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Los Cuadernos de Ler@ura LA MANIPULACION Roberto Fernández Sastre e uando ya plena noche, abandonamos el bar, se me ocurrió lo primero comentar- le a mi amigo, el de las transacciones inmobiliarias, lo del agujero bajo la ca- ma, a ser posible lo más detallado. Pero ensegui- da supuse más acuciante ponerle al corriente de que, mismo delante de sus narices, alguien le hacía la competencia, esto es, el viejo dedicado a los negociados de bienes inmuebles y que, co- mo lo supe en la barra del bar, tenía problemas con el hombre gordo. Entonces se lo dije, lo más breve posible. -Pero bueno, lqué historias son ésas? -dijo él, luego de escucharme con cara de asombro. Volví entonces a repetírselo, esta vez incluso con menos palabras. Mi amigo, siempre lo supe, odiaba a las personas charlatanas. -Pamplinas -dijo. Y luego: -iAl demonio con ese gordinflón! Oye, no te inquietes, tóma- telo con calma. lDónde está tu coche? Al parecer, como lo recuerdo, mi amigo esta- ba bastante bebido, culpa de nuestra anterior es- tancia en el bar, pensé. Dije que seguramente permanecía aparcado ente a la academia de música pegada a mi casa pues, tal como lo acor- damos, había acudido yo al bar caminando. Y consecuencia de la imagen del coche en mi ca- beza, al punto me vino también la de mi mujer, semidesnuda y tendida displicente en una cama que no reconocí como la nuestra. Tal vez puse cara de asombro, no lo sé. Estaba mi mujer, la mía, de un modo totalmente sensual en aquella cama. -lQué diablos te ocurre? -exclamó mi amigo de pronto. Sin embargo ni sus gritos lograron distraerme de la imagen de mi mujer, antigua estudiante de ciencias humanísticas, en una actitud que me alarmó no más verla. Enseguida me deprimí, lo que significaba, y significa, que pensé en mi - milia entera, mi mujer y mis hijos, preocupados y angustiados por mi ausencia. Pese a ello, ner- vioso y agitado como estaba, igual me entretuve mirándole los muslos, los mismos que tanto me atraían y determinantes de mi situación miliar y laboral. También visualicé la cara del hombre de las noticias en medio de la TV. -Oye, chico, lpiensas que tengo la noche en- tera para estar parado aquí? lNo pretenderás en- gañarme, verdad? Sé buen muchacho y vayamos de una vez por ese roñoso coche. Mientras íbamos por las calles, desiertas a esa hora, le miré a la cara y le consé lo preocupado que me sentía por la ausencia de mi milia, y lo que es peor, lo preocupada que se sentiría mi - 22 R. Fernández Sastre. milia por mi propia ausencia. Me observó sor- prendido, apretó el puro entre los dientes y dijo: -Olvídalo. Te diré algo: sólo te buscas proble- mas. lNo es así? -y lanzó una risotada que re- tumbó entre los edificios que encajonaban la ca- lle por la cual avanzábamos. No entendí lo que pretendió decirme, es la verdad. Caminamos a toda prisa, sin detenernos ante los semáros rojos. Las calles permanecían de- siertas. Ni siquiera había gente hurgando en los basurales, y mucho menos ente a los escapara- tes de las tiendas, la mayoría protegidas por per- sianas metálicas. Incluso la academia de música estaba literalmente amurallada tras, no una per- siana, sino verdaderos barrotes de hierro. lQué tan valioso podía guardarse ahí dentro?, pensé, interrumpiendo nuestra caminata unos minutos. Poco después encendí un cigarrillo y prosegui- mos, lo que significaba llegar de una vez junto a mi coche. No obstante, parándose en seco, mi amigo exclamó: -lY bien? Entonces recordé que, según le inrmara yo a él, el coche debía estar ahí mismo, ente a la academia de música. Y de hecho, como e, ahí estaba. Pero al momento pensé que sin embargo debía estar ente al portal de mi casa, donde ectivamente lo había aparcado yo mismo al llegar, quiero decir, al comienzo de las circuns- tancias que determinaban mi presencia en ese lugar, ente a mi coche y a la academia de músi- ca durante el transcurso de aquella noche. Pese a semejante duda, que me asaltó inmediatamen- te, la imagen de mi tío volvió a mi mente y le vi muerto como estaba en una enorme caja de ma- dera, de seguro nada más que un ataúd de cao- ba, y rodeado de viejas plañideras.

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Los Cuadernos de Literatura

LA MANIPULACION

Roberto Fernández Sastre

e uando ya plena noche, abandonamos el bar, se me ocurrió lo primero comentar­le a mi amigo, el de las transacciones inmobiliarias, lo del agujero bajo la ca­

ma, a ser posible lo más detallado. Pero ensegui­da supuse más acuciante ponerle al corriente de que, mismo delante de sus narices, alguien le hacía la competencia, esto es, el viejo dedicado a los negociados de bienes inmuebles y que, co­mo lo supe en la barra del bar, tenía problemas con el hombre gordo. Entonces se lo dije, lo más breve posible.

-Pero bueno, lqué historias son ésas? -dijoél, luego de escucharme con cara de asombro.

Volví entonces a repetírselo, esta vez incluso con menos palabras. Mi amigo, siempre lo supe, odiaba a las personas charlatanas.

-Pamplinas -dijo. Y luego: -iAl demoniocon ese gordinflón! Oye, no te inquietes, tóma­telo con calma. lDónde está tu coche?

Al parecer, como lo recuerdo, mi amigo esta­ba bastante bebido, culpa de nuestra anterior es­tancia en el bar, pensé. Dije que seguramente permanecía aparcado frente a la academia de música pegada a mi casa pues, tal como lo acor­damos, había acudido yo al bar caminando. Y consecuencia de la imagen del coche en mi ca­beza, al punto me vino también la de mi mujer, semidesnuda y tendida displicente en una cama que no reconocí como la nuestra. Tal vez puse cara de asombro, no lo sé. Estaba mi mujer, la mía, de un modo totalmente sensual en aquella cama.

-lQué diablos te ocurre? -exclamó mi amigode pronto.

Sin embargo ni sus gritos lograron distraerme de la imagen de mi mujer, antigua estudiante de ciencias humanísticas, en una actitud que me alarmó no más verla. Enseguida me deprimí, lo que significaba, y significa, que pensé en mi fa­milia entera, mi mujer y mis hijos, preocupados y angustiados por mi ausencia. Pese a ello, ner­vioso y agitado como estaba, igual me entretuve mirándole los muslos, los mismos que tanto me atraían y determinantes de mi situación familiar y laboral. También visualicé la cara del hombre de las noticias en medio de la TV.

-Oye, chico, lpiensas que tengo la noche en­tera para estar parado aquí? lNo pretenderás en­gañarme, verdad? Sé buen muchacho y vayamos de una vez por ese roñoso coche.

Mientras íbamos por las calles, desiertas a esa hora, le miré a la cara y le confesé lo preocupado que me sentía por la ausencia de mi familia, y lo que es peor, lo preocupada que se sentiría mi fa-

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R. Fernández Sastre.

milia por mi propia ausencia. Me observó sor­prendido, apretó el puro entre los dientes y dijo:

-Olvídalo. Te diré algo: sólo te buscas proble­mas. lNo es así? -y lanzó una risotada que re­tumbó entre los edificios que encajonaban la ca­lle por la cual avanzábamos.

No entendí lo que pretendió decirme, es la verdad.

Caminamos a toda prisa, sin detenernos ante los semáforos rojos. Las calles permanecían de­siertas. Ni siquiera había gente hurgando en los basurales, y mucho menos frente a los escapara­tes de las tiendas, la mayoría protegidas por per­sianas metálicas. Incluso la academia de música estaba literalmente amurallada tras, no una per­siana, sino verdaderos barrotes de hierro. lQué tan valioso podía guardarse ahí dentro?, pensé, interrumpiendo nuestra caminata unos minutos. Poco después encendí un cigarrillo y prosegui­mos, lo que significaba llegar de una vez junto a mi coche. No obstante, parándose en seco, mi amigo exclamó:

-lY bien?Entonces recordé que, según le informara yo

a él, el coche debía estar ahí mismo, frente a la academia de música. Y de hecho, como fue, ahí estaba. Pero al momento pensé que sin embargo debía estar frente al portal de mi casa, donde efectivamente lo había aparcado yo mismo al llegar, quiero decir, al comienzo de las circuns­tancias que determinaban mi presencia en ese lugar, frente a mi coche y a la academia de músi­ca durante el transcurso de aquella noche. Pese a semejante duda, que me asaltó inmediatamen­te, la imagen de mi tío volvió a mi mente y le vi muerto como estaba en una enorme caja de ma­dera, de seguro nada más que un ataúd de cao­ba, y rodeado de viejas plañideras.

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los cachorros del friJ¼tn

-Bonito trasto -murmuró mi amigo, masti­cando con fiereza el puro entre los dientes.

De hecho se paró a menos de un metro de los faros delanteros y permaneció contemplando aquella máquina que nunca fue motivo de en­frentamiento, al menos hasta donde memorizo, entre mi mujer y yo. Ella se desentendió de to­do el primer día, cosa que ahora me resulta enigmática. Mi mujer, de soltera, estudiante de ciencias humanísticas, odiaba los coches y las reparaciones de los coches, eso lo sé. Sin embar­go, respecto al nuestro optó por no decir nada. Ni siquiera lo mencionó alguna vez. Ni una pa­labra. Pero lo que me intrigaba entonces, frente al automóvil, era la certeza de haberlo aparcado veinte metros más allá de la academia de músi­ca, casi delante del portal del edificio.

-Te habrá costado un montón de billetes. Va­mos, suéltalo. No temas. lCuánto cuesta un ju­guete así?

Las preguntas de mi amigo me confundían, inclusive me desviaban de los motivos de nues­tro encuentro, quiero decir, mi firme interés en una casa apartada y mi anhelo en que él, ducho en el tema, pudiese echarme una mano. A decir verdad, no recordaba ni remotamente el precio del coche, nunca lo había recordado ni por un segundo. En cambio, el precio de la TV puesta en la sala de mi casa sí lo recordaba a cada mo­mento, más a partir de su rotura, me refiero a que la TV en la sala de mi casa ya no funcionaba al ciento por ciento, todo culpa de, primero, la negligencia de mi mujer en atender sus obliga­ciones hogareñas, y segundo, la maldad de mis hijos al manipular el aparato. Eso me deprimió.

-Pero bueno, lno te echarás a lloriquearcomo una condenada mujerzuela? Anímate, chi­co, la pasaremos en grande.

Le dije cómo mi familia me creaba problemas a cada minuto. Pero enseguida pregunté cómo le iban las cosas. No deseaba que pasáramos la noche contándonos las penas.

-Que lcómo me va? Pues ya lo ves -dijo, gui­ñándome un ojo y sonriendo desmesuradamen­te. Y a continuación: -lY a ti?

-No tan brillante -contesté.Y agregué que no podía compararse su situa­

ción a la mía. No era yo más que un simple fun­cionario a sueldo, mientras él mejoraba día a día gracias a las transacciones inmobiliarias, negocio lucrativo y rentable sin pérdida. Incluso, dije, podía permitirse él tener dos teléfonos, uno en su despacho y otro en casa. Entonces, a raíz de esas palabras me vino a la cabeza el número es­crito en la agenda, el teléfono de mi amigo, que ya al discar tuve la duda que acabase en seis o en ocho. Y por eso mismo al discar opté por el seis o el ocho, no lo recordé con certeza, quiero de­cir, en el transcurso de nuestra estadía junto alcoche no pude recordarlo y se lo pregunté dere­chamente, si el teléfono de su casa acababa enocho o en seis.

-Oye, muchacho, sí que tienes gracia. lSabes

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algo?: sólo te buscas problemas. Hazme caso, olvídate de esas cosas.

Insistí en lo del número. Probablemente mi mujer hubiese escrito ese seis o ese ocho en la agenda, y por tanto, ya en un primer momento de modo casi indescifrable. Ella tenía, de siem­pre, una caligrafía alarmante. Y volví a verla se­midesnuda sobre la misma cama. Pero mi amigo me sacó con violencia de mis pensamientos:

-lQué más da? iSeis u ocho! iCuatro o nue­ve! iPamplinas! -y dio una chupada al puro.

Y así, algo en principio intrascendente, la du­da sobre el número, fue creciendo y creciendo. De buenas a primeras fue volviéndose un miste­rio, un enigma, para mí. Porque mi amigo, el de las transacciones inmobiliarias, nunca me lo aclaró, sinceramente no le dio ninguna trascen­dencia, ni en ese momento ni en otro posterior. Entonces, lógicamente, pensé no ya revelarle si­no ocultarle en cuanto fuera posible el episodio bajo la cama, me refiero al agujero. Resultaba claro que, si no le daba importancia a lo del nú­mero, menos se la daría a lo del agujero. Y en definitiva de mi amigo sólo pretendía que me auxiliase en algo determinado y positivo para nosotros, mi familia y yo, esto es, la casa en las afueras. Pensé entonces en mi familia y volvie­ron a renacer las esperanzas de darles, a mi mu­jer y mis hijos, una sorpresa de veras reconfor­tante con lo de la casa apartada. Ahora iríamos con mi amigo, y si yo estaba conforme con lo

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Los Cuadernos de Literatura

que me propusiera, ya al regreso les daría la nueva.

-Sé bueno y déjame conducir, leh? -dijo derepente, y me dio un codazo en el abdomen.

La proposición me pareció razonable. Estaba yo demasiado fatigado para conducir por aque­nas canes, porque sí tan amenazantes, Y, ade­más no sabía a ciencia cierta dónde iríamos. En­ton¿es le alcancé las naves del coche y, por pri­mera vez desde nuestro encuentro, observé con detenimiento cómo iba vestido. Como lo re­cuerdo lucía una camisa jamaicana o hawaiana abarrotada de colores, algo espantoso y repulsi­vo. lPero desde cuándo andaba él así, como un papagayo? En verdad se me representó de golpe como alguien desconocido, pese a que o nuestra �mista� fuese de lo más asidua en anteriores epocas.

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LOCAS CARRERAS A

NINGUNA PARTE

Enrique Murillo

M ientras la sociología y la historia, como disciplinas científicas, y los políticos, como ávidos consumidores de apoyo en su lucha por la conquista o reten­

ción del poder, insisten en hablar de la �asa co­mo suma globalizadora que ignora la entidad de los sumandos la literatura mantiene desde hace ya por lo me�os un siglo su encarnizada pug1?-a por escrutar la identidad de esos sues que, sm ena, serían perfectamente anónimos. Me refie­ro claro está, al ciudadano medio, a ese montón dd nadies a los que unos políticos tratan de in­cluir en la «mayoría silenciosa» y otros en el no menos alienante concepto de «pueblo»; a esos mismos que en las encuestas quedan relegados a la caregoría de los que no saben o no contes­tan o, peor aún, a esa otra de gente vacilante que a la postre decidirá con su voto la suerte de los gobiernos, pero que fastidian al sociólogo porque le impiden afinar en sus cálculos.

De uno u otro modo, a ese ciudadano se le suele negar -como antaño al negro, al indio o a la mujer- hasta el derecho de poseer un alma. Pero la literatura sigue empeñada en meter baza en este asunto y con la saludable intención de restituirle su i�dividualidad, su alma peculiar a ese desdichado sujeto. Este esfuerzo ya cuenta con una notable tradición cuyo inicio, sin pre­tensiones de erudición sino al simple albur de mis lecturas, yo situaría más o menos por la se­gunda mitad del siglo XIX, digamos que en Un

coeur simple o en Bouvard et Pécuchet, aunque quizá haya quien pueda localizar precedentes a estas obras de Flaubert.

Desde entonces hay una ya considerable tra­dición literaria que combate con sus propios medios la ignorancia que para este asunto de­muestra la ciencia. La batana se viene librando con no despreciable encono a todo lo largo de este siglo, y no neva trazas de estar tocando a su fin. Entre otros nombres gloriosos que han par­ticipado en ena desde el bando literario hay que incluir, por supuesto, los de Kakfa, B�ckett f, últimamente Bernhard, y a esta magmfica no­mina se sum� ahora el hasta ahora desconocido nombre de Roberto Fernández Sastre, flamante primer finalista del último Premio Herralde de Novela, con La manipulación.

Medirse con semejantes antecesores puede parecer una osadía, y salir, como en este caso, bien parado de la comparación demuestra que nos encontramos ante un autor muy a tener en cuenta. Y conste que esta opinión no se basa en un primer y único libro, sino en la lectura, ade-