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1. INTRODUCCION: ¿A qué llamamos violencia escolar? Por Miriam Kriger Del sentido común al buen sentido. ¿Violencia escolar? Así, entre signos de interrogación, parece más fácil invitarlos a compartir la experiencia de este curso. Como pudimos ver en nuestra primera clase, junto a Diana Milstein, preguntarnos acerca de la “violencia escolar” como situación, como problemática o como condición, implica deconstruir la seudoevidencia del concepto para acercarnos al proceso de construcción de los múltiples significados y de la historia en que se funda. Al respecto y en la senda de Bourdieu, recordemos que el poder de nominación se encuentra en el centro de las disputas por el poder simbólico. En este sentido nos dice Di Leo (2008) que “el debate que viene dándose desde hace más de diez años en todo el mundo acerca de lo que debe ser llamado ”violencia escolar ”constituye una lucha simbólica” (op. cit: 18). Y otra investigadora de este campo, Carina Kaplan, nos dice que aquí “la violencia vinculada al ámbito de lo escolar es un territorio de búsquedas más que de certezas” (Kaplan, 2008:20). Sin embargo, y a pesar de la indefinición del concepto y el campo de estudios, en la comunicación cotidiana solemos entender a qué se alude cuándo se habla de “violencia escolar”.Me refiero a que precisamente tratándose de una noción tan polémica, es notable cómo su representación social se encuentra bastante hegemonizada, en gran medida a través del discurso de los medios de comunicación. Encontramos que su significado más extendido está asociado por una parte, a noticias sobre hechos homicidas graves -verdaderas masacres- que vienen teniendo lugar esporádicamente en escuelas de diferentes lugares y países del mundo, y en los cuales la escuela misma, y en general todos sus actores sin distinción de roles, suelen ser víctimas. Por otra parte, también se vincula el término con una cierta percepción de anomia e inseguridad social crecientes, ligados con procesos locales específicos y con el discurso de la inseguridad ciudadana, que ha adoptado en nuestro ámbito una clave crecientemente moralista y anti-política. De modo que la representación social hegemónica de la ”violencia escolar” parecería articular una dimensión global de la problemática -que se expresa a través de episodios catastróficos que se repiten en lugares muy distantes, sin otra conexión entre sí que el

Kriger Escuela y Violencia

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1. INTRODUCCION: ¿A qué llamamos violencia escolar?

Por Miriam Kriger Del sentido común al buen sentido.

¿Violencia escolar? Así, entre signos de interrogación, parece más fácil invitarlos a

compartir la experiencia de este curso. Como pudimos ver en nuestra primera clase,

junto a Diana Milstein, preguntarnos acerca de la “violencia escolar” como situación,

como problemática o como condición, implica deconstruir la seudoevidencia del

concepto para acercarnos al proceso de construcción de los múltiples significados y de

la historia en que se funda.

Al respecto y en la senda de Bourdieu, recordemos que el poder de nominación se

encuentra en el centro de las disputas por el poder simbólico. En este sentido nos dice

Di Leo (2008) que “el debate que viene dándose desde hace más de diez años en todo el

mundo acerca de lo que debe ser llamado ”violencia escolar ”constituye una lucha

simbólica” (op. cit: 18). Y otra investigadora de este campo, Carina Kaplan, nos dice

que aquí “la violencia vinculada al ámbito de lo escolar es un territorio de búsquedas

más que de certezas” (Kaplan, 2008:20).

Sin embargo, y a pesar de la indefinición del concepto y el campo de estudios, en la

comunicación cotidiana solemos entender a qué se alude cuándo se habla de “violencia

escolar”.Me refiero a que precisamente tratándose de una noción tan polémica, es

notable cómo su representación social se encuentra bastante hegemonizada, en gran

medida a través del discurso de los medios de comunicación.

Encontramos que su significado más extendido está asociado por una parte, a noticias

sobre hechos homicidas graves -verdaderas masacres- que vienen teniendo lugar

esporádicamente en escuelas de diferentes lugares y países del mundo, y en los cuales la

escuela misma, y en general todos sus actores sin distinción de roles, suelen ser

víctimas. Por otra parte, también se vincula el término con una cierta percepción de

anomia e inseguridad social crecientes, ligados con procesos locales específicos y con el

discurso de la inseguridad ciudadana, que ha adoptado en nuestro ámbito una clave

crecientemente moralista y anti-política.

De modo que la representación social hegemónica de la ”violencia escolar” parecería

articular una dimensión global de la problemática -que se expresa a través de episodios

catastróficos que se repiten en lugares muy distantes, sin otra conexión entre sí que el

estar dirigidos contra “la escuela”- con una dimensión local que tiene expresiones

menos espectaculares y más difusas, y que estaría dando cuenta de un proceso de

deterioro creciente de las condiciones de seguridad en las escuelas, que reflejaría un

problema más amplio de la sociedad.

Estas dos significaciones son muy diferentes y hasta parecen señalar enfoques

antagónicos. Sin embargo no es así, y por el contario vertebran una ambivalencia

altamente funcional a lo que podríamos llamar el “sentido común” del fenómeno, a

diferencia de lo Gramsci denominara “el buen sentido”, que rige la crítica intelectual.

Veamos cuál puede ser su punto de encuentro.

La dimensión global-episódico-catastrófica es la que brinda el marco paradigmático, la

estructura que contiene la notable excepcionalidad y la predecible recurrencia de las

masacres, la que “atestigua” el peligro y mantiene el estado de alerta frente a la amenaza

permanente de “lo irracional” o inhumano. Es en este nivel donde la “violencia escolar”

se objetiviza, se convierte en un dato epocal de escala planetaria, pero no localizable

(puede darse en los lugares más diversos, en otros países o en el propio, como sucedió

con Carmen de Patagones) Es además altamente resistente a las explicaciones

sociológicas tradicionales, y por ende a su previsión mediante políticas específicas. En

este nivel se construye el significado de la “violencia escolar” más anclado a la

fatalidad, que horroriza casi sin distinción a los sobrevivientes y a quienes diseñan

políticas públicas; como lo ilustran las palabras Angela Merkel, la máxima autoridad

alemana, pronunciadas el 11 de marzo último a raíz de la matanza de 17 personas

perpretada en Winningen por un ex alumno en su colegio: “Como todo el mundo en

Alemania, estoy horrorizada, trastornada y estupefacta por lo que ha ocurrido" (Diario

El país global, 11 de marzo del 2009).

Por su parte, en el nivel local, la representación de la ”violencia escolar” se presenta

como una tendencia, una situación o un proceso permanente pero difuso, que refleja el

agravamiento y el avance de la crisis social y de la “desobediencia” al interior de la

institución central en la reproducción de la normatividad.

Casi como una paradoja o un oximorón, esta significación de la “violencia escolar”

representa algo así como el absurdo, una suerte de “cambalache” sin ironías, que viene a

anunciarnos sin más el final de una cierta civilización alcanzada pero siempre acechada

por la posibilidad de regresión a la barbarie.

La presencia de estos temores genera una creciente sensación de inseguridad, que

además suele ser asociada a los cambios en los climas sociales, y con los cambios en la

estructuración socioeconómica de la población escolar en la última década. En este

sentido, la ”violencia escolar” local aparece como evidencia de la degradación de

escuela, permeada por una conflictividad social que no puede resistir y que la vulnera

no sólo en su autoridad, sino en su legitimidad. La escuela se vuelve impotente, se

convierte en “galpón” (Corea y Duschatzky, 2002), donde se despliega el fantasma una

violencia ejercida por inadaptados indadaptables, sujetos y grupos que la escuela no

puede controlar ni civilizar, y que ponen en riesgo a quienes aún son “educables”.

Ahora bien: ninguna de estas dos dimensiones de la representación de la” violencia

escolar” ligadas a su “sentido común” parece conducir a una comprensión social del

fenómeno, sino que –como señala Kaplan- la ambigüedad de la noción de “violencia

escolar” parece estar principalmente ligada a “cumplir funciones sociales de instalación

de ciertos discursos criminalizantes e inidividualizantes” (op. cit: 21).

Por eso mismo, tampoco ninguna de ellas abre la posibilidad a una acción colectiva que

permita afrontar la “violencia escolar” como hecho social, lo cual requiere un

reconocimiento de su dimensión histórica. O sea: que si bien el sentido común aumenta

mucho la visibilidad del fenómeno, sesga al mismo tiempo la posibilidad de construir

una mirada comprensiva y significativa sobre él.

Pero sobre todo, aquello que tienen en común los dos términos que componen la

ambigüedad tal como la he presentado aquí es que promueven una interpretación

unidireccional y restringidamente moral de la “violencia escolar”, incapaz de dar una

respuesta ética ni política a la misma. Me refiero a lo que, adoptando las definiciones de

Scavino (1999), define a la conducta moral como la que cumple con las exigencias,

imperativos o mandatos de roles establecidos; y, a diferencia de ella, al ethos político

como práctica centrada en las luchas y negociaciones en torno a la definición e

institución de estos roles. Dicho en otras palabras: mientras la responsabilidad moral se

refiere principalmente a actos concretos y actores individuales de sujetos particulares, la

responsabilidad política alude a las ‘posibilidades’ de la acción colectiva (Ruiz Silva,

2007: 48).

Esta limitación de la representación hegemónica de la “violencia escolar” está, a mi

entender, subyacentemente ligada a la interpretación más general que –como nos dice

Scavino- recibió la crisis de fin de siglo en Argentina (tiempo que él denomina “la era

de la desolación”), configurando una suerte de “mapa cognitivo” que orientaría los

modos de pensar el sistema político en los siguientes años. De acuerdo con él, es posible

postular que la crisis social, económica, política e ideológica que afectó a nuestro país

(y me animo a decir que es posible hacerlo extensivo a América Latina como región)

fue fundamentalmente una crisis moral y no una crisis ética.

Es cierto: el fracaso de los proyectos nacionales tal como se vivió entre los 90´ y la

amenaza de una recaída en la crisis tal como se vive en la actualidad, suelen ser

pensados como resultado de un déficit moral. Vale decir: como consecuencia de la

corrupción política o de la deshonestidad de quienes ejercen la función pública, y no

como resultado de “la estructura misma de una sociedad que no puede no conducir a sus

miembros a la desesperación, el terror y la miseria material y ética, más acá o más allá

de la mayor o menor inmoralidad de sus gobernantes” (Scavino, 1999: 12). Esta visión

moral restringida (moralista acaso) no es simplemente no-política: es sobre todo

profundamente despolitizante. Y, como tal, obtura el desafío que nos plantea “el

derrumbe de todo ethos de solidaridad y proyecto en común para la construcción de una

polis justa” (op.cit.).

Ahora bien: si llevamos todo lo dicho al plano de la problemática conocida como

“violencia escolar” y su representación hegemónica en el su sentido común, diremos

que la percepción de tal “violencia” se interpreta en relación con la “mala conducta” y

la desobediencia de los alumnos, y –de modo especular se proyecta como falta de

“autoridad” y de “seguridad” en la escuela. Sin embargo, en esta representación brilla

por su ausencia una comprensión más amplia de la relación constitutiva y originaria

entre escuela y violencia, que de cuenta entre otras cosas de por qué se correlaciona sin

mayores explicaciones a “la autoridad” con “la seguridad” y no se la presenta como lo

que es, vale decir: como una crisis de legitimidad. Crisis que se hace evidente no porque

inaugure una nueva relación entre violencia y escuela, sino porque expresa el cambio de

dirección de tal violencia, subvirtiendo el orden de las disciplinas y generando un

desorden que aparece como intolerable.

Es por ello que la “violencia escolar” se convierte en una problemática social en los 90´,

el momento en que la escuela, abandonada por el Estado, no logra conservar el

“monopolio de la violencia” que éste le transfería hasta entonces; cuando la escuela

pierde la capacidad de administrar funcionalmente la violencia al servicio del “orden y

progreso”. En suma: cuando avanzan los procesos de desciudanización (Svampa, 2004)

y la escuela pasa a ser quien padece la violencia bajo la forma de “incivilidad” (Elías,

1987).

En esta línea, se postula la “violencia escolar” en la medida en que se pone en duda la

capacidad de la institución para lograr una socialización disciplinaria, para contener

“entre sus muros” a los sujetos que –se teme- acaso ya no puede categorizar ni “educar”,

ya no puede civilizar ni… emancipar.

2. ESCUELA Y VIOLENCIA

Civilización o emancipación?

La “violencia escolar” como problema académico es llamativamente reciente. Diversos

investigadores (Kaplan, 2008; Kornblit; 2008, Di Leo, 2008) coinciden en que este

campo de estudios no tiene mucho más que una década de conformación en el plano

internacional, y que su surgimiento estuvo ligado directamente al desarrollo de

políticas públicas en respuesta a la demanda social y a la creciente visibilidad del

fenómeno a partir de los años 90´.

Pese a ello, en el libro “Violencias en plural”, Carina Kaplan toma como punto de

partida los conceptos de “civilización” de Norbert Elías y de “violencia simbólica” de

Bourdieu, para insertar luego a las investigaciones sobre la “violencia escolar” en línea

con los estudios de la sociología de las violencias en la escuela, surgidos en Francia en

la década de 1970. Allí diversas investigaciones comparten la idea de que la violencia

de los escolares es una reacción a la violencia ejercida por las instituciones, idea que se

desprende en primer término de los estudios de Bourdieu, para quien la violencia

simbólica es ejercida por la escuela en tanto institución legitimada. De modo que la

violencia de los jóvenes reproduce la violencia sufrida por ellos, resultado de la

violencia interna de los mecanismos sociales que genera en los dominados una

“propensión a la violencia”, fundamentada a su vez en una “ley de conservación de la

violencia”, que solo puede reducirse si se reduce la “cantidad global de violencia en que

no suele repararse, y que tampoco suele sancionarse” (Kaplan y Castorina, 2008: 44).

Por la misma época, los trabajos de Badelot y Establet interpretan el problema en la

clave de a lucha de clases o en los términos de una resistencia a las normas escolares

organizadas por los sectores dominantes” (op.cit.: 44).

Nos dicen los mismos autores que en la década de 1980 el interés en la temática fue

desplazado por los estudios clínicos y pedagógicos -donde el modelo dominante fue “el

fantasma de la inseguridad”- y que recién a mediados de los 90´ y en relación con

situaciones graves de violencia den las escuelas, se retoman las indagaciones

sociológicas, que adoptan frecuentemente una definición “limitada” de violencia ligada

a hechos criminales, tipificados en el código penal, o en conductas brutales. Finalmente,

en el nuevo milenio Debarbieux (2001) incorpora “el punto de vista de la víctima” al

tratamiento de la ”violencia escolar” dentro de una enfoque amplio que incorpora

también el de la violencia simbólica; y en los años siguientes la diversidad de formas

que adopta la violencia en la vida escolar lleva a algunos sociólogos franceses a

formular distinciones “tomando en cuenta el espacio institucional y quienes la ejercen”,

(op.cit.) entre la violencia en, hacia y de la escuela.

He mencionado estos estudios para mostrar que la vinculación entre violencia y escuela

que se presenta en las “agendas” como un “último” (y urgente) problema, no supone en

verdad ninguna novedad en tanto postulado histórico o filosófico, ni tampoco es ajena a

la sociología de la educación. Y me gustaría ir mucho más lejos aún, para proponer que

nos refiere a una viejísima y consolidada relación, casi a un matrimonio conveniente y

bien avenido que en los últimos tiempos – precisamente desde los 70- entró claramente

en crisis, cambiando la antigua armonía conyugal por una dinámica de “enemigos

íntimos” ( aunque igual de inseparables).

Ahora bien: ¿A qué se debe este viraje? Las razones son múltiples y complejas, tanto

que dedicaremos no sólo el resto de esta clase sino el curso completo a indagarlas,

discutirlas, y… volver seguramente a interrogarlas. En esta clase me interesa ante todo

una cuestión: ¿Hasta dónde deberíamos remontarnos para llegar al origen de este

problema y contribuir a comprenderlo? Di Leo (2008) sugiere que las premisas para el

abordaje sociocultural de la “violencia escolar” se pueden encontrar en los inicios y

conformación del campo sociológico y más específicamente en la obra de Durkheim,

quien plantea ya los fundamentos para inferir que la relación pedagógica es

esencialmente asimétrica1.

Sin embargo, creo que para comprender históricamente cómo se funda la desigualdad

estructural de la escuela moderna debemos ir aún más lejos en el tiempo; por lo menos

1 Emile Durkheim, padre fundador de la sociología en los inicios del siglo XX, puso en evidencia el carácter intrínsecamente asimétrico de los vínculos escolares. Uno de los párrafos de su obra nos dice al respecto: “La educación, lejos de tener simplemente por fin desarrollar al hombre tal como sale de las manos de la naturaleza, tiene por objeto extraer de allí un hombre enteramente nuevo; crea un ser que no existe, salvo en estado de germen indiscernible: el ser social” (Durkheim1998:18)

hasta el origen del proyecto moderno del cual extrae la escuela su sentido más profundo,

que es producto de la ruptura del hombre con el orden de la naturaleza y su ingreso al

orden de la cultura, sucedido entre los siglos XVI y XVII, A la magnitud de este

proyecto podemos abismarnos a través de las palabras de Rousseau:

“¿Qué hacer cuando en lugar de educar a un hombre para él mismo se le quiere

educar para los demás? Entonces, el acuerdo es imposible. Forzado a combatir la

naturaleza o las instrucciones sociales, hay que optar entre hacer un hombre o un

ciudadano; porque no se puede hacer uno y otro al mismo tiempo” (Rousseau, 1760:

41)

No debemos olvidar que en el interior del proyecto moderno la pedagogía y la política

nacen juntas y escritas por las mismas plumas, desde el “pacto social” de Hobbes al

“contrato social” de Rousseau. Este último propone transformar la condición humana, lo

que solo es posible si se convierte al hombre en “ciudadano”, producto de un hacer

social que violenta la naturaleza, aun si ésta es considerada “buena” y no “mala” como

la de Hobbes (que la iguala al “estado de guerra”).

Y bien: la pedagogía y la política pueden pensarse en este sentido como una misma

tecnología social diseñada para una época en la cual la vida misma se transforma en un

oficio que debe ser enseñado, en la cual los hombres deben ser hechos ciudadanos. De

modo que la emancipación no se plantea sólo en función de la naturaleza externa, sino

de la civilización de la propia naturaleza humana, viabilizada precisamente por la

educación.

Emancipación y civilización se alinean en función de un mismo horizonte: el ideal

ilimitado del Progreso de los hombres. Sólo más tarde el ideal de “civilización” será

asociado a la superación de una naturaleza negativa y bien distante de la que funda al

“buen salvaje” rousseauniano, configurando el dilema sobre el cual se fundarán gran

parte de las naciones coloniales2: “Barbarie o Civilización”. Y recién a finales del siglo

XIX -sobre todo a partir de la obra de los “maestros de la sospecha”: Nietzsche, Freud y

Marx- comenzarán a notarse las distancias filosóficas entre el imperativo civilizatorio y

la ética emancipatoria, que la crisis común de la política y la pedagogía en nuestra

2 Maristella Svampa dice que el postulado de “Civilización y Barbarie” constituye el “dilema argentino”, siendo una suerte de “matriz que parece sostener las recreaciones posteriores acerca del tema de la Argentina dividida” (Svampa, 2006: 11).

llamada era “post” radicaliza. Mientras Rousseau que se impuso sobre Hobbes va

siendo ahora desplazado por el retorno de Hobbes en la crisis de la modernidad, y a su

figura el hombre como lobo del hombre (que inspiró al propio Freud para postular el

instinto de agresión y enunciar el ineluctable “malestar de la cultura”), las viejas

preguntas se reformulan:

¿La escuela “domestica” o “educa” a los hombres? ¿Cómo es posible compatibilizar el

ideal de “civilización”, tan poco apto para construir sociedades pluralistas en la escena

contemporánea, donde afloran las “otras” historias e identidades; con la promesa de

“emancipación”, a la que ningún proyecto social puede renunciar?

3. ESCUELA Y CAPITALISMO

De la instrucción a la educación:

A partir del siglo XVI Europa vive la transición de las estructuras medievales -la Iglesia

católica, el papado y el Imperio- a los estados nacionales seculares, proceso que

conlleva al advenimiento de las burguesías al poder, la implantación de nuevos modos

de producción, y la integración colonial del Nuevo Mundo. El universo completo, de la

mano del humanismo tanto como de las incipientes disciplinas y teorías científicas

revolucionarias, parece distribuir sus imágenes en nuevas cartografías.

El mundo ha cambiado y requiere ser comprendido, no sólo por un interés filosófico

sino por la urgencia inmediata de adecuación a una nueva economía, tal como se plasma

en la demanda de instrucción de campesinos y obreros que deben aprender los oficios

industriales para poder sobrevivir3.

La revolución de los modos de producción implica profundos trastocamientos en la

visión de mundo, que se corresponde en el campo religioso con la Reforma luterana,

facilitando la supresión de las estructuras eclesiásticas -una “liberación” con

consecuencias cruciales, entre ellas el cercamiento de las tierras comunales de la

3 En Alemania, por ejemplo, las luchas por la reforma y la guerra campesina derivan tempranamente, en 1525, en la asociación de artesanos y pobres para demandar un sistema popular de instrucción a través de escuelas comunes e igualitarias.

Iglesia4 con el consiguiente desalojo masivo de pobres, arrojados a la ciudad sin más

propiedad que su mano de obra- y también la expansión del humanismo y su ambición

de un sistema escolástico destinado no sólo a los estudios sino al trabajo5 .

Estas transformaciones, que han pasado a la historia tantas veces barnizadas por el brillo

del Progreso, son en rigor -como lo describe Marx (1867) en los primeros capítulos de

“El Capital”- parte de un violento sismo comunitario, que provoca el cierre de los

talleres familiares, la migración de masas poblacionales desarraigadas y paupérrimas del

campo a las ciudades, y la reestructuración salvaje de las relaciones sociales en términos

de productividad como nunca antes se había conocido.

También Foucault (1964) narra con detalle y crudeza este proceso, describiendo cómo

se forja un nuevo sistema de saberes y creencias donde el valor del trabajo y la

ocupación permanente del cuerpo se imponen a través del disciplinamiento y el encierro

de los cuerpos. En este sentido nos dice que: “se sabe bien que en el siglo XVII se han

creado grandes internados; en cambio, no es tan sabido que más de uno de cada cien

habitantes de París ha estado encerrado allí, así fuera por unos meses” (Foucault, 1964:

79). No habla de escuelas sino de los primeros hospicios, previamente leprosarios, y

antiguamente, conventos. Instituciones nacidas para cincelar la docilidad de los cuerpos

y las conciencias dentro de sociedades “de encierro”, a cuya lógica se incorporará

prontamente la escuela, promoviendo también el aprendizaje del empleo del tiempo -

fragmentado, productivo y eficaz- y desplazando el eje de la instrucción hacia la

utilidad6.

4 Marx describe este hecho como un hito en la generación de acumulación originaria y en la institución de la propiedad privada. Efectivamente, el cercamiento de las tierras comunales es un hecho de consecuencias vastas, entre ellas la coerción inmediata a los pobres para vender su mano de obra. 5 La Reforma ofrece marcos subjetivos para una mejor adecuación a las necesidades del naciente capitalismo, y es reconocido su aporte al desarrollo de un “individualismo” de “libre conciencia”, sin mediaciones entre el sujeto y Dios. En cuanto a la dimensión pública, facilita lo que embrionariamente es la ciudadanía secular, y la ruptura de los marcos de pertenencia tradicionales, de modo que cada individuo se hace propietario de un cuerpo libre que contribuye a que se vuelva móvil, tal como lo describe Habermas: “Con la disolución de los órdenes tradicionales de las primeras sociedades burguesas, los individuos se emancipan en el marco de libertades ciudadanas abstractas. La masa de los individuos así liberados se torna móvil, no sólo políticamente como ciudadanos, sino en lo económico como fuerza de trabajo, en lo militar por el servicio obligatorio, y también culturalmente como sujetos de una educación escolar, también obligatoria, en la que aprenden a leer y a escribir.” (Habermas, 1989, p. 89 de la trad. al español). 6 En Inglaterra este pasaje se evidencia con las ideas de Locke y Bacon, que proponen la creación por separado de escuelas de religión, y escuelas formadoras para la industria textil, la más necesitada de mano de obra para impulsar el capitalismo local. Se trata de uno de los primeros proyectos de educación popular, aunque no igualitaria, de acuerdo a un naciente imperativo que Locke expresa como consigna: “Res non Verba[1]” (“cosas y no palabras”), y que muestra a las claras como la escuela y la fábrica nacen juntas y solidarias. La Reforma y la industria son potentes motores de la educación secular y de la

Foucault caracteriza a estas sociedades como “disciplinarias”, cuyos procedimientos

constitutivos son: la vigilancia jerárquica, la sanción normalizadora y el examen.

Deleuze describe la correspondencia analógica en que se relacionan estos dispositivos

disciplinarios, creando un encadenamiento entre las marcas subjetivas producidas por

cada una de las instituciones: la escuela se apoya en las de la familia, la fábrica en las de

la escuela…

Ahora bien: para comprender la lógica de este mundo es preciso tener en cuenta la

presencia subyacente del pensamiento de Hobbes y del “miedo” como dimensión

primera de la sociabilidad, también en el pensamiento de Rousseau, que a él contesta y

replica Es Hobbes quien afirma el principio de igualdad de los hombres, dentro de una

visión nada idílica de la naturaleza, donde la guerra es inevitable precisamente porque

los hombres son iguales y tienen la misma fuerza, las mismas necesidades y ambiciones.

Es el pacto social el que instaura las desigualdades -fundamento de la justicia tanto

como de la injusticia- regulando las relaciones sociales sobre una tensión irreductible

entre el individuo y la sociedad. Tal tensión se representa moralmente como

egoísmo/altruismo, siendo el último aquel donde cada cual renuncia a su inclinación

bélica original en pos del bien de la mayoría y a cambio de paz y seguridad, términos

que deben ser constantemente actualizados y controlados.

En suma: para Hobbes es la igualdad de los hombres, constitutiva y natural, el

fundamento de la violencia entre ellos; mientras que la desigualdad, que es producto del

pacto y asegura la paz, es el logro de la cultura y el principio de institución de lo social.

Por lo tanto, no es de extrañar que la educación y el derecho sean tanto los dispositivos

primarios y primeros de la socialización como de su preservación, que tienen por misión

la producción de los sujetos y la reproducción de las posiciones sociales en el interior de

la red de inteligibilidad compartida o, en clave foucaultiana, del “orden del discurso”.

Ambos propician y garantizan el pacto, asegurando que “todos se hagan útiles para los

demás” (Hobbes, 1649: 35) y salvaguardan a la comunidad de individuos “insociables y

molestos que -recuerda Hobbes- por algo Cicerón prefería llamarlos “inhumanos”...

De modo que la “desigualdad” creada por lo social es parte de aquello que el pacto

deber regular, de un sistema estructural de desigualdades, donde cada parte – cada

expansión popular de la instrucción útil, al servicio del trabajo y no de la religión, porque, a decir de Lutero: “Aún si no existiera el alma ni el infierno, deberían existir escuelas para las cosas de este mundo” (Lutero en su carta de 1524, cit por Manacorda, 1983, p. 308 )

persona (la noción de persona es jurídica), cada alumno, cada ciudadano- debe ser

desempeñar un trabajo sin molestar al funcionamiento integral:

“De la misma manera que una piedra, que por su forma desigual y angulosa quita más

sitio par las demás del que ella misma ocupa , y que no puede cortarse ni modelarse

fácilmente por la dureza de su material, ni permite que el edificio se vaya conformando,

se tira por ser inconveniente, así del hombre que por la aspereza de su carácter se

apropia de lo que es necesario para lo demás, quedándose él con cosas superfluas, y

que es incapaz de corregir por la contumacia de sus pasiones, se puede decir que es

inconveniente y molesto para los demás” (Hobbes, 1999: 35)

Hobbes identifica aquí una dualidad/contradicción/paradoja constitutiva del Derecho y

la educación: la individuación se realiza casi exclusivamente por medio de

procedimientos de estandarización y uniformización. De modo que la subjetividad

misma se produce “en serie”, y en cada paso del proceso de producción es moldeada

junto con el propio cuerpo. Y otro tanto sucede con la infancia misma, cuya invención

histórica se produce, de acuerdo con la tesis de Philippe Ariès (1987) en este mismo

momento. Este autor estudia la pintura europea y llega a la conclusión de que hasta

aproximadamente el siglo XVII el arte medieval no conoce la infancia o no trata de

representársela. Esta ausencia no se debe a la torpeza de los artistas sino al hecho de que

vivían en una sociedad donde no había espacio para la infancia; lo cual resulta más

comprensible si recordamos que el propio Rousseau abre el campo de la pedagogía

moderna construyendo primero a su objeto el niño, cuya singularidad da cuenta en estos

términos:

“La naturaleza quiere que los niños sean niños antes de ser hombres. Si queremos

pervertir ese orden produciremos frutos precoces, que no tendrán ni madurez ni sabor,

y que no tardarán en corromperse: tendremos jóvenes doctores y viejos niños. La

infancia tiene maneras de pensar, de ver, de sentir, que le son propias, no hay menos

sensato que pretender sustituirlas por las nuestras”. (Rousseau, 1760: 120)

Los ciudadanos son originariamente niños, iguales entre sí como criaturas de la

naturaleza que requieren ser domesticadas; distinguidas con nombre propio, y educadas

en un grupo “de pares”. Y a su vez, mientras la escuela se legitima como institución de

formación y socialización, padres y madres se instituyen jurídicamente como tales,

trasformándose en “propietarios custodios” de sus hijos, a quienes deben alimentar y

cuidar, y, paulatinamente, educar. Anticipando las iniciativas que sólo en el siglo XVIII

se plasmaran como oficiales -con la Revolución Francesa y el florecimiento del

sentimiento de abnegación maternal representado en la figura popular de Marianne7-

una vez más la pintura nos ofrece pruebas del cambio que se sucede en relación con la

visibilidad e inserción del niño en la vida social y familiar. Ella comienza difundir lo

que se aceptará luego como rasgos infantiles más aceptados: la indefensión, la

necesidad de ser protegido, y su disposición permanente al juego, que recién en el siglo

XIX será relacionada con la disposición al aprendizaje , de acuerdo con la poética

expresión de Fourier : el “papillonage” o “ el mariposear del niño de una a otra

experiencia” (Manacorda, 1983, p. 426).

Mientras tanto, el poder sobre los niños, una vez que han salido de la órbita de la Iglesia

y del monarca, se deplazará por el camino que culmina con la Patria Potestad, hacia el

Estado que se impone sobre la autoridad del Padre. En 1649 Hobbes había ofrecido ya

un buen argumento -tal vez un prototipo del que la escuela patriótica tomará

inspiración- acerca de la educación y la obediencia, al decir sobre la madre y el hijo:

“Si lo educa (dado que el estado de naturaleza es un estado de guerra), se ha de

entender que lo educa en orden a que de adulto no sea su enemigo, eso es, en orden a

que le obedezca.” (Hobbes, 1649: 32)).

De la obediencia a la lealtad, los objetivos relativos a asegurar la pertenencia del

individuo al colectivo se conciliarán en la mayor parte de la historia de la escuela con

los objetivos dirigidos a promover el desarrollo del conocimiento y el sentido crítico.

Durante el siglo XVIII se produce la expansión más impresionante de la ola

modernizadora -con alta incidencia de pensadores alemanes e ingleses, países también

pioneros en el capitalismo y el nacionalismo-acompañada del desarrollo de escuelas

estatales, laicas e infantiles a lo largo de toda Europa. A finales de la centuria la

escolaridad estatal, humanista y europeísta ya estará instalada en la mayor parte del

Viejo Continente, pero aún sin grandes componentes románticos ni nacionalistas. Sus

7 Si se desea ampliar acerca de la figura de Marianne en la París revolucionaria, que llegó a reemplazar con su figura maternal el culto a la virgen María en tiempos de la Revolución, consultar en Sennet R. (1994). Carne y Piedra. Barcelona: Gedisa

rasgos de identidad -humanistas-cosmopolitas-filantrópicos- se expresan en primer

lugar como señas de cristiandad (la igualdad, más allá de las diferencias entre católicos,

reformados o luteranos), y en segundo lugar, del europeísmo.

En ese momento encontramos asimismo un amplio consenso respecto de la necesidad

de derivar la educación al Estado (en particular en Francia, luego de la expulsión de los

jesuitas en 1763), tanto como del carácter universal de la instrucción. Una vez

reconocido el derecho de todos los ciudadanos a recibir educación, el debate girará en

torno a si la escuela estatal debe ser igualitaria o no; y en general, vemos surgir una

escuela oficial que responde a las exigencias de instrucción universal popular, y en la

cual la infancia es diseñada como el período de iniciación. Paralelamente, las ideas de la

Revolución -francesa y americana- son reflejadas por diversos programas y obras

ilustrados, primando las esperanzas de libertad y emancipación por sobre las diferencias

entre diversos grupos. Ello se puede apreciar en el título del libro de Locke: “Batallas

por la instrucción”, como en la forma en que Franklin y Jefferson definen su campaña:

“Cruzadas contra la ignorancia”, reafirmando con pompas su fe en un tiempo en que

emancipación y civilización componen un mismo motivo.

4. ESCUELA Y NACIONALISMO

De la educación universal a la formación de ciudadanos nacionales

Fundamentalmente, en el apartado anterior hemos podido ver cómo la escolarización

estatal nació en función de una doble necesidad de los estados ilustrados y de la

modernización capitalista: formar a los ciudadanos y volver útiles a los individuos. En

esta fase la “violencia” aparece como condición básica para la educación concebida

como transformación de lo humano en cultural, del hombre en ciudadano, y de la

naturaleza en recurso productivo.

La infancia misma aparece como una categoría “inventada” en virtud de estas hondas

transformaciones, que materializa en una misma figura el proyecto de “domesticación”

y de “educación”, con el proceso de producción “en serie” de ciudadanos nacionales.

Mientras ello sucede, el ideal de igualdad se consagra muy por encima del de

fraternidad (y en alguna medida, acaso contra él), una igualdad que crea las condiciones

para la hegemonización y la sujeción de los ciudadanos al Estado, en el marco la mayor

expansión del capitalismo en su fase colonialista.

Pero si hay una etapa que consagra e instaura la “violencia escolar”, elevándola a

niveles insospechados dado su origen ilustrado, es la del nacionalismo.

En ella la escuela desempeña un rol estratégico en la formación de los ciudadanos

nacionales de las diferentes naciones del mundo occidental. Eric Hobsbawm caracteriza

al período que va de 1830 a 1878 como aquel que fijó el “principio de nacionalidad” y

cambió el mapa de Europa; sin embargo, recién comienza a hablar del nacionalismo

político y del patriotismo nacional como un proceso propio de la democracia y la

política de masas a partir de 1880. Es también a partir de entonces cuando la escuela

estatal y laica se impone en toda Europa y asume por encima de su universalidad, la

identidad específica de las naciones, y a medida que lo hace las líneas de fuerza que

fundaron el mundo moderno crecen y crecen hasta volverse contra si mismas. A

mediados del siglo XX o queda en claro que Historia de Occidente estaba más dirigida a

la catástrofe que al progreso – como lo señalara Walter Benjamin- y la promesa

histórica emancipatoria deviene entonces en “fiasco histórico”, una suerte de trampa de

la civilización.

Les propongo entonces hacer un análisis de algunos puntos nodales de la relación entre

escuela y nacionalismo poniendo el foco en el papel jugado por la educación en la

construcción y legitimación de los ciudadanos nacionales y de un mundo cuyo final fue

proclamado enfáticamente desde mediados del siglo XX hasta la actualidad, cuando

asistimos a su resurrección en plena crisis global (en la que, increíblemente re-

empoderados, los Estados-naciones protagonizan los megasalvatajes del capital!).

Sabemos que existe un estrecho vínculo entre el surgimiento del Estado-nación, de la

historiografía nacional y de la enseñanza de historia escolar, que se anudan en lo que

Hobsbawm llamó “la invención de la nación”, designando a la larga empresa de

unificación cultural y política llevada a cabo por los Estados (de los cuales, nos dice

Nisbet, las naciones son hijas), cuyos ejes son la lengua, el territorio y la historia. Es

esta última, sin embargo, la que configura a la nación como “significación sustancial, o

si se quiere, eterna” (Lewkowicz, 2002), dado que no se puede definir a los pueblos por

la raza, por la religión, y ni siquiera por la lengua (un mismo pueblo puede hablar más

de una lengua y pueblos distintos hablar la misma lengua; al igual que sucede con la

raza y la religión).

La historia es entonces la institución propia de los Estados nacionales para definir ese

ser conjunto que es el “pueblo”, y que es tal porque tiene un pasado en común. Pero –

nos dice Lewkowicz- lo que produce el “enlace social nacional” no es ese pasado

común sino el discurso del historiador que lo instituye en el presente, creando la

“memoria práctica del Estado-Nación”, que se vertebra a su vez con un futuro “común”.

Se dice que el siglo XIX es el de la Historia, y sin dudas es también, al mismo tiempo y

por los mismos motivos, el de la Escuela; dado que la historia es escrita para ser

enseñada (en la Argentina, por ejemplo, por Bartolomé Mitre) y los contenidos

escolares son diseñados explícitamente para fortalecer la lealtad nacional. Vale decir:

para producir y reproducir el lazo social en clave oficial hegemónica.

La necesidad de instituir identidades nacionales diferenciadas favorece el

distanciamiento respecto de los principios universalistas ilustrados franceses y el

acercamiento a los ideales particularistas románticos germanos, de modo tal que los

lazos de fidelidad a la comunidad de la nación son valorados por encima de los valores

universales. Un buen ejemplo de ello lo ofrece Guillermo I, de Prusia, quien en 1890 o

exhorta a sus ministros a “educar a jóvenes alemanes, no griegos ni romanos”.

Simultáneamente, la American Historical Association y la National Educational

Association recomiendan cuatro años de historia estadounidense como requisito

indispensable para una ciudadanía inteligente, en un país cuya población está compuesta

de inmigrantes procedentes de diversas partes del mundo” (Boyd, 1997: 15 y16).

En este contexto se produce el desarrollo de proyectos educativos nacionalizantes que

en pocos años hegemonizan el panorama político de casi todos los países del continente

europeo y americano. En ellos, la enseñanza de la historia es estratégica, como se refleja

en su incorporación como contenido obligatorio en todos los niveles educativos y con

especial énfasis en los primeros ciclos de escolarización, ya que “no hay más poderoso

instrumento para la elaboración de la nacionalidad y para unificar los ideales y los

sentimientos del futuro ciudadano que la escuela primaria” (Beltrán, 1911, citado por

Escude, 1990: 44).

Una vez convertidos en escolares, los niños desempeñan un rol estratégico como

agentes ideológicos de la misma empresa estatal, transmitiendo la identidad nacional y

los valores del mundo modernos a sus propias familias.

La figura del educando que es educador de sus propios padres estará presente en los

discursos de políticos y pedagogos que, sin privarse de licencias poéticas, la propugnan.

Escuchemos por ejemplo a Ramos Mejía cuando dice que “las canciones patrióticas, los

aires nacionales, van de los labios infantiles a los oídos de los adultos, de la escuela al

hogar, haciéndolos familiares a todos e incorporándose al recuerdo y a los sentimientos

populares" (Ramos Mejía, 1909, cit. en Escudé, 1990; p. 33).

Pese a la inocencia de estas imágenes, no debemos pasar por alto cuán poco inocente es

el mensaje y cuán profundamente altera el orden de las obediencias tradicionales. Se

trata de que la escuela, a través de de nuevos saberes tanto como de nuevas identidades

sociales (en el caso de que sea posible distinguir siempre entre una instancia y otra),

viene a imponer la potestad del Estado en la propia morada del pater familias, y a través

del propio hijo.

Coetzee nos relata, en una novela basada en su propia infancia en Sudáfrica, el reproche

interno de un niño a su padre por no enseñarle a “ser normal”, que en ese caso significa:

por no castigarlo e infringirle los golpes que se reciben en la escuela, y obligarlo de este

modo a vivir una “doble vida” (porque el padre no es capaz de dejar las marcas

disciplinares allí donde la escuela debería encadenar “analógicamente” las suyas):

“Desea que el padre le pegue y lo convierta en un chico normal. Al mismo tiempo, sabe

que si su padre osara levantarle la mano, él no descansaría hasta vengarse. Si su padre

fuera a pegarle, enloquecería: como un poseso, como una rata acorralada en un

rincón, que se revuelve con furia, que lanza dentelladas con sus dientes venenosos, que

resulta demasiado peligrosa para acercar siquiera la mano.

En casa, él es un déspota irascible; en la escuela, un cordero manso y dócil que se

sienta en la segunda fila empezando por atrás, en la fila más oscura, para que nadie

note su presencia, y se pone rígido de miedo cuando comienzan los azotes. Con esta

doble vida ha cargado sobre sí el peso del engaño” (Coetzee, 2003: 18).

Es el niño portador de una enseñanza y una disciplina estatales quien invierte la

dirección de las transmisiones intergeneracionales, y no por desobediencia sino por

extrema obediencia a una autoridad “superior”.Sin embargo, difícilmente se advierta la

violencia de este dispositivo “civilizatorio” -disciplinante y disciplinador- que es

sesgada por el carácter identitario que asume el relato hegemónico de la nación en la

construcción del “nosotros”. Sólo cuando logramos eludir la “trampa inclusiva”, tal

violencia se vuelve evidente (cuando el niño no se siente “normal”). Traslademos, por

ejemplo, al niño-agente-estatal a una comunidad étnica, por ejemplo indígena, y

entonces la tensión entre el Estado y el grupo se nos muestra sin más como imposición

cultural hegemónica.

La demanda de fidelidad se convierte en violencia explícita cuando se interpela a

quienes están incorporados al “enlace social nacional” pero sin ser reconocidos como

protagonistas de la historia común. Y si damos un paso más y hablamos de regímenes

autoritarios que convierten a los escolares en agentes del estado en el interior de sus

propios hogares, no sólo de mera propaganda sino de espionaje y vigilancia, lo familiar

se convierte en siniestro, el hijo deviene inhumano, y el niño como tal se "desinventa".

En cambio, si los interpelados se encuentran debidamente “enlazados” a la sociedad y la

historia nacional, la violencia simbólica pasa inadvertida. Por eso la “naturalización” de

los extranjeros es crucial; un proceso que, por ejemplo en Argentina adquirió visos

eugenésicos, dando lugar a la integración " por fundición" que se materializa en el leit

motiv del “crisol de razas” ( et al, 2008). Este escolar que se vuelve extranjero en el

seno de su propia familia para naturalizarla, es una figura clave en contextos donde gran

parte de la población adulta está compuesta por inmigrantes (tengamos en cuenta que en

Argentina de comienzos del siglo XX, la población nativa quedó reducida a casi el 30%

del total).

En términos concretos, el éxito de la escuela para generar lealtad a la Patria - sucedáneo

de la madre- y al Estado -sucedáneo del Padre- fue extraordinario. En menos de treinta

años desde el emblemático llamado de Guillermo I, la población del mundo occidental

quedó casi íntegramente categorizada en las diversas nacionalidades, y sus miembros

intensamente identificados con el “nosotros” que –parafraseando a Butler (2009)- le

“canta al Estado-nación".Sintiendo que sus propias biografías formaban parte, o más

aún: pertenecían, al Destino común de su pueblo, y no de la humanidad. Porque la

nación se convierte en una categoría transhistórica, pre-política y que compone una

“mitología programática” (Hobsbawm, 1990: 112)8sobre el motivo del Volkheit

herderiano: las “comunidades de los pueblos” que despiertan en busca de un estado.

A diferencia de la tradición concepción ilustrada francesa -que era netamente política,

vinculada a la idea abstracta de la ciudadanía y enmarcada institucionalmente en el

estado- ésta no se concibe como la portadora política de valores universales, sino como

8 Tal como lo escribió Renner: “Una vez se ha alcanzado cierto grado de desarrollo europeo, las comunidades lingüísticas y culturales de los pueblos, tras madurar silenciosamente durante los siglos, surgen del mundo de la existencia pasiva como pueblos (Volkheit) y adquieren conciencia de sí mismos como fuerzas con un destino histórico; exigen controlar el estado, como el instrumento de poder más elevado de que se dispone, y luchan por la autodeterminación política “

una comunidad cultural, lingüística o racial particular, que demanda “fidelidad” a un

“nosotros” que va mucho más allá de la propia vida.

La enseñanza de la historia escolar es producto de este desplazamiento y también una

herramienta cultural diseñada más para la justificación de la identidad presente que para

la comprensión del pasado. Es por ello que no pone el foco en los procedimientos

culturales para crearla ni en la acción de los sujetos que la construyen. Por el contrario y

como señala Álvarez Junco (2003), éstos no cambian ni se transforman a través del

tiempo sino que conservan una misma identidad, y acaso una misma “esencia” (por ej:

los españoles, los mexicanos, los argentinos, etc.) a lo largo de todo la “saga” nacional.

Este autor critica el carácter pseudohistórico del “nosotros” impuesto a través de este

relato, y rechaza toda responsabilidad personal sobre los actos perpretados por otras

personas en el pasado, propugnando una historia más distanciada: “en la que la que yo

no tenga que pensar que “nosotros conquistamos América”, o que “los ingleses nos

derrotaron en Trafalgar”, puesto que mis abuelos nunca salieron de España (aparte de

que no me considero responsable de lo que mi abuelo hiciera), ni tampoco me solidarizo

con las tácticas navales del almirante Gravina (quien, además, era un italiano al servicio

de Carlos IV).

Sin embargo la eficacia de la escuela fue rotunda justamente y sobre todo en este punto:

baste con recordar que en las primeras décadas del siglo XX toda una nueva generación

de jóvenes del mundo “occidental y cristiano”, del mundo “de las naciones”, aceptó

hacerse cargo y consideró propios los enfrentamientos “históricos” y las causas

nacionales. A tal punto que colocaron el “honor” de la nación por encima y también

contra el valor de la vida humana; e incluso de la propia, más allá del principio de placer

–parafraseando a Freud- y del instinto de autoconservación. Decididos a matar y morir

para defender la gloria de la nación, mucho más que a prepararse para vivir por ella,

internalizado las imágenes de si mismos y de “los otros” de acuerdo con las gestas

sangrientas de la historia escolar encarnada desde la infancia.

En la Primera Guerra Mundial millones de civiles convertidos en soldados marcharon

decididos al frente (mientras otros millones de mujeres los vivaban), un hecho inédito

en su magnitud y en su carácter en la historia de la humanidad, que muestra lo que

Orwell caracterizó como la “avasalladora fuerza del nacionalismo” (y que, sin embargo,

los grandes pensadores políticos subestimaron, incluso los más críticos, subestimaron).

¿Cómo no preguntarnos dónde se habría gestado esta profunda hostilidad al prójimo, al

vecino, a la que se pretendía tan esencial como la nación misma? ¿Dónde aprendieron

todos estos ciudadanos a actuar y ser soldados? ¿De dónde conocían los himnos que

entonaban al unísono con la misma emoción? ¿Cuándo se habrían familiarizados su

cuerpos con los uniformes, la formación en filas, y el respeto a la autoridad jerárquica?

Entre los relatos paranoicos del nacionalismo territorial (Romero, 2004)y el

disciplinamiento que trastoca la dicha inocente de la infancia como para convertirla en

“un tiempo en que se aprietan los dientes y se aguanta” (Coetzee, op.cit: 19), la escuela

imprimió a la violencia su carácter más íntimo y a la vez menos personal, componiendo

al sujeto obediente en el interior de una sociedad corroída por la “conciencia moral” de

Occidente; al hombre “común” que debe y puede matar a los miembros de otro grupo

sin riesgos de ser un asesino. El Estado lo absuelve de antemano, muy temprano se sabe

ya que los héroes de la Patria matan y son vivificados (a diferencia de los mártires, que

mueren y son resurrectos). Tiffauges, el protagonista de la novela de Tournier - “El

bosque de los Alisos”- que transcurre en Francia en la entreguerra, se subleva contra la

“inversión maligna” de la justicia en esta sociedad, para decir finalmente que tiene la

justicia que merece:

“La que corresponde al culto de los asesinos, que florece, literalmente, en cada

esquina: en las placas azules donde están expuestos a la admiración pública los

nombres de los hombres de guerra más ilustres, es decir, los asesinos profesionales más

sanguinarios de nuestra historia” (Torunier, 1970:66).

La enseñanza de la historia asumió un lugar preponderante en la transmisión del

belicismo europeo, agudizándolo hasta la exaltación. J. Vázquez (1994) relata que

“mientras en Francia se imponía el estudio de la historia nacional a lo largo de toda la

educación con el objetivo de generar el sentido de veneración por la patria, los textos

alemanes definían a esa nación como “una tierra enteramente rodeada de enemigos”

(Vázquez, 1994, p. 3). Esto resultó evidente también en su propia época –nos dice- al

punto que en 1923 el Sindicato Nacional de Maestros se reunió en París en 1923 para

debatir el problema, con tal gravedad que llegaron a proponer la eliminación total de la

enseñanza de la historia en las escuelas, aunque al final se aprobó que se continuara

enseñando pero con una actitud pacifista. La Liga Francesa de la Enseñanza Laica

sugirió que todo libro de texto se sometiera al Comité de Cooperación Internacional de

la Liga de las Naciones. Organizaciones cristianas internacionales que se reunieron en

Berna en 1926 y en Oslo en 1928 discutieron el tema de la “educación para la paz”.

Como documento básico para esta última se preparó un Report on Nationalism in

History Books”(op. cit., pag. 4)

Pese a todas estas iniciativas, el imaginario de “los otros” en la educación europea de

entreguerra no sólo no abandonó sus rasgos hostiles sino que los radicalizó, convertida

en una vigorosa herramienta en manos del imperialismo primero, y del totalitarismo

después. En esos últimos se traspuso el registro escolar del pasado común a los medios

masivos de comunicación, y Vázquez también muestra cómo la Alemania nazi elaboró

textos y programas para “restaurar el autorrespeto” que desarrollaban un culto a sus

héroes y su cultura, fomentando la superioridad racial y o un espíritu reactivo. Otros

tantos estudios similares dan cuenta de otras transposiciones en Italia fascista, en la

España franquista y en los diversos países anexados URSS, tema que es tratado

comparativamente en el último libro de Carretero (2007).

Tras Auschwitz e Hiroshima los “apocalípticos” de Frankfurt postularon la dialéctica

autodestructiva de la Ilustración, estableciendo que la causa de la regresión de la

Ilustración a mitología no debía ser buscada tanto en las modernas mitologías

nacionalistas, paganas y similares, ideadas a propósito con fines regresivos, sino “en la

Ilustración misma, paralizada por el miedo a la verdad (Horkheimer y Adorno, 1944:

54)”. Esta aseveración colocó a todo el proyecto moderno frente a una aporía: ¿Cómo

conservar la el ideal libertad, tributario del pensamiento ilustrado, si la propia

Ilustración se autodestruye?

Contraponiéndose a ella, otros autores críticos culparon por el oscurecimiento de las

Luces al nacionalismo romántico y su corrosión de los principios de razón y libertad

individual de la Ilustración, a los cuales intentaron salvar “más allá del estado nacional”.

Entre ellos Habermas, con quien acuerdo altamente en este punto, sugiere exactamente

lo contrario: que la causa de la (supuesta) regresión de la Ilustración a mitología debería

ser buscada sólo en las modernas mitologías nacionalistas, y no en la Ilustración misma.

Nuevamente unos y otros depositaron en la escuela culpas y esperanzas para deconstruir

“aquello” que centralmente había contribuido a construir, y que era para unos, la

Ilustración en su máxime-destructiva expresión y para otros, el nacionalismo.

El propio Adorno no pudo evitar caer en la trampa cuando señaló que “El pathos de la

escuela, su ímpetu moral, reside hoy en que, en las presentes circunstancias, solamente

ella, si es consciente de la situación, es capaz de trabajar inmediatamente por la

desbarbarización de la humanidad” (Adorno, 1993, cit. en Guelerman, 2001, p. 37).

¿Pero fue el nazismo una expresión de “barbarie”, o de “civilización”? En el planteo

que el propio Adorno había realizado junto a Horkheimer en 1944, éste era pensado un

efecto paradojal del progreso, como “barbarie de la civilización”. ¿El llamado a la

escuela para “desbarbarizar” a la humanidad no es algo que el propio Adorno habría

considerado absurdo unas décadas antes, cuando aseveraba que la “civilización” en

tanto expresión de la lógica instrumental fue un equívoco, dado que el dominio del

hombre sobre la naturaleza llevaba consigo, paradójicamente, el dominio de la

naturaleza sobre los hombres?

Estas inadecuaciones expresan el lugar imposible en que quedó la pedagogía (al igual

que la política y por las mismas razones) después de Auschwitz y con la llegada del

totalitarismo. ¿Qué novedad se le puede pedir a la escuela Ninguna. Por eso se le pide -

lo mismo que siempre, lo que nunca cumplió pero se puede (y se quiere) seguir

esperando, la promesa que vertebra el “pathos” de la escuela que no pudo ser –aún-

vencido, no por la derrota. Como dijera Hannah Arendt:

“La terrible originalidad del totalitarismo no se debe a que alguna “idea” nueva haya

entrado en el mundo, sino al hecho de que sus acciones rompen con todas nuestras

tradiciones; ha pulverizado literalmente nuestras categorías de pensamiento político y

nuestros criterios de juicio moral” (Arendt, 1953: 32).

La interpelación recurrente realizada a la escuela para “desbarbarizar” la humanidad, es

un imperativo moral que no pierde eficacia aunque (o acaso porque) ha perdido todo

sentido histórico y fundamento político, más allá de la esperanza. Esa promesa se

sostiene en el aparentemente imposible espacio del vacío, del mismo modo que los

procesos de des-civilización coexisten con sentidos y prácticas civilizatorias (Elías,

1987).

5. ESCUELA Y ESTADO NACION EN ARGENTINA

En esta última sección de la clase me gustaría brindar un breve análisis de los rasgos

centrales que ha tenido la educación escolar en Argentina en relación con la violencia

simbólica y material, desde su origen a la actualidad.

Es mi intención mostrar cómo en este caso concreto la escuela adquirió su sentido más

profundo en virtud de su capacidad de conciliar la doble promesa de civilizar y

emancipar. y cómo también a medida que estos dos términos se fueron distanciando y

su articulación se fue volviendo más conflictiva en las últimas décadas, se fue

corroyendo la legitimidad institucional de la escuela y su "autoridad". A partir de

entonces, ella misma comenzó a ser blanco de una violencia social que hasta entonces

había logrado contener y disciplinar.

Es importante tener en cuenta que la educación estatal en Argentina comparte gran parte

de sus rasgos con los de los otros estados nacionales, y sobre todo con los

iberoamericanos; pero también que ha tenido sus singularidades y su propia historia.

Como sabemos, en nuestro país la escuela fue una herramienta central para la

construcción del estado en virtud del carácter pedagógico que asumió el proyecto

político desde su origen, dedicado al mismo tiempo a emancipar y civilizar a los

ciudadanos nacionales. Devoto y Madero señalan al respecto:

“Desde la obra de Sarmiento, la educación pública se conceptualiza como el medio que

permite alcanzar un doble objetivo. Por un lado, la adquisición del conocimiento y el

desarrollo de la cultura civilizada como patrimonio universal; y por el otro, la

concepción y utilización de la educación pública como medio para promover los

valores propios de la nacionalidad, comprometida así en la construcción de un sujeto

social y moral: el niño argentino” (Devoto y Madero, 1999: 144).

De modo que la orientación estatal y pública de la educación estuvo marcada

precisamente por la presencia de la escuela como “pieza privilegiada para la producción

y reproducción del orden en el contexto de la ingeniería moderna” (Tiramonti,

2004b:96), en cuya materialización quedó referenciado “el núcleo de la identidad social

de los argentinos” (op.cit.)9

A diferencia de Italia, donde la “invención de la nación” puede ilustrarse con la frase de

Massimo D´Azeglio: “Ya hemos hecho Italia, hagamos ahora a los italianos”; Argentina

y los argentinos son “hechos” simultáneamente. Mientras a finales del siglo XIX la

escuela se dedica a “incorporar/incluir” a una población con gran porcentaje de

inmigrantes mediante su homogenización y “naturalización”; el ejercito lleva adelante la

9 Esta se establece jurídicamente en la Ley Nacional de Educación 1420, de 1884, destinada a regir la educación primaria laica, gratuita y obligatoria; la ley 934 referida a la educación media o secundaria y la ley 1.578 de 1885, para la enseñanza universitaria. A partir de ellas el estado erige su autoridad en el terreno educativo, desplazando a la Iglesia, y el proyecto de educación patriótica comienza a materializarse.

Conquista del Desierto, en la cual se “incorporan” territorios al estado nacional

mediante la exclusión radical -exterminio y transplante poblacional- de la población

indígena.

La construcción de la Argentina, se concreta a través de un proyecto de ingeniería

poblacional con fines eugenésicos, que articula tópicos iluministas en lo que refiere a la

inspiración republicana, y evolucionistas respecto de la “naturalidad e inevitabilidad del

progreso” (Belvedere et al, 2008)

En este marco, la creación del “nosotros” nacional se realiza al modo del nacionalismo

excluyente, en dos dimensiones: a) la externa, donde el “nosotros” se define en virtud de

su exclusión de “ellos-los otros” externos, vale decir: que no son parte de la nación

porque pertenecen a otras naciones, pero que pueden ser naturalizados; y b) la interna,

donde el “nosotros” se define en virtud de su exclusión de los “otros internos”, que

poseen características étnicas y/o culturales diferenciales y que no pueden ser

reconocidos porque su presencia pone en juego el relato hegemónico de la nación P

En cuanto a la primera dimensión, recordemos que en 1887 la escuela incorpora los

festejos de las efemérides patrias y promueve la participación de los escolares como

instrumento de reactivación de las fiestas oficiales, de corte ritual y carácter militar,

donde los niños forman “batallones escolares” (Bertoni, 2001) que desfilan junto con el

ejército. En los años siguientes se terminan de montar formalmente las bases de la

“educación nacionalizante” (Escudé, 1990): en 1888 se decreta que la historia argentina

se enseñe seis horas sem0anales en primero y segundo grado (en vez de sólo dos, en

sexto), en 1889 se establece que los cursos de historia y geografía argentina de

instrucción cívica estén dictados por ciudadanos argentinos; y todo este esfuerzo,

además, coincide con la campaña para matricular a lo alumnos incorporar a la población

al llamado de la ley de educación, construir edificios y contar con docentes.

Y en relación con la dimensión interna de la construcción del “nosotros”, el proyecto

estatal nacional se apoya –como dijimos- en el borramiento material y simbólico de la

población indígena, que no se postula en los términos de un “otricidio” –como lo

denomina Galeano- sino más bien como una adaptación forzada por el “avance del

progreso”, y –pese a todo ("errores y excesos")- como un constructivo triunfo de la

civilización sobre la barbarie.

De modo que el Estado, también después de la Conquista del Desierto seguirá

eliminando todo vestigio de la cultura y especialmente de las lenguas nativas (incluso

en/dentro de las propias comunidades indígenas, donde las escuelas imponen la historia

oficial –efemérides patrias incluidas- y el uso del español). Esta Historia Unica o relato

hegemónico entra en crisis en el último tercio del siglo XX (sobre el choque entre la

historia como formadora de patriotas o cosmopolitas en este momento, véase: Carretero

y Kriger, 2004) y ello puede notarse en los cambios de las versiones escolares, en las

cuales por ejemplo la idea de “descubrimiento de América” es desplazada por la de

“encuentro”, cuando no por la de “choque” (Carretero y Kriger, 2008). Y en los últimos

años la versión excluyente se ha vuelto intolerable o “políticamente incorrecta” (lo que

en verdad equivale a decir: moralmente intolerable), en un contexto global donde a

partir de los años 90´ surgen nuevos imaginarios ciudadanos que enfatizan los valores

pluralistas (y en particular la defensa de los derechos humanos), oponiéndose

crecientemente a las narrativas nacionalistas, con sus gestas heroicas y sangrientas

(op.cit.).

Las mencionadas tendencias se encuentran vinculadas a nivel planetario con la

reivindicación de las identidades alternativas y el avance de las políticas de las

diferencias; y a nivel regional, en América Latina, con la visibilización de las

identidades indigenistas como resultado de sus propias luchas de resistencia, y su

conversión en identidades políticas con fuerte impacto en el juego democrático (el

ejemplo emblemático es el triunfo de Evo Morales en Bolivia).

Finalmente, el carácter controversial del tema temática se expresa también en el

“antirracismo académico” (Van Dijk, 2007) en el contexto regional, que atestigua un

cambio en el discurso de las elites simbólicas y en las políticas educativas. Pero aunque

las versiones oficiales tradicionales vienen perdiendo prestigio en el discurso político y

social, no podemos decir que no sigan moldeando subyacentemente as representaciones

históricas de la nación y las imágenes de sus protagonistas (tanto consagrados como

negados).

De hecho, en mis investigaciones con jóvenes porteños egresados de la escuela media

(Kriger, 2007), encontré que los indígenas no son reconocidos en su alteridad por la

mayor parte de los entrevistados (para ampliar ese punto véase el artículo disponible en

“bibliografía de la clase 2”), que han internalizado un relato histórico que comienza con

el triunfo de la identidad blanca y católica sobre la “barbarie” americana.

La construcción de la identidad común -tanto en su versión oficial como no oficial-,

remite a una sensación de vacío originario que es el efecto del vaciamiento real de la

matriz etnocultural originaria. Para más de la mitad de los entrevistados, la Argentina

comienza en el siglo XIX, pero a la vez los indígenas son reconocidos por ellos como

los “primeros argentinos”, debido mayormente a que “fueron los primeros en vivir en

un territorio que aún no era Argentina, pero ya estaba destinado a serlo”. Pese a las

buenas intenciones, es notable observar que aquellos alumnos que intentan reivindicar a

los indígenas reconociéndolos como sus antepasados, fracasan. Por qué? Porque los

niegan como sujetos sociales, los convierten en sujetos de un destino que desconocen y

niegan su historia, sin la cual pierden también su legitimidad política.

En tal fallida reivindicación los indígenas quedan reducidos a meros pobladores

naturales del territorio, sin cultura ni historia, confirmando una imagen primera de la

Argentina “como territorio deshabitado, como espacio prehistórico y pura naturaleza”

(Altamirano y Sarlo, 1997: 26), que habilita finalmente la construcción del estado

nacional, en los términos de una epopeya modernizadora: la “Conquista del Desierto”.

Sobre la imagen de este Desierto se funda entonces la representación de la nación

transmitida mayormente por la escuela, y en la cual el dilema “civilización barbarie”

funciona como un esquema de interpretación aplicable a diferentes momentos claves del

relato histórico. Otra investigación reciente, realizada por Ruiz Silva (2009), encuentra

en relación con la enseñanza escolar de la Conquista del Desierto, que incluso hoy la

identificación efectiva de los alumnos es con el Estado, Roca y los militares, aunque

muchos expresen un claro desacuerdo con los métodos empleados para llevar a cabo la

expropiación y la anexión de los territorios conquistados.

A lo largo de todo el siglo XX la escuela sigue ocupando en Argentina un rol central

como operadora de ciudadanía e identidad, que promueve la inserción futura de los

alumnos en un orden social regido por las pautas de la modernización, el progreso o “el

desarrollo”. Estas pautas se convierten en verdaderos imperativos morales que resisten y

se adecuan al paso de las democracias a las dictaduras (y viceversa), que la escuela

acompaña centrándose en la inalterabilidad de su objetivo primordial: crear sentimientos

de de lealtad a la patria. Recién tras la última dictadura, en la década de 1980, el

objetivo central de la escuela será “generar un vínculo entre educación y democracia a

través de la eliminación de aquellas políticas escolares que habían pretendido someter al

sistema a las exigencias del autoritarismo” (Tiramonti, op.cit.). Entre las líneas de la

política establecida durante el gobierno de Alfonsín se fomenta la recuperación del

debate público y la realización del Congreso Pedagógico de 198610, donde se considera

entre los objetivos y funciones de la educación “el acrecentamiento de la identidad

10 El II Congreso Pedagógico Nacional, que se realizó en 1986 en la ciudad de Córdoba, fue convocado en 1984 por el Congreso Nacional por medio de la Ley 23.114.

nacional”, en cuyo tratamiento temático se incluyen “alusiones a la penetración

colonialista, el peligro de una población expuesta acríticamente al mensaje de los

medios y el respeto por la cultura autóctona” (op.cit: 228).

A partir de los años 90´, la escuela aparece como mucho más orientada a la

modernización que a la democratización, al fomento de la competitividad más que de la

participación, en virtud de una profunda redefinición del concepto de ciudadanía, en la

cual “hay una modificación del espacio de referencia que deja de ser el nacional pasa a

ser el mundo globalizado” (op.cit.: 232).En esta nueva relación entre democracia y

educación, pautada por la irrupción del mercado, se inscriben los resultados de la

Reforma del 93, regidos por las exigencias de la gobernabilidad y donde “el estado

Nacional fue artífice de una reforma que introdujo en el sistema educativo criterios de

organización y legitimación de su accionar que hasta ese momento le habían sido

ajenos.

Los principios de eficacia, eficiencia y competitividad fueron introducidos en la esfera

escolar modificando el patrón socializador de estas instituciones y desplazando las

referencias valorativas del campo de la política al del mercado” (op.cit: 233).Como

resultado de ello las condiciones históricas de la educación cambiaron desde entonces, y

los efectos de ese cambio fueron agravados con el fracaso del modelo y la agudización

de la crisis, en un contexto de desintegración social, donde “la escuela actúa como

frontera de integración” (op.cit 238)

En ese momento comienzan a verse muy claramente las tendencias a invertir la

dirección de la violencia escolar: un enrarecimiento de los climas escolares, una

dificultad creciente para pautar la convivencia, una falta de adecuación entre las

expectativas de los alumnos y los docentes que se expresa como desinterés,

desobediencia, incivilidad, y violencia directa. Mientras tanto, el estado interviene como

un actor más dentro del mercado educativo, que interpela a las escuelas con un discurso

ya no vinculado a la formación de una ciudadanía republicana, emancipada, sino al

control del riesgo social. La escuela se transforma en “galpón” (Duschatzky y Corea,

2002), pierde su capacidad instituyente y disciplinar y adquiere un rol de contención

social que obtura su sentido emancipatorio. Finalmente, nos dice Tiramonti, “la

pretensión de justicia está dañada, toda vez que para determinados grupos sociales se

construye un sentido que no pretende actualizar potencialidades personales o reconocer

peculiaridades culturales, sino encuadrarlas en una propuesta escolar que neutralice su

conflictividad social” (op.cit.)

Con la crisis de fin de siglo y su estallido en el nuevo milenio las dificultades de la

escuela como “transformadora de ciudadanía” (Dussell, 2003b) aumentan a medida que

se frustra su promesa de inclusión social y de reproducción de la ingeniería moderna, y

que se persiste en el uso de una violencia simbólica al servicio de un sistema de

desigualdades cada vez más salvaje. Pero, desde una perspectiva diferente -también

ligada al fuerte impacto que tuvo sobre ella la crisis política y económica de las últimas

décadas y su correlato en los procesos de exclusión (Svampa, 2005)- la escuela sale a

cubrir los vacíos dejados por el retiro del estado adoptando un rol central en la

asistencia social, y adquiriendo -en contraste con su empobrecimiento material y su

pérdida de legitimación "desde arriba"- una renovada legitimación social desde abajo”

(Svampa, 2000).

En este sentido, es necesario reconocer la gran capacidad que tuvo la escuela -más a

través de los docentes que de ninguna política aplicada- para responder éticamente, en

tanto institución de socialización primaria, a los requerimientos de una situación social

catastrófica como la vivida en el 2001 y 2002. Sin embargo, esta atención que convirtió

a la escuela en escuela nutricia y que ligamos al ethos político y a la solidaridad, solo

debería ser provisional y puntual. Su permanencia la coloca en riesgo, puede

transformarse en una actitud normalizadora de la inequidad social producida por la

crisis, en lugar de luchar contra ella. En tal caso, como señala Tiramonti, la escuela se

convierte en agente de la desciudadanización, configurándose como “deposito social, o

espacio de inmovilización o búnker de protección” (Tiramonti, 2004).

Es en relación con estos últimos cambios y con estas disyuntivas que se abren respecto

de la función social de la escuela y su rol en la democratización sustancial y no

meramente formal, que el problema de la “violencia escolar” contemporánea se

reformula como reto social más integral, y sobre todo como desafío político.

A partir de las elecciones presidenciales del 2003, cuando “tras la rabia, el jacobinismo

y el regeneracionismo predominantes en el 2002” (Romero, 2004: 281) es posible

percibir una “recuperación del crédito democrático” (op.cit), la llegada al gobierno de

Néstor Kirchner marca el comienzo -o coincide- con el un proceso acelerado de

reconstrucción del país. Mientras tanto, en el nivel representacional la idea de una

refundación de la nación opera como potente leit motiv de la argentinidad, que toma

forma en imágenes tan vívidas como la de “la salida del infierno”, utilizada

repetidamente por Kirchner en sus discursos.

¿Pero cuál es el rol que se le asigna a la pedagogía y más específicamente a la

educación estatal en este nuevo escenario, cuando tras más de una década de retiro el

Estado recupera su protagonismo y, alegóricamente, hasta vuelve a desposar a la

Nación?

Además de ser convocada como parte y testigo de estas segundas nupcias de sus

progenitores, la escuela vuelve a retomar centralidad en la transmisión de identidad

nacional y en la formación de conocimientos sobre el pasado común, pero

fundamentalmente se depositan en ella expectativas ligadas a viabilizar la inclusión de

los jóvenes en una sociedad que los excluye crecientemente, y a amortiguar la violencia

social en un contexto exacerbado por el consumismo y la polarización social.

Tarea difícil la que se le asigna a esta escuela, aún no repuesta de las secuelas de la

crisis, pero cuya promesa parece resistirlo todo. Saintout (2006) encuentra al respecto,

en un estudio realizado en el año 2002 con jóvenes seriamente afectados por la crisis,

que si bien cuestionan a la escuela por estar alejada de sus preocupaciones y

expectativas reales, sin embargo “gran parte de ellos, no todos, sigue esperando de la

educación: no tienen claro, o no aparece de una sola forma, qué es eso que se espera,

pero está relacionado con la posibilidad de algo bueno, de que la escuela pueda ser lo

que les permita “entrar”, desarrollarse, vivir mejor, y si no es así, al menos resistir y

defenderse. Hay una expectativa sin certeza, casi una esperanza…“(op.cit.: 159).

6. A MODO DE CONCLUSION

¿Cómo no cerrar esta clase abriendo la pregunta por esa escuela que sostiene su

promesa, y en el peor de los casos la transforma en esperanza? Este sea acaso el núcleo

duro de la escolaridad aún en los tiempos más líquidos de la modernidad, la piedra

angular de un proyecto que se refunda regularmente, como si siempre se pudiera

recomenzar....

Curiosamente –o paradójicamente- tanto quienes se inclinan por el ideal de civilización

y propugnan prácticas de control (“mano dura”), como quienes bregan por la

emancipación y propugnan prácticas libertarias, al plantearse la problemática de la

violencia en la infancia y en la adolescencia suelen dirigir la mirada a la escuela. Unos

desde un imperativo moral , y otros desde un requerimiento ético, unos como culpable y

otros como responsable, unos como depositaria de esperanzas y otros, de proyectos,

terminan tomando caminos que conducen a la escuela… aún frente a la evidencia de su

debilitamiento.

¿Pero por qué todos los caminos conducen a la escuela? Porque su “razón de ser” es

precisamente formar a los ciudadanos (civilizados y emancipados) de la “comunidad

imaginada”. Para eso nació y para eso está, en este compromiso se ha cimentado

históricamente su legitimidad, y no hay quien pueda (todavía) relevarla de ese rol. Es

cierto que hay otras instituciones de socialización que intervienen fuertemente en esta

tarea, e incluso que compiten con ella restándole protagonismo. No obstante la escuela

sigue siendo hasta ahora la única garante oficial de formación del “soberano”, cuyo

carácter público y estatal nos confiere el derecho a todos los miembros de la sociedad a

inmiscuirnos, revisar sus prácticas, evaluar sus logros o sus fracasos, criticar o debatir

planes de estudios, y exigir que cumpla con el compromiso contraído en nombre del

“bien común” (cosa que no podemos hacer con los medios de comunicación ni otras

instancias cuyo referente es el mercado y no el Estado)

Viéndolo así, comprendemos por qué la violencia hacia la escuela que hoy toma por

nombre “violencia escolar” es percibida como una violencia contra toda la sociedad,

como una amenaza al orden social instituido en gran medida y con gran eficacia por la

propia escuela, cuya imagen actual se ha impotentizado.

Por eso, para no cometer el error de restringir al fenómeno a una manifestación o

“síntoma de”, los he invitado en esta clase a introducirnos en su densidad histórica.

Hemos transitado un camino particular, revisamos juntos el carácter fundante del

vínculo entre “escuela” y “violencia” desde sus orígenes, en busca de una comprensión

que nos permitiera captar el sentido de la “violencia escolar” como desafío político del

presente.

Este desafío no debería empezar ni terminar en la escuela (ni con ella). Y acaso se trate

más de un reto que de un desafío. Un reto que no jaquea - como suele decirse- al

proyecto social al modo de un ordenado juego de ajedrez; sino que lo hackea al modo

del pirata informático, que logra burlar desde un ordenador doméstico los más

inexpugnables sistemas de seguridad. Este “hácker” condensa en su figura algo

emblemático de la cuestión: el estereotipo de un nuevo joven genial cuyo brillo no

puede advertirse ni sospecharse en la propia escuela, donde es “uno más” (cuando no

uno de los “fracasados”); y que es acaso demasiado parecido al opaco alumno que un

día protagoniza una matanza en serie en su colegio, previo anuncio en Internet.

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