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C/ San José de Calasanz 14 www.bibliotecaspublicas.es/albacete Adoración M. González Mateo

La alquimista de los aromas, de Adoración M. González Mateo

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Relatos de verano 2016. Biblioteca Pública del Estado en Albacete.

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C/ San José de Calasanz 14

www.bibliotecaspublicas.es/albacete

Adoración M.

González

Mateo

RELATOS DE VERANO 2016

Muchas son las personas que acuden a lo largo del año

a la Biblioteca Pública de Albacete: unos buscan fantasía,

otros información, otros estudiar…. Y hay quienes

encuentran en la Biblioteca un lugar, o un motivo de

inspiración, para poder escribir.

Son escritores. Son NUESTROS escritores, porque

escribir es una voluntad, no un don ni un momento de

inspiración pasajera. Y los relatos que forman esta “serie”

tienen esa determinación. Tienen, en definitiva, algo que

contar. Y lo cuentan. Los relatos que te ofrecemos en las

próximas semanas no están escritos por autores que

puedan consultarse en una Biblioteca: son lectores que,

por esta vez, han cambiado la afición de leer páginas por

la de escribirlas.

Para la Biblioteca de Albacete es un placer ser mucho

más que el lugar donde se guardan los libros: queremos

contribuir a ese inmenso patrimonio cultural que es una

biblioteca con la vida de quienes nos visitan y nos dan la

razón de ser. Añadiendo su obra. Suyo es el mérito,

nosotros sólo ponemos la intención y los medios.

A lo largo del verano y el otoño te ofrecemos el fruto de

quienes, con su silencioso trasiego, habitan esta biblioteca.

Estás invitado a pasar a leer, estudiar, investigar y…

escribir.

Disfrútalo.

LA ALQUIMISTA

DE LOS AROMAS

Adoración Marina González Mateo

Dicen que los días soleados son perfectos para

tomar decisiones. Aquella mañana amaneció lloviendo,

pero me dio igual: la decisión ya estaba tomada.

Abrí la ventana de mi dormitorio y las gotas de lluvia

mojaron mi cara y mis manos. Vivía al lado de un

parque, y olía a tierra húmeda, a hierba fresca. Olía a

verde. Olía a paz.

Esa había sido la clave, el punto gatillo, la

bombilla que se enciende, el chasquido de unos dedos:

descubrir el mundo de los olores.

Y por esos olores dejé mi trabajo de funcionaria,

mis enfados por trabajar media hora más o menos, mis

malas caras en época de recortes, mis nervios en el

estómago en momentos de estrés y mi ansiedad ante

las injustas y prepotentes órdenes de mis superiores.

Ya no los quería, y decidí que nadie era superior a mí y

que yo sería mi propia jefa, la jefa de mi vida. Si para

eso había tenido que llegar a cumplir cincuenta años,

no pasaba nada. Todavía me quedaban muchos más

para vivirlos en paz y armonía conmigo misma.

Me bautizaron con el nombre de Esperanza, y

parecía que todo el mundo esperaba algo de mí. Mi

familia esperaba que fuera alta, y no llegué a más de

1,60 metros. Esperaban ojos claros y pelo castaño,

pero mis ojos eran negros, así como mi pelo, largo y

rizado. Esperaban verme delgada, pero salí rellenita.

Esperaban que fuera arquitecta, como mi padre y mis

tíos, pero me decanté por las Ciencias Económicas.

Esperaban, esperaban…

Sin embargo, el destino me asignó vivir de

acuerdo a mi nombre, y no me defraudó. Tuve

esperanza, esperé y vi los frutos.

Abandoné mi trabajo en aquella aburrida, gris y

lóbrega Delegación de Hacienda, cerrando la puerta a

un camino al que había llegado veinticinco años atrás,

cuando buscaba comodidad, seguridad y tranquilidad,

esas tres palabras que atan, frenan y cortan las alas.

Borré de mi mente la mesa que, durante veinticinco

años, me esperaba cada mañana, con ordenador,

escáner, impresora, un teléfono que no dejaba de

sonar, montones de carpetas de expedientes y notas

amarillas, todas importantísimas y urgentísimas. Había

temporadas en que se me apremiaba tanto, que

parecía que mi trabajo era algo de vida o muerte,

cuando en realidad no eran más que papeles.

Varios meses atrás, una noche soñé que

estaba rodeada de gente. Me miraban sonriendo y yo,

como reflejada en un espejo, también les devolvía mi

sonrisa, sincera y genuina. Esas personas alargaban la

mano y yo les daba unos pequeños paquetes envueltos

en papel de seda. En el sueño olía muy bien, todo era

muy agradable. Me di cuenta de que delante de mí

había un mostrador. Yo les ofrecía pastillas de jabón y

ellos gustosamente las tomaban.

Desperté con las ideas muy claras, sabiendo que

era un mensaje del subconsciente. Supe que tenía que

hacer caso a esa llamada que brotaba de mi interior, y

me zambullí de lleno en el mundo de los jabones,

bautizándome a mí misma con un nombre que definiera

lo que iba a hacer a partir de ese momento: sería una

«alquimista de los aromas».

Así comencé mi recién estrenada excedencia

laboral comprando todos los utensilios e ingredientes

necesarios para mi nueva etapa. Era un momento

mágico el que se producía cada vez que empezaba el

proceso de fabricación de mis jabones. Una auténtica

metamorfosis, una verdadera transformación de las

materias primas. En una mesa grande colocaba y

ordenaba todos los ingredientes necesarios. Todo

pesado. Todo medido. Todos los ingredientes

colocados y perfectamente ordenados para ir

utilizándolos conforme los fuera necesitando. Eso sí

que era alquimia.

Me ponía guantes, mascarilla y gorro. No podía

permitir que cayera ningún pelo, ni que me quemara o

ensuciara. Iniciaba el proceso vertiendo la sosa

cáustica en un barreño con agua, muy lentamente, con

mucho cuidado. Me habían advertido de que era

corrosiva. La mezcla empezaba a hervir y humear, y

debía enfriarla hasta llegar a una temperatura de 40ºC.

Aparte tenía dos grandes cuencos, uno con

aceite de oliva y otro con aceite de coco. Los mezclaba

dándoles vueltas con un palo de madera y los

calentaba hasta que alcanzaran la misma temperatura

que tenía el agua con la sosa. Sólo entonces, cuando

todo estaba a 40ºC, procedía a juntarlo. Se formaba

una pasta de consistencia parecida a la mayonesa. Así

aprendí una palabra que no había escuchado en mi

vida: saponificación, y que venía a resumir el proceso

de fabricación del jabón, tal y como se llevaba haciendo

miles de años.

Esa pasta se vertía en los moldes adecuados, de

diversos tamaños y formas. Me satisfacía escuchar el

sonido al ir cayendo en los recipientes: «plop…

plop…». Llegaba el momento de añadir los ingredientes

más sutiles, el momento más placentero, donde de

verdad accedía a ese mundo mágico de los aromas.

Era el momento en que añadía los aceites esenciales a

los distintos moldes. Los tenía previamente ordenados

en sus botes con unas jeringuillas para medir

exactamente los mililitros necesarios. Por mi nariz

empezaban a desfilar aromas de romero, argán,

mandarina, limón, canela, menta… y mi preferido:

cacao, con el que hacía jabón de chocolate. A otros

moldes de jabones les añadía pétalos de flores u hojas

secas, de rosa, lavanda, caléndula o manzanilla, que

tenía preparados en cuencos en espera de ser

utilizados.

Los recipientes quedaban tapados veinticuatro

horas. Después se desmoldaban, se cortaban las

pastillas si los moldes eran grandes, y se dejaban secar

durante mes y medio, dándoles la vuelta diariamente y

tapándolos con una toalla. Ya estaban los jabones

listos para usar, y poder beneficiarse de sus virtudes

terapéuticas.

Durante todo ese proceso de creación artesanal,

noté que me desaparecía el estrés, dormía mejor, se

esfumaron las migrañas, y una nueva energía física y

mental me acompañaba siempre. Todo eso respondía

a dos palabras: motivación e ilusión. Y me pregunté:

«¿Cuánto tiempo llevaba sin sentirlas?»

Una vez embarcada en mi nueva aventura, decidí

que había que seguir adelante: me compré una

pequeña furgoneta azul de segunda mano y, una vez

completados los trámites necesarios, me hice

vendedora en los mercadillos medievales que tenían

lugar en muchos pueblos y ciudades de nuestro país.

Conocí sus plazas y sus calles, sus rutas mágicas

y sus gentes. Aprendí mucho más de lo que yo podía

enseñarles: el trato humano y afable, la vida sosegada,

sin prisas, con el presente en la mano, sin pasado ni

futuro.

Descubrí que para ser feliz no hacía falta tanto,

que menos es más, que se podía estar bien cuando se

aprende a valorar cada detalle, por pequeño que sea.

Simplemente me hacía sentir bien el gesto de las

personas cuando les acercaba a la nariz una pastilla de

jabón y les decía: «¡huela!». Ese «humm» seguido de

una cara sonriente y agradable me producía mucha

más satisfacción que mi trabajo anterior. Bueno,

simplemente me producía satisfacción, porque antes no

existía. Hacía mucho que desapareció.

Me hacía feliz cada vez que llegaba a un mercado

y tenía que montar mi puesto, rodeada de mis vecinos

de casetas. Casi siempre éramos los mismos, y ya nos

conocíamos y nos echábamos una mano cuando hacía

falta, compartiendo lo que teníamos. Sin malas caras,

algo nuevo para mí.

Colocaba mis jabones por aromas, por tamaños,

por colores, por formas o como yo quisiera, sin que

nadie tuviera que decirme cómo tenía que hacer mi

trabajo, mi nuevo trabajo. Adornaba mi puesto con

flores frescas, velas y algún que otro incienso. Siempre

olía muy bien, y la gente se acercaba y me lo

comentaba. La buena energía se palpaba en el

ambiente.

Descubrí mi vena de vendedora. No sabía que la

tenía porque nunca había tenido nada que vender. Y

aunque no sea humilde, tuve que reconocer que lo

hacía bien. Vendía, y vendía mucho. Creo que era mi

entusiasmo, mi alegría, esa fuerza interior que brotó de

mí, esa motivación y ese deseo de ser útil y ayudar lo

que me impulsaba a hablar con la gente, a dirigirme a

todo el mundo ofreciendo mis jabones.

Mi sonrisa, sincera y genuina, como la de aquel

sueño revelador, y no forzada como en mi antiguo

trabajo, era mi mejor carta de presentación. Ya no tenía

que llevar tacones ni trajes de chaqueta, ni ir siempre

perfectamente arreglada y maquillada, en un mundo

donde lo que se consideraba perfecto dejaba mucho

que desear. Ahora, en los mercadillos medievales, solía

vestirme con túnicas de colores suaves y tejidos

agradables, ceñidas a la cintura. Me adornaba la

cabeza con una diadema de flores naturales, dejando

suelto mi pelo largo y rizado. Calzaba sandalias de tiras

de cuero. Y dejó de dolerme la espalda, después de

tantos años teniendo que sufrir los tacones.

A mis clientes les explicaba y aconsejaba sobre el

uso de los jabones, según los ingredientes que había

usado para su elaboración. Así, les enseñaba que la

rosa mosqueta combatía la aparición de arrugas y

manchas, la caléndula calmaba irritaciones, la miel iba

muy bien para pieles sensibles, y la lavanda y la

manzanilla producían un efecto antiinflamatorio y

regenerador de la piel. Y cuando alguien me compraba

más de tres pastillas, yo le regalaba otra más pequeña,

como una muestra, un detalle, que generalmente era

de chocolate o de leche de cabra con pétalos de rosa,

lo que les producía una grata sorpresa.

Un domingo por la noche, cuando estaba

recogiendo mi puesto en una bella ciudad costera,

donde se había instalado un mercado medieval durante

cuatro días, vi en el suelo un pequeño trozo de plástico

blanco. Alrededor de mis pies había cajas, papeles,

precintos y todos los adornos de mi puesto. Me llamó la

atención. Me agaché y lo cogí. Era un pendrive.

Seguramente alguna chica lo había perdido al sacar del

bolso el monedero para pagarme los jabones, o quizás

a alguien se le había caído distraídamente del bolsillo.

Miré a mi alrededor. No había nadie. Lo guardé en un

bolsillo lateral que llevaba mi túnica, mientras

terminaba de recoger todos mis trastos y los llevaba a

la furgoneta. Coloqué las cajas como hacía cada vez

que desmontaba un puesto. Abrí la puerta del

conductor para subirme y, en ese movimiento, al

levantar la pierna derecha para sentarme, noté clavado

en el muslo algo duro. Entonces recordé que había

encontrado un pendrive y que lo llevaba ahí. Me quedé

mirándolo sin saber qué hacer. Por un instante caí en

un ligero estado de ensoñación, seguramente fruto del

cansancio. De repente abrí los ojos, volví a la realidad y

decidí que lo correcto era encender mi ordenador

portátil, meter el dispositivo y ver qué tenía. Quizás

había información de alguna persona, algún teléfono o

alguna dirección de correo electrónico. Así podría

ponerme en contacto con el dueño y devolverle lo que

había perdido. Me satisfizo imaginar la cara de alegría

que pondría el propietario al verse otra vez con su

pendrive en la mano.

Cuando mi portátil estuvo preparado, lo metí en el

puerto USB. Por un momento pensé que estaba vacío,

pues la pantalla no me devolvía ningún resultado. Pero

de pronto apareció un renglón que me informaba de la

existencia de un fichero, un único fichero. Y el corazón

me dio un vuelco cuando vi que el fichero se llamaba

«Esperanza.doc».

Sin saber muy bien por qué, me sentí atolondrada

y empecé a temblar. Noté que alguien me vigilaba. Miré

hacia el asiento de la derecha, volví la cabeza y miré

hacia atrás. No había nadie, pero no me sentía sola. Yo

sabía que alguien estaba pendiente de mí y, en ese

momento, supe que desde que mi vida cambió

radicalmente, alguien había guiado mis pasos. No

sabía cómo llamar a esa experiencia, esa sensación

desconocida para mí. Simplemente lo sabía. Sin más

palabras, porque hay situaciones que no se pueden

explicar con palabras.

Abrí más los ojos, respiré hondo y pinché con el

puntero del ratón dos veces seguidas sobre mi nombre.

Al cabo de muy pocos segundos, que se me hicieron

eternos, la pantalla se llenó de palabras, con un tipo de

letra muy bonito, muy elegante. Palabras escritas por

misteriosas y anónimas manos. Empecé a leer:

Desde lo más profundo de tu ser, te saludo.

Desde lo más profundo de la tierra, del mar, del fuego y

del viento, te doy la bienvenida.

Esperanza:

Cuando llegaste a esta vida, tenías opciones,

muchas o pocas, pero opciones, como todo el mundo.

Sin embargo, sólo hay una que te hace cosquillas en el

estómago, te pone una sonrisa en la cara, te da alegría

interna y sensación de felicidad. Esa opción es tu

misión del alma. La elegiste al nacer, y supiste

buscarla, encontrarla y aprovecharla. Los caminos que

te llevaron fueron retorcidos y tortuosos. Así tenía que

ser. Tuviste que pasar por todo eso, como revulsivo

para querer dejarlo, y dar el salto que provoca el

cambio, la liberación y la transformación. No todos

saben hacerlo, así que ¡Felicidades!

Viniste a esta vida a enseñar, ayudar, curar, y

transmitir, a través de tus aromáticos jabones, toda una

sabiduría de siglos, una vuelta a lo natural.

Tuviste el coraje y la fuerza para perseguir tu

sueño, para hacerlo realidad. Lo tenías más fácil que

otras personas y es que, en eso, también te ayudé. No

tenías pareja ni hijos que te ataran. No dependías de

nadie y nadie dependía de ti. Tu tiempo era tuyo, y tú

eras la dueña para gastarlo, invertirlo, matarlo o

aprovecharlo. Pero jugaste bien, y pudiste hacerlo.

Supiste hacerlo. Y lo hiciste bien.

Te confesaré un secreto: de haber seguido el

camino por el que llevabas vegetando veinticinco años,

hubieras visto cómo envejecías, cómo tu vida, anodina y

gris, se iba desvaneciendo poco a poco e ibas

desapareciendo sin dejar rastro, sin que nada quedara de

ti y sin que nadie te recordara.

Pero gracias a tu decisión, tan sabiamente tomada,

tu entorno te recordará siempre como la «alquimista de

los aromas», la vendedora de jabones.

Y no te asustes, no tengas miedo. Estás a salvo y

protegida. Siempre cuidaré de ti, a través de los años, las

vidas y el tiempo infinito. Porque, como dice un aforismo

sufí: «Cuando el corazón llora por lo que ha perdido, el

espíritu ríe por lo que ha encontrado».

FIN

DIA TÍTULO AUTOR

4 de julio La alquimista de los aromas Adoración M. González Mateo

11 de julio Me busco en el Montecillo Iluminado Jiménez Hidalgo

18 de julio El juego de las runas. The set of runes Freya

25 de julio Patricia y el mar Carmen Hidalgo Lozano

1 de agosto Aquellos veranos azules Natalia Lucinda

8 de agosto Albacete en verano Daniel Molina Martínez

16 de agosto Poemas Trinidad Alicia García Valero

22 de agosto Mi crítica vida José Antonio Puente Juárez

29 de agosto Atanpha Manuel Olivas García

5 de septiembre Una fantasía erótica mortal Daniel Peña Medina

12 de septiembre Aterricé como pude Sebastián Navalón Morales

19 de septiembre La gran ceremonia Fabián Fajardo Fajardo

26 de septiembre Un gato de Brooklyn Toñi Sánchez Verdejo

3 de octubre El gran desconocido del tren Astrid Avero Chinesta

10 de octubre Gabriel Sara Monteagudo Moya

17 de octubre El libro de las partituras Carlos Hernández Millán

24 de octubre Sin billete de regreso Irene Blanca Sánchez

31 de octubre San Juan y Toda Mª Soledad Roldán Márquez

7 de noviembre Voy en canoa Alejandro Campos Benítez

14 de noviembre Las nubes también viajan Mª Ángeles Pérez Marcos

21 de noviembre Una historia trilingüe M.J.M. Arellano

28 de noviembre Otra vez Bartololmé Sáez Ochoa

5 de diciembre Un frío invierno María Martínez Segura

12 de diciembre El vodevil de Grenelle Llanos Olivas García