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KLEE Movimiento Todo lo que es está en movimiento. El movimiento es el ser de lo que es. El ser no es fundamento, el ser es movimiento. El movimiento es el infundado que es del ser. Más acá del ser y más allá de la nada está el movimiento. En efecto, lo que es tuvo que llegar a ser antes de haber sido y tendrá todavía que dejar de ser antes de no ser más. En tal sentido se dice que el movimiento es infinito. El movimiento supone el infinito, pero sólo porque el infinito es nada más que la proposición del movimiento, el movimiento mismo en cuanto posición imposible de lo finito. No hay dos especies de movimiento, un movimiento finito, particular, relativo, episódico, discreto, exclusivamente óptico, regido por las leyes de gravedad e inercia, y un movimiento infinito, cósmico, continuo, a la vez microscópico y macroscópico, sin otra ley que la libertad. A veces hay que expresarse así por razones pedagógicas, pero en verdad debe decirse que el movimiento finito es infinito, que el movimiento infinito es el movimiento finito. Si el movimiento no es un accidente en lo que es sino el ser mismo de lo que es, el que es de lo que es, entonces el movimiento no puede definirse meramente como el desplazamiento de un cuerpo en el espacio ni como el cambio de un cuerpo en el tiempo. Por un lado porque tiempo y espacio no son condiciones del movimiento sino determinaciones suyas; es el movimiento el que abriéndose desde nada, y en consecuencia infinitamente, al espacio y al tiempo, abre el tiempo, abre el espacio, cada uno a sí mismo en el otro, el tiempo como momento, el espacio como lugar, no siendo el momento otra cosa que el movimiento desde la perspectiva del tiempo y el lugar otra cosa que el movimiento desde la perspectiva del espacio. Y por otro lado porque no es el movimiento el que supone un cuerpo que podría no moverse sino el cuerpo el que supone un movimiento en cuyo seno se cristaliza como el cuerpo que es. Existir es estar fácticamente expuesto al movimiento. Ello no implica inercia alguna. Todo se mueve desde sí

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sobre el movimiento en la pintura

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KLEE

Movimiento

Todo lo que es está en movimiento. El movimiento es el ser de lo que es. El ser no es fundamento, el ser es movimiento. El movimiento es el infundado que es del ser. Más acá del ser y más allá de la nada está el movimiento. En efecto, lo que es tuvo que llegar a ser antes de haber sido y tendrá todavía que dejar de ser antes de no ser más. En tal sentido se dice que el movimiento es infinito. El movimiento supone el infinito, pero sólo porque el infinito es nada más que la proposición del movimiento, el movimiento mismo en cuanto posición imposible de lo finito. No hay dos especies de movimiento, un movimiento finito, particular, relativo, episódico, discreto, exclusivamente óptico, regido por las leyes de gravedad e inercia, y un movimiento infinito, cósmico, continuo, a la vez microscópico y macroscópico, sin otra ley que la libertad. A veces hay que expresarse así por razones pedagógicas, pero en verdad debe decirse que el movimiento finito es infinito, que el movimiento infinito es el movimiento finito. Si el movimiento no es un accidente en lo que es sino el ser mismo de lo que es, el que es de lo que es, entonces el movimiento no puede definirse meramente como el desplazamiento de un cuerpo en el espacio ni como el cambio de un cuerpo en el tiempo. Por un lado porque tiempo y espacio no son condiciones del movimiento sino determinaciones suyas; es el movimiento el que abriéndose desde nada, y en consecuencia infinitamente, al espacio y al tiempo, abre el tiempo, abre el espacio, cada uno a sí mismo en el otro, el tiempo como momento, el espacio como lugar, no siendo el momento otra cosa que el movimiento desde la perspectiva del tiempo y el lugar otra cosa que el movimiento desde la perspectiva del espacio. Y por otro lado porque no es el movimiento el que supone un cuerpo que podría no moverse sino el cuerpo el que supone un movimiento en cuyo seno se cristaliza como el cuerpo que es. Existir es estar fácticamente expuesto al movimiento. Ello no implica inercia alguna. Todo se mueve desde sí mismo. Pero el sí mismo no es sujeto. (El sí mismo es un cristal de movimiento). El movimiento no tiene sujeto. No porque él sea sujeto, sino porque es acontecimiento. El movimiento mueve. La intransitividad pura y la pura transitividad son en el movimiento infinitamente lo mismo. El infinito tiene lugar en esa mismidad. Ser finito quiere decir estar concernido por el fin. Sólo puede estar referido al fin un ser que no tiene su fin en sí mismo. Ello no quiere decir que tenga un fin exterior sino que está constantemente expuesto al fin. Ser finito es estar expuesto infinitamente al fin, no ser más que esa exposición infinita. Esa exposición es el movimiento. En el movimiento, el ser finito está más allá de sí. No porque pase más allá sino porque él es nada más que paso, el infinito paso de lo finito (El paso, 1932). El infinito no es una región inmensa que empieza en alguna parte. El infinito es el afuera de lo finito, es decir, la exposición de lo finito en su paso. Lo finito es la exposición a lo infinito precisamente porque lo infinito se retira infinitamente en lo finito. De allí la idea de que lo infinito es lo más lejano, aunque su lejanía constituya la intimidad misma de lo finito. Tal vez sea posible seguir diciendo que el fin de lo finito es el infinito, pero señalando justamente que el infinito no puede constituir un fin. El infinito dice la imposibilidad de lo finito. El infinito es lo imposible. Lo imposible es la experiencia misma de lo finito. Ser finito es estar expuesto a lo imposible, es decir, no a esto o a aquello en cuanto escaparía a su poder, sino al infinito. El infinito no es alguna cosa sino el afuera inmanente a la trascendencia

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de lo finito –el ex- de su exposición (¡Todo corre en pos!, 1940). El movimiento es el paso al infinito.

Idea

Todo lo que es está en movimiento. El movimiento es infinito. Infinito es el carácter de todo en cuanto está en movimiento. Lo que se llama el todo no es el conjunto de las cosas sino la apertura o la exposición del movimiento. El todo no está dado; es el movimiento el que lo da o lo abre o lo expone infinitamente. Y lo que se llama el infinito no es ni una extensión o una duración indefinida hecha de partes finitas, pues en tal caso no hay propiamente infinito, ni tampoco un infinito actual, presente o dado en su infinitud, pues en tal caso no hay movimiento (y movimiento es justamente lo que hay, él es el hay mismo: el que es de lo que es), sino simplemente el modo de afirmarse el movimiento en todo, que señala la imposibilidad para el todo de tener su fin en sí mismo. Si todo está en movimiento es porque el movimiento está infinitamente en todo. Tal vez hasta se podría decir que el movimiento está al comienzo, en el medio y al final de todo, pero de manera tal que comienzo, medio y fin están entonces en movimiento, no son ellos mismos más que un movimiento infinito. El movimiento se afirma en el comienzo como génesis, en el medio como libertad, en el fin como idea. La génesis es el movimiento desde el punto de vista del comienzo, la libertad el movimiento desde el punto de vista del medio, la idea el movimiento desde el punto de vista del fin. Se llama génesis al paso de la nada al ser. La génesis no es acto sino devenir. Es lo que ya enseñaba el Génesis: la Creación no se hizo de golpe, llevó seis días. En el comienzo está el movimiento. Es cierto que la idea de comienzo hace pensar en un punto de partida, que la idea de génesis parece sugerir un principio genético. A ello responde la noción de óvulo. Pero el óvulo no es más que intensidad pura, es decir, movimiento, la intimidad misma del movimiento. El óvulo es el comienzo, pero el comienzo no es un punto inmóvil a partir del que el movimiento después empezaría. El movimiento no comienza, es él el que es Comienzo. Por eso no deja de comenzar. En cuanto comienzo, el movimiento es una génesis infinita. La Creación no consistió, pues, en rematar una obra sino en liberar el movimiento, o lo que es lo mismo, en librar a las criaturas a él. Existir es estar fácticamente librado al movimiento y en esa facticidad, es decir, en el movimiento y como movimiento, ser libre. La libertad es el modo de ser del movimiento en el medio de la Creación, sin principio ni fin. Sólo el movimiento es libre y sólo es libre un movimiento infinito. Es cierto que sólo conocemos movimientos finitos, regidos por el imperativo estático de la gravedad: la piedra que cae, la planta que crece, el hombre que camina. Pero se trata de una visión superficial, particular y relativa, pues se atiene al movimiento de las formas, al movimiento visible, al movimiento presente; en una palabra, a la representación del movimiento. Pero el movimiento como tal, en cuanto puro medio respecto del cual el principio y el fin resultan exteriores y circunstanciales, es estrictamente infinito, es decir, libre. Lo mismo sucede si se atiende al movimiento del todo, si se escoge el punto de vista del todo del movimiento. En tal caso el movimiento ni siquiera se convierte en fin de sí mismo, no se inmoviliza en su propio fin: se expone en el medio de su mero que es. De allí la figura de la curva cósmica. La curva no es la representación plástica del movimiento sino el movimiento mismo desde una perspectiva plástica. La curva cósmica es el movimiento del cosmos en el sentido de que es el cosmos curvándose infinitamente, es decir, el movimiento, cualquier movimiento, trazando la elipse infinita de su libertad.

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El movimiento no tiene fin precisamente porque en el fin está el movimiento. Si puede hablarse de un fin respecto del movimiento es sólo porque el fin es el movimiento mismo en cuanto diferente de sí. El fin del movimiento es el movimiento sin fin. Es lo que se llama la idea. La idea es el movimiento desde la perspectiva de su fin. El fin de una cosa no es el límite en el cual esa cosa cesa sino aquél a partir del cual comienza a ser la cosa que es. El fin del movimiento señala el lugar de su comienzo. El movimiento comienza con la idea. ‘Tengo una idea’ significa: me pongo en movimiento. La idea está en el comienzo, es el comienzo del movimiento. Por eso ella misma no comienza. Todo lo que comienza comienza, es cierto, con el acto, con el Fiat! Pero en tal caso el acto permanece referido a aquello que él hace comenzar, a la Creación entendida como lo que comienza con el comienzo. En cuanto ha comenzado con el acto, la Creación sólo puede ser concebida como forma (Bild). El acto es el trazo que delimita la forma. La forma nace en el límite, como límite y efecto de límite. No hay forma previa al acto. El acto no tiene ninguna forma ante sí, ningún modelo (Vorbildlichen). Pero el acto no traza la forma sin trazar también el afuera de la forma. En verdad él traza el límite, y con el límite a la vez la forma y lo ilimitado. De ese modo el acto está referido también a lo que comienza con él pero él no crea. Es lo que se suele llamar arquetipo o forma originaria (Urbildlichen), aunque de ningún modo se trata de una forma sino más bien de la matriz informal de toda forma. La matriz no es alguna cosa previa al acto; ella es el trazo mismo del acto en cuanto queda afuera del acto mismo, el movimiento del trazo que el acto no cumple y que por eso permanece eternamente inactual en el acto. Es precisamente eso lo que nombra la idea. La idea es como la inspiración o la emoción del acto. La idea mueve al acto, es el movimiento infinito del acto. El acto se mueve en pos de la idea como de aquello que lo emociona, se mueve en pos de su propia emoción, es el movimiento de la emoción moviéndose en pos. El acto deviene ejercicio de la idea. Tener la idea de las torres, por ejemplo, significa adoptar su movimiento ascendente, moverse hacia la altura más lejana, donde el movimiento no tiene fin; pero no sin que las torres adquieran, más allá de su forma, llevando su forma más allá, el libre movimiento de la idea (Idea de las torres, 1918). Devenir-torre del creador y devenir-idea de las torres, se podría decir. Es el ejercicio, el movimiento de la idea. Con la idea, el fin regresa al comienzo, el comienzo alcanza el fin. Pero el movimiento no se cierra así en la perfecta inmovilidad del círculo sino que abre el medio infinito de su libertad. Es el hogar del movimiento.

Anhelo

Existir es estar fácticamente librado al movimiento, y en esa facticidad, es decir, en el movimiento y como movimiento, ser libre. Sólo el movimiento es libre. Libertad quiere decir libertad de movimiento. El movimiento es libre en cuanto permanece absuelto de la determinación de un fin, y en consecuencia también de la asignación de un principio (aun aquél que le mandaría precisamente ser libre). Sólo un movimiento sin principio ni fin, un movimiento infinito es libre absolutamente. Ahora bien, el movimiento infinito es el movimiento a secas. Si la experiencia no hace más que desmentirlo es porque permanece limitada al movimiento local y aparente. Allí, en efecto, el imperativo estático de la gravitación asigna un fin al movimiento. El fin de un movimiento particular es el reposo. Pero un movimiento sólo puede reposar en otro movimiento que a su vez reposa en un tercero y así al infinito. El reposo es un modo del movimiento, el estado particular y momentáneo de un movimiento en relación con otro. Cada movimiento es relativo a otro movimiento, pero todos son expresión del movimiento

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absoluto que traza la curva infinita del cosmos. Sucede que el infinito está roto, es decir, es el infinito que es porque está roto. La curva cósmica es una multiplicidad de rectas necesariamente finitas, pero cada recta ya está infinitamente curvada en sí misma, pues es nada más que un segmento de aquella curva infinita. El movimiento finito es infinito. Pero el movimiento es infinito sólo en cuanto finito. Es infinitamente finito. Por eso es lo mismo decir que hay un solo movimiento virtualmente infinito en la multiplicidad de movimientos actualmente finitos como decir que hay una multiplicidad localmente finita de movimientos realmente infinitos en el cosmos. El cosmos es una constelación errante de movimiento. Por eso cualquier movimiento tiene una resonancia cósmica. Un paseo por el jardín, digamos, reúne los pasos de un hombre con la caída de la tarde y el comienzo del otoño, y en consecuencia ya con la rotación y la revolución de los planetas, pero también con el viento que baja de la montaña, con el discreto crecimiento de las plantas, con el perfume que llena los pulmones, con la circulación de la sangre, con el vívido frío en el cuerpo, con el trabajo de la enfermedad, con el brillo de una estrella, con la urgencia de una obra… Toda una constelación de movimientos. Sin duda, en cualquier constelación opera ya la gravitación como principio de relación del movimiento con el movimiento. La gravitación pone a cada movimiento bajo el poder de otro que lo atrae y domina, pero no sin ser atraído a su vez por uno más poderoso al que está obligado a someterse, de manera que todo movimiento posee sólo un ámbito limitado de independencia al que debe conformarse, es decir, que debe sostener y construir moviéndose. La relación del movimiento con el movimiento es una lucha. La lucha es la relación del movimiento consigo mismo según el orden de la gravitación. El movimiento se relaciona consigo volviéndose contra sí, contraponiéndose a sí mismo, es decir, rompiéndose en la lucha. Los movimientos locales, parciales, momentáneamente finitos son los contendientes, pero su contienda es la expresión finita de la infinita afirmación del movimiento, la liberación del movimiento a su afirmación infinita. Por eso desde el punto de vista del infinito la lucha es nada más que un sueño (Sueño de una lucha, 1924), aunque por otra parte sea muy real. Sucede que en la lucha la libertad tiene precisamente que afirmarse, es decir, está expuesta a no afirmar el movimiento más que afirmándose a sí misma contra otra libertad. La libertad se convierte de tal modo en voluntad. La voluntad es el quererse a sí misma una libertad. Lo que la voluntad quiere es el movimiento infinito que ella misma es. Quererse a sí mismo no quiere decir todavía aquí sino exponerse a la libertad del movimiento. Por eso la lucha de la voluntad está dirigida esencialmente contra la inercia del mundo, la resistencia de lo finito, la inhibición del movimiento, contra todas las fuerzas de gravedad que aun en ella misma someten la libertad. El fin de la voluntad es el infinito de la libertad. La libertad no es propiamente un fin, ella no puede ser el fin del movimiento, pues es la que dice que el movimiento no tiene fin. Pero la voluntad sí tiene una dirección, ella le dicta una dirección al movimiento. La voluntad es un movimiento dirigido. Por eso la expresión plástica de la voluntad es la flecha. La flecha indica la dirección del movimiento, pero no lo hace sin dirigirse ella misma hacia su meta. De allí que uno tienda a seguirla. La flecha está constantemente tendida hacia… Es la tensión de la flecha. Pero la flecha está igualmente tendida entre… En efecto, es como si ella sólo anunciara el movimiento, como si en ella el movimiento fuera tan sólo un ademán, una seña o un anuncio. Y al mismo tiempo es como si ella estuviera retrasada respecto del movimiento hacia el que precisamente se adelanta, como si en el momento del anuncio el movimiento ya hubiera pasado por ahí y la flecha fuera sólo su traza, su estela. De manera que la flecha parece estar a la vez antes y después del movimiento, del movimiento que ella misma es, y por tanto antes y después de sí misma, entre el movimiento y el movimiento, como la pura tensión del movimiento. De cualquier

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modo, la flecha indica la dirección de la voluntad. La voluntad se dirige hacia allá, en todas partes hacia allá donde el movimiento no encuentre restricciones, inhibiciones, impedimentos, y de ese modo no tenga fin. De allí el carácter ascensional del movimiento de la voluntad. Por sobre todas las graves fuerzas que la detienen o la retardan, la voluntad se eleva (Fuerza ascensional y camino, 1923; La voluntad, 1933; Se eleva, 1933). Aquella región, que no es una región entre otras sino la región del infinito, es lo que se llama la lejanía. La voluntad es voluntad de lejanía. ‘¡Lejos! Siempre más lejos’, dice la voluntad. Pero la lejanía no puede ser un fin, no puede ser el fin del movimiento. La lejanía está más allá del fin, todavía un poco más allá de lo posible. La lejanía es inalcanzable, es lo inalcanzable. Ella es la curva cósmica misma, que sin ir a ningún lado en todas partes abraza el movimiento plural del cosmos. Ya no se trata entonces, si es que alguna vez se trató de eso, de una línea que se mueve en el espacio, es decir, de un movimiento que se hace en una dimensión superior a él mismo, o en todo caso, más estrictamente, de un movimiento que abre la dimensión en que se mueve, sino precisamente de la dimensión en cuanto movimiento, del movimiento inconmensurable de la dimensión. Plásticamente, la lejanía tiene sus signos, sus figuras, el sol, la estrella (Ascensión, 1923), pero lo que mejor figura su ser sin figura es la línea activa, la curva sin dirección ni fin hacia la que asciende la escalerita de la voluntad (Inalcanzable, 1934). La voluntad se dirige todavía a la lejanía, pero en la lejanía no hay direcciones, ningún movimiento ‘hacia allá’ sino el ‘por todas partes’ del movimiento. Así pues, la flecha de la voluntad está dirigida a su solución en el infinito, a su anulación en la lejanía. Es la muerte. Pero la muerte no significa aquí la inmovilidad sino precisamente la liberación del movimiento, y la voluntad de muerte no constituye ni una renuncia ni una potencia de abolición sino, como se dice, un anhelo de perfección. El anhelo (Sehnsucht) es la aspiración del movimiento hacia aquello que lo emociona (Mural del templo del anhelo, 1922). El anhelo es la exposición del movimiento finito a su propia infinitud, es decir, su exposición infinita, la experiencia finita del infinito o la experiencia infinita de la finitud –experiencia que seguramente no tiene nada de sublime pero que es lo sublime (Sitio sublime, 1923). En cuanto anhelo, la voluntad está ya en la proximidad de la lejanía, habita el alejamiento de la lejanía. Ella misma se ha tornado lejana, inalcanzable, remota. Una remota voluntad. Su anhelo no constituye ningún pathos sino precisamente el ethos, la habitación del movimiento, que, en cuanto no va a ningún lado, ahora reposa en sí, afuera de sí, como la música. La música es el anhelo del movimiento.

Remoción

La voluntad es voluntad de movimiento. La voluntad quiere el movimiento que ella misma es. La voluntad se quiere a sí misma. Quererse a sí mismo no es entonces otra cosa que exponerse a la libertad del movimiento. El fin de la voluntad es el sin fin de la libertad. Por eso puede la voluntad querer el infinito en un fin, la realización finita del infinito, el propio fin contra todo otro fin que impida su infinitud, y en consecuencia la abolición del infinito, del movimiento infinito y sin propiedad que ella misma es, es decir, en el límite, la abolición de sí misma. Es el principio del mal. El mal es la remoción del movimiento, es el movimiento convertido en su propia conmovida remoción. El movimiento ya no mueve. Reducido a fuerza, a una pluralidad de fuerzas ominosas, apremiantes, abrumadoras, gravísimas, cuya dirección las flechas señalan inequívocamente (La guerra avanza hacia una vecindad, 1914; Una vista de la seriamente amenazada ciudad de Pinz, 1915; Hombrecillo acosado, 1919; Lugar

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alcanzado, 1922; Tragodia, 1933), ahora solamente se abate, sacude, retuerce, confunde y destroza los cuerpos (Sueño de una lucha, 1924; Arrebato de miedo III, 1940); a veces doblega su movimiento (Esta estrella enseña a inclinarse, 1940), a veces lo arrebata, es decir, o bien lo provoca, lo desata sin liberarlo a una sola y plural violencia sin fin (El hombre furioso, 1922) o bien lo dispersa en la agitada desorientación de la conmoción (Danzas causadas por el miedo, 1938); a veces simplemente lo excluye, lo tacha (Tachado de la lista, 1933), lo margina (Una dama al margen, 1940) o lo encierra (Cautivo, 1940), de manera que la tachadura en cruz, la frontera sin paso y la ubicua reja suceden y reemplazan a la flecha, son a la vez los signos de la impotencia actual y la infinita potencia de abolición del movimiento. El movimiento se inmoviliza a sí mismo. Es lo que se ha llamado la remoción del movimiento. La remoción es nada más que movimiento, pero es un movimiento dirigido a apartar al movimiento de sí mismo, a interrumpir el movimiento, a inmovilizarlo como movimiento. Por eso la experiencia de la remoción extrema y última no puede ser otra que la experiencia de la muerte. Si la muerte halla su figura en el rostro o la máscara (Insula dulcamara, 1938; Muerte y fuego, 1940) es porque el rostro está concebido como un rictus, es decir, como una contracción o un retraimiento, una repentina inmovilización del movimiento. El rostro expresa el movimiento en la inmovilidad. Por eso da risa. El movimiento se ríe de la inmovilidad, se ríe en la inmovilidad del rostro. De allí la ambigüedad de la muerte. Por un lado la muerte tiene el carácter petrificante del rostro. La muerte es pétrea, y petrifica a quien la mira de frente. El rostro de la muerte se alza ante el movimiento como una puerta no sólo cerrada sino también sin revés (El armario, 1940). Ante la muerte el movimiento no tiene adónde ir. El movimiento se queda ante la muerte como una cosa del pasado. Su suerte está echada, como se dice (Alea jacta, 1940): ya no puede ser el movimiento que era, el movimiento que es. La muerte constituye la imposibilidad del movimiento. Y sin embargo no hay ahí ninguna quietud sino una inquietante inmovilidad. Es la experiencia de lo imposible, es decir, la emoción de la inmovilidad ante la imposibilidad de moverse. En la imposibilidad del movimiento se afirma todavía el movimiento de la imposibilidad. Es lo que se llama la desgracia del movimiento. Pero la desgracia señala entonces también el otro lado de la muerte: no ya la puerta o el rostro sino el paso o el fuego, es decir, el puro movimiento de morir. Precisamente ahí tiene lugar la risa. Con la risa la muerte pasa más allá de sí misma. La risa decapita la cabeza de Medusa de la muerte, ridícula en su pretensión de inmovilidad (Perseo, 1905). La risa es el héroe. El héroe no vence a la muerte sino muriendo en la risa, liberando con la risa el movimiento de morir, que conduce no más allá de la muerte sino más allá de la inmovilidad de la muerte, de la remoción que significa la muerte. Más allá de la remoción última está lo remoto. Remoto se dice de aquél a quien ya no puede alcanzar remoción alguna. Remoto es el artista, el cristal, del que justamente se dice que está muerto y por eso ya no puede morir. Sólo lo remoto pinta. Sólo se pinta desde lo remoto. Desde lo remoto todo puede pintarse –aun la remoción última de la muerte, aun la inquietante inmovilidad de la desgracia.

Orden

Pintar, en el sentido general que le otorgan los profanos y que incluye el óleo y la acuarela, el lápiz y la tinta, no es otra cosa que ordenar el movimiento por encima del pathos. Ordenar no es imponer un orden a lo que no lo tiene sino recibir lo que es según el orden que le es propio. Lo que es es el movimiento. Pintar es pintar el movimiento según su orden. El movimiento es el principio rector de las artes plásticas –quizá del

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arte en general. El carácter de todos los elementos plásticos está determinado por el orden del movimiento. En primer lugar el punto. El punto constituye la forma del acontecimiento puro. Sólo a una mirada ulterior, considerado desde la línea o la superficie puede parecer inmóvil, inerte. Hay que atender al punto en su ser originario, pues es él el origen de todas las otras dimensiones. El punto así considerado es lo que se llama el punto gris. Del punto gris no puede decirse que sea, pues el ser viene de él, ni que no sea nada, pues él es ya la intensidad puntual de la nada; no es el orden sino su comienzo, ni el caos sino su idea; no es una dimensión, pues las dimensiones lo suponen, pero tiene lugar entre ellas, como el movimiento o el paso de una a la otra (devenir línea del punto, devenir superficie de la línea); no es un color, pues carece de cualidad, pero no constituye tampoco un valor, pues no es ni blanco ni negro, ni cálido ni frío, carece de temperatura; no está arriba ni abajo, ni a la derecha ni a la izquierda, sino en el centro, él es el centro, es decir, ese lugar o ese no-lugar que da lugar a todos los lugares, el ahí que todo lo recoge, que lo equilibra todo, que todo lo distribuye y adonde hay que retirarse, aun a riesgo de no poder volver más, para empezar a pintar –el comienzo o el óvulo. En segundo lugar, la línea. La línea es un punto en movimiento, resulta del libre desplazamiento de un punto o de la tensión entre dos puntos. Las líneas se clasifican según el modo de su movimiento. La línea activa (yo muevo) es la que se mueve libremente sin final alguno, como quien pasea por pasear; la línea media (soy movido) es aquélla que forma una superficie, de manera que el efecto de superficie sustituye al carácter lineal sin anularlo; la línea pasiva (yazgo por tierra) es aquélla que por su desplazamiento en un plano ha dado lugar a una forma superficial activa de la que ahora resulta un efecto subordinado. En tercer lugar, pues, la superficie. La superficie es una línea en movimiento, resulta de la tensión entre dos líneas en un plano. En cuarto lugar, siempre ya en el orden de las superficies, el valor. El valor está referido al peso, es decir, a la diferencia entre ligero y pesado, arriba y abajo, blanco y negro. El peso es diferencia de peso. Por eso no hay oposición absoluta entre blanco y negro sino a la vez un contraste y una gradación. Un contraste, en la medida en que no hay blanco sino contra un fondo negro, no hay negro sino contra un fondo blanco, no hay negro ni blanco sino gracias al paso o al movimiento del uno al otro, del uno contra el otro; una gradación, en la medida en que los opuestos absolutos son sólo los polos de una progresión o una degresión, un ascenso o un descenso, en una palabra, un movimiento, que va de la luz blanca arriba a la negra tiniebla debajo o a la inversa pasando por la neutralidad del gris central. En quinto lugar, en fin, el color. Lo propio del color no es la medida, carácter que comparte con la línea y la superficie en general, ni el peso, rasgo que comparte con el valor, sino lo que se llama la cualidad, eso que se nombra diciendo precisamente ‘rojo’, ‘amarillo’. La cualidad es aquello que diferencia a cada color de los demás. La cualidad es diferencia de cualidad. Por eso hay relación entre los colores. El problema consiste en determinar el orden de esas relaciones y la disposición de los colores según ese orden. Es un problema a la vez técnico, pues se trata de establecer la caja ideal de los colores para el uso diario del artista, y filosófico, pues se trata de formular el orden cósmico, espiritual de los colores. A esa doble exigencia responde el círculo cromático. El círculo cromático representa el conjunto de los colores según el orden de sus relaciones. Los colores del espectro, rojo, anaranjado, amarillo, verde, azul y violeta, se disponen en el círculo según la alternancia de un primario o simple y un secundario o compuesto, de manera tal que los complementarios, rojo-verde, azul-anaranjado, amarillo-violeta, quedan unidos como antípodas por los tres diámetros del círculo. Pero las relaciones entre los colores son relaciones de movimiento. Todo es movimiento en el círculo. El círculo es la figura del movimiento infinito de todos los colores. Se puede ir del rojo al verde a través del diámetro pasando

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por el gris central, o se puede recorrer la circunferencia, ir del verde al violeta pasando por el azul o del amarillo al rojo por el anaranjado, a través de un enfriamiento o un calentamiento cromático progresivo… En el círculo no existe una dirección privilegiada. El movimiento ‘hacia allá’ ha sido reemplazado por el ‘por todas partes’ del movimiento, por un movimiento sin principio ni fin. El círculo cromático restituye así el orden infinito del movimiento cósmico que el arcoirirs presentaba roto a la percepción terrena, humana. El arcoiris, en efecto, es un círculo roto, fracturado entre el violeta y el índigo, es decir, entre el violeta y el violeta, fractura infinita o del infinito, por la que pasa todo el infinito y que lo finito representa como infrarrojo y ultravioleta. El círculo cromático restaña la fractura: hace del infinito un todo y del todo un movimiento infinito. El orden plástico responde así al orden cósmico –según el principio del movimiento. Por eso puede la obra de arte ser un símbolo de la Creación y la Creación un símbolo de la obra de arte. Del mismo modo que la Creación no se hizo en un día, llevó seis, así la obra no nace de golpe, se monta pieza por pieza, igual que una casa. Y así como la Creación no consistió en rematar una forma sino en liberar el movimiento para las criaturas librando a las criaturas al movimiento, del mismo modo la obra no constituye el resultado inmóvil de su creación sino que el evento de la creación pervive en la obra como movimiento. La obra de arte nace del movimiento (desplazamiento de la mano) y se percibe en el movimiento (recorrido de la mirada); ella misma es movimiento momentáneamente detenido, o mejor, más precisamente, ordenado. El orden es la razón del movimiento. De allí el sentido de las búsquedas exactas en el campo del arte, la necesidad de los estudios de geometría, mecánica, fisiología… Pero de allí también la exigencia de abstracción. La abstracción es un principio de orden, tal vez el principio mismo del orden. La representación del objeto ‘tal cual es’ significaría el más completo desorden en la presentación y la más completa desorientación en la percepción. Para no caer en un barullo de líneas, el arte está obligado no sólo a una extraordinaria economía en la selección de sus medios plásticos y a una extrema sencillez en la construcción formal sino aun a abstraer el objeto, a abstraer del objeto aquellas líneas que lo definen, que lo constituyen como el objeto que es. El arte no presenta el objeto sino en sus líneas, líneas abstractas o de movimiento, y en consecuencia presenta medios plásticos antes que objetos. Lo que en arte, pero también vulgarmente, se llama objeto –‘estrella’, ‘vaso’, ‘flor’– es nada más que el nombre figurativo de un cristal de movimientos no figurativos que la perspectiva óptica, al atenerse a la mera visibilidad, es decir, a la apariencia, no puede sino desconocer. De allí la exigencia artística de ir más allá de la forma visible, de buscar no la forma sino la función. Se llama función al ejercicio de una forma, al que es de la forma. La función no es un atributo de la forma, es la forma la que constituye una cristalización de la función. La forma corresponde a la función, pero no se parece a ella –el pie no se parece al paso ni los pulmones a la respiración. La función permanece tácita, invisible en la forma. El arte no tiene que reproducir lo visible sino hacer visible aquello que no lo es: el que es o el movimiento. Pintar es pintar el movimiento. El movimiento es la función primera y última, es decir, una función tal que ya no puede ser referida a ninguna forma, que ya no es variable de nada: función sin función. Es lo que hay que pintar: el crecimiento de la planta, el paso del tiempo, el anhelo de la voluntad, la caída de la tarde, el ascenso de las torres… Entonces el movimiento sólo se refiere a su propia infinitud. El movimiento alcanza su orden, y ya no queda nada por alcanzar. Cuando no hay nada por alcanzar, el pathos es sólo un recuerdo. Sólo el movimiento deja atrás el pathos. Más allá del pathos está el orden del movimiento.

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Superficial

Espacio y tiempo no son condiciones a priori del movimiento. El movimiento no tiene lugar en el espacio ni deviene en el tiempo. Son el espacio y el tiempo los que llegan al ser con el movimiento y en él. El movimiento libera tiempo, libera espacio, y no libera uno sin liberar el otro. Abre a cada uno a sí mismo exponiéndolo en el otro, como el otro de sí mismo: el espacio es el lugar del tiempo, el tiempo es el momento del espacio. El espacio comienza con la línea, es decir, con el movimiento del punto. Pero con el movimiento está simultáneamente abierto el tiempo. En el punto no hay todavía, en sentido estricto, ni espacio ni tiempo, pero sí ya la virtualidad infinita, la concentración infinita del movimiento. Pensado originariamente, es decir, desde el movimiento, el tiempo no es más que un paso: el paso del tiempo (El paso, 1932; El tiempo, 1933). El tiempo es el momento del movimiento. Pensado desde el movimiento, es decir, en un sentido originario, el espacio es la instancia de aquel paso. El espacio es el lugar del movimiento. El movimiento constituye el origen del espacio y el tiempo. En cuanto orden del movimiento, la obra plástica no puede no ser también orden del tiempo, orden del espacio, orden del continuo espacio-tiempo. En primer lugar, el espacio no constituye un campo, región delimitada o extensión ilimitada pero en cualquier caso estática, que serviría de fondo a un movimiento solamente representado, ofrecido como un todo unitario y en consecuencia perceptible de una sola ojeada. Tal es el artificio de la representación. Con la representación, el arte introduce la profundidad en el cuadro, el cuadro le arrebata la tercera dimensión al mundo y el mundo se convierte en cuadro, es decir, no sólo en imagen representada sino en puro espacio representativo. Pero cuando el arte renuncia a la ilusión de la profundidad, la representación como tal ya no es posible. La bidimensionalidad extrae el fondo, adelgaza la forma, los torna indiscernibles en una única y común superficie. El movimiento ya no es el movimiento de una forma contra un fondo inmóvil sino el movimiento de la superficie misma del cuadro –el devenir del espacio. Con el movimiento entra en el cuadro el tiempo, se abre la cuarta dimensión en las otras dos. El tiempo no tiene en el cuadro nada de psicológico, no refiere a ninguna interioridad, pero tiene lugar ahí, en la superficie. Ahí hay algo así como una intimidad sin profundidad, quizá la misma de la que habla la música. En cuanto se introduce el tiempo, la música se impone como el modelo de las artes plásticas. La música libera a la plástica de su estatismo recordándole que el espacio es ya una noción temporal. Pero a su vez la plástica enseña, todavía más claramente que la música pero después de su lección y gracias al carácter espacial de su movimiento, que el tiempo no es mera sucesión lineal sino simultaneidad y pluralidad, pluralidad simultánea. En este sentido se puede decir que la polifonía plástica llega a superar a la polifonía musical, pero precisamente en la medida en que la plástica se ha hecho polifónica, es decir, en la medida en que ha llevado su espacio hasta la música, ha hecho del movimiento la música del espacio (Fuga en rojo, 1921; Las vasijas, 1921; Crecimiento, 1921; Gradación del cristal, 1921). Las relaciones de la pintura con la música son esenciales, pero lo esencial tiene lugar en la superficie. Se ha observado que Klee ve el cuadro como una página: hoja manuscrita, plano topográfico, partitura musical, y muchas veces todo eso al mismo tiempo. Los llamados cuadros-poema (Antaño salido del gris de la noche…, 1918) exponen inmediatamente el movimiento lineal y sucesivo de la escritura e imponen ese mismo movimiento a la observación convirtiéndola en lectura. Pero sucede que el poema mismo articula ya, por la sola forma del verso, el ir y el venir, el movimiento y el

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contramovimiento, y en consecuencia no sólo constituye un movimiento medido sino que hace del movimiento un principio de mesura, mide el espacio con su movimiento. La escritura deviene topografía y el poema, plano topográfico (Campos medidos, 1929; Medición individual a la altura de las capas, 1930). No se trata de abstracción pura, pero tampoco de mera figuración. Hay sin duda alusiones figurativas, señaladas ya en los títulos (Cantera Ostermundingen, 1915; Fragmentos de un lugar de Weiland, 1937), pero ello muestra precisamente que el plano es el lugar y el lugar no es sino la ‘figura’ del movimiento. Lo que describe el topógrafo son las medidas y los ritmos del terreno, los tempi del espacio. La topografía es asimismo una tempografía. De allí, una vez más, la referencia a la música, pues se trata de una grafía musical (Variaciones “el pueblo”, 1927; Bifurcaciones en cuatro tiempos, 1937). Pero por su parte dicha grafía está compuesta de signos extrañamente familiares, sea porque recuerdan objetos (cruces, estrellas, espirales) o porque semejan letras (T, Y, P, H), pero que en cualquier caso el observador no reconoce sino como antes de conocerlos, igual que palabras de ningún lenguaje que parecen aludir a un lenguaje sin palabras cuya única experiencia está en la música. No es posible figurar la música. La figuración sólo puede aludir a la música, figurar la música en el instrumento o en el instrumentista (Instrumento para música nueva, 1914; Balanceo, 1914; Salmo “soplar”, 1915; La fábrica vocal de la cantante Rosa Silber, 1922; La máquina de trinar, 1922; Trío abstracto, 1923). La música permanece inaudita, está como inaudita en el cuadro. Pero el músico resulta allí indiscernible del instrumento, pieza de una máquina musical cósmica que se confunde con el cosmos convertido en máquina, convertido en música; porque así como el músico deja de ser el agente, así también el instrumento pierde su carácter meramente instrumental para convertirse en la forma misma de la música, para devenir música, de manera que la música está ya en el devenir del instrumento, es el devenir sonoro del espacio instrumental. De allí la definición plástica de la música: la música es la espacialidad del tiempo –o la temporalidad del espacio. La música es solamente visible en el cuadro, es una música solamente visible. La pintura hace visible la música invisible. Hacer visible tal vez sea figurar, pero de ningún modo es representar. La música no está representada en el cuadro. El cuadro figura el carácter abstracto de la música, es decir, figura la música en cuanto música pura –sólo música. Ahora bien, la música es nada más que movimiento, quizá la forma del movimiento puro. Es el mismo movimiento con el que ascienden los edificios (Crecimiento cromático estático-dinámico, 1923; Arquitectura, 1923), con el que se abren las flores (Armonía de la flora nórdica, 1927; Jardín en flor, 1930), con el que se extienden o se recogen las ciudades (En el estilo de Kairuan, transpuesto a una forma moderada, 1914). Movimiento de ningún modo invisible sino precisamente visible, sólo visible, pero que no evoluciona en el tiempo ni tiene lugar en el espacio porque constituye la temporalidad del espacio y la espacialidad del tiempo y por eso no se mueve sin reposar en su movimiento ni reposa sin moverse en su reposo, como la música. Movimiento, pues, en el sentido musical del término. Es para subrayarlo que en ocasiones la superficie del cuadro se convierte en partitura (Jardín de rosas, 1920; Cuadro mural, 1924; Telón, 1924; Camello en bosque rítmico, 1924; Jardín en flor, 1924). Cualquier superficie figurada en el cuadro puede asumir ese carácter, pero el privilegio lo tiene el jardín. El jardín es el lugar de la música (Un jardín para Orfeo, la pluma y la acuarela, ambos de 1926), es decir, no sólo su fondo sino su tener lugar, a tal punto que ambos resultan ahí indiscernibles (Pastoral (Ritmos), 1927 –ejemplar, pues ante esa sola página, sin superposición alguna, se está a la vez ante un tapiz, ante el jardín figurado en ese tapiz, ante la topografía de ese jardín, la música de esa topografía, la partitura de esa música, el dibujo de esa partitura…). El fondo es la superficie misma. Ello es evidente ya en los

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cuadros-poema, en los que la linealidad de la escritura se rompe en favor de la singularidad de cada letra inscripta en el interior de un cuadradito de color, permitiendo de ese modo que por su parte los cuadrados instituyan una nueva sintaxis, independiente de la supuesta sucesividad lineal de la escritura alfabética y fundada exclusivamente en la diferencia de cualidad cromática, sintaxis rítmica o rítmico-plástica que constituye el principio de lo que serán los cuadrados mágicos (Sonido antiguo, 1925; Rítmico, 1930; Ritmos más estrictos y más libres, 1930), que, desde esta perspectiva, no significan otra cosa que la liberación del fondo, la indiscernibilidad de fondo y forma, es decir, la música –el movimiento en la superficie.

Romántico

El movimiento constituye el criterio que permite, sin consideraciones extrañas al arte, por ejemplo la consideración histórica, distinguir entre esos dos modos o ‘movimientos’ artísticos que se denominan ‘clasicismo’ y ‘romanticismo’. Desde la perspectiva del movimiento, es decir, desde el punto de vista de la mecánica plástica, resulta evidente que la tradicional oposición de lo clásico y lo romántico no es fundamentalmente otra que la oposición entre lo estático y lo dinámico. El clasicismo es por definición estático, o mejor, el movimiento es en él una función del reposo. El reposo es el fin del movimiento. Por eso el movimiento clásico es finito. En sí mismo, el movimiento constituye un principio de desorden. El orden está en el reposo. El fundamento del orden es la obediencia a la ley de gravedad, precisamente en la medida en que no es posible desobedecerla. El orden consiste en afirmar la gravedad, en no afirmar sino la gravedad, de manera de armonizar con ella, residir en ella, habitar según su principio. El lema del clasicismo es: ‘Permanecer de pie contra todas las intenciones de caer’. Caer es no sólo el efecto, tarde o temprano el único efecto, sino el carácter mismo, el ser mismo del movimiento. Caer es el nombre de la involuntaria obediencia del movimiento a la ley de gravedad. El movimiento afirma la gravedad, no podría no hacerlo, pero la afirma en el desorden y como desorden. Por eso el reposo está llamado a dominar y a subordinar el movimiento. El movimiento se convierte en el clasicismo en un medio, un medio de equilibrio frente a las fuerzas externas que intentan hacernos caer y un medio de resistencia a las propias fuerzas que pretenden llevarnos más allá de nuestra capacidad de equilibrio. El movimiento clásico es un contramovimiento, un movimiento vuelto contra sí mismo, inmediatamente anulado en sí mismo, resuelto en su sí mismo, que es el reposo. El reposo es la razón del movimiento. Tal el orden clásico. El romanticismo, en cambio, sólo puede definirse como dinámico. El dinamismo romántico es un dinamismo infinito. El romanticismo introduce el infinito en el movimiento, experimenta el movimiento como infinito. El movimiento constituye el auténtico pathos del romanticismo. Pero ello significa que el romanticismo solamente padece el movimiento. El movimiento se padece románticamente como deseo. Deseo es movimiento, sin duda, pero el movimiento del deseo es nada más que deseo de movimiento. El deseo experimenta el movimiento como privación y el movimiento se afirma en el deseo como ausencia. El movimiento es la pasión del deseo, y sin embargo, precisamente por ello, el deseo es lo otro del movimiento, y en consecuencia lo otro de sí mismo, el desgarramiento, en sí mismo, de él mismo y lo otro. El pathos es la forma del movimiento en el deseo. El movimiento tiene en el deseo la forma de la tensa contradicción entre la potencia y la impotencia, la libertad y el sometimiento, el movimiento y la gravedad. De allí el carácter trágico del romanticismo. El lema del

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romanticismo es: ‘Despegarse de la tierra, escaparse de sí mismo’. El yo romántico reconoce en sí el movimiento como deseo de movimiento y en el deseo el movimiento que él mismo es; y sin embargo está obligado a reconocer también en sí mismo el principio de gravedad o de impotencia que el deseo no hace más que testimoniar y en el deseo precisamente aquello que lo separa indefinidamente del movimiento y en consecuencia separa al movimiento de sí mismo y a sí mismo de sí. El punto de vista del romanticismo es el de un yo todavía terreno, humano, tan incapaz de alcanzar el movimiento infinito como de renunciar a la voluntad finita que lo quiere, es decir, incapaz de ‘morir’ en lo infinito, y por eso desgarrado en su impotencia. Es ese desgarramiento el que impide cualquier ethos romántico. Si el ethos clásico podía definirse como la habitación del orden finito, el romanticismo es solamente el pathos del infinito. El pathos define la experiencia romántica del infinito desgarramiento de lo finito. En ese inhóspito sitio el romanticismo insiste infinitamente. Es su único, insostenible ethos. Es preciso sin duda ir más allá del romanticismo, llevar al romanticismo más allá de sí mismo, hacer de él un romanticismo cósmico, frío, sin pathos. Sin pathos quiere decir sin contradicción. La primera contradicción es la contradicción entre el yo y el cosmos, sea que se interprete al yo como el principio del movimiento y al cosmos como la materia que se le resiste o, a la inversa, al cosmos como la potencia infinita del movimiento y al yo como su actualización solamente finita, es decir, finalmente, como impotencia. Pero en cuanto se reconoce que todo es un solo movimiento, que el movimiento es el que es de todo, la contradicción cesa. El yo y el cosmos se funden en un movimiento que ya no puede llamarse interior ni exterior porque es la intimidad del infinito. La fusión, en efecto, no es ni la efusión del yo en el infinito ni la infusión del infinito en el yo ni la mera confusión de ambos sino el austero, frío recogimiento del yo en el centro del movimiento y la infinita liberación de un movimiento sin centro. El yo se reduce al lugar o el punto de vista del movimiento (es lo que se llama el cristal), de manera que el movimiento no sólo no tiene su centro en el yo, no es egocéntrico, sino que no tiene centro, es infinito. Y el infinito tampoco está ante el yo como el objeto de su deseo. El yo no tiene aquí nada que desear, no tiene que ir a ninguna parte, pues está en el centro del movimiento. Ahí ha muerto el deseo. Pero sin deseo no quiere decir sin anhelo. El anhelo (Sehnsucht) es la emoción del movimiento, no el ansia del yo. Con el anhelo muere el deseo, es decir el pathos, y el movimiento alcanza su orden, su ethos, su música. El orden del movimiento más allá del pathos es la obra del nuevo romanticismo.

Cristal

El estilo es el yo, pero yo es el cristal. ‘Yo, el cristal’. El cristal no es el yo diurno, aquél a quien se reconoce por sus atributos, se hace reconocer en ellos, en ellos se expresa, se tensa, y de ese modo a la vez se dispersa en el mundo y simpatiza con sus criaturas; al contrario, el cristal es una transparencia sin cualidades, una transitividad inexpresiva, solo lugar de paso del cosmos. El cristal es el punto de vista del movimiento. Pintar es alcanzar el punto de vista del cristal, devenir el cristal, es decir, situarse en el ojo del movimiento. Por eso en el devenir del cristal, en la cristalización, hay un ojo (Gradación del cristal, 1921; cfr. Mirada desde el rojo, 1937; El ojo, 1938; Contemplando, 1938; Ojo rojo, 1939). El ojo mira, pero es en él que se ve; y lo que se ve en él es lo invisible: el movimiento. El cristal hace visible lo invisible. Pero alcanzar el ojo del movimiento, devenir el cristal, exige recogerse en la lejanía, convertirse en la proximidad de la lejanía, y por eso a la vez hacerse inalcanzable en este mundo y mirar

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el mundo desde su intimidad inalcanzable. Es la remota piedad del cristal. El cristal ha dejado atrás este mundo; ha muerto, y sólo por eso ya no puede morir. Su vida es ahora simplemente la vida, es decir, la afirmación del movimiento, pues el movimiento mismo no es entonces otra cosa que el fuego helado del cristal, ese fuego con el que arden los muertos y los no nacidos. El cristal es el intervalo del movimiento en el presente del mundo. El movimiento tiene lugar en el cristal. Por eso se habla de una gradación del cristal o de un cristal de movimiento y no de un movimiento cristalizado. El cristal no tiene la forma del yo, es el yo el que tiene que llegar a ser el cristal. Yo es el ejercicio del cristal. Se puede definir el ejercicio como la práctica de un medio sin fin. Crecer, por ejemplo –en cuanto crecer no es lo mismo que hacerse grande. El yo no es sino que deviene el cristal, pero ese devenir ya es el cristal, la cristalización o la gradación del cristal. Si es cierto que el estilo es el yo pero que el yo tiene que encontrar su estilo, encontrarse todavía a sí mismo en su estilo y encontrar el estilo que es sí mismo, y si es cierto que uno encuentra su estilo cuando descubre que no puede hacerlo de otra manera, es decir, cuando encuentra en el movimiento de la búsqueda el estilo que buscaba, y si se admite, por último, dar el nombre del cristal al yo del estilo, será fácil reconocer que el estilo es el ejercicio del cristal.

Abstracto con recuerdos

La abstracción no es el resultado de un procedimiento operado en la forma sino la liberación, independientemente de toda referencia figurativa, de las relaciones plásticas puras, es decir, de las relaciones inmanentes y constitutivas de las artes plásticas, relaciones entre claro y oscuro, cálido y frío, largo y corto, arriba y abajo, etc. La cosa de la pintura es la cosa de la pintura, no la cosa del mundo. Cosa es aquí el jardín de acuarela, la mujer de carbón, pero también el abrazo espacioso, la vasija en fuga, el crepúsculo cromático. Si se trata de un jardín y no de una simple superposición de cuadrados, de un crepúsculo y no de un mero descenso en la temperatura cromática es porque cualquier ordenamiento abstracto o bien suscita de inmediato en el observador la interpretación figurativa o bien inspira ya en el artista atributos figurativos que vienen a compensar tal vez la indigencia formal del cuadro, a equilibrar la composición. La abstracción no es pura, pero la figuración es un efecto de la abstracción. Ese efecto, suscitación o inspiración, es lo que se llama el recuerdo. La composición abstracta recuerda la forma figural (‘es un jardín’, ‘es un globo’), de manera que la figuración no es más que el recuerdo, es un recuerdo de la abstracción. Podría decirse que se pinta no la cosa sino el recuerdo de la cosa (Recuerdo de un jardín, 1914). El cuadro es el lugar del recuerdo. Las cosas vienen al cuadro desde la lejanía del recuerdo, pero el cuadro es la presencia de las cosas en tanto recordadas, el ahí de aquella lejanía. De allí toda la diferencia con el impresionismo. El impresionismo se define por el presente de la sensación, la superficialidad de lo sensible y el goce en la sensibilidad. Pero aquí al goce se opone la alegría, a la inmediatez la lejanía, al presente el pasado, a la impresión el recuerdo. Ello es particularmente notable en las acuarelas. Si la virtud de la acuarela está en esa transparencia que deja ascender el fondo a la superficie y abandona la superficie a una lenta disolución en la ausencia de fondo, entonces aquí la virtud de la acuarela no sólo es preservada sino que es liberada infinitamente en favor de lo abstracto. Allí son la materialidad y la composición formal del cuadro y no únicamente el paisaje figurado, que no es más que un efecto de la construcción geométrica y la transparencia cromática, las que adquieren el carácter distante e inasible propio de la acuarela. Aun aceptando que se trate de pintar la atmósfera, por ejemplo el viento cálido

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de los alpes en el jardín (Foehn en el jardín de Marc, 1915), de ningún modo se trata del viento tal como sopla ahora y la sensibilidad lo siente sino tal como sopló antaño y el color lo recuerda. Se ha observado que el color no importa en tal caso por el tono, es decir, no está subordinado a la unidad tonal de la atmósfera, sino que importa por el timbre, esto es, por la singularidad incomparable e irrepetible, solitaria y abstraída de su ocurrencia en el cuadro. Cada color es como el recuerdo de sí mismo, recuerdo del color que era o del color que tendrá que volver a ser en un sistema cromático para siempre diferido (Ante las puertas de Kairuan, 1914; Vista de Kairuan, 1914; Salida de la luna St. Germain, 1915). La percepción ya es recuerdo, o mejor aún, el recuerdo percibe. Sólo se pinta de memoria, aun cuando se pinte del natural. Por eso en ocasiones los cuadros parecen postales. Son los presentes del recuerdo (Jardines del templo, 1920; Jardines del Sur, 1936). Del presente no hay ni puede haber sino recuerdo; sólo recuerdo y ninguna impresión. El mundo es una cosa del pasado. En este mundo, en relación a estas cosas y aun con respecto al yo, que es siempre el yo del mundo, el artista vive en el recuerdo. Ello tiene aun una razón fáctica, es decir histórica: hoy no es posible vivir en el mundo. Un mundo feliz produce un arte inmanente (es el impresionismo, llamado con toda justicia ‘el arte de la felicidad’), pero un mundo terrible, un mundo que se ha convertido en la ruina de sí mismo, un mundo inhabitable, conduce al arte a la abstracción. La abstracción es la mirada del recuerdo. El artista ve este mundo desde más allá de la muerte –junto a los muertos y los no nacidos. Ha dejado atrás el mundo, pero lo recuerda, lo abraza en el recuerdo (Abrazo, 1939). El recuerdo es ese lejano amor, amor sin cordialidad ni posesión pero de una frialdad incandescente, que se llama piedad. El recuerdo es la piedad del cristal. En el cristal la cosa se recoge en el amor del recuerdo. ‘Alfombra’, ‘Nieve’, ‘Jardín’, ‘Ventana’ son nombres del recuerdo. Es el recuerdo el que nombra. Nombrar no es designar una cosa presente, pero tampoco hacer presente en el sentido de representarse una cosa ausente. Nombrar es abrazar la ausencia, guardar el pasado: recordar la cosa. La cosa no sólo viene al recuerdo en el nombre, sino que viene al nombre en el recuerdo. El nombre de la cosa en el cuadro es lo que se llama el título del cuadro. El título es el nombre del cuadro, no de la cosa, pero es el nombre del recuerdo de la cosa, de la cosa en el recuerdo. El cuadro recuerda la cosa. Pero en el cuadro es la cosa la que se acuerda de aquéllos que miran el cuadro, es ella la que los mira desde el recuerdo (Alfombra del recuerdo, 1914). Todos esos signos, todas esas letras, soles, triángulos, flores, cruces, números, estrellas, hacen señas desde el recuerdo, son las señas del recuerdo. Hemos olvidado su sentido, tal vez porque su sentido es el olvido; pero en ellas el olvido todavía nos recuerda, ellas nos recuerdan desde el fondo del olvido. De allí el aspecto a la vez íntimo y distante, secreto y familiar de las cosas en el cuadro. El cuadro es el lugar del recuerdo.

Ciudades

El cuadro es un plano del movimiento, y por eso a la vez una topografía y una tempografía. El plano es doble en su simplicidad. Por un lado es el plano de lo recordado en el cuadro; por el otro es el plano del cuadro mismo, de la composición abstracta que es el cuadro (cfr. por ejemplo Crecimiento en un viejo jardín, 1919 y Crecimiento, 1929; Las vasijas, 1921 y Fuga en rojo, 1921). Ahora bien, el plano no está dado, hay que hacerlo. Quien traza el plano es el movimiento mismo del cuadro. Podemos llamar a ese movimiento el viaje. El cuadro es el viaje. (Sólo por eso mirar un cuadro puede ser también viajar, proseguir la ruta señalada en el plano). El viaje está

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encaminado a la habitación del movimiento. Habitar el movimiento es hacer del infinito una estancia y del movimiento una habitación. El viaje es el movimiento del movimiento hacia el movimiento. El movimiento viaja hacia esa región de la que no deja de venir: la región del movimiento infinito. A esa región pertenecen las ciudades de Klee. Ellas son los recuerdos de esa región, que sólo existe en el recuerdo. Por eso el viajero se queda a sus puertas, aunque alguna vez una flecha lo invite a entrar (La puerta, 1914; Ante las puertas de Kairuan, 1914; Antigua ciudad sobre el agua, 1924; Arquitectura de una vieja ciudad, 1924; Barrio de los templos de Pert, 1928). Son ciudades sin interior, estrictamente impenetrables, pero impenetrables por superficiales, pues tampoco esconden nada, al contrario, exponen sin reparos su irreparable intimidad (Villa R, 1919; Parte de G, 1927). Por eso aquél que está a sus puertas ya entró y aquél que pasea por sus calles todavía las mira desde afuera, y unos y otros no permanecen ni afuera ni adentro sino precisamente en la intimidad del afuera, en intimidad con el afuera. Pero como son ciudades sin profundidad, como les falta la dimensión subjetiva del espacio y en consecuencia carecen del más mínimo espesor existencial, no es posible tener de ellas ninguna vivencia, no permiten ninguna empatía. Son ciudades sin pathos, lo que no quiere decir sin emoción. Al contrario, resultan conmovedoras en su simplicidad, con su arquitectura plana, ‘dibujada’, en ocasiones ‘escrita’, como si en ellas se tratase de habitar un dibujo o una letra, o lo que tal vez es lo mismo, como si ellas no tuviesen otra existencia que la existencia de su nombre, la existencia del recuerdo de su nombre. Por eso a veces basta con pintar el libro o el muro que las recuerdan (Cuadro mural, 1924; Página del libro de la ciudad, 1928), pues ellas son las ciudades del recuerdo –las ciudades de los niños y los ángeles, los títeres y los trapecistas, los muertos y los no nacidos. Hay lugar en ellas para todos, salvo para nosotros.

Humor

Se puede llamar tragedia al pathos de la discordia entre el anhelo de elevación como principio espiritual y la impotencia propia de la gravedad como principio corporal (Tragodia, 1933). La tragedia es la experiencia de una lucha cuyo fracaso está en el fondo preparado por la fuerza misma que pretende triunfar. Aquél que no tiene alas no vuela, vuela el que tiene dos alas. Pero solamente el que tiene una sola se cuida de volar, sólo él puede querer volar. Lo que parecía trágico resulta ridículo. Es ridículo querer volar con una sola ala, pretender llegar al cielo con una escalerita (El héroe con el ala, 1905; Ascensión, 1923). La tragedia esconde en sí misma una comicidad de la que parece no saber nada. Toda tragedia es ya tragicomedia –la tragedia de lo finito fallando lo infinito, la comedia de lo finito perseverando en ese fracaso. Da risa. Pero no es la risa mordaz, correctiva o destructiva pero en cualquier caso disgustada y sufriente de la sátira. Es una risa tierna, tal vez la risa de la ternura. Observada de cerca, o de lejos, la tragedia resulta ciertamente ridícula, pero no porque constituya un error lamentable o un extravío fácil o difícilmente corregible sino sólo porque está fundada en una contradicción irreparable, como si al héroe se le hubiese asignado un destino erróneo o él fuese el sujeto erróneo de un destino que sin embargo sigue siendo el suyo. Si hay una lección de la tragedia, ésta consiste en decir que irreparable es la condición misma de la criatura. Por eso aquél que se ríe de lo irreparable no sólo no se burla (¿cómo burlarse de lo irreparable?) sino que no ríe del otro sin reír de sí mismo, ríe de sí en el otro, y de ese modo triunfa sobre el pathos trágico. Es lo que se llama el humor. El humor no es la superación de la tragedia sino la afirmación de su insuperable ridiculez.

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Se ha dicho que el humor lo vence todo, pero ello incluye en primer lugar la ilusión de vencer. Ciertamente, es la risa del humor la que le corta la cabeza al Sufrimiento (Perseo, 1905), pero al sufrimiento en cuanto se quiere último, pues a esa decapitación tampoco sucede la bienaventuranza. Considerados en su pureza sin mezcla, es decir, en su ser inmóvil, felicidad y desdicha son igualmente ilusorias, son la ilusión de la inmovilidad. Por eso la patria del humor lleva el inestable pero equilibrado nombre de Isla dulcamara (Isla dulcamara, 1938). El humor es el ethos del pathos. El pathos es la tensión del movimiento en cuanto dirigido a un fin. El fin del movimiento es el movimiento infinito. El pathos es la tensión al infinito. Pero lo infinito sólo tensa lo finito en la medida en que resulta inalcanzable para lo finito, e inalcanzable sólo puede ser aquello que constituye un fin. Ahora bien, precisamente porque lo infinito no es un fin, lo inalcanzable no es algo por alcanzar. Lo finito jamás alcanzará su fin porque ya está en él antes de empezar. Por eso es tan ridículo lamentarse por no alcanzar el fin como creer que se lo ha alcanzado en un momento decisivo (Corredor en la meta, 1921), pues el fin es el movimiento mismo –el paso al infinito. Es la lección del humor. El humor no supera lo ridículo, pero lo eleva al infinito. Entonces lo ridículo, y sólo él, toca lo sublime. Ese toque es el humor. El humor es la afirmación infinita del movimiento. Por eso sus actores, todos esos equilibristas, músicos, atletas, ángeles, incomprensibles hombrecitos, son seres en camino, en devenir (El hombre aproximativo, 1931; El hombre futuro, 1932; Ángel en devenir, 1934; Ángel todavía tentativo, 1939; Ángel incompleto, 1939; Ángel pretendiente, 1939; En camino todavía maleducado, 1939; Casi capaz de volar, 1939), todavía inexpertos, inmaduros, ingenuos, tímidos aunque valerosamente alegres, y a la vez cansados, graves, melancólicos, inescrutablemente sabios, como aquéllos que han caminado mucho y ya no quieren, ya no pueden querer caminar más (Ángel olvidadizo, 1939; Ángel pobre, 1939; Ángel sabio, 1939; Llora, 1939), y todavía sin embargo llenos de esperanza, como si en verdad recién comenzaran, no hubieran acabado de comenzar (Ángel lleno de esperanza, 1939; Ángel de la estrella, 1939), igual que niños (Ángel en el jardín de infantes, 1939; Ángel cascabel, 1939), o adultos que no tienen otro porvenir que la infancia, que no tiene porvenir (Busto de un niño, 1933; Otra vez infantil, 1939), todos igualmente libres del fin y la voluntad del fin, y por eso siempre en el medio, en camino o en el cruce de los caminos, continuamente en crisis (Crisis de un ángel, 1939), es decir, en movimiento, simplemente ellos mismos y sin embargo no todavía éste o aquél, sólo criaturas, reducidas a los rasgos elementales de la forma ideal cualquiera del dibujo en el que existen y consisten por entero y cuya gravedad ligera, cuya ligereza grave constituye lo que apresuradamente tal vez se llamará su carácter, su ethos –la habitación del movimiento, o el humor.

Agosto 2007