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La Historia de Suad Leija

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Guillermo Flores no debía morir. Merecía ha-ber tenido tiempo para disfrutar de las mieles del éxito. Había resultado más abusado que los demás, y estaba a meses de convertirse en el más cabrón, el nuevo jefe de jefes.

El 1 de abril de 2007 Guillermo Flores manejaba su taxi por las calles de Tlalnepan- tla, Estado de México, cuando se topó con la muerte. Quince balazos le destrozaron las manos, el pecho y el futuro.

—¡Bum, bum, bum, bum, bum! Disparé cinco tiros. Pero se seguía moviendo. Dije: “No, a la chingada”. Y otra vez. Bum, bum, bum, bum.

Gerardo Salazar, el asesino, no omite de-talles a la hora de contar cómo mató a sangre fría a quien hasta hace poco pertenecía a su bando.

—Quería agarrar algo que estaba por el fre-no de mano, pero no lo dejé, bato. Seguro traía una pistola. Entonces… ¡bum, bum, bum, bum!... le disparé cuatro veces en la mano, pero todos los demás se los di en el pecho. Y le pegaron en el hígado, porque la sangre que le salía era negra, bato. Negra, negra.

Salió como pudo del taxi, que ya había sido puesto en marcha. Estaba salpicado de la san-gre caliente y espesa de Guillermo.

Misión cumplida. Vio cómo el taxi siguió andando hasta que encontró algo con que estrellarse. Se subió a su propio auto —que durante días apestaría a sangre— y se fue a tomar unas cervezas, porque estaba lleno de adrenalina y necesitaba relajarse.

Gerardo, quien estuvo acompañado de un espectador cómplice, no disparó a la cabeza

porque el homicidio tenía que pasar como un intento de asal-to cualquiera. Que un pobre taxista se resistió a dar su he-rramienta de trabajo y a cambio recibió una lluvia de balas. Y funcionó el plan, porque la noticia fue tan cotidiana que ni siquiera apareció en los periódicos de circulación nacional.

Pero no fue un vulgar robo. Fue una venganza. A Gerardo Salazar le pagaron 3 mil dólares. Y quienes le dieron ese dine-ro encabezaban la más grande organización criminal de Es-tados Unidos dedicada a la fabricación de credenciales falsas.

Guillermo Flores estuvo a punto de tenerlo todo. Un día decidió que ya era tiempo de romper con el monopolio y, junto con otro miembro de la mafia, hurtó varias de las máquinas utilizadas para la producción de identificaciones. En poco tiempo estaría ganando millones de dólares al año, como lo hacía su jefe, Manuel Leija Sánchez.

Pero Flores terminó como los traidores: tres metros bajo tierra. Lo que sí logró, irónicamente, fue terminar con el mul-timillonario negocio de sus jefes. Mientras su asesino alar-deaba por teléfono sobre su buen tino, agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE, por Immigration and Customs Enforcement) grababan la conversación, la cual podría significarle una cadena perpetua a los líderes de esa organización criminal.

Queda, por ahora, otra persona que teme por su vida: Suad Leija, la hija de Manuel Leija Sánchez, la mujer que delató a su propia familia luego de enamorarse de un agente secreto.

Las imágenes son tenues; los recuerdos, vagos. Poco recuerda Suad Leija de aquella noche de 1987 cuando cruzó, con el frío del desierto calándole los huesos, la frontera de México con Estados Unidos.

Suad nació en el Estado de México el 26 de abril de 1984. Su madre, Yelba Marina Reyes, ex integrante del Frente San-dinista de Liberación Nacional en Nicaragua, le puso ese nombre en honor a Suad Marcos, una escritora nicaragüense,

Uno de los más poderosos criminales mexicanos que hayan operado en Estados Unidos fue extraditado a ese país en julio. Manuel Leija,

líder de una extensa organización dedicada a la fabricación y venta de documentos de identidad falsos, fue detenido en 2007 en Guanajuato por

agentes de la PGR, en coordinación con autoridades estadunidenses. La principal testigo en su contra, que dentro de unos meses estará

frente a él en una corte, es Suad Leija, su hijastra.Por primera vez en México, Suad cuenta cómo traicionó a toda su familia

por ayudar al gobierno de Estados Unidos. Y habla también el agente secreto que la convenció de hacerlo… luego de enamorarla.

Por Diego Mendiburu [email protected]

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de origen palestino, que estuvo casada con uno de los coman-dantes de la revolución nicaragüense.

Hay cosas que Suad nunca preguntó, y que probablemen-te ya nunca conocerá. El nombre de su padre biológico, por ejemplo. O cómo es que su madre conoció al mexicano Ma-nuel Leija Sánchez y formó una familia sin contraer nupcias. Así que cuando Suad habla de Manuel se refiere a él como su padre, no como su padrastro. Y hasta que Suad entró a la ado-lescencia, él actuó como tal.

Después de cruzar la frontera de Estados Unidos nació su hermana Shirley Guadalupe, producto de la relación de Ma-nuel Leija con la madre de Suad. “Siempre supe que no era hija de su sangre, pero él decía que no veía ninguna diferencia en-tre mi hermana y yo”, relata Suad en entrevista telefónica con emeequis desde algún lugar de Estados Unidos.

Los Leija se establecieron en Santa Mónica, California, y compartieron departamento con los Castorena, otra pareja que iniciaba la lucha por conquistar el sueño americano. En poco tiempo, ambas familias encontraron la vía rápida para alcanzar el éxito económico: la producción de documentos de identidad falsos.

Suad recuerda que su padrastro la ponía a contar billetes de 20 dólares, que guardaba dentro de sobres para formar pa-quetes de 100 dólares. Su padre le pagaba 50 a la semana por ayudarle a organizar las ganancias del negocio.

Luego de cuatro años en California, Suad vivió otro cam-bio intempestivo. Un día de 1991, sin justificación aparente, su madre la llevó repentinamente al aeropuerto y tomaron un avión con destino a Chicago. Suad lo entendería más tarde: su padre había sido arrestado en Los Ángeles.

Manuel fue liberado y alcanzó a su familia en Chicago, don-de volvieron a compartir departamento con los Castorena. Po-ner en marcha el negocio una vez más llevó tiempo, por lo que el dinero tardó en llegar. Las dos familias vivían hacinadas.

A pesar de las dificultades, la organización se fue expan-diendo, hasta cubrir Denver, Las Vegas, Nueva York y Atlan-ta. El negocio creció gracias a un modelo franquiciatario: en cada ciudad operaban integrantes de la familia Leija Sán-chez, quienes pagaban una tarifa mensual —15 mil dólares en promedio— a Manuel.

Con el dinero en abundancia llegaron los excesos.Manuel se volvió adicto al alcohol y la cocaína, y descargó

su violencia en Suad y su madre, a quienes golpeaba cotidia-namente. Un día, fuera de sí, de un puñetazo le rompió la na-riz a su hija mayor.

Una mañana invernal de 1996, mientras Suad se preparaba para asistir al colegio, 15 agentes del FBI irrumpieron en su casa y se la llevaron, junto con su mamá y su hermana, a un edificio federal. Las interrogaron. Les exigían revelar el pa-radero de Manuel, quien había alcanzado a escapar justo a tiempo.

Cuando fueron liberadas de inmediato abordaron una ca-mioneta con destino al único lugar donde la tranquilidad es-taba garantizada: México.

Suad y su familia se establecieron en la casa de los abuelos, una gigantesca propiedad en Tlalnepantla, Estado de México, donde cada uno de los hijos de Natividad Leija, patriarca de la familia, posee un departamento. La familia vivía sin muchos lujos en Chicago, porque todo el dinero lo enviaban a México.

Ya aquí salieron a relucir las botas de piel exótica, los relo-

jes de oro, las camisas de seda y el pasatiempo de Natividad: todos los autos que se pudiera comprar.

“De niña veía a mi papá como mi héroe. El jefe de todos, el que daba las órdenes —rememora Suad, de voz suave—. Era muy juguetón, un buen padre”.

Sin embargo, el cariño de Manuel Leija Sánchez se transformó en obsesión una vez que Suad comenzó la adolescencia.

“La relación comenzó a cambiar confor-me fui creciendo. Cuando yo tenía 12 años, él ya era sobreprotector. Me metió en un colegio que era sólo para mujeres y no podía tener a hombres como amigos. Me daba muchos re-galos, pero se volvió problemático… me daba demasiados abrazos, besos… Eso no le pareció a mi mamá”.

La madre de Suad no era la única que se preocupaba. Los abuelos y los tíos de Suad temían que Manuel —quien sin pudor alguno consumía cocaína y drogas sintéticas frente a sus hijas—, tarde o temprano violara a Suad.

“Un día mi papá me llevó a dormir a uno de los departamentos que tenía la casa de mis abuelos. Pero ni una noche duré ahí: mi abue-lita me fue a sacar en la madrugada, porque no estaba bien que me quedara”.

La situación se agravaba: “Cuando estaba conmigo, se comportaba como un niño de mi edad. Como cuando tienes tu primer amor… así”.

Entonces la vida de Suad se volvió a frac-turar. A los 14 años su madre la llevó a Nicara-gua, la dejó con sus tías y se regresó a Chicago. Tenía que recomenzar de nuevo.

Al otro lado de la línea hay una voz impacien-te. Es un gringo que gusta de dar órdenes y que todo se haga a su manera. Tiene años contac-tando a medios de comunicación y ha logrado que Newsweek, Fox News, el Chicago Tribune y CNN le dediquen trabajos que lo muestran como un auténtico James Bond.

“Agente encubierto en Costa Rica y doble agente en Cuba y Miami”, dice la nota de la agencia EFE reproducida en cientos de medios hispanos.

Robert Patrick Kelly asegura haber sido un agente NOC (No Official Cover), un agente encubierto sin reconocimiento oficial. Como NOC nunca trabajó directamente para una agencia del gobierno estadunidense en par-ticular y, por tanto, nadie sabía con precisión qué hacía para ejecutar sus misiones, muchas veces planeadas por él mismo. Si algo hubiera salido mal, comenta a emeequis, el gobierno de su país jamás hubiera admitido que trabajó para ellos.

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El terrorismo es la fijación de Kelly. Todo lo que ha hecho en los últimos años tiene que ver con el combate a “terroristas en potencia”, presumiblemente de organizaciones islámicas como Al Qaeda. Dice haber montado negocios a lo grande, como hoteles y casinos, con re-cursos del gobierno estadunidense. Obtiene reconocimiento público como empresario y se queda con las ganancias, ya que no recibe sueldo mensual.

Su nombre código es Lazarus, “porque siempre regresa”. Luego de haber estado re-tirado temporalmente, se asentó en Costa Rica, donde retomó sus actividades como agente encubierto extraoficial. Sin poderse quitar de la cabeza el ataque a las Torres Ge-melas de Nueva York en 2001, está seguro de que radicales musulmanes entran a Estados Unidos a través de Canadá y México con pa-peles falsos.

Por casualidad, un socio le comentó que un mexicano era el líder de la organización

más grande en territorio estaduniense dedicada a la elabora-ción de identificaciones y venta de documentos migratorios falsos.

“Le pedí que me contactara de inmediato con ellos —co-menta Kelly vía telefónica— pero rehusó a presentarme al lí-der de la organización, Manuel Leija”. No obstante, la fuente le dijo que la esposa y las hijas de Leija vivían en Nicaragua, lugar donde Kelly tenía propiedades.

Casado más de siete veces —asegura él—, Kelly urdió un plan: seduciría a una hija de Manuel Leija Sánchez para entrar directamente a la organización familiar.

Suad pasó una temporada con sus tíos maternos en Nicara-gua. Tres años después su mamá y su hermana la alcanzarían, huyendo de la violencia de Manuel.

“No disfruté mi adolescencia. Mi mamá tenía serios pro-blemas de alcoholismo y drogadicción porque mi papá la in-dujo. Mi hermana estaba en una etapa horrible, en plena pu-bertad. Y yo me tenía que encargar de las dos, de la casa, de pagar los gastos… tenía bastante sobre mi espalda”.

Se vio obligada a reanudar la relación con su padrastro.

Manue Leija estuvo recluido en una prisión federal de Pecos, Texas. Robert Kelly, el agente secreto.

Suad Leija.

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“Me iba de la escuela a la casa, llegaba a cocinar y hacer todo lo que a mí no me debía haber tocado a esa edad. Así que me comuniqué con mi papá, arreglamos nuestras diferencias y comenzamos a llevar una relación de padre e hija en la dis-tancia. Yo sabía que no me podía pasar nada estando en otro país”.

Posteriormente Suad empezó sus propios negocios en Ni-caragua, como boutiques y flotillas de taxis, para no depender del dinero que les enviaba Manuel. Pronto se volvió una mujer acaudalada: un chofer la llevaba de un lado a otro y en su car-tera sólo guardaba billetes de 100 dólares.

“Yo tenía el dinero y mi prima, con quien salía en las no-ches, era la que llamaba la atención porque es muy atractiva. A mí nadie me veía como mujer. Los dueños de los sitios a donde iba en la noche me trataban como su hermana menor. Me cuidaban.

“Todo cambió cuando conocí a Robert en un restaurante; fue cuando abrí los ojos, conocí otro mundo”.

“Suad era el eslabón más débil. Vi en ella una puerta para entrar a la organización. Y tuve razón, funcionó, aunque me tomó años”, dice con sorprendente frialdad Kelly: le escucha, a su lado, la mujer que hoy es su octava esposa, en alguna ha-bitación de alguna ciudad de Estados Unidos.

Ella estudiaba arquitectura y recibía miles de dólares a través de Western Union de parte de su padre. Además, es-condidos entre páginas de revistas, le enviaban órdenes de pago y cheques de viajero.

Kelly se regodea con fascinación en el estereotipo del agente secreto de Ian Fleming. Astuto, engreído y mujeriego, ese es Robert Patrick Kelly si se creen sus palabras.

“En Latinoamérica, los tipos como yo son rockstars. A mis cincuenta y tantos años, tengo todo mi cabello, un muy buen físico y, además, ojos azules. A las latinas no les gustan los jovencitos, no les gusta andar criando chamaquitos, quieren irse directo a la buena vida y no andar lidiando con el chavito celoso. Funcionó con Suad, una inocente chica de 20 años. Y siempre había funcionado antes.

“Mi autoestima estaba muy abajo” admite Suad. En una buscada coincidencia Kelly comenzó a toparse con ella en los principales centros nocturnos de Managua. Al poco tiempo tenían ya una relación sentimental, cuya intensidad aumentó luego de que se separaron cuando ella viajó a México en di-ciembre de 2004 para pasar la navidad con su familia.

“Mi intención no era casarme. Eso no estaba en el plan. Pero sucedió”. Kelly se había enamorado. En cuanto Suad re-gresó a Managua tuvieron la ceremonia civil. “Me casé por-que tenía que protegerla, yo sabía que esto no iba a terminar bien para nadie”.

Hasta que Natividad Leija, el padre de Manuel, fue a Managua a los XV años de la hermana menor de Suad, alguien de la fa-milia supo de Robert.

“Mis abuelos se enteraron de que estaba viviendo con él y llegaron con el chisme a México —recuerda Suad—. Esa noche me llamó mi papá, pero le contestó Robert”.

Manuel, quien entonces ya había regresado a Estados Unidos con una identidad falsa, amenazó de muerte a Kelly y éste comenzó a provocarlo. A partir de ahí nació una antipatía mutua, que dificultaría los planes del agente.

Los abuelos de Suad les exigieron que se casaran por la Iglesia en México.

“Ellos nunca me quisieron, porque no soy su verdadera nieta, no tengo su sangre. Ade-más, mi papá me enviaba una cantidad exage-rada de dinero, lo cual no les parecía bien. Así que me casaron por conveniencia: se desha-cían de mí y mi papá ya no estaba obligado a darme dinero”.

Kelly notó que sus planes se habían estancado después de la boda. Decidió que debían irse a vivir a la Ciudad de México, supuestamente para que Suad estuviera cerca de su familia. Luego él viajó a Chicago, al lugar en que Suad solía jugar con su hermana.

“Estuve dos días. Fue fácil: me di cuenta que ese punto —donde Manuel había tenido su oficina— seguía siendo base de operaciones para la mafia de los Leija”, cuenta Kelly.

Actuó impulsivamente: llamó por teléfo-no a la policía de Cicero, un pueblo repleto de mexicanos cercano a Chicago, para decirles que en el sitio donde operaban los Leija Sán-chez se vendía droga.

La policía respondió al llamado. Al notar que entraban y salían hombres constante-mente del lugar, decidieron entrar a la casa para arrestarlos a todos. No había droga, pero sí cientos de identificaciones falsas y la ma-quinaría necesaria para hacerlas.

“Mi tía, mi mamá y mi abuela me avisaron. Habían detenido a mi papá”, confirma Suad al otro lado de la línea.

Fue una tarde de noviembre de 2005. La po-licía entró al departamento ubicado en el 2555 de la avenida South Lombard, en Cicero, Illi-nois, y halló licencias de manejo, actas de na-cimiento, green cards (tarjetas de residencia permanente) identificaciones estatales y visas de trabajo. Todas eran falsas.

Gracias a esa redada se descubrió el pro-lífico negocio de los Leija Sánchez, quienes durante décadas —oficialmente desde 1993, por lo menos, según documentos judiciales de Illinois— operaron impunemente en Chicago. Aún estaban lejos de imaginar la expansión que la organización había tenido en otros es-tados de ese país.

Se supo entonces que los Leija Sánchez te-nían como principal punto de venta el barrio de Little Village, o “la villita”, como le dicen sus residentes, predominantemente mexi-canos. Ahí, individuos al servicio de Manuel conocidos como “miqueros”, solían estar pa-rados en las esquinas o en los estacionamien-tos de centros comerciales esperando a que la clientela llegara a solicitarles una identifica-ción falsa. El trato se cerraba bajo la vigilancia

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de la gente de los Leija Sánchez, que daban el pitazo cuando se aproximaba la policía.

Los clientes acudían al estudio Nuevo Foto Muñoz, ubicado en un pequeño centro comercial de la calle 26, donde tomaban las fotografías a los inmigrantes y se les daba un formulario, en inglés y español, para que anotaran su nombre, dirección, fecha de na-cimiento, número de Seguro Social —en caso de tener—, peso, altura y color de ojos que qui-sieran fueran impresos en el documento. Toda esa información era enviada a un lugar —como aquel donde detuvieron a Manuel— donde se producían los documentos.

La mafia cobraba entre 200 y 300 dólares por cada “paquete” de identificaciones (cre-dencial de seguridad social más green card o licencia de manejo estatal), de los que ven-dían entre 50 y 100 cada día, de acuerdo con el informe de la “Operación Tigre de Papel”, elaborado por los agentes del ICE. Tan sólo en Chicago los Leija Sánchez tenían ganancias de más de 3 millones de dólares al año, pero lle-garon a tener células en 33 estados de la unión americana.

“Cuando detienen a mi padrastro, mi familia me llama para preguntar si Robert, siendo un exitoso empresario estadunidense, puede ayudar de alguna manera —dice Suad—. Así que me veo obligada a decirle la verdad sobre mi familia, pensando que él no sabía nada. Al terminar de explicarle me dijo que ya lo sabía todo. Y que era él quien debía darme una explicación”.

“Suad me pudo haber dejado en cuanto se enteró que mi principal razón para estar con ella era infiltrarme —reconoce Robert Kelly—. Pero eso es lo que se tiene que hacer en mi tra-bajo”.

Kelly necesitaba convencer a Suad de que siguiera confiando en él y le ayudara a acce-der a las computadoras que tenían los datos de quienes habían comprado las identificaciones falsas.

“Le dije que si me ayudaba, yo lograría que su papá saliera libre e inclusive continua-ra su negocio. Todos felices. Pero tenía que ayudarme a dar con los terroristas a quienes su padrastro les había vendido documentos”, cuenta Kelly.

“Me usó —reconoce Suad—, pero sé que tomé la decisión correcta”.

Kelly utilizó un argumento más para re-cobrar la confianza de Suad. Le dijo que los terroristas en Estados Unidos quieren matar gente inocente, pero que también en México existe el terror: los cárteles de la droga.

—¿No harías lo que fuera para evitar que los narcos le vendieran drogas a tu hermanita? —le preguntó.

“Ahí es donde él me abre los ojos —continúa Suad—. En ese momento decido ayudarlo. Pero él me dice que la familia va a seguir trabajando y que absolutamente nada les va a pasar. Por eso acepto, porque pensaba que no les iba a pasar nada”.

Natividad Leija accedió a reunirse con ellos en una cafe-tería que está justo al lado de la embajada de Estados Unidos en México, sobre el Paseo de la Reforma, para escuchar el plan que el estadunidense tenía para liberar a su hijo.

Manuel Leija había sido arrestado por autoridades federa-les, por lo que era imperativo transferirlo a una prisión esta-tal y pagar una fianza de 300 mil dólares. Como la familia de Suad ignoraba que Kelly era un agente secreto, tendrían que darle esa cantidad —más 20 mil dólares de gastos— si querían ver a Manuel en libertad.

Dentro de la conversación, Kelly pudo preguntarle a Na-tividad Leija si la organización le vendía documentos falsos a terroristas. Su respuesta estuvo antecedida por una sonora carcajada.

—El terrorismo es problema de Estados Unidos, no de México —contestó el patriarca.

Kelly necesitaba que Manuel Leija continuara el negocio para poder tener acceso a las computadoras con los datos de los compradores de documentos falsos. Natividad Leija ya había enviado a un par de hermanos de Manuel a encargarse de los negocios en Chicago, por lo que la organización siguió su curso.

“Les dije que había sido policía y lo primero que hice fue advertirles sobre la pésima seguridad que tenían. Les pedí que me dejaran entrar a sus computadoras, para evitar que las autoridades se hicieran de evidencia para inculpar a Manuel. Que lograría quitarlo de la custodia federal, ponerlo bajo el resguardo de las autoridades estatales y sacarlo de la cárcel tras pagar una fianza”, inventó Kelly, quizá llevando el enga-ño demasiado lejos.

Ya sea porque Manuel olió la trampa o porque se dejó lle-var por su extrema animadversión al gringo, se rehusó a acep-tar trato alguno con Kelly. Sabía que purgaría poco tiempo. Le habían fincado responsabilidad por el delito de falsificación de documentos. La sentencia: 18 meses. Y se la redujeron a la mitad por buen comportamiento. En agosto de 2006 fue de-portado a México.

“Súmale el tiempo que estuvo arrestado antes de ser sentenciado y entonces… ¡estuvo tres meses en la cárcel!”, reclama Kelly, quien insiste en que el verdadero objetivo de-trás de las investigaciones en contra de Manuel debería ser la búsqueda y captura de terroristas, no la caza de inmigrantes indocumentados.

“La gente de ICE fue muy inepta. No les importaba el te-rrorismo, en lo único que pensaban era en la inmigración ile-gal. ¡Qué desperdicio de tiempo! ¿A quién chingados le im-portan los inmigrantes? Ya están aquí, con y sin papeles. El asunto importante son los terroristas”.

Kelly se hartó de ser ignorado por las agencias de inteli-gencia de su país. Él se da el crédito de toda la operación, de haber encontrado a Suad, denunciado a Manuel y estar en posibilidades de negociar con Natividad Leija. Quería que las cosas se hicieran a su manera. Pero nadie lo siguió en su ter-quedad de perseguir terroristas y lo hicieron a un lado de las investigaciones oficiales.

Decidió que mínimo crearía un escándalo que obligara a

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las autoridades de su país a desintegrar la organización. Que algo del crédito fuera para él, aunque sería Suad la que daría la cara, traicionando a su familia.

“Cuando mi abuelo dice que el terrorismo es un proble-ma de los americanos, no de los mexicanos, y se echa a reír diciendo que ellos están en ese negocio por el dinero, por los dólares, todo cambió”, dice la hija de Manuel, una joven que más que patriota, no soportaría la culpa de saber que un aten-tado terrorista fue perpetrado por alguien con papeles falsos elaborados por su padre.

Kelly creó el sitio web Paper Weapons para contar la his-toria de Suad y de los Leija. Comenzó a ofrecer a medios de comunicación impresos y electrónicos entrevistas con Suad, provocando el enojo de las agencias de inteligencia estadu-nidenses. “Nadie sabía sobre la mafia de los Leija Sánchez, pensaban que Manuel era empleado de Pedro Castorena, su socio”, precisa Kelly.

La presión rindió frutos.Castorena fue arrestado cuatro días después de que Suad

le dio una entrevista a CNN. Los agentes del ICE empezaron

a grabar las conversaciones de la familia Leija. Y gracias a esos audios Manuel podría pasar el resto de su vida tras las rejas.

Después de la redada, de haber pasado varios meses en la cárcel y de haber sido deportado, Manuel continuó operando el negocio, esta vez desde León, Guanajuato. Julio y Pedro Leija operaban en Chicago.

El escándalo mediático se desató justo en las fechas en que la propuesta de reforma migratoria del entonces senador republica-no John McCain se discutía en los medios de comunicación. Suad Lejia dio a los agentes del ICE los nombres de los integrantes de la orga-nización a quienes llegó a conocer. Reconoció sus rostros, delató a muchos miembros de su familia.

El ICE intervino los teléfonos celulares de

La mafia de los Leija Sánchez producía documentos falsos como licencias de manejo, actas de nacimiento, green cards, identifica-ciones estatales y visas de trabajo.

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la organización. Grabó conversaciones des-de el 8 de junio de 2006 hasta el 12 de abril de 2007. Así descubrieron que los Leija solían sacar todas sus ganancias de Estados Unidos, tal y como se constata en la trascripción de la grabación hecha el 26 de febrero de 2007.

“Si revisan la llanta de refacción, ya valió madres”, dijo Manuel Leija Sánchez al telé-fono mientras una camioneta, llevada al co-rralón por una simple infracción de tránsito, era inspeccionada por policías. De inmediato, los uniformados recibieron una llamada del ICE, quienes les recomendaron echarle un ojo a la llanta sobrante. Encontraron 150 mil dó- lares.

Los Leija también cruzaban ilegalmente a personas desde México para ponerlas a traba-jar dentro de la organización y, a cambio de 10 mil dólares, le enviaban documentos a gente poderosa que, por alguna razón, no podía ob-tenerlos legalmente.

Por eso es muy posible, argumenta Kelly, que los Leija tuvieran vínculos con cárteles del narcotráfico.

La cereza del pastel fue la crónica del ase-sinato de Guillermo Flores, alias Montes, quien se robó maquinaria y software de la or-ganización de los Leija para iniciar su propio negocio.

“Ya le dije a Gallito que tenemos luz verde —le dijo Gerardo Salazar a Julio Leija el 21 de febrero de 2007—. Gallito se va a sentar en el asiento del conductor y yo me haré cargo del resto”.

“Cuando lo hayas hecho te voy a dar algo de cambio”, le respondió Julio Leija.

El asesinato ocurrió hasta abril de 2007. Ese día, el tal Gallito se quedó con las ganas de incrustarle una bala en la cabeza a Guillermo Flores. Salazar hizo todo el trabajo. Recibió 3 mil dólares a cambio.

Manuel Leija Sánchez fue detenido el 19 de octubre de 2007 en León por agentes de la Subprocuraduría de Investigación Especiali-

zada en Delincuencia Organizada (SIEDO) de la Procuraduría General de la República.

Según se asienta en el expediente del caso, elaborado por las autoridades estadunidenses, los Leija habrían generado ganancias de por lo menos 300 millones de dólares al año. El gobierno hizo un trato con Pedro Castorena y a cambio él tes-tificará en contra de Leija Sánchez.

Manuel, de 43 años, fue extraditado el 14 de julio pasado. Él y sus hermanos Pedro y Julio, junto con otros 20 indivi-duos, enfrentarán los cargos de lavado de dinero, elaboración y aportación de documentos y visas fraudulentas, crimen or-ganizado y, desde luego, homicidio.

El asesinato de Guillermo Flores será el principal cargo que enfrentarán Leija y sus hermanos. Pero los agentes del ICE cometieron un error fatal.

“Si estás escuchando en un teléfono intervenido que se planea un asesinato y estás en posibilidades de evitarlo, la ley te obliga a hacerlo. Debes evitar esa muerte”, sostiene Kelly.

Explica: un agente está obligado a impedir que un asesi-nato sea perpetrado, aun si éste se pudiera cometer en otro país. “Permitir que un asesinato se cometa hace que, de he-cho, el gobierno de Estados Unidos sea un cómplice”, acusa el agente encubierto.

Los abogados de Manuel Leija Sánchez podrían utilizar ese detalle a su favor, con lo que la cadena perpetua se vuelve sentencia improbable. Pero por los demás cargos obtendría mínimo una pena de 30 años.

“Para el gobierno de Estados Unidos la operación pudo haber sido un éxito. Pero para mí no. No conseguí mi obje-tivo. En mi mundo, pierdes o ganas, no hay nada entre esos extremos”, se fustiga Robert Patrick Kelly, seguro de que el negocio sigue, sólo que en manos de otras personas, y no hay nadie infiltrado que pueda advertir si gente “peligrosa” está adquiriendo esos documentos.

Cuando Manuel estuvo preso en Chicago, llamó a la mamá de Suad. Le dijo que si su hija no dejaba de colaborar con las au-toridades, la mataría.

“Cuando pienso en mi papá, en mis tíos, me da tristeza porque yo todavía los veo como mi familia. Más en Navidad, en sus cumpleaños…”.

Su madre y su hermana, quienes siguen viviendo en Ni-caragua, no le hablaron durante años. Dejaron de recibir di-nero por parte de Manuel, tuvieron que cambiarse de barrio y cerrar la mayoría de sus negocios, porque hasta allá llegó el escándalo. Cuando conversan, evitan hablar sobre Manuel.

Hasta hace poco Suad no sabía qué había pasado con su padre biológico. Su madre le contó la verdad: fue asesinado por Manuel, su amigo, pues quería casarse con ella.

Manuel declaró, en el Reclusorio Norte del Distrito Fe-deral que Robert Kelly trató de extorsionar a su padre Na-tividad, al que pidió 30 mil dólares. Como éste se los negó, el estadunidense subió a internet toda la información de la organización.

La próxima vez que Suad vea a su padrastro, será en una corte de Estados Unidos. Ella será la principal testigo en su contra.

“Desgraciadamente, tuve que escoger entre mi familia y el gobierno de Estados Unidos —concluye Suad—. Estoy or-gullosa de lo que hice”. ¶

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Los agentes del IcE come-tieron un error fatal: “Si estás escuchando en un teléfono intervenido que se planea un asesinato y estás en posibilidades de evitar-lo, la ley te obliga a hacerlo. debes evitar esa muerte”