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1. INTRODUCCION: ¿A qué llamamos violencia escolar?
Por Miriam Kriger Del sentido común al buen sentido.
¿Violencia escolar? Así, entre signos de interrogación, parece más fácil invitarlos a
compartir la experiencia de este curso. Como pudimos ver en nuestra primera clase,
junto a Diana Milstein, preguntarnos acerca de la “violencia escolar” como situación,
como problemática o como condición, implica deconstruir la seudoevidencia del
concepto para acercarnos al proceso de construcción de los múltiples significados y de
la historia en que se funda.
Al respecto y en la senda de Bourdieu, recordemos que el poder de nominación se
encuentra en el centro de las disputas por el poder simbólico. En este sentido nos dice
Di Leo (2008) que “el debate que viene dándose desde hace más de diez años en todo el
mundo acerca de lo que debe ser llamado ”violencia escolar ”constituye una lucha
simbólica” (op. cit: 18). Y otra investigadora de este campo, Carina Kaplan, nos dice
que aquí “la violencia vinculada al ámbito de lo escolar es un territorio de búsquedas
más que de certezas” (Kaplan, 2008:20).
Sin embargo, y a pesar de la indefinición del concepto y el campo de estudios, en la
comunicación cotidiana solemos entender a qué se alude cuándo se habla de “violencia
escolar”.Me refiero a que precisamente tratándose de una noción tan polémica, es
notable cómo su representación social se encuentra bastante hegemonizada, en gran
medida a través del discurso de los medios de comunicación.
Encontramos que su significado más extendido está asociado por una parte, a noticias
sobre hechos homicidas graves -verdaderas masacres- que vienen teniendo lugar
esporádicamente en escuelas de diferentes lugares y países del mundo, y en los cuales la
escuela misma, y en general todos sus actores sin distinción de roles, suelen ser
víctimas. Por otra parte, también se vincula el término con una cierta percepción de
anomia e inseguridad social crecientes, ligados con procesos locales específicos y con el
discurso de la inseguridad ciudadana, que ha adoptado en nuestro ámbito una clave
crecientemente moralista y anti-política.
De modo que la representación social hegemónica de la ”violencia escolar” parecería
articular una dimensión global de la problemática -que se expresa a través de episodios
catastróficos que se repiten en lugares muy distantes, sin otra conexión entre sí que el
estar dirigidos contra “la escuela”- con una dimensión local que tiene expresiones
menos espectaculares y más difusas, y que estaría dando cuenta de un proceso de
deterioro creciente de las condiciones de seguridad en las escuelas, que reflejaría un
problema más amplio de la sociedad.
Estas dos significaciones son muy diferentes y hasta parecen señalar enfoques
antagónicos. Sin embargo no es así, y por el contario vertebran una ambivalencia
altamente funcional a lo que podríamos llamar el “sentido común” del fenómeno, a
diferencia de lo Gramsci denominara “el buen sentido”, que rige la crítica intelectual.
Veamos cuál puede ser su punto de encuentro.
La dimensión global-episódico-catastrófica es la que brinda el marco paradigmático, la
estructura que contiene la notable excepcionalidad y la predecible recurrencia de las
masacres, la que “atestigua” el peligro y mantiene el estado de alerta frente a la amenaza
permanente de “lo irracional” o inhumano. Es en este nivel donde la “violencia escolar”
se objetiviza, se convierte en un dato epocal de escala planetaria, pero no localizable
(puede darse en los lugares más diversos, en otros países o en el propio, como sucedió
con Carmen de Patagones) Es además altamente resistente a las explicaciones
sociológicas tradicionales, y por ende a su previsión mediante políticas específicas. En
este nivel se construye el significado de la “violencia escolar” más anclado a la
fatalidad, que horroriza casi sin distinción a los sobrevivientes y a quienes diseñan
políticas públicas; como lo ilustran las palabras Angela Merkel, la máxima autoridad
alemana, pronunciadas el 11 de marzo último a raíz de la matanza de 17 personas
perpretada en Winningen por un ex alumno en su colegio: “Como todo el mundo en
Alemania, estoy horrorizada, trastornada y estupefacta por lo que ha ocurrido" (Diario
El país global, 11 de marzo del 2009).
Por su parte, en el nivel local, la representación de la ”violencia escolar” se presenta
como una tendencia, una situación o un proceso permanente pero difuso, que refleja el
agravamiento y el avance de la crisis social y de la “desobediencia” al interior de la
institución central en la reproducción de la normatividad.
Casi como una paradoja o un oximorón, esta significación de la “violencia escolar”
representa algo así como el absurdo, una suerte de “cambalache” sin ironías, que viene a
anunciarnos sin más el final de una cierta civilización alcanzada pero siempre acechada
por la posibilidad de regresión a la barbarie.
La presencia de estos temores genera una creciente sensación de inseguridad, que
además suele ser asociada a los cambios en los climas sociales, y con los cambios en la
estructuración socioeconómica de la población escolar en la última década. En este
sentido, la ”violencia escolar” local aparece como evidencia de la degradación de
escuela, permeada por una conflictividad social que no puede resistir y que la vulnera
no sólo en su autoridad, sino en su legitimidad. La escuela se vuelve impotente, se
convierte en “galpón” (Corea y Duschatzky, 2002), donde se despliega el fantasma una
violencia ejercida por inadaptados indadaptables, sujetos y grupos que la escuela no
puede controlar ni civilizar, y que ponen en riesgo a quienes aún son “educables”.
Ahora bien: ninguna de estas dos dimensiones de la representación de la” violencia
escolar” ligadas a su “sentido común” parece conducir a una comprensión social del
fenómeno, sino que –como señala Kaplan- la ambigüedad de la noción de “violencia
escolar” parece estar principalmente ligada a “cumplir funciones sociales de instalación
de ciertos discursos criminalizantes e inidividualizantes” (op. cit: 21).
Por eso mismo, tampoco ninguna de ellas abre la posibilidad a una acción colectiva que
permita afrontar la “violencia escolar” como hecho social, lo cual requiere un
reconocimiento de su dimensión histórica. O sea: que si bien el sentido común aumenta
mucho la visibilidad del fenómeno, sesga al mismo tiempo la posibilidad de construir
una mirada comprensiva y significativa sobre él.
Pero sobre todo, aquello que tienen en común los dos términos que componen la
ambigüedad tal como la he presentado aquí es que promueven una interpretación
unidireccional y restringidamente moral de la “violencia escolar”, incapaz de dar una
respuesta ética ni política a la misma. Me refiero a lo que, adoptando las definiciones de
Scavino (1999), define a la conducta moral como la que cumple con las exigencias,
imperativos o mandatos de roles establecidos; y, a diferencia de ella, al ethos político
como práctica centrada en las luchas y negociaciones en torno a la definición e
institución de estos roles. Dicho en otras palabras: mientras la responsabilidad moral se
refiere principalmente a actos concretos y actores individuales de sujetos particulares, la
responsabilidad política alude a las ‘posibilidades’ de la acción colectiva (Ruiz Silva,
2007: 48).
Esta limitación de la representación hegemónica de la “violencia escolar” está, a mi
entender, subyacentemente ligada a la interpretación más general que –como nos dice
Scavino- recibió la crisis de fin de siglo en Argentina (tiempo que él denomina “la era
de la desolación”), configurando una suerte de “mapa cognitivo” que orientaría los
modos de pensar el sistema político en los siguientes años. De acuerdo con él, es posible
postular que la crisis social, económica, política e ideológica que afectó a nuestro país
(y me animo a decir que es posible hacerlo extensivo a América Latina como región)
fue fundamentalmente una crisis moral y no una crisis ética.
Es cierto: el fracaso de los proyectos nacionales tal como se vivió entre los 90´ y la
amenaza de una recaída en la crisis tal como se vive en la actualidad, suelen ser
pensados como resultado de un déficit moral. Vale decir: como consecuencia de la
corrupción política o de la deshonestidad de quienes ejercen la función pública, y no
como resultado de “la estructura misma de una sociedad que no puede no conducir a sus
miembros a la desesperación, el terror y la miseria material y ética, más acá o más allá
de la mayor o menor inmoralidad de sus gobernantes” (Scavino, 1999: 12). Esta visión
moral restringida (moralista acaso) no es simplemente no-política: es sobre todo
profundamente despolitizante. Y, como tal, obtura el desafío que nos plantea “el
derrumbe de todo ethos de solidaridad y proyecto en común para la construcción de una
polis justa” (op.cit.).
Ahora bien: si llevamos todo lo dicho al plano de la problemática conocida como
“violencia escolar” y su representación hegemónica en el su sentido común, diremos
que la percepción de tal “violencia” se interpreta en relación con la “mala conducta” y
la desobediencia de los alumnos, y –de modo especular se proyecta como falta de
“autoridad” y de “seguridad” en la escuela. Sin embargo, en esta representación brilla
por su ausencia una comprensión más amplia de la relación constitutiva y originaria
entre escuela y violencia, que de cuenta entre otras cosas de por qué se correlaciona sin
mayores explicaciones a “la autoridad” con “la seguridad” y no se la presenta como lo
que es, vale decir: como una crisis de legitimidad. Crisis que se hace evidente no porque
inaugure una nueva relación entre violencia y escuela, sino porque expresa el cambio de
dirección de tal violencia, subvirtiendo el orden de las disciplinas y generando un
desorden que aparece como intolerable.
Es por ello que la “violencia escolar” se convierte en una problemática social en los 90´,
el momento en que la escuela, abandonada por el Estado, no logra conservar el
“monopolio de la violencia” que éste le transfería hasta entonces; cuando la escuela
pierde la capacidad de administrar funcionalmente la violencia al servicio del “orden y
progreso”. En suma: cuando avanzan los procesos de desciudanización (Svampa, 2004)
y la escuela pasa a ser quien padece la violencia bajo la forma de “incivilidad” (Elías,
1987).
En esta línea, se postula la “violencia escolar” en la medida en que se pone en duda la
capacidad de la institución para lograr una socialización disciplinaria, para contener
“entre sus muros” a los sujetos que –se teme- acaso ya no puede categorizar ni “educar”,
ya no puede civilizar ni… emancipar.
2. ESCUELA Y VIOLENCIA
Civilización o emancipación?
La “violencia escolar” como problema académico es llamativamente reciente. Diversos
investigadores (Kaplan, 2008; Kornblit; 2008, Di Leo, 2008) coinciden en que este
campo de estudios no tiene mucho más que una década de conformación en el plano
internacional, y que su surgimiento estuvo ligado directamente al desarrollo de
políticas públicas en respuesta a la demanda social y a la creciente visibilidad del
fenómeno a partir de los años 90´.
Pese a ello, en el libro “Violencias en plural”, Carina Kaplan toma como punto de
partida los conceptos de “civilización” de Norbert Elías y de “violencia simbólica” de
Bourdieu, para insertar luego a las investigaciones sobre la “violencia escolar” en línea
con los estudios de la sociología de las violencias en la escuela, surgidos en Francia en
la década de 1970. Allí diversas investigaciones comparten la idea de que la violencia
de los escolares es una reacción a la violencia ejercida por las instituciones, idea que se
desprende en primer término de los estudios de Bourdieu, para quien la violencia
simbólica es ejercida por la escuela en tanto institución legitimada. De modo que la
violencia de los jóvenes reproduce la violencia sufrida por ellos, resultado de la
violencia interna de los mecanismos sociales que genera en los dominados una
“propensión a la violencia”, fundamentada a su vez en una “ley de conservación de la
violencia”, que solo puede reducirse si se reduce la “cantidad global de violencia en que
no suele repararse, y que tampoco suele sancionarse” (Kaplan y Castorina, 2008: 44).
Por la misma época, los trabajos de Badelot y Establet interpretan el problema en la
clave de a lucha de clases o en los términos de una resistencia a las normas escolares
organizadas por los sectores dominantes” (op.cit.: 44).
Nos dicen los mismos autores que en la década de 1980 el interés en la temática fue
desplazado por los estudios clínicos y pedagógicos -donde el modelo dominante fue “el
fantasma de la inseguridad”- y que recién a mediados de los 90´ y en relación con
situaciones graves de violencia den las escuelas, se retoman las indagaciones
sociológicas, que adoptan frecuentemente una definición “limitada” de violencia ligada
a hechos criminales, tipificados en el código penal, o en conductas brutales. Finalmente,
en el nuevo milenio Debarbieux (2001) incorpora “el punto de vista de la víctima” al
tratamiento de la ”violencia escolar” dentro de una enfoque amplio que incorpora
también el de la violencia simbólica; y en los años siguientes la diversidad de formas
que adopta la violencia en la vida escolar lleva a algunos sociólogos franceses a
formular distinciones “tomando en cuenta el espacio institucional y quienes la ejercen”,
(op.cit.) entre la violencia en, hacia y de la escuela.
He mencionado estos estudios para mostrar que la vinculación entre violencia y escuela
que se presenta en las “agendas” como un “último” (y urgente) problema, no supone en
verdad ninguna novedad en tanto postulado histórico o filosófico, ni tampoco es ajena a
la sociología de la educación. Y me gustaría ir mucho más lejos aún, para proponer que
nos refiere a una viejísima y consolidada relación, casi a un matrimonio conveniente y
bien avenido que en los últimos tiempos – precisamente desde los 70- entró claramente
en crisis, cambiando la antigua armonía conyugal por una dinámica de “enemigos
íntimos” ( aunque igual de inseparables).
Ahora bien: ¿A qué se debe este viraje? Las razones son múltiples y complejas, tanto
que dedicaremos no sólo el resto de esta clase sino el curso completo a indagarlas,
discutirlas, y… volver seguramente a interrogarlas. En esta clase me interesa ante todo
una cuestión: ¿Hasta dónde deberíamos remontarnos para llegar al origen de este
problema y contribuir a comprenderlo? Di Leo (2008) sugiere que las premisas para el
abordaje sociocultural de la “violencia escolar” se pueden encontrar en los inicios y
conformación del campo sociológico y más específicamente en la obra de Durkheim,
quien plantea ya los fundamentos para inferir que la relación pedagógica es
esencialmente asimétrica1.
Sin embargo, creo que para comprender históricamente cómo se funda la desigualdad
estructural de la escuela moderna debemos ir aún más lejos en el tiempo; por lo menos
1 Emile Durkheim, padre fundador de la sociología en los inicios del siglo XX, puso en evidencia el carácter intrínsecamente asimétrico de los vínculos escolares. Uno de los párrafos de su obra nos dice al respecto: “La educación, lejos de tener simplemente por fin desarrollar al hombre tal como sale de las manos de la naturaleza, tiene por objeto extraer de allí un hombre enteramente nuevo; crea un ser que no existe, salvo en estado de germen indiscernible: el ser social” (Durkheim1998:18)
hasta el origen del proyecto moderno del cual extrae la escuela su sentido más profundo,
que es producto de la ruptura del hombre con el orden de la naturaleza y su ingreso al
orden de la cultura, sucedido entre los siglos XVI y XVII, A la magnitud de este
proyecto podemos abismarnos a través de las palabras de Rousseau:
“¿Qué hacer cuando en lugar de educar a un hombre para él mismo se le quiere
educar para los demás? Entonces, el acuerdo es imposible. Forzado a combatir la
naturaleza o las instrucciones sociales, hay que optar entre hacer un hombre o un
ciudadano; porque no se puede hacer uno y otro al mismo tiempo” (Rousseau, 1760:
41)
No debemos olvidar que en el interior del proyecto moderno la pedagogía y la política
nacen juntas y escritas por las mismas plumas, desde el “pacto social” de Hobbes al
“contrato social” de Rousseau. Este último propone transformar la condición humana, lo
que solo es posible si se convierte al hombre en “ciudadano”, producto de un hacer
social que violenta la naturaleza, aun si ésta es considerada “buena” y no “mala” como
la de Hobbes (que la iguala al “estado de guerra”).
Y bien: la pedagogía y la política pueden pensarse en este sentido como una misma
tecnología social diseñada para una época en la cual la vida misma se transforma en un
oficio que debe ser enseñado, en la cual los hombres deben ser hechos ciudadanos. De
modo que la emancipación no se plantea sólo en función de la naturaleza externa, sino
de la civilización de la propia naturaleza humana, viabilizada precisamente por la
educación.
Emancipación y civilización se alinean en función de un mismo horizonte: el ideal
ilimitado del Progreso de los hombres. Sólo más tarde el ideal de “civilización” será
asociado a la superación de una naturaleza negativa y bien distante de la que funda al
“buen salvaje” rousseauniano, configurando el dilema sobre el cual se fundarán gran
parte de las naciones coloniales2: “Barbarie o Civilización”. Y recién a finales del siglo
XIX -sobre todo a partir de la obra de los “maestros de la sospecha”: Nietzsche, Freud y
Marx- comenzarán a notarse las distancias filosóficas entre el imperativo civilizatorio y
la ética emancipatoria, que la crisis común de la política y la pedagogía en nuestra
2 Maristella Svampa dice que el postulado de “Civilización y Barbarie” constituye el “dilema argentino”, siendo una suerte de “matriz que parece sostener las recreaciones posteriores acerca del tema de la Argentina dividida” (Svampa, 2006: 11).
llamada era “post” radicaliza. Mientras Rousseau que se impuso sobre Hobbes va
siendo ahora desplazado por el retorno de Hobbes en la crisis de la modernidad, y a su
figura el hombre como lobo del hombre (que inspiró al propio Freud para postular el
instinto de agresión y enunciar el ineluctable “malestar de la cultura”), las viejas
preguntas se reformulan:
¿La escuela “domestica” o “educa” a los hombres? ¿Cómo es posible compatibilizar el
ideal de “civilización”, tan poco apto para construir sociedades pluralistas en la escena
contemporánea, donde afloran las “otras” historias e identidades; con la promesa de
“emancipación”, a la que ningún proyecto social puede renunciar?
3. ESCUELA Y CAPITALISMO
De la instrucción a la educación:
A partir del siglo XVI Europa vive la transición de las estructuras medievales -la Iglesia
católica, el papado y el Imperio- a los estados nacionales seculares, proceso que
conlleva al advenimiento de las burguesías al poder, la implantación de nuevos modos
de producción, y la integración colonial del Nuevo Mundo. El universo completo, de la
mano del humanismo tanto como de las incipientes disciplinas y teorías científicas
revolucionarias, parece distribuir sus imágenes en nuevas cartografías.
El mundo ha cambiado y requiere ser comprendido, no sólo por un interés filosófico
sino por la urgencia inmediata de adecuación a una nueva economía, tal como se plasma
en la demanda de instrucción de campesinos y obreros que deben aprender los oficios
industriales para poder sobrevivir3.
La revolución de los modos de producción implica profundos trastocamientos en la
visión de mundo, que se corresponde en el campo religioso con la Reforma luterana,
facilitando la supresión de las estructuras eclesiásticas -una “liberación” con
consecuencias cruciales, entre ellas el cercamiento de las tierras comunales de la
3 En Alemania, por ejemplo, las luchas por la reforma y la guerra campesina derivan tempranamente, en 1525, en la asociación de artesanos y pobres para demandar un sistema popular de instrucción a través de escuelas comunes e igualitarias.
Iglesia4 con el consiguiente desalojo masivo de pobres, arrojados a la ciudad sin más
propiedad que su mano de obra- y también la expansión del humanismo y su ambición
de un sistema escolástico destinado no sólo a los estudios sino al trabajo5 .
Estas transformaciones, que han pasado a la historia tantas veces barnizadas por el brillo
del Progreso, son en rigor -como lo describe Marx (1867) en los primeros capítulos de
“El Capital”- parte de un violento sismo comunitario, que provoca el cierre de los
talleres familiares, la migración de masas poblacionales desarraigadas y paupérrimas del
campo a las ciudades, y la reestructuración salvaje de las relaciones sociales en términos
de productividad como nunca antes se había conocido.
También Foucault (1964) narra con detalle y crudeza este proceso, describiendo cómo
se forja un nuevo sistema de saberes y creencias donde el valor del trabajo y la
ocupación permanente del cuerpo se imponen a través del disciplinamiento y el encierro
de los cuerpos. En este sentido nos dice que: “se sabe bien que en el siglo XVII se han
creado grandes internados; en cambio, no es tan sabido que más de uno de cada cien
habitantes de París ha estado encerrado allí, así fuera por unos meses” (Foucault, 1964:
79). No habla de escuelas sino de los primeros hospicios, previamente leprosarios, y
antiguamente, conventos. Instituciones nacidas para cincelar la docilidad de los cuerpos
y las conciencias dentro de sociedades “de encierro”, a cuya lógica se incorporará
prontamente la escuela, promoviendo también el aprendizaje del empleo del tiempo -
fragmentado, productivo y eficaz- y desplazando el eje de la instrucción hacia la
utilidad6.
4 Marx describe este hecho como un hito en la generación de acumulación originaria y en la institución de la propiedad privada. Efectivamente, el cercamiento de las tierras comunales es un hecho de consecuencias vastas, entre ellas la coerción inmediata a los pobres para vender su mano de obra. 5 La Reforma ofrece marcos subjetivos para una mejor adecuación a las necesidades del naciente capitalismo, y es reconocido su aporte al desarrollo de un “individualismo” de “libre conciencia”, sin mediaciones entre el sujeto y Dios. En cuanto a la dimensión pública, facilita lo que embrionariamente es la ciudadanía secular, y la ruptura de los marcos de pertenencia tradicionales, de modo que cada individuo se hace propietario de un cuerpo libre que contribuye a que se vuelva móvil, tal como lo describe Habermas: “Con la disolución de los órdenes tradicionales de las primeras sociedades burguesas, los individuos se emancipan en el marco de libertades ciudadanas abstractas. La masa de los individuos así liberados se torna móvil, no sólo políticamente como ciudadanos, sino en lo económico como fuerza de trabajo, en lo militar por el servicio obligatorio, y también culturalmente como sujetos de una educación escolar, también obligatoria, en la que aprenden a leer y a escribir.” (Habermas, 1989, p. 89 de la trad. al español). 6 En Inglaterra este pasaje se evidencia con las ideas de Locke y Bacon, que proponen la creación por separado de escuelas de religión, y escuelas formadoras para la industria textil, la más necesitada de mano de obra para impulsar el capitalismo local. Se trata de uno de los primeros proyectos de educación popular, aunque no igualitaria, de acuerdo a un naciente imperativo que Locke expresa como consigna: “Res non Verba[1]” (“cosas y no palabras”), y que muestra a las claras como la escuela y la fábrica nacen juntas y solidarias. La Reforma y la industria son potentes motores de la educación secular y de la
Foucault caracteriza a estas sociedades como “disciplinarias”, cuyos procedimientos
constitutivos son: la vigilancia jerárquica, la sanción normalizadora y el examen.
Deleuze describe la correspondencia analógica en que se relacionan estos dispositivos
disciplinarios, creando un encadenamiento entre las marcas subjetivas producidas por
cada una de las instituciones: la escuela se apoya en las de la familia, la fábrica en las de
la escuela…
Ahora bien: para comprender la lógica de este mundo es preciso tener en cuenta la
presencia subyacente del pensamiento de Hobbes y del “miedo” como dimensión
primera de la sociabilidad, también en el pensamiento de Rousseau, que a él contesta y
replica Es Hobbes quien afirma el principio de igualdad de los hombres, dentro de una
visión nada idílica de la naturaleza, donde la guerra es inevitable precisamente porque
los hombres son iguales y tienen la misma fuerza, las mismas necesidades y ambiciones.
Es el pacto social el que instaura las desigualdades -fundamento de la justicia tanto
como de la injusticia- regulando las relaciones sociales sobre una tensión irreductible
entre el individuo y la sociedad. Tal tensión se representa moralmente como
egoísmo/altruismo, siendo el último aquel donde cada cual renuncia a su inclinación
bélica original en pos del bien de la mayoría y a cambio de paz y seguridad, términos
que deben ser constantemente actualizados y controlados.
En suma: para Hobbes es la igualdad de los hombres, constitutiva y natural, el
fundamento de la violencia entre ellos; mientras que la desigualdad, que es producto del
pacto y asegura la paz, es el logro de la cultura y el principio de institución de lo social.
Por lo tanto, no es de extrañar que la educación y el derecho sean tanto los dispositivos
primarios y primeros de la socialización como de su preservación, que tienen por misión
la producción de los sujetos y la reproducción de las posiciones sociales en el interior de
la red de inteligibilidad compartida o, en clave foucaultiana, del “orden del discurso”.
Ambos propician y garantizan el pacto, asegurando que “todos se hagan útiles para los
demás” (Hobbes, 1649: 35) y salvaguardan a la comunidad de individuos “insociables y
molestos que -recuerda Hobbes- por algo Cicerón prefería llamarlos “inhumanos”...
De modo que la “desigualdad” creada por lo social es parte de aquello que el pacto
deber regular, de un sistema estructural de desigualdades, donde cada parte – cada
expansión popular de la instrucción útil, al servicio del trabajo y no de la religión, porque, a decir de Lutero: “Aún si no existiera el alma ni el infierno, deberían existir escuelas para las cosas de este mundo” (Lutero en su carta de 1524, cit por Manacorda, 1983, p. 308 )
persona (la noción de persona es jurídica), cada alumno, cada ciudadano- debe ser
desempeñar un trabajo sin molestar al funcionamiento integral:
“De la misma manera que una piedra, que por su forma desigual y angulosa quita más
sitio par las demás del que ella misma ocupa , y que no puede cortarse ni modelarse
fácilmente por la dureza de su material, ni permite que el edificio se vaya conformando,
se tira por ser inconveniente, así del hombre que por la aspereza de su carácter se
apropia de lo que es necesario para lo demás, quedándose él con cosas superfluas, y
que es incapaz de corregir por la contumacia de sus pasiones, se puede decir que es
inconveniente y molesto para los demás” (Hobbes, 1999: 35)
Hobbes identifica aquí una dualidad/contradicción/paradoja constitutiva del Derecho y
la educación: la individuación se realiza casi exclusivamente por medio de
procedimientos de estandarización y uniformización. De modo que la subjetividad
misma se produce “en serie”, y en cada paso del proceso de producción es moldeada
junto con el propio cuerpo. Y otro tanto sucede con la infancia misma, cuya invención
histórica se produce, de acuerdo con la tesis de Philippe Ariès (1987) en este mismo
momento. Este autor estudia la pintura europea y llega a la conclusión de que hasta
aproximadamente el siglo XVII el arte medieval no conoce la infancia o no trata de
representársela. Esta ausencia no se debe a la torpeza de los artistas sino al hecho de que
vivían en una sociedad donde no había espacio para la infancia; lo cual resulta más
comprensible si recordamos que el propio Rousseau abre el campo de la pedagogía
moderna construyendo primero a su objeto el niño, cuya singularidad da cuenta en estos
términos:
“La naturaleza quiere que los niños sean niños antes de ser hombres. Si queremos
pervertir ese orden produciremos frutos precoces, que no tendrán ni madurez ni sabor,
y que no tardarán en corromperse: tendremos jóvenes doctores y viejos niños. La
infancia tiene maneras de pensar, de ver, de sentir, que le son propias, no hay menos
sensato que pretender sustituirlas por las nuestras”. (Rousseau, 1760: 120)
Los ciudadanos son originariamente niños, iguales entre sí como criaturas de la
naturaleza que requieren ser domesticadas; distinguidas con nombre propio, y educadas
en un grupo “de pares”. Y a su vez, mientras la escuela se legitima como institución de
formación y socialización, padres y madres se instituyen jurídicamente como tales,
trasformándose en “propietarios custodios” de sus hijos, a quienes deben alimentar y
cuidar, y, paulatinamente, educar. Anticipando las iniciativas que sólo en el siglo XVIII
se plasmaran como oficiales -con la Revolución Francesa y el florecimiento del
sentimiento de abnegación maternal representado en la figura popular de Marianne7-
una vez más la pintura nos ofrece pruebas del cambio que se sucede en relación con la
visibilidad e inserción del niño en la vida social y familiar. Ella comienza difundir lo
que se aceptará luego como rasgos infantiles más aceptados: la indefensión, la
necesidad de ser protegido, y su disposición permanente al juego, que recién en el siglo
XIX será relacionada con la disposición al aprendizaje , de acuerdo con la poética
expresión de Fourier : el “papillonage” o “ el mariposear del niño de una a otra
experiencia” (Manacorda, 1983, p. 426).
Mientras tanto, el poder sobre los niños, una vez que han salido de la órbita de la Iglesia
y del monarca, se deplazará por el camino que culmina con la Patria Potestad, hacia el
Estado que se impone sobre la autoridad del Padre. En 1649 Hobbes había ofrecido ya
un buen argumento -tal vez un prototipo del que la escuela patriótica tomará
inspiración- acerca de la educación y la obediencia, al decir sobre la madre y el hijo:
“Si lo educa (dado que el estado de naturaleza es un estado de guerra), se ha de
entender que lo educa en orden a que de adulto no sea su enemigo, eso es, en orden a
que le obedezca.” (Hobbes, 1649: 32)).
De la obediencia a la lealtad, los objetivos relativos a asegurar la pertenencia del
individuo al colectivo se conciliarán en la mayor parte de la historia de la escuela con
los objetivos dirigidos a promover el desarrollo del conocimiento y el sentido crítico.
Durante el siglo XVIII se produce la expansión más impresionante de la ola
modernizadora -con alta incidencia de pensadores alemanes e ingleses, países también
pioneros en el capitalismo y el nacionalismo-acompañada del desarrollo de escuelas
estatales, laicas e infantiles a lo largo de toda Europa. A finales de la centuria la
escolaridad estatal, humanista y europeísta ya estará instalada en la mayor parte del
Viejo Continente, pero aún sin grandes componentes románticos ni nacionalistas. Sus
7 Si se desea ampliar acerca de la figura de Marianne en la París revolucionaria, que llegó a reemplazar con su figura maternal el culto a la virgen María en tiempos de la Revolución, consultar en Sennet R. (1994). Carne y Piedra. Barcelona: Gedisa
rasgos de identidad -humanistas-cosmopolitas-filantrópicos- se expresan en primer
lugar como señas de cristiandad (la igualdad, más allá de las diferencias entre católicos,
reformados o luteranos), y en segundo lugar, del europeísmo.
En ese momento encontramos asimismo un amplio consenso respecto de la necesidad
de derivar la educación al Estado (en particular en Francia, luego de la expulsión de los
jesuitas en 1763), tanto como del carácter universal de la instrucción. Una vez
reconocido el derecho de todos los ciudadanos a recibir educación, el debate girará en
torno a si la escuela estatal debe ser igualitaria o no; y en general, vemos surgir una
escuela oficial que responde a las exigencias de instrucción universal popular, y en la
cual la infancia es diseñada como el período de iniciación. Paralelamente, las ideas de la
Revolución -francesa y americana- son reflejadas por diversos programas y obras
ilustrados, primando las esperanzas de libertad y emancipación por sobre las diferencias
entre diversos grupos. Ello se puede apreciar en el título del libro de Locke: “Batallas
por la instrucción”, como en la forma en que Franklin y Jefferson definen su campaña:
“Cruzadas contra la ignorancia”, reafirmando con pompas su fe en un tiempo en que
emancipación y civilización componen un mismo motivo.
4. ESCUELA Y NACIONALISMO
De la educación universal a la formación de ciudadanos nacionales
Fundamentalmente, en el apartado anterior hemos podido ver cómo la escolarización
estatal nació en función de una doble necesidad de los estados ilustrados y de la
modernización capitalista: formar a los ciudadanos y volver útiles a los individuos. En
esta fase la “violencia” aparece como condición básica para la educación concebida
como transformación de lo humano en cultural, del hombre en ciudadano, y de la
naturaleza en recurso productivo.
La infancia misma aparece como una categoría “inventada” en virtud de estas hondas
transformaciones, que materializa en una misma figura el proyecto de “domesticación”
y de “educación”, con el proceso de producción “en serie” de ciudadanos nacionales.
Mientras ello sucede, el ideal de igualdad se consagra muy por encima del de
fraternidad (y en alguna medida, acaso contra él), una igualdad que crea las condiciones
para la hegemonización y la sujeción de los ciudadanos al Estado, en el marco la mayor
expansión del capitalismo en su fase colonialista.
Pero si hay una etapa que consagra e instaura la “violencia escolar”, elevándola a
niveles insospechados dado su origen ilustrado, es la del nacionalismo.
En ella la escuela desempeña un rol estratégico en la formación de los ciudadanos
nacionales de las diferentes naciones del mundo occidental. Eric Hobsbawm caracteriza
al período que va de 1830 a 1878 como aquel que fijó el “principio de nacionalidad” y
cambió el mapa de Europa; sin embargo, recién comienza a hablar del nacionalismo
político y del patriotismo nacional como un proceso propio de la democracia y la
política de masas a partir de 1880. Es también a partir de entonces cuando la escuela
estatal y laica se impone en toda Europa y asume por encima de su universalidad, la
identidad específica de las naciones, y a medida que lo hace las líneas de fuerza que
fundaron el mundo moderno crecen y crecen hasta volverse contra si mismas. A
mediados del siglo XX o queda en claro que Historia de Occidente estaba más dirigida a
la catástrofe que al progreso – como lo señalara Walter Benjamin- y la promesa
histórica emancipatoria deviene entonces en “fiasco histórico”, una suerte de trampa de
la civilización.
Les propongo entonces hacer un análisis de algunos puntos nodales de la relación entre
escuela y nacionalismo poniendo el foco en el papel jugado por la educación en la
construcción y legitimación de los ciudadanos nacionales y de un mundo cuyo final fue
proclamado enfáticamente desde mediados del siglo XX hasta la actualidad, cuando
asistimos a su resurrección en plena crisis global (en la que, increíblemente re-
empoderados, los Estados-naciones protagonizan los megasalvatajes del capital!).
Sabemos que existe un estrecho vínculo entre el surgimiento del Estado-nación, de la
historiografía nacional y de la enseñanza de historia escolar, que se anudan en lo que
Hobsbawm llamó “la invención de la nación”, designando a la larga empresa de
unificación cultural y política llevada a cabo por los Estados (de los cuales, nos dice
Nisbet, las naciones son hijas), cuyos ejes son la lengua, el territorio y la historia. Es
esta última, sin embargo, la que configura a la nación como “significación sustancial, o
si se quiere, eterna” (Lewkowicz, 2002), dado que no se puede definir a los pueblos por
la raza, por la religión, y ni siquiera por la lengua (un mismo pueblo puede hablar más
de una lengua y pueblos distintos hablar la misma lengua; al igual que sucede con la
raza y la religión).
La historia es entonces la institución propia de los Estados nacionales para definir ese
ser conjunto que es el “pueblo”, y que es tal porque tiene un pasado en común. Pero –
nos dice Lewkowicz- lo que produce el “enlace social nacional” no es ese pasado
común sino el discurso del historiador que lo instituye en el presente, creando la
“memoria práctica del Estado-Nación”, que se vertebra a su vez con un futuro “común”.
Se dice que el siglo XIX es el de la Historia, y sin dudas es también, al mismo tiempo y
por los mismos motivos, el de la Escuela; dado que la historia es escrita para ser
enseñada (en la Argentina, por ejemplo, por Bartolomé Mitre) y los contenidos
escolares son diseñados explícitamente para fortalecer la lealtad nacional. Vale decir:
para producir y reproducir el lazo social en clave oficial hegemónica.
La necesidad de instituir identidades nacionales diferenciadas favorece el
distanciamiento respecto de los principios universalistas ilustrados franceses y el
acercamiento a los ideales particularistas románticos germanos, de modo tal que los
lazos de fidelidad a la comunidad de la nación son valorados por encima de los valores
universales. Un buen ejemplo de ello lo ofrece Guillermo I, de Prusia, quien en 1890 o
exhorta a sus ministros a “educar a jóvenes alemanes, no griegos ni romanos”.
Simultáneamente, la American Historical Association y la National Educational
Association recomiendan cuatro años de historia estadounidense como requisito
indispensable para una ciudadanía inteligente, en un país cuya población está compuesta
de inmigrantes procedentes de diversas partes del mundo” (Boyd, 1997: 15 y16).
En este contexto se produce el desarrollo de proyectos educativos nacionalizantes que
en pocos años hegemonizan el panorama político de casi todos los países del continente
europeo y americano. En ellos, la enseñanza de la historia es estratégica, como se refleja
en su incorporación como contenido obligatorio en todos los niveles educativos y con
especial énfasis en los primeros ciclos de escolarización, ya que “no hay más poderoso
instrumento para la elaboración de la nacionalidad y para unificar los ideales y los
sentimientos del futuro ciudadano que la escuela primaria” (Beltrán, 1911, citado por
Escude, 1990: 44).
Una vez convertidos en escolares, los niños desempeñan un rol estratégico como
agentes ideológicos de la misma empresa estatal, transmitiendo la identidad nacional y
los valores del mundo modernos a sus propias familias.
La figura del educando que es educador de sus propios padres estará presente en los
discursos de políticos y pedagogos que, sin privarse de licencias poéticas, la propugnan.
Escuchemos por ejemplo a Ramos Mejía cuando dice que “las canciones patrióticas, los
aires nacionales, van de los labios infantiles a los oídos de los adultos, de la escuela al
hogar, haciéndolos familiares a todos e incorporándose al recuerdo y a los sentimientos
populares" (Ramos Mejía, 1909, cit. en Escudé, 1990; p. 33).
Pese a la inocencia de estas imágenes, no debemos pasar por alto cuán poco inocente es
el mensaje y cuán profundamente altera el orden de las obediencias tradicionales. Se
trata de que la escuela, a través de de nuevos saberes tanto como de nuevas identidades
sociales (en el caso de que sea posible distinguir siempre entre una instancia y otra),
viene a imponer la potestad del Estado en la propia morada del pater familias, y a través
del propio hijo.
Coetzee nos relata, en una novela basada en su propia infancia en Sudáfrica, el reproche
interno de un niño a su padre por no enseñarle a “ser normal”, que en ese caso significa:
por no castigarlo e infringirle los golpes que se reciben en la escuela, y obligarlo de este
modo a vivir una “doble vida” (porque el padre no es capaz de dejar las marcas
disciplinares allí donde la escuela debería encadenar “analógicamente” las suyas):
“Desea que el padre le pegue y lo convierta en un chico normal. Al mismo tiempo, sabe
que si su padre osara levantarle la mano, él no descansaría hasta vengarse. Si su padre
fuera a pegarle, enloquecería: como un poseso, como una rata acorralada en un
rincón, que se revuelve con furia, que lanza dentelladas con sus dientes venenosos, que
resulta demasiado peligrosa para acercar siquiera la mano.
En casa, él es un déspota irascible; en la escuela, un cordero manso y dócil que se
sienta en la segunda fila empezando por atrás, en la fila más oscura, para que nadie
note su presencia, y se pone rígido de miedo cuando comienzan los azotes. Con esta
doble vida ha cargado sobre sí el peso del engaño” (Coetzee, 2003: 18).
Es el niño portador de una enseñanza y una disciplina estatales quien invierte la
dirección de las transmisiones intergeneracionales, y no por desobediencia sino por
extrema obediencia a una autoridad “superior”.Sin embargo, difícilmente se advierta la
violencia de este dispositivo “civilizatorio” -disciplinante y disciplinador- que es
sesgada por el carácter identitario que asume el relato hegemónico de la nación en la
construcción del “nosotros”. Sólo cuando logramos eludir la “trampa inclusiva”, tal
violencia se vuelve evidente (cuando el niño no se siente “normal”). Traslademos, por
ejemplo, al niño-agente-estatal a una comunidad étnica, por ejemplo indígena, y
entonces la tensión entre el Estado y el grupo se nos muestra sin más como imposición
cultural hegemónica.
La demanda de fidelidad se convierte en violencia explícita cuando se interpela a
quienes están incorporados al “enlace social nacional” pero sin ser reconocidos como
protagonistas de la historia común. Y si damos un paso más y hablamos de regímenes
autoritarios que convierten a los escolares en agentes del estado en el interior de sus
propios hogares, no sólo de mera propaganda sino de espionaje y vigilancia, lo familiar
se convierte en siniestro, el hijo deviene inhumano, y el niño como tal se "desinventa".
En cambio, si los interpelados se encuentran debidamente “enlazados” a la sociedad y la
historia nacional, la violencia simbólica pasa inadvertida. Por eso la “naturalización” de
los extranjeros es crucial; un proceso que, por ejemplo en Argentina adquirió visos
eugenésicos, dando lugar a la integración " por fundición" que se materializa en el leit
motiv del “crisol de razas” ( et al, 2008). Este escolar que se vuelve extranjero en el
seno de su propia familia para naturalizarla, es una figura clave en contextos donde gran
parte de la población adulta está compuesta por inmigrantes (tengamos en cuenta que en
Argentina de comienzos del siglo XX, la población nativa quedó reducida a casi el 30%
del total).
En términos concretos, el éxito de la escuela para generar lealtad a la Patria - sucedáneo
de la madre- y al Estado -sucedáneo del Padre- fue extraordinario. En menos de treinta
años desde el emblemático llamado de Guillermo I, la población del mundo occidental
quedó casi íntegramente categorizada en las diversas nacionalidades, y sus miembros
intensamente identificados con el “nosotros” que –parafraseando a Butler (2009)- le
“canta al Estado-nación".Sintiendo que sus propias biografías formaban parte, o más
aún: pertenecían, al Destino común de su pueblo, y no de la humanidad. Porque la
nación se convierte en una categoría transhistórica, pre-política y que compone una
“mitología programática” (Hobsbawm, 1990: 112)8sobre el motivo del Volkheit
herderiano: las “comunidades de los pueblos” que despiertan en busca de un estado.
A diferencia de la tradición concepción ilustrada francesa -que era netamente política,
vinculada a la idea abstracta de la ciudadanía y enmarcada institucionalmente en el
estado- ésta no se concibe como la portadora política de valores universales, sino como
8 Tal como lo escribió Renner: “Una vez se ha alcanzado cierto grado de desarrollo europeo, las comunidades lingüísticas y culturales de los pueblos, tras madurar silenciosamente durante los siglos, surgen del mundo de la existencia pasiva como pueblos (Volkheit) y adquieren conciencia de sí mismos como fuerzas con un destino histórico; exigen controlar el estado, como el instrumento de poder más elevado de que se dispone, y luchan por la autodeterminación política “
una comunidad cultural, lingüística o racial particular, que demanda “fidelidad” a un
“nosotros” que va mucho más allá de la propia vida.
La enseñanza de la historia escolar es producto de este desplazamiento y también una
herramienta cultural diseñada más para la justificación de la identidad presente que para
la comprensión del pasado. Es por ello que no pone el foco en los procedimientos
culturales para crearla ni en la acción de los sujetos que la construyen. Por el contrario y
como señala Álvarez Junco (2003), éstos no cambian ni se transforman a través del
tiempo sino que conservan una misma identidad, y acaso una misma “esencia” (por ej:
los españoles, los mexicanos, los argentinos, etc.) a lo largo de todo la “saga” nacional.
Este autor critica el carácter pseudohistórico del “nosotros” impuesto a través de este
relato, y rechaza toda responsabilidad personal sobre los actos perpretados por otras
personas en el pasado, propugnando una historia más distanciada: “en la que la que yo
no tenga que pensar que “nosotros conquistamos América”, o que “los ingleses nos
derrotaron en Trafalgar”, puesto que mis abuelos nunca salieron de España (aparte de
que no me considero responsable de lo que mi abuelo hiciera), ni tampoco me solidarizo
con las tácticas navales del almirante Gravina (quien, además, era un italiano al servicio
de Carlos IV).
Sin embargo la eficacia de la escuela fue rotunda justamente y sobre todo en este punto:
baste con recordar que en las primeras décadas del siglo XX toda una nueva generación
de jóvenes del mundo “occidental y cristiano”, del mundo “de las naciones”, aceptó
hacerse cargo y consideró propios los enfrentamientos “históricos” y las causas
nacionales. A tal punto que colocaron el “honor” de la nación por encima y también
contra el valor de la vida humana; e incluso de la propia, más allá del principio de placer
–parafraseando a Freud- y del instinto de autoconservación. Decididos a matar y morir
para defender la gloria de la nación, mucho más que a prepararse para vivir por ella,
internalizado las imágenes de si mismos y de “los otros” de acuerdo con las gestas
sangrientas de la historia escolar encarnada desde la infancia.
En la Primera Guerra Mundial millones de civiles convertidos en soldados marcharon
decididos al frente (mientras otros millones de mujeres los vivaban), un hecho inédito
en su magnitud y en su carácter en la historia de la humanidad, que muestra lo que
Orwell caracterizó como la “avasalladora fuerza del nacionalismo” (y que, sin embargo,
los grandes pensadores políticos subestimaron, incluso los más críticos, subestimaron).
¿Cómo no preguntarnos dónde se habría gestado esta profunda hostilidad al prójimo, al
vecino, a la que se pretendía tan esencial como la nación misma? ¿Dónde aprendieron
todos estos ciudadanos a actuar y ser soldados? ¿De dónde conocían los himnos que
entonaban al unísono con la misma emoción? ¿Cuándo se habrían familiarizados su
cuerpos con los uniformes, la formación en filas, y el respeto a la autoridad jerárquica?
Entre los relatos paranoicos del nacionalismo territorial (Romero, 2004)y el
disciplinamiento que trastoca la dicha inocente de la infancia como para convertirla en
“un tiempo en que se aprietan los dientes y se aguanta” (Coetzee, op.cit: 19), la escuela
imprimió a la violencia su carácter más íntimo y a la vez menos personal, componiendo
al sujeto obediente en el interior de una sociedad corroída por la “conciencia moral” de
Occidente; al hombre “común” que debe y puede matar a los miembros de otro grupo
sin riesgos de ser un asesino. El Estado lo absuelve de antemano, muy temprano se sabe
ya que los héroes de la Patria matan y son vivificados (a diferencia de los mártires, que
mueren y son resurrectos). Tiffauges, el protagonista de la novela de Tournier - “El
bosque de los Alisos”- que transcurre en Francia en la entreguerra, se subleva contra la
“inversión maligna” de la justicia en esta sociedad, para decir finalmente que tiene la
justicia que merece:
“La que corresponde al culto de los asesinos, que florece, literalmente, en cada
esquina: en las placas azules donde están expuestos a la admiración pública los
nombres de los hombres de guerra más ilustres, es decir, los asesinos profesionales más
sanguinarios de nuestra historia” (Torunier, 1970:66).
La enseñanza de la historia asumió un lugar preponderante en la transmisión del
belicismo europeo, agudizándolo hasta la exaltación. J. Vázquez (1994) relata que
“mientras en Francia se imponía el estudio de la historia nacional a lo largo de toda la
educación con el objetivo de generar el sentido de veneración por la patria, los textos
alemanes definían a esa nación como “una tierra enteramente rodeada de enemigos”
(Vázquez, 1994, p. 3). Esto resultó evidente también en su propia época –nos dice- al
punto que en 1923 el Sindicato Nacional de Maestros se reunió en París en 1923 para
debatir el problema, con tal gravedad que llegaron a proponer la eliminación total de la
enseñanza de la historia en las escuelas, aunque al final se aprobó que se continuara
enseñando pero con una actitud pacifista. La Liga Francesa de la Enseñanza Laica
sugirió que todo libro de texto se sometiera al Comité de Cooperación Internacional de
la Liga de las Naciones. Organizaciones cristianas internacionales que se reunieron en
Berna en 1926 y en Oslo en 1928 discutieron el tema de la “educación para la paz”.
Como documento básico para esta última se preparó un Report on Nationalism in
History Books”(op. cit., pag. 4)
Pese a todas estas iniciativas, el imaginario de “los otros” en la educación europea de
entreguerra no sólo no abandonó sus rasgos hostiles sino que los radicalizó, convertida
en una vigorosa herramienta en manos del imperialismo primero, y del totalitarismo
después. En esos últimos se traspuso el registro escolar del pasado común a los medios
masivos de comunicación, y Vázquez también muestra cómo la Alemania nazi elaboró
textos y programas para “restaurar el autorrespeto” que desarrollaban un culto a sus
héroes y su cultura, fomentando la superioridad racial y o un espíritu reactivo. Otros
tantos estudios similares dan cuenta de otras transposiciones en Italia fascista, en la
España franquista y en los diversos países anexados URSS, tema que es tratado
comparativamente en el último libro de Carretero (2007).
Tras Auschwitz e Hiroshima los “apocalípticos” de Frankfurt postularon la dialéctica
autodestructiva de la Ilustración, estableciendo que la causa de la regresión de la
Ilustración a mitología no debía ser buscada tanto en las modernas mitologías
nacionalistas, paganas y similares, ideadas a propósito con fines regresivos, sino “en la
Ilustración misma, paralizada por el miedo a la verdad (Horkheimer y Adorno, 1944:
54)”. Esta aseveración colocó a todo el proyecto moderno frente a una aporía: ¿Cómo
conservar la el ideal libertad, tributario del pensamiento ilustrado, si la propia
Ilustración se autodestruye?
Contraponiéndose a ella, otros autores críticos culparon por el oscurecimiento de las
Luces al nacionalismo romántico y su corrosión de los principios de razón y libertad
individual de la Ilustración, a los cuales intentaron salvar “más allá del estado nacional”.
Entre ellos Habermas, con quien acuerdo altamente en este punto, sugiere exactamente
lo contrario: que la causa de la (supuesta) regresión de la Ilustración a mitología debería
ser buscada sólo en las modernas mitologías nacionalistas, y no en la Ilustración misma.
Nuevamente unos y otros depositaron en la escuela culpas y esperanzas para deconstruir
“aquello” que centralmente había contribuido a construir, y que era para unos, la
Ilustración en su máxime-destructiva expresión y para otros, el nacionalismo.
El propio Adorno no pudo evitar caer en la trampa cuando señaló que “El pathos de la
escuela, su ímpetu moral, reside hoy en que, en las presentes circunstancias, solamente
ella, si es consciente de la situación, es capaz de trabajar inmediatamente por la
desbarbarización de la humanidad” (Adorno, 1993, cit. en Guelerman, 2001, p. 37).
¿Pero fue el nazismo una expresión de “barbarie”, o de “civilización”? En el planteo
que el propio Adorno había realizado junto a Horkheimer en 1944, éste era pensado un
efecto paradojal del progreso, como “barbarie de la civilización”. ¿El llamado a la
escuela para “desbarbarizar” a la humanidad no es algo que el propio Adorno habría
considerado absurdo unas décadas antes, cuando aseveraba que la “civilización” en
tanto expresión de la lógica instrumental fue un equívoco, dado que el dominio del
hombre sobre la naturaleza llevaba consigo, paradójicamente, el dominio de la
naturaleza sobre los hombres?
Estas inadecuaciones expresan el lugar imposible en que quedó la pedagogía (al igual
que la política y por las mismas razones) después de Auschwitz y con la llegada del
totalitarismo. ¿Qué novedad se le puede pedir a la escuela Ninguna. Por eso se le pide -
lo mismo que siempre, lo que nunca cumplió pero se puede (y se quiere) seguir
esperando, la promesa que vertebra el “pathos” de la escuela que no pudo ser –aún-
vencido, no por la derrota. Como dijera Hannah Arendt:
“La terrible originalidad del totalitarismo no se debe a que alguna “idea” nueva haya
entrado en el mundo, sino al hecho de que sus acciones rompen con todas nuestras
tradiciones; ha pulverizado literalmente nuestras categorías de pensamiento político y
nuestros criterios de juicio moral” (Arendt, 1953: 32).
La interpelación recurrente realizada a la escuela para “desbarbarizar” la humanidad, es
un imperativo moral que no pierde eficacia aunque (o acaso porque) ha perdido todo
sentido histórico y fundamento político, más allá de la esperanza. Esa promesa se
sostiene en el aparentemente imposible espacio del vacío, del mismo modo que los
procesos de des-civilización coexisten con sentidos y prácticas civilizatorias (Elías,
1987).
5. ESCUELA Y ESTADO NACION EN ARGENTINA
En esta última sección de la clase me gustaría brindar un breve análisis de los rasgos
centrales que ha tenido la educación escolar en Argentina en relación con la violencia
simbólica y material, desde su origen a la actualidad.
Es mi intención mostrar cómo en este caso concreto la escuela adquirió su sentido más
profundo en virtud de su capacidad de conciliar la doble promesa de civilizar y
emancipar. y cómo también a medida que estos dos términos se fueron distanciando y
su articulación se fue volviendo más conflictiva en las últimas décadas, se fue
corroyendo la legitimidad institucional de la escuela y su "autoridad". A partir de
entonces, ella misma comenzó a ser blanco de una violencia social que hasta entonces
había logrado contener y disciplinar.
Es importante tener en cuenta que la educación estatal en Argentina comparte gran parte
de sus rasgos con los de los otros estados nacionales, y sobre todo con los
iberoamericanos; pero también que ha tenido sus singularidades y su propia historia.
Como sabemos, en nuestro país la escuela fue una herramienta central para la
construcción del estado en virtud del carácter pedagógico que asumió el proyecto
político desde su origen, dedicado al mismo tiempo a emancipar y civilizar a los
ciudadanos nacionales. Devoto y Madero señalan al respecto:
“Desde la obra de Sarmiento, la educación pública se conceptualiza como el medio que
permite alcanzar un doble objetivo. Por un lado, la adquisición del conocimiento y el
desarrollo de la cultura civilizada como patrimonio universal; y por el otro, la
concepción y utilización de la educación pública como medio para promover los
valores propios de la nacionalidad, comprometida así en la construcción de un sujeto
social y moral: el niño argentino” (Devoto y Madero, 1999: 144).
De modo que la orientación estatal y pública de la educación estuvo marcada
precisamente por la presencia de la escuela como “pieza privilegiada para la producción
y reproducción del orden en el contexto de la ingeniería moderna” (Tiramonti,
2004b:96), en cuya materialización quedó referenciado “el núcleo de la identidad social
de los argentinos” (op.cit.)9
A diferencia de Italia, donde la “invención de la nación” puede ilustrarse con la frase de
Massimo D´Azeglio: “Ya hemos hecho Italia, hagamos ahora a los italianos”; Argentina
y los argentinos son “hechos” simultáneamente. Mientras a finales del siglo XIX la
escuela se dedica a “incorporar/incluir” a una población con gran porcentaje de
inmigrantes mediante su homogenización y “naturalización”; el ejercito lleva adelante la
9 Esta se establece jurídicamente en la Ley Nacional de Educación 1420, de 1884, destinada a regir la educación primaria laica, gratuita y obligatoria; la ley 934 referida a la educación media o secundaria y la ley 1.578 de 1885, para la enseñanza universitaria. A partir de ellas el estado erige su autoridad en el terreno educativo, desplazando a la Iglesia, y el proyecto de educación patriótica comienza a materializarse.
Conquista del Desierto, en la cual se “incorporan” territorios al estado nacional
mediante la exclusión radical -exterminio y transplante poblacional- de la población
indígena.
La construcción de la Argentina, se concreta a través de un proyecto de ingeniería
poblacional con fines eugenésicos, que articula tópicos iluministas en lo que refiere a la
inspiración republicana, y evolucionistas respecto de la “naturalidad e inevitabilidad del
progreso” (Belvedere et al, 2008)
En este marco, la creación del “nosotros” nacional se realiza al modo del nacionalismo
excluyente, en dos dimensiones: a) la externa, donde el “nosotros” se define en virtud de
su exclusión de “ellos-los otros” externos, vale decir: que no son parte de la nación
porque pertenecen a otras naciones, pero que pueden ser naturalizados; y b) la interna,
donde el “nosotros” se define en virtud de su exclusión de los “otros internos”, que
poseen características étnicas y/o culturales diferenciales y que no pueden ser
reconocidos porque su presencia pone en juego el relato hegemónico de la nación P
En cuanto a la primera dimensión, recordemos que en 1887 la escuela incorpora los
festejos de las efemérides patrias y promueve la participación de los escolares como
instrumento de reactivación de las fiestas oficiales, de corte ritual y carácter militar,
donde los niños forman “batallones escolares” (Bertoni, 2001) que desfilan junto con el
ejército. En los años siguientes se terminan de montar formalmente las bases de la
“educación nacionalizante” (Escudé, 1990): en 1888 se decreta que la historia argentina
se enseñe seis horas sem0anales en primero y segundo grado (en vez de sólo dos, en
sexto), en 1889 se establece que los cursos de historia y geografía argentina de
instrucción cívica estén dictados por ciudadanos argentinos; y todo este esfuerzo,
además, coincide con la campaña para matricular a lo alumnos incorporar a la población
al llamado de la ley de educación, construir edificios y contar con docentes.
Y en relación con la dimensión interna de la construcción del “nosotros”, el proyecto
estatal nacional se apoya –como dijimos- en el borramiento material y simbólico de la
población indígena, que no se postula en los términos de un “otricidio” –como lo
denomina Galeano- sino más bien como una adaptación forzada por el “avance del
progreso”, y –pese a todo ("errores y excesos")- como un constructivo triunfo de la
civilización sobre la barbarie.
De modo que el Estado, también después de la Conquista del Desierto seguirá
eliminando todo vestigio de la cultura y especialmente de las lenguas nativas (incluso
en/dentro de las propias comunidades indígenas, donde las escuelas imponen la historia
oficial –efemérides patrias incluidas- y el uso del español). Esta Historia Unica o relato
hegemónico entra en crisis en el último tercio del siglo XX (sobre el choque entre la
historia como formadora de patriotas o cosmopolitas en este momento, véase: Carretero
y Kriger, 2004) y ello puede notarse en los cambios de las versiones escolares, en las
cuales por ejemplo la idea de “descubrimiento de América” es desplazada por la de
“encuentro”, cuando no por la de “choque” (Carretero y Kriger, 2008). Y en los últimos
años la versión excluyente se ha vuelto intolerable o “políticamente incorrecta” (lo que
en verdad equivale a decir: moralmente intolerable), en un contexto global donde a
partir de los años 90´ surgen nuevos imaginarios ciudadanos que enfatizan los valores
pluralistas (y en particular la defensa de los derechos humanos), oponiéndose
crecientemente a las narrativas nacionalistas, con sus gestas heroicas y sangrientas
(op.cit.).
Las mencionadas tendencias se encuentran vinculadas a nivel planetario con la
reivindicación de las identidades alternativas y el avance de las políticas de las
diferencias; y a nivel regional, en América Latina, con la visibilización de las
identidades indigenistas como resultado de sus propias luchas de resistencia, y su
conversión en identidades políticas con fuerte impacto en el juego democrático (el
ejemplo emblemático es el triunfo de Evo Morales en Bolivia).
Finalmente, el carácter controversial del tema temática se expresa también en el
“antirracismo académico” (Van Dijk, 2007) en el contexto regional, que atestigua un
cambio en el discurso de las elites simbólicas y en las políticas educativas. Pero aunque
las versiones oficiales tradicionales vienen perdiendo prestigio en el discurso político y
social, no podemos decir que no sigan moldeando subyacentemente as representaciones
históricas de la nación y las imágenes de sus protagonistas (tanto consagrados como
negados).
De hecho, en mis investigaciones con jóvenes porteños egresados de la escuela media
(Kriger, 2007), encontré que los indígenas no son reconocidos en su alteridad por la
mayor parte de los entrevistados (para ampliar ese punto véase el artículo disponible en
“bibliografía de la clase 2”), que han internalizado un relato histórico que comienza con
el triunfo de la identidad blanca y católica sobre la “barbarie” americana.
La construcción de la identidad común -tanto en su versión oficial como no oficial-,
remite a una sensación de vacío originario que es el efecto del vaciamiento real de la
matriz etnocultural originaria. Para más de la mitad de los entrevistados, la Argentina
comienza en el siglo XIX, pero a la vez los indígenas son reconocidos por ellos como
los “primeros argentinos”, debido mayormente a que “fueron los primeros en vivir en
un territorio que aún no era Argentina, pero ya estaba destinado a serlo”. Pese a las
buenas intenciones, es notable observar que aquellos alumnos que intentan reivindicar a
los indígenas reconociéndolos como sus antepasados, fracasan. Por qué? Porque los
niegan como sujetos sociales, los convierten en sujetos de un destino que desconocen y
niegan su historia, sin la cual pierden también su legitimidad política.
En tal fallida reivindicación los indígenas quedan reducidos a meros pobladores
naturales del territorio, sin cultura ni historia, confirmando una imagen primera de la
Argentina “como territorio deshabitado, como espacio prehistórico y pura naturaleza”
(Altamirano y Sarlo, 1997: 26), que habilita finalmente la construcción del estado
nacional, en los términos de una epopeya modernizadora: la “Conquista del Desierto”.
Sobre la imagen de este Desierto se funda entonces la representación de la nación
transmitida mayormente por la escuela, y en la cual el dilema “civilización barbarie”
funciona como un esquema de interpretación aplicable a diferentes momentos claves del
relato histórico. Otra investigación reciente, realizada por Ruiz Silva (2009), encuentra
en relación con la enseñanza escolar de la Conquista del Desierto, que incluso hoy la
identificación efectiva de los alumnos es con el Estado, Roca y los militares, aunque
muchos expresen un claro desacuerdo con los métodos empleados para llevar a cabo la
expropiación y la anexión de los territorios conquistados.
A lo largo de todo el siglo XX la escuela sigue ocupando en Argentina un rol central
como operadora de ciudadanía e identidad, que promueve la inserción futura de los
alumnos en un orden social regido por las pautas de la modernización, el progreso o “el
desarrollo”. Estas pautas se convierten en verdaderos imperativos morales que resisten y
se adecuan al paso de las democracias a las dictaduras (y viceversa), que la escuela
acompaña centrándose en la inalterabilidad de su objetivo primordial: crear sentimientos
de de lealtad a la patria. Recién tras la última dictadura, en la década de 1980, el
objetivo central de la escuela será “generar un vínculo entre educación y democracia a
través de la eliminación de aquellas políticas escolares que habían pretendido someter al
sistema a las exigencias del autoritarismo” (Tiramonti, op.cit.). Entre las líneas de la
política establecida durante el gobierno de Alfonsín se fomenta la recuperación del
debate público y la realización del Congreso Pedagógico de 198610, donde se considera
entre los objetivos y funciones de la educación “el acrecentamiento de la identidad
10 El II Congreso Pedagógico Nacional, que se realizó en 1986 en la ciudad de Córdoba, fue convocado en 1984 por el Congreso Nacional por medio de la Ley 23.114.
nacional”, en cuyo tratamiento temático se incluyen “alusiones a la penetración
colonialista, el peligro de una población expuesta acríticamente al mensaje de los
medios y el respeto por la cultura autóctona” (op.cit: 228).
A partir de los años 90´, la escuela aparece como mucho más orientada a la
modernización que a la democratización, al fomento de la competitividad más que de la
participación, en virtud de una profunda redefinición del concepto de ciudadanía, en la
cual “hay una modificación del espacio de referencia que deja de ser el nacional pasa a
ser el mundo globalizado” (op.cit.: 232).En esta nueva relación entre democracia y
educación, pautada por la irrupción del mercado, se inscriben los resultados de la
Reforma del 93, regidos por las exigencias de la gobernabilidad y donde “el estado
Nacional fue artífice de una reforma que introdujo en el sistema educativo criterios de
organización y legitimación de su accionar que hasta ese momento le habían sido
ajenos.
Los principios de eficacia, eficiencia y competitividad fueron introducidos en la esfera
escolar modificando el patrón socializador de estas instituciones y desplazando las
referencias valorativas del campo de la política al del mercado” (op.cit: 233).Como
resultado de ello las condiciones históricas de la educación cambiaron desde entonces, y
los efectos de ese cambio fueron agravados con el fracaso del modelo y la agudización
de la crisis, en un contexto de desintegración social, donde “la escuela actúa como
frontera de integración” (op.cit 238)
En ese momento comienzan a verse muy claramente las tendencias a invertir la
dirección de la violencia escolar: un enrarecimiento de los climas escolares, una
dificultad creciente para pautar la convivencia, una falta de adecuación entre las
expectativas de los alumnos y los docentes que se expresa como desinterés,
desobediencia, incivilidad, y violencia directa. Mientras tanto, el estado interviene como
un actor más dentro del mercado educativo, que interpela a las escuelas con un discurso
ya no vinculado a la formación de una ciudadanía republicana, emancipada, sino al
control del riesgo social. La escuela se transforma en “galpón” (Duschatzky y Corea,
2002), pierde su capacidad instituyente y disciplinar y adquiere un rol de contención
social que obtura su sentido emancipatorio. Finalmente, nos dice Tiramonti, “la
pretensión de justicia está dañada, toda vez que para determinados grupos sociales se
construye un sentido que no pretende actualizar potencialidades personales o reconocer
peculiaridades culturales, sino encuadrarlas en una propuesta escolar que neutralice su
conflictividad social” (op.cit.)
Con la crisis de fin de siglo y su estallido en el nuevo milenio las dificultades de la
escuela como “transformadora de ciudadanía” (Dussell, 2003b) aumentan a medida que
se frustra su promesa de inclusión social y de reproducción de la ingeniería moderna, y
que se persiste en el uso de una violencia simbólica al servicio de un sistema de
desigualdades cada vez más salvaje. Pero, desde una perspectiva diferente -también
ligada al fuerte impacto que tuvo sobre ella la crisis política y económica de las últimas
décadas y su correlato en los procesos de exclusión (Svampa, 2005)- la escuela sale a
cubrir los vacíos dejados por el retiro del estado adoptando un rol central en la
asistencia social, y adquiriendo -en contraste con su empobrecimiento material y su
pérdida de legitimación "desde arriba"- una renovada legitimación social desde abajo”
(Svampa, 2000).
En este sentido, es necesario reconocer la gran capacidad que tuvo la escuela -más a
través de los docentes que de ninguna política aplicada- para responder éticamente, en
tanto institución de socialización primaria, a los requerimientos de una situación social
catastrófica como la vivida en el 2001 y 2002. Sin embargo, esta atención que convirtió
a la escuela en escuela nutricia y que ligamos al ethos político y a la solidaridad, solo
debería ser provisional y puntual. Su permanencia la coloca en riesgo, puede
transformarse en una actitud normalizadora de la inequidad social producida por la
crisis, en lugar de luchar contra ella. En tal caso, como señala Tiramonti, la escuela se
convierte en agente de la desciudadanización, configurándose como “deposito social, o
espacio de inmovilización o búnker de protección” (Tiramonti, 2004).
Es en relación con estos últimos cambios y con estas disyuntivas que se abren respecto
de la función social de la escuela y su rol en la democratización sustancial y no
meramente formal, que el problema de la “violencia escolar” contemporánea se
reformula como reto social más integral, y sobre todo como desafío político.
A partir de las elecciones presidenciales del 2003, cuando “tras la rabia, el jacobinismo
y el regeneracionismo predominantes en el 2002” (Romero, 2004: 281) es posible
percibir una “recuperación del crédito democrático” (op.cit), la llegada al gobierno de
Néstor Kirchner marca el comienzo -o coincide- con el un proceso acelerado de
reconstrucción del país. Mientras tanto, en el nivel representacional la idea de una
refundación de la nación opera como potente leit motiv de la argentinidad, que toma
forma en imágenes tan vívidas como la de “la salida del infierno”, utilizada
repetidamente por Kirchner en sus discursos.
¿Pero cuál es el rol que se le asigna a la pedagogía y más específicamente a la
educación estatal en este nuevo escenario, cuando tras más de una década de retiro el
Estado recupera su protagonismo y, alegóricamente, hasta vuelve a desposar a la
Nación?
Además de ser convocada como parte y testigo de estas segundas nupcias de sus
progenitores, la escuela vuelve a retomar centralidad en la transmisión de identidad
nacional y en la formación de conocimientos sobre el pasado común, pero
fundamentalmente se depositan en ella expectativas ligadas a viabilizar la inclusión de
los jóvenes en una sociedad que los excluye crecientemente, y a amortiguar la violencia
social en un contexto exacerbado por el consumismo y la polarización social.
Tarea difícil la que se le asigna a esta escuela, aún no repuesta de las secuelas de la
crisis, pero cuya promesa parece resistirlo todo. Saintout (2006) encuentra al respecto,
en un estudio realizado en el año 2002 con jóvenes seriamente afectados por la crisis,
que si bien cuestionan a la escuela por estar alejada de sus preocupaciones y
expectativas reales, sin embargo “gran parte de ellos, no todos, sigue esperando de la
educación: no tienen claro, o no aparece de una sola forma, qué es eso que se espera,
pero está relacionado con la posibilidad de algo bueno, de que la escuela pueda ser lo
que les permita “entrar”, desarrollarse, vivir mejor, y si no es así, al menos resistir y
defenderse. Hay una expectativa sin certeza, casi una esperanza…“(op.cit.: 159).
6. A MODO DE CONCLUSION
¿Cómo no cerrar esta clase abriendo la pregunta por esa escuela que sostiene su
promesa, y en el peor de los casos la transforma en esperanza? Este sea acaso el núcleo
duro de la escolaridad aún en los tiempos más líquidos de la modernidad, la piedra
angular de un proyecto que se refunda regularmente, como si siempre se pudiera
recomenzar....
Curiosamente –o paradójicamente- tanto quienes se inclinan por el ideal de civilización
y propugnan prácticas de control (“mano dura”), como quienes bregan por la
emancipación y propugnan prácticas libertarias, al plantearse la problemática de la
violencia en la infancia y en la adolescencia suelen dirigir la mirada a la escuela. Unos
desde un imperativo moral , y otros desde un requerimiento ético, unos como culpable y
otros como responsable, unos como depositaria de esperanzas y otros, de proyectos,
terminan tomando caminos que conducen a la escuela… aún frente a la evidencia de su
debilitamiento.
¿Pero por qué todos los caminos conducen a la escuela? Porque su “razón de ser” es
precisamente formar a los ciudadanos (civilizados y emancipados) de la “comunidad
imaginada”. Para eso nació y para eso está, en este compromiso se ha cimentado
históricamente su legitimidad, y no hay quien pueda (todavía) relevarla de ese rol. Es
cierto que hay otras instituciones de socialización que intervienen fuertemente en esta
tarea, e incluso que compiten con ella restándole protagonismo. No obstante la escuela
sigue siendo hasta ahora la única garante oficial de formación del “soberano”, cuyo
carácter público y estatal nos confiere el derecho a todos los miembros de la sociedad a
inmiscuirnos, revisar sus prácticas, evaluar sus logros o sus fracasos, criticar o debatir
planes de estudios, y exigir que cumpla con el compromiso contraído en nombre del
“bien común” (cosa que no podemos hacer con los medios de comunicación ni otras
instancias cuyo referente es el mercado y no el Estado)
Viéndolo así, comprendemos por qué la violencia hacia la escuela que hoy toma por
nombre “violencia escolar” es percibida como una violencia contra toda la sociedad,
como una amenaza al orden social instituido en gran medida y con gran eficacia por la
propia escuela, cuya imagen actual se ha impotentizado.
Por eso, para no cometer el error de restringir al fenómeno a una manifestación o
“síntoma de”, los he invitado en esta clase a introducirnos en su densidad histórica.
Hemos transitado un camino particular, revisamos juntos el carácter fundante del
vínculo entre “escuela” y “violencia” desde sus orígenes, en busca de una comprensión
que nos permitiera captar el sentido de la “violencia escolar” como desafío político del
presente.
Este desafío no debería empezar ni terminar en la escuela (ni con ella). Y acaso se trate
más de un reto que de un desafío. Un reto que no jaquea - como suele decirse- al
proyecto social al modo de un ordenado juego de ajedrez; sino que lo hackea al modo
del pirata informático, que logra burlar desde un ordenador doméstico los más
inexpugnables sistemas de seguridad. Este “hácker” condensa en su figura algo
emblemático de la cuestión: el estereotipo de un nuevo joven genial cuyo brillo no
puede advertirse ni sospecharse en la propia escuela, donde es “uno más” (cuando no
uno de los “fracasados”); y que es acaso demasiado parecido al opaco alumno que un
día protagoniza una matanza en serie en su colegio, previo anuncio en Internet.
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