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Juan Carlos Losada LOS GENERALES DE FLANDES Alejandro Farnesio y Ambrosio de Spínola, dos militares al servicio del imperio español

Juan Carlos Losada

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Juan Carlos Losada

LOS GENERALES DE FLANDES

Alejandro Farnesioy Ambrosio de Spínola,

dos militares al servicio del imperio español

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Dedicatoria ................................................................Aclaración .................................................................

Prólogo .............................................................................Introducción. La gestación de un conflicto inútil,

o cómo España también tuvo su Vietnam ...........................Capítulo I. Los primeros años en la vida de Alejandro

Farnesio, príncipe de Parma ........................................Capítulo II.A la sombra de don Juan de Austria ...............Capítulo III. Los éxitos diplomáticos de Alejandro

Farnesio ......................................................................Capítulo IV. La toma de Amberes ....................................Capítulo V. El fracaso de la Armada Invencible .................Capítulo VI. Expediciones sobre Francia ..........................Capítulo VII.Ambrosio de Spínola: un genovés

en socorro de España ..................................................Capítulo VIII. España y Holanda en los años de la tregua ....Capítulo IX. Breda y el fin del sueño imperial español .....Capítulo X. Muerte de Spínola y paz definitiva

con Holanda ...............................................................

Epílogo. Flandes se pierde ..............................................Notas ......................................................................Bibliografía ...............................................................Índicce onomástico ..............................................................

Índice

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Aclaración

Hemos utilizado el nombre genérico de Flandes para refe-rirnos a todas las posesiones españolas en general en la

región, aunque el nombre también se refiera a una provincia con-creta de la zona sur. De esta manera cuando hablemos de Flan-des nos referiremos a la región que en la actualidad,y de un modoaproximado, incluye el reino de los Países Bajos, el reino de Bél-gica y el gran ducado de Luxemburgo, junto con algunas zonaslimítrofes hoy incluidas en Francia y Alemania, entonces bajo laautoridad de los reyes de España. Lo mismo sucederá cuandohablemos de «españoles» o de «ejército español». Son generaliza-ciones porque, en sentido estricto, las fuerzas armadas al serviciode España estaban compuestas sobre todo por naturales de otrospaíses, en particular valones, italianos o alemanes, siendo los nati-vos de España una minoría.

De igual manera, aunque las provincias en las que cuaje la rebe-lión independentista sean varias y sólo una de ellas tenga el nom-bre propio de Holanda, acabaremos utilizando ese nombre parareferirnos a todas ellas, aunque también las mencionaremos comolas Provincias Unidas.Y hablaremos de sus habitantes como «patrio-tas», «protestantes» o «rebeldes», sin que este último apelativo quieraconllevar ningún aspecto despreciativo, pues sólo nos referimos alhecho de haberse levantado contra el poder español.

Por último, también emplearemos con frecuencia el término«valones» para referirnos a los naturales de Valonia o Walonia, zona

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del sur de Flandes cuyos habitantes eran en su mayoría católi-cos de habla francesa, y que en general permaneció fiel a España.Actualmente correspondería a la zona meridional y francófona deBélgica.

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Prólogo

La historia militar: entre la propaganda y el olvido

Durante muchos años,quizás siempre, la historia militar ha sidomuy mal tratada en España. Cuando se hablaba de las batallas ocampañas militares que los ejércitos españoles habían desarrolladoen el pasado siempre se hacía de un modo propagandístico. Loscomplejos de inferioridad propios de una sociedad atrasada comola española durante el siglo XIX y parte del XX, unidos a la dicta-dura de Franco, provocaron que evocar las acciones militares denuestra historia fuese siempre un ejercicio de exaltación patrió-tica y de ideología reaccionaria en el que se recordaba el pasadoglorioso al que algún día se habría de volver.Remontándose hastaViriato o hasta Indíbil y Mandonio, considerados ya tan españo-les como el toro de Osborne, había que explicar lo valientes queeran nuestros soldados, sus valores innatos de caballerosidad,honor,gallardía, bondad, valor, etcétera. Había que decir que nuestroscompatriotas habían paseado por el mundo para asombro y envi-dia de todos los extranjeros. Era la visión de la España sana, cató-lica,movida por valores espirituales, que luchaba, incomprendida,contra los extranjeros materialistas y envidiosos que estaban todala vida conspirando contra nosotros,un argumento que explicabay justificaba todos los fracasos de nuestra historia debido a la acciónconjunta de las potencias extranjeras, en donde la Pérfida Albióno los odiosos gabachos representaban siempre un siniestro papel

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protagonista. Ellos, los extranjeros, los otros, los diferentes, habíansido las causas de nuestras desgracias y pobrezas.

Todo era historia de un mito, de una España ideal a los ojosde los historiadores que pretendió ser pero que nunca fue. Paraeste tipo de historia oficial totalmente maniquea, hablar de bata-llas, de generales, de ejército, era hacer apología de una cierta ideade España y de su política exterior durante todos los siglos pasa-dos, pero quedaba casi por completo ausente cualquier rasgo deautocrítica. Sin duda esta interpretación, impulsada desde el fran-quismo y desde las ideologías más reaccionarias que se dierondurante muchos años, contaminó gravemente la historia militarpor mucho tiempo.

Cuando la democracia comenzó a penetrar en las aulas uni-versitarias, se pasó al otro extremo, el desprecio absoluto por lahistoria política y militar, para potenciar y prestigiar otras áreasque, en efecto, habían estado bastante olvidadas en esa otra visiónapologética.Para los historiadores progres del momento,borrachosde burdo marxismo de manual, estudiar la milicia, sus hombres,las batallas, era algo de fachas, de nostálgicos y (¡Ay, Dios!) pococientífico… Sin duda, a ello no era ajeno el funesto papel quelas fuerzas armadas habían desempeñado en la reciente etapa polí-tica de nuestro país, lo que había supuesto el desprestigio del esta-mento militar en gran parte de la sociedad.Una situación que aúnhoy persiste (como prueban las recientes encuestas sobre pre-ferencias profesionales) en contraste con la situación normali-zada respecto a los ejércitos en las democracias occidentales,paísesen los que la historia militar carece de todo menosprecio o des-confianza.

Por lo tanto, la reacción pendular en los tiempos de la transi-ción fue clara: basta de fechas y reyes, de historia política y mili-tar, de datos enciclopédicos y batallitas… ¡Hagamos historiaeconómica y social, de los modos de producción y de sus inter-

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minables transiciones, de los obreros y campesinos, de las muje-res marginadas, de las brujas y curanderos, de los mendigos, delos locos, de todos los explotados a causa del injusto repartode riqueza que suponían las sociedades de clases! Hagamos historiaincluso de las herramientas, de las pequeñas unidades familiares,de las aldeas, de la vida cotidiana, de las costumbres, del sexoy de las relaciones amorosas. Sin duda unos campos magníficos deestudio e investigación,pero que no debían condenar con el ana-tema de retrógrado a la otra historia, pues ambas, la llamada his-toria política e institucional, y la económica y social, están, sinduda, ciegas una sin la otra.

¿Por qué hacer historia hoy?

A estas alturas del siglo XXI ya es hora de romper con esteabsurdo dualismo.Es posible hacer otro tipo de historia que aspirea no dejar ninguna faceta marginada, y que trate de estudiar elpasado como un todo integrado.También ha de ser posible dedi-carse a cualquier rama del pasado sin que a uno le etiqueten ideo-lógicamente. Por tanto, hoy se debe y se puede hacer historiamilitar mucho más objetiva,de forma que,por una parte, se reco-jan los acontecimientos bélicos sin escatimar el reconocimientode la valentía o la profesionalidad de esos soldados del pasado; y,por otra, elaborar un estudio histórico en el que también se con-templen y denuncien los hechos crueles y despiadados que entoda guerra y por todos los bandos se han cometido. Se ha derecordar que los intereses de Estado siempre han sido mezqui-nos y egoístas,pero no por ello se ha de olvidar a los sufridos com-batientes de aquella época,héroes y asesinos a la vez,que hicieronposible la política exterior de sus reyes y que constituyeron losverdaderos agentes activos de los ejércitos.

PRÓLOGO 17

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En definitiva, se puede y se debe hacer historia militar; es más,es muy útil hacerla para denunciar la crueldad y el horror de lasguerras y para educar en la paz y difundir los valores de toleran-cia y respeto. Quizás sea ésa la gran misión de los estudios histó-ricos: sensibilizarnos hacia el sufrimiento de nuestros antepasadosy desarrollar empatía ante toda la sangre y el dolor que han impreg-nado la historia de la humanidad. El estudio del pasado, de la his-toria, ha de servir para aumentar la capacidad de conmovernosante el sufrimiento ajeno, para que los seres humanos hagamosautocrítica, para que contemplemos las grandezas y miserias dela condición humana y, así, aprender a mejorar en el futuro.

Las guerras de Flandes, hoy

La historia de las guerras de Flandes y de sus generales es unperfecto ejemplo de todo lo dicho. En la posguerra española, enpleno franquismo,ese conflicto era presentado como el paradigmade la hidalguía hispana,y sus hombres aparecían como mitad mon-jes y mitad soldados,dotados de todas las virtudes... Se deformabala verdadera naturaleza de esa guerra y se escondían las salvajadascometidas. Incluso dos tercios de la Legión Extranjera pasaron allamarse, respectivamente,Duque de Alba y Alejandro Farnesio enrecuerdo de los ilustres generales. Sin embargo, cuando desapa-reció esa historia oficial, el conflicto cayó en el olvido, pues a lanueva historia española le avergonzaba recordar el imperialismode nuestros antepasados, por lo que todo se ocultó bajo el mantodel desinterés. Como mucho se hacía referencia a las consecuen-cias económicas y sociales de la política exterior de los Austriasy de tal o cual guerra, pero sin explicar nunca dicha guerra, nimencionar a sus principales protagonistas, lo cual era absurdo.Hubo que esperar a que historiadores anglosajones recogiesen el

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tema para que se volviese a contextualizar en parámetros muchomás objetivos,despojando aquel conflicto de la enorme carga ide-ológica que hasta entonces tenía.Y es que a los españoles, connuestros complejos a cuestas, aún nos costaba acercarnos al tema.

Siguiendo tal visión este libro intentará, de un modo modesto,aproximarse al conflicto bajo nuevos parámetros.Por supuesto, sinpatriotismos rancios ni añoranzas estériles; también sin despre-cio, vergüenza o complejos, pero ante todo tratando de que seauna lectura amena, entretenida, sencilla, apta para todo lectoramante de la historia;un libro que ofrezca un panorama de aque-llas guerras y de la España del momento.Todo ello sin renunciaral rigor, pero sin caer en la especialización ni en el excesivo estu-dio de un aspecto concreto o en una avalancha de datos estadís-ticos, imprescindibles en una tesis doctoral, pero carentes desentido en una obra divulgativa, como pretende ser ésta. Sin dudala historia de Flandes y de sus terribles e injustas guerras, sin escon-der su faceta trágica y sin renunciar a los datos, se puede abor-dar, en parte, como una novela de aventuras en la que surgenpersonajes pintorescos, héroes, villanos, traidores, espías, amores,pasiones, venenos, misterios y todos los demás aspectos quepodrían componer cualquiera de los actuales éxitos editoriales delas novelas históricas o de cualquier película del género.Ojalá esteenfoque contribuya a reconciliar la historia con ese sector de lec-tores jóvenes que se han alejado de ella por aburrimiento.

También pretendemos que, a partir de la explicación del con-flicto de Flandes,podamos aproximarnos a la realidad de la Españade aquel tiempo, analizar su evolución social y política y así com-prender cómo las guerras de Flandes fueron, a la vez, causa y con-secuencia, entre otras cosas, de una errónea política exterior quellevó a la monarquía española a su decadencia y sumió al país enla pobreza más absoluta.

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Los dos mejores generales: Farnesio y Spínola

Como queda claro en el título, el hilo conductor de este libroson las vidas de los dos militares más ilustres y competentes quetuvo el ejército de Flandes en toda su historia:Alejandro Farne-sio, príncipe de Parma, y Ambrosio de Spínola.A partir de unaligera aproximación a sus biografías (otro género poco trabajado)hemos tratado de ir exponiendo la evolución de las campañas mili-tares, así como de los sucesos históricos más importantes en losque se vieron implicados. De su mano, de sus vivencias, iremosaproximándonos a la sociedad española, a los sucesos políticos másdestacados acaecidos en los reinados de los monarcas españoles,a su política exterior en el último cuarto del siglo XVI y el pri-mer tercio del siguiente, y a la situación europea de la época.

Ambos son personajes muy sugestivos y con mucho en común:los dos fueron italianos al servicio de España,estudiosos de los clá-sicos, cultos y refinados, ricos, amantes de las matemáticas y de lostratados de ingeniería que aplicaron con pasión a las obras desitio, trabajo en el que los dos demostraron ser consumados espe-cialistas. En definitiva, hombres del Renacimiento. Sabían ejer-cer el mando sobre sus hombres con psicología y habilidad,combinando la dura disciplina y la capacidad de convicción, loque les convirtió en perfectos líderes, respetados y seguidos porsus hombres.Además, ninguno de los dos generales recurrió porlo general a los métodos sanguinarios que las normas de la gue-rra les permitían en aquellos años,demostrando su preferencia porel pacto y la persuasión.También fueron leales soldados a su señor, elrey, así como hombres sacrificados que no dudaron en ceder sufortuna personal para acometer las empresas militares. Pero qui-zás lo más significativo es que ambos demostraron mucha más pre-paración profesional y visión política que los reyes, los validos deturno o los aristócratas españoles, y demostraron una tolerancia

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y una apertura de mentes muy superior a la de sus señores. Portodo ello sufrieron las envidias y desconfianzas de gran parte dela corte, así como una profunda e injusta ingratitud de los reyesy ministros a los que les tocó servir.

Como veremos, su personalidad presenta un fuerte contrastecon aquel guerrero cruel, duro e inflexible que fue el duque deAlba y que les precedió en el gobierno de Flandes.En cierto modoellos trataron de poner remedio a los enormes errores cometi-dos por el duque —con el apoyo de Felipe II— durante su cam-paña en Flandes. Errores que trajeron muy graves consecuencias.Por desgracia, no lo consiguieron.

Ésta es la historia de su fracaso y del fracaso generalizado dela España de aquellos siglos, que tuvo como consecuencia sumira nuestro país en una profunda crisis social y económica de la quetardaría siglos en salir.

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Introducción

LA GESTACIÓN DE UN CONFLICTO INÚTIL,O CÓMO ESPAÑA TAMBIÉN TUVO SU VIETNAM

Una combinación peligrosa: un rey torpe e intolerantey una herencia envenenada

El 25 de octubre de 1555 Carlos V abdicaba en Bruselas de susposesiones.Ahí comenzó el error; a su hijo Felipe le adjudicó Flan-des, unos territorios muy alejados de España, lejos de su tradicionalzona de expansión e interés y separados,además,por la siempre hos-til Francia. Además,ni social ni económica ni religiosamente —puesen ellos había prendido con fuerza el protestantismo— se parecíana España ni a las posesiones italianas: ¿cómo podía gobernar estosterritorios tan dispares un mismo monarca? Lo más cuerdo habríasido ligar Flandes al imperio de Fernando, hermano de Carlos ytío de Felipe,pero el emperador aspiraba a que un futuro nieto suyo,hijo de Felipe y de su mujer de entonces, la reina de Inglaterra MaríaTudor,aunase en su persona el reino inglés con los ducados de Flan-des y de Borgoña, defendiéndolos de esta manera con más efica-cia de las ambiciones galas.Sin duda esta tarea desde Inglaterra habríaresultado mucho más fácil que no desde el sur,y en efecto en las pre-vias capitulaciones matrimoniales que se habían redactado entre lascortes española e inglesa quedaba claro que el hijo de María asumiríala soberanía de los tres territorios. No estaban, por tanto, según losplanes de Carlos V, destinados a ser de España.

El problema surgió cuando María de Inglaterra murió ennoviembre de 1558 sin dejar hijos, tan sólo dos meses después que

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su suegro Carlos V. En ese momento el plan del viejo emperadorse iba al traste y Felipe II se hacía cargo de Flandes, un país muyrico y cuyos impuestos podían ser vitales para la maltrecha eco-nomía española. Sin embargo, Felipe odiaba su clima, por lo quese fue de allí en 1559 para nunca más volver.Antes de marcharsedejó a Margarita, su hermanastra e hija natural de su padre, comogobernadora, y ya en los Estados Generales que se convocaronpara informar de su nombramiento saltó la primera chispa:un diputado pidió al rey —quien por otra parte era visto como unextranjero pues no hablaba ni flamenco ni francés, ni tenía losencantos personales de su padre— que ya que no había guerracon Francia, se evacuasen a los cuatro mil soldados españoles quequedaban en el país. Igualmente pidieron que también se mar-chasen los foráneos que ocupaban cargos en los consejos de pro-vincias. El rey contestó afirmativamente, pero se sintió muyofendido por el atrevimiento de tales demandas y descubrió queel instigador de las mismas había sido Guillermo de Orange, unode los predilectos de su padre, pero que se sentía molesto por nohaber sido nombrado gobernador.Allí comenzó a envenenarsela relación entre ambos, y cuando Felipe II embarcó en Flessingale reprendió por su comportamiento. Sin duda su carácter no eracomo el de su progenitor, acostumbrado a contemporizar, y nosoportaba tener que pactar o negociar,ni pedir a los Estados Gene-rales de Flandes subsidios, impuestos o aprobación para ciertosnombramientos. Por supuesto, el sentimiento fue recíproco y lanobleza flamenca jamás le tuvo afecto ni simpatía a Felipe II.

Margarita quedó como gobernadora y, en teoría, con plenospoderes, pero la realidad era bien distinta. Su hermano, ansiandocontrolarlo todo estrechamente,había dejado instrucciones secre-tas que conferían al cardenal borgoñón Antonio de Granvela elverdadero dominio de la situación, sobre todo en lo referente ala persecución con todo el rigor de la herejía que tanto se había

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extendido. El nombramiento de este cardenal encarnó el proto-tipo del error consistente en designar a ciertas personas para car-gos de envergadura. Sin duda Felipe II no recordó, o no valoró,los problemas que su padre había tenido cuando, al principio desu reinado, colocó en la mayor parte de los puestos de responsa-bilidad de España a flamencos, y así cometió, aunque la inversa,el mismo fallo.

Lo cierto es que el nombramiento de Granvela vino acompa-ñado de la implantación de las primeras medidas conflictivas,comolos edictos de persecución de herejes y la progresiva extensiónde la Inquisición —institución extraña a las costumbres del país—,con la obligación de ejecutar sus sentencias, algo que resultó muyimpopular por la gran difusión que el protestantismo había alcan-zado en el norte y centro de Flandes.También el aumento de losobispados de cuatro a diecisiete fue causa de gran malestar, puessuponía que los abades de los monasterios —que hasta enton-ces suplían a los obispos— perdían su representación e influen-cia y a los monjes se les privaba de su tradicional derecho deelección, al tiempo que se aumentaba el poder de la Inquisición.

En cuanto a los nobles, también comprendieron que su poderse vería menguado en los Estados Generales por la presencia denuevos prelados nombrados directamente por el rey y por el papa.

Los dirigentes flamencos en seguida supieron que era Gran-vela el amo de la situación. Su actitud era despótica con la aris-tocracia local y con la población, siendo sus gestos torpes yantipáticos.A pesar de todo Margarita trataba de congraciarse conla nobleza y las ciudades, y en 1561 consiguió por fin la evacua-ción de las fuerzas españolas.A pesar de ello, el eclesiástico eraquien seguía urdiendo todos los asuntos y provocando las quejasdel príncipe de Orange y del conde de Egmont, que se sentíanmarginados y despreciados por Granvela en sus cargos y atribu-ciones.

INTRODUCCIÓN 25

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En el verano de 1561 ambos nobles escribieron al reypidiendo ser relevados de sus puestos en el Consejo de Estado,al considerar que nunca eran escuchados, y denunciando quelos asuntos importantes se trataban y acordaban al margen delmismo, por lo que no querían ni podían ser responsables deaquellas decisiones. La respuesta del monarca marcó un estiloque a partir de entonces se convirtió en norma: la solución —a tenor de la conducta de Felipe II— consistía en demoraruna respuesta tanto como fuera posible, aceptar todas las propuestasy quejas en un tono adulador hacia el demandante, prometiendosoluciones, y luego hacer lo que le viniese en gana o, lo másnormal, permitir que todo siguiera igual y no actuar en ningúnsentido. Así, en las quejas contra el poder arbitrario de Gran-vela, prometió que habría una rectificación y que todos los asun-tos importantes se tratarían en el Consejo. Sin embargo, nadacambió.

Para envenenar más las relaciones, en ese año de 1561 Orangese casó con la hija del protestante Mauricio de Sajonia, y por másque manifestó a la gobernadora que ello no alteraba su fe cató-lica, el matrimonio demostraba el clima de profunda división reli-giosa que se vivía en Flandes, añadiendo más leña al fuego. Latensión se palpaba cuando los nobles flamencos se negaron a enviara sus fuerzas a luchar, en 1562, a favor de los católicos franceses,y aumentó más cuando muchos gobernadores rechazaron apli-car las sentencias contra los herejes que dictaba la Iglesia.La situaciónempeoró cuando comenzaron a repartirse numerosos pasquinesen las ciudades contra Granvela y la Inquisición. El cardenal, a suvez, informaba al rey exagerando aún más las protestas y denun-ciando que los nobles flamencos estaban en connivencia con losherejes, lo que también alimentaba la oposición de los nobles.Entre ambos extremos estaba Margarita, que trataba de poner pazy de mediar.

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A finales de 1562, la nobleza flamenca envió a España a unrepresentante, el barón de Montigny,hijo del conde de Horn,quetrasladó al rey el descontento general respecto al tema de los obis-pados,de la implantación de la Inquisición y del comportamientodel cardenal.Felipe II respondió que las nuevas diócesis sólo esta-ban destinadas a mejorar la atención religiosa,que no tenía inten-ción de implantar la Inquisición y que el odio hacia Granvela notenía base, pues era un leal servidor. Cuando el barón transmitióla respuesta real, sobre todo el último punto, los ánimos se encres-paron más: casi toda la nobleza se rebeló abiertamente contra elprelado, pero el rey, sin percatarse de la gravedad de la situación,siguió sin resolver nada.

En marzo de 1563 los principales nobles, encabezados porOrange, Egmont y Horn, pidieron a Felipe II el urgente relevode Granvela,manifestando que a partir de ese momento dejarían deacudir a ninguna reunión en la que él estuviese presente. El reytardó nada menos que cuatro meses en contestar, y cuando lo hizoexigió que uno de ellos viajara a España para informarle. Simul-táneamente, y por indicación del astuto cardenal, el rey escribióuna carta a Egmont sugiriendo que fuese él el representante.Sabíaque era ingenuo y noble,más dispuesto a dejarse seducir por hala-gos y honores, y que si quería dividir a la aristocracia flamenca,era la pieza que había primero que desestabilizar.El conde se mos-tró dispuesto a viajar, pero sus compañeros le disuadieron. Entretanto Margarita pidió a su hermano que destituyese a Granvelay que acudiese a Flandes para conocer los problemas de cerca yatajarlos, pero una vez más, con su acostumbrada táctica dilato-ria, no respondió hasta enero de 1564. En su respuesta insistía enla represión de los herejes, en que la gobernadora siguiera negan-do la convocatoria de los Estados Generales que tanto pedían losnobles, y que convenciera a los críticos para que se reincorpora-sen al Consejo, añadiendo que no sabía cuándo podría viajar a

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Flandes y que él ya pensaría qué hacer con Granvela.Al mismotiempo, fiel a su táctica de dar la razón a todos sin hacer nada,envió cartas adulatorias a los aristócratas díscolos para alabar subuen hacer y fidelidad.

Por fin, en marzo de 1564, Felipe II accedió a los ruegos desu hermana para que el cardenal saliese de Flandes.Entre el júbilopopular, partió hacia Borgoña diciendo que lo hacía para visitara su madre enferma, con permiso real. De esta manera enmasca-raba la destitución y el rey intentaba hacer creer que no habíacedido a las presiones.Pareció que la tensión iba a disminuir, peroal monarca no le habían gustado nada las actitudes de los nobleslevantiscos. En su mentalidad no existía la comprensión hacia lacrítica: era un rey absoluto y como tal quería comportarse. Escierto que Felipe II era un fanático y un intolerante en el temareligioso, aunque no más que gran parte de sus contemporáneos,pero para comprender su actitud basada en una preferencia porla guerra, por muy dura, larga y costosa que fuese, a ser rey enpaz de herejes,hay que considerar que en su concepción del poderabsoluto éste sólo podía ejercerse si había unanimidad religiosaentre sus súbditos.Según su doctrina, en el Estado no podía haberdisidencia en temas de fe, pues ello podía ser un cáncer que aca-base minando la cohesión del poder y destruyendo el reino. Launanimidad religiosa de sus posesiones era incuestionable, puespara él era uno de los pilares, el más importante, de su autoridad.Su experiencia reciente con los moriscos en Andalucía lo avalaba,y así se comprende la dualidad de que pudiese ser tolerante, ymucho, con los protestantes cuando fue rey consorte de Inglate-rra,o incluso pactar la paz con los turcos,y al mismo tiempo mos-trarse por completo intolerante sobre los reinos y pueblos queconsideraba «suyos».

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El calculador Felipe II y el desgraciado conde de Egmont

Mientras tanto, en España la cuestión de Flandes estaba oca-sionando tensiones políticas.El llamado «partido de la paz»,coman-dado por Ruy Gómez, gran amigo del rey y su mano derecha, yel secretario real, Francisco de Eraso, se mostraban partidarios derelevar a Granvela y de escuchar a los nobles flamencos. En con-tra estaba el duque de Alba, viejo amigo del cardenal y partida-rio de la mano dura. Sin embargo, el duque iba mucho más allá:confesaba que cuando leía las cartas de los nobles flamencos, susviejos compañeros de armas en las luchas contra los galos y losluteranos alemanes, le invadía la indignación y no tenía empa-cho en abogar por la decapitación de Orange, Egmont y Horn.Mientras llegase este momento, sugería actuar de un modo tai-mado y, por ejemplo, tratar de minar la unidad entre los nobles ydisimular la intención de acabar con la vida de los cabecillas hastaque eso pudiera llevarse a cabo.Para encubrir los verdaderos obje-tivos,Alba sugería que el rey se mostrase muy indignado con aque-llos a los que no pensaba castigar, e indulgente con aquellos sobrelos que, más adelante, descargaría toda su ira.

En el verano de 1564,haciendo gala de una torpeza política nota-ble, Felipe II ordenó a su hermana aplicar los acuerdos del Conci-lio de Trento. Ello suponía incrementar la persecución de losprotestantes, pero era imposible en muchas zonas; no por la oposi-ción de los nobles, sino porque había ciudades enteras que habíanabrazado la herejía y las sublevaciones populares impedían a los ver-dugos ejecutar las condenas a muerte. En estas urbes los condena-dos eran literalmente arrebatados de sus manos por la poblaciónexaltada, que se negaba a ser castigada por sus creencias religiosas.

En vano la pobre Margarita trataba de moderar el rigor de laInquisición, pues el rey no sólo ordenaba la represión generali-

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zada, sino que, desde España, gracias a sus agentes, señalaba connombres y apellidos y todo tipo de precisiones a los herejes quedebían ser procesados. En su fanatismo religioso estaba impre-sionado por las guerras de religión que estaban sangrando a Fran-cia, creyendo que sólo la implacable persecución contra losprotestantes podía salvar a Flandes de la guerra civil, cosa que acabóél mismo provocando. Por su parte la aristocracia local rechazabala aplicación de Trento, afirmando, con razón, que ello suponíacontrariar los privilegios y libertades de las ciudades y provin-cias. En el fondo, lo que también subyacía tras el enfrentamientoreligioso era el empeño real de instaurar la monarquía absoluta dela mano de la Iglesia, tal como se ejercía en España, lo que supo-nía romper el equilibrio de poderes entre aristocracia y monar-quía que hasta Carlos V había existido en Flandes.

La gravedad de la situación llevó a Margarita,que se daba cuentade que podría estallar una rebelión abierta, a enviar a Egmont aEspaña para que expusiese al rey los enormes perjuicios que podíaocasionar una estricta persecución religiosa, así como la opiniónde que había de respetarse la libertad de creencias. La goberna-dora pensaba con sensatez que entre los descontentos no sólo esta-ban los herejes, sino los católicos que también veían violados susprivilegios y libertades, y que si su hermano se empeñaba enimponer su poder absoluto de la mano de la intransigencia cató-lica, buen número de flamencos, católicos y protestantes, termi-narían apuntándose a la revuelta.Todos sus temores se acabaronconfirmando.

A principios de 1565 Egmont viajó a España. Como buen eingenuo caballero que era confiaba en hacer entender al rey susrazones y que podría volver a Flandes demostrando que los arre-glos eran posibles. Había capitaneado la caballería en la batallade San Quintín, y suyo había sido, en gran parte, el mérito deaquella victoria por la que el rey le había felicitado con notable

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efusividad. Por su parte, y como hemos visto, Felipe II pensabaque, dada la candidez del noble, sería fácil persuadirle de lo con-trario, y que con él de su parte lograría sembrar la división entrelos nobles flamencos, estrategia que también compartía Alba.

En marzo fue recibido por el rey,que no dudó en llamarle «primo»al tiempo que le agasajaba con todo tipo de regalos. El conde loaceptó con gusto pues, con una familia muy numerosa, vivía ago-biado por las deudas.Tras escuchar sus quejas con suma cordialidady leer los mensajes de su hermana, Felipe II convocó a una juntade teólogos para consultar si debía compatibilizar la aplicación delos decretos de Trento con las libertades reclamadas por la noblezaflamenca. Para su sorpresa, los teólogos, mucho más pragmáticos ymoderados que él, le contestaron que dado el riesgo de subleva-ción era lícito que se dejase a los flamencos libertad de culto y queello no debía representar ningún peligro para la conciencia delmonarca. Indignado por la respuesta, les increpó diciéndoles queles había preguntado no si podía, sino si debía mostrarse flexible,aña-diendo que prefería perder mil veces la vida que permitir el que-branto de la unidad religiosa y tener como súbditos a herejes. Unavez más,el rey demostraba ser más papista que el papa:no estaba dis-puesto a ceder ni un ápice en la cuestión religiosa; su ciega intran-sigencia era un deber para con Dios.

Durante la estancia del conde Egmont en España aconteció unhecho aparentemente irrelevante pero que luego tuvo dramáticasconsecuencias. El príncipe Carlos, a quien ya se tenía en la cortepor loco consumado, le propuso al flamenco una alianza contrasu padre. Egmont no prestó atención a las insanas conspiracionesdel príncipe, pero las cartas que se encontraron más adelante ensu poder contribuirían a causar su ruina.

En abril de 1565 el conde regresó a su patria cargado de opti-mismo.Confundió los regalos y promesas con la aceptación de lasreclamaciones que había llevado a España. Lo cierto es que el

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rey, fiel a su costumbre, no le había negado nada y le había pro-metido estudiar todo con mucha atención, pero nada más. Elbueno del conde llevaba en su equipaje unas cartas para la gober-nadora que le recomendaban moderación y flexibilidad, sin dudapor si a Egmont o a algún amigo se le ocurría violar la corres-pondencia. Junto a él viajaba el joven Alejandro Farnesio, hijo dela gobernadora Margarita de Austria,que iba a Bruselas a contraermatrimonio, como luego veremos.

Sin embargo, a los pocos días de partir esta comitiva salierondesde la corte otros despachos que habían de llegar, calculada-mente, justo después de Egmont. En ellos se instaba a Margaritaa ignorar las misivas del conde, a ser intransigente en la persecu-ción de la herejía y a meter en vereda a la nobleza levantisca; todolo contrario a lo que el ingenuo Egmont llevaba consigo.

Cuando se descubrió el doble juego del rey de España, la indig-nación se apoderó de la nobleza local y de buena parte de la pobla-ción. Muy ofendido se mostró el conde, que había sido burladoen su ingenuidad.En los meses que siguieron proliferaron los pas-quines de protesta y las ejecuciones de herejes que excitaban,aún más, la indignación popular.Y en vano una vez más,Margaritaalertó a su hermano de los peligros de esa política de intoleran-cia,y le indicó que si ella tenía que actuar con rigor,debería enviara no menos de sesenta mil personas a la hoguera.También lerogaba, otra vez, que viajase a Bruselas, pero Felipe II, fiel a suestilo, dejó pasar meses sin contestar, dejándose pudrir más y másla situación.

En este ambiente de crispación los nobles comenzaron a orga-nizarse y crearon en Breda una sociedad para luchar contra laInquisición, y todo ello en nombre del rey, del que decían habíasido mal aconsejado.A principios de 1566 centenares de nota-bles se habían unido a la asociación, pero ahora comenzaban amanifestarse ciertas voces partidarias de un cambio de soberano.

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Entre ellos estaba Luis de Nassau,hermano pequeño de Guillermode Orange y luterano convencido, así como Nicolás de Hames,miembro destacado de la orden del Toisón de Oro.* Pronto lle-garon a ser más de dos mil los adeptos, aunque los principales

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* La orden del Toisón de Oro, de raíces caballerescas, se remontaba a lasprimeras décadas del siglo XV y en su fundación se mezclaron los interesespolíticos y económicos, aparte de algunas anécdotas y leyendas muy jugosas.El gran maestrazgo de la orden recayó finalmente en los Habsburgo y en sumáximo representante, Carlos V, que se ocupó de ampliar el número de susmiembros hasta 51 y promover su valor caballeresco. La integración de losnobles más poderosos en la orden, e incluso de los reyes, representaba unelemento de cohesión y reforzaba la fidelidad nobiliaria hacia la persona delemperador. De esta manera, el monarca tejía una tupida malla de adhesionespsicológicas sumamente efectivas: la élite social se sentía honrada y agrade-cida al haber sido llamada a formar parte de la prestigiosa orden del Toisón deOro.

La orden fue fundada en 1430 por el duque Felipe III de Borgoña elBueno, cuando rompió sus vínculos de vasallaje con el rey de Francia. Suemblema está basado en la leyenda de Jasón y el vellocino de oro, aunque des-pués se buscó un origen menos pagano y relacionado con la historia bíbli-ca de Gedeón. Su fundación, como se señala en el texto, responde a razonespolíticas —emulación y distanciamiento de la orden de la Jarretera de In-glaterra— y comerciales —estimular el comercio lanero entre Flandes e Ingla-terra—.Otras explicaciones sugieren que su fundación se debe al «vellocino»de ciertas amantes de Felipe de Borgoña, quien habría elevado a dignidad lamofa de la que hicieron gala los nobles cortesanos cuando se encontró vellopúbico dorado en ciertos aposentos reales.

Cada miembro de la orden recibía un collar personal numerado que sehabía de devolver a su muerte.Los capítulos se celebraban periódicamente endistintas ciudades e incluían ceremonias religiosas, banquetes y rituales ador-nados de cierto misterio, que regulaban hasta el color de las vestimentas, elorden de los asientos, la manera de servir los banquetes y hasta la decoraciónmás detallada que había de estar en las salas.

Desde los tiempos de Carlos V, el gran maestrazgo recae en la Corona deEspaña, aunque la guerra de Sucesión española (1701-1715) provocó la esci-sión de dos ramas: la española y la austriaca.

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nobles, estando al corriente de la organización y de acuerdo conella, no se incorporaron a la misma para no acabar de romper lospuentes con la monarquía.

En abril de 1566 entraron en Bruselas doscientos jinetes arma-dos con pistolas a entrevistarse con la gobernadora. Ésta les hizodejar las armas y les recibió en audiencia. Le exigieron la aboli-ción de la Inquisición, la convocatoria de los Estados Generalesy que se elaborasen leyes conforme a las costumbres del país. Ellasólo hizo lo que podía: manifestar que moderaría los rigores dela Inquisición y que trasladaría todas las propuestas, una vez más,a su hermano. Los peticionarios iban vestidos con austeras libreasgrises para contrastar con los hábitos recargados con los que siem-pre había ido Granvela, lo que provocó que uno de los conseje-ros de Margarita les llamase a modo de insulto «mendigos». Díasdespués, en el transcurso de un banquete, decidieron adoptar esenombre,el de mendigos, así como una humilde escudilla de maderacomo insignia.

Mientras tanto, acertaron a pasar por allí Orange, Egmont yHorn, que iban a una recepción oficial, y ante el alboroto de loscomensales entraron para apaciguarles, a lo que éstos respondie-ron invitándoles a brindar. Un gesto que, más tarde, también lescomprometió.

En un nuevo intento de conciliación se decidió enviar más emi-sarios a España.Egmont, dada su mala experiencia, se negó a vol-ver, siendo designados el marqués de Berghes, también miembrodel Toisón de Oro,brillante ex combatiente de San Quintín y uno delos nobles preferidos hasta entonces por el rey, que le había otor-gado importantes cargos,y el barón de Montigny.Ambos eran res-pectivamente gobernadores de Henao y Tournay, y no partierona España hasta el mes de junio.

Mientras tanto el rey había escrito a su hermana diciendoque no pensaba transigir en nada, y Margarita prefirió confiar

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en que la nueva delegación obrase el milagro. Cuando a princi-pios de verano los delegados llegaron a su destino, fueron agasa-jados, paseados de aquí para allá y homenajeados con fiestas detodo tipo, pero las conversaciones en las que habían de plantearselas reclamaciones fueron aplazadas una y otra vez. De nuevo lastácticas dilatorias que desconcertaban a los emisarios. Al mismotiempo,y en el colmo del maquiavelismo,Felipe II escribió a Orangey a Egmont dándoles a entender que transigiría en casi todo y queotorgaría una amnistía, mientras a su hermana le decía todo locontrario. ¿Cuáles eran las pretensiones auténticas del rey?

Al tiempo que ocurrían estas cosas, la agitación protestanteen Flandes no dejaba de crecer. Envalentonados por la toleranciade Margarita, los herejes trasladaron sus ceremonias al centro delas ciudades para escándalo de los católicos que, a su vez, pedíanmano dura contra los protestantes. Ella, sin apenas soldados nidinero, era incapaz de imponer el orden, y ante la grave situaciónde Amberes, el rey pidió a Orange, que era su gobernador, querestaurase el orden en la ciudad. Lo hizo con suma repugnanciapues, además,ya se sabía que profesaba en secreto la fe protestante,aunque quizá no se atrevía a romper de un modo definitivo conEspaña. Por ello procedió a retirar al extrarradio de la ciudad susceremonias.

Orange era posiblemente quien mejor había comprendido queel rey preparaba un golpe de fuerza y que no estaba dispuesto aceder en nada, por lo que comenzó a reclutar en secreto a pro-testantes alemanes para poder resistir el previsible ataque. Losacontecimientos se precipitaron cuando las turbas calvinistas, enagosto, asaltaron más de cuatrocientos templos católicos en todoel país,durante más de dos semanas, ante la pasividad de los gober-nadores. Lo cierto es que católicos y protestantes comenzaron amatarse por las calles sin que Margarita pudiese hacer nada parafrenar los disturbios, pues apenas contaba con fuerzas leales. Una

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reunión urgente con los gobernadores sirvió para ver cómo sólounos cuantos se ponían de su parte,mientras que Orange,Egmonty Horn pedían otra vez la convocatoria urgente de los EstadosGenerales, la amnistía general y la supresión de la Inquisición.Sólocumpliendo estas demandas los gobernadores pondrían fin a laanarquía.Ante el chantaje, Margarita tuvo que ceder y decretóque si ellos desarmaban al pueblo y dejaban en paz a los católi-cos,ella no usaría la fuerza… mientras el rey no ordenase otra cosa.Así la paz volvió a las calles.

Viendo el éxito de las concesiones, la gobernadora volvió aimplorar a su hermano que viajase a Flandes, aunque en esta oca-sión le manifestó su indignación por el chantaje al que había sidosometida por los herejes y le informaba del reclutamiento secretoque se estaba haciendo de mercenarios protestantes. Ella, ahora,también se sentía traicionada por todos los bandos en sus esfuer-zos de moderación.

El rey, al saber de la quema de iglesias, decidió aplicar la manodura y seguir los consejos del duque de Alba. Éste, a finales de1566, recibió la orden de preparar una fuerza expedicionaria,lo que exigió un importante acopio de dinero. Mientras tanto,los enviados flamencos que estaban en la corte, Montigny, queera hijo del conde de Horn, y Berghes, viendo el drama que seavecinaba, trataron de influir en el rey para que viajase a laregión.También el papa Pío V quería que el rey acudiese allí enpersona, lo mismo que Egmont, quien se ofreció para acom-pañarle en el viaje, y todos le recordaban que su padre no vacilóen acudir a Gante para sofocar la revuelta que allí había esta-llado años atrás.Todo en vano, pues Felipe II se negó a aban-donar España. ¿Habría cambiado algo la historia de haberefectuado ese viaje?

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El duque de Alba llega a Flandes

Orange,Egmont y Horn pronto supieron que vendrían las fuer-zas españolas.También sabían que el rey les acusaba de ser losinstigadores de la revuelta y que, con toda probabilidad, seríanprendidos cuando el duque de Alba llegase.Ante ello, unos opi-naban que había que ofrecerse como vasallos del emperador Maxi-miliano,primo de Felipe II y tolerante en cuestión religiosa;otrospreferían pagar tres millones de florines al rey para que éste lesdiese la libertad religiosa; y otros se inclinaron por la lucha. Eldefensor de esta opción era Orange, que ya no ocultaba sus tra-tos con los protestantes alemanes. Esta barrera, en cambio, no laquería cruzar Egmont, quien no estaba dispuesto a rebelarse: unacosa era criticar y presionar, y otra tomar las armas contra su rey.Lástima que el monarca no supiera apreciar tal diferencia.

En febrero de 1567 estalló la guerra abierta que iba a desan-grar a Flandes y a España durante unos ochenta años. Margaritacontrató a toda prisa a mercenarios alemanes para hacer frente alos protestantes, lo que consiguió en gran parte durante el mesde abril.Viendo la gobernadora el doble juego que seguía haciendoOrange, con una mano alentando la rebelión y con la otra lla-mando al pacto y a la reconciliación, le quiso desenmascarar.Atal fin le pidió que jurase obediencia al rey y proceder contra quienéste ordenase. Egmont ya había prestado este juramento, asus-tado por el sesgo violento que estaban tomando los aconteci-mientos, pero Orange no lo hizo y renunció a todos sus cargos,lo mismo que Horn, y pasó a refugiarse a Alemania, dando porconcluida su etapa de ambigüedad.

Ante el éxito de la pacificación momentánea,Margarita escri-bió a su hermano diciéndole que no hacía falta que fuese Albacon sus tropas,pues ello sería contraproducente por la alarma queocasionaría. Incluso el mismo Granvela escribió desde Roma en

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ese sentido, pero la decisión estaba tomada.A finales de abril, elduque, con cuarenta galeras, partía de Cartagena rumbo a Italia.Llevaba con él un siniestro documento que pronosticaba muytenebrosas intenciones: un permiso que le facultaba para actuarcontra los miembros del Toisón de Oro que hubiesen sido auto-res o cómplices de rebelión, a pesar de los privilegios que les con-fería su pertenencia a la orden.Al llegar a Milán la expediciónestaba casi lista, y a finales de junio partió hacia el norte por elconocido Camino Español que atravesaba Saboya,el Franco Con-dado, Lorena y Luxemburgo, y que Granvela había señalado en1563 como el itinerario más idóneo, porque discurría por terri-torios de Felipe II o de sus aliados.1

Eran un total de 11.000 hombres, casi todos españoles, de losque unos 1.300 eran jinetes, divididos en cuatro tercios.2 Junto acientos de carros y miles de mulas que llevaban toda la impedi-menta, marchaban cerca de 2.000 prostitutas, también organiza-das en compañías, para satisfacer las necesidades de la tropa, puesel duque quería evitar a toda costa que se produjesen incidentescon la población civil y opinaba que la proporción justa habíade ser, como mínimo,de una ramera por cada ocho soldados.Tam-bién iban numerosos sacerdotes y frailes, muchos más que médi-cos y cirujanos,pues consideraba más importante la salud espiritualque la física. Con una marcialidad y disciplina impresionantes, elejército fue avanzando sin ningún incidente.Entre las fuerzas espa-ñolas cabe destacar a los cuerpos de mosqueteros, la última nove-dad armamentística de la época, que confería a este ejército lamayor potencia de fuego de la historia hasta ese momento.

Para tranquilizar a la opinión pública de Flandes se dijo queesta fuerza sólo tenía la misión de preparar el inminente viaje delrey y que no venía a implantar la Inquisición. Cuando Alba llegóa Flandes salieron a recibirle varios nobles, entre ellos Egmont,pero el encuentro fue muy tenso. El conde le llevaba dos caba-

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llos de regalo, pero el duque no se privó de decir en voz alta, enun tono irónico y para que todos lo oyesen: «Ahí viene ese granhereje».

A finales de agosto de 1567 Alba hizo su entrada en Bruselas,pero ningún cargo salió a recibirle,dado el ambiente gélido y hos-til, pues todos temían a aquellas tropas. En seguida fue a presen-tar sus respetos a la gobernadora Margarita de Austria, que noocultó la molestia que le causaba la presencia en Flandes de aque-lla expedición militar. La consideraba un desacierto político yun menoscabo a su autoridad, pues no había sido consultada ennada. El duque le contestó que sólo había venido a obedecerla,pero sin concretar nada más, aunque los despachos reales que por-taba consigo le conferían la máxima autoridad política y militar.Por lo tanto,y de forma muy coherente, a las pocas semanas Mar-garita dimitía como gobernadora y regresaba a Italia, cubriendosu cargo el duque de Alba.

Al poco de llegar Alba desplegó sus tropas en lugares estraté-gicos y el 5 de septiembre, a espaldas de la aún gobernadora, creóun tribunal compuesto por doce personas con el fin de juzgarlos delitos de rebelión del año anterior. Sólo respondía ante elduque, quien ostentaba la presidencia así como la última palabra.Estaba compuesto por flamencos fieles, con voz pero sin voto,aunque los verdaderos amos del tribunal fueron dos siniestros abo-gados: Juan de Vargas y Luis del Río, que sí tenían voto. Se llamóel Consejo de los Tumultos, aunque fue conocido por el pueblocomo el Tribunal de la Sangre.

El 9 de septiembre de 1567 Egmont y Horn, tras una malévolainvitación a almorzar en la residencia del hijo del duque, Her-nando, pasaron a visitarle, siendo recibidos por el nuevo gober-nador con mucha afabilidad. Sin embargo, al acabar la cordialentrevista fueron separados con excusas y detenidos. Lo mismole ocurrió a otros importantes cargos de distintas ciudades.Cuando

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en España se recibió la noticia, se detuvo a Montigny —Bergheshabía muerto por causas naturales durante su estancia en España—,que fue llevado preso al Alcázar de Segovia, donde permaneceríahasta 1570 cuando, por orden del rey, fue trasladado al castillo deSimancas y allí estrangulado en secreto.

Con gran rapidez el Tribunal de los Tumultos comenzó a dic-tar condenas de muerte, prisión y confiscaciones, hechos que seextendieron durante los meses siguientes. Por su parte, el duquede Alba secuestró al hijo de Guillermo de Orange,Federico Gui-llermo, de trece años, y le envió a España como rehén y para sereducado en el catolicismo.Aprovechando días de fiesta, y a horasestratégicas, se realizaron miles de detenciones por todo Flandes,tras las cuales tuvieron lugar, a lo largo de las semanas y mesessiguientes, las ejecuciones de miles de personas.

La respuesta de Orange y los suyos no se hizo esperar, y en pri-mavera sus fuerzas invadieron Flandes por tres puntos. Aunquefracasaron las incursiones desde Francia, no así la que se lanzódesde Alemania, en Frisia.Alba se dio cuenta de que ahora teníaque hacer frente no sólo a una rebelión, sino a una guerra abierta,pero antes de salir a combatir había que acabar con los símbolosde la protesta que eran Egmont y Horn,por lo que el 5 de junio de1568 fueron decapitados en Bruselas a pesar de la falta de prue-bas claras sobre su participación en la revuelta.Alba también ignoróque en ningún momento dejaron de profesar su fe católica niabandonaron su obediencia al rey. Éste, por su parte, pasó poralto las numerosas peticiones de clemencia que llovieron sobreél durante aquellos días. Estas dos ejecuciones, sobre todo la deEgmont, constituyeron un error monumental. Egmont era unhombre afamado,honrado y popular, y nunca había apostado porla rebelión, aunque sí por la crítica.La indignación del pueblo fueenorme, y con su muerte nació un mártir de la libertad. Cuentala leyenda que la población de Bruselas corrió al patíbulo para

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empapar sus pañuelos con la sangre de aquellos desgraciados,paraguardarlos como reliquia.3

Felipe II, con su fanatismo e intolerancia, había ordenado elasesinato de miles de personas, sembrando un odio que asolaríaFlandes durante más de cien años. El rey había demostrado queera incapaz de tolerar la disidencia religiosa,pues su ideal de Estadopasaba por la identificación de política y fe. Para él, aceptar ungobierno sobre herejes era más perjudicial que la guerra, por loque en el futuro siempre se opondría a cualquier pacto o conce-sión, por más que la guerra le llevase a la ruina o estuviese en uncallejón sin salida.

La guerra bajo el gobierno del duque de Alba

Tras las ejecuciones de Bruselas, el duque salió a guerrear con15.000 hombres y logró vencer contundentemente a los rebel-des en Jemmingen, en donde perdieron unos 7.000 hombres.Apesar de ello, Orange, recurriendo a los protestantes de todo elcontinente y a los enemigos de la política española, logró reunirun nuevo ejército de 20.000 soldados y cruzó el río Mosa en octu-bre,pero fue otra vez derrotado por Alba y tuvo que refugiarse enAlemania en noviembre de ese año. En un claro y erróneo des-precio dijo de él el general español: «Para nosotros es hombremuerto: carece de influencia y de crédito». Pronto los aconteci-mientos negarían esta temeraria afirmación.

En 1569 el duque se encontraba con problemas económicos.Ante la falta de dinero comenzó a exigir enormes impuestos a losflamencos,pero los Estados Generales no estaban dispuestos a satis-facer la cantidad demandada. Muchos mercaderes de Bruselas senegaron a pagar las nuevas tasas y, en protesta, cerraron un díasus comercios y talleres.A ello respondió el duque de Alba ahor-

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