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ENSAYO SOBRE LO QUIJOTESCO Avatares del largo viaje a la Mancha El humor erudito junto a las escatologías, los delirios de un melancólico frente al sentido común más pedestre de Panza, son sólo algunas de las muchas razones para sumergirse en "el mamotreto más feliz de todos los tiempos". Aquí, una lectura muy actual, lejos de la retórica sublime y del romanticismo. FEDERICO JEANMAIRE El mundo literario parece no querer terminar de despedirse nunca del romanticismo. Hace poco Mario Vargas Llosa se empeñaba en ver a don Quijote como precursor del liberalismo. Y José Saramago, desde el otro rincón, ha creído vislumbrar la imagen del Che Guevara en el andar del caballero. La lucha es desproporcionada, lo sé. Se trata de dos escritores enormes; dos gigantes. Y también sé que todo es interpretable, absolutamente todo. Pero, aun sabiendo eso, se me ocurre que vale la pena embestir al romanticismo y, sólo con mi lanza, intentar adentrarme en el funcionamiento de la escritura de Cervantes. Dejar las interpretaciones, en definitiva, para cada uno de los valientes lectores que, por su cuenta y riesgo, se animen con el mamotreto más feliz de todos los tiempos. Lecturas y necesidades En el capítulo II de la Segunda Parte, don Quijote le preguntará a su escudero qué es lo que se dice de él por el mundo y entonces Sancho le contará que sus aventuras ya andan impresas en un libro y, después de asegurarse de que su señor no lo castigará por lo que diga, no tendrá más remedio que comunicarle que el mundo lo tiene por un grandísimo loco. Esta es la referencia más concreta que podemos encontrar acerca de lo que pensaban los lectores de principios del siglo XVII sobre el personaje. La primera referencia concreta al adjetivo quijotesco, quiero decir. Así como para el común de la gente un Rocinante era cualquier caballo huesudo y mal trazado, como informará apenas un poco más adelante el bachiller Sansón Carrasco, un Quijote era un grandísimo loco. Simplemente eso. O, todavía mejor, alguien que, sin más, cometía un desatino que provocaba la risa en quienes lo circundaban. Después del fulminante éxito de la Primera Parte, de inmediato se vendieron miles de ejemplares en toda España y se tradujo a varios idiomas europeos; un éxito que volvió a repetirse con la aparición, en noviembre de 1615, de la Segunda Parte, las ediciones se irán espaciando y el rescate para su eternidad llegará recién a fines del siglo XVIII. La operación de lectura fundamental que en ese momento comenzará a construir el romanticismo consistirá en no hablar de parodia —un género marginal para la época y que difícilmente podía ubicarse en la cima de la literatura española—, sino en

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ENSAYO SOBRE LO QUIJOTESCO

Avatares del largo viaje a la ManchaEl humor erudito junto a las escatologías, los delirios de un melancólico frente al sentido común más pedestre de Panza, son sólo algunas de las muchas razones para sumergirse en "el mamotreto más feliz de todos los tiempos". Aquí, una lectura muy actual, lejos de la retórica sublime y del romanticismo.

FEDERICO JEANMAIRE

El mundo literario parece no querer terminar de despedirse nunca del romanticismo. Hace poco Mario Vargas Llosa se empeñaba en ver a don Quijote como precursor del liberalismo. Y José Saramago, desde el otro rincón, ha creído vislumbrar la imagen del Che Guevara en el andar del caballero. La lucha es desproporcionada, lo sé. Se trata de dos escritores enormes; dos gigantes. Y también sé que todo es interpretable, absolutamente todo. Pero, aun sabiendo eso, se me ocurre que vale la pena embestir al romanticismo y, sólo con mi lanza, intentar adentrarme en el funcionamiento de la escritura de Cervantes. Dejar las interpretaciones, en definitiva, para cada uno de los valientes lectores que, por su cuenta y riesgo, se animen con el mamotreto más feliz de todos los tiempos.

Lecturas y necesidades

En el capítulo II de la Segunda Parte, don Quijote le preguntará a su escudero qué es lo que se dice de él por el mundo y entonces Sancho le contará que sus aventuras ya andan impresas en un libro y, después de asegurarse de que su señor no lo castigará por lo que diga, no tendrá más remedio que comunicarle que el mundo lo tiene por un grandísimo loco. Esta es la referencia más concreta que podemos encontrar acerca de lo que pensaban los lectores de principios del siglo XVII sobre el personaje. La primera referencia concreta al adjetivo quijotesco, quiero decir. Así como para el común de la gente un Rocinante era cualquier caballo huesudo y mal trazado, como informará apenas un poco más adelante el bachiller Sansón Carrasco, un Quijote era un grandísimo loco. Simplemente eso. O, todavía mejor, alguien que, sin más, cometía un desatino que provocaba la risa en quienes lo circundaban.

Después del fulminante éxito de la Primera Parte, de inmediato se vendieron miles de ejemplares en toda España y se tradujo a varios idiomas europeos; un éxito que volvió a repetirse con la aparición, en noviembre de 1615, de la Segunda Parte, las ediciones se irán espaciando y el rescate para su eternidad llegará recién a fines del siglo XVIII. La operación de lectura fundamental que en ese momento comenzará a construir el romanticismo consistirá en no hablar de parodia —un género marginal para la época y que difícilmente podía ubicarse en la cima de la literatura española—, sino en establecer que Cervantes actualizó, quizás involuntariamente, el género caballeresco hasta llevarlo a su máxima expresión. La otra esforzada operación de lectura romántica fue dejar a un costado el odioso asunto de la locura de Alonso Quijano e instalar en su lugar el absoluto convencimiento del hidalgo acerca de la necesidad de restablecer cierto orden moral en un mundo cada vez más desordenado.

Se podría decir, entonces, que por obra y gracia de aquellas lecturas románticas, don Quijote pasó de loco rematado a principios del siglo XVII, a convertirse, doscientos años más tarde, en un paladín de la justicia. Valiente hasta la temeridad.

Todo es interpretable. Absolutamente todo, si uno le pone ganas. La doble operación de lectura romántica se aferró al discurso humanista que don Quijote, todavía convaleciente, hace frente al cura y al barbero nomás comenzar la Segunda Parte: "sólo me fatigo por dar a entender al mundo en el error en que está (...) agora ya triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de la virtud". En ese entrañable discurso, don Quijote no parece estar loco, sino, muy por el contrario, demasiado cuerdo. Y entonces el esfuerzo de interpretación toma alguna forma, gana las bibliotecas y, con el tiempo, termina por ganar también las calles del mundo. Así las cosas, por analogía con aquella interpretación, hoy llamamos quijotesco a todo combate que entabla un flaco individuo aislado contra un enemigo gigante, mucho más poderoso que él. Una lucha pegada a una imagen que habita en el inconsciente colectivo de muchísimas culturas: la delgada figura del caballero, solo con su lanza, embistiendo sin fortuna a treinta molinos de viento.

Pero la verdad del texto, independiente del esfuerzo de sus interpretadores, es otra. Don Quijote no sale al mundo a restablecer la justicia a partir de su propio convencimiento,

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sino que se vuelve loco al dejar atrás la primera página del libro y recién retornará a la cordura para morir, unas pocas líneas antes del final. Ningún convencimiento, sólo locura, ésa es una de las ineludibles verdades del texto. Si el caballero hubiese estado convencido, y no loco, el libro sería otro muy distinto del que es y nos perderíamos, como lectores, buena parte de sus aventuras. Incluso, aquella de los molinos de viento que funciona tan pegada al inconsciente colectivo. Y la verdad que sigue, inmediatamente a continuación de la anterior, tiene que ver con que el combate que mantiene el caballero contra los molinos no es ni desproporcionado ni épico, sino que es, apenas, un desatino que le produce su locura y que le hace ver gigantes allí donde el narrador sólo está viendo molinos. Por lo tanto, para el texto no hay lucha épica ni desproporcionada; hay, sí, un par de escenas maravillosas y plásticas que desataban la carcajada en los lectores menos ilustrados de principios del siglo XVII.

Muy a pesar de esas verdades textuales, me temo que poco ha cambiado, dos siglos después de aquella autoritaria lectura romántica, nuestra concepción de lo quijotesco. Y quizás, eso esté estrechamente ligado al salto descomunal que ha dado don Quijote, desde el mero protagonismo de un libro hasta aquella imagen que, a estas alturas, ocupa un rincón importante en cada una de nuestras cabezas. Creo, en definitiva, que el uso del adjetivo quijotesco tiene bastante poco que ver con el libro más enorme que ha dado nuestra lengua y, si me apuran, me animaría a afirmar que don Quijote ha funcionado como una excusa, que la palabra quijotesco está dando cuenta de otra cosa, de una imperiosa necesidad colectiva; que si el libro nunca hubiera sido rescatado románticamente de entre el polvo de los anaqueles, las sociedades lo hubieran tenido que inventar. Y está bien que haya sido así y también está bien que el adjetivo quijotesco siga significando lo que las sociedades decidan en cada momento que signifique. Pero, la enormidad del libro excede por completo sus interpretaciones y, se me ocurre, ya va siendo hora de fijarnos bastante más en la perfección de su hechura, en los innumerables procedimientos literarios que inaugura y en el preciso trabajo de Cervantes con el castellano. Fijarnos, por ejemplo, en los diferentes castellanos que aparecen en el Quijote y dejar de achicar el texto con forzadas exégesis.

Las lenguas del Quijote

Don Quijote es flaco, muy alto, extremadamente serio, y Sancho es todo lo contrario, un petiso gordo y bonachón. El caballero se vuelve loco de tanto leer libros de caballerías pero, claro, no sólo sabe sobre ese asunto: el caballero es un erudito en casi todos los temas humanos, como lo demostrará ante cada oportunidad que se presente a lo largo del camino. Su escudero, en cambio, no sabe leer. Ni siquiera sabe firmar, lo cual, por otro lado, es una cuestión normal para la época. Don Quijote y Sancho, entonces, conforman eso que en la Argentina nos gusta llamar contrapunto. Un juego de voces contrapuestas que, tratándose de literatura, no puede sólo quedarse en la contextura física o en la idiosincrasia de los personajes, sino que necesita construirse con palabras.

Es cierto, cuando entramos por primera vez en Don Quijote, la dificultad de leer tantas palabras de las que hoy desconocemos su significación, sumado al hecho de que las construcciones sintácticas en las que aparecen esas palabras han envejecido irremediablemente, produce quizá la sensación de que ese mamotreto está escrito todo de la misma manera. Pero no es así. En realidad, es exactamente lo contrario. Si nos detenemos en el párrafo inaugural del libro, lo primero que encontramos es el preciso trabajo paródico que hace Cervantes con respecto a los comienzos de los libros de caballerías. En unas pocas líneas, el texto despacha aquello que en el objeto parodiado se tomaba páginas y páginas: quién era el héroe, de dónde provenía, cuál era su genealogía. Y lo hace, además, de una manera muy violenta, poniendo patas para arriba el andamiaje sobre el que se anclaba la escritura de esos libros: no queriendo acordarse del lugar donde vivía el caballero e ignorando su verdadero nombre. Pero también hay otra cuestión que sobrevuela el párrafo. Otra forma de aquel mismo contrapunto del que hablaba unas líneas atrás. El Quijote es un libro humorístico pero que se propone distintos registros de humor. Un humor alto, para eruditos, y un humor bajo y obvio, para el público en general. Y ese contrapunto está presente desde su inicio. En este primer párrafo, el lector ilustrado se reía de la forma que tomaba lo paródico: el voluntario olvido del lugar de donde proviene el protagonista o la ignorancia del narrador acerca de su verdadero nombre. Mientras que, al mismo tiempo, los lectores menos ilustrados se divertían de las maneras en que estaba referida la pobreza del hidalgo: lo que comía, la flacura de su caballo, su vestimenta, lo escaso de su servidumbre. Lo alto y lo bajo. Constantemente y de los más diversos modos. Un poco más adelante, en el capítulo XX de la Primera Parte, don Quijote y su escudero entran a un bosque y, en medio de la oscuridad, escuchan unos ruidos horribles. El caballero querrá de inmediato ir

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en busca de esa aventura pero Sancho no lo dejará marchar. Atará las patas de Rocinante, se aferrará a su pierna y le contará un cuento. La escena es maravillosa. Aunque es más maravillosa todavía la discusión sobre la narración que se da entre ambos protagonistas. Desde la altura de su caballo, don Quijote irá puntuando, una por una, las diferencias existentes entre una narración popular —la que está desarrollando Sancho a sus pies— y una narración culta. Una clase económica y magistral sobre la narración, la que da, apoyándose como siempre en el contrapunto.

El libro está plagado de este juego entre lo alto y lo bajo, construido a partir de esa dicotomía. El capítulo más significativo, al respecto, quizá sea el de la boda del rico Camacho que termina siendo la boda del pobre Basilio, ya en la Segunda Parte. Y algo todavía más importante: la lengua tiene el mismo tratamiento. El castellano de principios del siglo XVII es una lengua que se encuentra en proceso de fijación. Es en ese difícil contexto lingüístico en el que se escribe el Quijote. Muy a pesar de lo cual, y sin ningún complejo, en lugar de esconder la cuestión Cervantes decide treparse a ella y jugar hasta la perfección. Así como la contextura física y la educación de cada uno de los protagonistas eran contrapuestas, lo mismo ocurrirá con sus hablas particulares. Por un lado, don Quijote imitará en su habla la florida escritura de los libros de caballerías; una dicción y una fonética completamente arcaicas cuando aparece el libro. Una lengua castellana que ya no se hablaba, si es que alguna vez se había hablado. Y, por el otro lado, Sancho tampoco hablará como sus contemporáneos. El gordo escudero esgrimirá un castellano tan artificial como su señor y que está construido, básicamente, a partir de dichos populares, frases hechas, refranes y proverbios. Una lengua imposible de ser hablada por nadie. Un artificio que, al estar armado con esos materiales que constituyen lo único inalterable de la lengua —"al que madruga, Dios lo ayuda"— sigue repitiéndose igual cuatrocientos años después. Todavía hoy puede entenderse y disfrutarse de corrido. Aunque eso no es todo. En el capítulo IV de la Segunda Parte, en un juego que devela la artificialidad del procedimiento, Cervantes hará hablar a Sancho como si fuera don Quijote y, en el capítulo siguiente, y después de ensartar un refrán detrás de otro, don Quijote le avisará a Sancho que, si quiere, él también puede hablar de esa manera.

Entonces, y aunque al lector contemporáneo que se le acerca por primera vez pueda tener la sensación de que ese mamotreto que tiene entre manos está escrito todo de la misma manera, hay que decirle que no, que ese mamotreto está surcado constantemente por el contrapunto entre la cultura alta y la cultura popular y que ese juego fantástico llega al extremo de adentrarse en la lengua, en la nuestra, ésa que usamos como podemos todos los días. Y que por eso, entre otras muchísimas cosas, ese mamotreto es la obra más feliz que ha dado la lengua castellana. Una obra que hace falta leer, aunque más no sea para saber más de nosotros mismos. Al menos para eso.

F. Jeanmaire es autor de Miguel, una biografía de Cervantes en clave de ficción, y del ensayo "Una lectura del Quijote".