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“La azucena celeste” Gloria Zúñiga 1

La azucena celeste

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Novela de Gloria Zúñiga

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Gloria Zúñiga GarcíaGloria Zúñiga GarcíaGloria Zúñiga GarcíaGloria Zúñiga García

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TODOS LOS DERECHOS REGSTRADOSTODOS LOS DERECHOS REGSTRADOSTODOS LOS DERECHOS REGSTRADOSTODOS LOS DERECHOS REGSTRADOS

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¿Quién

ha trazado los

límites que

separan el bien

y el mal?

¿Dónde están?

¿Cuáles son?

¿Qué es lo

bueno y qué es

lo malo?

Relatividad y

subjetivismo…

¿Para qué

tantas

preguntas?

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PRÓLOGOPRÓLOGOPRÓLOGOPRÓLOGO

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Penetró en la sala completamente desorientado y bajo la escolta férrea de dos guardias de seguridad, maniatado con unas gruesas esposas a la altura de sus caderas y recibiendo varios empujones para que sus pasos cobrasen brío. Notó cómo la luz vivaz que yacía en el ambiente, sacudía su maltratada mirada tras tantos días y noches soterrado en la clandestinidad de su celda. Conforme avanzaba por el largo pasillo, desvió sus ojos a izquierda y derecha ante el palpable murmullo de los allí presentes que aumentaba en intensidad y consistencia, aunque le era sumamente difícil discernir con claridad absoluta comentario alguno a pesar de que el alboroto ya era más que considerable. Finalmente, y ante la insistencia de los escoltas porque apresurase sus andares e intimidado por la jueza que fijó su mirada suspicaz en su figura, tras divisar la expresión fatigada del jurado popular, tomó asiento junto a su abogado defensor y el psiquiatra forense que lo atendía dentro de la prisión. La jueza comenzó a reclamar un silencio necesario y obligado para comenzar la última sesión del juicio contra Charles Brown Perl, natural de Personville (estado de Texas, EE.UU), de 25 años de edad y acusado de doble asesinato con arma blanca en el domicilio ubicado en Yeagua Street, 123 el pasado 23 de Noviembre de 2.009.

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Según la fiscalía a cargo del señor Dobson Louis y los datos aportados por el FBI, Charles Brown, sometido a una fuerte presión psicológica por la discusión acalorada que mantenían sus padres en ese momento, puso fin a la vida de ambos propinándoles decenas de puñaladas por todo el cuerpo para, posteriormente, avisar a las fuerzas del orden, declarándose culpable de tal masacre en el lugar de los hechos donde lo hallaron cubierto de sangre y sumergido en un agónico llanto. El señor Brown, fue puesto a disposición judicial de inmediato, aunque ciertas conductas anómalas y delirios varios, hicieron necesaria una revisión exhaustiva sobre su salud mental en donde se le fue diagnosticada una esquizofrenia paranoide que, con una medicación adecuada y unas pautas disciplinarias regulares, tenía un pronóstico más que favorable para llevar una vida dentro de los límites de la normalidad. Precisamente a este diagnóstico se aferró en todo momento el abogado defensor, el señor Jack Low aludiendo a que el acusado pudo sufrir un brote psicótico en el momento de la masacre, sin tener conciencia alguna de lo que estaba haciendo. Tal argumentación, fue apoyada por el equipo psiquiátrico que subrayaba la persistencia de alucinaciones, delirios, pérdida de autocontrol y la desconexión de la realidad en este tipo de enfermos.

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Tanto la defensa como la fiscalía se empecinaron con ahínco en dar con el paradero de los señores Carl y Teresa Jason, un matrimonio que desapareció repentinamente tras el brutal asesinato y cuya residencia era la más cercana al lugar donde se produjeron los hechos (unos 10 metros de distancia separaban a ambos domicilios). No obstante, tales esfuerzos resultaron inútiles y tras la reiteración de su culpabilidad por parte de Charles en todo momento, carecían de sentido y de lógica alguna. Sus manos temblaban constantemente y sus párpados se entreabrían, intentando rescatar un halo del discurso que mantenía el señor Louis en el cual se dirigía entre gestos varios y miradas seguras, hacia el jurado popular haciendo un breve balance general sobre todos los hechos que condenaban al acusado a pagar por el delito con la máxima de las penas posibles en estos casos: La pena de muerte. En ese preciso instante, sintió el calor amigo y cómplice de su abogado defensor que colocó una de sus manos sobre la pierna rígida de Charles, clavando sus penetrantes ojos claros sobre su desencajado y cabizbajo rostro. Momentos más tardes, era el mismo Jack Low el que, con una postura más templada y resignada ante lo que era una evidencia a gritos, aclamaba clemencia y solidaridad con este tipo de enfermos en un discurso algo desnutrido y pobre mientras que, de vez en

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cuando, miraba la figura desdibujada de su cliente que comenzó a derramar lágrimas por doquier, siendo atendido por el psiquiatra forense que ponía todo su ímpetu y esfuerzo en tranquilizarlo y calmar su angustia. Low era plenamente consciente de que todos los hallazgos y pruebas obtenidas en torno a la vil masacre ocurrida un 23 de noviembre de 2.009 en el 123 de Yeagua Street, imputaban directamente a Charles como autor de ambos asesinatos, a lo que se unía la declaración reiterada de culpabilidad por parte de éste desde el primer momento. Nunca pudo luchar por demostrar su inocencia porque era un reto simplemente inútil e imposible, fuera del alcance de su profesión y de su trayectoria magistral como abogado, pero sí enfatizaba que se denegase la petición de condena de la fiscalía a otra más leve y sujeta al ámbito psiquiátrico. Era su única baza, la única manera de que Charles se salvase de la pena de muerte. El murmullo de nuevo comenzó a cobrar intensidad en la sala cuando la jueza pidió la comparecencia del acusado, que necesitó de ayuda para subir al estrado. El llanto había menguado, pero todavía los restos de su sufrimiento hacían mella por todos los rincones de su cuerpo. Alzó la cabeza lentamente, como si posara sobre sus pertrechos hombros múltiples kilos de plomo y, con la desazón que lo invadía, miró a la

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jueza ante la advertencia de uno de los guardias que le exigía que respondiera a la cuestión planteada. -Por favor, exijo silencio en la sala. Y usted, señor Brown, contésteme a lo que le estoy preguntando. ¿Qué recuerda de ese día? Charles comenzó a balbucear algunas palabras en voz baja y con una confusión palpable en sus gestos y observaciones. Las esposas le apretaban y sintió un vigoroso dolor en las muñecas que se extendió hasta los codos. Emitió un hondo suspiro. -Señora jueza. No recuerdo nada. La agitación que produjeron estas palabras entre los asistentes al evento, se convirtió en un algarabío desorganizado que escapaba del control de las exigencias de la letrada y de las continuas peticiones de orden que reclamaban los guardias de seguridad. De repente, varias personas mostraron su indignación entre gritos repletos de insultos y vejaciones hacia el inculpado, mientras que se levantaban airosamente de sus asientos para abandonar la sala. Alguno que otro hizo el amago de agredir a Charles antes de marcharse. Éste giró su cuello sin entender el motivo del revuelo y para comprobar que las personas que verdaderamente le importaban, seguían apoyándolo. Buscó con la mirada a tía

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Margaritte y la halló sumergida en la vorágine pero con una actitud firme y sólida, sosteniendo siempre los pilares de la sangre que le corría por las venas. Era el único miembro de la familia que decidió, desde un primer momento, apoyar a su sobrino incondicionalmente, participando en la investigación de manera muy activa junto con la defensa. El jurado popular también se mostraba alterado y confundido, aunque los integrantes mantuvieron la compostura una vez que el silencio comenzó a palparse en el ambiente. El psiquiatra forense, Daniel Bryan, se acercó hacia Charles después de obtener la autorización gesticular de la jueza magistrada ante la estupefacción que mostraba el imputado que yacía cabizbajo e inmóvil sobre el estrado. -Señoría, dentro de unos 10 minutos, el señor Charles Brown ha de tomarse la medicación correspondiente –hizo un paréntesis Bryan ayudando a la reanudación de la sesión-. Se ha puesto bastante nervioso, aunque puede seguir con el interrogatorio sin problema. -De acuerdo, señor Bryan. Lo tendré en cuenta y les otorgaré un tiempo muerto para la reposición del señor Brown. Le voy a hacer la misma pregunta. ¿Qué recuerda del día en que murieron sus padres? Por favor, señor Brown,

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haga un esfuerzo por extraer algo de su memoria. Tómese su tiempo y contésteme. Charles cerró fuertemente los ojos y comenzó a agitar la cabeza levemente con los labios apretados. Sus facciones aguardaban un cúmulo de expresiones a cual más siniestra y tenebrosa mientras que el dolor que le propinaban las esposas iba “in crescendo”. De nuevo, comenzó a balbucear en voz baja y abrió repentinamente los ojos para emitir un alarido que sobresaltó a todos los allí congregados. -¡Soy culpable! Low y Bryan corrieron hacia el lugar donde estaba Charles que cayó desplomado al suelo entre múltiples sollozos y lamentos. Su señoría, Jenny Rowner, jueza magistrada del condado de Texas, concedió una prórroga de veinte minutos antes de dictaminar el veredicto definitivo del jurado popular y el suyo propio. El doctor Bryan acompañó rápidamente a Charles hacia el interior de los aseos y bajo la ardua custodia de los guardias de seguridad. Dejó que el cuerpo de Charles reposara sobre el poyete de mármol grisáceo por la suciedad acumulada y encendió el grifo del lavabo hasta que el chorro cobró fuerza e intensidad. De este modo, Bryan invitó a su paciente a que se

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empapase del frescor del agua para aliviar, momentáneamente, su notable agitación. Todo su rostro y parte de su cuero cabelludo castaño y abundante quedaron recubiertos de líquido. Su respiración era más sosegada y sus temblores habían menguado. Bryan le acercó con cautela un pequeño vaso de agua hacia sus secos y blanquecinos labios y depositó debajo de su amarillenta lengua una pastilla que pronto se disgregó en su paladar y lo inundó del amargor de la sustancia que ya tan familiar le era. Después introdujo una pequeña gragea blanquecina y tragó con dificultad la medicación impuesta por el médico psiquiatra sin retirar su frágil mirada del pasillo donde Low parecía mantener un diálogo con su tía Margaritte. Una sonrisa tibia se dibujó en su rostro cuando corroboró que era la voz de su tía la que sonaba en sus cercanías. -Charles, ¿te encuentras mejor? ¿Más tranquilo? -Sí, señor Bryan –murmuró entre gestos espasmódicos frecuentes en su persona-. Muchas gracias. Cuando ya se disponía a atravesar la puerta para adentrarse en el pasillo, siempre bajo la atenta vigilancia de los guardias, el psiquiatra le indicó con varios gestos si quería entrar al baño para dar rienda suelta a sus necesidades.

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-No, no tengo ganas. Ya en el exterior de los aseos, se detuvo frente al cuerpo maltratado de su tía Margaritte luchando contra la ingravidez del suyo propio al comprobar la imagen deteriorada de ésta que intentaba disimilar con una sonrisa algo más que forzada. Margaritte se abrazó sin obstáculo de ningún tipo a Charles y comenzó a asir su cabello con suma delicadeza. Low y Bryan hacían lo imposible por ocultar sus incipientes lágrimas ante la emotividad de la escena. -Cariño, escúchame –comenzó a hablar entre suspiros Margaritte una vez que intercambiaron ese fraternal abrazo y mientras que ésta lo sujetaba de los hombros-. Sé que no recuerdas nada y no te sientas frustrado por ello. Sí te puedo decir y asegurar que sé que eres inocente, que amabas a tu madre por encima de ti mismo y que te culpabilizas por lo que te han contado y porque no tienes ni idea de qué ocurrió aquel día. Mi vida, yo estoy segura de eso, sólo queda que lo estés tú y siempre, pase lo que pase… Los guardias advirtieron al acusado y a sus acompañantes de que la licencia otorgada por la letrada había tocado a su fin y debían de penetrar de nuevo en la sala para escuchar la sentencia final y definitiva. Bajo el amparo de

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Margaritte hasta la medianía del pasillo, de Bryan, de Low y de dos guardias, Charles volvió a aposentarse en el lugar indicado y bajo la atenta mirada del jurado popular y la letrada Rowner que fue la primera en reanudar la sesión. -Señores del jurado, ¿tienen ya un veredicto definitivo? No podemos demorarnos más en el tiempo. -Sí, su señoría. -A la fiscalía y la defensa del señor Brown les otorgo un minuto por si desean hacer alguna aclaración al respecto, pero por favor, algo que sea de interés general y que no se haya mencionado a lo largo del proceso judicial. Tanto Low como Louis intercambiaron miradas serias y negaron con la cabeza. Charles volvió a adoptar una postura inerte, con los ojos perdidos en algún lugar inhóspito muy lejos de la realidad, con el cuerpo inmovilizado y la expresión facial mutilada en el abismo más absoluto. -Este jurado declara al señor Charles Brown Perl, culpable de asesinato. Low giró su cabeza hacia Bryan y ambos anclaron sus ojos sobre la figura de Charles que parecía haber desconectado por completo

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de la existencia. Ambos sabían que la decisión tomada por el jurado popular iba a ser precisamente ésa, la evidencia era clara y no había duda al respecto. Todo quedaba en manos de la jueza Jenny Rowner, que pidió silencio de nuevo mientras terminaba de ojear unos folios que yacían sobre su robusta mesa. -Charles Brown Perl, por favor, póngase en pie. Inexpresivo, exhausto, doblegado en dos mundos y sin permanecer a ninguno de ellos, se incorporó con letargo notable. En ese momento parecía un muro infranqueable, inquebrantable, impermeable… Ya nada le dolía, nada le importaba… Sólo deambulaba cual un espíritu inquieto, por su trastornada mente, la imagen de su madre preparándole la merienda cuando apenas era un niño lleno de caprichos. -En representación del Departamento de Justicia Criminal del Estado de Texas, yo, Jenniffer Rowner, jueza del condado, condeno al señor Brown aquí presente a la pena máxima exigida por la fiscalía tras haber estudiado minuciosamente las pruebas presentadas por ambas partes. El señor Charles Brown Perl será trasladado de inmediato a la Cárcel de la Unidad Central en Sugar Land y pasará sus próximos quince días en el corredor de la muerte a la espera de su ejecución, que tendrá lugar el próximo día 25

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de Octubre a las 12:00h. en las dependencias de dicha prisión. Doy por finalizado el juicio y el caso. Margaritte soportó su angustia con una firmeza desmesurada y permaneció en la sala impávida mientras que los congregados salían murmurando por la puerta de acceso. Charles apenas se inmutó tras el veredicto de la letrada y Bryan y Low no cesaban de manifestar sus impotencias más severas una vez que Dobson Louis se despidió con un cortés apretón de manos a ambos. El silencio se hizo en el ambiente hasta que dos guardias se acercaron hacia la figura de Charles Brown que no salía de su enmudecimiento y ensimismamiento. Cuando entre ambos arrastraron el cuerpo aplomado de Charles por el largo pasillo entre empujones fuertes y enérgicos que casi le causan una caída, se oyó un estrepitoso grito desgarrado y desangrado de la garganta asfixiada de Margaritte. -¡Te quiero!

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I.PARTE

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DÍA 1 Es difícil no encontrar una respuesta cuando me preguntan por lo que sucedió ese 23 de Noviembre, pero verdaderamente, no lo sé. Sé que mis padres fueron asesinados cruelmente, con un robusto cuchillo de cocina, por una mente depravada y enferma como la mía porque así me lo han relatado, pero ni siquiera puedo recrear la escena. Me esfuerzo por conseguir una imagen nítida que arroje algo de luz sobre la oscuridad que se instaló en mi interior desde ese fatídico accidente, pero todo mi ahínco cae en el desvanecimiento más absoluto. El señor Bryan argumenta que fue tal el impacto emocional a nivel intrapsíquico de la masacre sobre las funciones de la memoria en mi cerebro, que sufro una especie de amnesia debido a un Trastorno por Estrés Post-Traumático. Yo me cuestiono si mi mente no desea recordar esa escena porque sobre mis hombros castigados por doquier, ya se transporta demasiado peso. De nuevo me veo aquí, entre una penumbra agorera de lamentos, entre un fétido olor a podrido mezclado con la humedad de la celda que me acaban de asignar por cuyos surcos en el techo se desprenden algunas gotas de líquido blanquecino de textura similar a la del agua. No hay ningún otro ruido que atrape

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mi atención, ni siquiera una voz a lo lejos que me cerciore la veracidad de mi existencia. Me acaricio sutilmente mis huesudas muñecas y las muevo de un lado hacia el otro con cierta dificultad. Mis huesos se han oxidado, mis músculos se han debilitado en una angustia que mengua la totalidad de mi capacidad mental y física. Decido aposentarme sobre el colchón que hay en el suelo mientras observo cómo una rata de dimensiones considerables cruza el habitáculo de izquierda a derecha para perderse por los subterfugios de esta oscuridad que ya no hiere, no aterra, no duele, no sangra, no escuece…Es una fiel compañera de viaje hasta el advenimiento temprano de mi muerte. Toco suavemente la profundidad del que será mi lecho durante los próximos 14 días y noto cómo se abren unos pequeños socavones sobre el tejido tosco maloliente que lo recubre. Hace frío y ni siquiera se han acordado de obsequiarme con una humilde manta para mitigar mi pesadumbre en la angostura de este lugar. Un nuevo olor traspasa mis fosas nasales. Es un tufillo a tabaco rancio impregnado sobre todo el ambiente y fusionado con otros que no logro discernir y que, sin saber ni siquiera el motivo, me transporta a mi más tierna infancia entre recuerdos desarmados y difusos, dispersos en la inconsistencia de mis pensamientos. Observo el perfil del rostro de papá conduciendo el coche y con un cigarrillo sobre sus labios. Su expresión parecía

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impermeable, inquebrantable, insensible. Su ceño fruncido y sus labios enjutos me conferían algo más que respeto. Era una sensación de temor a una reacción inesperada por parte de éste que pudiese dañar la sonrisa que se desprendía de mi boca cuando atisbaba el edificio del colegio; sensación contrapuesta a la que experimentaba cuando contemplaba a mamá silenciosamente y con disimulo mientras ejecutaba las tareas caseras. La recuerdo con el cabello recogido en una especie de moño desordenado que dejaba al descubierto la placidez embriagadora de sus grandes ojos verdes y la exagerada magnitud de sus pestañas, de las cuáles sobresalían unos destellos peculiares cuando fijaba su mirada sobre mi imagen para corroborar que hacía los deberes. Su cuerpo esbelto y sus curvas sinuosas, junto con la bella robustez de sus labios, le otorgaban ese porte singular y elogiado por vecinos y conocidos que, entre comentarios varios, aludían a la hermosura de mi madre en múltiples ocasiones. Me sentía orgulloso de tener a la madre más hermosa del universo y la más comprensiva, caritativa, dulce, fiel a sus creencias y pensamientos, cruel con las injusticias y las maldades mundanas… Mamá lo era todo en mi vida. Y mientras este vago recuerdo se queda anclado en su inseparable bata verdosa con la que se recubría para no mancharse el atuendo en el que se embutía cada mañana, una lágrima se desprende de mis obnubilados

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párpados para recorrer mi tabique nasal y estrellarse sobre las inmediaciones de mi cuello.

*** Intentaba huir de los comentarios en torno al veredicto definitivo sobre el caso Brown, pero el morbo suscitado era tan acuciante que le fue imposible alejarse del murmullo perenne que transitaba en la boca de todos sus compañeros de oficio en el bufet. Esquivó como pudo a todos los que se acercaban a su estela para preguntarle cómo se sentía tras una resolución tan férrea como la propugnada por la jueza que dio toda la razón a la fiscalía, sin tener en cuenta el delicado estado de salud mental de Charles. Realmente, eso lo había mantenido en un agónico desvelo durante toda la noche que se eternizó en demasía hasta que la aurora penetró por su ventana. Finalmente y tras haber sorteado entre varias excusas espontáneas a las cuestiones planteadas por los curiosos, pudo llegar a la puerta de su oficina para penetrar de inmediato en la salita y cerrar presuroso la entrada. Suspiró hondo postrado sobre la pared y comenzó a aflojarse el nudo de la corbata que por momentos le oprimía la garganta provocándole una sensación leve de asfixia. Cuando volvió a la realidad tras ese

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efímero paréntesis, Jack clavó su mirada sobre la mesa de trabajo sobre la cual se hallaban todos los informes concernientes al caso Charles Brown. La impotencia emergió automáticamente y con energía de sus adentros y propinó un golpe seco sobre la madera recia para luego dar una patada al aire mientras que se tocaba la frente con la cabeza erguida. -Esto es totalmente injusto. No puede ser verdad. Intentó tranquilizarse tomando asiento sobre el sillón aterciopelado que yacía en la esquina izquierda y, entre su exasperación, fue consciente de que no podía escabullirse de sus pensamientos en torno al caso que parecía darse como finiquitado. Se incorporó repentinamente y, con un paso agitado y rápido, marcó un número de teléfono a la vez que respiraba profundamente apoyado sobre una esquina de la mesa. En ese instante, corroboró que el algarabío todavía proseguía en el exterior de su oficina. -¿Con el doctor Bryan, por favor? Dígale que es de parte de Jack Low. Sí, de acuerdo. Comprendo… A las cinco de la tarde en la cafetería de Nicook Street. Muchas gracias. De nuevo volvió a tomar asiento sobre el sillón aterciopelado. Con las manos sobre sus oídos y

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dando claras nuestros de nerviosismo y agitación, Jack intentó desviar su atención de todo lo que se rumoreaba en las inmediaciones de la planta del edificio. En el fondo, era consciente de que el veredicto final de la jueza suponía un varapalo más que considerable en su trayectoria profesional, pero por encima de esta cuestión, lo que más le escocía y quemaba por dentro era que no se hubiese tenido consideración alguna con una persona enferma que se declara culpable sin ni siquiera saber qué ocurrió el día de tal masacre. Pero la realidad era la que era: Charles Brown se hallaba en el corredor de la muerte para ser ejecutado en tan sólo unos días. -Inadmisible… Intentó concentrarse en otros quehaceres que había retrasado debido a la prioridad concedida a ciertos asuntos, pero tenía la mente anclada en el parasitismo de Charles y en el alarido estruendoso de Margaritte cuando rompió con un “te quiero” ensordecedor la incongruencia de la sentencia. -¡Maldita sea! Las horas pasaron inmiscuido en sus cábalas e interrogantes, en su frustración e impotencia, en el coraje y la ira contenidos ante una aberrante decisión que aniquilaría la vida de una persona. Miró la hora y desistió de salir a

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comer como acostumbraba. No tenía apetito, no deseaba escuchar los cotilleos que transitaban de boca en boca y que también enjuiciaban su trabajo como abogado; la misma tarea que su mente llevaba ejerciendo desde que abandonó la sala donde tuvo lugar el juicio de Charles Brown. Esperó ansioso a que las agujas del reloj se movieran para acercarse a las cinco de la tarde, pero un ruido leve hizo que éste saliese de su ensimismamiento de súbito. Alguien llamaba a su puerta. -¿Quién? -Jack, soy Celina. Ábreme por favor. Jack se acercó hacia la puerta intentando esbozar una sonrisa para recibir a su fiel secretaria Celina. Para él, esta mujer de cabello claro, de silueta rechoncha y ojos castaños pequeños ocultos tras unas gafas de cristales gruesos, era lo más parecido a una madre. Desde que comenzó su periplo dentro del ámbito de la justicia, Celina lo acompañó en todas sus victorias y derrotas, haciéndose partícipe de sus emociones y sus sentimientos. Jack también se había apoyado en esa mujer que ahora lo observaba mostrando su indignación, en momentos difíciles de su vida, como en su ruptura matrimonial con Cathie y el fallecimiento inesperado de su padre en un

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aparatoso accidente de tráfico. Celina era más que una simple secretaria, era su amiga, era su fuerza, era su consuelo, era su alimento cuando se hallaba desnutrido de vida…La sonrisa forzada que se dibujó en su rostro para obsequiar a Celina, se dispersó lentamente cuando ésta permaneció extremadamente seria frente a él y mirándolo fijamente a los ojos con una bandeja de plástico sobre ambas manos. Jack sabía que engañar a Celina era simplemente imposible, porque ella lo conocía mejor que él así mismo. Retiró su rostro de la fijeza de Celina y, aletargado, cerró la puerta y tomó asiento en una silla con ruedas tras su mesa de trabajo. Con las manos cruzadas sobre la superficie y la mirada perdida entre su laberinto emocional, Jack esperó la intervención de su acompañante para romper con la frialdad del ambiente y del clima que se respiraba entre ambos. -¿Es por orgullo profesional, por impotencia o por ambas cocas? –comenzó Celina a hablar mientras que depositaba la bandeja hacia las proximidades de Jack. Un suculento aroma a carne caliente penetró por el olfato de éste provocando el rugido de sus tripas-. Si no te conociera, diría que es por lo primero, pero pienso que son ambas cosas las que están haciendo que un caso abocado al fracaso desde el comienzo se cebe con tu propia persona. ¿No crees que estás siendo demasiado cruel contigo mismo?

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Jack comenzó a deshacerse del plástico que recubría la bandeja y del papel empapado en aceite y kétchup en el que se hallaba envuelto una gran hamburguesa que comenzó a devorar entre varios sorbos de Coca-Cola. Celina decidió tomar asiento frente a su jefe y esperó, paciente, una respuesta por parte de éste. -Sabes que no es orgullo profesional, Celina. O quizá también haya algo de eso –matizó Jack a la par que tragaba el bolo alimenticio-, pero sobre todo es una mezcla extraña de frustración, rabia, ira, impotencia, odio… No lo sé. -¿Y crees que lo vas a solucionar encerrándote entre cuatro paredes sin comer y huyendo de tus compañeros de trabajo? Jack, sabes que estoy a tu lado a las duras y a las maduras, pero también eres consciente de que es innato al ser humano la curiosidad y el derecho a la opinión… Y espero que también asumas de una vez que el caso de Charles Brown estaba abocado al precipicio desde el comienzo. ¡Lo sabes de sobra! A veces, creo que no te conozco lo suficiente… Jack se levantó tras haber engullido la totalidad de la hamburguesa y con el vaso de plástico sobre sus manos y la pajita por la que sorbía la bebida de cola entre sus labios, para dar vueltas por el pequeño habitáculo

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cabizbajo y pensativo ante la atenta mirada de Celina. Finalmente se detuvo en seco y clavó sus ojos sobre el compungido rostro de ésta. -Celina, tengo una cita ahora a las cinco en una cafetería ubicada en Nicook Street. Te voy a responder con otra pregunta porque de este modo creo que puedo ser totalmente sincero. Si fueras juez, ¿condenarías con pena de muerte unas simples sospechas? O mejor dicho, ¿es merecedor de pena de muerte un hombre que ni siquiera ha podido defenderse porque no recuerda absolutamente nada de lo que ocurrió? Celina permaneció impávida y consternada ante las cuestiones abordadas por Jack, mientras que éste se enfundaba en su chaqueta y recogía su maletín de cuero amarronado. -Mañana nos vemos, querida. Esta noche te llamo. No te preocupes, es la resaca del fracaso simplemente. Caminó por varias calles y avenidas de Fairfiel ante un cielo completamente cubierto y oscuro. Una vez que llegó a Nicook Street, comenzó a mirar los rótulos de todos los establecimientos de ambas aceras. Era una calle bastante estrecha en donde sólo se podía circular en dirección sur y repleta de edificios de nueva construcción. Una de las barriadas

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más prestigiosas de Fairfiel y enclavada a las afueras de la ciudad. Vislumbró a la única cafetería que había a lo largo de la calle en la acera de enfrente y cruzó una vez que miró hacia su izquierda y se cercioró de que no transitaba vehículo alguno en sus proximidades. Antes de penetrar en el recinto, se detuvo sobre un escalón de mármol blanquecino y miró la hora. Fue justo en ese momento cuando se percató de que alguien, desde el interior, agitaba un brazo intentando captar su atención. -Vaya Daniel, te me has adelantado justo 3 y minutos y medio. Dime, ¿llevas mucho esperándome? Jack se deshizo de la chaqueta que colocó sobre el espaldar de la silla y anquilosó el maletín sobre el suelo, que resaltaba por su cuidado y brillo. Mientras se alzaba los puños de la camisa, el camarero tomaba nota del café con leche y la copa de Brandy que éste había elegido para acompañar la conversación. -Digamos que siempre me suelo adelantar en todas y cada una de mis citas –sonrió abiertamente el médico psiquiatra mientras que elevaba su copa hacia la proximidad de sus labios-. Puedo adivinar en tu rostro la indisoluble huella del dolor que en este momento comparto contigo…

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-Verás, Daniel, no sabía con quién hablar sobre el tema y, puesto que tras el cierre de la sesión el mutismo se instaló en nuestras gargantas, he pensado que hoy quizá… La intervención de Jack se vio interrumpida por la llegada del camarero con lo que éste había elegido y por un aviso gesticular de Daniel Bryan que le pedía un silencio momentáneo. -Escucha, Jack. Siempre estoy para mis amigos y si no puedo por los motivos que sean, principalmente profesionales, intento hacer el hueco. Ya te he dicho que el dolor es compartido, no lo dudes. -Dime una cosa –resaltó Jack elevando el tono de voz y mostrando al descubierto su vorágine emocional-. ¿Cómo una persona puede desprenderse súbitamente de su memoria? Daniel esbozó una tranquilizadora sonrisa y depositó su cálida mano sobre la fría de su acompañante. -Te hablaré sobre el caso de Charles en concreto. Verás, el brote psicótico pudo tener lugar antes o después de la masacre, pero fue tal el impacto emocional de la misma sobre el cerebro de Charles que la zona encargada de almacenar sobre lo que llamamos “memoria”

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los recuerdos próximos o lejanos en el espacio temporal, se bloqueó de tal manera que sólo puede recrear situaciones puntuales de su vida y en situaciones especiales. Sé que es difícil entender lo que te estoy diciendo, pero tras un acontecimiento de tal magnitud, su amnesia es totalmente normal. Jack permaneció pensativo y con la mirada perdida mientras que su mente navegaba por la imagen de Charles constantemente y sin darle tregua alguna. Sorbió profundamente de la copa de Brandy y fijó sus ojos sobre el cuerpo de Daniel que le respondió con una mirada cómplice y amiga. -¿Ves justa la sentencia? -Sabes que no, pero también sabes que todo imputaba a Charles como el único organizador y ejecutor de ambos asesinatos. Perdió la razón, no sabía lo que estaba haciendo, quizá en ese momento vio a la muerte en la figura de sus padres… No lo sé, pero el caso es que los asesinó y ya hay una sentencia contra la cual no podemos hacer absolutamente nada. Es la cruda realidad, pero una de mis máximas en la vida que intento inculcar en mis pacientes es que “lo que es, es”. -Buena reflexión –intervino algo más sosegado Jack pero aún sumido en su desconcierto- y te haré caso en eso de lo que es, es… Evidencia

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sobre evidencia pero…¿realmente en una persona que está en pleno brote psicótico lo que es, es? -Ja,ja,ja… Y buena pregunta… Por supuesto, amigo. ¿Por qué? Porque tiene la certeza de que sus delirios no son tales, sino reales. Lo viven como algo real, ya sea la imagen de una fiera que va a degollarlos, o de un espíritu que ha cobrado vida y los persigue para matarlos… Viven su delirio como real, por tanto, lo que es, es… -Con lo cual, más injusta es la condena hacia Charles Brown. Te juro que por momentos, me siento peor y más impotente aún. Jack comenzó a negar con la cabeza expresando su exasperación mientras apuraba los últimos restos de Brandy. Daniel lo miraba atentamente y llegaron a intercambiar varias de ellas que eran el fiel reflejo de la misma hecatombe emocional que compartían. -¿Irás a verlo para hablar con él? -¡Por supuesto! Charles es mi paciente y lo será hasta que la inyección letal o la silla eléctrica acaben con su vida. Hemos de asumir la realidad tal cual porque, como te he dicho antes… -Lo que es, es…

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Ambos permanecieron en el local unos treinta minutos más intentado desviar el diálogo hacia alguna otra dimensión que no tuviese relación alguna con Charles Brown. Jack Low hizo un esfuerzo sublime por disimular su angustia ante su interlocutor, pero la imagen impasible de Charles sobre el estrado condenándose culpable una y otra vez tras declarar no recordar nada con anterioridad, volvía una y otra vez a su memoria más cercana. La circunstancia lo superaba, aunque no había otra salida que asumir el fatídico desenlace.

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DÍA 2 Sé que ha amanecido porque he descubierto una pequeña ventana cerca del techo de piedra, de diminutas dimensiones por las que se cuela la luz de día. Me pesan los párpados cuando deseo recrearme en lo que debe de estar sucediendo ahora en la calle y en lo que sería de mi ansiada existencia si pudiera volver atrás y subsanar lo que me conducirá a la muerte dentro de unos pocos días. ¿Me preguntas si le tengo miedo? No, yo ya fallecí hace tiempo, justamente cuando mi memoria se obstruyó para finiquitar las vidas de mis progenitores y luego anclarse en un estado de shock para ni siquiera concederme el beneplácito del recuerdo. Creo que una persona no muere cuando su actividad cerebral es nula o cuando los latidos de su corazón cesan en su obligado deber, sino cuando deja de sentir, cuando es incapaz de impregnarse de emoción alguna, cuando toca y no palpa, cuando ve y no mira, cuando oye y no escucha, cuando huele y no reconoce aroma alguno, cuando come y no degusta… Pero bueno, es mi humilde opinión al respecto y desde un punto de vista fuertemente subjetivo. Estoy en el corredor de la muerte. Es una evidencia algo más que palpable, sobre todo cuando suena una especie de timbre y por un

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altavoz se oye una tosca voz femenina que en su rudeza menciona un nombre en un tono arrogantemente firme. Yo, no lo veo, pero minutos después se escuchan pasos por el pasillo y voces que en milésimas de segundo cobran intensidad para convertirse en gritos que derraman mil lamentos al aire y que se entrecruzan con las férreas peticiones de silencio del guardia que acompaña al preso. Ni siquiera tenemos derecho a quejarnos del dolor de la muerte antes de que se produzca y, por supuesto, no lo digo por mí, porque como ya he mencionado, creo que mi existencia tocó a su fin tiempo atrás. Este colchón no tiene consistencia alguna, pero carecen de sentido todas las quejas que pueda tener sobre el aspecto de este lugar cuando me retienen durante unos días simbólicos para luego matarme. Me tumbo y me incorporo a los cinco minutos porque se clavan sobre mi espalda los socavones del cemento que recubre la superficie. Y así transcurren los minutos, las horas y los días mientras que, de vez en cuando, un guardia abre tu celda para que sacies tu apetito y engañes a tu estómago con un caldo que no es más que agua caliente con trozos de pan añejo. Pero acaso, ¿puedo pedir algo más? El suelo está repleto de cucarachas y otros insectos, de ratas y ratones que deambulan presurosos de un lado hacia el otro y hasta se atreven a colarse por la tapadera sucia y rota del wáter y por el alicatado despedazado del

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lavabo. No le tengo miedo a nada, más bien envidio sus desparpajos para sobrevivir por encima de todas las circunstancias adversas que puedan encontrar. Acabo de decir que no le tengo miedo a nada y siento que en este momento me estoy mintiendo despiadadamente. Tengo miedo a que el recuerdo vuelva a mi mente y me vea ahí, llorando desconsoladamente junto al cuerpo de mis padres inertes y ensangrentados de pies a cabeza. Tengo miedo de que la memoria avive lo que ocurrió el 23 de Noviembre y se haga presente en mi consciencia antes del día mi muerte. Admiro a Jack Low porque ha intentado demostrar lo indemostrable en tan sólo una semana, el periodo que ha durado el juicio y porque se ha sentado pacientemente a escuchar a unos labios que no tenían nada que decir como los míos. En cambio, George no hacía más que rememorarme sus hipótesis para castigar a un espíritu que dejó su esencia junto al cadáver de sus progenitores. Aún así, le agradezco que abandonase el caso unos días antes del proceso que concluiría con la sentencia firme de pena de muerte para Charles Brown. Dicho acontecimiento me dio la oportunidad de saber que hay personas que te miran de frente, que te tratan como ser humano que eres, que se miden desde tu misma altura y que tienen sentimientos. Gracias, Jack por haberme demostrado que eres abogado y humano y por haber colmado

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tu paciencia ante el mutismo de mi memoria que escarbaba con ahínco sobre sí misma para ayudarte en tu labor. Lo siento.

*** Emitió un hondo repullo y se incorporó de súbito tanteando la mesita de noche para tirar de la fina cuerda que pendía de la parte superior de la pequeña lámpara. Respiraba agitadamente y estaba totalmente cubierto en un sudor frío entre el cobijo de sus suaves sábanas algo húmedas. Se deshizo de ellas rápidamente y caminó aturdido hacia el cuarto de baño para impregnarse del frescor del agua y mitigar su angustia. Se miró frente al espejo y, de nuevo, mostró su impotencia entre varios gestos y un hondo suspiro. Dejó reposar su cuerpo, algo más calmado, sobre su lecho y comprobó la hora. Todavía era demasiado temprano, pero algo le rondaba por la cabeza suscitándole una curiosidad extrema. George Bold se retiró del caso Brown por voluntad propia porque todas las pruebas imputaban a Charles como único culpable de la masacre acontecida el 23 de noviembre en el 123 de Yeagua Street en Personville y él apenas tuvo tiempo de repasar todos los informes minuciosamente porque debía de centrarse en el juicio. Pero ahora le rondaba un dato sin ton ni son por su mente que cabalgaba a un ritmo vertiginoso: creyó leer, en una entrevista realizada a Margaritte, que los padres de

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Charles tenían problemas para tener hijos y, eso, que se casaron sumamente jóvenes. Ciertamente, Bold mostró una cobardía incuestionable tras dejar desamparado a Charles para no engrosar su currículum con una derrota tajante, pero quizá no cayó en la cuenta de cómo vino al mundo Charles teniendo en cuenta el dato aportado por Margaritte. Posiblemente, Maggie engendrara a Charles con un golpe de suerte o quizá éste vino al mundo por fecundación artificial. A pesar de que el asunto que lo mantenía en vilo no tenía trascendencia alguna, sentía la necesidad imperiosa de recabar de nuevo entre todas las pruebas sobre el caso Brown. Otro aspecto que le llamó la atención es que, según Bold, los padres de Charles se hallaban discutiendo acaloradamente y la tensión irrespirable por la circunstancia, sometió a Charles a una fuerte presión psicológica que le hizo perder la cordura y poner fin con la vida de ambos. Pero si los únicos vecinos que podían haber sido testigos fiables de este dato desaparecieron por motivos que se desconocían por completo y de manera repentina, ¿cómo se podía afirmar que realmente Maggie y Steven se hallaban inmiscuidos en una agitada discusión? Se introdujo en la ducha y sintió el frescor del agua por su espalda y resbalando por sus piernas sin poder frenar sus pensamientos que

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deambulaban alocados entre hipótesis inconsistentes y preguntas sin respuesta sólida y concisa. Desayunó tras haber ojeado el periódico con una prisa inusual en su persona y arrancó el coche poniendo rumbo a su trabajo. Fairfiel sucumbía a una nueva aurora. Entró en su oficina sin inconveniente alguno porque no había nadie en el bufet aún. Ni siquiera Celina que solía personarse a primera hora de la mañana, hacía acto de presencia por los pasillos. En ese preciso instante recordó que no había llamado a Celina la noche anterior. -Jack, si sigues así vas a perder la cabeza. Se desprendió de su chaqueta beige y abrió su inseparable maletín para extraer sus gafas de lectura de una llamativa caja de piel sobre la que había tallada un mosaico de formas irregulares y abstractas. Comenzó a repasar folio por folio todo lo que concernía al caso Brown, las pruebas de ADN obtenidas en el grueso cuchillo que portaba Charles en su mano izquierda cuando el FBI penetró en el interior de la casa, la forma en la que se hallaban colocados los cadáveres y las hipótesis explicativas a todo ello. Pero eran eso, hipótesis tan sólo apoyadas sobre la firme declaración de culpabilidad por parte del imputado. Verdaderamente, había una declaración de Margaritte Perl que corrobora los problemas de fertilidad que tenía la pareja,

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aludiendo a que Charles siempre añoró tener hermanos, y también fue ésta la que confesó que uno de los aspectos por los que Steven y Maggie discutían constantemente era precisamente por este asunto. -Jack, vamos a ver… ¿Son un matrimonio y se pelean como perros porque no le pueden dar un hermano a Charles? ¿Éste fue el auténtico motivo de la acalorada discusión que mantenían ambos el día del asesinato y que desbordó a mi cliente hasta el punto de marcar el desenlace de la vida de sus progenitores? ¡No hay quién sostenga esto, por Dios! En fin, sigamos… Jack estaba tan concentrado en sus asuntos y subrayando todo lo que se extraía de puras conjeturas que no pudieron ser probadas empíricamente, que no se percató de que ya era mediodía y que el algarabío que ayer le desbordó por instantes, hoy había desaparecido por completo. Quizá ese fue el motivo por el cual pudo seguir con sus investigaciones personales. Se detuvo en seco cuando repasó una serie de líneas, y se desprendió de sus gafas con la mirada perdida en la confusión más extrema. Su rostro empalideció y un incipiente sudor comenzó a fraguarse sobre su frente. “Se hacía imprescindible la colaboración del señor y la señora Jason que se instalaron en el 121 de

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Yeaguea Street en Personville un año antes que los señores Brown, debido a la proximidad entre ambos domicilios y la estrecha relación existente entre ambas familias, pero después de varias investigaciones sobre su nuevo paradero, la defensa a cargo de George Bold prescindió de la colaboración del matrimonio ante la contundente reafirmación en su culpabilidad del imputado y cliente Charles Brown”. No daba crédito a lo que estaba leyendo. Los únicos testigos que podrían arrojar un halo de claridad sobre el asunto, huyeron precipitadamente y se desistió en la búsqueda de ambos por propia petición de la defensa. -Para que luego digan que existe justicia. ¿Pero adónde estamos llegando? Escuchó un murmullo desde el exterior que lo devolvió a la realidad de forma exabrupta. Rápidamente cerró la carpeta archivadora que contenía todos los datos del caso Brown, pero dejando un bolígrafo sobre la página en la que habían quedado ancladas sus lecturas e indagaciones, para dar paso a Celina que no tardó en demasía en mostrar su descontento con éste. -Si fueras un niño te daría un buen tirón de orejas –sentenció la secretaria mientras que fijó sus ojos sobre la carpeta archivadora,

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hecho que inquietó a Jack-. No me dirás que todavía sigues en las tuyas… ¿No te das cuenta que ya no hay solución, Jack? Acéptalo, Charles Brown ha sido condenado a pena de muerte y en menos de 13 días sólo será un recuerdo. Jack mostró una actitud desafiante ante la regañina de Celina y adoptó una expresión seria mientras que ésta proseguía con su particular charla. Aposentado sobre un rincón de su mesa de trabajo, se levantaba en medio de un paréntesis en el circunloquio que mantenía la secretaria para dar vueltas por el habitáculo con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón. -¿Has acabado ya? –preguntó éste en un tono claramente irónico-. Querida Celina, tú lo has dicho: dentro de 13 días Charles Brown será historia, pero quedan 13 días. ¿De acuerdo? -Sí, claro… ¡De sufrimiento! Para su desgracia y la mía que tengo que verte cómo te consumes día tras día en un asunto que ha llegado a su fin. Jack, por favor, toma consciencia de… -¡No puedo! –exclamó Jack mientras se ponía las manos en la frente y miraba fijamente a Celina, acercando su cuerpo al de ella que estaba tenso ante la reacción inesperada de éste-. Escúchame bien, tengo el caso de un hombre que se declara culpable porque así se

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lo han hecho creer, que no lo han defendido, que lo han abandonado a su vil suerte sin pruebas sólidas agarrándose sólo y únicamente a su reiterada confesión de culpabilidad. Celina, hay muchos cabos sueltos en este asunto –repuso algo más tranquilo- y tengo menos de 13 días para arrojar algo de luz. No intentes convencerme de lo contrario porque ya conoces mi tozudez. Es muy probable que Charles Brown sea culpable de doble homicidio, pero no hay pruebas determinantes. ¡Todo son conjeturas, suposiciones, reconstrucciones mentales de lo que pudo suceder pero sin una solidez que las apoye, mas que la mente enferma y paralizada de Charles con su perenne “soy culpable”. ¡Si no recuerda nada! Vale, estaba junto a los cadáveres y con el cuchillo en sus manos, llamó al FBI confesando el acto delictivo pero… ¿Por qué huye con tanta prisa el matrimonio que habitaba la casa contigua? ¿Cómo nació Charles si los señores Maggie y Steven Brown tenían problemas de fertilidad? Sí, ya sé que para ti todo esto es intrascendente cuando una persona se declara culpable desde el mismo día del crimen, pero para mí, no porque me he molestado en conocerlo un poquito y porque, porque… Soy su abogado defensor y el señor Bold no ha sido absolutamente nada que sobrepase los límites de la cobardía. Un cobarde, un auténtico cobarde… Y lo sabes…

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Celina escuchaba absorta todas las explicaciones encadenadas de Jack mientras que se hacía eco de su mezcla emotiva. Parecía albergar en su interior un ciclón que podía arrasar con todo lo que se cruzase en su camino. Daba un sinfín de vueltas por toda la superficie, a veces se quedaba paralizado en sus movimientos y asentía con la cabeza cuando parecía haber despejado alguna incógnita interna, se sentaba en la silla para volver a repasar minuciosamente cada una de las páginas del caso Brown y, de vez en cuando, caía en una especie de cataclismo mental cuando se tropezaba con lo que él llamaba “recreaciones imaginativas” que no eran más que meras suposiciones sobre un dato en concreto. Así transcurrió el día mientras que Celina lo observaba disimuladamente a través de la cristalera situada en la parte derecha que unía el despacho de Jack con el suyo propio. Cuando la tarde arreció con aplomo sobre el cielo de Fairfiel y los miembros de bufet comenzaron a abandonar sus lugares de trabajo, Celina llamó sigilosamente a la puerta de la oficina de Jack una vez comprobado que éste había decidido dar carpetazo literalmente al manojo de folios para pasearse agitado por la totalidad de la superficie. -Jack, me encantaría que hoy cenáramos juntos –intervino Celina ante la mirada absorta de su jefe que fue perdiendo

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intensidad conforme percibía la sonrisa tibia de Celina-. Hace tiempo que no lo hacemos y, bueno, no es que haya un motivo en concreto, pero creo que la amistad es razón más que suficiente para celebrar algo a diario. -Acepto, señorita –sentenció Jack abrazado al rechoncho cuerpo de la mujer-. ¡Cómo te quiero! Jack comenzó a recoger sus pertenencias e introdujo la carpeta archivadora del caso Brown en una estantería de hierro que cerró con llave fuertemente. Bajó la persiana de su ventanal mientras que se colocaba la chaqueta beige y ponía un poco de orden en el interior de su maletín. Celina lo observaba atentamente desde el quicio de la puerta. -Dime, ¿has llegado a alguna conclusión? -Sí, Celina. Mañana iré a visitar a Margaritte Perl. He decidido comenzar por ahí para ir despejando interrogantes, aunque son muchos los cabos sueltos y muy poco el tiempo que tengo para indagar en mis pesquisas. Ambos abandonaban el edificio en un silencio desgarrador para Celina que no quitaba ojo a la expresión triste y a la vez iluminada de Jack. Aunque hacía tan sólo unos minutos que lo estaba atisbando desde una perspectiva en la cual sólo se divisa la obsesión y la cuasi locura,

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ahora admiraba su tesón y su coraje más que nunca a lo largo de su vida. Era plenamente consciente de que Jack sabía lo que hacía y por qué lo hacía, de la inteligencia y la perspicacia de éste, de la existencia de un sexto sentido en su persona que a veces resultaba tan misteriosa e intimidatoria como en aquel momento. -Jack, una pregunta más… ¿Por qué? Mientras encajaba la llave en la puerta de su vehículo, agachado y colocando su maletín sobre el suelo entre sus piernas, miró a Celina con una expresión inquietante y apesadumbrada. Carraspeó durante unos leves instantes. -Pura intuición, quizá.

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DÍA 3 Supongo que todos nos aferramos a la vida con fuerza y coraje, como también supongo que la muerte es la consumación de la existencia; si bien es cierto que la pérdida de mis padres hace que sus presencias se hallen ancladas en mi vida más que nunca y con más ímpetu y fuerza. Ayer por la tarde vino a verme el señor Daniel Bryan y agradecí su visita como el deshidratado en medio de un desierto a quien le ofrecen un vaso de agua fresca. Necesitaba oír una voz que no fuese el grito ahuyentador del miedo, los profundos lamentos que engendra el alma para darle una vía de escape ante una circunstancia que nos supera y que desgarra nuestra esencia como personas. La placidez de sus palabras y el armónico compás de sus gestos me transmite tranquilidad, paz, sosiego… una luz en medio de esta oscuridad que ya se va desvaneciendo conforme transcurren los días. Sí, mi vida pende del ritmo con que se muevan las agujas del reloj, demasiado lento desde la opacidad de mi existencia y el letargo de mi percepción. Quiere ahondar en el muro insondable de mi memoria, traspasar las barreras férreas del recuerdo, destrozar los obstáculos que impiden la gravidez de mi

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pensamiento… pero todo es vano, su esfuerzo es vano, mis esfuerzos son vanos, su irascibilidad palpable ante la impotencia es vana, su notable exasperación ante la evidencia es vana… Ya, nada tiene sentido. Si, hipotéticamente la mente me diera la tregua de recrear ese momento de manera vivaz y certera, ¿serviría para algo más que para castigarme a mí mismo? Le han puesto una fecha a mi muerte, con lo cual han decidido cuál será mi vida y cómo. No tengo poder de elección ni tampoco la potestad de reclamarlo porque soy un asesino más que confeso. Y me atormenta observar cómo el señor Bryan me abandona entre su tristeza y acariciándome la barbilla en señal de conformismo y de lástima (por qué no mencionar las verdades tal cual son), y me aterra que no vuelva por estos parajes e incumpla su promesa de visitarme cada dos días, y me tortura no saber nada de tía Margaritte, ni de Jack… ¿Hay algo más demoledor que esta perenne soledad? ¿Hay algo más triste que hablar en la clandestinidad de tu vida porque ya no te pertenece? ¿Hay algo más amargo que llorarle a unas dudas? ¿Hay algo más aterrador que acostumbrarse al sosiego del silencio hasta convertirse en un tórrido deseo, una imperiosa necesidad que has de consumar de inmediato si quieres que tus últimos días de vida sean lo más gratificantes posibles? ¿Lo hay?

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Mientras voy reflexionando sobre estas cuestiones, me doy cuenta de que con mis uñas voy recreando una melodía que me es familiar sobre la madera hueca de la mesita que hay en medio de esta podredumbre. A pesar de sus patas enclenques y de lo raída que está, soporta mis pequeños golpecitos. Miro hacia arriba. Entra la luz del día y mis párpados vuelven a resentirse, pero prosigo con mi peculiar tarea mientras que tarareo al compás de la sinfonía de Giuseppe Verdi, “Nabucco”. ¡Un placer para el deleite de los sentidos y una pena tan sólo poder oírla a través de estas uñas mugrientas y cansadas! Ceso en mi repiqueteo y comienzo con uno nuevo, pero me cuesta coger el ritmo. No, no era un “sol”, comenzaba con un “fa”, creo. Vamos a intentarlo… Sí, así es… ¡Venga Charles, venga! Misión cumplida. Ahora resuena el “Alegretto” de Ludwig Van Beethoven. Comienzo a tararear al compás del maestro mientras que una tibia sonrisa se dibuja en mi destartalado rostro. *** El cansancio comienza a hacer mella sobre mi cuerpo. Sé que mi mente se halla atorada de tanto pensar y desmenuzar hechos para recrear otros más convincentes, mientras que físicamente, los bostezos se han instalado perennes en mis labios resecos y el sueño me tiene en una especie de “nube flotante”. Creo

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que, realmente y aparte de que sé que voy a contrarreloj y aún hay muchas cosas que aclarar en torno al caso Brown, me lo estoy tomando todo demasiado en serio. Pero este afán de justicia, de hallar la maldita verdad que siempre aparece ante nuestros ojos disfrazada de mil mentiras, de arrojar luz sobre la opacidad soberbia de ciertos asuntos, es innato a mi persona. El viaje a Thorton me está resultando demasiado pesado y largo. Creo que se debe a la estrechez de la vía o a que no he podido sucumbir ante las garras del sueño esta noche a pesar de que me ha visitado en numerosas ocasiones. Y sé que para pensar mejor y llegar a algún lugar en toda esta nebulosa, es necesario que esté fuerte y que tenga mi mente al máximo de su capacidad. Otra cuestión me rondaba por la cabeza, provocándome que despertara de súbito para volver a deambular como un espíritu abandonado a su vil suerte (que es realmente lo que soy) por todas las inmediaciones de mi apartamento. ¿Por qué George Bold abandonó el caso Brown justo cuando comenzaba el juicio? Lo he achacado siempre a un acto supremo de cobardía ante un fracaso inminente, pero parece demasiado lógico y, si algo he aprendido durante todos estos años de ejercicio profesional, es a desconfiar de lo que aparentemente es lógico. Quizá sea yo mismo el que esté enloqueciendo investigando en profundidad y luchando

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contra el tiempo en un caso que parece ya sentenciado (de hecho, hay una sentencia) pero tengo la necesidad de despejar todas mis dudas porque jamás he sido amante de ellas. Más bien al contrario y, por dura que sea la verdad, que se revele lo más pronto ante mis ojos y se perpetúe en mi consciencia durante toda mi existencia. Enfrascado en todas estas pesquisas, Jack vislumbró a lo lejos el pequeño poblado de Thorton y esbozó una tímida sonrisa entre bostezos varios. Después de realizar complicadas maniobras para aparcar cerca de la residencia de Margaritte Perl, se bajó precipitadamente del vehículo y cruzó la vía mirando antes de izquierda a derecha y viceversa. Sentía cómo el corazón se le aceleraba y cómo las manos comenzaban a experimentar un leve temblor. Estaba nervioso y no lograba entender la causa o no quería verla: salir del domicilio de Margaritte sin ninguna respuesta a sus diversas preguntas. Era miedo, era la sensación del miedo a estar perdiendo el tiempo, a que sus esfuerzos fuesen inútiles, a que todo se debiese a una obsesión por querer ganar una batalla que ya estaba perdida de antemano. Pero por otra parte, su deseo irrefrenable de conocer, de saber, de indagar, de esclarecer… lo empujaban con ahínco a trabajar profundamente hasta que el tiempo se lo permitiese. Su lucha, no era una lucha

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personal contra unos flecos dispersos sobre el caso Brown, sino una lucha contra el maldito transcurso temporal. -Si hubiese cogido este caso desde el primer día, estaría conforme con la condena y el veredicto, hubiese sido el que fuere. Introdujo su mano derecha en el bolsillo lateral de su pantalón y extrajo un trozo de papel sobre el que había algo anotado. Miró la cancela de entrada a la supuesta residencia de la tía de Charles y oyó la voz de la misma a lo lejos que parecía discutir con alguien. -Señorita Perl, señorita Perl, ¿puede abrirme? Jack volvió a guardar el papel retorcido en las inmediaciones de sus bolsillos y a la espera ansiosa de la presencia de Margaritte. Pero ésta seguía en sus haciendas y parecía no haber escuchado la petición de Jack. -Margaritte, ¡Margaritte! ¿Puede abrirme? Margaritte se acercó sigilosamente y con una expresión confusa en su rostro, mientras que divisaba la figura impaciente de Jack que se movía de un lado a otro de la cancela buscando un timbre o algo que permitiese su apertura. -Señor Low, ¡qué sorpresa! Disculpe, pero no le había reconocido –argumentó la mujer

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mientras que abría un cerrojo y fijaba sus ojos sobre Jack mostrando su perplejidad-. ¿No me diga que ya han puesto fin a la vida de Charles? Es algo que… -Tranquila, señorita Perl –murmuró Jack mientras accedía a la gran parcela colmada de verde vegetación y entre la cual las gallinas y los pollos andurreaban agitados-. Sólo he venido a hacerle unas preguntas sobre Charles, aunque veo que está bastante ocupada. -Bueno, señor Low. Si es tan amable de esperar un momento, le atenderé de buen agrado. Margaritte comenzó a correr sobre las aves emitiendo varias palmadas e intentando aunarlas en un único grupo. Alguna que otra se mostraba rebelde ante las órdenes de la dueña y Margaritte desplegaba su poderosa energía para encerrar a todas las especies en la cuadra situada al fondo derecho de la parcela. Una vez que cerró la puerta de acceso a la misma, se dirigió hacia el lugar donde se hallaba anquilosado el señor Low que aplaudía con desparpajo la labor de ésta, provocándole una abierta sonrisa. -¡Ha sido fantástico, Margaritte! ¡Qué formidable destreza!

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-¡Oh, señor Low! Es mi labor diaria –respondió con cierto rubor Margaritte mientras que abría la puerta que daba acceso a la casa-. Pase y acomódese, señor Low. Está usted en su hogar. Jack observó con disimulo la modesta vivienda y tomó asiento en un sillón aterciopelado que le recordaba al que tenía en su oficina. Se deshizo de la chaqueta, la cual colocó sobre una silla de madera clara que había a su izquierda y aposentó su maletín sobre la misma al observar migajas de pan en el suelo. -Disculpe el desorden, señor Low, pero aún no he tenido tiempo de hacer las tareas caseras. ¿Té o café? -Por favor, llámame Jack. Café con un poco de leche y dos terrones de azúcar, por favor. Mientras que esperaba a Margaritte que charlaba sobre el trabajo laborioso que suponía tener algo de ganado, Jack fijó sus ojos sobre una fotografía que se hallaba colocada justo en el centro de la chimenea al fondo de la salita. Margaritte se acercó con sigilo portando las bebidas sobre una bandeja de cerámica y percatándose del ensimismamiento de Jack. -Sí, es Charles hace unos cinco años atrás, y yo acompañándole, aunque no lo parezca. El

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tiempo no pasa en balde para ninguno de los mortales. ¿Observa su amplia sonrisa? Siempre fue un chico muy alegre y me volqué en él por su inigualable dulzura y envidiable inteligencia, sin tener en cuenta que no he tenido la oportunidad de formar mi propia familia. Charles, mi niño, mi único sobrino… ¡Ay! Margaritte cogió algo de una mesita de cristal que había cerca de la ventana abierta por la cual entraba el aire fresco y caminó hacia la chimenea. Tomó el retrato en su regazo y abrazó a su sobrino con una ternura descomunal, mientras que las lágrimas arreciaban en el contorno de sus ojos tras los finos cristales de sus gafas. -¿Y pensar que dentro de unos días ya no estará? No me lo creo… Jack se levantó lentamente y colocó una de sus manos sobre el hombro huesudo de Margaritte que ya lloraba desconsoladamente. Intentó tranquilizarla y la condujo hacia el sofá. Una vez que mermó la intensidad de sus lágrimas, Jack se hizo con una taza blanca y con la cafetera humeante en la otra mano para servirse el apetecible café que desprendía un aroma algo más que gratificante. -¿Dice que Charles era muy inteligente?

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-Oh, sí, señor Low… ¡Perdone, Jack! Es la costumbre. ¿No sabe que estuvo en Yale? Lo admitieron. Normal, su expediente académico estaba repleto de sobresalientes. Jack movía la cucharilla sumamente atento a las revelaciones de Margaritte que parecía disfrutar entre tiempos pretéritos junto a Charles. -Era un músico excepcional. Una lástima que abandonase sus estudios, pero se echó a perder de un modo inexplicable. Comenzó a ausentarse de las clases, a no presentarse a los exámenes… Mi hermana lo pasó fatal con su actitud, nadie entendíamos qué le ocurría ni el porqué de esa transformación, pero Charles estaba más triste de lo normal. Parecía haber dejado de lado esa alegría que lo caracterizaba y esa inquietud intelectual que lo elevó a lo más alto en los estudios se difuminó repentinamente. Una pena… ¿Quiere más café? Jack negó con la cabeza ante la insistencia de Margaritte. Intentaba retener con ahínco todo lo que ésta la revelaba de Charles y que le era sumamente desconocido. -O sea, que Charles estudió en Yale. ¡Música! ¿Y dice que no sabe el motivo de esa decadencia en su periplo?

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-Bueno –musitó algo incomodada por la pregunta Margaritte mientras que se movía del asiento para incorporarse-. Yo tengo una leve sospecha, pero mi hermana insistía en que ésa no era una causa que justificase el comportamiento de Charles. Discrepé con ella en su momento. Charles era hijo único, como bien sabe y, por ende, el ojo derecho de gran parte de la familia por todas estas cualidades de él que le he relatado. Pero Steven y sus celos le produjeron más que un disgusto a mi difunta hermana, sobre todo durante el último año de sus vidas. Se pasaban el día discutiendo, peleaban por cualquier cosa, el ambiente era irrespirable en esa maldita casa. Coincidió con el fracaso de Charles en la Universidad. Charles era sumamente sensible, perdón… Es sumamente sensible y creo que eso le provocó una leve depresión, aunque claro… Es mi punto de vista. ¿De verdad que no le apetece nada más? Mientras masticaba una pasta de chocolate y crema, hizo un gesto con la mano agradeciendo a Margaritte su generosidad. Su mente ahora cabalgaba a un ritmo frenético. -¿Cómo vino Charles al mundo? He leído que Steven y Maggie tenían problemas de infertilidad por los cuales no pudieron darle hermanos a Charles. Todo esto está anotado por el señor Bold en la carpeta archivadora de las pruebas de su caso.

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Justo cuando Jack mencionó el nombre de George Bold o por el impacto emocional que supuso esa inesperada pregunta, Margaritte emitió un profundo suspiro que la llevó a levantarse de nuevo. Caminó bastante inquieta por el habitáculo y murmurando en voz baja, ininteligible para oído alguno. -Verá, mi hermana Maggie se quedó embarazada a pesar de que ya daban por clausurado el tema de tener hijos. Charles nació de un embarazo natural –dijo en un tono firme y arrogante- pero a la vista está que tenían problemas para procrear porque finalmente Charles se crió sólo. No sé nada más al respecto… -Pero según tengo entendido… Mejor dicho, según he leído tras las profundas indagaciones del señor Bold –Jack acentuó “Bold” levantando el volumen de su tono de voz- el tema de la infertilidad era una causa de frecuente discusión entre Steven y Maggie según usted. Esto lo puso de manifiesto el día… -¿Adónde quiere llegar, señor Low? – intervino Margaritte mostrando su indignación con las preguntas del abogado-. ¿No se da cuenta de que me está hablando de mi familia y de mi sangre? ¿Qué perdí a mi hermana, a mi cuñado y que dentro de unos días ejecutan a mi

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sobrino? Señor Low, entiendo su frustración, pero créame: no es superior a la mía. Decidió almorzar en un restaurante situado en un barrio céntrico de Thorton y, entre sus divagaciones, extrañado y confundido ante la inesperada reacción de Margaritte pero también algo lógica, puso rumbo hacia Fairfiel con la sensación de no haber sacado nada claro. Aún sus pesquisas iban más allá, se tornaban densas, difusas, opacas y casi inabarcables. Una vez que penetró al interior de su apartamento, decidió darse un baño antes de escuchar los mensajes que habían quedados grabados en su contestador automático. Mientras que el agua se escurría por todos los rincones de su piel, su memoria quedó anclada en las expresiones faciales de Margaritte y revivió el repullo que ésta experimentó cuando le preguntó acerca de la causa de las discusiones continuas entre Steven y Maggie basándose en declaraciones anteriores recopiladas por el señor George Bold. -Estoy seguro. Margaritte me ha ocultado algo de suma trascendencia. No tengo la menor duda. Pero, ¿por qué?

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DÍA 4 No he dormido nada durante toda la noche. Llovía tanto en el exterior como sobre mi cuerpo y, aunque ahora estoy empapado de pies a cabeza, deseo que no me traigan un atuendo seco. Es mi peculiar manera de saborear la vida, de saber que aún sigo aquí sin ni siquiera estarlo, de hallar un halo de existencia entre la penumbra del tiempo que no tiene piedad alguna en trascurrir lento, sumamente lento. Siento cómo el agua traspasa el tejido de mis zapatillas y mis pies también se recubren de ese frescor que me hace sentir vivo y que se encarga de dibujar una tímida sonrisa sobre mi descuidado rostro. Hace tiempo que no me miro al espejo, justamente desde el último día del juicio. Siempre he pensado que los espejos están para engañarnos, para que delimitemos parte de nuestras maldades en ser más guapos que el otro y así poder regocijarnos en nuestro propio orgullo personal. La gente vive tan ensimismada en subirse a hombros de los demás, que se descuidan de sí mismos. Creo que de ahí devienen gran parte de los problemas psicólogos tan extendidos actualmente entre la población, aunque opino que una persona como yo es la menos indicada para hacer este tipo de conjeturas.

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Resulta un tanto paradójico que me haya atrevido a encadenar este razonamiento, pero creo que tiene una lógica en la superficie, visible para cualquiera que se moleste en observar un charco creado por la lluvia de esta noche. Lógica, ¡lógica! Cuánto te buscamos, te ansiamos, te perseguimos y, finalmente, te condenamos. ¿Hay quién entienda al ser humano? Escucho pasos por el pasillo. Alguien se acerca y viene hacia aquí. Quizá sea para traerme la medicación impuesta por el señor Bryan junto a un diminuto vaso de leche tibia a la que ya no extraigo sabor alguno. Todo me resulta insípido, inholoro… Todo menos el agua de la lluvia que impregna la totalidad de mi cuerpo. Dos guardias abren mi celda y me miran intimidatoriamente y con una expresión ruda. Prefiero desviar mis ojos hacia la pequeña ventana que yace cerca del techo húmedo y resbaladizo por el que aún se escurre los vestigios de la lluvia. Creo que también ha entrado una mujer. Sí, una señora con una bata amarillenta estruja la fregona con ímpetu y prisa mirándome con temor. Retuerce con fuerza sobre el caldero todo lo que su instrumento de limpieza puede abarcar de este líquido que me había devuelto a la vida por instantes, mientras que los guardias se acercan a mí para cogerme fuertemente de ambos brazos y tocarme por todo el cuerpo. Me desnudan con un ritmo frenético mientras

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que la mujer paraliza sus movimientos en medio de este habitáculo. Me ruborizo y prefiero cerrar los ojos y obedecer las órdenes tajantes de los guardias. Se instala un silencio momentáneo y noto que la sequedad ha vuelto a sepultarse en mi cuerpo, mientras que me obligan a introducir los pies en una especie de zapatillas de plástico totalmente planas. Abro los ojos. La señora ha desaparecido y sobre la mesa destartalada que acompaña mis efímeras melodías y mis recuerdos musicales trazados con mis uñas y bajo el acompañamiento de mi ronca garganta, veo un vasito de plástico blanco y otro de igual tamaño y mismas características. Pero uno de los guardias deposita algo más sobre ésta que desde el exterior una mano le ofrece. ¿Me están obsequiando con un buen desayuno por haber aguantado la lluvia? ¿O por mis composiciones musicales? Los guardias se marchan cerrando bien los candados de mi alma y camino sigilosamente hacia la mesilla. El vaso con la medicación, un vaso de leche entera en cuya superficie hay una mancha negruzca que parece ser el cuerpo inerte de una hormiga y un plato de plástico blanco con una gran tostada de mantequilla. La verdad es que anoche lamentaba tener hambre y me deshice en la espera de que se acordasen de que aún el estómago necesita llenarse de algo. Hoy desisto en mis necesidades, porque lo que realmente aporta

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algo de sentido a esta vida, te lo quitan de inmediato para que no disfrutes de absolutamente nada. *** Esa mañana llegó más tarde de lo habitual al bufet, hecho que alertó a Celina momentáneamente. Penetró junto a él en su oficina y depositó sobre la mesa de su jefe la correspondencia del día. Ésta observó sus marcadas ojeras y cómo Jack se ponía la mano en su entrecejo con el ceño fruncido, mientras que la secretaria levantaba la persiana y abría el ventanal. Con claros gestos de dolor y malestar, Jack tomó asiento sobre su silla de trabajo mientras que se deshacía de su chaqueta que entregó a Celina. -¿Dolor de cabeza? Voy a traerte un antiséptico. Celina abandonó la oficina y caminó por el largo pasillo mientras que Jack echaba la cortina para que la claridad no penetrase con tanta fuerza en el interior. Comenzó a repasar el pequeño montículo de folletos que se hallaban almacenados en el albergue de su buzón personal, y cuando se disponía a levantarse para relajar sus músculos sobre el sillón aterciopelado hasta que el analgésico

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hiciese el efecto oportuno, ancló sus maltratados ojos por unas terribles migrañas sobre un pequeño sobre marrón, bien cerrado y sellado en Jewett y a nombre de Jack Low rotulado con tinta azul. Procedió a abrir la misiva, aunque la guardó súbitamente bajo la mesa cuando se percató de que Celina se acercaba con un vaso de agua y una cápsula rosa sobre la mano derecha que depositó sobre la de Jack. -¿Te traigo algo de comer? Este analgésico es bastante fuerte. ¿Un ataque de migraña? Normal, últimamente no le das ni un breve paréntesis a tu cerebro. -No gracias, Celina –murmuró Jack expresando su malestar con una voz casi ininteligible debido a su palpable fragilidad-. Ya sabes que la migraña es algo que me acompaña desde mi adolescencia temprana. Hoy no estoy para regañinas, ¿de acuerdo, mami? -Está bien, pero creo que lo mejor que haces, en caso de que no se te pase, es marcharte a descansar. Dentro de un rato me paso a ver qué tal te encuentras. Jack se introdujo la cápsula rosa en su cavidad bucal ante la atente mirada de Celina desde el quicio de la puerta y la tragó sin dificultad tras un sorbo de agua fresca. Dejó que su cuello

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reposara sobre el espaldar de la silla entre varias muecas de malestar. Cuando se hallaba sucumbiendo ante un inesperado sueño, se acordó de la carta que yacía debajo de su mesa y abrió los ojos rápidamente tanteando en la parte inferior donde la había depositado. Procedió a abrirla. Estaba escrita a mano, con bolígrafo azul y sobre papel reciclado. La letra era clara y la caligrafía aceptable. Repasó cada una de las líneas allí impresas y un terrible escalofrío se apoderó de todo su cuerpo. Sintió cómo las piernas comenzaban a temblarle y cómo el papel se removía al compás del tic de sus manos. Cuando terminó de leer por completo el contenido, se vio inmerso en un sudor frío que le provocó un leve vahído. Comenzó a dar vueltas visiblemente agitado por toda la habitación y, de repente, se abalanzó sobre el teléfono marcando un número. -Muy buenas. Soy Jack Low, amigo del doctor Daniel Bryan. Necesito hablar urgentemente con él. Sí, espero. Hola Daniel. Verás me urge charlar contigo esta misma tarde debido a un imprevisto que no puede demorarse en el tiempo. ¿Te parece en mi casa sobre las siete de la tarde? De acuerdo, te esperaré. Hasta luego. Jack cogió la misiva algo más tranquilo y comenzó a repasar de nuevo todo lo que allí

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había escrito. Volvió a empalidecer, aunque esbozó una sonrisa tibia. -Jack, he aquí la prueba fehaciente de que el caso Brown está más abierto que nunca. Dobló cuidadosamente el folio reciclado y lo introdujo en el sobre. Tras un sueño reparador, Jack miró a su reloj con los ojos desatalentados y con un peso en la cabeza descomunal. El dolor había cesado, pero éste le había dejado alguna que otra secuela. Sintió sequedad en su lengua y se precipitó hacia el cuarto de baño. Tras darse una ducha rápida, comenzó a estirar las sábanas y procedió a abrir la ventana que daba acceso al pequeño balcón. Vestido con un chándal azul marino con rayas rojas en los laterales, caminó hacia la cocina y encendió la cafetera. Miró la hora justo cuando el timbre sonó. Daniel Bryan se hallaba tras la puerta de su apartamento con una calurosa sonrisa en su rostro que se fue disipando cuando contempló la actitud preocupante de Jack. -Daniel, toma asiento, por favor –dijo éste mientras que se ponía una mano sobre el lado derecho de su cabeza-. Estoy haciendo café. Quiero que leas atentamente lo que he recibido esta mañana. Lo ha traído Celina de mi buzón personal. Voy a la cocina. ¿Sólo o con leche?

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-Con un poco de leche, por favor –intervino con un tono serio Daniel cuya expresión iba cambiando conforme sus ojos se escurrían por las letras de ese papel. No salía de su perplejidad y confusión, dando muestras de ello con un mutismo que se prolongó en el tiempo mientras que Jack servía el café-. -No sabía a quién recurrir, querido amigo. Entiendo tu estupefacción, pero es la prueba más real de que el caso Brown aún queda visto para sentencia. Como puedes observar, fue enviada ayer desde Jewett… -Jack, ¡esto es una amenaza! ¿Cómo que no sabes a quién acudir? ¡Llama a la policía de inmediato! ¿No te das cuenta de que tu vida está en peligro? De verdad, no doy crédito a lo que hay ahí escrito… Jack negó con la cabeza mientras que agitaba la cucharilla dentro de su taza y ante la mirada compungida de su acompañante que parecía haber entrado en una especie de cataclismo mental por la inmovilidad de sus facciones. Finalmente reaccionó y comenzó a sorber de la taza pero con los ojos puestos en el folio que yacía abierto en el centro de la mesa. -No voy a llamar a la policía, Daniel. Sería tener una vigilancia las 24 h. del día y no poder indagar en el caso como deseo. Definitivamente, no, no lo haré.

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-Escúchame bien, amigo –dijo elevando el tono de voz y mostrando su preocupación mientras cogía a Jack de un brazo-. Te están siguiendo, saben lo que haces, dónde vas, dónde vienes y, lo que es más importante: te han amenazado si sigues con el caso Brown. Es cierto que esto puede ser una prueba de que algo turbio ronda a esa masacre, algo con lo que no dio el señor George Bold, pero la policía debe de estar al tanto porque tu vida peligra, Jack. ¿Tienes idea de quién puede ser, de quién ha podido mandarte esto? Pensativo y con la mirada sobre su cucharilla que no dejaba de girar de izquierda a derecha y viceversa, Jack llevó la taza hasta sus labios y sorbió varias veces de la misma. -He pensado en el mismísimo Bold, porque realmente creo que carece de sentido que abandonase el caso justo cuando comenzó el juicio tras casi dos años en él. Creo que si lo hizo por cobardía, lo hubiese llevado a cabo de una manera más discreta. También se me han pasado por la cabeza el matrimonio que huyó de su residencia el mismo día de la masacre, los señores Jason. Creo que para irte de esa manera, tienes que tener un motivo muy poderoso para ello. Me muevo entre estas dos sospechas –concluyó Jack mientras apuraba los últimos restos de café- y por eso he dado la orden a Celina de que averigüe, lo más rápido

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posible, el nuevo paradero de ambos. Mañana me desplazaré a Personville y rastrearé a fondo el 123 de Yeagua Street. He logrado el permiso del comisario. Daniel, tú que eres psiquiatra, ¿puedes decirme algo por la caligrafía de esta persona? Daniel carraspeó intentando digerir todo lo acontecido y despejando su garganta para continuar con el diálogo. Retomó el papel entre sus frías manos y repasó cada una de las letras con una meticulosidad extrema. -Verás, Jack. Por la forma de expresarse parece ser una persona segura de sí misma, ilustrada (tiene una letra elegante y sin una sola falta de ortografía) y con la autoestima elevada (fíjate cómo alarga algunas letras como las “l” y cómo los finales de línea son hacia arriba). También parece ser inteligente y, y…. ¡Te están amenazando! Jack, por Dios, debes de avisar a la policía de esto. ¿Has perdido el juicio? Ante este último apunte, Jack esbozó una irónica sonrisa que fue captada de inmediato por Bryan enclaustrado en las garras del miedo. -Sabes que sí perdí el juicio y la batalla, pero aún no he perdido la guerra. Daniel, tú has estado junto a Charles desde que ocurrió todo, conoces sus pensamientos… si es que los tiene,

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y has trabajado conjuntamente con Bold. ¿No te percataste de nada que le hiciera abandonar el caso justo cuando comenzó el juicio? -Jack, si supiera algo, te lo habría dicho – intervino Daniel un tanto malhumorado e intentando rebuscar algo afanosamente entre el recuerdo-. Bold es un hombre bastante serio, acostumbrado a ganar y a forjar diez mil hipótesis sin sustento alguno, ya lo sabes. Ahora voy a ser sincero contigo y te voy a decir lo que verdaderamente pienso: amigo, debes abandonar tus indagaciones porque el caso ya tiene un veredicto, dentro de pocos días Charles Brown será ejecutado según una unanimidad aplastante de un jurado popular y de la jueza del distrito y tú estás amenazado. Tu vida corre peligro, Jack. Lo de Charles ya no tiene remedio… Voy todos los días a verlo y lo único que le puedo extraer es una tímida sonrisa y un halo de luz cuando sabe de mi presencia y acaricio su rostro. ¡Jack, por Dios! ¡Entra en razón! Jack permanecía cabizbajo ante la atenta y firme plegaria de su amigo Bryan. Levantó la cabeza y miró a los ojos del psiquiatra de manera desafiante y algo irascible. -Daniel, gracias por tus consejos, pero si he de pagar con mi vida la justicia, lo haré.

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DÍA 5 Siento que la peor de las condenas no es la de la muerte, sino la de la espera a la misma. Durante estos días estoy sufriendo lo que no he sufrido desde hace casi dos años que asesiné a mis padres porque sé que es tiempo vacío, tiempo que transcurre y que sólo tiene un final, tiempo que no te permite planear, elegir, decidir… Ni tan siquiera soñar. Hay momentos en los que me pregunto qué estará haciendo tía Margaritte y la veo corriendo por todo el patio detrás de las gallinas y dando enérgicas palmadas ante la resistencia de alguna de ellas por ser encerradas. Ahora me siento gallina, pero no de tía Margaritte. Yo también comparto con ellas un encierro cruel para luego caer en el olvido, tener signos de vida sin ni siquiera poseer los derechos de cualquier ser vivo, escuchar una y otra vez el ruido de cerrojos y candados por miedo a que te escapes… En este momento admiro a las gallinas rebeldes de tía Margaritte, ésas que se arriesgan a caer en el fondo de una olla a presión con tal de salvaguardar su vida porque la razón final de sus existencias es simplemente vivir. ¿La mía? Yo ya no tengo motivación para nada, no sé por qué estoy en este mundo ni tan siquiera para qué fui engendrado. Bueno sí, para que

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un día mi cerebro enloqueciera fieramente y me arrebatase mi consciencia aniquilando la vida de mis queridos padres. No hay cosa más repugnante en el mundo que el asesinato y, precisamente fui yo el que cayó en él. Admiro al señor Bryan por estudiar el funcionamiento de la actividad cerebral. La verdad es que debe de ser un trabajo arduo y sumamente complicado, porque precisamente el cerebro es el órgano que menos podemos controlar. Y a pesar de mi expreso reconocimiento a su buena labor como médico psiquiatra, creo que este colectivo en general peca de la osadía de la necesidad de encasillar absolutamente todas las reacciones, emociones, conductas, pensamientos, sensaciones… para ponerles un nombre que las identifique con total claridad. Es una especie de etiqueta, como la que llevan consigo los bienes de consumo que te informan de los ingredientes, la fecha de fabricación y la de caducidad. Definitivamente, los psiquiatras tienen un atrevimiento un tanto peligroso en el sentido de querer abarcar todo lo que depende del cerebro en tan sólo una o varias palabrejas. Aunque supongo que no debo de ser tan duro con una persona que se ha dejado horas y días a mi estela intentando rebuscar algo entre mi asfixiada memoria. Sí, estoy siendo injusto con el señor Bryan y conmigo mismo porque la única realidad que existe es que ya

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ni siquiera me veo con derecho a opinar sobre los demás. Cada mañana matan a un preso diferente. Más o menos sobre las doce menos diez lo sacan de su celda a la fuerza y lo empujan por el pasillo entre unos gritos y unos lamentos que quiebran los sentidos y hacen que el alma se retuerza en un escozor agudo y profundo. Diez minutos más tarde tienen la osadía de anunciar las 12 en punto por polifonía. Es como decirte: “ya sabes, pronto te toca a ti y así lo celebraremos, anunciando un nuevo mediodía”. Me he imaginado el día de mi muerte en muchas ocasiones y, últimamente debido al inevitable transcurso del tiempo algo rezagado para mi gusto, lo hago con mucha más frecuencia. La noche anterior gozaré de los privilegios que le dan al que va a ser ejecutado, devoraré hasta el último vestigio de comida que haya en la bandeja y luego regocijaré mi culmen sobre esta superficie con la mano sobre mi barriga y sintiendo la alegría de mis tripas. Intentaré dormir mejor que nunca y acabaré con la totalidad del desayuno de por la mañana sin un solo lamento, sin una única súplica, sin un simple gesto de pena o dolor. De esa manera caminaré erguido, totalmente erguido por el pasillo y en pleno mutismo… Sosegado, tranquilo… Y hasta he pensado en morir con una sonrisa placentera sobre mis labios, para

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que cuando anuncien un nuevo mediodía no lo hagan con tanto ahínco. En fin, aún quedan varios días para seguir urdiendo mi muerte. *** No encontró aparcamiento cerca del 123 de Yeagua Street y decidió dejar su coche al comienzo de la Avenida dirección Norte. Conforme transitaba la calle, observaba con sorpresa cómo las residencias de esa zona de Personville estaban rodeadas de vegetación y en muy buen estado. Miraba las casas, de grandes dimensiones y con terrazas exteriores y patios amplios. Apenas había bloques de pisos. Sin lugar a dudas, Yeagua Street era uno de los lugares más acogedores y también enigmático que había conocido a lo largo de su existencia. Se detuvo en el 121 de Yeagua Street donde supuestamente habitaron los señores Jason y se agachó para mirar por una rendija de la cancela el aspecto que presentaba la residencia.Ciertamente, estaba completamente abandonada. Los cristales sucios y las puertas raídas, la hierba de consideradas dimensiones y corroída por el tiempo, la puerta con una capa de polvo espesa que dificultaba apreciar el color de la misma… Caminó hacia el 123 de Yeagua Street donde le esperaba, justo en la entrada, un hombre grueso vestido de uniforme con un amplio y

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abundante bigote que lo miraba de arriba hacia abajo con un desparpajo cuanto menos molesto. -Debe de ser usted el señor Jack Low. ¿Me equivoco? -Así es –añadió Jack mientras que le extendía la mano al comisario de Personville esbozando una amigable sonrisa que no fue correspondida-. -Lo he sabido porque lo he pillado fisgando entre las rejas del 121. Dígame una cosa –hablaba en un tono serio y firme mientras que abría la cancela que daba acceso a la residencia de los señores Brown-. ¿Qué pretende encontrar aquí que ya no se haya encontrado? Jack permaneció en silencio y observó detenidamente toda la fachada de la casa. La estructura de la misma era bastante original y, a pesar de la dejadez palpable por la inhabitabilidad, el lugar era acogedor y todo lo que rodeaba y pertenecía a la residencia aportaba confort y bienestar. Todo si no hubiese ocurrido aquella masacre el 23 de Noviembre de 2.009, cosa que le provocó un instantáneo escalofrío del cual emergió un repullo inconsciente. -Pues precisamente eso, algo que no se haya encontrado.

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Mientras que el comisario introducía la llave por la cerradura de la puerta que daba acceso al interior de la vivienda, Jack anquilosó su atención en la zona derecha. Se oía un ruido fino y sórdido en el 121 y, desde ahí pudo divisar perfectamente a un señor mayor con una camisa blanca y un pantalón gris remangado hasta las rodillas podando la hierba o arreglando parte del jardín. -Es el jardinero de la zona. Ha aprovechado que hoy venía por aquí para que le abriese la residencia de los Jason. No entiendo por qué no la ponen en venta. En fin… ¿Va usted a entrar para encontrar lo que aún no se ha encontrado? Jack subió por unas escaleras de piedra grisácea que conducían hacia la puerta de entrada del 123 de Yeagua Street pero con la mirada puesta en el jardinero que ahora contemplaba una flor entre grisácea y azulada. En ese mismo instante, corrió hacia la parte derecha ante la perplejidad del comisario que comenzaba a impacientarse. -Perdone –murmulló Jack cogiendo algo de aliento y agarrado a los barrotes de madera que separaban a ambos domicilios-. ¿Va estar por aquí a lo largo de la mañana? Soy Jack Low, abogado de Fairfiel y encargado del caso

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de Charles Brown. Me gustaría charlar con usted, si no le importa. El hombre lo miró exhausto y compungido sin poder ocultar su desánimo. -Señor Low, he oído que Charles ha sido condenado a la pena máxima. ¿Verdaderamente usted representa la justicia? Jack sufrió una especie de conmoción mental ante tal apunte, pero en ese instante una luz se iluminó en su rostro. Ese hombre conocía perfectamente a los Brown y seguro que podía aportar algo de claridad en torno al asunto. Su pregunta, poniendo en tela de juicio la labor de la defensa, era un magnífico presagio. -Hago lo posible por ejercer como abogado, por eso estoy aquí, para intentar recurrir esa sentencia. De verdad, me encantaría hablar con usted cuando termine de inspeccionar la residencia de los Brown. Se lo ruego. El hombre se agachó de nuevo para continuar con su labor y mantuvo un breve silencio que a Jack le pareció eterno. El comisario daba muestras evidentes de su inquietud y malestar emitiendo varios silbidos. -Aquí estaré, señor Low. Si no me encuentra, grite mi nombre. Pete Crown, para servirle.

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Comenzó a observar con detenimiento la sala de estar mientras que tomaba algunas anotaciones en un pequeño blog cuadriculado recubierto por una cartulina verdosa. -Verá, justo aquí se hallaron los tres cuerpos, señor Low –indicó el comisario algo más participativo-. La señora Brown tenía medio cuerpo colocado sobre el del señor Brown que se hallaba boca arriba. Charles se mantenía abrazado a su madre y llorando sin cesar cuando el FBI irrumpió en la casa. En fin, una auténtica tragedia. Jack se agachó sobre el lugar indicado por el comisario e intentó recrear la escena adoptando él mismo la postura de los cuerpos. Algo no le cuadraba. Volvió a tumbarse sobre la superficie emulando el cadáver de Steven y rápidamente comenzó a anotar algo de manera vivaz y enérgica, despertando la curiosidad del comisario. -¿Y bien? ¿Tiene usted algo? -Sí, señor comisario, pero se lo diré cuando visite los dormitorios. Caminaron escaleras arriba hacia la zona de los dormitorios. Eran unos escalones muy amplios de mármol oscuro y con unos pasamanos laterales en madera clara robusta. Apenas había rasguño alguno sobre ella. El

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comisario agilizaba sus pasos mientras que Jack observaba minuciosamente todo lo que se hallaba al alcance de su campo de visión. Llegaron a la parte de arriba y éste último se detuvo frente a un gran espejo postrado justo al frente. -Este era el dormitorio de los señores Brown, aquí, a su izquierda tiene el de Charles, la habitación contigua a la del dormitorio de Steven y Maggie es una especie de sala de desahogo y la puerta del fondo es un aseo. Todo se hallaba en perfecta armonía, los edredones sobre las camas estaban limpios y bien colocados, hechos que atraparon la atención de Jack que se hallaba buscando algo afanosamente entre los cajones de las mesitas de noche de Steven y Maggie. Luego se dirigió hacia la cómoda sobre la cual posaba una especie de joyero aterciopelado y varios frascos de colonia de diversas formas. Comenzó a hurgar en el interior tras dispersar una capa de polvo denso que recubría la superficie con un soplo brusco y enérgico que provocó una leve tos y un picor en su garganta para dar paso a diversos estornudos. Cuando se dirigió a abrir el armario y mientras divisaba el encaje inferior de las cortinas, algo hizo que se agachase de súbito. Acercó el tejido hacia su nariz e inspiró con fuerza en varias ocasiones.

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-Señor comisario. Venga un momento por favor. ¿Ve esta mancha marrón? Quiero que se lleven esta parte de la cortina y que analicen, lo más rápido posible, de qué se trata. El comisario se agachó con cierta dificultad y mostrando su confusión con una expresión dubitativa mientras que se tocaba la barbilla. Jack, por su parte, se hallaba leyendo unos folios que encontró desperdigados en uno de los cajones interiores del armario para proceder a doblarlos con cautela e introducirlos, cuidadosamente en su maletín. Su rostro era el fiel reflejo del triunfo y la satisfacción, aunque aún quedaban bastantes cabos sueltos y varias pesquisas por resolver. Mientras que el comisario se hizo con una silla para extraer el trozo de cortina de su soporte, Jack abrió la puerta del dormitorio de Charles. Sobre su escritorio había varias partituras perfectamente ordenadas una sobre la otra y dos Compact Disc cerca de un equipo informático: uno titulado “Lieder” de Beethoven y el otro “24 Caprices Pour Violon Solo” de Nicolo Paganini. Cogió a ambos entre sus manos y procedió a limpiarlos con un pañuelo de papel para introducirlos en el interior de su maletín. -¡Señor Low! Le espero abajo con el trozo de cortina.

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Rebuscó entre los apuntes de Charles y halló un clarinete de no muy buena calidad. De repente, se imaginó al mismísimo Charles Brown sentado frente a la ventana y tocando aquel dichoso instrumento con una maestría singular y sobresaliente. Bajó las amplias escaleras y vislumbró al comisario sentado sobre un sofá grisáceo en la habitación donde se produjeron los hechos. Ante la atenta mirada de éste, Jack volvió a colocarse en el lugar exacto de la masacre y emuló de nuevo la postura de los cadáveres mientras que divisaba la distancia en metros que lo separaban de la cocina y la que podía haber hasta el dormitorio de los señores Steven y Maggie Brown. Se acercó pensativo hacia el sofá y tomó asiento junto al comisario que desprendía un tufillo a sudor bastante desagradable y molesto. -¿Y bien? -Estoy casi seguro de que Charles Brown es inocente o, en su defecto, que alguien lo ayudó a consumar ambos asesinatos. Mire comisario: esta mancha que ve ahí –señaló con el índice- es sangre. Mi hipótesis es que o Maggie o Steven murieron en el dormitorio de ambos. ¿El motivo? No tengo la menor idea. Las escaleras están totalmente limpias, no hay

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restos de sangre alguna, con lo cual el cuerpo pudo ser arrojado desde la parte de arriba o quien ejecutó el primer asesinato tuvo la ocurrencia de limpiar las escaleras a fondo. ¿Verdaderamente piensa que una persona que se halla en pleno brote psicótico, con alucinaciones y delirios o simplemente desbordado por una discusión va a tomar tantas precauciones para luego declararse culpable? Creo que han barajado la hipótesis de que Charles asesinara a ambos ahí, donde usted me ha señalado. Teniendo en cuenta la distancia que hay hasta la cocina y según la posición de los cadáveres, parece ser que Steven murió en primer lugar, por lo cual Charles sorprendió a su padre por la espalda para apuñalarlo, puesto que la fuerza de dos, no es la de uno. Pero Steven fue apuñalado por delante mientras que Maggie fue asesinada por detrás, lo cual nos lleva a la hipótesis de que el asesino la cogiera desprevenida. ¿Se da cuenta? Nada, nada en absoluto cuadra. -Puede que esto no sea una mancha de sangre –argumentó el comisario un tanto aturdido-. De todos modos se analizará con la máxima urgencia posible. Jack comenzó a tantear algo que había entre los cojines del sofá totalmente aplastado. Parecía un trozo de papel celeste adornado con una cinta rosácea. Mostró su hallazgo al comisario y ambos se miraron fijamente.

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-Parece una flor, ¿no? O sea, que aparte de la masacre, parece ser que ese día también era festivo para los Brown. No tiene mucho sentido que un regalo lo dejaran tirado sobre la superficie de este sofá. Me pregunto de qué flor se tratará… Jack abrió de nuevo su maletín mientras que el comisario se incorporaba arrastrando el trozo de cortina por toda la superficie hasta llegar a la puerta de entrada. Ambos caminaron hacia el patio exterior y Jack comenzó a mirar con ahínco hacia su derecha. El ruido del jardinero había cesado y la hierba se hallaba mucho más corta. Cuando el comisario abrió la cancela del 123 de Yeagua Street, Jack se paró en seco y caminó presuroso hacia las barreras de madera que separaban el domicilio de los Brown y el de los Jason. Introdujo su brazo derecho por una rendija y tras numerosos esfuerzos logró arrancar una flor blanquecina del jardín de los Jason. La aplastó fuertemente con ambas manos tras un golpe seco y procedió a compararla con la que había hallado entre los cojines del sofá de los Brown. -Es la misma. ¡Señor Crown, señor Crown! ¡Soy Jack Low, el justiciero! -¡Voy señor Low! –sonó una voz desde las inmediaciones de la avenida-.

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Una vez que Jack se despidió del comisario, pidiéndole en reiteradas ocasiones que la mancha fuese analizada de inmediato y explicándole el motivo poderoso de su urgencia, emprendió un sosegado paseo por Yeagua Street en compañía de Pete Crown, un hombre que rondaba los sesenta y con la piel arañada y seca. Su mutismo inquietaba a Jack por momentos y su caminar aletargado y cabizbajo alimentaba su angustia por romper el hielo con este señor que parecía impermeable y de pocas palabras. -Señor Crown, ¿es usted tan amable de decirme dónde encontrar un restaurante cercano para poder llenar el estómago? Le invito a almorzar, si es que usted no tiene algún otro compromiso. El viaje hasta Fairfiel es algo largo y pesado. Supongo que lo entenderá y le ruego que acepte esta humilde invitación. -¿Morirá Charles? –preguntó Crown para la perplejidad de Jack. Ahora la expresión de su rostro ponía al descubierto una desazón más que evidente-. -Espero que no. Cruzaron a la acera de enfrente y tomaron una pequeña calleja a la izquierda para adentrarse en otra avenida mucho más transitada que Yeagua Street. Colmada de recintos y de bares,

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Jack percibió desde el interior de uno de ellos el aroma inconfundible de calamares fritos, y se deleitó en él sin percatarse de que Pete lo esperaba justo en la puerta del restaurante de al lado. -Aquí se come bastante bien, aunque hay mucha gente. No obstante, la mesa del rincón izquierdo, al fondo del salón, siempre me la reservan. Soy un cliente fiel. Verdaderamente el local estaba a rebosar de gente que no paraba de hablar, por lo cual el algarabío era acuciante. El humo de un cigarrillo que expiró una chica joven rubia de grandes ojos azules, le produjo una tos severa y caminó precipitadamente hacia el salón que se hallaba mucho más tranquilo, tomando asiento en la mesa del rincón izquierdo al fondo frente a Crown. -¡Camarero, un vaso de agua, por favor! La tos cesó y ambos pidieron la comida ante la atenta mirada del camarero que parecía tener prisa y al que le hablaban desde el mostrador. Jack abrió el maletín y extrajo ambas flores, una en cada mano. Pete las observaba con ternura. -Azucenas… Las dulces azucenas del señor Jason. Inconfundibles…

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El rostro de Jack empalideció ante este apunte mientras comprobaba cómo Pete se deleitaba con la textura de ambas. -¿Sólo del señor Jason? ¿Cómo lo sabe? -¡Oh, señor Low! Mis años de experiencia como jardinero le cercioran que son las azucenas de la residencia de los señores Jason, simplemente, porque por estas cercanías no se crían este tipo de flores. Ésta tendrá unos dos años, está bastante reseca y es una de las azucenas celestes que en el 2.009 se le antojó plantar a la señora Jason. Verá, la señora Jason sufría de varios desórdenes nerviosos, aunque era una gran persona. Y su marido, no sabía cómo obsequiarla ni cómo extraerle una sonrisa. Sí, las azucenas eran un capricho de Teresa y, por supuesto, Carl siempre estaba dispuesto a hacer feliz a su mujer. Viajaban muy a menudo, semanalmente para ser exactos, para que la viese un buen médico, pero Teresa cada vez estaba peor y sólo se sentía feliz entre las azucenas. Parece que la estoy viendo mientras que yo riego el jardín… Jack comenzó a degustar el guisado de carne que olía formidablemente y que sabía mucho mejor. Sin lugar a dudas, Crown tenía buen gusto a la hora de elegir dónde saciar su apetito.

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-No me extraña que se marchasen tan de súbito cuando supieron que Steven y Maggie habían sido asesinados. Teresa no aguantaría la noticia, seguro. A pesar de la cercanía entre los señores Jason y los Brown, mantenían unas distancias emocionales que yo nunca llegué a comprender, aunque todo hay que decirlo: allí Charles era recibido como otro de sus hijos. Lo querían bastante, lo queríamos bastante, ¡todos lo queremos bastante! En fin –emitió un hondo suspiro a la par que desmenuzaba el pan con las manos-. Le digo una cosa, señor Low: aunque él se declarara mil veces culpable, en Personville sabemos que Charles jamás haría algo así. Jamás… Ahora era Jack el que imitaba a Pete mientras que esparcía migajas de pan sobre su plato vacío a la espera de la llegada del segundo. -¿Sabe usted el paradero de los Jason? -¡Para nada, señor Low! –exclamó algo molesto Pete haciendo un hueco en la mesa para degustar la carne en salsa con guisantes-. Y es normal, debido a lo que ya le he contado de Teresa. Entre nosotros dos, el señor Steven era demasiado celoso, lo cual agriaba su carácter en demasía. Era frecuente oírlos pelear por las mañanas, antes de que éste se marchase al trabajo. ¡Menos mal que no volvía hasta bien entrada la tarde!

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-¿Cómo dice? –preguntó absorto Jack ante este último comentario-. -Pues eso, que discutían mucho. Yo los oía casi todas las mañanas, hasta que el señor Brown abandonaba la casa para regresar por la tarde-noche… -Un momento, señor Crown. ¿Usted estaba en los alrededores el día de la masacre? -Posiblemente –murmuró con la boca llena Pete a la par que se limpiaba los labios-. Ya ha visto que Yeagua Street es muy larga y está repleta de jardines. Unos días andaba por una zona, otros por otra… Ese día no vi nada, como bien declaré cuando se me preguntó. -Pero tuvo que pasar algo para que el señor Steven volviese del trabajo antes de las 13:04 horas, que fue cuando Charles avisó al FBI confesando los asesinatos… -Ahora que lo dice… Sí, debió de ser así. Verá –bajó el volumen de voz y acercó su rostro al de Jack- se rumoreaba que la señora Brown tenía un amante e, incluso, varios. Yo nunca vi nada, pero la gente aseguró que así era… Y no es de extrañar. Tenía un rostro y un cuerpo que levantaba pasiones entre la población masculina. Por todos los alrededores se halagaba su belleza y su promiscuidad, ya me entiende…

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Camino de Fairfiel, Jack sólo pensaba en que Celina hubiese localizado a los Jason. Todo tenía una lógica, ahora sí la iba teniendo.

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II. PARTE

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DÍA 6 No había tiempo que perder porque precisamente llevaba días luchando contra eso mismo: el tiempo. Jack amaneció esa mañana con un leve dolor de cabeza y sumamente sorprendido tras los últimos aconteceres que le impedían suspenderse en un sueño reparador como tanto ansiaba y necesitaba. Abrió el ventanal que daba acceso a su pequeño balcón y una ráfaga de aire fresco impregnó a todo su rostro para despejar su mente de manera súbita. Todavía era de noche sobre Fairfiel. Mientras que rebuscaba por todos los alrededores de su cama las zapatillas verdosas, el frío del suelo hizo que éste de nuevo se viese postrado sobre una esquina de su lecho intentado visualizar algo con lo que cubrir sus secos pies. Tras hallar el calzado oportuno y antes de dirigirse al baño para rociar su cuerpo de agua tibia, caminó sigilosamente hacia el balcón y penetró hacia él. Miró al cielo y pudo divisar unas nubes oscuras y espesas sobre toda la ciudad que, junto a continuos halos de viento húmedo que golpeaban secamente con una fuerza inusitada pero intermitente, presagiaban una jornada lluviosa.

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Engullía la tostada con celeridad valiéndose de varios sorbos de café solo. Su mirada obnubilada por el ritmo con el que trabajaba su pensamiento lo postró en la cárcel de la Unidad Central de Sugar Land junto a Charles. Lo imaginó sentado sobre una cama, con su actitud impermeable, su expresión inerte y sus emociones yertas, esperando a que transcurrieran los días para finiquitar su deuda con la justicia. Carraspeó y se precipitó hacia el fregadero para llenar un vaso de agua que bebió hasta que el nudo de su garganta se dispersó. Apenas había nadie en el bufet, excepto Celina que lo esperaba con una cálida sonrisa mientras que ponía orden en su mesa de trabajo. Ambos fueron acercando sus cuerpos entre miradas cómplices hasta que, sin pronunciar siquiera una palabra, sucumbieron ante un profundo abrazo que se prolongó varios minutos en el tiempo. Celina trató de disimular sus incipientes lágrimas antes de deshacerse de los fornidos hombros de Jack. Luego se miraron juntando ambas frentes y cogidos de las manos. Jack emitió un hondo suspiro cuando la imagen de Cathie, su ex-mujer, se le hizo presente en la memoria justo el día de sus despedidas. Jack se deshizo, lentamente, de las manos de Celina y del recuerdo espinoso y amargo de Cathie para retomar su tarea. Se avecinaba un día bastante ajetreado. De repente, el aroma a tierra

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mojada penetró por una hendidura de la ventana. -Mmmmmm, está lloviendo, querida Celina. -Sí, así es. Jack cerró los ojos e inspiró profundamente mientras que dejaba reposar su nuca en el espaldar de la silla. De esa forma, comenzó a deshacerse de la chaqueta que fue a parar al suelo. Celina la recogió observando el deleite de su jefe y se acercó hacia el perchero. -Verás Jack –comenzó a balbucear Celina sin saber cómo comenzar el diálogo y mientras esquivaba la mirada de éste que salía de su aturdimiento-. Sabes que no soy mujer de entrometerme en nada, que nunca te pregunto lo que haces ni dónde estás y que, cuando lo hago, es porque me preocupas. El caso es que soy consciente de las molestias que te estás tomando en el caso Brown y, como ayer no te pasaste por aquí y tampoco llamaste… Jack esbozó una sonrisa y tendió una de sus manos hacia su fiel secretaria que la arropó suavemente entre las suyas. Voces comenzaron a oírse en el interior del bufet, mientras que la lluvia cobraba brío e intensidad en el exterior. -Estuve en el lugar de los hechos, querida –respondió Jack tapando con su puño un

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bostezo-. Y ahora estoy más seguro que nunca de que Charles Brown es inocente. Existe una remota posibilidad de que sea culpable, sólo en el caso de que estuviese en su pleno juicio, por lo cual todo lo que hay aquí recogido es falso, y que alguien le hubiese ayudado a llevar a cabo la masacre. Entre hoy y mañana espero una importante llamada de la comisaría de Personville. Celina, deseo que lo primero que hagas en cuanto entres a tu oficina sea llamar a esta clínica de fertilidad. Intenta lograr un cita para esta misma tarde a mi nombre, con alguno de los médicos que figuran en el folleto –indicó Jack con el dedo índice derecho a la par que entregaba una cartulina azul oscura a Celina que había entrado en un estado de shock palpable. Ni siquiera pestañeaba-. No sé, diles que es simplemente una consulta, pero que tiene que ser esta tarde. Pon la excusa que sea, ya sabes, agiliza tu imaginación. Y después, necesito… Celina permanecía impávida ante las peticiones de su jefe, pero ella sólo estaba dispuesta a escuchar lo que éste quisiera contarle. Confiaba plenamente en Jack y en su implacable profesionalidad, con lo cual abandonó su ensimismamiento y prestó atención a las indicaciones de éste. -Perdón Jack, me había distraído con un leve relámpago. ¡Cómo llueve! Dime qué quieres de Bold…

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-Una cita. Lo más antes posible. Entre el señor Bold y yo no hay nada personal, más que los típicos “tira y afloja” que existen en todas las profesiones. Dile que necesito hablar con él con suma urgencia. Por cierto, ¿se sabe ya algo del paradero de los Jason? -No. Quedaron en llamarme en cuanto estuvieran totalmente seguros de dónde residían –miró su reloj de muñeca y se levantó del asiento colocando la silla en su sitio-. Voy a concertarte ambas citas. Ahora vuelvo. Los pasos de Celina se perdieron por el pasillo tras un pequeño portazo debido a la penetración del viento en el edificio. Él mismo desconectaba constantemente de la realidad para gozar entre el apacible y placentero aroma a tierra mojada mientras que un tímido halo de viento rozaba su espalda. Abrió su inconfundible maletín y encontró los dos Compact Disk y ambas flores. Decidió tirar la del tono más claro a la papelera y observó atentamente la otra, la azucena celeste que ese año Pete Crown había plantado por petición propia de la señora Teresa Jason. En ese preciso instante y tras depositar la flor seca sobre el centro de su mesa, abrió la carpeta que contenía todos los informes sobre el caso Brown y buscó afanosamente un dato entre el abundante manojo de folios. Alguien llamaba a la puerta.

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-Entra Celina –dijo sin apartar su mirada de lo que ahora atrapaba la totalidad de su atención- -Bien Jack, ya tengo ambas citas tras poner una excusa ridícula en el centro de fertilidad. He dicho que querías hacerte un espermiograma porque tienes programado ser padre en breve y deseas comprobar tu fertilidad –comentó Celina entre varias sonrisas y cerciorándose de que Jack no la estaba escuchando-. Jack, ¡Jack! Éste levantó la cabeza y alzó la mirada hacia la secretaria con el rostro confundido y abstraído en sus conjeturas. -¿Eh? -Oh, Jack…. Apunta por favor. Esta tarde tienes cita con el doctor Josep Graham a las cinco de la tarde para consultar el precio de unas pruebas de fertilidad y pasado mañana a las once, te espera George Bold en su despacho privado. Aquí tienes la dirección –inclinó su cuerpo hacia el de su jefe que la miraba entre sonrisas varias-. Ey, ¿qué te pasa? -Eso de las pruebas de fertilidad ha estado fenomenal… Celina, solicita una vista con Charles. Quizá sea la única, pero necesito visitarlo. Ya me dices, voy a proseguir con mi trabajo.

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Justo en el momento en que Celina salía por la puerta, Jack la detuvo con un gesto a mano alzada. -Se me olvidaba lo más importante –añadió Jack mientras que se incorporaba disimulando otro bostezo al desviar su mirada hacia la ventana, a la par que sus pasos se encaminaban hacia el quicio de la puerta a la estela de Celina-. Manda por fax esta instancia al Tribunal Supremo de Justicia de Texas, a la Suprema Corte. Celina recorrió ágilmente las líneas del folio y mostró su disconformidad con lo que allí había escrito, fijando sus ojos sobre el cuerpo aletargado de Jack que esperaba la regañina pertinente cual un niño tras haber ejecutado una travesura. -¡Estás loco! Definitivamente, sí. ¿Cómo puedes pedir el indulto de Charles Brown? ¡Ja! Y encima te atreves a señalar en negrita cursiva “La defensa tiene pruebas demostrables y contundentes que apuntan hacia un vuelco total en el caso Brown”. Jack, dime si esto es así, porque de lo contrario, aparte de ti voy a enloquecer yo también. -Escucha Celina –murmuró Jack mientras caminaba cabizbajo y con las manos en los

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bolsillos de su pantalón-. Lo importante es que concedan una prórroga para que me haga con tales pruebas sólidas y reabrir el caso Brown. Tienen que hacerlo, he de conseguirlo… -Esto el colmo, Jack. No sabes si Charles Brown es culpable o inocente, sólo te basas en especulaciones que ciertamente dan un giro a todo lo que había en torno al caso hasta el momento, pero… ¡estás mintiendo al sistema judicial de Texas! Jack permaneció en silencio, con la mirada hacia el frente y estrangulada en una pared desértica. Notó cómo el viento sacudía con ímpetu los cristales y cómo las gruesas gotas de lluvia se estrellaban sobre los mismos. -En fin, como secretaria que soy, cumpliré con lo que me ordenas, pero como amiga, tienes mi negativa férrea. Ahora el portazo fue considerable, tanto que el estruendo impactó sórdido sobre los tímpanos de Jack que frunció el ceño y apretó fuertemente la mandíbula. -¡Qué carácter! Una suave melodía recorría toda la amplitud de la sala donde destacaba el aspecto simplista de la misma, unos suelos y unos aposentos nuevos y relucientes y un sutil aroma a jazmín

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que acaparaba todo el ambiente y todos los olfatos. Una mujer embarazada, con la mano en su abultado vientre, bostezaba mientras que intercambiaba unas palabras con otra más mayor de pelo canoso y embutida en un abrigo caro de piel. Su mirada se concentró en el bello paisaje que emulaba un bosque angosto y tenebroso por donde caminaba felizmente una niña con una pamela rosácea sobre la cabeza en la superficie de un lienzo enmarcado. -¿El señor Jack Low? Sígame, por favor. Caminó tras la estela de una amable joven morena que portaba sobre sus flacas manos una carpeta, a la vez que se percataba de lo acogedor que resultaba aquel lugar. El pasillo era ancho y las paredes sólo soportaban el peso de dos cuadros en madera tallada y de una hiedra al fondo en la esquina derecha. -Pase, por favor. Un señor de complexión gruesa, cabello moreno teñido, piel arrugada que dejaba entrever su avanzada edad y ojos castaños, le pedía que tomara asiento en la silla que tenía justo enfrente. Esbozando una sonrisa, esperó con las manos cruzadas sobre una amplia mesa de cristal con los bordes dorados a que éste comenzase con la conversación.

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-Verá, doctor Graham. No sé cómo comentárselo porque hablar de estas cosas me causa cierto malestar, pero el caso es que le traigo aquí unas pruebas que me practicaron en otro centro tras numerosos intentos fallidos porque mi esposa lograse un embarazo. Quisiera conocer su opinión al respecto. El doctor Graham se colocó unas gafas finas cuya montura atrapó la atención de Jack por su singularidad. Eran oscuras y rectangulares, muy de moda entre adolescentes por entonces. Jack intentó ocultar su risa mirando hacia su alrededor y fijando finalmente sus ojos sobre una camilla que parecía haber sido utilizada recientemente por las notables arrugas de la sábana blanca que la envolvía. Un leve murmullo hizo que éste focalizase su atención hacia el serio rostro del doctor Graham que, para su suerte, se desprendía en ese preciso instante de las gafas y adoptaba una postura más cómoda pero no así tranquilizadora. Más bien, todo lo contrario. -Señor Low, en esta exhaustiva prueba se pone de manifiesto su esterilidad. Lo siento, pero no hay ni calidad ni cantidad de espermatozoides para lograr la fecundación de un óvulo. La única solución viable sería una inseminación artificial si su pareja es fértil y no presenta anomalía de consideración y si es menor de 35 años. Pero lo más factible es una “in vitro”. Si lo desea, podemos concertar una entrevista,

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donde esté presente su señora, y les indicaré los pasos a seguir, porque como comprenderá, ella también habrá de someterse a un estudio médico en profundidad. Claro, todo esto será posible si usted es tan amable de facilitarme su verdadera identidad… Jack empalideció por completo. El sudor comenzaba a hacer acto de presencia por su frente y las piernas le temblaban. Giró varias veces el cuello entre gestos múltiples intentado dar una explicación plausible a la agudeza del médico. Finalmente lo miró fijamente desprendiéndose de la sonrisa nerviosa con la que pretendía esquivar tal observación. -Le voy a ser franco. Me llamo Jack Low y soy abogado de Fairfiel, el abogado defensor del señor Charles Brown al que hace unos días condenaron a la pena máxima. Supongo que habrá escuchado algo en torno al caso. Por supuesto, estas pruebas no son mías, ni estoy interesado en ser padre por ahora… ¡Ni siquiera tengo pareja! Pero necesitaba la opinión de un experto en fertilidad para interpretar estos resultados porque créame, se trata de una prueba algo más que fehaciente en el caso. ¿Le resulta convincente mi explicación? Josep Graham permaneció en silencio y extrañamente erguido con una mirada fija e intimidatoria que provocó un malestar

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palpable en Jack, mientras que éste se incorporaba poco a poco del cómodo asiento y cogía su chaqueta y su inseparable maletín cuya piel había permeabilizado la frialdad del suelo. El aroma del jazmín volvió a colarse por sus orificios nasales mientras que la lluvia también golpeaba las amplias cristaleras del confortable habitáculo. -Señor Low, si usted representa la justicia, ¿por qué pide hora, monta todo este espectáculo y urde una historieta sin pies ni cabeza y sin tener la precaución de borrar el nombre de la persona a la que se le practicaron estas pruebas y la fecha? ¡Hubiese estado dispuesto a colaborar sin necesidad de todo esto! Si lo que realmente quiere saber es si esta persona podía tener descendencia, mi respuesta es no, y si lo que desea saber es si esta persona pudo haber tenido descendencia, mi respuesta vuelve a ser no. Llegó a su apartamento rememorando continuamente la bochornosa situación vivida en la consulta de Graham y totalmente empapado en el bajo de sus piernas, a la altura de los tobillos. Sacudió enérgicamente el paraguas antes de cerrar la puerta y penetró en la pequeña salita para encender la calefacción de inmediato. El chasquido que emitía por el temblor de su boca era producto de una mezcla extraña de intranquilidad, angustia y frío. Mientras que se deshacía de sus pantalones

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totalmente mojados por los bordes inferiores, pulsó el contestador automático de su teléfono que le indicó que tenía un nuevo mensaje en el buzón de voz registrado a las 18:01 horas. “Hola Jack. Soy Celina. Te llamo para comunicarte que el 23 de Noviembre era el cumpleaños de Maggie Brown. Hace unos minutos tan sólo que han llamado desde la comisaría de Personville y me han dicho, textualmente porque no sé de qué se trata, que son restos de sangre de la señora Brown tras cotejar el tejido con muestras de su ADN y bueno, que el nuevo paradero de los señores Jason se halla en Perryton, aunque queda por confirmar la dirección exacta. Espero que esto te sirva de ayuda. ¡Ah, por cierto! Como soy una secretaria eficiente, he enviado el dichoso fax. Contenta me tienes… Un beso ¡Oh, se me olvidaba! Tienes concertada la vista con Charles para dentro de tres días. Venga, cuídate”. Jack no pudo ocultar su euforia y golpeó secamente sobre la mesa con el puño cerrado. -¿Por qué me mentiste, Margaritte? Reposó sobre uno de los sillones que adornaban su sala de estar y cerró los ojos. Intentó recrear todo lo sucedido el 23 de Noviembre de 2.009 en el 123 de Yeagua Street en Personville y finalmente llegó a la firme

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resolución de que Carl Jason era el auténtico padre de Charles y autor o cómplice de ambos asesinatos. Pero cuando intentaba buscar una explicación lógica y coherente, con un sustento sólido para presentarla a la Suprema Corte con el fin de reabrir el caso Brown, todo se le desvanecía en milésimas de segundo. Por mucho ahínco y tesón que pusiera en encontrar las pruebas definitivas que demostrasen la presunta inocencia de Charles, si éste seguía señalándose como culpable, poco había qué hacer ante tal asunto. De repente, como un rayo súbito en medio de la oscuridad se le pasó por la memoria la figura de su buen amigo Daniel Bryan. Sin lugar a dudas era el único que podía ahondar algo en la trastornada mente de Charles, la única persona capaz de escarbar en su ahogado cerebro para que, al menos, defendiese su inocencia. Él ya se encargaría del resto. Comenzó a dormitar inconscientemente mientras que se vio en la sala de un juzgado junto a Bryan. Ambos se hallaban agarrados de la mano, intentando compartir energías y esperanzas ante el silencio prolongado de Charles que había entrado en su particular catarsis cuando la jueza le preguntó cómo se declaraba. La tensión podía cortase con una afilada navaja, los nervios comenzaban a aflorar desorbitadamente y la angustia reinaba en la sala. La jueza comenzó a impacientarse, el murmullo agitó aún más la asfixia del

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silencio de Charles que permanecía cabizbajo y aletargado balbuceando algo. -Soy inocente. El rostro de Jack se iluminó, esbozó una amplia sonrisa y con un fuerte apretón de manos, Bryan y él festejaron tan ansiada victoria. Un timbre sonó repetidamente en la sala y todos intercambiaron miradas perplejas que fueron a estrangularse sobre la figura de Charles que se había desvanecido en el estrado y ante la impasibilidad de los allí presentes. Jack y Bryan corrieron presurosos hacia el cuerpo inerte de Charles mientras que éste último despejaba su pecho para comprobar sus constantes vitales. Posteriormente colocó una de sus manos sobre el cuello amarillento y estrecho de Charles y clavó sus ojos deshechos en la evidencia sobre los de Jack. El timbre seguía sonando aparatosamente. Jack abrió los ojos de súbito y emitiendo un leve suspiro. Mientras intentaba salir de su aturdimiento y de la angustia generada por tales imágenes, se percató de que alguien llamaba a su puerta reiteradamente. Despejó la mirilla dorada y se encontró con el rostro compungido de Daniel que parecía desistir en su empeño de seguir pidiendo paso. -Adelante amigo. Me había quedado completamente dormido.

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-Hola Jack. Yo ya creía que me había dado el paseo en balde, pero notaba una tímida luz en tu salita, por lo cual, he proseguido llamando al timbre. Daniel penetró en la pequeña salita mientras que Jack siguió su estela levantando una de sus manos hacia la parte posterior de su cráneo y esbozando una leve sonrisa. -¿Puedes creerte que estaba soñando contigo? ¡Y apareces! ¡Oh! ¿Las nueve de la noche ya? Bryan tomó asiento con los codos apoyados sobre la superficie de la madera de la mesa mientras que Jack preparaba unos aperitivos en la cocina. Comenzó a golpear sutilmente con la yema de sus dedos ante la fatigada espera. Finalmente, Jack hizo acto de presencia portando una bandeja sobre una de sus manos y un plato en la otra. -¿De beber? -Cerveza, por favor. Jack, no te tomes tantas molestias. Jack miró fijamente a Daniel y su alegría se dispersó momentáneamente cuando observó la desazón que recubría la totalidad del rostro del médico que desviaba sus ojos continuamente titubeante y con las manos cruzadas. Tomó

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asiento frente a su amigo y tras un leve silencio, Jack depositó su mano sobre la de Daniel y asintió con la cabeza. -Verás, me ha llegado este comunicado desde la Suprema Corte. Quieren ejecutar a Charles unos días antes de lo previsto. Según ellos, todas las pruebas lo inculpan, con lo cual han estimado no prolongar su dolor en demasía y…lo siento, Jack.

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DÍA 7 El cansancio acumulado y el estrés provocado por los últimos aconteceres debido a los numerosos descubrimientos y la fatídica noticia de que su lucha contra el tiempo se tornaba más tórrida, precipitada y llena de obstáculos por doquier, hacían mella sobre el cuerpo de Jack que no paraba de emitir un bostezo tras otro mientras que subía el volumen de la radio para que sus párpados se mantuviesen abiertos y concentrados en la carretera que lo conducía hacia Thornton. No sabía cuándo era el día de la ejecución de Charles y se preguntaba constantemente si la decisión tomada por la Suprema Corte había desestimado por completo su interpelación o simplemente fue con anterioridad a la llegada del fax. De cualquiera de las maneras, Charles Brown sería ejecutado de un momento a otro y la incertidumbre junto con el trasiego precipitado y obligado en su investigación, anquilosaban a su mente en un estado de angustia que se veía reflejado en palpitaciones espontáneas y en una especie de opresión sobre el pecho que, junto con un molesto nudo en la garganta le llevaron a hacer un alto en el camino postrando su coche sobre la cuneta. Miró el paisaje con los dedos sobre el tabique

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nasal y frunciendo el ceño en múltiples ocasiones hasta que decidió relajar su cuello mientras que abría la ventana de par en par para nutrir de aire fresco sus pulmones. La sensación de fatiga era constante pero a la vez real, no sabía de cuánto disponía, aún no tenía pruebas sólidas para demostrar la inocencia de Charles, todo eran conjeturas y suposiciones basadas en una indagación a contrarreloj que quedaban invalidadas por la amnesia de su protegido. La oscuridad comenzó a dar paso a los primeros rayos solares que auguraban un día totalmente diferente al anterior, cosa que agradeció Jack con una sutil sonrisa a la par que divisaba la población de Thornton al fondo de su campo visual. Aparcó cerca de la casa de Margaritte Perl y tras comprobar que era demasiado temprano aún, se adentró en un pequeño bar donde un señor gordo con bigote hablaba en voz alta con el camarero mientras se fumaba un cigarrillo y degustaba una copa de whisky. -Un café con leche, por favor. Tomó asiento sobre una sucia mesa llena de cenizas y de colillas que pronto despejó el camarero con un trapo maloliente que produjo un amago de vómito en Jack. Observó la taza con detenimiento y antes de derramar el azúcar sobre el contenido, olfateó el aroma del

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café. Era algo más que agradable a pesar de que el sitio no resultaba acogedor, sino más bien todo lo contrario. Conforme la cucharilla removía la espuma de izquierda a derecha y viceversa, Jack sintió cómo el cansancio acumulado no perdonaba e hizo un esfuerzo subliminal por mantener sus párpados abiertos. Abrió los ojos de súbito y miró hacia la barra del bar. Había bastante más gente, pero el señor robusto y con bigote parecía haberse marchado. -Señor, se ha quedado dormido. ¿Quiere que le caliente el café? Asintió con la cabeza y decidió distraer su abatimiento entre las hojas de un periódico local de días pasados. Ninguna noticia atrapaba su atención más que la aparición del camarero con la taza de café humeante. -Aquí tiene. Comenzó a pasar las hojas con suma delicadeza puesto que se hallaban tan frágiles que apenas se mantenían unidas. Justo cuando observó la hora en su reloj y mientras doblaba el periódico por la línea trazada, algo hizo que de nuevo lo portase entre sus manos con cierto escepticismo y estupefacción.

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“Todo lo concerniente al caso BROWN en primicia” -¡Ja! Qué sabrán ellos… Hojeó muy por encima lo que el artículo presentaba en exclusiva y decidió dejar la lectura ante las aberraciones que los periodistas se habían encargado de presentar ante el público. Se paró ante la cancela que daba acceso al patio exterior de Margaritte Perl y observó si se hallaba en los alrededores domesticando a su ganado. Todo se encontraba en silencio. Antes de llamar al timbre, comenzó a mirar la fachada de la casa ante la suposición de que ésta aún estuviese dormida, pero tras comprobar que parte de las ventanas se hallaban abiertas, decidió pedir paso. No obtuvo respuesta. Postró su hombro izquierdo sobre el muro que rodeaba a la residencia y decidió esperar allí la llegada de la señorita Perl. En ese preciso instante fue consciente de que las fuerzas le estaban jugando una mala pasada, que su consistencia había menguado considerablemente y que sus piernas apenas aguantaban su peso corporal. Se agachó para masajear ambos abductores que parecían tensos y agolpados en una masa dura y dolorosa al tacto. -¡Ay!

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-¿Señor Low? Margaritte lo observaba con preocupación y con cierta perplejidad, para más tarde revestirse tras una actitud seria y hasta furibunda. Abrió la cancela que daba acceso al patio y cedió el paso a Jack que aún se resentía de leves molestias. La hierba comenzó a agitarse levemente para luego moverse con más celeridad. Margaritte corrió hacia la zona depositando en el suelo las bolsas de la compra. Una gallina de grandes dimensiones se había tomado la licencia de airear el desasosiego y la presión que producían tantas horas de encierro para darse una vuelta entre el frescor agradable de los arbustos y la cuidada hierba. Jack esperó sonriente a que Margaritte condujese al animal hasta la cuadra tras varias argucias. Finalmente, caminó hacia el lugar donde se encontraba su inesperado invitado y recogió las bolsas con un desparpajo y una irascibilidad totalmente palpable, lo que provocó una sensación extremadamente molesta en Jack que no vaciló en comentar. -Margaritte, entiendo su actitud hasta cierto punto, pero si he venido hasta aquí desde Fairfiel es porque tengo nuevas noticias en torno al caso. Margaritte se detuvo en seco y giró su rostro fijando sus ojos sobre los de Jack que

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permaneció inmóvil debajo del quicio de la puerta. -¿Me va a decir usted que no van a matar a mi sobrino? Porque si es alguna que otra cosa, de antemano le comunico que no me interesa. De verdad, le pido que sea consecuente con mis sentimientos y con mi sufrimiento, señor Low. Diga, ¡diga! ¿Qué es lo que ha venido a buscar ahora? ¡Hable! Margaritte depositó las bolsas sobre la encimera de granito oscuro de la cocina y dejó que aflorasen las lágrimas del desconsuelo entre gemidos que intentaba disimular apoyada sobre un poyete en el extremo izquierdo del habitáculo. Jack se acercó hacia ella sigilosamente y comenzó a acariciar sus flacos brazos de arriba hacia abajo. Notó cómo el dolor de Margaritte era el suyo propio y ambos permanecieron en silencio durante varios minutos. Una vez que el llanto cesó, Jack condujo a Margaritte hacia el sofá y éste tomó asiento junto a ella que había anclado su castigada mirada en la fotografía que había en el centro de la chimenea. -¿Y bien? -Verá Margaritte… He estado en Personville, en la casa de su hermana –murmuró visiblemente nervioso Jack con la voz

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temblorosa a la vez que se tocaba las manos-. Había sangre en su dormitorio, concretamente en la cortina. Margaritte permaneció en una quietud impermeable con la mirada perdida en el recuerdo. Su cuerpo comenzó a menearse y también procedió a tocarse los dedos. -Era sangre de ella según la comisaría de Personville. Como puede comprobar, necesito de su colaboración para conocer la verdad absoluta de los hechos. No he venido a molestarla, Margaritte, pero también hallé estas pruebas. Jack abrió su maletín con celeridad y rebuscó entre la tropelía de folios y enseres que albergaba. Extendió su mano hacia la de Margaritte que deambulaba de un lugar a otro inquieta, nerviosa, intrigada y en cierto modo coaccionada. Tras hojear la primera página, depositó los folios sobre la mesa y volvió a dar vueltas por toda la habitación. Jack la observaba concienzudamente. -¿Y? -Margaritte –intervino Jack algo agitado ante esa pregunta-, que Steven no era el padre de Charles, que posiblemente su hermana fue asesinada en su dormitorio y no en el lugar donde la hallaron junto con el cadáver de su

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cuñado y el cuerpo de su sobrino y que fuese quien fuese esa persona, la que mató a su hermana en el dormitorio, tuvo mucho cuidado con…. -¡Basta! –gritó fuertemente Margaritte levantando la mano-. Lo que usted haya investigado, si es eficaz para salvar a Charles de la ejecución, me parece estupendo, pero prefiero que se lo guarde. No puedo más con el asunto. Sí, mi hermana tenía un amante. Ella me dijo que quedó embarazada de Charles de manera natural, pero con el tiempo Steven comenzó a sospechar algo porque no conseguían otro embarazo. Y los rumores, ¡los dichosos rumores que aniquilan la privacidad de las personas! Eran los mismos que alimentaban los celos de Steven, los mismos que incitaron las peleas frecuentes entre ambos, los mismos que destrozaron a mi familia… Supe que Charles no era hijo de Steven por la confesión personal de Maggie ante un acto de arrepentimiento por el daño que esto causaba sobre Charles. ¡Él era consciente de todo lo que se decía en torno a sus padres! En fin –suspiró hondamente Margaritte con los brazos entrecruzados-, poco después murió y todo quedó en el aire. Si me va a preguntar quién es el auténtico padre de Charles, ahórreselo, señor Low. Yo sólo escuché y guardé lo que mi hermana me quiso contar por voluntad propia. Y desde mi punto

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de vista, esos papeles no salvan a Charles de la pena de muerte. Desgraciadamente, no. Jack guardó en su maletín los folios cuidadosamente para no perderlos entre la vorágine que yacía en el interior. Procedió a extraer la azucena celeste y se acercó sigilosamente a Margaritte que mostraba su impotencia y su fragilidad con la frente apoyada sobre la pared y completamente aletargada en su pesadumbre. -Este es un regalo que alguien quiso hacerle a su hermana ese día, con motivo de su cumpleaños. Es una azucena celeste del jardín de los Jason. Un regalo muy simple pero muy hermoso. Margaritte, admire la belleza de este tipo de flor. Margaritte apartó lentamente su rostro de la pared y giró su cuello con cierta dificultad. Permanecía exhausta y con los brazos entrecruzados. Jack mostraba la flor seca que Margaritte acogió entre sus manos con delicadeza y con una abierta sonrisa. Miró el retrato de Charles. -Señor Low, ¿dice que es del jardín de Carl y Teresa Jason? Si eso cierto, este regalo era de Charles. Le encantaban las azucenas que plantaban en la residencia de los Jason por capricho de Teresa. Además, su simplicidad y

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este lacito rosáceo colgando es típico en los detalles de Charles. Mmmmmm…. Margaritte se acercó hacia la chimenea mientras que se deleitaba placenteramente entre la textura de la flor seca sobre sus escuálidas manos. Jack no pudo evitar la emoción y hubo de focalizar su atención en algún otro aspecto si quería evitar el llanto. Miró su teléfono móvil y descubrió dos llamadas perdidas, ambas de su fiel secretaria y cuasi madre Celina. Observó de nuevo a Margaritte que ahora lo miraba de frente pero con una expresión dulce y melancólica. Se acercó a Jack entre una suave melodía que tarareaba lentamente mientras emulaba impregnarse del aroma de la azucena. -Esta canción le encantaba a Charles. Pertenece a la 4ª Sinfonía de Tchaikovsky. ¿Puedo quedarme con la azucena? Significa mucho para mí. Quizá sea el único recuerdo grato que me quede de ese día… Jack comenzó a agilizar el pensamiento con más tesón todavía. Un tibio resplandor se dibujó en su rostro ante la sorpresa de Margaritte que emitió un leve repullo. -Disculpe, Margaritte. Se la dejaría si no fuese el instrumento con el cual voy a lograr que Charles recuerde qué ocurrió el 23 de

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noviembre de 2.009 en el 123 de Yeagua Street en la ciudad de Personville. Margaritte esbozó una confortable sonrisa y abandonó la azucena sobre las manos de Jack que procedió a introducirla cuidadosamente en su maletín. Pero algo le sobresaltó. Margaritte se hallaba postrada junto a la ventana y con las manos sobre los labios tras emitir un fuerte repullo. -¡Oh! Jack, por favor… Jack se precipitó hacia la ventana y divisó cómo un hombre de complexión fuerte y estatura media, con la cabeza cubierta con un pasamontañas negro y con pantalones y camiseta también oscuros, saltaba la cancela de Margaritte ante el descubrimiento de ésta. Jack comenzó a gritar fuertemente, pero el individuo corrió calle abajo mientras que giraba el cuello de vez en cuando hacia donde ellos se encontraban. -Margaritte, debe de ser algún delincuente –comentó Jack intentando tranquilizar a la mujer que se hallaba inmersa en una especie de sudor frío y en un tímido temblor-. Calma, ya todo ha pasado. -Señor Low, estaba justo aquí, lo he visto frente a frente. ¡Nos estaba observando y

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escuchando! ¿Un ladrón haría eso y a estas horas de la mañana? Jack comenzó a deambular dubitativo por toda la habitación, cabizbajo y con una mano sobre la barbilla. Pero algo hizo que se parase en seco. El corazón comenzó a palpitar aceleradamente mientras caminaba sigilosamente hacia la puerta de entrada a la casa. Un sobre marrón yacía sobre la maqueta. Margaritte emprendió su paso hacia donde Jack se hallaba en cuclillas, aunque desistió en su curiosidad cuando éste alzó su mano para que se detuviese. Con el rostro desencajado, las manos temblorosas y el cuerpo inundado en sudor, introdujo el sobre en el interior de su maletín ante la atenta y perpleja mirada de Margaritte que se reponía del susto sobre el sofá y realizando varios ejercicios de respiración. -Margaritte, no se preocupe. Quien sea, va a por mí. Este sobre está a mi nombre.

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DÍA 8 Observaba minuciosamente todo el decorado de la sala de espera. El tiempo transcurría lento y su impaciencia estaba desorbitada y cabalgaba en desmesura por todos los rincones de su mente y de su cuerpo. Se levantó y comenzó a caminar por la superficie de mármol beige para anquilosar sus ojos en una planta que crecía enérgica y llena de salubridad detrás de la fina cortina de seda azulada. En ese preciso instante, comenzó a divisar la inconfundible figura de Charles y cayó en la cuenta de que mañana tenía concertada la vista con él. Quizá sería la última vez que hablara con su defendido, pero quizá también cabía la posibilidad de hallar antes de la ejecución el paradero de los Jason para que Carl y Teresa pudieran explicar el motivo de su súbita huída y qué grado de participación habían tenido en la masacre. A Jack no le cabía duda alguna de que Carl Jason era el verdadero padre de Charles y que Maggie Brown murió a manos de Steven o del mismo Carl. Pero necesitaba de esas confesiones, necesitaba un sólido soporte a unas conjeturas que no encajaban del todo en su puzzle mental.

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Una puerta se abrió y de ella una chica joven, de silueta esbelta y cabello claro recogido le señalaba que podía pasar. Jack se hizo con su maletín y caminó hacia el lugar donde se hallaba esa mujer que lo acogía entre una sonrisa agradable. Pero esa visita no era una visita de cortesía, no cabían falsas expresiones ni tampoco demasiadas adulaciones. George Bold le debía una explicación contundente y definitiva que justificase el abandono del caso Brown justo el día del comienzo del juicio y, lo que era más importante: por qué sólo se basó en conjeturas y suposiciones y no se molestó en indagar lo suficiente. Con el rostro serio y con una expresión irónica tomó asiento frente a Bold que parecía no entender el motivo de tal actitud esbozando una tímida sonrisa que se diluyó ante la indiferencia de Jack. -Señor Bold –inició éste la conversación mientras que fijaba su chaqueta con un porte lleno de seguridad dejando al descubierto su indignación para con su interlocutor-. Soy el abogado que retomó el caso Brown para representar a Charles a lo largo del juicio; es decir, para recoger sus migajas, los deshechos de su cobardía. Por eso estoy aquí. Quiero saber por qué abandonó el caso tras casi dos años inmiscuido en el asunto.

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Bold adoptó una postura aletargada y desvió la mirada del rostro impasible de Jack que pretendía acorralarlo entre su apreciable desdén. De este modo, Bold se levantó de su asiento y comenzó a caminar hacia un ventanal que yacía al fondo. -Verá, señor Low. Si ha repasado todas las pruebas obtenidas a lo largo del proceso, Charles Brown, siempre se declaró culpable de los hechos, con lo cual, poco se podía hacer aún en el hipotético caso de que fuese inocente. No tenía sentido acudir a un juicio cuya sentencia se conocía de antemano, más que nada, porque se reiteraba constantemente en su perenne culpa. Creo que es motivo de peso que justifica mi decisión, al menos para mí. -¡Pero no para mí! –exclamó Jack propinando un golpe seco sobre la mesa y provocando una sacudida sobre el cuerpo de Bold que se mantenía cabizbajo y apretando fuertemente las mandíbulas-. Señor Bold, tanto usted como yo sabemos que Charles Brown se declara culpable porque así se lo han hecho creer. Jack caminó algo más calmado hacia el ventanal donde se hallaba postrado Bold que ahora había optado por la inmovilidad. -Charles Brown se declara culpable… ¡Porque es incapaz de recordar absolutamente nada!

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Este grito en el oído de Bold hizo que aflorasen los nervios entre ambos, aunque éste último trataba de mantener la compostura mientras que invitaba entre gestos a Jack para que se aposentara frente a él. Bold comenzó rebuscar algo con ahínco entre sus cajones mientras que Jack emitía múltiples suspiros evidenciando su palpable estado de agitación. -¿De verdad cree que Charles es incapaz de recordar? Aquí tiene. Son unas pruebas practicadas por el doctor Larsson, médico psiquiatra. Miden la actividad cerebral de Charles. Estas pruebas se realizaron en ausencia de medicación, concretamente, Charles estuvo dos días sin medicación y no apreció ningún delirio ni signo de psicosis a destacar, mas que una simple ansiedad. Es cierto, todo esto pone de manifiesto que el cerebro de Charles funciona más lentamente que el de cualquier persona, pero mire cómo justifica Larsson el aletargamiento en el pensamiento y la memoria de Charles. Jack no daba crédito a lo que estaba escuchando. Todo volvía a esparcirse en el aire. Su batalla encarnizada se desplomaba ante su evidente derrota. -¿Recordó algo? –preguntó totalmente abatido y resignado en su pesadumbre-.

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-No, al menos no lo dijo. Por eso abandoné el caso. Señor Low, Charles sabe qué ocurrió ese día perfectamente, aunque como apunta el señor Larsson “las funciones de su memoria se ven alteradas por la excesiva administración de antipsicóticos y otros medicamentos depresores del Sistema Nervioso Central”. Por cierto, ¿quién sigue viéndolo? ¿El doctor Bryan? -Sí, efectivamente. Daniel Bryan. Mientras que George Bold mostraba su exasperación entrecruzando las manos sobre la robusta mesa de madera, Jack comenzó a divagar entre sus entresijos y sintió una leve punzada en el centro del pecho. Comenzó a hiperventilar y a sudar a borbotones, hecho que alertó a George que no dudó en levantarse precipitadamente para ayudar a su colega acercando hacia éste un vaso de agua. Jack no salía de su aturdimiento y notaba cómo las imágenes se tornaban borrosas y difusas a su alrededor. Colocó ambos dedos sobre su tabique nasal y siguió las instrucciones de la secretaria de Bold que intentaba calmarlo. Finalmente notó cómo volvía a ser dueño de su persona y cómo el temblor y el sudor iban menguando. -¿Se siente mejor, señor Low?

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-Sí, mucho mejor –repuso Jack ante la sonrisa tibia de sus dos acompañantes a la par que se incorporaba del asiento con suma firmeza. Su irascibilidad era algo más que notable en la expresión de su rostro-. George, me ha servido de gran ayuda todo lo que me ha contado. Mi máxima gratitud a ambos… Conducía con el pensamiento eclipsado en la contradicción más taxativa y férrea. No ocultó su furia cuando penetró en la sala de espera de la consulta de su amigo Daniel Bryan y llamó a la puerta a pesar de la negativa de la secretaria que le indicaba un acceso denegado. Logró deshacerse de los gruesos brazos de la mujer y giró el pómulo de izquierda a derecha. La puerta no cedía ni un milímetro. -¿Quién es? -Doctor Bryan, se trata de su amigo Jack Low. Lo siento, pero parece ser que no tiene espera. Daniel Bryan se asomó por una pequeña rendija y pidió tranquilidad a Jack que se hallaba postrado sobre una pared desértica justo en frente y a la izquierda de la rechoncha secretaria, cuya confusión dejaba al descubierto meneando la cabeza hacia la figura de Jack con los brazos entrecruzados, la mirada fija en su jefe y una ceja alzada.

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-Jack, amigo. Toma asiento en la sala de espera. Apenas me quedan diez minutos con este paciente. Terry, aplázame la cita siguiente. Di que ha surgido una urgencia. Hasta ahora. Los minutos transcurrían lentos entre aquel apacible habitáculo armoniosamente decorado. Alzó la cortina anaranjada y observó a la gente transitando de un lugar a otro con prisas y estrés. En ese instante pensó que quizá focalizaba en los demás lo que él mismo sentía. Pero el inigualable sonido de su teléfono móvil lo aparcó de su despiste súbitamente. -Jack, soy Celina. ¿Tienes algo para apuntar? Es importante. Jack comenzó a rebuscar azarosamente entre sus pertenencias y vislumbró la azucena celeste que le recordó la cita que tenía concertada con Charles para mañana. Halló el cuaderno de notas que albergaba sus indagaciones y arrancó una hoja de cuajo mientras que sujetaba el móvil con su hombro y la parte derecha de su mandíbula. -Dime Celina. -Tengo la dirección de los Jason. Como te dije, ahora residen en Perryton, en el 186 de Ockle Street. ¿Te lo repito?

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Daniel lo observaba desde el amplio pasillo mientras que despachaba a su cliente que parecía una especie de momia aletargada en unos movimientos pesados y dirigidos. Jack guardó sus enseres y caminó hacia la puerta del despacho de Daniel despreciando la mano que éste le había tendido en señal de cortesía. Dejó caer su maletín sobre la maqueta y se apoyó sólidamente sobre la gran mesa de trabajo de su amigo para mirarlo fijamente. -¿A qué se debe tu actitud, Jack? Cualquiera diría que tengo yo la culpa de… -¡Es posible, sí! –exclamó Jack ante la expresión atónita de Daniel que abrió los ojos emitiendo un leve espasmo-. Sabías lo de Larsson, sabías que Charles puede recordar si le bajas la dosis de los medicamentos… Lo sabías, ¿verdad? Oh, Dios mío… ¿Qué me queda más por descubrir en este turbio asunto? ¿Qué? Daniel se desprendió de su aturdimiento para acudir en ayuda de Jack que parecía experimentar un incipiente ataque de ansiedad. Lo condujo hacia una camilla y controló sus constantes vitales a pesar de la resistencia por parte de éste que, entre jadeos varios, no paraba de moverse y lamentarse por doquier. Una vez que la agitación psicomotora dio paso a una relajación moderada, Jack se incorporó levemente pero aún parpadeando

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constantemente ante la nebulosa que cubría su mirada. El médico lo observaba plácidamente mientras que le pedía silencio colocando una de sus manos sobre su estómago. -Jack, creo que te estás involucrando demasiado en todo este asunto y, al final, Charles morirá y tú cargarás con un peso que no te corresponde. Escúchame bien porque me has acusado de algo muy grave y no te lo voy a consentir, a pesar de la amistad que compartimos: si Charles es capaz de recordar lo más mínimo, nos está engañando a todos, con lo cual si se declara culpable, es culpable. No sabía nada de las indagaciones de Larsson al respecto… -Daniel, me han vuelto a amenazar –comenzó a murmurar Jack con el rostro aún desencajado y los labios blanquecinos-, me están siguiendo, sé que a Maggie Brown la mataron en su dormitorio, que tenía un amante que es el padre de Charles porque Steven era estéril… ¡Alguien tuvo que ayudar a Charles si es que él lo hizo! ¿Por qué me siguen si no hay nadie más implicado? ¿Puedes traer mi maletín? Tras un hondo suspiro, Daniel se encaminó hacia donde se hallaba tirado, en posición horizontal, el maletín de Jack y con el pensamiento fatigado tras las indagaciones y el estado de agitación que presentaba su amigo.

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Jack comenzó a extraer manojos de folios mientras que verborreaba sin ton ni son esparciendo éstos por toda la superficie de la camilla. -¿Me crees ahora? Sí, en casa de Margaritte Perl. Ella misma descubrió al tipo asomado en la ventana… ¡Escuchándonos! Y cuando vi el sobre marrón, imagínate lo que sentí. Aquí hay algo turbio, amigo, algo muy muy turbio y lo que más me duele es que no dispongo de apenas tiempo para demostrar absolutamente nada. Por cierto, ¿cómo está Charles? Mañana tengo una vista con él.

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DÍA 9 Alguien lo zarandeaba con vigor y comenzó a sentir las palmas de unas manos que le propinaban pequeños golpecitos sobre un rostro que se negaba a responder ante estímulo alguno. Los párpados le pesaban y desistió en su empeño de abrir los ojos para derrumbarse de nuevo sobre el colchón. Pero un destello de luz azotó su aletargamiento con brío y despertó de súbito ante la mirada vigilante de Celina y la expresión preocupada de Daniel Bryan que proseguía con unos leves zarandeos sobre su cuerpo. -¿Qué ha pasado? ¿Qué hora es? Celina abandonó la habitación algo más tranquila, aunque mostraba su exasperación contundente en la rigidez de sus gestos. Daniel tomó asiento junto a Jack que se frotaba los ojos constantemente mientras fruncía su ceño y colocaba sus manos sobre la frente. -Sufriste un ataque de ansiedad ayer en mi consulta –respondió finalmente Daniel ante el estado atónito de Jack que ahora lo miraba sorprendido y algo agitado-. Te desmayaste y hube de medicarte. Llamé a Celina y los dos te

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hemos acompañado durante toda la noche. Jack, has de cuidar tu salud psicológica, amigo. Todo esto te está pasando acuse de recibo. Tras permanecer impasible y extraviado en las explicaciones del psiquiatra durante varios minutos, alzó álgidamente las sábanas y comenzó a rebuscar entre su armario mientras que giraba constantemente el cuello para comprobar la hora. Celina penetró en la habitación con una bandeja que albergaba un suculento desayuno y que finalmente fue colocada, tras la insistencia reiterada de Jack, sobre una mesita de noche. Daniel intercambió una mirada cómplice con Celina mientras negaba con la cabeza mostrando su indignación y abatimiento, emociones que ambos compartían en ese momento. -¿Se puede saber qué os pasa? Tengo la cita con Charles dentro de unas horas y he de viajar hacia Sugar Land de inmediato. Daniel, Celina, sois mis mejores amigos pero esto es una carrera contrarreloj y no hay tiempo que perder –explicaba Jack entre gestos desorganizados y con los ojos desorbitados a la par que elegía el atuendo adecuado para la ocasión-. Y sí, entiendo vuestra preocupación, pero cualquiera puede sufrir un desmayo por un ataque de ansiedad, ¿o no? Anda, amigo, contesta y quítame la poca razón que me queda…

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Daniel y Celina abandonaron el apartamento de Jack intercambiando serias muestras de frustración e impotencia. Por su parte, Jack revisó todo el contenido de su maletín y emprendió el viaje hacia Sugar Land. La humedad se palpaba desde el exterior del edificio, así como la penumbra de la soledad, el aroma inconfundible de la muerte, la asfixia de la libertad, el ahogo de ilusiones, decisiones y opiniones. La Cárcel de la Unidad Central era el fiel reflejo del pánico en su estado más severo. Penetró por un largo pasillo tras enseñar su documentación acreditativa e identificativa a un guardia de seguridad y caminó hacia el lugar señalado por el mismo. El olor a tabaco rancio, a podredumbre, a vacío y a féretro nauseabundo en el ambiente era simplemente exuberante y condenaba a los sentidos al terror psicológico de la soledad más cruel y amarga. Esperó sentado en una habitación oscura y bajo la férrea vigilancia de dos guardias anquilosados a ambos lados de las sucias paredes de cal. El frío calaba por los poros de la piel. Un grito ensordecedor provocó un estado de alerta en Jack que hizo que se levantase repentinamente, aunque fue obligado a tomar asiento y hubo de presenciar los lamentos insaciables del condenado a muerte cuando las agujas del reloj estaban a punto de marcar las doce del mediodía. Por

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leves instantes, Jack sintió cómo toda la urdimbre que divagaba por los subterfugios de su mente se dispersó en la clandestinidad de dolores ajenos que ahora lo torturaban impiadosamente. Resoplando profundamente y con las manos aferradas a la función de sus tímpanos, intentó enclaustrar su pesadumbre en el ambiguo disimulo. Poco a poco, la puerta comenzó a abrirse y por ella se colaba el ruido agónico a lo lejos que lo mantenía en tal estado de perturbación. El aroma a muerte colapsaba sus fosas nasales de un modo cruel e impiadoso. Levantó su triste mirada y dio libertad a sus oídos ante la cercanía de la imagen aletargada y moribunda de Charles que era dirigido hacia un sucio cristal bajo la presión de un hombre alto y grueso que animaba sus movimientos entre empujones y zarandeos varios. Jack se acercó sigilosamente hacia el agujero a través del cual se veía obligado a conversar con Charles, aunque no vaciló en mostrar su desazón más extrema entre gestos de derrota ante los cuales su interlocutor parecía inerte. Titubeante y tembloroso, Jack miró a los dos guardias que custodiaban la escena y obtuvo la afirmación de éstos. -Hola Charles. ¿No te alegras de verme? Soy Jack y he venido a verte. No me he olvidado de ti ni por un instante.

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Charles permanecía inmóvil y cabizbajo, con los hombros desarmados bajo un pijama raído y sucio de tergal. Apenas podía percibir una mínima expresión de aliento en su cuerpo. -Veo que no tienes muchas ganas de hablar –musitó Jack mientras que comenzó a tantear el interior de su maletín-. Te traigo varios regalos. Jack depositó sobre el polvoriento soporte de madera que los separaba el “Lieder” de Beethoven y los “24 Caprices Pour Violon Solo” de Nicolo Paganini” mientras que comenzó a tararear torpemente la 4ª Sinfonía de Tchaikovsky. Charles alzó la mirada paulatinamente y una lágrima resbaló por su demacrado y enfermizo rostro hasta perderse por los subterfugios de su cuerpo. Un destello de luz se reflejó en sus ojos y Tchaikovsky cobró intensidad en las cuerdas vocales de Jack que emitía una plácida sonrisa cuando se percató de que Charles había reconocido ambos CD,s. -Gracias Jack, aunque esta sinfonía tiene otros acordes. Escucha. Charles comenzó a entonar una plácida melodía acompañándose del chasquido de sus uñas contra la sucia madera. El ritmo era perfecto y el sonido había sido obtenido a la

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perfección. Los ojos de Jack daban muestras de admiración y de exasperación al mismo tiempo. Hubo de extraer un pañuelo de su bolsillo para limpiar las incipientes lágrimas que sobresalían de sus párpados. -¿Te ha gustado? Aún me acuerdo perfectamente, aunque lo hacía mejor con el clarinete. Me alegro de verte, amigo. Tragó saliva porque sentía cómo algo se atascaba en su tráquea y miró a Charles fijamente preguntándose hasta qué punto su memoria era capaz de recordar. En ese momento, se le vino a la cabeza el informe del doctor Larsson ofrecido de manos de George Bold y abrió de nuevo aparatosamente su maletín ante la perplejidad de Charles que parecía no comprender la actitud de su visitante. Finalmente, Jack acercó hacia el agujero una flor seca de tonalidad grisácea y con una cinta rosa que colgaba mal puesta y visiblemente arrugada de un tallo aplastado y quebrado por las extremidades inferiores. -Mira bien esto, Charles. ¿Te recuerda a algo? Obsérvala, tómate tu tiempo e intenta recordar como todos los días te lo pide el doctor Bryan. ¡Vamos!

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Charles detuvo sus desencajados ojos sobre aquel objeto mientras que negaba con la cabeza. Finalmente, optó por mostrar su abatimiento entre una postura alicaída que descubría su nueva derrota ante tal petición. -El señor Bryan hace días que no viene por aquí. Ya ni siquiera recuerda que fui su paciente. Quizá se haya resignado a la idea de que mi muerte es inminente y mi memoria no desea pulsar al “play”. Jack, usted debería de hacer lo mismo. La cara de Jack empalideció y en su inmovilidad puso de manifiesto su máxima perplejidad ante tal apunte sobre Daniel, mientras que trataba de acercar la flor seca al campo de visión de Charles que se retorcía en su incapacidad. De repente, los guardias de seguridad acudieron rápidamente hacia el cuerpo de Charles que experimentó una fuerte sacudida, propinándose un duro golpe intencionado sobre la polvorienta madera. Jack se distanció del cristal ante tal reacción. -¿Qué te ocurre, Charles? ¿Qué le ocurre? Charles comenzó a retorcerse con todas sus fuerzas mientras que emitía palabras en voz alta totalmente ininteligibles. Luchaba con fiereza contra los guardias de seguridad que se vieron obligados a anclar su torso sobre la madera para esposarlo urgentemente. Los ojos

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de Charles yacían inamovibles sobre la seca azucena celeste. -Un brote psicótico. Señor Low, visita acabada. Vienen los servicios de emergencia. Impasible y con la imagen de su defendido circulando volátil sobre su mente, Jack se mostraba reacio a centrarse en las obligaciones que le requería su profesión dentro del bufet para el que trabajaba. Extraviado en todas sus conjeturas sin hallar un punto de unión exacto, barajó la posibilidad de viajar de inmediato a Perryton para atar todos los cabos sueltos que le quedaban. Varios golpecitos sobre la puerta hicieron que su atención se avivase para ahora clavar su cansada mirada y su rostro compungido en el de Celina que parecía compartir las mismas emociones. La secretaria tomó asiento sigilosamente y guardando un silencio total. Portaba un folio sobre sus manos que se deslizó sobre la mesa de trabajo de Jack. Ninguno de los dos estaban dispuestos a romper las barreras del silencio que ahora los separaba en demasía. Jack sentía la distancia hostil de Celina en todos sus gestos y expresiones. Era sumamente consciente de que ésta había adoptado una postura lejana en todo lo que concernía al caso Brown, bien porque su estado de salud psicológico últimamente lo llevaba al borde del colapso, bien porque todo lo expuesto por él en torno a sus indagaciones no tenían un soporte lo

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suficientemente sólido para Celina o simplemente porque ella pensaba que no había nada qué hacer al respecto, aspectos que parecía compartir con su amigo Daniel Bryan que le debía una explicación más que contundente por no visitar a Charles durante varios días. No obstante, y visto el penoso estado de su defendido, a veces sorprendente por su agudeza para captar ciertos recuerdos y otras denigrante por no rescatarlos, dejó aparcado en su lista de labores una inminente conversación con Daniel puesto que el reloj seguía moviendo las agujas en su contra y no había tiempo alguno que perder. Ahora primaba la necesidad de hablar con los Jason y despejar la única incógnita en la cual quizá se hallase la llave maestra para resolver el crucigrama. La mirada fija de Celina le comenzaba a intimidar y lo que yacía en aquel folio impreso, también. Tomó la hoja entre sus manos y después de repasar varias líneas de manera vivaz y ágil, suspiró hondo y agachó la cabeza intentando ocultar su frustración y derrota. Celina se incorporó y se acercó hacia el cuerpo abatido de Jack que vaciaba su ira propinando golpes secos sobre las patas de la mesa entre lamentos múltiples. -Jack, has hecho todo lo que has podido y más. Lo siento, pero ya es hora de que descanses. No hay nada qué hacer contra esto.

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Jack rompió su rabia en un llanto sórdido y se abrazó a las piernas de la secretaria que comenzaba a asir su cabello y la parte superior de su espalda mostrándole su máximo apoyo. Una vez que los gemidos se dispersaron, Jack anquilosó su furibunda mirada sobre el folio y lo cogió entre sus manos para retorcerlo con ahínco mientras que apretaba fuertemente los dientes entre un alarido leve producto de su revuelto estado emocional. -Celina, voy a Perryton. Aunque Charles sea ejecutado pasado mañana, necesito saber la verdad. Ya me he implicado demasiado y no puedo quedarme con mis dudas deambulando y torturando a mi mente impiadosamente. Sé que estoy a un paso de lo cierto, y ese paso se halla en Perryton –sentenció Jack seriamente ante la expresión arrogante de Celina que mostraba su disconformidad con un fuerte portazo-. ¡Adiós!

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DÍA 10 Mientras que atravesaba las calles y avenidas de Perryton en el interior de un taxi, sintió cómo la soledad y otras emociones emergentes y solapadas en una angustia cruel que le impedía respirar con normalidad, lo golpeaban con tesón sobre la levedad de un tiempo que ya se escurría entre sus dedos, sobre todo un camino forjado intentando sortear obstáculos insalvables en busca de la justicia, entre la fragilidad de una mente y un cuerpo que parecían haberse divorciado de sus funciones específicas para retomar senderos diferentes y alejados sin pedir permiso previo. Miró el reloj y una punzada aguda aceleró su ritmo cardiaco hasta obligarlo a desatarse la corbata y desabrocharse varios botones de la camisa. Las doce del mediodía se acercaban a su reloj; se hallaba a tan sólo 24 horas del fatídico desenlace. Vislumbró a Charles entre los alaridos de la Cárcel de la Unidad Central en Sugar Land pero sin oponer resistencia ante la crueldad de su designio. Una lágrima se escurrió por su rostro.

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El cielo de Perryton se hallaba grisáceo y colmado de nubes negras y espesas que auguraban lluvia inminente. Jack comenzó a salir de su particular aturdimiento cuando observó cómo el taxista no hacía más que mirar por el retrovisor de manera instantánea y entre varios suspiros y algunos murmullos. -¿Queda mucho para el 186 de Ockle Street? –preguntó Jack en un tono apagado y seco, como su estado anímico que no vacilaba en ponerle mil trabas para culminar su labor-. -No, ya estamos llegando. Verá, he observado que desde el aeropuerto un coche negro nos anda siguiendo. Quizá sean suposiciones mías o que usted ha traído consigo a algún enemigo a bordo… Jack comenzó a mirar por los cristales de manera desesperada y visiblemente agitado. Cuando desvió sus ojos hacia la parte trasera, vislumbró el vehículo al que se refería el taxista y un escalofrío intenso recorrió todo su cuerpo. No había duda, conforme más se acercaba hacia la verdad, alguien se encargaba de torturarle con amenazas de todo tipo. Con las manos temblorosas y el rostro desencajado, buscó afanosamente entre sus enseres el teléfono móvil que no paraba de sonar. Celina insistía en hablar con él.

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-Jack, menos mal que te localizo. Verás, me ha llegado la respuesta del Tribunal de Justicia, vamos, desde la Suprema Corte y a nombre de Jenny Rowner que creo que fue la misma jueza que dictaminó la sentencia de muerte de Charles. Bueno, lo siento. Finalmente han desestimado tu petición puesto que no han llegado esas pruebas fehacientes de las que hablaste para declamar una prórroga. Supongo que las enviaste, ¿o no? Jack apartó el teléfono de su oído y giró de nuevo el cuello hacia atrás ante la brusca curva que el taxista había realizado para adentrarse por una callejuela estrecha repleta de locales y de viandantes. El coche negro que los seguía, por momentos, había desaparecido de su campo de visión. -Celina, escúchame. Si las mandé o no es lo de menos. Lo importante es que mañana es el día de la ejecución de Charles y estoy más que seguro de que tengo al culpable en mis manos. Estoy en Perryton y me están siguiendo. Localiza a Daniel y dile que vaya en cuanto pueda a Sugar Land para ver qué tal se encuentra Charles. No hay tiempo que perder. En caso de que me ocurra algo, avisa al FBI de inmediato y diles que estoy amenazado de muerte por indagar en el caso Brown. No balbucees ni te sobresaltes, intenta estar tranquila. Luego te llamo.

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El taxista aparcó frente a una zona residencial y con el dedo índice de su mano derecha apuntó hacia una casa con la fachada en marrón fuerte y el quicio de las ventanas en color claro. -Creo que ése es el 186. Jack llamó varias veces al timbre, observando espontáneamente sus alrededores por si atisbaba algún vestigio del coche negro que lo había seguido desde que arreció en el aeropuerto de Perryton. La situación aún era más incómoda puesto que un bulldog no dejaba de mirarlo, desde el interior de la casa, con los colmillos sacados y emitiendo varios ladridos. Nadie respondía. Ante la atenta mirada del animal, comenzó a vislumbrar el interior de la residencia asomando sus fatigados ojos por los sólidos y fuertes barrotes de hierro que la protegían. El jardín se hallaba en perfecto estado y en una pequeña superficie a la izquierda había cultivadas una flores de colores que rebosaban de salud y de vida. Jack se detuvo en seco y de nuevo comenzó a realizar el mismo recorrido, corroborando que las dimensiones del jardín estaban dispuestas de la misma manera que la casa ubicada en el 121 de Yeagua Street en Personville. Un hombre se acercaba azarosamente por la acera portando sobre ambas manos unas bolsas y arrastrando una cojera de

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envergadura. Comenzó a mirarlo desafiante y empezó a gritar despavorido ante la presencia de Jack. El bulldog aumentó sus ladridos en volumen e insistencia. -¿Se puede saber quién es usted y qué hace mirando mi casa? -Tranquilo, señor. Busco a Carl y Teresa Jason. Soy el señor Jack Low, abogado de Fairfiel. En ese preciso instante, un vehículo oscuro se precipitó carretera abajo invadiendo la acera. Jack empujó al hombre hacia el suelo y ambos cayeron sobre la superficie con los ojos cerrados. No hubo tiempo para divisar al conductor del vehículo, no hubo tiempo para tomar nota de la matrícula del mismo… Sólo se les concedió el necesario para poner sus vidas a salvo. -Pero… ¿qué pretendía ese mal nacido? Yo soy Carl Jason –murmuró el hombre mientras se levantaba del suelo sacudiéndose los pantalones con ayuda de Jack que también ordenaba el contenido de sus bolsas-. Dígame, ¿qué quiere de mí? -Ahora mismo sólo le pido que abra de inmediato la puerta si no quiere que usted y yo fallezcamos en otra embestida.

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Visiblemente nerviosos, ambos penetraron en el interior de la residencia y ante la constante vigilancia del bulldog que los siguió hacia la puerta de entrada al edificio. Carl se aseguró de cerrar bien la cancela mientras que Jack se colocaba la chaqueta a la par que tomaba aliento. Un olor a jazmín lo cautivó en la belleza del ambiente que pronto se dispersó ante la fija y desafiante actitud de Carl que aclamaba una explicación a todo lo acontecido y a su visita repentina. -¿Y bien? ¿Quién era el del coche? ¿Quién es usted? ¿Qué quiere de mí? -Verá… Todo tiene una explicación. ¿Me permite que tome asiento? Tras la conformista afirmación de Carl Jason con la cabeza, ambos se sentaron frente a frente y tras los alrededores de una bonita mesa de cristal. Jason apoyó sus brazos sobre las piernas y cruzó las manos esperando que Jack iniciase el diálogo. Comenzó a mover sus pies de arriba a hacia abajo insistentemente. -Señor Jason, soy el abogado defensor de Charles Brown que mañana será ejecutado tras el dictamen del Tribunal Superior de Justicia de Texas, acusado de asesinar a sus progenitores. Tras haber visto algunas incoherencias en torno al caso y a sabiendas de que apenas tengo tiempo para demostrar nada,

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me he molestado en viajar hasta Perryton para conocer su aportación, y la de su señora Teresa, en torno a tal acontecer. Jason se incorporó meditabundo con las manos en ambos bolsillos y se acercó sigilosamente a una ventana con el paso aletargado en su perceptible cojera. Apenas podía hablar. Las lágrimas comenzaron a aparecer sobre sus arrugados párpados. -Teresa murió –musitó finalmente sin ocultar su desazón-. Hace apenas siete meses que decidió abandonar la vida por voluntad propia. Supongo que es el precio que tuvo que pagar tras tantos años de sufrimiento y de pelea con la depresión y la neurosis, pero así es la cruda realidad. No tengo hijos. Siempre amé a Teresa por encima de mí mismo y supe que un embarazo era totalmente incompatible con su medicación. -¿Está usted seguro de que no tiene hijos? –indagó Jack con suspicacia algo más calmado mientras que se acercaba al lugar donde Carl había anclado su caminar-. El señor Steven Brown era estéril, por lo cual, Charles no llevaba su sangre. Bien se sabe en Personville que Maggie Brown era “mujer de calle” y lo que es más curioso, motivo por el cuál he viajado hacia aquí… ¿Por qué se marcharon en cuanto…

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-¡Quiere usted callarse de una puñetera vez! –gritó Jason expresando su furia con el puño cerrado frente al rostro de Jack-. No sabe ni de qué habla. ¿Y dice usted que es el abogado defensor del pequeño Charles? Con razón lo han condenado a pena de muerte… Jack permaneció impávido mientras que Jason se precipitó hacia una mesa pequeña en madera oscura rebuscando algo en el interior de un cajón. -Aquí, aquí está… Jack tomó de nuevo asiento, aunque sentía cómo todo se desmontaba sobre sus hombros. Sus conjeturas se habían deshecho bajo el aplomo de la realidad terca que se postraba ante sus ojos. -Usted ha venido hacia mi casa para preguntarme por qué nos fuimos de inmediato cuando supimos sobre la masacre, ¿no? Mire este papel. Es el informe forense del psiquiatra que atendía a Teresa tres días después. Teresa nunca supo de esos asesinatos, hube de engañarla con mil argucias para protegerla, aunque no sé si con tan sólo una hubiese bastado… Y sí, Maggie Brown tenía un amante, pero desconozco si era o no el padre del pequeño Charles. No sabía lo de Steven, aunque eso puede justificar sus enfermizos celos que eran la causa principal de las

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continuas disputas en la residencia de los Brown. ¿Sabe? Yo acogí a Charles en mi casa como a un hijo y lo traté tal cual. Teresa también lo quería muchísimo y ambos sufrimos cuando lo vimos fracasar en sus estudios y en su vida por culpa de tanta pelea y del ambiente irrespirable que yacía por todos los rincones de ese hogar. Nunca creí que Charles asesinase a Steven y Maggie, ¡jamás! Esa misma mañana me pidió permiso para arrancar una de las azucenas celestes que había plantado ese año por complacer los caprichos de Teresa, y ambos rebuscamos un lazo rosáceo, creo, para que le regalase tan bella flor a su madre por el día de su cumpleaños. Recuerdo que Teresa se quedó dormida en el sofá debido a la medicación y Charles y yo salimos sonrientes de la que era mi casa. Pero Steven venía furioso, ni siquiera respondió ante el llamamiento de su hijo que se precipitó escaleras abajo con la tímida azucena entre sus manos. Decidí atender a Teresa, sabía que otra discusión menguaría las fuerzas sobre el castigado cuerpo de Charles y… pasó lo que tenía que pasar. Hacía tiempo que Jack había perdido el hilo de las explicaciones de Carl Jason, justo cuando comenzó a leer el folio mal doblado y amarronado que éste le había entregado con el informe médico sobre el estado de salud mental de Teresa. Suspiró hondo, deslizó el papel sobre la mesa acristalada y emitió un

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fuerte alarido que alertó a Carl en desmesura mientras que se ponía en pie para pegar un sórdido golpe sobre una de las paredes. -Señor Jason –intervino finalmente intentando esquivar su agonía-. Ponga el broche de oro y confírmeme que el amante de Maggie Brown es quien ha plasmado su rúbrica ahí. Carl asintió con la cabeza mientras que tomaba el papel entre sus manos. Cogió a Jack de uno de sus hombros y comenzó a zarandearlo levemente para que menguase su llanto, pero su cuerpo se desplomó abatido sobre el suelo entre sollozos múltiples y maldiciones varias. -Nunca lo he dicho, señor Low, pero estoy seguro de que cuando Steven penetró en la casa, él estaba con Maggie. Y ahora que lo noto algo más calmado o quizá confuso por su expresión, le ruego que trate de ponerse en mi lugar acerca de cómo se sentía Teresa cada vez que veía a su propio médico subiendo las escaleras que conducían al interior del 123 de Yeagua Street en Personville. La pobre creyó padecer hasta de alucinaciones. Por supuesto, el que le he enseñado fue el último parte que este señor hizo sobre el estado de salud de Teresa, y aún así decidió abandonarme para siempre… ¿Se encuentra usted mejor?

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DÍA 11 Supongo que por la adversidad de las circunstancias y la improvisación desmesurada de las mismas, debería sentirme triste y agónico a tan sólo escasos minutos, o puede ser que alguna hora, de mi fatal desenlace. Pero lejos de arrastrar un estado de ánimo acorde con el término de mi vida, más bien siento todo lo contrario porque hace apenas un día que me liberé de mi personal tortura, la que me mantenía en un estado de shock que ni yo mismo era capaz de dilucidar y mucho menos de buscar una alternativa viable a poner una imagen entre el muro angosto de mis recuerdos. Creo que fue en el preciso instante de ver aquella marchitada azucena postrada sobre la ventanilla y ante la insistencia de Jack porque me centrase en su minuciosa observación. Sobrevino la catarsis de mis emociones y creí perder el control de mi torpe consistencia, para despertarme horas más tarde entre una apacible sonrisa y un sosiego desconocido en mis últimos años de vida. Sólo espero que le hagan llegar a Jack mi mensaje antes de las doce porque quizá sea la última y única vez que pueda gritar a los cuatro vientos mi certera inocencia.

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He saciado a mi descuidado estómago de suculentas viandas y me he recreado entre el agua tibia que emanaba del grifo de la ducha, para luego deleitarme entre la placidez de nítidas imágenes que corroboran mi inocencia y alimentan el ansiado descanso de una conciencia que hoy se abre al mundo para descansar sobre el reposo de la tranquilidad más absoluta. Resulta todo tan paradójico que hasta tengo ganas de reírme de mí mismo, aunque pienso que eso también forma parte de la existencia humana y más de ésta que despierta justo el día programado de su muerte. Ese día era el cumpleaños de mamá y le pedí al señor Jason que me ayudara en elegir el regalo adecuado para ella. No conozco los motivos, ni tampoco me interesan en demasía, pero momentos antes llamé varias veces a la puerta de casa y nadie me quiso abrir, a sabiendas de que mi madre se hallaba en los interiores del 123 de Yeagua Street. Fueron muchos los momentos similares vividos, la ignorancia calando por los poros de mi piel e hiriendo mis sentimientos de forma aguda y reiterada, frenando a latigazo limpio y seco mis emociones entre disputas que arrancaban de cuajo cualquiera de los cada vez más leves objetivos que me marcaba en mi sendero. La hostil y caótica relación entre mis padres me sumergió en un amargo sufrimiento y un estupor férreo que

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atenazaba continuamente mi estado anímico para anquilosarlo en una soledad elegida de la que no quería desprenderme. Es fácil juzgar cuando no conoces las circunstancias de la persona o inferir erróneamente sobre hechos a través de la arma frágil de la percepción. Y hablo de su inestabilidad y oquedad porque ésta puede variar tantas veces así como sean las ocasiones en las que gires el cuello hacia otro lugar y en distinta dirección. Pero, no obstante, nunca me importó lo que pensaran acerca de mi actitud o simplemente no quería hacerme partícipe de la mirada del otro porque era yo y sólo yo el protagonista de mi particular duelo. Fueron muchas la noches en las que deposité mi angustia sobre las sábanas de mi cama mientras me tapaba los oídos con la almohada para huir de otro altercado más entre ellos, así como fueron múltiples las ocasiones en las que me pregunté si verdaderamente yo ocupaba algún lugar, por minúsculo que fuese, en sus alocadas vidas. Desde esta óptica, sí, podría haber sido el asesino de mis progenitores y razones personales como las que acabo de exponer abalarían mi depravado acto, pero alguien lo hizo por mí mientras que colocaba un lazo rosa sobre la azucena celeste que finalmente, con la ayuda del señor Jason al que le expreso

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mi tácito agradecimiento desde la opaca esfera en la cual me hallo recluido, era el regalo elegido para mamá en su cumpleaños. No puedo vislumbrar con certeza absoluta qué me ocurrió cuando los vi ahí a los dos, encharcados entre sus propias sangres que a la vez es la misma que corre por estas venas que pronto pasarán a la historia, pero sí tengo la autoridad absoluta para declamar mi inocencia por vez primera aún siendo el día asignado para poner el punto y final a mis andaduras tórpidas y confusas por este dicotómico camino llamado “vida”. *** Rompió de súbito a golpe de codo la resistencia impuesta por la secretaria de Daniel Bryan y comenzó a forzar la puerta aparatosamente agitando el pomo de un lado a otro y propinando todo tipo de golpes sobre la robusta madera. No le importaba la intensidad con la que sonaba su teléfono móvil, ni tampoco el miedo que provocó entre los observadores que se hallaban en la sala de espera y que se agolparon arrinconados en una esquina con los cuerpos entumecidos y aletargados en el temor. No había una respuesta desde el interior y su desesperación cobraba brío por milésimas de segundo. Un pequeño desvanecimiento y un agudo dolor de cabeza, pero nada menguaba su propósito ni la intensidad de sus objetivos. Mientras se secaba

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la frente con un pañuelo grisáceo y resoplaba profundamente, vislumbró la figura implacable de Daniel que penetraba por el pasillo en dirección a su consulta. El pulso comenzó a acelerarse y los impulsos lo llevaron a postrar ambos manos sobre el cuello del psiquiatra entre alaridos desquiciados y amenazas furibundas. -¿Por qué, mal nacido? ¿Por qué? Lo sé todo, absolutamente todo. Hoy matarán a un inocente por tu culpa, maldito hijo de puta. Daniel hizo un gesto con la mano y la secretaria corrió despavorida entre las inmediaciones de la planta. La gente decidió girar el cuello entre murmuraciones varias intentado poner una tela imaginaria ante tan dantesco y bochornoso panorama. De repente algo se clavó en su pierna propinándole un angustioso dolor que poco a poco iba menguando sus fuerzas hasta borrar su visión por completo para caer sobre la fría superficie inconsciente y abatido en su frustración y su delirio. Un terrible dolor de cabeza azotaba a unos párpados que se resistían a abrirse por completo. Vislumbró un habitáculo ordenado entre la fragilidad de su campo de visión que hizo que de nuevo se desplomase. Golpes secos sobre la puerta, sacudidas impiadosas a los cristales de las ventanas y finalmente un

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estruendo ensordecedor que agitó su letargo hasta desatarlo del entumecimiento emocional en que se hallaba inmerso para incorporarse de súbito. -FBI, no se mueva de donde está y no oponga resistencia alguna si no quiere que tomemos medidas más drásticas –apuntó un agente que se acercó hacia él para esposarlo por la espalda-. Queda usted detenido por doble asesinato. Tiene derecho a un abogado y a guardar silencio hasta que pase a disposición judicial. Miró fijamente el rostro compungido de Daniel Bryan y parpadeó en numerosas ocasiones intentando esquivar su perplejidad para organizar sus palabras. Tragó saliva mientras que los agentes lo cogían de ambos brazos para incorporarlo del todo. -Señores, esto es un error. Ese hombre, Daniel Bryan fue el que asesinó a Steven y Maggie Brown. Tengo pruebas fehacientes al respecto. ¡Llevo días sin dormir, viajando de un lugar a otro para demostrar la verdad y la tienen ahí, en el rostro de ese señor que no sé de qué mierda se lamenta porque es un asesino y porque por su culpa Charles Brown ha sido ejecutado! Pueden llamar a mi secretaria Celina, ella les corroborará lo que estoy diciendo. ¡Soy un simple abogado que no ha descansado hasta hacer justicia!

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Recibió varios empujones por parte de los agentes que lo condujeron hacia la puerta de entrada del 123 de Yeagua Street en Personville. La residencia se hallaba acordonada y varias sirenas se agitaban desorganizadas y alarmadas tras la cancela. Giró hacia atrás y divisó múltiples gotas de sangre que resbalaban conforme agilizaba su caminar. Daniel Bryan lo observaba consternado desde la acera de enfrente. -¿Me pueden explicar qué es todo esto? Ya les he dicho que soy un simple abogado de Fairfiel y encima herido, por lo que veo. ¡Suéltenme! ¡Déjenme en paz! ¡Me llamo Jack Low y sólo me he dedicado a hacer justicia durante todos mis años de profesión! ¡Suéltenme! Sintió cómo aumentaba la presión sobre sus maniatadas muñecas y cómo entre dos guardias lo agarraban fuertemente de ambas piernas ante su irrefrenable resistencia y agitación desbordante. Alguien le colocó un pañuelo entre la comisura de los labios intentando acallar la intensidad ensordecedora de sus gritos. -Charles Brown Perl, queda usted detenido por doble asesinato y es la última vez que se lo repito. Tiene derecho a un abogado y a guardar silencio. De inmediato, pasará a disposición judicial.

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Hay ocasiones en las que no resisto esas voces agitadas que amenazan con romper mis tímpanos y que me obligan a realizar actos de los que luego me arrepiento. Sin embargo, no puedo oponerles resistencia alguna porque ellas toman las riendas de mi conducta alterada que se doblega en lo que indica Jack Low como profesional dentro del ámbito judicial y lo que desea Charles Brown desde su desesperación y exasperación más absoluta. No sé distinguir en qué momento soy uno y soy otro, no sé quién soy ahora mismo, ni quién guía mis pensamientos en este preciso y escueto instante, pero sí siento una vorágine de sensaciones dispersas, contradictorias y agobiantes que apalean todo mi ser. Y duele, duele esta vil condena de estar amarrado a los designios caprichosos de dos identidades que se confunden en único cuerpo para torturarlo impiadosamente hasta aborrecer a esta efímera existencia. A veces creo tener algo de

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control sobre las situaciones, sobre mis propias elecciones y decisiones, sobre mis ejecuciones y planeamientos, pero son unos momentos tan sumamente frágiles y esporádicos que apenas disfruto plenamente de ellos, porque no sé cuál es mi verdadero yo, porque no sé si me llamo Charles Brown o Jack Low, porque no sé si mi vida se mueve en torno a la abogacía o al ejercicio de la música, porque no sé si ambas identidades son las mismas o son diferentes. Me martiriza cruelmente el duelo de voces que golpea mi consciencia, a la vez que escucho también cómo mis padres mantienen una nueva disputa sin tener en consideración alguna mi desbordante situación. Ahora no sé si soy Jack Low o Charles Brown, sólo estoy seguro de que la cólera se apodera de todo mi ser y tengo ganas de golpear secamente la pared para comprobar si con el dolor del impacto puedo salir de este estado de confusión perpetuo. Siento que me ahogo, me falta el aire, busco el aliento. Salgo del dormitorio, no sé adónde ir, no sé a quién acudir, no sé qué hago…, pero esas voces retumban de nuevo sobre toda mi cabeza, me dan todo tipo de órdenes, me castigan con sus mandatos imperativos que no admiten una negativa por respuesta y temo volver a perder el control de no sé qué… Porque simplemente ahora sólo sé que tengo que huir de los gritos de mi madre, de las órdenes que me da Charles

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o Jack, ú otro ser que se ha colado en esta trastornada personalidad y que no deja de hablar y de indicarme el camino que he de seguir si quiero liberarme de mi cruel cautiverio. Pero sé que será un momento instantáneo, que he de hacer algo para no ceder ante estos chantajes mentales de los que luego me arrepiento y siempre salgo mal parado porque son sumamente destructivos, no sólo conmigo mismo, sino también con mis dos progenitores que pierden los estribos en su peculiar locura. No, no puedo seguir escuchándolos, no soporto esta angustia como tampoco aguanto por más tiempo este duelo inacabable de soberbios mandatos. Música, sí la música atempera mi asfixia. Subo el volumen, bajo el volumen. Abandono mi discordia apoyado sobre la pared con los oídos taponados por mi exabrupto desánimo. ¡Oh, Dios mío! Me mira, es grande, tremenda… Camina lentamente por la sala de estar e intimida mi presencia fijando sus enormes ojos rojos en mi estampa que se deshace ante su desafío. Esta vez he de poner un punto y final definitivo. Charles, has de hacerlo. Se acerca con la boca abierta y mostrando unos colmillos puntiagudos y exuberantes que ganan en longitud a un ritmo vertiginoso. Un cuchillo. Busco agitadamente algo con lo que defenderme de ese terrible monstruo en forma de rata gigante que quiere devorarme en su furia. Cauto, no puedo dar ni un paso en falso. Suena la música, me habla, no quiero verla,

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¡no puedo verla! Pero ahora es mi oportunidad, ahora que se ha dado la vuelta. No lo pienses en demasía Charles, que es una de las causantes de tu discordia emocional. Es mi momento, ahora o nunca. Clavo mil veces sobre su torso la totalidad del cuchillo, brota sangre por doquier de todo su cuerpo mientras que se entrecruza inexplicablemente por mi mente el rostro compungido y dolorido de mi padre que debe de estar inmiscuido en la ardua tarea de cebar su celotipia sobre el cuerpo maltratado de mamá. Cae derrotada por el suelo, ya sólo es un féretro. Me acerco, los ojos ya no son rojos, han adoptado un tono blanquecino. Compruebo, invadido en un miedo desbordante, si aún respira colocando cuidadosamente mi dedo índice y anular sobre su cuello. No, no hay latido. Bajo el volumen de la música. Todo ha acabado. Un halo de respiro. De nuevo la tranquilidad se rompe entre unos chillidos amargos que provienen de la parte de arriba y que azotan esta angustia desbordante que había mitigado tras cumplir con tan trascendente objetivo. Es la inconfundible voz de mamá que parece aterrorizada ante la furia desmesurada de un hombre sin escrúpulos. Camino hacia arriba con lentitud para comprobar la veracidad de mis percepciones. No, no me equivoco, mamá llora desconsoladamente en su dormitorio. Intento abrir la puerta para consolarla, para poner un

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orden en sus ajetreadas vidas y miserias humanas, pero por mucho que fuerzo el pomo no cede ni un ápice. Golpeo secamente sobre la madera mientras que compruebo cómo gotas de sangre se escurren por todo mi cuerpo. ¡Maldito monstruo! No importa, Charles, ya ha tenido su merecido final. Céntrate. Piensa. Sí, he de ayudar a mi madre pero no entiendo por qué la puerta se resiste a la apertura. Su llanto, su eterno llanto… ¡me puede, me rompe, me desangra, me hiere y me aniquila en el desdén de mis propios dominios! Por fin estoy dentro. Respiro. No vislumbro la silueta de mamá. Miro debajo de la cama y sólo hallo las zapatillas aterciopeladas de ella en una esquina. Mamá, ¡mamá! ¿Dónde estás madre? No me hagas esto, mamá, que si algo no aguanto en el este mundo cruel es tu solemne indiferencia cuando las cosas no marchan bien. ¿Mamá? ¡Mamá! Estas cuatro paredes amurallan mi soberbia para multiplicarla. El armario. Algo ha sonado dentro del armario. El miedo me abrasa de nuevo y entro en estado de catarsis que me impide reaccionar. Charles, ábrelo de una vez y ve marcando puntos y finales en tu trayecto para que reine la paz en tu hogar. Tu madre te necesita, ¡todos necesitáis un halo de sosiego entre tanta discordia! Ahí está, de nuevo. Tenía la absoluta certeza de haberla aniquilado a golpe de cuchillo, pero no: sus inconfundibles ojos rojos y esos colmillos gigantescos se acercan a mí. Tiemblo. Sudo. Me voy retirando de su

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presencia quiero huir, pero su boca se halla a escasos centímetros de mi cuello. Algo me ha tocado el cabello. Hiperventilo, me falta el aire, las fuerzas… Emito un fuerte alarido y descuartizo a ese cuerpo desafiante que parece inmortal. Una vez más, otra, otra, otra… Lo que me queda de aliento lo pongo en cada una de las puñaladas que asesto sobre esa maldita bestia que poco a poco se desmorona sobre la superficie. Pero no, no me fío en absoluto. Los ojos blanquecinos también los observé en mi hacienda anterior y sin embargo parece resucitar de entre tus propias cenizas. Vamos, Charles, comprueba si sigue abajo el cuerpo del otro monstruo. ¿Has barajado la posibilidad de que fuesen dos los que habitaban en tu propia residencia? Venga, házlo. Este especimen ya no se mueve. Está inerte, descuartizado, le has arrancado las entrañas de cuajo. Pestañeo en varias ocasiones e inspiro profundamente pasando mis ensangrentadas manos por mi inundada frente agotada en su litigio. Camino hacia las escaleras. Perfectamente, diviso el otro cuerpo sobre la lona. Finalmente eran dos bazofias las encargadas de sembrar el temor entre las paredes de mi propio hogar. ¡Mamá! ¡Papá! ¿Dónde estáis? Ya no hay nada qué temer. Piensa Charles, ¡piensa! Ver estos dos cadáveres te tiene en vilo, azota tu desasosiego,

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martiriza tu consciencia. Sí, es mejor agolparlos para que los señores encargados de la basura depositen sus restos entre la podredumbre y el escombro de todo Personville. Espero a escuchar el pitido del camión. Apenas puedo moverme, ha sido tal el esfuerzo que se me han paralizado las manos, se han entumecido los músculos de las piernas y un tremendo dolor de cabeza me obliga a cerrar los párpados mientras que se cuela por mi campo de visión el rostro sonriente y hermoso de mi querida madre y el serio e impenetrable de mi padre entre las garras de un profundo sueño al que no puedo oponer resistencia por mucho empeño que deposite en ello. Dejo que mi cuerpo se desplome entre las huellas de mis hazañas, entre la sangre que sigue brotando de esos agujeros que he abierto sobre esas pieles acabadas sin saber todavía el motivo de por qué en ocasiones creo divisar la imagen de mis padres, uno sobre el otro, en medio de mi agotada presencia.

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Sobre la pena de muerte por SERGIO YUGUERO (escritor y periodista)

Leímos en los libros de Historia cuando íbamos al colegio los numerosos conflictos bélicos, las revoluciones, las barbaridades que ha provocado el ser humano durante siglos. Después las hemos visto en el cine, con más o menos acierto, con más o menos dureza, con más o menos fiabilidad. Hoy día solemos pensar que eran otras épocas, que ahora ciertas brutalidades están superadas y reina la concordia, que decapitar a alguien con una guillotina durante la Revolución Francesa formaba parte de un entorno enrarecido muy lejano en el tiempo, que quemar vivas a las personas sólo pasaba en la Inquisición y que sólo en algunos países árabes, sin respeto a las mujeres, con dictadores enloquecidos, mantienen unas prácticas parecidas. Pensar así es cómodo y es querer mirar a otro lado,

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ver una realidad parcial o sencillamente no querer saber nada de lo que ocurre a nuestro alrededor.

Sin ir más lejos, en Estados Unidos, en el país más poderoso del mundo, donde todo el mundo que busque oportunidades tiene sitio, según dicen ellos, donde se hacen realidad los sueños, en la cuna de la libertad y del espectáculo, hay espacio también para la pena de muerte. Hemos visto también varias películas sobre el tema, todas bastante emotivas, algunas incluso de gran calidad cinematográfica que ya no forman parte del pasado, sino que nos enseñan la realidad de hoy y que, lamentablemente, seguirá ocurriendo en un futuro próximo aunque volvamos a mirar hacia otro lado.

Y el problema no es sólo que ciertos dirigentes políticos con ideas anticuadas, conservadoras o represivas no tengan la intención o el valor suficiente para romper una tradición, sino que el hombre de la calle, una buena parte de la ciudadanía, y no sólo en Estados Unidos, está o estaría de acuerdo con esta práctica salvaje.

Se puede entender, es humano, que después de cualquier atentado, asesinato o delito que acabe con una persona inocente se quiera

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“liquidar” al momento al causante o causantes de esas muertes, y mucho más en el caso de las familias o amigos; pero no con la “cabeza fría”. Eso es lo preocupante, que a una persona, camino de su trabajo, tan tranquilo, le paren para hacer una encuesta y conteste que está a favor de la pena de muerte, como el que opina que le gusta más el fútbol que el baloncesto. Eso aterra.

Probablemente el origen de esta respuesta sea un problema de educación, de preparación o de no poder o querer entender lo que es el ser humano, lo que significa y, sobre todo, las potestades que tiene o no tiene asignadas. El criminal atenta contra el valor más importante que existe, la vida; se convierte en un ser manchado para siempre. Pero el que decide vengarse de la misma forma se equivoca al pensar que hace una buena acción, que imparte justicia. Nadie tiene derecho a quitar la vida a otra persona. Se le debe juzgar y, si procede, aplicar una pena dura que acabe con sus huesos en la cárcel hasta el final de sus días. Pero nunca matar como sanguinarios mercenarios. Ese no es el camino.

Según datos de Amnistía Internacional en 58 países y territorios mantienen y aplican la

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pena de muerte, aunque menos de la mitad llevaron a cabo ejecuciones en 2010. En ese mismo año se realizaron 527 ejecuciones en al menos 23 países y se dictaron un mínimo de 2.024 nuevas condenas a muerte en 67 países. Y lo que es peor aún, esta misma fuente indica que en 2010 se aplicaron penas de muerte por delitos que no cumplían las condiciones jurídicas mínimas para ser considerados “los más graves” de acuerdo con las normas internacionales de derechos humanos.

Es necesario reflexionar con la tranquilidad adecuada un asunto de este calibre y no dejarse llevar por el odio que se puede sentir por un ser que mata a otro o le daña de manera deliberada. Vengar esos actos a sangre fría supone ponernos a la misma altura que una persona que no tiene respeto por la vida. No podemos caer en el “ojo por ojo, diente por diente”, porque el ser humano tiene la inteligencia suficiente para darse cuenta de que esos datos son intolerables, propio de bestias que no saben razonar ni ver dónde están los límites.

Y resulta descorazonador que muchos países no ofrecen información sobre el número de personas ejecutadas ni de condenas a muerte,

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por lo que tenemos constancia de una realidad parcial, lo que asusta aún más. Tampoco sabemos en muchos casos cómo se lleva a cabo todo el proceso desde que la persona imputada es detenida y finalmente condenada a muerte. A muchos condenados no se les respeta sus derechos, especialmente si no cuentan con un abogado cualificado y bien posicionado en la política del país.

En definitiva se trata de un asunto que debería hacer sonrojar a cualquier ser humano que se considere que vive en un mundo más o menos desarrollado. Es intolerable que aún exista la pena de muerte, en todas sus variantes, con verdugos que hacen su trabajo como uno más. Lo que se hizo en el pasado ya no se puede cambiar, pero el presente sí, y si no lo hacemos aún será más grave que lo hecho por nuestros antecesores porque, se supone, hoy estamos más preparados, cualificados y vivimos en un mundo global, en resumen, mejor.

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