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    La marquesa de Gange MARQUS DE SADE

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    El relato que ofrecemos al lector no es una novela; son crudos hechos que se hallan en el libro Procesos famosos. Por toda Europa se extendi el eco de una historia tan lamentable. Quin no sinti escalofros? Qu alma sensible no derram lgrimas sin fin?

    Pero, por qu no coincide nuestra narracin con la que nos transmitieron aquellas Memo-rias? Esta es la razn, amigo lector: quien escribi los Procesos famosos no conoca todos los detalles, faltaba mucho en las Memorias donde se inspir. Por ello, mejor documentados, hemos podido narrar los lamentables hechos con mayor amplitud de la que pudo darle quien se vio obligado a disponer de un muy reducido caudal de informacin.

    No obstante, alguien se preguntar: por qu escribimos con un estilo novelesco? Porque as lo requieren los hechos; la trgica historia que sucedi realmente result novelesca hasta un extremo y la hubiramos desfigurado, si le hubiramos disminuido este aspecto, aunque podemos asegurar que tampoco le aadimos sombras a lo sucedido. El cielo es testigo de que no hemos pintado un cuadro ms negro que la realidad. Ello no sera posible, aunque alguien lo intentara.

    Afirmamos, pues, solemnemente que no hemos cambiado la realidad de los hechos; rebajar el sentido trgico habra sido contrario a nuestros intereses; aumento significara atraer sobre nosotros la maldicin que recae sobre los monstruos que cometen iniquidades y sus cronis-tas.

    Por tanto, quienes deseen enterarse con exactitud de la historia de la desventurada marque-sa de Gange que nos lean con el inters que despierta la verdad y quienes desean hallar deta-lles de ficcin incluso en relatos histricos, que no nos reprochen haber puesto la suficiente, ya que la lectura de los hechos tal como sucedieron sera muy penosa y, cuando el autor pre-sume que los mismos provocarn necesariamente la indignacin, le es permitido aadirle los ingredientes que permitan digerirlos sin que el lector se sienta herido por su excesiva crude-za.

    Quiz hubiramos tenido que finalizar el libro al terminar la narracin de la catstrofe. Pe-ro dado que las Memorias de aquella poca nos informan del final de los monstruos, capaz de asombrar al lector, hemos credo que nos agradecera su transmisin, aunque no con exactitud de detalles; podrn alegar contra nosotros respecto al mayor criminal de los tres, y con toda razn. Pero resulta tan odioso hacer aparecer la maldad como prspera que, si no hemos seguido esta norma l, y hemos corregido el curso de la suerte, lo hemos hecho pen-sando en agradar al lector virtuoso, quien nos agradecer no haberlo contado todo, cuando todo lo que pas en realidad slo servira para anular la esperanza, que da tanto consuelo a los virtuosos, de que quienes persiguen a los buenos deben inexorablemente al fin sufrir per-secucin.

    1 Sade alude aqu a la muerte del abate de Gange incluida al final del libro, hecho que no se dio en la realidad. Dicho final viene a ser el colofn de la atencin corrosiva de Sade, hbilmente disfrazada de afn moralizador.

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    El testamento de Luis XIII, que estableca un consejo de regencia, anulado por un decreto del Parlamento, segn la voluntad de Ana de Austria, viuda de este monarca; la investidura de esta regencia a dicha princesa por un tiempo ilimitado; la guerra en que la regente se vio obligada a armar a los franceses contra su hermano Felipe, a quien no obstante quera mucho (guerra desastrosa y que duraba ya trece aos); la eleccin, por parte de la regente, de Maza-

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    rino, dueo a un tiempo de la voluntad de esta soberana y de los destinos de Francia entera; la guerra civil, secuela inevitable de la desavenencia entre los ministros o de su desmedida ambicin; la lucha, siempre peligrosa, d los Parlamentos contra la autoridad suprema; las detenciones arbitrarias de los Noviac, los Chardon, los Broussel, llevadas a cabo fusil en ma-no, colmando Pars de barricadas, jornada funesta de la que sin pudor alguno se jactaba el cardenal de Retz; la retirada de la corte a Saint-Germain, en condiciones harto indignas de personas de rango; la minora de edad de Luis XIV, quien a la sazn contaba slo once aos: juzgue el lector; en fin, si tantos y tales sucesos desastrosos deparaban un horizonte sereno a los primeros das del himeneo que mademoiselle de Rossan, hija de uno de los ms ricos gentileshombres de Avin, acababa en 1649 de acordar con el conde de Castellane, hijo de un duque de Villars.

    Tales eran, no obstante, los sucesos del da, cuando aquella belleza juvenil, que apenas con-taba trece aos, apareci, bajo la gida de su esposo, en la corte real, donde su gracia, la amena dulzura de su carcter y una celestial apariencia no tardaron en hacerle seora de to-dos los corazones. No hubo caballero de aquella corte que no tuviera a gala hacerse merece-dor de una de sus miradas; y el propio joven rey, que danz con ella repetidas veces, prob, con los ms halageos discursos, el homenaje que renda a todas las cualidades de aquella joven condesa.

    A imitacin de todas las mujeres virtuosas, madame de Castellane, atenta por dems a sus deberes, slo tuvo en cuenta aquellos universales aplausos como otros tantos motivos para hacerse ms acreedora a ellos. Pero cuanto ms a un ser favorecen naturaleza y fortuna, ms fcilmente vemos a la suerte ingrata abrumarle con todos sus rigores: compensacin que constituye una justicia del cielo, destinada a servir a la vez de ejemplo y de leccin a los hombres.

    Mademoiselle Euphrasie de Chteaublanc no haba nacido para ser dichosa; desde su ms tierna edad, los decretos divinos, pesando sobre ella, deban ensearle que todas las prospe-ridades terrenas sirven nicamente para probar al hombre la existencia de un mundo eterno donde Dios premia tan slo la virtud.

    El conde de Castellane pereci en un naufragio, y la nueva lleg a odos de su joven esposa en aquella corte, que, testigo hasta entonces de sus xitos, pas a serlo de sus lgrimas. Res-petuosa en extremo para con la memoria de su esposo, madame de Castellane se acogi a la paz del claustro para sortear los escollos donde tal vez poda sucumbir su juvenil inexperien-cia, sin el sostn de un esposo; pero reflexiones tan prudentes difcilmente se mantienen a los veintids aos. Qu de desgracias, con todo, hubirase ahorrado aquella interesante mujer si, alentando en su corazn tales reflexiones, hubiera ofrecido al Seor aquel corazn que consinti en entregar al mundo! Cunto ms se inflama ante el ser creador quien supo amar a los objetos creados! Cun vaca aparece la segunda de tales emociones a quien ha sabido embargarse de toda la emocin primera!

    Euphrasie no persever en las austeridades del retiro; presurosa de volver a un mundo tan digno de poseerla, prest odos a sus prfidas insinuaciones, y, creyendo volar en alas de la dicha no tard en correr hacia su perdicin. Qu de nuevos amantes reaparecieron desde que se esparci la nueva de que Euphrasie haba consentido al fin en reemplazar los crespo-nes de la viudez por las rosas que Himeneo por doquier le presentaba!

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    Madame de Castellane, a quien entonces slo se haba visto como a una preciosa criatura, no tard en merecer en el gran mundo el ttulo de la mujer ms hermosa del siglo. Era alta, de una belleza que hubiera exaltado el genio de un pintor, con ojos donde el mismo Amor pareca establecer su imperio, una apariencia de amenidad tan profundamente grabada en sus rasgos, gracias tan naturales e ingenuas, un espritu a la vez tan recto y tan dulce... Mas, por encima de todo ello, una suerte de impresin romntica que pareca probar que, si la natura-leza le haba prodigado cuantas prendas podan ganarle adoradores, haba mezclado al mismo tiempo entre tales dones cuanto deba prepararla al infortunio; extravagancia de su mano, necesaria sin duda pero que parece demostrar que esta potencia celeste slo nos form para sentir la dicha de amar infundindonos al tiempo cuanto nos puede inducir a deplorar tal sentimiento.

    De todos los nuevos pretendientes que se ofrecieron a la bella Euphrasie, fue el marqus de Gange, propietario de muchos bienes en el Languedoc, y de veinticuatro aos de edad a la sazn, quien logr disipar en el corazn de madame de Castellane el recuerdo de un primer esposo a quien de todos modos haba mirado slo como a un mentor.

    Si madame de Castellane pasaba con razn por la mujer ms hermosa de Francia, el seor de Gange mereca igualmente la reputacin de uno de los ms gallardos caballeros de la cor-te. Nacido en Avin, pero llegado muy joven a dicha corte, conoci en ella a madame de Castellane y la igualdad de patria y la vecindad de los bienes pronto fueron parte a determi-nar a Alphonse de Gange para unir al ms arrebatado amor los motivos ms aptos para de-terminar la eleccin de Euphrasie. Alphonse aparece y se ve atendido; Euphrasie se rinde a las conveniencias: tal es la fuerza de stas cuando el amor las sostiene! Su mano recompensa el amor del marqus y se celebran las bodas.

    Justo cielo! Por qu las furias prendieron su antorcha en el fuego de la que presidi aque-lla tierna unin, y por qu pudo verse a serpientes profanar con su veneno las ramas de mirto que palomas dejaban en la cabeza de los infortunados?

    Pero no nos adelantemos a los acontecimientos, pues algunos tintes ms claros pueden an tranquilizar a quienes inician la lectura de esta fatal historia. No introduzcamos los colores lgubres hasta que la verdad nos fuerce a ello.

    El nuevo matrimonio pas todava dos aos en Pars, entre el tumulto y los placeres de la villa y corte. Pero dos corazones unidos no tardan en cansarse de cuanto parece interrumpir el mutuo deseo que conciben de evitar todo lo que pueda separarlos aunque sea por espacio de un instante; y, en la ebriedad de la llama que los consuma, resolvieron ir a aislarse en sus tierras tras haber confiado el hijo varn que acababan de tener a los cuidados de la madre de Euphrasie, que, llevndoselo consigo a Avin, tendra a su cargo la educacin del vstago.

    -Oh, amor mo! -dijo la marquesa a su esposo tras la partida de su hijo, cuyos pasos se dis-ponan a seguir-. Oh, mi querido Alphonse! Dnde se ama mejor que en el campo? Todo es nuestro, todo para nosotros, en aquellos floridos albergues que parecen embellecidos para el amor por la naturaleza. All -repeta estrechando a su amado esposo entre sus brazos-, ningn rival que temer; a nadie debes temer conmigo; pero, quin podra asegurarme que en Pars otras mujeres ms amables no acabaran por robarme tu corazn...? Este corazn, Alp-honse, que es mi nico bien... Alphonse, si yo lo viera en manos de otra, sera menester que al mismo tiempo me arrancaran la vida, y, al ver este corazn donde tan profundamente im-presa est tu imagen, qu remordimientos no sentiras por no haber dejado en l el tuyo en

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    prenda! T lo sabes, querido Alphonse, t sabes que slo a ti amo en el mundo. Nia an, en los brazos de Castellane, no pude fomentar en m los sentimientos de pasin violenta con que slo t has encendido mi alma. No haya, pues, lugar a celos por este lado: duea de mis acciones, he visto, osar decirlo, a mis pies la flor y nata galante de la corte, y a Alphonse de Gange eleg nico entre todos. mame, pues, esposo amado; ama a tu Euphrasie como ella te ama; que todos tus instantes le pertenezcan como todos sus votos se dirigen hacia ti; sea-mos una sola alma en dos cuerpos; tu amor, alimentado por el mo, adquirir toda su fuerza, y no podrs dejar de amar a Euphrasie, como Euphrasie amar a su Alphonse.

    -Mi dulce y deliciosa amiga -responda el marqus de Gange-, cunta delicadeza en tus pa-labras! Cmo no adorar a la que as se expresa? S, tengamos una sola alma; nos bastar para existir, puesto que slo el uno para el otro podemos hacerlo.

    -Pues bien, querido esposo, partamos, abandonemos este peligroso dominio de la galan-tera y la corrupcin! No quiero estar donde se habla siempre de amor, sino donde mejor se sabe sentirlo. El castillo de tus padres me parece tan apto para nuestros propsitos! All to-do me recordar cuanto te pertenece; al darte herederos, fijar la mirada en tus antepasados, y dirigindome al Padre Eterno le dir con compuncin: Dios Santo, el corazn de Alphonse es santuario de las virtudes que le leg su ilustre ascendencia; haz que pasen al alma de sus hijos a travs del fuego de amor que consume la ma.

    Partieron; el antiguo y majestuoso Castillo de Gange fue elegido como lugar de residencia de los jvenes esposos. La cabeza de partido de aquella noble casa est situada cerca de la villa de Gange, a siete leguas de Montpellier, a orillas del ro Aude. Villa feliz y tranquila, cu-yos industriosos habitantes encuentran, en los recursos que sus manufacturas, la comodidad que las artes prefieren a esas riquezas acumuladas sin trabajo por medio de las cuales el habi-tante de las grandes ciudades, al consumir los frutos de la industria, no los devora sin destruir a la vez el rbol y sus races.

    Nuestros viajeros haban pasado la noche anterior en Montpellier, y de esta villa haban partido al rayar el alba para llegar a hora temprana a su destino. Se hallaban apenas a medio camino cuando se rompi una de las ruedas del coche, y madame de Gange, al caer, se las-tim el hombro derecho. Quin podra describir las inquietudes del marqus? El temor de que las leguas que faltaban fatigasen a Euphrasie le haca concebir el deseo de no ir ms le-jos; pero, qu hacer en una aldea hurfana de todo recurso? Euphrasie asegur que no tena importancia, y, en cuanto fue reparado el percance del coche, reanudaron la marcha.

    -Amor mo! -dijo la sensible Euphrasie, no sin derramar algunas lgrimas involuntarias-, por qu ha tenido que sobrevenirnos este accidente a las puertas de tu castillo...? Perdona a esta dbil mujer, pero muy a mi pesar, me alarman algunos presentimientos... Casi hubiera preferido la desgracia antes de conocerte; compartida contigo, me infunde temor.

    -Querida esposa -respondi vivamente Alphonse-, aleja de ti esos vanos temores: mientras est a tu lado, la desgracia no ensombrecer tu existencia.

    -Alphonse -exclam dolorosamente la marquesa-, puede llegar, entonces, un momento en que ya no te tenga a mi lado?

    -Sera aquel en que terminasen mis das... y acaso no tenemos la misma edad?

    -Oh, s, s! Viviremos siempre juntos y slo la muerte nos separar.

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    Nuestros viajeros llegaron finalmente a Gange; atravesaron la ciudad; todos los vasallos del marqus le rindieron homenaje; le fueron ofrecidos los presentes que dicta la tradicin. Lle-gados, al pie de las torres, la marquesa concibi gran turbacin ante sus dimensiones: -Hay en ellas algo que me espanta, amor mo -dijo a su esposo.

    -Tal era el gusto de nuestros mayores, pero si t quieres las har derribar.

    -Oh, no, no! Respetemos estos recuerdos de la virtud de quienes las construyeron; los amables y dulces hbitos de la corte que acabamos de abandonar templarn un tanto las ide-as, tal vez algo sombras, que suscita la visin de estas antigedades; y, en fin, no embelle-cer siempre tu presencia los lugares que sern testigos de nuestra felicidad?

    Se esperaba al marqus, en el castillo, y todo apareca dispuesto para su recepcin. Los an-tiguos y fieles servidores de su padre el conde de Gange vinieron a ofrecer sus brazos a los jvenes esposos, y les abrumaban con esas ingenuas cortesas que nacen slo del corazn. Todos decan reconocer en el rostro de su joven seor los rasgos majestuosos y venerados de su antiguo dueo, y estos elogios complacan a la marquesa.

    -S, hijos mos -les deca-, ser como aquel a quien tanto afecto profesasteis; el hijo os ser tan caro como lo fue el padre; yo respondo de sus virtudes...

    Las rugosas mejillas de aquellas buenas gentes eran surcadas por lgrimas de dicha, mien-tras llevaban en triunfo a sus jvenes seores hacia los vastos lares donde con tanta fidelidad haban servido a su antecesor.

    Un ligero temor asalt de nuevo a la dulce Euphrasie cuando oy resonar los pasos en el eco de aquellas bvedas antiguas y vio aquellos gruesos portalones abrirse con un chirrido de sus goznes herrumbrosos. Muy emocionada, fatigada del camino y un poco dolorida de sus contusiones, en cuanto el mdico de la aldea les hubo dado seguridades de que aqullas no tendran consecuencias, la marquesa se acost en una alcoba que se le haba dispuesto provi-sionalmente, pues la suya no estaba an a punto; y, por primera vez desde su matrimonio, rog a su marido que la dejase sola.

    Es propio de la naturaleza del hombre (se trata de una verdad universalmente comproba-da) conceder quiz mayor importancia de la debida a los sueos y presentimientos. Esta de-bilidad deriva del estado de infortunio en que por naturaleza todos nacemos, unos ms y otros menos. Parece que estas inspiraciones secretas nos lleguen de una fuente ms pura que los acontecimientos ordinarios de la vida; y la inclinacin religiosa, que las pasiones debilitan pero no absorben jams, nos remite constantemente a la idea de que como quiera que todo lo sobrenatural nos viene de Dios, nos vemos, aun a pesar nuestro, arrastrados a este gnero de supersticin que la filosofa reprueba y que, baado en lgrimas, adopta el desdichado. Mas, a la verdad, qu ridculo hara en creer que la naturaleza, que nos advierte de nuestras necesidades, que nos consuela tan tiernamente de nuestras aflicciones, que nos da tanta pre-sencia de nimo para sobrellevarlas, pudiera tener igualmente una voz que nos advirtiera de su vecindad? Pues qu! Ella, que vela sobre nosotros en todo momento, que nos indica tan celosamente lo que puede mantenernos o resultarnos daino, no podra igualmente preve-nirnos de lo que va encaminado a nuestra destruccin? No se me oculta que tales razona-mientos pasarn por absurdas paradojas; pero tambin s de sobra que cualquier intento de probarlo sera baldo. Cuando en la exposicin de un sistema filosfico cualquiera la irona ocupa el lugar de la refutacin, es posible, a lo que creo, burlarse del torpe burlador escu-chando la voz de la razn Cuntos incrdulos hubiera hecho Voltaire, de haber sustituido la

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    risa por el razonamiento! Y si, para nosotros, sus ataques se han convertido en triunfos, habr que atribuirlo a que la verdad que convence al hombre sabio provoca nicamente la risa de los necios. Sea como fuere, la opinin que presentamos participa de lo religioso y de-be complacer a las almas sensibles, y nos atendremos a ella en tanto no se nos pruebe que se trata de un sofisma.

    Y sobradamente crea en los presentimientos nuestra interesante herona, cuando moj con sus lgrimas el lecho en que pas aquella primera noche; crea en ellos, cuando, des-pertndose sobresaltada en aquella noche cruel, se la oy gritar: Esposo mo! Slvame de estos desalmados! Estas terribles palabras, fueron dictadas por un sueo o por un presen-timiento? No lo sabemos, pero fueron odas, y sin duda aqu se confunden tan solemnes anuncios de la naturaleza, que est muy lejos de equivocarse, al infundirlos confusamente en nosotros.

    Quin deba sembrar de espinas el feliz destino de Euphrasie? Riquezas, honores, belleza, noble cuna Qu seres malvados podan interponerse en aquel luminoso camino de la vida de madame de Gange? Quin deba marchitar aquellas rosas? Quin poda ser tan cruel para someter al yugo del dolor a aquella cuyo nico desvelo era suavizar los dolores ajenos y que con tan sublime delicadeza colocaba en preeminente lugar entre sus ms dulces placeres el de adivinar la proximidad del infortunio, para aliviarlo o prevenirlo? Quin, pues, poda desencantar de esta suerte las ilusiones de la existencia en el alma amante de la bella marque-sa? Ah! No apresuremos la revelacin: el crimen es tan penoso de describir...; los colores que un cronista fiel debe prestarle son a la vez tan sombros y tan lgubres, que en vez de mostrarlo al desnudo preferirase las ms de las veces dejarlo adivinar o dibujarse por s mismo, ms por los hechos que lo constituyen que por los nefandos pinceles con que nos vemos forzados a describirlo.

    La marquesa se levant un poco ms sosegada. Como habr podido imaginar el lector, falt tiempo a Alphonse para introducirse en su alcoba en cuanto le fue dado permiso.

    Querida Euphrasie! -exclam, abrazndola-. Qu visiones turbaron anoche tu sueo? Por qu tus primeros pasos en el castillo han debido verse regados de lgrimas? Hay aqu algo que no est acorde con tus gustos? Esta soledad te parece demasiado profunda? No te inquietes, querida Euphrasie; recibiremos la visita de familiares y amigos; tengo dos herma-nos a quienes, quizs an por algn tiempo, el deber mantiene alejados, pero que arden en deseos de verte. Ambos jvenes y de trato agradable; ambos tendrn a gala el complacerte, y alegraremos la austeridad de este retiro. Vecinos y amigos acudirn igualmente, y si an todo ello no te bastara, Montepellier y Avin no estn lejos. Podemos ir all en busca de los pla-ceres que te rehsen estos dominios.

    -Querido Alphonse -respondi la marquesa-, acaso no he elegido esta residencia? Se han borrado, pues, de tu memoria los motivos que determinaron mi eleccin? Bien sabes, esposo amado, que, para m, la verdadera felicidad slo existe en el solitario recinto donde pueda conocer a solas los goces de tu amor. En virtud, pues, de qu injusticia me acusas de haber mudado de parecer?

    -Pero esta inquietud, esta melancola...

    -Al verte se disipan... hasta el punto de olvidarme de su causa. Y cmo podra recordarla? Pues te aseguro, Alphonse, que es slo una quimera; son esas ideas que aletean en torno a nuestra mente... ideas que es imposible fijar, menos an reducirlas a la conciencia, semejantes

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    a fuegos fatuos de los que en vano esperaramos recibir luz alguna. nimo, amado mo, mrame otra vez serenada. Recorramos el castillo, ardo en deseos de conocer hasta sus lti-mos vericuetos. Visitemos el parque, las alamedas; quiero verlo todo. Da aviso de que come-remos tarde; este ejercicio nos abrir el apetito.

    En cuanto la marquesa estuvo dispuesta y se hubieron desayunado, los dos esposos, acompaados por algunos de sus sbditos, iniciaron la visita que haban proyectado.

    Conviene observar, al llegar a este punto, que, dieciocho meses atrs, el marqus, en previ-sin del viaje de su esposa al Languedoc, haba hecho preparar de antemano cuanto vamos a esforzarnos en describir.

    Entraron primeramente en la galera principal del castillo, bastante alejada de la estancia donde, como acabamos de relatar, la marquesa haba pasado aquella primera noche, en tanto terminaba de disponerse su alcoba.

    En aquel recinto, los muros, adornados sobriamente con los retratos de la familia del mar-qus, impriman en un alma sensible recuerdos harto ms dulces que los debidos a las super-fluidades de la moda, que, ofreciendo a los ojos ftiles placeres, no encienden ninguno per-durable en los corazones.

    -Seores -dijo la marquesa a los vasallos que la acompaaban-, si el hombre de mundo dice con necia satisfaccin a los que vienen a admirarle: Mirad estos cuadros: la Escuela de Ate-nas, el Amor cautivando a las Gracias, etc., yo me conformar con decir, abrindoos mis brazos: Amigos del alma, he aqu a mis antepasados; s que hicieron la felicidad de vuestros padres, y a causa de ellos me har acreedora de vuestro afecto.

    Aquella majestuosa galera, decorada con sencillez como acaba de verse, desembocaba, por su parte meridional, en el recinto destinado a madame de Gange, y por el otro extremo, en la capilla del castillo... asilo misterioso, iluminado simplemente por una cpula y que suscitaba, volviendo los ojos hacia la estancia situada en el ala opuesta, la idea de que el Ser sacrosanto a quien venan a venerar all los mortales slo poda hallarse al lado de la ms bella de sus obras. Nada de ornamentos y reliquias en demasa, sino nicamente la sacra efigie de aquel Dios de bondad que se inmol para salvar al gnero humano, alzado en medio de cuatro candelabros de plata rodeados de jarros de flores, y en lo alto la imagen de su inmaculada Madre. Y cmo Alphonse haba avivado el culto de aquella santa mujer en el alma de los asistentes al divino sacrificio? Haba mandado de Pars un retrato de Euphrasie, y este retra-to, el de la protectora de los menesterosos, venan a adorar quienes crean hallarse ante la imagen de una divinidad.

    Cuando la piadosa madame de Gange advirti aquella delicada superchera, su alma dulce y timorata le movi a formular algn reproche a su marido.

    -Querida esposa! -dijo Alphonse, oprimindola contra su corazn-. Me era preciso recurrir al dechado de todas las virtudes: a quin, sino a ti, poda retratar? Y no es Mara uno de tus nombres, y esta santa mujer uno de tus modelos?

    La habitacin de madame de Gange, que remataba el otro extremo de la galera, era, pese a la sencillez de su decoracin, la ms rica de la casa. Seda verde y oro, a la vez obra y homena-je de los buenos habitantes de Gange, recubra aquellas piedras antiguas que haban visto transcurrir casi ocho siglos. Sobre una mesa, al descuido, se hallaba el retrato de Alphonse.

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    -Ah! -exclam la marquesa, tomndolo en un transporte de jbilo y colocndolo en la ca-becera de su cama-, ya que t has colocado mi retrato en el lugar ms santo de tu casa, dja-me decorar con el tuyo este templo venturoso de nuestro amor.

    Algunos gabinetes acababan de dar a la estancia todas las comodidades de que era suscep-tible. Uno de ellos daba entrada a la escalera de una torre donde se conservaban los archivos. Y el resto de la mansin, una de las ms vastas de la provincia, responda a aquel estilo de arquitectura y de disposicin gtica tan cara a las almas sensibles y melanclicas, para quienes los recuerdos ofrecen goces mucho ms autnticos que los que pueden procurarnos los frvolos monumentos de la edad moderna, donde lo intil sustituye a lo necesario, la fragili-dad a la solidez, lo indecoroso al buen gusto...

    Era a principios del otoo... de esa estacin romntica, ms elocuente an que la primave-ra, por cuanto parece que en sta la naturaleza, pensando slo en s misma, se asemeja a una coqueta que desea agradar; mientras que en otoo se dirige a nosotros, tal una madre que se despide de sus hijos y acompaa su adis de sus ms dulces dones. Aquella conmovedora manera de desprenderse de sus galas para despertar nuestra nostalgia; aquellos presentes con que nos exhorta a llenar nuestros graneros, a la espera de que tenga a bien concedernos nue-vos favores; todo, hasta aquella plida coloracin de que se cubren las hojas para anunciar-nos la suerte que nos espera, hasta aquellas calndulas y adormideras que sustituyen a la rosa y al lirio de los valles; todo, en suma, cautiva el nimo en tal estacin, todo es en ella una imagen de la vida y contiene una leccin para el hombre.

    Un inmenso parque rodeaba el castillo; largos paseos de tilos, de moreras y de encinas di-vidan en cuatro bosquecillos aquella extensin donde diferentes especies animales se repro-ducan para los placeres de la caza.

    Uno de aquellos sotos pareca, sin embargo, llamado a un destino ms singular: un laberin-to casi impenetrable se dibujaba en l con un arte tal que la salida pareca inaccesible a quien se aventuraba en su recinto. Los ramilletes que sombreaban los senderos estaban formados de lilas, de madreselvas, de rosales y de mil otros arbustos, que poblaban en primavera aque-llas leves criaturas del aire cuyos acentos suaves y melodiosos sumergen al hombre en esas religiosas ensoaciones donde, enteramente entregado a su Dios halla en la contemplacin de los eternos milagros que le rodean tan dulces motivos de culto.

    Cuando, tras numerosos rodeos y pasos a menudo intiles, llegaron por fin al centro del laberinto, un sarcfago de mrmol negro apareci ante sus ojos.

    -He aqu la que ser nuestra ltima morada -dijo Alphonse a su amada Euphrasie-. Ah, co-razn mo, para siempre uno en brazos del otro, los siglos transcurrirn sobre nosotros sin rozarnos... Te aflige esta idea, Euphrasie?

    -Oh, no, no, mi querido Alphonse, puesto que hace eterna nuestra unin, y los espinosos senderos de la vida cerrados para siempre tras nuestros pasos dejarn abiertos a nuestra mi-rada aquellos senderos en que nos aguarda el Seor! Mas, si el cielo contrariase tan consola-dores proyectos... Oh, amor mo! Quin puede responder de sus designios? Los del hom-bre son como hojas arrebatadas por el viento; y el poder destructor que, tarde o temprano, ha de conducimos a este sarcfago, no puede igualmente destruir los proyectos de reunin que osamos concebir sin su aquiescencia?

    Y los dos esposos continuaron examinando el monumento.

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    Los atributos de aquel mausoleo eran tan simples como majestuosos: sobre un pequeo obelisco de granito que coronaba su cabecera se lea en letras de bronce: Eterno descanso del hombre; el espectro de la muerte entreabra la puerta que parecan retener amor e himeneo, y sobre esta piedra poda leerse: Eternidad, en Dios comprendo tu transcurso.

    Los cipreses y sauces llorones que velaban con sus sombras aquel sepulcro le prestaban an mayor solemnidad. Se dira que el balanceo de sus flexibles ramas imitaba el sonido de los lamentos de quienes vendran tal vez algn da a llorar sobre aquella tumba.

    Volvieron atrs por los caminos del ddalo, que se confundan hasta tal punto que el sen-dero que pareca llevar a la salida conduca nuevamente al sepulcro... Consoladora imagen de nuestra deplorable existencia, que nos muestra el trmino en que la maldad de los hombres fracasar ante la justicia de Dios, que nos liberar finalmente de sus furores!

    Algunas sentencias aparecan grabadas en la corteza de los rboles. En un sicomoro poda leerse: Por tales rodeos se llega al final del camino. En un alerce se mostraba: La naturaleza nos condu-ce fcilmente al sepulcro, pero slo a Dios pertenece librarnos de sus tinieblas.

    -Oh, amor mo! -dijo Euphrasie-, cunta verdad encierran tales sentencias y qu devocin me inspira el alma que las dict.

    -Es el alma en que t reinas, Euphrasie: cmo no . iban a llenar las ms sublimes ideas del creador el alma donde tan fielmente se refleja tu imagen?

    -Esposo amado -dijo la marquesa cuando por fin salieron del laberinto-, me encuentro en un estado difcil de describir: este bosque impresionante, la variedad de sotos que lo embelle-ce, la profunda soledad que nos deparan estas vastas extensiones umbras, la frialdad de estos mrmoles labrados por el arte, en reposo ante la naturaleza siempre activa, esta estacin en que todo se marchita, el astro que en este instante parece velarse, para prestar tintes an ms augustos al cuadro... Todo imprime en la imaginacin esta especie de terror religioso que pa-rece advertirnos que no existe felicidad verdadera fuera del seno de Dios, de quien son obra cuantas maravillas puede admirar el hombre.

    II

    Parte de la nobleza del contorno y los principales burgueses dula villa de Gange se haban reunido en el castillo para rendir homenaje a los esposos.

    Poca dificultad tuvo en merecer el sufragio de la provincia quien acababa de obtener el de la corte. Todos admiraron la hermosura de la marquesa, su dulzura, la extrema fluidez con que se expresaba y, sobre todo, aquel precioso y raro arte de dirigir a cada interlocutor las palabras que ms pudieran interesarle o halagar su amor propio.

    El verdadero ingenio, en sociedad, consiste en poner de relieve el ingenio ajeno, y como esto slo es posible a costa del propio sacrificio, pocas personas en el mundo se sienten ca-paces de tal esfuerzo.

    Monsieur de Gange fue reputado como el hombre ms afortunado del mundo por poseer una mujer como aquella, y cuanto ms se le deca, ms la joven marquesa pareca referir ni-camente a la persona de su esposo los elogios prodigados a la suya.

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    Madame de Gange, enterada de los motivos que impedan a su madre hallarse presente en aquel primer viaje, pareci ms afligida que sorprendida.

    -Respecto a mis cuados -dijo al crculo que le rodeaba-, seguramente uno de ellos (el aba-te) no tardar mucho en llegar. El caballero, a quien estos agitados momentos retienen en su guarnicin, quiz me retrase todava por algn tiempo el placer de conocerle.

    Monsieur de Gange retuvo a algunos invitados y sentronse todos a la mesa.

    La marquesa, ya ms desembarazada, no pudo disimular las tristes impresiones de su paseo matutino. Preguntada, nada respondi; trataron de alegrar su semblante, y capitul; y los primeros ocho das transcurrieron en visitas recprocas:

    Se acercaba el invierno; una sociedad ms ntima, un crculo menos extenso, se reuni con el propsito de pasar en el castillo parte de los rigores de la estacin.

    No siempre los verdaderos goces de la vida se encuentran en el torbellino de las grandes urbes. El hombre de mundo, ocupado nicamente de su existencia, slo piensa en hacer de-rivar en su provecho la felicidad que pueda depararle cuanto le rodea. Es egosta por necesi-dad; a santo de qu debera seguir los dictados de la virtud? Tiene acaso tiempo de estu-diarlos? Y de practicarlos? No se le agradecera siquiera; si pensara ofrecer algo ms que su mera apariencia, no tardara en pasar por hombre poco ameno.

    Viviendo en un crculo ms reducido y, por consiguiente, visto ms de cerca, debe emplear absolutamente todos sus recursos para sobresalir. El microscopio est dirigido hacia l; nada le escapa; aparecen en su lente hasta los ms secretos repliegues del corazn. Ya no se le exi-gen las artes del disimulo, sino la franqueza y la verdad; no intentar engaar por mucho tiempo. Si finge, est demasiado prximo para que se contenten con que despliegue las falsas apariencias de la virtud; y si, realmente, la virtud no existe en su alma, no tarda en alejarse de quien, desde un principio, gangrenando toda la sociedad, poda ser nicamente nocivo para cada uno de sus miembros.

    As pues, los seores de Gange tuvieron buen cuidado, en cuanto les fue posible, de reunir a su alrededor personas de virtuosa compaa; y, para tener al lector al corriente, diremos algunas palabras sobre cada uno de los miembros de su crculo.

    Madame de Roquefeuille, poseedora de bienes en las cercanas de Montpellier, haba ido a visitar a los jvenes esposos a causa de los antiguos lazos de amistad que la unieran al padre del marido. Era una mujer que frisaba en la cincuentena, de natural dulce y agradable, que haba conservado a la perfeccin el tono y modales de la antigua corte, donde haba transcu-rrido su juventud. Le acompaaba su hija, mademoiselle Ambroisine de Roquefeuille: diecio-cho aos, un rostro agraciado, ms candor que ingenio, pero con todas las prendas que ase-guran el xito en sociedad.

    El conde de Villefranche, de unos veintitrs aos de edad, haba venido a dar al marqus noticias de su hermano, el caballero de Gange, en cuyo regimiento serva y a quien le unan vnculos amistosos. El marqus le haba invitado a hacer del castillo su cuartel de invierno, y el conde, devoto en extremo de las gracias del bello sexo, se guard muy mucho de rehusar una invitacin que poda acercarle a la cuada de su amigo. Villefranche posea una figura agradable, pero tambin una dulzura y bondad naturales que no siempre le situaban en pri-mera lnea entre quienes aspiran a dominar.

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    Un buen franciscano, revestido de toda la confianza que inspira su orden, antiguo capelln de la casa, tena acceso, a causa de sus excelentes cualidades, a todas las penas y alegras del castillo, y a fe que era digno de ello en todos los aspectos.

    El padre Eusbe, tan alejado de los defectos de su hbito, tan cercano a las sublimes virtu-des del Evangelio, hombre instruido, buen director de conciencias y predicador elocuente, mereca, como acabamos de decir, ser recibido en la mejor sociedad. Tena cerca de sesenta aos y uno de esos rostros que infunden respeto, imagen cierta de la serenidad de su alma; jams haba pensado o dicho mal de nadie, haba atenuado casi siempre los defectos que se imputaban a los dems, no haba hecho en los das de su vida derramar lgrima alguna y en-jugado muchas; amigo de las honestas diversiones, a las que se prestaba con amabilidad; con-ciliador de todas las querellas; consolador de todos los desdichados, sin ms pertenencia que su corazn, que llamaba el patrimonio de los pobres; sin arrebatos, ms con una fe pura; amante de la belleza de su religin, detestaba todos los abusos que haba hecho nacer entre hombres que, sin duda, bien poco la conocan, puesto que tan mal la practicaban, y atribua nicamente a la ceguera de ellos tales desrdenes inseparables de la humanidad, pero aleja-dos del Seor, que slo haba querido la virtud.

    Fcilmente deducir el lector que, con tales prendas, el padre Eusbe deba ser en gran manera grato a sus huspedes; y de ah lo que haca de l, tan sinceramente, a un tiempo el amigo dilecto de todas las personas honestas y el gua iluminado de la virtuosa Euphrasie.

    Hombres como stos escasean en el mundo; hay que buscarlos, poner en ellos toda nuestra devocin cuando se los encuentra, y, por encima de todo, no calumniar a la religin porque no todos sus ministros sean de este temple. Este gnero de injusticia se asemejara a la de un hombre que condenase todos los libros a la hoguera porque un tercio de los que poseemos no merecen ni siquiera ser abiertos.

    Si la religin es el ms respetable de los frenos, sus ministros deben ser los ms respetables de los hombres, y sus errores, cuando incurran en ellos, deben ser excusados por quienes veneran al mismo Dios a quien aqullos sirven.

    Vctor era un viejo ayuda de cmara de la casa a quien no nos hubiramos referido de no ser por su antigua fidelidad a sus dueos y el papel que quiz le veremos desempear a su tiempo.

    Fuera de los personajes principales de esta deplorable historia, que sobradamente apare-cern en el relato de las desgracias en cuyo detalle nos disponemos a entrar, tales eran los actores que van a ocupar primeramente la escena. Quiera Dios que nuestros lectores, tran-quilizado su nimo por las virtudes que hemos dejado entrever, puedan ahora seguirnos sin tan grave angustia en los pormenores de los siniestros acontecimientos que nos disponemos a desvelar!

    El grupo acababa de instalarse en el gran saln, iluminado por las bujas de una araa de cristal; una partida de naipes ocupaba a los seores de Gange, a madame de Roquefeuille y al conde de Villefranche. El padre Eusbe, al amor del antiguo lar de aquella sala, aclaraba un punto de doctrina a mademoiselle de Roquefeuille. Daban las seis en el reloj del torren del castillo, cuando una gran agitacin en el exterior anunci la llegada de un nuevo husped. Las hojas de la puerta se abrieron con estrpito sobre sus gruesos goznes; Vctor anunci al seor abate de Gange, que hasta la fecha no haba aparecido en la mansin fraterna.

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    -Qu agradable sorpresa! -exclam el marqus, abrazando calurosamente al abate-. De modo, querido Thodore, que por fin has recordado que an tienes un hermano que jams ha dejado de quererte?

    -Podas creerme capaz de haberte olvidado? -repuso el clrigo, de veintids aos de edad, an no sometido al rigor de las rdenes mayores y cuyo porte pareca destinar ms al culto de Marte que al de los altares- Oh!, no, mi querido Alphonse, no he olvidado a un hermano como t, y menos an los deberes que cerca de una hermana me impone la cortesa de la que siempre hice profesin. No habiendo tenido nunca el honor de verla, mi demora resulta tan-to ms culpable, y no tendra excusa de no mediar los numerosos asuntos que me retienen en Avin de tres aos a esta parte, alejado de cuanto debe serme ms querido... -y apenas pro-nunciadas estas palabras, ya los ojos de Thodore se dirigan con tanta zozobra como sor-presa hacia los de su amable hermana-. Tena un retrato de la seora -prosigui el abate diri-giendo por segunda vez con ardor sus ojos hacia Euphrasie-, un retrato, querido Alphonse, que el afecto te dict enviarme desde Pars en los primeros tiempos de tu matrimonio; ms, qu abismo media entre retrato y modelo y qu reproches deben dirigirse al artista! Bien se ve que no manejaste t los pinceles, hermano.

    Y Thodore, tras haber abrazado a su cuada, rog a la concurrencia que tomara nueva-mente asiento.

    Los primeros momentos transcurrieron en el comentario de las ltimas noticias. Las relati-vas a la llamada de Carlos II por la nacin inglesa, su restablecimiento en el trono de sus an-tepasados, el creciente poder de Mazarino, a quien el Parlamento cay en la bajeza de acla-mar a su vuelta a Pars, y otros varios hechos menos interesantes que ocupaban entonces a la villa y corte, dieron materia a la conversacin hasta la hora de cenar.

    El marqus coloc gustosamente a su hermano entre mademoiselle de Roquefeuille y ma-dame de Gange, y la alegra ms franca pareci animar la comida.

    Permtasenos aprovechar el tiempo que se invirti en ella para retratar someramente al nuevo personaje.

    La costumbre familiar y algunas conveniencias de fortuna haban llevado a Thodore a abrazar un estado cuyos sentimientos no podan estar ms alejados de su corazn. El abate de Gange no esperaba sino una ocasin para colgar los hbitos, y su legtima, aunque no muy crecida, de acuerdo con las leyes del pas, que daban toda la prioridad al primognito, le per-mita no obstante, dada la generosidad del reparto que haba llevado a cabo su hermano, as-pirar a un matrimonio ventajoso; pero tal estado, entre los ms prudentes y tiles a la socie-dad, convena poco a un joven tan depravado como Thodore. Acaso el que no desea a las mujeres sino para burlarlas, no las ama sino para poseerlas, no las posee sino para traicionar-las, y las desprecia cuando han dejado de gustarle, que no conoce respeto a ninguna cosa sa-grada cuando se trata de seducirlas, y que no las seduce sino para deshonrarlas; acaso un su-jeto tal puede sentir la dicha de elegir una virtuosa compaera que pueda fijar la irregularidad de los vnculos que nos cautivan cuando son tejidos por Himeneo? Sin duda, tal cosa es im-posible, y, en esta certidumbre, forzoso nos ser reconocer que, sin ser nunca feliz, el abate de Gange har la infelicidad de muchas. Pueda al menos quedar a salvo de tal suerte la que tan cerca tiene en esta casa! Espermoslo, mas no nos congratulemos de ello, para evitarnos una cruel decepcin.

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    Viva desde haca varios aos en el castillo un abate llamado Laurent Perret, a quien, en vir-tud de la confianza que inspiraba como vicario de la parroquia, haba llamado el padre del marqus de Gange para atender el castillo y residir en l de modo permanente. Este sujeto, de unos cuarenta y cinco aos de edad, haba visto con mucha frecuencia en otro tiempo al joven Thodore, obteniendo de l los mismos sentimientos que le profesara el difunto con-de; con una diferencia, no obstante: en este caso, era el vicio el fundamento de la amistad. Confidente de los excesos del joven, el abate Perret, que los favoreca, haba adquirido sobre el nimo de Thodore una especie de ascendiente que haca an ms peligrosa aquella asocia-cin; y como en aquel momento ambos desearan hablarse, en cuanto se levantaron de la me-sa, a una seal de Thodore, Perret tom un candelabro para guiar a su protector hasta su habitacin y encerrarse all con l.

    -Amigo mo -dijo Thodore a su confidente en cuanto se encontraron solos-, dime si crees que pueda existir en el mundo mayor dechado de perfecciones que la mujer de mi hermano. La suerte que hubiera quiz conocido al lado de esta mujer, de haber sido yo el primognito, me da motivos para dolerme de no haber precedido en algunos aos a Alphonse en el mun-do... Cun superior es su ventura! Adems, querido Perret, no es cosa segura que la felicidad que pueden ofrecemos las mujeres se encuentre en el matrimonio, y no s si vale ms per-turbar tres o cuatro de ellos que contraer uno solo.

    -Sin duda, seor abate, esto ltimo sera preferible -dijo Perret-; pero nada podemos contra hechos consumados.

    -No, pero s puedo trastornarlos.

    - Oh, no vais a hacerlo! El seor vuestro hermano es tan amable, y tan firme el amor que profesa a su esposa! -Y te parece que ella le ama?

    -Mucho; no se separan un instante; sus momentos ms divinos son los que pasan en mutua compaa. Los deseos de la seora son rdenes para el seor. Dnde se han visto cuidados tan tiernos y atenciones tan obsequiosas...? Pero no importa, seor abate; si suponis que mis desvelos os pueden ser tiles, estoy dispuesto a que entre en accin mi artillera; tened por seguro desde ahora el celo de Perret.

    -Amigo mo -respondi Thodore-, la conquista me parece muy difcil; Ambroisine de Ro-quefeuille, que cenaba a mi lado, contrapesa un poco las impresiones pro por madame de Gange; pero con ella sera inevitable el matrimonio, y sabes bien que no pienso encadenarme con este vnculo. Con Euphrasie es mucho mejor;

    basta con sembrar la turbacin y suscitar contrariedades, lo cual concuerda maravillosa-mente con la dosis de perversidad con que la naturaleza se ha complacido en componer mi constitucin. Y, adems, no piensas, como yo, que Euphrasie, aunque un poco mayor en edad, vale cien veces ms que la pequea Ambroisine? Prefiero las mujeres que hablan a la imaginacin a las que se dirigen solamente a los sentidos.

    -S, pero, y vuestro parentesco?

    -Querido amigo, concibo fcilmente el cuadro: un hermano que goza de todo mi afecto y estima y que, pese a ser el primognito, ha hecho un reparto tan favorable conmigo; el reco-nocimiento que debo contrariar; los lazos conyugales que me ser forzoso quebrantar... una mujer honesta a quien debo seducir... Todo ello me retiene, debo confesarlo; pero, amigo Perret, no sospechas siquiera los frenos que puede romper una sola mirada de Euphrasie; es

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    el destello de un rayo de luz fundiendo las nieves del Cucaso. Sabes que, durante su estan-cia en la corte, hizo vacilar por algunos instantes la violenta pasin que el rey senta por la bella Mancini, sobrina del cardenal Mazarino?

    -S, seor, no lo ignoraba, y no me sorprende: Euphrasie es digna de un rey, y si vos quisie-rais, seor, podrais ms que todos los reyes.

    -No, no, voy a contenerme, har lo posible para permanecer virtuoso, incluso abandonar esta casa si es preciso; mas, en el caso de que mis esfuerzos fuesen baldos... si el amor pudie-ra ms que ellos, convendrs en que mi conciencia podr estar tranquila; el amor es ms po-deroso que la razn; y seres tan desdichados y dbiles como nosotros, acaso no deben ceder al peso dominante que los arrebata, como la caa agitada por el aquiln?

    Perret, a quien el abate colmaba de gracias y dones, poda esperar harto provecho de aque-llos pervertidos razonamientos para osar combatirlos; guard, pues, silencio, y se retiraron a sus respectivas habitaciones.

    Durante quince das, cuantas distracciones poda ofrecer el castillo y su vecindad se prodi-garon en honor del abate de Gange, para aliviarle la monotona de la vida campestre. Se or-ganizaron comidas, bailes, caceras en el parque, paseos a orillas del Aude; nada se omiti; mas nada sirvi para refrenar las peligrosas inclinaciones que hacia Euphrasie alentaba Thodore; y, queriendo el joven abate ahogar la llama, slo consigui avivarla ms an, de suerte que no tard en experimentar la imposibilidad de resistir al impulso que le empujaba al abismo. Pero, se esforzaba realmente? Acaso no triunfa siempre la voluntad perseve-rante? Quien halla excusas para su cada en la fatalidad de su estrella, culpa ms bien a la fla-queza de su voluntad.

    -Amor mo -dijo cierto da Euphrasie a su esposo, cuando algn sosiego haba ya sucedido al tumulto de las diversiones-, puedo equivocarme, mas hallo gran diferencia entre t y tu hermano. Qu lejos estoy de atribuirle la bondad y dulzura de carcter que te caracterizan! S, no le negar algunas virtudes; pero no brillan en su alma como las que irradian de la tuya; y, en tanto que basta con verte para sentirse cautivado, creo que l debe esforzarse mucho para llegar a semejante trmino.

    -Slo a tu ternura hacia m atribuyo, Euphrasie, tus palabras, pues el abate es amable y de vivo ingenio; cuanto mejor le conozcas, mayor afecto le profesars.

    -Amor mo, el parentesco que os une sera razn sobrada para que me esforzara en ello; pero insisto en afirmar que tus prendas superan en mucho a las suyas.

    -Quiz el caballero te sea ms grato -dijo Alphonse-; su deber le retiene an de guarnicin en Niza, pero no tardar en venir, y espero que, reunidos los cuatros, pasemos aqu algunos aos felices.

    -Ah!, si mi compaa te basta, la tuya es el nico requisito de mi felicidad; t, t solo me hars feliz, no los que te rodeen.

    En aquel momento, la conversacin fue interrumpida por madame de Roquefeuille, para invitarles a acudir a la parroquia de Gange, donde predicaba el padre Eusbe a quien an no haba odo. Todos los habitantes del castillo estuvieron presentes. El tema del sermn era el amor divino. Qu calor puso aquel santo varn en su homila! Con qu arte supo infundir en el alma cuanto puede inclinar a la criatura a amar a su creador! Cmo arrastraba a todos los corazones al culto del ser divino a quien todo debemos! Se serva de las maravillas de la

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    creacin para conducir al hombre a la gratitud que debe al Dios que le depara tanta belleza. Las describa sin exaltarse; la contemplacin exiga la adoracin. En cuanto a los incrdulos, negaba su misma existencia: Si no creen, no sienten; si desconocen a Dios, estn ciegos. Sentimiento y amor deben ser la misma cosa en un alma sensible -exclamaba Eusbe-. Oh, corazones ingratos! Acaso podis negar la existencia del Dios que os predico, cuando slo su mano os preserva de los infortunios a que os tiene abocados vuestra contumacia? A quin debis no perecer a manos de los infelices corrompidos por vuestras mximas? Slo a l, a quien negis! Os tiende su mano benefactora y la rechazis! No voy a hablaros de su ira... Os habis hecho demasiado merecedores de ella para sobrecogeros con su descripcin; no, prefiero recordaros nicamente las bondades divinas. Apresuraos a prestar odos a la voz de su clemencia y sus brazos estarn siempre abiertos para vosotros.

    En Gange hay muchos protestantes; atrados por la reputacin de Eusbe, haban venido varios a escucharle. Se sintieron tan conmovidos como los catlicos; el amor a Dios pertene-ce a todos los tiempos, a todos los lugares, a todas las religiones; es un punto de contacto donde convienen todos los hombres, porque todo ser en su sano juicio debe necesariamente un culto y un tributo de gratitud a quien le dio y le conserva la vida. Todas las virtudes deri-van de la sincera admisin de este sistema, que convierte el alma en hogar de todas ellas. Slo el corazn del ateo est vaco, y, desconocedor de toda virtud, se abre por naturaleza a vicios cuya sancin desconoce.

    Durante toda la cena slo se habl del efecto producido por el sermn de Eusbe, y con mayor naturalidad an por concurrir la circunstancia de que el buen francis cano, que cenaba en casa del cura, no estaba presente para protestar por los elogios que se le prodigasen.

    Slo el abate de Gange se expres con frialdad sobre este punto.

    -Hay cosas tan naturales y evidentes -deca-, que me asombra que puedan servir para moti-vo de un sermn. Predicar la existencia de Dios equivale a suponer que haya personas que no crean en l, y no imagino que pueda existir una sola.

    -No abundo en vuestra opinin -dijo madame de Roquefeuille-; cierto que son pocos los que lo declaran abiertamente, pero creo que hay muchos incrdulos, y en todo caso conside-rar como tales a los que se dejan arrastrar por sus pasiones. De creer en Dios, cometeran acciones que le ofenden?

    -Y no hay leyes -dijo el abate- para refrenar a aquellos a quienes no contenga el temor de Dios?

    -No bastan-dijo madame de Roquefeuille-, es tan fcil eludirlas! A tantos crmenes secre-tos no alcanzan, y tanta audacia pone en desafiarlas el poderoso! Cmo no va a temblar el dbil ante la amenaza del fuerte sin el consuelo de la idea de que un Dios de justicia vengar un da u otro las fechoras de su perseguidor? Qu dice el pobre al verse despojado? Qu el sin ventura al sufrir persecucin? Ah!, exclaman uno y otro, vertiendo lgrimas que la espe-ranza enjuga, quien as me tiraniza ser juzgado como yo; juntos compareceremos ante el tribunal del Eterno, y all me ver vengado. No privis a los desdichados de este ltimo con-suelo, nico que les resta, ay, y que sera propio de brbaros arrebatarles!

    Los bellos ojos de Euphrasie, acordes con la bondad de su corazn, aprobaban cuanto de-ca madame de Roquefeuille; mas Thodore, distrado, procuraba que la conversacin toma-se un giro menos grave; logr tal propsito y acab la sobremesa.

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    Tales venan a ser los pasatiempos, las diversiones, las ocupaciones en el castillo de Gange, cuando los rigores del invierno cedieron paso a las dulzuras primaverales. El estado del co-razn de Thodore permaneca inmutable, y ya se dispona a alejarse de una casa harto peli-grosa para l, cuando una conversacin con el prfido Perret vino a reavivar en l la esperan-za de un triunfo al que ya haba renunciado.

    -Amigo --dijo a tan peligroso confidente-, ha transcurrido el invierno y en nada ha mejora-do mi posicin; las rosas me encuentran como me dejaron las calndulas; todo cobra nueva vida ante nuestros ojos, y tan slo mi corazn, falto de su ms necesario alimento, se niega a la universal regeneracin. Los mismos tormentos, las mismas angustias, los mismos deseos, la misma impotencia: por qu todo en m esta muerto, cuando todo renace en la naturaleza? Cuanto ms veo a Euphrasie, ms la adoro, y menos me atrevo a expresarle los vivos senti-mientos que me inspira. Lo que me ocurre es harto singular, querido amigo; no me siento con valor para expresarle mi amor, y s para inducirla a compartirlo... Timidez o perversi-dad? Dmelo, querido Perret.

    -A fe ma, seor abate -respondi Perret-, no soy lo suficiente sabio para daros una expli-cacin a este misterio. Comprendo bien que el pudor y la serenidad que emanan de toda la persona de Euphrasie puedan imponeros respeto; mas en este caso, en vez de devanar la madeja del sentimiento, parece aconsejable cortar por lo sano; y, puesto que os sents con fuerzas para ello, adelante, seor. -No sabes cul es mi imaginacin?

    -No, pero, sea cual fuere, tened la certeza de encontrar en m a un servidor tan fiel como seguro.

    -No lo dudaba.

    -Explicaos, pues, seor abate.

    -Hay que despertar a estas dos almas adormecidas por la felicidad; al ser menos felices, ambos sern ms fcilmente manejables; y la llama de los celos, que me pro pongo encender en ellos, al enfriar o alejar al marido debe infaliblemente echar en mis brazos a la esposa.

    -No estoy seguro de que tal cosa sea posible, seor. Estn los dos tan firmes en sus senti-mientos...!

    -Porque an no han sido sometidos a prueba. Tendmosles lazos y caern en ellos; ya vers, Perret, los efectos de mi maquinacin. Mi pecho recibir las lgrimas que habr hecho verter, y tengo a gala que te complacer en extremo la industria que pienso adoptar para en-jugarlas. -Y vuestra prudencia, vuestro temor a faltar a la gratitud, aquella firme decisin que formulasteis de alejaros antes que sucumbir?

    -Cmo quieres que piense en la prudencia cuando me siento arrebatado por el delirio?

    -Manos a la obra, seor, manos a la obra y vos mismo veris si me faltar celo en vuestro servicio.

    Sigamos ahora a este intrigante en sus maniobras; mejor es presentar sus actos que trans-cribir sus palabras; lo primero ser ms interesante que lo segundo.

    III

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    Desde su llegada al castillo de Gange, el conde de Villefranche, joven militar notable en todos los aspectos, haba trabado gustosos lazos de amistad con Thodore, a quien estimaba por su ingenio, que convena mejor a la profesin de las armas que a la eclesistica. Por su parte, Thodore, que haba concebido proyectos sobre Villefranche, aprovechaba todas las ocasiones que podan acercarle al joven.

    -Querido conde -le dijo un da el abate, en uno de sus paseo s solitarios-, me parecis harto ocioso en este castillo; os supona con algunas miras respecto a Ambroisine; es digna de to-dos los homenajes; y, si no queris tomarla por esposa, convendris al menos conmigo en que sera una amante encantadora.

    -Nunca osara abordar con tales designios a persona tan respetable como mademoiselle de Roquefeuille, y no soy lo bastante rico para poder aspirar a su mano.

    -Habis dado algn paso?

    -Ninguno, y lo que me ha quitado hasta el deseo de intentarlo ha sido el no haber descu-bierto ningn indicio en Ambroisine que pareciera autorizarme a ello. A mi llegada, crea al principio que me distingua con su atencin; Pero su frialdad me ha devuelto a la calma de la que nunca deb haber salido, y heme aqu, pues, desocupado.

    -No obris con buen criterio; ni a vuestra edad ni a vuestra figura le convienen languidecer de esta suerte en un reposo por dems nefasto para un hombre de buena presencia. Si Am-broisine no os satisface, dejdsela a mi hermano, a quien he advertido que est lejos de serle indiferente.

    -Cmo! El marqus?

    -Creis, pues, en su constancia hacia Euphrasie? Ah, querido conde, cun novicio me re-sultis en materia amorosa! Se contrae matrimonio por conveniencia y luego se busca otro acomodo por necesidad. Os aseguro que Alphonse ama a Ambroisine, que sta no ha alen-tado vuestros sentimientos porque est locamente enamorada de mi hermano, y, si sois un digno y noble caballero, debis algunas compensaciones a la infortunada Euphrasie.

    -Me aconsejis, pues, que aborde a vuestra cuada? -Es la amistad ms conveniente que esta casa pueda ofreceros y podis contar con mis buenos servicios... Por ventura no os pla-ce Euphrasie?

    -Me parece deliciosa -cuanto me decs me conviene infinitamente, pero no osara empren-der nada si no me aseguraseis la infidelidad del marqus.

    -Probad, amigo, probad, y ya me diris el resultado.

    Y como el conde hubiera dado promesa a Thodore de seguir sus consejos, el abate pas a emprender la segunda etapa de su plan.

    No bastaba a la perfidia de Thodore hacer incurrir en culpa a su cuada en provecho propio, y le era preciso que Alphonse cayera tambin, para que Euphrasie, convencida de la infidelidad de su cnyuge, se precipitara ms fcilmente en sus brazos... Mas, no poda ocu-rrir que se precipitara en los de Villefranche, ya que incitaba al joven hacia ella? Ningn te-mor tena en tal sentido el abate; estaba bien seguro de saber detener a tiempo los impulsos

    de infidelidad de Euphrasie si era preciso; de anular a Villefranche y hacer que todo deriva-ra en su beneficio.

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    No puede concebirse hasta qu punto rebos de dicha el alma de Perret cuando, al con-fiarle sus proyectos, Thodore le encarg todas las medidas accesorias.

    -Voto a bros, cun vivo es vuestro ingenio, seor abate! -exclam en su entusiasmo-; hubierais suplantado a Mazarino, de sentir vocacin por la poltica.

    -Un amor desenfrenado como el mo todo lo vence, querido amigo -respondi Thodore-; nada resiste a su violencia; semejante al aquiln impetuoso, destruye y pulveriza cuanto pue-da suponerle un obstculo; y cuantos ms diques se le oponen, mayor es la fuerza que cobra para franquearlos o derribarlos.

    Antes de poner en movimiento los resortes de su segundo plan, el abate crey conveniente juzgar los efectos del primero.

    -Y bien, cmo van las cosas? -pregunt a Villefranche al cabo de un mes de espera.

    -Tan adelantadas como el primer da -respondi el conde-; esta mujer es inabordable, es un bastin de la virtud.

    -Apuesto a que empleis mal vuestras artes; con una mujer como ella no hay que dirigir los primeros asaltos al corazn, sino el amor propio. Tratad de persuadirla hbil mente de que es ridculo no brillar en sociedad, desperdiciando las encantadoras gracias que la adornan; ironi-zad sobre la ley conyugal; ms an: persuadidla de que este marido a quien tanto distingue es el primero en quebrantar sus juramentos, y que los rigores que os ha dispensado Ambroisine obedecen a la confesin que os ha hecho de su amor por Alphonse, quien, por su parte, la prefiere desde luego a su esposa. Continuad persuadiendo as al espritu y pronto habris in-flamado el corazn.

    -Esta industria me parece peligrosa -dijo Villefranche-; pues, si no llego a persuadir a Euphrasie, tendr una explicacin con Alphonse y deber enfrentarme a la clera de ambos.

    -S, de no poseer yo la certeza de saber fascinar a los sentidos; pero ya veris qu artes des-plegar para serviros y convencer a uno y otro: a ella, de que su marido le es infiel, y a l, de que vos poseis el corazn de su esposa.

    -Entonces, ya que estamos en el campo del honor, habr que aceptar el desafo; lo acepto con placer, los duelos me divierten; puedo matar al esposo, mas no por eso habr adelantado nada respecto a la mujer.

    -Ni una palabra ms, amigo, ni una palabra ms; estis a cien leguas de la verdad; ante el temor de un estallido que causara la perdicin de su mujer, mi hermano no aceptar el reto, podis estar seguro; dejar el castillo, se ir a Avin, donde importantes asuntos le recla-man, y quedaremos dueos y seores del campo de batalla.

    -Querido abate-dijo Villefranche-, sera imposible que las circunstancias destruyeran esta fbrica levantada por vuestra imaginacin; voy a intentarlo; todo me inclina

    a ello, pues reconozco amar tiernamente a vuestra cuada; mas, si fracaso, renunciar a ella; prefiero inmolar mi amor que causar la perdicin de quien lo ha suscitado.

    Transcurrieron an algunos meses sin que el abate recogiera ningn fruto de aquella pri-mera astucia; y, comenzando a impacientarse, puso en juego la segunda.

    Era en pleno verano. La frescura del crepsculo haba favorecido un paseo en el parque, que separ a la concurrencia en grupos. Por influjo del abate, el marqus, sin proponrselo,

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    se hall a solas con mademoiselle de Roquefeuille, y Thodore con Euphrasie; mas haba dispuesto las cosas con tal arte, que las dos parejas deban encontrarse necesariamente al fi-nal de la doble alameda que recorran por separado.

    -Me parece -dijo Thodore a su cuada- que en este paseo cada uno se ha colocado como mejor le convena. -Os parece? -dijo Euphrasie.

    -As es. La prudente madame de Roquefeuille sostiene plticas morales con el padre Eus-be, y su hija con vuestro esposo. En cuanto a m, estoy lejos de quejarme de mi suerte: con quin podra estar mejor que con mi encantadora hermana?

    -Me parece muy acertada la combinacin del primer coloquio que habis nombrado; mas espero que vuestra alusin al segundo haya sido una simple chanza.

    -Ah -exclam el abate-, mujer virtuosa y respetable entre todas, de qu feliz constitucin os ha dotado el cielo! Con razn se dice que quienes son incapaces de hacer el mal no lo conciben en los dems; pero como est fuera de duda que existe una dosis de mal en el mundo, y que las leyes de la naturaleza exigen que este mal se cometa, est escrito, pues, en los decretos eternos, que cada uno debe recibir su parte de la iniquidad que pesa sobre todos. Segn esto, una infidelidad constante pesa hoy sobre vuestro esposo, y creedme que no es obra del azar el que se haya quedado a solas con Ambroisine. Pero si queris que os preste servicio, si queris que os convenza, juradme guardar el ms riguroso secreto, so pena de que os deje en la penosa situacin de sospechar de todo sin estar segura de nada.

    -Ah, hermano mo! -dijo Euphrasie con la ms viva emocin-, de qu armas os servs pa-ra destrozarme el corazn? Acaso no conocis mi sensibilidad? Ignoris hasta qu punto amo a Alphonse y cun cierto es que preferira mil veces perder la vida antes que su corazn?

    Precisamente porque nada de esto se me oculta, querida hermana, he resuelto quitaros la venda de los ojos. Vuestro esposo adora a Ambroisine, y nunca os profes a vos los senti-mientos ardientes que le inspira esta joven criatura. Temo que esta pasin le lleve demasiado lejos, y quiz no estara de ms que tomaseis alguna iniciativa...

    Pero al llegar a este punto le faltaron las fuerzas a la desventurada marquesa... Se dej caer junto a un rbol; cerrronsele los ojos. Hela en el estado a que quera verla reducida, se dijo malignamente Thodore, corriendo en busca de Villefranche, que le aguardaba en un recodo de la alameda. -Vuela a atender a la marquesa -le dijo-; se ha desvanecido al pie de aquel rbol; prodgale tus cuidados; aprovchate de las circunstancias; si lo quieres, ser tuya.

    Y mientras Villefranche acude, Thodore se precipita en la alameda lateral donde se en-cuentra su hermano con Ambroisine.

    -Deberamos ir en busca de vuestra esposa, hermano -dijo a Alphonse-. He odo algunos gritos por aquel lado; no s quin la acompaa ni qu causa puede hacerle pedir socorro, como parece; mas tengo por cierto que debiramos acudir.

    -Santo cielo! Qu me dices? -exclam el marqus-. Crea que mi mujer estaba contigo.

    -As era, y haca unos minutos que me haba separado de ella, cuando, al volver a su en-cuentro la he encontrado exnime al pie de una encina. Al ver a Villefranche, le envi en su auxilio, y he venido tambin a apresuraros...

    Iban corriendo mientras hablaban, y llegaron finamente a donde estaba la marquesa, des-vanecida en brazos de Villefranche.

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    -Acudid, Alphonse -exclama el joven-; no s qu ha puesto a vuestra esposa en tal estado, pero me es imposible hacer que recobre el conocimiento.

    Ambroisine afloja el vestido de Euphrasie y le acerca un frasco de sales. Euphrasie abre los ojos y, en cuanto ve a su marido participar en los cuidados que le prodiga la que ella cree su rival, dos ros de lgrimas inundan sus mejillas.

    -Qu te ocurre, querida? -dijo Alphonse, cubrindola de besos-. De dnde pueden pro-venir este pavor y esta tristeza?

    -No es nada, amor mo, no es nada -dijo Euphrasie levantndose dificultosamente-; vol-vamos al castillo; algunos instantes de calma bastarn para reparar este trastorno.

    Aquella prudente mujer llegaba incluso a querer que se ocultase al padre Eusbe lo ocurri-do, el cual se aproximaba con madame de Roquefeuille. Euphrasie enjug sus lgrimas y se generaliz la conversacin.

    Acabamos de recorrer el laberinto -dijo madame de Roquefeuille-; haba odo hablar de l, pero es la primera vez que me he paseado por su recinto.

    -Es un paseo instructivo -dijo Eusbe-; satisface la vista y edifica el alma. Qu dulces ideas hemos aprendido all!

    -Dulces y consoladoras -afirm Euphrasie con voz algo alterada-, ya que nos presentan el puerto donde deben cesar todas nuestras desventuras, y la vida es harto cruel cuando se ha perdido todo lo que nos poda inducir a amarla.

    -Tan tristes reflexiones no os convienen-dijo en voz baja Villefranche a Euphrasie-; no es a criaturas como vos a quien la vida debe reservar sus espinas.

    -Tal cosa poda suponer hace slo unas horas -dijo la marquesa en tono igualmente miste-rioso-, pero estas breves horas han bastado para desengaarme.

    -Pluguiere al cielo que nunca os desengaaseis de mi amor -dijo apasionadamente el conde.

    Y la marquesa, mirndole sorprendida, responde:

    -Crea haberos dado muestras de cun poco gratos me son tales discursos y no ver qu pueda haberos movido a reincidir en ellos.

    -Qu son estos aires de misterio que adoptan Villefranche y mi mujer? -dijo a Thodore su hermano, que se encontraba a algunos pasos de aquel lugar-; no lo haba notado hasta ahora.

    -Porque en realidad nada hay que notar -dijo el abate-; una palabra de la marquesa puede aclararlo todo, y espero que maana no nos levantaremos sin estar al corriente del asunto.

    Por la noche, al volver a su cuarto, el abate encontr en la chimenea un billete de Euphra-sie, que contena tan slo las siguientes palabras:

    No le dir nada a mi marido hasta maana, pero en tanto sus negocios le retengan toda la maana en Gange, venid a terminar lo que iniciasteis. Hundidme un pual en el corazn, si realmente debis hacerlo.

    Por supuesto, el abate no falt a la cita; otorgaba tan alto precio al xito de sus artes, que no ahorraba ningn paso que pudiera asegurarle sus frutos.

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    Sin embargo, antes de acudir a reunirse con la marquesa, no dej de reflexionar seriamente sobre la conducta que deba adoptar.

    La ocasin -se dijo- resulta tentadora para declararle mis sentimientos; pero esta precipita-cin puede perderme. Lo revelara todo a su marido y, en vez de ganar algo, lo perdera todo en un instante. Es, pues, preferible que persista en representarla culpable con Villefranche; de esta suerte, me libro en primer lugar de un rival que, por haber cedido en demasa a mis instigaciones, terminara por suplantarme, y al mismo tiempo coloco a la marquesa en un descrdito tal ante su marido, que la abandonar o la castigar, resultados que igualmente la ponen a mis brazos.

    Clculo abominable, sin duda; mas, qu otro poda esperarse de un alma tan corrompida como la de Thodore?

    -Dos cosas me sorprendieron sobremanera en el curso de nuestro paseo de ayer, querido abate -dijo la marquesa en cuanto se hall a solas con Thodore-. La primera, que me afecta ms vivamente, concierne a las sospechas que os habis esforzado en infundirme sobre la conducta natural, a ms no poder, de mi marido con mademoiselle de Roquefeuille; la se-gunda tiene por objeto la singular circunstancia de que, habiendo, por as decirlo, cado des-mayada en vuestros brazos, me haya despertado en los de Villefranche. Cmo habis podi-do ceder con tanta ligereza a un extrao vuestro derecho a prodigarme unos cuidados que slo de vos deba esperar en este caso? Y cmo es posible que Villefranche, amparado en esta circunstancia, se haya aventurado ms tarde en el curso del paseo a dirigirme frases que ya haban merecido de m la ms constante reprobacin? Slo vos, hermano, podis poner-me en claro estos extremos, y ms lo espero de vuestra amistad que de los vnculos que, a lo que creo, deben unir nuestros intereses.

    La marquesa, que hasta entonces haba interrogado al abate bajando recatadamente los ojos, los levant y le mir fijamente, para mejor leer en su rostro los caracteres que iban a imprimir en l sus respuestas.

    Pero el abate de Gange era demasiado hbil y avisado para ignorar que la configuracin del rostro humano se modifica segn las emociones que se experimentan, y que la frente y los ojos son siempre fieles espejos del alma. Mir, pues, fijamente a su cuada con el mismo atrevimiento que ella empleaba con l, con la sola diferencia de que el candor y la pureza de alma de la marquesa motivaban el arrojo que se trasluca en su mirada, mientras que nica-mente la falsedad, el crimen y el disimulo reinaban en los ojos del desalmado Thodore.

    -Seora -respondi el abate-, acomodar el orden de mis respuestas al de vuestras pregun-tas. Los sentimientos de vuestro marido para con mademoiselle de Roquefeuille os asom-bran, y, pasando del asombro a la incredulidad, os basis en l para negar los hechos... Per-mitidme que os haga observar, querida hermana, que esta falsa lgica del corazn va en grave detrimento de la del espritu, y que es causa de comn extravo tanto el dar crdito ciegamen-te a lo que concuerda con los propios deseos como el rechazar de plano lo que suscita nues-tros temores. De todos los movimientos que se aduean de nuestras almas, es la esperanza el ms engaoso. Recordad el tema de aquel hermoso cuadro que admirasteis en Pars y que hemos comentado algunas veces este invierno. La esperanza acompaaba al hombre a la muerte; le iluminaba con una lmpara cuya claridad pareca extinguirse en el momento en que el espectro encerraba a su presa en el sepulcro. Tal es la esperanza en todas las situacio-nes de la vida; hija del demonio, nos sostiene mientras le es posible, y cuando la verdad ter-

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    mina mostrndole la nulidad de este deseo, la esperanza huye, dejndonos a solas con la ad-versidad.

    -Sombro exordio el vuestro, querido hermano -dijo la marquesa.

    -Hermana, la verdad as me lo dicta, y mi amistad os lo presenta; dad, pues, ahora crdito a mis palabras. Harto cierta es, desgraciadamente, la intriga que temais; slo hace cuatro meses que la he advertido, y ninguno de los dos culpables ha podido engaar a mi discernimiento. De las precauciones que han tomado para disfrazarse ante los ojos de madame de Roque-feuille han derivado necesariamente los velos impenetrables con que han envuelto su ile-gtimo comercio. Confieso que escapa a mis luces qu puede pretender mi hermano, que est casado con una joven soltera; tiemblo ante las posibles consecuencias de tan funesta pasin. Lo nico cierto es que tal pasin existe, y cuando, para convenceros, necesitis pruebas ms concluyentes, me brindo a proporcionroslas.

    La seguridad de las miradas de la marquesa se fue debilitando por momentos. Poco a poco fue inclinando la cabeza; sus bellos ojos se llenaron de lgrimas, y los sollozos que retena resonaron sordamente en su pecho; todos sus nervios estaban en tensin; su cuerpo se agita-ba. Para las cndidas almas que jams recurren al artificio, es tan difcil suponerlo en otros que prefieren dar crdito a la mentira antes que esforzarse en descubrir la verdad.

    Euphrasie intent en vano serenarse; la ahogaban los sollozos y los extremos de su dolor se manifestaban en gritos.

    -Alphonse, Alphonse! -exclam-, qu he hecho para perder tu amor y tu confianza? T que me amabas tan tiernamente, t que no tenas ms instantes de felicidad que los que pa-sabas con tu Euphrasie... Por qu ahora me entregas al horror de los celos y a las torturas del abandono? Prfido! Acaso es Ambroisine ms bella que yo? Acaso te ama ms rendi-damente? Y me sacrificas a ella! Pero ahora debes de odiarme; mi existencia es para ti una carga; sin duda deseas mi muerte, y, cuando el cielo te conceda esta gracia, me privars inclu-so de la dicha de compartir aquel sepulcro que tus atenciones, entonces tan delicadas, haban construido para ambos; ser otra la que ocupe mi lugar y viaje contigo hacia lo eterno. Mas, si en la tierra me alejas de ti, el Dios que nos haba creado el uno para el otro nos reunir en su seno; te vers forzado a seguir amndome cuando sepas por ti mismo que todos mis vo-tos y mis ltimos suspiros llegaban hasta ti en el seno de la infidelidad.

    Y madame de Gange no cesaba de llorar mientras pronunciaba tan conmovedoras pala-bras. Su rostro angelical, velado a medias por el pauelo que empapaban sus lgrimas, mos-traba en su afliccin las rosas del pudor y la inocencia marchitas por la desesperacin.

    -Seora -dijo el insensible Thodore, ms ocupado en alcanzar sus fines que en remediar el lamentable estado en que haba sumido a la marquesa-, ahora no debemos ocupamos tanto de vuestro dolor como de los medios para atajar su causa. No debis ya consideracin alguna a vuestro esposo; se ha hecho indigno incluso de vuestra compasin; una venganza fulmi-nante es lo que conviene a la justicia de vuestra causa y a la nobleza de vuestro carcter; el medio para llevarla a cabo se nos ofrece naturalmente, y al exponerlo responder a vuestra segunda pregunta.

    El conde Villefranche es un hombre de bien. Durante nuestra estancia en Gange ha ad-vertido como yo, las culpables distracciones de vuestro esposo. Al punto concibi en su co-razn ardientes deseos de consolaros, de los que me hizo confidente. No os ocultar que al

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    aprobar su proyecto le ofrec poner cuanto pudiera de mi parte para serle til; conque esa es la explicacin del servicio que le prest en el paseo de ayer y de las insinuaciones que haya podido haceros. Villefranche es de natural dulce y amable; prestadle odos sin temor; este es quiz el nico medio de devolveros a vuestro esposo. Herido en su orgullo al ver que otro puede sustituirle en vuestro corazn, lamentar su prdida... Cuntas mujeres han triunfado valindose de tal subterfugio!

    -No dudo que as sea con las casquivanas, pero no con las mujeres honestas, seor abate -respondi la marquesa-. Me sera harto penoso intentarlo, y no s si preferira perder el co-razn de mi esposo antes que reconquistarlo mediante un delito. Qu desprecio le inspirara cuando conociese la verdad! No, slo por mi dulzura, mi paciencia y la constancia de mi de-vocin quiero atraerme de nuevo los sentimientos de Alphonse; esperar a que el transcurso del tiempo me devuelva lo que la injusticia de mi marido me niega; le ocultar incluso mis lgrimas; estoy segura de que le afligiran, y no quiero que un solo instante de preocupacin pueda turbar la ebriedad de su dicha... Mas, si pudiera tener una explicacin con l...

    -Guardaos de hacerlo -respondi vivamente Thodore-. Reconocer que estis al tanto de sus extravos equivale casi a autorizarlos; slo servira para que se mostrara ms falso con vos, sin que por eso fueseis ms feliz; habrais inmolado vuestro orgullo y una paz interior que jams recobrarais. Respecto al artificio que os propongo, cometis un error al rehusarlo. Villefranche no os propondr nunca cosa alguna que pueda atentar contra vuestro deber. Simplemente os har la corte, os prodigar sus atenciones y, slo con esto, inquietar a vues-tro marido hasta el punto de que volver fatalmente a colocarse a vuestros pies. Ah! Creed-me, seora, no debe ahorrarse ningn recurso para restableceros en los derechos que os arrebata la injusticia. Aun en el caso de que cometierais la debilidad de incurrir realmente en falta, slo podra culparse a vuestro esposo. No os propongo neutralizar un crimen con otro, sino paralizar el que se est cometiendo, por todos los medios que el arte y el ingenio permi-ten emplear a una mujer honesta cuando se le priva de su felicidad.

    -Pero, acaso es lcito presentarse como culpable? Y quin nos asegura que mi marido, encantado al ver mi debilidad, no hallar en ella un nuevo motivo para reafirmarse en su conducta? Qu triunfo para mi rival! Oh!, no... no, todo mi amor, mi orgullo, sufre en la decisin que me aconsejis tomar; mientras que un recto proceder no ofende a ninguno de tales sentimientos, y me mantiene digna a la vez de mi propia estima y de la suya.

    -Sea, pero infaliblemente perderis a Alphonse adoptando tal comportamiento; su injusti-cia os acusar de debilidad de carcter, y la llama del amor no vuelve jams a encenderse para un ser a quien se desprecia. Mujer dulce y virtuosa con exceso, dignaos prestar odos a mis amonestaciones; las dicta la ms tierna y sincera amistad. Slo aspiro a veros dichosa y a li-brar a mi hermano de la peligrosa pasin que le domina. No tengo ms deseo que devolveros cuanto antes el uno al otro; estas severas costumbres a las que os empeis en ateneros os apartan para siempre de mis designios y os conducen a la perdicin. Pensad en lo que debis a mi hermano, en lo que os debis a vos misma, y no os detengan ftiles consideraciones cuando est en juego la felicidad de toda vuestra vida...

    -La felicidad! La felicidad! -exclam la marquesa-. Oh!, no, ya no puede haber felicidad para m. Toda mi felicidad resida en los vnculos que haba contrado voluntariamente; en agradar a un esposo al que adoraba y que ahora me rechaza y me cubre de oprobio. Decid-me, pues, qu felicidad puede existir ahora para m en el mundo? Le llorar, le seguir ado-rando y l ya no me amar! Ah, hermano mo! Conocis ms amargo suplicio? Es el mismo

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    que sufren los rprobos, pues dirigen constantemente al cielo votos y promesas que ven re-chazadas. As pues, cruel, slo habrs querido unir tu vida a la de aquella que llamabas tu ngel para hacerme sufrir los tormentos del infierno... Para ti no hay ms ngel que el de las tinieblas, que dispone los tormentos del hombre; pero nunca ser tu ngel de las tinieblas, querido Alphonse; oh, nunca jams! Aun sindome infiel, te afligira verme seguir tu ejemplo y la mera apariencia de infidelidad, al turbar tu vida, sumira la ma en la desesperacin... Yo te amar con los brazos de mi rival... Quiz llegar incluso a amar a esta rival, como rodeada por tu amor; la amar como autora de tu felicidad... Ah! Qu de injusticias cometera de no elegir el partido de resignarme a la que pesa sobre m. Mi propia delicadeza me vengar; te har arrepentirte de haberla perdido, y si mi ltimo suspiro puede exhalarse en tu seno in-flamado todava de amor, no sentirs en l la ms leve sombra de reproche.

    -Ah, dulce y querida hermana! -dijo Thodore con la mayor energa, no me ofrecis sino los sofismas del sentimiento, cuando esperaba de vos las resoluciones del valor. El mal est hecho y urge repararlo; lo agravis al negaros a destruirlo, y slo podis hacerlo siguiendo mis dictados. Cien veces me haba asaltado la idea de prevenir a madame de Roquefeuille, pero una traicin de esta ndole repugnaba a mi corazn. Supongamos que, horrorizada, se llevara a su hija del castillo; serais sospechosa de tener alguna parte en ello; habramos hecho la infelicidad de Ambroisine, sin otro resultado que un malestar cuyas consecuencias revertir-an a vos fatalmente.

    -Este medio me inspira la mayor repugnancia, y lo habra rechazado en cualquier caso -repuso la marquesa.

    -Aceptad entonces la industria que os propongo, so pena de convertiros en la ms desven-turada de las mujeres.

    -Pero -arguy la marquesa, cuya voluntad empezaba ya a flaquear-, podis responderme totalmente de Villefranche?

    -Ms que de m mismo -afirm el abate-; sabr fingir sin experimentar ningn sentimiento reprobable, y no respondera-dijo Thodore bajando los ojos-de no concebir ningn senti-miento si fuese yo quien fingiera. Slo os pido que aparentis aceptar las atenciones de mi amigo; hecho lo cual, rechazaris con energa cuanto tome visos de mayor seriedad. Vuelvo a repetiros que nada debis temer de l. Enterado de nuestros proyectos, captar per-fectamente su espritu y en nada faltar a la conducta que pueda llevarlos a buen trmino. Pero ocultdselo todo a vuestro marido; haceos cargo de los peligros de una explicacin que no podra tener sino las ms funestas consecuencias. Si el marqus advierte algo y os dirige algn reproche, le impondris condiciones, y os lo inmolar todo sin que vos debis sacrifi-car nada.

    -Consentir, pues... -dijo madame de Gange sumida en la mayor turbacin-. Dios mo, aydame! Gua, Seor, mis vacilantes pasos en esta peligrosa senda, donde no puedo dejar de ver un crimen y en la que slo me aventuro movida por la esperanza de prevenir otro mayor.

    El prfido abate abraz a Euphrasie, enjug sus lgrimas, la calm y as termin la escena... Desdichado y criminal acuerdo en el que la infortunada marquesa estaba lejos de adivinar las desgracias que deban sellar su ejecucin.

    Sea como fuere, se acord que el conde de Villefranche dedicara a madame de Gange atenciones desinteresadas; que, supuesto que fuera iniciado ms a fondo en los misterios de

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    aquel peligroso pacto, nunca tratara de servirse de l en provecho propio, y que la marquesa, por su parte, se conducira con su esposo como de costumbre; que, sobre todo, se abstendra de dirigirle cualquier reproche y no suscitara ninguna explicacin.

    IV

    No escap a Thodore que, pudiendo sus primeras medidas colocarle en algn peligro, le convena proseguir cuanto antes lo iniciado, y, al da siguiente por la maana, fue a visitar al marqus a su habitacin.

    --Mucho me satisface tu visita, querido abate-le dijo Alphonse-, pues deba comunicarte al-go que agobia infinitamente mi corazn.

    -Cmo no me lo has dicho todava? -respondi Thodore-. Tienes en el mundo un ami-go ms sincero que yo.?

    -No creo -dijo Alphonse-, y precisamente por eso voy a abrirme a la confidencia. Hasta el presente, querido hermano, me haba credo el ms tranquilo y feliz de los esposos, y ahora temo ver turbada mi felicidad.

    -Y por qu este temor?

    -Qu es lo que pudo causar el desvanecimiento de mi esposa durante el paseo de ante-ayer? Por qu Villefranche, a quien crea contigo, se encontr a solas con ella en aquel mo-mento? A qu obedece que slo de l recibiera los primeros auxilios? Tendra Villefranche algo que ver con aquella crisis? Y, de ser as, no habra en ello razn suficiente para alar-marme?

    -No, por cierto -respondi Thodore-; Euphrasie te ama demasiado y es sobradamente vir-tuosa para que la ms leve sospecha de infidelidad pueda pesar sobre ella. Se ha hecho acreedora a algn reproche desde que uniste tu suerte a la suya? Y no sabes que una mujer que durante aos ha permanecido fiel a la virtud no desmiente su conducta en un solo da? Por lo dems, Villefranche es un hombre de bien; es amigo tuyo y mo, y no es persona que vaya a turbar la paz de una casa donde ha sido invitado por ti.

    -Ms, qu pensar de aquel encuentro, de aquel vahdo?

    -Nada ms sencillo. Me parece que tu esposa nos explic la misma noche la causa de su sobresalto; un rumor en los sotos, un ciervo que cruz la alameda, eso fue todo; yo estaba con ella y puedo dar fe de la veracidad de los hechos. Como no dispona de los cordiales que exiga la circunstancia, y creyendo oros cerca de nosotros, vol a tu encuentro, la asistimos... No s por qu quieres que te repita detalles que conoces tan bien como yo.

    -Sin duda los recuerdo perfectamente, pero tambin recuerdo la zozobra de mi mujer cuando la sorprendimos, y ms an la de Villefranche cuando crey que yo adverta todo el calor que pona en los cuidados que dedicaba a Euphrasie. Un corazn tan ardiente como el mo se sobresalta con facilidad; necesita, para calmarse razones ms poderosas que las que han motivado su primera alarma, y mucho me temo que no me las puedas proporcionar.

    -De ti solo depende el calmarte o no; destruye las quimeras que te turban, y la serenidad nacer en tu alma; ama a tu esposa y a tu amigo, y no los creers ya capaces de atentar contra

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    la tranquilidad de tu espritu. Sin embargo, cuenta con mi ayuda para poner en claro la con-ducta de quienes tanto te alarman, y, cualesquiera que sean los vnculos que me unan a tu esposa, o los de mi amistad por Villefranche, te respondo de mi imparcialidad.

    -Tal vez logren engaarte.

    -De acuerdo, pues! Quieres un modo seguro de poner a prueba a Euphras