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Jacques Pierre Amette La Amante de Brecht

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En octubre de 1948, Bertolt Brecht regresa a Berlín oriental, una ciudad en ruinas, llena de tanques soviéticos y de miseria. Han pasado quince años desde que, en 1933, en los albores del nazismo, partiera a un exilio que lo llevó a Estados Unidos tras recorrer medio mundo. En su regreso, lo acompaña su mujer, la actriz Helene Weigel, y se dispone a dirigir el famoso Deutsches Theater, donde empezará nada más y nada menos que con la célebre `Antígona` de Sófocles. Sin embargo, la policía política comunista no se fía: quiere asegurarse de que Brecht sigue siendo un verdadero «camarada». Así pues, conocedores de las flaquezas del dramaturgo, se disponen a preparar un cebo: Maria Eich, la futura Antígona, una hermosa y delicada actriz vienesa que no tiene mucho que perder pero sí una familia a la que proteger y un pasado colaboracionista que borrar. El novelista francés Jacques-Pierre Amette, autor además de varias piezas teatrales y profundo conocedor del mundo de los escenarios, encontró inspiración en la vida del dramaturgo alemán Bertolt Brecht para componer esta novela de amores adúlteros y de espionaje que se alzó con el Premio Goncourt 2003, precisamente en el centenario de este prestigioso galardón.

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amante

JACQUES-PIERRE AMETTE

La amante de Brecht

Traduccin de Juan Manuel Salmern

A mi hermana

Ciudades

Debajo de ellas, las alcantarillas

nada en el interior; arriba, humo.

Nosotros vivimos all dentro. Sin gozar de nada.

Enseguida nos fuimos. Y lentamente

se van tambin ellas.

Bertolt Brecht, Sermones domsticosBerln Oriental1948

1

Estuvo largo rato viendo pasar bosques, bosques rojizos.

Brecht baj del coche en la frontera interzonal, entr en el puesto de polica alemn y llam por telfono al Deutsches Theater. Su mujer, Helene Weigel, se qued estirando las piernas junto al vehculo. Un camin blindado se oxidaba en la cuneta.

Una hora despus fueron tres coches negros a recoger a la pareja. Iban Abusch, Becher, Jhering, Dudow, miembros todos de la Liga Cultural. Les comentaron que los de la prensa esperaban en la estacin y Brecht dijo:

-Pues nos hemos librado!

Y sonri. Helene sonri y Becher tambin, Jhering un poco menos y Dudow nada. Con un ramo de margaritas entre los brazos, Helene Weigel permaneca erguida entre los oficiales. Traje chaqueta negro, rostro huesudo, mirada severa, pelo estirado, se mostraba sonriente e inflexible.

Bertolt Brecht dio la mano unas cuantas veces. Rostros blancos. Rostros grises. La pareja permaneci inmvil entre los oficiales de la Liga Cultural, todos con abrigo.

Todo el mundo pareca impresionado por aquel Brecht de cara redonda y pelo peinado sobre la frente como un emperador romano.

Vean por fin al gran Brecht, el ms famoso dramaturgo alemn, regresar al solar patrio tras quince aos de exilio.

Cuando los policas apartaron al ltimo fotgrafo,

Brecht cerr la portezuela del coche y el convoy oficial se puso en marcha.

Brecht iba mirando aquella carretera asfaltada que conduca a Berln.

Parecan entrar no en una ciudad sino en un mundo gris.

Pintadas obscenas, rboles, hierba, grandes riberas abandonadas, balcones colgando, plantas raras, edificios en ruinas que surgan en mitad de los campos.

El coche penetr en el corazn de Berln. Mujeres con pauelos en la cabeza numeraban piedras.

Brecht haba salido de Alemania el 28 de febrero de 1933. Por entonces haba estandartes y cruces gamadas en todas las calles... Hoy era 22 de octubre de 1948. Haban transcurrido quince duros aos. Hoy los coches oficiales adelantaban a gran velocidad camiones soviticos y apenas se vea algn que otro transente mal vestido.

Brecht baj el cristal y le pidi al chfer que parase. Se ape, encendi un puro y se qued contemplando aquellas ruinas. Haba un vasto silencio, paredes blancas, ventanas renegridas, innumerables edificios derruidos. Sol de atardecer, viento; muchas curiosas mariposas; piezas de artillera desmanteladas; un blocao.

Brecht se sent en una piedra, oy al chfer decirle que si los empresarios echaran una mano podran reconstruir la ciudad ms deprisa y pens que haban sido precisamente los empresarios los que la haban echado a tierra. Subi de nuevo al coche, largas sombras de tabiques caan dentro como cuchillas.

Kilmetros de escombros, de cristales rotos, de carros blindados, de barreras, de soldados soviticos junto a caballos de Frisa y alambradas. Ciertos edificios parecan grutas. Crteres, enormes extensiones de agua, ms ruinas, descampados, descampados inmensos, en los cuales a veces, reunidas en torno a una parada de tranva, se vean algunas personas.

El personal del hotel Adlon lo esperaba asomado a las ventanas.

En la gran habitacin Brecht se quit la gabardina, la chaqueta. Se dio una ducha, eligi una de las camisas que llevaba en la maleta. Cuatro pisos ms abajo lo esperaba la tierra alemana.

Se pronunci un discurso de bienvenida en el saln del hotel. Mientras le agradecan su presencia all Brecht se qued medio dormido; pensaba en un cuento alemn muy antiguo que haba ledo en el instituto de Augsbur-go y del cual se haba acordado estando en California. Una criada advirti un da que un duendecillo domstico se sentaba a su lado junto al fuego, le hizo sitio y desde entonces pasaban en amor y compaa las largas noches de invierno. Un da la criada le pidi a Heinzchen (as llamaba ella al duendecillo) que se mostrara bajo su verdadero aspecto. Heinzchen se neg, pero luego, ante la insistencia de la mujer, acept y le dijo que bajara al stano, que ah se le mostrara. La criada cogi un candil y al bajar vio, dentro de un tonel abierto, el cadver de un nio inmerso en su propia sangre. Muchos aos antes la criada haba dado a luz secretamente a un hijo, lo haba degollado y lo haba escondido en un tonel.

Para sacarlo de su modorra, o ms bien de su meditacin, Helene Weigel le dio a Brecht unos golpecitos en el hombro. Brecht se enderez, puso buena cara y pens que Berln era un tonel de sangre, que Alemania, desde su adolescencia, en plena guerra del 14, era tambin un tonel de sangre y l el espritu de Heinzchen.

La sangre haba corrido por las calles de Munich y la Alemania moderna haba llegado a derramar tanta como en los viejos cuentos germnicos. l haba vuelto al stano y ahora quera salvar al nio, educarlo, lavar con agua fra aquella sangre que haba an sobre las losas del stano. Eso es lo que haba hecho Goethe con su Fausto, Heine con su Alemania, la mancha era ms extensa que nunca; la madre Alemania estaba medio asfixiada.

Por las ventanas vea a mujeres calzadas con grandes zapatos que numeraban piedras. Ya no haba calles, sino carreteras y nubes.

Ms tarde, en un saln del club de la Liga Cultural, Dymschitz pronunci un discurso breve e inteligente.

Brecht, divertido, observ a Becher, Jhering y Dudow. Vaya tro gracioso y mal avenido, pens en medio del humo de su puro. All delante tena a los encargados de guiar a Alemania del Este hacia las concepciones grandiosas de la fraternidad artstica. Dos de ellos haban sido amigos de juventud. Ahora eran camaradas.

Imaginemos a tres hombres con gabn oscuro, camisa blanca y corbata de lunares; imaginmoslos en el saln de La Gaviota, vestidos con trajes hechos de un espantoso algodn sovitico. Dymschitz estaba leyendo tres hojas grises. Se mostraba refinado como un profesor de universidad que, nombrado rector, guarda la lnea para seducir a las jovencitas.

A su lado estaba Johannes Becher. l no haba cambiado. Gafas redondas con lentes de miope: segua teniendo un aire tierno y afable. Becher se acordaba de cuando Brecht era un joven delgado, descontentadizo, siempre con sombrero y un puro en la boca. Lo recordaba con los pies en una silla, leyendo o, mejor dicho, arrugando peridicos berlineses, satisfecho de haber ganado muy rpido mucho dinero con La pera de cuatro cuartos; por entonces aprenda economa de guerra en un librito azul de tapas duras, se paseaba con dibujos anatmicos, quera comprar un hacha para abrirles la blanda cabeza a los dirigentes de los grandes teatros berlineses. Corra detrs de los tranvas, se suba a los tejados de los teatros con una bailarina de cada brazo. Pensaba dar al pblico luchas sociales formidables. El problema? An no haba tenido tiempo de leer a Marx, pero crea a machamartillo en el marxismo por considerarlo un inmenso venero de ideas para comedias. Y Becher, en realidad, mientras Dymschitz lea su discurso de bienvenida, se preguntaba si el viejo Brecht llevara hoy un hacha escondida en el abrigo. Romperles la crisma a los escritores oficiales de la RDA...

Johannes Becher, nombrado alto responsable cultural en la zona, pensaba en el abrigo de piel impecable que Brecht gastaba de joven. Y se preguntaba si su propia piel se le habra vuelto lo suficientemente dura como para enfrentarse a los camaradas expertos en opiniones marxistas, los especialistas que dirigan la temible Unin de Escritores.

Tambin Helene Weigel recordaba a Becher. Lo que para ella haba cambiado en Johannes era la espalda: recta, le daba el porte digno de un oficial. En otros tiempos lanzaba huesecillos de cereza a las cabelleras de las actrices, perezosamente tumbado en una hamaca. Yo me entender mejor con Becher que Brecht, pens Helene.

Ms plido, la cara tirando a redonda, lisa, la mirada escrutadora, ser aparte, lcido y refinado, Herbert Jhering ley un discurso breve. Repasaba las hojas y lea su letra pequea y redonda con cortesa y distancia. El discurso abundaba en latiguillos gratos de escuchar.

Brecht recordaba que antao lea las crticas teatrales de Jhering como diagnsticos de un mdico al que tuviera en gran estima. Ya por entonces Jhering era el ms valorado y temido de los crticos.

Envejecer le haba dado aspecto de diplomtico. Su mirada, sin embargo, haba perdido vivacidad. No haba tenido que esperar mucho para ser desnazificado. Faltaban inteligencias de su talla capaces de poner nuevamente en pie una poltica de educacin popular. Mientras le daba la enhorabuena a Brecht en una lengua resplandeciente, el ambiente en la sala se mantuvo fro. Con su voz empaada, queda y calma dio fin al discurso, alarg la mano y se la puso a Brecht en el hombro para recordarle que estaba con l desde los inicios. Con aquella mano tocaba la sagrada esencia de una juventud compartida. Se pronunci otro discurso.

Helene Weigel, que estaba escuchando con aire pensativo y algo cansado, lade la cabeza hacia Brecht y le murmur al odo:

-Quin es aquel gordo, el del sombrero en la mano?

Sealaba a un hombre corpulento, de frente despejada y sudorosa, que llevaba una chaqueta estrecha y mal abotonada y unos enormes gemelos de tienda barata en los puos de la camisa. Se haba cuadrado como si estuviera viendo all mismo a la mismsima Virtud alemana brillando cegadoramente.

-iDudow! El granuja de Dudow! -contest Brecht.

Tambin l, Slatan Dudow, haba trabajado en Berln en los aos veinte, tambin l haba sido un compaero de aquella edad de oro. De la Gran Juerga, del milagroso Berln de las chicas fciles, de los placeres prodigados a manos llenas por el dinero fresco que sala de las cajas de unos teatros al borde de la ruina.

Aquel blgaro haba trabajado en el guin de la pelcula Khle Wampe, hacia 1926 o 1927. En 1932 haba conducido a Brecht por un Mosc ya vigilado por la polica. Debe de hacer el trabajo artstico conveniente y esperado... Probable reblandecimiento cerebral... Debe de ser el primero en la carrera de la coba poltica..., pens Brecht.

Brecht sonri a Dudow. Hubo una salva de aplausos cuando Becher abraz a Weigel y a Brecht.

Sirvieron vino blanco.

Ms tarde, en el Adlon, son el telfono -un enorme y antiguo aparato que pareca proceder de los excedentes del ejrcito sovitico-, pero fue Helene Weigel quien contest. Todo el mundo quera ver a Bertolt: Renn, Becker, Erpenbeck, Lukcs.

Un botones trajo una bandeja cubierta de telegramas de felicitacin. Tras el humo de su puro Brecht tena una mirada plcida e irnica.

Cay la noche.

Brecht permaneci sentado a solas en su cuarto. Estaba mirando su nuevo salvoconducto.

2

Los servicios meteorolgicos del ejrcito sovitico estaban instalados en un antiguo palacete de la Luisenstras-se, no lejos del club La Gaviota al que todos los representantes oficiales de la cultura acudan a hablar, leer peridicos e intercambiar noticias. Al otro lado del solar haba cuatro barracones de la administracin militar sovitica en los que se agrupaban un despacho de visados, varias oficinas de Radio Mosc y otros servicios anexos que amontonaban sin cesar gruesos legajos de informes trados en camiones desde el antiguo Ministerio de la Luftwaffe.

Provista de su citacin, Maria Eich entr en el segundo barracn, el que tena las ventanas enrejadas, y abri una puerta de madera con cristal. Se encontr en un pasillo iluminado por unas dbiles bombillas en el que haba varios carritos cargados de viejos nmeros de la revista Signal y de carpetas desgastadas con etiquetas de cuaderno escolar escritas en caracteres cirlicos y tinta violeta.

Maria avanz. Iba vestida con un impermeable gris. Plida la cara. Por una puerta entreabierta se vea a una mujer que, en un austero traje gris y peinada con moo, hojeaba unos papeles.

-El despacho de Hans Trow, por favor?

Sin decir una palabra la mujer se volvi hacia Maria y seal el final del pasillo.

Dos ventanas con tupidas rejillas. Dos soldados soviticos se apartaron para dejarla pasar. Viejos mapas y planos de Berln provenientes del ex Ministerio de la Luft-waffe, puertas con curiosos cerrojos de acero, tableros de contrachapado puestos contra tabiques cubiertos de garabatos a lpiz de carpintero: todo aquello denotaba trabajo, improvisacin, pobreza, a la luz insuficiente de simples bombillas que colgaban de cables retorcidos sujetos a clavos.

Al entrar en el cuarto, iluminado tan slo por la ventana enrejada, vio a una chica que, subida a una escalera, sacaba carpetas de un cesto de la ropa y las colocaba en un estante.

Hans Trow, con un jersey de cuello alto, rubio, de aspecto deportivo, hojeaba unos informes escritos en ruso y se masajeaba el cuello. A ratos anotaba alguna pgina con ademanes rpidos y precisos. Ola a cola, a tapas resecas. La chica de la escalera baj y al pasar junto a Maria la mir atentamente a la cara.

Hans le tendi la mano.

-Maria Eich?

-S.

Hans acerc una silla y la coloc de modo que Maria quedara de cara a la ventana y l la viera a contraluz. Cuando despidi a su ayudante empez a hablar en un tono entre indolente e irnico:

-Me llamo Hans Trow. Me encargo de la circulacin interzonal de personas.

Levant una pila de boletines de informacin econmica, sac de debajo un expediente encuadernado en tela y se puso a hojearlo. Dentro haba, grapados, folios escritos a mquina y hojas arrugadas de papel carbn.

Hans Trow se levant y fue a apoyarse en la parte delantera de la mesa, donde se qued inmvil y sonriendo.

A continuacin alz lentamente la vista y, echndose un poco hacia atrs, se puso a observar a aquella chica de rostro encantador. Advirti que llevaba el pelo bien lavado y su tez era plida, pero sobre todo que mova mucho las manos. A Hans Trow no le resultaba nada agradable poner a aquella joven en una situacin violenta. Pens que para ser una actriz aquel cutis era sorprendentemente claro. En qu estaba pensando, pues, Maria Eich? Su aire modesto y un tanto triste chocaba a Hans, pues no casaba con lo que deca el expediente llegado de Viena, segn el cual era una actriz brillante y con clase, llena de fuerza y muy propensa a la vida mundana. Cogi por ltimo una carpeta de tela beis, sac un lapicero de madera marrn de un cajn y sin afectacin ni irona dijo:

-Maria Eich es un bonito nombre.

Y mientras hojeaba las pginas del expediente haciendo con el lpiz crucecitas al final de alguna frase escrita a mquina, no habl ms alto. Por su parte, Maria Eich contest a una primera tanda de preguntas sobre su infancia, su pasado viens y los comienzos de su carrera preguntndose a su vez por qu aquel oficial de informacin hablaba con una voz tan montona, sin acelerar ni ralentizar el ritmo. Su cortesa algo desganada le pareca inquietante. Cuando le pregunt por qu era la protegida de alguien tan importante como Dymschitz advirti en su voz cierto eco burln.

-Es usted su protegida -repiti Hans-. Su protegida... El camarada Dymschitz dirige toda la seccin cultural... Usted conoce a Dymschitz desde hace cinco meses... Dnde lo conoci?

Durante el interrogatorio, Maria tena la impresin de que aquel oficial, que se haba presentado (igual que dan un taconazo en los cuarteles prusianos) con el nombre de Hans Trow, dispona de pruebas ms que suficientes para demostrar la complicidad de su familia con los crculos nazis de Viena, pues tena a la vista los carnets del partido nacionalsocialista de su padre, Friedrich Hieck, y de su marido, Gnter Eich. Mientras repasaba las pginas del informe, Hans Trow le haba ido dando detalles de la precaria situacin de su padre, refugiado en Espaa, y de su marido, que viva en Portugal bajo una falsa identidad que los servicios de informacin de Alemania Oriental conocan a la perfeccin.

Tras haber hablado largo rato de la suerte corrida por su padre y su marido, a los que tild de tarados nazis dignos de ser recluidos en un manicomio, Hans, con una mirada franca, limpia, directa, le propuso lo que llamaba una garanta general para el futuro.

En un tono muy tranquilo le propuso que, en lugar de jugar a aquel juego de preguntas y respuestas (Hans tena todas las respuestas en aquellos papeles), trabajaran para cambiar la historia del pas. Y acto seguido habl de nacionalidad, derechos, paga, proteccin mdica, aprovisionamiento, alojamiento decente y promocin artstica. Como esos jugadores de casino de las pelculas que apuestan todo el dinero que les queda al rojo, Maria no pudo por menos de aceptar. De no hacerlo, se vera obligada a huir por puentes, calles, barreras y parapetos hasta llegar al sector occidental, slo para ver cmo unos oficiales estadounidenses le arrojaban a la cara un montn de pruebas abrumadoras sobre el pasado nazi de su padre y de su marido. Su situacin sera an ms precaria en la Alemania Occidental; del cuartel la mandaran a algn espantoso teatro castrense y no tendra el apoyo ni la proteccin de nadie. No podra ofrecerle ninguna seguridad a su hija, estara siempre bajo sospecha, observada, vigilada, y quedara a merced de los proxenetas. Se imaginaba un sinfn de tentativas de corrupcin. Cuntas humillaciones otra vez! Se vea sin dinero y con su nombre cubierto de ignominia, mientras que all Dymschitz, el responsable cultural de la zona sovitica, era su amigo. Se oyeron unos agudos ruiditos del mechero con el que Hans Trow jugaba tras haber encendido un cigarrillo. En medio del humo lo oy afirmar:

-Usted ha sido amante de Dymschitz.

Maria se enred un mechn de pelo en el dedo ndice.

-Quiere usted saberlo? No, no me he acostado con Dymschitz...

-Bueno, bueno, bueno -carraspe-. Ya llegar...

En ese momento entr en el despacho un hombre de unos treinta aos, rechoncho, con el pelo untado de brillantina, el cuello de la camisa arrugado y un chaleco de los de antes al que le faltaban botones. Se sec el sudor de la frente con un pauelo de cuadros y salud vagamente a Maria con un murmullo, como se hace al dar el psame. Busc una silla y la encontr detrs de unos cuantos expedientes relativos a la concesin de carbn y a la reutilizacin de guantes y botas almacenados.

Con su traje arrugado y su corbata negra -una tirilla anudada a un cuello gastado y de blancura dudosa-, el hombre al que Hans Trow present como Tho Pilla, su ayudante, pareca un portero de hotel berlins de preguerra. El pelo grasiento le daba el aspecto de un muerto recin sacado del agua. En tono desencantado y sin fijarse en la visitante, Tho Pilla murmur:

-Las eternas conversaciones sobre el trigo y el carbn con los dirigentes de la CVJM, la Christlicher Verein Jun-ger Mnner, empiezan a cansarme...

Sac un papel azul arrugado del bolsillo y, mientras lo estiraba carraspeando, dijo:

-Conoces t a este Dietrich Papecke?

-No -dijo Hans, molesto por la interrupcin.

-Tendr que hablar con l, no vaya a cavar otra vez las patatas en lo de Schwerin.

Perplejo, Hans tamborile con un dedo e hizo las presentaciones:

-Tho Pilla, Maria Eich...

-Es usted la actriz?

-S -dijo Maria.

Tho observ un momento a aquella mujer menuda que se haba echado castamente un pauelo por encima del abrigo y tena el pelo deliciosamente rubio y rizado. Aquella guapa mujer ocultaba sin duda su inquietud tras una frialdad ansiosa y Tho se sinti violento. Mientras Hans hablaba, l meti un trozo de cartn por debajo de una ventana que dejaba pasar el agua y sec luego las chorreaduras con un faldn de su chaqueta.

-No tiene usted, pues, relaciones privilegiadas con l -continu Hans-. Usted sabe que lo sabemos. Con lo sola que est...

-Se equivoca, yo no me siento sola.

-Pero...

-No, nunca estoy sola.

-Cmo?

-Es la pura verdad -aadi Maria-. Yo nunca me siento sola, i nunca!

Hubo un momento de incertidumbre. Hans Trow contuvo la sonrisa y se pregunt cmo entrar en contacto con ella, cmo romper su preciosa coraza de orgullo.

-Sabe usted por qu ha sido llamada aqu?

-No.

-Nuestra idea podra formularse as: tenemos que reconstruir este pas con gente de fe. No podemos permitirnos volver a Weimar...

Gradualmente fue dejando de llover hasta que slo se oy gotear un canaln. Tho Pilla, que pona maquinalmente en orden unos tampones de caucho, dijo:

-Nosotros no somos vengativos. Al contrario, pensamos que la nueva Alemania debe alcanzar la madurez, afirmar nuevos principios, y queremos que la gente de teatro muestre una inquietud poltica, comprenda nuestros intereses, defienda los elementos positivos frente al tinglado reaccionario que nos rodea. Entiende usted?

-Las mentalidades, el control de las mentalidades... No lo ve? -terci Hans-. Eso es lo que usted desea y lo que desea el camarada Dymschitz..., no?... La liberacin de Alemania... Esa liberacin ha venido por va militar, pero hoy es un asunto poltico... Depende de usted, de nosotros...

Tho fue a sentarse junto a Maria.

-Estamos construyendo la verdadera Alemania. En ella no habr gente sin trabajo ni humillada, no habr provocaciones ni denuncias, aunque hay que andarse con ojo. Usted ser una militante, ser de los nuestros. No queremos reconstruir una Alemania militarista... En la otra Alemania, la mitad de los nazis criminales estn preparando la venganza... Comen ya bretzels bien calientes con los generales norteamericanos y querrn sin duda pedir justicia con el delantal de carnicero puesto! En nuestro sistema necesitamos una vanguardia que influya y eduque a nuestros camaradas, los haga puros de corazn, d trabajo, pan, dignidad... Tiene usted que ayudarnos... Como tendr que escuchar a Brecht. Ser usted su confidente. Vaya si acabaremos sabiendo quin es!

-No se fan ustedes de l? -pregunt Maria desconcertada.

-En realidad no tenemos absolutamente nada en su contra. Slo nos gustara saber... y acabaremos sabindolo, quin es. Es un verdadero camarada? Eligi Estados Unidos...

Tho se interrumpi y sac un horrendo purito.

-Tiene usted una hija en Berln Occidental...

-Lotte vive de momento con su abuela.

-Dnde?

-En el sector norteamericano, al otro lado de Char-lottenburgo.

-S, tengo la direccin. Por qu est en la zona occidental?

-Lotte padece asma. Los norteamericanos tienen buenos medicamentos... contra el asma.

-Entonces bien est -dijo Hans-. Usted podr ver a su hija cuando quiera.

Abri el armario empotrado y de una caja de tizas sac dos documentos. Un salvoconducto de cartn gris con una raya de color rojo claro y un recibo para firmar.

Cuando Maria firm el recibo con el bolgrafo de Hans, Tho dijo:

-Ahora forma usted parte de nuestra familia.

-Tendr un alojamiento y un camerino privado en el Deutsches Theater -aadi Hans.

-Tenemos que saber quin es Brecht... Qu piensa.

Maria alz sus ojos plidos, confundida.

-Pero... Pero...

-Basta con que est usted cerca de l. Ver como Brecht ir a verla por las noches a su camerino, no tiene ms que abrirle la puerta... A veces deber escucharlo, otras preguntarle cosas. Sabr usted que ah enfrente los norteamericanos estn preparando de nuevo la guerra. Queremos saber quin es Brecht... Ha pasado tanto tiempo en California... Hace tanto tiempo que dej Alemania... A saber, a saber quin es. Es un gran hombre, pero ha podido cambiar. Es su figura tan importante, est su grandeza espiritual a la altura de la tarea que queremos encomendarle? Eso es lo que queremos saber. Y usted nos ayudar.

-Por qu yo?

-Todo el mundo debe tener su cometido en nuestra nueva sociedad para evitar que los horrores nazis se repitan. La guerra sigue, Maria Eich...

-No hay nada malo en vivir cerca de un gran hombre -dijo Tho encendiendo de nuevo el purito.

-Hay alguien en su vida? -pregunt Hans.

-Nadie.

-Bien.

Maria inclin la cabeza en seal de perplejidad.

-Si quiere usted caf, azcar, lea, mantas, carne, cubiertos de plata, un bonito lavabo, pdalo...

Tho dej el lpiz.

-No puede usted ser una persona intil en nuestra sociedad. Corazones ardientes y puros -repiti Hans Trow-, eso es lo que nos hace falta.

-Con buena voluntad todo se arregla -aadi Tho Pilla.

Antes de que Maria saliera por la puerta del despacho, Tho Pilla le dio una direccin en Schumannstrasse para que fuera a hacerse una radiografa pulmonar. Con la tuberculosis, la falta de leche y carne, la miseria que haba...

Al da siguiente, cerca de un canal, guarecidos de la tormenta bajo un inmenso tilo, el oficial Hans Trow informaba a Maria de las nuevas circunstancias geopolticas a las que la particin de Alemania y el lamentable rearme inminente de Alemania Occidental haban dado origen. Sac un documento oficial escrito en ingls, una copia confidencial de las actas del seminario celebrado en el monasterio de Himmelrod, en la regin del Eifel, seminario durante el cual una serie de ex oficiales nazis haban planeado lanzar una ofensiva de defensa de la RFA sobre la zona sovitica...

-Una ofensiva de defensa... Se da cuenta, Maria? -dijo Hans-. Todo el mundo en Berln va desharrapado! En lugar de carbn lo que se echa a los pocos braseros que arden son simples tablas arrancadas de los parquets de los antiguos ministerios del Reich. Todo lo relativo al carbn, al combustible, al transporte y la llegada de alimentos de primera necesidad depende de los rusos. Nosotros mismos dependemos de ellos. Es Mosc quien decide.

-Decidir tambin Mosc sobre nuestro teatro? -pregunt Maria.

-Por qu pregunta eso? Es lo que trae nuestra grande y nueva fraternidad -respondi lacnicamente Hans Trow.

Sentado en el banco junto a Maria, Hans pareca un atento profesor ensendole a su alumna que el mundo estaba dividido en buenos y malos y que el campo de batalla se hallaba dondequiera que ella estuviese. Maria tena que convencerse de que se encontraba en el mejor bando, no podan dejar que el pas volviera a caer en manos de un hatajo de criminales y ella deba tomar parte en el combate.

-No hay que tener miedo -aadi l-. Los artistas fueron en grandsima parte responsables de la instauracin del nazismo. Tuvieron miedo de las bravatas de los SA en la calle, se rindieron y se quedaron en sus camerinos maquillndose... Una generacin de marionetas! Pero usted no lo ser, Maria...

Hubo un silencio y Hans, como improvisando una confesin, murmur:

-Hemos sido siempre prisioneros del pensamiento burgus. Eso va a cambiar...

Hans le explic tambin que Berln Oriental era el objetivo de una serie de acciones militares.

De ser una simple artista militante a convertirse en un nuevo miembro de la Seguridad del Estado no haba ms que un paso. Y Maria lo dio.

Sintiendo que su futura recluta era un corazn ardiente y puro, Hans Trow le ech el impermeable por los hombros y sonri. La dej en el club La Gaviota.

3

Al entrar en el comedor del club La Gaviota, Maria Eich lo observ todo con curiosidad. Vestida con su largo abrigo negro con cuello de astracn, se dirigi hacia la mesa del maestro. Brecht pareca un campesino rico que acabara de dejar la gorra colgada en la rama de un manzano.

Disfrutaba de su puro cerrando los ojos. Escuchaba a Caspar Neher, su fiel escengrafo, el ms viejo y leal de sus amigos -se haban conocido en el instituto de Augs-burgo en 1911 y ya no se haban separado-, Cas, como Brecht lo llamaba, que estaba en ese momento ensendole fotografas de la puesta en escena de Antgona, en Coire, Suiza. Biombos forrados de tela roja, accesorios y mscaras colgados de un perchero, una impresin de vaco y luz plana. Brecht prest especial atencin a los crneos de los caballos hechos de pasta de cartn.

-Iluminacin directa y uniforme.

Cogi dos fotos en las que la parte del escenario correspondiente a los brbaros se vea en penumbra.

-No, ms directa, ms uniforme!

-Tras los crneos de caballos y los postes es mejor que est oscuro -dijo Caspar Neher.

-No. Una luz fra ayudar a los actores...

Caspar Neher seal con el dedo ndice el crculo brumoso que quedaba detrs de los postes.

-Y aqu?

-Demasiado crepuscular ya -observ Brecht-. El pblico no tiene que preguntarse nada ms que lo que se pregunten los personajes en la obra. Cas, esa luz crepuscular que impide ver la tela del fondo debes suprimirla. La tela se tiene que ver. Nada de agujeros negros. Nada de fantasa. Luz fra y cruda. Con toda esa penumbra la gente podra pensar que habr crmenes, intrigas, gente emboscada. Que a alguien van a rajarle el cuello o que va a moverse un bosque. No!

Brecht se volvi hacia Maria y apel a su testimonio:

-Los actores del teatro del Globo de Shakespeare no tenan ms que la fra luz de los atardeceres londinenses!

La luz lateral de una ventana baaba la parte superior de su rostro. Hablaba con un acento bvaro, que sonaba lento y cascado.

Recrear el futuro teatro le traa a la memoria todo lo bueno que haba vivido en Berln durante los aos veinte, la poca de su consagracin y del sonado xito de La pera de cuatro cuartos.-Fijaos en la calle -prosigui, sin dirigirse a nadie en particular, como si no hubiera odo lo que Neher haba dicho-, est tan cerca que mucha gente ni la ve, la calle, la calle... -Y volvindose hacia Maria aadi-: Para conocer el teatro no hace ninguna falta la poesa. Basta con no perder el contacto con la calle. Calles pobres, ricas, calles vacas, llenas!

Luego, en el coche, Brecht anot unas cuantas cosas. Tena la impresin de que todos los berlineses haban envejecido. Su mano tiembla, la ciudad pasa, las escapadas por el canal, cristales de fbricas rotos, paredes en sombra, vertederos. El coche, los transentes, las avenidas, las estaciones desoladas, todo recuerda a muertos.

-Para salir a escena deberas maquillarte ms ligeramente, ms a lo chino. Y no dar tanta expresin a tu rostro. Ya te lo explicar...

Llegaron a la Schumannstrasse, cerca de la sala de ensayos. El Stayr negro se detuvo ante el portal de lo que haba sido una clnica.

Alguien -Caspar Neher- sac una Leica. Entraron en un antiguo patio abovedado al que apenas daba luz una galera de cristales rotos. El grupito se junt -Brecht al lado de Maria- y se qued quieto para la foto de familia. El follaje pareca cincelado en la bruma dorada. Sensacin de espacio clido. Momentos de flotar en grupo. Vrtigo sbito. Velocidad de rotacin del planeta medio muerto, velocidad que trae las doradas riberas del pasado, las travesuras de las generaciones idas.

-Os presento a mi prxima Antgona -dijo Brecht-. Maria Eich!

Helene Weigel se acerc a Maria con una cara tan inexpresiva como una tapia blanca y afirm:

-Una vienesa como yo.

Joven, sana, pens. Un cordero para el lobo. Un aire coqueto, la nariz picarona de las jovencitas que aceptan con desgana los cumplidos de los hombres. Ella tiene un precioso pelo suelto, yo lo tengo gris. Ella es joven, y yo vieja! Una aventura ms que ser pronto despachada... No durar mucho.

-Ensayo el lunes! -dijo Helene secamente.

Durante tres das, Brecht present a Maria a todos los que vea:

-He aqu a Antgona! Se llama Maria Eich...

Escombrera. Berln pareca una playa desierta. Una noche, en el caf Berndt, Brecht se sac un cuaderno del bolsillo y con un portaminas traz un crculo y unos curiosos palotes. A continuacin, sobre un posavasos, dibuj unos crneos de caballo.

-Este ser el escenario de Antgona.

Ray el interior del crculo.

-Usted actuar aqu. Los dems actores se sentarn en unos bancos. Aqu.

Y luego, al volver de los lavabos, sentado de nuevo, garabate otro dibujo, peludo, obsceno. El tipo de dibujos que se ven en las puertas de los vteres.

Se ech a rer.

Al da siguiente subieron por la Charitstrasse. Brecht caminaba a paso cansino, la acera le perteneca. Pareca un campesino camino de su finca. De pronto se sent en un banco. Le cogi la mano a Maria y se la apret. El sol proyectaba la sombra de Brecht sobre la pared de ladrillos de un alto edificio cochambroso. Su silueta se vea plmbea. Se quit las gafas para limpirselas con el pauelo. Maria cogi gafas y pauelo y empez a hacerlo ella. Le vio entonces la fatiga, los ojos algo enrojecidos, unas ojeras que denotaban quizs alguna enfermedad cardiaca o simplemente que estaba hacindose viejo.

-Todas las Antgonas hechas hasta hoy son cosa del pasado. Usted ser la primera que hable de nosotros... sin caer en ningn helenismo esttico y pequeoburgus. Cmo enterrar a nuestros hijos alemanes? Cmo?

Maria no saba de lo que estaba hablando.

4

Mientras Maria se familiarizaba con las salas de ensayo del Deutsches Theater, mientras se arreglaba el apartamento y asista a todas las comidas que Brecht y los actores organizaban en el club La Gaviota, Hans Trow, por su parte, se enfrascaba noche tras noche en el examen de los expedientes que le enviaba el centro de Mosc. Suba al ltimo piso del edificio, recorra un pasillo que iba estrechndose y entraba en una especie de buhardilla cerrada con un candado cuya llave l era el nico en poseer. Dentro, paredes empapeladas y con manchas de humedad, yeso que se caa, una vieja estacin de radio, pilas y pilas de expedientes en ruso que Hans traa y llevaba, abra, repasaba y volva a guardar en un armario metlico.

Durante noches enteras, Hans Trow se sentaba en el taburete y consultaba, ordenaba, hojeaba, anotaba y prenda con alfileres aquellos documentos remitidos desde Mosc. Constituan un enorme material sobre las costumbres de Brecht, sus amigos, su muy particular inters por la lucha de los cientficos nucleares contra el Estado, el hecho de recibir dinero de un banco suizo que era tambin el del cineasta Fritz Lang, de recortar pginas de revistas en las que se hablaba de la reforma agraria en la Unin Sovitica, la meticulosa vigilancia que ejerca sobre las corruptas burguesas europeas que haban colaborado con la Alemania nazi, su curiosa fascinacin por todo lo que tuviera que ver con la energa atmica, la inquietante vehemencia con la que combata la supremaca militar, tanto en la Unin Sovitica como en Estados Unidos, as como -esto haca sonrer a Hans Trow- sus comentarios lbricos sobre las actrices norteamericanas, el cmputo de las proezas sexuales de su amante sueca, Ruth Berlau, que haba acabado alcohlica...

Todo eso estaba guardado en una caja fuerte cuya combinacin slo Hans Trow conoca. As, en unos meses de noches en blanco, Hans haba acabado sabindose al dedillo la vida de Brecht en sus diferentes exilios. Su primera poca pasada en Dinamarca, en Lindigo, en una bonita casa de techo de paja, cuando todava era un ser eufrico, optimista, jactancioso, que llenaba sus cuadernos con juicios idiotas sobre la cuadrilla de Mosc porque los grandes teatros soviticos representaban a autores que no le gustaban con montajes que l calificaba de tristes chapuzas. Haba tenido luego que trasladarse a Suecia, despus a Finlandia, a una casa entre abedules, donde haba vivido con el temor de que no le dieran el visado para Estados Unidos, pasndose noches enteras en vela con la radio puesta oyendo al locutor desgranar propaganda hitleriana mientras l pona y quitaba las banderitas del frente sobre un mapa colgado en la pared.

Lo nico que tema Brecht era tener que atravesar la Unin Sovitica para llegar a Vladivostok. Su miedo obsesivo a ser detenido en Mosc era palmario y omnipresente: Trow estaba asombrado. El centro de Mosc lo describa como un hombre de teatro que profesaba un marxismo rudimentario. Todos aquellos papelotes hablaban menos de un poltico que de un esteta, un artista fascinado por los dramas de gnsteres, las novelas policiacas, los comentarios de Lutero sobre el diablo, las modalidades de riego en la China antigua. De vez en cuando Hans Trow arrancaba una hoja y la meta en una cartera de piel que a la maana siguiente se llevaba a su despacho de la segunda planta. Se la pasaba entonces a Tho Pilla, quien, con dos dedos, mecanografiaba el contenido de aquellas hojas en una mquina de escribir de carro largo que se haba trado del antiguo Ministerio de la Luftwaffe. Elaboraban as informes para Becher, que ste le pasaba a Kubas, quien a su vez los remita, no sin antes haberlos retenido tres das bajo el codo, al despacho del gran, inmenso Dymschitz, alto responsable cultural de toda la RDA.

En realidad, Tho Pilla escupa a la cara a toda aquella farndula, a todos aquellos pajarracos teatrales posedos por la idea de un arte revolucionario que con tanto Fausto o Ifigenia en Turide no haran sino matar de aburrimiento a la clase obrera, por utilizar sus expresiones. Qu extraordinariamente contradictorio es todo eso, pensaba Hans Trow por las maanas, mientras se duchaba en un edificio prximo al estadio, enfrente de los comedores. Curiosamente, Hans Trow nunca le confiaba a Tho Pilla las abultadas carpetas que, procedentes de Mosc, contenan los informes de los que haban hospedado a Brecht en Finlandia, ni los inverosmiles partes acompaados de fotografas borrosas que enviaba el FBI.

Hans Trow reuna y clasificaba asimismo los documentos que le suministraba una azafata britnica. Tambin haba algunos que no guardaban una relacin directa con Brecht, pero que el FBI haba centralizado en Boston. Haba muchas notas acerca de exiliados sospechosos de pertenecer clandestinamente al partido comunista, en particular Frantisek Weiskopf, que haba sido miembro del PC checo.

Durante dos semanas Hans -floja la corbata- espulg a conciencia todo lo referente a un tal Johnny R., que se haba pasado la vida asistiendo a los ccteles y fiestas que daban los cineastas de Hollywood, sobre todo Charlie Chaplin y Fritz Lang. Hacindose pasar por un ayudante en prcticas, lo cual no engaaba a nadie, se encerraba en los servicios y anotaba en su cuaderno cuanto oa sobre aquellos exiliados que se haban conocido todos durante la Repblica de Weimar: Anna Seghers, la escritora comunista; el director teatral Erwin Piscator, que nunca haba acabado de entenderse con Brecht desde la poca de La pera de cuatro cuartos, y Ferdinand Bruckner, que haba traducido La dama de las camelias y en 1926 haba trabajado con Helene Weigel en una obra de Hebbel.

Lo que haca sonrer a Hans Trow al repasar aquellas notas era imaginarse a Fritz Lang, Brecht y Helene Weigel paseando Sunset Boulevard abajo. Y charlando en las terrazas mientras caa el crepsculo, y viendo pasar interminables ros de flamantes coches luminosos... Hans Trow cogi un cigarrillo, le dio una profunda calada y volvi a enfrascarse en el trabajo. Se figuraba a Chaplin y Brecht recorriendo el Pacfico. Las velas blancas de los veleros se deslizaban por el horizonte. De pronto se encontraban con Groucho Marx y se ponan a escuchar los resultados de la reeleccin de Roosevelt mientras el sol traspona el ocano.

All, en Berln, se haca de noche, la ciudad azuleaba entre luces temblorosas. Hans cogi de la carpeta de Exiliados una ltima carta escrita a mquina y dndole largas caladas al cigarrillo la despleg metdicamente. Pas a una libreta todas las cifras de los considerables prstamos que Barbara, la hija de Brecht, tena pedidos a banqueros norteamericanos. Acab su jornada vaciando el cenicero en la estufa de carbn y pensando en los chistes antisemitas que circulaban, segn el agente del FBI, entre los artistas. Apag las tres luces del despacho, luego la del pasillo y al bajar la escalera salud al ordenanza.

En la calle estaba lloviendo. La nieve se derreta.

5

Cuando acab de mecanografiar el informe en su mquina de escribir de carro largo, el gordo Tho Pilla sac la hoja del rodillo y reley: Sintindose culpable por haberse enamorado de un nazi que no serva para nada, Maria Eich se ha refugiado en el trabajo hasta comenzar a convertirse en la nica y gran actriz del Deutsches Theater, como si buscara una especie de consolacin en la actividad frentica.

Crey que haba escrito as una muy sutil sntesis y procedi a comerse una empanadilla con mostaza. Se bebi adems un par de vasos de cerveza, emitiendo suspiros de satisfaccin. Colorado, hmedos los ojos, se puso a contemplar el crepsculo. Desde la ventana poda ver los faros de los camiones que circulaban por el sector norteamericano. Para relajarse, cogi un nmero de Nenes Deut-schlandy hojendolo vio una foto en la que apareca Brecht junto con algunos actores ante el Deutsches Theater. Un campesino como los de los cuentos de Grimm, pens. Es capaz de cambiarte una oca tuerta por una vaca y hacerte creer que sales ganando.

Tho abri su cartera negra y meti en ella los ltimos nmeros del Neues Deutschland, en los que se cantaban las excelencias de la juventud comunista, la punta de lanza de la nacin.

Sali. Racha de viento cargada de lluvia, chopo azotado por el viento. Se volvi fantasmal en medio de un remolino de hojas; por las noches las ruinas se alargan y privan de sentido al mundo.

Despus de comer un da en el club La Gaviota, Brecht llev a Maria a visitar la villa del Weissensee. La residencia, perdida en medio del bosque, al borde del lago, estaba construida en estilo neoclsico y tena un frontn griego, columnas, una escalinata y una marquesina sobre la que todos los inviernos se acumulaba la hojarasca podrida.

El Stayr negro circulaba por un camino lleno de barro.

Buscaron largo rato la llave entre las de un manojo y luego entraron.

Los sorprendi un fuerte olor a moho. Abrieron las contraventanas cubiertas de telaraas, caminaron sobre parquets cuajados de moscas muertas, subieron al primer piso por una gran escalera y atravesaron numerosas salas oscuras. Hablaban en voz baja, pasaban por las grandes estancias con el abrigo puesto, en el saln de abajo se sentaron un momento y por la ventana, a travs de unos viejos visillos, contemplaron el ramaje de los rboles. De pronto Maria lo abraz. Brecht se apart:

-No me toques!

Y se quedaron uno frente al otro. Ningn pasado comn. Lo que sucede ante nuestra vista no tiene absolutamente nada que ver con lo que sucede en nuestros corazones. Voy a dormir, caminar, vivir, dormir con este hombre, pens Maria Eich. Para ella, Alemania era un nuevo pas, una serie de verdes colinas, bosques de abedules, carreteras ruinosas, nubes; para Brecht, era un pas que haba que reconstruir con dinero, un mundo en el que experimentar, el laboratorio de una revolucin ideolgica destinada a las nuevas generaciones. Ni uno ni otro tena en comn aquel pas.

En una de las numerosas estancias vacas sumidas en aquella atmsfera gris hecha de polvo y sobremesa triste, Brecht se apoy en una chimenea de mrmol. La magnificencia sombra de aquella villa neoclsica, los dorados profundos y deteriorados de las viejas colgaduras y tapices le demostraban que Dymschitz y los dems haban decidido hacer las cosas a lo grande y tratarlo como el artista oficial del pas.

Maria Eich estaba comindose una naranja y l se qued mirndola; resultaba no poco turbadora. Vea cmo se echaba los gajos de naranja a la boca y pens: Una indie-cita solitaria. Seguro que en cuanto la desnudan corre a acurrucarse en el sof. Se sinti como un suntuoso faquir y se dijo que estaba muy bien que hubiera tantas actrices de entre veinticinco y treinta aos y uno pudiera confundirlas y tirrselas a todas.

Encendi un puro. Su generosidad consistira en utilizar a Maria Eich para crear una esttica teatral que la convirtiera en una de las actrices ms interesantes del momento. Brecht no era muy honesto en la cama (la piltra, pens l), pero s generoso en el escenario bien iluminado de los teatros, por eso hara de aquella preciosidad vienesa una magnfica Antgona. Aquella mujer era puro encanto, comeran juntos a la misma mesa, dormiran en la misma cama y nunca pensaran en lo mismo al mismo tiempo. Eso sera momentneamente delicioso. Sonriente, liviana, rubia, la cara plida, el encanto en persona...

Brecht dio unos pasos en direccin al vestbulo. Maria se haba quitado el abrigo y lo llevaba echado sin ms por los hombros. Tambin ella empez a caminar; al final de un pasillo descubri un viejo trastero. Dentro haba platos de loza antiguos con relieves de esprragos, y en los cajones de una mesa de cocina encontr tenedores, cucharillas y, cosa rara, plumas de gallina, que pareca que un nio hubiera guardado all en otro tiempo.

Brecht se detuvo ante una ventana y contempl los fresnos en silencio. El mundo haba cambiado; de Alemania no quedaban ms que ciudades reventadas y buena voluntad.

Maria se le acerc con un plato azul.

-Mira qu bonito...

-Muy bonito, s -contest vagamente Brecht.

-Quin viva aqu antes?

-Antes de qu?

-Antes de nosotros.

-Antes de nosotros? -repiti Brecht.

Encendi el puro.

-Seguro que unos cretinos nazis.

A Maria le hizo gracia aquel comentario. Bertolt Brecht estaba ya golpeando en el cristal para llamar la atencin de alguien que pasaba por el jardn.

De pronto, en la sobremesa mortecina, Maria tuvo una sensacin de podredumbre. Se vea intil, desplazada, como un traje colgado de una percha. Oa palabras, vea objetos, pero todo en desorden, y si le hubieran preguntado cmo se senta, habra dicho que como un ser que vagara por un mundo sin consistencia.

Brecht advirti que estaba plida. Tan frgil, tan desarmada la vio all ante la ventana, que sinti un arrebato de ternura y mientras ella meta su zapato izquierdo en un rayo de sol, como para ver lo slido que era, la abord.

-A ver, qu es lo que te pasa?

Y le dio un beso en el cuello de la blusa.

-No est usted delante de un tribunal, Maria!

Luego se hicieron t en un viejo cazo que encontraron pegoteado de cal.

Brecht segua con la gorra puesta. Maria se senta superada por unos acontecimientos que la dejaban inerme. Brecht pensaba que haba ido a dar con una actriz complicada. Sintieron fro. Se metieron en un caf apartado quehaba no lejos de la estacin de Friedrichstrasse, uno de esos locales melanclicos en los que slo hay una mesa grande y redonda cubierta con un mantel inmaculadamente blanco. Aquella blancura pareca encerrar un mensaje secreto.

En el local, que se hallaba vaco, haba una reconfortante estufa que arda y zumbaba. Brecht sac un bolgrafo del abrigo y un cuaderno y dibuj un crculo: ya estaba otra vez con su Antgona. Maria observaba cmo su mano dibujaba el escenario. En una ciudad destruida haba una mano que dibujaba, separada de todo. Lentamente, el bolgrafo fue trazando unas lneas paralelas que resultaron ser postes; de pronto se detuvo en el aire y Brecht dijo:

-Caspar Neher sabr dibujar los crneos de caballos, a m no me salen.

Apur a continuacin su caf y sin esperar a que Maria se acabara el suyo dijo:

-Hemos quedado en el Deutsches Theater...

Fuera haca un fro que pelaba pero Maria se alegr de no seguir en aquel reducido recinto que apestaba a humo de puro.

Desfil una columna de camiones soviticos; despus, cruces de calles, un canal, sombras, carretas, un vertedero de escombros, enorme. La tarde caa poco a poco, un trueno -uno slo- retumb sobre la ciudad. Brecht detuvo el coche a la entrada de un patio que haba quedado casi intacto. Ante un brasero se hallaban unas cuantas figuras con abrigo. Agitando un trozo de cartn, una mujer aventaba el humo acre y avivaba las brasas.

-Mira esa pobre gente -dijo Brecht-, mralos, mralos!... Refugiados en su propio pas, refugiados en sus vidas de mierda, casi extranjeros de s mismos... Son alemanes, hablan mi lengua... No es nada, hablar una lengua tan bella, y no saben hasta qu punto lo es... En mi teatro, por lo menos reconocern su lengua...

Arranc y continu.

No lejos del puente de Glienicke haba uno de los habituales controles, perfectamente inofensivo, a cargo de unos cuantos soldados soviticos. Un suboficial tradujo del alemn al ruso lo que Brecht dijo y del ruso al alemn lo que l mismo deca. Maria no pudo por menos de pensar que el alemn traducido al ruso se degradaba hasta no ser sino un vocabulario de carceleros y matones. La mirada inquisidora de uno de los soldados, que inspeccionaba el interior del vehculo, el celo meticuloso que pona el suboficial en comparar los papeles del coche con la matrcula, en lugar de molestar a Brecht lo pusieron de buen humor, como si se sintiera protegido por aquellos soldados policas. A Maria, sin embargo, aquel control le record otros, sobre todo el del da en que su padre entr en su camerino del pequeo teatro de Weiss y le arranc la cadenita de oro y la cruz, una cruz que oscilaba.

Cuando a las doce y media de la noche de aquel da volvi a la gran villa de Bad Voslau, su padre, presa de un ataque de histeria, se haba puesto a registrar su habitacin -levantando el colchn, tirando los cajones al suelo-en busca de una Biblia, de libros en carton de canciones de Heine. Estaba harto, haba gritado, de aquella hija ca... ca... ca... catlica, como la beata de su madre, y cogindole la cara entre las manos la haba obligado a mirarse en el espejo y le haba preguntado a qu se pareca ms, a una santa o a una puta. Y acto seguido, con un gran gesto teatral, haba tirado un misal y un rosario por la taza del vter y haba dicho que jams tolerara que su hija se pasara la vida desgranando de rodillas parbolas en las cuales el gnero humano era tenido por un rebao de idiotas dispuestos a dejarse llevar al matadero.

S, mientras los rusos revisaban sin ninguna prisa sus papeles, Maria pensaba en aquella crisis de histeria paterna, en el calendario que tenan colgado junto a la campana de la chimenea de la cocina, encima de un viejo radiador, calendario que tena las festividades catlicas furiosamente tachadas con gruesos trazos rojos.

En aquel padre que quera suprimir todo lo que le recordara al mundo femenino, las exhortaciones bblicas, los llamamientos a la virtud y al bien. Cuando el coche pudo proseguir, Brecht le pregunt si le apeteca jugar al ajedrez. A ella no le apeteca en absoluto. Segua recordando aquella salvajada de su padre, las dos horas que se pas llorando en el cuarto de bao, como si la benignidad y solidez del mundo se hubieran ido junto con lo que su padre haba tirado por el vter.

6

Despus de los ensayos de Antgona, para estirar las piernas, Brecht caminaba a veces hacia el Mrkisches Mu-seum. Observaba las transformaciones del parque por el que paseaba, joven follaje cido, caminos en sombra, ramas quebradas. Se deca que la transformacin de la sociedad deba ser un proceso tan jubiloso como la de la naturaleza en cada estacin.

Recordaba una carretera que a l le gustaba, en Svend-borg, al sur de Dinamarca, cuyo firme resquebrajado conduca a una playa batida por el viento y a la enigmtica belleza de las dunas. Eran los primersimos aos del exilio, entre 1933 y 1939.

Se cobijaba en un hoyo y masticaba una hierba. Pasaba una nube, amorataba una parte del mar; a lo lejos se oa el runrn de un autobs, luego volvan a pasar ms nubes, muy lentamente, procedentes del Bltico; unas jvenes mariposas retozaban y revoloteaban entre las aulagas; unas gaviotas chillaban en torno a un montn de plumas que el viento esparca. El cielo, ms vasto, lmpido, anunciaba un cambio de tiempo...

Recordaba los primeros meses del exilio pasados en Dinamarca. Dos acontecimientos felices los haban marcado: la compra de una bonita casa con techo de paja frente a la playa del pueblo de Svobostrand y, sobre todo, el haber conocido a lo largo de aquel ao a la despampanante Ruth Berlau, esposa de un rico industrial de Copenhague que haba fundado un teatro obrero comunista. Fue una poca de tardes entre pinos, de chillera de crios, de vasos alzados, de larga mesa de roble en la hierba, de pueblos hermanos, de amigos artistas que volvan de Mosc, de canciones y brindis. Sobre la arena de Svobos-trand haba cantado acompandose a la guitarra, se haba bebido un aguardiente al pie de un ciruelo, le haba levantado la falda a aquella soberbia morena, le haba estirado con indiferencia del elstico del sostn.

Helene Weigel haca compota de ciruelas o pasteles y se olvidaba de Ruth, a la que Brecht apretaba suavemente contra el tronco de un rbol. Entre olores a resina hacan el amor. Y al acabar conversaban. De qu? De Hitler y compaa. En Berln se hablaba de paz, pero bastaba con ver humear las chimeneas de las fundiciones Krupp, los miles de toneladas de hormign que se vertan en plena naturaleza para construir carreteras, los talleres en los que se montaban las alas de los Stukas, bastaba ver todo aquello para saber que la guerra sera larga, a la medida del ardor literario de Brecht, que dejaba correr la pluma todas las maanas al zumbante calor de una estufa. Escriba poemas-octavilla e inventaba cantos alemanes al son de la guitarra.

Ante aquella guerra, el carcter enrgico de Brecht, sus dichos graciosos, su apetito sexual, su manera de hacer rechinar el somier entre bao y bao, su chaqueta de piel negra, su camisa gris, sus paseos en coche por los vastos pastizales que bordeaban el mar, todo haca de l un hroe.

Mientras Hitler echaba por la boca proclamas y salivazos y haca marchar a su pueblo, Brecht, siempre ms rpido, pona a crepitar su mquina de escribir. Poemas-metralleta. All tena por fin el gran combate: hacer que la lengua alemana, de una manera grandiosa, inslita, nunca vista, alzara la voz para abolir procesiones y desfiles, banderas y consignas nazis gritadas en estadios silenciosos.

Brecht, ya por la maana, enjabonndose, con el torso desnudo, le deca a Ruth Berlau que la clase obrera deba unirse para luchar contra aquella banda de criminales.

Sobremesa, fotos tomadas en la escalinata, al pie del ciruelo, ante la mesa del jardn. Con sus zapatos de tacones altos Ruth Berlau se iba al despacho del maestro mientras Helene Weigel se quedaba fuera quitando la mesa. Calada la gorra, con pinta y careto de golfo, Brecht hablaba. Y meaba sobre los rescoldos en un rincn del jardn. Igual que aquellas brasas extinguira l el nazismo, con slo abrirse la bragueta. Cosas as le gustaba decirles a las mujeres.

Y ellas, entre divertidas, inquietas y estupefactas, se preguntaban si el nazismo no sera la circunstancia, la ocasin que haba estado esperando aquel hombre para demostrar de lo que era capaz su inteligencia.

A veces, por las noches, perda la cabeza. Prorrumpa en carcajadas, abrumaba a invitados y familia con sarcasmos e ironas, fulminaba a su auditorio con la mirada, lea con voz opaca arengas, discursos obreros, un interminable texto sobre las necesidades de la propaganda, vociferaba para aplastar la santa misa nazi. Luego se escabulla por detrs de la casa, atravesaba la valla por un agujero y se reuna con Ruth Berlau, que lo esperaba en el coche con la blusa desabrochada.

La alegra telrica, comunicativa, la plvora y el fuego de sus poemas, no podran borrar del mapa a Hitler, al que l llamaba el pintor de brocha gorda, y a su banda de badulaques? Lanzaba discursos escritos a mquina desde el tejado de paja de su casa, el viento los esparca, las largas nubes tranquilas del Bltico los llevaran hasta la Unin Sovitica.

El viento de su inspiracin arramblara con la pestilencia parda. As de simple, as de inexorable y evidente.

Cuando regresaba al casern helado de Weissensee oa a Maria, que andaba guardando ropa. Cuando luego se haca el silencio, Brecht entreabra la puerta. Maria estaba durmiendo o haciendo como que dorma.

Brecht se preparaba una infusin en la cocina y volva a su habitacin, donde se estaba ms fresco. Se echaba sobre la cama. La cortina con borlas, la chimenea de mrmol, las galeradas de sus obras de teatro, sus notas sobre Antgona y El cntaro roto, de Kleist, los cuadernos, los lpices bien afilados. A escondidas, todas aquellas notas las haba fotografiado escrupulosamente Maria para Hans Trow.

La lamparita arrancaba destellos brillantes del cabezal de madera de la cama, lacado en blanco. El sonido grave y profundo de una campana le recordaba que Svobos-trand era casi una isla, inmersa irrevocablemente en su seriedad teolgica...

A veces Maria llamaba a la doble puerta, o ms bien era como si rascase. La cmara de fotos que utilizaba para espiar a Brecht, una Zirko, la dejaba escondida entre la ropa de una maleta.

7

Tras el increble xito de Madre Coraje, en enero de 1949, Hans Trow encarg a Tho Pilla que vigilara muy particularmente La Gaviota, el club sovitico-alemn que era tambin la sede de las oficinas de Helene Weigel. Tho Pilla, como quien no quiere la cosa (eso crea l), preguntaba a las criadas, las cocineras, los pintores y hasta al cerrajero que engrasaba las nuevas cerraduras del despacho de Helene Weigel. Lo haca sin ningn tacto, se guardaba en el bolsillo terrones de azcar que permanecan ah mucho tiempo, obligaba al fontanero a desmontar un lavabo porque crea haber visto a Maria deshacerse de papel higinico en el que haba cosas apuntadas a toda prisa.

Todo el mundo lo vea venir y desconfiaba de aquel pequeajo moreno y macizo, gil, que tena a todas las mujeres de la limpieza en un puo con la amenaza de revelar su pasado nazi al tribunal del Pueblo.

Hans se tomaba a risa a aquel hijo de un vendedor de botones de la Selva Negra que se haba pasado media guerra encerrado en la cocina de un submarino que patrullaba el Atlntico. Tho no entenda nada de msticas polticas, pero como de adolescente haba sido pinche de cocina, demostraba una aptitud muy notable para la denuncia. Era como una enfermedad: desconfiaba de todo el mundo, relacionaba detalles que no tenan nada que ver entre s y, so capa de justicia de clase, envolva a todo el mundo en una innata, absurda, inopinada aura de sospecha. Ahora bien, curiosamente saba establecer asociaciones de una precisin tcnica admirable, y sin quererlo aportaba pruebas que permitan a Hans Trow obtener resultados y solventar un gran nmero de asuntos.

Tho Pilla les tena mana a los actores de teatro, sobre todo a los ms populares, que se rean de todo, hablaban de sexo groseramente y se vea que no pasaban hambre como el resto de la poblacin.

l mismo, mientras vigilaba a ste o aqul, sola hincar el tenedor en algn pat o en las hojas de col que quedaban en algunas cacerolas no bien los cocineros del club La Gaviota se daban la vuelta. Su figura regordeta estaba as siempre en medio, ya porque quisiera hundir el dedo en alguna salsa, ya porque, fingiendo leer el peridico, se quedara a escuchar tras un tabique lo que hablaban en la mesa de al lado. Anotaba todo lo que deca Ruth Berlau acerca del proyecto de Brecht de montar El preceptor, de Lenz y darle un buen papel a Maria. La oy contar que la actuacin de Weigel en Madre Coraje haba entusiasmado tanto a Vladimir Semionov, el comandante sovitico en la zona, que ste haba decidido aumentarle el sueldo y la cotizacin por cada representacin. Tho Pilla saba adems que Semionov haba firmado con su rolliza mano un documento de aumento de gastos de funcionamiento del Berliner Ensemble.

Al salir de la Luisenstrasse, Pilla se haba pasado por las oficinas de la Schumannstrasse y de ah se haba dirigido al antiguo teatro imperial, en cuyo vestbulo estaba citado con Hans Trow. Con aire misterioso le haba dicho a ste que el reyezuelo de Brecht iba a convertirse en el guila imperial del rgimen. Y Hans, que estaba hojeando el Neues Deutschland, le haba contestado que qu le importaban a l aquellas historias de pjaros. A Hans le traa sin cuidado que Brecht fuera un gorrin, un pinzn o un jilguero.

Hans Trow tuvo una vez ms ocasin de advertir que Tho Pilla dejaba por donde pasaba un olor dulzn a cocina. Lo peor que le puede pasar a unos servicios de informacin es elegir a imbciles creyendo que son los ms iguales a la mayora, visto que piensan y se comportan como los ms estpidos. As se hunde un sistema, pens Hans. Un buen prusiano no aceptara trabajar al lado del hijo de un vendedor de botones de la Selva Negra. No obstante, sigui sonrindole a su ayudante con cierto reconocimiento, para no desanimarlo ni -lo que sera peor- frustrar su entusistica vocacin denunciatoria.

Aquella noche haba en el vestbulo del antiguo teatro imperial muchos nios, algunos obreros, cerca de la gran escalera, pero sobre todo burcratas. Estos ltimos se parecan todos: vestidos de oscuro, con abrigos mal cortados. De esa gente que se pasa todo el tiempo dando o recibiendo autorizaciones, toda esa burocracia que parasita la vida artstica. Hablaban de los abusos del mercantilismo y de que lo nico que les gustaba a los obreros era la jodien-da. Eran hombres de mandbulas cuadradas y corte de pelo militar, pequeoburgueses que abran ojos como platos ante los dorados imperiales: iban all a regenerarse. Suban lentamente la escalera dejando huellas de suelas mojadas sobre la alfombra. Llevaban la ropa interior mal planchada y comentaban lo deficiente que era el sistema de distribucin de alimentos.

Hans Trow volvi con las entradas en la mano. Les toc la octava fila lateral. Hans reconoci a la gorda Helia Wuolijoki, que haba alojado a Brecht en su propiedad finlandesa. Con su cara redonda, una gruesa trenza de pelo rubio enrrollada en lo alto de la cabeza, piel al cuello, se asomaba una y otra vez desde su palco para ver quin era el que llevaba una camisa roja y estaba sentado abajo, en primera fila. Era el actor Leonard Steckel, que iba a interpretar pronto el papel de Puntilla, en una obra que precisamente Brecht haba escrito en casa de ella y con ella...

Hans Trow dej pasar a Tho Pilla para que ste tomara asiento y l mismo lo hizo en un asiento plegable, que chirriaba. Las luces se apagaron, las conversaciones tambin. La luz del escenario se encendi e ilumin un paisaje lunar. Una landa. Un carro de Madre Coraje. Unos cubos y utensilios de cocina entrechocndose.

-No se aparece as en escena -dijo Tho Pilla en voz muy baja-. Vaya tontera!

-Calla-

Dejaron el Deutsches Theater -a cuya acera se qued mucha gente conversando en grupos- dos horas y media ms tarde.

-En el escenario tiene mucha gracia -dijo Tho Pilla-, parece una muchachita de diecisiete aos, una adolescente.

Se refera a Maria Eich.

Hans Trow encendi un purito. Se preguntaba en qu se diferenciaban una actriz, una prostituta, la hija de un banquero, una institutriz. El rostro maquillado de Maria lo haba impresionado. Se preguntaba si los actores se dejaban tambin corromper por el cachet, por los regalos, las medallas, los elogios, los admiradores. Los invitaban a todas partes, como a los nios en Navidad. Se acord de que uno se haba suicidado de un tiro en la boca mientras ensayaban Madre Coraje en Munich.

-Este Berliner... menuda casa de locos!

Tentado de ironizar, Hans se call y mir el humo de su purito.

-Los saludos -prosigui Tho Pilla- cuando al final salen al escenario...

-S...

-Esas reverencias, sin haberse quitado an el maquillaje, desfigurados... Una casa de locos... Parecen muecos... enfermos...

-No me digas -contest Hans, que sola dejar a Pilla entregarse a los caprichos de un pensamiento frentico y balad.

-No te parece?

-No.

-Saludan cogidos de la mano... Parece que la rampa luminosa que tienen delante los iluminara como la nieve. Una casa de locos, de fantasmas. Avanzan y retroceden cogidos de la mano, y vuelven a avanzar, y sonren, y nos sonren... Una casa de locos... De locos...

-Y nosotros de enfermos -dijo Hans sonriendo.

Un inmenso frente nuboso se desplaz ms tarde con suavidad hacia el Reichstag.

-Estaba muy bien Maria, con el sargento encargado de la recluta -dijo Tho.

-Muy bien -dijo Hans.

-Contenta, a su aire...

-Ya lo creo...

Tho se puso a aspirar el aire.

-Mira qu olor a bosque... A bosque primaveral...

-Vaya.

-El olor del sotobosque... Toda mi infancia... -Y retom el tema-: Cuando hacen esas reverencias para saludar, parecen muecos sin vida... O me equivoco?

-No, no te equivocas -dijo Hans.

-Muecos pintados e iluminados que interpretan a campesinos, suboficiales, mujeres de mala vida... Ah est todo el teatro alemn -dijo Tho, que iba exaltndose.

Hans le puso la mano en el hombro.

-Calla.

Se quedaron a la escucha. Se oa un leve chirrido regular que vena de detrs de una barraca de feria, al pie de unos abedules. No era ms que un columpio que el viento mova y cuyas anillas oxidadas chirriaban al girar sobre el eje.

Prosigui Tho:

-A m de chaval -Hans odiaba que dijera chaval-, de chaval mi padre me llevaba a ver Wallenstein, de Schiller. Era al lado de mi instituto. Wallenstein ya era eso, historias de cantinas, suboficiales, campamentos, emperadores, soldados, tambores y flautas, ranchos, ahorcados, es eso slo el teatro alemn, guisotes y ahorcados? Banquetes, soldados, putas, cantinas...? Y ya Schiller... Es eso el teatro? Hurfanos, ahorcados? Jarras de estao, gente que recluta soldados y les pellizca el culo a las putas? Eso es lo que lleva siglos siendo el teatro alemn? Pues mierda para l...

-No -dijo Hans-, no es eso...

Haca ya rato que Hans caminaba sin prestar mucha atencin a la palabrera de Tho. Aquella inagotable chchara le traa a la memoria cuando tena que pelar patatas en Wittenborg, delante de la casa de sus padres. La cocinera, Lisbeth, descargaba tambin sobre el pequeo Hans cuanto se le pasaba por la cabeza. Pelar patatas daba alas a su imaginacin. Predeca lo que pasara en el mundo, imaginaba futuras mquinas enormes que pelaran las patatas, las zanahorias, los nabos: el pueblo sera liberado del suplicio de las legumbres. La idea se amplificaba: tambin las gallinas seran desplumadas automticamente, las aves destripadas en cadena, la servidumbre de la casa Trow quedara a salvo de hambrunas por los siglos de los siglos, amn...

A Pilla le pasaba en realidad lo que a aquella cocinera, que se dejaba llevar por su imaginacin de persona autodidacta. Su labia abundante y a menudo prosaica, sus hiptesis interminables y sinuosas se parecan a aquellas peladuras de patata que se amontonaban sobre hojas de peridico. El padre de Hans, por cierto, que se pasaba noche y da entre papelotes jurdicos, encerrado en su inmenso despacho -que daba a un patatar-, se haba quedado en cambio sin palabras en la universidad. Era como si las paredes gticas de las bibliotecas lo hubieran vuelto mudo y triste, de una tristeza inconsolable. Se haba sumido en cavilaciones ntimas, rehua el trato trivial con los seres humanos. Slo cuando la familia se sentaba a la mesa dejaba caer algunas palabras, lacnicas y ponderadas. Y le haca repetir a Hans, el benjamn de la casa, la serie de fechas de la guerra de los Treinta Aos.

Hans recordaba los silencios de su padre, unas veces solemnes, otras neutros, como si quisiera reprocharle a la familia que existiese. Las pocas veces que rea lo haca en la cocina. La mesa, las sillas, la estufa, el sol espectral y blanco que baaba unos campos pelados le decan ms a aquel padre, un padre que se tomaba la sopa fra, no soportaba en literatura ms que las penumbras forestales de la Cancin de los nibelungos y haca reinar en toda la casa un ambiente de tribunal a punto de dictar sentencia.

Hans se haba preguntado toda la vida cmo haba podido su padre quitarse los pantalones para hacerle tres hijos a su esposa. Aquel padre que dejaba para luego toda discusin contemplaba por la ventana los patatares del Mecklemburgo. Estaba ya viendo a una patrulla de las SA subiendo en tropel la gran escalera de roble, pisando con sus botas el parquet del pasillo, irrumpiendo en su despacho y descolgando, entre otros, el gran cuadro del Juicio final que tena entre dos cmodas? Con la mirada perdida entre las filas de chopos, vea ya en el horizonte los desmanes del Tercer Reich? Y en el cielo bajo la multitud de Stukas que remontaban el vuelo entre las nubes, fuselajes zumbantes de brillante acero? Vea a los soldados de plomo de su hijo Hans caer en la nieve de Estalingra-do? Adivinaba el infierno dulzn que seran los servicios secretos? Cientos de baldas a lo largo de pasillos, gestin permanente de la vida y milagros del gnero humano, frentica bsqueda de la traicin ideolgica, deambulaciones diablicas por entre sucios informes que apenas tenan que ver con grupos polticos propiamente dichos... todo eso era lo que preocupaba a Hans Trow mientras Pilla hablaba y hablaba...

Hablaba sobre esos actores vanidosos cuya actuacin no era nada del otro mundo.

-Te das cuenta? -pregunt Tho-. Te das cuenta? Desde Schiller a Brecht, no se ha avanzado nada? An estamos en el mismo campamento militar... en la misma guerra de los Treinta Aos? Con los mismos sargentos y reclutas, las mismas putas...

-Eso parece -sonri Hans al tiempo que se sentaba en un banco.

Hans sac las entradas del teatro, comenz a romperlas y dej caer los trozos en la nieve.

-Jarras de estao y azotes en los culos de las taberneras... El teatro es el arte del desorden frente al arte del orden... No te parece, Hans?

-No, no me parece.

Tho Pilla se quit la bufanda, se abri el cuello, se sacudi la nieve del abrigo y continu:

-Vestirse, desvestirse, mentir, maquillarse, desmaquillarse, mentir. Desvestirse, desmaquillarse, hablar, recitar, declamar, volver a quitarse el maquillaje, repetir siempre las mismas frases idiotas... Es demasiado... Y cuando se adelantan para saludar como muecos macabros con esa luz que les da desde abajo y parece que vayan a asustar a los de la primera fila, qu me dices de eso? Es eso vida? Los actores asustan a la gente...

-Tambin la hacen rer -dijo Hans.

-Bah! Asustarla? Hacerla rer? Saludar, hacer rer, asustar, a ti te parece que eso es vida... Todo est trucado, que si hacer rer, que si mentir, que si la prosa y la poesa, que si piensan y dicen esto o lo otro, deben de hacerse un lo... Y su vida privada, qu? Lo confundirn todo, no?

-Brecht no confunde nada, creme...

-Y Maria? Nuestra Maria?

-No s -dijo Hans, que haba dejado la colilla del puro sobre uno de los tablones del banco.

-Deben de hacerse la picha un lo; seguro que se asustan y se hacen rer unos a otros sin saber ni cmo ni por qu... No ests de acuerdo, Hans?

-No -dijo Hans soplndole al ascua del puro-. A lo mejor... es...

-Son unos putones -aadi Tho. Se quit el abrigo y lo sacudi-. Yo los meta a todos entre rejas. Para qu los necesitamos? Estamos aqu para eso...

-No -dijo Hans-. No estamos aqu para eso.

Luego, cuando el uno hubo terminado de rezongar y el otro de ser evasivo, los dos hombres -el tiempo pasaba- se levantaron y echaron a caminar hacia el ro Spree, que all se ensanchaba.

8

Cuando Brecht no inclua su nombre en la lista de los actores que deban presentarse a los ensayos de Antgona, Maria se pasaba al sector norteamericano. Gracias al salvoconducto marcado en rojo que Hans Trow haba mandado hacerle poda ver a su hija Lotte. Tranvas hasta los topes, gabarras surcando el ro en fila india, carros cargados de patatas, columnas de humo negro de chimeneas de fbrica, sordomudos vendiendo biblias, viudas que ofrecan los zapatos bien lustrados de sus difuntos maridos, un vendedor de peridicos que gritaba obsequiando con caramelos, todo aquel Berln variopinto y plateado se desplegaba ante su vista.

Maria tomaba varios tranvas para atravesar los barrios de Steglitz y de Lichterfelder camino del Wannsee. Ramificaciones de sombras proyectadas sobre interminables muros de ladrillos de antiguos cuarteles, robledables en los que los conejos salvajes campaban por sus respetos, pinos silvestres y pinos cembra, todo cada vez ms silencioso conforme se acercaba al Wannsee.

Maria bajaba del tranva, echaba a correr, cruzaba a campo traviesa terrenos arenosos y pasaba junto a villas abandonadas cubiertas de maleza. Rodeaba una antigua piscina llena de agua salobre, oa saltar a una rana y los das de sol vea algn que otro lagarto calentndose sobre las piedras de los escalones.

La madre de Maria, Lena Zorn, que cuidaba de Lotte, viva en una inmensa villa amarillenta cuyo peristilo haba invadido la arena y en cuyos rincones anidaban los pjaros. Lo nico que pareca vivo en torno a aquel edificio de ventanas desconchadas era un prado en el que plantas y lilas crecan con gran lozana.

Con colgaduras pesadas, bancas tradas del Bundes-bahn, cristales gruesos y toda una vajilla de estao apilada en un aparador de la poca de Bismarck, el saln de la villa pareca un vagn de tren. La abuela daba la impresin de flotar dentro de su traje gris. Con una toca negruzca y a franjas echada sobre los hombros, rodeada de vasos para whisky, se paseaba con su bolso en la mano y quejndose del precio de la penicilina. No se levantaba de su banca ms que para llamar a Lotte, que jugaba fuera.

Madre e hija se hablaban poco. Evitaban recordar el pasado. Eso, eso, le deca Lena a su hija, tienes razn, ponte del lado del ms fuerte! S que eres una antifascista de primera! Lo s! Antifascista desde el principio! Ni tu padre ni tu marido se dieron cuenta! Ni yo! Y suspiraba, posaba sus manos (con la izquierda segua agarrando el bolso) en sus muslos, como fatigada de haber dicho aquello, y se quedaba inmvil, recostada contra el respaldo de piel de la banca, como si el molinillo de su memoria se hubiera parado el 8 de mayo de 1945 a las ocho de la maana, cuando oy por la radio que la Alemania nazi haba capitulado sin condiciones.

Desde aquel da la madre criaba a Lotte, se ocupaba de su asma. Contaba una y otra vez sus arrugados billetes de banco. Y de vez en cuando, como testimonios del tiempo ido, se deshaca de viejas fotografas de Viena que llevaba en el bolso.

Luego tomaban un t melanclico, unos bretzels duros como la piedra. En la penumbra, amenazante, fantasmal, haba suspendida sobre la mesa una lucerna envuelta en lona de paracadas... Se presentaba una vecina, toda ella rosada, corpulenta y emperifollada, que se coma a besos a la nia, la apretujaba y la cubra de caricias y mimos. El t se serva en silencio.

-Y sus ataques de asma? -preguntaba Maria.

-Desde que est conmigo no ha tenido ninguno -contestaba su madre.

Empezaban a sentirse incmodas. La mirada de Maria erraba por los adornos y porcelanas de un estante. Se detena en una fotografa antigua con marco de color plata desvado: dos caras de expresin burlona, la de Maria y la de su marido, con su gorra de militar y el pelo cortado al rape. Maria se deca que haba habido un tiempo claro y despreocupado; ahora todo era sombro, inexplicable, ingrvido.

-T trabajas con ese Brecht?

-S.

-Pues yo crea que se se haba muerto -se sorprenda la vecina.

-No, no se ha muerto.

-Ese tuvo que salir huyendo del pas hace aos... Un comunista...

La conversacin decaa. Todo el mundo se pona en pie.

-Yo conozco a una que no va a acostarse tarde esta noche... -deca la vecina.

En la escalinata Maria buscaba con la mirada a su hija. La pequea estaba jugando en su rincn. La soledad en la que viva Lotte era evidente. Maria se le acercaba, la abrazaba, se daba media vuelta, se iba de la casa.

Diez minutos ms tarde estaba montada en un tranva que chirriaba y daba bandazos, vaca y traspasada de pena. Estaba volvindose ajena a su propia vida.

En esos momentos se refugiaba en un caf blanco y abovedado de la Wrmlingerstrasse. La estufa de cermica zumbaba y desprenda destellos. Una pesada mesa redonda de roble... Un vaso de cerveza burbujeante que acababa sin burbujas... La paz y el silencio del local le permitan calmarse. La cabeza se le inclinaba, se quedaba dormida.

El dueo se acercaba de vez en cuando para echarle un leo a la estufa y se quedaba mirando a aquella bonita joven dormida.

Maria soaba que estaba jugando en un bosque vie-ns. Coga flores, y llegaba a un claro. La atacaban y le picaban unas avispas, que en racimos viscosos se le colaban por la blusa.

Cuando sala a la calle iba aturdida: gente que hablaba, coches que pasaban, figuras con abrigos que iban y venan. Se apoyaba contra una verja. El sol amarillo de la tarde la apaciguaba.

9

A finales de noviembre de 1950, durante los ltimos ensayos de Antgona, Maria Eich advirti que los servicios de Cultura multiplicaban las llamadas de telfono, las visitas, las preguntas a los actores. Tena la impresin de que por el ministerio deban de circular informes raros.

Se oan timbrazos estridentes en mitad de los ensayos o el telfono que haba al pie de la escalera de la residencia de Weissensee rompa a sonar de pronto. Un domingo por la maana, en la sala de ensayos de la Reinhardtstrasse, visita de un burcrata. Interrumpa el ensayo o quebraba el jubiloso ambiente que Brecht haba creado. Y aquellos que estaban haciendo ejercicios de flexibilidad (lenta pirueta cara al pblico, pies ligeros, piernas tensas, brazos en corona y luego relajados), aunque seguan a lo suyo, no dejaban de mirar de reojo al curioso visitante.

El miembro de la comisin de Cultura segua con el sombrero en la mano, gabardina triste, nuca ancha. Cerraba con gesto llamativo la tapa del piano y apartaba las partituras de Dessau. Sonrea entonces con aire de espa, lo que equivala -como Brecht saba- a un informe puesto sobre la mesa de Dymschitz, copia a la Liga Cultural, misiva alambicada y tortuosa para denunciar la tendencia es-teticista y formal que iba adoptando el Berliner Ensem-ble, su elitismo, su jerga. Brecht era presentado como un artista casquivano que farfullaba fbulas y daba pasmosos ejemplos de insolencia. Estaba ms que dicho que el Ministerio de Cultura Popular esperaba un slido arte proletario, algo sano y til como una buena cacerola, una carretilla, un martillo. Pero Brecht embrollaba, sacaba conclusiones, hablaba, opinaba, hoy deca blanco y maana negro con el pretexto de hacer dialctica. Aquel hombre escurridizo daba la impresin de jugar con todos y con todas. En su trato con algunos desarrollaba un complejo de superioridad. Haca ms comentarios irnicos, hablaba alto y fuerte, se burlaba de los actores que exigan hablar de cuestiones psicolgicas, citaba a cada momento a Shakespeare, con el cual se identificaba de una manera obsesiva. Total, era listo y saba ridiculizar con gracia las grandes obras de repertorio diciendo que si se mantenan era para ser profanadas, no porque se les rindiera ninguna polvorienta veneracin.

Maria saba que eran escritores celosos de Brecht, miembros eminentes de la Liga Cultural, los que inspiraban los informes que iban recargando los despachos del ministerio. Ella misma llegaba por momentos a no entender nada, pues no pocas de las disertaciones de Brecht sobre el teatro griego se le antojaban pesadsimas, como la de aquel da en que habl largo y tendido sobre la diferencia entre el odio de Aquiles por Hctor y el de un trabajador por su patrn.

Por la noche, cambio de tono, siempre lo mismo: Brecht le quitaba el jersey, le arrancaba la falda.

Y ella se senta humillada, como si saliera de un examen mdico.

A continuacin echaba a disolver unos comprimidos en un vaso de agua. El maestro tena problemas cardiacos.

Un martes por la noche, Brecht y Maria fueron a una velada de la Unin de Escritores. Gento. Helene Weigel se le acerc a l por la espalda y le susurr:

-Se dira que Maria Eich se ha esfumado en el aire. Viene, desaparece, aparece; es un fantasma. Un fantasma, eso es tu querida protegida, ests viviendo con un fantasma. Espero que tengas suficiente memoria para recordar dnde la has dejado, que sepas por dnde pas tu arrebatadora corriente de aire.

-No te cae bien? -dijo Brecht clavando el tenedor en un pepinillo de su sndwich-. Eso ya me lo haban dicho -aadi.

-Dicho qu?

-Que Maria hace como las corrientes de aire y un da desaparecer.

Brecht se llen el plato de una especie de carne de ternera en conserva con fragmentos cartilaginosos que crujan al masticarlos; le habra gustado estar en pijama, en la inmensa cocina enladrillada de la villa del Weissensee, contemplando la tornasolada cabellera de Ruth Berlau sobre sus hombros... Ah, pero no la anciana de hoy, sino la joven sueca de 1941, con su traje de bao de cuadros rojos y blancos y la alegra de baarse en el Bltico. Maria era una chica interesante pero no como Ruth...

Vinieron por l.

Brecht dej el plato, encendi un puro. Se lo llevaron al centro de la sala. Se pregunt si su signo zodiacal sentara bien en Mosc: all reinaba Nern.

Respondi con buen humor, y hasta con agudeza, a los brindis que hacan. Lo hizo sobre todo por Helene, que se haba convertido en un personaje popular y dichoso. No quera aguarle la fiesta, como l mismo dijo, ni que se preocupara de nada, aunque las noticias que venan de Mosc no eran muy halageas. Las cosas estaban ponindose feas. Le pedira a su escengrafo que aadiera una larga pincelada bien cargada de tinta china. As, de una vez, una rbrica.

Algn da ira a China. Un valle entre montaas. Una casita minscula, el martilleo de su mquina de escribir, la niebla en hondonadas que se veran desde la cocina, el canto del gallo. Algn que otro reniego sin mala fe al leer los peridicos llegados de Alemania. Con una tiza hara un crculo, metera dentro dos gallos y un nio y vera qu pasaba; se abotonara la chaqueta. Despus de comer, siesta, riones de vaca, unos cuantos tijeretazos a algn poema demasiado largo, visita al taller de un carpintero chino. Caminar entre virutas. Probar su nuevo escritorio, mesa de madera clara. Patas de perro, gorriones, cortinas, escalerilla, pat, cerveza. Poemas con tinta china...

En verano se lavara en una vasija de esmalte. Probara la compota metiendo el dedo en la compotera. Grosellas, cansancio, sueo, habladuras. Le silbara a su perro e ira a jugar a las tabas con el hijo del carpintero. Y hasta la noche bostezara en el patio mientras miraba los boneteros envueltos en la niebla. Se fumara un puro.

En todo eso estaba pensando mientras el director de la Academia de Mosc, Serguei no s qu, le estrechaba la mano, se la retena entre las suyas, hablaba con entusiasmo de la Federacin de la Juventud Libre...

Un viejo amigo, un tal Rudolf Prestel, que deca haber sido compaero suyo en el instituto de Augsburgo, se le acerc con un plato de carne de vaca en salsa y le cuchiche:

-Lo primero es la manduca! La moral luego... No, Bertolt? No?

Langhoff y Dymschitz, con sus trajes bien cortados, parecan notarios. Sus mujeres llevaban unos vestidos espantosos. En un rincn de la sala estaban tambin Arnold Zweig y Johannes Becher, que haban tenido el honor de ver sus escritos arrojados a la hoguera por unos rubicundos miembros de las SA, poesa ardiendo ante un corro de camisas pardas, en una plaza adoquinada...

Se le acerc de nuevo el otro, el amigo de la infancia:

-Aqu, lo primero es la moral, la manduca ya vendr... -dijo sealando con el tenedor lo que llevaba en el plato.

Brecht hizo como que responda a unos jvenes que lo llamaban y afect un gran contento. Cogi a una estudiante por el hombro y le dijo:

-Siga usted as! Sonra! Le dar a usted un papel en Puntilla! Palabra de Brecht!

Antes de que la joven pudiera contestar el maestro haba pasado dos dedos por detrs de la espalda de Maria para hacerle cosquillas. Lo primero la manduca, la moral despus, susurr. Se sinti de pronto invadido por una sensacin indefinible ante aquella sociedad provinciana, aquel trasiego de gente vestida de gris... Tenan la tiesura acadmica de la nueva burocracia moscovita...

Rehus tomar la palabra, se puso el abrigo, se dirigi al coche oficial. Huir del mundo y refugiarse en el vrtigo de la nada. Pero se enmend enseguida: el mundo est en ruinas y tiene hambre, cmo puedo quejarme de estar aqu?

El chfer le pregunt a qu hora deba pasar a recogerlo al da siguiente. A las siete y media!... Al llegar a su habitacin se tumb y se puso a escuchar un 78 revoluciones, una grabacin de Bruno Walter que le haba regalado Paul Dessau.

10

Cinco das despus del inicio de los ensayos, Brecht subi al camerino de Maria, que estaba lavando su ropa interior en el pequeo lavabo. Brecht dio unas vueltas a su alrededor y se sent en una butaca de terciopelo carmes con dorados barrocos.

-No se te ve lo bastante ligera, Maria. -sta enjabonaba el sujetador-. Podras hacerme un favor?

Maria pens que se refera a algn favor de tipo sexual.

Brecht sigui diciendo:

-Podras ser ms ligera? -Y tras una pausa-: He pensado que si gesticularas menos con los brazos se te vera ms ligera.

-S, es verdad.

Silencio.

-Entiendes?

Brecht encendi un puro y, como siempre que se pona nervioso, se envolvi en humo y adopt una actitud socarrona y afectada.

-Me pasas la toalla? -pregunt Maria.

Brecht le dio la toalla.

-Ms ligera... como este humo... ms ligera...

Maria observ a la luz las prendas y empez a tenderlas de un alambre que iba del biombo a la estantera de los sombreros.

-Menos gestos -murmur Brecht-, sabes?

-Entiendo.

Hubo un silencio.

-No deberas tomrtelo as.

-Lo siento.

Brecht gir el puro sobre un plato de estao que serva de cenicero para desprender la ceniza.

-Ya me lo haban dicho.

-Quin?

-Helene Weigel.

-Ests segura?

-Totalmente!

Brecht tena hambre, le apeteca algo graso. Maria estaba ponindose su falda de ratina rojo sangre. Como la cremallera no cerraba, Brecht se levant para ayudarla.

-Has engordado!

-No -dijo ella.

Maria empez a abotonarse la blusa, hasta que vio que uno de los botones de ncar estaba a punto de soltarse. Estir el hilo y el botn cay, rebot sobre la silla y rodando por el suelo fue a meterse debajo de la butaca de Brecht. ste se agach un poco para ver dnde se haba quedado.

Maria se puso a cuatro patas para buscarlo.

-Te ayudo?

-No, gracias, ya lo hago yo.

-No quieres que llame a una encargada de vestuario?

-No, gracias.

Hubo un silencio.

-Perdona, estaba bromeando -dijo Brecht.

Pens que tena que aadir una larga pincelada negra sobre la larga tela de algodn beis que cerraba el escenario. Maria estaba cosindose el botn, de pie, estirando nerviosamente de aguja e hilo.

Al acabar cort el hilo con los dientes, termin de abotonarse la blusa y se qued mirando a Brecht, quien para apagar el puro lo estrujaba obstinadamente. Brecht haba envejecido. El labio inferior le colgaba un poco, flcido. Y al afeitarse se haba dejado pelos bajo la oreja izquierda.

-Siento lo que acabo de decir.

-No has dicho nada.

-S, he dicho que...

-S lo que has dicho...

Delicioso veneno del actor, pens Brecht. Y su deseo de reconciliarse con ella se convirti en aversin: quin se creer que es, esta tonta?

Maria, que se haba puesto una chaqueta, pregunt:

-Puedes pasarme mi texto?

Brecht se levant, abri el armario ropero y cogi el texto del estante. Maria lo abri por una pgina que tena sealada con una postal de Bad Vslau, una postal que su padre le haba enviado unas vacaciones desde ese balneario austraco cuando ella tena ocho aos. Ley su papel, seal unos pasajes. Brecht se puso a estudiarla. A veces la miraba sin que ella se diera cuenta y se deca que transmita una curiosa sensacin de soledad, de una soledad de nios olvidados durante aos en el fondo de los internados. Aquella soledad la aureolaba de un misterio tal, la haca a un tiempo tan curiosamente presente y ausente, que daba la impresin de que Maria no tuviera un destino, que viviera un nico y eterno hoy. Si haba pisado las tablas, si haba querido pasear su figura por el escenario de un teatro, era para poder exhibir aquel hoy nico y montono que viva desde su adolescencia. Los actores parecen por eso convalecientes que se cuidan, como si las cosas importantes se hubieran ido junto con la salud y, al salir del sanatorio, de sus aos de aislamiento, no pudieran ya recuperar aquella salud que tuvieron en la infancia. S, se dijo Brecht, ningn destino, esta mujer no es ms que un bolso de viaje depositado en un escenario.

11

La vspera de los das en que tena cita con Hans Trow, Maria Eich dorma mal. Por la radio, con el volumen bajo, se haba enterado del intercambio de comunicados desagradables entre Stalin y los occidentales. Por la maana se haba tomado un t bien cargado para despabilarse y se pas por el ensayo de Antgona. Como no tocaban escenas en las que ella interviniera directamente, se instal en la octava fila, entre asientos vacos. Brecht se interrumpi de pronto -estaba dando consejos a los actores- y fue derecho hacia ella, que rebuscaba una pulsera en el bolso.

-La mayora de las personas -dijo de un tirn, casi sin respirar- no son conscientes, Maria, de los efectos que el arte puede producir en ellas, efectos buenos y efectos malos. La representacin da una imagen, una idea del mundo, clara o confusa, usted debera saberlo, y, aunque no est usted atenta, a nadie dejar intacto, ni siquiera a usted! El arte que no se hace para ser comprendido, tenido en cuenta, degrada! Puede usted entender eso?

Y acto seguido, de forma extraa, le volvi el cuello de la chaqueta, como si, por un escrpulo puritano, hubiera querido taparle el escote, tras lo cual regres al escenario.

Los actores esperaban preguntndose qu suceda en la oscurid