto, según se nos dice, por el Espíritu que acababa de serle dado. Allí, por cuarenta días vagó entre arenales y montañas

áridas, estando su mente tan absorbida con las emociones e ideas que se amontonaban sobre él que se olvidó aun de comer.

Pero nos causa sorpresa y asombro cuando leemos que durante estos días su alma era escenario de

una terrible lucha. Se nos dice que fue tentado por Satanás. ¿Con qué podría él ser tentado, en momentos tan sagrados?

Para entender esto es menester recordar lo antes dicho del estado de la nación judaica, y especialmente sobre la naturaleza de las esperanzas mesiánicas que abrigaban. Esperaban a un Mesías que obrara maravillas deslumbrantes y estableciera un imperio que abarcara todo el mundo, con

Jerusalén como su centro, y habían puesto en segundo término las ideas de justicia y santidad. Invirtieron por completo el concepto divino del reino que no podía menos que dar a los elementos

espirituales y morales la preferencia sobre las consideraciones materiales, morales y políticas. Ahora bien, lo que tentó a Jesús fue ceder en algo a estas esperanzas, al ejecutar la obra que su Padre le había encomendado. Debe de haber previsto que de no hacerlo así, era probable que la nación, viendo

frustradas sus esperanzas, se apartara de él con incredulidad e ira. Las diferentes tentaciones no fueron más que modificaciones de este mismo pensamiento. La

sugestión de que cambiara las piedras en pan para satisfacer su hambre era una tentación a hacer uso

del poder de milagros de que acababa de ser dotado, para un objeto inferior a aquellos para los cuales le fue conferido. Esta tentación fue precursora de otras en su vida posterior, tales como cuando la multitud

pedía una señal, o que descendiera de la cruz para que pudieran creer en él. Es probable que la sugestión de que se arrojara del pináculo del templo fuera también una tentación a

condescender con el deseo del vulgo de ver maravillas, porque era parte de la creencia popular que el

Mesías aparecería repentinamente y de una manera maravillosa; tal como, por ejemplo, si saltara del pináculo del templo para caer en medio de las multitudes congregadas abajo.

Es claro que la tercera y principal tentación, la de ganarse el dominio de todos los reinos del mundo por un acto de homenaje al maligno, no fue más que un símbolo de obediencia al concepto universal de los judíos de que el reino venidero había de ser una vasta estructura de fuerza material. Era una

tentación tal como la que todo obrero de Dios, fatigado con el lento progreso de la justicia, debe de sentir con frecuencia, y a la cual personas aun de las mejores y más sinceras han cedido a veces; una tentación a comenzar por fuera en vez de comenzar por dentro, a hacer primero una gran armazón de conformidad

externa con la religión, y llenarla después con la realidad. Fue la tentación a que sucumbió Mahoma cuando hizo uso de la espada para sojuzgar a aquellos a quienes después iba a dar la religión, y a la que

sucumbieron los jesuitas cuando bautizaban a los paganos primero y los evangelizaban después. Nos causa asombro pensar en que se presentaran semejantes sugestiones a la santa alma de Jesús.

¿Podía ser tentado él a desconfiar de Dios y aun a adorar al maligno? No hay duda de que estas

tentaciones fueron arrojadas de él como las imponentes olas se retiran, hechas pedazos, del seno de la peña sobre la que se han arrojado. Pero estas tentaciones pasaron sobre él no sólo en esta ocasión, sino

muchas veces antes en el valle de Nazaret, y frecuentemente después en las luchas y crisis de su vida. Debemos tener presente que no es pecado el ser tentado, que sólo es pecado ceder a la tentación. Y de hecho, cuanto más pura sea el alma tanto más doloroso será el aguijón de la tentación al buscar entrada

en su pecho. Aunque el tentador se apartó de Jesús sólo por algún tiempo, fue ésta la lucha decisiva; fue

completamente derrotado y su poder destruido de raíz. Milton ha indicado esto concluyendo en este

punto el Paraíso Restaurado. Jesús salió del desierto con el plan de su vida, formado sin duda mucho antes, endurecido por el fuego de la prueba. Nada es más notable en su vida posterior que la resolución

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con que llevaba a cabo este plan. Otros hombres, aun aquellos que han ejecutado grandes obras, no han tenido a veces ningún plan definido, y sólo han visto gradualmente, en la evolución de las circunstancias,

el camino que debían seguir. Sus propósitos han sido modificados por los eventos y por los consejos de otros. Pero Jesús principió con su plan perfeccionado, y nunca se desvió de él ni en el grueso de un cabello. Rechazó la intervención en este plan de su madre y de su discípulo principal, tan resueltamente

como lo sostenía bajo la furibunda oposición de sus enemigos declarados. Y su plan era establecer el reino de Dios en el corazón de cada hombre, y poner su confianza no en las armas de fuerza política y material sino en el poder del amor y en la fuerza de la verdad.

Su ministerio Divisiones de su ministerio público

Se calcula generalmente que el ministerio público de Jesús duró tres años. Cada uno de ellos tiene su carácter propio. El primero puede llamarse el año de retiro, tanto porque los datos que tenemos de él son muy escasos, como porque durante este año, parece sólo haber estado saliendo muy lentamente a la luz

pública. Fue pasado en su mayor parte en Judea. El segundo fue el año de popularidad, durante el cual todo el país había llegado a saber de él. Su actividad era incesante, y su fama resonaba por toda la extensión del país. Transcurrió casi totalmente en Galilea. El tercero fue el año de oposición. durante el

cual su popularidad iba menguando, sus enemigos se multiplicaban, y lo atacaban con más y más tenacidad, y por fin él sucumbió, víctima del odio. Pasó los primeros seis meses de este año final en

Galilea, y los otros seis en otras partes del país. Bajo este aspecto el bosquejo de la vida del Salvador se parece al de muchos reformadores y

bienhechores de la humanidad. Una vida tal comienza, muchas veces, con un período durante el cual el

público llega gradualmente a tener noticias del nuevo hombre que está entre ellos. Luego viene el período en que su doctrina o reforma es llevada en hombros de la popularidad; y concluye con una

reacción en la cual las añejas preocupaciones e intereses que han sido atacados por él se recobran del ataque, y ganando a su favor las pasiones del vulgo lo destruyen en su rabia.

EL AÑO DE RETIRO Los datos que de este año poseemos son en extremo escasos, y consisten sólo en dos o tres

incidentes, que deben ser enumerados aquí, especialmente porque forman una especie de programa de la futura obra de Jesús.

Los primeros discípulos

Cuando él salió del desierto después de los cuarenta días de tentación, con su plan para el futuro mejor comprendido y más asegurado por aquella terrible lucha, y con la inspiración de su bautismo que

henchía aún su corazón, apareció otra vez en la ribera del Jordán, y Juan lo señaló como su gran sucesor, del cual había hablado frecuentemente. Lo presentó especialmente a algunos de sus discípulos escogidos, quienes al momento se hicieron discípulos de Jesús.

Es probable que el primero de éstos a quienes Jesús habló fuera el hombre que más tarde había de ser su discípulo favorito y dar al mundo el más inspirado retrato de su carácter y vida. Juan el Evangelista—porque en verdad lo era—ha dejado de este primer encuentro, y de la entrevista que siguió,

una narración que retiene en toda su frescura la impresión que la majestad y pureza de Cristo hicieron en su alma impresionable.

Los otros jóvenes que se juntaron a él al mismo tiempo fueron Andrés, Pedro, Felipe, y Natanael. Habían sido preparados para seguir a su nuevo Maestro, por haber estado asociados con el Bautista; y aunque no abandonaron por lo pronto sus ocupaciones para seguir a Jesús, como lo hicieron más tarde,

recibieron en su primera entrevista impresiones que determinaron toda su carrera subsecuente. Parece que los discípulos del Bautista no pasaron todos a la vez a unirse con Cristo. Pero los mejores

de ellos lo hicieron. Algunos mal intencionados trataron de excitar envidia en Juan, llamando su atención al hecho de que él iba perdiendo influencia mientras el otro la ganaba. Pero conocían poco a ese gran hombre, cuyo principal rasgo característico era su humildad. Les contestó diciendo que era su gozo

menguar mientras Jesús crecía, porque Cristo era el esposo que conduce la esposa a su casa, mientras que él no era más que el amigo del esposo, cuya felicidad consistía en ver la corona de festiva alegría puesta en las sienes del otro.

El primer milagro Con sus nuevos seguidores Jesús se apartó de la escena del ministerio de Juan y se fue para el norte,

a Cana de Galilea, para asistir a unas bodas a que había sido invitado. Aquí hizo la primera manifestación del poder milagroso de que acababa de ser dotado, cambiando el agua en vino. Fue una manifestación de su gloria hecha especialmente para sus nuevos discípulos quienes según se nos dice, desde entonces

creyeron en él, lo cual quiere decir sin duda, que fueron completamente convencidos de que él era el Mesías. También tenía por objeto dar la nota fundamental de su ministerio como totalmente diferente del ministerio del Bautista. Juan era un ermitaño ascético, que huía de las moradas de los hombres y llamaba

a sus oyentes a que salieran al desierto. Pero Jesús traía nuevas de gozo a los hogares de los hombres; iba a mezclarse en la vida común de ellos, y a efectuar una feliz revolución en sus circunstancias, lo cual

sería como cambiar en vino el agua de su vida. La purificación del templo Poco después de este milagro, Jesús volvió otra vez a Judea para asistir a la Pascua, donde dio otra

prueba aún más notable del alegre y entusiasta estado de su mente en aquel tiempo. Purgó el templo de los vendedores de animales y de los cambiadores de dinero, que habían introducido su tráfico a los atrios

sagrados.

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Se les permitía a estas personas seguir su sacrílego tráfico bajo el pretexto de la comodidad de los forasteros que venían para adorar en Jerusalén, vendiéndoles las víctimas que no podían traer desde

países extranjeros, y proporcionándoles a cambio de dinero extranjero las monedas judaicas que eran las únicas con que podían pagar sus contribuciones al templo. Pero lo que había comenzado bajo el velo de un pretexto piadoso, había llegado a ser una perturbación enorme al culto, y a echar a los prosélitos

gentiles del lugar que Dios les había concedido en su casa. Es probable que Jesús haya presenciado con indignación esta vergonzosa escena muchas veces

durante sus visitas a Jerusalén. Ahora, con el celo profetice de su bautismo sobre él, prorrumpió en una

manifestación de su desagrado. La misma mirada de irresistible pureza y majestad que había asombrado a Juan cuando Jesús pedía el bautismo, evitó de parte del innoble gentío toda resistencia hizo que los

espectadores reconocieran en él las facciones de los profetas de los días antiguos, ante quienes reyes y turbas igualmente temblaban. Fue el principio de su obra de reformación contra los abusos religiosos de la época.

Nicodemo Hizo otros milagros durante la fiesta, los cuales deben de haber suscitado muchos comentarios entre

los peregrinos de todo lugar, cuya multitud llenaba la ciudad. Uno de los resultados de estos milagros fue

el traer a su alojamiento, una noche, a aquel venerable y ansioso investigador a quien pronunció el maravilloso discurso sobre la naturaleza del nuevo reino y los requisitos para ser admitido en él, que nos

ha sido conservado en el capítulo 3 del Evangelio según San Juan. Parecía ser una señal de esperanza el que uno de los principales de la nación se acercara a él en un espíritu tan humilde; pero Nicodemo fue el único de ellos sobre cuya mente la primera manifestación del poder del Mesías produjo una impresión

honda y favorable. Causas de la escasez de informes sobre este año

Hasta aquí seguimos con claridad los primeros pasos de Jesús. Pero en este punto nuestros informes con respecto al primer año de su ministerio, después de comenzar con tanta abundancia, terminan por completo y durante los ocho meses siguientes nada sabemos de él, sino que bautizaba en Judea—

"aunque Jesús no bautizaba, sino sus discípulos"—y que él "hacía y bautizaba más discípulos que Juan". ¿Qué puede significar semejante vacío? Es de notarse también que sólo en el cuarto Evangelio

tenemos los pocos detalles indicados arriba. Los otros tres omiten por completo el primer año de su

ministerio, y comienzan su narración con el ministerio en Galilea, apenas indicando de la manera más ligera que hubo uno anterior en Judea.

Es harto difícil explicar esto. La explicación más natural sería tal vez, que los incidentes de este año eran' imperfectamente conocidos al tiempo en que los evangelios fueron escritos. Sería enteramente natural que los pormenores del período durante el cual Jesús no había llamado mucho la atención

pública, se hubieran recordado con menos exactitud que los períodos en que él era, por mucho, el personaje más conocido del país. Pero, en verdad, los sinópticos hacen poca mención de lo que sucedía

en Judea hasta que se acercaba el fin de su vida. Es a Juan a quien debemos la narración sistemática de sus repetidas visitas al Sur.

Pero es difícil que Juan, al menos, haya ignorado los acontecimientos de estos ocho meses. Quizás

hallemos la explicación, fijándonos en un hecho poco observado, referido por Juan; que por algún tiempo Jesús continuó en la obra del Bautista. Bautizaba por manos de sus discípulos y juntaba aun mayores multitudes que Juan. ¿No quiere decir esto que estaba convencido, por la poca impresión que su

manifestación de sí mismo en la Pascua había producido, que la nación aún estaba enteramente incapaz de recibirlo como el Mesías, y que era necesario continuar la obra preparatoria de arrepentimiento y

bautismo; y por consiguiente, teniendo en reserva su carácter más elevado, se hizo por algún tiempo colega de Juan? Confirma esta opinión el hecho de que fue al tiempo de la prisión de Juan, a fines de este año, cuando entró de lleno en su carrera mesiánica en Galilea.

También se ha sugerido otra explicación más profunda del silencio de los sinópticos acerca de este periodo, y sus pocas noticias de sus visitas posteriores a Jerusalén. Jesús vino primeramente a la nación

judaica, cuyos representantes autorizados se hallaban en Jerusalén. El era el Mesías prometido a sus padres, el complemento de la historia de su nación. En verdad tenía una misión mucho más extensa para con todo el mundo, pero debía comenzar con los judíos y en Jerusalén. La nación sin embargo,

representada por sus caudillos en Jerusalén, lo rechazó, y así él se vio obligado a establecer desde otro centro la comunidad que había de abarcar todo el mundo. Habiéndose hecho evidente esto antes del tiempo en que fueron escritos los evangelios, los sinópticos pasaron casi en silencio, como obra de

resultados puramente negativos, su actividad en el centro de la nación, y concentraron la atención en el período de su ministerio en el cual él estaba formando la compañía de almas fíeles que había de ser el

núcleo de la iglesia cristiana. Sea esto como fuere, a fines del primer año del ministerio de Jesús ya se proyectaba sobre Judea y Jerusalén la sombra de un tremendo suceso futuro; la sombra del más espantoso crimen nacional que el mundo ha visto jamás, el rechazamiento y la crucifixión de su Mesías.

EL AÑO DE POPULARIDAD Galilea, la escena del trabajo de este año Después de pasar un año en el Sur, Jesús cambió la esfera de su actividad al Norte del país. En Galilea

podría él dirigirse a mentes que no estaban ofuscadas por las preocupaciones y el arrogante orgullo de

Judea, donde tenían su centro las clases sacerdotales e instruidas y cabía esperar que si su doctrina e influencia se arraigaban profundamente en una parte del país, aunque remota del centro de autoridad,

podría volver al Sur sostenido por un irresistible reconocimiento nacional y ganar de un asalto la ciudadela misma de la preocupación.

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Su extensión y población El campo en donde desplegó su actividad durante los siguientes dieciocho meses era bastante reducido. Aun toda la Palestina era un país muy limitado: bastante menor que la

república de El Salvador, y apenas un tercio del área de Costa Rica. Es importante que se tenga esto presente, porque hace inteligible la rapidez con que el movimiento que inició Jesús se extendió por todo el país, y cómo las multitudes le siguieron de todas partes. Es de interés recordar esto como una

demostración del hecho de que las naciones que más han contribuido a la civilización del mundo han sido limitadas, durante el período de su grandeza, a territorios muy pequeños, Roma no era más que una sola ciudad, y Grecia era un país muy pequeño.

Galilea era la más septentrional de las cuatro provincias en las que Palestina estaba dividida. Tenía casi 100 kilómetros de largo por 50 de ancho. Estaba constituida, en su mayor parte, por una elevada

meseta, cuya superficie estaba interrumpida por irregulares masas montañosas. Cerca de su lindero oriental, remataba súbitamente en un gran barranco por el cual corría el Jordán, y en medio del cual, a 150 metros bajo el nivel del Mediterráneo, estaba el hermoso Mar de Galilea, de forma de arpa.

Toda la provincia era muy fértil, y su superficie estaba densamente cubierta de grandes aldeas y pueblos. Pero el centro de actividad era la cuenca del lago, extensión de agua de 20 kilómetros de largo por 10 de ancho. A su margen oriental, alrededor del cual corría un listón de verdor de unos 400 metros

de ancho, se elevaban colinas altas y desnudas, surcadas por lechos de torrentes. Por el lado occidental las montañas descendían lentamente y sus faldas estaban ricamente cultivadas, produciendo espléndidas

cosechas de todas clases, mientras que a su pie, la ribera estaba verde con vigorosos bosques de olivos, naranjos, higueras y todos los productos de un clima casi tropical.

Al extremo septentrional del lago, el espacio entre el agua y las montañas estaba ensanchado por la

boca del río, y regado por muchas corrientes de las colinas, de tal manera que era un perfecto paraíso de fertilidad y hermosura. Se llamaba la llanura de Genesaret, y aún en la actualidad, cuando toda la cuenca

del lago casi no es más que una ardiente soledad, se cubre todavía de mieses, dondequiera que lo toca la mano del agricultor; y en donde la pereza lo ha dejado desatendido, está cubierto de espesos matorrales de espinos y adelfas. En el tiempo de nuestro Señor contenía las principales ciudades de aquella región,

tales como Caparnaum, Betsaida y Corazín. Pero toda la ribera estaba tachonada de pueblos y aldeas y formaba una verdadera colmena de bulliciosa vida humana.

Los medios de subsistencia eran abundantes, gracias a las cosechas y frutas de toda clase que los

campos producían tan ricamente; y las aguas del lago hervían de peces, dando empleo a miles de pescadores. Además, pasaban por aquí los grandes caminos reales de Damasco a Egipto y de Fenicia al

Éufrates, y lo hacían un vasto centro de tráfico. Miles de naves para la pesca, el transporte, o la diversión se movían de aquí para allá sobre la superficie del lago, de tal manera que toda la región era un foco de energía y prosperidad.

Vuelta de Jesús del Sur La noticia de los milagros que Jesús había hecho en Jerusalén, ocho meses antes, había sido llevada a

Galilea por los peregrinos que habían estado al Sur en la fiesta. Sin duda también las noticias de su predicación y su bautismo en Judea habían dado origen a mucha conversación y admiración antes de que él llegara. Por consiguiente, cuando volvió entre ellos, los galileos estaban algo preparados para recibirlo.

Visita a Nazaret Uno de los primeros lugares que visitó fue Nazaret, el hogar de su niñez y juventud. Apareció allí en la

sinagoga un sábado, y siendo ahora conocido como predicador, fue invitado a leer la Escritura y a hablar

a la congregación. Leyó un pasaje de Isaías en el cual se da una descripción fervorosa de la venida y de la obra del Mesías: "El Espíritu del Señor Jehová está sobre mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado

a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar libertad a los cautivos, y a los presos apertura de la cárcel; a proclamar el año de la buena voluntad de Jehová...".

Mientras hacía comentarios sobre el texto, pintando los rasgos característicos del tiempo del Mesías—

la emancipación del esclavo, el enriquecimiento del pobre, la curación de los enfermos—la curiosidad del auditorio al oír por primera vez, a un joven predicador que se había educado entre ellos, pasó a un

encantado asombro, y prorrumpieron en los aplausos que era costumbre permitir en las sinagogas judaicas.

Pero pronto vino la reacción. Comenzaron a murmurar: ¿No era éste el carpintero que había trabajado

entre ellos? ¿No eran sus padres vecinos suyos? ¿No estaban sus hermanas casadas en la población? Su envidia se despertó. Y cuando prosiguió diciéndoles que la profecía que acababa de leer se cumplía en él mismo, manifestaron un colérico desdén. Le exigieron una señal, como aquellas que se decía que había

hecho en Jerusalén; y cuando les hizo ver que no podía actuar milagros entre los incrédulos, se arrojaron sobre él en una tempestad de envidia e ira. Arrastrándolo de la sinagoga a una peña detrás de la

población, si no se hubiera librado de una manera milagrosa, lo habrían despeñado, coronando así su iniquidad proverbial con un hecho que habría despojado a Jerusalén de su mala preeminencia de matar al Mesías.

Cambio de su morada a Caparnaum Desde aquel día Nazaret no fue más su hogar. Es cierto que en otra ocasión, movido de su amor

profundo para con sus antiguos vecinos, la visitó, pero sin mejor resultado. Desde entonces estableció su residencia en Caparnaum, en la ribera noroeste del Mar de Galilea. Esta población ha dejado de existir por completo. No es posible descubrir con certeza ni aun su sitio. Puede ser que ésta sea una razón para

que, en la mente del cristiano, no se relacione con la vida de Jesús, con "la misma prominencia que tiene Belén, en donde nació, Nazaret, en donde fue criado, y Jerusalén, en donde murió. Pero debemos fijar aquella población en nuestra memoria al lado de éstas, porque fue su residencia durante dieciocho de los

meses más importantes de su vida. Se le llama su propia ciudad, y en ella se le pidió el tributo como ciudadano de la localidad. Estaba perfectamente adaptada para ser el centro de sus trabajos en Galilea,

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porque era el foco de la actividad en la cuenca del lago, y estaba cómodamente situada para excursiones a todas partes de la provincia. Todo cuanto sucedía allí se sabía pronto en todas las regiones situadas

alrededor. Su vida en Caparnaum En Caparnaum, pues, comenzó su ministerio en Galilea; y por muchos meses fue su costumbre estar

allí con frecuencia, como centro de sus operaciones, haciendo viajes en todas direcciones y visitando los pueblos y aldeas de Galilea. Unas veces su viaje era tierra adentro, hacia el Poniente. Otras veces era una vuelta, siguiendo las poblaciones situadas a la ribera del lago, o una visita a la tierra del lado

oriental. Tenía una nave que le servía para llevarlo donde quisiera. Volvía a Caparnaum a veces sólo por un día, a veces por una semana o dos.

Su popularidad A las pocas semanas, en toda la provincia resonaba su nombre. Era el tema de conversación en toda

nave del lago y en cada casa de toda la región; las mentes de todos estaban movidas con una profunda

excitación, y todos deseaban verlo. Las multitudes comenzaron a juntarse alrededor de él. Se hacían cada vez más grandes. Aumentaban hasta contarse por miles y por docenas de miles. Lo acompañaban dondequiera que iba. La noticia corrió por todas partes más allá de Galilea y traía multitudes de

Jerusalén, Judea, y Perea, y aun de Idumea en el extremo Sur, y de Tiro y Sidón en el lejano Norte. A veces no podía quedarse en ninguna población, por cuanto las multitudes impedían el tránsito de las

calles y se atropellaban unos a otros. Se veía obligado a sacarlos fuera, a los campos y desiertos. El país estaba conmovido del uno al otro extremo, y encendido con grande excitación respecto de él.

Los medios que empleaba

¿Cómo fue que Jesús produjo tan grande y tan extendido movimiento? No fue por declararse el Mesías. Es cierto que el haberlo hecho así hubiera despertado en todo pecho judaico la más profunda

sensación de que era capaz. Pero por lo general, Jesús ocultaba su verdadero carácter, aunque se reveló de vez en cuando, como lo hizo en Nazaret. Sin duda el motivo de esto fue que entre las excitables multitudes de los incultos galileos con sus groseras esperanzas materialistas, semejante declaración

hubiera causado un levantamiento revolucionario contra el gobierno, que hubiera distraído la atención del pueblo del verdadero objeto de Jesús y hubiera hecho caer sobre la cabeza de éste la espada romana, de la misma manera que en Judea esta declaración le hubiera traído un ataque fatal de parte de las

autoridades judaicas. Para evitar interrupciones de una y otra clase, mantenía en reserva la revelación plena de sí mismo, esforzándose en preparar el espíritu público para recibirle en su verdadero significado

interior y espiritual cuando llegara el debido momento para divulgarla y dejando entre tanto, que su identidad se comprendiera por su carácter y su obra.

Los dos grandes medios que Jesús empleaba, en su obra, y que excitaron tanta atención y

entusiasmo, eran sus milagros y su predicación. Milagros

Tal vez sus milagros movieron más hondamente la atención. Se nos refiere cómo se extendió por dondequiera con la rapidez de un incendio la noticia del primer milagro que hizo en Caparnaum, hecho que atrajo multitudes a la casa en donde estaba; y siempre que hacía un nuevo milagro de carácter

extraordinario, la excitación se hacía mayor y el rumor de él se extendía por todos lados. Cuando, por ejemplo, curó por primera vez la lepra, la enfermedad más maligna que se conocía en Palestina, el asombro del pueblo no tuvo límites. Lo mismo sucedió I la primera vez que venció un caso de posesión

demoníaca; y cuando restauró al hijo de la viuda de Naín, I resultó una especie de temor abrumador, seguido de una I deliciosa admiración y del hablar de miles de lenguas. Toda Galilea estuvo por algún

tiempo en movimiento, por lo numeroso de los enfermos de todas clases que andando o arrastrándose, llegaban hasta cerca de él, y de los grupos de solícitos amigos que llevaban sobre lechos y camillas a los que no podían andar. A uno y otro lado de las calles de las aldeas y ciudades estaban alineados los

enfermos, al tiempo que pasaba el médico divino. Algunas veces tenía que atender a tantos que no tenía tiempo ni para comer, y en una época estaba tan absorto en sus benévolos trabajos y tan arrebatado de

la santa excitación que le causaban, que sus parientes con indecorosa premura trataron de interrumpirlo, diciéndose unos a otros que estaba fuera de sí.

Los milagros de Jesús en su conjunto, eran de dos clases— milagros que se hacían sobre el hombre, y

milagros hechos en la esfera de la naturaleza externa, tales como cambiar el agua en vino, calmar la tempestad, y multiplicar los panes. Aquéllos eran, por mucho, los más numerosos. Consistían principalmente en curar a los que tenían enfermedades más o menos malignas, tales como los cojos,

ciegos, sordos, paralíticos, leprosos, etc. Parece haber variado mucho su modo de hacerlos por motivos que no podemos explicar. Algunas veces empleó medios materiales tales como el tacto, barro mojado

puesto en la parte afectada, o haciendo que el paciente se bañara. En otras ocasiones los sanó sin el uso de medios, y aún a veces a distancia.

A más de estas curaciones físicas, curaba también las enfermedades mentales. Estas parecen haber

prevalecido de una manera especial en Palestina en esa época, y haber excitado el temor más extremo. Se creía que eran acompañadas de la entrada de demonios en las pobres víctimas locas o rabiosas, y

esta idea no era sino muy verdadera. El hombre a quien sanó Jesús entre los sepulcros de la tierra de los gadarenos fue ejemplo horroroso de esta clase de enfermedad, y el cuadro de él sentado a los pies de Jesús, vestido y en su juicio, demuestra el efecto que su presencia tan cariñosa, calmante y autoritativa,

tenía en las mentes distraídas por estas enfermedades. Pero los más extraordinarios de los milagros de Jesús sobre el hombre fueron los casos en que

restauró los muertos a la vida. No eran frecuentes, pero como era natural, produjeron una impresión

extraordinaria siempre que sucedían.

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Los milagros de la otra clase—los que hizo sobre la naturaleza—eran del mismo carácter indescriptible. Algunas de sus curaciones de la enfermedad mental, si estuvieran solas, podrían ser

explicadas por la influencia de una naturaleza poderosa sobre un alma perturbada; y de la misma manera algunas de sus curaciones corporales podrían ser explicadas por la influencia que ejercía sobre el cuerpo por medio de la mente. Pero un milagro como el andar sobre el tempestuoso mar está completamente

fuera del alcance de toda explicación natural. ¿Por qué empleaba Jesús estos medios? Pueden darse a esta pregunta varias respuestas. Primero, hizo milagros porque su Padre le dio estas señales como prueba de que él lo había enviado.

Muchos de los profetas del Antiguo Testamento habían recibido la misma prueba de la autenticidad de su misión, y aunque como los Evangelios nos informan en su sencilla veracidad, Juan que revivió el oficio de

profeta no hizo milagros, era de esperarse que Aquél que era un profeta mucho mayor que el más grande de los que habían venido antes de él, mostrara aun mayores señales de su misión divina que cualquier otro. Era una demanda estupenda la que él hacía sobre la fe de los hombres anunciándose como el

Mesías, y habría sido injusto esperar que fuera admitida por una nación acostumbrada a los milagros como señales de una misión divina, si él no hubiera hecho ninguno.

En segundo lugar, los milagros de Cristo eran la manifestación natural de la plenitud divina que

moraba en él. Dios estaba en él y su naturaleza humana estaba llena de los dones del Espíritu Santo sin medida. Era natural que un ser como él en el mundo, también manifestara prodigios en él. El mismo era

el gran milagro, del cual sus milagros particulares no eran más que chispas o emanaciones. El era la interrupción máxima del orden natural, o más bien un nuevo elemento que había entrado en el orden natural para enriquecerlo y ennoblecerlo, y sus milagros entraron con él, no para perturbar sino para

restaurar la armonía de la naturaleza. Por consiguiente todos sus milagros llevaban el sello de su carácter. No eran simples manifestaciones de poder, sino también de santidad, sabiduría y amor.

Los judíos a menudo le pedían simples prodigios gigantescos, para satisfacer su manía de maravillas. Pero él siempre los rechazaba, haciendo solamente los milagros que fueran auxilio para la fe. El exigía fe por parte de todas las personas a quienes curaba, y nunca respondía ni a la curiosidad ni a los desafíos

incrédulos que se le hacían para que exhibiera maravillas. Esto distingue sus milagros de los prodigios fabulosos de los antiguos nigromantes y de los "santos" de la Edad Media. Estaban caracterizados por una sabiduría y benevolencia invariables, porque eran la expresión de su carácter en su plenitud.

En tercer lugar, sus milagros eran símbolos de su obra espiritual y salvadora. No se necesita más que considerarlos por un momento para ver que todos eran triunfos sobre la miseria de este mundo. La

humanidad es presa de mil males, y aun la naturaleza externa lleva señales de alguna catástrofe del pasado. "Toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora". Este vasto conjunto de males físicos en la suerte de la raza humana es la consecuencia del pecado. Esto no quiere

decir que se puede hallar la relación entre cada enfermedad o desgracia y algún pecado especial, aunque puede hacerse en muchos casos. Las consecuencias de los pecados pasados recaen sobre toda la raza. La

miseria del mundo es la sombra causada por el pecado. El mal físico y el mal moral, estando tan íntimamente relacionados, se explican uno al otro. Cuando él curaba la ceguera corporal, era un tipo de curación del ojo interior; cuando levantaba a los muertos, quería indicar que él era la resurrección y la

vida en el mundo espiritual también; cuando sanó al leproso, su triunfo hablaba de otro triunfo sobre el pecado; cuando multiplicó los panes, siguió con el discurso sobre el pan de vida; cuando calmó la tempestad, era una seguridad de que podía hablar de paz a la conciencia perturbada.

De esta manera sus milagros eran una parte natural y esencial de su obra mesiánica. Eran un excelente medio de darse a conocer a la nación. Así los que eran curados se unían a él por las fuertes

ligas de la gratitud, y sin duda, en muchos casos, la fe en él como hacedor de milagros conducía a una fe más elevada. Así fue en el caso de su devota seguidora María Magdalena, de quien echó siete demonios.

A él mismo, esta obra debe de haber traído gran pesar y gran gozo a la vez. Para su corazón tan

tierno y exquisitamente simpático, que nunca se hizo insensible ni en el menor grado, debe de haber sido desgarrador tener contacto con tanta enfermedad, y ver los efectos espantosos del pecado. Pero él

estaba en su lugar debido, pues convenía a su amor supremo estar en donde había necesidad de socorro. Y qué gozo debe de haberle causado distribuir bendiciones por todas partes y borrar las huellas del pecado; ver volver bajo su tacto la salud; recibir las miradas alegres y llenas de gratitud de los ojos que

se abrían; oír las bendiciones de madres y hermanas, mientras restauraba sus amados a sus brazos; ver la luz de amor y bienvenida en los rostros de los pobres, al entrar en sus pueblos y aldeas. Bebía profundamente la bienaventuranza de hacer el bien del pozo del cual quería que sus discípulos estuvieran

bebiendo siempre.

PREDICACIÓN El otro gran instrumento de que Jesús se servía para su obra era su enseñanza. Era, por mucho, el

más importante de los dos. Sus milagros no eran más que la campana que llamaba al pueblo a oír sus

palabras. Impresionaban a aquéllos que tal vez no hubieran sido susceptibles a la otra influencia más sutil, y los conducían hasta estar al alcance de ella.

Es probable que los milagros hicieran más ruido, pero su predicación también extendía su fama por todos lados. No hay otro poder cuya atracción sea más segura que el de la palabra elocuente. Los bárbaros que escuchaban a sus poetas y narradores de leyendas, los griegos que escuchaban la

refrenada pasión de sus oradores, y las naciones prácticas como los romanos, todos igualmente han confesado que el poder de la elocuencia es irresistible. Los judíos la apreciaban sobre casi todo otro

atractivo, y entre las figuras de sus afamados antepasados, a ninguno reverenciaban más que a los profetas— aquellos elocuentes anunciadores de la verdad que el cielo les enviaba de edad en edad.

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Aunque el Bautista no hacía milagros, las multitudes acudían a él en tropel, porque reconocían en sus acentos el trueno de este poder, el cual ningún oído judío había escuchado por tantas generaciones.

Jesús también fue reconocido como profeta, y por consiguiente su predicación causaba excitación intensa: "Hablaba en las sinagogas de ellos, siendo glorificado de todos". Sus palabras eran escuchadas con admiración y asombro. Algunas veces la multitud en la playa del lago le oprimía tanto para oírle, que

él tenía que entrar en un navío y dirigirse a ellos desde la cubierta, mientras se extendían en semicírculo sobre la ascendente ribera. Sus mismos enemigos dieron testimonio de que "jamás habló hombre alguno como este hombre", y a pesar de ser poco lo que nos queda de su predicación, es muy suficiente para

que nos hagamos eco del mismo sentimiento y comprendamos la impresión que producía. Todas sus palabras juntas que nos han sido conservadas no ocuparían más lugar, impresas, que una media docena

de sermones ordinarios; pero no es exageración el afirmar que forman la herencia literaria más preciosa de la raza humana. Sus palabras, como sus milagros, eran expresiones de él mismo, y cada una de ellas tiene en sí algo de la grandeza de su carácter.

La forma de la predicación de Jesús era esencialmente judaica. La mente oriental no funciona de la misma manera que la occidental. El modo nuestro de pensar y hablar, en su mejor estado, es fluido, expansivo, y estrictamente lógico. La clase de discurso que más nos agrada es aquel que toma un asunto

importante, lo divide en sus diferentes partes, lo trata ampliamente bajo cada una de sus divisiones, relaciona estrechamente una parte a otra, y concluye con una apelación conmovedora a los sentimientos,

con el fin de influir en la voluntad, conduciéndola a algún resultado práctico. La mente oriental, al contrario, suele meditar por mucho tiempo sobre un solo punto, verlo por todos

lados, concentrar toda la verdad acerca de él, y emitiría en unas pocas palabras penetrantes y fáciles de

grabarse en la memoria. El estilo es conciso, epigramático, magistral. El discurso del orador del Occidente es una estructura sistemática, o como una cadena en la cual cada eslabón está firmemente unido con los

demás; el oriental es como el cielo en la noche, lleno de innumerables puntos ardientes, que brillan sobre un fondo oscuro.

Tal era la forma de la enseñanza de Jesús. Estaba constituida por muchas sentencias, cada una de las

cuales contenía la mayor cantidad posible de verdades en la menor extensión posible, expresada en lenguaje tan conciso y penetrante que se fija en la memoria como una flecha. Leedlas y hallareis que cada una de ellas mientras las meditáis, absorbe la mente más y más como un vórtice, hasta que se

pierde en sus profundidades. Hallaréis también que hay muy pocas de ellas que no sepáis de memoria. Se han arraigado en la memoria del cristianismo como ninguna otra palabra lo ha hecho. Aún antes de

que se comprenda su sentido, la expresión, tan perfecta y sentenciosa, se fija con firmeza en la mente. Pero había otro rasgo característico en la forma de la enseñanza de Jesús: estaba llena de figuras

retóricas. Pensaba en imágenes. Había sido siempre un observador amante y exacto de la naturaleza

eme le rodeaba —de los colores de las flores, las costumbres de las aves, el crecimiento de los árboles, los cambios de estaciones- y un observador igualmente perspicaz de las costumbres de los hombres en

todos los niveles de la vida: en la religión, en los negocios, y en el hogar. El resultado fue que no podía ni pensar ni hablar sin que su pensamiento se vertiera en el molde de alguna figura natural. Su predicación era vivificada con alusiones de esta naturaleza, y por consiguiente estaba llena de color, movimiento, y

variadas formas. No eran afirmaciones abstractas; se transformaban en verdaderos cuadros. De esta manera, en sus dichos podemos ver, como en un panorama, los aspectos del campo y de la

vida de aquel tiempo: Los lirios movidos del viento, cuya hermosura vistosa deleitaba los ojos; las ovejas

siguiendo al pastor; las puertas anchas y angostas de la ciudad; las vírgenes con sus lámparas, aguardando en la oscuridad la venida de la procesión nupcial; el fariseo con sus anchas filacterias y el

publicano con la cabeza inclinada, orando juntos en el templo; el rico sentado en su palacio en banquete, y el mendigo echado a su puerta con los perros lamiendo sus llagas; y centenares de otros cuadros que descubren la vida íntima y minuciosa de aquella época sobre la cual la historia en general marcha

descuidadamente con paso majestuoso. Pero la forma más característica que empleaba era la parábola. Era una combinación de las dos

cualidades ya mencionadas: la expresión concisa y fácil de grabarse en la memoria, y el estilo figurado. Usaba un incidente tomado de la vida común y lo transformaba en un cuadro hermoso, para expresar la correspondiente verdad en la región más elevada y espiritual.

Era entre los judíos un modo favorito de presentar la verdad, pero Jesús le impartió su más rico y perfecto desarrollo. Cerca de la tercera parte de todos los dichos suyos que nos han sido conservados son en forma de parábolas. Esto demuestra como se fijaban en la memoria de los discípulos. De la misma

manera, es probable que los oyentes de los sermones de cualquier predicador, después de algunos años, se acordarán de los ejemplos mucho mejor que de cualquier otra parte de ellos ¡Cómo han quedado estas

parábolas en la memoria de todas las generaciones desde entonces! El hijo pródigo, El sembrador, Las diez vírgenes, y otras muchas, son otros tantos cuadros colgados en millones de espíritus. ¿Cuáles pasajes de los grandes maestros de expresión —de Hornero, de Virgilio, de Dante, de Shakespeare— han

conseguido para sí un poder tan universal sobre los hombres o se han conservado tan perennemente nuevos y verdaderos?

Nunca tuvo que ir lejos para buscar ejemplos. Como un maestro pintor hará, con un pedacito de yeso o de carbón, una cara que os hará reír, llorar, o maravillaros, así Jesús tomaba los objetos e incidentes más comunes alrededor de él —el coser un pedazo de género sobre un vestido viejo, la rotura de un odre

viejo, los muchachos en la plaza jugando a matrimonios o a funerales, o la caída de una choza en una tempestad— y los transformaba en cuadros perfectos, haciéndolos, para el mundo, los vehículos de la verdad inmortal. ¡No era extraño que las multitudes le siguieran! Aun el más ignorante tendría gusto en

semejantes cuadros y llevaría, como un tesoro para toda su vida, al menos la expresión de las ideas de Jesús, aunque podría necesitarse el pensamiento de generaciones para penetrar las cristalinas

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profundidades de ellas. Nunca hubo discursos tan sencillos y sin embargo tan profundos, tan pintorescos y sin embargo tan absolutamente verdaderos.

Tales eran las cualidades de su estilo. Las cualidades del predicador mismo han sido conservadas para nosotros en las críticas de sus oyentes y se manifiestan en sus discursos contenidos en los Evangelios.

La más prominente de estas cualidades parece haber sido su autoridad: "Las gentes se admiraban de

su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas". La primera cosa que notaron sus oyentes fue el contraste entre sus palabras y la predicación que

acostumbraban oír de los escribas en las sinagogas. Estos eran los representantes del sistema más

muerto y más árido de teología que haya sido considerado como religión en cualquier siglo. En vez de explicar las Escrituras, que estaban en sus manos y que hubieran prestado a sus palabras un poder vivo,

no hacían más que referir las opiniones de los comentadores, y tenían miedo de presentar cualquiera afirmación que no estuviera sostenida por la autoridad de algún maestro. En lugar de ocuparse de los grandes temas de la justicia y la misericordia, del amor y de Dios, torturaban el texto sagrado para hacer

de él un manual de ceremonias, y predicaban sobre la debida anchura de las filacterias, las debidas posturas en la oración, la debida duración de los ayunos, la distancia que era permitido andar el sábado, y otras cosas por el estilo; porque en estas cosas consistía la religión de aquel tiempo.

Para ver en los tiempos modernos, alguna cosa un poco parecida a la predicación que prevalecía entonces, tenemos que volver para atrás hasta el período de la Reforma, cuando según nos dice el

biógrafo de Knox, las arengas pronunciadas por los monjes eran vacías, ridículas y miserables en extremo. "Cuentos fabulosos tocantes al fundador de alguna orden religiosa, los milagros que hacía, sus combates con el demonio, sus veladas, ayunos y flagelaciones; las virtudes del agua bendita, el crisma,

el persignarse, y el exorcismo; los horrores del purgatorio, y el número de individuos libertados de él por la intercesión de algún santo poderoso. Estos, con groseras bromas, charlas y chismes de viejas

formaban los temas favoritos de los predicadores, y eran presentados al pueblo en lugar de las puras, saludables y sublimes doctrinas de la Biblia".

Tal vez el contraste que el pueblo escocés, tres siglos y medio ha, sintió entre semejantes arengas y

las elevadas palabras de Wishart y Knox, nos dé la mejor idea que podemos formarnos del efecto que la predicación de Jesús producía en sus contemporáneos. Nada sabía él de la autoridad de los maestros y escuelas de interpretación, pero hablaba como uno que había visto con sus propios ojos los objetos del

mundo eterno. No necesitaba que nadie le hablara de Dios ni del hombre, porque conocía a ambos perfectamente. Estaba posesionado del conocimiento de su misión, el cual lo llevaba adelante e impartía

vehemencia a toda palabra y acción. Se conocía a sí mismo como enviado de Dios, y sus palabras como las de Dios y no suyas propias. No vacilaba en decir a los que desatendían sus palabras que en el día del juicio serían ellos condenados por los de Nínive y por la reina de Saba, quienes habían escuchado a Jonás

y a Salomón, porque ellos estaban oyendo a uno mayor que todo profeta o rey de la antigüedad. Los amonestaba que de la aceptación o rechazamiento del mensaje que él traía, dependía su eterna felicidad

o miseria. Tal era el tono de solicitud, de majestad y de autoridad que hirió con asombro a sus oyentes. Otra cualidad que el pueblo notaba en él era su intrepidez: "Pues, mirad, habla intrépidamente"

(Valera "públicamente", Juan 7:26). Esto les parecía más asombroso porque él era hombre indocto, que

ni había cursado las escuelas de Jerusalén, ni recibido licencia de ninguna autoridad terrenal. Pero esta cualidad provenía de la misma causa que su autoridad. La timidez nace generalmente de la conciencia de sí mismo. El predicador que teme a sus oyentes y respeta la persona de los grandes y sabios, está

pensando en sí mismo y en lo que se dirá de lo que hace. Pero aquel que se siente impulsado a una misión divina se olvida de sí mismo. Para él toda congregación es igual a cualquiera otra, sean nobles o

plebeyos; piensa sólo en el mensaje que tiene que dar. Jesús siempre miraba directamente a las realidades espirituales y eternas. El encanto de la grandeza

de ellas se había apoderado de él y todas las distinciones humanas desaparecían en presencia de ellas;

los hombres de todas clases no eran mis que hombres para él. Era llevado adelante por el torrente de su misión, y ninguna cosa que pudiera sucederle podía detenerle en temores o dudas.

Manifestó su valor principalmente atacando los abusos e ideales de su tiempo. Sería una equivocación completa pensar en él como todo dulzura y humildad. Casi no hay otro elemento más saliente en sus palabras que una vena de ardiente indignación. Era una edad de imposturas más que cualquiera otra que

haya habido. Ellas ocupaban todo alto puesto. Se ostentaban en la vida social, ocupaban las cátedras de la enseñanza y sobre todo, degradaban la religión en todas sus partes. La hipocresía había llegado a ser tan universal que ya había dejado de desconfiar de sí misma. Los ideales del pueblo eran completamente

mezquinos y erróneos. Se siente, pulsando en todas las palabras de Jesús desde el principio hasta el fin, una indignación contra todo esto, que había comenzado con su primera observación en Nazaret y se

maduraba a medida que crecía en su conocimiento de la época. Según él afirmaba terminantemente, las cosas más apreciadas entre los hombres eran una ofensa a la vista de Dios. Nunca hubo en la historia del lenguaje una polémica tan asolado, tan aniquiladora, como la de él contra las figuras a quienes, antes de

que sus ardientes palabras fueran descargadas sobre ellos, la multitud rendía honores: el escriba, el fariseo, el sacerdote y el levita.

Una tercera cualidad que sus oyentes notaban era su poder: "Su palabra era con potestad". Esto fue el resultado de aquella unción del Espíritu Santo sin la cual aun las verdades más solemnes caen en el oído sin efecto. Estaba lleno del Espíritu sin medida. Por consiguiente la verdad se apoderó de él. Ardía y

se henchía en su pecho, y él la hablaba de corazón a corazón. Tenía el Espíritu no sólo en tal grado que le llenaba a él mismo, sino que lo podía impartir a otros. Se derramaba con sus palabras y se apoderaba de las almas de sus oyentes, llenando de entusiasmo la mente y el corazón.

Una cuarta cualidad que se observaba en su predicación, y que de seguro fue muy prominente era su gracia: "Estaban maravillados de las palabras de gracia que salían de su boca". A pesar de su tono de

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autoridad y sus ataques severos y denodados contra la época, se difundía sobre todo lo que decía un brillo de gracia y de amor. En esto especialmente se manifestaba su carácter. ¿Cómo podía Aquél que era

la encarnación del amor hacer menos que dejar que el brillo y el calor del fuego celestial que moraba en él se difundieran sobre sus palabras? Los escribas de aquel tiempo eran duros, orgullosos y sin amor. Lisonjeaban a los ricos y honraban a los sabios, pero de las grandes masas de sus oyentes decían: "Esta

gente no sabe la ley, malditos son". Pero para Jesús toda alma era infinitamente preciosa. No importaba bajo qué humilde vestido o deformidad social estaba escondida la perla; no importaba aun bajo qué basura e inmundicia de pecado estaba sepultado; nunca la perdía de vista, ni por un instante. Por

consiguiente, hablaba con el mismo respeto a sus oyentes de todos los grados sociales. Verdaderamente las parábolas del capítulo 15 de San Lucas eran el amor divino mismo manifestándose desde lo más

íntimo del ser divino. Tales eran algunas de las cualidades del predicador. Cabe mencionar una más, que quizás incluya a

todas las demás, y es tal vez la cualidad más elevada de todo discurso público. Se dirigía a los hombres

como hombres, no como miembros de alguna clase o como poseedores de alguna cultura peculiar. Las diferencias que dividen a los hombres, tales como riquezas, rango, y educación, son todas superficiales. Los elementos en que todos son iguales —el extenso sentido del entendimiento, las grandes pasiones del

corazón, los instintos primarios de la conciencia— son profundos. No quiero decir que sean los mismos en todos los hombres. En algunos son más profundos, en otros menos; pero en todos son más profundos

que otra cosa cualquiera. Aquel que se dirige a estos sentimientos apela a lo más profundo de sus oyentes. Será inteligible para todos igualmente. Todo oyente recibirá de él su propia porción; la mente estrecha y de poca profundidad recibirá todo lo que puede tomar, y la más grande y profunda se llenará

en el mismo banquete. Es por eso que las palabras de Jesús son perennes en su frescura. Son para todas las generaciones, y para todas igualmente. Apelan a los elementos más profundos de la naturaleza

humana hoy, en Inglaterra o en China, tanto como lo hacían en Palestina cuando fueron pronunciadas. Cuando llegamos ahora a investigar cuál era la materia de la predicación de Jesús, esperamos tal vez

encontrarle explicando el sistema de doctrina que conocemos, tal como viene expuesto en un catecismo o

en una confesión de fe. Pero lo que hallamos es muy diferente. No hizo uso de ningún sistema de doctrina. Es verdad que no podemos dudar de que todas las numerosas y variadas ideas de su predicación, así como aquellas a que no dio expresión, coexistían en su mente como un sistema

perfectamente desarrollado de verdad. Pero no coexistieron así en su predicación. No empleaba la fraseología teológica, hablando de la Trinidad, de la predestinación o del llamamiento eficaz, aunque las

ideas que estos términos abarcan formaban la base de sus palabras, no hay que dudar de que sea el deber de la ciencia descubrirlas. Pero él hablaba el lenguaje de la vida ordinaria y concentraba su predicación en unos cuantos puntos luminosos que afectaban el corazón, la conciencia y la época.

La idea central y la frase más común de su predicación era el reino de Dios. Todos recordarán cuántas de sus parábolas comienzan con "El reino de los cielos es semejante" a esto o a aquello. El dijo: es

menester que también a las otras ciudades predique yo el reino de Dios", caracterizando así el asunto de su predicación; y de la misma manera se dice que envió a sus apóstoles "a predicar el reino de Dios". El no inventó la frase. Era una expresión histórica, traída del pasado, y muy común en la boca de sus

contemporáneos. El Bautista había hecho gran uso de ella, siendo la sustancia de su mensaje: "El reino de Dios se acerca".

¿Qué significa esta expresión? Se refería a una nueva era que los profetas habían predicho y los

santos habían esperado. El tiempo de espera estaba cumplido. Muchos profetas y justos, decía Jesús a sus contemporáneos, habían deseado ver lo que ellos veían, pero no lo habían visto. Afirmaba que tan

grandes eran los privilegios y las glorias de la nueva época, que el que menos participaba de ellas era mayor que el Bautista, aunque éste había sido el mayor representante del tiempo antiguo.

Todo esto no era más que lo que sus contemporáneos habrían esperado oír, si hubieran comprendido

que el reino de Dios realmente había venido. Pero miraban en todas direcciones y preguntaban en dónde estaba la nueva era que Jesús decía que había traído.

En este punto, él y ellos estaban en completo desacuerdo. Ellos se fijaban más en la primera parte de la frase, "el reino", él en la segunda, "de Dios". Ellos esperaban que la nueva era apareciera bajo magníficas formas materiales; en un reino del que Dios sería en verdad el gobernador, pero que

mostraría, en sí mismo, esplendor mundanal, fuerza de armas, y un imperio universal. Jesús veía la nueva era en un imperio de Dios sobre el corazón amante y la voluntad obediente. Ellos lo buscaban afuera. El decía: "Está dentro de vosotros". Ellos esperaban una era de gloría y felicidad externas. El

basaba la gloría y la bienaventuranza del nuevo tiempo en el carácter. Y era un carácter totalmente diferente de aquel que se consideraba entonces como el que impartía gloría y bienaventuranza al

individuo que lo poseía: el del orgulloso fariseo, del rico saduceo o del sabio escriba. Bienaventurados -decía él- son los pobres en espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los pacificadores, los que son perseguidos a causa de la

justicia. La tendencia principal de su predicación era exponer esta idea del reino de Dios, el carácter de sus

miembros, su felicidad en poseer el amor y comunión de su Padre en los cielos, sus expectativas en el mundo venidero. Ponía de relieve el contraste entre este reino y la religión de exterioridades de la época, con su carencia de espiritualidad y su sustitución de observancias ceremoniales en lugar del carácter.

Invitaba a su reino a todas las clases sociales. Invitaba a los ricos, demostrando, como en la parábola del rico y Lázaro, la vanidad y el peligro de buscar la felicidad en las riquezas; y a los pobres, infundiéndoles un sentimiento de su propia dignidad, persuadiéndoles con el afecto más exuberante y las palabras más

convincentes que la única riqueza verdadera consiste en el carácter, y asegurándoles que si buscaban

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primero el reino de Dios, su Padre celestial, que alimentaba a las aves y vestía los lirios, no los dejaría sufrir.

Pero el centro y el alma de su predicación era él mismo. En él estaba la nueva era. El nuevo carácter que hacía a los hombres súbditos del reino y participantes en los privilegios de ese reino, podía conseguirse sólo en él. Por esto el resultado práctico de cada uno de los discursos de Cristo era el

mandato de venir a él, aprender de él, seguirle a él. "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cansados" era la palabra principal, la más profunda, y la final de todos sus discursos.

Es imposible leer los discursos de Jesús sin notar que maravillosos como son, sin embargo, algunas de

las doctrinas más características del cristianismo tal como están expuestas en las epístolas de San Pablo, ahora conservadas con aprecio en las almas de los cristianos más devotos y más sabios, ocupan en ellos

un lugar insignificante. Especialmente esto se echa de ver respecto a las grandes doctrinas del Evangelio, tales como la

manera en que el pecador se reconcilia con Dios, y cómo en su alma perdonada se produce gradualmente

el carácter que lo hace parecido a Cristo y aceptable al Padre. La falta de referencia a tales doctrinas puede haberse exagerado mucho, siendo el hecho que no hay una sola doctrina prominente del gran apóstol cuyos gérmenes no se encuentren en la enseñanza de Cristo mismo. Sin embargo, el contraste es

lo suficiente marcado para dar cierta excusa a los que niegan que las doctrinas distintivas de San Pablo sean elementos legítimos del cristianismo.

Pero la verdadera explicación del fenómeno es muy diferente. Jesús no era sólo un instructor. Su carácter era más grande que sus palabras, y así lo era también su obra. La parte principal de esa obra era hacer expiación por los pecados del mundo con su muerte en la cruz. Pero sus discípulos más íntimos

nunca quisieron creer que él había de morir, y hasta que se verificara su muerte, era imposible explicar su significado más profundo. Las doctrinas más distintivas de San Pablo no son más que explicaciones de

dos grandes hechos: la muerte de Cristo y el Espíritu enviado por el Redentor glorificado. Es obvio que estos hechos no podían ser bien explicados en las palabras de Jesús mismo, cuando todavía no se habían verificado; pero suprimir la explicación inspirada de ellos sería apagar la luz del evangelio y robarle a

Cristo su gloría más elevada. El auditorio de Jesús variaba en diferentes ocasiones, tanto en su número como en su carácter.

Muchas veces era una gran multitud. Se dirigía a éstas en todas partes: sobre la montaña, en la orilla del

mar, en el camino, en las sinagogas, en los atrios del templo. Pero estaba igualmente pronto a hablar con un solo individuo, por humilde que fuera. Se aprovechaba de toda oportunidad para hacerlo así. A pesar

de estar rendido de cansancio, habló con la mujer junto al pozo de Jacob. Recibió a Nicodemo a solas y enseñó a María en su casa. Se dice que en los Evangelios se mencionan diecinueve de estas entrevistas privadas. Dan a sus discípulos un ejemplo notable. Esta es tal vez la más eficaz de todas las formas de

instrucción, y de todos modos, constituye la mejor prueba de solicitud en enseñar. El hombre que predica con entusiasmo a miles de personas puede ser un simple orador; pero aquel que busca oportunidad para

hablar directamente al individuo sobre la condición de su alma, debe de tener el verdadero fuego celestial ardiendo en su corazón.

Frecuentemente su auditorio se componía del círculo de sus discípulos. Su predicación hacía división

entre sus oyentes. El mismo, en sus parábolas, tales como el sembrador, la cizaña y el trigo, la fiesta de bodas, etc., describía con una vividez sin igual, los efectos de su predicación sobre las diferentes clases. A algunos su predicación los repelía totalmente. Otros la escuchaban con asombro, sin que les tocara el

corazón; otros eran afectados por algún tiempo, pero pronto volvían a sus antiguos intereses. Es terrible pensar cuan pocos eran, aun cuando era el Hijo de Dios quien predicaba, los que oían para la salvación.

Los que lo hicieron así gradualmente formaron a su alrededor un cuerpo de discípulos. Le seguían, escuchando todos sus discursos, y con frecuencia les hablaba a solas. Tales eran los quinientos a quienes apareció en Galilea después de su resurrección. Algunos de ellos eran mujeres, tales como María

Magdalena, Susana y Juana la esposa del mayordomo de Heredes, quien como era rica, suplía con gusto sus pocas y sencillas necesidades.

A estos discípulos les daba una instrucción más perfecta que a las multitudes. Les explicaba en privado cualquiera cosa que fuera oscura en su enseñanza pública. Más de una vez hizo la extraña aseveración de que hablaba en parábolas a la multitud, para que oyendo no entendiesen. Esto no podía

sino significar que a aquellos que realmente no tenían interés en la verdad no se les daba más que la hermosa corteza, pero que el fin de la falta de claridad era incitar a una investigación más profunda, así como un velo que medio cubre un bello rostro hace más intenso el deseo de verlo; y que a aquellos que

tenían una ansiedad espiritual de saber más, gustosamente les comunicaría el secreto. Estos últimos, cuando se hizo evidente que la nación en general no era digna de ser el instrumento de la obra del

Mesías, llegaron a formar el núcleo de aquella sociedad espiritual, elevada por encima de todas las limitaciones locales y las distinciones de rango y nacionalidad, por medio de la cual el espíritu y la doctrina de Cristo habían de ser diseminados y perpetuados en el mundo.

EL APOSTOLADO Llamamiento y educación de los doce. Quizá la formación del apostolado debe colocarse a la par de los

milagros y la predicación como un tercer medio por el cual él efectuaba su obra. Los hombres que llegaron a ser los doce apóstoles no eran más, al principio, que discípulos ordinarios como otros muchos.

Esta, al menos, era la posición de los que ya eran sus seguidores durante el primer año de su ministerio. Al comenzar su actividad en Galilea, sus relaciones con él pasaron a un grado más alto. Los llamó para

que abandonaran sus empleos ordinarios y estuviesen constantemente con el, y es probable que no

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pasaron muchas semanas antes de que los ascendiese al tercero y final grado de intimidad con él, ordenándolos como apóstoles.

Fue cuando su obra había llegado a ser tan extensa y apremiante que le era completamente imposible abarcarla toda, que por decirlo así, se multiplicó a sí mismo, nombrándoles a ellos como sus ayudantes. Los comisionó a enseñar los elementos más sencillos de su doctrina, y les confirió poderes milagrosos

semejantes a los suyos propios. De esta manera fueron evangelizadas muchas poblaciones que él no tenía tiempo para visitar, y muchas personas que no pudieron llegar a tener contacto personal con él, fueron curadas.

Pero, como lo demostraron los sucesos futuros, sus fines al nombrarlos tenían un alcance mucho mayor. Su obra era para todo tiempo y para todo el mundo. No era posible que fuese terminada durante

la vida de una sola persona. Previo esto, e hizo provisión para ello, haciendo una temprana elección de agentes que pudieran llevar adelante sus planes después de su partida y por medio de los cuales pudiera extender su influencia sobre la humanidad. El mismo no escribió nada. Pudiera pensarse que escribir

hubiera sido el mejor modo de perpetuar su influencia, y de dar al mundo una idea perfecta de sí mismo; y no podemos menos que imaginarnos, animados de un vehemente deseo, lo que sería un volumen escrito por sus propias manos. Pero por razones sabias él se abstuvo de esta clase de trabajo y se

resolvió a vivir, después de su muerte, en la vida de hombres escogidos. Es sorprendente ver qué clase de personas escogió él para tan grande destino. No pertenecían a las

clases instruidas y de más influencia. Sin dudas los cabecillas y caudillos de la nación debían haber sido los instrumentos de su Mesías, pero ellos mismos se mostraron totalmente indignos de tan alta vocación. El no los necesitaba; no le hacía falta la influencia de poder y sabiduría carnales. Siendo su costumbre

hacer uso de aquellos elementos de carácter que no se limitan a ninguna condición de vida o grado de cultura, no vaciló en confiar su causa a doce hombres sencillos que carecían de instrucción y que

pertenecían al pueblo común. Hizo la elección después de una noche de oración, y sin duda después de muchos días de deliberación.

El resultado demostró con qué penetración de carácter él había actuado. Resultaron ser instrumentos

perfectamente adecuados para el gran designio; cuando menos dos de ellos eran hombres de dones supremos; y aunque uno de los doce resultó ser traidor, y es probable que aun después de hechas todas las explicaciones la elección de él seguirá siendo un misterio explicado apenas en parte; sin embargo, la

elección de agentes que al principio daban tan poca esperanza, pero que al fin alcanzaron tan grande éxito, será siempre uno de los principales momentos de la incomparable originalidad de Jesús.

Sería sin embargo una explicación muy inadecuada de la relación que existía entre Jesús y los doce, señalar solamente la penetración con que descubrió en ellos los gérmenes de aptitud para su grande porvenir. Llegaron a ser hombres muy notables, y al fundar la iglesia ejecutaron una obra de importancia

inconmensurable. Se puede decir, en un sentido, que ellos ni soñaron que estarían sentados en tronos, gobernando al mundo moderno. Ellos se levantan como una hilera de columnas majestuosas al través de

las llanuras de la historia. Pero la luz que los baña y los hace visibles proviene sólo de Cristo. El les dio toda su grandeza; y la de ellos es una notable prueba de la de él.

¡Qué no debe de haber sido Aquél cuya influencia les daba tanta magnitud de carácter, y los hizo

aptos para tan gigantesca tarea! Al principio eran rudos y carnales en extremo. ¿Qué esperanza había de que alguna vez pudieran apreciar los designios de una mente como la de él, heredar su obra, poseer en grado alguno un espíritu tan exquisito, y transmitir a generaciones futuras una representación fiel de su

carácter? Pero los educaba con la paciencia más cariñosa, soportando sus vulgares esperanzas y sus torpes interpretaciones de lo que él quería decir. No olvidándose ni por un momento del papel que ellos

iban a hacer en el futuro, se dedicó a enseñarles, como su obra principal. Estaban en compañía con él más constantemente aun que el cuerpo general de los discípulos, viendo

todo lo que él hacía en público y escuchando todo lo que decía. Muchas veces ellos formaban el auditorio,

y en tales ocasiones él les descubría las glorias y los misterios de su doctrina, sembrando en sus mentes la semilla de la verdad que después con el tiempo y la experiencia debía fructificar.

Pero la parte más importante de su educación era algo que quizás notaron poco entonces, a pesar de que estaba produciendo tan magníficos resultados: la influencia silenciosa y constante del carácter de Jesús sobre ellos. Los atraía a sí mismo e imprimía en ellos su propia imagen. Esto fue lo que los hizo

llegar a ser lo que fueron. Por medio de esto, más que por otra cosa alguna, las generaciones de los que lo aman dirigen sus miradas a ellos con envidia. Admiramos y adoramos aun a tan grande distancia las cualidades de su carácter, pero iQué sería haberlas visto en la unidad de su vida, y sentir durante años

enteros su influencia transformadora! ¿Podemos conocer con alguna exactitud los rasgos distintivos de ese carácter, cuya gloría ellos veían y bajo cuya potencia vivían?

El carácter humano de Jesús. Tal vez el rasgo que notarían primero los discípulos en Jesús sería su concentración en su propósito. Es indudable que esta cualidad marca el tono fundamental que se oye en todos sus dichos que nos han sido conservados, y es el pulso que sentimos latir en todas sus acciones

cuyo recuerdo tenemos. Estaba posesionado de un propósito que lo guiaba y lo impulsaba hacia adelante. La mayor parte de las vidas no se dirigen hacia ningún fin particular, sino que se dejan llevar

adelante, bajo la influencia de variados sentimientos e instintos o por las corrientes de la sociedad, y nada terminan. Pero es evidente que Jesús tenía por delante un objetivo definido, que absorbía sus pensamientos y desarrollaba toda su energía. A menudo daba como motivo para no hacer algo: "Mi hora

no ha llegado", como si su designio absorbiera cada momento y como si cada hora tuviera designada su parte propia en la tarea. Esto impartía a su vida un celo y rapidez de ejecución de que la mayor parte de las vidas carecen. Esto le salvó también de perder su energía en detalles, y del cuidado por las cosas

pequeñas en que se disipan las vidas de los que no tienen una vocación definida; y esto hizo que su vida, a pesar de ser tan variadas sus actividades, fuera una perfecta unidad.

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Muy íntimamente relacionada con esta cualidad había otra muy saliente, que puede llamarse su fe. por la cual se quiere decir su asombrosa confianza en la realización de su propósito, y una aparente

desatención a los medios y a la oposición. Si se considera, aun de la manera más general, cuan vasto era su propósito —reformar su nación y emprender un movimiento religioso que debía ser eterno y universal—; si se toma en consideración la oposición que encontraba y que él preveía que su causa

tendría que encontrar a cada paso; y si se recuerda lo que él, como hombre, era —un indocto campesino de Galilea— su tranquila e intrépida confianza en su buen éxito aparecerá tan sólo menos notable que el buen éxito mismo.

Después de leer los Evangelios, una persona se pregunta con asombro qué hizo él para producir una impresión tan tremenda en el mundo. No creó ninguna maquinaría complicada para asegurar el efecto.

No puso su mano sobre los centros de influencia: educación, riquezas, gobierno, etc. Es cierto que instituyó la iglesia. Pero no dejó ninguna explicación detallada de la naturaleza de ella ni reglas para su constitución. Era la sencillez de una fe que no busca medios, ni hace preparativos, sino que sencillamente

sigue adelante y ejecuta su obra. Era la misma cualidad que según él, podía traspasar montañas, y la que más deseaba ver en sus discípulos. Era la insensatez del evangelio, de que se jactaba Pablo, saliendo con el denuedo que da el poder, pero con una escasez ridícula de equipo, para conquistar al mundo

griego y romano. Una tercera cualidad saliente de su carácter era su originalidad. La mayor parte de las vidas se

explican fácilmente. No son más que productos de las circunstancias y copia de miles de otras vidas semejantes que coexisten con ellas o las han precedido. Nos modelan los hábitos y costumbres del país a que pertenecemos, la moda, y el gusto de nuestra generación, las tradiciones de nuestra educación, las

preocupaciones de nuestra escuela o secta. La obra que ejecutamos nos es determinada por un concurso fortuito de circunstancias; en lugar de crecer nuestras convicciones naturalmente desde adentro, las

maneja una autoridad que viene de afuera; nuestras opiniones no son traídas en fragmentos por cada viento que sopla.

Pero, ¿cuáles circunstancias formaron al Hombre Cristo Jesús? Nunca hubo otra edad más árida y

estéril que aquella en que él nació. Era como una alta y vigorosa palmera nacida en un desierto. ¿Qué había en la vida estrecha de Nazaret para producir un carácter tan gigantesco? ¿Cómo era posible que la aldea notoriamente pecadora produjera una pureza tan viviente? Quizás algún escriba le haya enseñado

las letras y los rudimentos del saber, pero su doctrina era una contradicción completa de todo lo que los escribas enseñaban. Nunca se apoderaron de su espíritu libre, las modas de las sectas. ¡Cuan

claramente, en medio de los sonidos que llenaban el oído de su época, oía él la desatendida voz de la verdad, tan diferente de aquéllos! ¡Cuan claramente, detrás de las pretensiones y las formas aceptadas de la piedad, veía la hermosa y desatendida figura de la santidad verdadera! Crecía desde adentro.

Dirigía sus ojos directamente a los hechos de la naturaleza y de la vida, y creía lo que veía, en vez de permitir que su vista fuese modificada por lo que otros decían haber visto.

Era igualmente fiel a la verdad en sus palabras. Se presentaba y hablaba sin vacilación lo que creía, aunque sacudía hasta sus cimientos las instituciones, los credos, y las costumbres de su país, y desataba las opiniones del pueblo en centenares de los puntos en que habían sido educados.

Puede decirse en verdad, que a pesar de que la nación judaica de su tiempo era un terreno totalmente árido, del que no era posible esperar que creciera cosa alguna que fuera vigorosa o grande, él se volvió a la primitiva historia de su nación y nutría su espíritu con las ideas de Moisés y de los profetas. Hay algo

de verdad en esto. Pero, a pesar de su cariñosa y constante familiaridad con ellos, los trataba con mano libre e intrépida. Los libró de sí mismos y exhibió en su perfección las ideas que ellos enseñaban sólo en

germen. ¡Qué contraste entre el Dios del pacto con Israel y el Padre en los cielos que él revelaba; entre el templo con sus sacerdotes y sacrificios cruentos, y el culto en espíritu y verdad; entre la moralidad nacional y ceremonial de la ley y la moralidad de la conciencia y del corazón! Aun en comparación con las

figuras de Moisés Elías, e Isaías, él se eleva sobre ellos en solitaria originalidad. Una cuarta y muy gloriosa cualidad de su carácter era su amor a ¡os hombres. Ya se ha dicho que

estaba posesionado de un propósito que dominaba todo. Pero en el fondo de un gran propósito es necesario que haya una gran pasión que le dé forma y lo sostenga. El amor al hombre era la pasión que dirigía e inspiraba a Jesús.

No se nos dice de manera explícita, cómo nació y crecía este amor en el retiro de Nazaret, y de qué elementos se nutría. Sólo sabemos que cuando apareció en público ésta era una pasión dominante que sofocaba todo amor propio, le llenaba de una compasión ilimitada hacia la miseria humana, y le hacía

capaz de seguir adelante, sin vacilar, en la empresa a que se había consagrado. Sólo sabemos en general que este amor se nutría del concepto que tenía del valor infinito del alma humana. Sobrepasaba todos los

límites que otros hombres han puesto a su benevolencia. Generalmente las diferencias de clase y de nacionalidad enfrían el interés de los hombres unos por

otros. En casi todo país se ha considerado como una virtud aborrecer a los enemigos; y hay acuerdo

general en aborrecer y evitar a aquellos que hayan violado las leyes de la respetabilidad. Pero Jesús no hacía caso de estas convenciones, teniendo en contra de ellas el concepto dominante del valor que

percibía igualmente en el enemigo, el extranjero y el proscrito de la sociedad. Este amor dio forma al propósito de su vida. Le dio la simpatía más tierna e intensa hacia toda especie

de dolor y de miseria. Era su motivo más profundo para adoptar la vocación de sanar. En donde más

necesidad había de socorro, hacia allá lo impulsaba su compasivo corazón. Pero era especialmente a salvar el alma a lo que su amor le impelía. Sabía que ésta era la verdadera joya, para rescatar la cual debía emprenderse todo, y que las angustias y los peligros de ella eran los mayores de todos. Ha habido

a veces un amor a otros sin este designio vital. Pero la sabiduría dirigía su amor hacia el verdadero bie-

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nestar de aquellos a quienes amaba. Comprendía que estaba haciendo lo mejor posible para ellos cuando los salvaba de sus pecados.

Pero el atributo más prominente de su carácter era su amor hacia Dios. Es el supremo honor y privilegio del hombre ser uno con Dios en sentimiento, pensamiento, y propósito. Jesús tenía esta cualidad en grado perfecto.

Para nosotros es muy difícil formarnos en nuestro interior un concepto adecuado de Dios. La mayoría de los hombres apenas piensan en él alguna vez, y aun los más piadosos tienen que confesar que les cuesta un esfuerzo supremo disciplinar su mente hasta formar el hábito de tenerlo siempre presente.

Cuando pensamos en él, es con un sentimiento penoso de la falta de armonía entre lo que hay en nosotros y lo que hay en él. No podemos quedarnos ni por pocos momentos en su presencia, sin sentir

en cierto grado que sus pensamientos no son nuestros pensamientos, ni sus caminos nuestros caminos. Con Jesús no fue así. Siempre estaba consciente de la presencia de Dios. Nunca pasó una hora, nunca

efectuó una acción, sin referencia directa a Dios. Dios lo rodeaba como el aire que respiraba o la luz del

sol en que andaba. Sus pensamientos eran los pensamientos de Dios; sus deseos nunca fueron, en lo mínimo, diferentes de los de Dios; su propósito, según su más plena convicción, era el propósito de Dios para él.

¿Cómo llegó a tener esta armonía absoluta con Dios? En gran parte debe atribuirse a la perfecta armonía de su naturaleza en sí, pero en cierta medida la adquirió por los mismos medios por los cuales

nosotros la procuramos con tanto trabajo; por el estudio de los pensamientos y propósitos de Dios, revelados en su Palabra, la cual desde su niñez era su gozo constante; cultivando en toda su vida la costumbre de orar, para la cual hallaba tiempo aun cuando no tenía tiempo para comer; y resistiendo con

paciencia la tentación de dar lugar a sus propios pensamientos y propósitos que fueran diferentes de los de Dios.

Esto fue lo que le dio tanta fe e intrepidez en su obra; sabía que el llamamiento para ejecutarla venía de Dios, y que él no debía morir hasta que fuese concluida. Esto fue lo que hizo de él, con toda su conciencia de sí mismo y su originalidad, un modelo de humildad y sumisión; porque siempre reducía

todo pensamiento y deseo a la obediencia a la voluntad de su Padre. Este fue el secreto de la paz y la majestuosa calma que impartían tanta grandeza a su conducta en las horas más aflictivas de su vida. Sabía que lo peor que pudiera sucederle sería contrariar la voluntad de su Padre acerca de él. Tenía

siempre a mano un retiro de perfecto descanso, silencio y luz, en el cual podía refugiarse del clamor y la confusión que le rodeaba. Este era el gran secreto que legó a sus discípulos cuando les dijo al partir: "La

paz os dejo, mi paz os doy". La impecabilidad de Jesús ha sido indicada con frecuencia como el atributo culminante de su carácter.

Las Escrituras, que refieren con tanta franqueza los errores de sus héroes más grandes, tales como

Abraham y Moisés no tuvieron que registrar ningún pecado de él. No hay otro rasgo de los santos de la antigüedad más notable que su penitencia. Cuanto más

perfectamente santos fueron, tanto más abundantes y amargas fueron sus lágrimas y lamentaciones por su naturaleza pecadora. Pero aunque es admitido de todos que Jesús era la suprema figura religiosa en la historia, él nunca manifestó este distintivo de la santidad; nunca hizo confesión de pecado alguno. ¿No

debe ser esto porque no tenía pecado que confesar? Sin embargo, la idea de la impecabilidad es demasiado negativa para expresar la perfección de su

carácter. El era sin pecado; pero lo era porque estaba completamente lleno de amor. El pecado contra

Dios no es más que la expresión de la falta de amor hacia Dios, y el pecado contra el hombre es falta de amor al hombre. Un ser completamente lleno de amor tanto a Dios como al hombre, no puede, de

ninguna manera, pecar contra el uno o el otro. Esta plenitud de amor a su Padre y a la humanidad, dominando toda manifestación de su ser, constituía la perfección de su carácter.

A la impresión producida en ellos por su prolongado contacto con su Maestro, debían los doce todo lo

que llegaron a ser. No podemos indicar con exactitud en qué tiempo comenzaron a comprender la verdad central del cristianismo, que tenían que publicar al mundo después, es a saber que detrás de la ternura y

majestad de este carácter humano, había en él algo más augusto; ni por qué grados sus impresiones se maduraron hasta llegar a la plena convicción de que en él la humanidad perfecta estaba en unión con la divinidad perfecta. Este era el término de todas las revelaciones que les hacía de sí mismo. Pero el

quebrantamiento de su fe al tiempo de la muerte de él muestra cuan poco maduras deben haber estado hasta entonces sus convicciones con respecto a su personalidad, por más dignamente que hayan podido, en ciertas horas felices, expresar su fe en él. Fue la experiencia de la Resurrección y Ascensión la que dio

a las impresiones inestables que por largo tiempo habían estado acumulándose en su mente, el toque que las hizo cristalizarse en la convicción inconmovible de que en Aquél con el cual les fue concedido

asociarse tan íntimamente, Dios estaba manifestado en la carne.

EL AÑO DE OPOSICIÓN El cambio de sentimientos hacia él. Durante todo un año Jesús prosiguió su obra en Galilea con energía incesante, andando entre las

multitudes dignas de lástima que solicitaban su ayuda milagrosa y aprovechando toda oportunidad para derramar sus palabras de gracia y verdad en el oído de la muchedumbre o del ansioso inquiridor solitario. En centenares de hogares a cuyos miembros había devuelto la salud y la alegría, su nombre debe de

haber llegado a ser el asunto principal de conversación. Miles de espíritus cuyas profundidades habían sido movidas por su predicación, pensaban en él con gratitud y amor. El eco de su fama resonaba cada

vez más distante. Por algún tiempo parecía que todos los de Galilea iban a ser sus discípulos y que el movimiento comenzado de esta manera podría con facilidad extenderse hacia el sur, venciendo toda

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oposición y envolviendo todo el país en un entusiasmo de amor para con el que los curaba, y de obediencia al Maestro.

Pero apenas habían pasado doce meses, cuando se hizo tristemente evidente que esto no había de ser. La mente galilea resultó ser terreno pedregoso, en donde la semilla del reino brotó con rapidez, pero con igual rapidez se marchitó. El cambio fue repentino y completo, y alteró de una vez todas las

condiciones de la vida de Jesús. Permaneció en Galilea otros seis meses: pero éstos fueron muy diferentes de los doce anteriores. Las voces que se oían alrededor de él ya no eran aclamaciones resonantes de gratitud y aplauso, sino voces amargas y blasfemas de oposición. Ya no se le podía ver

moviéndose de una población grande a otra en el centro del país, bien recibido por los que lo aguardaban para ver o experimentar sus milagros, y seguido por miles, ansiosos de no perder ni una sola palabra de

sus discursos. Era un fugitivo buscando los lugares más distantes y extraños y acompañado sólo por un número reducido de discípulos.

Al fin de los seis meses dejó a Galilea para siempre, pero no como en un tiempo pudiera haberse

esperado, llevado en alto sobre la crecida ola de reconocimiento público, para hacer fácil conquista de los corazones en la parte meridional del país y tomar posesión victoriosa de Jerusalén, hecha incapaz de resistir a la voz unánime del pueblo. Es cierto que trabajó por otros seis meses en la parte meridional del

país —Judea y Perea— y que donde sus milagros eran vistos por primera vez no faltaban las mismas señales de entusiasmo público que había encontrado en los primeros meses de gozo en Galilea; pero lo

más que hizo fue añadir unos pocos a la compañía de los fieles discípulos. En verdad, desde el día en que salió de Galilea, se dirigió constantemente hacia Jerusalén; y los seis

meses que pasó en Perea y Judea pueden considerarse como ocupados en un lento viaje para allá; pero

el viaje fue emprendido con la plena convicción, que expresaba abiertamente a sus discípulos, de que en la capital no habría de conseguir ningún triunfo sobre corazones entusiastas y mentes convencidas, sino

un rechazamiento nacional definitivo, ser muerto en vez de coronado. Debemos indicar las causas y el progreso de este cambio de sentimiento de parte de los galileos, y de

este triste cambio en la carrera de Jesús.

Causas de la oposición Desde el principio, las clases influyentes e instruidas habían tomado una actitud de oposición a Jesús.

Los sectores más mundanos de ellas —los saduceos y los herodianos— por largo tiempo les prestaron

poca atención. Tenían sus propios negocios en que ocuparse: sus riquezas, su influencia política y sus diversiones. Poco les interesaba el movimiento religioso que se verificaba entre las clases inferiores. El

rumor público de que había aparecido uno que profesaba ser el Mesías no despertó ningún interés en ellos, porque no participaban de las esperanzas populares sobre el asunto. Se decían unos a otros que éste no era más que otro de los pretendientes que las ideas peculiares del pueblo seguramente

levantarían de tiempo en tiempo. Fue sólo cuando les pareció que el movimiento amenazaba conducir a una revolución política, la cual atraería sobre el país la mano férrea de sus gobernantes romanos y daría

al Procurador una excusa para nuevas extorsiones en que peligrarían las propiedades y comodidades de ellos mismos, que se despertaron y fijaron su atención en él.

Motivos de la oposición de los fariseos

Fue muy diferente la reacción de los sectores más religiosos de las clases elevadas: los fariseos y los escribas. Ellos tomaban un interés profundo en todos los acontecimientos eclesiásticos y religiosos. Un movimiento de carácter religioso entre el pueblo excitaba fuertemente su atención, porque ellos mismos

aspiraban a la influencia popular. Una voz nueva en el campo profetice o la promulgación de una nueva doctrina o dogma cautivaba su oído inmediatamente. Pero sobre todo, cualquiera persona que se

presentara como el Mesías, producía en ellos una grande excitación, ya que abrigaban los más ardientes deseos mesiánicos, y en este tiempo sufrían intensamente bajo el yugo extranjero.

En su relación con el resto de la comunidad, ellos correspondían a nuestro clero y principales legos

religiosos, y es probable que formaran una proporción similar de la población y ejercían cuando menos tanta influencia como éstos tienen entre nosotros. Se ha calculado que el número de ellos puede haber

llegado a seis mil. Se consideraban como las personas mejores del país, los que conservaban la respetabilidad y la ortodoxia, y las masas los respetaban como personas que tenían el derecho de juzgar y determinar todos los asuntos religiosos.

No se les puede acusar de haber desatendido a Jesús. Le daban su más empeñosa atención desde el principio. Le seguían paso a paso. Discutían sus doctrinas y sus pretensiones, y tomaron por fin una decisión respecto a él. Esta decisión fue adversa, y la confirmaron con hechos, no disminuyendo su

actividad ni por una hora. Esta es tal vez la más solemne y asombrosa circunstancia en toda la tragedia de la vida de Cristo.

Aquellos que lo rechazaban, lo perseguían como a una fiera, y lo asesinaron, eran los hombres que se consideraban como los mejores de la nación, como sus maestros y modelos, los que celosamente conservaban las Escrituras y las tradiciones del pasado. Eran hombres que esperaban ansiosamente al

Mesías, quienes juzgaron a Jesús, según ellos creían, de conformidad con las Escrituras, y pensaban que estaban obedeciendo los dictados de su conciencia y sirviendo a Dios al tratarle como lo hacían.

No puede dejar de pasar a veces por la mente del lector de los Evangelios un fuerte sentimiento de lástima y una especie de simpatía hacia ellos. ¡Jesús era tan diferente del Mesías que ellos esperaban y que sus padres les habían enseñado a esperar! ¡Contrariaba tan completamente sus preocupaciones y

máximas, y deshonraba tantas cosas que ellos habían aprendido a considerar como sagradas! Se les puede compadecer seguramente; nunca hubo crimen como el de ellos, y nunca hubo castigo como el de ellos. Sentimos la misma tristeza con respecto a aquellos que se hallan arrojados en medio de cualquiera

grande crisis en la historia del mundo y que, no entendiendo las señales del tiempo, han caído en errores

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fatales, como lo hicieron, por ejemplo aquellos que en el tiempo de la Reforma no pudieron declararse y seguir la marcha de la Providencia.

Sin embargo, ¿qué era lo que les pasaba en el fondo? Era precisamente que estaban tan cegados por el pecado que no podían ver la luz. Sus opiniones con respecto al Mesías habían sido pervertidas por siglos enteros de apego al mundo y de falta de espiritualidad. En esto eran herederos parecidos a sus

antepasados. Consideraban a Jesús como pecador, porque no se conformaba con las ordenanzas que sus padres profanamente habían añadido a la Palabra de Dios, y porque el concepto que ellos tenían de lo que es un hombre bueno, al cual concepto no correspondía Jesús, era completamente falso.

Jesús les daba evidencia suficiente, pero no podía darles ojos para verla. Hay algo en el fondo de los corazones buenos y sinceros que, por más larga y profundamente que haya sido sepultado bajo la

preocupación y el pecado, salta con alegría y con el deseo de abrazar lo que sea verdadero, lo que sea venerable, lo que sea puro y grande, cuando se acerca. Pero nada de esto había en ellos; sus corazones estaban cauterizados, endurecidos y muertos. Para juzgarle, usaban sus reglas anticuadas y normas

arbitrarias, y nunca bastó la grandeza de él para desviarles de su fatal actitud de oposición. El les ponía delante la verdad, pero no tenían el oído afecto a la verdad para reconocer su sonido encantador. Les traía la más deslumbrante pureza, tal que hubiera hecho a los arcángeles velar sus semblantes para

mirarla, pero ellos no fueron intimidados. Les acercó el rostro mismo de misericordia y amor celestial, pero sus ofuscados ojos no respondieron.

Podemos en verdad tener lástima de la conducta de tales personas como una espantosa calamidad, pero es mejor temerla y temblar ante ella como una espantosa culpabilidad. Mientras más completamente pecaminosos llegan a ser los hombres, más inevitable es que pequen; en cuanto más

grande se hace el cúmulo de pecado de una nación, más inevitable es que se cometa algún horrendo crimen nacional. Pero cuando lo inevitable sucede, es objeto no sólo de lástima, sino también de santa y

celosa ira. Una cosa en Jesús que desde el principio excitó la oposición de ellos fue lo humilde de su origen. Sus

ojos estaban deslumbrados por las preocupaciones propias de los ricos y sabios, y no podían ver la

grandeza del alma cuando se les presentaba aparte de los accidentes de posición y cultura. El era hijo del pueblo. Había sido carpintero, y según creían ellos, había nacido en la ruda y malvada Galilea. No había cursado las escuelas de Jerusalén, ni bebido de las fuentes acreditadas de sabiduría que existían allí.

Creían que un profeta, y sobre todo el Mesías, debía nacer en Judea, educarse en Jerusalén como el centro de la cultura y de la religión, y aliarse con todo lo que fuera distinguido e influyente en la nación.

Por el mismo motivo se ofendían a causa de los discípulos que él escogió y en cuya compañía andaba. Sus instrumentos escogidos no eran de entre ellos mismos, los sabios y de alta cuna, sino legos sin educación, pobres pescadores. Aún más, uno de ellos era publicano.

Nada de lo que Jesús hizo, tal vez, ofendió más que la elección de Mateo, recaudador de tributos, para apóstol. Como agentes de una potencia extranjera, los recaudadores de impuestos eran odiados por todo

patriota y por toda persona respetable, tanto por su ocupación como por sus extorsiones y su carácter. ¿Cómo podía Jesús esperar que hombres respetables y educados entraran en un círculo como el que había formado alrededor de sí?

Además, se mezclaba libremente con la clase ínfima de la población; con publícanos, rameras y pecadores. Nosotros que vivimos en los tiempos cristianos hemos aprendido a amarle más por esto que por otra cosa alguna. Nos es fácil ver que si en verdad él era el que salvaba del pecado, no podía hallarse

en una compañía que le conviniera mejor que la de los que más necesitaban la salvación. Ahora sabemos que podía creer que muchas de aquellas almas perdidas eran más bien víctimas de las circunstancias,

que pecadores voluntarios, y que pasando el imán por encima de la basura atraería muchos fragmentos de metal precioso. Los más puros de espíritu y los de más elevada cuna han aprendido, desde entonces, a seguir sus pisadas, bajando a los confines de la inmundicia y del vicio para buscar y hallar a los

perdidos. Pero ningún sentimiento de esta naturaleza se reconocía en el mundo antes de su venida. La masa de

pecadores que estaban fuera de los límites de la respetabilidad eran despreciados y aborrecidos como enemigos de la sociedad, y no se hacía ningún esfuerzo para salvarlos. Al contrario, todos los que aspiraban a una distinción religiosa evitaban como una contaminación aun el contacto con ellos. Simón el

fariseo, cuando hospedó a Jesús, no dudaba de que si fuera profeta y supiera quién era la mujer que le tocaba, la hubiera despedido.

Tales eran los sentimientos del tiempo. Sin embargo cuando Jesús trajo al mundo el nuevo

sentimiento y les mostró el rostro divino de misericordia, debían haberío reconocido. Si sus corazones no hubieran sido completamente duros y crueles habrían corrido a dar la bienvenida a esta revelación

humana de lo divino. El espectáculo de pecadores que abandonaban sus malos caminos, de mujeres pecaminosas que lloraban a causa de su mala vida, y de extorsionadores como Zaqueo que se volvían sinceros y generosos, debía haberles deleitado. Pero no produjo este resultado, sino sólo que

aborreciesen a Jesús por su compasión, y le llamasen amigo de publícanos y pecadores. Un tercer y muy grave motivo de oposición era que él mismo no practicaba ni instaba a sus discípulos

a practicar muchas de las observancias rituales, tales como ayunos, escrupulosidad en el lavamiento de manos antes de la comida, etc., que se consideraban entonces como los distintivos de un hombre santo.

Se ha explicado ya cómo tuvieron principio estas costumbres. Habían sido inventadas en una edad

fervorosa pero mecánica, con el fin de hacer resaltar las peculiaridades del carácter judaico y mantener la separación entre los judíos y las demás naciones. La intención en su origen fue buena, pero el resultado fue deplorable. Pronto se olvidó que no eran más que invenciones humanas; se consideraban como

obligatorias por autoridad divina, y fueron multiplicadas hasta regir toda hora del día y toda acción de la vida. Para la mayoría de los hombres, llegaron a sustituir a la verdadera piedad y moralidad. Para las

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conciencias sensibles formaban una carga intolerable, porque apenas se podía dar un paso o mover un dedo, sin peligro de infringir alguna de ellas. Pero nadie dudaba de su autoridad, y la observancia

escrupulosa de ellas era reputada como la insignia de una vida santa. Jesús las consideraba como el mal más grande de la época. Por esto las desatendía y animaba a otros

a hacer lo mismo, conduciéndolos al mismo tiempo a los grandes principios de juicio, misericordia y fe, y

haciéndolos sentir la majestad de la conciencia y la profundidad y espiritualidad de la ley. Pero de allí resultó que Jesús fue considerado como impío y engañador del pueblo.

Especialmente en lo referente al sábado se notaba la diferencia entre él y los maestros religiosos.

Sobre este punto las restricciones y reglas arbitrarias inventadas por ellos habían llegado a la más portentosa exageración, hasta el grado de cambiar el día de descanso, de gozo y bendición, en una carga

insoportable. El acostumbraba hacer sus curaciones en el sábado. Ellos creían que semejantes trabajos eran una violación del mandamiento. El expuso el error de su objeción repetidas veces, explicándoles el carácter de la institución misma como hecha "para el hombre", haciendo referencia a los antiguos santos,

y aun a la analogía de las costumbres de ellos mismos en el día santo. Pero no se convencieron, y como él seguía con su práctica a pesar de las objeciones de ellos, quedó esto como motivo constante y amargo para que lo odiaran.

Se comprenderá fácilmente que habiendo llegado a estas conclusiones por consideraciones tan mezquinas, no estaban de ningún modo dispuestos a escucharle cuando se anunciaba a sí mismo como el

Mesías, profesaba perdonar el pecado, e insinuaba su relación superior con Dios. Habiéndose convencido de que él era impostor y engañador, consideraban semejantes aseveraciones como blasfemias odiosas, y no podían menos que desear tapar la boca al que las profería.

Puede parecer extraño que no fueran convencidos por los milagros que hacía. Si realmente hacía los numerosos y estupendos milagros que se refieren de él, ¿cómo podían resistir a una prueba tan evidente

de su misión divina? La discusión entre las autoridades y el rudo razonadora quien Jesús curó de la ceguera, en el capítulo nueve de San Juan, demuestra cuan estrechados se veían a veces por razonamientos semejantes. Pero se habían satisfecho a sí mismos con una réplica audaz. Debe

recordarse que entre los judíos, los milagros nunca se habían considerado como prueba concluyente de una misión divina; podían ser hechos por profetas falsos lo mismo que por los verdaderos. Podían ser atribuidos a la acción divina o a la diabólica. Si era una cosa o la otra, debía determinarse por otras

consideraciones. Por estas otras consideraciones ellos habían llegado a la conclusión de que él no era enviado por Dios; por consiguiente, atribuían sus milagros a una alianza con los poderes de las tinieblas.

Jesús combatió esta interpretación blasfema con toda la fuerza de una indignación santa y con argumentos concluyentes; pero es fácil ver que ésta era una posición en que espíritus como los de sus opositores podían atrincherarse con un sentimiento de mucha confianza.

Muy temprano ellos habían formado un juicio adverso a él, y nunca lo cambiaron. Aun durante su primer ano en Judea, ya estaba casi formada la decisión en su contra. Cuando se extendió la noticia de

su éxito en Galilea, los llenó de consternación, y enviaron comisiones desde Jerusalén, para actuar de acuerdo con los adherentes locales de ellos para hacerle oposición.

Aun durante su año de regocijo Jesús tuvo repetidos encuentros con ellos. Al principio los trataba con

consideración y apelaba a su inteligencia y a su corazón. Pero pronto vio que esto era inútil, y aceptó su oposición como inevitable. Exponía a sus oyentes lo vacío de las pretensiones de aquéllos, y amonestaba a sus discípulos en contra de ellos. Entre tanto, ellos hacían todo lo que podían pan envenenar la mente

del público en contra de él. Su éxito fue tristemente completo. Cuando a fines del año la ola de popularidad de Jesús comenzó a retroceder, se aprovecharon de esa ventaja, atacándole más y más

atrevidamente. En su propósito maligno incluso llegaron a azuzar los espíritus fríos de los saduceos y herodianos,

persuadiéndoles, sin duda, de que él estaba fomentando una revuelta popular que pondría en peligro el

trono de su amo Herodes, que reinaba sobre Galilea. Aquel príncipe despreciable y sin carácter se hizo también perseguidor de Jesús. Tenía otros motivos

de temerlo además de los que indicaron sus cortesanos. Hacía tiempo él había asesinado a Juan Bautista. Era uno de los crímenes más viles y detestables que se hallan en la historia, ejemplo aterrador del modo en que el pecado conduce al pecado, y de la perseverancia maligna con que una mujer mala consigue su

objeto. Poco después de cometido este crimen, sus cortesanos vinieron para hablar de los supuestos designios políticos de Jesús. Pero cuando tuvo noticia del nuevo profeta, un pensamiento aterrador atravesó su conciencia culpable. "Es Juan Bautista", exclamó él, "a quien degollé. Se ha levantado de

entre los muertos". Sin embargo deseaba verlo, sobrepujando su curiosidad a su terror. Era el deseo del león de ver al cordero. Jesús nunca respondió a la invitación. Pero precisamente por

esto Herodes puede haber estado más inclinado a escuchar las sugestiones de sus cortesanos de que lo arrestara como persona peligrosa. No pasó mucho tiempo sin que procurase matarlo. Jesús se mantenía fuera de su alcance, y sin duda esto, a la vez que otros motivos más importantes, ayudó a cambiar el

carácter de la vida de Jesús en Galilea durante los últimos seis meses de su permanencia allí. Enajenación del pueblo común

Opiniones populares acerca de él. Había parecido por algún tiempo que su dominio sobre el espíritu y el corazón del pueblo común llegaría a ser tan poderoso que traería irresistiblemente un reconocimiento nacional. Muchos son los movimientos vistos al principio con desagrado por autoridades y dignatarios

que, encomendándose a las clases inferiores y consiguiendo su entusiasta reconocimiento, han podido llegar a posesionarse de las clases más elevadas y conquistar los centros de influencia. Hay en el consentimiento nacional un punto en donde cualquier movimiento que a él llega se vuelve avalancha

contra la cual la preocupación y el desagrado oficial, por grandes que sean, no pueden sostenerse.

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Jesús se entregó al pueblo común de Galilea y ellos le dieron en cambio su amor y admiración. En lugar de odiarlo como lo hacían los fariseos y los escribas, y llamarlo comilón y bebedor de vino, lo

consideraban como profeta. Lo comparaban con las más grandes figuras del pasado, y muchos, según se impresionaban más por lo sublime o lo conmovedor de sus enseñanzas, decían que era Isaías o Jeremías, resucitado de entre los muertos.

Era una idea común de la época que la venida del Mesías debía ser precedida por la resurrección de algún profeta. Aquel en quien más se pensaba era Elías. Por consiguiente, algunas personas creían que Jesús era Elías. Pero lo consideraban sólo como el precursor del Mesías, y no como el Mesías mismo. El

no correspondía en nada a su concepto groseramente materialista del Libertador venidero. De vez en cuando en verdad, después de que él había hecho algún milagro extraordinariamente notable se

levantaba una o algunas pocas voces, diciendo: "¿No es éste el que había de venir?" Pero maravillosos como eran sus hechos y sus palabras, sin embargo, todo el aspecto de su vida era tan diferente de las preocupaciones de ellos, que la verdad no alcanzó a imponerse en sus espíritus fuerte y universalmente.

Efecto de alimentar a los cinco mil. Por fin pareció haber llegado la hora decisiva. Esto fue precisamente en aquel punto crítico a que nos hemos referido a menudo: el fin de los doce meses en Galilea. Jesús había sabido de la muerte del Bautista, e inmediatamente se apresuró a ir con sus

discípulos a un lugar desierto para meditar y hablar sobre el funesto suceso. Navegó al lado oriental del lago, y desembarcando con sus discípulos en la verde llanura de Betsaida, subió con ellos a una montaña.

Pronto se juntó al pie de la montaña una gran multitud para oírle y verle. Supieron en donde estaba, y vinieron a él de todas partes. Siempre pronto a sacrificarse por otros, descendió para hablarles y curarles. Se iba acercando la noche al mismo tiempo que se prolongaba su discurso, cuando movido de

un impulso de compasión por la multitud necesitada, efectuó el estupendo milagro de alimentar a los cinco mil.

El efecto fue tremendo. Ellos se convencieron instantáneamente de que éste no era otro sino el Mesías, y como no tenían sino un solo concepto de lo que esto quería decir, procuraron tomarlo por la fuerza y hacerlo rey. Querían obligarlo a hacerse el jefe de una revuelta mesiánica, por la cual podrían

arrebatar el trono al César y a los principillos que éste había establecido sobre las diferentes provincias. Negativa de Jesús a ser su rey. Parecía ser la hora suprema del buen éxito. Pero para Jesús mismo

era una hora de triste y amarga vergüenza. ¡Este era el único resultado de su año de trabajo! ¡Este era el

concepto que todavía tenían de él! ¡Y querían ellos determinar el curso de sus acciones, en vez de preguntarle humildemente qué quería que ellos hicieran!

Aceptó esto como una indicación decisiva del efecto de su obra en Galilea. Vio cuan poco profundos eran sus resultados. Galilea se había sentenciado a sí misma como indigna de ser el centro desde donde su reino pudiera extenderse sobre el resto del país. Huyó de tales deseos carnales, y al día siguiente,

encontrándolos otra vez en Caparnaum, les dijo cuánto se habían equivocado respecto de él. Ellos buscaban un rey de pan, que les diera ociosidad y abundancia, montañas de pan, ríos de leche, toda

clase de comodidad sin trabajar. Lo que él tenía para dar era el pan de vida eterna. Su discurso fue como una corriente de agua fría sobre el entusiasmo fogoso de aquellas turbas. Desde

esa hora la causa de Jesús estaba perdida en Galilea. "Muchos de sus discípulos se volvieron atrás, y no

andaban más con él". Esto era lo que él buscaba. El mismo dio el golpe mortal a su popularidad. Resolvió dedicarse desde entonces a los pocos que realmente entendían su carácter y que eran capaces de ser adherentes de una empresa espiritual.

El aspecto cambiado de su ministerio Prueba de los discípulos. Sin embargo, a pesar de que el pueblo de Galilea, en su generalidad, se

había mostrado indigno de él, un número considerable permanecía fiel. El núcleo de este grupo lo formaban los apóstoles; pero había también otros, probablemente hasta el número de algunos centenares.

Estos llegaron ahora a ser objeto de su cuidado especial. Los había salvado como "tizones arrebatados de en medio del fuego", cuando toda la Galilea lo había abandonado. Para ellos debe de haber sido un

tiempo de grande prueba. Sus opiniones eran, en gran parte, las del pueblo. Ellos también esperaban un Mesías de esplendor mundano. Es cierto que habían aprendido a incluir en su concepto elementos más profundos y espirituales, pero este concepto contenía además los elementos tradicionales y materialistas.

Debe de haber sido un misterio penoso para ellos que Jesús tardara tanto en ceñirse la corona. Tan penoso había sido esto para el Bautista en su solitaria prisión, que comenzó a dudar si no habrían sido ilusiones la visión que había tenido en la ribera del Jordán y las grandes convicciones de su vida, y envió

a preguntar a Jesús si él realmente era el Cristo. La muerte del Bautista debe de haberles sido un golpe tremendo. Si Jesús era el Poderoso que ellos pensaban, ¿cómo podía permitir que su amigo llegase a tal

fin? Pero a pesar de esto, no lo abandonaron. Mostraron qué éralo que los retenía cerca de él por la

respuesta que uno de ellos dio cuando, después de la dispersión que siguió al discurso de Caparnaum, les

hizo la triste pregunta: "¿Queréis acaso iros también vosotros?" Le respondió Simón Pedro: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna". Sus opiniones no eran claras; estaban en medio de

perplejidades; pero sabían que de él estaban recibiendo la vida eterna. Esto los ligaba estrechamente con él, y les dio fuerza para esperar hasta que les aclarara aquellos misterios.

Durante los últimos seis meses que pasó en Galilea, abandonó en gran parte su antiguo trabajo de

predicar y hacer milagros, y se consagró a la instrucción de estos adherentes. Hizo con ellos largos viajes a las partes más distantes de la provincia, evitando la publicidad en cuanto fuera posible. Así lo hallamos en Tiro y Sidón, lejos al noroeste; en Cesárea de Filipo, en el lejano nordeste; y en Decápolis al sur y

oriente del lago. Estos viajes, o más bien huidas, se debían en parte a la amarga oposición de los fariseos y en parte al temor de Herodes, pero principalmente al deseo de estar a solas con sus discípulos. El

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resultado precioso de estos viajes se ve en un incidente que se verificó en Cesárea de Filipo. Jesús comenzó a preguntar a sus discípulos cuáles eran las opiniones populares acerca de él, y le dijeron las

varias conjeturas que circulaban: que era un profeta, que era Elías, que era Juan Bautista, etc. "Pero vosotros, ¿quién decís que soy", preguntó él; y Pedro contestó por todos; "¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo!". Esta era la convicción deliberada y definitiva en la cual ellos estaban resueltos a permanecer,

sucediera lo que sucediera. Jesús recibió esta confesión con grande regocijo, e inmediatamente reconoció en los que la hicieron el núcleo de la futura iglesia que iba a ser edificada sobre la verdad a que ellos habían dado expresión.

Pero el haber alcanzado ellos esto no hizo sino prepararles para una nueva prueba de su fe. Desde entonces, se nos dice, comenzó él a informarles sobre sus sufrimientos y muerte que se aproximaban.

Estos acontecimientos se destacaban con claridad en su propia mente como el único fin que podía esperarse de su carrera. Esto lo había indicado a ellos antes; pero con esa fina y cariñosa consideración con la que siempre acomodaba su enseñanza a la capacidad de ellos, no se refería a estas cosas con

frecuencia. Pero ahora que eran capaces hasta cierto punto de soportarlo, y como era inevitable y estaba ya cerca, lo afirmaba constantemente.

Sin embargo, ellos mismos nos dicen que no lo entendían ni en lo más mínimo. En unión de sus

compatriotas esperaban a un Mesías que se sentara en el trono de David, y cuyo reino no tendría fin. Creían que Jesús era este Mesías; y les era completamente incomprensible cómo, en lugar de reinar,

había de ser muerto al llegar a Jerusalén. Le escuchaban, discutían sus palabras entre sí, pero consideraban la significación literal de lo que decía como una absoluta imposibilidad. Pensaban que él no hacía más que emplear una de las expresiones parabólicas a que era tan afecto, y que el verdadero

significado era que la humilde forma actual de su obra había de morir y desaparecer, y que su causa se levantaría, por decirlo así, del sepulcro en una forma gloriosa y triunfante. El procuraba desengañarlos,

entrando más y más minuciosamente en los detalles de sus sufrimientos venideros. Pero sus mentes no podían recibir la verdad.

Las frecuentes disputas entre ellos en este período, sobre quién sería el mayor de ellos en el reino

venidero, y la petición de Salomé, que deseaba que sus hijos se sentaran el uno a la derecha de Jesús y el otro a su izquierda en su reino, demuestran cuan lejos del sentido verdadero estaban aun los mejores de ellos. Cuando dejaron a Galilea y subieron a Jerusalén, fue con la convicción de que "el reino de Dios

iba a ser manifestado inmediatamente", es decir, que Jesús, al llegar ala capital, dejaría la apariencia de humillación que había llevado hasta entonces, y venciendo todo obstáculo por alguna manifestación de su

gloría hasta entonces oculta, se sentaría sobre el trono de sus padres. ¿Cuáles eran los pensamientos y sentimientos de Jesús mismo durante este año? Para él fue un año

de dolorosa prueba. Ahora por primera vez las profundas líneas de ansiedad y dolor se trazaban en su

semblante. Durante el año de trabajos prósperos en Galilea, él estaba sostenido por el gozo de su constante buen éxito. Pero ahora llegaba a ser, en el sentido más exacto el "varón de dolores". Detrás de

él estaba su rechazamiento por Galilea. La tristeza que sentía al ver que el terreno en el cual había empleado tanto trabajo resultaba ser estéril, puede medirse sólo por la grandeza de su amor a las almas que deseaba salvar, y la profundidad de su consagración a su obra. Delante de él estaba su

rechazamiento en Jerusalén. De este rechazamiento en Jerusalén estaba ahora seguro; se le presentaba y se destacaba constantemente y de una manera inequívoca a sus ojos, cada vez que los dirigía hacia el futuro. Absorbía sus pensamientos. Era una perspectiva terrible; y ya que se acercaba, conmovía a veces

su alma con un conflicto de sentimientos tales que apenas nos atrevemos a imaginárnoslos. Permanecía mucho tiempo en oración. Este había sido siempre su deleite y su recurso. En su período

de mayor ocupación estuvo a menudo tan cansado de los trabajos del día, que al acercarse la noche estaba para dejarse caer rendido de fatiga. A pesar de esto, acostumbraba escaparse de las multitudes y de sus discípulos y subir a la cima de una montaña, donde pasaba la noche en solitaria comunión con su

Padre. Nunca dio un paso importante sin pasar una noche así. Pero ahora él estaba a solas con mucha mayor frecuencia que en ningún otro período, exponiendo su situación a Dios "con vehemente clamor y

lágrimas". Sus oraciones recibieron una respuesta admirable en la Transfiguración. Esta escena gloriosa se

verificó a mediados del año de oposición, un poco antes de que dejara a Galilea y emprendiera su viaje

final. La Transfiguración se verificó en parte para bien de los tres discípulos que lo acompañaron a la cima

de la montaña, para aumentar su fe y hacerlos capaces de confirmar a sus hermanos. Pero tuvo un

propósito especial referente a él mismo. Era una gracia especial de su Padre, un reconocimiento de su fidelidad hasta esta hora y una preparación para lo que aún le esperaba. Su partida, que iba a efectuar

en Jerusalén, fue el tema de que conversaba con sus grandes predecesores Moisés y Elías, quienes podían participar de sus mismos sentimientos y a cuya obra había de dar cima con su muerte.

Inmediatamente después de este suceso, dejó a Galilea y se dirigió hacia el sur. Ocupó seis meses en

el camino a Jerusalén. Era parte de su misión predicar el reino en todo el país, y así lo hizo. Envió setenta de sus discípulos delante de él a fin de preparar las aldeas y poblaciones para recibirlo. Otra vez, en este

nuevo campo, hubo las mismas manifestaciones que se habían visto en Galilea durante los primeros meses de su trabajo allí; las multitudes que le seguían, las maravillosas curaciones, etc.

No tenemos sobre este período informes suficientes para seguirlo paso a paso. Lo encontramos en los

confines de Samaria, en Perea, en las riberas del Jordán, en Betania, en la aldea de Efraín. Pero Jerusalén era su término. Puso su rostro como un pedernal para ir allí. A veces estaba tan absorto en la anticipación de lo que le iba a suceder allí, que sus discípulos, viéndole caminar delante de ellos

rápidamente y en silencio, quedaban llenos de asombro y aterrados. Una que otra vez, es cierto, cedía en algo su exaltación, como cuando bendecía a los niños o cuando visitaba la casa de sus amigos en

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Betania. Pero su modo de ser en este período era más austero, absorto y excitado que nunca. Sus disputas con sus enemigos eran más violentas, y las condiciones que imponía a los que se ofrecían para

ser discípulos eran más rigurosas. Todo indicaba que el fin se acercaba. Estaba poseído de su gran propósito de expiar los pecados del mundo, y su alma se angustiaba hasta que no fuera cumplido.

La catástrofe se acercaba rápidamente. Durante los últimos seis meses de su vida hizo dos visitas

breves a Jerusalén antes de la última de todas. En cada ocasión la oposición de las autoridades tomó una forma más amenazante. Procuraron arrestarlo en la primera ocasión, y tomaron piedras para apedrearlo en la segunda. Ya habían decretado que cualquiera que lo reconociese como el Mesías fuese

excomulgado. Pero la excitación producida en el espíritu popular por la resurrección de Lázaro a las puertas mismas de la ciudadela eclesiástica fue lo que acabó de convencer a las autoridades de que no

podían quedar satisfechas sino con su muerte. Así lo resolvieron en su concilio. Esto se verificó sólo un mes antes de que llegase el fin, y le hizo salir, por lo pronto, de las inmediaciones de Jerusalén. Pero se retiró solamente hasta que sonara la hora que su Padre le había designado.

LA PASCUA Estaba por terminarse el tercer año del ministerio de Jesús, cuando las estaciones trajeron en su giro

la gran fiesta anual de la Pascua. Se dice que en semejante ocasión se juntaban en Jerusalén hasta dos o tres millones de forasteros. No sólo se congregaban de todas partes de Palestina, sino que venían por

mar y por tierra de todos los países en donde la raza de Abraham estaba dispersa, para celebrar el suceso que dio comienzo a su historia nacional.

Eran atraídos por varios motivos. Algunos venían con los pensamientos solemnes y el profundo gozo religioso que correspondían al recuerdo venerable que se celebraba. Algunos deseaban principalmente reunirse con parientes y amigos de quienes habían estado largo tiempo separados por residir en tierras

lejanas. No pocos de los más bajos traían consigo las pasiones favoritas de su raza, y se interesaban principalmente por hacer algún buen negocio en un concurso tan grande.

Pero este año, los espíritus de miles de personas estaban llenos de excitación especial y venían a la

capital esperando ver algo más notable que todo lo que habían visto hasta entonces. Esperaban ver en la fiesta a Jesús, y abrigaban muchos vagos presagios sobre lo que pudiera suceder relativo a él. El nombre

de él era la palabra que más que ninguna otra, pasaba de boca en boca entre los grupos de peregrinos que llenaban los caminos, y entre las reuniones de judíos que conversaban entre sí sobre la cubierta de las naves que venían de Asia Menor y de Egipto.

Sin duda estarían presentes casi todos los discípulos de Jesús, abrigando la ardiente esperanza de que por fin, en esta reunión nacional él dejaría la apariencia de humillación que ocultaba su gloria, y de

alguna manera irresistible demostraría que era el Mesías. Debe de haber acudido multitud de personas de la parte meridional del país, en donde él había pasado los últimos meses, llenos de las mismas opiniones entusiastas acerca de él que habían prevalecido en Galilea a fines de su primer año allá. Sin duda había

también miles de galileos favorablemente dispuestos hacia él y prontos a tomar el más profundo interés en todo nuevo aspecto de sus asuntos. Otros miles, de puntos más lejanos, que habían oído hablar de él pero nunca lo habían visto, subían a la capital con la esperanza de que él estaría allí, y de que tendrían la

ocasión de ver un milagro o de escuchar las palabras del nuevo profeta. Las autoridades de Jerusalén también esperaban su venida, aunque con sentimientos muy diferentes.

Esperaban que algún suceso les daría por fin la oportunidad de quitarlo de en medio; pero no podían menos que temer que él se presentase a la cabeza de un séquito provincial que le diera la supremacía sobre ellos.

El rompimiento final con la nación Su arribo a Betania Seis días antes de que comenzara la Pascua, Jesús llegó a Betania, la aldea de sus amigos Marta,

María y Lázaro, situada a media hora de distancia de la ciudad al otro lado de la cumbre del Monte de los Olivos. Era un lugar muy a propósito para vivir durante la fiesta, y allí se alojó con sus amigos. Las solemnidades comenzaban el jueves, de modo que fue el viernes de la semana anterior cuando él llegó a

Betania. Había sido acompañado, en los últimos 30 kilómetros, por una inmensa multitud de peregrinos, de quienes él era el centro de interés. Lo habían visto curar al ciego Bartimeo en Jericó y el milagro había producido en ellos una excitación extraordinaria. La aldea resonaba con la reciente resurrección de

Lázaro, cuando los peregrinos llegaron a Betania y en seguida llevaron a las multitudes que desde todas partes se habían reunido ya en Jerusalén, la noticia de que Jesús había llegado.

Entrada triunfal en Jerusalén Por consiguiente, cuando después de descansar en Betania durante el sábado, salió el domingo para ir

a la ciudad, halló las calles de la aldea y los caminos cercanos llenos de una vasta multitud. Estaba

formada en parte por los que lo habían acompañado el viernes, en parte, por nuevas aglomeraciones que habían venido tras él desde Jericó y habían oído hablar en el camino de sus milagros, y en parte por aquellos, que, oyendo que él se acercaba, habían salido en gran número para verlo.

Lo recibieron con entusiasmo, y comenzaron a exclamar "¡Hosana al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosana en las alturas!". Era un movimiento mesiánico tal como aquellos

que él antes había evitado. Pero ahora él lo aceptó. Probablemente estaba satisfecho de la sinceridad del homenaje que se le tributaba; y la hora había llegado en que ninguna consideración podía permitirle ocultar más a la nación el carácter con que él se presentaba y lo que exigía de la fe de ellos. Pero al

ceder a los deseos de la multitud de que asumiera el carácter de un rey, mostró de una manera inequívoca en qué sentido aceptaba tal honor. Mandó traer un pollino de asno, y habiendo sus discípulos

puesto sobre el animal sus vestidos, se sentó encima y caminó a la cabeza de la multitud. No venía armado de pies a cabeza, ni montado en caballo de guerra, sino como Rey de sencillez y de paz.

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El cortejo pasó la cuesta del Olivete y bajó por su costado; atravesó el Cedrón, y subiendo el declive que conducía a la puerta de la ciudad, pasó por las calles hasta llegar al templo. La procesión se

aumentaba conforme avanzaba. Gentes en gran número corrían de todas direcciones para unirse a ella. Las aclamaciones resonaban cada vez más fuertes. Los de la comitiva cortaban ramas de palmeras y de olivos y las agitaban triunfalmente. Los ciudadanos de Jerusalén corrían a sus puertas, se asomaban a

sus balcones, y preguntaban: "¿Quién es éste?". Los de la procesión contestaban: "Este es Jesús, el profeta de Nazaret".

Fue en efecto, una demostración enteramente provincial. Los de Jerusalén no tomaron parte en ella,

sino que se abstuvieron con indiferencia. Las autoridades sabían demasiado bien lo que aquello quería decir, y lo vieron con ira y temor. Llegaron a Jesús y le mandaron dar orden a sus seguidores de que se

callasen, insinuando sin duda que si no lo hacía, la guarnición romana que tenía su cuartel cerca, descendería sobre él y sobre ellos, y castigaría la ciudad misma por un acto de traición al César.

No hay punto en la vida de Jesús en el cual nos sintamos más inclinados a preguntar: ¿Qué habría

sucedido, si sus aspiraciones se hubieran realizado; si los ciudadanos de Jerusalén hubieran sido arrastrados por el entusiasmo de los provincianos, y si las preocupaciones de los sacerdotes y escribas hubieran sido vencidas por el torrente de la aprobación pública? Estas cuestiones nos llevan muy pronto a

un punto donde no hallamos fondo, pero ningún lector inteligente de los Evangelios puede menos que hacérselas.

Jesús se había ofrecido formalmente a la capital y a las autoridades de la nación, pero no lo aceptaron. El reconocimiento provincial de sus pretensiones no bastaba para conseguir el consentimiento nacional. Aceptó la decisión como final. La multitud esperaba una señal de él, y en su condición excitada

la hubiera obedecido, cualquiera que hubiera sido. Pero no les dio ninguna y, después de mirar un poco a su alrededor en el templo, los dejó y volvió a Betania.

Frustrada así las esperanzas de la multitud, las autoridades tuvieron una oportunidad de la cual no tardaron en aprovecharse. Los fariseos no necesitaban estímulo, y aun los saduceos, aquellos fríos y orgullosos amigos del buen orden, viendo en el estado del espíritu popular un peligro para la paz pública,

se aliaron con sus acerbos enemigos en la decisión de quitarlo de en medio. El gran día de controversia El lunes y el martes volvió a aparecer en la ciudad y se ocupó de su antiguo trabajo de sanar y

enseñar. Pero en el segundo de estos días intervinieron las autoridades. Fariseos, saduceos y herodianos. pontífices, sacerdotes y escribas, hicieron en esta sola ocasión causa común. Vinieron a él mientras

enseñaba en el templo y le preguntaron con qué autoridad hacía estas cosas. Con toda la pompa de traje oficial, de orgullo social y de celebridad popular, se pusieron en contra del

sencillo galileo, mientras las multitudes presenciaban la escena. Entraron en una astuta y prolongada

controversia con él, sobre puntos escogidos de antemano, poniéndole al frente sus más hábiles controversias para sorprenderle en sus propias palabras.

Procuraban o desacreditarlo ante la concurrencia, o sacar de sus labios, en el calor de la discusión, algo que sirviera de base para acusarlo ante la autoridad civil. Así, por ejemplo, le preguntaron si era lícito dar tributo a César. Si contestaba que sí, ellos sabían que su popularidad se acabaría al instante,

porque esta sería una contradicción completa a las ideas mesiánicas del pueblo. Si por el contrarío contestaba que no, lo acusarían ante el gobernador romano.

Pero Jesús era en extremo superior a ellos. Hora por hora rechazaba el ataque con firmeza. Su

rectitud ponía en vergüenza la duplicidad de ellos, y su destreza en el argumento volvió contra el pecho de ellos todos los dardos que le dirigían. Por fin él llevó la lucha a los terrenos de ellos mismos, y les

convenció de tanta ignorancia o tanta falta de sinceridad que les puso en completa vergüenza delante de los espectadores. Entonces, cuando los hubo hecho callar, soltó sobre ellos la tempestad de su indignación en la filípica que nos ha sido conservada en el capítulo veintitrés de San Mateo. Expresando

sin restricción alguna el juicio adverso que había estado formando durante toda su vida sin haberlo manifestado, expuso las hipócritas prácticas de ellos en frases que caían como rayos e hicieron de ellos

un objeto de escarnio y de risa, no sólo para los oyentes en aquella ocasión, sino desde entonces para el mundo entero.

Este fue el rompimiento final entre él y ellos. Habían sido completamente humillados delante de todo

el pueblo, sobre el cual estaban puestos en autoridad y honor. Esto les parecía intolerable, y se resolvieron a no perder ni una hora en buscar la venganza. Esa misma noche el Concilio Sanedrín celebró una sesión, en el calor de su ira, con el fin de formar algún plan para deshacerse de él. Quizás Nicodemo

y José de Arimatea hayan protestado contra los procedimientos; pero los hicieron callar con indignación, y por unanimidad acordaron matarlo inmediatamente.

Pero las circunstancias contuvieron su cruel premura. Convenía guardar cuando menos las apariencias de la justicia, y además, era evidente que Jesús gozaba de una popularidad inmensa entre los forasteros que llenaban la ciudad. ¿Qué no podía hacer esa multitud ociosa si se le arrestaba en presencia suya? Era

necesario esperar hasta que la masa de los peregrinos saliera de la ciudad. Acababan de llegar con grande repugnancia a esta conclusión, cuando recibieron una sorpresa inesperada y muy grata; uno de

los propios discípulos de él se presentó y ofreció entregarlo por precio. Judas Iscariote Judas Iscariote es la palabra de escarnio usada por toda la raza humana. En su "Visión del infierno",

Dante lo coloca en el más profundo de todos los círculos de los condenados, como el único que participa con Satanás mismo del castigo más extremado; y al fallo del poeta corresponde el de toda la humanidad.

Sin embargo, Judas no era un monstruo de iniquidad tal que esté más allá de nuestra comprensión o

aun de nuestra simpatía. La historia de su vil y espantosa caída es perfectamente inteligible. El se había unido con los discípulos de Jesús, como lo hicieron los otros apóstoles, con la esperanza de tomar parte

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en una revolución política y de ocupar algún alto puesto en un reino terrenal. Parece inconcebible* que Jesús lo hubiera hecho apóstol si no hubiera habido en él, en algún tiempo, un entusiasmo noble y una

consagración a él. Que era persona de energía superior y de capacidad administrativa, puede inferirse del hecho de que

era tesorero de la compañía apostólica. Pero había en la raíz de su carácter un germen de corrupción que

gradualmente absorbió todo lo que había de bueno en él, y se convirtió en una pasión tiránica. Era el amor al dinero. Lo alimentaba con los hurtos de las pequeñas sumas de dinero que Jesús recibía de sus amigos para las necesidades de su acompañamiento y para el auxilio de los pobres entre los cuales él

estaba continuamente. Judas esperaba dar satisfacción ilimitada a esta pasión cuando llegara a ser canciller de la tesorería en el nuevo reino.

Las miras de los otros apóstoles eran quizás tan mundanas, al principio, como las de él. Pero el efecto de sus relaciones con el Maestro fue muy diferente. Ellos se hacían cada vez más espirituales; él se hacía siempre más mundano. En verdad, mientras Jesús vivía, ellos nunca alcanzaron a tener la idea de un

reino espiritual aparte de uno terrenal, pero los elementos espirituales que su Maestro les había enseñado a agregar a su concepto material se hacían cada vez más prominentes. En gran manera fue quitado todo lo esencial de su concepto mundano, y quedó solamente la corteza, que a su debido tiempo

sería destruida y desaparecería. Pero las ideas terrenales de Judas lo ocupaban más y más, y lo despojaban cada vez más de todo lo

que hubiera en él de espiritual. Se impacientaba por la realización de estas ideas. Predicar y curar a los enfermos le parecía pérdida de tiempo; la pureza y la espiritualidad de Jesús lo irritaban. ¿Por qué no establecía el reino de una vez? ¡Después podría predicar tanto como quisiera! Por fin comenzaba a

sospechar que no habría reino alguno tal como lo había esperado. Se consideraba como engañado, y comenzó no sólo a despreciar a su Maestro, sino a aborrecerlo.

El hecho de que Jesús no se hubiese aprovechado de la buena disposición del pueblo en el Domingo de Ramos, acabó de convencerlo de que era inútil continuar más en la causa. Vio que el barco se hundía, y se resolvió a abandonarlo. Llevó a cabo su resolución de una manera tal que correspondía a su pasión

dominante y ganaba para sí el favor de las autoridades. El ofrecimiento de Judas llegó a éstas en el momento más a propósito. Lo aceptaron ansiosamente, y habiendo convenido en el precio con este hombre miserable, lo enviaron a que buscara la oportunidad conveniente para entregarlo. La halló más

pronto de lo que ellos esperaban; a la segunda noche después de haberse concluido el vil contrato. Jesús en presencia de la muerte Multitud de sus pensamientos

El cristianismo no tiene otra posesión más preciosa que el recuerdo de Jesús durante la semana en la cual estuvo cara a cara con la muerte. Inefablemente grande como era siempre, puede decirse reverentemente que nunca fue tan grande como durante estos días de la más horrenda calamidad. Todo

lo que tenía de más sublime y de más tierno, los aspectos humano y divino de su carácter fue manifestado como nunca lo había sido antes.

Jesús vino a Jerusalén con el conocimiento pleno de que su muerte se acercaba. Durante todo un año el hecho había estado constantemente a su vista, y llegó por fin lo que por mucho tiempo se había esperado. Sabía que era la voluntad de su Padre, y cuando llegó la hora dirigió sus pasos con valor

sublime al lugar fatal. Pero no fue sin un conflicto terrible de sentimientos; flujo y reflujo de las más diversas emociones. Angustia y éxtasis, el abatimiento más prolongado y abrumador, el gozo más triunfante y la paz más majestuosa iban y venían dentro de él como los movimientos de un vasto océano.

La muerte en perspectiva Algunas personas han dudado en atribuir a Jesús algo del horror a la muerte tan natural en los

hombres, pero seguramente carecen de razones suficientes. Es un instinto perfectamente inocente; quizás el mismo hecho de que el organismo físico de Jesús era puro y perfecto, puede haber sido causa de que este instinto fuera más fuerte en él que en nosotros. Téngase presente cuan joven era. Tenía

apenas treinta y tres años, y las corrientes de la vida eran fuertes en él. Estaba lleno de actividad. Que estas corrientes poderosas fuesen detenidas y que la luz y el calor de su vida fuesen apagados en las

aguas heladas de la muerte, debe de haberle sido completamente repugnante. La visita de los griegos Un incidente acaecido el lunes le causó un grande acceso de este dolor instintivo. Algunos griegos que

habían venido a la fiesta expresaron por conducto de dos de los apóstoles su deseo de tener una entrevista con él. Había en este período muchos paganos en diferentes partes del mundo donde se hablaba el griego, que habían hallado en la religión de los judíos radicados entre ellos un asilo contra el

ateísmo y la repugnante inmoralidad de la época, y se habían hecho prosélitos del culto a Jehová. A esta clase pertenecían estos que le buscaban. Pero su petición conmovió a Jesús con pensamientos que ellos

ni se imaginaban. Solamente dos o tres veces en el curso de su ministerio, según parece, tuvo contacto con los

representantes del mundo de más allá de los límites de su propio pueblo, siendo su misión

exclusivamente para las ovejas perdidas de la casa de Israel. Pero en cada una de estas ocasiones encontró una fe, una cortesía, y una nobleza que contrastaba con la incredulidad, la grosería y la

pequeñez de los judíos. ¿Cómo podía él menos que ansiar sobrepasar los límites estrechos de Palestina y visitar naciones de genio tan sencillo y generoso? Debe de haber tenido a menudo visiones de una carrera como la que Pablo efectuó después, cuando llevó las gozosas nuevas de tierra en tierra y

evangelizó a Atenas, Roma y los demás grandes centros del Occidente. ¡Qué gozo habría proporcionado a Jesús semejante carrera, que sentía dentro de sí la energía y la abundante benevolencia tan a propósito para ese objeto! Pero la muerte estaba cerca para extinguirlo todo.

La visita de los griegos hizo que lo inundara una grande ola de pensamientos. En vez de responder a su petición, permaneció absorto, su semblante se oscureció, y su cuerpo se estremecía con la angustia

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del conflicto interior. Pero pronto se recobró y dio expresión a los pensamientos con los cuales fortificaba su alma en aquellos días: "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, él solo queda; mas si muriere,

mucho fruto lleva". "Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos traeré a mí mismo". Podía ver más allá de la muerte, por terrible y extraña que fuese la perspectiva, y podía asegurarse de que el efecto del sacrificio de sí mismo sería infinitamente más grande y más extenso que jamás podría serlo el de una

misión personal al mundo pagano. Además, la muerte era lo que su Padre le había designado. Esta era la última y más profunda consolación con la que calmaba su alma humilde y fiel en esta ocasión como en otras semejantes: "Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¡Padre, sálvame de esta hora! Mas por esto

he venido en esta hora. ¡Padre, glorifica tu nombre!" Compasión por su patria

La muerte se le acercaba con todo su acompañamiento terrible. Debía ser víctima de la traición de uno de sus propios discípulos a quienes había escogido y amado. Su vida iba a ser arrebatada por manos de los de su propia nación, en la ciudad tan querida de él. Había venido para exaltar su nación hasta el cielo,

y la había amado con una consagración nutrida de la más inteligente y tierna familiaridad con su historia pasada y con los grandes hombres que la habían amado antes de él, y también del conocimiento de todo lo que podía hacer por ella. Pero su muerte haría descender el azote de mil maldiciones sobre Palestina y

Jerusalén. Cuan claramente preveía el porvenir, lo muestra el memorable discurso profetice de Mateo 24, que

pronunció a sus discípulos en la tarde del martes, sentado en la pendiente del Monte de los Olivos, con la desgraciada ciudad a sus pies. Cuan amarga era la angustia que le causaba quedó demostrado el domingo, cuando aun en la hora de su triunfo, mientras la multitud gozosa lo conducía por el camino de

la montaña, se detuvo en el punto en que la ciudad se presenta a la vista, y con lágrimas y lamentaciones predijo su ruina. Este debía haber sido el día de bodas de la hermosa ciudad, cuando se

desposara con el Hijo de Dios; pero la palidez de la muerte estaba ya sobre su faz. El, que la hubiera estrechado contra su corazón, como la gallina recoge sus polluelos debajo de sus alas, veía las águilas ya en el cielo, volando velozmente para despedazarla.

Soledad En las tardes de esta semana iba a Betania; pero es lo más probable que haya pasado la mayor parte

de las noches a solas, al aire libre. Vagaba por la soledad de la cumbre y entre los olivares y jardines que

cubrían las laderas de la colina, quizá pasando muchas veces por el mismo camino por donde la procesión había avanzado. Mientras miraba al través del valle, desde el punto en que se había detenido

antes, a la ciudad que dormía a la luz de la luna, interrumpía el silencio de la noche con gritos más amargos que las lamentaciones que había intimidado a la multitud; repitiendo muchas veces a su solitario corazón las grandes verdades que había pronunciado en presencia de los griegos.

Su aislamiento era terrible. Todo el mundo estaba en su contra: Jerusalén que ansiaba su muerte con odio apasionado, y los miles de provincianos que se habían apartado de él por el desengaño que habían

sufrido. Ni uno solo de sus apóstoles, ni aun Juan, comprendía en el menor grado la situación, ni era capaz de ser el depositario de los pensamientos de Jesús. Esta era una de las gotas más amargas de su cáliz. Comprendía, como ninguna otra persona lo ha comprendido, la necesidad de vivir en el mundo

después de su muerte. La causa que él había inaugurado no debía morir. Era para todo el mundo, y había de durar por todas las generaciones y alcanzar todas las partes del globo. Pero después de su partida, quedaría en manos de los apóstoles, quienes se mostraban ahora tan débiles, tan indiferentes e

ignorantes. ¿Eran capaces de desempeñar la obra? ¿No había resultado uno de ellos ser traidor? ¿No naufragaría la causa, ya ido él? —tal vez así le decía el tentador— y todos sus extensos planes para la

regeneración del mundo ¿no desaparecerían como las visiones imaginarias de un sueño? Consuelo en la oración Sin embargo, no estaba solo. Entre las densas sombras de los huertos y en la cima del Olivete,

buscaba el recurso inagotable de otros y más felices tiempos, y lo halló en su necesidad extrema. Su Padre estaba con él, y ofreciendo súplicas con vehemente clamor y lágrimas, fue oído y librado de su

temor. Tranquilizaba su espíritu la convicción de que el perfecto amor y sabiduría de su Padre determinaban todo lo que le sucedía, y de que estaba glorificando a su Padre y cumpliendo con la obra que le había encomendado. Esto bastaba para desvanecer todo temor, y llenarlo de un gozo inefable y

glorioso. En el cenáculo Por fin se aproximaba la conclusión. Llegó la noche del jueves, cuando en toda casa de Jerusalén se

comía la Pascua. Jesús también, con los doce, se sentó para comerla. El sabía que ésta era su última noche sobre la tierra y que ésta era su reunión de despedida de los suyos. Afortunadamente se nos ha

conservado una historia bastante completa de esta ocasión, la cual es bien conocida de todo cristiano. Fue la noche cumbre de su vida. Su alma rebosaba ternura y grandeza indescriptibles. Algunas sombras, es verdad, cruzaron su espíritu en las primeras horas de la noche. Pero pronto pasaron; y durante las

escenas de lavar los pies de los apóstoles, comer la Pascua, instituir la cena del Señor, el discurso de despedida, y la oración pontifical, toda la gloria de su carácter se daba a conocer. Se dejó llevar

completamente de los alegres impulsos de la amistad, manifestando sin límite su amor a los suyos. Como si se hubiera olvidado de las imperfecciones de los discípulos, se regocijaba previendo las futuras victorias de ellos y el triunfo de su propia causa. Ninguna sombra interceptaba a su vista el rostro de su

Padre, ni disminuía la satisfacción con que miraba su obra ya a punto de consumarse. Era como si la Pasión hubiera pasado ya, y la gloria de su exaltación comenzase a brillar sobre él.

Getsemaní Pero muy pronto vino la reacción. Levantándose de la mesa a la media noche, pasaron por

las calles y salieron fuera de la población por la puerta oriental de la ciudad; atravesando el Cedrón, llegaron a un lugar muy frecuentado por él al pie del Olivete; el huerto de Getsemaní. Aquí siguió la

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pasmosa y memorable agonía. Fue el acceso final del espíritu de depresión que había estado luchando toda la semana con el espíritu de gozo y confianza que llegó a su colmo mientras estuvieron a la mesa.

Fue el ataque final de la tentación, de la cual su vida nunca había estado exenta. Pero no nos atrevemos a analizar los elementos de la escena. Sabemos que todo concepto nuestro ha de ser completamente incapaz de agotar su significado. ¿De qué manera, sobre todo, podemos apreciar aun en el menor grado,

lo que formaba el elemento principal de esa escena, el peso abrumador, aselador, del pecado del mundo, que él expiaba?

Pero la lucha terminó en una victoria completa. Mientras los pobres discípulos pasaban dormidos las

horas de preparación para la crisis que ya estaba cerca, El se había preparado completamente para ella. Había subyugado los últimos restos de tentación; la amargura de la muerte había pasado ya; y pudo

sostener las escenas que siguieron con una calma que nada podía alterar, y con una majestad que convirtió su juicio y crucifixión en el orgullo y la gloria de la humanidad.

EL JUICIO Acababa de triunfar en esta lucha cuando por entre las ramas de los olivos vio moverse a la luz de la

luna la turba de sus enemigos, que venían bajando por la ladera opuesta, con el fin de arrestarlo. El traidor estaba a la cabeza de ellos. El conocía bien este sitio tan favorito de su Maestro, y probablemente esperaba hallarlo allí dormido. Por este motivo había escogido para su negro intento la media noche. Esta

hora convenía también a los que lo enviaban, porque temían el estado exaltado de los forasteros galileos que llenaban la ciudad. Por otra parte sabían cuánto horror causaría a sus amigos si habiendo terminado

el juicio durante la noche, lo podían presentar al despertarse el pueblo por la mañana, como un criminal ya sentenciado y en manos de los que habían de ejecutar la ley.

Habían traído linternas y antorchas, pensando que podrían hallar a su víctima escondido en alguna

cueva o que tendrían que perseguirlo por entre el bosque. Pero él salió a encontrarlos a la entrada del huerto, y ellos temblaron cobardemente ante su mirada majestuosa y sus asoladoras palabras. El se entregó voluntariamente y lo condujeron otra vez a la ciudad. Probablemente era cerca de la media

noche, y las horas restantes de la noche y de la madrugada fueron ocupadas con los procedimientos legales que debían observar antes de que pudieran satisfacer su sed de venganza.

El juicio doble; motivo de esto Hubo dos juicios: uno eclesiástico y otro civil, en cada uno de los cuales hubo tres grados. Aquel se

verificó primero ante Anas, luego ante Caifás, y una comisión irregular del Concilio Sanedrín y finalmente

ante una sesión formal de esta corte; el juicio civil se verificó, primero ante Pilato, luego ante Herodes, y por fin ante Pilato otra vez.

La razón de este juicio doble era la situación política del país. Judea, como ya se ha explicado, estaba sujeta directamente al imperio romano. Formaba parte de la provincia de Siria, y era gobernada por un oficial romano que residía en Cesárea. Pero no era la política de Roma despojar de todas las formas de

gobierno propio a los países que había subyugado. Aunque regía con manos de hierro, recolectando tributos con severidad, suprimiendo con prontitud toda señal de rebelión y haciendo efectiva su autoridad suprema en las grandes ocasiones, concedía sin embargo a los conquistados, tanto como podía, las

insignias de su antiguo poder. Era especialmente tolerante en materia de religión. En Palestina permitía al Concilio Sanedrín, corte

suprema eclesiástica de los judíos, juzgar todas las causas religiosas. Solamente si la sentencia era de pena capital, su ejecución no podía verificarse sin que la causa fuese revisada por el gobernador. Cuando un reo era sentenciado a la pena capital por el tribunal eclesiástico judío, debía ser enviado a Cesárea y

procesado ante la corte civil, a menos que el gobernador estuviera por acaso, en ese tiempo en Jerusalén. El crimen de que fue acusado Jesús correspondía naturalmente a la corte eclesiástica. Esta

corte le sentenció a la última pena. Pero no tenía el poder para ejecutarla. Debía entregarlo al tribunal del gobernador, que estaba en ese tiempo en la capital, pues era su costumbre visitada en la Pascua.

El juicio eclesiástico

Jesús fue conducido primero al palacio de Anas. Este era un anciano de setenta años, que había sido sumo sacerdote veinte años antes, y aún conservaba el título, como lo hacían cinco de sus hijos que le habían sucedido, aunque su yerno Caifás era el sumo sacerdote actual. Su edad, su inteligencia y la

influencia de su familia le daban una inmensa importancia social y era en la realidad aunque no en la forma, cabeza del Concilio

Sanedrín. No juzgó a Jesús, pero quiso verlo y hacerle algunas preguntas, de modo que pronto fue llevado del palacio de Anas al de Caifás, que probablemente formaba parte del mismo grupo de edificios oficiales.

Caifás, como actual sumo sacerdote, era presidente del Concilio Sanedrín ante el cual Jesús fue juzgado. Una sesión legal de esta corte no podía verificarse antes de que saliera el sol, quizá cerca de las seis. Pero muchos de sus miembros estaban ya presentes, atraídos por su interés en el juicio. Estaban

ansiosos de emprender su trabajo, tanto para satisfacer su propio odio contra él, como para evitar que el pueblo interviniera en los procedimientos. Por esto resolvieron tener una sesión irregular, en la cual

pudiera prepararse la acusación, las pruebas y lo demás, de modo que cuando llegara la hora legal de abrir las puertas, no hubiera más que hacer que repetir las formalidades necesarias y llevarlo al gobernador. Así se hizo; y mientras Jerusalén dormía, estos "jueces celosos" se apresuraron a poner por

obra sus negros designios. No comenzaron como podría haberse esperado, con una exposición clara del crimen de que le

acusaban. En verdad, les hubiera sido difícil hacerlo así porque estaban muy divididos entre sí mismos. Muchas de las cosas de la vida de Jesús que los fariseos consideraban como criminales eran vistas por los

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saduceos con indiferencia; y otros de sus actos tales como la purificación del templo, que habían causado enojo entre los saduceos, agradaban a los fariseos.

El sumo sacerdote comenzó por preguntarle acerca de sus discípulos y su doctrina, evidentemente con el propósito de descubrir si había enseñado algunos principios revolucionarios que pudieran formar la base de una acusación ante el gobernador. Pero Jesús rechazó la insinuación, afirmando con indignación

que siempre había hablado abiertamente ante todo el mundo, y exigiendo que indicaran y probaran cualquier mal que él hubiera hecho. Esta réplica poco común indujo a uno de los sirvientes de la corte a herirle en el rostro con una bofetada, acto que según parece, la corte no reprimió, y que demostraba qué

clase de "justicia" podía él esperar de parte de sus jueces. Después se intentó presentar testigos contra Jesús, y varios se presentaron repitiendo afirmaciones

que decían haber oído de él, de las cuales se esperaba poder formar una acusación. Pero esto no dio resultado alguno. Los testigos no concordaban entre sí; y cuando por fin, se logró que dos se unieran en una relación torcida de algo que él había dicho al principio de su ministerio, la cual parecía tener algún

carácter criminal, resultó ser tan insuficiente que hubiera sido absurdo presentarse con eso ante el gobernador como la base de una grave acusación.

Ellos estaban resueltos a que él había de morir; pero parecía que la presa se les escapaba de las

manos. Jesús contemplaba todo en absoluto silencio, mientras los testimonios contradictorios de los testigos se destruían mutuamente. Tranquilamente tomó su posición natural de superioridad sobre sus

jueces. Lo comprendían; y por fin el presidente, en un rapto de ira e irritación, se levantó y le mandó que hablase. ¿Por qué habló el presidente en voz tan alta y penetrante? El espectáculo humillante que se estaba verificando en el tribunal y la dignidad silenciosa de Jesús comenzaban a turbar las conciencias

aun de estos hombres así congregados al amparo de la noche. La causa se había perdido por completo, cuando Caifás se levantó de su asiento y con una solemnidad

teatral le hizo esta pregunta: "¡Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios!". Fue una pregunta hecha simplemente con el fin de que se recriminara a sí mismo. Pero él, que había guardado silencio cuando bien podía haber hablado, ahora habló cuando podía haber guardado

silencio. Con gran solemnidad contestó afirmativamente que sí, que él era el Mesías y el Hijo de Dios. Nada más necesitaron sus jueces. Por unanimidad lo declararon culpable de blasfemia y digno de muerte.

Todo el juicio se había conducido con precipitación y con total desatención a las debidas formalidades

de un cuerpo judicial. Todo era dictado por el deseo de descubrir alguna criminalidad y no de hacer justicia. Las mismas personas eran a la vez acusadores y jueces. Ni se pensó en presentar testigos a

favor de la defensa. Aunque los jueces actuaban, sin duda, en conciencia al dar el fallo, su decisión era la de espíritus cerrados desde mucho antes contra la verdad y poseídos de las pasiones más amargas y vengativas.

El juicio se consideró como terminado ya, siendo una mera formalidad los procedimientos legales después de la salida del sol, que se concluirían en pocos momentos. Por consiguiente, Jesús fue

entregado como reo sentenciado, a la crueldad de sus carceleros y del gentío. Siguió una escena sobre la cual quisiéramos correr un velo. Estalló sobre él una brutalidad oriental de

ultrajes tal que hiela la sangre. Parece que los mismos miembros del Concilio Sanedrín tomaron parte en

ella. Este hombre que los había confundido, disminuido su autoridad y expuesto su hipocresía, era para ellos muy odioso. Aun la frialdad de los saduceos podía Hervir con bastante calor, una vez que se excitara. El fanatismo farisaico inventó nuevas crueldades. Le dieron de bofetadas, le escupieron, y

cubriéndole el rostro y mofándose de sus dones proféticos le mandaban profetizar quién le había herido, mientras le golpeaban cada uno a su turno. Pero no nos detendremos en contemplar una escena tan

vergonzosa para la naturaleza humana. El juicio civil Probablemente fue entre las seis y las siete de la mañana cuando llevaron a Jesús, atado de cadenas,

a la residencia del gobernador. ¡Qué espectáculo! ¡Los sacerdotes, maestros y jueces de la nación judaica conduciendo a su Mesías, para pedirle a un gentil que le diera la muerte! Era la hora del suicidio de la

nación. ¡Esto era todo lo que había resultado de la elección que Dios había hecho de ellos, tomándolos sobre alas de águilas, y sosteniéndolos todos los días de la antigüedad, enviándoles profetas y libertadores, redimiéndolos de Egipto y de Babilonia, y haciendo que su divina gloria por muchos siglos

pasase delante de sus ojos! Parecía estar burlada la misma Providencia. Pero Dios no puede ser burlado. Sus designios marchan a través de todo el hilo de la historia con paso irresistible, sin atender a la voluntad del hombre; y aun esta hora trágica, en que la nación judaica convertía los beneficios divinos en

objeto de irrisión, estaba destinada a demostrar las profundidades de su amor y de su sabiduría. El hombre ante cuyo tribunal iba Jesús a aparecer era Pondo Piloto, gobernador de Judea desde hacía

seis años. Era el tipo de un romano, no de los sencillos del tiempo antiguo, sino de los del tiempo del imperio; un hombre cuya alma carecía por completo de la antigua justicia romana, pero amante de los placeres, imperioso y corrompido. Aborrecía a los judíos a quienes gobernaba, y en momentos de cólera

derramaba libremente la sangre de ellos. Los judíos correspondían con pasión a su aborrecimiento, y lo acusaban de todo crimen, mala administración, crueldad y robo. Visitaba a Jerusalén con la menor

frecuencia posible; porque en verdad, para una persona acostumbrada a los placeres de Roma, con sus teatros, baños, juegos y alegre sociedad, Jerusalén, con su religiosidad y el espíritu revoltoso de sus habitantes, era una residencia triste. Cuando la visitaba, habitaba en el magnífico palacio de Heredes el

Grande, pues era costumbre común que los oficiales enviados por Roma a los países conquistados ocuparan los palacios de los soberanos depuestos.

Por la ancha avenida que conducía al frente del edificio, atravesando un magnífico parque, arreglado

con calles, estanques y árboles de todas clases, los miembros del Concilio Sanedrín y la multitud que se había ido uniendo a la procesión a su paso por las calles, condujeron a Jesús. El tribunal estaba al aire

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libre, sobre un embaldosado de mosaico, al frente de aquella porción del palacio que unía sus dos colosales alas.

Las autoridades judaicas esperaban que Pilato aceptara la decisión de ellos como suya propia, y que sin entrar en los pormenores del asunto pronunciara la sentencia que deseaban. Los gobernadores de las provincias hacían esto con frecuencia, especialmente en asuntos de religión, los que, como extranjeros,

no era de esperarse que entendiesen. Por esto, cuando él preguntó cuál era el crimen de Jesús, ellos respondieron: "Si este no fuera malhechor, no te lo habríamos entregado". Pero él no estaba en disposición de hacer concesiones, y les dijo que si él no juzgaba al criminal, ellos tendrían que contentar-

se con aplicarle el castigo que la ley les permitía. Parece que él sabía algo de Jesús. "Sabía que por envidia lo habían entregado". Es seguro que estaba

informado de la procesión triunfal del domingo; y el hecho de que Jesús no hiciera uso de aquella demostración para realizar algún fin político, puede haberle convencido de que no era peligroso bajo este punto de vista. El sueño de su esposa puede indicar que Jesús había sido objeto de conversación en el

palacio; y quizá el hombre de sociedad y su esposa hayan sentido que su tedio por la visita a Jerusalén había disminuido con la historia del entusiasta y joven aldeano que desafiaba a los fanáticos sacerdotes.

Forzados, contra lo que esperaban, a hacer cargos formales, las autoridades judaicas arrojaron una

andanada de acusaciones, de entre las cuales sobresalían estas tres: que pervertía la nación, que prohibía pagar el tributo romano y que se había establecido como rey. En el Concilio Sanedrín ellos lo

habían condenado por blasfemia; pero tal acusación habría sido tratada por Pilato, como ellos bien sabían, de la misma manera que fue tratada después por el gobernador romano, Galión, cuando los judíos de Corinto la presentaron contra Pablo. Por eso tuvieron que inventar nuevas acusaciones, las

cuales presentaran a Jesús como peligroso al gobierno. Es humillante pensar que al hacerlo así, no sólo llegaron a la más grosera hipocresía, sino hasta a falsedades deliberadas; porque ¿de qué otro modo

podemos calificar la segunda acusación, cuando recordamos la respuesta que él dio a esta misma pregunta el martes anterior?

Pilato comprendía su pretendido celo por la autoridad romana. Conocía el valor de esta vehemente

ansiedad de que el tributo romano fuese pagado. Levantándose de su asiento para escapar de los gritos fanáticos de la turba, condujo a Jesús al interior del palacio con el objeto de interrogarlo. Aunque no lo sabía, era para él un momento solemne. ¡Qué suerte tan terrible era la suya que le conducía a ese lugar

y en tal tiempo! Había centenares de oficiales romanos esparcidos por el imperio, que regían su vida por los mismos principios que normaban la de él. ¿Por qué le tocó a él venir a aplicar estos principios a este

caso? Pilato no tenía ni la más remota idea de los resultados que estaba determinando. El reo puede haberle

parecido un poco más interesante y su causa más difícil que las de otros; pero era solamente uno de los

centenares que pasaban diariamente por sus manos. No era posible que le ocurriera que, aunque él parecía ser el juez, tanto él como el sistema que representaba comparecían ante el juicio de Uno cuya

perfección juzgaba y descubría el carácter de todo hombre y sistema que se aproximaba a él. Le preguntó acerca de las acusaciones hechas en su contra, informándose especialmente de si era verdad que pretendía ser rey. Jesús respondió que no había sustentado tal pretensión en un sentido político, sino

solamente en el terreno espiritual, como Rey de la verdad. Esta respuesta habría conmovido a cualquiera de aquellos espíritus más nobles del paganismo que

pasaban su vida en busca de la verdad; y fue dada tal vez para ver si en el espíritu de Pilato había

respuesta a tal sugestión. Pero éste no abrigaba tal pasión por la verdad, y pasó adelante con una risa de desprecio. Sin embargo, estaba convencido de que detrás de ese rostro puro, pacífico y melancólico no

había nada de demagogo o revolucionario mesiánico y volviendo al tribunal, dijo a los acusadores que lo había absuelto.

Este anuncio fue recibido con gritos de ira contrariada, y con la reiteración en alta voz de las

acusaciones en contra de Jesús. Era aquel un espectáculo enteramente judaico. Muchas veces esta chusma fanática había vencido los deseos y decisiones de sus gobernantes extranjeros, solamente por

sus clamores y pertinacia. Pilato debía haberlo librado y protegido inmediatamente. Pero él era un verdadero hijo del sistema en que había sido educado; la política de conveniencias y estratagemas. En medio de los gritos que herían sus oídos tuvo el gusto de oír uno que le brindaba una excusa para

deshacerse de todo el negocio. Ellos gritaban que Jesús había excitado al pueblo "por todo el país, comenzando desde Galilea, hasta este lugar". Esto le recordó que Herodes, gobernador de Galilea, estaba en la ciudad y que podía excusarse de tan dificultoso asunto enviándoselo a él, pues era un

procedimiento común de la ley romana transferir un prisionero del tribunal en que era arrestado al del territorio en que residía. Por esto lo mandó en manos de los soldados de su guardia y acompañado por

los infatigables acusadores, al palacio de Herodes. Hallaron a este principillo, que había venido a Jerusalén para asistir a la fiesta, en medio de su

pequeña corte de aduladores y alegres compañeros, y rodeado de los guardias que mantenía en imitación

de sus amos extranjeros. Mucho se alegró al ver a Jesús, cuya fama había sonado por tanto tiempo en todo el territorio que él gobernaba. Era el tipo de un príncipe oriental; tenía un solo pensamiento en su

vida: su propio placer y diversión. Fue a la Pascua solamente para distraerse. La venida de Jesús parecía prometerle una nueva sensación, cosa de la cual él y su corte tenían a menudo necesidad urgente; esperaba ver a Jesús hacer algún milagro.

Era un hombre completamente incapaz de tomar en serio cosa alguna, y aun pasó por alto el negocio por el que los judíos estaban tan preocupados, y comenzó a proferir un diluvio de preguntas y observaciones sin dar lugar a la respuesta. Pero al fin se cansó, y entonces esperó la contestación de

Jesús. Pero esperó en vano, pues Jesús no se dignó dirigirle una sola palabra de ninguna clase.

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Herodes había olvidado el asesinato del Bautista, pues en su alma sin carácter toda impresión era como escrita en el agua; pero Jesús no lo había olvidado. Comprendía que Herodes debía avergonzarse al

ver en su presencia al amigo del Bautista. No se humillaría ni aun hablando a un hombre capaz de tratarlo como un simple operador de milagros que podía comprar el favor de su juez exhibiendo su habilidad; miraba con tristeza y vergüenza a aquel que había abusado tanto de sí mismo que ya no le

quedaba ni conciencia ni virilidad. Pero Herodes era incapaz de sentir la fuerza aniquiladora del desdén de aquel silencio. El y sus hombres de guerra tuvieron en nada a Jesús. Echaron sobre sus hombros una túnica blanca a imitación de la que usaban en Roma los candidatos que aspiraban a algún cargo, para

indicar que era candidato al trono de los judíos, pero tan ridículo que era inútil tratarlo sino con desprecio, y lo mandó volver a Pilato. En ese traje volvió Jesús sus cansados pasos al tribunal del

romano. Entonces siguió de parte de Pilato una serie de procedimientos que hicieron de su persona el tipo del

contemporizador, para ser exhibido a los siglos bajo la luz de Cristo que todo lo revela. Era

evidentemente su deber, cuando Cristo volvió de Herodes, pronunciar desde luego el fallo de absolución. Pero en vez de hacerlo así, echó mano a la política y, forzado de un paso falso a otro, fue por fin despeñado al precipicio de una completa traición a la justicia.

La ejecución de aquel monstruoso propósito fue sin embargo interrumpida por un incidente que parecía ofrecer a Pilato una vez más, un medio de escaparse de la dificultad. Era costumbre del

gobernador romano, en la mañana de la Pascua, poner en libertad cualquiera de los presos que el pueblo deseara. Era un privilegio altamente apreciado por los habitantes de Jerusalén, porque siempre había en la cárcel una abundancia de presos, a quienes la multitud consideraba como héroes, por haberse

rebelado contra el aborrecido yugo extranjero. En este momento del juicio de Jesús la turba de la ciudad, desbordándose de las calles y callejuelas a la manera de los orientales, llegó como un torrente por toda

la avenida, hasta frente del palacio, pidiendo a gritos su prerrogativa anual. Por esta vez la petición agradó a Pilato, porque vio en ella una manera de escaparse de su

desagradable posición. Pero esto resultó ser un lazo en que estaba metiendo el cuello. Ofreció a la turba

la vida de Jesús. Por un momento ésta quedó indecisa. Pero ellos tenían un favorito, un caudillo distinguido contra la dominación romana. Además empezó inmediatamente a correr por todos los oídos una voz que acudía a todo motivo de persuasión con el objeto de inducirles a que no aceptaran a Jesús.

En lugar del celo que una hora antes habían mostrado tener para con la ley y el orden, los miembros del Concilio Sanedrín no tuvieron escrúpulo en ponerse del lado del campeón de la revuelta, y tuvieron muy

buen éxito en envenenar la mente del pueblo, que comenzó a clamar a favor de su propio héroe Barrabás. "¿Qué, pues, haré con Jesús?", preguntó Pilato, esperando que la respuesta de ellos fuera: "Dánoslo también". Pero él se equivocaba; las autoridades judaicas habían ejecutado con éxito su

trabajo. De miles de pechos resonó el grito: "¡Sea crucificado!". Tales sacerdotes, tal pueblo: la nación ratificaba lo que sus gobernantes decían. Completamente confundido, Poncio Pilato preguntó con enojo:

"¿Por qué? ¿Qué mal les ha hecho?". Pero él había puesto la decisión en sus manos, y ellos gritaron: "¡Fuera con él! ¡Crucifícale, crucifícale!".

Pilato no pensaba todavía en sacrificar la justicia por completo. Todavía tenía un recurso en reserva,

pero entre tanto mandó a azotar a Jesús; el acostumbrado preliminar de la crucifixión. Los soldados lo llevaron al cuartel vecino, y allí satisficieron sus instintos crueles con los sufrimientos de Jesús. No podemos describir la vergüenza, y el dolor de este repugnante castigo, ¡Qué sería para él, con su honor y

amor a la naturaleza humana, el ser maltratado por aquellos hombres groseros y ver tan de cerca la más extrema crueldad de la naturaleza humana!

Los soldados se daban gusto en esta obra, y agregaban el insulto a la crueldad. Cuando acabaron de azotarle, le hicieron sentar, pusieron sobre sus hombros un manto de grana en burlesca imitación de la púrpura real y un pedazo de caña en las manos como cetro; y tejiendo algunas ramas espinosas de una

zarza cercana y dándole la apariencia grosera de una corona, clavaron las punzantes espinas sobre sus sienes. Entonces, pasando por delante de él, cada uno por turno hincaba la rodilla, mientras al mismo

tiempo escupían su semblante y tomando de su mano la caña, le herían en la cabeza y en el rostro. Al fin, habiendo saciado su crueldad, lo condujeron nuevamente al tribunal, llevando la corona de

espinas y el manto de púrpura. Al ver la mofa de los soldados las multitudes lanzaron gritos y carcajadas

insensatas. Pilato, con semblante burlesco, empujó adelante a Jesús, para que las miradas de todos se concentraran en él, y exclamó: "¡He aquí el hombre!" Quería decir que seguramente no era necesario hacer más con él; que no valía la pena ocuparse de él. ¿Acaso podría uno tan quebrantado y tan

miserable hacer algún daño? ¡Cuan poco entendía sus propias palabras! Aquel "¡Ecce Homo!" resuena todavía por todo el mundo y

atrae las miradas de todas las generaciones a aquel rostro maltratado. Y contemplándolo, la vergüenza desaparece; se ha quitado de él para caer sobre Pilato mismo, sobre los soldados, los sacerdotes y la multitud. La deslumbrante gloria ha destruido el último resto de ignominia, y ha tachonado la corona de

espinas con centenares de puntos de deslumbrante brillantez. Pero Pilato estaba igualmente equivocado en su concepto del pueblo que gobernaba, cuando supuso

que la vista de la miseria y debilidad de Jesús satisfaría la sed de venganza. La objeción que ellos habían hecho siempre contra él había sido que uno tan pobre y sin ambición quisiera ser el Mesías; y la vista de él ahora, azotado y escarnecido por el soldado extranjero pero todavía queriendo ser rey, hizo que su ira

rayara en locura. Ahora más que nunca, gritaron: "¡Crucifícale!" Ahora también por fin dejaron escapar la acusación verdadera, la que hacía mucho que tenía

lacerando sus corazones y que ya no podían soportar por más tiempo: "Nosotros tenemos una ley",

gritaron, "y según nuestra ley debe morir, porque se hizo Hijo de Dios".

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Estas palabras tocaron en el corazón de Pilato una fibra en la cual ellos no pensaron. En las antiguas tradiciones de su tierra natal había muchas leyendas de hijos de los dioses que en tiempos pasados

habían vivido sobre la tierra de modo tan humilde que no se podían distinguir del común de los hombres. Era peligroso tener que ver con ellos, pues un mal que se les hiciera atraería sobre el ofensor la ira de los dioses padres.

La fe en estos antiguos mitos había desaparecido desde hacía mucho tiempo, porque no se veían en la tierra hombres tan distintos de sus semejantes que hiciera necesaria semejante explicación. Mas en Jesús, Pilato había visto algo inexplicable que le había llenado de un terror indefinido. Y ahora las

palabras de la multitud: "El se hizo Hijo de Dios...", cayeron como un rayo. Hicieron volver de lo más escondido de su memoria las antiguas y olvidadas historias de su niñez, y revivieron el terror pagano,

que forma el tema de algunos de los más grandes dramas griegos, de cometer inadvertidamente un crimen que desatara la venganza tremenda de los cielos. Su mente pagana razonaba de este modo: ¿No podría Jesús ser el Hijo del Jehová de los hebreos, como Castor y Pólux lo fueron de Júpiter?

Apresuradamente lo hizo entrar otra vez al palacio y mirándole con nuevo pavor y curiosidad, le preguntó: "¿De dónde eres tú?"

Pero Jesús no le respondió ni una palabra. Pilato no le había escuchado cuando Jesús deseaba

explicarle todo; había ultrajado su propio sentimiento de justicia por la flagelación; y si un hombre vuelve la espalda a Cristo cuando él habla, la hora vendrá en que preguntará y no recibirá respuesta. El

orgulloso gobernador estaba sorprendido e irritado a la vez, y preguntó: "¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo potestad para crucificarte, y que tengo potestad para soltarte?". A lo que Jesús respondió, con la indescriptible dignidad de que la brutal vergüenza de su tortura no le había hecho perder nada:

"Ninguna potestad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba". Pilato se había jactado del poder que tenía para hacer lo que quisiera con el prisionero; pero era en

realidad muy débil. Volvió de su entrevista privada con la determinación de ponerlo en libertad inmediatamente. Los judíos vieron esta resolución pintada en su semblante y esto les hizo sacar su última arma, la que tenían en reserva desde el principio; amenazaron acusarle ante el emperador. Esto

fue el significado del alarido con que interrumpieron sus primeras palabras: "Si a éste sueltas, no eres amigo de César". Esto había estado en la mente tanto de ellos como de Pilato en todo el curso del juicio. Esto era lo que le había hecho estar tan indeciso.

No había otra cosa que un gobernador romano temiera tanto como que fuese enviada por sus súbditos semejante queja. En este tiempo era especialmente peligroso; porque ocupaba el trono imperial un

sombrío y desconfiado tirano, que se complacía en degradar a sus propios servidores, y que se encendería en un momento a la insinuación de que uno de sus subordinados favorecía a un aspirante al poder real. Pilato comprendía demasiado bien que su administración no podía resistir a una inspección,

pues había sido cruel y corrompido en extremo. Nada puede estorbar tan absolutamente a un hombre en hacer el bien que quiere, como el mal que ha practicado en su vida pasada. Esta fue la tentación que

rindió por fin a Pilato, precisamente cuando se había resuelto a obedecer a su conciencia. El no era un héroe que siguiera sus convicciones a toda costa. Era enteramente mundano, y vio que tenía que entregar a Jesús a la voluntad de ellos.

Sin embargo, él era preso no sólo de la ira por su completa derrota, sino también de un poderoso temor religioso. Pidiendo agua, se lavó las manos en presencia de la multitud, y exclamó: "Soy inocente de la sangre de este justo". Se lavó las manos cuando debía haberlas usado. El agua no lava tan

fácilmente la sangre. Pero la turba, en triunfo completo, hizo mofa de sus escrúpulos llenando el aire con sus vociferaciones de: "Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos".

Pilato sintió vivamente el insulto, y volviendo contra ellos su enojo, quiso tener también su triunfo. Echó a Jesús delante de modo que todos lo vieran, comenzó a burlarse de ellos, pretendiendo considerarlo como verdaderamente su Rey, y preguntó: "¿A vuestro rey he de crucificar?". Ahora tocó a

ellos su turno para sentir el a-guijón de la mofa y gritaron: "¡No tenemos más rey que César!". ¡Qué confesión en boca de los judíos! Era renunciar a la libertad y la historia de la nación. Pilato les tomó la

palabra y entregó inmediatamente a Jesús para que lo crucificaran.

LA CRUCIFIXIÓN Ellos habían conseguido arrebatar a su víctima de las manos de Pilato, en contra de la voluntad de

éste, y "tomaron entonces a Jesús y le condujeron fuera de la ciudad". Al fin podían satisfacer su odio en

el más alto grado. Lo llevaron precipitadamente al lugar de ejecución, con todas las manifestaciones de un triunfo inhumano. Los ejecutores eran soldados de la guardia del gobernador; pero moralmente la acción pertenecía por completo a las autoridades judías. Ni aun así quisieron dejarla a cargo de los

empleados de la ley a quienes correspondía, sino que con indecorosa ansiedad se pusieron ellos mismos a la cabeza de la procesión, con el objeto de celebrar su venganza contemplando los sufrimientos de Jesús.

La turba Deben de haber sido ya cerca de las diez de la mañana. La multitud frente al palacio se había ido au-

mentando. Cuando la procesión fatal, encabezada por los miembros del Concilio Sanedrín pasó por las calles, atrajo a muchos más. Era día de fiesta, de modo que había millares de ociosos, listos para cualquier novedad. Todos aquellos, especialmente, que habían sido inoculados con el fanatismo de las

autoridades, salieron en gran número para presenciar la ejecución. Era pues en medio de millares de espectadores despreciativos y crueles que Jesús caminaba a la muerte.

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El Calvario El lugar donde él padeció no puede señalarse ahora con certeza. Estaba fuera de las puertas de la

ciudad, y era indudablemente el lugar común de ejecución. Se llama generalmente el monte del Calvario, pero no hay nada en los Evangelios que justifique semejante nombre, ni parece haber habido ninguna colina en las inmediaciones sobre la cual pudiera haber tenido lugar. El nombre Gólgota, "lugar de la

calavera", puede significar la cima de una colina que tuviese tal forma, pero más probablemente se refiere a las horribles reliquias allí esparcidas de las tragedias verificadas en aquel lugar. Era probablemente un espacio ancho y despejado, en el que podía reunirse una multitud de espectadores; y

parece haber estado al lado de algún camino muy frecuentado, porque además de los espectadores estacionarios, había muchos otros que pasando por allí, hacían también mofa de Jesús en sus

sufrimientos. Los horrores de esta forma de muerte La crucifixión era una muerte indeciblemente horrible. Como nos dice Cicerón, que estaba

familiarizado con este suplicio, era el más cruel y vergonzoso de todos los castigos. Añade "que nunca al cuerpo de un ciudadano romano se acerque esto, ni aun a su pensamiento, vista ni oído". Estaba reservada para los esclavos y los revolucionarios, cuyo fin debía marcarse con especial infamia. Nada

podía ser más contranatural y repugnante que colgar a un hombre con vida en semejante posición. La idea parece haber tenido su origen en la costumbre de clavar bestias dañinas en algún lugar público,

como una especie de diversión vengativa. Si la muerte hubiera venido durante los primeros golpes, aún así habría sido terrible y dolorosa. Pero

generalmente la víctima padecía dos o tres días con el dolor ardiente de los clavos en sus manos y pies;

la tortura de tener las venas sobrecargadas; y lo peor de todo, la sed insoportable que aumentaba cada vez más. Era imposible no moverse para aliviar sus penas; sin embargo, cada movimiento traía consigo

una nueva y excesiva agonía. Su triunfo sobre ellos Pero con gusto nos apartamos del horrible espectáculo para pensar cómo, por la fuerza de su alma, su

resignación y su amor, triunfó Jesús sobre la vergüenza, la crueldad, y el horror de esa muerte. De la misma manera que el sol, al ponerse con encamada gloria, hace que aun el charco corrompido brille como un escudo de oro, e inunda de esplendor aun los objetos más viles que alumbren sus rayos, así él

convirtió el símbolo de la esclavitud, maldad y horror, en símbolo de lo más puro y glorioso en el mundo. La cabeza estaba suelta en la crucifixión, de modo que él podía no sólo ver lo que sucedía abajo, sino

también hablar. Pronunció a intervalos siete palabras, las cuales se nos han dejado como siete ventanas por las cuales podemos ver aun dentro de su misma mente y corazón y aprender las impresiones hechas en él por lo que acontecía. Ellas nos demuestran que mantenía inquebrantable la serenidad y majestad

que le caracterizaron durante el juicio, y que exhibía de una manera sobresaliente todas las cualidades que ya habían hecho ilustre su carácter.

Triunfó sobre sus sufrimientos, no por la serenidad indiferente del estoico, sino por el amor que le hacía olvidarse de sí mismo. Cuando desmayaba en la vía dolorosa, bajo la carga de la cruz, olvidó su fatiga y ansiedad para compadecerse de las hijas de Jerusalén y de los hijos de ellas. Cuando lo clavaron

en la cruz, estaba absorto en oración por sus asesinos. Olvidó los sufrimientos de las primeras horas de crucifixión por su interés en el ladrón arrepentido, y en su cuidado de proveer un nuevo hogar para su madre. Nunca mostró su verdadero carácter más completamente; carácter de absoluta negación en su

trabajo por los demás. Sus sufrimientos mentales

Fue en verdad, solamente por su amor que pudo sufrir tan profundamente. Sus sufrimientos físicos, aunque intensos y prolongados, no fueron mayores que los que han soportado otros, a menos que lo exquisito de su organismo físico los haya aumentado a un grado que a los demás hombres nos es

inconcebible. El no duró más que cinco horas, tiempo más corto que el común, tanto que los soldados que estaban encargados de quebrarle las piernas, se sorprendieron al encontrarlo ya muerto. Sus peores

sufrimientos eran los del espíritu. El, cuya vida era amor, que ansiaba el amor como el ciervo suspira por las corrientes de agua, estaba rodeado de un mar de odio y de pasiones oscuras, amargas e infernales, que surgían a su alrededor y rompían en oleadas contra la cruz. Su alma era completamente pura; la

santidad era su misma vida; pero el pecado la rodeaba y la oprimía con su contacto detestable, que la hacía estremecerse en todas sus partes.

Los miembros del Concilio Sanedrín fueron los primeros en descargar sobre él todas las expresiones

posibles de desprecio y de odio malicioso, y el pueblo seguía fielmente su ejemplo. Estos eran los hombres que él había amado y amaba aún con pasión inextinguible; y ellos le insultaban, le golpeaban y

pisoteaban su amor. Por los labios de ellos el maligno reiteraba una y otra vez la tentación con la cual había acometido a Jesús durante toda su vida, la de salvarse a sí mismo y ganar la fe de la nación por alguna manifestación de poder sobrenatural hecha para su propia gloria.

Aquella masa agitada de seres humanos, de semblantes desfigurados por la pasión y que le miraban con ferocidad, era un epítome de la iniquidad de la raza humana. Los ojos de Jesús tuvieron que mirar

todo esto, y la brutalidad, la tristeza, la falta de honor a Dios y esta exhibición de la vergüenza de la naturaleza humana fueron para él como un haz de lanzas concentradas en su pecho.

Llevando el pecado del mundo

Había otra angustia todavía más misteriosa. No solamente oprimía así su alma santa y amante el pecado del mundo reflejado en las personas de los que estaban a su derredor; también venía a atormentarlo de lejos, del remoto pasado y-del futuro. El llevaba los pecados del mundo; y el fuego

destructor del carácter de Dios, que es el reverso de la luz de su santidad y amor, flameaba contra él

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para destruir así el pecado. Así plugo al Señor afligirlo, cuando a Aquél que no conoció pecado, constituyó en pecado a causa de nosotros.

Oscuridad Estos son los sufrimientos que hicieron aterradora la cruz. Después de dos horas, se apartó él

completamente del mundo exterior y dirigió su mirada hacia el mundo eterno. Al mismo tiempo, una

extraña oscuridad cubrió la tierra, y Jerusalén tembló bajo una nube cuyas lóbregas sombras parecían el comienzo de su condenación. El Gólgota estaba casi desierto. Jesús, silencioso, permanecía suspendido de la cruz, en medio de la oscuridad exterior e interior, hasta que al fin, de las profundidades de una

angustia que ningún pensamiento humano sondeará jamás, salió la exclamación: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?". Este fue el momento en que el Angustiado bebió la copa de amargura

hasta las últimas gotas. Ultimas palabras Pero la oscuridad pasó, y el sol volvió a brillar. También el espíritu de Cristo salió de su eclipse. Con la

fuerza de la victoria obtenida en la última lucha, exclamó: "¡Consumado está!" y entonces, con perfecta serenidad, entregó su espíritu con un texto de un salmo favorito: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu".

La resurrección y la ascensión La muerte del cristianismo Nunca hubo en el mundo una empresa que pareciera más completamente terminada que la de Jesús,

en aquel sábado que era el último de la antigua dispensación. El cristianismo moría con Cristo y era sepultado con él en la tumba. Es cierto que nosotros, mirando atrás desde esta distancia y viendo la piedra colocada a la boca del sepulcro, experimentamos poca emoción. Nosotros estamos ya en el

secreto de la Providencia y sabemos lo que ha de suceder. Cuando él fue enterrado, no había un solo ser humano que creyera que él se levantaría antes del día del juicio.

Las autoridades judaicas estaban completamente satisfechas de esto. La muerte finaliza toda contro-versia; y había terminado aquella que existía entre Jesús y ellos, con el triunfo de ellos. El se había puesto delante como el Mesías, pero casi no tenía ninguna de las señales que ellos esperaban de uno que

se presentara con tales pretensiones. Nunca recibió ningún reconocimiento nacional de importancia. Sus adeptos eran pocos y sin influencia. Su carrera había sido muy corta. Ahora yacía en la tumba. No había que pensar más en él.

La reacción de los discípulos El quebrantamiento de los discípulos había sido completo. Cuando él fue aprehendido, "dejándolo,

huyeron". Pedro, en verdad, le siguió hasta el palacio del sumo sacerdote, pero sólo para caer más ignominiosamente que todos los demás. Juan le siguió hasta el Gólgota, y puede haber esperado, casi sin creerlo, que en el último momento descendiera de la cruz para ascender al trono mesiánico. Pero aun el

último momento pasó sin que nada se hiciera. ¿Qué les quedaba, sino volver a sus hogares y a su pesca, como hombres engañados, que serían burlados durante el resto de su vida por la insensatez de seguir a

un pretendiente, y a quienes se preguntaría por los tronos en que había prometido sentarlos? Jesús, en verdad, había predicho sus sufrimientos, muerte y resurrección. Pero ellos nunca

entendieron estas palabras; las olvidaron o les daban un significado alegórico, y cuando él estaba ya

muerto, ellas no les impartían consuelo alguno. Las mujeres vinieron al sepulcro, el primer domingo cristiano no para ver la tumba vacía, sino para embalsamar el cuerpo. María corrió para decirles a los discípulos, no que había resucitado, sino que su cuerpo había sido quitado y puesto no sabía ella dónde.

Cuando las mujeres dijeron a los demás discípulos que él las había encontrado, "sus palabras les parecían un desvarío, y no las creyeron". Pedro y Juan, como Juan mismo nos dice, "no conocían todavía la

Escritura, que él había de resucitar de entre los muertos". ¿Podría haber otra cosa más patética que las palabras de los dos discípulos que iban a Emaús: "Esperábamos que él era aquel que había de redimir a Israel?" Cuando los discípulos se reunieron, "estaban lamentándose y llorando". Nunca hubo hombres tan

completamente desilusionados y desalentados. Pero ahora nosotros podemos alegramos de que ellos se hayan entristecido tanto. Ellos dudaron para

que nosotros pudiéramos creer. Porque ¿cómo se explica que estos mismos hombres, algunos días después, estuvieran llenos de confianza y gozo, su fe en Jesús reavivada, y la empresa de la cristiandad otra vez en movimiento con una vitalidad mucho mayor que la que había poseído jamás? Ellos nos dicen

que la causa de esto es que Cristo ya había resucitado y que ellos lo habían visto. Nos hablan de sus visitas a la tumba vacía, y de cómo él apareció a María Magdalena, a las otras

mujeres, a Pedro, a los que iban a Emaús, a diez de ellos en una ocasión, a once de ellos en otra, a

Santiago, a los quinientos, etc. ¿Son creíbles estas historias? Pudieran no serlo, si se encontrasen aisladas. Pero la afirmación de la

resurrección de Cristo iba acompañada con la resurrección, indiscutible del cristianismo. ¿Y cómo se explica la segunda sino por la primera? Podría decirse que Jesús había llenado las mentes de sus discípulos con sueños de imperios que no había podido llevar a cabo; y que éstos, habiendo tenido una

vez la idea de una tan magnífica carrera, no podían volver a sus redes, e inventaron esta historia con el objeto de llevar adelante la empresa por su propia cuenta. O podría decirse que solamente se imaginaron

haber visto lo que cuentan acerca del resucitado. Pero lo que causa admiración es que cuando renovaron su fe en él, ya no se les ve más siguiendo

fines mundanos, sino fines intensamente espirituales. Ya no esperaban tronos, sino la persecución y la

muerte. Sin embargo, se dirigieron a su nueva obra con una fuerza de inteligencia, nunca antes habían mostrado. Así como Cristo se levantó de entre los muertos con un cuerpo transfigurado, lo mismo sucedió con el cristianismo. Se había desembarazado de todo lo que tenía de carnal. ¿Qué es lo que

efectuó este cambio? Ellos dicen que fue la resurrección y la vista de Cristo resucitado. Pero no es el testimonio de ellos en sí la prueba de que él resucitó. La prueba incontestable es el cambio mismo, el

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hecho de que pronto llegaran a ser valientes, llenos de esperanza, creyentes, sabios, poseídos de ideas nobles y razonables sobre el porvenir del mundo, y preparados con recursos suficientes para fundar la

iglesia, convertir al mundo, y establecer entre los hombres el cristianismo en toda su pureza. Entre el último sábado de la antigua dispensación y el tiempo, pocas semanas después, en que este

estupendo cambio se había indudablemente verificado, debe de haber intervenido algún acontecimiento

que pueda presentarse como causa suficiente de tan grande efecto. Solamente la resurrección responde a las exigencias del problema, y en tal virtud, está probada con una demostración más convincente de lo que pudiera serlo cualquier otro testimonio. Es una felicidad que este acontecimiento sea capaz de tal

prueba; porque si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe; pero si él resucitó, entonces toda su vida milagrosa es creíble, porque éste es el mayor de los milagros; su misión divina queda demostrada,

porque debe de haber sido Dios quien lo resucitó, y se nos da la visión más consoladora que la historia ofrece de las verdades del mundo eterno.

Cristo resucitado

Cristo resucitado permaneció sobre la tierra el tiempo suficiente para satisfacer a sus adherentes de la verdad de su resurrección. Ellos no se convencieron fácilmente. Los apóstoles recibieron la noticia de las mujeres con incredulidad sarcástica; Tomás dudó del testimonio aun de los otros apóstoles, y algunos de

los quinientos, a quienes él apareció sobre la montarla de Galilea, dudaron de su propia vista, y creyeron sólo cuando oyeron su voz. La paciencia tan tierna con que él trató a estos incrédulos muestra que

aunque su apariencia física estaba cambiada, en su corazón era el mismo de siempre. Esto fue patéticamente demostrado también por los lugares que visitó en su forma gloriosa. Estos fueron los sitios queridos en los cuales había orado, predicado, trabajado y sufrido: las montañas de Galilea, el muy

amado lago, el Monte de los Olivos, la aldea de Betania y sobre todo Jerusalén, la ciudad fatal que había matado a su propio hijo, pero a la cual él no podía dejar de amar.

La ascensión A pesar de esto, había claras y evidentes indicaciones de que él no pertenecía ya a este mundo

inferior. En su humanidad resucitada notamos cierta reserva que no existía antes. Prohibió a María

Magdalena tocarle, cuando ella quiso besar sus pies. Se aparecía en medio de los suyos repentinamente y también repentinamente desaparecía de la vista. Sólo de vez en cuando estaba en su compañía, y ya no concediéndoles el trato constante y familiar de días pasados. Al fin, al cabo de cuarenta días, cuando el

propósito que le detenía aún en la tierra estuvo cumplido, y cuando los apóstoles, fortalecidos por su nuevo gozo, estaban listos para llevar las nuevas de Su vida y de Su obra a todas las naciones, su

humanidad glorificada fue recibida arriba en aquel mundo a que pertenecía por perfecto derecho. CONCLUSIÓN Ninguna vida concluye, aun para este mundo, cuando el cuerpo que por un poco de tiempo la ha

hecho visible, desaparece de sobre la faz de la tierra. Entra en la corriente de la siempre creciente vida de la humanidad y allí continúa actuando con toda su fuerza para siempre. En verdad, la magnitud real

de un ser humano muchas veces sólo puede medirse por lo que esta vida posterior nos muestra que aquel era.

Así fue con Cristo. La modesta narración de los Evangelios apenas nos prepara para la demostración

maravillosa de la fuerza creativa que produjo su vida, cuando parecía estar concluida. Su influencia en el mundo moderno es la prueba de cuan grande es, y es hasta hoy; porque debe haber tanto en la causa como hay en el efecto. Se ha extendido sobre la vida del hombre, y la ha hecho florecer con el vigor de

una primavera espiritual. Ha absorbido en sí todas las otras influencias, como un poderoso río que corre por en medio de un continente recibe tributarios que bajan de centenares de montes. Y la cualidad ha

sido aun más excepcional que su cantidad. Pero la prueba más importante de lo que él era, no se halla en la historia general de la civilización

moderna, ni en la historia pública de la iglesia visible, sino en la experiencia de la sucesión de los

verdaderos creyentes que, como eslabones de una cadena, llegan hasta él, a través de las generaciones cristianas. La experiencia de millares de almas redimidas por él de sí mismas y del mundo, prueba que la

historia quedó dividida con la aparición de un regenerador que no era un mero eslabón en la cadena de los hombres comunes, sino Uno a quien la raza no podía por sí misma producir; el tipo perfecto, el Hombre entre los hombres. La experiencia de millares de conciencias que, aunque permanecen sensibles

a su propia depravación, sin embargo, son capaces de regocijarse en una paz con Dios a quien han hallado ser el más grande motivo de una vida santa, prueba que en medio de las edades fue hecho un acto de reconciliación por el cual los hombres pecadores pueden unirse con el santo Dios. La experiencia

de millares de espíritus beatificados por la visión de un Dios que a los ojos purificados por la Palabra de Cristo es luz tan completa que no hay ninguna tiniebla en él, prueba que la revelación final del Eterno al

mundo ha sido hecha por Uno que lo conocía tan perfectamente que él mismo no podía ser menos que divino. La vida de Cristo en la historia no puede cesar. Su influencia se aumenta cada vez más. Las naciones muertas esperan hasta que ésta les alcance, y ella es la esperanza de los espíritus más

ardientes que están trayendo una nueva época. Todos los descubrimientos del mundo moderno, cada desarrollo de ideas más justas, de poderes más elevados, de sentimientos más exquisitos en la

humanidad, son solamente nuevos auxilios para interpretar esa influencia. Levantar la vida al nivel de las ideas y del carácter de Cristo es el programa de la raza humana.

LUGAR DE PABLO EN LA HISTORIA El hombre necesitado por el tiempo

Hay algunos hombres cuya vida es imposible estudiar sin recibir la impresión de que fueron enviados al mundo expresamente para hacer una obra demandada por las exigencias de la época en que vivieron.

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Por ejemplo, la historia de la Reforma no puede ser leída sin admirar la disposición providencial por la que hombres tan grandes como Lutero, Zwinglio, Calvino y Knox se levantaron simultáneamente en

diferentes partes de Europa con el objeto de romper el yugo del papado y publicar de nuevo el evangelio de gracia. Cuando el avivamiento evangélico, después de haber sido de bendición para Inglaterra, estuvo próximo a romper en Escocia y terminar el triste reino del Moderatismo, se levantó con Tomás Chalmers

una inteligencia capaz de absorber por completo el nuevo movimiento y de bastante simpatía e influencia para difundirlo hasta en los más remotos confines de su país natal.

Ninguna vida mejor que la del Apóstol San Pablo ha producido esta impresión de que venimos

hablando. El fue dado al cristianismo cuando éste se hallaba en los primeros momentos de su historia. El cristianismo, en verdad, no era débil, y ningún hombre puede ser considerado como indispensable para

aquel, pues llevaba en sí mismo el vigor de una existencia inmortal y divina que no podía menos de revelarse en el curso del tiempo. Pero si reconocemos que Dios hace uso de los medios que se recomiendan aun a nuestros ojos como adaptados al fin que tiene delante, entonces debemos decir que

el movimiento cristiano, en el momento en que se presentó San Pablo en la palestra, necesitaba en extremo de un hombre de extraordinarias dotes, quien, poseído de genio, lo incorporase en la historia general del mundo; y en Pablo encontró al hombre que necesitaba.

Un tipo del carácter cristiano El cristianismo obtuvo en Pablo un tipo incomparable del carácter cristiano. En verdad, ya poseía el

modelo perfecto del carácter humano en la persona de su fundador; pero él no fue como otros hombres, porque nunca tuvo que luchar con las imperfecciones del pecado; y el cristianismo necesitaba aún demostrar lo que podía hacer de la naturaleza humana imperfecta. Pablo proporcionó la oportunidad para

demostrar esto. Naturalmente era de gran fuerza y alcance mental. Aun si nunca hubiera sido cristiano siempre habría sido un hombre notable. Los otros apóstoles habrían vivido y muerto en la oscuridad de

Galilea si no hubieran sido elevados a un lugar prominente por el movimiento cristiano; pero el nombre de Saulo de Tarso hubiera sido recordado bajo algún carácter, aun cuando el cristianismo nunca hubiera existido. En Pablo el cristianismo tuvo la oportunidad de demostrar al mundo toda la fuerza que traía

consigo. Pablo estaba convencido de esto, aunque lo expresó con perfecta modestia cuando dijo: "Por esto fui recibido a misericordia para que Jesucristo mostrase en mí el primero toda su clemencia para ejemplo de los que habían de creer en él para vida eterna".

Su conversión probó el poder del cristianismo para destruir las más fuertes predisposiciones y estampar su propio tipo en una gran naturaleza por una revolución tan instantánea como permanente. La

personalidad de Pablo era tan fuerte y original, que de cualquier hombre se hubiera esperado, menos de él, un cambio tan completo; pero desde el momento en que tuvo contacto con Cristo quedó tan dominado por su influencia que por todo el resto de su vida su deseo dominante fue el de ser un mero eco y

reflexión de Aquel para el mundo. Pero si el cristianismo demostró su fuerza por la tan completa conquista que hizo de Pablo, no demostró menos su valor en la clase de hombre que de él hizo, cuando

Pablo se entregó a su influencia. Satisfizo las necesidades de una naturaleza peculiarmente hambrienta, y nunca, hasta el fin de su vida, reveló en lo más mínimo que esta satisfacción hubiese disminuido. Su constitución original estaba compuesta de materiales; finos: pero el Espíritu de Cristo, pasando a ellos,

los levantó a un grado de excelencia del todo sin igual. Ni a él mismo ni a otros le fue dudoso que la influencia de Cristo le hiciera lo que él fue. El verdadero lema de su vida sería su propia frase: "y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí". En verdad, Cristo fue tan perfectamente formado en él que podemos

estudiar el carácter de Cristo en el suyo; y los principiantes tal vez pueden aprender mucho más de Cristo por el estudio de la vida de Pablo que por la de Jesús. Había en Cristo mismo una concurrencia tal

de todas las excelencias que impidió que su grandeza fuera vislumbrada por el principiante a la manera como por la perfección misma de las pinturas de Rafael quedan decepcionados los ojos sin educación cuando las ven. En Pablo, en cambio, unos pocos de los más grandes elementos del carácter cristiano

estuvieron expuestos con tan clara determinación que ninguno puede dudar de su existencia, así como las características más prominentes de las pinturas de Rubens pueden ser apreciadas por cualquier

espectador. El pensador del cristianismo En segundo lugar, el cristianismo obtuvo en Pablo un gran pensador. Por el momento esto era

especialmente lo que necesitaba. Cristo había partido del mundo, y aquellos a quienes dejó para que le representaran eran pescadores sin instrucción, y la mayor parte sin ninguna notabilidad intelectual. En un sentido, este hecho demuestra una gloria peculiar del cristianismo, porque prueba que no debe el lugar

que tiene como una de las grandes influencias del mundo a las habilidades de sus representantes humanos: no por fuerza, ni por poder, sino por el Espíritu de Dios se estableció el cristianismo en la

tierra. Sin embargo, si miramos al pasado, claramente podemos ver cuan esencial era que un apóstol de educación y carácter diferentes se levantara.

Cristo una vez por todas había manifestado la gloria del Padre y había completado su obra expiatoria.

Pero esto no era suficiente. Era necesario que el objeto de su venida se explicara al mundo. ¿Quién era el que había estado aquí? ¿Qué fue lo que precisamente hizo? A estas preguntas los primeros apóstoles

podían contestar con respuestas breves y populares; pero ninguno de ellos tenía el alcance intelectual o la disciplina mental necesarios para responder satisfactoriamente al mundo de las inteligencias. Felizmente no es esencial a la salvación poder contestar a tales cuestiones con exactitud científica. Hay

muchos que conocen y creen que Jesús fue el Hijo de Dios y murió para la remisión de los pecados, y que confiando en El como en su Salvador son purificados por la fe, pero que no podrían explicar estas afirmaciones sin caer en equívocos en casi cada frase. Sin embargo, si el cristianismo había de hacer una

conquista tanto moral como intelectual del mundo, era necesario para la iglesia haberse explicado exactamente la completa gloría de su Señor y el significado de su obra salvadora. Por supuesto, Jesús

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había tenido en su mente una comprensión tanto de lo que fue como de lo que hizo, tan clara como la luz del sol. Pero era uno de los aspectos más patéticos de su ministerio terrestre el hecho de que no podía

declarar toda su mente a sus seguidores. Ellos no eran capaces de llevarla; eran demasiado rudos y limitados para entenderla. Jesús tenía que llevarse del mundo sus más profundos pensamientos sin haberlos expresado, confiando con una fe sublime en que el Espíritu Santo guiaría su iglesia en el curso

de su desarrollo subsiguiente. Aun lo que él expresó fue entendido muy imperfectamente. Había una inteligencia, es cierto, en el círculo original de los apóstoles, de las más bellas cualidades y capaz de remontarse a las mayores alturas de la especulación. Las palabras de Cristo penetraron en la mente de

Juan, y, después de haber quedado en ella por medio siglo, aparecieron y crecieron en las admirables formas en que las heredamos en su Evangelio y Epístolas. Pero aun la mente de Juan no era apropiada a

las exigencias de la iglesia; era demasiado fina, mística y rara. Sus pensamientos son aún hoy día la posesión especial de las inteligencias más ilustradas y espirituales. Se necesitaba de un hombre de pensamientos más vastos y más sólidos, que bosquejara el primer contorno de las doctrinas cristianas; y

tal hombre se encontró en Pablo. Pablo fue un gran pensador por naturaleza. Su inteligencia fue de extensión y fuerza majestuosas;

trabajaba sin descansar; nunca fue capaz de abandonar un asunto que tuviera entre manos, sino cuando

lo había perseguido hasta sus primeras causas, y cuando había vuelto de nuevo a demostrar todas sus consecuencias. No le era bastante saber que Cristo fue Hijo de Dios; tenía que descomponer este hecho

en sus elementos y entender precisamente lo que significaba. No le bastaba creer que Cristo murió por los pecadores; necesitaba más; tenía que investigar por qué fue necesario que lo hiciera así y cómo su muerte los lavó. Pero no solamente poseía este poder especulativo por naturaleza, sino que su talento

fue desarrollado por la educación. Los demás apóstoles eran hombres iliteratos, pero él reunía los más completos adelantos de la época. En la escuela rabínica aprendió la manera de arreglar, afirmar, y

defender sus ideas. Tenemos la prueba de todo esto en sus epístolas, que contienen la explicación mejor que el mundo posee del cristianismo. El verdadero modo de verlas es considerarlas como la confianza en las enseñanzas propias de Cristo. Ellas contienen los pensamientos que Cristo no expresó cuando estuvo

en la tierra. Por supuesto, Jesús las hubiera expresado de una manera diferente y mucho mejor. Los pensamientos de Pablo en todo tienen el colorido de sus propias peculiaridades mentales; pero en sustancia son los mismos que los de Cristo, si él los hubiera expresado.

Hubo especialmente un gran asunto que Cristo tenía que dejar sin explicación: su muerte. Él no podía explicarlo antes de que sucediera. Este fue el tema principal del pensamiento de Pablo: enseñar por qué

la muerte de Cristo fue necesaria y cuáles fueron sus benditos resultados. Pero en realidad no hay ningún aspecto de la vida de Cristo que no fuera penetrado por su mente infatigable e investigadora. Sus trece epístolas, cuando están arregladas en orden cronológico, demuestran que su mente de continuo

penetraba más y más en lo profundo del asunto. Los progresos de sus pensamientos fueron determinados en parte por los progresos naturales de su propia experiencia en el conocimiento de Cristo,

porque siempre escribió de su propia experiencia; y en parte por las varias formas de error con las cuales tenía que encontrarse constantemente. Estas vinieron a ser medios providenciales para estimular y desarrollar su comprensión de la verdad; así como en la iglesia cristiana la aparición del error ha sido el

medio de excitar las más claras afirmaciones de doctrina. Sin embargo, el impulso gobernante de su pensamiento como de su vida siempre fue Cristo; y fue su devoción eterna a este inagotable tema lo que le constituyó en el gran pensador del cristianismo.

En tercer lugar, el cristianismo obtuvo en Pablo al misionero a los gentiles. Es raro encontrar unido el más alto poder especulativo con la mayor actividad práctica; pero en él estuvieron unidas ambas cosas.

No solamente fue el pensador más grande de la iglesia, sino el obrero más infatigable que ésta haya poseído. Hemos considerado la tarea especulativa que le aguardaba cuando se unió con la comunidad de los cristianos. Pero hubo una tarea práctica no menos estupenda que también le aguardaba. Esta fue la

evangelización del mundo gentil. Uno de los grandes objetos de la venida de Cristo fue romper el muro de separación entre judíos y

gentiles y hacer las bendiciones de salvación propiedad de todos los hombres sin distinción de raza o idioma. Pero no le fue permitido llevar este cambio a la realización práctica. Fue una de las extrañas restricciones de su vida terrestre, el ser enviado solamente a las ovejas perdidas de la casa de Israel.

Fácilmente puede imaginarse cuánto congenió dicha tarea con su corazón intensamente humano, para llevar el evangelio más allá de los límites de Palestina y proclamarlo de nación en nación. Pero él fue quitado en la mitad de sus días, y tenía que dejar la tarea para sus seguidores.

Antes de la aparición de Pablo en la escena, la ejecución de dicha obra había ya comenzado. Se habían disipado parcialmente las preocupaciones de los judíos, el carácter universal del cristianismo en

cierto grado había quedado establecido, y Pedro había dado acceso a los primeros gentiles en la iglesia por el bautismo. Pero ninguno de los primeros apóstoles se había colocado a la altura de la emergencia. Ninguno de ellos pudo comprender la idea de una igualdad perfecta de judío y gentil, y aplicarla a todas

las consecuencias prácticas; y ninguno de ellos tenía la combinación de dones necesaria para aventurarse en la conversión del mundo gentil en grande escala. Ellos fueron pescadores de Galilea, bastante aptos

para enseñar y predicar dentro de los límites de Palestina; pero más allá de Palestina estaba el gran mundo de Grecia y Roma; el mundo de grandes poblaciones, de poder y cultura, de placeres y ocupaciones. Se necesitaba un hombre de ilimitadas aptitudes, de educación, de inmensa simpatía

humana, para ir allá con el mensaje del evangelio. Un hombre que no solamente fuera un judío a los judíos, sino un griego a los griegos, un romano a los romanos, un bárbaro a los bárbaros; un hombre que no solamente se encontrara con rabíes en sus sinagogas, sino con orgullosos magistrados en sus cortes y

con filósofos en sus centros de educación; un hombre atrevido, que viajara por tierra y por mar, que demostrara su presencia de ánimo en todas circunstancias y que no se acobardara por dificultad alguna.

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Ningún hombre de talla semejante perteneció al círculo de los primeros apóstoles, pero el cristianismo necesitaba uno de tales condiciones y lo encontró en Pablo. Originalmente apegado de un modo más

estricto que cualquier otro de los apóstoles a las peculiaridades y prevenciones del exclusivismo judaico, apartó su camino del matorral de estas distinciones, aceptó la igualdad de todos los hombres en Cristo, y aplicó inflexiblemente ese principio en todos sus fines. Dio su corazón a la misión entre los gentiles, y la

historia de su vida es la historia de cuan sincero fue en su vocación. Nunca hubo tal sencillez de atención y tal entereza de alma. Nunca hubo energía tan incansable y sobrehumana.

Nunca hubo tal acumulación de dificultades tan victoriosamente dominadas, ni de sufrimientos,

motivados por la defensa de causa alguna, tan alegremente sobrellevados. En él estaba Jesucristo para evangelizar al mundo, haciendo uso de sus manos y de sus pies, de su lengua, su cerebro, y su corazón,

para hacer la obra que no le había sido posible hacer personalmente a causa de los límites de la misión que tenía que cumplir.

VIDA DE SAN PABLO por James Stalker

SU PREPARACIÓN INCONSCIENTE PARA SU OBRA Fecha y lugar de su nacimiento Las personas cuya conversión ha tenido lugar en la edad adulta, suelen ver retrospectivamente hacia

el período de su vida anterior a su conversión, con tristeza y vergüenza, y desean que una mano

obliteradora lo borre del registro de su existencia. San Pablo experimentó con fuerza este mismo sentimiento; hasta el fin de sus días estuvo rodeado por el espectro de sus años perdidos, y solía decir que él era el menor de todos los apóstoles, que no era digno de ser llamado apóstol, porque había

perseguido a la iglesia de Dios. Pero estos pensamientos sombríos sólo son parcialmente justificables. Los propósitos de Dios son muy profundos, y aun en aquellos que no le conocen, puede estar sembrando

semilla que solamente germinará y producirá el fruto mucho tiempo después que éstos hayan terminado su carrera impía. Pablo nunca hubiera sido el hombre que llegó a ser, ni hubiera hecho el trabajo que hizo, si en los años precedentes a su conversión no hubiera tenido un curso designado de preparación

que lo hiciera apto para su carrera por venir. El no conocía para qué estaba siendo preparado; sus propias intenciones para el futuro eran diferentes de las de Dios; peto hay una divinidad que dispone

nuestros fines, y ella lo hizo una flecha aguda para la aljaba de Dios, aunque él no lo sabía. La fecha del nacimiento de Pablo no se conoce exactamente, pero puede fijarse con aproximación, lo

cual es suficiente para el propósito práctico. Cuando en el año 33 d.C. los que apedrearon a Esteban

pusieron sus capas a los pies de Pablo, era "un joven". Tal término en verdad, en el original griego es muy amplio y puede indicar una edad comprendida entre veinte y treinta años. En este caso probablemente se refiere, mejor que al primero, al último límite; pues hay razón para creer que en este

tiempo, o poco después, fue miembro del concilio, oficio que ninguno que no tuviera treinta años de edad podía obtener; y la comisión que inmediatamente después recibió del concilio para perseguir a los

cristianos apenas habría sido confiada a un joven. Treinta años después de haber lamentablemente participado en el asesinato de Esteban, en el año 62 d.C., se hallaba en una prisión en Roma esperando la sentencia de muerte por la misma causa por la que Esteban había sufrido; y cuando escribía una de

sus últimas epístolas, la de Filemón, se llamaba "anciano". Este último término, también, es muy amplio, y un hombre que ha pasado por muchos sufrimientos muy bien puede considerarse de más edad que la que tiene; aunque apenas podría tomar el nombre de "Pablo el anciano" antes de los sesenta años de

edad. Estos cálculos nos conducen a creer que nació casi en el mismo tiempo que Jesús. Cuando el niño Jesús jugaba en las calles de Nazaret, el niño Pablo jugaba en las calles de su ciudad natal, al otro lado

de las cumbres del Líbano. Parecían tener carreras totalmente distintas; sin embargo, por el arreglo misterioso de la Providencia, estas dos vidas, como caudal que corre de fuentes opuestas, un día, cual río y tributario, habrían de unirse.

El lugar de su nacimiento fue Tarso, capital de la provincia de Cilicia al sudeste del Asia Menor. Estaba a unas cuantas millas de la costa en medio de un llano fértil, y situado sobre las dos orillas del río Cidno,

que descendía de las montañas vecinas del Tauro, en cuyas nevadas cimas era la costumbre de los habitantes del país contemplar, en las tardes de verano, desde los techos llanos de sus casas, la belleza de la puesta del sol. Arriba de la ciudad, no lejos de ella, el río se arrojaba sobre las rocas en gran

catarata, pero abajo venía a ser navegable, y dentro de la ciudad sus orillas estaban cubiertas de muelles donde se reunían las mercancías de muchos países, mientras los marineros y comerciantes, vestidos según las costumbres de diferentes razas, y hablando diversos idiomas, constantemente se encontraban

en las calles. Tarso hacía un comercio extenso en maderas, en las cuales abundaba la provincia, y en el fino pelo de las cabras que a millares eran apacentadas en las montañas vecinas. Este era empleado en

hacer una especie de paño burdo y en la fabricación de varios artículos; entre los cuales, las tiendas, como las que después Pablo se ocupaba en coser, formaban un extenso artículo de cambio por todas las costas del Mediterráneo. Tarso era también el centro de intenso transporte mercantil; pues, atrás de la

ciudad, un famoso paso llamado las Puertas Milicianas conducía a las montañas de los países centrales de Asia Menor; y Tarso era el depósito adonde se llevaban los productos de estos países para ser

distribuidos por el Oriente y el Occidente. Los habitantes de la ciudad eran numerosos y ricos. La mayoría eran cilicianos nativos, pero los comerciantes más ricos eran griegos. Estaba la provincia bajo el dominio de los romanos, viéndose en la capital las señas de su soberanía, aunque Tarso gozaba el privilegio de

gobierno propio. El número y variedad de habitantes crecían aún más por el hecho de que Tarso no solamente fue el centro del comercio sino también el asiento de la instrucción. Era una de las tres

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principales ciudades universitarias establecidas en aquella época, siendo las otras dos Atenas y Alejandría; y se dice que sobrepujaba a sus rivales en eminencia intelectual. En sus calles se veían

estudiantes de muchos países, espectáculo que no podía sino despertar en las jóvenes inteligencias pensamientos acerca del valor y objeto de la instrucción.

¿Quién dejará de ver cuan a propósito fue que el apóstol de los gentiles naciera en este lugar? En

cuanto él crecía se preparaba inconscientemente para encontrarse con hombres de todas clases y razas, para simpatizar con la naturaleza humana en todas sus variedades, y tolerar la mayor diversidad de hábitos y costumbres. En su vida posterior siempre fue amante de las ciudades. Mientras su Maestro

huyó de Jerusalén y gustaba de enseñar en las montañas o en las orillas de los lagos, Pablo constantemente se movía de una gran ciudad a otra. Antioquia, Éfeso, Atenas, Corinto, Roma, las

capitales del mundo antiguo, fueron los lugares de su actividad. Las palabras de Jesús' son peculiares del campo y abundan en pinturas de su belleza tranquila y del trabajo del hogar: los lirios del campo, las ovejas que siguen al pastor, el sembrador en el surco, el pescador que arroja sus redes. Pero el lenguaje

de Pablo está impregnado con la atmósfera de la ciudad y como activado por el movimiento y confusión de las calles. Su imaginación está poblada de escenas de la energía humana y de movimientos de la vida culta: el soldado con su armadura completa, el atleta en la arena, el constructor de casas y templos, la

triunfal procesión del general victorioso. Tan duraderas son las asociaciones del niño en la vida del hombre.

Su hogar Pablo tenía cierto orgullo por el lugar de su nacimiento, como lo demostró en una ocasión, jactándose

de que era ciudadano de una ciudad no baja. Tenía un corazón formado por la naturaleza para sentir el

ardor del más vehemente patriotismo. Sin embargo, no era por Cilicia ni Tarso, por lo que este fuego ardía. Era extranjero en la tierra de su nacimiento. Su padre fue uno de los muchos judíos que se

esparcieron en aquella época por las ciudades del mundo gentil a causa del tráfico y del comercio. Habían dejado la Tierra Santa, pero no la habían olvidado. Nunca se mezclaron con los pueblos entre quienes vivían; aun en el vestido, alimento, religión y otros muchos particulares permanecieron como un pueblo

peculiar. Como regla general eran menos rígidos en sus opiniones religiosas y más tolerantes de las costumbres extranjeras que los judíos que permanecieron en Palestina. Pero el padre de Pablo no fue de los que daban lugar a la relajación de costumbres. Pertenecía a la más estricta secta de su religión. Es

probable que haya salido de Palestina no mucho tiempo antes del nacimiento de su hijo; pues Pablo se llamaba a si mismo "hebreo de hebreos", nombre que parecía pertenecer únicamente a los judíos de

Palestina y a los que continuaban en conexión muy íntima con ella. De su madre absolutamente nada sabemos, pero todo parece indicar que el hogar donde Pablo fue educado fue uno de aquellos de donde se han levantado casi todos los eminentes maestros religiosos, un hogar de piedad, de carácter, tal vez

de algún principio extremo y fuertemente afecto a las peculiaridades de un pueblo religioso. Tal espíritu fue imbuido en él que, aunque no pudo menos que recibir impresiones innumerables e imperecederas de

la ciudad donde nació, la tierra y la ciudad de su corazón eran Palestina y Jerusalén; y los héroes de su imaginación no fueron Curcio y Horacio. Hércules y Aquiles, sino Abraham y José, Moisés, David, y Esdras. Al remontarse hasta el pasado, no fueron los anales oscuros de Cilicia donde él puso los ojos,

sino que contempló la corriente clara de la historia de los judíos hasta sus fuentes en Ur de los Caldeos; y cuando pensaba en el futuro, la visión que se levantaba delante de él era el reino del Mesías entronizado en Jerusalén y gobernando las naciones con vara de hierro.

El sentimiento de pertenecer a la aristocracia espiritual lo .elevaba sobre la mayoría de aquellos entre quienes vivía, y se profundizó más en él por lo que vio de la religión del pueblo que le rodeaba. Tarso era

el centro de una forma del culto a Baal, de carácter imponente, pero por todo extremo degradante, y en ciertas estaciones del año era el escenario de festividades frecuentadas por toda la población de las re-giones vecinas, y acompañadas con orgías de un grado de abominación moral felizmente fuera del

alcance de nuestra imaginación. Por supuesto, un niño no pudo ver los abismos de este misterio de iniquidad, pero pudo ver bastante para huir de la idolatría con el oprobio peculiar a su nación y considerar

la pequeña sinagoga donde su familia adoraba al Santo de Israel como mucho más gloriosa que los brillantes templos de los paganos. Tal vez a esta primera experiencia podemos atribuir en cierto grado aquellas convicciones de los abismos en donde la naturaleza humana puede caer, y su necesidad de una

fuerza redentora omnipotente, que después formaron una parte tan fundamental de su teología y le dieron tanto estímulo en su obra.

Su educación

Ciudadanía romana. Al fin llegó el tiempo para decidir qué ocupación debía escoger el joven, momento crítico en la vida de todo hombre; y en la de éste, de una decisión trascendental. Quizá la

carrera más propia para él hubiera sido la de comerciante; porque su padre se ocupaba en el comercio, los negocios de la ciudad ofrecían precios espléndidos a la ambición mercantil, y la energía propia del joven habría garantizado un éxito brillante. Además su padre tenía una ventaja que darle, especialmente

útil para un comerciante: aunque judío, era ciudadano romano; y este derecho daría protección a su hijo en todas partes del mundo romano donde tuviera ocasión de viajar. No podemos decir cómo obtuvo este

derecho el padre; pudo ser comprado, ganado por servicios distinguidos al estado, o adquirido de otros varios modos; en todo caso, su hijo nació libre. Fue un valioso privilegio y demostró ser de gran utilidad para Pablo, aunque no de la manera que su padre esperó que lo usara. Pero se decidió que no debía ser

comerciante. La decisión puede haberse debido a las decididas opiniones religiosas de su padre, o a la ambición piadosa de su madre, o a su propia predilección; pero se resolvió que iría al colegio para ser un rabí; es decir, ministro, maestro y abogado, al mismo tiempo. Fue una sabia determinación en vista del

espíritu y capacidades del joven, y resultó ser de importancia infinita para el futuro de la humanidad.

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Fabricante de tiendas. Pero aunque así eludió las oportunidades que parecían llevarlo a un llamamiento secular, sin embargo, antes de ir a prepararse para la profesión sagrada, debía adquirir

algunas nociones en los asuntos de la vida: porque era costumbre entre los judíos, que todo joven, cualquiera que fuese la profesión que iba a seguir, debía aprender algún oficio como recurso en tiempo de necesidad. Esta era una costumbre sabia, porque daba empleo a los jóvenes en una edad en que la

molicie es demasiado peligrosa, y enseñaba, en cierto sentido, a los ricos y a los instruidos, los sentimientos de aquellos que tenían que ganar su pan con el sudor de su frente. El oficio a que se dedicó era uno de los más comunes en Tarso, la fabricación de tiendas de pelo de cabra, tejidos por los cuales

se había hecho célebre el distrito. Poco pensaron él y su padre, cuando comenzó a manejar el desagra-dable material, cuan importante iba a serle este oficio en los años subsecuentes. Llegó a ser el medio de

su sostenimiento durante sus viajes misioneros, y en el tiempo en que era esencial que los propagadores del cristianismo se sobrepusieran a las sospechas de motivos egoístas, este oficio lo capacitó para sostenerse en una posición de noble independencia.

Sus conocimientos de la literatura griega. Es natural preguntar si, antes de dejar el hogar para ir a obtener su educación como rabí, Pablo asistió a la Universidad de Tarso. ¿Bebió en los manantiales de saber que fluían del monte de Helicón antes de ir a sentarse junto a los que brotaban del de Sión? Del

hecho de consignar dos o tres citas de los poetas griegos se ha inferido que le era conocida toda la literatura de Grecia. Pero por otro lado se ha indicado que estas citas eran breves y comunes, tanto que

cualquiera que hablara griego tenía que usarlas alguna vez; y el estilo y vocabulario de sus epístolas no son de modelos de la literatura griega sino de los de la Septuaginta, la versión griega de las escrituras hebreas que estaba entonces en uso universal entre los judíos de la época de la dispersión.

Probablemente su padre hubiera considerado un pecado permitir que su hijo asistiera a una universidad pagana. Sin embargo, no es verosímil que creciera en un gran asiento de instrucción sin recibir alguna

influencia del tono académico del lugar. Su discurso en Atenas demostró que era capaz, cuando lo creía conveniente, de manejar un estilo mucho más elevado que el de sus escritos; y una inteligencia tan sutil no es admisible que permaneciera en ignorancia total de los grandes monumentos del lenguaje en que se

reflejaba. Hubo también otras impresiones que probablemente recibió de la ilustrada Tarso. Su universidad era

famosa por esas pequeñas disputas y nulidades que algunas veces turban la calma de los retiros

académicos; y es posible que el rumor de las tales haya podido dar el primer impulso al desdén por la astucia de los retóricos y las tempestuosas disputas de los sofistas, que forma un distintivo tan notable

de algunos de sus escritos. Las miradas de la juventud son claras y seguras, y, aunque joven, pudo haber percibido cuan

pequeñas son las almas de ciertos hombres y cuan mezquinas sus vidas, aun cuando sus bocas estén

llenas de la fraseología más bella. Su educación rabínica, Gamaliel. Su conocimiento del Antiguo Testamento. El colegio para la

educación de los rabíes judíos estaba en Jerusalén, y allí fue enviado Pablo, cerca de los trece años de edad. Su llegada a la Ciudad Santa pudo haber acontecido en el mismo año en que Jesús a la edad de doce la visitaba por primera vez; y las emociones dominantes del niño de Nazaret, en la primera visita a

la capital de su nación, pueden tomarse como un indicio de la experiencia no registrada del de Tarso. Para todo niño judío de disposición religiosa, Jerusalén era el centro universal —las pisadas de los profetas y reyes resonaban en sus calles; recuerdos sagrados y sublimes palpitaban en sus muros y

edificios— y brillaba en un horizonte de ilimitadas esperanzas. Sucedió que en este tiempo el colegio de Jerusalén era presidido por uno de los más notables

maestros que habían tenido los judíos. El tal fue Gamaliel, a cuyos pies Pablo nos dice que fue educado. Era llamado por sus contemporáneos la "Hermosura de la Ley", y aún es recordado entre los judíos como el Gran Rabí. Era un hombre de elevado carácter e ilustrado, un fariseo muy apegado a las tradiciones de

sus padres. Sin embargo, no era intolerante ni hostil a la cultura griega, como lo fueron algunos de los escrupulosos fariseos. La influencia de tal hombre en el despejado entendimiento de Pablo debe haber

sido muy grande; y aunque por algún tiempo el discípulo llegó a ser un intolerante celoso, sin embargo el ejemplo del maestro debe haber tenido algo que ver con la conquista que finalmente superó las preocupaciones.

El curso de instrucción que un rabí' tenía que sostener, era prolongado y peculiar. Consistía enteramente en el estudio de las Escrituras, y de los comentarios de los sabios y maestros acerca de ellas. Las palabras de las Escrituras y las sentencias de los sabios eran aprendidas de memoria; se tenían

discusiones acerca de puntos debatibles; y, merced a las numerosas cuestiones que les era permitido suscitar tanto a los discípulos como a los maestros, las inteligencias de los estudiantes se aguzaban y sus

opiniones se dilataban. Las relevantes cualidades de la inteligencia de Pablo que fueron conspicuas en su vida ulterior, su maravillosa memoria, la perspicacia de su lógica, la superabundancia de sus ideas, y su manera original de recurrir a cualquier asunto, se desplegaron por primera vez en esta escuela, y

excitaron, podemos creer, el ardiente interés de su maestro. Aquí él mismo aprendió mucho que le fue de gran importancia en su carrera subsiguiente. Aunque con

especialidad tenía que ser el misionero de los gentiles, también fue un gran misionero de su propio pueblo. En toda ciudad que visitaba donde había judíos se presentaba desde luego al público de la sinagoga. Su educación como rabí le aseguraba la oportunidad de hablar, y su familiaridad con los modos

de pensar y raciocinar de los judíos le habilitaba para dirigirse a sus oyentes de la manera más adaptada para asegurar su atención. Su conocimiento de las Escrituras le capacitaba para aducir pruebas de una autoridad que sus oyentes reconocían ser suprema. Además, estaba destinado a ser el gran teólogo del

cristianismo y el principal escritor del Nuevo Testamento. Ahora lo nuevo resultaba de lo antiguo; el uno es en todas sus partes la profecía y el otro el cumplimiento. Pero se requería una mente henchida, no

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sólo del cristianismo sino del Antiguo Testamento, para dar tal resultado, y en la edad en que la memoria tiene mayor poder de retención Pablo adquirió nociones tan sólidas del Antiguo Testamento que todo lo

que contiene estaba a su disposición. La fraseología antiguo testamentaria vino a ser el lenguaje de su pensamiento; literalmente él escribe en citas, y cita de todas partes con igual facilidad: de la ley, de los profetas y de los salmos. Así, fue el guerrero equipado con la armadura y las armas del Espíritu, antes de

saber en la defensa de qué causa habrían de emplearlas. Su desarrollo moral y religioso Entretanto, ¿cuál era su estado moral y religioso? Estaba estudiando para ser un maestro de la

religión. ¿Era él mismo religioso? No lo son todos los enviados por sus padres al colegio con objeto de prepararse para el servicio sagrado; y en cada ciudad del mundo la senda de la juventud está rodeada de

tentaciones que pueden arruinar la vida desde el primer momento. Algunos de los más grandes maestros de la iglesia, como San Agustín, han tenido que ver casi la mitad de su vida empañada y cicatrizada por el crimen o el vicio. Tal caída no afeó los primeros años de Pablo; cualesquiera que hayan sido las luchas

que en su pecho sostuvo con sus pasiones, su conducta siempre fue pura. En aquella época Jerusalén no era un lugar muy favorable para la virtud. Era la Jerusalén contra cuya santidad exterior, e interior depravación, nuestro Señor, unos pocos años después, arrojó tan duras cuanto merecidas invectivas; era

el asiento mismo de la hipocresía donde un joven de carácter algo débil podía aprender la manera de ganar las recompensas de la religión mientras evitaba sus cargas. Pero Pablo se preservó de estos

peligros, y después pudo declarar que había vivido en Jerusalén desde el principio en toda buena conciencia.

La ley. El había llevado consigo desde su hogar la convicción que forma la base de una vida religiosa,

es a saber, que las únicas recompensas que dignifican la vida son el amor y el favor de Dios. Esta convicción creció en él de una manera muy apasionada a medida que entraba en años, y preguntó a su

maestro cómo podía ganar tales recompensas. Era obvia la respuesta: guardando la ley. Y esa respuesta fue terrible; porque la ley significaba no solamente lo que entendemos por el término, sino también la ley ceremonial de Moisés, y las mil reglas añadidas a ella por los maestros judíos, cuya observancia hizo de

la vida una especie de purgatorio para toda conciencia delicada. Pero Pablo no era hombre que huyera de las dificultades. Él había puesto su corazón en el ventajoso favor de Dios, sin el cual esta vida le parecía un blanco y la eternidad, la tiniebla más oscura; y si este era el camino para llegar al término, él deseaba

recorrerlo. Sin embargo, en esto no solamente estaban comprendidas sus esperanzas personales; las esperanzas de su nación también dependían de ello, pues era la creencia universal de su pueblo que el

Mesías sólo vendría a una nación que guardara la ley, y aun se decía que si un hombre la guardaba perfectamente por un día tan sólo, su mérito traería a la tierra al rey que ellos esperaban. La educación rabínica de Pablo entonces lo encumbró en el deseo de ganar esta recompensa de rectitud, y al dejar el

colegio de Jerusalén hizo de esto el propósito de su vida. La resolución del estudiante solitario fue momentánea por el mundo; porque primero probó entre secretas agonías que este camino de salvación

era falso, y entonces quiso enseñar su descubrimiento a la humanidad. Partida de Jerusalén y regreso a ella. No podemos decir en qué año terminó la educación de Pablo

en el colegio de Jerusalén, ni adonde fue inmediatamente después. Los jóvenes rabinos después de

completar sus estudios salían a la manera que lo hacen hoy los estudiantes de teología, y comenzaban una obra práctica en diferentes partes del mundo judío. Tal vez regresó a Cilicia y allí practicó su vocación en alguna sinagoga. En todo caso, por algunos años estuvo a cierta distancia de Jerusalén y

Palestina, porque éstos fueron los mismos años en que se sintió el movimiento religioso de Juan el Bautista y el ministerio de Jesús, y es claro que Pablo no habría estado cerca sin verse envuelto en

alguno de estos movimientos, ya como amigo, ya como enemigo. No mucho tiempo después regresó a Jerusalén. En aquellos tiempos era para los más elevados

talentos rabínicos tan natural tender hacia Jerusalén como lo es en los nuestros para los talentos

literarios y comerciales superiores tender hacia París o Londres. Llegó a la capital del judaísmo poco después de la muerte de Jesús; y fácilmente podemos imaginarnos las impresiones que recibiría de sus

amigos farisaicos, con respecto al evento y a la carrera de aquel modo terminado. No tenemos razón para suponer que tuviera todavía duda alguna de su propia religión. En verdad, de sus escritos inferimos que ya había pasado por varios conflictos mentales muy severos. Aunque la convicción permanecía firme

en su mente de que las bendiciones de la vida eran alcanzadas tan sólo por el favor de Dios, sin embargo, sus esfuerzos para alcanzar esta codiciada posición por la observancia de la ley no le habían satisfecho. Por el contrario mientras más se esforzaba por guardar la ley más activas venían a ser las

incitaciones del pecado dentro de él; su conciencia llegó a estar más oprimida con el sentimiento de la culpa; y la paz de un alma llena de reposo en Dios era la recompensa que pedía a sus esfuerzos. No

dudaba de las enseñanzas dadas en las sinagogas. Hasta entonces, esto para él tenía la misma autoridad que la historia del Antiguo Testamento, donde veía las figuras de los santos y profetas, los cuales eran la garantía de que el sistema que representaban debía ser divino, y tras el cual vio al Dios de Israel

revelándosele en el don de la ley. La razón por la que él creía que no había alcanzado la paz y comunión con Dios, era porque no había luchado bastante contra el mal de su naturaleza ni honrado bastante los

preceptos de la ley. ¿No había servicio, entonces, que completara todas las deficiencias y ganara esa gracia en la cual los grandes de otro tiempo habían estado firmes? Tal era el estado mental en que regresó a Jerusalén y se llenó de indignación y asombro al tener noticia de la secta que creía que Jesús,

el que había sido crucificado, era el Mesías del pueblo judío. Estado de la Iglesia Cristiana El cristianismo tenía sólo dos o tres años de existencia y se desarrollaba muy tranquilamente en

Jerusalén. Aunque aquellos que lo habían oído predicar en el Pentecostés habían llevado las nuevas de él a sus hogares, y por lo mismo a muchos distritos, sus representantes públicos, sin embargo, no habían

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dejado la ciudad de su nacimiento. En el principio las autoridades se habían inclinado a perseguirlo, y a rechazar a sus enseñadores cuando aparecieron en público. Pero cambiaron su opinión y actuando bajo el

consejo de Gamaliel resolvieron despreciarlo, creyendo que perecería si lo dejaban solo. Los cristianos por su parte, en cuanto les fue posible, incurrieron en pocas faltas; en lo externo de la religión continuaron siendo judíos estrictos y celosos de la ley, concurriendo al templo para el culto, observando

las ceremonias judaicas, y respetando a las autoridades eclesiásticas. Fue una especie de tregua que se concedió a los cristianos por un espacio corto para el crecimiento secreto. En sus cenaderos se reunían los hermanos para partir el pan y para orar a su Señor que había ascendido. Era un hermoso espectáculo.

La nueva fe había descendido a ellos como un ángel y fue derramada pura en sus almas, y alentó en sus humildes reuniones el espíritu de paz. Su mutuo amor no tenía límite; estaban llenos de la inspiración del

sentido revelador, y cuantas veces se reunían, su Señor invisible aparecía en medio de ellos. Era como el cielo sobre la tierra. Mientras Jerusalén proseguía al derredor de ellos en su curso ordinario de mundanalidad y rigidez eclesiástica, estas almas humildes se felicitaban entre sí con un secreto que no

ignoraban contenía las bendiciones de la humanidad y el futuro del mundo. Pero el reposo no había de durar mucho, y las escenas de paz pronto fueron invadidas con el terror y

la matanza. El cristianismo no podía tener tal descanso, porque hay en él una fuerza conquistadora del

mundo, que lo impele a todo peligro para propagarse, y la fermentación del nuevo vino del evangelio de libertad, era seguro, que tarde o temprano debía romper las formas de la ley judaica. Al fin se levantó en

la iglesia un hombre en quien estaban incorporadas estas tendencias agresivas. Este fue Esteban, uno de los siete diáconos que habían sido nombrados para velar sobre los negocios temporales de la sociedad cristiana. Era un hombre lleno del Espíritu Santo y poseía dones que la brevedad de su carrera bien podía

sugerir, pero que no permitía desarrollarse por sí mismos. Iba de sinagoga en sinagoga predicando el oficio mesiánico de Jesús, y anunciando el advenimiento de la libertad del yugo de la antigua ley. Se

encontró con los campeones de la ortodoxia judaica, pero no eran capaces de comprender su elocuencia y celo santo. Sobrepujados en argumentos, ellos empuñaron otra clase de armas y excitaron a las autoridades y al populacho al fanatismo sanguinario.

Una de las sinagogas en las cuales acontecieron disputas de esta clase, fue la de los cilicianos, los paisanos de Pablo. ¿Pudo éste haber sido un rabí en esta sinagoga y uno de los oponentes de Esteban en la argumentación? En todo caso cuando el argumento de la lógica fue cambiado por el de la violencia él

estaba al frente. Cuando los testigos que arrojaron las primeras piedras se desnudaban para su obra, pusieron sus vestidos a sus pies. Allí, en el teatro de aquella escena de salvajismo, en el campo del

asesinato judicial, vemos su figura que permanecía un poco apartada, y vivamente vuelta contra las masas de perseguidos no recordados en el registro de la fama; a sus pies la confusa mezcla de mantos de variadas clases, y ante su vista el santo mártir, de rodillas en el momento de morir y orando así:

"¡Señor, no les imputes tal pecado!". El perseguidor

Su celo en esta ocasión puso a Pablo prominentemente bajo el conocimiento de las autoridades. Es probable que procurara tener un asiento en el concilio, donde pronto después lo encontramos dando su voto contra los cristianos. De todos modos, este celo hizo que se le confiara la obra de la destrucción

completa del cristianismo, a lo cual ahora se habían resuelto las autoridades. El aceptó la proposición, porque creía que era la obra de Dios. Vio con más claridad que cualquier otro que el designio del cristianismo, si se propagaba con potencia, era trastornar todo lo que él consideraba más sagrado. La

anulación de la ley era, a sus ojos, la extinción del único medio de ser salvo, y la fe en un Mesías crucificado una blasfemia contra la esperanza divina de Israel. Además tenía un profundo interés personal

en la tarea. Hasta ahora se había esforzado en agradar a Dios, pero siempre sintió que sus servicios eran cortos; aquí hubo una oportunidad para recuperar todos los atrasos por medio de un espléndido acto de servicio. Fue la agonía de su alma lo que hizo enérgico su celo. En todo caso no era hombre que hiciera

las cosas a medias; y se arrojó temerario a su empresa. Terribles fueron las escenas que sucedieron. Voló de sinagoga en sinagoga y de casa en casa,

arrastrando hombres y mujeres, que fueron puestos en prisión y castigados. Parece que algunos fueron condenados a muerte y a los más infames ultrajes de la plebe; otros fueron obligados a blasfemar del nombre del Salvador. La iglesia de Jerusalén fue esparcida, y los miembros que escaparon de la ira del

perseguidor se desbandaron por los países y provincias vecinas. Parece demasiado llamar a esto el último período de la preparación inconsciente de Pablo para su

carrera apostólica, pero en verdad así fue. Al entrar en la carrera de perseguidor iba en derechura por la

línea del credo en el cual había sido educado, y esta era su reducción a lo absurdo. Además, por la obra de gracia de Aquel, cuya gloria más alta es traer del mal el bien, resultó que estos hechos tristes

engendraron en la mente de Pablo una humildad tan grande, una voluntad tal para servir al menor de los hermanos de quienes había abusado, y un celo por redimir el tiempo perdido que más tarde fueron los estímulos de su actividad en la nueva carrera que emprendió.

SU CONVERSIÓN La severidad de su persecución La esperanza del perseguidor era exterminar completamente el cristianismo. Pero él comprendía poco

de la índole de este último. No sabía que crece por la persecución, y que la prosperidad a menudo le ha

sido fatal, más la persecución nunca. "Los que eran esparcidos iban por todas partes predicando la palabra." Hasta entonces la iglesia había estado limitada dentro de los muros de Jerusalén; pero ahora,

en toda Judea y Samaria, y en la lejana Fenicia y Siria, el faro del evangelio comenzó a esparcir luz entre

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las tinieblas, y en muchos pueblos y aldeas dos y tres se reunían en un salón, para impartirse unos a otros el gozo del Espíritu Santo.

Podemos imaginarnos cuánta ira sentiría el perseguidor ante la noticia de estas erupciones del fanatismo que él había esperado demoler. Pero él no era persona capaz de darse por vencida, y resolvió perseguir a los que eran objeto de su odio aun en los más oscuros y apartados escondites. De

consiguiente, en cada ciudad, una después de otra, aparecía, armado con los aparatos del inquisidor, para llevar a cabo su sanguinario propósito. Habiendo oído que Damasco, la capital de Siria, era uno de los lugares donde los fugitivos habían encontrado refugio, y que llevaban adelante su propaganda entre

los numerosos judíos de aquella ciudad, él fue al príncipe de los sacerdotes, quien tenía jurisdicción sobre los judíos tanto fuera como dentro de Palestina, y obtuvo cartas que le autorizaban para perseguir y traer

atados a Jerusalén a todos los que allí encontrara que hubiesen aceptado el nuevo camino. Dando coces contra el aguijón Al verlo partir para un viaje que debía ser tan importante, es muy natural que nos preguntemos:

¿Cuál era el estado de su mente? Tenía inclinaciones nobles y corazón tierno; pero la obra en que estaba comprometido puede suponerse que sólo podría congeniar con hombres de los más brutales sentimientos. Entonces, ¿no había sentido algún remordimiento? Aparentemente no. Se nos dice que, al

andar por ciudades extranjeras en persecución de sus víctimas, se sentía excesivamente airado contra ellas; y cuando se dirigía a Damasco todavía respiraba amenazas y deseos de matanza. Estaba a cubierto

de la duda por medio de su reverencia hacia los objetos que corrían peligro con la herejía; y si tenía que actuar contra sus sentimientos naturales y ultrajarlos con la sangrienta misión, ¿no era su mérito tanto mayor?

Pero en su viaje la duda por fin asaltó su mente. Era un viaje muy largo, de más de 180 millas, y con los medios lentos y cansados de locomoción que entonces se usaban, tardan cuando menos seis días en

realizarlo. Una parte considerable de este tiempo temía que ocuparla en atravesar un desierto donde nada había que distrajera su mente y alterara su reflexión. La duda, pues, se levantó en esta inacción involuntaria. ¿Qué otra cosa puede significar la palabra con la que el Señor le saludó: "Dura cosa te es

dar coces contra el aguijón"? Esta figura de lenguaje fue tomada de la costumbre de los países orientales: el boyero lleva en la mano una garrocha terminada en aguda punta de hierro, de la cual se sirve para hacer andar al animal, para hacerlo pararse, cambiar de dirección, etc.; si el buey es rebelde,

da coces contra la garrocha, lastimándose y enfureciéndose con las heridas que recibe. Este es el vivo retrato de un hombre herido y atormentado por los remordimientos de su conciencia. Había algo en él

que se rebelaba contra la corriente de la humanidad, en la que su barquilla iba flotando, y le sugería que estaba peleando contra Dios.

No es difícil concebir de donde se levantaron estas dudas. El era discípulo de Gamaliel el abogado de

la humanidad y de la tolerancia, y quien había aconsejado al concilio que dejasen a los cristianos. El mismo era demasiado joven todavía para haber endurecido y acostumbrado su corazón a todo lo

desagradable de obra tan horrible. Por muy grande que fuera su celo religioso, la naturaleza no pedía menos que hablar por fin. Pero probablemente sus remordimientos se despertaron con especialidad a causa de la conducta de los cristianos. Él había oído la noble defensa de Esteban, y había visto brillar su

rostro como el de un ángel, en la Cámara del Consejo. Le había visto arrodillarse en el campo de la ejecución, y orar por sus asesinos. Sin duda en el curso de sus persecuciones había sido testigo de otras escenas parecidas. ¿Parecían estas gentes enemigas de Dios? Habiendo penetrado en sus hogares para

llevarlos a la cárcel, adquirió algunas ideas acerca de la vida social de los cristianos. Estas escenas de pureza y amor ¿podrían ser el producto del poder de las tinieblas? Aquella serenidad con que sus víctimas

iban al encuentro de su destino cruel ¿no parecía la misma paz por la que él había en vano suspirado? Los argumentos de los cristianos también deben haber hablado a una mente como la suya. El había oído a Esteban probar por las Escrituras que era necesario que el Mesías sufriese; y el tenor general de la

apologética de los primitivos cristianos demuestra que en su prueba deben haber apelado a pasajes como el 53 de Isaías, donde se predice una carrera al Mesías admirablemente parecida a la de Jesús de

Nazaret. El había oído de los labios' cristianos incidentes de la vida de Cristo que representaban un personaje muy diferente del que mostraban los retratos bosquejados por sus informadores fariseos; y las palabras que los cristianos citaban de su Maestro no sonaban como el lenguaje del fanático, como creía a

Jesús. Su visión de Cristo Tales son algunas de las reflexiones que agitaban al viajero mientras caminaba sumido en triste

meditación. Pero ¿no serían éstas meras sugestiones de la tentación, de la fantasía calenturienta de una mente cansada, o de un espíritu malo que quería retraerlo del servicio de Jehová? La vista de Damasco,

brillante como una joya en el corazón del desierto, lo sacó de su abstracción. Allí, en compañía de rabíes cariñosos, y en la excitación del esfuerzo, arrojaría de sí estos fantasmas nacidos con la soledad. Así pues so apresuró a caminar, y el sol de mediodía le alumbraba, urgiéndole a llegar a las garitas de la ciudad.

La noticia de la venida de Saulo había llegado a Damasco antes que él; y el pequeño rebaño de Cristo hacía oración para que se impidiera, si fuera posible, la aproximación del lobo que estaba en camino para

atacar el redil. Sin embargo, cada vez estaba más y más cerca; había llegado a la última jornada de su viaje, y a la vista del lugar que contenía sus víctimas crecía e! apetito por su presa. Pero el buen pastor había oído los gritos de su rebaño afligido, y se adelantó a encontrar al lobo por el bien de las ovejas.

Repentinamente, a mediodía, mientras que Saulo y su compañía cabalgaban hacia la ciudad bajo el ardiente sol siríaco, una luz, que debilitó aun el brillo del gran astro, resplandeció alrededor de ellos, un golpe hizo vibrar la atmósfera, y en un momento se hallaron postrados en tierra. Lo demás sólo fue para

Pablo. Una voz sonó en sus oídos: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?". Pablo miró hacia arriba y

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preguntó a la radiante figura que le había hablado: "¿Quién eres, Señor?". Y la respuesta fue: "Yo soy Jesús, a quien tú persigues".

El lenguaje en que Pablo se expresaba después al hablar de este suceso, nos prohíbe pensar que hubiera sido una mera visión de Jesús lo que él vio. La consideró como la última aparición del Salvador a sus discípulos, y la coloca en el mismo lugar que las apariciones a Pedro, a Santiago, a los once y a los

quinientos. Fue en realidad Cristo Jesús, investido de su humanidad glorificada, quien dejó su lugar, donde quiera que esté en los espacios del universo donde él está sentado en su trono mediador, para mostrarse a este discípulo electo, y la luz que sobrepujó a la del sol no fue otra que la gloria en que su

humanidad está envuelta. Las palabras dirigidas a Pablo suministran una evidencia incidental de esto. Esas palabras fueron dichas en hebreo, o más bien en arameo, la misma en que Jesús había

acostumbrado dirigirse a las multitudes en el lago y para conversar con sus discípulos en las soledades del desierto; y como en los días de su encarnación solía abrir su boca en parábolas, así ahora revistió su reprensión con una fuerte metáfora, "dura cosa te es dar coces contra el aguijón".

Efectos de su conversión sobre su pensamiento Sería imposible exagerar lo que pasó en la mente de Pablo en este solo instante. No es sino un modo

ordinario el que tenemos de dividir el tiempo por el reloj, en minutos y horas, días y años, como si cada

porción así medida fuera del mismo tamaño que otras de igual extensión. Esto puede adaptarse bastante bien para los fines comunes de la vida, pero hay medidas más finas para las que es completamente

inconducente. El tamaño real de cualquier espacio de tiempo debe medirse por la suma en cantidad y el valor en calidad de las experiencias adquiridas por el alma; ninguna hora es exactamente igual a otra, y hay simples horas que son más grandes que los meses. Así medido, este solo momento de la vida de

Pablo fue tal vez- más largo que todos sus años precedentes. El deslumbramiento de la revelación fue tan intenso que muy bien pudo haber fogueado el ojo de la razón y aun quemado la vista misma, como la luz

externa deslumbró los ojos de su cuerpo hasta la ceguedad. Cuando sus compañeros se recobraron y volvieron a su jefe, descubrieron que había perdido la vista, y tomándolo por la mano lo condujeron a la ciudad. ¡Qué cambio se efectuó! En vez del orgulloso fariseo que caminaba por las calles con la pompa de

un inquisidor, un hombre afligido, temblando, andando a tientas, pendiente de la mano de su guía, llega a la posada entre la consternación de los que lo recibieron, y tiene que pedir apresuradamente un cuarto donde pueda pedirles que lo dejen solo. Allí queda en medio de la oscuridad, abandonado a sus

meditaciones. Pero aunque la oscuridad reinaba exteriormente, en lo interior había luz. La ceguera le había venido

con el propósito de excluirlo de distracciones exteriores y hacerlo capaz de reconcentrarse en el asunto que se había presentado a su mirada interna. Por la misma razón, ni comió ni bebió por tres días. Estaba demasiado absorto en los pensamientos que se agrupaban en su mente de un modo rápido y continuo.

En estos tres días, puede decirse con seguridad, que obtuvo comprensión, cuando menos en parte, de todas las verdades que después proclamó al mundo, porque toda su teología no es más que la

explicación de su propia conversión. Su vida previa entera cayó en fragmentos a sus pies. A él mismo le pareció que, a pesar de sus imperfecciones, estaba en la línea de la voluntad de Dios. Pero muy lejos de esto, ella se había arrojado en oposición diametral de la voluntad y revelación de Dios, y ahora había sido

parada y rota en pedazos por la colisión. Aquello que le había parecido la perfección del servicio y obediencia, envolvió su alma en la culpa de blasfemia y sangre inocente. Tal había sido la consecuencia de buscar la justificación por las obras de la ley. En el mismo instante en que su justificación parecía al

fin haberse vuelto a la blancura tanto tiempo deseada, fue cogida en la llama de esta revelación, y tornada en tinieblas. Había sido un equivoco, pues, desde el principio hasta el fin. La justificación no

había de obtenerse por la ley, sino solamente la culpa y la condenación. Este era el resultado inequívoco, y llegó a ser uno de los polos de la teología de Pablo.

Pero mientras su teoría de la vida caía así en pedazos, con un estampido que por sí solo hubiera agita-

do su razón, en el momento mismo le sobrevino una experiencia contraria. Jesús de Nazaret le apareció sin cólera ni venganza, como se hubiera esperado que apareciera al enemigo mortal de Su causa. La

primera palabra hubiera sido una demanda de retribución, y su primera podría haber sido su última. Pero en vez de esto, su rostro había aparecido lleno de divina benignidad, y sus palabras de consideraciones para su perseguidor. En el momento en que la divina fuerza lo arrojó en tierra, se sintió circundado de

divino amor. Esta era la recompensa por la que en vano él había luchado todo el tiempo de su vida, y ahora la obtenía al descubrir que sus luchas habían sido combates contra Dios. Fue levantado de su caída en los brazos del amor divino; fue reconciliado y aceptado para siempre. Cuanto más pasaba el tiempo

tanto más seguro estaba él de esto. Sin esfuerzo, encontró en Cristo la paz y la fuerza moral que en vano había buscado. Y esto vino a ser el otro polo de su teología: que la justificación y la fuerza se encuentran

en Cristo, sin las obras de los hombres, por la mera confianza en la gracia de Dios y aceptación de su dádiva. Mucho más había entre estos dos extremos, y la adquisición de su contenido era cuestión de tiempo; pero el sistema del pensamiento de Pablo siempre ha girado dentro de estos polos.

Efectos de su conversión en su destino Los tres días de oscuridad no le vinieron sino después de conocer una cosa: que debía dedicar su vida

a la proclamación de estos descubrimientos. En cualquier caso lo mismo hubiera sucedido. Pablo nació propagandista, y no llegaría a ser el poseedor de verdad tan revolucionaria sin difundirla. Además, tenía un corazón ardiente, susceptible de ser conmovido por la gratitud; y cuando Jesús, de quien él

blasfemaba y cuya memoria había tratado de borrar del mundo, lo trató con divina benignidad, volviéndole de su existencia desastrosa y colocándole en aquella posición que ya le había parecido el premio de la vida, sintió que no podía menos que dedicarse a su servicio con todos sus poderes. Era un

exaltado patriota. Para él, la esperanza del Mesías había ocupado todo el horizonte del futuro; y cuando

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conoció que Jesús de Nazaret era el Mesías de su pueblo y el Salvador del mundo, se deducía naturalmente que debía gastar su vida en dar a conocer a este Mesías.

Pero su destino también le fue anunciado claramente desde el exterior. Ananías, con toda probabilidad el principal en la pequeña comunidad de los cristianos de Damasco, fue informado en visión del cambio que había acontecido en Pablo y enviado para restaurarle la vista y admitirle en la iglesia cristiana por el

bautismo. Nada más hermoso que la manera como este siervo de Dios se acercó al hombre que había venido a la ciudad para matarlo. Tan luego como conoció el estado del caso perdonó y olvidó todos los crímenes del enemigo, y se apresuró a recogerlo en los brazos del amor cristiano. Seguro como estaba

Pablo del perdón en su ser íntimo, debe haber sido para él gratísimo consuelo, al abrir de nuevo sus ojos a la luz del mundo externo, no encontrar contradicción alguna que empañara las visiones que había

tenido, sino, por el contrario, ver desde luego un rostro humano inclinándose a él con miradas de perdón y amor sincero. Aprendió de Ananías que había sido tomado por Cristo para ser el vehículo de Su nombre a gentiles y reyes y a los hijos de Israel. Aceptó la misión con devoción infinita, y desde entonces hasta la

hora de su muerte no tuvo más que una ambición: conseguir aquello para lo que Cristo Jesús le había adquirido.

SU EVANGELIO Su permanencia en Arabia

Cuando un hombre ha sido repentinamente convertido, como Pablo, por lo general es guiado por un fuerte impulso a dar testimonio de su caso. Tal testimonio es muy impresionante, porque es el de un

alma que está recibiendo sus primeras luces de las realidades del mundo invisible; y hay tal viveza en el informe que da de ellas, que produce los efectos irresistibles de la realidad y la evidencia. No podemos decir con certeza si Pablo se entregó de una vez a este impulso o no. El lenguaje del libro de los Hechos,

donde se dice que "luego predicó a Cristo en las sinagogas", nos conduciría a suponerlo. Pero apren-demos de sus escritos, que hubo otro impulso poderoso que al mismo tiempo tenía influencia sobre él; y es difícil averiguar a cuál de los dos obedeció primero. Este impulso fue el deseo de retirarse a la soledad

y profundizar el significado y los resultados de lo que le había acaecido. No sería extraño que él considerara esto como una necesidad. Había sido ejemplarmente leal a su primer credo y lo había

consagrado todo a él; pero verlo de repente despedazado debe haber sido cosa que le trastornó de un modo muy severo. La nueva verdad que le había iluminado fue tan penetrante y revolucionaria que no podía ser entendida de una vez en todas sus relaciones. Pablo era un pensador de nacimiento. No le era

suficiente experimentar alguna cosa; tenía que comprenderla y ajustaría a la estructura de sus convicciones. Por este motivo, inmediatamente después de su conversión, partió, según él mismo nos lo

dice, para Arabia. En verdad no expresa el objeto que le llevó allá; pero como no hay ningún registro de sus predicaciones en aquel país, y la declaración de su viaje se halla en medio de una vehemente defensa de la originalidad de su evangelio, podemos concluir con una muy considerable certeza, que se retiró con

el fin de comprender las relaciones y los detalles de la revelación de que había sido hecho poseedor. En el silencio de su retiro solitario formuló su importantísima consulta, y cuando volvió a los hombres, ya estaba en posesión de aquel juicio del cristianismo que tan peculiar le fue, y que más tarde formó el

tema de sus predicaciones. Hay alguna duda en cuanto al lugar preciso de su retiro, porque Arabia es una palabra de vago y

variable significado. Pero más probablemente denota la Arabia de las peregrinaciones, cuyo punto de cita principal! fue el Monte Sinaí. Era éste un recinto santificado por grandes memorias y por la presencia de varios de los prohombres de la revelación. Aquí Moisés había visto la zarza ardiendo, y se había

comunicado con Dios en la cima de la montaña. Aquí Elías se había retirado, perdida la esperanza, y bebido de nuevo en las fuentes de la inspiración. ¿Qué lugar hubiera sido más a propósito para las

meditaciones de este sucesor de aquellos hombres de Dios? En los valles donde el maná cayó, y a la sombra de las cumbres que habían ardido a los pies de Jehová, profundizó el problema de su vida. Es un gran ejemplo, pues la originalidad en la predicación de la verdad religiosa depende de la intuición solitaria

de ella. Pablo gozó de la especial inspiración del Espíritu Santo; pero esto no hizo innecesaria la actividad concentrada de su mente, sino la hizo más intensa; y la claridad y certidumbre de su evangelio fueron debidas a estos meses de meditación en el desierto. Su retiro puede haber durado un año o más; porque

entre su conversión y su partida final de Damasco, adonde volvió desde Arabia, pasaron tres años, y uno de ellos, a lo menos, fue empleado en el camino.

No tenemos registro detallado de cuáles eran los bosquejos de su evangelio, hasta un período muy posterior a éste; pero como dichos bosquejos, cuando se distinguen por primera vez, son sólo un trasunto de las características de su conversión, y como su intelecto trabajó mucho y poderosamente en

la interpretación de este evento en aquel período, no puede dudarse de que el evangelio bosquejado en las Epístolas a los Romanos y a los Calatas era en sustancia el mismo que había predicado desde el principio. Estamos seguros en inferir de estos escritos nuestra historia de sus meditaciones en Arabia.

El fracaso de la justificación humana El punto de partida del pensamiento de Pablo era todavía la convicción, heredada de generaciones

piadosas, de que el verdadero fin y la felicidad del hombre consisten en gozar del favor de Dios. Este fin había de ser alcanzado por la justicia: solamente con los justos podía Dios estar en paz; y solamente a ellos podía favorecer con su amor. Por esta razón, alcanzar la justicia debía ser el móvil principal del

hombre. Pero el hombre no había alcanzado la justicia, y por ello había perdido el favor de Dios, y se había

expuesto a su ira. Pablo prueba esto llamando la atención hacia el cuadro de la historia de los hombres en los tiempos pre-cristianos, en sus dos grandes secciones, la de los gentiles y la de los judíos.

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El fracaso de los gentiles.- Los gentiles fracasaron. Podía, en verdad, suponerse que no habían tenido las condiciones preliminares para buscar la justicia, porque no gozaron de la ventaja de una revelación

especial. Pero Pablo sostiene que aun los gentiles conocen bastante de Dios para tener conciencia del deber de buscar la justicia. Hay una revelación natural de Dios en sus obras, y en el íntimo sentido humano, suficiente para iluminar a los hombres en cuanto a este deber. Pero los gentiles, en vez de

hacer uso de esta luz, la extinguieron culpablemente. No quisieron retener a Dios en su conocimiento ni conformarse con las restricciones que esta sola noción les imponía. Corrompieron la idea de Dios para proporcionarse los goces de una vida inmoral. La venganza de la naturaleza vino sobre ellos en el

oscurecimiento y la confusión de sus inteligencias. Cayeron en la insensatez de cambiar la naturaleza gloriosa e incorruptible de Dios en la imagen de hombres y bestias, aves y reptiles. A esta degeneración

intelectual siguió una degeneración moral más profunda. Dios, cuando ellos le abandonaron, les aban-donó a ellos también; y cuando su gracia restrictiva fue quitada, cayeron en los abismos de la podredumbre moral. La concupiscencia y la pasión les dominaron, y su vida llegó a ser una masa de

enfermedades morales. Hacia el fin del primer capítulo de la epístola a los Romanos las características de su condición son bosquejadas en colores que podían haberse tomado de la habitación de los demonios, pero que fueron tomados literalmente, como se prueba con toda claridad por las páginas aun de los

historiadores gentiles, de la condición de las naciones paganas cultas en aquel tiempo. Esta, entonces, era la historia de una mitad del género humano: había caído enteramente de la justicia, y se expuso a la

ira de Dios, que es revelada del cielo contra toda injusticia de los hombres. El fracaso de los judíos. — Los judíos componían la otra mitad del mundo. ¿Habían tenido éxito donde

los gentiles habían fracasado? Gozaron, en verdad, de grandes ventajas sobre los gentiles, porque

poseyeron los oráculos de Dios, en los cuales la naturaleza divina fue exhibida en una forma que la hizo inaccesible a la perversión humana, y la ley divina fue escrita con igual claridad en la misma forma. ¿Pero

habían aprovechado estas ventajas? Una cosa es saber la ley, y otra cumplirla; y la justicia consiste en cumplirla, no en saberla. Entonces, ¿habían cumplido la voluntad de Dios, la cual conocieron? Pablo había vivido en la misma Jerusalén en donde Jesús atacó la corrupción e hipocresía de los escribas y fariseos;

había examinado íntimamente las vidas de los representantes de su nación; y no vacila en acusar a los judíos en masa de los mismos pecados que a los gentiles; va todavía más allá: dice que por ellos el nombre de Dios fue blasfemado entre los gentiles. Se jactaban de su conocimiento, y de ser los que

llevaban la antorcha de la verdad, cuya llama resplandeciente sacó a luz los pecados de los paganos. Pero su religión era una crítica amarga de la conducta de otros. Se olvidaron de examinar su propia

conducta a la luz de la misma antorcha; y mientras repetían, "no hurtes", "no cometas adulterio", y una multitud de otros mandamientos, ellos mismos eran culpables de estos pecados. En estas circunstancias, ¿qué bien reportaban de sus conocimientos? Solamente les condenaron más; porque su pecado era en

contra de la luz. Mientras los paganos conocían tan poco que sus pecados eran comparativamente inocentes, los pecados de los judíos eran conscientes y presuntuosos. La superioridad de que se jactaban

se convirtió por esta razón en inferioridad. Fueron mucho más condenados que los gentiles a quienes despreciaron, y se expusieron a una maldición más pesada.

La caída, la causa fundamental del fracaso.- La verdad es que tanto los gentiles como los judíos

habían fracasado por una misma razón. Seguid estas dos corrientes hasta los manantiales de su origen y llegaréis a un punto donde no son dos corrientes sino una. y antes que la bifurcación aconteciera, algo había sucedido que predeterminó el fracaso de ambos. En Adán todos cayeron, y de él todos, tanto

gentiles como judíos, heredaron una naturaleza demasiado débil para alcanzar la justicia. La naturaleza humana es carnal ahora, no espiritual. Y por esto no es capaz de esta acción espiritual suprema. La ley

no pudo alterar esto; no tuvo poder creador para hacer de lo carnal espiritual; al contrario agravó el mal; en realidad, multiplicó las ofensas, porque su descripción plena y clara de los pecados, que hubiera sido una incomparable guía para la naturaleza normal y sana, se convirtió en tentación para la naturaleza

morbosa. El mismo conocimiento del pecado impele a hacerlo; el mismo mandamiento de no hacer alguna cosa es para la naturaleza enferma una razón de hacerla. Este fue el efecto de la ley: multiplicó y

agravó las transgresiones y este fue el intento de Dios. No que fuera el autor del pecado, sino que como un hábil médico, que algunas veces tiene que usar ciertas medicinas para madurar una llaga antes de curarla, así Dios permitió que los paganos siguieran su propio camino, y dio a los judíos la ley para que el

pecado de la naturaleza humana exhibiera todas sus cualidades inherentes antes de intervenir en su curación. La curación, sin embargo, fue su constante y real propósito; les encerró a todos bajo el pecado para tener de todos también misericordia.

La justificación de Dios La desesperación del hombre fue la oportunidad para Dios. No, en verdad, en el sentido de que

habiendo fracasado un modo de salvación, Dios inventara otro. La ley nunca, en su intento, había sido un modo de salvación; fue solamente un medio de ilustrar la necesidad de la salvación. Pero el momento en que esta demostración llegó a ser completa, fue la señal para que Dios manifestara el método que había

guardado en su consejo durante las generaciones de la prueba humana. Nunca había sido su intento permitir que el hombre fracasara en su verdadero fin, solamente dio tiempo para probar que el hombre

caído nunca podía alcanzar la justificación por sus propios esfuerzos; y cuando se hubo demostrado que la justificación del hombre era imposible, reveló su secreto, la justificación de Dios.

Este fue el cristianismo. Esta fue la suma, y éste fue el resultado de la misión de Cristo: conferir al

hombre, como un don gratuito, lo que es indispensable para su felicidad, pero que él mismo no ha podido alcanzar. Es un acto divino; es la gracia; y el hombre lo obtiene reconociendo que él mismo no ha podido alcanzarlo, y aceptándolo de Dios. Se obtiene por la fe solamente. Es la justificación de Dios por la fe en

Jesucristo para todos los que creen.

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Aquellos que así la reciben entran desde luego en la posesión de la paz y favor de Dios, que es en lo que consiste la felicidad humana y que fue el fin que tenía delante Pablo cuando se esforzaba en alcanzar

la justificación por la ley. "Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo, por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios". Es una vida brillante de gozo, paz, y esperanza la

que disfrutan aquellos que han llegado a conocer este evangelio. Puede haber pruebas en ella; pero cuando la vida del hombre descansa en la adquisición de su verdadero fin, las pruebas son ligeras, y todas las cosas actúan juntamente para bien.

Esta justificación de Dios es para todos los hijos de los hombres. No para los judíos solamente, sino para los gentiles también. La demostración de la incapacidad del hombre para alcanzar la justificación fue

hecha de acuerdo con el propósito divino en ambas secciones de la raza humana, y su cumplimiento fue la señal para la exhibición de la gracia de Dios igualmente a ambas. La obra de Cristo no fue para los hijos de Abraham, sino para los hijos de Adán. Como en Adán todos murieron, así todos en Cristo vivirán.

Los gentiles no tenían necesidad de sujetarse a la circuncisión y guardar la ley para poder ser salvos, porque la ley no era parte de la salvación; perteneció enteramente a la demostración preliminar del fracaso del hombre; y cuando había cumplido este servicio, estuvo lista para desaparecer. La única

condición humana de obtener la justificación de Dios, es la fe; y esta condición es tan accesible al gentil como al judío. Esta fue una deducción de la propia experiencia de Pablo. En su conversión había sido

tratado, no como judío sino como hombre. Ningún gentil hubiera tenido menos derecho de obtener la salvación por los propios méritos que él. Pero la ley, lejos de conducirle un solo paso hacia la salvación, le había apartado todavía más de Dios que a cualquier gentil, y le había arrojado en una condenación más

profunda. Entonces, ¿para qué aprovecharía a los gentiles estar colocados en tal puesto? Para obtener la justificación, en la cual ahora Pablo se regocijaba, no había hecho nada que no hubiera estado en el

poder de todo ser humano. Fue este amor universal de Dios, revelado en el evangelio, lo que inspiró a Pablo su ilimitada admira-

ción del cristianismo. Sus simpatías habían sido restringidas y limitadas a una concepción mezquina de

Dios. La nueva fe libertó su corazón y lo sacó al aire libre y puro. Dios vino a ser un nuevo Dios para él. Llama su descubrimiento el misterio que había sido escondido por edades y generaciones, pero que había sido revelado a él y a los demás apóstoles. Le pareció ser el secreto de los tiempos y estar destinado

para inaugurar una nueva era, mucho mejor que cualquiera otra que el mundo hubiera visto. Lo que los reyes y profetas no habían conocido, le había sido revelado a él. Se le presentó como la mañana de una

nueva creación. Dios ofrecía ahora a todos los hombres la suprema felicidad de la vida; aquella justificación por la que se habían esforzado en vano en las edades pasadas.

Este secreto de la nueva época, en realidad, no había sido totalmente ignorado en los tiempos anterio-

res. Había sido atestiguado por la ley y por los profetas. La ley pudo dar testimonio de él sólo negativa-mente, por la demostración de su necesidad. Pero los profetas lo anticiparon de un modo positivo. David,

por ejemplo, describió la bienaventuranza del hombre a quien Dios ha imputado la justificación sin obras. Todavía más claramente Abraham lo había anticipado. Fue un hombre que alcanzó la justificación, y no por las obras, sino por la fe. Creyó en Dios, y le fue imputado a él para justificación. La ley nada tenía

que ver con su justificación, porque no existió hasta cuatro siglos después; ni la circuncisión tenía que ver con ella, porque fue justificado antes que este rito se instituyera. En resumen, fue como hombre y no como judío que fue tratado por Dios, y Dios pudo tratar a cualquier ser humano de la misma manera. El

camino escabroso de la justificación legal, sagrado en concepto de Pablo, le había hecho pensar alguna vez que Abraham y los profetas lo habían recorrido antes que él. Ahora conoció que su vida de místico

gozo y sus salmos de santa calma fueron inspirados por experiencias muy diferentes, las cuales ahora estaban difundiendo la paz del cielo también en su corazón. Pero solamente los primeros rayos de la mañana habían sido vistos por ellos; el día perfecto había llegado en el tiempo de Pablo.

El descubrimiento de Pablo de este camino de la salvación fue una experiencia actual. Conoció simple-mente que Cristo, en el momento en que lo encontró, le había colocado en aquella posición de paz y

favor con Dios que tanto había buscado en vano; y en cuanto pasó el tiempo, sintió más y más que en esta posición estaba disfrutando la verdadera felicidad de la vida. De aquí en adelante su misión sería proclamar este descubrimiento en su realidad simple y concreta bajo el nombre de la justificación de

Dios. Pero un entendimiento como el suyo no pudo menos que preguntar cómo la posesión de Cristo había hecho tanto para él. En el desierto de Arabia estudió esta cuestión, y el evangelio que predicó después contenía la respuesta luminosa.

De Adán sus hijos reciben una triste doble herencia: una deuda de culpas que no pueden reducir, pero que, en cambio, está creciendo constantemente, y una naturaleza carnal incapaz de alcanzar la

justificación. Estas son las dos características de la condición religiosa del hombre caído, y son la doble fuente de todas sus miserias. Pero Cristo es un nuevo Adán, una nueva cabeza de la humanidad; y aquellos que están unidos con él por la fe llegan a ser herederos de una doble herencia de clase

precisamente opuesta. Por un lado, como por nuestro nacimiento en la línea del primer Adán heredamos la culpa inevitablemente, así por nuestro nacimiento en la línea del segundo conseguimos una herencia

ilimitada de méritos, que Cristo, como la cabeza de su familia, hace de propiedad común para sus miembros. Esto extingue la deuda de nuestra culpa y nos hace ricos en la justificación de Cristo. "Como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así por la obediencia del

otro los muchos serán constituidos justos". Por otro lado, de la misma manera que Adán trasmitió a su posteridad una naturaleza carnal alejada de Dios e incapaz para la justificación, así el nuevo Adán imparte a la raza, de la que es cabeza, aquella naturaleza espiritual inclinada hacia Dios y que se goza en

la justificación. La naturaleza del hombre, según Pablo, consta normalmente de tres elementos: cuerpo, alma y espíritu. En su constitución original, estos ocuparon relaciones definidas de superioridad y

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subordinación unos respecto de otros, siendo supremo el espíritu, inferior el cuerpo, y ocupando el alma una posición media. Pero la caída desarregló este orden, y todos los pecados consisten en la usurpación

por el cuerpo o el alma del lugar del espíritu. En el hombre caído, estas dos secciones inferiores de su naturaleza, que juntas forman lo que Pablo llama la carne, o sea aquel lado de la naturaleza humana que mira hacia el mundo y hacia el tiempo, han tomado posesión del trono y gobiernan completamente la

vida; mientras el espíritu, el lado del hombre que ve hacia Dios y hacia la eternidad, ha sido destronado y reducido a la condición de ineficacia y muerte. Cristo restaura la superioridad perdida del espíritu del hombre, tomando posesión de él por su propio Espíritu. Su Espíritu mora en el espíritu humano,

vivificándolo y sustentándolo con una fuera tan creciente que llega a ser más y más la parte suprema de la constitución humana. El hombre cesa de ser carnal y llega a ser espiritual. Es guiado por el Espíritu de

Dios y viene a estar más y más en armonía con todo lo que es santo y divino. Pero la carne no se sujeta fácilmente a la pérdida de la supremacía. Interrumpe y obstruye la marcha progresiva del espíritu, y lucha para volver a tomar posesión del trono. Pablo ha descrito con viveza terrible esta lucha en la que

todas las generaciones de los cristianos han reconocido los caracteres de su experiencia más profunda. Mas el resultado de la lucha no es dudoso. El pecado no volverá a tener dominio sobre aquellos en quienes el Espíritu de Cristo mora, ni les alejará de su posición en el favor de Dios.

Las peculiaridades notables del evangelio de Pablo Tales son los bosquejos sencillos del evangelio que Pablo trajo consigo de la soledad de Arabia, y que

después, con entusiasmo incansable predicó. Este evangelio no pudo menos que ser mezclado en su mente y en sus escritos con las peculiaridades de su propia experiencia como judío, y éstas hacen difícil para nosotros comprender su sistema en algunos de sus detalles. La creencia en la cual había sido

educado, de que ningún hombre podía ser salvo sin hacerse judío, y las nociones acerca de la ley, de las que tuvo que librarse, están muy distantes de nuestras simpatías modernas. Sin embargo, su teología no

pudo formularse en su entendimiento, sino en contraste con estas concepciones falsas. Esto posteriormente vino a ser todavía más inevitable cuando se encontró con sus antiguos errores sirviendo como lemas de un partido dentro de la misma iglesia cristiana contra el cual tuvo que hacer una larga y

obstinada guerra. Aunque este conflicto le forzó a expresar con mayor claridad sus opiniones, las embarazó con referencias a sentimientos y creencias que ahora han perdido su interés entre los hombres. Pero a pesar de estos obstáculos, el evangelio de Pablo sigue siendo una propiedad de valor

incalculable para la raza humana. Su investigación profunda del fracaso y de las necesidades de la naturaleza humana, su maravilloso desenvolvimiento de la sabiduría de Dios en la educación del mundo

pre-cristiano, y su presentación de la profundidad y universalidad del amor divino, figuran entre los elementos más notables de la revelación.

Pero es en su manera de concebir a Cristo en lo que el evangelio de Pablo lleva su corona

imperecedera. Los evangelistas bosquejaron con numerosas características de hermosura simple y conmovedora la manera de la vida terrestre del hombre Jesús, y en éstos se buscará el modelo de la

conducta humana; pero para Pablo fue reservada la tarea de hacer conocer en sus alturas y profundidades la obra que el Hijo de Dios cumplió como Salvador de la raza. Pocas veces se refiere a los incidentes de la vida terrestre de Cristo, aunque aquí y allí manifiesta que los conoció bien. Para él, Cristo

fue siempre el ser glorioso, brillando con el resplandor del cielo, que le había aparecido en el camino de Damasco, y el Salvador que le había elevado a la paz y gozo celestiales de la nueva vida. Cuando la iglesia de 'Cristo piensa en su Cabeza como libertador del alma del pecado y de la muerte, como

influencia espiritualizadora que siempre está con ella y actúa siempre en cada uno de los creyentes, y como Señor sobre todas las cosas, el cual vendrá otra vez aparte de pecado para salvación, lo hace en

formas de pensamiento dadas por el Espíritu Santo por instrumentalidad de Pablo.

LA OBRA QUE AGUARDABA AL OBRERO Ocho años de inactividad comparativa en Tarso Pablo estaba ahora en posesión de su evangelio, y conoció que la misión de su vida era predicarlo a

los gentiles. Pero todavía tuvo que esperar largo tiempo antes de comenzar su obra peculiar. Oímos poco de él por siete u ocho años. Y solamente podemos conjeturar cuáles pueden haber sido las razones de la Providencia al hacer esperar a su siervo tanto tiempo.

Puede haber habido razones personales para ello, relacionadas con la historia espiritual de Pablo, porque el esperar es un instrumento común de la disciplina providencial para aquellos a quienes ha sido

designada una obra extraordinaria. Una razón pública puede haber sido que Pablo era todavía demasiado antipático a las autoridades judaicas para ser tolerado en aquellas reuniones en que la actividad cristiana tenía influencia. Había tratado de predicar en Damasco donde ocurrió su conversión. Pero

inmediatamente fue forzado a huir de la furia de los judíos, y yendo de allí para Jerusalén y comenzando a testificar como cristiano encontró en dos o tres semanas demasiada oposición. No es de extrañarse; pues, ¿cómo hubieran podido los judíos permitir que el hombre que últimamente había sido el adalid

principal de su casa predicara la fe para cuya destrucción se le había empleado? Cuando huyó de Jerusalén dirigió sus pasos a Tarso, su ciudad natal, donde por años quedó en oscuridad. Sin duda dio

testimonio de Cristo a su familia, y hay algunas indicaciones de que llevó el evangelio a su provincia de Cilicia; pero si lo hizo, se puede decir que su obra era la de un hombre que trabaja en secreto, porque no estuvo en la corriente central ni visible del nuevo movimiento religioso.

Estas no son más que meras conjeturas motivadas por la penumbra histórica de aquellos años. Pero hubo una razón indudable y de la más grande importancia posible para la dilación de la carrera de Pablo.

En este intervalo aconteció aquella revolución, uña de las más importantes en la historia del género humano, por la cual los gentiles fueron admitidos a gozar privilegios iguales con los judíos en la iglesia de

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Cristo. Este cambio procedió del círculo originario de los apóstoles en Jerusalén; y Pedro, el principal de todos ellos, fue el instrumento para efectuarlo. Por medio de la visión del lienzo bajado del cielo con los

animales puros e impuros, que tuvo en Jope, fue preparado para la parte que había de tomar en este cambio, y admitió en la iglesia a Cornelio y su familia, un gentil incircunciso de Cesárea, por bautismo. Esta fue una innovación que envolvía incalculables consecuencias. Fue un preliminar necesario para la

obra misionera de Pablo, y los eventos subsecuentes demostraron cuan sabio fue el arreglo divino por el cual los primeros gentiles que entraron en la iglesia fueron admitidos por las manos de Pedro, y no por las de Pablo.

Pablo descubierto por Bernabé y llevado a Antioquia Su obra allí

Tan luego como este hecho aconteció, el campo estuvo listo para la carrera de Pablo e inmediatamente fue abierta una puerta para su entrada en él. Casi al mismo tiempo en que acontecía el bautismo de la familia gentil en Cesárea, un gran avivamiento brotó entre los gentiles de la ciudad de

Antioquia, capital de Siria. El movimiento había principiado con los fugitivos arrojados de Jerusalén por la persecución, y fue continuado con la sanción de los apóstoles, quienes enviaron de Jerusalén, para presidirlo, a Bernabé, uno de sus colaboradores de más confianza. Este hombre conoció a Pablo. Cuando

este último llegó a Jerusalén la primera vez después de su conversión, y trató de unirse con los cristianos de allí, todos tuvieron miedo de él, sospechando que los dientes y las garras del lobo estuv ieran ocultos

bajo el vellón del cordero. Pero Bernabé superó estos temores y sospechas, y habiendo tomado al nuevo convertido y oído su historia, creyó en él y persuadió a los demás a recibirle. La comunión comenzada así duró solamente dos o tres semanas en aquella época, puesto que Pablo tuvo que dejar Jerusalén; pero

Bernabé había recibido una profunda impresión de su personalidad y no se olvidó de él. Cuando fue enviado para presidir el avivamiento en Antioquia pronto se encontró embarazado con su magnitud y

sintió la necesidad de ayuda. Se le ocurrió la idea de que Pablo era el hombre que necesitaba. Tarso no estaba lejos, y allá se fue para buscarle. Pablo aceptó su invitación y volvió con él a

Antioquia.

La hora que había esperado había llegado, y se entregó a la obra de evangelizar a los gentiles con el entusiasmo de una gran naturaleza que al fin se encuentra en su propia esfera. El movimiento desde luego respondió a su actividad. Los discípulos llegaron a ser tan numerosos y prominentes, que los

paganos les dieron un nuevo nombre —el de cristianos— que, desde entonces, ha continuado siendo el título de su fe en Cristo; y Antioquia, una ciudad de medio millón de habitantes, llegó a ser el centro del

cristianismo, en lugar de Jerusalén. Pronto una gran iglesia se formó, y una de las manifestaciones del celo de que estuvo llena fue el propósito, que gradualmente se transformó en resolución entusiasta, de enviar misioneros a los paganos. Como consecuencia, Pablo fue designado para este servicio.

El mundo conocido en aquel periodo Al verle afrontando, al fin, la obra de su vida, detengámonos para hacer una breve revista del mundo,

al cual fue enviado a conquistar. Nada menos que esto se propuso. En el tiempo de Pablo el mundo conocido era tan pequeño que no parecía imposible que un solo hombre hiciera la conquista espiritual de él, especialmente cuando éste había sido preparado maravillosamente para enfrentar la nueva fuerza que

estaba a punto de atacarlo. Consistía en un disco estrecho de tierra que el mar Mediterráneo rodeaba. Este mar mereció en aquel

tiempo el nombre que llevaba, porque el centro de gravedad del mundo, que desde entonces ha

cambiado a otras latitudes, estaba en él. El interés de la vida humana estaba concentrado en los países del sur de Europa, la porción occidental de Asia, y una zona del norte de África, las que forman sus

orillas. En este pequeño mundo hubo tres ciudades que se dividieron entre sí los intereses de aquella época. Estas fueron Roma, Atenas y Jerusalén, las capitales de las tres razas, la romana, la griega y la judaica. Estas ciudades gobernaban en todos sentidos aquel antiguo mundo. Esto no significa que cada

una de ellas hubiera conquistado una tercera parte del círculo de la civilización, sino que cada una de ellas se había difundido en turno sobre todo él, y todavía lo dominaba, o, a lo menos, había dejado

señales imperecederas de su presencia. Los griegos. Los griegos fueron los primeros en tomar posesión del mundo. Fueron el pueblo de des-

treza y genio, los maestros perfectos del comercio, de la literatura y de las artes. En las épocas muy

primitivas desplegaron su instinto de colonización, y enviaron a sus hijos a conseguirse nuevas habitaciones por el Oriente y el Occidente, lejos de su hogar natal. Por fin, se levantó entre ellos uno que concentró en sí mismo las tendencias más fuertes de la raza, y que por la fuerza de las armas extendió el

dominio de Grecia hasta la frontera de la India. El vasto imperio de Alejandro Magno se rompió a su muerte, pero un resto de la vida e influencia griegas permaneció en todos los países por los cuales había

pasado la corriente de sus ejércitos conquistadores. Las ciudades griegas, tales como Antioquia en Siria y Alejandría en Egipto, florecieron en todo el Oriente; los comerciantes griegos abundaban en todos los centros del comercio; los maestros griegos enseñaron la literatura de su patria en muchas comarcas; y,

lo que es más importante, el idioma griego llegó a ser el vehículo general para la comunicación, entre las naciones, de los pensamientos más serios. Aun los judíos, en los tiempos del Nuevo Testamento, leyeron

sus propias Escrituras en una versión griega, habiendo muerto el original hebreo. Tal vez la lengua griega es la más perfecta que el mundo ha conocido, y hubo una providencia especial en su difusión completa, antes que el cristianismo necesitara un medio de comunicación internacional. El Nuevo Testamento se

escribió en griego, y dondequiera que los apóstoles del cristianismo viajaban, estaban en posibilidad de ser entendidos en este idioma.

Los romanos. En seguida tocó su turno a los romanos en la posesión del globo. Originalmente, los

individuos de una pequeña tribu, vecina de la ciudad que les dio nombre, se extendieron poco a poco, se fortalecieron y adquirieron tanta habilidad en el arte de la guerra y del gobierno, que llegaron a ser

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conquistadores irresistibles, marchando en todas direcciones para hacerse amos del mundo. Sujetaron a la Grecia misma y dirigiéndose al Oriente conquistaron los países que Alejandro y los que le sucedieron

habían gobernado. En realidad, todo el mundo conocido llegó a ser suyo, desde el Estrecho de Gibraltar hasta el más lejano Oriente. No poseyeron el genio de los griegos. Sus cualidades eran la fuerza y la justicia. Sus artes no eran las del poeta ni las del pensador, sino las del soldado y las del juez. Derribaron

las divisiones entre las tribus de los hombres y les obligaron a estar en paz unos con otros, porque todos igualmente estaban bajo el mismo gobierno de hierro. Cubrieron los países de caminos que los unían con Roma, y que fueron triunfos tan sólidos de ingeniería que algunos de ellos han permanecido hasta hoy.

Por estos caminos avanzó el mensaje del evangelio. De esta manera los romanos también demostraron ser los precursores del cristianismo, porque su autoridad en tantos países proporcionó a los primeros

propagadores facilidad de movimiento, y protección contra los caprichos e injusticias de los tribunales de ciertas localidades.

Los judíos. Entretanto, la tercera nación de la antigüedad también había completado su conquista del

mundo. Aunque no por la fuerza de las armas, los judíos, también se difundieron como los griegos y romanos lo habían hecho. Verdad es que por varios siglos habían soñado con la venida de un héroe guerrero, cuyo valor sobrepujaría al de los más célebres conquistadores gentiles. Pero nunca vino; y la

ocupación por los judíos de los centros de civilización tuvo que efectuarse de una manera más quieta. No ha habido cambio en las costumbres de ningún pueblo más extraordinario que el ocurrido en la raza

judaica, en el intervalo de cuatro siglos entre Malaquías y Mateo, del cual no tenemos registro en las sagradas Escrituras. En el Antiguo Testamento vemos a los judíos encerrados dentro de los estrechos límites de Palestina, ocupados principalmente en asuntos de agricultura, y guardándose con celo de toda

comunicación con las naciones extranjeras. En el Nuevo Testamento los encontramos todavía apegados con tenacidad desesperada a Jerusalén, y a la idea de su propio estado de separación. Pero sus

costumbres y habitaciones han cambiado completamente. Han abandonado la agricultura y se han entre-gado con actividad y éxito extraordinarios al comercio.

Y con este objeto en vista, se han difundido por todas partes, por África, Asia y Europa: y no hay

ciudad de importancia donde no se encuentren. Por cuáles pasos este cambio extraordinario se efectuó, sería largo y difícil de decir. Pero se había efectuado y el resultado fue de suma importancia en la historia primitiva del cristianismo. Donde quiera que los judíos se establecieran, tuvieron sus sinagogas, sus

Escrituras sagradas, su creencia inflexible en el único y verdadero Dios. No solamente esto; sus sinagogas, por todas partes agruparon prosélitos de los pueblos gentiles en derredor de ellas. Las

religiones paganas estaban en este período en un estado de postración completa. Las naciones más pequeñas habían perdido la fe en sus deidades, porque no habían podido defenderlas de los victoriosos griegos y romanos. Pero los conquistadores, por otras razones, habían perdido igualmente la fe en sus

propios dioses. Fue una época de escepticismo, decaimiento religioso y corrupción moral. Pero siempre ha habido hombres que desean un credo en que poder confiar. Estos andaban en busca de una religión, y

muchos de ellos encontraron refugio de los mitos degradantes e increíbles de los dioses del politeísmo, en la pureza y monoteísmo del credo judaico. Las ideas fundamentales de este credo son los fundamentos de la fe cristiana también. Donde quiera que los mensajeros del cristianismo viajaron, se

encontraron con personas con quienes tenían muchos conceptos religiosos en común. Sus primeros convertidos fueron judíos y prosélitos. La sinagoga fue el puente por el cual el cristianismo pasó a los paganos.

Los bárbaros y los cristianos. Tal fue, pues, el mundo al que Pablo fue enviado a conquistar. Fue un mundo lleno por todas partes de estas tres influencias. Pero hubo otros dos elementos en la

población, que proporcionaron numerosos convertidos para los primeros predicadores: los habitantes originarios de varios países, y los esclavos aprisionados en las guerras, o los descendientes de éstos, sujetos a ser cambiados de un lugar a otro, y vendidos según las necesidades o caprichos de sus amos.

Una religión cuya principal gloria era predicar las buenas nuevas a los pobres no rechazaría estas clases bajas; aunque el conflicto del cristianismo con las fuerzas del tiempo que tenían posesión del destino del

mundo naturalmente atrajo la atención, no debe olvidarse que sus mejores triunfos han consistido siempre en el alivio y mejoramiento de la condición de los humildes.

SUS VIAJES MISIONEROS El primer viaje

Sus compañeros. Desde el principio había sido costumbre de los predicadores del cristianismo, no ir solos en sus expediciones, sino de dos en dos. Pablo mejoró esta práctica, yendo generalmente con dos compañeros, uno de ellos joven, el cual tal vez tomó el cargo de los arreglos del viaje. En su primera

expedición sus compañeros fueron Bernabé y Juan Marcos, el sobrino de Bernabé. Ya hemos visto que Bernabé puede ser llamado el descubridor de Pablo. Y cuando partieron juntos en

este viaje, probablemente estuvo en condiciones de ser el patrón de Pablo, pues gozaba de mucha

consideración en la comunidad cristiana. Convertido aparentemente en el día de Pentecostés, había tomado una parte importante en los eventos posteriores. Fue un hombre de alta posición social,

propietario en la isla de Chipre, y lo sacrificó todo en aras del nuevo movimiento a que se había unido. En el ardor del entusiasmo que condujo a los primeros cristianos a partir sus propiedades unos con otros, vendió todo lo que tenía y puso el dinero a los pies de los apóstoles. Desde entonces estaba empleado

constantemente en la obra de la predicación, y tenía un don de elocuencia tan notable que fue llamado el "hijo de exhortación". Un incidente que ocurrió en la última parte de este viaje nos da una idea del

aspecto de los dos hombres. Cuando los habitantes de Listra los tomaron por dioses, llamaron a Bernabé Júpiter, y a Pablo Mercurio. En el arte antiguo, Júpiter fue representado siempre por una figura alta,

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majestuosa, y benigna, mientras Mercurio fue el pequeño y rápido mensajero del padre de los dioses y de los hombres. Probablemente les pareció por esto que Bernabé, por su figura grande, graciosa, y

paternal, era el jefe y director de la expedición, mientras Pablo, pequeño y ardiente, no era más que el subordinado. La dirección que tomaron fue la que se esperaba que Bernabé escogería naturalmente. Se fueron primero a Chipre, la isla en donde había tenido su propiedad, y donde muchos de sus amigos

todavía residían. Estaba a ochenta millas al sudoeste de Seleucia, el puerto de Antioquia, y pudieron llegar a ella en el mismo día en que dejaron a esta última ciudad, centro de sus operaciones.

Chipre. Pero aunque Bernabé parecía ser el jefe, este buen hombre probablemente conoció que las

humildes palabras del Bautista podían ser usadas por él mismo con referencia a su compañero: "A él conviene crecer, mas a mí menguar". De todos modos, tan pronto como su obra entrara en un período de

actividad, esta debía ser la relación entre ellos. Después de pasar por toda la isla, del oriente al occidente, evangelizando, llegaron a Pafo, su ciudad principal, y allí los problemas para cuya solución habían salido les encontraron en la más concreta forma. Pafo era el centro del culto de Venus, la diosa

del amor, la cual se dijo haber nacido de la espuma del mar en este mismo sitio, y su culto se caracterizó por el libertinaje y la disolución. Fue en pequeño la pintura de Grecia, sumida en la decadencia moral, Pafo fue el asiento del gobierno romano también, y en la silla proconsular sentábase un hombre, Sergio

Paulo, cuyo carácter noble, pero absolutamente falto de una fe sólida, demostraba la ineptitud de Roma en aquella época para satisfacer las mayores necesidades de sus mejores hijos. En la corte proconsular,

jugando con la credulidad del investigador, prosperaba un hechicero judaico, llamado Elimas, cuyas artes formaron el cuadro de las más bajas miserias a que el carácter judaico pudo descender. Toda la escena fue una especie de miniatura del mundo, cuyos males habían salido a curar los misioneros. En presencia

de tales exigencias, Pablo desplegó por primera vez los poderes superiores de que estaba dotado. Un acceso del Espíritu Santo le tomó y le capacitó para vencer todos los obstáculos. Redujo al hechicero

judaico a la vergüenza, convirtió al gobernador romano, y fundó en la ciudad una iglesia cristiana en oposición al templo griego. Desde aquella hora Bernabé ocupó el segundo lugar, y Pablo tomó su posición natural como jefe de la misión. Ya no leemos más, como antes, de Bernabé y Saulo, sino siempre de

Pablo y Bernabé. El subordinado había llegado a ser el jefe; y como para indicar que se había convertido en un nuevo hombre y tomado un nuevo puesto, ya no fue llamado por el nombre judaico de Saulo, que hasta entonces había llevado, sino por el nombre de Paulo (Pablo), que, a partir de allí, ha sido su

nombre entre los cristianos. El continente del Asia Menor. El movimiento que siguió vino a señalar tan claramente la elección

del nuevo jefe, como el anterior había fijado la del chipriota Bernabé. Cruzaron el mar hasta Perge, población a la mitad de la costa meridional de Asia Menor; luego pasaron hacia el norte, cien millas en el continente, y entonces hasta el este, hasta un punto casi directamente al norte de Tarso. Esta ruta les

condujo por una especie de semi-circuito, por los distritos de Panfilia, Pisidia, y Licaonia, que tocan por el oeste y norte con Cilicia, la provincia natal de Pablo. Así que, si se dio el caso de haber evangelizado ya a

Cilicia, ahora estaba extendiendo sus trabajos a las regiones más cercanas. La deserción de Marcos. En Perge, punto de partida de la segunda mitad del viaje, una desgracia

aconteció a la expedición: Juan Marcos desertó de sus compañeros y partió para su hogar. Puede ser que

la nueva posición asumida por Pablo le ofendió, aunque su generoso tío no sintió tal enemistad por aquello que fue la ordenanza de la naturaleza y la de Dios. Pero es más probable que la causa de su separación fuera el desmayo producido por la intuición de los peligros que había de encontrar. Estos

fueron tales que bien pudieron infundir terror aun en los corazones más resueltos. Más allá de Perge se levantaban las cimas cubiertas de nieve del monte Tauro, que habían de penetrar por estrechos

desfiladeros en los que debían cruzar, por débiles puentecillos, rápidos-torrentes, y en donde los castillos de los ladrones, que velaban para prender a los viajeros, estaban escondidos en posiciones tan inaccesibles, que aun los ejércitos romanos no habían podido exterminarlos. Cuando estos peligros

preliminares hubieron sido vencidos, la perspectiva de más allá no fue más atractiva. El país al norte del Tauro era una vasta mesa más elevada que las cumbres de las más altas montañas de Inglaterra,

contaba con lagos solitarios, masas irregulares de montañas y extensiones de desierto, donde la población era ruda y hablaba una variedad casi infinita de dialectos. Estas cosas llenaron de terror a Marcos y le hicieron volverse. Pero sus compañeros, llevando sus vidas en la mano, iban adelante. Para

ellos era suficiente saber que allí había una multitud de almas que perecían y que necesitaban la salvación de que ellos eran los heraldos. Y Pablo conoció que allí había una porción de su propio pueblo esparcida en estas distantes regiones de los paganos.

Antioquia en Pisidia, e Iconio. ¿Podemos concebir cuál fue su conducta en las ciudades que visitaron? Es difícil, ciertamente, representárnoslo. Al tratar de verlos con los ojos de la inteligencia

entrar en alguna población, naturalmente pensamos de ellos como de los más importantes personajes del lugar. Para nosotros su entrada es tan augusta como si hubieran sido llevados en un carro de triunfo. Muy diferente, sin embargo, fue la realidad. Entraban en una ciudad tan quieta y secretamente como dos

extranjeros cualesquiera, que alguna mañana pasasen por una de nuestras poblaciones. Su primer cuidado era conseguir alojamiento, y luego tenían que buscar trabajo, porque trabajaban en su ocupación

donde quiera que se hallaran. Nada podía ser más común. ¿Quién había de pensar que este hombre, cubierto del polvo del camino, yendo de la puerta de un fabricante de tiendas a la de otro, buscando trabajo, estaba llevando el porvenir del mundo bajo su capa? Cuando el sábado llegara, cesarían de

trabajar, como los otros judíos de la ciudad, y se reunirían en la sinagoga. Participarían en cantar los Salmos y en orar con los otros adoradores, y escucharían la lectura de las Escrituras. Después de esto el presbítero, quizá, preguntaría si alguno tenía palabra de exhortación que pronunciar. Esta sería la oportu-

nidad de Pablo. Se levantaría y con mano extendida comenzaría a hablar. Desde luego el auditorio reconocería los acentos del rabí educado, y la nueva voz ganaría su atención. Considerando los pasajes

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que habían sido leídos, pronto se juntaría con la corriente de la historia judaica hasta hacer el anuncio sorprendente de que el Mesías, esperado por sus padres y prometido por sus profetas, había llegado ya,

y que el que hablaba había sido enviado entre ellos como su apóstol. Entonces seguiría la historia de Jesús: era cierto que había sido rechazado por las autoridades de Jerusalén y crucificado, pero podía demostrarse que esto había acontecido de acuerdo con las profecías, y que su resurrección de la muerte

era una prueba infalible de que había sido enviado por Dios. Ahora había sido exaltado a ser Príncipe y Salvador para dar a Israel arrepentimiento y remisión de los pecados. Fácilmente podemos imaginar la sensación que produciría tal sermón de tal predicador, y el murmullo de conversaciones que se levantaría

de entre los congregantes después de su separación de la sinagoga. Durante la semana sería el tema de conversación en la ciudad, y Pablo estaría listo para platicar en su trabajo o en los momentos

desocupados de la tarde, con cualquiera que deseara recibir más informes. El siguiente sábado la sinagoga estaría llena, no de judíos solamente, sino también de gentiles que tendrían curiosidad de ver a los extranjeros. Y Pablo ahora descubriría el secreto de que la salvación por Jesucristo era, tanto para los

gentiles como para los judíos. Esta sería generalmente la señal para que los judíos contradijeran y blasfemaran, y volviéndose de ellos, Pablo se dirigiera a los gentiles. Pero entre tanto el fanatismo de los judíos se excitaría, y levantarían a la gente o asegurarían el interés de las autoridades contra los

extranjeros; y en un tempestuoso tumulto popular, o por decreto de las autoridades, los mensajeros del evangelio serían arrojados de la ciudad. Tal aconteció en Antioquia de Pisidia, su primera estación en el

interior del Asia Menor, y fue después muy frecuente en la vida de Pablo. Listra y Derbe. Algunas veces no escaparon con tanta facilidad. En Listra, por ejemplo, se

encontraron entre paganos rudos, que al principio quedaron tan encantados con las palabras atractivas

de Pablo y tan impresionados con la apariencia de los predicadores, que les tomaron por dioses, y estuvieron al punto de ofrecerles sacrificio, .Esto llenó a los misioneros de tal horror que rechazaron las

intenciones de la multitud con violencia. Una repentina revolución sucedió en el sentimiento popular, y Pablo fue apedreado y arrojado de la ciudad aparentemente muerto.

Tales fueron las escenas de excitación y peligro por las cuales tenían que pasar en esta región remota.

Pero su entusiasmo nunca flaqueó. Nunca pensaron en volverse. Cuando eran arrojados de una ciudad, iban a otra. Y por malo que fuera su éxito algunas veces, no abandonaban una ciudad sin dejar tras ellos una pequeña compañía de convertidos, tal vez unos pocos judíos, algunos prosélitos y cierto número de

gentiles. El evangelio encontró a aquellos para quienes había sido designado: a penitentes cargados con el pecado; almas no satisfechas con el mundo, ni con la religión de sus antepasados; corazones que

anhelaban la simpatía y el amor divinos; y "los que estaban ordenados para la vida eterna creyeron". Estos formaron en cada ciudad el núcleo de una iglesia cristiana. Aun en Listra, donde la derrota pareció ser completa, un pequeño grupo de corazones fíeles se reunió alrededor del cuerpo) molido del apóstol

fuera de las puertas de la ciudad. Eunice y Loida estuvieron allí con sus ministraciones tiernas, y el joven Timoteo, al mirar aquella cara pálida y sangrienta, sintió que su corazón estaba unido para siempre con

el héroe que había tenido el valor de sufrir hasta la muerte por su fe. En el amor intenso de tales corazones Pablo recibió compensación por el sufrimiento y la injusticia. Si,

como algunos suponen, el pueblo de esta región formó parte de las iglesias de Galacia, vemos en la

epístola dirigida a ellos la clase de amor que le tenían. Le recibieron, dice, como a un ángel de Dios y aun como a Jesucristo mismo. Estuvieron listos aun para sacarse los ojos y dárselos a él. Fueron de bondad ruda e impulsos violentos. Su religión nativa era de vivas y excitantes demostraciones, y llevaron estas

características a la nueva fe que habían adoptado. Se llenaron de gozo y del Espíritu Santo, y el avivamiento se extendió por todas partes con gran rapidez hasta que la palabra publicada por las

pequeñas comunidades cristianas se oyó por los declives del Tauro y los valles del Cestro y Halis. El ardiente corazón de Pablo no pudo menos que regocijarse en tal exhibición de afecto. Correspondió a ella, dándoles su más profundo amor. Las ciudades mencionadas en su itinerario son Antioquia en Pisidia,

Iconio, Listra y Derbe; pero cuando en la última de ellas había acabado su curso, y el camino se le abrió para descender por las puertas de Cilicia a Tarso y de allí a Antioquia, prefirió volver por el camino por

donde había ido. A pesar de los peligros más inminentes volvió a visitar todos estos lugares, para ver otra vez a sus amados convertidos y consolarles en presencia de la persecución; y ordenó presbíteros en todas las ciudades para que velaran sobre las iglesias durante su ausencia.

El regreso. Al fin, los misioneros bajaron de estos terrenos altos a la costa, y navegaron a Antioquia, de donde habían salido. Cansados con el trabajo y los sufrimientos, pero llenos de gozo por su buen éxito, aparecieron entre aquellos que los habían enviado y que sin duda los habían seguido con sus

oraciones. Como exploradores que volvían de encontrar un nuevo mundo, relataron los milagros de la gracia que habían presenciado en el mundo desconocido de los paganos.

El segundo viaje En su primer viaje, se puede decir que Pablo tan sólo probó sus alas porque dicho viaje, aunque

venturoso, se limitó enteramente a un círculo alrededor de su provincia natal. En el segundo, hizo una

expedición mucho más larga y peligrosa. En verdad, este viaje fue no solamente el más grande que llevó a cabo, sino tal vez el más importante de los registrados en los anales de la raza humana. En sus

resultados, sobrepujó la expedición de Alejandro el Grande, cuando llevó las armas y la civilización de Grecia hasta el corazón de Asia, la de César, cuando desembarcó en las costas de Bretaña, y aun la de Colón cuando descubrió el Nuevo Mundo. Sin embargo, cuando partió no tuvo idea de la magnitud que su

expedición había de asumir, ni aun de la dirección, que había de tomar. Después de gozar de un breve descanso al fin del primer viaje, dijo a sus compañeros: "Volvamos a visitar a los hermanos por todas las ciudades en las cuales hemos anunciado la palabra del Señor". Fue el anhelo paternal de ver a sus hijos

espirituales lo que le atraía. Pero Dios tuvo designios mucho más extensos, que se abrieron delante de Pablo conforme adelantaba.

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La separación de Bernabé. Desgraciadamente el principio de este viaje fue dañado por una disputa entre los dos amigos, que tenían la intención de hacerlo juntos. La ocasión de esta diferencia fue el

ofrecimiento de Juan Marcos de acompañarlos. Sin duda cuando este joven vio a Pablo y a Bernabé que volvían sanos y salvos de la empresa de la cual él había desertado, reconoció el error que había cometido, y ahora quiso repararlo uniéndose a ellos. Naturalmente Bernabé deseó llevar a su sobrino,

pero Pablo se negó absolutamente. Uno de ellos, hombre fácilmente accesible a la benevolencia, arguyó el deber de perdonar, y el efecto que produciría la repulsa; mientras que el otro, lleno de celo para Dios, presentó el peligro de colocar una obra tan sagrada en manos de uno en quien no podían tener confianza,

porque, "pie resbalador es la confianza en el prevaricador en tiempo de angustia". No podemos decir ahora quién de ellos tenía razón o si ambos habían errado en parte. Los dos, de todos modos, sufrieron

por la separación: Pablo tuvo que apartarse en enojo del hombre a quien probablemente debió más que a cualquier otro ser humano; y Bernabé fue separado del más grande espíritu de la época.

Nunca más volvieron a encontrarse; no fue debido, sin embargo, a la continuación de su disputa. El

calor de la pasión pronto se enfrió y el antiguo amor volvió. Pablo, en sus escritos, menciona con honra a Bernabé, y en la última de sus epístolas pide que Marcos venga a él a Roma, agregando especialmente que le es útil para el ministerio: es decir, para lo mismo de que había dudado antes con referencia a él.

Pero por lo pronto, la disputa les separó. Acordaron dividirse la región que habían evangelizado juntos. Bernabé y Marcos fueron a Chipre, y Pablo procuró visitar las iglesias en el continente. Llevó como

compañero a Silas en lugar de Bernabé, y no había hecho todavía mucho de su nuevo viaje, cuando se encontró con uno que ocuparía el lugar de Marcos. Este fue Timoteo, un convertido que había hecho en Listra, en su primer viaje; era joven y moderado, y continuó siendo el compañero fiel y el consuelo

constante del apóstol hasta el fin de su vida. La mitad del viaje no descrita.- En cumplimiento del propósito con que había salido, Pable comenzó

este viaje visitando de nuevo las iglesias en cuya fundación había tomado parte. Principiando en Antioquia, y siguiendo en dirección del noroeste, hizo este trabajo en Siria, Cilicia y otras partes, hasta que llegó al centro del Asia Menor, donde quedó cumplido el primer objeto de su viaje. Pero, cuando un

hombre está en el camino del deber, toda clase de oportunidades se abren ante él. Cuando Pablo hubo pasado por las provincias que antes había visitado, nuevos deseos de penetrar más allá comenzaron a arder en su pecho, y la providencia abrió el camino. Todavía fue adelante en la misma dirección por Frigia

y Galacia. Bitinia, una gran provincia situada a lo largo de la costa del mar Negro, y Asia, una provincia densamente poblada, en el oeste del Asia Menor, parecieron invitarle, y deseó entrar en ellas. Pero el

Espíritu, que guiaba sus pasos, le indicó, por medios desconocidos a nosotros, que estas provincias le estaban cerradas en aquel tiempo; y moviéndose adelante, en la dirección en la que su divino guía le permitió ir, se halló en Troas, ciudad en la costa noroeste del Asia Menor.

Así viajó desde Antioquia, en el sudeste, hasta Troas, en el noroeste del Asia Menor, evangelizando por todo el camino. Debe haber empleado meses, tal vez aun años; sin embargo, de este largo y

laborioso período no poseemos ningún detalle, excepto tal o cual noticia de su comunicación con los Gálatas, que podemos encontrar en su epístola a aquella iglesia. La verdad es que tan asombrosa como es la historia de la carrera de Pablo dada en los Hechos, este registro es muy breve e imperfecto; y su

vida estuvo mucho más llena de aventuras, de trabajos y de sufrimientos por Cristo, que lo que la narración de Lucas nos conduciría a suponer. El plan de los Hechos es decir solamente lo que fue más nuevo y característico en cada viaje; pasa por alto, por ejemplo, todas sus visitas repetidas a los mismos

lugares. Así, hay grandes vacíos en su historia, que, en realidad, estuvieron tan llenos de interés como las porciones de su vida de las que tenemos una completa descripción. Hay una prueba asombrosa de

esto en una epístola que escribió dentro del período cubierto por los Hechos de los Apóstoles. Mencionando en su argumentación algunas de sus aventuras, pregunta:

"¿Son ministros de Cristo? yo más: en trabajos más abundante; en azotes sin medida; en cárceles

más; en muertes muchas veces; de los judíos cinco veces he recibido cuarenta azotes, menos uno; tres veces he sido azotado con varas; una vez apedreado; tres veces he padecido naufragio; una noche y un

día he estado en lo profundo de la mar; en caminos muchas veces; en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en la mar, peligros entre falsos hermanos; en trabajo y fatiga, en muchas vigilias en

hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y en desnudez; sin otras cosas además, lo que sobre mí se agolpa cada día, la solicitud de todas las iglesias". Ahora, de las aventuras de este catálogo extraordinario, el libro de los Hechos menciona muy pocas: de las cinco veces que fue azotado por los

judíos no cita ninguna; de las tres veces que fue castigado por los romanos, solamente una; registra la vez que fue apedreado, pero ninguno de los tres naufragios, porque el naufragio detallado en los Hechos

aconteció más tarde. No era parte del designio de Lucas exagerar la figura del héroe que estaba retratando. Su breve y modesta narración es más corta que la misma realidad, y al pasar por las pocas y simples palabras en que condensa la historia de meses o años, nuestra imaginación requiere ser activa,

para llenar el bosquejo con trabajos y labores a lo menos iguales a aquellos cuya memoria se ha conservado.

Viaje a Europa. Pareciera que Pablo llegó a Troas bajo la dirección del Espíritu sin conocimiento de la dirección que tomaría en seguida. Pero, ¿pudo dudar de cuál era el intento divino, cuando, mirando las aguas del Helesponto, vio las costas de Europa al otro lado? Estaba ahora dentro del círculo encantado,

donde por varios siglos la civilización había tenido su hogar, y no podía quedar enteramente ignorante de aquellas historias de guerra y empresas, ni de aquellas leyendas de amor y valor que han hecho esta parte del mundo para siempre brillante y querida al corazón del género humano. Sólo a cuatro millas de

distancia estaba el llano de Troya, donde Europa y Asia se encontraron en la lucha celebrada en el canto inmortal de Hornero. No muy lejos de allí Jerjes, sentado en un trono de mármol, revistó los tres millones

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de asiáticos con quienes trató de sujetar a Europa a sus pies. Por el otro lado de aquel estrecho estaban Grecia y Roma, los centros de donde habían salido la instrucción, el comercio, y los ejércitos que

gobernaban el mundo. ¿Podría su corazón, tan ambicioso por la gloria de Cristo, dejar de arder en el deseo de arrojarse sobre estos fuertes, o dudaría de que el Espíritu le guiaba en esta empresa? Conoció que Grecia, con toda su sabiduría, carecía de aquel conocimiento que hace sabio para la salvación; y que

los romanos, aunque fueron los conquistadores de este mundo, no conocían el modo de ganarse una herencia en el mundo venidero. Pero en su pecho llevaba el secreto que ambas requerían.

Puede haber sucedido que tales pensamientos, moviéndose vagos y confusos en su mente, se

proyectaran en la visión que tuvo en Troas; o ¿fue la visión la que primero despertó en él la idea de cruzar a Europa? Mientras dormía al arrullo del mar Egeo, vio un hombre parado en la ribera opuesta, la

que había visto antes de ir a descansar, llamándole y gritando: "Pasa a Macedonia y ayúdanos". Aquella figura representaba a Europa, y su grito demandando ayuda representaba la necesidad que ella tenía de Cristo. Pablo reconoció en todo esto un llamamiento divino; y el siguiente ocaso del sol que bañó el

Helesponto con su áurea luz brilló sobre el misionero sentado en la cubierta de un buque cuya proa se movía hacia la costa de Macedonia.

Durante este traslado de Pablo, de Asia a Europa, estaba verificándose una gran decisión providencial

que nosotros como hijos del Occidente no podemos recordar sin la más profunda gratitud. El cristianismo se levantó entre orientales y era de esperarse que se hubiera extendido primeramente a aquellas razas

con quienes los judíos estaban más relacionados; en lugar de haber venido hacia el Occidente, podría haber penetrado en el Oriente, podría haber llegado a Arabia, y haber tomado posesión de aquellas regiones donde la fe del Falso Profeta ahora levanta su bandera; pudiera haber visitado las tribus

errantes del Asia Central, y, atravesando los Himalayas, haber establecido sus templos a las orillas del Ganges, el Indus, y el Godavary; pudo haber caminado más allá hacia el Este para sacar a los millones

de China del frío secularismo de Confucio. Si así hubiera sucedido, los misioneros de la India y del Japón hoy día atravesarían el océano para venir a predicar a Inglaterra la historia de la cruz; pero la providencia confirió a Europa la superioridad, y el destino de nuestro continente se decidió al cruzar Pablo

el mar Egeo. Grecia - Macedonia. Como Grecia estaba más cerca de las costas de Asia que Roma, la conquista de

dicha nación para Cristo fue el gran móvil de su segundo viaje misionero. Como el resto del mundo en

aquel tiempo, encontrábase bajo el dominio de Roma, y los romanos lo habían dividido en dos provincias. Macedonia en el Norte y Acaya en el Sur, Macedonia fue, por consiguiente, el primer escenario de la

misión griega de Pablo. Estaba atravesada de oriente a occidente por un gran camino romano, por el cual viajó el misionero. Y los lugares de donde tenemos noticia de sus trabajos son Filipos, Tesalónica y Berea.

El carácter de los griegos en esta provincia septentrional estaba mucho menos corrompido que en la

más pulida sociedad del Sur. En el pueblo macedonio todavía existía algo de la fuerza y el valor que cuatro siglos antes habían hecho de sus soldados los conquistadores del mundo. Las iglesias que Pablo

fundó aquí le dieron mucho más consuelo que cualesquiera otras. Ninguna dé sus epístolas demuestra más gozo y cordialidad que las que escribió a los tesalonicenses y filipenses; y como escribió esta última ya muy avanzado en la carrera de su vida, su perseverancia en el evangelio debe haber sido tan notable

como la bienvenida que le dieron al principio. En Berea se encontró con una generosa sinagoga de judíos, la más rara experiencia que tuvo.

Una característica prominente de la obra en Macedonia fue la parte que tomaban en ella las mujeres.

En medio de la decadencia general de las religiones en este período, muchas mujeres en todas partes buscaban la satisfacción de sus instintos religiosos en la fe pura de la sinagoga. En Macedonia, tal vez a

causa de su profunda moralidad, estos prosélitos del sexo débil eran más numerosos que en cualquiera otra parte, de manera que acudieron en gran número a formar en las filas de la iglesia cristiana. Esto era un buen presagio; podemos decir que era la profecía del cambio feliz que la iglesia cristiana de las

naciones de Occidente había de producir en el destino de la mujer. Si el hombre debe mucho a Cristo, la mujer le debe aun más; la ha librado de la degradación de ser esclava o juguete del hombre, y la ha

levantado hasta ser su amiga e igual ante el cielo; mientras que, por otra parte, una nueva gloria ha sido añadida a la religión de Cristo, en la delicadeza y dignidad de que se hala investida por el carácter femenil. Estas cosas fueron vivamente ilustradas en los primeros pasos del cristianismo sobre el

continente europeo. La primera conversión fue la de una mujer; al celebrarse el primer culto cristiano en el suelo de Europa, el corazón de Lidia fue abierto para recibir la verdad, y el cambio que se operó en ella prefiguró lo que la mujer sería en aquel continente bajo la influencia del cristianismo. En la misma ciudad

de Filipos se veía, también al mismo tiempo, una imagen representativa de la condición de la mujer en Europa antes de que el evangelio llegara allí, en una pobre muchacha poseída de un espíritu de

adivinación y tenida en esclavitud por hombres que hacían su fortuna con la desgracia de ésta, y a quien Pablo sanó. Su miseria y su degradación eran un símbolo de la condición femenina desfigurada; mientras que el carácter dulce y benévolo de la cristiana Lidia era símbolo de la misma condición transfigurada.

Otra característica que hacía notables a las iglesias macedonias era el espíritu de liberalidad. Insistían en suplir las necesidades de los misioneros; y aun después que Pablo los había dejado, le enviaban

dádivas para cubrir sus gastos en otras ciudades. Mucho tiempo después, cuando él estaba prisionero en Roma, mandaron a Epafrodito, uno de sus maestros, con dones semejantes a los anteriores, y lo facultaron para quedarse con él asistiéndole. Pablo aceptó la generosidad de estos leales corazones,

aunque en otros lugares se hubiera deshecho las manos y hubiera dejado su descanso natural antes que aceptar tales favores. Además, su voluntad de dar no se debía a superioridad en riquezas; al contrario daban de su pobreza; estaban pobres cuando comenzaron, y los volvieron aún más pobres las

persecuciones que tenían que sufrir. Estas persecuciones fueron más severas después de que Pablo hubo salido, y duraron mucho tiempo. Por supuesto que en Pablo fue en quien primero se hicieron sentir.

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Aunque él tuvo tanto éxito en Macedonia, al fin le echaron fuera de las ciudades como lo peor de todas las cosas; esto era generalmente hecho por los judíos que, o fanatizaban a las turbas y las excitaban

contra él, o le acusaban ante las autoridades romanas de estar introduciendo una nueva religión, turbando la paz, o proclamando un rey que sería rival de César. Ellos no querían entrar en el reino de los cielos ni podrían sufrir que otros entraran.

Pero Dios protegió a su siervo. En Filipos le libertó de la prisión por un milagro físico, y por un milagro de gracia, todavía más maravilloso, efectuado en su cruel carcelero; y en otras ciudades le salvó por medios más naturales. A pesar de la amarga oposición, varias iglesias fueron fundadas en ciudad tras

ciudad, y de éstas, las buenas nuevas pasaron a toda la provincia de Macedonia. Acaya. Cuando al dejar a Macedonia Pablo caminó al sur con dirección a Acaya, entró en la verdadera

Grecia, el paraíso del genio y del renombre. La memoria de la grandeza del país se levantó a su derredor en el camino. Al partir de Berea pudo ver tras de sí las nevadas cumbres del monte Olimpo, donde se suponía habitaban las deidades de Grecia. Pronto estuvo cerca de las Termópilas, donde los trescientos

inmortales permanecieron firmes contra millares de bárbaros; y a la terminación de su viaje veía delante de él la isla de Salamina, donde otra vez la Grecia fue salvada de destrucción por el heroísmo de sus hijos.

Atenas. El destino de Pablo era Atenas, la capital del país. Al entrar en la ciudad no pudo ser insensible a los grandes recuerdos estrechamente unidos a sus calles y monumentos. Aquí la inteligencia

humana había brillado con un esplendor que no ha exhibido nunca en otra parte. En la edad de oro de su historia Atenas poseía muchos más hombres del más alto genio que los que jamás hayan vivido en cualquiera otra ciudad. Hasta hoy, sus nombres llenan de gloria el suyo. Sin embargo, aun en el tiempo

de Pablo la viviente Atenas era cosa del pasado. Cuatrocientos años habían transcurrido desde su edad de oro, y en el curso de estos siglos había experimentado un triste decaimiento. Habían degenerado la

filosofía, la oratoria, el arte, la poesía. Vivía de su pasado. Sin embargo, aún tenía un gran nombre, y estaba llena de cierta cultura y saber. Abundaba en filósofos, así llamados, de diferentes escuelas, y en maestros y profesores de toda variedad de conocimientos; y millares de extranjeros de la clase rica,

reunidos de todas partes del mundo, vivían allí para estudiar o para satisfacer sus inclinaciones intelectuales. Todavía representaba para el visitante inteligente uno de los grandes factores en la vida del mundo.

Con la maravillosa adaptación que le capacitó para ser todas las cosas a todos los hombres, Pablo se adaptó a este pueblo también. En la plaza o en el lugar de los sabios entraba en conversación con los

estudiantes y filósofos, como Sócrates había acostumbrado hacerlo en el mismo lugar hacía cinco siglos. Pero Pablo encontró aún menos apetencia de la verdad que el más sabio de los griegos. En vez del amor a la verdad, una insaciable curiosidad intelectual poseía a los habitantes. Esta los hizo bastante

complacientes para tolerar a cualquiera que les presentara una nueva doctrina: y entre tanto que Pablo desarrollaba la parte meramente especulativa de su mensaje, le escuchaban con placer. Su interés

pareció aumentar y al fin una multitud de ellos le llevaron al Areópago, el centro mismo de los esplendores de su ciudad, y le pidieron una presentación completa de su fe. Cumplió con sus deseos, y en el magnífico discurso que allí pronunció, gratificó muy satisfactoriamente su gusto peculiar, al

desenvolver en oraciones de la más noble elocuencia las grandes verdades de la unidad de Dios y la unidad de los hombres que forman la base del cristianismo. Pero cuando avanzó de estos preliminares a tocar la conciencia de su auditorio y a hablarles de su propia salvación, le abandonaron todos.

Partió de Atenas, y nunca volvió a ella. En ninguna parte había fracasado tan completamente. Solía sufrir la más violenta persecución y reanimarse con corazón alegre; pero hay algo peor que la

persecución para una fe tan vehemente como era la suya. Y aquí lo encontró. Su mensaje no despertó ni interés ni oposición. Los atenienses nunca pensaron en perseguirle; simplemente no hicieron caso de lo que dijo "este palabrero"; y tan frío desdén le cortó más severamente que las piedras del populacho o las

varas de los lictores. Quizá nunca se había sentido tan desanimado. Cuando dejó a Atenas pasó a Corinto, la otra gran ciudad de Acaya; y él mismo nos dice que llegó allí en flaqueza, y en temor, y en

mucho temblor. Corinto. Había en Corinto bastante del espíritu de Atenas para que estos sentimientos no

desaparecieran fácilmente. Corinto era la capital mercantil de Grecia y Atenas la intelectual. Pero los

corintios también estaban llenos de curiosidad disputadora e intelectual orgullo. Pablo temió tener una recepción semejante a la de Atenas; ¿pudo ser que estos fueran pueblos para quienes el evangelio no tuviera mensaje? Esta fue la difícil cuestión que le hizo temblar. Parecía no haber en ellos nada que el

evangelio afectara. Parecían no sentir necesidades que éste pudiera satisfacer. Hubo otros elementos de desmayo en Corinto. Era el París de los tiempos antiguos, una ciudad rica y

lujuriosa, enteramente entregada a la sensualidad. Se desplegaba el vicio sin vergüenza, en formas que infundieron desesperación en la mente purísima de Pablo. ¿Podrían los hombres rescatarse de las garras de vicios tan monstruosos? Además la oposición de los judíos se levantó con malignidad mayor que la

usual. Por fin tuvo que abandonar la sinagoga, y lo hizo con expresiones de los más fuertes sentimientos. ¿Iba el soldado de Cristo a ser arrojado del campo, y forzado a confesar que el evangelio no estaba

adaptado a la nación culta? Así le pareció. Pero vino un cambio. En el momento crítico Pablo fue visitado con una de aquellas visiones que solían

serle concedidas en las crisis más penosas y decisivas de su historia. El Señor le apareció en la noche,

diciéndole: "No temas, sino habla, y no calles. Porque yo estoy contigo, y ninguno te podrá hacer mal; porque yo tengo mucho pueblo en esta ciudad". El apóstol se reanimó y las causas del desmayo comenzaron a desaparecer. Se desplegó en oposición de los judíos cuando llevaron a Pablo con violencia

ante Galio, el gobernador impuesto allí por los romanos, pero fueron despedidos de su tribunal con ignominia y desdén. El mismo presidente de la sinagoga llegó a ser cristiano, y las conversiones

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multiplicáronse entre los corintios nativos. Pablo gozó el solaz de vivir bajo el techo de Áquila y Priscila, amigos leales, de su propia raza y ocupación. Permaneció año y medio en la ciudad y fundó una de las

más interesantes de sus iglesias, plantando así el estandarte de la cruz también en Acaya, y probando que el evangelio es el poder de Dios para salvación aun en los centros de la sabiduría del mundo.

El tercer viaje

Éfeso. Debe haber sido una historia conmovedora la que Pablo tenía que contar en Jerusalén y Antioquía, cuando volvió de su segunda expedición; pero no estaba dispuesto a dormir sobre sus laureles, y no mucho tiempo después emprendió su tercer viaje.

Era de esperarse que, habiendo en el segundo establecido el evangelio en Grecia, ahora dirigiera sus miradas a Roma. Pero si consultamos un mapa, observaremos que en medio, entre las regiones del Asia

Menor, que había evangelizado durante su primera campaña misionera, y las provincias de Grecia, en donde había establecido iglesias durante la segunda, hay un espacio, la provincia populosa del Asia, al Occidente del Asia Menor. A esta región se dirigió en su tercer viaje. Permaneciendo por tres años en

Éfeso, su capital, se puede asegurar que llenó este espacio y conectó las conquistas de sus anteriores campañas. En realidad, este viaje incluía, al principio, una visita a todas las iglesias anteriormente fundadas en Asia Menor, y al fin una violenta visita a las iglesias de Grecia; pero fiel a su plan de

detenerse solamente en lo que era nuevo en cada expedición, el autor de los Hechos sólo nos ha suministrado detalles con relación a Éfeso.

Esta ciudad era en aquel tiempo el Liverpool del Mediterráneo. Poseía un espléndido puerto en el que estaba concentrado el tráfico del mar que era entonces el camino real de todas las naciones; y como Liverpool tiene detrás de sí las grandes ciudades del Lancashire, así Éfeso tenía tras de sí y a su derredor

las ciudades que se mencionan con ella en las epístolas a las iglesias y en el libro de Apocalipsis: Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia, y Laodicea. Era una ciudad de vastas riquezas, y se había

entregado a toda clase de placeres; se recordará que su teatro e hipódromo eran de fama universal. Pero Éfeso era todavía más famosa como ciudad sagrada. Era el asiento del culto a la diosa Diana,

cuyo templo era uno de los más célebres altares del mundo antiguo. Dicho templo era inmensamente rico

y albergaba a un gran número de sacerdotes. Era lugar de concurso, en ciertas estaciones del año, de multitudes de peregrinos de las regiones vecinas; y los habitantes de la ciudad florecían ministrando de varias maneras a esta gente supersticiosa. Los plateros hicieron un oficio de la fabricación de pequeñas

imágenes de la diosa, semejantes a la que existía en el templo, y que se decía haber caído del cielo. Copias de los caracteres místicos grabados en esta antigua reliquia se vendían como encantos. Pululaban

en la ciudad los hechiceros, adivinos, interpretadores de sueños y otras muchas gentes de esta clase, que explotaban a los marineros, peregrinos y comerciantes que frecuentaban el puerto.

Polémica sostenida contra la superstición. El trabajo de Pablo tenía, por consiguiente, que asumir

la forma de polémica contra la superstición. Efectuó tan grandes milagros en el nombre de Jesús, que algunos de los engañadores judíos trataron de echar fuera demonios invocando el mismo nombre; pero el

atentado no les produjo más que una derrota. Algunos otros profesores de artes mágicas fueron convertidos al cristianismo y quemaron sus libros. Los vendedores de objetos de superstición veían que su industria se les escapaba de las manos. A tal grado llegó esto en una de las fiestas de la diosa, que los

plateros, cuyo tráfico en pequeñas imágenes se estaba arruinando, organizaron una revuelta contra Pablo, que se verificó en tal teatro y tuvo tanto éxito que le obligaron a salir de la ciudad.

Pero no salió antes de que el cristianismo se hubiera establecido firmemente en Éfeso, y el faro del

evangelio resplandeciera brillante en la costa asiática, correspondiéndose con el que fulguraba en las costas de Grecia, al otro lado del Egeo. Tenemos un monumento de su éxito en las iglesias establecidas

por todas las cercanías de Éfeso, a las que San Juan habló unos cuantos años después en el Apocalipsis; porque fueron probablemente el fruto indirecto de los trabajos de Pablo. Pero tenemos un monumento mucho más admirable de ello en la epístola a los Efesios. Este es, tal vez, el más profundo libro que hay.

Y, sin embargo, su autor esperaba evidentemente que los efesios lo entendieran. Si los discursos de Demóstenes, con su compacta y sólida demostración, entre cuyas articulaciones ni el filo de la hoja de

navaja se puede introducir, son un monumento de la grandeza intelectual de Grecia, que los escuchaba con placer; si los dramas de Shakespeare, con sus profundas opiniones de la vida y su lenguaje oscuro y complejo, son un testimonio de la fuerza intelectual de la época de Isabel, que podía gozarse en un lugar

de entretenimiento con tan sólidos asuntos; entonces la Epístola a los Efesios, que investiga las mayores profundidades de la doctrina de Cristo y que se eleva hasta las mayores alturas de la experiencia cristiana, es un testimonio del adelanto que los convertidos de Pablo habían alcanzado bajo su

predicación en Éfeso.

SUS ESCRITOS Y SU CARÁCTER Sus escritos Su principal período literario. Se ha hecho notar que el tercer viaje misionero de Pablo terminó con

una visita a las iglesias de Grecia. Esta visita duró varios meses, pero la historia de ella en los Hechos está incluida en dos o tres versículos. Es probable que no abundó en aquellos incidentes excitantes que

naturalmente inducen al biógrafo a entrar en detalles. Sin embargo, sabemos por otras fuentes que esa fue tal vez la época más importante de la vida de Pablo; pues durante este medio año escribió la más grande de todas sus epístolas, la de los Romanos, y otras dos de casi igual interés, la de los Calatas y la

segunda de los Corintios. Así hemos entrado en la porción de su vida más señalada por la obra literaria. Por grande que sea la

impresión de la notabilidad de este hombre, producida por el estudio de su historia —cuando se apresura de provincia en provincia, de continente en continente, sobre la tierra y el mar, en persecución del objeto

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a que se había dedicado— esta impresión se hace mucho más profunda cuando recordamos que, al mismo tiempo, fue el pensador más grande de su época, si es que no lo fue de cualquiera época, y que

en medio de sus trabajos exteriores estaba produciendo escritos que desde entonces han figurado entre las fuerzas intelectuales más poderosas del mundo, y cuya influencia crece todavía. Bajo este concepto, Pablo se levanta sobre todos los demás evangelistas y misioneros. Algunos de ellos pueden haberse

aproximado a él en ciertos respectos: Javier o Livingstone en el instinto de conquistar el mundo, San Bernardo o Whitefield en la consagración y actividad; pero pocos de estos hombres añadieron una sola idea nueva a las creencias del mundo, mientras Pablo, igualándoles en su línea especial, dio a la

humanidad un nuevo mundo de pensamientos. Si sus epístolas pereciesen, la pérdida para la literatura sería la más grande posible, con una sola excepción —la de los Evangelios— que registran la vida, las

palabras y la muerte de nuestro Señor. Ellas han estimulado la mente de la iglesia como ningún otro escrito lo ha hecho, y han esparcido en el suelo del mundo multitud de semillas, cuyo fruto es ahora la posesión general de los hombres. De ellas se han originado los lemas de progreso en todas las reformas

que la iglesia ha experimentado. Cuando Lutero despertó a Europa del sueño de los siglos, fue con una palabra de Pablo; y cuando, hace cien años, Escocia fue levantada de la casi completa muerte espiritual, fue llamada con la voz de hombres que habían vuelto a descubrir la verdad en las páginas de Pablo.

La forma de sus escritos. Sin embargo, al escribir sus epístolas, Pablo mismo puede haber tenido poca idea de la influencia que habían de tener en el futuro. Las escribió simplemente a demanda de su

obra. En el sentido más estricto de la palabra, fueron cartas escritas para responder a ocasiones particulares, y no escritos formales cuidadosamente proyectados y ejecutados con vista de la fama o del porvenir. Son buenas cartas, ante todo, producto del corazón; y fue el corazón ardiente de Pablo,

anhelando el bien de sus hijos espirituales, o alarmado por los peligros a que estuvieron expuestos, el que produjo todos sus escritos. Fueron parte de su trabajo diario. De la misma manera que volaba sobre

mar y tierra para visitar de nuevo a sus convertidos, o enviaba a Timoteo o a Tito para llevarles sus consejos y traerle noticias de cómo iban, así, cuando no pudo valerse de estos medios, enviaba una carta con el mismo propósito.

El estilo de sus escritos. Esto, parece, puede disminuir el valor de sus escritos; podemos inclinarnos a desear que en vez de tener el curso de su pensamiento determinado por las exigencias de tantas ocasiones especiales, y su atención distraída por tantas particularidades minuciosas, pudiera haber

concentrado la fuerza de su mente en la preparación de un libro perfecto, y explicado sus opiniones sobre los profundos asuntos que ocuparon su pensamiento en una forma sistemática. No puede sostenerse que

las epístolas de Pablo sean modelos de estilo. Fueron escritas con demasiada prisa y nunca pensó en pulir sus oraciones. A menudo, en verdad sus ideas, por la mera virtud de su delicadeza y hermosura, corren en formas exquisitas de lenguaje, o hay en ellas una emoción tal que les da espontáneamente formas de

la más noble elocuencia. Pero más frecuentemente su lenguaje es áspero y de formas rudas; es indudable que fue lo que primero le vino a la mano para expresar su pensamiento. Comienza oraciones y

omite el acabarlas, entra en digresiones y se olvida de volver a seguir la línea del pensamiento que había abandonado, presenta sus ideas en masa en lugar de fundirlas en coherencia mutua. Quizá cierta irregularidad conviene a la más alta originalidad. La expresión perfecta y el arreglo ordenado de las ideas

es un procedimiento posterior, pero cuando los grandes pensamientos salen por primera vez a luz hay cierta aspereza primordial en ellos. El pulimento del oro viene después: tiene que ser precedido por el arrancamiento del mineral de las entrañas de la tierra. En sus escritos Pablo arroja a la luz en bruto el

mineral de la verdad. Le debemos centenares de ideas que no habían sido expresadas antes. Después que el hombre original ha sacado su idea, el más ordinario escriba puede expresarla a otros mejor que el

que la originó. Así, por todos los escritos de Pablo se hallan materiales que otros pueden combinar en sistemas de teología y ética, y es el deber de la iglesia hacerlo; pero sus epístolas nos permiten ver la revelación en el mismo proceso de su nacimiento. Al leerlas cuidadosamente parece que somos testigos

de la creación de un mundo de verdades, y quedamos maravillados como los ángeles al ver el firmamento desenvolviéndose del caos, y la tierra extendiéndose a la luz. Tan minuciosos como son los

detalles de que a menudo tiene que tratar, toda su inmensa vista de la verdad es recordada en la discusión de cada uno de ellos, como todo el cielo es reflejado en una sola gota de rocío. ¿Qué prueba más impresionante de la fecundidad de su mente puede haber que el hecho de que, en medio de las

innumerables distracciones de su segunda visita a los convertidos griegos, escribiera, en medio año, tres libros tales como Romanos, Calatas, y el segundo a los Corintios?

La inspiración de Pablo. Fue Dios por su Espíritu quien comunicó esta revelación de la verdad a

Pablo. La misma grandeza y divinidad de ella suministran la mejor prueba de que no podía haber tenido otro origen. A pesar de esto, se presentó en la mente de Pablo con el gozo y el dolor del pensamiento

original; le vino por la experiencia, empapó y pintó las fibras todas de su mente y su corazón; y la expresión de ella en sus escritos está de acuerdo con su peculiar genio y circunstancias.

Su carácter

Sería fácil sugerir compensaciones en Va forma de los escritos de Pablo para las cualidades literarias que les faltan. Pero una de éstas prepondera tanto sobre todas las otras que es suficiente por sí misma

para justificar en este caso la manera de actuar de Dios. En ninguna otra forma literaria podríamos tener tan fiel reflejo del hombre en sus escritos. Las cartas son la forma más personal de la literatura. Un hombre puede escribir un tratado particular, una historia y hasta un poema, y esconder su personalidad

tras el escrito. Pero las cartas no tienen valor ninguno a menos que el escrito se muestre. Pablo está constantemente visible en sus cartas; podéis sentir palpitar su corazón en cada capítulo que escribió. Ha trazado su propio retrato —no sólo del hombre exterior sino de sus más íntimos sentimientos— como

ningún otro podría haberlo trazado. A pesar de la admirable pintura que Lucas hace en el libro de los Hechos, no es de él de quien aprendemos lo que Pablo en realidad era, sino de Pablo mismo. Las

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verdades que revela se ven todas constituyendo al hombre. Así como hay algunos predicadores que son más grandes que sus sermones, y la ganancia principal de los que les escuchan se obtiene en los

vislumbres que distinguen de una personalidad grande y santificada, así también lo mejor de los escritos de Pablo es Pablo mismo, o más bien la gracia de Dios en él.

La combinación de lo natural y lo espiritual. Su carácter presentaba una combinación admirable

de lo natural y lo espiritual. De la naturaleza había recibido una individualidad grandemente notable; pero el cambio que el cristianismo produjo no fue menos obvio en él. No es posible separar exactamente en el carácter de ningún hombre salvado lo que se debe a la gracia; porque la naturaleza y la gracia se

confunden dulcemente en la existencia redimida. En Pablo la unión de las dos fue notablemente completa, y, sin embargo, era claro que había en él dos elementos de diverso origen; y ésta es en

realidad la llave para estimar con éxito su carácter. Características de Pablo Su aspecto físico. Comencemos con lo que es más natural: su aspecto físico, que era una condición

importante para su carrera. Así como la falta del oído hace imposible la carrera musical, o la ausencia de la vista suspende los progresos de un pintor, así la carrera misionera es imposible sin cierto grado de energía física. A cualquiera que haya leído el catálogo de los sufrimientos de Pablo y observado la

facilidad con que se rehacía de los más severos para volver a su trabajo, se le ocurre que debe haber sido una persona de constitución hercúlea. Al contrario, parece haber sido de baja estatura y de una débil

constitución. Esta debilidad parece que se agravó algunas veces por enfermedades que le desfiguraron; y él sentía mucho la decepción que su presencia excitaría entre los extraños; porque todo predicador que ama su trabajo quisiera predicar el evangelio con todas las cualidades que concilian el favor de los

oyentes con el orador. Dios, sin embargo, usó su misma debilidad, lejos de lo que esperaba, para ganar la ternura de sus convertidos; y así, cuando estaba débil era fuerte, y aun en sus enfermedades era

capaz de gloriarse. Hay una teoría que se ha extendido bastante, acerca de que la enfermedad que le aquejaba muy a menudo era una fuerte oftalmía, que le producía un color rojo desagradable en los párpados; pero sus fundamentos no son seguros. Al contrario, parece que tenía un poder notable de

fascinar e intimidar a un enemigo con la perspicacia de su vista, como en la historia del hechicero Elimas, que nos trae a la memoria la tradición de Lutero, cuyos ojos, se dice, brillaban algunas veces de tal manera que los circunstantes apenas podían mirarlos. No hay fundamento ninguno para la idea de

algunos biógrafos recientes de Pablo, acerca de que su constitución era excesivamente frágil y crónicamente afligida por enfermedades nerviosas. Ninguno podría haber pasado sus trabajos —sufriendo

azotes, habiendo sido apedreado y torturado de muchas otras maneras, como lo fue él—' sin tener una constitución excepcionalmente sana y fuerte. Es verdad que algunas veces se hallaba postrado por la enfermedad y hecho pedazos por los actos de violencia a que estaba expuesto; pero la rapidez con que

se recuperaba en estas ocasiones prueba que tenía una gran cantidad de energía vital. Y ¿quién duda de que, cuando su cara se impregnaba de amor tierno para pedir que los hombres se reconciliaran con Dios,

o cuando se encendía de entusiasmo al anunciar su mensaje, haya poseído una belleza noble muy superior a la mera regularidad de las facciones?

Su actividad. Hubo mucho de natural en otro elemento de su carácter, del cual éste dependía en

gran parte: su espíritu de actividad. Hay muchos hombres que desean crecer donde han nacido. Les es intolerable tener que cambiar sus circunstancias y tener relaciones con nueva gente. Pero hay otros que desean cambiar de continuo su estado. Son las personas designadas por la naturaleza para ser

emigrantes y exploradores, y si se dedican al trabajo del ministerio son los mejores misioneros. En los tiempos modernos ningún misionero ha tenido este espíritu de aventuras en el mismo grado que el

lamentado héroe David Livingstone. Cuando por primera vez fue al África, encontró a los misioneros reunidos en el Sur del continente, apenas dentro de los límites del paganismo. Tenían sus casas y jardines, sus familias, sus pequeñas congregaciones de nativos, y estaban contentos. Pero desde luego

Livingstone avanzó más allá de los demás, hacia el corazón del paganismo, y los sueños de regiones más distantes nunca cesaron de poblar su imaginación, hasta que al fin comenzó sus viajes extraordinarios

por millares de millas en un país en el que jamás había estado misionero alguno; y cuando la muerte le sorprendió todavía estaba avanzando. La naturaleza de Pablo fue de la misma clase, llena de valor para las aventuras. Lo desconocido en la distancia, en vez de hacerle desmayar, le atrajo. No se contentaba

con edificar sobre los fundamentos de otros hombres, sino que constantemente se apresuraba a ir a suelo virgen, dejando las iglesias para que otros las edificasen. Creía que si se encendía la lámpara del evangelio aquí y allí sobre vastas extensiones, la luz por su propia virtud se extendería en su ausencia. Le

gustaba contar las leguas que había viajado, pero su lema era "siempre adelante". En sus sueños veía hombres llamándoles a nuevos países. Siempre tenía en su mente un gran programa por ejecutar, y

cuando la muerte se aproximó, todavía estaba pensando en viajes a los más remotos rincones del mundo conocido.

Su influencia sobre los hombres. Otro elemento de su carácter, parecido al que acabamos de

mencionar, fue su influencia sobre los hombres. Hay algunos para quienes es penoso tener que abordar a un extraño, aun tratándose de asuntos urgentes, y la mayor parte de los hombres no están tranquilos

sino entre los suyos, o entre los hombres de su misma clase o profesión; pero la vida que Pablo había escogido le puso en contacto con hombres de todas clases, y tuvo constantemente que presentar a extraños los asuntos de que estaba encargado. Se dirigía a un rey o un cónsul en una ocasión, y en otra

a una compañía de esclavos o de soldados comunes. Un día tenía que hablar en la sinagoga de los judíos, otro entre una compañía de filósofos de Atenas, otro a los habitantes de alguna ciudad provincial lejos de los asientos de cultura. Pero pudo adaptarse a todos los hombres y a todos los auditorios: a los judíos

hablaba como rabí acerca de las Escrituras del Antiguo Testamento; a los griegos citaba las palabras de sus poetas; y a los bárbaros hablaba del Dios que da la lluvia del cielo y las sazones fructuosas, llenando

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nuestros corazones de alimento y gozo. Cuando un hombre débil o falso procura ser todas las cosas a todos los hombres, termina siendo nada a nadie. Pero Pablo, arreglando su vida por esta norma, halló

por todas partes entrada para el Evangelio, y al mismo tiempo ganó para sí mismo la estimación y amor de aquellos a quienes se adaptó. Si fue odiado amargamente por sus enemigos, nunca hubo un hombre amado más intensamente por los amigos. Le recibieron como a un ángel de Dios, aun como a Jesucristo

mismo, y estuvieron listos para sacarse sus ojos y dárselos a él. Una iglesia estuvo celosa de que otra le tuviera demasiado tiempo. Cuando no pudo hacer una visita al tiempo prometido, se enojaron como si les hubiera hecho una injusticia; cuando estaba despidiéndose de ellos, lloraban, se arrojaban a su cuello y

le besaban. Multitudes de jóvenes le rodeaban continuamente, listos para obedecer sus mandatos. En la grande/a del hombre estaba el secreto de esta fascinación, porque a una gran naturaleza todos acuden,

sintiendo que cerca de ella les irá bien. Su abnegación. Esta popularidad, sin embargo, era debida en parte a otra cualidad, que brillaba

conspicuamente en su carácter: el espíritu de abnegación. Esta es la más rara cualidad en la naturaleza

humana, y su influencia es la más poderosa sobre los demás, cuando existe puja y fuerte. La mayor parte de los hombres están de tal manera absortos en sus propios intereses, y esperan tan naturalmente que los otros lo estén, que si ven a otro que parece no tener interés propio, sino que desea servir a los

demás como lo hacen para sí mismos, les parece sospechoso y tienen dudas respecto de si solamente estarán ocultando sus designios bajo la capa de la benevolencia; pero si se mantiene firme y prueba que

su desinterés es genuino, no hay límite para el homenaje que están listos a tributarle. Como Pablo aparecía de país en país y de ciudad en ciudad, era, al principio, un enigma completo para los que se acercaban a él. Se formaban toda clase de conjeturas acerca de sus verdaderos designios. ¿Era dinero lo

que buscaba? ¿Era poder, o alguna otra cosa todavía menos pura? Sus enemigos nunca cesaron de arrojar entre la gente estas insinuaciones. Pero aquellos que llegaban a vivir cerca de él y vieron qué

hombre era, cuando supieron que rehusaba el dinero y trabajaba con sus propias manos día y noche para cuidarse de la sospecha de motivos mercenarios, cuando le oyeron orar con ellos uno por uno en sus hogares y exhortarles con lágrimas a una vida santa, y cuando vieron el interés personal tan sostenido

que tomaba por cada uno de ellos, no pudieron resistir a las pruebas de su desinterés ni negarle su afecto. Nunca ha habido un hombre más desinteresado; no tenía literalmente interés en su vida propia. Sin lazos de familia, puso todos sus afectos, que pudieran haber sido dados a esposa e hijos, en su obra.

Compara su ternura hacia sus convertidos con el amor de una madre para con sus hijos; aboga con ellos para que recuerden que es el padre que los ha engendrado en el evangelio. Ellos son su gloria y su

corona, su esperanza y su gozo. Deseoso como estaba de nuevas conquistas, nunca perdió su cuidado sobre las que había ganado. Pudo asegurar a sus iglesias que oraba y daba gracias por ellas día y noche, y recordaba por nombre a sus convertidos ante el trono de la gracia. ¿Cómo podía la naturaleza humana

resistir a un desinterés como éste? Si Pablo fue un conquistador del mundo, lo conquistó por el poder del amor.

Su conciencia de tener una misión. Todavía tenemos que mencionar los rasgos más distintamente cristianos de su carácter. Uno de ellos fue la convicción de que tenía la misión divina de predicar a Cristo, la cual estaba pronto a cumplir. La mayor parte de los hombres nada más notan en la corriente de la

vida, y su trabajo es determinado por muchas circunstancias indiferentes; tal vez debieran estar haciendo otra cosa, o preferirían, si fuera posible, no hacer nada. Pero desde el tiempo en que Pablo se hizo cristiano, supo que tenía una obra definida que llevar a cabo; y el llamamiento que recibió para ella

nunca cesaba de sonar en su alma. "¡Ay de mí si no anunciare el evangelio!" Este era el impulso que lo llevaba adelante. Sentía en sí un mundo de verdades nuevas que debía expresar, y que la salvación de la

humanidad dependía de tal expresión. Se comprendió llamado a dar a conocer a Cristo a todas las criaturas humanas que estuvieran a su alcance. Era esto lo que le hacía tan impetuoso en sus movimientos, tan ciego en el peligro. "De ninguna cosa hago caso, ni estimo mi vida preciosa para mí

mismo; solamente que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios." El vivía con la cuenta que tenía que dar en el tribunal de

Cristo, y su corazón se reanimaba en todas las horas de sufrimiento con la visión de la corona de vida que, si era fiel, el Señor, el juez justo, colocaría en su cabeza.

Su devoción personal a Cristo. La otra cualidad peculiarmente cristiana que modeló su carrera fue

su devoción personal a Cristo. Esta fue la característica suprema de este hombre, y el principal origen de sus actividades desde el principio hasta el fin. Desde el momento de su primer encuentro con Cristo no tuvo más que una pasión: su amor al Salvador ardió con más y más vehemencia hasta el fin. Se

deleitaba en llamarse el esclavo de Cristo, y no tenía ambición alguna excepto la de ser el propagador de las ideas y el continuador de la influencia de su Señor. Tomó la idea de ser el representante de Cristo sin

vacilación. Afirmó que el corazón de Cristo latía en su pecho hacia sus convertidos, que la mente de Cristo pensaba en su cerebro, que continuaba la obra de Cristo y llenaba lo que faltaba en sus sufrimientos. Dijo también que las heridas de Cristo eran reproducidas en su cuerpo, que estaba

muriendo para que otros vivieran, como Cristo murió para vida del mundo. Pero realmente era la mayor humildad la que se encontraba en estas expresiones francas. Sabía que Cristo había hecho todo por él;

que había entrado en él, arrojando al antiguo Pablo y concluyendo la antigua vida, y había engendrado un nuevo hombre con nuevos designios, sentimientos y actividades. Y era su más profundo deseo que este procedimiento siguiera y se completara; es decir, que su antiguo yo se desterrara completamente, y

su nuevo yo, que Cristo había creado a su propia imagen, predominara de tal manera que, cuando los pensamientos de su mente fueran los de Cristo, sus palabras las de Cristo, sus hechos los de Cristo, y su carácter el de Cristo, pudiera decir: "y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí".

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CUADRO DE UNA IGLESIA PAULINA La vista exterior e interior de la historia

El viajero en una ciudad extranjera anda por las calles con el libro de guía en la mano, examinando los monumentos, iglesias, edificios públicos, y el exterior de las casas, y de esta manera se supone que se informa bien de la ciudad; pero al reflexionar hallará que ha aprendido muy poco, porque no ha estado

dentro de las casas. No sabe cómo vive la gente, ni qué clase de muebles tienen, ni qué clase de alimentos comen, ni mucho menos cómo aman, qué cosas admiran y siguen, ni si están contentos con su

condición. Al leer la historia, uno se pierde con frecuencia, porque solamente se ve la vida externa. La pompa y el brillo de la corte, las guerras hechas, y las victorias ganadas, los cambios en la constitución y el levantamiento y caída de administraciones, están fielmente registrados; pero el lector siente que

podría aprender mucho más de la verdadera historia del tiempo, si pudiera ver por una sola hora lo que está pasando bajo los techos del campesino, del comerciante, del clérigo y del noble. En la historia de las Escrituras se halla la misma dificultad. En la narración de los Hechos de los Apóstoles recibimos

relaciones vivas de los detalles externos de la historia de Pablo. Somos llevados rápidamente de ciudad en ciudad e informados de los incidentes de la fundación de las varias iglesias, pero algunas veces no

podemos menos que desear detenernos para aprender lo que está dentro de una de estas iglesias. En Pafos o Iconio, en Tesalónica, Berea o Corinto, ¿cómo iban las cosas después que Pablo las dejó? ¿A qué se asemejaban los cristianos y cuál era el aspecto de sus cultos? Felizmente nos es posible obtener esta

vista interior. Como la narración de Lucas describe el exterior de la carrera de Pablo, así las Epístolas de este apóstol nos permiten ver sus aspectos interiores. Ellas escriben de nuevo la historia, pero bajo otro

plan. Este es el caso especialmente en las Epístolas que fueron escritas al fin de su tercer viaje, las cuales inundan de luz el período de tiempo ocupado con todos sus viajes. En adición a las tres epístolas ya mencionadas como escritas en este tiempo, hay otra que pertenece a la misma época de su vida, la

primera a los Corintios, que, puede decirse, nos transporta dos mil años atrás, y, colocándonos sobre una ciudad griega, en la que hubo una iglesia cristiana, quita el techo del lugar de reunión de los cristianos y nos permite ver lo que está pasando en su interior.

Una iglesia cristiana en una comunidad pagana Extraño es el espectáculo que vemos desde este lugar de observación. Es la tarde del sábado, pero

por supuesto la ciudad pagana no conoce ningún sábado. Han cesado las actividades del puerto, y las calles están llenas de los que buscan una noche de

placeres, pues ésta es la ciudad más corrompida de aquel mundo antiguo corrompido. Centenares de

comerciantes y marineros de países extranjeros se pasean. El alegre joven romano, que ha cruzado el mar para pasar un rato de orgía en esta París antigua, guía su ligero carro por las calles. Si es el tiempo

de los juegos anuales se ven grupos de atletas rodeados de sus admiradores que discuten las probabilidades de ganar las coronas codiciadas. En tal cálido clima, todos, ancianos y jóvenes, están fuera de sus casas gozando la hora de la tarde, mientras el sol, bajando sobre el Adriático, arroja su luz

áurea sobre los palacios y templos de la rica ciudad. El lugar de reunión. Entre tanto, la pequeña compañía de cristianos viene de todas direcciones hacia

su lugar de cultos, porque es su hora de reunión. El lugar en donde celebran sus cultos no se levanta

muy conspicuamente ante nuestra vista, pues no es un magnífico templo, como aquellos de que está rodeado; no tiene siquiera las pretensiones aun de la vecina sinagoga. Quizás en un gran cuarto en una

casa particular o el almacén de algún comerciante cristiano que se ha preparado para la ocasión. Las personas presentes. Mirad a vuestro derredor, y ved los rostros. Desde luego discerniréis una

distinción marcada entre ellos. Algunos tienen las facciones peculiares del judío, mientras los demás son

gentiles de varias nacionalidades. Los últimos constituyen la mayoría. Pero examinadles más de cerca, y notaréis otra distinción: algunos llevan el anillo que denota que son libres, mientras otros son esclavos, y

los últimos predominan. Aquí y allí, entre los miembros gentiles, se ve uno con las facciones regulares del griego, quizá sombreadas con la meditación del filósofo, o distinguidas por la segundad de las riquezas; pero no se hallan allí muchos grandes, ni muchos poderosos, ni muchos nobles: la mayoría pertenece a lo

que, en esta ciudad pretenciosa, sería contado como las cosas necias, débiles, viles y despreciadas de este mundo; son esclavos, cuyos antecesores no respiraban el transparente aire de Grecia, sino vagaban en hordas de salvajes en las orillas del Danubio o del Don.

Pero notad una cosa más en todos los rostros: las terribles señales de su vida pasada. En una moderna congregación cristiana se ve en las caras de algunos aquella característica peculiar que la

cultura cristiana, heredada de muchos siglos, ha producido; solamente aquí y allí puede verse una cara en cuyos lineamientos está escrita la historia de borracheras o de crímenes. Pero en esta congregación de Corinto estos terribles jeroglíficos se ven por todas partes. "¿No sabéis", les escribe Pablo, "que los

injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios; y esto erais algunos". Mirad a aquel alto y

pálido griego, se ha arrastrado por el lodo de los vicios sensuales. Mirad a aquel escita de frente baja, ha sido ladrón y encarcelado. Sin embargo, ha habido un gran cambio. Otra historia, además del registro del

pecado, está escrita en estos rostros. "Mas ya sois lavados, mas ya sois santificados, mas ya sois justificados en el nombre del Señor Jesús y por el Espíritu de nuestro Dios." Escuchad; están cantando; es el Salmo XL: "Y me hizo sacar del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso". Con cuánto entu-

siasmo cantan estas palabras! ¡Qué gozo reflejan sus caras! Saben que son monumentos de la gracia libre y el amor entrañable del moribundo Salvador.

Los cultos. Pero supongámosles reunidos; ¿cómo proceden al culto? Había la diferencia entre sus servicios y los nuestros, de que en lugar de nombrar una persona que dirigiera el culto —ofreciendo

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oraciones, predicando, y dando salmos— todos los hombres que se encontraban presentes tenían la libertad de contribuir con su parte. Tal vez había un jefe o persona encargada de presidir; pero un

miembro podía leer una porción de las Escrituras, otro ofrecer una oración, un tercero dirigir un discurso, un cuarto comenzar un himno, y así sucesivamente. No parece que haya habido un orden fijo en que se sucedieran las diferentes partes del culto; cualquier miembro podía levantarse para conducir a la

compañía en alabanza, oración, meditación, etc., según sus sentimientos. Esta peculiaridad se debía a otra gran diferencia entre ellos y nosotros: los miembros estaban dotados

de dones extraordinarios. Algunos de ellos tenían el poder de hacer milagros, tales como curar enfermos.

Otros poseían un don extraño llamado el don de lenguas. No se sabe bien lo que esto era; pero parece haber sido una expresión arrebatadora, en la cual el orador emitía una apasionada rapsodia por medio de

la cual sus sentimientos religiosos recibían a la vez expresión y exaltación. Algunos de los que poseían este don no podían decir a los otros el significado de lo que decían, pero otros tenían este poder adicional; y había otros que, aunque no hablaban en lenguas ellos mismos, eran capaces de interpretar lo

que hablaban los oradores inspirados. Había también miembros que poseían el don de profecía; una dádiva muy valiosa. No era el poder de predecir los eventos futuros, sino una facultad de elocuencia apasionada, cuyos efectos eran algunas veces maravillosos: cuando un incrédulo entraba en la reunión y

escuchaba a los profetas, era arrebatado por una emoción irresistible, los pecados de su vida pasada se levantaban ante él, y cayendo sobre su rostro confesaba que Dios, en verdad, estaba entre ellos. Otros

miembros ejercían dones más parecidos a los que conocemos hoy tales como el don de enseñar, de administrar, etc. Pero en todo caso parece haber sido una especie de inmediata inspiración, de manera que lo que hacían no era efecto de cálculo, ni de preparativos, sino de un fuerte impulso natural.

Estos fenómenos son tan notables que si se narraran en una historia, suscitarían en la fe cristiana un gran obstáculo. Pero la evidencia de ellos es incontrovertible; nadie, escribiendo a la gente acerca de su

propia condición, inventa una descripción fabulosa de sus circunstancias; y además, Pablo estaba escribiendo más bien para restringir que para aumentar estas manifestaciones. Ellas demuestran con qué poderosa fuerza el cristianismo, a su entrada en el mundo, tomó posesión de los espíritus que tocaba.

Cada creyente recibía, generalmente en el bautismo cuando las manos del que bautizaba estaban puestas sobre él, su don especial, que ejercía indefinidamente si continuaba fiel. Era el Espíritu Santo, derramado sobre ellos sin medida, quien entraba en sus espíritus y distribuía estos dones entre ellos tan

diversamente como quería; y cada miembro tenía que hacer uso de su don para el bien de todos los demás.

Luego que se concluían los servicios que acabamos de describir, los creyentes se sentaban para tener una fiesta de amor, que concluía con el partimiento del pan en la cena del Señor; y entonces, después de un beso fraternal, se iban a sus hogares. Era una escena memorable, llena de amor fraternal y vivificado

por el poder del Espíritu. Mientras los cristianos se dirigían a sus hogares entre los grupos descuidados de la ciudad gentílica, tenían la conciencia de haber experimentado lo que los ojos no habían visto ni los

oídos habían escuchado. Abusos e irregularidades. Pero la verdad pide que se muestre el lado oscuro lo mismo que el

brillante. Había abusos e irregularidades en la iglesia, que es doloroso recordar. Eran debidos a dos

cosas: los antecedentes de los miembros, y la mezcla en la iglesia de los elementos judío y gentil. Si se recuerda cuan grande fue el cambio que la mayor parte de los convertidos había experimentado al pasar de la adoración de los templos paganos a la pura y simple adoración del cristianismo, no sorprenderá que

su antigua vida quedara todavía algo adherida a ellos, o que no distinguiesen claramente qué cosas necesitaban ser cambiadas y cuáles podían seguir como antes.

De la vida doméstica. Sin embargo, nos admira saber que algunos de ellos vivían en una deplorable sensualidad, y que los más filosóficos defendían esto en principio. Una persona, aparentemente rica y de buena posición, vivía públicamente en una relación que habría escandalizado aun a los gentiles; y aunque

Pablo escribió, indignado, que se le excomulgase, la iglesia dejó de obedecer, aparentando haber interpretado mal la orden. Otros habían sido halagados e invitados para volver a tomar parte en las

fiestas de los templos idolátricos, a pesar de su compañía en la embriaguez y orgías. Se escudaban con el pretexto de que ya no comían los elementos en la fiesta en honor de los dioses, sino simplemente como una vianda ordinaria, y argüían que tendrían que salir del mundo si no se asociaban alguna vez con los

pecadores. Es evidente que estos abusos pertenecían a la sección gentílica de la iglesia. En la sección judaica, por

otra parte, había dudas y escrúpulos extraños acerca de los mismos asuntos. Algunos, por ejemplo,

escandalizados con la conducta de sus hermanos gentiles, iban al extremo opuesto denunciando completamente el matrimonio, y levantando ansiosas cuestiones acerca de si las viudas se podrían casar

de nuevo, si un cristiano casado con una mujer pagana debía divorciarse, y otros puntos por el estilo. Mientras algunos de los convertidos gentiles estaban participando de las fiestas de los ídolos, algunos de los judaicos tenían escrúpulos acerca de comprar carne en el mercado, que hubiera sido ofrecida en

sacrificio a los ídolos, y censuraban a sus hermanos que se permitían semejante libertad. Dentro de la iglesia. Estas dificultades pertenecieron a la vida doméstica de los cristianos; pero en

sus reuniones públicas también hubo graves irregularidades. Los mismos dones del Espíritu eran convertidos en instrumentos de pecado; porque los que poseían los más atractivos dones, tales como los de milagros y lenguas, eran demasiado afectos a exhibirlos, y los volvieron motivos de jactancia. Esto

produjo confusión y aun desorden, porque algunas veces dos o tres de los que hablaban en lenguas emitían a la vez sus exclamaciones ininteligibles, de suerte que, como dijo Pablo, si entrara en sus reuniones algún extraño diría que todos estaban locos. Los profetas hablaban hasta el fastidio, y muchos

se apresuraban a tomar parte en los cultos. Pablo tuvo que reprender estas extravagancias muy

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severamente, insistiendo en el principio de que los espíritus de los profetas están sujetos a los profetas, y que por este motivo el impulso espiritual no era excusa para el desorden.

Pero hubo otras cosas todavía peores en la iglesia. Aun la sagrada cena del Señor era profanada. Parece que los miembros tenían la costumbre de llevar consigo a la iglesia el pan y el vino que se necesitaban para este sacramento. Pero los ricos llevaban en abundancia y de lo más escogido: y, en

lugar de esperar a sus hermanos más pobres y participar con ellos, comenzaban a comer y beber de una manera tan glotona que la mesa del Señor algunas veces resonaba con borracheras y tumultos.

Otro rasgo oscuro tiene que añadirse a este triste cuadro. A pesar del beso fraternal con que

terminaban sus reuniones habían caído en rivalidades y contiendas. Sin duda esto era debido a los elementos heterogéneos reunidos en la iglesia. Pero se permitió ir al extremo. Hermanos litigaban contra

hermanos en las cortes paganas en vez de buscar el arbitraje de algún amigo cristiano. El cuerpo de los miembros se dividió en cuatro facciones teológicas. Algunos llevaban el nombre de Pablo; éstos trataban los escrúpulos de sus hermanos más débiles acerca de la comida y otras cosas, con desdén. Otros

tomaron el nombre de Apolonios, de Apolos, un maestro elocuente de Alejandría, el cual visitó a Corinto entre el segundo y tercer viaje de Pablo. Estos eran del partido filosófico, negaban la doctrina de la resurrección, porque creían que era absurdo suponer que los átomos esparcidos del cuerpo muerto

pudieran reunirse. El tercer partido tomó el nombre de Pedro, o Cefas, como en su purismo hebreo prefirieron llamarle. Estos eran judíos apocados que objetaron a la liberalidad de las opiniones de Pablo.

El cuarto partido pretendió ser superior a todos los demás, y se llamaron simplemente cristianos. Estos eran los sectarios más intransigentes de todos, y rechazaron la autoridad de Pablo con malicioso desdén.

Inferencias

Tal es el variado cuadro de una de las iglesias de Pablo, presentado en una de sus epístolas, y que nos muestra varias cosas con mucha expresión. Muestra, por ejemplo, cuan excepcionales eran su mente y

su carácter aun en aquella época, y qué bendición para la naciente iglesia eran sus dones y gracias de sentido común, de grande simpatía unida con firmeza concienzuda, de pureza personal, y de honor. Muestra que no hemos de buscar la "edad de oro" del cristianismo en el pasado sino en el futuro. Muestra

cuan peligroso es creer que la regla de costumbres eclesiásticas de aquella época debe normar todas las épocas. Evidentemente todas las costumbres eclesiásticas estaban en su edad experimental. En verdad, en los últimos escritos de Pablo encontramos el cuadro de un estado de cosas muy diferente, en que el

culto y la disciplina de la iglesia estuvieron mucho más fijos y arreglados. No debemos remontarnos a este tiempo primitivo para encontrar el modelo de la maquinaria eclesiástica, sino para ver un

espectáculo de poder espiritual nuevo y transformador. Esto es lo que siempre atraerá hacia la edad apostólica los ojos de los cristianos, pues el poder del Espíritu obraba en todos los miembros; emociones desconocidas llenaban todos sus pechos, y todos sentían que la mañana de una nueva revelación les

había visitado; vida, amor y luz, se difundían por todas partes. Aun los vicios de la iglesia eran debidos a las irregularidades de la vida abundante, por falta de la cual, el orden inanimado de muchas generaciones

subsecuentes ha sido una débil compensación.

LA GRAN CONTROVERSIA DE PABLO La cuestión en disputa La versión de la vida del apóstol suministrada en sus cartas está ocupada en gran parte con una

controversia que le costó mucha pena y empleó mucho de su tiempo durante años, pero de la cual Lucas dice poco. En la fecha en que Lucas escribió ya era una controversia muerta, y pertenecía a otro departamento que aquel de que su historia trata. Pero durante el tiempo en que era activa molestó a

Pablo mucho más que viajes fatigosos o tumultuosos mares. Estaba más acalorada hacia el fin de su tercer viaje, y las epístolas ya mencionadas como escritas en este tiempo, puede decirse, eran evocadas

por ella. La Epístola a los Calatas especialmente es un rayo arrojado contra los opositores de Pablo en esta controversia, y sus oraciones ardientes demuestran cuan profundamente era movido por el asunto.

La cuestión en disputa fue si se requería que los gentiles llegasen a ser judíos antes que pudieran ser

cristianos; o, en otras palabras, si tenían que ser circuncidados para ser salvos. Plugo a Dios en los tiempos primitivos hacer elección de la raza judaica de entre las naciones, y

constituirla en la depositaría de la salvación. Y hasta el advenimiento de Cristo, aquellos de otras

naciones que querían ser partícipes de la verdadera religión tenían que buscar entrada como prosélitos en los límites sagrados de Israel. Habiendo destinado esta raza para ser el guardián de la revelación, Dios

tuvo que separarla muy estrictamente de todas las demás naciones y de todos los demás asuntos que pudieran distraer su atención del sagrado depósito que les había sido entregado. Con este objeto normó su vida con reglas y ceremonias destinadas a hacerles un pueblo peculiar, diferente de todas las demás

razas de la tierra. Todos los detalles de su vida, sus formas de culto, sus costumbres sociales, su alimento, fueron prescritos para ellos, y todas estas prescripciones eran incorporadas en aquel vasto documento legal que llamaron la ley. La rigurosa prescripción de tantas cosas, que naturalmente son

dejadas al gusto de los hombres, era un yugo pesado sobre el pueblo escogido. Fue una disciplina severa para la conciencia, y así lo creyeron ser los más activos espíritus de la nación. Pero otros vieron en ella

una divisa de orgullo. Les hizo sentir que eran los escogidos de la tierra, y superiores a los otros pueblos, y, en vez de gemir bajo el yugo como habrían hecho si sus conciencias hubieran sido muy tiernas, multiplicaron las distinciones del judío, aumentando el volumen de las prescripciones de la ley con otros

muchos ritos. Ser judío les pareció la señal de pertenecer a la aristocracia de las naciones. Ser admitido a los privilegios de esta posición, era, a sus ojos, el más grande honor que podía ser conferido a cualquiera

que no perteneciera a la república de Israel. Todos sus pensamientos estaban encerrados en el círculo de esta arrogancia nacional. Aun sus esperanzas mesiánicas llevaban el sello de estas preocupaciones.

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Esperaban que sería el héroe de su nación, y concibieron que la extensión de su reino abrazaría las otras naciones en el círculo de la suya, por medio de la circuncisión. Esperaban que todos los convertidos del

Mesías se sujetaran a este rito nacional y adoptarían la vida prescrita en la ley y tradiciones judaicas; en resumen, su concepción del reino del Mesías era la de un mundo de judíos.

Por este mismo tenor iban indudablemente los sentimientos en Palestina cuando Cristo vino; y

multitudes de los que aceptaron a Jesús como el Mesías e ingresaron en la iglesia cristiana, tenían estas concepciones como su horizonte intelectual. Se habían hecho cristianos, pero no cesaban de ser judíos; todavía asistían al culto en el templo; oraban a las horas fijas, ayunaban ciertos días, se vestían al estilo

del ritual judaico; se habrían creído manchados si hubieran comido con gentiles incircuncisos; y ellos no tenían otro pensamiento sino éste: sí tos gentiles se hicieren cristianos, deben circuncidarse y adoptar el

estilo y las costumbres de la nación religiosa. El arreglo de ella Por Pedro. La dificultad se arregló por la intervención directa de Dios en el caso de Cornelio, el

centurión de Cesárea. Cuando los mensajeros de Cornelio estaban en camino para ver al apóstol Pedro en Jope, Dios mostró a aquel jefe entre los apóstoles, por la visión del lienzo lleno de animales puros e impuros, que la iglesia cristiana había de recibir igualmente a circuncisos e incircuncisos. En obediencia a

este signo celestial, Pedro acompañó a los mensajeros del centurión a Cesárea, y vio tales evidencias de que Cornelio y su familia habían recibido realmente los dones cristianos de 'la fe y del Espíritu Santo, a

pesar de ser incircuncisos, que no vaciló en bautizarlos considerándolos ya cristianos. Cuando volvió a Jerusalén sus procedimientos levantaron la indignación entre los cristianos de persuasión estrictamente judaica. El se defendió relatando la visión del lienzo y apelando al hecho irrefutable de que estos gentiles

incircuncisos demostraban por la posesión de la fe y del Espíritu Santo que ya eran verdaderos cristianos. Este incidente debió haber dejado arreglada toda la cuestión una vez por todas; pero el orgullo de la

raza y las prevenciones de una época no se dominan fácilmente. Aunque los cristianos de Jerusalén admitieron la conducta de Pedro en este caso especial, dejaron de extractar de él el principio universal que implicaba; y aun Pedro mismo, como se ve después, no comprendió enteramente lo que envolvía en

cuanto a su propia conducta. Por Pablo. Entre tanto, sin embargo, la cuestión había quedado arreglada en una mente mucho más

fuerte y más lógica que la de Pedro. Pablo, por este tiempo, había comenzado su trabajo apostólico en

Antioquia, y poco después salió con Bernabé para efectuar su primer gran viaje misionero en el mundo pagano, y donde quiera que iban admitían gentiles en la iglesia cristiana aun cuando no fueran

circuncisos. Al hacer esto Pablo no copiaba la conducta de Pedro. El había recibido su evangelio directamente del cielo. En las soledades de la Arabia, en los años inmediatamente siguientes a su conversión, había reflexionado acerca de este asunto, y había llegado a conclusiones mucho más

radicales que las que hubieran entrado en las mentes de cualquiera de los otros apóstoles. A él mucho más que a cualquier otro de ellos le había parecido la ley un yugo de servidumbre; vio que no era más

que una rígida preparación para el cristianismo, no una parte de él; había en su mente un golfo profundo de contrastes entre la miseria y maldición de un estado y el gozo y libertad del otro. Para él, imponer el yugo de la ley a los gentiles habría sido destruir el mismo genio del cristianismo; habría sido la

imposición de condiciones para la salvación totalmente diferentes de lo que él sabía que era la única condición en el evangelio. Estas fueron las profundas razones que establecieron el asunto en esta gran inteligencia. Además, como hombre que conocía el mundo, y cuyo corazón estaba puesto en ganar a los

gentiles para Cristo, sentía mucho más fuertemente que los judíos de Jerusalén, con su horizonte provincialista, cuan fatal sería para el éxito del cristianismo imponer las condiciones que ellas querían,

fuera de Judea. Los orgullosos romanos, los griegos de elevada inteligencia, nunca habían consentido en ser circuncidados ni en sujetar su vida a los reducidos límites de la tradición judaica; una religión embarazada por tantas trabas nunca podría llegar a ser la religión universal.

Por el Concilio de Jerusalén. Pero cuando Pablo y Bernabé volvieron de esta expedición, a Antioquia, encontraron que se necesitaba establecer decisivamente la cuestión, porque los cristianos de

origen estrictamente judaico venían de Jerusalén a Antioquia, diciendo a los gentiles convertidos que no podrían ser salvos a menos que se circuncidaran. De esta manera los alarmaron, haciéndoles creer que les faltaba algo para el bienestar de sus almas, y confundiéndoles acerca de la sencillez del evangelio.

Para calmar conciencias tan inquietas, resolviese que se apelaría a los principales apóstoles en Jerusalén, y Pablo y Bernabé fueron enviados a dicha ciudad para procurar una decisión. Este fue el origen de lo que se llama el Concilio de Jerusalén, en el cual se resolvió autoritativamente la cuestión. La decisión de los

apóstoles y ancianos estuvo en armonía con la práctica de Pablo: no se requeriría de los gentiles la circuncisión; solamente debían comprometerse a la abstención de carnes ofrecidas a los ídolos, de la for-

nicación, y de la sangre. Pablo accedió a estas condiciones. Realmente no veía mal en comer carne que hubiera sido ofrecida en sacrificios idolátricos, cuando estaba expuesta de venta en el mercado; pero las fiestas en los templos de los ídolos que a menudo eran seguidas de actos horribles de sensualidad, a los

que se aludía al prohibir la fornicación, eran tentaciones contra las cuales debían ser amonestados los conversos del paganismo. La prohibición de la sangre —es decir, de comer carne de animales cuya

sangre no se había apartado— fue una concesión a una preocupación extrema de los judíos, a la que, como no envolvía ningún principio, no creyó necesario oponerse.

Así es que la agitada cuestión pareció haber sido resuelta por una autoridad tan augusta que no

admitía objeción alguna. Si Pedro, Juan y Santiago, las columnas de la iglesia en Jerusalén, así como Pablo y Bernabé, jefes de la misión gentil, llegaban a una decisión unánime, todas las conciencias quedarían satisfechas y los oposicionistas callarían.

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Esfuerzos para desarreglarla Nos llena de asombro descubrir que aun este arreglo no fue final. Parece que aun en los tiempos

aquellos se le hizo una oposición feroz por algunos que estuvieron presentes en la junta donde se discutía, y aunque la autoridad de los apóstoles determinó la nota oficial que fue remitida a las iglesias distantes, la comunidad cristiana en Jerusalén estaba agitada por tormentas de terrible oposición. Y ni

siquiera duró poco la oposición; al contrario, crecía cada vez más. Estaba alimentada por fuentes abundantes. El terrible orgullo y prevención nacionales la sostenían. Probablemente era nutrida por un interés propio, porque los cristianos judaicos vivirían en mejores términos con los judíos no cristianos

mientras menor fuera la diferencia entre ellos; la convicción religiosa convirtiéndose rápidamente en fanatismo la fortalecía también; y muy pronto fue reforzada por todo el rencor del odio y el celo de la

propaganda. Pues esta oposición se levantó a tal altura, que los opositores resolvieron por último enviar propagandistas a visitar las iglesias gentiles una por una, y en contradicción a la prescripción oficial de los apóstoles, amonestarles, diciéndoles que estaban poniendo en peligro sus almas por omitir la

circuncisión y que no podrían gozar de los privilegios del verdadero cristianismo a menos que guardaran la ley judaica.

Por años y años estos emisarios del mezquino fanatismo, que se creía ser el único cristianismo

genuino, se difundieron entre todas las iglesias fundadas por Pablo en el mundo pagano. Su obra no era fundar iglesias por sí mismos; no tenían nada de la habilidad exploradora de su gran rival; su objeto era

introducirse en las comunidades cristianas que Pablo había fundado y ganarlas para sus opiniones reducidas. Espiaban los pasos de Pablo a donde quiera que él iba, y por muchos años le fueron causa de inexplicable pena. Murmuraban al oído de sus convertidos que su versión del evangelio no era la

verdadera y que no debían confiarse en su autoridad. ¿Era él uno de los doce apóstoles? ¿Había estado en compañía de Cristo? Ellos pretendían aparecer como los que traían la verdadera forma del cristianismo

de Jerusalén, el centro sagrado; y no tenían escrúpulos en aparentar que habían sido enviados por los apóstoles. Y así desviaban precisamente las partes más nobles de la conducta de Pablo hacia sus propósitos. Por ejemplo, el hecho de que rehusara aceptar dinero por sus servicios, lo imputaban a un

sentido de su propia falta de autoridad; los verdaderos apóstoles recibían siempre paga. De igual manera torcían su abstinencia del matrimonio. Eran hombres hábiles para la obra que habían asumido; tenían lenguas blandas, insinuantes; podían asumir un aire de dignidad y no se detenían en nada.

Desgraciadamente sus esfuerzos no eran estériles en modo alguno. Alarmaban las conciencias de los convertidos de Pablo, y envenenaban sus mentes contra él. Con especialidad la iglesia gálata les fue

como una presa; y la iglesia de Corinto se permitió volverse contra su fundador. Pero realmente la defección se había pronunciado más o menos en todas partes. Parecía como si toda la construcción que Pablo había levantado con años de trabajo estuviera viniéndose al suelo. Esto era lo que él creía que

estaba sucediendo. Aunque estos hombres se llamaban cristianos, Pablo negaba expresamente su cristiandad. Su evangelio era otro; si sus convertidos lo creían, les aseguraba que habían caído de la

gracia, y en los términos más solemnes pronunció una maldición contra los que así estaban destruyendo el templo de Dios que él había construido.

Pablo vence a sus opositores.

El no era, sin embargo, el hombre que había de permitir tal seducción entre sus convertidos sin hacer los mayores esfuerzos para contrarrestarla. Se apresuraba, siempre que podía, a ver las iglesias en donde hubiera entrado; les mandaba mensajeros para volverlos otra vez a su deber; sobre todo, escribía

cartas a las que se encontraban en peligro; cartas en las cuales se ejercitaban hasta lo sumo sus extraordinarios poderes intelectuales. Discutía el asunto con todos los recursos de la lógica y de la

Escritura; exponía a los seductores con una agudeza que cortaba como el acero, y los abatía con salidas de ingenio sarcástico; se arrojaba a los pies de sus convertidos y con toda la pasión y ternura de su poderoso corazón imploraba de ellos que fueran fieles a Cristo y a él. Poseemos los registros de estas

ansiedades en nuestro Nuevo Testamento; y no podemos menos de sentir mucha gratitud hacia Dios y una extraña ternura hacia Pablo al pensar que de sus pruebas dolorosas nos haya venido tan preciosa

herencia. Es, sin embargo, consolador, saber que tuvo éxito. Por perseverantes que fueran sus enemigos, él fue

más que igual a ellos. El odio es fuerte, pero el amor es todavía más fuerte. En sus escritos posteriores

las señales de oposición son muy débiles o enteramente nulas; había dado lugar a la polémica irresistible de Pablo, y hasta sus vestigios habían sido barridos del suelo de la iglesia. Si los hechos no hubieran sucedido así el cristianismo habría sido un río perdido en las arenas de las preocupaciones cerca de su

mismo nacimiento; sería en nuestros días una secta judaica olvidada en lugar de ser la religión del mundo.

Una rama subordinada de la cuestión: la relación de los judíos cristianos con la ley A este punto podemos contraer claramente el curso de su controversia. Pero hay otra rama de ella,

acerca de cuyo verdadero curso es difícil saber toda la verdad. ¿Cuál era la relación de los judíos

cristianos hacia la ley, según la doctrina y predicación de Pablo? ¿Era su obligación abandonar las prácticas por las cuales habían sido obligados a regular sus vidas, y abstenerse de circuncidar a sus hijos

y de enseñarles a guardar la ley? Esto parecía implícito en los principios de Pablo. Si los gentiles podían entrar en el reino de Dios sin guardar la ley, no era necesario que los judíos la guardaran. Si la ley era una disciplina severa que intentaba atraer a los hombres hacia Cristo, su obligación cesaba cuando se

había llenado este propósito. La sujeción y la tutela cesaron tan pronto como el hijo entró en posesión de su herencia.

Es cierto, sin embargo, que los otros apóstoles y la masa de los cristianos en Jerusalén no realizaron

esto por muchos días. Los apóstoles habían convenido en no exigir de los cristianos gentílicos la circuncisión y el cumplimiento de la ley. Pero ellos mismos la cumplían y esperaban que todos los judíos

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hicieran lo mismo. Esto envolvía una contradicción de ideas y condujo a tristes consecuencias prácticas; y si hubiera continuado, o si Pablo se hubiera rendido a ella, habría dividido la iglesia en dos secciones, una

de las cuales habría visto mal a la otra. Porque era parte de la estricta observación de la ley rehusar comer con los incircuncisos; y los judíos habrían rehusado sentarse a la misma mesa de los que reconocían como sus hermanos cristianos. Esta contradicción llegó, pues, a una crisis formal. Sucedió que

el apóstol Pedro estaba una vez en Antioquia, y al principio se mezcló libremente en roce social con los cristianos gentílicos. Pero algunos más intransigentes, que habían venido de Jerusalén, lo acobardaron de tal manera que se retiró de la mesa gentil y se mantuvo lejos de sus compañeros en el cristianismo. Aun

Bernabé fue desviado por la misma tiranía del fanatismo. Pablo sólo fue fiel a los principios de la libertad en el evangelio. El resistió a Pedro y le echó en cara la inconsecuencia de su conducta.

Pablo, sin embargo, nunca sostuvo, en realidad, una polémica contra la circuncisión y la observancia de la ley entre los judíos; esto era lo que se decía de él entre sus enemigos, pero era un falso informe. Cuando llegó a Jerusalén, al concluir su tercer viaje misionero, el apóstol Santiago y los ancianos le

informaron del mal que estas versiones estaban causando a su buen nombre, y le aconsejaron que las desmintiera públicamente, diciendo en palabra extraordinaria: "Ya ves, hermano, cuántos millares de judíos hay que han creído; y todos son celadores de la ley. Mas fueron informados acerca de ti, que

enseñas a apartarse de Moisés a todos los judíos que están entre los gentiles, diciéndoles que no han de circuncidar a los hijos, ni andar según la costumbre. Haz, pues, esto que te decimos. Hay entre nosotros

cuatro hombres que tienen voto sobre sí: tomando a éstos contigo, purifícate con ellos, y gasta con ellos para que rasuren sus cabezas, y todos entiendan que no hay nada de lo que fueron informados acerca de ti, sino que tú también andas guardando la ley". Pablo cumplió este consejo y siguió la regla que le

recomendó Santiago. Esto prueba claramente que nunca consideró como parte de su obra disuadir a los judíos el vivir como tales. Puede pensarse que debía haberlo hecho así; que sus principios requerían una

dura oposición a todo lo asociado con la dispensación que había pasado. El lo entendía de una manera diferente, y lo encontramos aconsejando a los circuncidados que eran llamados al reino de Cristo que no se hicieran incircuncisos, y a aquellos que habían sido llamados en incircuncisión que no se sometieran a

la circuncisión; y la razón que da es que la circuncisión no es nada y la incircuncisión tampoco. La distinción para él, bajo un punto de vista religioso, no era mayor que la distinción de sexo y la distinción de esclavo y señor. En una palabra, no tenía ningún significado religioso para él. Sin embargo, si un

hombre prefería el modo judaico de vivir como una nota de su nacionalidad, Pablo no tenía disputa con él; antes bien quizá le prefería en cierto grado. No tomaba partido contra sus meras formas; solamente si

ellas se interponían entre el alma y Cristo o entre un cristiano y sus hermanos, era su opositor seguro. Pero sabía que la libertad podía convertirse en instrumento de la opresión a semejanza del cautiverio, y por esa razón en cuanto a las viandas, por ejemplo, escribió aquellas nobles recomendaciones de

abnegación en favor de las conciencias débiles y escrupulosas, que están entre los más conmovedores testimonios de su perfecto desinterés.

Aquí tenemos, en verdad, un hombre tan eminentemente heroico, que no es cosa fácil definirlo. Por su visión clara de las líneas de demarcación entre lo antiguo y lo nuevo en la gran crisis de la historia huma-na, y por su defensa decisiva de los principios cuando envolvían consecuencias reales, vemos en él la

más genial superioridad a meras reglas formales, y la más alta consideración para los sentimientos de aquellos que no veían como él podía ver. De un solo golpe él se había hecho libre de la servidumbre del fanatismo; pero no cayó nunca en el fanatismo de la libertad, y siempre tuvo a la vista fines mucho más

elevados que la pura lógica de su propia posición.

EL FINAL Vuelta de Pablo a Jerusalén

Después de haber completado su breve visita a Grecia, al fin de su tercer viaje misionero, Pablo volvió a Jerusalén. Por este tiempo debe haber tenido cerca de sesenta años de edad; y durante veinte años había estado llevando a cabo trabajos casi sobrehumanos. Había estado viajando y predicando

incesantemente, y llevando sobre su corazón pesos enormes de cuidados. Su cuerpo estaba gastado por las enfermedades y molido por los castigos; y su pelo debe haber emblanquecido y su cara mostrado surcos por las arrugas de la edad. Sin embargo, aún no había señales de que su cuerpo estuviera en

decadencia, y su espíritu todavía era tan entusiasta y tan ardiente como antes en el servicio de Cristo. Sus miras se dirigían especialmente a Roma, y antes de salir de Grecia envió a decir a los romanos que

tal vez lo podrían esperar pronto; pero mientras se dirigía hacia Jerusalén por las costas de Grecia y Asia, sonó la señal de que su trabajo estaba casi concluido, y la sombra de una muerte próxima apareció en su camino. Ciudad tras ciudad, los miembros de comuniones cristianas que tenían el don de profecía

predijeron que le aguardaban cadenas y prisiones; y mientras más se aproximaba al fin de su viaje, eran más frecuentes estas profecías. El sentía su solemnidad; era de valiente corazón, pero demasiado humilde y reverente para que no le impusiera respeto el pensamiento de la muerte y el juicio. Tenía

varios compañeros, pero buscaba oportunidades de estar solo. Partió de entre sus convertidos como un hombre que muere, diciéndoles que no verían más su rostro. Pero cuando le rogaron que volviera y

evitara el peligro amenazante rechazó suavemente sus amantes brazos, y les dijo: "¿Qué hacéis llorando y afligiéndome el corazón? Porque yo no sólo estoy presto a ser atado, mas aun a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús".

No sabemos qué negocio tenía entre manos que demandaba tan urgentemente su presencia en Jerusalén. Tenía que entregar a los apóstoles una colecta para sus santos pobres, que él mismo había

reunido en las iglesias gentílicas; y puede que haya sido de importancia que él hiciera este servicio personalmente. O, tal vez, estaba solícito por procurarse de los apóstoles un mensaje para sus iglesias

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gentiles, dando una contradicción autoritativa a las insinuaciones de sus enemigos acerca del carácter no apostólico de su evangelio. De todas maneras había alguna cosa importante que lo llamaba, y a pesar del

terror de la muerte y de las lágrimas de sus amigos fue a su destino. Arresto Era la fiesta de Pentecostés cuando llegó a la ciudad de sus padres, y como de costumbre en tales

estaciones del año, Jerusalén estaba llena de judíos peregrinos de todas partes del mundo. Entre éstos, por fuerza, debía haber algunos que le habían visto en su obra de evangelización en las ciudades de los paganos. Su cólera contra él había sido reprimida en el extranjero por la interposición de las autoridades

paganas; pero ¿no podrían saciar en él su venganza si lo encontraban en la capital judía, contando con todo el pueblo?

Tumulto en el templo. Este fue el verdadero peligro en que cayó. Ciertos judíos de Éfeso, el escenario principal de sus trabajos durante esta tercera expedición, le reconocieron en el templo, y, gritando que allí estaba el hereje que blasfemaba de la nación, la ley y el templo de los judíos, le

rodearon en un momento de un rabioso mar de fanáticos. Es raro que no haya sido hecho pedazos allí mismo; pero la superstición prohibía derramar sangre en el patio de los judíos, y antes de que le hubieran sacado al patio de los gentiles donde pronto le hubieran despachado, la guardia romana, cuyos

centinelas se paseaban sobre la muralla desde la que se veían los patios del templo, corrieron y le tomaron bajo su protección, y cuando su capitán supo que era ciudadano romano su vida quedó

completamente asegurada. Pablo ante el sanedrín. Pero el fanatismo de Jerusalén ya se había levantado, y rabiaba contra la

protección que rodeaba a Pablo. El capitán romano, el día después de la aprehensión, le llevó al concilio

para asegurarse de los cargos que se le hacían; pero la vista del prisionero levantó un clamor tan terrible que tuvo que sacarle muy deprisa para evitar que le hicieran pedazos. ¡Extraña ciudad y extraño pueblo!

Nunca hubo nación alguna que produjera hijos más ricamente dotados de todo lo necesario para hacerla inmortal; nunca hubo una ciudad cuyos hijos se apegaran a ella con un afecto más apasionado; y sin embargo, como una madre furiosa, hizo pedazos a los mejores de ellos y los arrojó destrozados de su

pecho. Jerusalén dentro de pocos años sería destruida; aquí estaba el último de sus hijos inspirados y profetices, que había venido a visitarla por última vez, con un amor sin límites; pero ella le habría asesinado, si los escudos de los paganos no le hubieran salvado de su furia.

Trama de los celosos. Cuarenta fanáticos se alistaron so pena de maldición para arrebatar a Pablo aun de entre las espadas romanas; y apenas pudo el capitán romano frustrar sus proyectos remitiéndole

con una guardia poderosa a Cesárea. Esta era una ciudad romana en la costa del Mediterráneo; residencia del Gobernador de Palestina, y cuartel general de las guarniciones imperiales; y en ella el apóstol quedó completamente a salvo de la violencia de los judíos.

Prisión en Cesárea Aquí quedó en prisión por dos años. Las autoridades judaicas trataron una y muchas veces de obtener

su condenación por el Gobernador, y de que se les dejara a ellos para juzgarle como ofensor eclesiástico; pero no pudieron convencer a la autoridad romana de que hubiera sido culpable de algún crimen digno de ser juzgado por ella, ni hacer que les entregara un ciudadano romano a sus tiernas caricias. El prisionero

debió haber sido puesto en libertad, pero sus enemigos fueron tan vehementes en asegurar que era un criminal de la peor clase, que fue detenido para esperar a que viniera una prueba contra él. Además, su libertad fue estorbada por el corrompido Gobernador Félix, esperando que la vida del jefe de una secta

religiosa quizá sería comprada por el soborno. Félix estaba interesado en su prisionero y aun le oía con gusto, como Heredes había oído al Bautista.

Razón providencial de su confinamiento.- Pablo no fue incomunicado; tenía cuando menos hasta los límites del cuartel en donde estaba detenido. Allí le podemos imaginar paseándose sobre las azoteas a orillas del mar Mediterráneo, y mirando atentamente sobre las aguas azules en dirección de Macedonia,

Acaya y Éfeso, donde sus hijos espirituales estaban pensando en él, o tal vez encontrando peligros en los que necesitaban mucho de su presencia. Fue una providencia misteriosa la que así contuvo su energía y

condenó al ardiente obrero a la inactividad. Sin embargo, encontramos una razón para ello: Pablo necesitaba descanso. Después de veinte años de incesante evangelización necesitaba reposo para almacenar la cosecha de la experiencia. Durante todo ese tiempo había estado predicando sólo aquella

faz del evangelio de que tanto había pensado al principio de su vida cristiana, bajo la influencia del Espíritu revelador, en las soledades de Arabia. Pero ahora había llegado a una edad en que, con tiempo y calma para pensar, podía penetrar a las más recónditas regiones de la verdad cual es en Jesús.

Y era tan importante que tuviera este descanso que, para asegurarlo, Dios había permitido aun su prisión.

El último evangelio de Pablo. Durante estos dos años no escribió nada, fue un tiempo de actividad mental interna y de progreso silencioso. Pero cuando comenzó a escribir otra vez, los resultados fueron palpables. Las epístolas escritas después de esta prisión tienen un tono más dulce y establecen opiniones

de doctrina mucho más profundas que sus primeros escritos. No hay, en verdad, inconsecuencia ni contradicción entre sus primeros y sus últimos escritos; en la Epístola a los efesios y en la que dirigió a

los colosenses, construye sobre los vastos cimientos de Romanos y Calatas; pero la superestructura es más elevada y más imponente. El vive menos en el trabajo de Cristo y más en la persona de El; menos en la justificación del pecador, y más en la santificación del creyente. En el evangelio que le había sido

revelado en Arabia manifestaba a Cristo como dominando la historia mundana, y mostraba su primera venida como el punto hacia el cual habían estado tendiendo los destinos de los judíos y los gentiles. En el evangelio que le fue revelado en Cesárea el punto de vista es extraordinario: Cristo es representado

como la razón para la creación de todas las cosas, y como el Señor de los ángeles y de los mundos, a cuya segunda venida se dirige el proceso gigante del universo entero, de quién, y por quién, y a quién

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son todas las cosas. En las primeras epístolas el acto inicial de la vida cristiana -la justificación del alma— es explicado hasta agotar el trabajo; pero en las últimas trata de las relaciones subsecuentes para con

Cristo de la persona que ya ha sido justificada. En conformidad con esta enseñanza, todo el espectáculo de la vida cristiana es debido a una unión entre Cristo y el alma; y para la descripción de estas relaciones ha inventado un vocabulario de ilustraciones y frases. Los creyentes están en Cristo, y Cristo en ellos;

tiene para con él la misma relación que las piedras de un edificio para con la piedra angular, que las ramas para con el árbol, que los miembros para con la cabeza, que la esposa para con el esposo. Esta unión es ideal, porque la mente divina en la eternidad hizo el destino de Cristo y el del creyente, uno; es

legal, porque sus deudas y méritos son propiedad común; es vital, porque la conexión con Cristo suministra el poder de una vida santa y progresiva; es moral, porque en mente y corazón, en carácter y

conducta, los cristianos constantemente se están haciendo más y más idénticos a Cristo. Su ética. Otro rasgo de estas últimas epístolas es el balance entre sus enseñanzas teológicas y

morales. Esto es visible aun en la estructura externa de las más grandes de ellas, porque están divididas

en dos partes casi iguales: la primera se ocupa de los principios doctrinales, y la segunda de exhortaciones morales. Las enseñanzas éticas de Pablo se extienden a todos los departamentos de la vida cristiana; pero no se distinguen por un arreglo sistemático de diversas clases de obligaciones,

aunque los deberes domésticos están tratados con bastante extensión. Su característica principal consiste en los motivos que presentan para normar la conducta. Para Pablo, la moralidad cristiana era

enfáticamente una moralidad de motivos. Toda la historia de Cristo, no en los detalles de su vida terrenal, sino en las grandes facciones de su viaje redentor del cielo a la tierra y de la tierra otra vez al cielo, considerada desde el punto de vista extra-mundano de estas epístolas, es un ejemplo que debe ser

copiado por los cristianos en su conducta diaria. Ningún deber es demasiado pequeño para ilustrar uno u otro de los principios que inspiraron los actos divinos de Cristo. Los hechos más comunes de beneficencia

y humildad deben ser imitaciones de la condescendencia que le trajo de la posición de igualdad con Dios a la obediencia de la cruz; y el motivo principal del amor y la bondad practicados por los cristianos entre sí debe ser el recuerdo de la conexión común con él.

Viaje a Roma Apelación a César.- Después de que Pablo hubo estado prisionero por dos años, Félix fue sucedido en

el gobierno de Palestina por Festo. Los judíos nunca cejaron en el empeño de que se les entregara a

Pablo en sus manos, e inmediatamente abordaron al nuevo gobernante con nuevas importunidades. Como Festo parecía estar vacilando, Pablo se sirvió del recurso de apelación como ciudadano romano, y

pidió ser mandado a Roma y juzgado ante el tribunal del emperador. Esto no podía rehusársele; y un prisionero tenía que ser enviado a Roma después de haberse admitido su apelación. Muy pronto, pues, Pablo se embarcó bajo el cuidado de soldados romanos y en compañía de muchos otros prisioneros que

eran dirigidos al mismo destino. El viaje a Italia. El diario de su viaje ha sido conservado en los Hechos de los Apóstoles y se reco-

noce como el más valioso documento acerca de la marina en los tiempos antiguos. Es también un docu-mento precioso de la vida de Pablo, porque muestra cómo su carácter brilló en una nueva situación. Un barco es una especie de mundo en miniatura. Es una isla flotante, en que hay gobierno y gobernados.

Pero el gobierno es, como el de los países, susceptible de fluctuaciones sociales violentas. Este fue un viaje de peligros extremos, que requería la mayor presencia de ánimo y una singular energía, para ganar la confianza y obediencia de los que estaban a bordo. Antes de que se concluyera. Pablo era virtualmente

el capitán del buque, a la vez que el general de los soldados; y todos a bordo le debían sus vidas. Llegada a Roma. Por fin, los peligros de la mar quedaron atrás, y Pablo se aproximaba a la capital

del mundo romano por la Vía Apia, el gran camino real por donde entraban los viajeros del Oriente a Roma. El movimiento y el ruido crecían a medida que se acercaba a la ciudad, y las señales del esplendor y renombre romanos se multiplicaban a cada paso. Por muchos años había estado dirigiendo su vista

hacia Roma pero siempre había pensado entrar a ella en circunstancias muy diferentes de las que ahora le rodeaban. Siempre había pensado en Roma como un buen general piensa en el centro de la fuerza del

país que está conquistando, que espera ansioso el día en que dirigirá la carga contra sus puertas. Pablo estaba comprometido en la conquista del mundo para Cristo, y Roma era el último reducto adonde había esperado llevar el nombre de su Maestro. Pocos años antes había dirigido a ella el famoso desafío: "Estoy

presto a anunciar el Evangelio también a vosotros que estáis en Roma; porque no me avergüenzo del evangelio; porque es potencia de Dios para dar salud a todo aquel que cree". Pero ahora, cuando se encontraba ya a sus puertas, y pensaba en la condición abyecta en que se hallaba —un hombre viejo,

cano, decaído: un prisionero encadenado que acababa de escapar del naufragio— su corazón se entristeció y se sintió enteramente solo. En estos momentos, sin embargo, sobrevino un pequeño

incidente que le restauró un tanto: en una pequeña población, a cuarenta millas de Roma, le encontró un pequeño grupo de hermanos cristianos, quienes, al oír hablar de su llegada, habían salido a darle la bienvenida, y diez millas adelante encontró otro grupo que venía con el mismo propósito. Era

excesivamente sensible a la simpatía humana, y la vista de estos hermanos, así como el interés que tenían por él le reanimaron por completo. Dio gracias a Dios y tomó valor; sus antiguos sentimientos

volvieron con fuerza, y cuando en compañía de estos amigos llegó a aquella altura de los montes Albani, desde donde se obtiene la primera vista de la ciudad, su corazón se ensanchó con la anticipación de la victoria; porque sabía que llevaba en su pecho la fuerza que cautivaría a la orgullosa ciudad. No fue con

el paso del prisionero, sino con el del conquistador, que pasó por las puertas de la capital. Su camino tenía que ser precisamente aquella Vía Sacra por la que tantos generales romanos habían pasado en triunfo para dirigirse al Capitolio, sentados en un carro de victoria, seguidos por los prisioneros y

despojos del enemigo, y en medio de las aclamaciones de la entusiasta Roma. Pablo no se parecía mucho a tales héroes. Ningún carro de victoria le llevaba; andaba con sus pies, lastimados por el camino. No iba

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adornado con medallas ni ornamentos; una cadena de hierro colgaba de sus puños. Ninguna multitud entusiasta festejaba su llegada, unos cuantos amigos humildes formaban toda su escolta. Sin embargo,

nunca pisó el suelo de Roma un conquistador más verdadero; ni pasó jamás bajo sus puertas un corazón más confiado en la victoria.

Primera prisión en Roma

Dilación del proceso. Mientras tanto, sus pasos no se dirigían al Capitolio, sino a una prisión; y estaba destinado a quedar en ella mucho tiempo, pues su proceso no vino hasta después de dos años. Las dilaciones de la ley han sido proverbiales en todos los países y en todas las épocas; y la ley de la

Roma imperial no era fácil que estuviera libre de este reproche durante el reinado de Nerón, hombre tan frívolo que cualquier compromiso de placer, o cualquier capricho, era suficiente para apartarle del

negocio más importante. A decir verdad, la prisión fue del carácter más suave. Puede haber sido que el oficial que le trajo a Roma haya dado buenos informes en favor del hombre que le salvó la vida durante el viaje; o puede haber sido el oficial bajo cuya jurisdicción quedó y a quién se conoce en la historia

profana como hombre de justicia y humanidad, el que haya tomado informes en este caso y formado una opinión favorable de su carácter. Pero de todas maneras, se le permitió a Pablo alquilar una casa por sí mismo y vivir en ella en completa libertad, con la única excepción de que debía cuidarle constantemente

un soldado que tenía la responsabilidad de él. Ocupaciones de una prisión. Esto estaba muy lejos de la condición que habría deseado un espíritu

tan activo. El habría querido andar de sinagoga en sinagoga en la inmensa ciudad, predicando en las calles y en las pía/as, y fundando congregación tras congregación entre este numeroso pueblo. Otro hombre así arrestado en medio de una carrera de incesante movimiento, y encerrado dentro de las

paredes de una prisión, pudo haber permitido a su mente estancarse en la inactividad y la desesperación. Pero Pablo se ocupó de una manera distinta enteramente. Valiéndose de todas las posibilidades de la

situación, convirtió su propio cuarto en un centro de extensa actividad y beneficencia; en los pocos pies cuadrados de superficie que le estaban permitidos, fijó el punto de apoyo de una palanca con que movió el mundo, y estableció dentro de los muros de la capital de Nerón una soberanía más extensa que la de

aquel monarca. Aun la circunstancia más tediosa de su suerte se volvía buena. Esta era el soldado que le vigilaba.

Para un hombre del temperamento fogoso y activo de Pablo esto debe haber sido a menudo una molestia

intolerable; y en verdad, en las cartas que escribió durante su prisión frecuentemente habla de sus cadenas, como si nunca hubiera podido apartar él esta idea de la mente. Pero no permitió que esta

irritación le quitara la oportunidad de hacer el bien que las circunstancias le presentaban. Por supuesto, su vigilante se cambiaba a ciertas horas, pues un soldado relevaba a otro en la guardia. De esta manera tal vez haya habido seis u ocho con él cada veinticuatro horas. Pertenecían a la guardia imperial, la flor

del ejército romano. Pablo no podía sentarse horas enteras al lado de otro hombre sin hablarle del asunto que estaba más cerca de su corazón. Les habló a estos soldados acerca de sus almas inmortales, y de la

fe en Cristo. Para hombres acostumbrados a los horrores de la guerra romana y a las maneras de los cuarteles romanos, nada podía ser más admirable que una vida y carácter como los de él; y el resultado de estas conversaciones fue que muchos de ellos se volvieron hombres cambiados, y un avivamiento se

extendió por entre los cuarteles y penetró hasta la servidumbre de la casa imperial. El cuarto del apóstol estaba algunas veces lleno de hombres de rostro severo y como de bronce, contentos de verle a otras horas que en aquellas en que la obligación los forzaba a estar allí. El simpatizó con ellos, y entró en el

espíritu de su ocupación; en realidad estaba lleno del espíritu guerrero. Tenemos una imperecedera reliquia de estas visitas en una arenga de elocuencia inspirada que le dictó este período: "Vestíos de toda

la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo. Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes. Por tanto, tomad

toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habiendo acabado todo estar firmes. Estad, pues, firmes, ceñidos vuestros lomos con la verdad, y vestidos con la coraza de justicia; y

calzados los pies con el apresto del evangelio de la paz. Sobre todo, tomad el escudo de la fe, con que podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno. Y tomad el yelmo de la salvación, y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios". Esta figura fue tomada de la armadura de los soldados que asistían a

su cuarto, y tal vez estas vivas sentencias fueron escuchadas por sus guerreros auditores antes de que hubieran sido transferidas a la epístola en que están conservadas.

Sus guardias convertidos. Pero tenía otros visitantes. Todos los que tenían interés en el

cristianismo en Roma —judíos y gentiles— se reunieron con él. Tal vez no hubo un día, de los dos años que duró su prisión, en que no haya tenido estas visitas. Los cristianos de Roma aprendieron a ir a este

cuarto como a un oráculo. Muchos maestros cristianos afilaron allí su espada; y se difundió una nueva energía por los círculos cristianos de la ciudad. Muchos padres ansiosos trajeron a sus hijos, muchos amigos a sus amigos, esperando que una palabra de los labios del apóstol despertara la conciencia

dormida. Muchos hombres errantes, que vagaban por allí por casualidad, se volvieron hombres nuevos. Tai fue Onésimo, un esclavo de Colosas, que llegó a Roma habiendo huido de su dueño, pero que fue

mandado otra vez a su amo Filemón, no ya como un esclavo, sino como un hermano amado. Visitas de ayudantes apostólicos. Venían visitas todavía más interesantes. En todos los períodos

de su vida ejerció una fuerte fascinación sobre los jóvenes. Ellos eran atraídos por el alma varonil que

encerraba, en la cual encontraban simpatía para sus aspiraciones e inspiración para el más noble trabajo. Estos jóvenes amigos, que estaban esparcidos por todo el mundo en la obra de Cristo, lo visitaban en regular número en Roma. Timoteo y Lucas, Marcos y Aristarco, Tíquico y Epafras, y muchos otros venían

a beber de este fresco e inagotable manantial de vigor y de sabiduría. Y él los mandaba otra vez para llevar mensajes a sus iglesias o traer noticias de sus circunstancias.

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Mensajeros de sus iglesias. Nunca cesó de pensar en sus hijos espirituales que tan distantes se encontraban. Diariamente vagaba su imaginación por los valles de Galacia y a lo largo de las costas de

Asia y Grecia; todas las noches hacía oración por los cristianos de Antioquía y Éfeso, de Filipos, Tesalónica y Corinto. No faltaban pruebas agradables de que ellos también hacían recuerdo de él. De vez en cuando aparecía en su alojamiento un delegado de alguna iglesia distante que traía las salutaciones de

sus convertidos, o tal vez un auxilio para subvenir a sus necesidades temporales o pedir su decisión sobre algún punto de doctrina o sobre alguna práctica acerca de la que se hubieran levantado ciertas dudas. Estos mensajeros no volvían vacíos: llevaban mensajes escritos de todo corazón, o palabras

áureas de consejo de su amigo apostólico. Algunos de ellos llevaban más aún. Cuando Epafrodito, delegado de la iglesia de Filipos que había mandado a su padre en Cristo un ofrecimiento amoroso, volvía

a su iglesia, Pablo mandó con él en reconocimiento a su bondad la Epístola a los filipenses, la más hermosa de todas sus cartas, en la cual pone de manifiesto su corazón desnudo, y en cada sentencia brilla un amor más tierno que el de una mujer. Cuando el esclavo Onésimo fue mandado otra vez a

Colosas, recibió como el ramo de paz para ofrecer a su amo, la exquisita y pequeña Epístola a Filemón, monumento inapreciable de la cortesía cristiana. Llevó también una carta dirigida a la iglesia de la ciudad en donde vivía su amo, la Epístola a los colosenses. La composición de estas epístolas fue con mucho la

parte más importante de la variada actividad de Pablo en la prisión; y coronó este trabajo escribiendo la Epístola a los efesios, que es tal vez el libro más profundo y más sublime que el mundo haya conocido. La

iglesia de Cristo ha derivado muchos beneficios de las prisiones de los siervos de Dios; el libro más grande de genio religioso no inspirado, "El Viador", fue escrito en una cárcel; pero nunca vino a la iglesia mayor bendición con el disfraz de la desgracia, que cuando el arresto de las actividades corporales de

Pablo en Cesárea y Roma le suministró el reposo que necesitaba para alcanzar las profundidades de la verdad sondeadas en la Epístola a los efesios.

Sus escritos.- Puede haber parecido una oscura dispensación de la Providencia a Pablo, que el curso de la vida que había llevado se hubiera cambiado tan completamente; pero los pensamientos de Dios son más altos que los del hombre, y sus caminos más altos que los de éste; y él dio a Pablo gracia para

dominar las tentaciones de su situación y hacer mucho más en su inactividad forzada por el bienestar del mundo y la estabilidad de su propia influencia, que lo que había podido hacer en veinte años de trabajo misionero. Sentado en su prisión, reunió en su corazón simpático los suspiros y las tristezas de millares

de hombres, y desde sus fuentes inagotables de amor difundió valor y auxilio en todas direcciones. Su mente se sumergía más y más en el pensamiento solitario hasta que, hiriendo la roca en la oscura

profundidad a que había llegado, dio origen a corrientes que todavía alegran la ciudad de Dios. Ultimas escenas El libro de los Hechos cesa repentinamente después de haber dado un breve sumario de los dos años

de la prisión de Pablo en Roma. ¿Es que no había nada más que decir? Cuando vino su proceso, ¿resultó en su condenación y muerte? ¿O fue puesto en libertad y volvió a sus antiguas ocupaciones? Cuando la

narración lúcida de Lucas nos deja tan de improviso, la tradición viene a ofrecernos su inseguro auxilio. Nos dice que fue absuelto en su proceso y fue puesto en libertad; que volvió a sus antiguos viajes y visitó a España, entre otros lugares; pero que poco tiempo después fue de nuevo aprisionado, y vuelto a

mandar a Roma, donde murió como tantos otros mártires en las manos crueles de Nerón. Por fortuna, sin embargo, no dependemos enteramente de la ayuda precaria de la tradición. Tenemos

escritos de Pablo indudablemente posteriores a los dos años de su primera prisión. Estas son las epístolas

llamadas pastorales: las Epístolas a Timoteo y a Tito. Por estos escritos vemos que obtuvo su libertad y asumió de nuevo su empleo de visitar sus antiguas iglesias y fundar otras nuevas. Después de esto sus

pasos no pueden seguirse ya, en realidad, con certidumbre. Lo encontramos otra vez en Éfeso y Troas; lo encontramos en Creta, una isla en donde hizo escala durante su viaje a Roma, y en la cual quizá tomó interés; lo encontramos también explorando nuevos territorios en el norte de Grecia. Lo vemos una vez

más como el jefe de un ejército que manda a sus edecanes por el campo de batalla, enviando a sus jóve-nes ayudantes a organizar y vigilar las iglesias.

Su libertad. Nuevos viajes. Pero esto no había de durar mucho. Había tenido lugar un evento inmediatamente después de haber sido puesto en libertad, que no podía menos de tener influencia en su destino. Este fue el incendio de Roma: espantoso desastre, cuyo fulgor siniestro, aun a esta distancia,

hace estremecer el corazón. Probablemente fue un capricho loco del malicioso monstruo que entonces llevaba el manto imperial. Pero Nerón vio la oportunidad de atribuirlo a los cristianos, e instantáneamente se desató contra ellos la más atroz persecución. Por supuesto, la fama del suceso pronto se extendió por

el mundo romano; y no era probable que el más notable apóstol del cristianismo pudiera escapar por mucho tiempo. Todo Gobernador pensó que no podía prestar un servicio más agradable al Emperador

que remitirle a Pablo encadenado. Segunda prisión en Roma. Por consiguiente, no mucho tiempo después, Pablo estaba de nuevo

aprisionado en Roma; pero esta vez no fue una prisión ligera, sino la peor dispuesta por la ley. No había

grupos de amigos que ahora llenaran su habitación, porque los cristianos de Roma habían sido asesinados y esparcidos, y era peligroso para cualquiera llamarse cristiano. Tenemos una carta escrita

desde su calabozo, la última que escribió, la segunda Epístola a Timoteo, la cual nos suministra una ligera idea de indecible elocuencia de las circunstancias del prisionero. Nos dice que una parte de su prueba ha terminado ya. Ni un amigo queda a su lado, cuando ve al tirano, sediento de sangre, que ocupa el

tribunal de juez. Pero el Señor le acompañaba y le capacitaba para hacer escuchar al Emperador y a los espectadores de la concurrida basílica la voz del evangelio. El cargo contra él se había nulificado; pero no tenía esperanza de escapar. Todavía debían de venir otros trámites del proceso, y sabía que las pruebas

para condenarlo serían descubiertas o inventadas. La carta denuncia la miseria de su calabozo. Le ruega a Timoteo que le traiga una capa que había dejado en Troas, para defenderse de la humedad de la

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prisión y del frío del invierno. Pide sus libros y pergaminos, para poder aliviar el tedio de las horas solitarias con el estudio que siempre había amado. Pero sobre todo, suplica a Timoteo que venga él

mismo, porque estaba anhelando sentir el toque de una mano amiga, y ver el rostro de un amigo, siquiera una vez antes de morir. ¿Había sido por fin conquistado el bravo corazón? Leed la epístola y veréis. ¿Cómo comienza?"Asimismo padezco esto: mas no me avergüenzo; porque yo sé a quién he

creído, y estoy cierto que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día". ¿Cómo concluye?"Yo ya estoy para ser ofrecido, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de justicia, la cual me dará el

Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida". Esta no es la queja del vencido.

Proceso y muerte. Poca duda hay de que haya aparecido nuevamente ante el tribunal de Nerón, y esta vez la acusación no haya sido nulificada. En toda la historia no hay una ilustración más notable de la ironía de la vida humana que esta escena de Pablo ante el tribunal del déspota romano. En el tribunal

como juez, ataviado con la púrpura imperial, estaba sentado un hombre que en un mundo malo había ganado la nota del ser peor y más miserable que existía: un hombre manchado con toda clase de crímenes, el asesino de su propia madre, de sus esposas y de sus más adictos bienhechores; un hombre

cuyo ser entero estaba empapado de tal manera en todos los vicios imaginables que su cuerpo y alma no eran, como alguien dijo en su tiempo, más que un compuesto de lodo y sangre; y en el banco del

acusado estaba el mejor hombre que el mundo poseía, con sus cabellos emblanquecidos por sus trabajos para el bien de sus semejantes y la gloria de Dios. Tal era el ocupante del lugar de la justicia, y tal el hombre que estaba colocado en el lugar del criminal.

Concluyó el proceso y Pablo fue condenado y entregado en manos del verdugo. Fue conducido fuera de la ciudad, con una multitud de la peor gente siguiéndole. Se llegó al sitio fatal; se arrodilló junto al

tajo; el hacha del verdugo brilló al sol y cayó; y la cabeza del apóstol del mundo rodó por el polvo. Epilogo Así cometió el pecado su peor mal. Sin embargo, cuán pobre y vano fue su triunfo! El golpe del hacha

solamente rompió la cerradura de la prisión y dejó al espíritu ir a su hogar y a su corona. La ciudad falsa-mente llamada eterna lo arrojó con execración de sus puertas; pero miles de miles le dieron la bienvenida en la misma hora a las puertas de la ciudad que realmente es eterna. Aun en la tierra no era

posible que Pablo pereciera. El vive entre nosotros hoy con una vida cien veces más influyente que aquella que latía en su cerebro mientras la casa terrena, que le hacía visible, todavía estaba padeciendo

en la tierra. Dondequiera que los pies de los que publican las buenas nuevas pisen sobre las montañas, él va a su lado como un inspirador y un guía; en miles de iglesias cada domingo, y en miles de hogares cada día sus elocuentes labios enseñan aún ese evangelio del que nunca se avergonzó. Dondequiera que

haya almas humanas buscando la blanca flor de la santidad o escalando las difíciles alturas de la abne-gación, allí él, cuya vida fue tan pura, cuya devoción a Cristo fue tan completa, y cuyo afán de alcanzar

un propósito único fue tan incesante, es bienvenido como el mejor de los amigos.

http://www.seminarioabierto.com/historiant22.htm 29/12/2006 15:26:18

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ÍNDICE

NACIMIENTO, INFANCIA Y JUVENTUD DE JESÚS ........................................................... 1 VIDA DE JESUCRISTO

SU HOGAR ........................................................................................................... 3 LA NACIÓN Y LA ÉPOCA ......................................................................................... 5 LAS ÚLTIMAS ETAPAS DE SU PREPARACIÓN ............................................................ 8 EL AÑO DE RETIRO ............................................................................................. 11 EL AÑO DE POPULARIDAD ................................................................................... 12

PREDICACIÓN .................................................................................................... 15 EL APOSTOLADO ................................................................................................ 19 EL AÑO DE OPOSICIÓN ....................................................................................... 22 LA PASCUA ........................................................................................................ 28

EL JUICIO .......................................................................................................... 32 LA CRUCIFIXIÓN................................................................................................. 36 LUGAR DE PABLO EN LA HISTORIA ....................................................................... 39

VIDA DE SAN PABLO SU PREPARACIÓN INCONSCIENTE PARA SU OBRA .................................................. 42 SU CONVERSIÓN ................................................................................................ 46 SU EVANGELIO ................................................................................................... 49 LA OBRA QUE AGUARDABA AL OBRERO ................................................................. 52 SUS VIAJES MISIONEROS .................................................................................... 54 SUS ESCRITOS Y SU CARÁCTER ........................................................................... 60 CUADRO DE UNA IGLESIA PAULINA ...................................................................... 64 LA GRAN CONTROVERSIA DE PABLO ..................................................................... 66 EL FINAL ........................................................................................................... 69

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HISTORIA DEL NUEVO

TESTAMENTO

ÍNDICE

NACIMIENTO, INFANCIA Y JUVENTUD DE JESÚS ........................................................... 1

VIDA DE JESUCRISTO SU HOGAR ........................................................................................................... 3 LA NACIÓN Y LA ÉPOCA ......................................................................................... 5 LAS ÚLTIMAS ETAPAS DE SU PREPARACIÓN ............................................................ 8 EL AÑO DE RETIRO ............................................................................................. 11

EL AÑO DE POPULARIDAD ................................................................................... 12 PREDICACIÓN .................................................................................................... 15 EL APOSTOLADO ................................................................................................ 19 EL AÑO DE OPOSICIÓN ....................................................................................... 22 LA PASCUA ........................................................................................................ 28

EL JUICIO .......................................................................................................... 32 LA CRUCIFIXIÓN................................................................................................. 36 LUGAR DE PABLO EN LA HISTORIA ....................................................................... 39

VIDA DE SAN PABLO

SU PREPARACIÓN INCONSCIENTE PARA SU OBRA .................................................. 42 SU CONVERSIÓN ................................................................................................ 46 SU EVANGELIO ................................................................................................... 49 LA OBRA QUE AGUARDABA AL OBRERO ................................................................. 52 SUS VIAJES MISIONEROS .................................................................................... 54

SUS ESCRITOS Y SU CARÁCTER ........................................................................... 60 CUADRO DE UNA IGLESIA PAULINA ...................................................................... 64 LA GRAN CONTROVERSIA DE PABLO ..................................................................... 66 EL FINAL ........................................................................................................... 69

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