Juana La Loca (Guillem Viladot)

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  • 8/12/2019 Juana La Loca (Guillem Viladot)

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    Novela Histrica

    Juana la LocaGuillem Viladot

    SALVAT

    Diseo de cubierta: Ferran Cartes/Montse Plass

    CASTILLA GRADO CERO

    C 1995 Salvat Editores, S.A. (Para la presente edicin)C 1993 Guillem ViladotC 1994 Ediciones Apstrofe, S.L.

    ISBN: 84-345-9042-5 (Obra completa)ISBN: 84-345-9100-6 (Volumen 57)Depsito Legal: B-28553-1995Publicado por Salvat Editores, S.A., Barcelona

    Impreso por CAYFOSA. Agosto 1995Printed in Spain - Impreso en Espaa

    No pegu ojo durante aquellas dos noches que es-tuve acostada con mi madre en aquel barco de nuestraArmada fondeada en el puerto de Laredo, en la costade Vizcaya, y que estaba presta a zarpar, y que si nolo haba hecho era por el mal tiempo. Castilla llevabaa una princesa a Flandes para matrimoniarla con el ar-chiduque hijo del gran Maximiliano de Austria y deMara.de Borgoa. Cuntas cosas, cunta inquietud,cunta zozobra durante aquellas dos velas interminables!En un momento pens si el archiduque sera tan guapo

    como decan y como atestiguaba el cuadro que me ha-ban mandado. Pero yo no poda pensar esas cosas por-que mi matrimonio formaba parte de un plan de alianzasentre las coronas de Europa, que se recelaban mutua-mente y que se defendan unas a otras casando, cuandofuere, a sus hijos entre s. Del mismo modo que yo meiba a casar con el archiduque, su hermana, Margarita,enlazara con mi hermano Juan.

    Me colmaron con toda clase de joyas. Si no recuer-do mal, el inventario alcanzaba ms de cuatro pginas

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    de folio. Y, adems, llevaba bales y ms bales de ropa.Y un ejrcito de quince mil hombres. Para todo ese tra-

    jn fueron necesarios ciento veinte barcos. Dios santo,qu barbaridad! Porque tan slo se trataba de casar auna muchacha de diecisis aos. Cuando ahora recuer-

    do aquella partida, me parece una exageracin. Pero setrataba de dar una hija a la corte de ms prestigio, yera necesario jugar fuerte para que quedara muy altoel prestigio de Castilla, de Len, de Granada, de Ara-gn y de Catalua. Mi padre, que haba cuidado de todo,saba muy bien lo que se llevaba entre manos. De ver-dad? Tena conciencia del salto que yo iba a dar al pasarde un pas an lleno de todas las sombras a otro aboca-do de esplendor?

    Aquellas dos noches dormimos juntas. Seguro que

    la reina me vio tan angustiada que me quiso proteger hastael final. No en balde las dos pasamos diecisis aos jun-tas, con una vigilancia y una proteccin por su parte deconstante alerta. Ella fue quien supervis los pertrechosy hasta las vituallas de la armada destinada a mi servicio.

    Durante la noche sent, en ms de una ocasin, suscarnes hmedas. Acaso el calor y la proximidad del mareran la causa de todo. o tal vez era el malestar de lapremura. Durante aquellos dos das cuid de darme avi~sos de todas clases: sobre mis comportamientos, misdevociones. Incluso lleg a indicar que me ganara lassimpatas de toda la corte flamenca en favor de EnriqueVII de Inglaterra.

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    Desde mi ms tierna infancia atend siempre conrespeto a los consejos, las recomendaciones, las ad-vertencias, las exhortaciones de mi madre. Quhubiera sido de m sin ella, sin sus cuidados inme-

    diatos? Sus palabras siempre fueron hermosas y susatenciones siempre oportunas. Nadie hablaba el cas-tellano que hablaba ella. Mi padre, el rey Fernando,tena la voz recia y gruesa. Los aragoneses y los cata-lanes le haban quitado el acento llano de Castilla, sialguna vez lo tuvo. Mi madre hablaba como esos cam-pos que an tengo delante de mis ojos: suaves y cli-dos. o como el viento que an explica, sobre loscampanarios, el vuelo de las cigeas. Yo hablabacomo ella, y con su modelo aprend el nombre de lascosas: de los ros, de la meseta, de los reyes y de sus

    coronas.

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    A pesar de haberme dado los mejores maestros, mimadre siempre cuid de mi saber, y de mi aprender.Nos educ en el francs y en el latn. Mi fe en Diosnuestro Seor creci con la prctica del latn, y llegua discutir de teologa con un obispo de Zaragoza, cuan-

    do an era una chiquilla. Y al mismo tiempo aprenda bailar con gracia y soltura, que eran tantas, que mimadre lleg a exhibirme ante embajadores extranjeros,y sin rubor por parte ma. La msica me apasionaba;con habilidad tocaba el monocordio y el clavicordio yconoca a muchos compositores del tiempo. Toda la cortecastellana estaba muy orgullosa de m: de mi talento,

    13de mis luces, de mis habilidades, de mi cordura. Demi cordura...

    Como las tierras del reino eran muchas, mis padresconvocaban cortes en casi todas las ciudades. Por esa

    razn, por casualidad, yo nac en Toledo, en su alczar,a primeros de noviembre de mil cuatrocientos setentay nueve. En las cortes que all se celebraban, se jura mi hermano Juan como heredero de la corona, el quehaba de contraer matrimonio con Margarita de Habs-burgo. Mi madre siempre se rea al explicarme cmomi padre, el rey Fernando, hizo su entrada en Toledopara esas cortes. Fue con mucha pompa y exotismo;tanto, que en su squito figuraba un elefante. Aquellasnoches, en Laredo, en un momento me record eso delelefante y nos remos las dos una vez ms, y en la satis-faccin nos abrazamos y nos besamos. A finales de ve-rano de aquel ao, mi madre se traslad a Valladolid,y todos los hermanos con ella, mientras que el rey sefue a tomar posesin de sus reinos de Aragn, recinheredados.

    La ilustre preceptora doa Beatriz Galingo, la La-tina, siempre me hablaba como si yo fuera mayor delo que era, porque, segn deca, yo tena mucho discer-nimiento. Lo que ms me gustaba de aquella mujer eransus poesas, que ella misma ~escriba y recitaba a lo largode las veladas, y que yo escuchaba con arrobo comosi asistiera a alguna liturgia de verdades eternas. A vecesyo replicaba con versos no suyos, pero s de ella apren-

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    didos, o de haberlos odo decir a otras personas. Comouno que an sostengo en la memoria y que deca:

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    Toli el manto de los onbros,besme la boca e por los odos;tan gran sabor de mi avia,sol fablar non me poda.

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    Entonces la Latina me rea, o lo simulaba. Y silo haca de veras, como no acostumbraba, entonces co-rra hacia mi madre, la reina, y ella me preguntaba pormi resuello; y yo le explicaba la causa y ella se rea,y su vecindad me reportaba beneficios que nos unanel alma muy adentro.

    Cunto trajn de cortes y de hijos! Y tanto que nospodan haber dejado en Valladolid o en Toledo o en Bur-gos, a los infantes, pero no acostumbraba ser as puestoque, aunque separados, bamos a donde fueran nues-tros padres y seores, los reyes. Por esta suerte conoci-mos las tierras de nuestros reinos y sus pueblos. A mesto me daba algn gusto y gran conocimiento porquede ello aprend asuntos de personas y de campos, deseores y de castillos, que me haran mucho bien conel paso de los aos, aunque a veces me desquiciaba tantotrajn y tanto asunto de Estado que a menudo retenana mi madre, la reina, lejos de mi inmediatez. Yo megozaba bien estando sosegada en un mismo sitio conla reina muy cerca y estable, y dedicada a mis necesida-

    15des, que no eran muchas, sino las de una nia y unamuchacha con carencia de compaa y de proteccin.Pero gracias a esa trashumancia yo pude asistir a la ren-dicin de Granada, puesto que la reina nos aloj a todos

    los infantes con ella en un pabelln del campamento quegente de sus ejrcitos levantaron a menos de dos leguasde la ciudad del moro. De mi recuerdo nunca se ha es-capado aquella aventura de poder. Contempl batallascampales, asedios, asaltos; hombres, caballos y lanzasy dems armas que chocaban entre s con gran sustoy estruendo, aunque el mayor espanto lo tuvimos conel incendio que se declar en el campamento. Qu dili-gencia de gente!, y qu fortaleza de oraciones hicimossubir al cielo! Pero en ochenta das se levant una nuevaciudad a la que no faltaban muros que la vigilaran, ni

    foso que la defendiera, ni cuatro puertas que la cerrarany abrieran, ni plaza de armas ni todo lo que hiciera falta

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    y necesidad, ciudad que mi madre, la reina, bautiz conel nombre de Santa Fe. De todos esos trabajos de armasy de Estado, lo ms hermoso y digno de los reyes fueel acto por el cual el rey moro, Boabdil, les entreg lasllaves de Granada. Mucha belleza de honor y de caba-

    llerosidades en la ceremonia, y en mi corazn un puntode tristeza, acaso porque aquella ciudad haba sidomucho ms mora que cristiana.

    Estbamos en Santa Fe, esperando a que termina-ran las obras de reforma de la Alhambra para trasladar-nos all toda la corte, cuando apareci una especie demercader llamado Cristbal Coln que se meti en di-logo premioso con mi madre a la que hablaba de itine-

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    rarios nuevos para llegar antes a la Indias. La reina alprincipio le escuch a distancia, aunque luego le tomilusin y prometi ayuda al presunto navegante, acasoporque la reina llevaba un inmenso imperio de maresen el corazn, un corazn eternamente tierno porqueno se cansaba de adorar lo que ella ms quera: Dios,Castilla y su hija Juana. Un gran da mi madre, la mis-msima reina, me confes esto referido a la jura de mihermano Juan: l ser el rey de mis estados, pero tsers la reina triunfante de mi corazn ... . As fue siem-pre de entraablemente amorosa mi madre, mi exquisi-ta madre, aunque en ms de una ocasin se le recriminarala dureza de mano con los judos, cuya expulsin tantosproblemas de toda ndole haba de deparar a mis rei-nos. La reina, que a menudo me hablaba ms comomadre que como soberana, se dola de la incompren-sin de sus vasallos ms significados, y se quejaba ycertificaba que con las cosas de la fe no se puede jugarnunca. Durante esas dos noches ancladas en Laredo,me record cual una letana: Dios y el Estado, Dios y

    Castilla, Dios y la reina. Comparti mi seor padretanta fe? Mi rey y seor jams se opuso a la polticareligiosa de la reina, orientada a lograr la unidad dela fe, necesaria para unir tierras tan diferentes a condi-cin de que esta fe quedara pura, incontaminada y sindesviacin. Ella deca que era necesaria una misma fepara un solo Estado de todos los reinos. Mi seor padrebuscaba, como luego qued demostrado, el poder delos reinos por otros cauces y otras lides. A mi padrele debieron de importar igual los hijos que los conejosde la serrana, con tal que sirvieran de trueque en su

    poltica de alianzas, yo dira que contra natura. Y pen-

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    17sar que ninguna le sirvi para nada y que los reinos sele fueron de las manos como agua entre los dedos! Mipadre, ese puerco espn aragons, ha sido mi mayor ene-migo que toda la vida me ha perseguido como a una

    alimaa, como si yo fuera el gran obstculo para quel pudiera alcanzar lo que no era suyo y lo que mi madre,la reina, jams le concedi de propia voluntad. Pero erami padre y seor.

    En aquellas dos noches de vela en el puerto de La-redo dieron muchos silencios y muchas sinceridades.De vez en cuando la reina se me acercaba mucho y mepreguntaba si dormia, y yo senta como su corazn lepalpitaba a flor de piel. Y me avisaba de que guardarabien a mi esposo el archiduque una vez matrimoniada

    con l, porque, deca mi madre, los hombres son extre-mosos, y en lo tocante a la carne es como si para ellosno hubiera pecado, como si la carne fusemos nosotrasy ellos las vctimas. Y psose, como justificndose osincerndose, a hablar del rey. Ay de los devaneos amo-rosos de tu padre!, deca. Pasen los hijos naturalesque tuvo de soltero, aada. Y especific que uno, donAlfonso, lo hubiera de una ilustre dama catalana, y lle-gara a ser nada menos que arzobispo de Zaragoza; yel otro, que fuera hembra, llamada Juana, se casaracon el condestable de Castilla, don Bernardino Fernn-dez de Velasco. Y an sigui: Pero siempre me handolido ms sus extravos amorosos despus de matri-moniarme, que no dieron fruto o que si lo dieron seperdi en la complicidad de silencios sucios o, en elmejor de los casos, acab en algn monasterio. Velar

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    por el propio esposo, hija ma -prosigui-, ser unacuestin de celos para el vulgo, pero para una reina

    es una cuestin de honor si no de Estado. Y en un ex-ceso de sinceridad, pues todo vala en aquellas horasde despedida en las que se abran las carnes del alma,me confes cmo su seor esposo lleg a yacer inclusocon, alguna de sus damas de servicio, y que por estemotivo se vio obligada a despachar a ms de una porverle complicidad en la mirada o en el gesto o en algnbillete. Acaso para que no fuera grande la herida, sinoprofundo el consejo, me avis con amor para que guar-dara armona con mi futuro esposo, pasara lo que pasa-se, igual que ella haba hecho con el rey, perdonndole

    sus devaneos en tanto que disparates propios de gentede Estado a quienes se les soporta como para descansar

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    de tanta fatiga de mando y gobierno. Seguro que no era,aun sindolo, la reina quien me hablaba, sino una mujerde fuerte alcance de corazn y de cordura resignada.Entre ms avisos, an me dio ste: Profesa gran cuida-do para con tus sentimientos, y los que sean sanos no

    los confieras ni a tus confesores, porque si la peniten-cia lo tiene que ver todo en el corazn contrito ante elpecado, nada habla de obligacin de los afectos decoro-sos. Cunta exquisitez de verbo y cunta mesura deconsejo habitaban la sabidura de mi madre! Aquellasdos noches en el puerto de Laredo tenan el lenguajedel signo que marca lo que va a quedar atrs y de todolo nuevo que se va a abrir delante. Casi diecisiete aosde estar siempre muy cerca de mi madre. En aquellashoras anclados en aguas santanderinas no caban tantosaos por muy prietos que tuvieran los minutos. Mi madre

    saba lo mucho que me atolondraba aquel viaje, aquella

    19da hacia un mundo desconocido. Yo nunca me habamovido de su aviso inmediato, de su custodia, de su en-seanza. Aqulla era la primera vez que nos separba-mos sabiendo que todo un espacio inmenso de estadosy de reinos se interpondra entre nosotras dos. Durmiconmigo aquellas dos noches para velarme la angustiay guarecerme del recelo. Pero en el fondo de mi zozo-bra resida un punto de curiosidad, de ilusin o de fan-tasa respecto a todo lo que me aguardaba. Sobre tododurante los ltimos tiempos haba odo hablar muchode Flandes: de su lujo, de sus riquezas, de su refina-miento, de sus costumbres tan diferentes a las castella-nas. A veces yo crea que me explicaban algn cuentode hadas. Y su misterio, todo el incentivo que lleg aejercer sobre mi imaginacin, hizo que aquellas nochesfueran un poco ms llevaderas. El ltimo aviso de mimadre fue ste: Que la gracia santificante no te aban-done puesto que nadie sabe el tiempo que tardaris en

    llegar, porque estaris a merced de incendios, de tem-pestades y acaso de enfermedades ... .

    Durante dos das navegamos con viento en popa ycon toda la brillantez del sol sobre nuestras velas. Msque hacia lo desconocido, pareca como si el destinonos enderezara hacia el paraso. Sobre la mar calma,el cielo semejaba cada vez ms el firmamento celestialde Castilla. Cuntas veces los infinitos pramos de losreinos de mi madre se vislumbraban como mares azul-simos en un horizonte perfectamente acostado! Azul de

    la medida limitada de Castilla confundido con el azulesfrico, de tanta perfeccin y santidad, del cielo. En

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    Castilla basta con atender un instante el cielo para que-dar purificado. Me senta feliz con tanta bonanza y con

    tanta serenidad. Pero de pronto los elementos dieronun giro y el tiempo se trastoc, y ms de la mitad deun da se desencaden una borrasca rebelde y torpe.Fue la primera vez que sent como si mi madre me hu-biese abandonado. Durante los das anteriores de solesy de vientos amables, yo estaba creyendo que mi madrevelaba muy cerca por m, por mis navos, por los me-teoros y por su hija. Llegu a sentir como si, sbita-mente, entre su placenta y mi vientre se hubiese rotoel cordn de la sangre. Tal era la suerte de la mar enca-britada, de los nubarrones que descargaron torrentes de

    agua sobre los itinerarios de ocano, de los vientos quebramaban como leones hambrientos o furias emergidasdel mismo infierno. Despus de tanto alboroto marine-ro me sent diferente, y a pesar de la vecindad de misdamas, no poda distraerme de algo que se haba frac-cionado muy dentro de m, como destituido de mis car-nes ms profundas. Una vez retirados los elementos digracias a Dios y a los santos apstoles y a la VirgenSantsima, y en el orden recuperado volv a sentir laproximidad de mi madre, como si ella, la reina, gana-dora de tantas batallas, tambin fuera merecedora de sa.

    Cuando hubo amainado del todo, el almirante mandseis o siete naos a la costa francesa en busca de botn.Al da siguiente, aquella media docena de embarcacio-nes se incorporaron a la Armada trayendo apresados dosbarcos bretones. Yo, una princesa de tierras interiores,sin ms barcos en la mar que las catedrales disemina-

    21das a lo ancho de las llanuras castellanas y de sus leja-

    nsimos horizontes, no entenda esos menesteres, aun-que, obligado es decirlo, tampoco me atarearondemasiado el discernimiento, ocupada como estaba yocon las voluntades que haban quedado atrs en mi tie-rra firme, afianzada por los siglos y por la mano realde mi madre. Aquella mar, con tanto sosiego, me lleva-ba a los mbitos cercanos a Palencia o a los cielos re-pletos de diminutas nubes que los festoneaban a lo largodel camino entre Lerma y Covarrubias. Desde esos re-cuerdos entraables, yo me preguntaba hacia qu esqui-nas de misterio, de sigilo o de novedosas circunstancias

    me llevaban. Y acaso fue entonces que comprend quetena que empezar a valerme con mis propias fuerzas

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    desde la soledad y frente a todo.

    Acaso llevbamos navegando medio canal de la Man-cha, cuando se alz un viento fortsimo que empuj todala escuadra hacia atrs. Otra vez los elementos desata-

    dos. El desconcierto fue general e incluso el almirantepareca como confundido ante semejante trastrueque deelementos. Frente a aquel viento tan desusado, se die-ron rdenes de arribar a la costa inglesa. Se hizo comose pudo y as llegamos a Portland, que era, y an debede ser, un puerto abierto a todos los vientos. Mientrasduraban aquellas operaciones, yo, acaso ms princesaque mujer casadera, me preguntaba hasta qu punto loshombres dominan las embarcaciones, pues al entrar enla rada tuvo lugar algo de mucha pena, ya que el buqueinsignia, una carraca grande y pesada, abord y ech

    a pique una nao vizcana de las llamadas ligeras. Cunta

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    alarma y cunto desorden! Mis marineros, eran nave-gantes o arrieros y mozos de molino? Porque no slono se mantenan de pie en sus barcos, sino que a mme daba risa verlos nadar cual gallinas que los botesrecogan como nufragos de una batalla inexistente.

    No hubo ms remedio que esperar a que el vientonos fuera favorable. Los ingleses, cosa rara segn pre-vencin de mi madre, nos atendieron muy bien y, comosi lo tuvieran todo previsto, nos alojaron en un castillocon habitaciones de gran boato. Enseguida acudierona cumplimentarme las damas y los caballeros de la re-gin de Portland que parecan movidos, ms que haciauna princesa, por la curiosidad de saber cmo era lamujer venida del sur y destinada a matrimoniarse nadamenos que con el hijo del emperador de Alemania. Fuemi primer encuentro con el mundo rubio. Ojos azules

    o grises, pieles rosadas o blanqusimas y cabellos comoamarillos. Tuve la impresin de que toda esa gente es-tuviera viviendo siempre a escondidas del sol y de losvientos. Por un momento pens que acaso les pareci-ramos gitanos con nuestra piel tostada y nuestro pelonegro. Una de mis damas, atenta a mis pensamientos,me confes que yo haba causado gran admiracin pormi belleza, por mi latn y por la elegancia de mi sobrie-dad. Y mi madre sin verlo. Cunto orgullo hubiera te-nido de m, por tener una hija tan semejada a ella eninteligencia, en donaire, en saber estar delante de gente

    principal.

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    23Pasados unos das, el almirante me inform que nos

    encontrbamos delante de las costas flamencas y queera menester tomar muchas precauciones frente a losbancos de arena que all siempre han abundado. Me dio

    el informe con la frialdad de un marinero experto peroyo lo recib con un vuelco en el corazn. Me puse arezar y a invocar la proteccin de mi madre. Diecisisaos de reinos castellanos, leoneses, aragoneses, anda-luces y, muy pronto, Flandes. Estara esperndome elarchiduque? Se parecera mucho al retrato que memand? Sera tan hermoso corno pregonaba? Y en elcolmo de mi ingenuidad me preguntaba si mi presenciasera de su agrado y si estara muy bien dispuesto a re-cibirme. No se trataba de un infante de los portuguesescon los cuales siempre hemos mantenido similitudes de

    tierras y de personas, sino de un prncipe del norte dondela tierra siempre es verde y las costumbres muy abier-tas, y la inteligencia muy pronta. Prudencia, cautela yesperanza de una muchacha recin salida de la adoles-cencia. Desde esta soledad que tengo ahora como nicaconsejera y compaera, veo, con qu asco, que las mu-

    jeres de estos y otros reinos slo hemos servido de ins-trumento para parir hijos que pudieran asegurardescendencias y heredades. A veces antes de haber na-cido ya se concertaba nuestro matrimonio.

    Fui trasladada, con mucho cuidado, a una nao viz-cana que, junto con otras embarcaciones, puso proahacia la costa ms cercana. Mis pobres navegantes. Quclase de gente era aquella que se dejaba perder los na-vos? La segunda carraca de la flota encall y la mayor

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    parte de mi ajuar se fue a pique, y al parecer lo mismoque el de muchas de mis damas. Por qu no se ahog

    tambin la tripulacin? Por qu las olas no se engulle-ron a esos patanes para engordar a los peces rubios deaquellas latitudes? De qu manera iba yo a presentar-me delante de un archiduque sin ropas, ni ajuar, ni or-namentos? Lo primero que tendra que hacer Castillaes tener ms puertos de mar, porque la mar no es nin-gn pramo, sino caminos fuertes que nacen y que de-saparecen y que se han de inventar cada vez que se andapor ellos. El imperio nos ha venido del mar, pero tam-bin las derrotas que lo han desmembrado.

    Fue como si mi madre me hubiera abandonado de-finitivamente. Llegamos a Flandes y en el puerto de Mid-

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    deburgo nadie sali a recibirme. Es que aquellas gentesno se haban enterado de que su soberano, el borgon,se iba a matrimoniar con una princesa de Castilla? Perola pregunta que no paraba de hacerme era sta: Dndeestaba Felipe? Dnde paraban los correos que haban

    de anunciar mi partida y mi llegada? Sin correos queinformen nada puede salir a punto, ni una paz ni unaguerra. Sin marineros -y sin correos, qu podamoshacer los castellanos en aquellas tierras de Europa? Miseor don Felipe, el archiduque, el hijo de Maximilia-no el emperador, se encontraba en Landek, a orillas dellago Constanza, presidiendo la Dieta en nombre de supadre. En mi corazn se hizo un argumento extrao alno verle en su sitio de espera. Mi madre se haba que-dado tan atrs, que la masa de galernas que nos separa-ba le impedira or mis splicas, y la masa verde de tanta

    25Europa que me aislaba de Landek era un estorbo paraque mi soledad llegara a mi futuro esposo. Hasta misdiecisis aos yo siempre haba estado en compaa dealguien a quien amaba de un modo especial, de mimadre. En aquellos instantes sent que algo nuevo habi-taba mi corazn, y que lo helaba: la soledad. Las damasde mi corte estaban como aleladas por tanta galanuray tanta ciudad novedosa, a pesar de que tan slo acab-bamos de pisar tierra flamenca. No me servan paranada. Lo peor era mi soledad en medio de tanta gente.

    Al correr la noticia de mi presencia, la corte fla-menca se moviliz enseguida y no pararon de atender-me como a una verdadera reina, tanto los cortesanoscomo el pueblo. Gracias a ellos, poco a poco se fue des-vaneciendo el disgusto de mi priffier contacto con el pas,inmediatamente mandaron correos a Landek. Con el finde hacer ms llevadera mi espera, me colmaron de fes-tejos y de agasajos. A medida que nos fuimos adentran-

    do por aquellas tierras, crecan la fascinacin y losregalos de afecto. Qu desiguales aquellos estados delos de mi padre! En mis ojos no caba tanto verdor, yen mi cuerpo no caba tanta humedad. Cunta riquezade casas, de palacios, de conventos! Cunta belleza enlas mujeres, cunta galanura en los hombres, cunta ri-queza en los ropajes! Di rdenes inmediatas para quemi nuevo ajuar se confeccionara segn la moda que nosdeslumbraba. Quera ser la ms bella y la ms elegantede toda aquella corte que tanto me distingua, porquesi yendo con un vestido de sobriedad castellana y mon-

    tada en una mula, con el cuerpo espigado y la cabeza

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    1,destocada, rodeada de pajes y de msicos, haba causa-do tanta admiracin, qu seduccin no alcanzara la

    princesa castellana que yo era ataviada a la flamenca?

    Pero no todo fueron cortejos triunfales de vida yde juventud. El otoo flamenco, con su humedad en-diablada, me retuvo encarnada en Amberes, donde meencontr mi futura cuada, la archiduquesa, que vinoa saludarme a toda prisa desde Namur. La que iba amatrimoniar con mi hermano Juan. Me hall de malhumor, sin cobertores con que abrigar mi catarro. En-contr que Margarita era una muchacha muy guapa ycon una dulzura que poda hacer la felicidad de cual-

    quier infante. Era una belleza tranquila, suave, frgil.Me angusti darme cuenta de esa naturaleza porque co-noca al prncipe Juan y un presagio extrao nubl mimente, que yo entonces achaqu al resfriado, que nopudo conmigo y lo expuls a los pocos das.

    Siguiendo el ritmo pausado con que nos adentrba-mos en el pas, de Amberes nos dirigimos a Lierre, dondeme instalaron en un convento para esperar all al archi-duque. An me daba risa pensar que mi futuro esposorecibi al mismo tiempo los correos que le anunciabanmi salida de Laredo y los que le notificaban mi llegadaa Flandes. Segn me contaron, la indignacin del ar-chiduque fue tan grave, que hizo azotar a todos los co-rreos al mismo tiempo que daba rdenes para que leprepararan caballos. Al galope vino hacia m, movido,sin duda, porque se trataba de una mujer y de una razn

    27de Estado. Yo, con mis diecisis aos pursimos, conmi incontaminada castellandad, estaba en el claustro

    del convento rumiando aquellos versculos del libro sa-grado que dicen: La voz de mi amado, vedle que vienesaltando por los montes, atravesando collados. He aqumi amado que me dice: levntate, paloma ma, hermo-sa ma y ven ... . Como si fuera una premonicin, por-que de pronto el convento entr en ascuas. Qu revueloAe hbitos y de puertas! Sin ninguna clase de aviso y,n solicitar paso, el soberano de Flandes, mi esperadorchiduque, se plant delante de m. Qu belleza deombre, qu estandarte de orgullos y de arrogancias,u presupuesto de atractivos, qu navo de seduccio-

    es! sa fue la primera impresin que con el tiempo- ha ido idealizando y poetizando. l tena dieciocho

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    os, dulces y bellsimos. Yo tan slo diecisis. Nosncontrbamos frente a frente con los ojos de uno muyietidos dentro del otro. Yo jams haba mirado a unombre con tanta fuerza. Mi pudor castellano se esfu-i en el acto y me produjo placer sentirme penetrada

    or aquellos ojos azules, bondadosos, casi suplicantes,[ue me habitaban. Y aquella mirada me anunciaba elleseo que yo despertaba en aquel hombre tan hermoso.~ue ese deseo de l lo que despert, por inauguracin;olemne y sbita, mi deseo. Me sent encelada, abra-;adoramente gensica, aunque entonces pens queiquello era el principio de un desmayo por la emocinJel encuentro con mi soberano. Nadie nunca me habainformado de que la carne est hecha para esponjarsey, as, poder recuperar todas las patrias perdidas. Allado de mi madre, por mi obediencia y por mis devo-

    ciones, jams, ni por comportamientos ni por lecturas,

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    haba sospechado ese estado de atraccin hacia unhombre.

    El archiduque apenas tuvo paciencia para soportarla ceremonia de presentacin de los caballeros de misquito. A duras penas llegamos al final, e inmediata-mente orden que se buscara al capelln ms vecino quehubiera en su reino y que se lo trajeran de raudo, y ame-naz con duras penas a quienes no le obedecieran enel acto. Qu energa de caballero enamorado! Qu ar-denta de hombre encelado! Al cabo de poco, entr enla estancia un sacerdote con mucho atolondramiento yel archiduque, con autoridad de soberano, le mand quenos diera, all mismo, la bendicin nupcial. El conc-bito no poda esperar a la matrimoniacin del da si-guiente; la noche de bodas era inaplazable. Y a mi, quevena de una Castilla lenta en lo tocante a la carne, aque-

    lla desmesura de tiempo y de vecindad me pareci gloria.Mi madre se haba preparado para una ceremonia

    de reconocimiento de virginidad delante de mdicos,de cortesanos y de eclesisticos, y tan sensatos habansido el aviso y la recomendacin, que yo esperaba elacontecimiento muy bien dispuesta, e incluso con cu-riosidad. Pero no hubo tal inspeccin ni examen oficialni cosa que se le pareciera. Una vez fuimos bendecidospor el capelln, el archiduque en persona me condujoa la sala ms prxima, que result ser la sacrista de

    la capilla del convento, y all me regal con su primercontacto fsico, ms que como un objeto que ya era suyo,

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    29como a una mujer hermosa a la que quera seducir. Aldarse cuenta de la mortificacin que representaba unreconocimiento corporal profundo en aquel lugar, obli-

    g a su ayuda de cmara a que nos condujera a un apo-sento con lecho. Y como sea que el revuelo en aquellaclausura no haba cesado an desde la aparicin del ar-chiduque, no paramos hasta dar directamente con la celdaque ocupara el prior de la orden las veces que le tocarapasar visitacin conventual.

    Noche de embriaguez, noche de delirios, noche deaventuras sin fin en la que yo qued prendida en cuerpoy alma. El amor fuerte se entroniz en mi ser comouna residencia para gloria y servicio eternales. Desde

    entonces ya no tuve ms ojos que para mi amado Feli-pe, ni ms sentidos, ni ms voluntad, ni ms pasin,ni ms clculo. Y di gracias a Dios, a la Virgen y a lossantos por haberme deparado tanta felicidad. Y tambindi gracias a mi madre por haber elegido para m un hom-bre como Felipe. Aquella noche, por primera vez enmi vida, me sent fascinada por tantas gracias, por tantofavor, por tanta capitulacin, como si aquel hombre hu-biera introducido dentro de m la simiente de la omni-potencia. Mi madre no me haba abandonado. Aunquetena la sensacin de que el mundo entero se hubieravuelto del revs.

    Las fiestas de honor por nuestra boda se prolonga-ron muchos das y yo siempre fui el centro de aquellamontaa de fastuosidades. Mientras duraban, con qu

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    ,1

    11ternura me acordaba, si en algn instante mi amado Fe-lipe me dejaba en descanso, de la austeridad de la cortecastellana que mi madre mantuvo casi siempre cercanaa la gravedad asctica. Yo era la soberana mejor asisti-da, alojada, ornamentada del mundo cristiano. Con micompostura, mi donaire, mi facilidad de asimilar el pues-to de primera dama, conquist a todos mis nuevos sb-ditos. Mi amado Felipe el primero. Mi habla les

    asombraba y les divertan mis ironas. Yo nunca soara

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    que las personas pudieran ser tan felices en este mundo,y que lo bueno y lo mejor, la holgura y el hogar pudie-ran presidirlo todo con tanto aplauso. Cada vez que im-provisaba latines ante cortesanos, ministros, embajadoresy eclesisticos, mi amado Felipe me llevaba a la cama

    y, como siempre, gozbamos del gozo del placer del quenadie nunca me haba anunciado nada. Con mi amadoFelipe yo descubr el amor glorificante de la carne, yque esa gloria no era tan slo patrimonio de los caballe-ros sino que tambin poda serlo de las damas. Y lotom tan a pecho que un da se me ocurri confesarloa unos frailes de Pars que tanto abundaban en aquellacorte. Me llegaron a ruborizar sus risitas cmplices, perogracias a sus bendiciones acept la legitimidad y el abastode aquel amor.

    Mi amado Felipe posea un gran doctorado en esaslides, y al darse cuenta de que yo le responda con tantaardenta, los concbitos de mi amado revestan cada vezms aplicacin y ms deleite. Y yo no paraba de pensarque el cielo prometido descenda sobre m en carne mor-tal. En lo tocante al fornicio mi madre no me avis ni

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    de su proporcin ni de su atributo. Tan slo me informde la obediencia, del respeto y de la sumisin al hom-bre y al soberano. Pero por mi hombre y mi soberanome di cuenta de que yo era tanto como l y que l eratanto como yo. A veces he pensado que mi madre quedestril para el gusto gensico ante los mdicos, los cor-tesanos y los eclesisticos que con su lujuria insana ave-

    riguaron su virginidad de princesa, y que en lugar deilusin para el concbito, dejaron en sus carnes tan sloepstolas de mortificacin y parbolas de ayuno. Loseclesisticos de aquellas latitudes flamencas, por sabiosy por libres, me despertaron al paraso. Qu salto deCastilla a Flandes! Contra los paos oscuros y toscosde nuestra meseta yo me hunda en las sedas, los tafeta-nes y las grisetas de la riqueza y de la frivolidad, dela elegancia y de la profanidad. Cada da yo era orna-mentada como un altar al que mi amado Felipe se acer-caba para enriquecerlo con la seda infinita de su piel

    a veces rubia, a veces blanca y siempre nacarada. Notena nada ms con que ocuparme fuera de mi amado.

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    Haba sido mandada a Flandes para l y l era mi sobe-rano. Y si no estaba conmigo, yo sufra la distancia.Mientras sta duraba, yo pensaba que no exista papa,ni obispo, ni capelln que pudieran unir lo que la carneune. Al principio acaso me asustaba conocer este vn-

    culo y aceptarlo, pero luego, de inmediato, lo asimil,sin duda alguna porque entenda toda la pureza que enl imperaba. Era un mundo nuevo y eterno, lcito y em-briagador que naca de detrs de los brazos que abra-zan, de los labios que besan, del vientre que late alunsono de otro vientre. Porque yo entenda que sin estemisterio oculto que descubrimos por el deseo, ni los

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    brazos, ni los labios, ni el vientre se moveran para cum-

    plir con la funcin para la que han sido creados. Enaquel Flandes los monjes y los capellanes lo bendecantodo: nuestros lechos y nuestras fiestas, y me entrabafuego en el alma al ver cmo bendecan a mi amadoFelipe.

    Su belleza y su juventud se exaltaban en s mismascuando entraba en liza para participar en justas o tor-neos. Y a m me llenaba el arrobamiento cada vez quemi amado traa a mis manos el galardn a su destrezay a su fogosidad. A veces llegaba a ser tan profundoel embeleso que corra a confesarlo, pero no con el frailedesignado por mi madre sino con los franceses, que loperdonaban todo con muy poca penitencia. Siempre mecontestaban lo mismo: el amor es lo que es. Cuandono era el mismsimo archiduque, eran sus caballerosquienes, luciendo mis colores, alcanzaban la victoriaal amparo de la divisa ducal. Fiestas y ms fiestas, ban-quetes y ms banquetes, y yo siempre en el centro. En-tonces no me daba cuenta de que aquella gente flamencaestaba alborozada porque conmigo haban pasado a ser

    algo ms que borgoones. Estaba yo en los ojos de todoslos caballeros de mi amado, y al mismo tiempo las damasde la corte me envidiaban, si no por mi corona si pormi belleza extica y por mi juventud radiante y por midonaire. Mi amado Felipe era el primer bailarn, el msdiestro jugador de pelota, el ms osado jinete y el msdivertido e ingenioso conversador. Se deca que todaslas damas estaban enamoradas de l, pero en aquellosmomentos el archiduque tan slo me amaba a m. Lo

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    que suceda es que todo Flandes participaba de nuestroamor y de nuestra dicha. El momento en que mi amado

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    Felipe qued rendidamente esclavo a mis pies fue cuan-do en Gante toqu al clavicordio unos temas de Dunsta-ble, y unos lais y virolais de Machalt que de vez encuando an interpreto en el clave que tengo aqu en Tor-desillas como una vaga, lejansima conmemoracin; por-

    que todo lo que en estos papeles queda escrito no esms que un intento de apagar esta llaga inmensa queme corroe, que me devora y que enturbia el recuerdocon una inmensa nube de fantasmas o con una constela-cin de lucideces.

    Por qu llova tanto en aquellos campos bajos yllanos, y en cambio mi reino a menudo se muere de sed?Por qu Dios es tan Dios que no se da cuenta de estasdesproporciones que no me atrevo a llamar injusticias?El mrito acaso est en seguir cumpliendo su mandato

    sin que sepamos que andamos por el camino por l tra-zado. Con llagas de su cruz y con clavos de sus derro-tas. Tengo el Duero ante mis ojos y me consuela pensar,como blsamo en las lceras de mi alma y de mi cuer-po, que una breve porcin de sus aguas puede procederde ese Flandes tan amado y tan odiado. Porque el aguasiempre es la misma que cambia de lugar segn placea las nubes que la llueven.

    Mi madre me haba dado preclaros castellanos paralos altos cargos de mi corte. De mayordomo a don Ro-drigo Manrique; de maestresalas a don Hernando de

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    Quesada; de jefe de caballerizas a don Martn de Tave-ra; y de administrador de mis dineros a don Martn deMoxica. Pero todos estos cargos pronto fueron reem-plazados por flamencos. Por qu ese cambio de perso-nas conocidas por otras que eran para m del tododesconocidas y con las cuales no caba confianza nin-

    guna? Se lo pregunt a menudo a mi amado, pero Felipeno quera atender a ese tipo de solicitudes si estbamosen la cama o en la mesa. Quera preguntarle fuera deesos lugares de intimidad, pero entonces, dnde para-ba? Y fue por querer saber cosas que me di cuenta deque el archiduque se ausentaba con mucha facilidad demi lado. Que las fiestas haban terminado y que habaempezado una nueva vida cortesana para m. Por quse iba Felipe? El prncipe Chimay tom el cargo de ca-ballero de honor de mi corte y cuidaba de su gobierno.Madame de Halewin, que fuera gobernanta de mi espo-

    so y de mi cuada Margarita, se encarg de instruirmeen las leyes de la etiqueta borgoona. Pronto me inspi-

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    r simpata esa mujer. El nico que qued de mi anti-guo servicio fue don Martn de Moxica. A qu preciosupo quedarse con el cargo? Al de convertirse en perrode su nuevo amo. Con grande sorpresa ma vi que a loscaballeros castellanos de mi antigua corte que no qui-

    sieron irse, se les retir la paga convenida y a ningunode ellos se le reconoci su ttulo ni el rango al que te-nan derecho, y me abandonaron entre vejados y humi-llados.

    Qu haca tanto espaol en aquellas tierras? Acasose iban materializando las sospechas del Consejo Ducal

    35de que, ya en el momento de concertar mi boda con Fe-lipe, se sinti embargado por sombras inquietudes ante

    la posibilidad de la constitucin de un frente antifran-cs. No erraban, ya que mi seor padre, el rey, era pre-cisamente eso lo que buscaba con mi boda: una alianza,con mi suegro el emperador Maximiliano, contra Fran-cia. Pero el pequeo pas que era Flandes, con sus com-plicaciones y dificultades internas, y con la dependenciade Francia por la cesin del antiguo ducado, no podapermitirse situaciones de friccin y de recelo, pues es-taban demasiado frescas en la memoria las invasionesfrancesas y las guerras civiles entre varias poblacionescon las que se perdi gran parte de la tradicional opu-lencia. La nica meta de Flandes era la de vivir en pazcon todos los vecinos. Y para lograrla, la poltica delConsejo fue la de alejar a todo extranjero, fuera sbditodel emperador Maximiliano o lo fuese de los reyes deCastilla-Aragn, del gobierno del Estado. As pues, conla masiva presencia de castellanos se sospech de la vo-luntad de mi padre y, sin ninguna contemplacin, se se-par a todos ellos de la corte. Si mi amado Felipe seausentaba, era para poder hablar con su padre el empe-rador de todas estas inquietudes y zozobras nacidas de

    la presencia. Adems de mis caballeros cortesanos, degran cantidad de comerciantes de la lana y de los quin-ce mil soldados que me haban acompaado, se tenanque contar los castellanos y leoneses establecidos enFlandes desde mucho antes. Mi amado Felipe negocia-ba, y con qu ahnco, que no se conjugaran las esferasde la influencia de Austria y de Castilla-Aragn, y comomedida de seguridad desplaz sin piedad a todo mi s-quito y me dej absolutamente sola en medio de gentes

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    extraas, de costumbres desconocidas, de hbitos sor-prendentes. Y me sent, acaso por primera vez, extran-

    jera en mi nueva casa.

    La escuadra que me acompa a m haba de servir

    para llevar a la archiduquesa Margarita a Castilla paracasarse con mi hermano Juan. Los soldados y marine-ros de mi numerosa escolta pronto se encontraron sinavituallamiento y empezaron a dar muestras de hambrey de miseria y, lo que era ms lamentable, en ese estadose convirtieron en objeto de desprecio de todos los fla-mencos, como si se tratara de unos parias o de los es-combros de algn imperio derrotado. Como estaban sinalijo y sin alojamiento, se les dio la orden de regresar,pero no se podan hacer a la mar porque el viaje se habaretrasado en demasa con los festejos de despedida de

    la archiduquesa. El ingrato y borrascoso otoo habacerrado y los entendidos aseguraban que no era pru-dente hacerse al ocano de cara al invierno con el ace-cho de las furias martimas de vientos, lluvias, nieblasy fros. As que se aplaz el viaje. Mientras, mis solda-dos se convirtieron en vagabundos de los que todo elmundo sospechaba, ya que para sobrevivir tuvieron quededicarse al pillaje. Yo me quejaba, por las noticias queme llegaban, ante el prncipe Chimay, pero l me ase-guraba que todo iba bien, que no haba novedad. Lanica novedad era mi soledad, puesto que cada vez quedeseaba comunicarme con mi esposo ste se encontra-ba lejos de m. Yo no entenda que en tan poco tiempolas cosas hubiesen pasado de serme favorables y adictasa serme despegadas y cerriles. Me llegaron confiden-

    37cias de que de los quince mil soldados de mi escoltatan slo quedaban vivos nueve mil, y esto me destrozel corazn, aunque mirndolo de otro modo aqul podaser el fin justo de una sarta de ineptos y mentecatos.

    Ni en la mar ni en la tierra serva de nada aquella ban-dada de golfos. Me dola el asunto por lo que se referaa Castilla, pero sa quedaba lejos y yo, como me acon-sejaba madame Halewin, era menester distanciarme lodebido. Y para no quedarme aislada en mi soledad, apos-t por que las cosas siguieran el curso que tenan pre-visto. Esas primeras dificultades no podan ser obstculopara comportarme como una extraa. Mi vida estabaen Flandes y no en Castilla. Por fin, con el buen tiempose fue mi Armada con la archiduquesa Margarita y granparte de los cortesanos que me haban acompaado en

    un principio. Esto alivi mis pesares, y mucho ms lapresencia de mi amado que estaba presente con ms fre-

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    cuencia.

    En su compaa recorr Amberes, Gante, Brujas,las grandes ciudades flamencas, junto a Delft, La Haya,Leiden y Haarlem, de la parte holandesa. Ya no me asis-

    ta ningn envaramiento y con suma facilidad me fuiamoldando a mis gentes y a sus costumbres, a sus co-midas y a sus bebidas abundantes, a gozar de la vida.Un vivo optimismo reinaba en todas partes, y la reli-gin se viva con la misma intensidad que los placeres.Y muchos de los varones que se divertan eran los hom-bres que predicaban las doctrinas de la fe: frailes fran-ciscanos y capellanes que enseaban a rezar con alegriay no con afliccin. Como si la muerte de Cristo no les

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    incumbiera. Poco a poco, o acaso con suma rapidez,fui olvidndome de mi Castilla y de los avisos de mimadre que, en medio de aquellas luces, me parecanimpropios de ser observados por una muchacha de casidiecisiete aos. Y con todos esos viajes y esos festejos,qued embarazada. Si se era el mundo de mi amadoFelipe, yo era de ese mundo: el amor, la fiesta, la felici-dad. Se fue mi confesor castellano y me qued definiti-vamente con los frailes franceses, pues al menos stosno me reprochaban nada.

    Pronto empezaron a llegar cartas de mi madre. Paraqu contestarlas? De pronto todo el mundo se interesa-ba por m. Los embajadores de Inglaterra y el mismsi-mo Enrique VII me mandaban correos instndome a queinfluyera para que mejoraran las relaciones entre Bru-selas y Windsor. Se quedaban sin respuesta. Yo influirsobre mi corte si era ella la que me llevaba en volandas?Por qu mi padre me reprochaba desbaratarle su pol-tica si all los franceses eran queridos por cualquier mo-

    tivo? Incluso mi amado Felipe reciba reprimendassemejantes, y entonces se desahogaba conmigo expli-cndome que Maximiliano y Fernando deseaban decla-rar la guerra a Francia. Yo no entenda nada, ni meimportaba; era feliz sabiendo que mi amado Felipe menecesitaba. Y esto me hizo olvidar que yo tambin lenecesitaba para las cosas de mi corte, pero cada damenos. Cuando le confes que me encontraba encinta,vi que era el hombre ms dichoso del mundo. Y habien-do reunido los Estados Generales, acept su decisinde no entrar en conflicto con nadie a pesar de las pre-

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    siones de su padre y de su suegro. Acaso fuera entoncescuando vi en mi marido Felipe, adems de a un baila-rn, a un jugador de pelota, a un jinete que siempre erael mejor, tambin a un gran estadista.

    Pobre Castilla vestida de luto negro. Me llegaronnoticias de que an resonaban los ltimos festejos nup-ciales de mi hermano Juan y de Margarita, cuando elinfante enferm de gravedad. Los mdicos dijeron que

    mi cuada era demasiado fogosa para un prncipe tandbil, de tanta endeblez para el himeneo, puesto queJuan no cesaba de acostarse con ella atrapado por subelleza y llevado por el ardor irrefrenable acumuladopor la contumaz continencia impuesta por mi madre,tan rigurosa que prohibi terminantemente que los dosnovios se hablaran o se dieran la mano antes de la boda.Los mdicos aconsejaron a la reina separar a la parejacon el fin de que Juan se recuperara, a lo que la reinareplic que lo que Dios haba unido el hombre no loseparara. As fue cmo mi hermano muri a los seismeses de matrimonio y a los diecinueve aos de edad.La reina, con un dolor inmenso, dict la pragmtica deluto y cera, pero como sea que Castilla era tan pobreque no poda vestirse de blanco, que fue hasta entoncesel color del luto, por lo delicado del pao que todoslos sbditos estaban obligados a vestir, se orden quefuera el negro, ms sufrido. Y ese luto se hizo ms ri-guroso si cabe por el nio que naci muerto de Marga-rita a los tres meses de enviudar. Castilla se quedabasin heredero masculino para Aragn, que no admita

    sucesin femenina. Por eso se pusieron los ojos en mi40

    hermana mayor, Isabel, casada con el rey de Portugal,que aguardaba un hijo. La madre muri en el parto, yel nio, bautizado Miguel, era de salud quebradiza, loque envolvi de grande angustia y temor a toda la cortecastellana. De todo esto se me informaba a m para mor-tificarme, puesto que mientras se daban estas muertesyo disfrutaba de intensa vida y felicidad, con tanta en-

    trega que se me olvidaban los correos castellanos y, porlo menos, darles respuesta de consuelo. Pero me horro-

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    rizaba mezclar dicha y muerte. No fuera a disgustar ami amado el seor Felipe. Y por esos correos tambinme puse al corriente de que todos los castellanos y ara-goneses estaban pendientes del nacimiento de mi pri-mognito. Pero yo no quera saber nada ni del luto ni

    de la cera y por eso no mandaba ningn despacho a lareina, debido a lo cual envi, para enterarse de mi viday de mis cosas, a uno de los frailes de los que ella seserva para informarse de lo que ocurra en las cortesextranjeras. Me sent mal aquella delegacin, pero elfraile era habilidoso y se fue informado hasta el puntode comunicar a la reina que mis parientes y amigos dela patria haban dejado de interesarme y que mostrabala mayor indiferencia por todo ello, y que dejaba pasarlas fiestas principales sin confesar y sin comulgar. Ycomo yo tena conocimiento de esos correos, trat con

    silencios y distancias a aquel subprior, sobre todo cuandosupe que en sus cartas observaba extremos condenato-rios de mis nuevos sbditos y que me trataba a m dedbil para poder influir a una corte tan disoluta, conlo cual, deca, se haba de renunciar a la esperanza deque Castilla y Aragn pudieran inducir a que Flandesse decidiera a marchar, con su ayuda, contra Francia.

    41Lleg mi primer alumbramiento que, para decep-

    cin tanto de las cortes de Castilla y Aragn como parala de Austria, dio una nia. El suceso tuvo lugar el daquince de noviembre de mil cuatrocientos noventa yocho, en Bruselas. Fue un acontecimiento que no hizofeliz a nadie, en especial al archiduque quien, con sumailusin, esperaba a su heredero ya del primer parto.Aquella hija, bautizada con el nombre de Leonor, a mme hizo mucho bien y hasta cierto punto me acompaa-ba durante las ausencias de mi esposo don Felipe, quea medida que se resolvan a favor suyo los asuntos deEstado, pareca que menos me necesitaba. Y sea por

    1 *a excusa de la nia o por reuniones, empec a pasarsola, de nuevo, noches enteras.

    Luego fue el embajador castellano en Bruselas quieninformaba a la reina de mis cosas, y de las otras quesucedan en Flandes. En un despacho osaba decir razo-nes parecidas a stas: Para ellos -o sea mis nuevossbditos- tan slo cuenta la gula y todo lo que a ellapertenece, como a sus soberanos, que sta es la causapor la que no quieren saber nada de los reinos de Casti-lla y de Aragn, impidiendo a toda costa cualquier viaje.

    Y tambin el mismo Gmez de Fuensalida hablaba deque mi corazn se haba endurecido y mi memoria vuelto

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    olvidadiza y mis costumbres tornadas abiertamente li-cenciosas. De todo lo que suceda a mi alrededor pocoa poco nada me importaba si no posea a mi amado Fe-lipe. Ni Castilla, ni Austria, ni Francia me ocupaban

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    el sentimiento o la razn. Slo Felipe me atraa. Peroel archiduque, por el puerperio del nacimiento de Leo-nor, me tena harto olvidada, como si mis virtudes onecesidades de amor o mis quejas por mi soledad noexperimentaran ningn beneficio. Aparentemente a lslo le interesaba el juego de la pelota, la caza, el tor-neo y la danza, ocupaciones en las que, si era posible,cada da era ms diestro. Pero yo saba, porque lo habaexperimentado en mis carnes, que el archiduque posea

    un fuerte ardor gensico que ni la pelota, ni la caza,ni el torneo, ni la danza podan consumir del todo. Fuea partir de esa observacin que saqu la conclusin deque mi esposo y soberano en una parte u otra del mundofemenino haba de agotar su deseo. Y desde entoncesno dej de atender con cuidado todo lo que a mi alrede-dor, y an ms lejos, se protagonizaba, y puede que in-cluso llegu a espiar. Y me doli con enormidadcomprobar cmo mi amado Felipe, cada vez que se acos-taba conmigo para cumplir con sus deberes de machoegregio, su acto estaba desposedo de ilusin, de vehe-mencia, de improvisacin, de animalidad. Se diria queme penetraba como si se pusiera un guante y de inme-diato se lo sacara. En cambio yo le devoraba y le rete-na hasta que me senta agotada. As fue como quedde nuevo embarazada.

    Unos nueve meses ms tarde se celebr en Ganteun gran baile de gala. Todos cuantos me asistan meaconsejaron que no fuera debido a lo avanzado de mipreez, pero yo no tena la menor intencin de renun-

    ciar a aquellas pompas cortesanas, para divertirme y43para ver si poda descubrir algn camino que me con-dujera a encontrar a la mujer o las mujeres que se cons-tituyeron en amantes del archiduque. Tom parte enla fiesta como era de costumbre: con las danzas y conlo s juegos, bebiendo aquel brebaje llamado cervezaque cada da complaca ms a mi paladar. Se me avisde que no abusara porque el alumbramiento no estabalejos. Felipe se complaca con mi participacin y las

    damas de la corte, aun en el estado de mi embarazotan abultado, me envidiaban. Toqu el clavicordio y

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    cant, y en un arrebato de suma felicidad recit en latnversos y ms versos de Catulo. Todos se regocijaron,y quien ms fueron los frailes franceses. Un poco msall de medianoche me sent indispuesta. Abandonel saln y mand que se me acompaara a mis aposen-

    tos. El baile segua. Senta dolores de vientre y nu-seas y me acerqu al retrete, donde me sorprendieronlos dolores del parto. Y all mismo, sobre aquel suelono precisamente de rosas ni de armios, naci mi se-gundo hijo. Esta vez un varn robusto y forzudo. Alcabo de unas horas, los fuegos que se encendieron enlas torres ms altas de la ciudad anunciaban el naci-miento del heredero tan deseado. Toda la urbe estallen un inmenso jbilo y se empez a festejar la efem-rides como una fiesta nacional. Se trataba de mi hijoCarlos, el futuro emperador. Se le bautiz as en me-

    moria de su abuelo Carlos el Temerario y se buscpara l un titulo que, desde su ms tierna cuna, ya leencumbrara. El Consejo Ducal le titul duque de Lu-xemburgo. El bautizo se celebr en el mismo Gantey revisti una pompa nunca acaecida. Aquella corteexultaba de tanta felicidad, como si presintiera que

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    aquel beb llegara a reunir bajo su cetro los reinosms importantes del mundo. Los fastos tuvieron con-tinuidad en Borgoa, en Austria y tambin en mi pa-tria. Luego, con el tiempo, supe cmo se sinti esenacimiento en la cabeza de mi padre el rey Fernandoy en el corazn de mi madre la reina Isabel. Pero yoen aquellos momentos gozaba de la dicha de sabermede nuevo centro de todas las atenciones y proclama-ciones. Apenas hubieron terminado los festejos enhonor al duque de Luxemburgo, mi hijito Carlos, lleg

    un emisario de Granada con la triste noticia de quehaba muerto, a los dos aos de edad, el prncipe Mi-guel, el hijo de mi difunta hermana Isabel. Con estamuerte aconteca algo que nunca nadie haba imagi-nado. Sin otro heredero, yo me converta en deposita-ria legtima de los reinos de Castilla y Aragn. Reinapropietaria. Y aunque no deseaba ser ni reina, ni so-berana, ni bandera de nada ni de nadie, sino tan sloamante de mi amado Felipe, mis carnes se estreme-cieron. Todava ahora, casi al cabo de medio siglo,siento cmo ese temblor sacude estos llanos que van

    de este castillo de Tordesillas hasta el otro castillo,el de la Mota, en Medina del Campo, sin miedo a aca-

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    riciar las aguas del Duero que tantos aos mos se hanllevado, como dijera el poeta en las coplas a su seorpadre: al contemplar cmo se lleva la vida, cmo seviene la muerte, la una con dificultades y aprietos,y la otra tan amorosamente. A menudo cuando pre-

    gunto por qu razn yo he vivido tanto, me respondoque no ha sido por ese temblor real, sino por el amorque el archiduque, mi soberano Felipe, hizo nacer enm como un don vitalicio. l fue dios de mi carne y

    45el emperador de mi alma, y si vivo es por la esperanzade alcanzar ms mbito para el empeo de gozarlo.

    A partir de aquel momento, Bruselas se convirtien un infierno de intrigas. Por una parte Felipe era el

    heredero de la casa de Austria y yo era la heredera delas coronas de Castilla y Aragn. Todo el mundo enviembajadores y espas a nuestra ciudad. Abundaban laspresiones y amonestaciones. El emperador Maximilia-no sobre su hijo, el rey Fernando sobre m, y Franciasobre el Consejo Ducal. Si estallaba la guerra, Flandessera, sin duda alguna, el campo de batalla elegido. In-cluso el papa Alejandro coquete con el archiduque en-vindole una rosa cortada con sus propias manos. Contanto ajetreo, qu se haca de mi amado, en qu reman-so o regazo encontraba descanso de tanta poltica y di-plomacia? Mientras yo le aguardaba noche y da,suspirando por su amor, no me daba cuenta de que mispadres, los reyes de Castilla y Aragn, me convertanen el instrumento de su poltica en Flandes. Y esto fueel principio de algo terrible: su voluntad de utilizarmefrente al archiduque. Yo me opona con energa y rabiaa esta manipulacin. Yo no quera perjudicar mi amory, adems, saba que en nada poda influir la polticaflamenca. En este punto, mis padres, los reyes, no per-ciban claro lo que era la realidad. sta no era como

    ellos imaginaban, o sea que Castilla y Aragn hereda-ban Flandes y acaso Austria, sino al revs: era Flandes,en la persona de Felipe, y luego con la del duque Car-los, quien heredaba mis reinos de soltera de los cualesyo sera propietaria. Con tanta herencia, mi amado Fe-

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    K,

    lipe ya se vea soberano del mundo entero. Sobre todo

    cuando recibimos aviso de que acudisemos a Toledo,yo y mi esposo, para ser reconocidos all sucesores del

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    trono. El motivo, no obstante, era el de influir directa-mente sobre Felipe y alejarlo del Consejo de sus cola-boradores inmediatos. Fuera como fuese, a m mellenaba de gozo la idea del viaje al lado de mi amadoFelipe. Pero, por razones de Estado, ese viaje se fue

    aplazando. El archiduque y el Consejo Ducal cada datenan ms conciencia de que en las manos de Flandesse abra un imperio que empezaba en el Danubio y enlas fronteras con Polonia y abarcaba la pennsula ibri-ca y todas las colonias de ultramar. El corazn indiscu-tible de ese imperio era Bruselas. Con los correos quellegaban de mis padres se vea bien claro que no se dabancuenta del mundo en el que yo viva; ellos no reparabanen que Felipe me obligaba a hacer las cosas de maneraa la que yo no me poda avenir sin el consentimientodenis reyes, y stos me presionaban para que las hicie-

    ra de otro modo que molestaba al archiduque. Por estemotivo, mi esposo fue acumulando un fuerte resenti-miento hacia todo lo que proceda de mis reinos, y yofui la primera perjudicada puesto que a medida que lse apartaba de mi amor yo me opona ms a sus preten-siones polticas, aunque sin complacer tampoco las demis padres. stos no vean que los flamencos eran de-masiado francfilos para poderse entender con los cas-tellanos. Y en estas circunstancias empezaron losprimeros altercados entre el archiduque y yo, que paravergenza ma llegaron a ser pblicos en alguna oca-sin, alcanzando a veces algn acto oficial. Aquel ca-ballero flamenco que tanto me adulara en un principio,

    47ahora se me opona descaradamente, y esto hera mi or-gullo de mujer y de princesa, acaso porque me sentamenospreciada. La fogosidad de los primeros tiemposcon que me atenda el archiduque, que lo convirtieronen mi amado Felipe, y ahora slo ansiaba la libertadde accin tanto para el amor como para la poltica. No

    exista trono o soberana que pudiera distraerme de missentimientos, que eran prioritarios a cualquier otra am-bicin, y si alguien osaba trastocar ese orden, estabadispuesta a rebelarme contra quien fuera. Me dola enel alma que esto no lo entendiera mi amado Felipe yque para intentarlo tuviera que alterar mi nimo de de-fenderme arrebatadoramente. Mi amado Felipe, mi ji-nete que an ahora me parece ver galopando por estospramos castellanos que me acompaan y me encarce-lan. Tiempos agrios aquellos en los que las mujeres ra-mos estimadas tan slo por nuestra vagina y por nuestra

    herencia pero nunca por nuestros sentimientos.

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    Debamos ir a Toledo para ser all jurados comoherederos de mis reinos, y tener ms al alcance al ar-chiduque para poderle comprometer en la poltica demis padres. Lleg un momento en el que el viaje ya nose pudo demorar ms. Felipe se avino con la condicin

    de que no nos acompaara el pequeo Carlos y que elviaje no fuera por mar sino por tierra, a travs de Fran-cia. Adems exigi que la estancia en mis reinos fueralo ms breve posible. A m me doli que no nos acom-paara nuestro hijito Carlos, pero Felipe saba que elnio poda ser objeto de cualquier maquinacin proce-dente de mi padre, y este supuesto me doli ms an.

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    Los nios tambin formaban parte de esas voluntades

    ajenas que tan slo eran movidas por los llamados inte-reses e Estado. Y el propsito de mis padres para queel itinerario siguiera el camino del mar se debia a queno deseaban que Felipe se acercara al rey de Francia,Luis, el decimosegundo.

    Para ese viaje se form un squito de un lujo extre-mo. Cien carros magnficos portaban un equipaje de granriqueza: vestidos, tapices, objetos de oro y plata. Eranecesario deslumbrar a los franceses con el mejor delos cortejos. Y as fue. Luis, el rey francs, lo dispusotodo para que nuestro traslado de Valenciennes hastaBayona se convirtiera en una marcha o cabalgata triun-fal. Los torneos, los juegos, los bailes, se sucedan sinparar, y el trato que se nos daba era el de reyes. Estohalagaba tanto a Felipe, que su amor no poda ser mejor,y yo me senta beneficiada de ello. Nuestra entrada enlas ciudades era una verdadera apoteosis y los caballe-ros porfiaban en ser los primeros en rendir pleitesa alarchiduque a quien se le concedi, como tal presuntorey, la facultad de liberar a presos y condenados, indul-

    tar a castigados y repatriar a exilados. Mientras, las cam-panas no cesaban de repicar. Al pasar por Pars el reyLuis dio muestras de gran generosidad al permitir queel archiduque le representara en la asamblea de los paresy le concedi el honor de presidir la suprema corte de

    justicia. No obstante, por muy grandes que fueran loshonores concedidos a nuestras personas, la gloria entodo momento recaa sobre Francia. Porque si era ver-dad que el husped tena condicin de soberano por ser

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    hijo del emperador de Austria, adems de duque meti-do ya en el camino de subir al trono de Castilla y Ara-

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    gn y dems reinos, era tambin cierto que tan singularpersonaje, mi gran borgon, tena condicin de vasa-llo de Francia. Luis dio muestras constantes de no olvi-dar que el archiduque era, por parte de madre, unfrancs. Todo esto quedaba muy claro cada vez que se

    le reciba en una ciudad y al darle el tratamiento de muyalto, muy poderoso, muy noble prncipe y seor, peroen ninguna circunstancia se le titul el muy temible,porque sta era la divisa reservada al rey de Francia,su soberano. Francia, al honrarnos con tanta pompa aFelipe y a m, se honraba ella misma por tener talesvasallos. Felipe, en tanto que duque de Borgoa, no ofre-ca reparos al ser tratado de ese modo, e incluso se podadecir que estaba familiarizado con ello. Pero a m nose me poda incluir dentro de un trato semejante. A mla amistad de Francia y de su Luis me importaba un

    bledo, y si consenta en no sublevarme como herederadel trono de Castilla, y a eso bamos a Toledo, a ser

    jurada como tal, y exigir un trato de soberana, o seade igualdad, fue porque mi consejero Juan de Fonseca,el sabio obispo, me avisaba con tino y con prudenciaque me ayudaban a no dejarme atropellar en ningn mo-mento, aunque esto valiera tanto como desempear unpapel nuevo al lado o frente a mi esposo. As pues, medispuse a presidir las recepciones y contestar a las alo-cuciones improvisando discursos con mi latn tan bienaprendido, y con palabra certera e incluso desenfada-da. Todo, no obstante, sin interferir los intereses denadie, pero sin consentir que se humillara a la herederade Castilla. Y nadie, ninguno de los flamencos que tanto

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    h

    aislamiento haban tejido a mi alrededor en la corteducal, y que formaban parte del squito hacia Toledo,

    os hacerme ningn reproche, que tampoco se lo hu-biera consentido. Con mi conducta qued claro que, alllegar la ocasin, yo saba y poda comportarme contoda la altura y orgullo de lo que era: una hija de losreyes de Castilla y Aragn. Con qu rapidez el felinode Luis se dio cuenta de mi actitud, y el muy astuto,en vista de ello, procur no errar ni un paso.

    El primer encuentro frontal con el rey de Franciase produjo cuando el maestre de ceremonias me pre-gunt, al apearme de la litera, si permita que su sobe-

    rano me besara. A m nadie me haba besado ms quemi amado Felipe, y no estaba dispuesta a que otro hom-

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    bre, por muy rey de Francia que fuese, depositara enmi rostro sculo ninguno. No obstante, ante la posibili-dad de que mi negativa se interpretara mal, me dirigal arzobispo de Crdoba, don Juan de Fonseca, con in-terrogacin en el semblante, y ste, interpretando mi

    sorpresa y mi orgullo, me indic que s. Ya en los salo-nes donde se celebraba la recepcin, Luis dej el grupoque formaba con Felipe y con algunos nobles, y avanza mi encuentro. Antes de alcanzarme tuve tiempo dehacerle una primera reverencia, pero al iniciar la se-gunda me abraz y me bes, y dirigindose a los pre-sentes, alz la voz y les dijo: He aqu a una bellaprincesa, y sin dejarme el brazo, con halagos y sonri-sas me condujo hacia el saln del trono, y como biensaba con quin trataba, pronto se deshizo de m, y porcierto con una rudeza que no por elegante dejaba de ser

    51menos cierta. Me indic que, como adivinaba que mideseo era estar con otras mujeres, me fuera con ellasy que dejase a los hombres hablando de sus polticas.Yo no quera estar con nadie que no fuera Felipe, yaque se encontraba radiante, elegantsimo y complacientecon todos los all presentes, y a m no cesaba desonrerme y de reverenciarme con ligeras inclinacionesde cabeza. A pesar de mi buena voluntad, se produjoel primer incidente. Fue en el saln de la reina de Fran-cia. Al encontrarme delante de ella, dobl ligeramentela rodilla como antes haba hecho ante el rey, pero laduquesa de Borbn, que era quien me conduca, me pre-sion sobre el hombro hasta tocar el suelo. Sent comotodo mi cuerpo arda y a punto estuve de empujar a esaduquesa con el fin de derribarla de cualquier modo. Peroobserv las apariencias para estar a la altura de una prin-cesa castellana que con tanto esmero y habilidad, comocon inteligencia, haba dado pruebas de dignidad y or-gullo hasta aquel momento. Esto no quit que me reti-

    rara a mis aposentos con el fin de meditar lo sucedidoy ser ms precavida en las prximas ocasiones y quebien poco me cogiera desprevenida.

    De momento no sucedi nada que me inquietara.Todo era paz y armona. Las fiestas se sucedan las unasa las otras, como si no hubiera el tiempo suficiente paracolmar cada una de ellas. Se organizaron partidas decetrera y de caza mayor con las que Felipe se sintien extremo complacido. Y fiestas de lanzas y bailes yms bailes. Como all slo se bailaban danzas france-

    sas y alemanas, yo hice una exhibicin de danzas caste-

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    r

    llanas de corte. Una gran concordia reinaba entre

    Francia, el imperio alemn y Flandes, y mi amado Fe-lipe, que en todo casi siempre era el primero o el msafortunado o afamado, recibi el ttulo de prncipe dela paz. Una noche, no obstante, el archiduque vino amis aposentos lleno de preocupacin y de agitacin. Sinque yo supiera, ni tuviera tiempo de adivinar el motivo,se descarg sobre m tratando a mi padre, el rey, de be-llaco. La cizaa la haba sembrado, ya en tierra abona-da, el prfido Luis, no perdiendo ocasin de ilustrara su distinguido vasallo, el borgon Felipe, la insidiade que su futuro no se poda contemplar con tanto opti-

    mismo, ya que el rey aragons, si primero mora su es-posa Isabel, no iba a renunciar a la corona de Castillaque ya haba disfrutado medio siglo. Y todava hundims el artificio al manifestarle que lo ms probable seraque la jura como heredero consorte de mis reinos fuerasolemnisima, pero llegado el momento de entrar enposesin directa de la herencia, lo ms seguro seraque ante los obstculos del rey aragons, Felipe nece-sitara la ayuda de un buen amigo, y el insidioso Luisle ofreci la suya de un modo incondicional. Y mi Fe-lipe se confes ante m como el ms sincero amigo delrey de Francia. Esto lo explicaba a gritos acusndomea m de tener un padre sin escrpulos y enemigo de Flan-des y de Francia. Yo me puse a defender a mi rey, noporque lo que denunciaba mi esposo no fuera cierto,sino porque el agredido era mi padre, y por eso yo nopasaba. Tambin me puse a chillar y en el desvaroacus al archiduque de mujeriego, de infiel, de sabo-teador de sus deberes conyugales y no s cuntas cosasms. Reimos de verdad una vez ms, pero, como casi

    53siempre, hicimos las paces en el mejor de los sitios:en la cama.

    Otro conflicto se present en ocasin de la misa.Felipe, como vasallo del rey francs, acept el dinerode su mano para hacer la limosna, o sea que Felipe ofre-ci como limosna las monedas que le entreg el monar-ca francs. Para someterme a m a la misma condicin,se sirvi de una dama de la corte para que me entregaraotras tantas monedas para que yo las ofreciera en nom-

    bre de la reina de Francia. Ante la sorpresa de todo elmundo, yo rechac el dinero, quedando claro que yo

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    ofreca por mi cuenta y por m misma. Yo no era unvasallo de Francia. La reina me tendi otro ardid, y fueal salir de la misa, haciendo ver que se haba olvidadode m con el fin de que yo siguiera con el conjunto desu squito; pero la pobre qued chasqueada, pues yo

    aguard el tiempo que me pareci y sal independiente,sin tener en cuenta para nada el plantn que esto oca-sion a la soberana. Yo me dirig con mi squito a misaposentos, mientras ella haca lo propio con el suyo,las dos al frente de nuestras respectivas comitivas. Misadentros nunca se gozaron tanto. Mi pundonor me llevan ms lejos sin que se alterara el orden de las digni-dades. Al da siguiente cada una de nosotras oy misaen su propio aposento, y nos visitamos las veces a queobligaban los protocolos, cada una, es gracioso recor-darlo, sin doblar ni media rodilla. La compostura ante

    todo, pero desde la alcurnia de cada una y de cada reino.Hasta aquel momento yo me haba vestido a la modade Flandes, pero ante los acontecimientos y para que

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    no hubiera dudas ni ms confusiones, me vest a la modacastellana y orden a las damas de mi corte que hicie-ran lo mismo. La concordia, a pesar de las formas yatan distanciadas, estaba en entredicho y en cualquiermomento poda saltar la chispa que pusiera en guerraa dos soberanas. o a dos Estados llenos de reinos. Los

    juicios de los franceses acerca de mi comportamientono fueron para ser repetidos, como siempre sucede entreellos y nosotros cuando no nos avenimos a sus grose-ras porque preferimos nuestros derechos. Se acelerla partida hacia Castilla. Cuando dejamos Blois tras no-sotros, nos encontrbamos al filo del ao nuevo y losPirineos se presentaban como un obstculo con muchassorpresas.

    Cuando aos atrs llegamos a Flandes yo y misquito, con aquella Armada que dio tan poca famaa sus estandartes y que regres como si de una derro-ta de navos viniera, Flandes se ofreca como un pasextico a nuestros ojos. Ahora eran los flamencos quie-nes al llegar a mi patria se admiraban de la extraezade ese pas. A m me llenaba de gozo estar de nuevoen l y poder abrazar a mi madre, a quien, ahora medaba cuenta, yo haba ido echando en olvido poco apoco. Ella, la reina, no me olvid jams, y los correosa los que yo daba la callada por respuesta son una

    prueba de su constante esmero a mi favor. A mi favoro al suyo, o sea a los intereses del Estado? Ahora puedo

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    hacer esta recriminacin, por entonces, llevada comosiempre por mis impulsos y mis devociones hacia laspersonas, estimaba que aquellos das eran beneficio

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    del cielo, y no daba asistencia a resentimiento al-guno.

    Antes de alcanzar la frontera espaola sucedi unaespecie de desastre. Nuestra caravana insigne, tan ricaen coches y carruajes, tuvo que detenerse. Con aque-llos carros era imposible atravesar los Pirineos por en-cima de la nieve de los puertos tan slo transitados porpersonas a pie y por ganado. Toda aquella riqusimaimpedimenta se tuvo que cargar a lomos de mulas viz-canas y seguir adelante. Los flamencos del squito em-

    pezaron a mostrarse extraados de aquellos senderosy tambin de las gentes que haban venido a ocuparsede nosotros, sobre todo porque vestan ropas tan pobresy de negro, sin llegar a distinguir a un lacayo de losgrandes caballeros que vinieron a cumplimentarnos. Am me regocijaban estas cosas, y tambin los lamentosde los flamencos que, acostumbrados a comer cinco oseis veces al da, y a beber de continuo, se encontrabancon que no disponamos ms que de lo justo para man-tenernos en pie. Aquella travesa fue un calvario queyo soport con optimismo a la vista de poder abrazarpronto a mis padres, los reyes.

    A medida que los Pirineos quedaron atrs, tanto miesposo el archiduque como sus flamencos se iban ma-ravillando de las riquezas de mis tierras y de sus hom-bres, pero seguan asqueados del aceite y de los manjaresdistintos. Aunque al tiempo que nos fueron obsequian-do en las ciudades todo se fue tomando con ms calma,

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    1

    en especial cuando el consejo se enter de que el con-destable de Castilla ingresaba unas rentas de un cente-nar de florines de oro y que poda poner en campaaa cerca de dos mil caballeros, o que los once duquesde Castilla gastaban cerca de doscientos mil florines deoro en la manutencin de los ms de tres mil jinetes.Y as los cuarenta condes y los grandes maestros de lasrdenes militares, los mariscales y los adelantados. Eran

    sumas que daban la medida de nuestros poderes. Tantoa mi Felipe como a sus consejeros y acompaantes, yo

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    les tuve que explicar que el pas era tan rico que loscaballeros tenan voluntad de igualarse a los grandesy para lograrlo derrochaban sus patrimonios para cu-brirse de sedas y de brocados, y sus haciendas se con-vertan en pompa de sus atuendos, y as se iban

    posesiones y heredades, hasta el Dunto que mi madre

    9

    la reina Isabel, tuvo que prohibir tanto despilfarro yaque, desde la muerte de don Miguel de Portugal, misobrino, se impuso la sobriedad del pao negro con lacondena de desgarrar los vestidos, donde fuere, sobrelas personas que se cubrieran con otros. Aquella prag-mtica de luto y cera que an rega, tan slo permitaemplear signos de riqueza en los arreos de las caballe-

    ras, que a menudo resplandecan por el tanto oro y latanta plata en contraste con la severidad y el rigor delas formas y del nico color. Pero mi madre, la reina,orden que todo fuera otro y que los castellanos pudie-ran, con nuestra presencia, competir en galas y en es-plendor con los flamencos que, poco a poco, ibancomportndose de un modo ms cordial porque mis rei-nos cada vez les parecan ms gratos. El mismo archi-duque, mi Felipe, se iba tornando ms vecino de mi

    57persona, e incluso, en su contagio con el pas, se quisovestir a la usanza castellana.

    Mis reinos parecan abrir, ante nuestro paso, susprodigios de historias, tradiciones, costumbres y mo-numentos. En Segovia todos los flamencos se admira-ron de su acueducto al decirles que haba sido construidopor un diablo llamado Hrcules en un solo da, a pesarde sus cuarenta pies de altura y de su milla de largo,con dos rdenes de arcos superpuestos; todo levantado

    con sillares sin cal ni arena, con la magia de las manosde un nico personaje.

    Al llegar aburgos el cortejo apercibi por primeravez el peso de los castellanos. Burgos cerr las puertasy no dej paso franco hasta que el heredero consorteno jurara sus privilegios y sus fueros, que eran muchos,empezando por el monopolio de la lana que era expor-tada a Brujas, adems de a otras ciudades. Seguimoshacia Valladolid, Segovia, Madrid. Aqu los viajeros setomaron un largo descanso. Mi amado Felipe se dedic

    a lo que ms placer le ofreca: la caza. Y yo le esperabainmensamente enamorada. Durante una semana viv un

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    hermoso episodio de amor en un palacio campestre. Laprimavera, que nos haba sorprendido, constitua unmarco perfecto para los cuerpos. En una sola noche miamado lleg a habitarme dos veces. Fue un prodigio depaz que yo hubiera deseado eterno. Me senta heredera

    propietaria de la tierra y tambin del archiduque. Fuitan feliz que todo el mundo se extraaba de tanto sosie-

    58

    go. De todas las fiestas, justas, torneos, juegos y demsdiversiones que mis padres los reyes organizaran paracomplacernos, el que ms inters provoc a los flamen-cos fue la corrida de toros, en especial cuando al brutose le haba de dar muerte con un rejn por un diestromontado a caballo. En cada diversin unos ganaban y

    otros perdan, pero todos participaban en comidas quesiempre eran ligeras, y no pesadas como las flamencasque siempre se acompaaban con espesa cerveza, sinodelicados manjares y golosinas muchas veces de inspi-racin mora, regado todo con vinos castellanos a vecesdiscretos y otras veces ardientes. De una ciudad a otra,de una ruta a otra, estbamos a punto de entrar en Tole-do cuando el archiduque cay enfermo de sarampinen Oleas. La gente principal de mis reinos estaba listaen la ciudad imperial para recibirnos. Las cortes reuni-das en la ciudad engalanada con una pompa que nadiehaba visto jams. El rey, mi padre, lo abandon todoy cabalg dos leguas hasta llegar a nosotros. Cuandoyo le vi entrar en la galera del palacio, romp todo elprotocolo y, como una nia que encuentra a su padredespus de aos de ausencia, me precipit a sus brazosy le llen de besos, luego le cog la mano y le condujehasta el aposento donde se encontraba el enfermo. Mipadre, todo un rey, se descubri y se acerc al archidu-que y ste le tom la mano y, cuando fuera a besrsela,el rey no se lo permiti. Fue una escena entraable, de

    una humanidad subyacente. Por qu aquellos hombresde compostura tan tierna, siempre estaban prestos a re-montar polticas que les enajenaban su condicin de per-sonas sensatas? Un suegro maduro y un yerno muy jovenque no se haban visto jams, y los dos se alegraban

    59de conocerse. Me consta que en aquel momento, aun-que nadie sospechaba hasta cundo, en el archiduquese desvaneci la imagen de prfido y taimado que enBlois se formara del rey, nuestro seor, por la insidia

    del rey de Francia, hasta tal punto que mi amado Felipeescribiera a Flandes un mensaje en el que deca, por-

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    que yo lo le, que no poda hallar palabras para explicarcun humano y bondadoso se mostraba el rey, don Fer-nando, puesto que parecale, su trato, mas propio depadre y an ms.

    Mi madre, la reina, tambin avis que quera veral enfermo y a su hija, a pesar de su delicado estadode salud. El archiduque mand, de inmediato, a unoscaballeros, con el obispo de Crdoba al frente, con elrecado de que si la reina compareciera, l, el archidu-que, su yerno, contraviniendo todas las prescripcionesde los mdicos, se levantara de la cama para recibirla.Si ella -deca mi amado Felipe- no tiene reparo enponer en peligro su vida, yo no lo he de tener tampoco.

    Felipe se repuso pronto y a finales de la primera

    semana de mayo nos pusimos en marcha hacia Toledo.A medida que adelantbamos, nuestro cortejo se iba ha-ciendo ms numeroso. A una legua de la ciudad salie-ron a nuestro encuentro los juristas y delegados de losestamentos, que se incorporaron a la comitiva. Un pocoms adelante lo hizo el clero. A media legua, o menos,sali a recibirnos el rey Fernando acompaado de losembajadores de Francia y de Venecia, del cardenal Men-

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    doza y unos seis mil nobles de mis reinos. Delante delcortejo nos colocamos los tres: el rey en medio, a laderecha Felipe y yo a la izquierda. As cabalgamos bajopalio con las armas de Austria y las de mis reinos es-tampadas en l. Nunca se vieron armas tan bien honra-das y tan altos sus destinos. Estallaron redobles detambores, taidos de trompetas y clarines que, a veces,an me despiertan ahora en mis sueos como si acudie-ran a proclamar, una vez ms, mi alcurnia, mis blaso-nes, mi cuna, mis derechos, mi sangre tan esparcida

    por Europa que asemeja una siembra de reinas y de em-peradores. En las calles de Toledo no caba ms genteni ms colgaduras por el recorrido que nos condujeraa la catedral, ante cuyas puertas nos aguardaba el arzo-bispo don Francisco Jimnez de Cisneros, hombre decuna dura por su humildad y de cuerpo sin corazn porhabrselo quemado la pobreza de su orden, fraile quetena de Dios la idea de un ltigo que haba de aplicarsecon rigor para enderezar conductas, pensamientos, glo-rias vanas bajo las prescripciones de una ortodoxia fa-ntica. Ah, mis frailes de Pars, de carnes laxas, de

    bebida fcil y de perdn generoso, qu bien acordabanla vida y la salvacin! Para ellos todo haba de salvarse

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    empezando por la carne asistida y por el alma bien en-comendadal Qu grande debe de ser Dios que hace quehaya clrigos tan identificados con el bien terrenal y conel bien de la eternidad. Dentro de la catedral se cantun tedum solemnsimo. Entonces se deca que aquel

    Cisneros, enfundado debajo de tantas riquezas de orna-mentos, llevaba siempre el sayal de franciscano en con-tacto con la piel para evitar el olvido de su condicinpobre. Despus la comitiva se traslad a palacio donde

    61la reina, doa Isabel, la primera de Castilla, aguardabala llegada de sus hijos. Qu cantidad de madre habaen aquella mujer castellana de tan altos reinos! Nos salial encuentro y, rompiendo todo el protocolo y etiqueta,abraz a Felipe y luego a m. Con el archiduque eran

    unos perfectos desconocidos. Conmigo se rompan seisaos de separacin. Para mejor cumplir el gozo, los cua-tro nos retiramos a un aposento privado. Yo llev lasriendas de aquel encuentro coloquial puesto que habla-ba castellano para m y cuando traduca lo que dijeraFelipe, y francs para que el archiduque se enterara delo dicho por mis padres. Una de las cosas que primerome distrajeron del acomodo fue la distancia entre losvestidos casi pobres de los reyes y nuestra indumenta-ria de sedas y pedrera. A pesar de todo, era cierto elbuen humor de mi padre y de Felipe, que tambin con-trastaba con el comedimiento de mis padres, llenos deluto, an, por el infante Miguel y acaso tambin guar-dado para espantar la parca que tantas vueltas daba al-rededor de mi familia y tantas personas se cobraba.

    Las cortes, por primera vez, nos juraron como he-rederos de los reinos de Castilla. Juraron que a la muertede la reina, mi madre, yo, Juana, sera reconocida comoreina propietaria de Castilla, y Felipe fue jurado comoconsorte. En estos juramentos, el clero castellano quiso

    asegurar sus derechos introduciendo ciertas normas degobierno que yo adivin, por lo menos, no del todo opor-tunas, pues se referan a que no se concedieran cargosa personas extranjeras, pretendiendo que todos los nom-bramientos de cargos pblicos recayeran sobre caste-

    62

    llanos. Felipe, con una gracia dudosa, al menos param, lo jur todo, y ms cosas que hubiera. Pero la muerteestaba presente en todos aquellos actos sin que nadie

    lo sospechara. Al da siguiente, Felipe inform a losreyes de la noticia que ya recibiera en Orleans y que

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    trataba de la muerte del prncipe de Gales, heredero dela corona inglesa. Esta novedad cay como un mazazosobre los nimos de los reyes y de su corte. Esta muertedejaba viuda a Catalina, mi hermana ms pequea. Elprncipe haba muerto a los quince aos y Catalina con-

    taba diecisiete. Estall un dolor inmenso y, junto a l,el mayor de los desconciertos polticos, puesto que sevenan abajo gran parte de las alianzas, fracasando conello veinticinco aos de esfuerzos reales. A partir deese momento, Felipe se converta en el rbitro del equi-librio europeo, y todo dependa de su actitud. Las cor-tes castellanas fijaron toda su atencin en l. Pero deinmediato, por parte de mi madre la reina, se decretotra pragmtica de luto y cera.

    Mi amado Felipe era un hombre joven y muy vital.

    Se diria que su vocacin fuera la de gozar de la vidams que la de enderezar su reino que, aunque con algndisimulo, tambin le ocupaba los das. Terminados depronto los festejos con que se nos recibiera para darcrdito al luto decretado, el archiduque empez a sen-tirse incmodo. Cuando los reyes se dieron cuenta deello, reanudaron, aunque con sigilo, las corridas de toros,algunos torneos y algunas justas con el fin de seguiragradando al archiduque. Pero Felipe se lo tomaba todocon gran frivolidad, como si los personajes de su alre-

    63dedor representaran ms una comedia que no protago-nizaran una realidad. Estbamos en julio y el calor cas-tellano empezaba a causar estragos, por causa deenfermedad o de muerte, en el squito flamenco, igualque el fro y la humedad hicieran con el cortejo caste-llano que me acompa por primera vez a Flandes. Noobstante, Felipe estaba muy bien informado de cmosu gente se adaptaba a los nuevos acontecimientos y ala tierra castellana, y como descubriera que algunos fla-

    mencos, capitaneados por su antiguo preceptor, el seorde Berghes, empezaban a simpatizar demasiado con losintereses de mis padres, los reyes, tom la decisin deexpulsarlos de su corte y mandarlos de inmediato a Flan-des. A la reina, mi madre, no le pareci justo el trato,y a m no me pareci oportuno, por esto aplicamos todanuestra influencia para convencer a Felipe de su actituderrada. Yo, acaso influida por el ejemplo de mi madre,me esforc en ello aunque significara salir de mi man-tenida reserva personal sobre asuntos de Estado. Porparte de mi madre, la reina, su intervencin inclua la

    retencin secreta de Berghes en Oleas, con sus partida-rios, lo cual coincidi con un correo que recibiera el

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    archiduque de parte de su padre, el emperador Maxi-miliano, en el que le manifestaba las ventajas de unantima colaboracin con los intereses castellanos. Todofracas con estrpito y dolor. Felipe interpret los he-chos como si se estableciera un cerco alrededor de su

    persona para intimidarle contra el rey de Francia, Luis,su ms grande amigo, y por ello decidi tomar comoconsejero nico al obispo de BesanQon. Mis padres, losreyes, fueron presa de un gran desengao y compren-dieron que se haba desvanecido la esperanza de ganar

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    al archiduque para la causa de Castilla, pues tan desa-fecto y distante lo vieron de ellos. Durante toda aquellanoche Felipe descarg sobre m sus iras y me culp de

    formar parte de un complot en contra de sus intereses,que eran opuestos a los mos, deca. Discutimos muyfuerte, y al final, aunque hiciramos las paces, no pudi-mos hacer el amor puesto que yo volva a estar emba-razada.

    Felipe se senta aislado, como expulsado de todolugar y estimacin, y empez a pensar en una sola cosa:huir de Castilla, dejar atrs todo aquel mundo adverso.Para colmo, a los pocos das el obispo de Besangon cayenfermo y Felipe, al ir a visitarle, lo encontr moribun-do, y al producirse el bito el archiduque se retir delaposento convencido de pleno de que su consejero habasido envenenado. Con ms ahnco todava, Felipe buscla manera de marcharse, de escapar de aquella situa-cin que l imagin peligrosa en demasia y que acredi-t como buenas las palabras y los avisos de su amigoel rey francs. Si bien en un principio pareca que que-ra irse solo, luego decidi llevrseme a m. Como unaesposa o como un rehn para poder hacer frente a lasexigencias de los reyes de mis reinos?

    Salimos de Toledo con el convencimiento, en elnimo del archiduque, de que podra ser vctima mortalde un momento a otro, tan obcecado estaba con la de-funcin de su consejero. Dndolo todo por perdido, mispadres, los reyes, empezaron a maquinar acciones para

    65impedir el paso de Felipe a travs de Francia con el finde evitar unas nuevas relaciones y compromisos con elrey Luis. Mis padres queran saber, a toda costa, la in-

    fluencia que yo poda ejercer o ejerca sobre mi esposoen esos asuntos llamados de Estado, y si era capaz de

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    disuadirle d