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Autonomía: la dimensión utópica de la estética
1.- La autonomía de lo estético
Autonomía y heteronomía
La autonomía es la idea, a la vez restrictiva y utópica, de que la experiencia estética define un ámbito propio,
perfectamente aislable de cualquier otro, un reino clausurado cuyo sentido completo está en sí mismo, en el
puro placer de la contemplación, y no depende del valor ético, social o cognitivo del objeto de dicha
experiencia o de la experiencia misma. No se tata de una categoría, como la belleza o la mimesis, sino algo
más básico, anterior a cualquiera de las categorías. El carácter subjetivo de lo estético, que lanza la reflexión
sobre estos fenómenos hacia el ámbito de la experiencia, y la autonomía, que obliga a comprenderlos en sí
mismos y no en relación a algo externo, ya sea el objeto, la verdad o el bien, son los dos principos sobre los
que se ha construido toda la reflexión estética moderna, desde los inicios en el siglo XVIII hasta hoy.
Teniendo ese carácter fundamentador, ambos supuestos trazan pues el horizonte sobre el que se definen las
categorías estéticas en su sentido moderno y se comprenden las relaciones entre ellas. Hasta tal punto es así,
que se considera usualmente que la estética comienza en el siglo XVIII, cuando, sobre tales paradigmas, este
ámbito de la reflexión se convierte en una disciplina autónoma. A mi juicio, sin embargo, la constitución de
la estética como disciplina es sólo el índice del cambio de paradigma que se produce en torno a la belleza y
al arte dentro de la cultura moderna, pero no puede tomarse como el nacimiento de un ámbito de la reflexión
que arranca casi con la filosofía misma. En el pensamiento antiguo lo estético se piensa desde presupuestos
contrarios a los que pone en juego la modernidad, presupuestos que, entre otras cosas, no exigen sino que más
bien rechazan la idea de la autonomía.
La heteronomía, es decir, el comprender la belleza como un tipo de experiencia (de carácter esencialmente
intelectual) ligada a otros ámbitos del conocimiento o del comportamiento, el situar el arte no como una
realidad que puede ser comprendida en sí misma sino como una manifestación cuyo sentido sólo se halla en
relación a la vida social y al conjunto de la cultura, entraña otro modo de enfrentarse a estos fenómenos, pero
en absoluto puede verse como signo de una reflexión incompleta. La heteronomía responde, como luego la
autonomía en la que la modernidad asienta su concepción de lo estético, a la realidad cultural de toda la época
y al lugar que en esas culturas ocupaba el arte o la experiencia de la belleza.
Lo mismo podemos decir de la objetividad que, en el pensamiento antiguo, se corresponde con la subjetividad
que para nosotros, desde el siglo XVIII, es la base misma de lo bello y de todos los fenómenos estéticos en
general. Con este cambio, igualmente, se le da a la belleza otro fundamento, pero no podemos considerar que
las consideraciones de la belleza como algo objetivo, es decir, como una propiedad del objeto que el sujeto
descubre, percibe o comprende, pero que él mismo no crea ni constituye, como algo que, en consecuencia,
Estética (2013-2014). Universidad de Sevilla. Emilio Rosales 1
está más allá de los fenómenos del gusto y los caprichos de la individualidad, suponen en sí mismas una
aproximación equivocada, un modo de enmascarar la verdad de lo estético, su verdadera naturaleza. Si fuese
así, deberíamos invalidar los acercamientos al fenómeno del conocimiento propios de la filosofía griega, que
se asientan sobre presupuestos parecidos y que fueron igualmente descartados a partir de la filosofía moderna,
cuando entra en consideración una idea más compleja del sujeto del conocimiento que lo presenta como un
agente que constituye al objeto y no como un mero receptor pasivo de las ideas.
Este tipo de reflexión resulta incompatible con la reflexión filosófica. La consideración de la belleza como una
propiedad del objeto es (si miramos hacia el caso griego) la expresión de un mundo en el que la naturaleza
representa un orden armónico, una legalidad en sí misma, un orden frente al cual el sujeto se sitúa pasivamente,
con la única posibilidad de admirarlo o comprenderlo. Por el contrario, en las nuevas circunstancias que la
modernidad introduce, el sujeto constituye la realidad en cuanto le da forma a través del pensamiento, de la
percepción o del trabajo. Se trata entonces de una subjetividad que no se sitúa ya frente a un orden perfecto
y eterno que debe comprender y aceptar, sino ante una realidad cambiante, informe, incognoscible en sí misma,
a la que él ilumina y transforma. La belleza no será ya una propiedad del objeto, sino una experiencia del sujeto
frente a la realidad o un atributo de lo subjetivo, expresión de su carácter activo e ideal, que se proyecta sobre
el mundo elevándolo.
Si bien todo lo que se encierra dentro del horizonte que marcan estas dos condiciones de la reflexión estética
moderna (autonomía y subjetividad), incluyendo las categorías consideradas más básicas, ha sufrido una
profunda revisión en el torbellino de las vanguardias, en estos dos puntos la labor crítica ha sido más
superficial, de modo que en gran medida ambos permanecen vigentes como límites de los que ni la reflexión
ni la práctica artística escapan del todo. Es cierto que hay en las vanguardias una crítica a la identificación de
lo estético con lo subjetivo; crítica que a veces llega a convertirse en rechazo, como en el minimal, movimiento
donde la creación se basa en relaciones formales muy objetivas, generalmente matemáticas, y donde se
renuncia también al trabajo subjetivo, al acabado personal, buscando para expresar dichas relaciones grandes
estructuras que pueden ser fabricadas industrialmente, sin el concurso de la habilidad del artista.
Pero esas críticas atañen más que nada a la intervención del sujeto en la formación de la obra, no al hecho de
que la relación con el arte y la belleza, incluso en las tendencias más extremas que rechazan el objeto artístico,
se conciba como una relación libre cuyo momento clave está en la implicación del espectador o del receptor
frente a la propuesta artística.
En este momento, nosotros nos vamos a detener en la idea de autonomía, definida inicialmente como
condición del gusto y, por tanto de la belleza, y situada después como frontera para cualquier reflexión sobre
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el arte en su sentido moderno. De un modo general, que en seguida iremos desarrollando, se entiende por
autonomía la condición de aquello que tiene en sí mismo su fundamento o su sentido, o bien de aquello que
se da a sí mismo su propia ley o crea sus normas, sin que le sean impuestas por algo externo. Como se sabe,
la constitución del sujeto moderno gira en torno al concepto de autonomía, ya que se concibe una subjetividad
basada en la libertad, capaz de encontrar en sí misma el camino hacia la verdad o hacia el bien, sin depender
para sus actos o para el acceso al conocimiento de una autoridad externa que lo tutele. Autonomía, en el
sujeto, es pues libertad, independencia, capacidad de encontrar en sí mismo, en su propia razón, la ley de su
conducta.
En la Estética, que nace íntimamente ligada a ese proceso de constitución del sujeto moderno, la autonomía
supone la posibilidad misma de la disciplina en cuanto no se concibe ya la belleza como una sombra de la
verdad o del bien, sino como algo que tiene valor y sentido por sí mismo y que, por tanto, debe ser definido
en base a principios propios. No basta pues una aproximación general desde la metafísica o desde la ética sino
que se requiere un saber específico. Todo aquello que vincule lo estético con ámbitos externos (el de la
verdad, el del bien, el de la utilidad, etc.) queda fuera de la autonomía y, por tanto, fuera de los límites
modernos del ámbito estético.
De ahí la insistencia de Kant, por ejemplo, en separar la belleza del concepto, negando cualquier vinculación
de lo estético con el orden del conocimiento. De ahí que, igualmente, hablando del arte, todo aquello que
ponga su fundamento, su posibilidad o su sentido fuera del arte mismo, haciéndolo descansar en algo externo,
se aleja de la autonomía. Si tenemos en cuenta que la mimesis vinculaba la obra de arte con el mundo de los
objetos y que el Sistema del arte no se transforma en un modelo de control indirecto, en un intercambio libre,
hasta finales del XIX, comprendemos que la autonomía, en un sentido estricto, sólo puede aplicarse al arte
a partir de la ruptura de las vanguardias. Como escribía Gadamer: “desde que el arte no quiso ser ya nada más
que arte comenzó la gran revolución artística moderna”. No obstante, como veremos, de una manera que hoy
consideraríamos más limitada, la autonomía ha sido uno de los centros de la reflexión estética desde los inicios
y ha jugado un papel central en todas las estéticas nacidas del idealismo, desde Kant hasta Hegel.
El solapamiento y confusión entre la autonomía de lo estético y la autonomía del arte, que ya se han enredado
en el párrafo anterior, es una de las complicaciones que encierra el presente tema. Esa confusión es inevitable,
no se trata de falsos puntos de partida en la reflexión o en el proceso de la crítica. Estamos obligados a solapar
esos dos ámbitos de la autonomía porque, de hecho, en parte, la historia de la estética es el proceso por el que
dichos ámbitos se van identificando y el arte absorbe toda la multiplicidad originaria de la dimensión estética,
no siempre de manera legítima. Lo cual tiene importancia incluso para la interpretación de algunas obras clave
de la disciplina, como por ejemplo la Crítica del juicio, cuyas reflexiones se aplican inmediatamente al arte,
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a la delimitación post-hegeliana de lo estético, aunque no están originariamente pensadas para dicho ámbito.
En cualquier caso, aparentemente sencilla, la idea de autonomía es una idea extremadamente compleja; quizás
sea la más compleja de las cuestiones que encierra la reflexión estética. La complejidad no está evidentemente
en el sentido general de la idea, que en sí misma es muy básica, sino en las implicaciones que tiene, en los
ámbitos diferentes a los que se aplica y, sobre todo, en las dimensiones contradictorias que se unen a ella desde
el propio nacimiento de la Estética. Pero está también en el hecho fundamental de que lo estético,
especialmente el arte, que debe afirmarse desde luego como un hecho autónomo y que culturalmente está
situado así en el conjunto de la experiencia y de la vida social, no puede comprenderse sin embargo sino
orientado con fuerza hacia lo heterónomo, contaminándose, estableciendo constantes relaciones con aquello
de lo que se debe separar, con el conocimiento, con la ética, con los intereses y las esperanzas de la libertad.
Es más, aunque la autonomía es el principio irrenunciable sin el cual lo estético, y mucho menos el arte, no
tendría sentido para nosotros, de algún modo sabemos, porque el propio arte nos lo muestra sin cesar, que
en esas relaciones y contaminaciones está lo que de veras nos importa de él.
No se piense que se trata de una perspectiva contemporánea surgida de la ruptura de las vanguardias,
empeñadas en llevar el arte hacia todo tipo de contaminaciones y en desvincularlo de la belleza y de la estética.
Al contrario, esa tensión entre la autonomía imprescindible, aceptada como un paradigma de fondo de toda
reflexión y de la propia praxis artística, y la heteronomía que el arte introduce en sus poéticas o que el propio
horizonte abierto de la belleza insinúa en la experiencia estética, está muy presente en Kant, como veremos,
y lo está más aún en las estéticas posteriores en consonancia con las grandes esperanzas y las exigencias que
el pensamiento romántico pone en el arte.
Todo lo que hay de ambiguo en la belleza, todo su carácter problemático (“la belleza es difícil”, concluía como
única consecuencia, el primer libro específicamente dedicado a la Estética, el Hipias mayor), esa condición
que tiene lo estético de estar de manera no bien definida siempre entre dos ámbitos (placer y conocimiento,
idea y producción, forma y objetivación, representación y trascendencia, imaginación y razón, etc.), queda
fuertemente impreso en esta idea elemental. Y en ella ha quedado también la huella de la propia falta de
definición del arte, no sólo en relación a sí mismo, sino en relación al propio sujeto y, desde luego, en relación
a la totalidad social.
Pensemos sólo en un detalle, la autonomía es la idea que trata de constituir lo estético como un ámbito cerrado
que tiene su fundamento y su sentido en sí mismo y que no puede definirse en relación a nada extra-estético,
y sin embargo es éste también el concepto que sirve para reflexionar filosóficamente, por ejemplo en Adorno,
sobre las relaciones entre el arte y el todo, relaciones que al establecer dicho concepto como condición de la
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reflexión y de lo estético mismo, quedan enormemente problematizadas. Por supuesto que la filosofía no es
el ejercicio de podar la realidad hasta darle la forma que conviene a nuestro deseo de conciliarnos con ella,
sino que es un modo de problematizar la realidad en la que habitamos, con la que los instrumentos del poder
tratan de conciliarnos. Por ello, si un concepto, como el de autonomía, problematiza algo quizás es que, en
el sentido filosófico, vamos por buen camino.
La complejidad de esta idea está pues, en parte, en implicar varias perspectivas diferentes que llegan a ser
incluso contradictorias: es un concepto con muchas aristas, difícil de unificar. Igual que acaba de decirse
respecto a la subjetividad como clave de lo estético (y de lo artístico), algunas vanguardias han rechazado
violentamente uno de los aspectos implícitos en la autonomía (su carácter restrictivo, que tiende a aislar el arte
del ámbito general de la experiencia y de la corriente de la vida), pero en cambio han extremado los otros dos
(la concepción del arte como un territorio de la libertad y del sueño, como manifestación de lo diferente en
el ámbito de la racionalidad, en el mundo de la propiedad, del trabajo y del deber, por un lado, y la idea del
arte como un lenguaje o una estructura autosuficiente, desvinculándolo de la mimesis y convirtiendo la obra
en un objeto en sí mismo). Por ello puede decirse que la postura de lo contemporáneo hacia esta idea resulta
contradictoria, y esto hay que advertirlo desde el comienzo.
Complejidad de la idea de autonomía
La autonomía hace referencia, ante todo, a la necesidad de identificar el ámbito de lo estético como un ámbito
específico cuyo valor o sentido está en sí mismo y no en relación a la verdad, al bien o a las propiedades del
objeto, como había pensado el pensamiento estético clásico. Esta diferenciación es la que hace posible la
definición moderna de la belleza y consolida el mapa mismo de lo estético. Sin embargo, y he ahí la
complejidad del concepto, esa diferencia o especificidad supone varias cosas.
Por un lado se desarrolla de una manera restrictiva y supone una separación de lo estético del ámbito general
de la experiencia; problema que fue fundamental para el nacimiento mismo de la Estética como disciplina, pues
significaba su misma posibilidad. Seguramente, el hecho de que la Estética, en cuanto disciplina, naciera
teniendo que definir su objeto y su experiencia de esta manera negativa, marcando su diferencia, ha tenido en
peso fundamental en la historia posterior y ha determinado, en parte, ese aislamiento, ese aire cerrado contra
el que reaccionaron las vanguardias.
Las vanguardias reaccionarán violentamente contra este sentido restrictivo de la autonomía entendiendo que
cierra las fronteras que comunican el arte con la vida, des-estetizando la vida, dejando abandonado, en su
desolación, el mundo del trabajo y del consumo, el mundo del deber, de la necesidad, por un lado, y
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convirtiendo por otro al arte en un objeto puramente formal, sin capacidad de incidir en la totalidad de la
experiencia, sin vínculos con la aventura del conocimiento, con las esperanzas o los sufrimientos, con la
necesidad de la utopía. Recuperar las relaciones entre arte y vida será unos de las motivaciones más claras de
muchas vanguardias, como veremos.
El tema tiene unas implicaciones trascendentales para lo que es la propia concepción de la racionalidad
moderna. Téngase en cuenta que se ha definido al sujeto como autónomo, es decir, como libre, y que en esta
definición el desarrollo inicial de la Estética tiene una enorme importancia. No cabe duda que esa idea del
sujeto, como individuo autónomo, es indiscernible de la configuración de las relaciones económicas a través
de un sistema de libre intercambio basado en la propiedad, sin embargo por otra parte, la estética sella una
frontera en la que se separa el ámbito de la libertad del ámbito de la necesidad, de lo útil, de la propiedad, del
trabajo, presentadas como relaciones impuras y bajas en las que el sujeto se aliena, es decir, renuncia a sí
mismo, a su libertad.
De ahí que en la autonomía de lo estético se detecte otro aspecto, que está muy presente en las primeras
formulaciones de concepto y que se detecta fácilmente en Kant. La autonomía encierra al arte en un terreno
propio, aislándolo de la totalidad de la experiencia, pero la razón de esa separación no es esterilizar el arte,
sino definirlo como un ámbito liberado del mundo del trabajo, del deber y de la propiedad, es decir, como un
ámbito utópico donde es posible otro tipo de relación con la realidad. Lo más interesante de todo ello es que
las vanguardias al querer unir arte y vida reaccionan contra el aislamiento que lleva implícito el concepto de
autonomía, pero lo hacen resaltando este otro aspecto del problema, es decir, su dimensión utópica: hay que
tratar de reintegrar el arte en la vida pero sin perder su diferencia, su radical alteridad respecto al mundo de
la utilidad, de la propiedad y del interés económico, como si el arte nos prometiera otro tipo de racionalidad,
como si fuese el atisbo de otro tipo de experiencia y de orden.
Finalmente, hay otro aspecto aún de la autonomía que no trataremos en este curso, pero que es esencial en
el desarrollo del arte moderno hacia niveles deferentes de abstracción y hacia una libertad total respecto a la
necesidad de figurar la realidad. La autonomía define el valor de la experiencia estética en sí misma, y no en
relación a la capacidad de representar el objeto. Aunque no tratemos esta dimensión del problema, es
importante tenerla en cuenta porque no puede desligarse completamente de las otras dos. De hecho, al
considerar la autonomía de lo artístico como un fenómeno específicamente moderno, lo cual haremos a partir
de Adorno, es imposible no acercarse a estos aspectos relacionados con la mimesis. Por ello, las reflexiones
estéticas de Adorno, que giran en gran medida en torno a la dialéctica entre autonomía y heteronomía,
desembocan a menudo en la reflexión sobre otros sentidos posibles de la mimesis, de la relación con el todo,
de la capacidad de representar, compatibles con la autonomía formal y lingüística que caracteriza al arte desde
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las vanguardias.
El arte y la belleza
Debe recordarse que la Estética se funda como una “ciencia de la sensación” y que, en los inicios de la
disciplina, el ámbito de referencia dominante es la belleza natural. El arte se enfoca entonces,
fundamentalmente, como un caso especial de la experiencia de la belleza, es decir, en relación al gusto. Esta
orientación se mantiene hasta Kant y tiene, creo, importantes consecuencias. La tiene, por ejemplo, para la
definición de la autonomía, pues resulta indudable que esa condición cerrada de la experiencia estética es más
fácil de delimitar frente a la belleza natural, frente a la pura contemplación, que frente al arte, donde dicho
concepto muestra todo su carácter problemático.
De hecho, las primeras reflexiones que obligan a replantearse la idea de autonomía y las fronteras entre lo
estético, lo ético, lo social y lo cognitivo, aparecen tan pronto como el ámbito de referencia de lo estético pasa
de la belleza natural a la artística, cambio que se inicia en los inmediatos seguidores de Kant, con Schiller, pero
que se fundamenta sobre todo en la estética hegeliana. La Crítica del juicio es de 1794 y las Cartas sobre la
educación estética del hombre de 1795.
Basta considerar que sólo doce apartados de los cincuenta y nueve en que se divide la primera parte de la
Crítica del juicio (la parte que se dedica al juicio estético), están centrados al arte. La lectura de la Crítica
deja claro la preferencia de Kant que sitúa, bajo cualquier aspecto en que la enfoque, la belleza natural por
encima de la artística. Incluso a nivel puramente formal, el arte apenas puede competir con la naturaleza en
la creación de belleza: “Muchas de estas cristalizaciones minerales, como los espatos, la piedra hematida,
ofrecen muchas veces formas tan bellas, que el arte podría cuando más concebir otras parecidas” ( CJ & 57).
En toda la “Analítica de lo bello” no hay ninguna referencia directa al arte, es decir, Kant deduce las
características esenciales de la belleza y de su experiencia sin remitir para nada al mundo del arte; y lo hace
sin tener que justificarse por ello.
El punto de vista kantiano recoge aún la valoración pre-moderna. La superioridad de la naturaleza sobre el
arte, la consideración de lo bello natural como ámbito de referencia al pensar sobre la esencia de lo bello,
dominó todo el pensamiento antiguo, como es fácil ver con sólo examinar los diálogos platónicos. Tanto es
así que para los griegos arte y belleza son reinos con una pequeña frontera común, de modo que el arte apenas
es enfocado como fenómeno estético.
Esta situación cambia ya en los inmediatos seguidores de Kant, con Schiller como ya se ha recordado, y con
Schelling. Nunca se volverá a repetir el punto de vista anterior, pues, de hecho, las consideraciones sobre la
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belleza natural casi desaparecen del horizonte de la disciplina. El arte se convierte en el ámbito exclusivo de
referencia y lo estético se acaba identificando con lo artístico de una manera absoluta, en relación con el
dominio del sujeto que pasa a ser el paradigma de todos los saberes en la época moderna. Referencias muy
interesantes sobre la belleza natural volverán a encontrarse sólo en el ámbito contemporáneo, cuando la
naturaleza vuelva a ser un horizonte para la reflexión y para la esperanza, cuando la quiebra del sujeto se abra
hacia todas las formas de la alteridad. En Adorno, en Gadamer o en Dufrenne se encontrarán entonces
reflexiones de enorme interés sobre este otro ámbito de lo estético que, no obstante, siguen siendo meramente
marginales respecto a la referencia fundamental.
Comentando la estética de Schelling, Menéndez Pelayo advertía: “La obra de la naturaleza no será, pues,
necesariamente bella, aunque pueda tener una belleza accidental, porque no podemos suponer en la naturaleza
la condición fundamental de lo bello. De aquí la falsedad del principio de imitación. Lejos de ser la belleza
natural quien impone reglas al arte, son más bien las obras de arte las que nos dan principio, regla y norma para
juzgar de la belleza determinada o accidental de la naturaleza (Menéndez Pelayo, M. Historia de las ideas
estéticas en España t. II CSIC, Madrid 1974 pág 161).
Pero es Hegel quien sella definitivamente este cambio. Desde el inicio mismo de sus Lecciones de estética nos
advierte que el ámbito de la disciplina se ha desplazado, dejando atrás el que había sido su territorio habitual
durante siglos. De hecho, el libro se abre con estas palabras: “Dedicamos estas lecciones a la estética, cuyo
objeto es el amplio reino de lo bello. Hablando con mayor precisión, su campo es el arte y, en un sentido más
estricto, el arte bello” (Hegel Lecciones de estética ed 62 pág 5). Hegel es consciente de que está violentando
el sentido de la disciplina y, sobre todo, lo que su nombre indica, por ello, en referencia a Baumgarten se
apresura a aclarar: “Hemos de reconocer que la palabra estética no es totalmente adecuada para designar este
objeto. En efecto, «estética» designa más propiamente la ciencia del sentido, de la sensación” (id.).
Será algo que, aún en 1883, Menéndez Pelayo le reproche, dentro del merecido elogio que le hace: “No hemos
de omitir, sin embargo, que la Estética de Hegel adolece de un defecto capital y grave, que es el de no
corresponder exactamente a su título. Si se llamara Filosofía del Arte, poco habría que echar de menos en ella;
pero para estética general le falta mucho” (Menéndez Pelayo pág 185-186).
Desde estos presupuestos, de la superioridad de la naturaleza sobre el arte no queda nada. Hegel manifiesta
también desde las primeras páginas de las Lecciones, sus preferencias. Lo hace de una manera que resulta, al
menos desde nuestra perspectiva, ciertamente exagerada, afirmando que la más simple ocurrencia del hombre
es superior a cualquiera de las bellezas producidas al margen de la libertad: incluso en el aspecto puramente
formal: “Pero afirmamos ya de entrada que la belleza artística es superior a la naturaleza. En efecto, lo bello
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del arte es la belleza nacida y renacida del espíritu. En la misma medida en que el espíritu y sus producciones
son superiores a la naturaleza y sus manifestaciones, descuella lo bello del arte por encima de la belleza natural.
Bajo el aspecto formal, incluso una mala ocurrencia que pase por la cabeza del hombre, está por encima de
cualquier producto natural, pues en tal ocurrencia está siempre presente el sello del espíritu y de la libertad”
(Hegel Ed 62 pág 6).
Definido inicialmente, sobre todo en Kant, que será a partir de entonces la gran referencia de la disciplina, en
torno al gusto o a la belleza natural, y a pesar de ser un concepto problemático en un ámbito, como el del arte,
donde lo estético resulta indiscernible de otros valores extra-estéticos, la autonomía se mantiene, con ese
sentido restrictivo, como una frontera destinada a aislar lo estético, es decir, ahora ya lo artístico, de lo no
artístico. De todos modos, hay que tener en cuenta, para comprender también porqué se produce en este
momento concreto ese giro en el objeto de la disciplina, que sólo el concepto de arte que se afianza con el
Romanticismo, concepto que subyace precisamente a la estética hegeliana, pondrá de relieve, en primera línea,
la condición expresiva y creadora del arte y lo reivindicará como una forma alternativa de pensamiento. Antes,
en la línea inaugurada por el Renacimiento y en la tradición antigua, el arte es más bien la recreación de una
tradición o de unas estructuras objetivas cuyo mecanismo de aparición es la mimesis, de modo que la
aplicación de unos criterios estrictamente formales y la identificación de lo estético en oposición a la verdad
o al bien hubiera sido más sencilla.
Sin embargo, en consonancia con los presupuestos románticos, Hegel inserta el arte dentro del camino de la
auto-conciencia del espíritu y, en ese sentido, lo vuelve a situar en relación a la búsqueda de la verdad: “Lo
que buscamos en el arte, lo mismo que en el pensamiento, es la verdad. En su apariencia misma el arte nos
hace entrever algo que supera a la apariencia: el pensamiento” (Hegel, G.W.F, Introducción a la Estética,
Barcelona, Península, 2001,p. 41). Aunque quede ligado a la manifestación sensible, el arte es uno de los tres
momentos superiores en el camino de la autoconciencia, es decir, en el camino por el cual el espíritu se
reconoce a sí mismo a través de lo otro. El horizonte de la estética ha cambiado radicalmente; su ámbito ahora
es el arte, pero un concepto del arte que no se identifica de manera absoluta con la experiencia del placer
estético o con la pura contemplación de la forma, sino que desborda el ámbito inicial de la autonomía
tendiendo hacia el pensamiento, hacia la manifestación superior de la vida del espíritu.
Porque, en efecto, la tarea verdadera del arte trasciende para Hegel ampliamente lo límites de la pura
contemplación estética, quedando de finida en las Lecciones como la tarea de “hacer conscientes los intereses
supremos del espíritu” (Hegel ed 62 pág 15) dentro de esa aventura de la autoconciencia: “Y por más que las
obras de arte no sean pensamiento y concepto, sino un desarrollo desde sí, una alienación hacia lo sensible,
sin embargo, el poder del espíritu pensante está en que, no sólo se aprehende a sí mismo en su forma peculiar
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como pensamiento, sino que, además, se reconoce a sí mismo en su exteriorización a través de la sensación
y de la sensibilidad, se comprende en lo otro de sí mismo, en cuanto transforma en pensamiento lo alienado
y con ello lo conduce de nuevo hacia sí” (Hegel 62 pág. 14). Desde una dimensión diferente, esta necesidad
de reconocer el momento en que el arte trasciende lo puramente estético resonará ampliamente en la Teoría
estética de Adorno, donde se nos advierte, en una frase muy citada: “Al desinterés propio del arte tiene que
acompañarle la sombra del interés más salvaje”.
No obstante, se puede observar que está ya en la estética hegeliana la posición característica de todos los
momentos culminantes de la estética posterior: el arte escapa a las limitaciones de la autonomía ya sea
volcándose hacia lo extraño, tratando de insertarse de nuevo entre lo heterónomo, pensando su relación con
el todo, o bien, por otra parte, orientándose hacia lo que está más allá de sí mismo, como el pensamiento. Pero
en cualquier caso, siempre, ese trascender los propios límites, que el Romanticismo deja como herencia a casi
todo arte posterior (incluso a los más des-romantizados), se hace bajo la exigencia de conservar la autonomía
y la diferencia que el hecho estético supone. Buscamos la verdad en el arte, decía Hegel, pero advertía dónde
debemos buscarla: en el límite propio de lo artístico: en la apariencia, en el territorio de lo estético. El arte no
se disuelve, se sigue manteniendo cerrado, pero en ese territorio suyo comienza a encontrar todo lo que cree
haber dejado fuera. Busca la verdad, pero como un camino propio, no como ilustración de verdades asumidas
o de ideologías impuestas.
Tal es también, a mi juicio, el alcance de la frase de Adorno citada: “Al desinterés propio del arte tiene que
acompañarle la sombra del interés más salvaje, si es que el desinterés no quiere convertirse en indiferencia,
y más de un hecho habla en favor de que la dignidad de las obras de arte depende de la magnitud de los
intereses a los que están sometidas” (TE pág 23). Adorno presenta la necesidad de trascender el desinterés
estético para que la obra de arte no se convierta en un simple objeto neutral, en pura mercancía, en goce
superficial. Pero deja muy claro que el devolver al arte el sentido de la crítica, de la esperanza, la memoria del
dolor, el unirlo a todo aquello que de veras nos concierne y que representa nuestros verdaderos intereses, hay
que hacerlo siempre desde la línea marcada tradicionalmente por el desinterés: eso que Adorno llama “la
sombra del interés más salvaje” no puede suplantar a la diferencia que el desinterés marca, sino que debe unirse
al desinterés.
Por ello, la idea de que la dignidad de las obras de arte depende de los intereses a los que está sometida no
puede interpretarse como una supeditación a criterios heterónomos (del mismo modo que Platón juzgaba el
valor del arte en relación al orden social o a la proximidad a las Ideas) sino como un reconocimiento del hecho
de que, desde su especificidad y su diferencia (diferencia que marca precisamente el desinterés), el arte es
capaz de implicarnos en el conocimiento, en lo irrenunciable de la esperanza, en el abismo de la tragedia.
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En cualquier caso, la idea de autonomía, en el sentido antes expuesto, como frontera o cierre conceptual que
tiende a aislar el ámbito de lo estético en sí mismo, se mantiene como eje de la disciplina por encima de
cualquier problematización. Como se mantiene aún hoy, cuando a pesar de que muchas de las manifestaciones
de las vanguardias en el siglo XXI se instalaron claramente al margen del círculo cerrado por el concepto de
autonomía, en un ámbito abierto a todo tipo de contaminaciones y a todo tipo de definiciones, se utiliza aún
el concepto de autonomía para imponer una frontera entre las manifestaciones artísticas tradicionales y las
procedentes de los nuevos medios de comunicación (que ya son cualquier cosa menos nuevos).
La heteronomía en la estética clásica
Es muy importante señalar que la autonomía, la especificidad y la diferencia como clave del acercamiento a
la dimensión estética y, finalmente, el resumir esta especificidad en el placer ante la forma (su equivalente en
el siglo XX será el juego de los signos) es una idea estrictamente moderna. Tales consideraciones no tienen
lugar fuera de la tradición iniciada en el siglo XVIII y, desde luego, es ajena por completo a la concepción de
lo estético que domina toda la filosofía griega.
El paradigma que articulaba los diferentes elementos de la dimensión estética y que guiaba la reflexión sobre
estos temas en el mundo antiguo no era la autonomía, sino justamente la concepción heterónoma de lo
estético, entendido como un ámbito abierto y, además, dependiente de instancias externas incluso a nivel
puramente formal. Estas concepciones tienen que ver, sin duda, con el propio modelo de producción artística,
donde el artista es considerado como un artesano. El Hipias mayor, uno de los primeros diálogos de Platón
(hay quien duda de su atribución), al ocuparse infructuosamente por delimitar qué es la belleza en sí misma,
como Idea, nos muestra la dificultad, la imposibilidad en ese contexto, de una definición de lo bello que la
separe de una manera absoluta de la verdad, del bien o de la utilidad. Esta constatación del carácter abierto,
y por ello mismo problemático, de lo estético queda sellada, con toda la belleza y claridad, con toda la
profundidad que caracteriza a la filosofía platónica, en las frases finales del diálogo, a las que ya he hecho
referencia antes, uno de los grandes momentos, a mi juicio, de toda la reflexión estética.
En este párrafo final del diálogo, comienza diciendo Sócrates, con esa falsa modestia tan insultante que le es
propia (como advierte J. Calonge en su introducción, el Hipias es uno de los diálogos donde más violenta es
la palabra de Socrátes, buscando incluso la descalificación personal): “Querido Hipias, tú eres bienaventurado
porque sabes en qué un hombre debe ocuparse y porque lo prácticas adecuadamente, según dices. De mí,
según parece, se ha apoderado un extraño destino y voy errando siempre en continua incertidumbre y, cuando
yo os muestro mi necesidad a vosotros, los sabios, apenas he terminado de hablar, me insultáis con vuestras
palabras. Decís lo que tú dices ahora, que me ocupo en cosas inútiles, mínimas y dignas de nada”.
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Pero aunque Sócrates quisiera seguir el camino seguro de los sabios y alejarse de su extraño destino, el de la
filosofía, no podría. Tiene en su casa un familiar que se burla de él si se sale de su camino, de ese camino
incierto: “En efecto, en cuanto entro en casa y me oye decir esto me pregunta si no me da vergüenza hablar
de ocupaciones bellas y ser refutado manifiestamente acerca de lo bello, porque ni siquiera sé qué es realmente
lo bello”. Y este familiar que lo hostiga y se burla de él, mostrándole la ignorancia de su sabiduría, no le
presenta la cuestión del conocimiento como algo abstracto, como un mero pasatiempo o una habilidad para
destacar en el foro.
En sus palabras resplandecen todas las esperanzas que el hombre puso desde el comienzo en la búsqueda de
la verdad: el conocimiento es redención. No hay plenitud ni puede haber verdadera vida fuera del deseo del
conocimiento, preguntarse no es sólo querer saber, es querer vivir, pues la ignorancia (aunque sea la del
sabio), el estado del que no se ha preguntado, desde su propia razón, por la verdad, es como la muerte: “En
verdad, me dice él, ¿cómo vas tú a saber si un discurso está hecho bellamente o no, u otra cosa cualquiera,
si ignoras lo bello? Y cuando te encuentras en esta ignorancia, ¿crees tú que vale más la vida que la muerte?”.
Para concluir con estas palabras que marcan para siempre el territorio donde se enclavará la estética:
“Ciertamente, Hipias, me parece que ha sido beneficiosa la conversación con uno y otro de vosotros. Creo
que entiendo el sentido del proverbio que dice: «Lo bello es difícil»” (Platón Hipias mayor 304b-304e, en
Diálogos t. I trad y ed J. Calonge, E. Lledó y C. García Gual, Gredos, Madrid 1982 pág 440-441).
Recordamos en el otro extremo las palabras con las que se abre la Teoría estética de Adorno, aún en la misma
constatación de que lo bello es difícil: “Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente”.
Si se recorren los diálogos platónicos tomando nota de qué tipo de cosas llama Platón bellas (mujeres,
muchachos, dioses, virtudes, costumbres, leyes, objetos artísticos, la ciencia, el alma, las ideas, objetos o partes
del cuerpo según su utilidad -como los ojos saltones o los labios gruesos de Sócrates-, aquello que se
considera natural en el orden de la vida -como enterrar a los padres y ser enterrado por los hijos-etc., se
concluye que la belleza y, por tanto, los valores ligados a ella, está íntimamente unida a valores éticos y
cognitivos. Como señala Tatarkiewicz, este amplio concepto de belleza difería poco del concepto de bien,
hasta el punto de que a veces Platón los emplea como sinónimos o predica de uno lo que predica del otro.
Aunque el universo de la belleza y el del arte están separados en el mundo antiguo, esta misma heteronomía
la encontramos al examinar la filosofía del arte y el papel que en Grecia se concedía a artistas y poetas.
En Grecia, el punto de vista ético, el político y la relación con la verdad, eran los dos ejes de la reflexión
filosófica sobre el arte, asentados sobre el presupuesto implícito de su heteronomía. En general, el arte, la
poesía y también la belleza estaban entre los cimientos de la paideia y eran tratados de ese modo. Lo cual, sin
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duda, otorgaba a estos ámbitos (no a quienes trabajaban en él) un prestigio especial, relacionado con la alta
función social que se les exigía, pero al mismo tiempo los dejaba sometidos a un fuerte control por el cual
estilos y expresiones quedaban fuera de las interpretaciones y los gustos individuales. Conviene que nos
detengamos brevemente en recordar cómo se concebía en Grecia la figura del poeta, pues nos servirá para
comprender qué significa el paradigma de la heteronomía y, por contraste, las implicaciones que encierra la
concepción autónoma de lo estético.
Según Tatarkiewicz, fue Aristófanes quien primero formuló explícitamente este marco fundamental de la
estética y la filosofía del arte antiguo cuando en Las Ranas escribe: “Respóndeme, ¿por qué hay que admirar
a los poetas? -Por la destreza y los consejos, porque hacemos mejores a los hombres en las ciudades”. Se trata
de una fundación social que la poesía había asumido desde los tiempos arcaicos y que podría completarse con
las funciones rituales de la música y la danza, elementos también centrales en la cultura griega. Esta función
de la poesía como “maestra de vida”, la concepción del poeta como “educador de su pueblo”, muestra el
sentido de este arte heterónomo donde lo estético resulta indisociable de los demás aspectos de la experiencia,
tanto individual como colectiva, alimentándose de ellos y alimentándolos.
Aunque en el contexto de la Antigüedad no hay relación alguna entre arte y poesía, esta concepción
heterónoma se aplica también a las artes plásticas. Es precisamente porque no cree que el arte haga mejores
a los hombres en las ciudades por lo que Platón expulsa a los poetas de su República. Como se ve en la cita
de aristófanes, entre las razones que justifican al arte, las que centran el punto de vista moderno no se
mencionan siquiera. El arte no es considerado como una actividad autónoma definida por su relación con la
belleza, sino un ingrediente esencial de la vida moral y social, relacionado estrechamente con el conocimiento,
según veremos en seguida.
Acudiendo estrictamente a la reflexión filosófica, estos criterios heterónomos aparecen ya entre los
pitagóricos. Respecto a la música, por ejemplo, la escuela pitagórica introduce, junto al concepto de armonía
que tanta importancia tendrá en toda la estética posterior, otra idea clave. Conviene aclarar antes de nada, para
no trasladar el punto de vista moderno a estas manifestaciones de la estética antigua, que en Grecia la música,
sobre todo en el periodo arcaico, no se da nunca como una manifestación independiente, sino supeditada a
la poesía y a la danza; lo mismo ocurre con la pintura y la escultura respecto a la arquitectura. Hasta los
pitagóricos, por los testimonios que se conservan, los griegos habían considerado sólo los efectos que la
música tenía sobre el danzante, alterando profundamente sus sentimientos, sacándolo de sí y llevándolo hacia
el éxtasis.
Los pitagóricos consideran por primera vez el efecto sobre el espectador y el oyente. De ahí dedujeron que
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la alteración del danzante no se debía sólo a los movimientos que realizaba, sino al efecto de los sonidos sobre
el alma. Los sonidos, pensaron, encuentran su resonancia en el alma, que vibra con ellos de un modo
consonante. Es el punto del que parte su teoría, de enorme influencia, sobre el valor psicagógico de la música,
la concepción de la música como “conductora del alma”, que tiene su paralelismo en la idea de la poesía como
“educadora del hombre”. La buena música puede mejorar al hombre y la mala llevarlo al vicio o al mal. De
ahí unos criterios estrictamente heterónomos (éticos fundamentalmente) que sirven para juzgar el valor de la
música.
Por ello, los sucesores de Pitágoras exigían, como después hará Platón y por motivos muy semejantes, que
la ley protegiera la buena música y que, en una materia de tal trascendencia social, no se concediera ninguna
libertad sobre la interpretación de los estilos, sobre las formas rígidas consolidadas por la tradición. Es otra
consecuencia de la concepción heterónoma: al considerar el arte como un hecho social, se lo vincula a
controles institucionales y queda desligado de la interpretación puramente personal. No siendo un hecho
autónomo, el arte no es tampoco un hecho individual sino un asunto colectivo que debe regularse como se
regulan todos los asuntos de la polis. El objetivo de la música no era proporcionar placer sino formar o
conducir al alma y purificarla (los pitagóricos introdujeron la categoría de catarsis admitiendo que la música
puede crear un estado de éxtasis en el que el alma se libera del cuerpo y de todas sus impurezas).
Werner Jaeger estudió en profundidad este tema en relación a la poesía, dentro de su famoso trabajo sobre
la paideia griega: “Cuenta Platón que era una opinión muy extendida en su tiempo la de que Homero había
sido el educador de la Grecia toda (...) La apasionada crítica filosófica de Platón, al tratar de limitar el influjo
y la validez pedagógica de toda poesía, no logra conmover su dominio. La concepción del poeta como
educador de su pueblo (...) fue familiar desde el origen y mantuvo constante su importancia” (Jaeger, W,
Paideia: los ideales de la cultura griega FCE, México 1978 pág 48).
El propio Jaeger nos muestra muy bien la diferencia entre el sentido heterónomo del arte y lo que supone el
punto de vista moderno, basado en la autonomía. Para la conciencia moderna, cualquier arte aplicado, que
nazca en relación a la necesidad de cumplir una función social o determinado por formas no personales y libres
de producción, cualquier arte, incluso, que base sus procesos formales en la recreación de estructuras y temas
fijados (como ocurre en el folklore y en las artes populares), es un arte menor o incluso queda directamente
calificado como una actividad no artística.
En el pensamiento griego, y es eso precisamente lo que significa la heteronomía, un arte aislado de la relación
con el bien o con la verdad, desgajado de sus funciones sociales, es un arte empobrecido, que ha dejado atrás
su verdadera esencia, porque en este contexto, lo que define al arte es precisamente su relación con lo otro,
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co lo que le es externo: “Es característico del primitivo pensamiento griego el hecho de que la estética no se
hallaba separada de la ética. El proceso de su separación aparece relativamente tarde. Todavía para Platón la
limitación del contenido de verdad de la poesía homérica lleva consigo inmediatamente una disminución de
su valor” (Jaeger Paideia pág 48).
La cita parece ambigua, pues comienza hablando de la ética para terminar hablando de la verdad; en realidad,
esos son los dos ámbitos externos en referencia a los cuales se define y se valora el arte. De todos modos,
conviene advertir que lo que Jaeger da como propio del pensamiento griego arcaico se mantendrá, como él
mismo insinúa al remitirnos a Platón, más o menos problemáticamente, al menos hasta el helenismo, único
momento en la Antigüedad (salvando ciertas tendencias de la obra de Aristóteles) donde se camina claramente
hacia la consideración autónoma del arte; hablando en general de la dimensión estética, es decir, de la belleza,
la autonomía no se da de manera evidente en ningún momento.
De hecho, con el paso de la lírica popular a la lírica culta (ligada a la introducción de la escritura que se
produce en Grecia en el siglo VIII, la transformación de la lírica en poesía literaria tiene lugar el siglo VII),
se intensifica la consideración del poeta como sabio: “a partir de ahora, el aoidós o cantor, que compone
previamente la letra y la música y luego la ejecuta, siente más conciencia que nunca de su valer, de su calidad
de sophós, sabio” (Rodríguez Adrados, F. Orígenes de la lírica griega Editorial Revista de Occidente Madrid
1976 pág 108).
En esta poesía, el placer estético iba unido a una búsqueda de la verdad, pero no se valoraba en sí mismo: “Lo
que buscaban el aedo y el público (...) era la verdad sobre el pasado, la gloria (cléa) de las acciones de los
héroes antiguos y, al tiempo, el placer (térpsis). Eran las Musas las que daban este saber; de ellas dice el poeta
de la Ilíada (II, 484): ‘estáis presentes y todo lo sabéis’, por su contacto con ellas habla el aedo con
conocimiento (Odisea XI, 368)” (Rodríguez Adrados op cit pág 118). De hecho, hasta la generación anterior
a Platón (427-347 ac), por ejemplo en Píndaro (siglo V, 538-418 ac), el poeta es el sabio por antonomasia.
Alcman (siglo VII ac) habla de la sabiduría del poeta como algo superior a la virtud del guerrero; el término
sophós o sophía aparecen con frecuencia en Píndaro referidos al poeta y a la poesía.
En estos poetas líricos formados ya en la tradición literaria y considerados sabios, que tienen conciencia de
su labor creadora dentro de los materiales de la tradición que heredan, se mantiene no obstante la concepción
heterónoma de la poesía ligada fundamentalmente al culto. Como explica Rodríguez Adrados, en la edad de
la lírica “los poetas se mantuvieron unidos al menos a ciertos aspectos del culto: la poesía es parte de la acción
sacral, y de ello queda huella incluso cuando desarrolla temas propiamente humanos que nosotros
calificaríamos de no religiosos. El poeta no es un cantor ambulante que deleita con sus antiguas historias,
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como los aedos de la épica, sino un especialista en una parte del culto divino que es llamado para una ocasión
especialmente solemne. O bien es un miembro relevante de la colectividad que utiliza la poesía, primariamente
en ocasiones religiosas, pero luego también fuera de ellas, para guiarla en lo individual o lo colectivo: un
Arquíloco [712-664 ac], un Tirteo [mediados siglo VII ac], un Solón [638-558 ac]” (Rodríguez Adrados pág
138).
En este contexto, el poeta es alguien que, “de un lado, se inserta en la vida religiosa y política; y de otro, es
capaz de invención, de novedad. Es un jefe religioso, un jefe moral, un jefe político: es el ideal del hombre
completo que se apoya en una tradición religiosa y la explicita, la aplica a la vida diaria del hombre y de la
ciudad” (Rodríguez Adrados pág 138). El poder del poeta y su influencia en la vida social es enorme; y en ello
se asienta su consideración y su valor: puede imponer ideologías o influir decisivamente en la política, puede
introducir cultos (Arquíloco introdujo el culto de Dioniso en Paros y Sófocles,496-406 ac, el de Asclepio en
Atenas) y puede ser incluso convocado como purificador en caso de epidemias o tragedias colectivas. La
posición del poeta es ambigua, como dice Rodríguez Adrados con gran acierto: “Mirando hacia los orígenes
hay que colocarlo no sólo junto al sacerdote, sino también junto al adivino. Mirando hacia el futuro hay que
colocarlo junto al filósofo” (Rodríguez Adrados pág 139)
Esta configuración heterónoma recorre todo el período arcaico y clásico, y nos sirve para comprender qué
significa en esos momentos el arte y en qué ámbito de sitúan los fenómenos estéticos, un ámbito
completamente diferente a la autonomía que exige la concepción moderna: “Así, en la época arcaica y clásica
puede decirse que los rasgos individualistas y arcaizantes de la poesía helenística se dejan ya adivinar, pero
permanecen todavía insertos en un cuadro de otro signo. Están al servicio, todavía, de la concepción
comunitaria, de la concepción sacral de la poesía” (Rodríguez Adrados pág 139). El alcance de esta
concepción no se limita a la Grecia clásica. Con el breve paréntesis que supone el helenismo, y aún así de
manera incierta, estas ideas se mantienen, con profundísimas variaciones, desde luego, hasta la modernidad.
Filosofía y poesía
Este papel de sabios, su posición clave en la paideia, sus funciones cultuales en la vieja configuración del mito,
es lo que subyace a la disputa entre filosofía y poesía. Tratando de descomponer ese orden poético de la polis,
es decir, de un modo polémico y crítico, va afirmándose la filosofía. Como señala Rodríguez Adrados, la
separación entre la poesía y la filosofía no es al principio nada clara. Inicialmente, poesía y filosofía son
difíciles de separar: “Tradicionalmente se ha clasificado entre los filósofos a poetas como Parménides,
Empédocles y Jenófanes: personajes que son poetas no sólo por usar el verso. Parménides revela el carácter
inspirado de su conocimiento, igual que los poetas. Empédocles es una especie de mago o chamán, que tiene
relación directa con el mundo de lo sobrenatural. Todos ellos están orgullosos de su sabiduría y tratan de
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revelar las últimas verdades sobre la esencia del mundo y de ser guías de sus comunidades y de los hombres
en general” (Rodríguez Adrados, F pág 140).
De hecho, la necesidad de situar la filosofía frente al saber de los poetas está aún en el fondo de algunos
diálogos platónicos y es el motivo central de uno de los primeros, la Apología de Sócrates. En este diálogo
se caracteriza el saber que busca Sócrates, precisamente, como un saber que sabe dar razones de sí mismo,
es decir, cuyo discurso no se basa en algo externo, en las musas, en un poder irracional, en una inspiración:
no es algo sobrehumano, el saber filosófico es el camino del hombre que trata de acercarse a la verdad por sus
propios medios y que puede dar razón de aquello que piensa.
Querefonte, un viejo amigo de Sócrates tiene un día la ocurrencia de preguntarle al oráculo de delfos si hay
un hombre más sabio que Sócrates, a lo que el oráculo le responde que no. Sócrates, intrigado porque, según
dice, “yo no tengo conciencia de sabio, ni poco ni mucho” (Platón Apología de Sócrates 21b, en Diálogos t.
I trad t ed J. Calonge, E. Lledó y C. García Gual, Gredos, Madrid 1982), piensa que en las palabras del
oráculo hay algún misterio y decide hablar con todos aquellos que pasan por sabios para demostrar que el
vaticinio está equivocado.
En ese “camino errante, como condenado a ciertos trabajos”, tras examinar a los políticos y antes de ver a los
artesanos, va a hablar con los poetas: “En efecto, tras los políticos me encaminé hacia los poetas, los de
tragedias, los de ditirambos y los demás, en la idea de que allí me encontraría manifiestamente más ignorante
que aquéllos. Así pues, tomando los poemas suyos que me parecían mejor realizados, les iba preguntando qué
querían decir, para, al mismo tiempo, aprender yo también de ellos. Pues bien, me resisto por vergüenza a
deciros la verdad, atenienses. Sin embargo, hay que decirla. Por así decir, casi todos los presentes podían
hablar mejor que ellos sobre los poemas que ellos habían compuesto. Así pues, también respecto a los poetas
me di cuenta, en poco tiempo, de que no hacían por sabiduría lo que hacían, sino por ciertas dotes naturales
y en estado de inspiración como los adivinos y los que recitan los oráculos” (Platón Apología 2b). Meleto,
en nombre de los poetas, es uno de los acusadores de Sócrates.
Por el contrario, ¿cuál es la sabiduría de Sócrates?. Él mismo la define en su apología ante el tribunal de los
atenienses con estas palabras esenciales: “¿Qué sabiduría es esa? La que, tal vez, es sabiduría propia del
hombre; pues en realidad es probable que yo sea sabio respecto a ésta. Éstos, de los que hablaba hace un
momento, quizás sean sabios respecto a una sabiduría mayor que la propia de un hombre o no sé cómo
calificarla” (Platón Apología 19d-19e).
Aparentemente, lo que pone a Sócrates y a su sabiduría puramente humana por encima de todos los que pasan
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por sabios, por legisladores y educadores de los hombres, es una conclusión de carácter negativo: Sócrates
al examinarlos ve que ni políticos ni poetas ni artesanos saben dar razones de lo que hacen o de lo que dicen,
pero mantienen sus palabras como si fuesen sabios, es decir, creen que saben sin en verdad saber nada. Por
el contrario Sócrates se ha examinado a sí mismo y sabe que no sabe nada. Por ello, interpreta Sócrates, lo
que el oráculo hace es ponerlo a él como ejemplo para dar un mensaje muy claro: “Es el más sabio el que de
entre vosotros, hombres, conoce, como Sócrates, que en verdad es digno de nada respecto a la sabiduría”
(Platón Apología 23b).
Pero la dimensión negativa de esta postura, que llamamos filosófica, no está sólo en reconocer la propia
distancia respecto a la verdad o al conocimiento, sino en llevar a quien la adopta, como Sócrates, a un camino
errante de constante investigación en el que va preguntándose por todo lo que ve, cuestionándose a sí mismo,
cuestionando las creencias, enfrentando a los que gobiernan, a los que poseen la palabra y la ley, con ese deseo
de saber, con la necesidad de una sabiduría que sepa dar razones de sí misma: “Así pues, incluso ahora voy
de un lado a otro investigando y averiguando en el sentido del dios, si creo que alguno de los ciudadanos o
de los forasteros es sabio. Y cuando me parece que no lo es, prestando mi auxilio al dios, le demuestro que
no es sabio. Por esta ocupación no he tenido tiempo de realizar ningún asunto de la ciudad digno de citar ni
tampoco mío particular, sino que me encuentro en gran pobreza a causa del servicio del dios” (Platón
Apología 23b-23c).
Los jóvenes que lo siguen lo imitan e interrogan a quienes creen saber y encuentran el mismo resultado:
hombres que sólo creen saber, pero que todo lo que saben , en el mejor de los casos, no nace de ellos ni es
fruto de su razonamiento. De ahí que los interrogados, confusos, acaban diciendo contra él “lo que es usual
contra todos los que filosofan, es decir: «las cosas del cielo y lo que está bajo la tierra», «no creer en los
dioses» y «hacer más fuerte el argumento más débil»” (Platón Apología 24d).
Como resume Tatarkiewicz: “Antes de que la filosofía se desarrollase, se buscaba en la poesía, sobre todo en
Homero, una explicación del mundo y de la vida. Desde que nació la filosofía tuvo que luchar con esta
pretensión de la poesía de conocer y explicar el mundo, y a raíz de ello se produjo un inesperado desafío entre
poesía y filosofía. Sus ecos resuenan particularmente en el pensamiento de Platón. Fue una lucha fructífera
y la poesía tuvo que conformarse finalmente con otras tareas. No obstante, en la época helenística, el
antagonismo entre poesía y filosofía ya se había atenuado” (Tatarkiewicz Historia de la estética: I. La estética
antigua Akal, Madrid 1987 pág 247). Veamos las razones por las que se da ese cambio que lleva a atenuar
el conflicto entre esas dos formas de conocimiento que eran hasta la época clásica la filosofía y la poesía.
Antes, no obstante, y como un pequeño paréntesis, conviene resaltar que el enfrentamiento entre filosofía y
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poesía, y el fondo que ese tema entraña dentro de la reflexión estética, es decir, el de la dimensión cognitiva
de lo estético y del arte, no es algo propio del mundo griego. Tampoco es cierto que, como parece insinuar
la cita anterior de Tatarkiewicz, con la consolidación del saber filosófico por medio de la obra platónica, la
poesía se redujera a lo que se supone que es su campo legítimo, abandonando toda pretensión de
conocimiento. El tema de las relaciones entre filosofía y poesía, el tema de las posibilidades cognitivas del arte,
se ha cerrado varias veces de manera tan tajante y radical como falsa.
Lo cierra Platón, pero vuelve a plantearse con el Renacimiento, lenta y tímidamente a partir de la propia
filosofía neoplatónica y de la relación, que los artistas reivindican, de su hacer con la Idea y con los elementos
intelectuales. Tanto es así, que en la propia entrada de la modernidad, en los inicios de la estética autónoma,
es decir, de una reflexión que pretende extirpar del arte todo lo que le es adherente o lo que le es extraño, para
dejarlo reducido a su pureza, Kant se ve obligado a solucionar de nuevo este problema, sentenciando otra vez
que la relación de lo estético con el conocimiento es ilegítima y expulsando a la belleza y al arte del reino de
la verdad para encerrarlos en el reino mucho más modesto del placer y del juego de las facultades.
Poco tiempo, sin embargo, tarda la poesía, el arte en general, en abrir esa pequeña prisión. Con Hegel,
recogiendo las nuevas exigencias que el Romanticismo impone al arte, lo estético vuelve a recuperar la
relación original con el conocimiento, apareciendo en el Sistema como una de las formas superiores de la
autoconciencia del espíritu, junto a la religión o la propia filosofía. Esta historia de reclusiones y de
reivindicaciones no tiene fin afortunadamente. Si alguna vez ese conflicto entre filosofía y poesía se cerrara
para siempre, si para siempre se arrancara de la esfera del conocimiento la dimensión estética, sería el signo
de que el pensamiento, definitivamente, se ha instrumentalizado y que el proceso de cosificación se ha
cumplido definitivamente.
Porque esa tensión entre filosofía y poesía está manifestando una tensión interna e irresoluble del pensamiento
donde el orden de la razón y el del sueño, la precisión de la idea y la ambigüedad de la sensación, el ejercicio
crítico de la razón, que nihiliza, y la promesa de felicidad que esconde el placer de la belleza, se complementan
de una manera contradictoria, manteniendo siempre al pensamiento como algo abierto, como un camino
interminable, como un proceso o una tensión irresoluble. No en vano, dentro del pensamiento contemporáneo,
ante la amenaza de la reificación más absoluta, frente al dominio de una razón totalitaria, en el seno de una
sociedad administrada donde la libertad es sólo un mito, el tema de las relaciones entre el arte y el
conocimiento vuelve a aparecer, con toda su fuerza crítica y toda su dimensión utópica en la estética de
Adorno, en los escritos de Heidegger, etc.
Resulta clave retener de lo anterior una idea que se asocia siempre a la concepción heterónoma de lo estético.
Estética (2013-2014). Universidad de Sevilla. Emilio Rosales 19
El juicio heterónomo, que sitúa de manera explícita el arte frente a lo que le es ajeno, que lo entiende como
parte de un enorme engranaje social en el que el culto sobre todo, pero también la acción política, la aspiración
hacia lo ético o la relación con la verdad, resultan marcos fundamentales de justificación, va unido a una
situación en la cual la labor del artista o la del poeta (consideradas en este contexto como radicalmente
diferentes, no se debe olvidar), tienen una importante función social que cumplir.
Esta función social, y la propia heteronomía, hacen que en estas concepciones del arte, la producción no se
entienda como una creación libre sino como la confirmación de la tradición heredada, en la que el artista se
inserta. Artistas y poetas son como especialistas en un determinado saber o en un determinado hacer que se
justifica por su inserción social. La fidelidad a la tradición y la necesidad de insertarse en ritos, de respetar la
verdad o el bien, muestran que un arte heterónomo es un arte que nace en medio de un control social directo
y decisivo.
De hecho, conviene notar que cuando dicha función social se debilita (como ocurre ya durante el helenismo),
los juicios sobre el arte en función de la verdad o del bien dejan paso a consideraciones que hoy consideramos
más específicamente estéticas. Es entonces cuando la reflexión sobre el arte comienza a destacar los aspectos
formales, la relación con el placer, el peso de la imaginación y de la invención. De ahí que haya sido el
helenismo, sin duda, el periodo de la Antigüedad donde pueden encontrarse planteamientos sobre el hecho
artístico más cercanos al punto de vista propio de la estética moderna.
Con el helenismo cambia, por ejemplo, siguiendo con el caso desarrollado, la función social de la poesía. En
las ciudades-estado del periodo clásico había un contacto más directo entre el poeta y el público que permitía
aquella fusión de la poesía con la vida social y con los ideales de la misma. Tal contacto se hace imposible
dentro de la organización que suponen las grandes monarquías del periodo helenístico, como ha destacado
Tatarkiewicz.
Al mismo tiempo, la lengua y la cultura griegas se difunden por sociedades muy diversas en las cuales pasan
a ser más un instrumento del saber y de la comunicación que algo íntimamente unido a la paideia o a la vida
interior de dicha sociedad, a la necesidad de fundarse su propia tradición. En estas circunstancias, la poesía
deja de ser una cuestión social y su consumo se vuelve individual. Ya no se le exige que eduque, sino que
conmueva.
Es cierto que los estoicos siguen manteniendo el punto de vista tradicional y enfocan el hecho poético en
relación con la verdad. Es cierto también que esa tradición tiene aún un peso importante en las instituciones,
como testimonia Estrabon: “Los antiguos dicen que la poesía es una cierta filosofía primera, que nos introduce
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en la vida desde jóvenes y nos enseña caracteres, experiencias y acciones con placer. Los nuestros incluso
afirman que sólo el poeta es sabio; por eso, también las ciudades e Grecia educan en primer lugar a los niños
mediante la poesía, sin duda no por mera diversión, sino para hacerlos sensatos” (Estrabón, Geographica I
2,3 cit en Tatarkiewicz Historia de la Estética I pág 259), No obstante, en casi todas las demás corrientes
filosóficas domina la consideración de la poesía como palabra destinada al placer, a la diversión. Un punto de
vista que aleja claramente lo poético de la verdad.
Según Plutarco, por ejemplo, “es evidente para todo el mundo que [la poesía] es una invención y una ficción
para provocar placer y estupor en el oyente” (Plutarco De aud. poet. 17a, en Tatarkiewicz Hª de la estética
I pág. 260). La conclusión la saca este otro texto de Sexto Empírico: “Pues los unos [prosistas] tienen como
meta la verdad, mientras que los otros [poetas] por todos los medios quieren deleitar, y deleita más la mentira
que la verdad” (Sexto Empírico Adv. Mathem, I 297, en Tatarkiewicz Hª de la estética I pág. 261). De ahí que
se comience a valorar la forma o el modo de decir por encima de lo expresado como clave del arte: “Son de
mismo modo necesarios el lenguaje y que el discurso tenga asunto. En poesía tiene más importancia lo creado
que el tener ricos pensamientos” (Neoptólemo, recogido en Filodemo De poem V Jensen 25, cit en
Tatarkiewicz Hª I pág 268).
El placer de los sentidos, que posteriormente será la clave para los desarrollos iniciales de la estética moderna,
se va destacando sobre las consideraciones relativas a la verdad o al bien y, por tanto, respecto a una
experiencia estética concebida como algo intelectual, como un modo de comprensión. De ahí que
Heracleodoro insista en que “La excelencia del poema reside en la eufonía” (cit en Filodemo Vol. Herc. XI
165, cit en Tatarkiewicz Hª I pág 268). El propio Filodemo se sitúa en la perspectiva tradicional al criticar el
punto de vista de Ariston, que califica de ridículo, según el cual “una buena composición no se puede captar
por la razón sino por un oído ejercitado” (Filodemo De poem V Jensen 47 cit en Tatarkiewicz Hª I pág 269)
Lo mismo puede decirse respecto al bien. En el terreno de la ética se va abriendo paso una concepción mucho
más autónoma del arte y de la poesía: “No es posible deleitar por medio de la virtud” (Filodemo De poem. V
(Jensen 51), en Tatarkiewicz Hª I pág. 261). También los estoicos en este caso, y particularmente Séneca,
enfocan la poesía desde el punto de vista ético, considerándola aún desde el punto de vista de la paideia y
lamentando su influjo negativo en el oyente. Pero tienden a ser una excepción más que el punto de vista
general. La mayoría de los filósofos y tratadistas separan la utilidad o el bien del placer, e identifican la poesía
con este último, o a lo sumo buscan una postura de equilibrio donde se fija como objetivo de la poesía lo que
quedará como lema para casi toda la tradición posterior incluso dentro de los clasicismos del siglo XVIII:
“docere et delectare”.
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En general, prevalece el punto de vista que Ovidio expresó con toda claridad: “no hay nada más útil que esas
artes que no tienen ninguna utilidad” (Ovidio Epístola ex Ponto I V,53, cit en Tatarkiewicz Hª I pág 261). Una
frase que, sobre un abismo de siglos, parece buscar su continuidad entre los fundadores de la estética moderna.
Una despreocupación por las funciones sociales, por el efecto que el poema pueda tener en el alma del oyente
que supo resumir Horacio en estos versos de su Arte poética: “No basta que los poemas sean bellos; que sean
agradables/ y que lleven a donde quieran el alma del oyente” (Horacio De arte poetica 99 cit en Tatarkiewicz
I pág 260).
Sujeta aún a reglas y normas objetivas (que el poeta no se da a sí mismo), la poesía helenística desarrolla un
sentido de la originalidad sorprendente, que hubiera levantado las iras de Platón, quien ya reaccionó
fuertemente contra las mucho más tímidas desviaciones que, respecto a las normas o las proporciones
canónicas , introdujo el arte de su época. De ahí que entre todos los criterios estéticos que se barajan en la
estética helenística se llegue a destacar la experimentación, la variación, la novedad; siempre, claro, dentro de
un marco fijado, no en el sentido absoluto que reivindica posteriormente la modernidad.
Se podrían aportar muchos testimonios que, dentro siempre del marco que supone la estética antigua, apuntan
hacia la libertad del poeta y hacia el capricho creativo. Teniendo en cuenta, como fondo, que la
individualización del consumo supone un contexto separado del culto y, en consecuencia, una mayor
autonomía que se desarrolla paralelamente a una personalización (siempre relativa en el contexto que supone
el Mundo Antiguo) de la creación literaria. En el Arte poética de Horacio se lee que “los pintores y los poetas
han tenido siempre la facultad igual de atreverse a cualquier cosa” (Horacio De arte poetica 9, cit en
Tatarkiewicz Hª I pág 264). Luciano insiste en que “los poetas y los pintores no tienen que justificarse” (Pro
Imag. 18, cir en Tatarkiewicz Hº I pág 265).
El cambio que supone agrupar por igual a poetas y a pintores en torno a estas ideas resulta llamativo, pues
el lazo de unión entre las artes no está definido en la estética antigua, no hay ninguna palabra que agrupe a
todas las que nosotros modernamente consideramos artes creativas, estéticas, o “bellas artes”, frente a los
oficios en general. Más radical parece aún la postura de Luciano en este otro texto, donde lanza la teoría
clásica de la inspiración hacia un terreno donde posteriormente se situará la idea de genio: “Unos son los
compromisos y las reglas de la poesía y los poemas y otros los de la historia; pues allí la libertad no se contiene
y hay una sola ley: lo que parece bien al poeta, pues está inspirado por las musas” (Luciano Historia quo modo
conscribenda 9 cit en Tatarkiewicz Hª I pág 265)
Es otro de los aspectos que conviene retener: la heteronomía va unida a la despersonalización de la producción
artística. En consecuencia, en las concepciones heterónomas la originalidad o la desviación son contra-valores;
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se exige y se valora por el contrario la fidelidad a lo establecido. Las estéticas heterónomas, por ello mismo,
asociadas a la despersonalización rechazan lo expresivo y buscan más bien la manifestación o la confirmación
de un orden a través de las proporciones aceptadas con las que una sociedad se identifica como esencia de lo
bello.
En resumen, en la estética antigua, el tema clave para la filosofía del arte (independiente casi por completo de
las reflexiones estéticas, es decir, sobre la belleza) era, junto a sus relaciones con la realidad sensible y con la
Idea, es decir, junto a su dependencia respecto a la verdad, la reflexión sobre su función social y la relación
con el bien. La idea del arte como algo autónomo, como algo que tiene sentido en sí mismo, así como la idea
de que dicho sentido autónomo se basa en el placer sensible derivado de la contemplación (o de la audición),
sólo se abre paso, si obviamos las tendencias plurales del helenismo, que quedaron aisladas históricamente,
en la estética moderna, como consecuencia del camino emprendido por la práctica artística desde el
Renacimiento. Y lo mismo puede decirse respecto al concepto de belleza, relacionado más con las condiciones
objetivas de la naturaleza (es decir, con la verdad) o con los estados del alma en relación a la virtud y al orden
social, y aprehensible mediante una experiencia de tipo conceptual y racional, lo bello es una manifestación
de la verdad ordenada de la naturaleza o una tendencia al bien.
Primeras formulaciones de la autonomía
Frente a estas relaciones que constituyen la condición de posibilidad de la estética antigua, la autonomía propia
de la modernidad se halla estrechamente unida a un concepto que marca más bien la separación de lo estético
respecto a la vida social, al conocimiento o al bien, asociándola de manera exclusiva a un placer derivado de
la pura contemplación: el desinterés. Simón Marchán explica lo que supone la autonomía, sobre todo en
relación con el ámbito de la experiencia, que es al que ahora nos vamos a remitir más específicamente:
“El desinterés estético se consolida como categoría estética con F. Hutcheson, Burke o Addison, hasta
devenir uno de los tópicos del empirismo inglés. La belleza queda separada con nitidez de la utilidad
o la posesión. La recepción estética se abre atentamente a todas las impresiones que suscitan los
objetos contemplados, se identifica con esa actitud vacante, de abandono, de dejarse mecer en la
inmediatez de los estímulos sensibles. Incluso, la escrupulosidad por crear unas condiciones óptimas
de atención estética, la pureza prístina, de espaldas a toda sospecha de interés, termina por distanciar
al esteta del historiador, del crítico o del conocedor [del arte]. Para merecer la contemplación
desinteresada, es preciso transfigurarse en un espejo, apropiado para captar las distorsiones y los
dobleces de los fenómenos sensibles, de las apariencias por irrelevantes que se ofrezcan” (Marchán,
S. La estética en la cultura moderna Alianza, Madrid 1987 pág 36).
Lo estético debe tener en sí mismo su fundamento. Podemos decir que se trata de establecer para este ámbito
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de la belleza y del arte la misma autonomía que ya se había establecido para la ciencia y la filosofía en Grecia.
Desde Platón, y de manera explícita desde Aristóteles, se expone claramente la idea de que el conocimiento
es una actividad cuyo valor y fundamento está en sí mismo y se relaciona la autonomía con el desinterés. Tanto
es así que la ciencia autónoma es para Aristóteles superior a aquella que se desarrolla con el fin de servir a
actividades concretas o de relacionarse con el ámbito de lo útil.
En la Metafísica sostiene Aristóteles que “de las ciencias, aquella que se escoge por sí misma y por amor al
conocimiento es sabiduría en mayor grado que la que se escoge por sus efectos”. Por ello, incluso las artes
destinadas al placer, a la diversión, resultan superiores a aquellas que se encaminan servilmente a responder
a las necesidades: “Es, pues, verosímil que en un principio el que descubrió cualquier arte, más allá de los
conocimientos sensibles comúnmente poseídos, fuera admirado por la humanidad, no sólo porque alguno de
sus descubrimientos resultara útil, sino como hombre sabio que descollaba entre los demás; y que, una vez
descubiertas múltiples artes, orientadas las unas a hacer frente a las necesidades y las otras a pasarlo bien,
fueran siempre considerados más sabios estos últimos que aquéllos, ya que sus ciencias no estaban orientadas
a la utilidad” (Aristóteles Metafísica 981b 18, en Aristóteles, Metafísica, trad. Tomás Calvo Gredos, Madrid,
1ª reimp., 1998 pág 73).
La identificación como algo inferior de aquello que está destinado a lo útil y a la satisfacción de necesidades,
en suma, que se ordena en función del interés, no es algo característico de la cultura moderna ni se puede
situar sencillamente como un reflejo ideológico del capitalismo que se introduce en la Estética. Más bien es
al contrario, como veremos al tratar la dimensión utópica del desinterés y la autonomía: se trata del resto de
una cultura aristocrática que, manifestando una ideología conciliadora en su momento, se inserta dentro del
mundo burgués como un elemento crítico, como negación.
Las consideraciones modernas sobre esta idea de autonomía, exigida ahora para la estética, está en los
primeros autores que se interesan por la disciplina, entre ellos los citados por Marchán, a los que se debe
añadir Shaftesbury. En los artículos en The Spectator bajo el título de Los placeres de la imaginación, en
1712, Addison relaciona la belleza con el placer subjetivo, pero más allá de esa relación, busca fundamentar
dicho placer en razones internas, es decir, establece que debe haber un ámbito propio de los estético y que el
valor de la belleza debe derivarse de ese placer propio, único, y no establecerse, como hasta entonces se había
hecho, en base a criterios o ámbitos heterónomos, relacionados con el bien, con la verdad, con las necesidades
sociales, etc.
En la misma dirección se mueve también Lessing. Cuando en el Laocoonte (1766) se pregunta qué debe
considerar arte entre todas las producciones de la Antigüedad, el criterio que propone para diferenciar lo
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artístico de lo no artístico es la autonomía. Arte es la producción que no queda encadenada ni a la vida social
ni a las convenciones del gusto de una época, sino en la cual el artista trabaja sólo para la belleza y se
manifiesta como tal: “Ahora bien, como de entre las obras antiguas sacadas a la luz hay piezas de todas clases,
sólo quisiera dar el nombre de obras de arte a aquéllas en las que el artista se ha podido manifestar como tal,
es decir, aquéllas en las que la belleza ha sido para él su primera y última intención. Todas las demás obras en
las que se echan de ver huellas demasiado claras de convenciones religiosas no merecen este nombre, porque
en ellas el arte no ha trabajado por mor de sí mismo, sino como mero auxiliar de la religión, la cual, en las
representaciones plásticas que le pedía el arte, atendía más a lo simbólico que a lo bello o que,
condescendiendo con el arte o el buen gusto de un siglo, haya llegado a ceder tanto a este buen gusto que haya
podido parecer que es éste el que ha acabado teniendo primacía” (Lessing Laocoonte).
Este fundamento interno es el que se busca en la Crítica del juicio. Trataremos en seguida con más
detenimiento la estética kantiana en cuanto concierne al problema que ahora estamos considerando, pero
conviene presentar ahora brevemente algunos fundamentos la perspectiva que adopta. Para Kant, la autonomía
es, antes que nada, la condición de aquello que se da a sí mismo su propia ley, en oposición a lo heterónomo,
cuya ley le viene dada desde fuera. Así por ejemplo, en la Crítica del Juicio dice respecto a la imaginación:
“Mas ¿no es una contradicción que la imaginación sea libre, y que al mismo tiempo se conforme a las leyes
de ella misma, es decir, que encierre una autonomía?” (Kant CJ & XXII). Y lo mismo cuando dice sobre el
gusto: “El gusto implica autonomía. Tomar juicios extraños por motivos de su propio juicio, sería la
heteronomía” (Kant CJ & XXXII). Por tanto, establecer la autonomía de la estética es aceptar que las leyes
de lo estético son específicas y no se derivan del campo del conocimiento o de la ética, y por tanto, que
aquello en lo que se fundamente lo estético debe ser algo específico, supuesto como fundamento único.
En el caso del juicio de gusto, la Crítica deja muy claro que se trata de un juicio libre. La libertad del sujeto
es el fundamento de la belleza. En el juicio estético cada uno juzga de acuerdo a una norma y a una idea que
él mismo pone y cuyo fundamento sólo está en él mismo, ya que dicho juicio no está relacionado con el interés
(lo que puede suponer el sometimiento del sujeto a alguna clase de necesidad o a la sensación) ni tampoco con
la existencia del objeto. Por ello Kant manifiesta que frente al juicio referido a lo agradable o a lo bueno, sólo
en el juicio de gusto el sujeto es realmente libre: “Se puede decir también que de estas tres especies de
satisfacción, la que el gusto refiere a lo bello, es la sola desinteresada y libre; porque ningún interés, ni de los
sentidos ni de la razón, obliga aquí para nada nuestro asentimiento” (CJ &5).
En lo agradable o en lo bueno, el juicio del sujeto está atado al interés, a la necesidad, y a la existencia del
objeto. El juicio de gusto es desinteresado y no se relaciona con la existencia del objeto sino sólo con la
representación de la forma del mismo en la imaginación. De este modo la estética aparece como uno de los
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ámbitos básicos donde se manifiesta la autonomía del sujeto, la libertad que es su condición en el pensamiento
moderno. Una autonomía sin límite, una libertad absoluta que, en consecuencia, sólo puede considerarse
puramente imaginaria. El sujeto considerado al margen de las condiciones de lo objetivo no es más que un
abstracción. El juicio de gusto, expresión suprema de la autonomía y de la libertad, se convierte así en
manifestación de las sombras que esa autonomía supone: el establecerse como una libertad del sujeto
condicionada al dominio del objeto, el haberlo trasformado en un fantasma, en una incógnita que sostiene las
categorías donde el sujeto muestra el poder de su razón y la fuerza de su imaginación. Por ello, la autonomía
de lo estético es manifestación del deseo de libertad del sujeto frente a las condiciones de una vida social
alienada, centrada en el interés y el trabajo, pero a la vez, manifestación de las condiciones que hacen posible
esa alienación o que la reflejan en el terreno del conocimiento: la anulación de lo otro, el dominio de la
naturaleza, dominio en el cual el propio sujeto acaba igualmente siendo incluido.
En efecto, la Crítica del juicio establece claramente la libertad del sujeto de una manera independiente a las
condiciones del objeto e incluso a su propia existencia. Éste es quizás el momento en que más claramente se
muestra el carácter ilusorio y abstracto (es decir, separado, en el sentido hegeliano) que tiene en Kant la
libertad estética: es una libertad pura del sujeto que en su experiencia ha disuelto el objeto en una mera
condición formal y que, necesariamente, acabará siendo él mismo una sombra, una entelequia: “La satisfacción
se cambia en interés cuando la unimos a la representación de la existencia de un objeto. Entonces también se
refiere siempre a la facultad de querer, o como un motivo de ella, o como necesariamente unida a este motivo.
Por lo que, cuando se trata de saber si una cosa es bella, no se busca si existe por sí misma, o si alguno se halla
interesado quizá en su existencia, sino solamente cómo se juzga de ella en una simple contemplación (intuición
o reflexión)” (CJ & 2).
La condición del objeto aparece como posibilidad de la autonomía del sujeto en el juicio de gusto, concebido,
más allá que el juicio de conocimiento, como un momento en que el sujeto se da a sí mismo su propia norma,
en este caso, una norma de carácter estético: “De aquí se sigue que el modelo supremo, el prototipo del gusto
no es más que una pura idea que cada uno debe sacar de sí mismo, y conforme a la cual se debe juzgar todo
lo que es objeto del gusto, esto es, todo lo que es propuesto como al juicio del gusto, y aun al gusto de cada
uno. Idea significa propiamente un concepto de la razón; e ideal la representación de una cosa particular,
considerada como adecuada a una idea” (CJ &17).
La autonomía no se predica sólo del juicio de gusto, sino también del arte. Tanto en la experiencia estética
como en la experiencia de creación artística el sujeto es libre, y sólo desde el presupuesto de un juicio y una
creación autónoma algo puede ser definido como bello o como producto del auténtico arte. En el caso del
arte: “No se debería aplicar propiamente el nombre de arte más que las cosas producidas con libertad, es decir,
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con una voluntad que toma la razón por principio de sus acciones. En efecto; aunque se quiera llamar obras
de arte las producciones de las abejas (los surcos de cera regularmente construidos), no se habla así más que
por analogía; porque desde que nos apercibimos que su trabajo no está fundado sobre una reflexión que les
sea propia, se dice que es una producción de su naturaleza (del instinto) y se aplica el arte a su creador” (CJ
& 43).
De ahí que, igual que ha separado el juicio de gusto o la belleza del ámbito del interés y el deseo, de la
propiedad y la posesión, separe la creación artística del mundo del trabajo y del deber: “El arte se distingue
también del oficio; el primero se llama liberal; el segundo puede llamarse mercenario. No se considera el arte
más que como un juego, es decir, como una ocupación agradable por sí misma, y no se le atribuye otro fin;
mas el oficio se mira como un trabajo, es decir, como una ocupación desagradable por sí misma (penosa), que
no atrae más que por el resultado que promete (por ejemplo, por el aliciente de la ganancia), y que por
consiguiente, encierra una especie de violencia” (CJ & 43).
A partir de este primer contenido supuesto en la idea de autonomía (paralelo a la autonomía del sujeto
moderno, en cuanto sujeto libre), cuyo fundamento último acabará siendo la idea del genio, como sujeto que
establece sus propias reglas, otro aspecto implícito en este concepto es el trazar una frontera entre el ámbito
de lo estético y los demás ámbitos de la experiencia o el conocimiento. Como se sabe, en la “Analítica de lo
bello”, Kant analiza el concepto de belleza en base a cuatro momentos, tomados de la tabla de categorías
establecida en la crítica de la razón pura: la cualidad, la cantidad, la relación y la modalidad.
Las consecuencias de cada uno de estos análisis son negativas y tienden a separar lo bello de otros campos
de la experiencia: lo bello es una satisfacción sin interés, una universalidad sin concepto, una finalidad sin fin
y una necesidad sin ley. En estas conclusiones, lo estético queda definido por medio de la autonomía y la
libertad (Kant insiste en ello al comparar las satisfacciones relacionadas con lo agradable o lo bueno con las
estéticas, o al destacar que no existe un ideal de belleza único al que se deban someter o al que tiendan los
juicios estéticos y, desde luego, al hablar del juicio sobre lo bello como necesario pero no sometido a ley), pero
a cambio de quedar separado del deseo (interés), de lo ético, de lo cognoscitivo, de lo agradable y de la
emoción.
Pero quizás sea el concepto de desinterés el que más claramente muestra las consecuencias de la autonomía
así definida. En este concepto se unen además claramente el aspecto restrictivo y el utópico, pues Kant insiste
en que sólo un juicio desinteresado puede ser libre. Como explica Marchán, por su carácter desinteresado, es
decir, desvinculado de la cosa misma y de su existencia, centrado sólo en la forma de la representación, el
placer estético “es capaz de distinguir entre la existencia y la representación en los objetos y de separar en
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quien contempla, en el espectador, el deseo y el sentimiento. Lo estético sella una alianza con los dos segundos
términos, ya que en sus contrarios, la existencia y el deseo de posesión, anida el interés en la acepción más
próxima al ‘análisis de las riquezas’. El comportamiento estético parece renunciar a la existencia posesiva o
conceptual de las cosas y liberarse de los deseos más inmediatos y pasionales o de su instrumentalización; pero
ello mismo contribuye a su idealización, a una separación, si es que no escisión de la esfera estética respecto
a la vida cotidiana. La prístina pureza de lo estético en Kant ahonda todavía más la sima con las vivencias
estéticas o artísticas híbridas que encontramos en la historia artística o en la realidad más prosaica” (Marchán
pág 52; las cursivas son del original).
La autonomía tiene consecuencias muy importantes en todos los aspectos de la reflexión estética y en la propia
configuración moderna de lo artístico. Es cierto que el concepto moderno de autonomía sirve para impulsar
la reflexión estética, identificando su objeto y su ámbito teórico de manera precisa. Es cierto también que en
ese mismo aislamiento, por el cual el arte y la belleza se desligan de la vida social, de los comportamientos
éticos o del deseo de la verdad, se refleja la dimensión utópica que lo estítico tendrá en la cultura moderna.
Finalmente, no puede olvidarse que la autonomía y la propia fundación de la Estética que en ella se fundamenta
es una de las claves del prestigio que alcanza el arte en el mundo moderno, llegando a ser, contra lo que Hegel
pronosticó, por encima de la filosofía y de la religión (y más aún en el contexto de la cultura industrializada)
el gran fetiche de las sociedades actuales.
No obstante, el precio de todo ello, como las vanguardias pusieron de manifiesto, es que tales presupuestos
amputan del arte y de la dimensión estética aspectos esenciales: justamente aquello que le da vida, lo que lo
convierte en un punto de unión entre sujeto y objeto, entre razón y sueño, entre interés y trascendencia. Ya
sabemos que el agua, estrictamente, considerada por sí misma, en su pureza es la unión de dos partes de
hidrógeno y una de oxígeno. Pero esa unión no es el agua que nos da la vida y nos sacia la sed. Sin aquello
que se le adhiere, sin aquello que le es externo, ni el agua es el agua ni el arte es el arte.
Y es este, precisamente, el punto en el que comienza a golpear el asalto de las vanguardias esa fortaleza
cerrada en que se había transformado lo estético. La crítica profunda al concepto restrictivo y cerrado de la
autonomía viene implícita, en efecto, en la dinámica que plantea como una necesidad volver a insertar el arte
y la experiencia estética en la esfera de la vida, con todos sus intereses y todas sus confusas contaminaciones.
Este retorno del arte a la vida y a la esfera de la experiencia cotidiana, de la subjetividad real, situada
socialmente y enredada en el laberinto de los deseos, los instintos, la pulsiones inconscientes, los deberes
sociales, será una de las constantes de las vanguardias artísticas de la que no escaparán a veces ni los
movimientos más estrictamente formalistas.
Estética (2013-2014). Universidad de Sevilla. Emilio Rosales 28
Como se ve, la Estética, a través de la autonomía y el desinterés, fundamenta ese largo proceso que,
arrancando desde el Renacimiento, trata de liberar al arte de las funciones o las servidumbres tradicionales,
heredadas, en efecto, de la sociedad medieval, y trata también de arrancarlo del control estricto por parte de
las instituciones ligadas al poder económico y social. Como el propio Marchán aclara: “la estética se ve
arrastrada por la corriente emancipatoria que descarga al arte de las funciones heredadas de la sociedad feudal
o cortesana, lo desvía de la manipulación por la religión o por el poder absolutista” (Marchán, S La estética
en la cultura moderna pág 55). No obstante lo hace de un modo, que podemos calificar como restrictivo, en
el que no se vislumbra una delimitación del papel social del arte en el orden burgués, liberado de esos controles
sociales y de la necesidad de ilustrar la ideología dominante o de glorificar a sus héroes. Es esta redefinición
social del arte, contra el poder y contra los criterios dominantes, entendiéndolo como un modo de crítica, de
abrir puertas en las sociedades administradas, lo que tratarán de hacer las vanguardias al replantearse las
relaciones entre arte y vida que la estética tradicional tendía a negar.
De ahí que la autonomía de lo estético esté al fondo de muchas de las críticas de las vanguardias artísticas al
sistema del arte y a su papel en la vida social. Fuera de los aspectos estrictamente formales, la ruptura se
articula en torno a varios ejes, que atañen a los fundamentos estéticos. Junto al replanteamiento de la función
mimética del arte o de su relación con la belleza, uno de esos ejes afecta directamente a la autonomía, a la que
pone en cuestión. Es ese empeño, ya citado, de recomponer las relaciones entre el arte y la vida, sacando al
arte más allá de sus límites tradicionales y diluyendo la experiencia estética en círculos más amplios de la
experiencia.
Aunque va a tomar formas muy diferentes, este empeño remite en muchos aspectos fundamentales al mundo
clásico, es decir, busca tras las fronteras cerradas de su autonomía una cierta relación con lo que le es externo
y con lo que, radicalmente, le es contrario. Esa necesidad utópica de replantear las relaciones entre el arte y
la vida suscitará una reflexión sobre las funciones sociales del arte, hasta el punto de trastocar profundamente
las relaciones con el público (recompuestas posteriormente en base a una labor a la vez publicitaria y
pedagógica impulsada por intereses del mercado). Estas funciones sociales no se entenderán, naturalmente,
al modo antiguo, es decir, como un modo de supeditar el arte al poder, sino como manifestación de una
contradicción con lo establecido. El arte no quiere renunciar a su autonomía, quiere aparecer de nuevo en el
medio de la vida, insertarse en la dinámica social pero como manifestación de lo radicalmente diferente, como
elemento no asimilable. Su función no es diluir el arte o la creación en la vida social, sino estetizar la vida
enfrentándola a algo autónomo, no reglado, algo que no puede valorarse por los criterios habituales del
interés, que no puede comprenderse por medio de la razón. Se pone en medio de nosotros como un desafío.
En este sentido, y fuera del marco definido por la autonomía en su sentido restrictivo, entre las líneas
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recurrentes que veremos aparecer en vanguardias de muy diferente signo, está el negar la concepción del
objeto artístico como un artículo de lujo, como un artefacto inocente y a-problemático, desvinculado,
socialmente neutro, adecuado para servir como símbolo del poder económico y social de sus poseedores.
Por otro lado, se niega la separación entre la creación o la experiencia estética y el mundo del trabajo, el
ámbito del conocimiento, etc. El arte se afirma en su diferencia, niega todo lo que es el orden social y, como
hemos visto, la racionalidad que lo sostiene, pero al mismo tiempo, desde esa profunda diferencia,
irrenunciable, se vuelca o se orienta hacia lo que le es ajeno. En las vanguardias, dentro de la estela romántica,
el arte vuelva a contemplarse en relación a la totalidad, como una vía superior hacia el conocimiento que los
caminos tradicionales oscurecen, superando las escisiones de los límites del racionalismo heredado para
mostrar, o el puro azar (como en el dadaísmo) o una racionalidad estrictamente poética.
Este nuevo intento de hacer chocar el arte con la vida, de poner lo estético frente al reino del interés sin
anularlo social o vitalmente, de articular la experiencia estética dentro del ámbito general de la experiencia,
de situar al objeto estético en el terreno habitual de los objetos, con toda su paradoja, podemos ejemplificarla
en torno a tres aspectos sin duda llamativos. Uno de ellos ya ha salido a colación como directamente implicado
en la crítica a la autonomía: el de las funciones del arte y sus relaciones con la totalidad social.
Junto a esta problemática tenemos la incorporación al arte de nuevos temas y, de no menos importancia, la
búsqueda de procedimientos creativos, técnicas y materiales diferentes a los sacralizados por la tradición o
considerados a priori como artísticos. El arte quiere afirmar su diferencia sino situándose entre los demás
objetos, incorporando su condición, su reducción a mercancía o a útil, su carácter consumible, su fugacidad,
etc. Y quiere afirmarse también como una creación libre, no sometida a la necesidad del deber o de la
alienación, pero no en base a técnicas de antemano consideradas diferentes a las técnicas o las situaciones del
trabajo alienado, sino incorporando creadoramente, incorporando en su diferencia, las técnicas del trabajo,
su métodos, sus materiales.
Lo paradójico es que en el propio concepto de autonomía está implícita otra dimensión, de carácter utópico,
en la que se reconoce fácilmente el origen de todos estos movimientos de las vanguardias que se orientan en
un sentido crítico hacia la racionalidad moderna, que desvelan y rechazan las formas más profundas del
dominio, y que se implican en el sueño de diferentes utopías. Es decir, todas las dinámicas antes reseñadas,
y que posteriormente examinaremos con más detalles, tienen de alguna manera su raíz en los conceptos de
autonomía y de desinterés.
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