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77 I La Leva Estupor e indignación populares por la traición y asesinatos come- tidos por el general Huerta y sus adláteres.—Los revolucionarios de 1910 lánzanse a la lucha.—El gobernador de Coahuila acau- dilla el movimiento reivindicador.—Las persecuciones y el terror como medios de represión.—Intervención yanqui.—Bombardeo del puerto de Veracruz.—Impresión que tal suceso causa en el pue- blo.—Rectificación histórica.—Importantes plazas en poder de la Revolución.—La leva.—Triunfo de la Revolución.—Huida del ge- neral Huerta y sus cómplices.—¡Que Dios los bendiga a ustedes y a mí también! n cuanto el pueblo capitalino restablecióse un poco de la postración moral que sufrió al con- firmar la estupenda versión del asesinato de los señores Madero y Pino Suárez, efectuado tras los muros de la Penitenciaría, obedeciendo órdenes del general Victo- riano Huerta, el primer pensamiento que vino a su mente fue el de que semejante baldón de ignominia arrojado sobre su frente no quedaría impune, y que el castigo, tarde o tempra- no, caería inexorable sobre los traidores y asesinos. Hizo desde luego un recuento de aquellos elementos que en las filas del Ejército Libertador que acaudillara el propio señor Madero, distinguiéranse brillantemente por su valor, lealtad y convicciones revolucionarias, indignados al tener noticia de la infidencia y felonía del general Huerta, secunda- das por el Ejército federal, se aprestarían inmediatamente a la lucha para castigar con todo rigor semejante crimen, reivindicando Este libro forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx https://biblio.juridicas.unam.mx/bjv DR © 2015. Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México Libro completo en: https://goo.gl/2Meze9

I La Leva - UNAM · todas las fuerzas de nuestra alma que la Revolución triunfara, ya que ello significaba, además de una reparación a la digni-dad nacional vilmente ultrajada,

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Estupor e indignación populares por la traición y asesinatos come-tidos por el general Huerta y sus adláteres.—Los revolucionarios de 1910 lánzanse a la lucha.—El gobernador de Coahuila acau-dilla el movimiento reivindicador.—Las persecuciones y el terror como medios de represión.—intervención yanqui.—bombardeo del puerto de Veracruz.—impresión que tal suceso causa en el pue-blo.—Rectificación histórica.—importantes plazas en poder de la Revolución.—La leva.—Triunfo de la Revolución.—Huida del ge-neral Huerta y sus cómplices.—¡Que Dios los bendiga a ustedes y a mí también!

n cuanto el pueblo capitalino restablecióse un poco de la postración moral que sufrió al con-firmar la estupenda versión del asesinato de

los señores Madero y Pino Suárez, efectuado tras los muros de la Penitenciaría, obedeciendo órdenes del general Victo-riano Huerta, el primer pensamiento que vino a su mente fue el de que semejante baldón de ignominia arrojado sobre su frente no quedaría impune, y que el castigo, tarde o tempra-no, caería inexorable sobre los traidores y asesinos.

Hizo desde luego un recuento de aquellos elementos que en las filas del Ejército Libertador que acaudillara el propio señor Madero, distinguiéranse brillantemente por su valor, lealtad y convicciones revolucionarias, indignados al tener noticia de la infidencia y felonía del general Huerta, secunda-das por el Ejército federal, se aprestarían inmediatamente a la lucha para castigar con todo rigor semejante crimen, reivindicando

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así a la faz del mundo, la dignidad y honor nacionales tan vilmente ultrajados.

incontinenti acudieron a su mente los nombres de Francisco Villa, Maclovio Herrera, nicolás Fernández, Máximo Castillo, Tomás urbina, Tomás ornelas, Manuel Chao, Manuel Medi-na Veytia, que habían militado en el norte; Pánfilo natera y Francisco Murguía, en Zacatecas; Cesáreo Castro, Lucio blanco y Pablo González, en Coahuila; los hermanos Arrieta, Calixto Contreras y orestes Pereyra, en Durango; Martín Triana, en Aguascalientes ; Joaquín Amaro y Gertrudis Sánchez, en Mi-choacán; Roberto Martínez y Martínez, en Hidalgo; Domingo Arenas, en Tlaxcala; Juan Lechuga, en Puebla; Rafael Tapia, Cándido Aguilar, Gabriel Gavira y Heriberto Jara, en Veracruz; Enrique bracamontes, ignacio Pesqueira, Plutarco Elías Calles y Juan Cabral, en Sonora; Martín Espinosa, en nayarit; los her-manos Rómulo y Ambrosio Figueroa, en Guerrero; los herma-nos Luis y Eulalio Gutiérrez, los hermanos Carrera Torres y los hermanos Cedillo, en San Luis Potosí; Julián Medina, en Jalis-co; Rafael buelna, en Colima; Ramón F. iturbe, Ángel Flores y Juan Carrasco, en Sinaloa; Manuel Castilla brito, en Campe-che; Juan Domínguez, en Tabasco, y otros muchos de los cuales se esperaba (como efectivamente sucedió) iniciarían una acción violenta y enérgica para emprender la lucha.

La prensa, reducida a la más rigurosa censura, muy poco informaba acerca de la situación prevaleciente en el interior del país; llenando en cambio sus columnas con felicitaciones y adhesiones que muchos jefes militares, porfiristas, reyistas y “hojalateros” enviaban al “cuadrilátero maldito”, formado por los señores licenciado José María Lozano, Querido Moheno, nemesio García naranjo y Francisco M. olaguíbel, así como a los generales Manuel Mondragón, Aureliano blanquet, Fé-lix Díaz y Victoriano Huerta, quienes hacíanlas publicar para demostrar que contaban en su proceder, no solamente con el asentimiento y apoyo del Ejército, sino también con la aproba-ción de la opinión pública.

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Sin embargo, a pesar de tales procedimientos impuestos al pueblo capitalino a raíz de tan nefandos crímenes, algunos viajeros procedentes del norte, nos informaron a sottovoce, que el gobernador del estado de Coahuila, don Venustiano Ca-rranza, a la cabeza de las fuerzas irregulares que con anterio-ridad y por su disposición organizáranse en Saltillo, habíanse internado en franca actitud rebelde en la Sierra de Arteaga, declarando al efecto, desconocerle al general Huerta su carác-ter de presidente de la República, calificándolo asimismo de traidor, asesino y usurpador así como de espurio a su gobierno. igualmente informaron dichos viajeros que el movimiento ha-bía sido secundado por el estado de Sonora, cuyo gobernador don José María Maytorena, había desconocido también al go-bierno del centro. En fin, que en varios puntos de la frontera norte (cuna de la Revolución encabezada por el señor Madero), como resultado del disgusto causado por la conducta del Ejér-cito federal al confabularse con el general Huerta, las simpatías populares que estaban despertando las actividades rebeldes en los referidos estados eran cada día más entusiastas.

no obstante, que inmediatamente después de consumado el Cuartelazo, inaugurose por el gobierno surgido de él una era de terror, consistente en llevar a cabo con todo lujo de crueldad, multitud de asesinatos y reclusiones, tanto contra los que habíanse significado como maderistas como contra todos aquellos ciudadanos que aun cuando alejado de toda acción política, suspicaz y aviesamente suponíaseles desafectos a se-mejante estado de cosas, los elementos revolucionarios de la capital emprendieron activamente una propaganda en contra de dicho gobierno, tendiente a difundir entre las masas po-pulares noticias referentes a la marcha de los acontecimientos favorables al movimiento revolucionario.

Además, puestos en contacto los susodichos elementos re-volucionarios con los que luchaban en los campos de combate para desarrollar una acción conjunta persiguiendo el mismo fin, las informaciones exactas de las operaciones militares lle-

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vadas a cabo supiéronse entonces rápidamente y de igual modo propagáronse. Fue así como se supo con toda oportunidad, a despecho de la prensa oficiosa y de la cólera y censura de los felicista-huertistas, la toma por las tropas constitucionalistas, como desde luego de esta manera empezóse a llamárseles, de las plazas de Zacatecas y Durango en mayo de 1913, las de To-rreón, Culiacán y Ciudad Victoria en octubre y noviembre de ese mismo año, noticias que velozmente cundieron por toda la ciudad, a pesar, repito, del excesivo espionaje que encontrábase intensamente ramificado por todas partes.

Los neutrales, es decir, los que nos manteníamos alejados de toda lucha, al observar que la leva empezaba por doquier a hacer sus víctimas, un sentimiento de justicia y una honda protesta de indignación apoderóse de nosotros, deseando con todas las fuerzas de nuestra alma que la Revolución triunfara, ya que ello significaba, además de una reparación a la digni-dad nacional vilmente ultrajada, la tranquilidad de los hogares, sumidos, precisamente a consecuencia de dicha situación, en el más triste desamparo, y expuestos sus miembros a la men-dicidad o a la prostitución como resultado de la miseria por la falta de padres, esposos, hijos y demás sostenes de familia. Esto unido a las delaciones y persecuciones, dio origen a que la animadversión contra el general Huerta y a que su gobierno aumentara, y por tanto se evidenciara más la simpatía por el movimiento revolucionario.

En ese estado se encontraban las cosas por aquella época y de tal modo teníamos fija la atención en los acontecimientos, o sea en el avance que, a pasos agigantados, efectuaba la Revo-lución, cuando un suceso de insólita magnitud vino a caldear los ánimos: el puerto de Veracruz acababa de ser bombardeado por la Escuadra norteamericana al mando del contraalmirante Fletcher (21 de abril de 1914).

A pesar de que toda la sociedad sentíase justa y severamen-te indignada ante semejante acontecimiento que lesionaba te-rriblemente la Soberanía nacional, no pensó en acudir para

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enterarse de él a las informaciones de la prensa —la que a consecuencia de su repugnante servilismo y cobardía no ins-piraba absolutamente ninguna confianza, tanto más cuanto co-menzaba a observar a este respecto una actitud de desesperante y sospechoso silencio, ya que ante tal suceso no podía califi-carse de otra cosa su incomprensible laconismo— sino a fuentes particulares por considerarlas más verídicas. Así fue como nos enteramos de que al iniciarse el bombardeo del citado puerto por los barcos de la Escuadra surtos en la bahía protegiendo el desembarco de los marinos, tanto los alumnos de la Escue-la naval como el pueblo y algunos españoles, habían hecho una tenaz y heroica resistencia resultando de semejante com-portamiento, muchos muertos, heridos y pérdidas materiales, contrastando tan patriótica como digna actitud con la conduc-ta de los federales, quienes, según decían, habían emprendido vergonzosa y cobarde fuga ante el fuego de los invasores, y que el “altanero de cuartel” general Gustavo Adolfo Maass, que era quien los comandaba, en su precipitación por escapar, había dejado abandonada, su espada y su gorra laureada, no parando sino hasta Tejería.1

1 Esta versión lanzada al pueblo capitalino que en aquellos precisos días de-batíase en la efervescencia de las pasiones políticas, y que fue la única que entonces se propaló, y desgraciadamente la que hasta hoy día sigue prevale-ciendo como consecuencia de no haberse efectuado una amplia propaganda de lo realmente acaecido, es en su mayor parte falsa. Pues que ni los alumnos de la Escuela naval hicieron tal resistencia, puesto que dicho plantel, como toda la guarnición, tenía instrucciones del general Huerta para abandonar la plaza si los yanquis desembarcaban, ni menos todos los federales a pesar de dichas instrucciones, huyeron cobarde y vergonzosamente ante el fuego de los invasores, ya que el teniente coronel Albino Cerrillo, quien resultó heri-do en un brazo, al frente de una parte del 19 batallón se batió bravamente con los invasores que por el Muelle Fiscal desembarcaron.

Y si a lo anteriormente expuesto añádase que el teniente coronel del 18 batallón Manuel Gómez, con los rayados que escapaban de la prisión militar La Galera [no hay que confundirla con la prisión militar de San Juan de ulúa que no tomó parte, ni podía haberla tomado, a causa de la lejanía de la plaza, y también, porque la guarnición especial que la custodiaba compuesta de dos-cientos hombres del 18 batallón al mando del capitán primero Juan Jiménez Figueroa, no la abandonó] (que ya estaba sin guardia), que prestamente armó pertrechó con las carabinas y parque que en la Comandancia Militar

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Esta incomprensible actitud de Estados unidos al romper las hostilidades con nuestro país, sin previa declaración de gue-rra, y sin que existiera tampoco un motivo poderoso para ello, causó gran desconcierto en la opinión pública, dando lugar a pensar que, únicamente, una preconcebida intención y mala fe pudo ser causa de tan insólito atropello. Recordábase al efecto, que pocos días antes de este suceso, el 9 de abril, había ocu-rrido un serio incidente en Tampico ocasionado por una futi-leza, y con cuya solución, al parecer, Estados unidos no había quedado satisfecho, creyéndose por consiguiente que ése era

quedaron abandonadas, atacó en unión de los voluntarios que comandaba el coronel Manuel Contreras desde el Muelle de Sanidad a las fuerzas yanquis que desembarcaban de los barco-transportes, teniéndolas a raya hasta las cinco de la tarde, hora en que ya los alumnos de la Escuela naval se retiraron por el rumbo de los Cocos hacia Tejería, donde con bastante anticipación se encontraba el general Maass con el grueso de la guarnición, se verá en-tonces que la versión de los hechos al principio expuesta y que fue, como antes dije, la única que se dio a conocer, es además de falsa, dolosa, ya que sí hubo fuerza que hiciera resistencia a los gringos, pues aun cuando es verdad que contados civiles y rayados dispersos, así como algunos españoles hostili-zaron a los invasores desde las azoteas, esto aunque meritorio, no se puede considerar como una resistencia capaz de haber evitado el intempestivo des-embarco de marinos, o suficiente para proteger la retirada de los federales, la que totalmente se efectuó sin la precipitación que en la versión a que me vengo refiriendo se aseguró, ya que se legró extraer de la terminal todos los trenes de ferrocarril que en ella se encontraban.

item más; si se considera que desde que comenzó el ataque, hasta las primeras horas de la noche, que fue cuando quedó consumada la evacuación, transcurrieron siete horas, tiempo más que suficiente para que la escuadra de guerra, compuesta de varios acorazados erizados de cañones, bastante mari-nería y tropas de desembarco, se hubiera apoderado de la ciudad, tanto más que según la susodicha versión, ésta se encontraba abandonada por haberla desocupado precipitadamente la guarnición, no lo hizo, se debe entonces estimar que no fue ello precisamente porque hubiera influido en el ánimo del contraalmirante Fletcher la piadosa y ridícula consideración de no querer causar daños, sino porque encontró resistencia, una resistencia muy débil, es cierto, pero que de todos modos dicho contraalmirante no esperaba. Y tan esto es concluyente, que escarmentado en su candidez de suponer que su sola acción de desembarco bastaría para que nadie osara oponerse; esa misma noche no se atrevió a consumar la ocupación, ordenando en cam-bio que sus barcos enfocaran los reflectores hacia todos los rumbos de la ciudad y escrutaran calles y azoteas con el fin de cerciorarse de que estaba completamente desguarnecida, para así al día siguiente, sin ningún temor, posesionarse de ella.

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el verdadero pretexto que invocaron para haberse posesionado del puerto de Veracruz.

El general Huerta que vio en esto la oportunidad de cap-tarse si no la simpatía (cosa completamente imposible), cuando menos atenuar la pésima impresión que causara en todas las clases sociales su manera de llegar al poder y sus reprobables medios para sostenerse en él, lanzó una proclama llena de de-nuestos contra el presidente Wilson, así como de desahogos contra Estados unidos, en la que hipócritamente hacía un lla-mado al sentimiento patriótico de los jefes revolucionarios, in-vitándolos a deponer su actitud hostil contra su gobierno a fin de que todos unidos pudieran repeler la brutal agresión llevada

Resumiendo: de la guarnición al mando del general Gustavo Adolfo Ma-ass, compuesta por partes del 18 y 19 batallones comandados por los ge-nerales Luis becerril y Francisco A. Figueroa, respectivamente, y la batería Fija de Artillería, o sea aproximadamente seiscientos hombres, solamente doscientos del 19 batallón mandados por su teniente coronel Albino Rodrí-guez Cerrillo se quedaron en la plaza protegiendo la retirada del resto de la guarnición, la que al evacuarla, repito, no hizo más que cumplir órdenes en ese sentido dadas por el general Huerta.

En cuanto a la conducta observada por los alumnos de la Escuela naval, ya antes dije cómo obraron en su retirada. Respecto del joven Azueta, que murió sirviendo una pieza en la calle de la Playa, es de advertir que cuando esto sucedió, no era ya alumno de la Escuela naval Militar, sino teniente de Artillería perteneciente a la batería fija del Puerto.

Finalmente, por cuanto cabe a la conducta incalificable del general Gus-tavo Adolfo Maass, que es en lo único en que se apega la versión que el pueblo conoce y en la que tan acre como justamente se le condenó y se le sigue condenando, nada le atenúa el que haya recibido órdenes de Huerta para retirarse, desde el momento en que tal maniobra debió haberle efec-tuado dentro de la mesura y ecuanimidad establecidos tanto por las ciencias bélicas, como por el pundonor militar frente al enemigo; por la dignidad y sentimiento cívico gravemente ofendidos; por la responsabilidad que tiene ante la Patria el jefe militar encargado de defender sus fronteras marítimas de cualquier fuerza extraña que pretenda violarlas; por la aptitud, entereza, valor, honor, espíritu de sacrificio y patriotismo de que está obligado a dar ejemplo un general de cualquier ejército, y no como él, que temblando de pavor huyó en desenfrenada carrera dejando abandonada en su precipitada escapatoria la espada que la nación puso en sus manos para que la honrara y defendiera. Este bochornoso comportamiento del general Maass, fue, pues, el origen de que se propalara tan funesta versión, que aun en nuestros días perdura.

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a cabo preconcebida e intempestivamente por los elementos de guerra del país vecino. Es decir, el general Huerta, con ma-quiavélica astucia pretendía, artera y solapadamente, engañar al Ejército revolucionario, quien más hábil y conociendo tan aviesas intenciones no mordió el anzuelo ni se deslumbró con el señuelo que desesperadamente agitaban ante sus ojos los ele-mentos porfiriano-huertistas, pretendiendo necia y tardíamen-te detener con tales argucias, no solamente su formidable y arrollador avance, sino el de las ideas renovadoras, acaudilladas y enérgicamente defendidas por él.

La prensa mercenaria, haciéndose cómplice del general Huerta en su maniobra de engañar al pueblo, desde luego dio comienzo a tan ingrata tarea, publicando en El Independiente a cargo de Luis del Toro, el célebre jefe de redacción del libelo El Debate y El Imparcial, dirigido por aquel impulsivo ególatra que en un desplante lírico dijera: “Hay plumajes que cruzan el pantano y no se manchan. ¡Mi plumaje es de ésos!” (sic) Salvador Díaz Mirón (perseguidor fracasado del guerrillero magonista Santanón), el mismo que en un arranque de adu-latorio y servil entusiasmo declarara en un lenguaje cursi, que el general Huerta al retirarse de la redacción de su periódico “había dejado un perfume de gloria”, se publicaban noticias notoriamente falsas como la de que los generales obregón y Villa ya venían en camino de la capital a ponerse a las órdenes del general Victoriano Huerta para combatir a los invasores. Esos mismos periodistas escribían editoriales tan llenos de ala-banzas al referido general Huerta como de injurias y ofensas al pueblo norteamericano, dando lugar con eso a que la situación se pusiera más caótica y difícil.

Pero aún hay más, el general Huerta en su afán de enga-ñar al pueblo por cuantos medios encontró a su alcance, y a fin de demostrar la “sinceridad” de sus propósitos, expidió un decreto concediendo (?) amplia amnistía a los revolucionarios y sus simpatizadores, ordenando asimismo, la libertad, no sólo de los reos políticos sino también la de aquellos individuos que

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se encontraban recluidos, purgando condenas por delitos del orden común.

Estimulados los metropolitanos por el patriótico ejemplo que con su comportamiento dieron a la nación los voluntarios del puerto jarocho y alentados por el ardor bélico de que se mostraba impregnado el ambiente que en esos días se respira-ba, y olvidando, o mejor dicho, haciendo a un lado la persona-lidad y conducta del general Huerta, no teniendo más mira ni persiguiendo otro objeto que la defensa del territorio nacional, presentóse una compacta muchedumbre de ciudadanos de to-das las clases sociales, en la que predominaba el elemento tra-bajador, a los diferentes cuarteles de la capital, ofreciendo con todo el entusiasmo patriótico de que se encontraban poseídos, sus vidas al servicio y defensa de la Patria, demandando para ello armas y solicitando enérgica e impacientemente su pronta salida para combatir al extranjero que en aquellos momentos hollaba el suelo patrio.

El general Huerta, que calculadamente no esperaba otra cosa, acto continuo accedió a tal petición, viéndose entonces cómo inmediatamente salían trenes y más trenes pletóricos de voluntarios, quienes con toda buena fe creían, según era su plausible deseo, y así lo supuso también el pueblo de la capital, iban a detener el paso del enemigo, reforzando para ello los puntos estratégicos entre el Distrito Federal y Tejería, así como los puertos de ambos litorales. ¿Mas cuál no sería la sorpresa que causó, o mejor dicho, el tremendo disgusto que sintieron nuestros patriotas al conocer la perfidia en que se les envolvía, consistente en que en vez de ir a Veracruz a combatir a los americanos eran enviados a San Luis Potosí, Aguascalientes y Zacatecas a contener el avance que, a gran prisa, efectuaban las tropas constitucionalistas sobre el centro del país?

Así pues, si honda consternación produjo la noticia del desembarco de tropas yanquis en Veracruz, más grande fue la indignación que sentimos todos al saber que Huerta, aten-diendo más a su conveniencia y egoísmo personal que a los

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sagrados intereses de la Patria, enviaba a los voluntarios, no a luchar contra los invasores sino a atacar a sus hermanos, quienes combatían por la causa de la justicia y reparación de la dignidad y del derecho tan vilmente ultrajados por él y sus cómplices.

Al darse, pues, cuenta los capitalinos del engaño de que habían sido víctimas los ciudadanos que con todo entusiasmo y buena fe presentáranse a ofrecer sus servicios en defensa de la patria, decidieron abstenerse prudentemente de seguir, tan meritorio, pero asimismo tan mal estimado ejemplo, lo que dio por resultado que el general Huerta, sabedor de que su burda maniobra había sido descubierta, pero, sobre todo, al ver que sus esperanzas de sostenerse en el poder se frustraban, despechado y colérico, ordenó entonces que la leva continua-ra, recrudeciéndose ésta a tal grado, que muy pocos eran los hombres que se atrevían a transitar por la calle después del obscurecer, siendo los desheredados los que desde luego em-pezaron a desaparecer, pues de los mesones y hasta de sus casas comenzaron a ser extraídos por los sicarios de la gendarmería montada, quienes dedicábanse ufanamente a cumplir tan re-probable como odiosa tarea.

Todo aquel individuo que por necesidad pasaba frente a un cuartel, inmediatamente era atrapado por una jauría de sabue-sos que merodeaba en sus cercanías aguardando el paso de los transeúntes. A todas estas infamias y arbitrariedades que, sin más ley que la fuerza bruta y sin otra razón que la del miedo, se cometían, el general Huerta contestaba ridícula e invariable-mente: “Hay que hacer la paz cueste lo que cueste”, frase que, desde que se sentó en la codiciada silla, tenía constantemente estereotipada en sus labios. La opresión estaba entonces en su apogeo.

El día 25 de junio, súbitamente, corrió el rumor de que por las estaciones del Central y nacional estaban llegando, fre-cuentemente, trenes repletos de heridos, y se decía eran tantos que, siendo insuficientes los hospitales, estábanlos alojando

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en muchas casas particulares. Por ellos se supo, a pesar de la incomunicación en que se les confinara y de las amenazas con que antes de su arribo previamente se les conminara a fin de que no hicieran ningunas declaraciones, que Zacatecas había caído en poder del general Villa dos días antes, llegando el descalabro sufrido por los federales a cuatro mil muertos y doble número de heridos, ocasionando con ello el que muchas personas impotentes para soportar tan sangriento como bárbaro espectáculo hubieran enloquecido.

Ante esta derrota que casi daba al traste con el Ejército federal, el general Huerta y sus consejeros, rabiosos de des-pecho e impotencia, ordenaron, a fin de cubrir los miles de bajas que en dicho desastre sufriera, que la leva se extremara. Entonces ya no se esperó, como pocos días antes, la compli-cidad de la noche para efectuarla. Suprimióse todo escrúpulo y consideración. En pleno día entraban los “montados” a las “viviendas” a sacar a rastras y a cintarazos a los moradores, importándoles muy poco las súplicas que para impedirlo in-terponían sus madres, esposas e hijos, quienes eran apartados brusca y ásperamente a estrujones y culatazos en medio de insultos y vejaciones.

En camiones recogían a cuanto hombre encontraban en las calles, mofándose de la tarjeta de identificación que para salvaguardarlos de sufrir tal contingencia previsoramente ex-tendiéraseles en los talleres y fábricas donde trabajaban. Los que por extrema necesidad salían y, para evitar ser cogidos de leva, llevaban una criatura en los brazos, ésta les era arrebatada y enviada a la comisaría inmediata, siendo ellos introducidos a empellones al camión. Lo mismo sucedía con los vendedores ambulantes. Ante tan triste como peligrosa situación, las calles despoblábanse desde las primeras horas de la noche. Sólo las patrullas, haciendo resonar los cascos de sus caballos sobre el pavimento, eran las únicas que las recorrían en actitud insolen-te y fiera. El pretorianismo agonizaba, mas antes de su muerte, que ya presentía muy próxima, quería encenagarse, por medio

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del terror, en una orgía de sangre y exterminio. Eran las últi-mas convulsiones del monstruo vencido.

Después de la toma de Zacatecas, ya no se supo nada. La extrema censura en la prensa independiente y el agudo ser-vilismo en la oficiosa, así como la falta de noticias de fuente privada provenientes del teatro de las operaciones, hizo más desesperante la situación, creando una angustiosa ansiedad de incertidumbre. La cólera popular, exasperada por la leva y la actitud agresiva de los huertistas por la complicidad cínica del clero, de la burguesía y de la burocracia, pero sobre todo por los continuos fusilamientos de simpatizadores de la Revolu-ción, se desbordó incontenible.

un hálito de odio flotaba por doquier para el general Huerta, sus cómplices y los pelones. La muerte, la prisión y la consignación a las filas, acechaba a los ciudadanos constante-mente; los corifeos del Matarratas y el Aguacate (jefes de la reservada) ponían para ello en práctica sus más bajos y perver-sos instintos de rufianes y sayones, llegando su depravación al extremo de emplear a la mujer, símbolo de piedad y ternura, en el espionaje, la delación y la calumnia.

El último reducto, donde refugiárase el pensamiento libre, la Casa del obrero Mundial, cuna y baluarte de la ideología manumisora del proletariado —establecida entonces en la calle de Leandro Valle no. 5— en donde atronara plena de fuego y virilidad el verbo sagrado de la protesta flagelando y anatemati-zando al gobierno emanado del cuartelazo, fue clausurada por el comandante ignacio Machorro, obedeciendo órdenes del ins-pector general de policía don Joaquín Pita, siendo sus muebles y biblioteca destruidos y los miembros que de dicha agrupación en ella se encontraban, atados codo con codo, como feroces y temibles bandidos, y arrojados a inmundos calabozos.

La leva, pues, diezmaba a la población. La caza, ya no del hombre sino del adolescente y hasta del niño, llegaba al frenesí, no habiendo excepción ni aun para los jorobados e inválidos, los que según palabras de los huertistas: ¡si no están buenos

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para matar, están buenos para que los maten! Con tan deplora-ble como bochornosa actividad, hervía constantemente en los patios y cuadras de los cuarteles, una multitud de víctimas que sin la menor instrucción militar, ni aun siquiera la indispensa-ble del manejo del fusil, eran enviados a los frentes a servir de carnaza a las tropas revolucionarias.

Los ferrocarriles, empleados únicamente para el transporte de tropas y material de guerra, introducían en la plaza muy po-cos carros de víveres, los que además de que su precio habíase duplicado empezaban a ser negados por los almacenistas, quie-nes ya veían en lontananza una perspectiva de enriquecimiento rápido, pues pretextaban, hipócrita y audazmente, sufrir gran escasez de ellos, cuando no de otra cosa estaban bien repletos sus enormes bodegas. item más; a consecuencia, como acabo de decir, de encontrarse ocupados los ferrocarriles en activida-des militares, la distribución de efectos comerciales en los pun-tos que el gobierno controlaba paralizóse a tal extremo, que las fuentes de producción industrial, carentes de tan indispensable servicio, viéronse obligadas, a fin de poder subsistir, a reducir la jornada de trabajo e igualmente a rebajar los salarios. Ante tal situación, el espíritu público encontrábase muy abatido.

Afortunadamente los constitucionalistas estrechaban cada día más su cerco de acero, arrollando y venciendo cuantos obs-táculos oponíaseles a su avance triunfal. La prensa diaria El Imparcial, El País, La Nación, La Tribuna y El Independiente, que en su cobarde y convenenciera actitud, hiciérase cómplice del general Huerta, insultando y helando a los revolucio-narios, temerosa del castigo que se le esperaba, y creyendo perversa y mañosamente halagarlos, comenzó a publicar, aunque todavía con muchas reticencias, las derrotas sufridas por los federales. La situación empezó entonces a definirse con más claridad: la Revolución victoriosa marchaba ya sobre la capital.

El general Huerta no esperó más, dejando en su lugar al li-cenciado don Francisco Carbajal, huyó la noche del 15 de julio

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hacia la isla de Jamaica (lugar a donde fuera a parar el dictador Santa Anna en su segundo destierro en 1848), es decir, hacia el rumbo que toman todos los tiranos de América cuando los pueblos, cansados de soportarlos, sacuden el yugo y se rebelan; el extranjero, donde impunemente eluden la justicia que piso-tearon y escarnecieron, el castigo de sus horrendos crímenes y el desprecio popular que los abomina y escupe, y a donde ellos van movidos por el miedo y el ansia de aplacar en los placeres la tortura de sus remordimientos derrochando escandalosamen-te, ante el estupor de aquellas gentes, que irónicamente nos compadecen, el enorme producto de sus rapiñas que cometie-ron en el infeliz país que oprimieron y explotaron.

El “cuadrilátero maldito”: generales Manuel Mondragón, Victoriano Huerta, Félix Díaz y Aureliano blanquet, febrero de 1913. Archivo Gráfico de El Nacional, Fon-do Personales, número de sobre 1423. IneHrM.

Desterrada así de la República la feudal “Mano de Hierro” que desde la caída del presidente Lerdo hasta mediados de 1914 se enseñoreara de ella (con excepción del pequeño lapso de tiem-po del gobierno del señor Madero) y derribado el apolillado y

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caduco solio de las dictaduras con su cortejo de crímenes e infa-mias, por el vigoroso empuje de las huestes revolucionarias, un nuevo y risueño horizonte creíase íbase a abrir para la nación, y ante esta esperanza, el más halagador optimismo reinaba en los espíritus.

He aquí, pues, un esbozo del drama más trágico y sombrío que registra en sus páginas la historia contemporánea de nues-tra patria, y en el cual uno de sus principales personajes, el ge-neral Victoriano Huerta, como un cruel sarcasmo del destino lanzó al presentar su renuncia a la Presidencia de la República la siguiente frase hipócrita que antójase histrionesca y bufa si no estuviera manchada de traición y sangre: ¡Dios los bendiga a ustedes y a mí también!

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