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La ola · La Ola se basa en hechos reales que tuvieron lugar en la clase de historia de un instituto de Palo Alto, California. Morton Rhue La ola El experimento en la clase de historia

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Cuando el profesor Ben Ross aborda durante laclase de historia el periodo del nazismo, losalumnos no pueden entender elcomportamiento ciego de los alemanes ni porqué se dejaron manipular. Ellos nuncahubieran permitido algo así, se habríanrebelado contra los déspotas. El profesordecide llevar a cabo un experimento parademostrar cómo se pueden desarrollarcomportamientos autoritarios, y probar que loque pasó en Alemania puede repetirse encualquier lugar y momento. Sin embargo, elexperimento se le va de las manos y empieza atomar dimensiones peligrosas. Ben Ross y susalumnos aprenderán una lección que noolvidarán jamás. La Ola se basa en hechosreales que tuvieron lugar en la clase de historiade un instituto de Palo Alto, California.

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Morton Rhue

La olaEl experimento en la clase de historia

que fue demasiado lejos

ePUB v1.0rosmar71 10.09.12

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Título original: The waveMorton Rhue (seudónimo de Todd Strasser), 1981.Traducción: Soledad Silió y Blanca Rissech

Editor original: rosmar71 (v1.0)ePub base v2.0

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1Laurie Saunders estaba sentada en la sala depublicaciones del Instituto Gordon, mordiendo la puntade un bolígrafo. Era una chica bonita, de pelo cortocolor castaño claro y una sonrisa casi perpetua, quesólo desaparecía cuando estaba preocupada omordiendo un bolígrafo. Últimamente había mordido unmontón de bolígrafos. En realidad, no tenía ni un solobolígrafo ni lápiz en la cartera que no tuviera la puntadesgastada de tanto mordisqueo nervioso. En cualquiercaso, le ayudaba a no fumar.

Laurie echó una ojeada a la sala, que era un cuartopequeño, lleno de pupitres, máquinas de escribir ymesas de calco. En aquel momento, tendría que haberhabido chicos en cada una de las máquinas, escribiendoalgo para El cotilleo de Gordon, el periódico delinstituto. El equipo de diseño y maquetación tendría quehaber estado trabajando en las mesas de calco,preparando el próximo número. Sin embargo, no habíanadie más que Laurie. El problema era que fuera hacía

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un día espléndido.Laurie oyó el chasquido del plástico de su bolígrafo

al romperse. Su madre ya le había advertido que un díamordería un bolígrafo hasta romperlo y que se tragaríaun trozo de plástico, que se le clavaría en la garganta yla ahogaría. Una cosa así sólo se le podía ocurrir a sumadre, pensó Laurie.

Miró el reloj que había en la pared. Faltaban sólounos pocos minutos para que se acabara la clase. Nohabía ninguna regla que dijera que se tuviera quetrabajar en la sala de publicaciones durante los ratoslibres, pero todo el mundo sabía que la próxima ediciónde El cotilleo tenía que salir la semana siguiente. ¿Nopodrían dejar sus frisbees, sus pitillos y sus bronceadospor unos días para que el periódico saliera a tiempo poruna vez?

Laurie guardó el bolígrafo y empezó a recoger suscuadernos para la próxima clase. Era imposible. En lostres años que había formado parte del equipo, Elcotilleo no había salido nunca puntual. Y ahora que eraella la jefa de redacción no había cambiado nada. Elperiódico saldría cuando todo el mundo encontrara el

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momento de ponerse a trabajar.Laurie cerró la puerta de la sala de publicaciones y

salió al pasillo. Estaba casi vacío; todavía no habíasonado el timbre que indicaba el cambio de clase y sólohabía unos cuantos alumnos. Laurie pasó por delantede varias puertas, se paró al llegar a una clase y mirópor la ventana.

Amy Smith, su mejor amiga, una chica menudita, depelo grueso, rizado y rubio, se esforzaba por aguantarlos últimos minutos de la clase de francés del señorGabondi. El año anterior, Laurie había tenido francéscon el señor Gabondi y lo recordaba como una de lasexperiencias más aburridas de su vida. El señorGabondi era un hombre bajo, de piel oscura y macizo,que siempre parecía estar sudando, incluso en plenoinvierno. Cuando daba clase, hablaba en un tonomonótono y soso, capaz de dormir al mejor de losalumnos y, aunque el curso no era difícil, Laurie todavíase acordaba de lo que le había costado sacar unsobresaliente.

Ahora, al ver los esfuerzos de su amiga pormantener el interés, Laurie pensó que necesitaba que la

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animaran un poco. Así pues, colocándose donde Amypudiera verla y Gabondi no, empezó a poner los ojosbizcos y cara de idiota. Amy se llevó la mano a la bocapara contener la risa. Laurie hizo otra mueca y su amigaintentó no mirar, pero no podía resistir la tentación devolver la cabeza para ver qué hacía. Entonces Lauriepuso su famosa cara de pez: se tiró de las orejas, pusolos ojos bizcos e hizo un puchero con los labios. Amyhacía tantos esfuerzos por no reírse que las lágrimas lecorrían por las mejillas.

Laurie sabía que no debía hacer más muecas. Mirara Amy era muy divertido; se reía por cualquier cosa. SiLaurie hacía algo más, su amiga acabaría por caerse dela silla y rodar por el suelo entre los pupitres. Pero nopudo resistirse. Se volvió de espaldas a la puerta, paradarle más emoción, frunció el ceño e hizo un mohín, yentonces se dio la vuelta.

En la puerta se encontró con un señor Gabondienfurecido. Detrás de él, Amy y el resto de la clase seestaban partiendo de risa. Laurie se quedó helada, peroantes de que Gabondi pudiera echarle una reprimendasonó el timbre y la clase entera salió en tromba al

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pasillo. Amy se le acercó abrazándose la barrigaporque le dolía de tanto reír. Gabondi se quedómirando a las dos chicas que, cogidas del brazo, sedirigían a la clase siguiente, ya sin aliento para seguirriendo.

En el aula en que daba historia Ben Ross estabainclinado sobre un proyector, intentando poner unapelícula entre todo aquel lío de rollos y lentes paraproyectarla. Era la cuarta vez que lo intentaba y seguíasin conseguirlo. Desesperado, se pasó los dedos por supelo castaño y ondulado. Nunca en su vida había sidocapaz de manejar una máquina, ya fueran proyectores ocoches; incluso el surtidor de autoservicio de lagasolinera local le llevaba de cabeza.

Nunca había podido comprender por qué era tantorpe para estas cosas; por eso, cuando se trataba dealgún chisme mecánico, se lo dejaba a Christy, sumujer. Ella daba clase de música y canto en el InstitutoGordon, y en casa tenía a su cargo todo lo que exigierahabilidad manual. Christy bromeaba a menudo y decíaque a Ben no se le podía encargar ni que cambiara una

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bombilla, pero él aseguraba que eso era unaexageración. Había cambiado muchas bombillas en suvida y sólo se acordaba de haber roto dos.

Hasta ese momento, en los dos años que él y sumujer llevaban en Instituto Gordon, Ben se las habíaarreglado para ocultar su falta de habilidad mecánica o,mejor dicho, para que pasara inadvertida, porque habíaquedado eclipsada por su fama de joven profesor contalento. Los alumnos de Ben hablaban de su intensidad,y de que se entusiasmaba y se interesaba tanto por untema, que no podían evitar interesarse ellos también.Decían que era «contagioso», lo cual significaba que eracarismático. Sabía metérselos en el bolsillo.

El resto de profesores no era tan unánime en susopiniones. Algunos estaban impresionados por suenergía, dedicación y creatividad. Decían que sabía darun aire nuevo a sus clases y que, cuando era posible,trataba de enseñar a los chicos el aspecto práctico yrelevante de la historia. Si estaban estudiando unsistema político, dividía la clase en partidos políticos. Siestudiaban un juicio famoso, pedía a un alumno querepresentara al acusado, a otros dos que se encargaran

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de la defensa y la acusación, y luego elegía a un jurado.Sin embargo, había otros profesores que eran más

escépticos sobre el proceder de Ben. Algunos decíanque lo único que le pasaba era que era demasiadojoven e ingenuo, y que por eso ponía tanto entusiasmo,pero que en unos cuantos años se calmaría y empezaríaa dar las clases «bien»: con mucha lectura, pruebassemanales y clases más formales. A otros lo que no lesgustaba era que no llevase nunca traje y corbata enclase. Y había uno o dos que confesaban quesimplemente le tenían envidia.

Pero lo que ningún profesor podía envidiarle era suincapacidad total para manejar un proyector. Por muybrillante que pudiera ser, en aquel momento sólo podíarascarse la cabeza y contemplar la maraña de celuloideque había en el aparato. Los chicos de su clase dehistoria iban a llegar dentro de pocos minutos y hacíavarias semanas que quería pasarles aquella película.¿Por qué no le habrían dado un curso sobre cómocolocar una película para poder proyectarla?

Ross volvió a ponerla en el carrete y renunció amontarla. Seguro que entre los chicos de su clase

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habría algún prodigio de los audiovisuales que sabríaponer el aparato en marcha en un momento. Volvió asu mesa y sacó un montón de hojas que quería entregara los alumnos antes de que vieran la película.

Mientras hojeaba los deberes, Ben pensó que lasnotas eran lo que cabía esperarse. Como decostumbre, había dos excelentes, los de LaurieSaunders y Amy Smith. Había un notable, y luego elhabitual montón de bienes y suficientes. Había dosinsuficientes. Uno era de Brian Ammon, quarterbackdel equipo de fútbol americano al que parecía gustarlesacar malas notas, aunque Ben estaba convencido deque tenía capacidad para hacerlo mucho mejor si seesforzaba más. El otro insuficiente era de RobertBillings, el perdedor de la clase. Ross movió la cabeza.Aquel chico, Billings, era un verdadero problema.

Fuera, sonaron los timbres, y Ben oyó el ruido delas puertas que se abrían de golpe y a los alumnos queinvadían los pasillos. Era curioso que los chicos salierantan rápido de una clase, pero llegaran a la siguiente apaso de tortuga. Ben creía que, en general, ahora elinstituto era un sitio en el que los chicos podían

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aprender mejor que antes; pero había unas cuantascosas que no le gustaban. Una de ellas era la falta deinterés de los alumnos por llegar a tiempo; a veces seperdían cinco o incluso diez valiosos minutos de claseesperando a los rezagados. En sus tiempos, si noestabas en clase después de que sonara el timbre porsegunda vez te habías metido en un lío.

El otro problema eran los deberes. Los chicos yano se sentían obligados a hacerlos. Ya podía gritar,amenazarlos con suspenderles o con castigarles, quedaba lo mismo. Los deberes casi se habían convertidoen algo opcional. Como uno de los alumnos de catorceaños le había dicho pocas semanas antes: «Claro que séque los deberes son importantes, señor Ross, peroantes está mi vida social».

Ben se rió. Vida social.Los chicos estaban empezando a entrar. Ross vio a

David Collins, un chico alto y atractivo, corredor delequipo de fútbol americano. Era también el novio deLaurie Saunders.

—David, ¿crees que podrías poner en marcha elproyector? —preguntó Ross.

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—Claro que sí —contestó David.Mientras Ross le miraba, el muchacho se puso de

rodillas al lado del proyector y empezó a trabajar condestreza. En pocos segundos ya tenía la película lista.Ben sonrió y le dio las gracias.

Robert Billings entró arrastrando los pies. Era unchico de constitución fuerte, que llevaba siempre losfaldones de la camisa colgando y el pelo enmarañado,como si no se molestara nunca en peinarse cuando selevantaba de la cama por la mañana.

—¿Vamos a ver una peli? —preguntó al ver elproyector.

—No, idiota —contestó otro que se llamaba Brad,que disfrutaba atormentándole—. Al señor Ross legusta montar el proyector sólo para divertirse.

—Brad —intervino Ross—. Ya basta.Había bastantes alumnos en la clase para que Ross

empezara a entregar los deberes.—Muy bien —dijo, en voz alta, para atraer la

atención de los chicos—. Aquí están los trabajos de lasemana pasada. En general, están bastante bien.

Empezó a pasar entre los pupitres para dar a cada

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uno su ejercicio.—Pero voy a advertiros una vez más. Estas

redacciones cada día están más descuidadas —explicó,levantando una para que todos la vieran—. Mirad esto.¿Es realmente necesario hacer tantos garabatos en losmárgenes?

Los chicos se rieron.—¿De quién es? —preguntó uno.—Eso no importa. —Ben puso bien las hojas que

tenía en la mano y continuó repartiéndolas—. De ahoraen adelante, voy a empezar a bajar la nota de todos losdeberes que estén muy sucios. Si os equivocáis o tenéisque hacer muchos cambios, preparad una copia nuevay limpia para entregármela. ¿Entendido?

Algunos chicos asintieron con la cabeza. Otros nisiquiera le escuchaban. Ben se colocó delante de laclase y bajó la pantalla. Era la tercera vez en esesemestre que les hablaba de los deberes sucios.

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2Estaban estudiando la Segunda Guerra Mundial y lapelícula que Ross había seleccionado para su clase eraun documental que mostraba las atrocidades cometidaspor los nazis en los campos de concentración. En laclase a oscuras, los chicos tenían los ojos puestos en lapantalla. Veían a hombres y mujeres escuálidos, tanmuertos de hambre que ya no parecían más queesqueletos cubiertos de piel. Personas con unas piernasen las que lo más ancho eran las rodillas.

Ben ya había visto esta película u otras parecidasmedia docena de veces, pero el espectáculo de unacrueldad tan inhumana y despiadada por parte de losnazis todavía lo horrorizaba e indignaba. A medida queavanzaba la película, Ross se dirigía a la clase conemoción.

—Lo que estáis viendo tuvo lugar en Alemaniaentre 1933 y 1945. Fue obra de un hombre llamadoAdolf Hitler, que primero había sido criado, mozo decuerda y pintor de brocha gorda, y que luego se dedicó

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a la política después de la Primera Guerra Mundial.Alemania había sido derrotada en esa guerra, habíaperdido su liderazgo mundial, tenía una inflación muyalta, y había miles de personas hambrientas, sin trabajoy sin techo. Para Hitler eso supuso una oportunidadpara ascender rápidamente entre las filas del partidonazi. Abrazó la teoría de que los judíos eran losdestructores de la civilización y de que los alemaneseran una raza superior. Hoy día sabemos que Hitler eraun paranoico, un psicópata y que, literalmente, estabaloco. En 1923 le metieron en la cárcel por susactividades políticas, pero en 1933 él y su partido sehicieron con el control del Gobierno alemán.

Ben hizo una pausa para que los alumnos pudierancontinuar viendo la película. Ahora podían observar lascámaras de gas y los cadáveres amontonados como side troncos de madera para los hornos se tratara. Losesqueletos humanos que todavía estaban vivos tenían asu cargo la horripilante tarea de apilar los cadáveresante la mirada vigilante de los soldados nazis. Ben sintióque se le revolvía el estómago. Se preguntó cómopodía alguien obligar a los demás a hacer esas

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barbaridades.—Los campos de exterminio eran lo que Hitler

llamaba su «solución final del problema judío». Sinembargo, no sólo los judíos fueron enviados allí, sinotambién todas las personas que los nazis juzgaron comono aptas para formar parte de su raza superior —continuó explicando—. En toda Europa oriental, estaspersonas eran conducidas a estos campos en manadasy, una vez allí, las obligaban a trabajar y a sufrir hambrey torturas, y cuando ya no servían para nada lasexterminaban en las cámaras de gas. Sus restos iban aparar a los hornos crematorios.

Ben hizo otra pausa y luego continuó.—La esperanza de vida de los prisioneros en los

campos de concentración era de doscientos setentadías. Pero muchos no resistían ni una semana.

En la pantalla se veían los edificios en los queestaban instalados los hornos. Ben pensó que podíacontar a los chicos que el humo que salía de laschimeneas era el de los cuerpos quemados. Pero no lohizo. Ver la película era más que suficiente. Gracias aDios el hombre no había inventado la manera de hacer

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que en las películas se transmitiera el olor, porque lopeor de todo habría sido el hedor, el hedor de la mayoratrocidad cometida en la historia de la raza humana.

La película iba a terminar y Ben acabó con suexplicación.

—Los nazis mataron a más de diez millones dehombres, mujeres y niños en sus campos de exterminio.

La película había terminado. Un chico, que estabaal lado de la puerta, encendió las luces de la clase. Benvio que la mayoría de los alumnos estaban anonadados.No se había propuesto conmocionarles, aunque sí sabíaque la película les iba a impresionar. Muchos deaquellos muchachos se habían criado en una pequeñacomunidad de la extensa zona residencial de losalrededores del Instituto Gordon. Eran hijos de familiasestables de clase media y, a pesar de que los medios decomunicación estaban saturados de la violencia queimpregnaba la sociedad en la que vivían, eransorprendentemente ingenuos y estaban acostumbradosa sentirse protegidos. En ese momento, algunos inclusoempezaron ya a hacer el tonto. Todo el horror y elsufrimiento que reflejaba la película debía de haberles

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parecido un programa más de televisión. RobertBillings, que estaba sentado cerca de la ventana, estabadormido, con la cabeza entre los brazos. En cambio, enlas primeras filas, Amy Smith se estaba secando algunalágrima. Laurie Saunders también parecía muy afectada.

—Sé que muchos estáis impresionados —dijo Ben—. Pero si os he traído hoy esta película no ha sidosólo para conmoveros. Quiero que penséis en lo quehabéis visto y en lo que os he dicho. ¿Hay alguien quequiera hacer alguna pregunta?

Amy Smith levantó enseguida la mano.—Dime, Amy.—¿Todos los alemanes eran nazis? —preguntó la

chica.Ben movió la cabeza.—No, la verdad es que sólo menos de un diez por

ciento de la población alemana pertenecía al partidonazi.

—Entonces, ¿cómo no intentó alguien detenerles?—No puedo decírtelo con seguridad, Amy.

Supongo que estarían asustados. Los nazis podían seruna minoría, pero eran una minoría sumamente bien

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organizada, armada y peligrosa. No hay que olvidarque el resto de la población alemana estabadesorganizada, sin armas y atemorizada. Habíanpasado además por una época de inflación espantosa,que había arruinado al país. Es posible que algunostuvieran la esperanza de que los nazis pudierandevolverles la prosperidad. En cualquier caso, despuésde la guerra, la mayoría de los alemanes dijo que nosabía nada de estas atrocidades.

Eric, un chico negro que se sentaba en las primerasfilas, levantó la mano a toda prisa.

—Eso es una estupidez. ¿Cómo se puede matar adiez millones de personas sin que nadie se entere?

—Sí —dijo Brad, el chico que había estadomolestando a Robert Billings antes de empezar la clase—. No puede ser.

Ben veía que la película había impresionado a lamayoría de la clase y se alegraba. Daba gustocomprobar que se preocupaban por algo.

—Bueno, lo único que puedo deciros es que,después de la guerra, los alemanes afirmaron que nosabían nada de los campos de concentración ni de las

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matanzas —dijo a Eric y a Brad.Entonces fue Laurie Saunders la que levantó la

mano.—Pero Eric tiene razón —añadió—. ¿Cómo

pudieron los alemanes quedarse tan tranquilos mientraslos nazis andaban matando a la gente delante de susnarices y decir luego que no lo sabían? ¿Cómopudieron hacer algo así? ¿Cómo se atrevieron adecirlo?

—Lo único que puedo aseguraros es que los nazisestaban muy bien organizados y eran muy temidos —repitió Ben—. El comportamiento del resto de lapoblación alemana es un misterio. ¿Por qué nointentaron detenerles? ¿Cómo pudieron decir que no losabían? La verdad es que no conocemos la respuesta.

La mano de Eric estaba otra vez en alto.—Pues lo que yo puedo asegurar es que no dejaría

nunca que una minoría tan pequeña dirigiera a lamayoría.

—Claro que sí —dijo Brad—. Yo no dejaría queun par de nazis me metiera tanto miedo como paradecir que no me había enterado de nada.

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Había otras manos levantadas pero, antes de queBen pudiera dirigirse a alguno de los chicos, sonó eltimbre y todos salieron corriendo.

David Collins se levantó. Su estómago estabareclamando comida a gritos. Se había levantado tarde yno había podido zamparse el desayuno de tres platosque acostumbraba a tomarse todos los días. Por muchoque le impresionara la película que les había enseñadoel señor Ross, no podía dejar de pensar que habíallegado la hora de la comida.

Miró a Laurie Saunders, que continuaba sentada ensu sitio.

—Venga, Laurie. Tenemos que llegar pronto alcomedor. Ya sabes las colas que se forman.

Pero Laurie le hizo señas de que se fuera sin ella.—Ya me reuniré contigo más tarde.David frunció el ceño. Se debatía entre esperar a su

novia y llenar su estómago protestón. Venció elestómago y se fue por el pasillo.

Después de que David se marchara, Laurie selevantó y miró al profesor. Ya no quedaban más que unpar de alumnos en la clase. Y, salvo Robert Billings,

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que acababa de despertarse de su siesta, eran los queparecían estar más afectados por la película.

—No puedo creer que todos los nazis fueran tancrueles —dijo Laurie a su profesor—. No me puedocreer que pueda haber nadie tan cruel.

Ben asintió.—Después de la guerra, muchos nazis intentaron

justificar su conducta diciendo que ellos no hacían másque cumplir órdenes y que, de no haberlo hecho, loshabría matado.

—Pero eso no es excusa —argumentó Laurie,moviendo la cabeza—. Podían haberse escapado.Podían haber luchado contra ellos. Tenían ojos y uncerebro. Podían pensar por sí mismos. Nadie obedece,sin más, una orden así.

—Pues eso es lo que dijeron.—Es un asco —respondió Laurie, moviendo la

cabeza de nuevo con voz temblorosa—. Un verdaderoasco.

Ben asintió; estaba totalmente de acuerdo.

Robert Billings intentó escabullirse al pasar por

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delante de la mesa de Ben.—Robert —dijo el profesor—. Espera un

momento.El chico se quedó helado, pero no quiso mirarle a la

cara.—¿Duermes bien en casa?Robert asintió, como atontado.Ben suspiró. Llevaba un semestre entero tratando

de entender a aquel chico. No podía soportar que losotros se burlaran de él y le desesperaba ver que elmuchacho no hiciera nada por participar en las clases.

—Robert, si no empiezas a participar en clase, voya tener que suspenderte. A este paso, nunca te darán eltítulo.

Robert miró un momento al profesor, peroenseguida bajó la mirada.

—¿No tienes nada que decir?Robert se encogió los hombros.—No me importa.—¿Qué quieres decir con eso de que no te

importa?El muchacho dio unos pasos hacia la puerta. Ben

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sabía que le molestaba que le hicieran preguntas.—Robert.El chico se paró, pero siguió sin mirarle.—Tampoco iba a servirme de nada.Ben no sabía qué decir. El caso de Robert no había

por dónde cogerlo: era el hermano pequeño relegado ala sombra de su hermano mayor, que había sido laquintaesencia del alumno modélico y alumno populardel campus. En el instituto, Jeff Billings había sidolanzador de la liga; ahora estaba en la cantera de losBaltimore Orioles y estudiaba medicina cuando elequipo no jugaba. En el colegio, había sido un alumnode excelentes que sobresalió en todo. Era el tipo dechico que ni el propio Ben habría aguantado en suépoca de instituto.

Al ver que nunca iba a poder competir con suhermano, era como si Robert hubiera decidido tirar latoalla sin ni siquiera intentarlo.

—Escucha, Robert —dijo Ben—. Nadie esperaque seas otro Jeff Billings.

Robert le miró un momento y luego empezó amorderse nerviosamente la uña del pulgar.

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—Lo único que te pedimos es que lo intentes.—Tengo que irme —manifestó Robert, mirando al

suelo.—No me importan los deportes —insistió Ben.Aunque el chico ya había empezado a dirigirse

lentamente hacia la puerta.

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3David Collins estaba sentado en el patio que había allado del comedor. Cuando Laurie llegó, ya habíaengullido la mitad de la comida y empezaba a sentirsepersona de nuevo. Observó cómo Laurie ponía labandeja junto a la suya y luego se fijó en RobertBillings, que también se dirigía al patio.

—Mira —le susurró a Laurie, mientras ésta sesentaba.

Los dos vieron a Robert, que salía del comedorcon una bandeja en la mano y buscaba un sitio dondesentarse. Fiel a su costumbre, ya había empezado acomer y estaba en la puerta, con medio perrito calientemetido en la boca.

En la mesa que eligió había dos chicas de la clasede historia de Ross. Cuando Robert dejó su bandeja,las dos muchachas se levantaron y se fueron a otrositio. Robert hizo como si no se hubiera percatado.

—El intocable del Gordon —refunfuñó David,moviendo la cabeza.

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—¿Tú crees que realmente le pasa algo? —preguntó Laurie.

David se encogió de hombros.—No lo sé. Desde que yo le conozco, siempre ha

sido un tipo bastante raro. Claro que si a mí me trataranasí, creo que también me volvería peculiar. Es curiosoque él y su hermano sean de la misma familia.

—¿Te he dicho alguna vez que mi madre conoce ala suya? —comentó Laurie.

—¿Habla su madre alguna vez de él?—No. Pero creo que un día dijo que le habían

hecho una prueba y que tenía un coeficiente intelectualnormal. No es tonto ni mucho menos.

—Es un tipo raro; eso es todo.David empezó a comer otra vez, pero Laurie

apenas probó su comida. Parecía preocupada.—¿Qué te pasa? —preguntó el muchacho.—Es esa peli, David. Me ha impresionado. ¿A ti

no?Él se lo pensó un momento antes de responder.—Sí, claro que me ha impresionado, como algo

horrible que ocurrió una vez. Pero eso fue hace mucho

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tiempo, Laurie. Para mí es como un capítulo de lahistoria. No puedes cambiar lo que sucedió.

—Pero tampoco puedes olvidarlo —dijo Laurie,que probó un trozo de hamburguesa, puso cara de ascoy la dejó.

—Pero no puedes pasarte el resto de tu vidadándole vueltas al asunto —señaló David, mirando lahamburguesa de Laurie—. Oye, ¿no piensascomértela?

La muchacha movió la cabeza. La película le habíadejado sin apetito.

—Cómetela tú.David no sólo se comió la hamburguesa, sino

también las patatas fritas, la ensalada y el helado. Laurielo miró, pero su mente estaba en otro sitio.

—Delicioso —exclamó David, limpiándose loslabios con la servilleta.

—¿Quieres algo más? —preguntó Laurie.—Pues, a decir verdad...—¿Está ocupado este sitio? —preguntó alguien

detrás de ellos.—¡Yo he llegado antes! —dijo otra voz.

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David y Laurie vieron que Amy Smith y BrianAmmon, el quarterback, se acercaban a su mesa desdedirecciones opuestas.

—¿Qué quieres decir con eso de que tú has llegadoantes? —preguntó Brian.

—Bueno, quería decir que quería llegar antes —contestó Amy.

—Pero eso no vale —replicó Brian—. Además,tengo que hablar con Dave de fútbol americano.

—Y yo tengo que hablar con Laurie.—¿De qué? —preguntó Brian.—Pues tengo que hacerle compañía para que no se

aburra mientras habláis del rollo ese.—Dejadlo ya —intervino Laurie—. Hay sitio para

los dos.—Pero con ellos hace falta sitio para tres —dijo

Amy, señalando a David y a Brian.—Muy graciosa —gruñó Brian.David y Laurie se corrieron hacia un lado, y Amy y

Brian se apiñaron junto a ellos. Amy tenía razón al decirque hacía falta sitio para tres; Brian llevaba dosbandejas llenas.

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—Oye, ¿qué vas a hacer con toda esta comida? —preguntó David, dándole unas palmaditas en la espalda.

Aunque fuera el quarterback del equipo, Brian noera muy alto. David le sacaba la cabeza.

—Tengo que ganar peso —dijo Brian, mientrasdevoraba la comida—. Me van a hacer falta muchoskilos para enfrentarme el sábado a esos tíos delClarkstown. Son muy grandes; bueno, son enormes.Me han dicho que tienen un linebacker que mide unmetro noventa y pesa cien kilos.

—No sé de qué te preocupas —intervino Amy—.Si pesas tanto, no puedes correr demasiado.

—Si es que no tiene que correr, Amy. Lo únicoque tiene que hacer es aplastar quarterbacks.

—¿Crees que tenéis posibilidades el sábado? —preguntó Laurie, que estaba pensando en el artículo queiban a necesitar para El cotilleo.

—No lo sé —respondió David, encogiéndose dehombros—. El equipo está muy desorganizado. Vamosmuy atrasados en la preparación de jugadas y este tipode cosas. La mitad de los jugadores ni siquiera aparecepor los entrenamientos.

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—Es verdad —intervino Brian—. Schiller, elentrenador, dijo que iba a echar del equipo a todos losque no fueran a los entrenamientos. Pero, si lo hiciera,no tendría suficientes tíos para jugar.

Nadie parecía tener nada más que decir sobre eltema y Brian atacó su segunda hamburguesa.

Los pensamientos de David divagaron hacia algoque le corría más prisa.

—¿Hay alguien que sea bueno en cálculo?—¿Por qué vas a hacer cálculo? —preguntó Amy.—Te hace falta para ingeniería —respondió David.—¿Y por qué no esperas a estar en la universidad?

—preguntó Brian.—Me han dicho que es tan difícil que tienes que

hacer el curso dos veces para entenderlo todo. Por esohe pensado en hacer un curso ahora y otro después.

Amy le dio con el codo a Laurie.—Me parece que este novio tuyo es muy extraño.—Hablando de extraños... —susurró Brian,

inclinando la cabeza hacia Robert Billings.Todos miraron en aquella dirección. Robert estaba

sentado solo en una mesa, enfrascado en un cómic de

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Spiderman. Movía los labios mientras leía y tenía unamancha de ketchup en la barbilla.

—¿Habéis visto que se ha pasado toda la pelidurmiendo? —preguntó Brian.

—No se lo recuerdes a Laurie —dijo David—.Está muy afectada.

—¿Por la peli? —preguntó Brian.Laurie miró con malos ojos a David.—¿Tienes que contárselo a todo el mundo?—Bueno, es verdad, ¿no?—Anda, déjame en paz.—Entiendo lo que sientes —dijo Amy—. A mí, me

pareció espantosa.Laurie se volvió hacia David.—¿Lo ves? No soy la única que está horrorizada.—Si yo no he dicho que no me horrorizara —se

justificó David—. Lo que he dicho es que ya pasó. Hayque olvidarlo. Ocurrió una vez y el mundo aprendió lalección. Ya no volverá a ocurrir.

—Espero que no —dijo Laurie, mientras cogía subandeja.

—¿Adónde vas? —preguntó David.

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—Tengo que escribir para El cotilleo.—Espera —dijo Amy—. Voy contigo.Brian y David se quedaron mirando a las chicas que

se iban.—¡Caramba, cómo le ha afectado esa peli! —dijo

Brian.—Sí, siempre se toma estas cosas demasiado en

serio —afirmó David, asintiendo.

Amy Smith y Laurie Saunders se sentaron en la salad e El cotilleo y se pusieron a charlar. Amy notrabajaba en el periódico, pero muchas veces iba a lasala de publicaciones con Laurie. La puerta podíacerrarse con llave y Amy se ponía a fumar al lado deuna ventana abierta, echando el humo afuera. Si llegabaun profesor, podía tirar el cigarrillo por la ventana, sinque se notara el olor del tabaco en la sala.

—Qué peli más espantosa —comentó Amy.Laurie asintió sin decir nada.—¿Os habéis peleado tú y David? —preguntó su

amiga.—No —respondió Laurie, sonriendo un poco—.

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Pero me gustaría que se tomara en serio alguna otracosa que no fuera el fútbol americano. No sé... A veceses demasiado deportista.

—Pero saca buenas notas. Por lo menos no es undeportista tonto, como Brian.

Las dos se rieron un momento.—¿Por qué quiere ser ingeniero? Debe de ser tan

aburrido —comentó Amy.—Quiere ser ingeniero informático. ¿Has visto el

ordenador que tiene en casa? Lo hizo él mismo con unamaqueta.

—Pues no sé cómo, pero no lo he visto —respondió Amy, burlona—. Por cierto, ¿habéisdecidido qué vais a hacer el año que viene?

Laurie movió la cabeza.—A lo mejor vamos juntos a algún sitio. Depende

de dónde nos admitan.—Seguro que tus padres estarán encantados.—No creo que les importe mucho.—¿Y por qué no os casáis?—Anda, Amy —respondió Laurie—. Bueno,

supongo que quiero a David, ¿pero quién piensa en

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casarse ya?—Bueno, no sé —apuntó Amy, sonriendo y

tomándole el pelo—. Si David me pidiera que mecasara con él, creo que me lo pensaría.

—¿Quieres que se lo insinúe? —preguntó Laurie,echándose a reír.

—Venga, Laurie. Ya sabes lo que le gustas. A lasotras chicas, ni las mira.

—Más le vale.Laurie notaba cierta melancolía en la voz de Amy.

Desde que Laurie había empezado a salir con David,Amy también había querido salir con otro jugador delequipo. A Laurie le molestaba que, más allá de suamistad, hubiera una rivalidad constante entre ellas porlos chicos, por las notas, por ser más popular y portodo en lo que pudieran competir. Aunque eran muybuenas amigas, esta constante rivalidad impedía quepudieran estar realmente unidas.

De repente, se oyó un golpe en la puerta y vieronque alguien intentaba abrirla. Las dos chicas sesobresaltaron.

—¿Quién es? —preguntó Laurie.

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—Soy Owens, el director —contestó una vozgrave—. ¿Por qué está cerrada la puerta?

Amy estaba muerta de miedo. Tiró el pitilloenseguida y empezó a buscar en la cartera un chicle oun caramelo de menta.

—Vaya, quizá la haya cerrado por error —respondió Laurie, mientras iba hacia la puerta.

—¡Pues ábrela inmediatamente!Amy estaba aterrada.Laurie la miró con impotencia y abrió la puerta.Afuera, en el pasillo, estaban Carl Block, el

periodista de investigación de El cotilleo, y AlexCooper, el crítico musical. Los dos estaban riéndose.

—¡Ostras, vosotros teníais que ser! —exclamóLaurie enfadada.

Detrás de ella, Amy parecía estar a punto dedesmayarse, mientras los dos bromistas oficiales delinstituto entraban en la sala.

Carl era un chico alto, delgado y rubio. Alex, queera moreno y macizo, llevaba puestos unos auricularesconectados a un pequeño aparato de música.

—¿Estáis haciendo algo ilegal? —preguntó Carl

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con picardía, subiendo y bajando las cejas.—Me habéis hecho tirar un pitillo estupendo —

protestó Amy.—Ay, ay, ay —dijo Alex, con una mirada de

desaprobación.—¿Cómo va el próximo número? —preguntó Carl.—¿Cómo quieres que vaya? —dijo Laurie

exasperada—. Ninguno de los dos ha entregado lo quetenía que hacer.

—¡Vaya! —exclamó Alex, mirando el reloj ydirigiéndose a la puerta—. Ahora me acuerdo de quetengo que coger un avión para Argentina.

—¡Ya te llevo yo al aeropuerto! —dijo Carl,mientras le seguía hacia la puerta.

Laurie miró a Amy y movió la cabeza, cansada.—Vaya par —murmuró, cerrando el puño.

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4Algo inquietaba a Ben Ross. No estaba muy seguro delo que era, pero las preguntas que le habían planteadolos chicos de la clase de historia después de ver lapelícula le tenían intrigado. No acababa de entenderlo.¿Por qué no había sabido dar una respuesta adecuada?¿Tan inexplicable fue el comportamiento de la mayoríade los alemanes durante el régimen nazi?

Esa tarde, antes de salir del instituto, Ross entró enla biblioteca y cogió un montón de libros. Christy, sumujer, iba a jugar a tenis con unos amigos y sabía quedispondría de un buen rato para pensar sin que nadie leinterrumpiera. Ahora, algunas horas más tarde, ydespués de haber consultado varios libros, Bensospechaba que no iba a encontrar la respuesta escritaen ningún sitio. No lo acababa de entender.

¿Sería algo que los historiadores sabíanque no podía explicarse con palabras?

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¿Algo que sólo podía entenderse si sehabía vivido?, ¿o recreando, en caso deque fuera posible, una situación similar?

La idea le inquietaba. Supongamos, pensó, quedurante una clase, o quizá dos, hiciera un experimento.Sólo para explicar a sus alumnos lo que podía habersido la vida en la Alemania nazi con una muestra, unaexperiencia. Si encontraba la forma de hacerlo, dellevar a cabo el experimento, estaba seguro de que alos chicos iba a impresionarles mucho más que unarespuesta sacada de un libro. Valía la pena intentarlo.

Esa noche, Christy Ross no volvió a casa hastapasadas las once. Había estado jugando al tenis y luegohabía ido a cenar con una amiga. Al llegar, encontró asu marido sentado en la mesa de la cocina, rodeado delibros.

—¿Estás haciendo los deberes?—En cierto sentido, sí —contestó Ben Ross, sin

levantar la cabeza.

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Encima de uno de los libros, Christy vio un vasovacío y un plato en el que quedaban unas cuantas migasde lo que debía de haber sido un bocadillo.

—Bueno, por lo menos te has acordado de comer—dijo, cogiendo el plato y poniéndolo en el fregadero.

Su marido no contestó. Seguía con las naricesmetidas en el libro.

—Apuesto a que te mueres de curiosidad porsaber cómo he ganado a Betty Lewis esta noche —dijoChristy para tomarle el pelo.

—¿Qué? —preguntó Ben, levantando la cabeza.—He dicho que esta noche he ganado a Betty

Lewis —repitió Christy.Su marido le miró con una expresión vacía y ella se

echó a reír.—Betty Lewis. ¿Sabes a quién me refiero? Betty

Lewis, a quien nunca he podido ganar más de dosjuegos en un set. Pues hoy le he ganado. En dos sets:seis a cuatro y siete a cinco.

—Vaya, muy bien —dijo Ben con aire distraído, yvolviendo al libro para empezar a leer de nuevo.

Cualquier otra persona se habría ofendido por su

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aparente grosería, pero Christy no. Sabía que Ben erade los que se entusiasmaban con las cosas. No sólo seentusiasmaba, sino que llegaba a obsesionarse hasta talpunto que se olvidaba de que el resto del mundoexistía. Christy aún recordaba la temporada en la que ledio por los indios americanos en su curso de posgrado.Durante varios meses estuvo tan enfrascado con losindios que se olvidó de todo lo demás. Los fines desemana iba a visitar las reservas indias o se pasabahoras enteras buscando libros viejos en algunabiblioteca polvorienta. ¡Incluso empezó a invitar aindios a cenar a casa! ¡Y a ponerse mocasines de pielde ciervo! Algunos días, cuando se levantaba por lamañana, Christy pensaba que se lo encontraríamaquillado con pinturas de guerra.

Pero Ben era así. Un verano, le enseñó a jugar albridge y, al cabo de un mes, no sólo era ya mejorjugador que ella, sino que la volvía loca, porque seempeñaba en que estuvieran jugando todo el día. No sequedó tranquilo hasta que ganó un torneo local y sequedó sin competidores dignos de su categoría. Elentusiasmo con que se embarcaba en cada nueva

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aventura era tal que casi daba miedo.Christy miró los libros desparramados por la mesa

de la cocina y suspiró.—¿De qué se trata ahora? ¿Otra vez los indios?

¿Astronomía? ¿Las características de la conducta delas orcas?

Al ver que su marido no contestaba, cogió algunoslibros: El ascenso y la caída del Tercer Reich, Lajuventud de Hitler. Frunció el ceño.

—¿Pero qué estás haciendo? ¿Quieres licenciarteen dictaduras?

—No tiene gracia —murmuró Ben, sin levantar lavista.

—Tienes razón —reconoció ella.Ben Ross se recostó en la silla y miró a su esposa.—Hoy, un alumno me ha hecho una pregunta que

no he podido contestar.—¿Y qué tiene de peculiar eso? —preguntó

Christy.—Es que no creo haber visto la respuesta escrita

en ningún sitio. Es posible que sea una respuesta quetengan que aprender por sí mismos.

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—Bueno, ya veo la noche que te espera. Peroacuérdate de que mañana tienes que estar despiertopara pasarte un día entero dando clase.

—Ya lo sé, ya lo sé —respondió su marido,asintiendo.

Christy Ross se inclinó para darle un beso en lafrente.

—Trata de no despertarme. Si es que finalmente teacuestas.

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5Al día siguiente, los alumnos entraron en clase concalma, como de costumbre. Algunos se sentaron; otrosse quedaron de pie charlando. Robert Billings estaba enla ventana, haciendo nudos en las cuerdas de laspersianas. Mientras tanto, Brad, su incesanteatormentador, pasó por detrás y le dio un golpecito enla espalda para engancharle un papelito en la camisetaque decía: «Dame una patada».

Parecía un día típico de clase de historia hasta quelos alumnos se dieron cuenta de que su profesor habíaescrito en mayúsculas en la pizarra:

«FUERZA MEDIANTE DISCIPLINA»

—¿Qué quiere decir esto? —preguntó alguien.—Os lo diré cuando os hayáis sentado todos —

respondió Ben Ross.Cuando todos los chicos se sentaron, la clase

comenzó.—Hoy hablaré de disciplina.

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Se oyó un suspiro generalizado en el aula. Ya sesabía que las clases de algunos profesores eranpesadas, pero casi todos los alumnos consideraban quela de historia de Ross era bastante buena, lo cualsignificaba que no hablaba de cosas estúpidas como ladisciplina.

—Un momento —dijo Ben—. Antes de opinar,dejadme continuar. Esto puede que os interese.

—Seguro... —intervino alguien.—Pues sí, seguro. Bien, cuando hablo de disciplina,

estoy hablando de poder —explicó el profesor,cerrando el puño para dar más énfasis—. Y estoyhablando de éxito. El éxito mediante la disciplina. ¿Hayalguien aquí a quien no le interesen el poder y el éxito?

—Probablemente a Robert —dijo Brad.Unos cuantos chicos se rieron en voz baja.—A ver. David, Brian y Eric, vosotros jugáis a

fútbol americano. Ya sabéis que para ganar hace faltadisciplina.

—Debe de ser por eso que no hemos ganado ni unpartido en dos años —observó Eric, mientras toda laclase se echaba a reír.

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El profesor necesitó un momento para calmarlos.—Escuchad —dijo, señalando a una chica,

pelirroja y guapa, que parecía estar más bien sentadaque los que había a su alrededor—. Andrea, tú eresbailarina. ¿No necesitan las bailarinas muchas horas deentrenamiento para desarrollar sus habilidades?

La chica dijo que sí y Ross se dirigió al resto de laclase.

—Pues lo mismo pasa con todas las artes. Lapintura, la literatura, la música... Todas ellas exigen añosde trabajo y disciplina para llegar a dominarlas. Trabajoduro, disciplina y control.

—¿Y qué? —preguntó un alumno, recostado en susilla.

—¿Y qué? Pues ahora os lo explico. Supongamosque puedo demostraros que es posible crear podermediante la disciplina. Supongamos también quepodemos hacerlo aquí mismo, en esta clase. ¿Quédiríais al respecto?

Ross esperaba que alguien saliera con otra broma,pero se sorprendió al ver que nadie decía nada. Loschicos empezaban a interesarse y a sentir curiosidad.

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Ben cogió la silla de madera que tenía detrás de sumesa y la puso delante para que todos los alumnospudieran verla.

—Muy bien —continuó—. La disciplina empiezapor la postura. Amy, ven aquí un momento.

—La consentida del profesor... —refunfuñó Brian,cuando Amy se levantó.

Lo normal habría sido que toda la clase soltara unacarcajada, pero sólo se oyeron algunas risitas. Losdemás le hicieron caso omiso. Todos estabanpendientes de ver qué se proponía el profesor.

Mientras Amy se sentaba en la silla delante de laclase, Ben empezó a darle instrucciones sobre cómohacerlo.

—Pon las manos en la región lumbar y manténrecta la columna vertebral. Eso es. ¿Verdad querespiras mejor?

Muchos de los alumnos imitaron la posición deAmy. Aunque algunos estaban mejor sentados, nopodían evitar encontrarlo bastante cómico. Entoncesfue David quien intentó hacer otra broma.

—¿Estamos en clase de historia o me he

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equivocado y me he metido en la de educación física?Unos cuantos chicos se rieron, pero no dejaron de

intentar mejorar su postura.—Vamos, David —insistió Ben—. Inténtalo. Ya

hemos oído suficientes bromitas.David, refunfuñando, se colocó erguido en la silla.

Mientras tanto, el profesor había empezado a ir de unlado a otro, para comprobar la postura de cadaalumno. Ross estaba asombrado. Había conseguidodespertar su interés. ¡Hasta el del propio Robert!

—Chicos —anunció Ben—. Quiero que todos osfijéis en que las piernas de Robert están paralelas. Tienelos tobillos juntos y las rodillas dobladas en un ángulode noventa grados. Fijaos lo recta que tiene la espalda.La barbilla hacia adentro y la cabeza erguida. Muybien, Robert.

Robert, el negado de la clase, miró a su profesor,sonrió un poco y volvió a quedarse tieso como un palo.Los demás alumnos intentaron imitarle.

Ben volvió a colocarse delante de la clase.—Muy bien. Ahora quiero que os levantéis y

empecéis a dar vueltas por la clase. Cuando yo dé la

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orden, quiero que todos volváis a vuestros sitios lo másdeprisa posible y que os sentéis de forma correcta.Venga, todos arriba. Vamos, vamos.

Los chicos se levantaron y empezaron a dar vueltaspor la clase. Ben sabía que aquello no podíaprolongarse, porque dejarían de concentrarse en elejercicio.

—¡Volved a vuestros sitios! —exclamó de pronto.Los alumnos se lanzaron a sus sitios. Hubo algunos

empujones y protestas al chocar unos contra otros, y seescucharon algunas risas, pero el ruido dominante fue elde las patas de las sillas mientras los chicos sesentaban.

Enfrente de la clase, Ben movió la cabeza.—Ha sido el ejercicio más desorganizado que he

visto en mi vida. Esto no es un juego; es un experimentosobre el movimiento y la postura. Venga, vamos aintentarlo otra vez. Y ahora sin hablar. Cuanto másrápidos seáis y más concentrados estéis, antes y mejorpodréis sentaros. ¿De acuerdo? ¡Venga, todos arriba!

Durante los veinte minutos siguientes, la clase hizo

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prácticas de levantarse, dar una vuelta en aparentedesorganización y luego, al oír la orden de su profesor,volver a sus sitios rápidamente y sentarse con la posturacorrecta. Ben daba las órdenes a voces, más como unsargento a sus reclutas que como un profesor. Cuandoya parecían dominar bien el ejercicio de sentarse rápidoy correctamente, añadió una variación. Consistía enlevantarse y volver a los asientos, pero esta vez loharían desde el pasillo y Ben iba a cronometrar eltiempo.

En el primer intento, necesitaron cuarenta y ochosegundos. La segunda vez, lo hicieron en medio minuto.Antes de intentarlo la tercera vez, a David se le ocurrióuna idea.

—Escuchad —dijo a sus compañeros mientrasestaban fuera, esperando que el señor Ross diera laseñal—. Vamos a colocarnos en orden, empezandopor el que se sienta más lejos. Así no chocaremos entrenosotros.

Todos estuvieron de acuerdo. Cuando ya se habíanpuesto en orden, se dieron cuenta de que Robertencabezaba la fila.

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—El nuevo número uno de la clase —susurróalguien, mientras esperaban nerviosos la señal delprofesor.

Ben chasqueó los dedos y la fila de alumnos entrórápidamente y en silencio en la clase. Cuando el últimode los chicos alcanzó su asiento, Ben miró el reloj.Sonrió.

—Dieciséis segundos.La clase entera aplaudió.—Muy bien, muy bien; tranquilos —pidió Ross,

que volvió a colocarse delante de la clase.Sorprendentemente, los chicos se calmaron

enseguida. El silencio que de repente reinó en la claseera casi sobrecogedor. Ross pensó que normalmenteen el aula sólo había tanto silencio cuando estaba vacía.

—Bien, hay otras tres reglas más que se debenobedecer. Una: todo el mundo debe tener papel y lápizpara tomar notas. Dos: cuando hagáis una pregunta o lacontestéis, tenéis que levantaros y poneros al lado devuestros asientos. Y tres: las primeras palabras quetenéis que pronunciar cuando hagáis o contestéis unapregunta son: «Señor Ross». ¿Entendido?

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Por todas partes se vieron cabezas asintiendo.—Muy bien —dijo el señor Ross—. Brad, ¿quién

fue el primer ministro británico antes de Churchill?Sin levantarse de la silla, Brad empezó a morderse

una uña, nervioso.—A ver, era...Antes de que pudiera decir nada más, el señor

Ross le cortó.—Mal, Brad. Ya te has olvidado de las reglas que

acabo de explicar —argumentó, buscando a Robertcon la mirada—. Robert, enséñale a Brad cuál es laforma correcta de contestar una pregunta.

Robert se puso en pie inmediatamente junto a supupitre.

—Señor Ross.—Muy bien —dijo éste—. Gracias, Robert.—¡Bah! Esto es una estupidez —murmuró Brad.—Claro, porque no has sabido hacerlo bien —

comentó alguien.—Brad, ¿quién fue primer ministro antes de

Churchill? —preguntó otra vez el señor Ross.Esta vez Brad se levantó y se puso al lado del

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pupitre.—Señor Ross, fue, el primer ministro fue...—Demasiado lento, Brad —dijo el señor Ross—.

De ahora en adelante, las respuestas tienen que ser tancortas como sea posible y hay que responder en elacto. Venga, Brad. Inténtalo otra vez.

Brad se puso en pie de un salto al lado de suasiento.

—Señor Ross, Chamberlain.Ben asintió satisfecho.—Ésta es la forma de contestar una pregunta.

Exacta, precisa, con determinación. Andrea, ¿qué paísinvadió Hitler en septiembre de 1939?

Andrea, la bailarina, se levantó con rigidez junto asu pupitre.

—Señor Ross, no lo sé.El señor Ross sonrió.—Sigue siendo una buena respuesta porque lo has

hecho de la forma debida. Amy, ¿sabes la respuesta?Amy se puso en pie de un brinco junto a su pupitre.—Señor Ross, Polonia.—Magnífico —dijo el señor Ross—. Brian, ¿cuál

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era el nombre del partido político de Hitler?Brian saltó de la silla.—Señor Ross, los nazis.—Muy bien, Brian. Muy rápido. ¿Hay alguien que

sepa el nombre oficial del partido? ¿Laurie?Laurie Saunders se levantó y se colocó al lado de

su pupitre.—El Partido Nacionalsocialista...—¡No! —gritó el señor Ross, dando un golpe en la

mesa con la regla—. Vuelve a hacerlo correctamente.Laurie se sentó, un poco azorada. ¿Qué era lo que

había hecho mal? David se inclinó para susurrarle unaspalabras al oído. La chica volvió a levantarse.

—Señor Ross, el Partido NacionalsocialistaAlemán de los Trabajadores.

—Correcto —contestó el señor Ross.Y siguió haciendo preguntas, mientras los chicos

saltaban como movidos por un resorte, ansiosos dedemostrar que sabían la respuesta y la forma correctade responder. Aquello no tenía nada que ver con elambiente descuidado que solía reinar en la clase, peroni Ben ni sus alumnos se percataron de ello. Estaban

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demasiado absortos en el nuevo juego. La rapidez yprecisión de cada una de las preguntas y respuestas lesentusiasmaba. Pronto, Ben estaba sudando, mientrasseguía lanzando preguntas y algún alumno saltaba juntoa su pupitre para dar una respuesta alta y concisa.

—Peter, ¿quién presentó la ley de préstamo yarrendamiento?

—Señor Ross, Roosevelt.—Correcto. Eric, ¿quiénes murieron en los campos

de concentración?—Señor Ross, los judíos.—¿Nadie más, Brad?—Señor Ross, los gitanos, los homosexuales y los

débiles.—Correcto. Amy, ¿por qué los mataban?—Señor Ross, porque no formaban parte de la

raza superior.—Correcto. David, ¿quién dirigía los campos de

exterminio?—Señor Ross, las SS.—¡Perfecto!Fuera, estaban sonando los timbres, pero nadie se

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movió de su asiento. Ben, llevado todavía por elentusiasmo de los progresos de la clase, estaba en piedelante de sus alumnos y daba las últimas órdenes deldía.

—Esta noche, acabad de estudiar el capítulo siete yleed la primera mitad del capítulo ocho. Eso es todo; laclase ha terminado.

Ante sus ojos, los chicos se levantaron al unísono ysalieron corriendo al pasillo.

—Ostras, qué cosa más rara, tío; ha sido como unsubidón —dijo Brian con un entusiasmo poco común.

Él y algunos alumnos de la clase del señor Rossestaban en el pasillo, en grupo, todavía bajo los efectosde la energía de la clase.

—No había sentido una cosa así en mi vida —comentó Eric a su lado.

—Hombre, desde luego es más divertido quetomar apuntes —bromeó Amy.

—Desde luego —repitió Brian, mientras él y otrosdos chicos se reían.

—Bueno, menos guasa —intervino David—. Ha

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sido algo completamente distinto. Ha sido como siactuáramos todos juntos, como si fuéramos más queuna clase. Éramos una unidad. ¿Os acordáis de lo queha dicho el señor Ross del poder? Creo que teníarazón. ¿No lo habéis sentido?

—¡Bah! Te lo estás tomando demasiado en serio—dijo Brad, detrás de él.

—¿Ah, sí? Pues entonces, ¿cómo puedesexplicarlo?

Brad se encogió de hombros.—¿Qué es lo que hay que explicar? Ross hacía

preguntas y nosotros las contestábamos. Ha sido comootra clase cualquiera, sólo que tenías que sentarteerguido en la silla y luego ponerte de pie al lado delpupitre. Creo que estás haciendo una montaña de ungranito de arena.

—No lo sé, Brad —dijo David, que se dio la vueltay se separó del grupo.

—¿Adónde vas? —le preguntó Brian.—Al retrete. Nos vemos en el comedor.—Vale.—Oye, no te olvides de sentarte erguido —gritó

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Brad, mientras los otros se echaban a reír.David empujó la puerta del lavabo de los chicos.

No sabía si Brad tenía razón. A lo mejor era verdadque le estaba dando demasiada importancia pero, porotro lado, sí que había tenido esa sensación, esasensación de unidad de grupo. Esto, en la clase, podíano ser muy importante. Después de todo, lo único quehacían era contestar preguntas. Pero si este sentimientode grupo, esta sensación de máxima energía setrasladaba a un equipo de fútbol americano, eso ya eraotra cosa. En el equipo había buenos jugadores y aDavid le desesperaba que llevaran una temporada tanmala. No es que fueran malos, pero estabandesorganizados y tenían poco interés. David sabía quesi podía conseguir que el equipo sintiera sólo la mitadde la motivación de la clase de historia del señor Rossde esa tarde, podía hacer pedazos a casi todos losdemás equipos de la liga.

Cuando estaba en el retrete, David oyó el segundotimbre que avisaba a los alumnos de que iba a empezarla clase siguiente. Salió y, cuando se dirigía hacia loslavabos, vio que había otra persona y se paró. Todos

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habían salido ya y el único que quedaba era Robert.Estaba delante del espejo, metiéndose la camisa pordentro de los pantalones, sin darse cuenta de que noestaba solo. Mientras David le observaba, el perdedorde la clase se atusaba el pelo y se contemplaba en elespejo. Luego se movía repentinamente, como si lehubieran llamado, y movía los labios en silencio, comosi todavía estuviera en la clase del señor Ross,contestando a las preguntas.

David se quedó allí, quieto, mientras Robertpracticaba una y otra vez.

Por la noche, Christy Ross, con su camisón rojo,estaba sentada a un lado de la cama, cepillándose elpelo de color castaño rojizo. Ben estaba sacando elpijama de un cajón.

—Fíjate —dijo él—. Yo creía que iban a ponersefuriosos si les ordenaba que dieran vueltas y lesobligaba a sentarse erguidos y a contestar preguntas.Pero resulta que les ha gustado, como si lo hubieranestado esperando toda la vida. Ha sido rarísimo.

—¿Y no crees que lo único que ha ocurrido es que

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se lo tomaron como un juego? —preguntó Christy—.Como una competición, para ver quién podía hacerlomás deprisa y mejor.

—Sí, en parte, claro que sí. Pero es que, aunquefuera un juego, puedes decidir si participar o no. Notenían por qué participar, pero querían hacerlo. Y lomás raro de todo ha sido que, cuando empezamos,entendí que querían seguir. Querían ser disciplinados.Y, en cuanto dominaban una cosa, ya querían otra.Cuando sonó el timbre al terminar la clase y vi que nose levantaban, comprendí que para ellos había sido algomás que un juego.

Christy dejó de cepillarse el pelo.—¿Me estás diciendo que se quedaron sentados

después de que sonara el timbre?—Sí, así es.Su mujer le miró con cierto escepticismo y luego

sonrió, burlona.—Ben, creo que has creado un monstruo.—Venga ya —contestó Ben, riéndose.Christy dejó el cepillo y se puso un poco de crema

en la cara. Sentado al otro lado de la cama, Ben estaba

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poniéndose el pijama. Esperaba que su marido seinclinara para darle el beso de buenas noches decostumbre. Pero esta noche no llegaba. Ben seguíaperdido en sus pensamientos.

—Ben.—¿Sí?—¿Piensas continuar mañana con esto?—No creo. Tenemos que seguir con la campaña de

Japón.Christy tapó el tarro de la crema y se acomodó en

la cama. Pero Ben, sentado al otro lado, seguía sinmoverse. Le había contado a su mujer que le habíasorprendido el entusiasmo de sus alumnos, pero lo queno le había contado era que él también lo había sentido.Le resultaba casi violento reconocer que él tambiénpodía sentirse arrastrado por un juego tan simple. Perosabía que eso era lo que había pasado. Todo aquelintercambio feroz de preguntas y respuestas, labúsqueda de la disciplina perfecta... Había sidocontagioso y, hasta cierto punto, fascinante. Habíadisfrutado con lo que habían conseguido sus chicos.Interesante, pensó mientras se metía en la cama.

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6Para Ben, lo que pasó al día siguiente fueextraordinario. En lugar de ser los alumnos los que ibanentrando poco a poco en clase, después de sonar eltimbre, fue él quien llegó tarde. Esa mañana se habíaolvidado los apuntes y el libro de Japón en el coche yhabía tenido que ir al parking a recogerlos. Al entrar enclase, esperaba encontrarse con una casa de locos,pero se llevó una sorpresa.

Había cinco filas de pupitres, bien alineadas, y sietepupitres por fila. Y en cada uno, un alumno sentado,erguido, con la misma postura que les había enseñadoBen el día anterior. Los alumnos estaban callados yRoss les contempló con inquietud. ¿Sería una broma?Aquí y allá vio algunas caras que trataban de contenerla risa, pero predominaban las caras serias, atentas,concentradas, con la mirada al frente. Algunos chicos lemiraban indecisos, esperando a ver si iba a seguir conel experimento. ¿Lo haría? Era una experiencia tanespecial, tan distinta de lo habitual, que le atraía. ¿Qué

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podían aprender los chicos? ¿Qué podía aprender él?Ben sintió la tentación de lo desconocido y decidió quevalía la pena continuar. Dejó a un lado los apuntes.

—Bueno, ¿qué está pasando aquí?Los chicos parecían indecisos. Ben miró hacia el

fondo de la clase.—¿Robert?Robert Billings se levantó enseguida y se puso al

lado del pupitre. Tenía la camisa metida dentro delpantalón y estaba bien peinado.

—Señor Ross, disciplina.—Sí, disciplina —dijo el señor Ross—. Pero eso

no es más que una parte. Hay algo más.Se acercó a la pizarra y, a las palabras del día

anterior, «FUERZA MEDIANTE DISCIPLINA»,añadió: «COMUNIDAD».

Se volvió hacia los alumnos.—Comunidad es el lazo que existe entre las

personas que trabajan y luchan por una causa común.Es como construir un granero con los vecinos.

Se oyeron algunas risitas. Pero David sabía que elseñor Ross tenía razón. Era lo que había pensado el día

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anterior después de salir de clase. El espíritu de grupoque necesitaba el equipo de fútbol americano.

—Es el sentimiento de formar parte de algo que esmás importante que uno mismo —explicó el señor Ross—. Eres un movimiento, un equipo, una causa. Tecomprometes a algo...

—Sí, sí, comprometidos... —refunfuñó uno, perolos que estaban a su lado le hicieron callar.

—Como con la disciplina, para entenderplenamente lo que es la comunidad hay que vivirla yparticipar en ella. De ahora en adelante, nuestras dosconsignas serán: «Fuerza mediante disciplina» y«Fuerza mediante comunidad». ¡Repetid todosnuestras consignas!

Los alumnos se levantaron y recitaron las consignas:«Fuerza mediante disciplina. Fuerza mediantecomunidad».

Hubo algunos que no se unieron a los demás, entreellos Laurie y Brad, pues no se sentían a gusto mientrasel señor Ross hacía repetir las consignas al resto de laclase. Finalmente, Laurie se levantó y luego lo hizoBrad. La clase entera estaba ya en pie, cada uno al

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lado de su pupitre.—Lo que necesitamos ahora es un símbolo para

nuestra comunidad —continuó el señor Ross,dirigiéndose a la pizarra y, después de pensar unmomento, dibujó un círculo y una ola en su interior—.Éste será nuestro símbolo. La ola representa uncambio. Tiene movimiento, dirección e impacto. Deahora en adelante, nuestro movimiento, nuestracomunidad serán conocidos como La Ola.

Hizo una pausa, miró a la clase, en pie y atenta,dispuesta a aceptar todo lo que dijera.

—Y éste será nuestro saludo —explicó, doblandola mano derecha hacia arriba, en forma de ola, ydándose un golpe en el hombro izquierdo—. ¡Saludad!

La clase hizo el saludo. Algunos dieron el golpe enel hombro derecho en lugar del izquierdo y otros seolvidaron del golpecito por completo.

—Otra vez —ordenó Ross, que hizo el saludo ycontinuó repitiéndolo hasta que todos lo hicieron bien.

El profesor, satisfecho, dio su aprobación cuandovio que todos lo habían hecho bien. Los chicos sintieronrenacer esa sensación de fuerza y unidad que se había

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apoderado de ellos el día anterior.—Éste es nuestro saludo, y sólo el nuestro —dijo

Ross—. Siempre que os encontréis con otro miembrode La Ola, haréis el saludo. Robert, saluda y di nuestrasconsignas.

Erguido junto a su pupitre, Robert hizo el saludo ycontestó.

—Señor Ross, fuerza mediante disciplina, fuerzamediante comunidad.

—Muy bien. Peter, Amy y Eric, saludad y decid lasconsignas con Robert.

Los cuatro alumnos obedecieron, saludaron yrepitieron:

—Fuerza mediante disciplina, fuerza mediantecomunidad.

—Brian, Andrea y Laurie, uniros a ellos y repetid.Ya eran siete los alumnos que coreaban las

consignas, luego catorce, después veinte, hasta que fuetoda la clase la que saludaba y gritaba a coro: «¡Fuerzamediante disciplina, fuerza mediante comunidad!».Como un regimiento, pensó Ben, exactamente igual queun regimiento.

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Después de terminar las clases, David y Ericestaban sentados en el suelo del gimnasio, con lascamisetas de entrenamiento puestas. Habían llegado unpoco pronto y mantenían una acalorada discusión.

—A mí me parece una tontería —comentó Ericmientras se ataba los cordones—. No es más que unjuego en la clase de historia; eso es todo.

—Pero no significa que no pueda funcionar —insistió David—. Entonces, ¿para qué crees que lohemos aprendido? ¿Para mantenerlo en secreto? Teaseguro, Eric, que esto es justo lo que necesita elequipo.

—Bueno, pues primero tendrás que convencer alentrenador. Y no voy a ser yo quien se lo diga.

—¿Pero de qué tienes miedo? ¿Crees que el señorRoss va a castigarme por hablarles a unas cuantaspersonas de La Ola?

—No es eso, hombre. Lo que creo es que se van aechar a reír —señaló Eric, encogiéndose de hombros.

En ese momento, Brian salió del vestuario y sesentó con ellos.

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—Oye, ¿qué te parece si tratamos de meter en LaOla al resto del equipo? —propuso David.

Brian se arregló las hombreras y lo pensó un poco.—¿Tú crees que La Ola va a poder parar a ese

linebacker del Clarkstown que pesa cien kilos? Te juroque no pienso en otra cosa. Me imagino que empieza lajugada y aparece esa cosa delante de mí, ese monstruocon uniforme del Clarkstown. Se planta en el centro yaplasta a mis guardias. Es tan enorme que no puedo irni a la derecha ni a la izquierda, ni puedo tirar porencima de él... —explicaba Brian, rodando por elsuelo, de espaldas al suelo, como si alguien cargaracontra él—. Y se me echa encima, se me echa encima.¡Ahhh!

Eric y David se rieron, y Brian se sentó.—Haré lo que sea. Me comeré los cereales,

entraré en La Ola, haré los deberes. Lo que sea, con talde parar a ese tío.

Habían llegado otros chicos, entre ellos uno másjoven, que se llamaba Deutsch y era el segundoquarterback, detrás de Brian. Todos sabían que lo quemás deseaba Deutsch era poder quitarle el puesto a

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Brian. El resultado era que no podían ni verse.—¿Acaso estás diciendo que le tienes miedo al

equipo del Clarkstown? —le preguntó Deutsch a Brian—. Pues ya te sustituiré yo, hombre; sólo tienes quepedírmelo.

—Como te pongan a jugar a ti, entonces sí que nodaremos ni una —contestó Brian.

—Sólo eres el primer quarterback porque eresmayor que yo —dijo Deutsch con cara de desprecio.

Brian le miró fijamente, sin levantarse del suelo.—Ostras, eres el tío más chulo y con menos talento

que he visto en mi vida.—¡Mira quién habla! —contestó Deutsch, en tono

de burla.Acto seguido, David vio que Brian se había

levantado de un salto y estaba preparado parapelearse. Se puso entre los dos quarterbacksinmediatamente.

—¡Esto es exactamente a lo que me refería! —gritómientras los separaba a empujones—. Se supone quesomos un equipo y que tenemos que ayudamos. Si nosva tan mal, es porque lo único que hacemos es

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pelearnos.Habían llegado más jugadores al gimnasio.—¿De qué habla? —preguntó uno de ellos.David se volvió hacia ellos.—Estoy hablando de unidad. Estoy hablando de

disciplina. Tenemos que empezar a actuar como unequipo. Como si tuviéramos una meta común. Vuestralabor en el equipo no es robarle el puesto alcompañero. Vuestro deber es ayudar al equipo a ganar.

—Yo podría conseguir que el equipo ganara —interrumpió Deutsch—. Lo único que tiene que hacer elentrenador es ponerme a mí de quarterback.

—¡Que no, hombre! —gritó David—. Un puñadode individuos que sólo piensan en sí mismos no puedenformar un equipo. ¿Sabes por qué no hemos ganadocasi nada este año? Porque somos veinticinco equiposde un solo hombre, aunque todos llevemos la mismacamiseta del Instituto Gordon. ¿Quieres ser el primerquarterback de un equipo que no gana? ¿O prefieresser el segundo de un equipo que gana?

Deutsch se encogió de hombros.—Yo estoy harto de perder —dijo otro jugador.

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—Sí. Es un palo. Ya no nos tiene respeto ni nuestropropio insti.

—Yo cedería mi puesto y haría de repartidor debebidas con tal de ganar un partido —intervino otrochico.

—Pues podríamos ganar —intervino David—. Nodigo que vayamos a salir y a cargarnos a los delClarkstown el sábado, pero si intentamos convertirnosen un equipo, apuesto a que todavía podríamos ganaralgunos partidos este año.

Ya habían llegado todos los miembros del equipo yDavid, al ver sus caras, supo que estaban interesadosen lo que decía.

—Muy bien —dijo uno de ellos—. ¿Quéhacemos?

David vaciló un momento. Lo que podían hacer eraLa Ola. Pero, ¿quién era él para explicarla? Acababade aprenderla el día anterior. De repente, notó quealguien le daba un codazo.

—Cuéntalo —susurró Eric—. Háblales de La Ola.Al diablo, pensó David.—Bueno, lo único que sé es que tenéis que

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empezar por aprender las consignas. Y éste es elsaludo...

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7Aquella noche, Laurie Saunders contó a sus padres loque habían hecho los dos últimos días en la clase dehistoria. La familia Saunders estaba en el comedor,terminando de cenar. Durante gran parte de la cena, elpadre de Laurie había estado describiendo, uno poruno, los setenta y ocho golpes que había dado aquellatarde en su partido de golf. El señor Saunders dirigíauna sección de una importante compañía desemiconductores. La madre de Laurie decía que no leimportaba que tuviera esa pasión por el golf, porque leservía para quitarse de encima todas las presiones ydisgustos que tenía en su trabajo. Decía que no podíaexplicarse cómo lo hacía pero que, mientras volviera acasa de buen humor, no pensaba llevarle la contraria.

Laurie tampoco pensaba hacerlo, aunque a vecesse aburría como una ostra oyendo a su padre hablar degolf. Aunque le gustaba que fuera tranquilo y no unsaco de nervios como su madre, que probablementeera la mujer más inteligente y perspicaz que conocía

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Laurie. Dirigía, casi sin ayuda de nadie, la Liga deMujeres Votantes de la zona y tenía tanta astuciapolítica que todos los aspirantes a ocupar algún cargopolítico local acudían a ella para pedirle consejo.

Era una mujer divertidísima cuando las cosas ibanbien. Tenía muchísimas ideas y se podía hablar con elladurante horas y horas. Pero otras veces, cuando Laurieestaba preocupada por alguna cosa o tenía algúnproblema, su madre era inaguantable: no había manerade ocultarle nada. Y en cuanto Laurie le contaba lo quele pasaba, ya no volvía a dejarla en paz.

Cuando empezó a contarles a sus padres lo de LaOla, lo hizo más que nada porque ya no podía soportarque su padre siguiera hablando de golf ni un minutomás. Y sabía que su madre también estaba harta deoírle. La señora Saunders se había pasado el últimocuarto de hora rascando con la uña una mancha de ceraque había en el mantel.

—Fue increíble —dijo Laurie al hablar de la clasede historia—. Todo el mundo hacía el saludo y repetíalas consignas. Era imposible no dejarse arrastrar. Eracomo si realmente quisiéramos que aquello funcionara.

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Sentías toda esa energía a tu alrededor...La señora Saunders dejó de rascar el mantel y miró

a su hija.—No sé, Laurie; me parece que no me gusta.

Parece demasiado militarista.—Vamos, mamá; siempre te lo tomas todo al

revés. No tiene nada de militar. Además, paracomprenderlo realmente, tienes que estar allí y sentir laenergía positiva que se respira en la clase.

El señor Saunders se mostró más propicio.—Si he de decir la verdad, yo estoy a favor de

todo lo que haga que los chicos presten atención hoy endía.

—Pues esto es lo que está pasando, mamá —explicó Laurie—. Hasta los peores alumnos estáninteresados. ¿Sabes Robert Billings, el raro de la clase?Pues también forma parte del grupo. Y nadie se hametido con él en los dos últimos días. No me digas queeso no es bueno.

—Pero se supone que vais allí a aprender historia—arguyó la señora Saunders—. No a aprender aformar parte de un grupo.

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—Bueno, ya sabes que los que levantaron este paísformaban parte de un grupo, los colonos puritanos, losprimeros colonos de Nueva Inglaterra —intervino sumarido—. Yo no veo nada malo en que Laurie aprendaa cooperar. Si yo tuviera más cooperación en lafábrica, en lugar de esas constantes rencillas y críticas, yde que cada uno velara por sus propios intereses, noiríamos atrasados en la producción este año.

—Yo no he dicho que cooperar esté mal —contestó la señora Saunders—. Pero lo que sí digo esque la gente tiene que hacer las cosas a su manera.Cuando se habla de la grandeza de este país, se hablade unas personas que no tenían miedo de actuar comoindividuos.

—Mamá, creo que no lo has entendido. Lo que hahecho el señor Ross ha sido encontrar la manera de quetodo el mundo participe. Y seguimos teniendo quehacer los deberes. No es que nos hayamos olvidado dela historia.

Pero su madre no estaba dispuesta a dejarseconvencer.

—Todo esto me parece muy bien. Pero creo que

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no es lo que te conviene, Laurie. Cariño, nosotros tehemos educado para que tengas tu propiapersonalidad.

El señor Saunders se dirigió a su mujer.—Cielo, ¿no crees que estás tomando todo esto

demasiado en serio? Es fantástico que los chicos tenganuna pizca de espíritu de comunidad.

—Papá tiene razón, mamá —asintió Lauriesonriente—. ¿Acaso no has dicho siempre que yo erademasiado independiente?

La señora Saunders no tenía ganas de reír.—Cariño, sólo te pido que no olvides que lo más

popular no es siempre lo más acertado.—¡Ay, mamá! —exclamó Laurie, cansada de que

su madre no quisiera comprender su punto de vista—.O eres muy cabezota o no has entendido ni una solapalabra.

—Es verdad, cielo —añadió el señor Saunders—.Estoy seguro de que el profesor de historia de Lauriesabe muy bien lo que hace. No hagas una montaña deun grano de arena.

—¿No te parece peligroso permitir que un profesor

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manipule de esta manera a sus alumnos?—El señor Ross no nos está manipulando —afirmó

Laurie—. Es uno de los mejores profesores que tengo.Sabe lo que hace y, que yo sepa, lo que está haciendoes por el bien de la clase. Ya quisiera yo que los otrosprofesores fueran tan interesantes como él.

Su madre parecía dispuesta a continuar ladiscusión, pero su marido cambió de tema.

—¿Dónde está David? —preguntó—. ¿No va avenir hoy?

David solía pasarse por allí a última hora de latarde, generalmente con el pretexto de que iba aestudiar con Laurie. Pero siempre acababa metiéndoseen el estudio con el señor Saunders para hablar dedeportes o de ingeniería. Como David quería estudiaringeniería y el señor Saunders era ingeniero, teníanmucho de que hablar. El señor Saunders también habíasido jugador de fútbol americano en el instituto. Unavez, la madre de Laurie le había dicho que era unabendición que se llevaran tan bien.

—No va a venir —dijo Laurie—. Está en casa,haciendo los deberes de historia de mañana.

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El señor Saunders se quedó muy sorprendido.—¿David, estudiando? Esto sí que es preocupante.

Como Ben y Christy Ross trabajaban todo el día enel instituto, se habían acostumbrado a compartir muchasde las tareas domésticas: cocinar, limpiar y hacer losrecados. Aquella tarde, Christy tenía que llevar el cocheal taller para que le cambiaran el silenciador y Benhabía dicho que cocinaría él. Pero después de la clasede historia estaba demasiado preocupado para cocinar.Por eso, de regreso a casa, entró en un restaurantechino y compró unos cuantos rollitos rellenos de huevoy huevos foo yung.

Cuando llegó Christy, ya casi a la hora de cenar,vio que la mesa no estaba puesta y continuaba llena delibros. También vio las bolsas de papel marrón encimadel mármol de la cocina.

—¿A esto le llamas tú una cena?Ben levantó la cabeza de la mesa.—Lo siento, Christy. Es que estoy muy

preocupado con esta clase. Y tengo que preparar tantomaterial que no he querido perder el tiempo cocinando.

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Christy asintió. Como no lo hacía cada vez que letocaba cocinar, por esta vez, se lo perdonaría. Empezóa desempaquetar la comida.

—¿Y cómo va tu experimento, doctorFrankenstein? ¿Ya se han vuelto contra ti tusmonstruos?

—Todo lo contrario —contestó su marido—. Dehecho, se están convirtiendo en seres humanos.

—¡No me digas!—Pues sí; ninguno de ellos va atrasado con la

materia. Incluso hay algunos que van adelantados. Escomo si de repente les gustara ir bien preparados aclase.

—O como si de repente les diera miedo no irpreparados —comentó Christy.

Pero Ben no hizo caso del comentario.—No, creo que de verdad han mejorado. Por lo

menos, se portan mejor.Christy movió la cabeza.—No podemos estar hablando de los mismos

chicos que tengo yo en música.—Por supuesto, es asombroso, pero están mucho

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más contentos contigo cuando eres tú el que toma lasdecisiones.

—Claro, porque eso implica menos trabajo paraellos. No tienen que pensar por sí mismos —dijoChristy—. Pero ahora deja de leer y aparta unoscuantos libros para que podamos cenar.

Mientras Ben hacía sitio en la mesa, Christyempezó a poner la comida. Al ver que su marido selevantaba, creyó que iba a ayudarle, pero empezó a irde un lado a otro de la cocina, muy pensativo. Christysiguió poniendo la mesa, pero ella también estabapensando en La Ola. Había algo que no le gustaba,algo relacionado con el tono de voz de Ben cuandohablaba de su clase, como si ahora sus alumnos fueranmejores que los del resto del instituto.

—¿Hasta dónde te propones llegar con esto, Ben?—preguntó, al sentarse en la mesa.

—No lo sé —contestó Ross—. Pero creo quepodría ser emocionante descubrirlo.

Christy miró a su marido, que continuaba pensativo,yendo de un lado para otro de la cocina.

—¿Por qué no te sientas? Se te enfriarán los

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huevos foo yung.Ben se acercó a la mesa y se sentó.—¿Sabes? Lo gracioso es que yo también me

estoy dejando llevar por el experimento. Es contagioso.Christy asintió. Lo que había dicho era evidente.—A lo mejor te estás convirtiendo en un conejillo

de Indias de tu propio experimento.Se lo dijo como una broma, pero tenía la esperanza

de que Ben se lo tomara como una advertencia.

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8David y Laurie vivían cerca del Instituto Gordon. Davidno tenía que pasar por delante de la casa de Laurie,pero desde que tenía quince años siempre había cogidoesa ruta. Cuando se fijó en ella por primera vez, en elsegundo año de instituto, solía ir por su calle todas lasmañanas para ir al colegio, con la esperanza de pasarpor delante de su casa justo en el momento en el queella saldría para ir al instituto. Al principio, sóloconseguía encontrarse con ella una vez a la semana.Pero, a medida que pasaba el tiempo y se conocieronmejor, empezó a encontrársela con más frecuencia y,en primavera, ya iban juntos casi todos los días.Durante mucho tiempo, David pensó que eracasualidad y tenía suerte porque calculaba bien la hora.Nunca se le había ocurrido que, desde el principio,Laurie le esperaba detrás de la ventana. Al principio,Laurie hacía que «se lo encontraba» sólo una vez a lasemana. Luego, «se lo encontró» mucho más amenudo.

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Al día siguiente, cuando David pasó a buscar aLaurie para ir al instituto, estaba emocionadísimo.

—Te aseguro, Laurie, que esto es lo que necesita elequipo de fútbol americano —explicaba mientrascaminaban por la acera hacia el colegio.

—Lo que necesita el equipo es un quarterback quesepa pasar, un corredor que no sea tan patoso, un parde linebackers que no tengan miedo a placar, un tight-end que...

—¡Para! —gritó David, furioso—. Estoy hablandoen serio. Ayer metí al equipo en La Ola. Eric y Brianme ayudaron. Y los chicos respondieron bien. Bueno,no es que mejoráramos mucho con sólo una sesión,pero lo sentí. Se podía sentir el espíritu de equipo.Incluso Schiller, el entrenador, estaba impresionado.Dijo que parecíamos un equipo nuevo.

—Pues mi madre dice que le parece un lavado decerebro.

—¿Qué?—Dice que el señor Ross nos está manipulando.—Está loca. ¿Cómo puede saberlo? Y además,

¿qué te importa lo que diga tu madre? Ya sabes que se

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preocupa por todo.—No he dicho que estuviera de acuerdo con ella.—Pero tampoco has dicho que no lo estuvieras —

dijo David.—Sólo te estaba explicando lo que me dijo —

contestó Laurie.David no quería darse por vencido.—¿Y ella qué sabe? Es imposible que entienda lo

que es La Ola si no ha estado en la clase para vercómo funciona. ¡Los padres siempre se creen que losaben todo!

De repente, Laurie sintió unas ganas tremendas dellevarle la contraria, pero se contuvo. No queríapelearse con David por una cosa tan tonta. Se ponía demuy mal humor cuando discutían. Además, quizá LaOla sí fuera precisamente lo que necesitaba el equipode fútbol americano. Lo que estaba claro era quenecesitaba algo. Decidió cambiar de tema.

—¿Has encontrado a alguien para que te ayudecon el cálculo?

David se encogió de hombros.—No, los únicos que saben algo son los de mi

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clase.—¿Por qué no les pides que te ayuden?—Ni hablar —contestó David—. No quiero que

sepan que me cuesta.—¿Por qué no? —preguntó Laurie—. Estoy

segura de que alguien te ayudaría.—Seguro que sí. Pero no quiero que me ayuden.Laurie suspiró. Era verdad que había montones de

chicos que competían por las notas y por tener la mejorreputación en clase. Pero eran pocos los que se lotomaban tan a pecho como David.

—Bueno, ya sé que Amy no se ofreció durante lacomida, pero si no encuentras a nadie, yo creo que ellate ayudaría.

—¿Amy?—Es un fenómeno en matemáticas. Me apuesto lo

que quieras a que le das un problema y te lo saca endiez minutos.

—Pero ya se lo pregunté en la comida.—Es que se hizo la tímida —explicó Laurie—.

Creo que le gusta Brian y tiene miedo de intimidarlepareciendo demasiado intelectual.

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David se echó a reír.—No creo que tenga que preocuparse, Laurie.

Sólo podría intimidarle si pesara cien kilos y llevara unacamiseta del Clarkstown.

Ese día, cuando los alumnos entraron en clase,vieron que en la pared del fondo había un gran cartel,con el símbolo de una ola azul. El señor Ross se habíavestido de una forma distinta. Normalmente llevabaropa informal, pero hoy llevaba un traje azul, camisablanca y corbata. Los chicos se sentaron enseguida y suprofesor empezó a repartir unas tarjetas pequeñas, decolor amarillo.

Brad le dio con el codo a Laurie.—Pero si las notas aún no tocan —susurró.Laurie miró la que le había dado a ella.—Es un carné de socio de La Ola —susurró.—¿Cómo? —susurró Brad.El señor Ross dio una palmada ruidosa.—Bien. Silencio.Brad se colocó bien en la silla. Laurie entendía por

qué se había sorprendido. ¿Carné de socio? Tenía que

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ser una broma. El señor Ross, que ya había terminadode distribuirlas, se dirigió hacia su mesa.

—Bueno, ahora todos tenéis vuestro carné —anunció—. Si le dais la vuelta, veréis que algunos estánmarcados con una X roja. Si tenéis una X roja seréissupervisores y me comunicaréis directamente a mí sihay algún miembro de La Ola que no obedece nuestrasreglas.

Todos los chicos estaban dando la vuelta a sustarjetas para ver si tenían la X roja. Los que la tenían,como Robert y Brian, estaban sonriendo. Los que no,como Laurie, parecían menos contentos.

Laurie levantó la mano.—Dime, Laurie.—¿Para qué sirve esto? —preguntó la chica.Hubo un silencio en la clase y el señor Ross tardó

un poco en contestar.—¿No se te ha olvidado algo?—¡Ah, sí! —dijo Laurie, levantándose y

poniéndose al lado del pupitre—. Señor Ross, ¿paraqué sirven estas tarjetas?

Ben esperaba que alguien le hiciera esa pregunta.

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No quedaba claro a primera vista.—No es más que un ejemplo de cómo un grupo

puede vigilarse a sí mismo —se limitó a explicar.Laurie no tenía más preguntas y Ben se acercó a la

pizarra para añadir otra palabra a las consignas de losdías anteriores, «Fuerza mediante disciplina» y«Fuerza mediante comunidad». La palabra de hoyera «acción».

—Ahora que ya entendemos lo que es disciplina ycomunidad, nuestra próxima lección será la acción. A lalarga, la disciplina y la comunidad no significan nada sinla acción. La disciplina nos da derecho a pasar a laacción. Un grupo disciplinado que tenga una metapuede pasar a la acción para alcanzarla. Tiene quepasar a la acción para alcanzarla. Chicos, ¿creéis en LaOla?

Hubo un segundo de vacilación, pero la claseentera se puso en pie y contestó a coro.

—Señor Ross, sí.El señor Ross asintió.—Entonces, debéis pasar a la acción. No tengáis

nunca miedo de actuar por lo que creéis. Como grupo,

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los miembros de La Ola tienen que actuarconjuntamente, como una máquina bien engrasada.Trabajando mucho y siendo fieles unos a otros,aprenderéis más deprisa y conseguiréis más resultados.Pero sólo podréis asegurar el éxito de La Ola, si osapoyáis y trabajáis conjuntamente, y obedecéis lasreglas.

Todos los chicos estaban en pie y atentos a lo quedecía. Laurie Saunders también estaba de pie como losdemás, pero ya no tenía la sensación de energía yunidad de los otros días. En realidad, había algo en laclase, algo en aquella entrega y obediencia absoluta alseñor Ross que le parecía casi terrorífico.

—Sentaos —ordenó el señor Ross, mientras loschicos obedecían en el acto para que el profesorcontinuara con la lección—. Hace unos días, cuandoempezamos La Ola, me pareció que algunos osesforzabais por responder correctamente y ser mejoresmiembros que los demás. De ahora en adelante, quieroque esto termine. No estáis compitiendo; estáistrabajando juntos por una causa común. Tenéis quepensar en vosotros mismos como en un equipo, un

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equipo al que pertenecéis todos. Recordad, en La Olatodos sois iguales. Nadie es más importante o máspopular que los demás y nadie debe ser excluido delgrupo. Comunidad significa igualdad dentro del grupo.Vuestra primera acción como equipo será reclutarnuevos miembros. Para llegar a ser miembro de La Ola,cada nuevo alumno tiene que demostrar que conocenuestras reglas y prometer obedecerlas de maneraestricta.

David sonrió al ver que Eric le miraba y le guiñabael ojo. Esto era lo que necesitaba oír. Había hecho bienen meter a los otros chicos en La Ola. Era por el biende todo el mundo. Sobre todo para el equipo de fútbolamericano.

El señor Ross había terminado su charla sobre LaOla. Pensaba dedicar el resto de la clase a repasar eltrabajo que les había mandado hacer el día anterior.Pero de repente un alumno llamado George Snyderlevantó la mano.

—Dime, George.George se levantó de un salto y se colocó al lado

de su pupitre al oír su nombre.

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—Señor Ross, por primera vez siento que formoparte de algo. Algo importante.

Los demás alumnos le miraron sorprendidos. Alsentir cómo se le clavaban los ojos de todos, George,algo azorado, empezó a sentarse. Pero Robert selevantó entonces con la misma rapidez.

—Señor Ross —dijo con orgullo—. Entiendo loque siente George. Es como volver a nacer.

Nada más sentarse Robert, fue Amy la que selevantó.

—George tiene razón, señor Ross. A mí me pasa lomismo.

David se alegró. Comprendía que lo que habíahecho George era sensiblero, pero Amy y Roberthabían hecho lo mismo para que no se sintiera estúpidoy solo. Esto era lo mejor de La Ola. Que se apoyabanunos a otros. Ahora se levantó él.

—Señor Ross, me siento orgulloso de La Ola.Esa explosión de inesperadas declaraciones

sorprendió a Ben. Quería continuar con la lección dehistoria que tocaba, pero de repente entendió que debíaseguir la corriente un poco más. De una forma casi

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inconsciente, sentía hasta qué punto querían ser guiadoslos chicos y pensó que no podía negarse.

—¡Nuestro saludo! —ordenó.La clase entera se puso en pie al lado de los

pupitres e hizo el saludo de La Ola. Luego vinieron lasconsignas: «¡Fuerza mediante disciplina! ¡Fuerzamediante comunidad! ¡Fuerza mediante acción!».

El señor Ross empezó a recoger los apuntes,cuando vio que los alumnos volvían a hacer el saludo ya repetir las consignas a coro, esta vez sin que él lohubiera pedido. Luego se hizo un silencio. El señorRoss miró asombrado a sus alumnos. La Ola ya no erasólo una idea o un juego. Era un movimiento que estabavivo en los chicos. Ahora ellos eran La Ola y Bencomprendió que si querían, podían actuar por sucuenta, sin él. Esta idea podía haber sido aterradora,pero Ben tenía la seguridad de que como líder podíacontrolarles. Sin duda, el experimento resultaba cadavez más interesante.

Ese día, a la hora de comer, todos los miembros deLa Ola que estaban en el comedor se sentaron en la

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misma mesa. Brian, Brad, Amy, Laurie y David estabanentre ellos. Al principio, Robert Billings dudó si unirse ono a ellos, pero David, nada más verle, insistió en quese sentara en su mesa, porque ahora todos formabanparte de La Ola.

Muchos de los chicos se mostraban entusiasmadoscon lo que estaba pasando en la clase del señor Ross.Laurie no veía ningún motivo para hablar mal de LaOla, pero no acababa de sentirse a gusto con todosaquellos saludos y consignas.

—¿No hay nadie que note algo extraño en todoesto? —preguntó por fin, aprovechando una pausa dela conversación.

—¿Qué quieres decir? —preguntó David,mirándola.

—No sé —contestó Laurie—. Pero, ¿no os resultaun poco raro?

—Es que es muy distinto de todo lo demás —aclaró Amy—. Por eso resulta raro.

—Es verdad —intervino Brad—. Es como si ya nohubiera grupitos. Ostras, a mí, lo que más me revienta aveces del insti es esto. Estoy harto de tener la

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impresión de que todos los días son un concurso depopularidad. La Ola es genial por este motivo. Ya notienes que preocuparte de si eres popular o no. Todossomos iguales. Todos formamos parte de la mismacomunidad.

—¿Y crees que a todo el mundo le gusta esto? —preguntó Laurie.

—¿A quién no? —replicó David.Laurie notó que se ruborizaba.—Yo no estoy muy segura de que me guste.Brian, de repente, sacó una cosa del bolsillo y se la

enseñó a Laurie.—Oye, no te olvides de esto.Lo que tenía en la mano era la tarjeta de socio de

La Ola, con la X roja en el reverso.—¿Que no me olvide de qué?—Ya lo sabes —dijo Brian—. De lo que nos dijo

el señor Ross sobre informar de la gente quequebrantaba las reglas.

Laurie se quedó helada. No podía estar hablandoen serio. Luego Brian empezó a reírse y ella se relajó.

—Además, Laurie no está quebrantando ninguna

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regla —aclaró David.—Si de verdad estuviera en contra de La Ola, sí —

precisó Robert.Todos enmudecieron, sorprendidos de que Robert

hubiera dicho algo. Como normalmente no decía nuncanada, algunos ni siquiera estaban acostumbrados a oírsu voz.

—Lo que quiero decir es que la idea de La Ola esprecisamente que los que están en ella la apoyan —explicó Robert muy nervioso—. Si somos unaverdadera comunidad, todos tenemos que estar deacuerdo.

Laurie iba a decir algo, pero se contuvo. Era LaOla la que le había dado valor a Robert para sentarseen la mesa con ellos y participar en la conversación. Siahora se ponía a hablar en contra de La Ola, era comodar a entender que Robert tenía que volver a sentarsesolo y no formar parte de su «comunidad».

Brad le dio una palmada a Robert en la espalda.—Me alegro de que te hayas venido con nosotros.Robert se puso colorado.—¿Me ha pegado algo en la espalda? —le

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preguntó a David.Todos los que estaban en la mesa se echaron a reír.

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9Ben Ross no sabía muy bien qué hacer con La Ola. Loque había empezado como un simple experimento dehistoria se había convertido en una moda que estabaextendiéndose fuera de la clase. El resultado era queempezaban a ocurrir cosas inesperadas. Por ejemplo,su clase de historia estaba aumentando, porque los queno tenían clase, o tenían previsto estudiar o ir a comer aesa hora, acudían allí para formar parte de La Ola. Elreclutamiento de nuevos alumnos parecía estar teniendomucho más éxito de lo que nunca hubiera podidoimaginarse. Tanto que Ben empezaba a sospechar quealgunos chicos se saltaban otras clases para ir a la suya.

También le sorprendía que, a pesar de ser más, ydel empeño de los chicos por practicar el saludo yrepetir las consignas, la clase no iba atrasada con lamateria. En realidad, estaban dando las lecciones másdeprisa de lo normal. Gracias al método de preguntas yrespuestas rápidas inspirado en La Ola, prontoacabaron la entrada de Japón en la Segunda Guerra

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Mundial. Ben se percató de que iban más preparados yhabía más participación en clase, pero también sepercató de que detrás de esa preparación había menosreflexión. Los alumnos soltaban las respuestas como silas supieran de memoria, pero no habían analizado lamateria, no habían cuestionado nada. En parte, nopodía echarles la culpa, porque había sido él quien leshabía enseñado el sistema de La Ola. Era otro giroinesperado del experimento.

Ben lo achacaba a que los alumnos se habían dadocuenta de que descuidar los estudios iría en detrimentode La Ola. La única forma de tener tiempo para La Olaera ir tan bien preparados a clase que no necesitaranmás que la mitad de la clase para dar la lección quetocaba. Pero no estaba muy seguro de si debíaalegrarse. Los deberes habían mejorado, pero en lugarde respuestas largas y bien meditadas, los chicosrespondían con brevedad. Ben sabía que en un examentipo test podían salir airosos, pero tenía sus dudassobre lo que pasaría en un examen que exigiera unareflexión extensa.

Otra novedad que contribuía a hacer aún más

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interesante el experimento era la noticia de que DavidCollins y sus amigos, Eric y Brian, habían conseguidoinfundir el espíritu de La Ola en el equipo de fútbolamericano del instituto. Hacía varios años que NormSchiller, el profesor de biología que era tambiénentrenador del equipo de fútbol americano del instituto,estaba tan harto de oír bromas sobre los continuosfracasos del equipo que, mientras duraba la temporadade fútbol americano, se pasaba meses enteros sinhablar apenas con ningún otro profesor. Pero aquellamañana, en la sala de profesores, le había dado lasgracias por haber enseñado La Ola a sus alumnos. ¿Noiban a terminar nunca las sorpresas?

Ben, por su parte, había tratado de descubrir quéera lo que atraía a los alumnos de La Ola. Algunos delos chicos le contestaron que no era más que unmovimiento nuevo y distinto, como cualquier otramoda. Otros dijeron que lo que les gustaba era lodemocrática que era: ahora ya todos eran iguales. Bense alegró de oír esa respuesta. Le gustaba pensar quehabía contribuido a acabar con todas aquellascamarillas y triviales concursos de popularidad en los

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que, en su opinión, sus alumnos invertían demasiadotiempo y energía. Algunos llegaron a decir que creíanque ser más disciplinados era bueno para ellos. Esto lesorprendió. Con los años, la disciplina se habíaconvertido en una cuestión de responsabilidad personal.Si los chicos no se la imponían ellos mismos, losprofesores se sentían cada vez menos inclinados ahacerlo. Tal vez fuera un error, pensaba Ben. Quizá unode los resultados de su experimento fuera unrenacimiento general de la disciplina escolar. Soñaba yacon un artículo sobre educación en la revista Time: «Ladisciplina vuelve a las aulas: el inesperadodescubrimiento de un profesor».

Laurie Saunders estaba sentada en una mesa de lasala de publicaciones del instituto, mordiendo la puntade un bolígrafo. Otros chicos de la plantilla de Elcotilleo de Gordon estaban en las mesas de sualrededor, mordiéndose las uñas o masticando chicle.Alex Cooper movía el esqueleto al ritmo de la músicade sus auriculares. Otra reportera llevaba patines.Aquello era la reunión semanal de la redacción de El

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cotilleo.—Bueno —dijo Laurie—. Ya estamos en lo de

siempre. El periódico tiene que salir la próxima semanay no tenemos suficientes artículos.

Laurie miró a la chica que llevaba los patines.—Jeanie, habíamos quedado en que escribirías un

artículo sobre las últimas tendencias. ¿Dónde está?—Bueno, es que este año nadie lleva nada

interesante —contestó Jeanie—. Siempre es lo mismo:vaqueros, bambas y camisetas.

—Pues entonces escribe algo para decir que esteaño no hay ninguna nueva tendencia —precisó Laurie,que a continuación se dirigió al reportero queescuchaba la radio—. ¿Y tú, Alex?

Alex no dejó de mover el esqueleto. No podíaoírle.

—¡Alex! —gritó Laurie.Finalmente, alguien que estaba cerca le dio un

codazo.—¿Qué pasa? —preguntó Alex, sorprendido y

levantando la cabeza.—Alex, se supone que estamos en una reunión —

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señaló Laurie, poniendo los ojos en blanco.—¿De veras?—¿Dónde está la crítica musical que tenías que

hacer para este número?—¡Ah, sí, la crítica! —exclamó Alex—. ¡Huy, esto

es una historia muy larga! Iba a hacerla, pero... ¿Teacuerdas de aquello que te dije de que tenía que ir aArgentina?

Laurie volvió a poner los ojos en blanco.—Bueno, pues todo se fue al garete, pero en

cambio he tenido que ir a Hong Kong.Laurie se dirigió a Carl, el secuaz de Alex, con

sarcasmo.—Supongo que tú también habrás tenido que ir con

él a Hong Kong.—No —contestó Carl con seriedad—. Yo me fui a

Argentina como estaba programado.—Claro —concluyó Laurie, mirando al resto de la

plantilla de El cotilleo—. Me imagino que todosvosotros también habréis estado muy ocupados dandola vuelta al mundo y no habréis tenido tiempo deescribir nada, ¿no?

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—Yo fui al cine —intervino Jeanie.—¿Escribiste una crítica? —preguntó Laurie.—No, era una peli demasiado buena.—¿Demasiado buena?—Escribir la crítica de una peli buena no tiene

gracia.—Tiene razón —dijo Alex, el crítico musical

trotamundos—. No tiene gracia escribir sobre una pelibuena porque no puedes decir nada malo. Las críticassólo tienen gracia si la peli es mala. Entonces puedeshacerla trizas... Ja, ja, ja...

Alex empezó a frotarse las manos para hacer suimitación del científico loco. Era la mejor imitación detodo el instituto. También imitaba muy bien a un surfistaen medio de un huracán.

—Necesitamos artículos para el periódico —dijoLaurie firmemente—. ¿No se os ocurre nada?

—Han comprado un autobús nuevo —comentóalguien.

—¡Menos mal!—He oído decir que el próximo curso el señor

Gabondi se cogerá un año sabático.

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—A lo mejor no vuelve.—Ayer un chico de quince años golpeó el cristal de

una ventana. Estaba tratando de demostrar que podíahacer un agujero de un puñetazo, sin cortarse la mano.

—¿Y lo consiguió?—No, le han dado doce puntos.—Bueno, esperad un momento —interrumpió Carl

—. ¿Qué os parece eso de La Ola? Todo el mundoquiere saber qué es.

—Laurie, ¿no estás tú en la clase de historia deRoss? —preguntó otro miembro de la redacción.

—En este momento, probablemente éste sea elmejor artículo que pueda hacerse del insti —intervinootro chico.

Laurie asintió. Sabía que podía escribirse unartículo de La Ola, incluso un gran artículo. Dos díasantes había llegado a pensar que lo que probablementenecesitaran los zánganos y desorganizados de Elcotilleo fuera algo parecido a La Ola. Pero luego habíadesechado la idea. No podía explicar conscientementepor qué. Era esa sensación inquietante que habíaempezado a tener, la impresión de que quizá hubiera

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que andarse con cuidado con La Ola. De momento, nohabía dado malos resultados en la clase del señor Ross,y David le había contado que creía que estabaayudando al equipo de fútbol americano. Pero ella noacababa de fiarse.

—¿Qué te parece, Laurie? —preguntó alguien.—¿La Ola?—¿Por qué no nos has hecho escribir sobre esto?

—preguntó Alex—. ¿O es que quieres guardarte lashistorias interesantes para ti?

—No sé si tenemos suficiente conocimiento comopara escribir un artículo —respondió Laurie.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Alex—. Tú eresde La Ola, ¿no?

—Sí —contestó Laurie—. Pero no lo sé...Un par de miembros de la redacción fruncieron el

ceño.—Pues yo creo que debe aparecer un artículo

sobre el movimiento en El cotilleo, por lo menos parainformar de que existe —intervino Carl—. Hay unmontón de chicos que quieren saber qué es.

—Sí, tenéis razón —asintió Laurie—. Trataré de

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explicar lo que es. Pero los demás también tenéis quehacer algo. Como faltan unos cuantos días para quesalga el periódico, intentad averiguar todo lo que podáissobre lo que opinan los alumnos de La Ola.

Desde la noche en la que había hablado con suspadres sobre La Ola durante la cena, Laurie habíaevitado volver a sacar el tema. Creía que no valía lapena ahondar más en la cuestión, sobre todo con sumadre, que siempre encontraba algún motivo depreocupación en todo lo que hiciese, ya fuera salir porla noche con David, morder un bolígrafo o hacerse deLa Ola. Laurie tenía la esperanza de que su madre seolvidara del tema. Pero aquella noche, cuando estabaestudiando en su cuarto, su madre llamó a la puerta.

—¿Puedo entrar, cariño?—Claro, mamá.Se abrió la puerta y apareció la señora Saunders,

en zapatillas y con un albornoz de felpa amarillo. Teníala piel de alrededor de los ojos aceitosa y Laurie pensóque se había puesto crema antiarrugas.

—¿Qué tal van las patas de gallo, mamá? —

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preguntó, bromeando.La señora Saunders sonrió con ironía.—Algún día, no te parecerá tan gracioso —dijo

con el dedo en alto.Se acercó al escritorio y miró por encima del

hombro de su hija qué libro estaba leyendo.—¿Shakespeare?—¿Y qué esperabas? —preguntó Laurie.—Pues cualquier cosa, menos La Ola —respondió

la señora Saunders, que se sentó en la cama de su hija.Laurie se volvió a mirarle.—¿Qué quieres decir, mamá?—Pues que hoy me he encontrado a Elaine Billings

en el supermercado y me ha dicho que Robert es otrapersona completamente distinta.

—¿Estaba preocupada? —preguntó Laurie.—No, pero yo sí que lo estoy. Ya sabes que

siempre han tenido muchos problemas con él. Elaine meha hablado muchas veces del tema. Ha estado muypreocupada.

Laurie asintió.—Y ahora, claro, está entusiasmada con este

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súbito cambio —continuó la señora Saunders—. Pero,no sé por qué, yo no me fío. Un cambio depersonalidad tan radical... Es como si hubiera entradoen una secta o algo por el estilo.

—¿Qué quieres decir?—Laurie, si te fijas en qué clase de personas

acaban en las sectas, verás que casi siempre es genteque no está satisfecha consigo misma ni con su vida.Para ellos, la secta es una manera de cambiar, deempezar de cero, literalmente de nacer de nuevo. Si no,¿cómo te explicas este cambio en Robert?

—Pero, ¿qué tiene eso de malo, mamá?—Pues que no es real, Laurie. Robert sólo puede

estar seguro mientras esté en La Ola. Pero, ¿qué creesque va a pasar en cuanto la deje? Al resto del mundono le importa nada La Ola. Si Robert no estaba bien enel instituto antes de que existiera La Ola, tampocoestará bien fuera de él, donde La Ola no existe.

Laurie estaba de acuerdo.—Pero no tienes que preocuparte por mí, mamá.

Me parece que ya no estoy tan entusiasmada comohace un par de días.

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—Claro, ya me suponía que no lo estarías sireflexionabas un poco —asintió la señora Saunders.

—¿Y cuál es el problema entonces?—El problema es que los demás en el instituto se la

toman muy en serio.—¡Ay, mamá! Tú eres la única que se la toma

demasiado en serio. ¿Quieres saber lo que pienso?Pues que no es más que una moda. Es como la músicapunk o cualquier cosa de éstas. Dentro de dos meses,nadie se acordará de La Ola.

—La señora Billings me ha dicho que estánorganizando un encuentro de La Ola para el viernes porla tarde.

—No es más que un encuentro de motivación parael partido de fútbol americano del sábado —explicóLaurie—. La única diferencia es que lo llamanencuentro de La Ola en vez de llamarlo encuentro demotivación.

—¿En el que tienen previsto adoctrinarformalmente a doscientos nuevos miembros? —preguntó la señora Saunders con escepticismo.

—Mamá, por favor, escúchame. Te estás poniendo

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histérica con este asunto. No van a adoctrinar a nadie.Sólo darán la bienvenida a los nuevos miembros de LaOla. Todos estos chicos irían igualmente al encuentrode motivación. Te aseguro que La Ola no es más queun juego. Como cuando los niños juegan a lossoldados. Me gustaría que pudieras conocer al señorRoss, porque entonces verías que no hay nada de quepreocuparse. Es un profesor estupendo. No crearía unasecta en su vida.

—¿Y a ti todo esto no te molesta nada? —preguntó la señora Saunders.

—Mamá, a mí lo único que me molesta es que hayatantos chicos de mi clase participando en un juego taninmaduro. Supongo que puedo entender a David. Estáconvencido de que así su equipo va a ganar lospartidos. Pero a la que no puedo entender es a Amy.Tú ya la conoces. Es una chica muy inteligente y, sinembargo, veo que se lo está tomando muy en serio.

—O sea que sí estás preocupada —constató sumadre.

—Que no, mamá —señaló Laurie, moviendo lacabeza—. Esto es lo único que me fastidia y no es

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mucho. Te aseguro que estás haciendo una montaña deun grano de arena. De verdad, créeme.

La señora Saunders se levantó.—Bueno, Laurie. Por lo menos, sé que tú no estás

metida en este asunto. Supongo que ya es mucho.Pero, por favor, ten cuidado, cariño.

La señora Saunders se inclinó, besó a su hija en lafrente y salió de la habitación.

Laurie se quedó sentada en el escritorio, pero envez de volver a hacer los deberes empezó a morder elbolígrafo y a pensar en lo que le había dicho su madre.Estaba sacando las cosas de quicio, ¿verdad? La Olano era más que una moda, ¿no?

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10Ben Ross estaba tomando café en la sala de profesorescuando vinieron a decirle que Owens, el director, leesperaba en su despacho. Ross se puso un poconervioso. ¿Habría pasado algo? Si Owens quería verle,tenía que ser por algo relacionado con La Ola.

Salió al pasillo para ir al despacho del director. Porel camino, más de una docena de alumnos se pararon ahacerle el saludo de La Ola. Él contestó y siguióandando, sin dejar de pensar en lo que iba a decirleOwens. En cierto sentido, si Owens le decía que habíarecibido algunas quejas y que tenía que parar elexperimento, Ross iba a sentirse aliviado. Nunca sehubiera podido imaginar que La Ola tomara aquellasdimensiones. Aún le sorprendía que los chicos de otrasclases, e incluso de otros cursos, hubieran entrado enLa Ola. Ross no se había propuesto que ocurriera todoesto.

Pero también tenía que pensar en el caso de losperdedores de la clase, como Robert Billings. Por

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primera vez en su vida, Robert era igual que los demás,miembro y parte de un grupo. Nadie se reía de él nihabía vuelto a molestarle. Y Robert había cambiadomucho; no sólo en su aspecto, sino que empezaba aparticipar. Por primera vez, era un miembro activo de laclase. Y no sólo en historia. Christy le había contadoque lo había observado también en la clase de música.Robert parecía otra persona. Poner fin a La Ola podíaimplicar que Robert volviera a su papel de colgado dela clase y privarle de la única oportunidad que tenía.

Además, Ben pensaba que poner fin al experimentotambién significaba engañar a los alumnos que habíandecidido tomar parte en él. Sería como dejarles sin laoportunidad de ver adónde podía llevarles La Ola. Y éltambién se quedaría sin la oportunidad de poderguiarles hasta allí.

Ben se paró en seco. Un momento, se dijo Ben.¿Desde cuándo les guiaba él a algún sitio? Esto no eranada más que un experimento, ¿verdad? Unaoportunidad para que los chicos se hicieran una idea delo que podía haber sido la vida en la Alemania nazi.Ross sonrió para sus adentros. No nos dejemos llevar,

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pensó, y continuó su camino por el pasillo.La puerta del despacho del director estaba abierta

y, cuando Owens vio aparecer a Ben Ross por laantesala, le hizo una seña con la mano para que entrara.

Ben estaba algo confuso. De camino al despacho,se había convencido de que el director iba a echarle labronca, pero el hombre parecía estar de buen humor.

Owens era un hombre alto como un castillo quemedía más de un metro noventa. Era completamentecalvo y no tenía más que algún mechoncillo de peloencima de las orejas. Su otra característica notable erala pipa, que llevaba siempre en la boca. Tenía una vozprofunda y cuando se enfadaba era capaz de imbuirideas religiosas en el ateo más empedernido. Pero aqueldía no parecía que Ben tuviera nada que temer.

El director estaba sentado detrás de su mesa, consus grandes zapatos negros apoyados en una esquina, yescrutaba con la mirada a Ben.

—Ben, me gusta tu traje —dijo.Nadie había visto a Owens en el Instituto Gordon

sin un traje de tres piezas, incluso en los partidos de lossábados.

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—Gracias —contestó Ben, nervioso.Owens sonrió.—No recuerdo haberte visto con traje.—Sí, es que antes no llevaba —comentó Ben.El director levantó una de sus cejas.—¿Y no tendrá esto algo que ver con eso de La

Ola?Ben tuvo que aclararse la garganta.—Pues, sí; en realidad, sí.Owens se inclinó hacia adelante.—Veamos, Ben. Cuéntame de qué va toda esta

historia de La Ola. Has armado un gran revuelo en elinstituto.

—Espero que sea un revuelo positivo —contestóRoss.

Owens se frotó la barbilla.—Por lo que he oído, lo es. ¿Has oído tú algo

distinto?Ben sabía que tenía que tranquilizarle.—No, no he oído nada —respondió enseguida.—Bueno, pues soy todo oídos, Ben —dijo Owens,

asintiendo.

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Ben respiró hondo y empezó a hablar.—Todo empezó hace unos cuantos días, en la clase

de historia del último curso. Estábamos viendo unapelícula sobre los nazis y...

Cuando terminó de explicar lo que era La Ola, Benvio que el director parecía menos contento que antes,pero tampoco tan disgustado como se había temido.Owens se sacó la pipa de la boca y la sacudió en uncenicero.

—Tengo que decirte que me parece todo bastanteraro. ¿Y estás seguro de que los alumnos no se estánretrasando con la materia?

—No, al contrario. Van más avanzados —contestóBen.

—Pero hay alumnos que no son de tu clase y queahora también están metidos en el movimiento —observó el director.

—Sí, pero no se ha recibido ninguna queja —dijoBen—. La verdad es que Christy dice que ella hanotado una mejoría en su clase.

Ben sabía que estaba exagerando un poco lascosas, pero pensó que tenía que hacerlo, porque

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Owens estaba dando demasiada importancia a La Ola.—A pesar de todo, Ben, tanta consigna y saludo

me inquietan —comentó el director.—Pues no debería —contestó Ben—. Sólo forma

parte del juego. Y Norm Schiller también...Owens no le dejó continuar.—Sí, sí; ya lo sé. Estuvo aquí ayer, entusiasmado

con este asunto. Dice que, literalmente, hatransformado a su equipo. Hablaba de una manera,Ben... Cualquiera habría pensado que acababa defichar a seis futuros ganadores de la Copa Heisman.Sinceramente, me conformaría con que ganasen alClarkstown el sábado —explicó Owens, haciendo unapausa en aquel momento—. Pero no es esto lo que mepreocupa, Ben. Lo que me preocupa son los alumnos.En mi opinión, esto de La Ola parece demasiadoabierto. Ya sé que hasta ahora no has quebrantadoninguna regla, pero hay unos límites.

—Lo tengo muy en cuenta —insistió Ben—. Piensaque este experimento llegará hasta donde yo lo dejellegar. La idea básica de La Ola es que un grupo estédispuesto a seguir a su líder. Y mientras yo esté metido

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en esto, te aseguro que no puede írseme de las manos.Owens volvió a llenar su pipa de tabaco, la

encendió y, por un momento, desapareció detrás deuna nube de humo, mientras pensaba en las palabras deBen.

—Muy bien. Para serte sincero, es algo tan distintode lo que se ha hecho en el instituto hasta ahora que nosé muy bien qué pensar. Pero estate atento, Ben. Ponlos cinco sentidos en esto. No olvides que esteexperimento, si así es como quieres llamarlo, implica achicos jóvenes, impresionables. Algunas veces nosolvidamos de que son adolescentes y de que todavía nohan desarrollado el, cómo lo diría... el buen juicio queesperamos que lleguen a tener algún día. A veces, si nose les vigila, las cosas pueden llegar demasiado lejos.¿Lo entiendes?

—Perfectamente.—¿Me prometes que no voy a tener por aquí un

desfile de padres quejándose de que estamosadoctrinando a sus hijos?

—Te lo prometo.—Bueno, no puedo decirte que me entusiasme,

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pero hasta ahora nunca me has dado motivos paracuestionar tu trabajo.

—Y tampoco voy a dártelos ahora —afirmó Ben.

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11Al día siguiente, cuando Laurie Saunders fue a la salade publicaciones, encontró un sobre blanco en el suelo.Alguien debía de haberlo metido por debajo de lapuerta aquella misma mañana o el día anterior, a últimahora. Laurie cogió el sobre y cerró la puerta. En suinterior, había una carta escrita a mano y una nota.Laurie leyó la nota.

Queridos redactores de El cotilleo:

He escrito esta historia para El cotilleo.No os molestéis en buscar mi nombre porqueno lo encontraréis. No quiero que misamigos ni los otros chicos sepan que la heescrito yo.

Frunciendo el ceño, Laurie empezó a leer lahistoria. En la parte superior de la página, el autoranónimo había escrito un título.

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Bienvenido a La Ola o...

Soy un alumno de primer año delInstituto Gordon. Hace tres o cuatro días,mis amigos y yo nos enteramos de que todoslos mayores forman parte de esto quellaman La Ola. Sentimos curiosidad. Yasabéis que los pequeños siempre queremosimitar a los mayores.

Unos cuantos fuimos a la clase del señorRoss para ver lo que era. A algunos de misamigos les gustó lo que oímos, pero otros noestábamos seguros. A mí me pareció unatontería.

Cuando terminó la clase, empezamos asalir. Pero uno de los mayores nos paró en elpasillo. No lo conocía, pero nos dijo queestaba en la clase del señor Ross y nospreguntó si queríamos entrar en La Ola. Dosde mis amigos dijeron que sí, dos dijeronque no lo sabían y yo dije que no me

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interesaba.Entonces este chico empezó a contarnos

que La Ola era genial. Nos explicó quecuantos más chicos participaran en ella,mejor seria. Nos dijo que casi todos losmayores ya se habían hecho de La Ola ytambién muchos de los más jóvenes.

Mis dos amigos que al principio habíandicho que no estaban seguros, cambiaronenseguida de idea y dijeron que queríanentrar. Entonces, me preguntó: «¿Y tú novas a hacer lo que hagan tus amigos?».

Le dije que ellos seguían siendo misamigos aunque no me hiciera de La Ola,pero no paró de preguntarme por qué noquería pertenecer al movimiento. Lo únicoque le dije fue que no me apetecía.

Entonces se puso furioso. Me contó quepronto los que fueran de La Ola dejarían deser amigos de los que no formaran parte deella. Incluso me dijo que me quedaría sinamigos si no me apuntaba al movimiento.

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Creo que estaba intentando meterme miedo.Pero le salió el tiro por la culata. Uno de

mis amigos le explicó que no entendía porqué se tenía que pertenecer a La Ola si unono quería.

El resto de mis amigos pensaron lomismo y nos fuimos.

Hoy me he enterado de que tres de misamigos ya se han hecho de La Ola porquealgunos alumnos de último año habíanhablado con ellos. Me he encontrado en elpasillo al chico de la clase del señor Ross yme ha preguntado si ya formaba parte delmovimiento.

Le he dicho que no pensaba hacerlo. Meha contestado que si no me unía pronto aellos, sería demasiado tarde.

Lo que yo quiero saber es: ¿Demasiadotarde para qué!

Laurie dobló la hoja de papel y volvió a meterla enel sobre. Sus ideas sobre La Ola estaban empezando a

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aclararse.

Cuando Ben salió del despacho de Owens, vio quevarios alumnos estaban colocando una gran pancarta deLa Ola en el pasillo. Era el día del encuentro demotivación, el encuentro de La Ola, pensó Ross.Ahora, en los pasillos, había más alumnos y tenía queestar haciendo el saludo sin parar. Si aquello durabamucho más, acabaría por dolerle el brazo.

Algo más allá, encontró a Brad y a Eric, queestaban junto a una mesa repartiendo folletosmimeografiados.

—¡Fuerza mediante disciplina! ¡Fuerza mediantecomunidad! ¡Fuerza mediante acción! —gritaban.

—¡Todo lo que queréis saber sobre La Ola! —anunciaba Brad a los que pasaban—. Coged un folleto.

—Y no os olvidéis del encuentro de La Ola de estatarde —recordaba Eric—. Trabajad todos juntos yconseguid vuestros fines.

Ben sonrió con cautela. La indomable energía deaquellos chicos le agotaba. El instituto estaba lleno decarteles de La Ola. Todos los miembros de La Ola

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parecían estar realizando alguna actividad: reclutarnuevos miembros, repartir información, preparar elgimnasio para el encuentro de la tarde... Ben estabacasi abrumado.

Continuó andando por el pasillo, pero tuvo unaextraña sensación y se detuvo. Le parecía que leseguían. Se dio la vuelta y a unos pocos pasos dedistancia vio a Robert, sonriente. Ben le devolvió lasonrisa y siguió su camino, pero unos segundos despuésvolvió a detenerse. Robert seguía detrás de él.

—Robert, ¿qué estás haciendo? —preguntó elseñor Ross.

—Señor Ross, soy su guardaespaldas —contestóel chico.

—¿Mi qué?Robert vaciló un momento.—Quiero ser su guardaespaldas. Usted es nuestro

líder, señor Ross. No puedo permitir que le pase nada.—¿Y qué es lo que me va a pasar? —preguntó

Ben, sorprendido con la idea.Pero Robert ignoró la pregunta.—Sé que necesita un guardaespaldas —insistió—.

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Podría ser yo, señor Ross. Por primera vez en mi vidasiento que... Bueno, ya nadie me gasta bromas. Tengola impresión de formar parte de algo especial.

Ben asintió.—¿Puedo ser su guardaespaldas? —preguntó

Robert—. Sé que necesita uno. Podría ser yo, señorRoss.

Ben le miró. Aquel chico retraído e inseguro ahoraera un miembro de La Ola, serio y preocupado por sulíder. Pero, ¿un guardaespaldas? Ben no sabía quédecir. ¿No estaban llevando todo aquello demasiadolejos? Era evidente que los alumnos, inconscientemente,estaban imponiéndole un papel cada vez másimportante, el de líder supremo de La Ola. En losúltimos días, había oído varias veces a los miembros deLa Ola hablar sobre «órdenes» que él había dado:órdenes de colocar carteles en los pasillos, órdenes deorganizar el movimiento de La Ola entre los cursosinferiores, incluso la orden de convertir el encuentro demotivación de siempre en un encuentro de La Ola.

Pero lo sorprendente era que él nunca había dadosemejantes órdenes. Los chicos se las habían imaginado

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y daban por hecho que habían partido de él. Era comosi La Ola hubiera cobrado vida propia y tanto losalumnos como él estuvieran dejándose llevar por sucorriente, literalmente. Ben Ross miró a Robert Billings.De alguna forma, sabía que si permitía que Robert fuerasu guardaespaldas, admitía que se había convertido enalguien que necesitaba protección. ¿Pero no era eso loque exigía el experimento?

—De acuerdo, Robert —dijo—. Puedes ser miguardaespaldas.

A Robert se le iluminó la cara con una sonrisa. Benle hizo un guiño y siguió andando por el pasillo. Tal veztener un guardaespaldas fuera conveniente. Para elexperimento, era esencial que pudiese mantener laimagen de líder de La Ola. Y tener guardaespaldas nohacía más que reforzarla.

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12El encuentro de La Ola iba a ser en el gimnasio, peroLaurie Saunders estaba de pie, delante de su taquilla,sin acabar de saber si quería ir o no. No podía expresarcon palabras qué era lo que no le gustaba de La Ola,pero cada vez le tenía más aversión. Había algo que nocuadraba. La carta anónima de la mañana era unsíntoma más. No sólo era que un alumno había tratadode obligar a otro menor a formar parte de La Ola. Eraalgo más; el chico no había querido firmar la carta, teníamiedo de hacerlo. Laurie llevaba días intentandonegarlo, pero la sensación persistía. La Ola dabamiedo. Todo era perfecto si eras un miembroincondicional, pero si no...

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por unrepentino griterío que provenía del patio. Corrió a laventana y vio que dos chicos se estaban peleando,rodeados por otros muchos que les miraban y gritaban.Laurie se quedó pasmada. ¡Uno de los que se peleabanera Brian Ammon! Después de darse varios puñetazos,

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rodaron los dos por el suelo. ¿Qué estaba pasando?Un profesor apareció corriendo para separar a los

contendientes. Agarró a cada uno del brazo y se losllevó para adentro, sin duda al despacho del director.

—¡Fuerza mediante disciplina! ¡Fuerza mediantecomunidad! ¡Fuerza mediante acción! —gritaba Brianmientras se lo llevaban.

—¡Vete a paseo! —respondió el otro chico.—¿Has visto?Laurie se asustó al oír otra voz tan cerca, se dio la

vuelta y vio que David estaba allí.—Espero que Owens deje que Brian acuda al

encuentro de La Ola después de esto —comentóDavid.

—¿Se estaban peleando por La Ola? —preguntóLaurie.

—Es más que eso —explicó David, encogiéndosede hombros—. El que se peleaba con Brian es uno delos pequeños, Deutsch, y lleva un año intentandoquitarle el puesto a Brian. Esto llevaba varias semanascociéndose. Espero que haya recibido lo que semerece.

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—Pero Brian estaba gritando las consignas de LaOla.

—Claro. La Ola le encanta. A todos nos gusta.—¿También al chico con el que se peleaba?—¡Qué va! Deutsch es un imbécil, Laurie. Si fuera

de La Ola, no trataría de quitarle el puesto a Brian. Estetío no es más que un estorbo para el equipo. Si yo fueraSchiller, lo echaba.

—¿Porque no pertenece a La Ola?—Claro. Si realmente quisiera lo mejor para el

equipo, entraría en La Ola en vez de fastidiar a Brian.Es un individualista, Laurie. Es un egoísta que no ayudaa nadie —explicó David, mirando el reloj que había enel pasillo—. Vamos, tenemos que ir al encuentro. Va aempezar dentro de un momento.

Pero Laurie ya había tomado una decisión.—No voy a ir.—¿Cómo? —preguntó David asombrado—. ¿Por

qué no?—Pues porque no quiero.—Laurie, este encuentro es importantísimo. Todos

los nuevos miembros de La Ola van a estar allí.

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—David, creo que tú y todos los demás os estáistomando demasiado en serio esto de La Ola.

David movió la cabeza.—No. Eres tú la que no se lo toma suficientemente

en serio. Mira, Laurie, tú siempre has sido una personaimportante. Los otros chicos te han admirado siempre.Tienes que asistir al encuentro.

Laurie trató de explicárselo.—Precisamente por eso no voy a ir. Déjales que

piensen lo que quieran de La Ola. Son personasindependientes. No necesitan que yo les ayude.

—No te entiendo.—David, ¿acaso nos estamos volviendo todos

locos? Ahora La Ola se ha convertido en lo másimportante.

—Pues claro. Porque La Ola tiene sentido, Laurie.Funciona. Todos somos del mismo equipo. Por fin,todo el mundo es igual.

—¡Genial! —dijo Laurie con sarcasmo—. ¿Y qué?¿Ahora todos vamos a marcar un touchdown?

David se apartó un poco y se quedó mirándola. Nose había esperado un comentario así. No de Laurie.

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Pero ella creyó que David empezaba a dudar de LaOla.

—¿No lo ves? Eres demasiado idealista, David.Tienes tantas ganas de crear una sociedad de La Olautópica, en la que todos somos iguales y todos losequipos de fútbol americano son buenísimos, que no loves. Es imposible, David. Siempre habrá unos cuantosque no quieran unirse. Y tienen derecho a no hacerlo.

David la miró de reojo.—¿Sabes lo que te pasa? Estás en contra del

movimiento porque ya no eres especial. Porque ya noeres la mejor ni la más popular de la clase.

—¡Eso no es verdad y tú lo sabes! —contestóLaurie.

—¡Yo creo que sí es verdad! —insistió David—.Ahora ya sabes lo que sentíamos los demás cuandosiempre acertabas todas las preguntas. Siempre eras lamejor. ¿Cómo te sientes ahora que ya no lo eres?

—¡David, te estás portando como un idiota! —gritó Laurie.

—Muy bien. Pues si soy tan idiota, búscate a otromás listo.

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David dio media vuelta y se marchó al gimnasio.Laurie se quedó mirándole como un pasmarote. Es

de locos, pensó. La situación se estaba descontrolando.Por lo que Laurie podía oír, el encuentro de La Ola

estaba siendo un gran éxito. Había decidido pasar lahora en la sala de publicaciones que estaba al fondo delpasillo. Era el único sitio en el que creía estar a salvo delas miradas curiosas de los chicos, que se preguntaríanpor qué no estaba en el encuentro. Laurie no queríareconocer que se estaba escondiendo, pero ésa era laverdad. Las cosas se habían desmadrado hasta esepunto. Te tenías que esconder si no formabas parte delmovimiento.

Laurie sacó un bolígrafo y empezó a morderlo,nerviosa. Tenía que hacer algo. El cotilleo tenía quehacer algo.

Pocos minutos después, se olvidó de todo al verque giraba el picaporte de la puerta. Laurie contuvo larespiración. ¿Vendrían a buscarla?

La puerta se abrió y Alex entró saltando al son dela música de sus auriculares.

Laurie se recostó en la silla y suspiró aliviada.

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Al ver a Laurie, Alex se quitó los auriculares.—¿Por qué no estás con las tropas?Laurie movió la cabeza.—Va, Alex, que tampoco es para tanto.—¿Que no es para tanto? —preguntó Alex

sonriendo—. Pronto tendrán que cambiar el nombre deeste instituto por el de Fuerte Gordon.

—No tiene gracia, Alex.Alex se encogió de hombros e hizo una mueca.—Laurie, debes saber que todo se puede

ridiculizar.—Pues si crees que son tropas, ¿no te da miedo

que te recluten a ti también?—¿A quién? ¿A mí? —preguntó Alex, dibujando

en el aire varios movimientos de karate con los brazos—. Que se meta alguien conmigo, que lo hago picadillocon mi kung fu.

La puerta de la redacción volvió a abrirse y entróCarl, sigilosamente. Al ver allí a Laurie y a Alex, sonrió.

—Parece que he ido a parar a la buhardilla de AnaFrank.

—El último de los insobornables —dijo Alex.

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—Pues es cierto. Vengo del encuentro.—¿Y te han dejado salir? —preguntó Alex.—Tenía que ir al lavabo —contestó Carl.—Vaya, hombre. Pues te has equivocado.—Y he venido aquí después del lavabo —explicó

Carl sonriendo—. A cualquier sitio menos a eseencuentro.

—Bienvenido al club —intervino Laurie.—Quizá nosotros también deberíamos ponemos un

nombre —dijo Alex—. Si ellos son La Ola, nosotrospodríamos ser La Onda.

—¿Qué te parece? —preguntó Carl.—¿Que nos llamemos La Onda? —dijo Laurie.—No, La Ola.—Creo que ya es hora de que saquemos ese

número de El cotilleo.—Perdonad que me entrometa con mi opinión, que

ya sé que no siempre es seria —intervino Alex—. Perocreo que deberíamos sacarlo enseguida, antes de que elresto de la redacción sea arrastrada por la OmnipotenteOla.

—Avisad a todos los demás —ordenó Laurie—. El

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domingo, a las dos, celebraremos una reunión urgenteen mi casa. Y aseguraos de que sólo acudan los que noson de La Ola.

Aquella noche, Laurie se quedó sola en su cuarto.Había estado demasiado preocupada con La Ola todala tarde para poder pensar en David. Además, ya sehabían peleado otras veces. Pero, a principios desemana, David había quedado en ir a buscarla esanoche, y eran ya las diez y media. Estaba claro que novendría, pero Laurie no acababa de creérselo. Habíansalido juntos desde el segundo año del instituto y ahora,de repente, algo tan trivial como La Ola les habíaseparado. Lo malo era que La Ola no era trivial. Ya no.

La señora Saunders había entrado en su habitaciónvarias veces para preguntarle si quería hablar con ella,pero Laurie había dicho que no. Su madre sepreocupaba por todo y el problema era que esta vez síque había motivos para preocuparse. Laurie estaba ensu escritorio, tratando de escribir algo sobre La Olapara El cotilleo, pero la página seguía en blanco y sólose veían algunas manchitas de una o dos lágrimas que

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había dejado caer.Oyó unos golpecitos en la puerta y se limpió

enseguida los ojos con la mano. No iba a servir denada; si su madre entraba, vería que había estadollorando.

—No tengo ganas de hablar, mamá.Pero la puerta había empezado a abrirse.—No soy tu madre, cariño —dijo una voz desde la

puerta.—¿Papá?Laurie se sorprendió al ver a su padre. No es que

no estuviera unida a él pero, a diferencia de su madre,no solía meterse en sus problemas. A menos que fueraalgo relacionado con el golf.

—¿Puedo entrar? —preguntó su padre.Laurie sonrió.—Bueno, teniendo en cuenta que ya estás casi

dentro...—Siento entrar de esta manera, cielo, pero tu

madre y yo estamos preocupados.—¿Te ha dicho que David y yo hemos cortado?—Sí, sí que me lo ha dicho —contestó el señor

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Saunders—. Y lo siento, cariño, créeme que lo siento.Me parecía un buen chico.

—Y lo era —dijo Laurie.Hasta que llegó La Ola, pensó Laurie.—Pero, bueno... Me preocupa otra cosa, Laurie.

Algo que he oído comentar esta tarde en el campo degolf.

Los viernes, el señor Saunders siempre salía antesde la oficina para poder jugar nueve hoyos en la ligavespertina antes de que se pusiera el sol.

—¿Y qué es, papá?—Hoy, cuando se han acabado las clases, han

pegado a un chico. Bueno, esto me lo han contado, asíque no estoy muy seguro de cómo ha pasadoexactamente. Pero parece que hoy había no sé quéencuentro en el instituto y que el chico no ha queridohacerse de La Ola o la ha criticado.

Laurie se había quedado sin habla.—Los padres del chico son vecinos de uno de mis

compañeros de golf. Acaban de mudarse este mismoaño. Así que el chico tiene que ser nuevo en el instituto.

—Pues parece el candidato perfecto para entrar en

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La Ola —apuntó Laurie.—Es posible —contestó su padre—. Pero es que

el chico es judío, Laurie. ¿Podría tener esto algo quever?

Laurie se quedó pasmada.—Papá, no creerás... No puede ser que tenga algo

que ver. Bueno, a mí La Ola no me gusta, perotampoco es así. Te lo juro, papá.

—¿Estás segura? —preguntó el señor Saunders.—Bueno... Conozco a todos los que han estado en

La Ola desde el principio. Yo presencié su creación. Laidea era demostrar por qué ocurrió lo que pasó en laAlemania nazi. Pero no era que nosotros nosconvirtiéramos en pequeños nazis. Es que, es que...

—Da la impresión de que las cosas se handescontrolado —dijo su padre—. ¿Es posible?

Laurie asintió. Estaba demasiado sorprendida parapoder hablar.

—Algunos padres decían de ir el lunes al institutopara hablar con el director —continuó el señorSaunders—. Para aseguramos de que todo vaya bien,¿comprendes?

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—Nosotros vamos a publicar un número especiald e El cotilleo Vamos a hablar de todo lo que estáocurriendo.

Su padre estuvo un momento callado.—Me parece una buena idea, cariño. Pero ten

cuidado, ¿eh?—Lo tendré, papá. Te lo prometo.

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13Desde hacía tres años, cuando llegaba la temporada defútbol americano, sentarse con Amy para ver lospartidos del sábado por la tarde se había convertido enuna costumbre para Laurie. David, naturalmente,jugaba con el equipo, y aunque Amy no tuviera unnovio formal, casi todos los chicos con los que salíaeran jugadores de fútbol americano. Aquel sábado porla tarde, Laurie estaba impaciente por ver a Amy; teníaque contarle lo que le habían dicho. Laurie estabasorprendida de que Amy hubiera seguido con La Ola,pero estaba segura de que en cuanto se enterase deque habían pegado a un chico recobraría el juicio.Además, necesitaba hablar con ella de Davidurgentemente. Seguía sin comprender cómo algo tantonto como La Ola les había hecho reñir. A lo mejorAmy sabía algo de lo que Laurie no se había enterado.Quizá incluso pudiera hablar con David y ayudarla.

Laurie llegó cuando iba a empezar el partido. Era,con diferencia, el partido con más público del año y le

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costó encontrar la cabellera rubia y rizada de Amy enlas gradas atestadas de gente. Estaba muy arriba, casien la última fila. Fue corriendo hacia uno de los lateralesy, cuando iba a empezar a subir, una voz la detuvo.

—¡Espera!Laurie se paró y vio que Brad se dirigía hacia ella.—Hola, Laurie. No te había reconocido por detrás

—dijo él, haciendo el saludo de La Ola.Laurie se quedó de pie sin moverse. Brad frunció el

ceño.—Venga, Laurie. Haz el saludo y entonces podrás

subir.—Pero, ¿de qué estás hablando, Brad?—Sí, el saludo de La Ola...—¿Quieres decir que no puedo subir a las gradas si

no hago el saludo de La Ola?Brad miró avergonzado a su alrededor.—Sí, esto es lo que han decidido, Laurie.—¿Quién lo ha decidido?—La Ola, Laurie. Ya sabes...—Brad, yo creía que tú eras de La Ola. Estás en la

clase del señor Ross.

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Brad se encogió de hombros.—Ya lo sé. Pero, mira, total lo único que tienes que

hacer es el saludo y así luego podrás subir.Laurie miró las gradas llenas de gente.—¿Me estás diciendo que todos los que están en

las gradas han hecho el saludo para subir?—Los que están en esta parte de las gradas, sí.—Bueno, pues yo quiero subir, pero no quiero

hacer el saludo de La Ola —contestó Laurie furiosa.—Pues no puedes subir.—¿Quién dice que no puedo? —gritó Laurie.Varios chicos que estaban cerca miraron en esa

dirección. Brad se ruborizó.—Va, Laurie. Haz de una vez el dichoso saludo —

susurró.Laurie se mostró inflexible.—Esto es ridículo. Y tú lo sabes.Brad estaba avergonzado. Se volvió con disimulo y

miró a su alrededor.—Bueno, pues no hagas el saludo y tira para

arriba. Creo que nadie nos está mirando.Pero Laurie ya no tenía ganas de unirse a los que

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estaban en las gradas. No tenía ninguna intención desubir a escondidas para estar con los de La Ola. Todoaquello era demencial. Incluso algunos de los miembrosde La Ola, como Brad, sabían que era un disparate.

—Brad, ¿por qué haces esto si sabes que es unaestupidez? ¿Por qué formas parte de La Ola?

—Mira, Laurie. Ahora no puedo hablar —contestóBrad—. Va a empezar el partido. Se supone que estoyaquí para controlar a la gente que pasa a las gradas.Tengo mucho que hacer.

—¿Tienes miedo? —preguntó Laurie—. ¿Tienesmiedo de lo que pueden hacer los otros miembros deLa Ola si no estás de acuerdo con ellos?

Brad abrió la boca, como si fuera a decir algo, perotardó un poco en hablar.

—Yo no tengo miedo de nadie, Laurie. Y más tevale cerrar el pico. Ya hay mucha gente que ayer sepercató de que no fuiste al encuentro.

—¿Sí? ¿Y qué?—Nada, yo no digo nada. Sólo te aviso.Laurie se quedó helada. Quería saber qué estaba

intentando decirle Brad, pero el partido ya había

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empezado. Brad se dio la vuelta y las palabras deLaurie se perdieron entre los gritos de la multitud.

El domingo por la tarde, Laurie y algunos miembrosde El cotilleo convirtieron el comedor de los Saundersen sala de redacción, para poder preparar el númeroespecial dedicado casi enteramente a La Ola. Faltabanvarias personas y, cuando Laurie preguntó por qué nohabían venido, los miembros del periódico parecían noquerer contestar.

—Me huele a que algunos de nuestros camaradashan preferido no provocar la cólera de La Ola.

Laurie miró a los demás y vio que todos estaban deacuerdo con lo que acababa de decir Carl.

—¡Amebas quejicas y blandengues! —gritó Alexponiéndose en pie de un salto y con el puño levantadoen el aire—. Prometo luchar contra La Ola hasta el fin.¡Libertad o acné!

Al ver la cara de confusión de los demás, prefirióaclarar su afirmación.

—Es que he pensado que el acné era peor que lamuerte.

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—Siéntate, Alex —dijo alguien.Alex se sentó y el grupo volvió a concentrarse en el

periódico. Pero Laurie se dio cuenta de que todos eranmuy conscientes de los miembros que no habíanacudido.

La edición especial sobre La Ola incluiría la cartadel joven autor anónimo y un artículo que había escritoCarl sobre el chico de quince años a quien habíanpegado.

Resultó que no le habían hecho mucho daño, perosí le habían pegado. Lo habían hecho un par degamberros. No quedaba claro si se habían peleado porculpa de La Ola o si La Ola sólo les había servido depretexto para empezar la pelea. Lo que sí se sabía eraque uno de los gamberros había llamado al chico «judíode mierda». Los padres del muchacho le dijeron a Carlque habían sacado a su hijo del instituto y que pensabanir a hablar con Owens, el director, el lunes por lamañana.

Había varias entrevistas con otros padres yprofesores preocupados por el asunto. Pero el artículomás crítico era el editorial escrito por Laurie. Se había

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pasado casi todo el sábado escribiéndolo. CondenabaLa Ola y la describía como un movimiento peligroso ysin sentido que reprimía la libertad de expresión y depensamiento, y que iba en contra de todos losprincipios del país. Decía que La Ola había causado yamás mal que bien (incluso con La Ola, los delClarkstown habían derrotado a los Gladiadores delInstituto Gordon por 42 a 6) y advertía de que si no sele ponía fin, las cosas podían llegar a ser mucho peores.

Carl y Alex dijeron que llevarían el periódico a laimprenta al día siguiente a primera hora. A la hora de lacomida lo repartirían.

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14Laurie tenía que hacer algo antes de que saliera elperiódico. El lunes por la mañana quería ver a Amy yexplicárselo todo. Todavía albergaba la esperanza deque en cuanto Amy leyera el artículo comprendería loque era La Ola y cambiaría de opinión. Laurie queríaavisarla con anticipación para que pudiera alejarse deLa Ola, por si se armaba algún jaleo.

Encontró a Amy en la biblioteca y le dio el editorialpara que lo leyese. A medida que iba leyendo, Amyabría más y más la boca. Por fin levantó la cabeza ymiró a Laurie.

—¿Qué vas a hacer con esto?—Voy a publicarlo en el periódico.—Pero no puedes decir estas cosas de La Ola.—¿Por qué no? Son verdad. Amy, La Ola se ha

convertido en una obsesión para todo el mundo. Yanadie es capaz de pensar por sí mismo.

—Venga, Laurie —exclamó Amy—. Lo único quete pasa es que estás disgustada. Te está afectando tu

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riña con David.Laurie movió la cabeza.—Que no, Amy. Hablo en serio. La Ola está

haciendo daño a la gente. Y todos siguen el movimientocomo un rebaño de ovejas. No puedo creerme quedespués de haber leído esto quieras seguir formandoparte de La Ola. ¿No te das cuenta de lo que es? Haceque todo el mundo se olvide de quién es. Es algo asícomo La noche de los muertos vivientes. ¿Por quéquieres formar parte de esto?

—Porque significa que, por fin, no hay nadie quesea mejor que los demás. Porque, desde que somosamigas, no he hecho más que competir contigo y tratarde estar a tu altura. Pero ahora ya no siento que tengaque tener un novio que juega al fútbol americano comotú. Y si no me apetece, tampoco tengo que sacar lasmismas notas que tú, Laurie. Por primera vez en tresaños tengo la impresión de que no me hace falta estar ala altura de Laurie Saunders para gustar a los demás.

Laurie sintió un escalofrío por el cuerpo.—Bueno, yo... Siempre he sabido que te sentías

así. Y siempre había tenido ganas de hablar contigo

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sobre este tema.—¿Acaso no sabes que a la mitad de los padres de

este insti dicen a sus hijos: «¿por qué no puedes sercomo Laurie Saunders»? Venga, Laurie. La única razónpor la que estás en contra de La Ola es porque coneste movimiento ya no eres la princesa.

Laurie estaba aturdida. Incluso su mejor amiga, unapersona tan inteligente como Amy, se volvía contra ellapor culpa de La Ola. Eso la puso furiosa.

—Pues voy a publicarlo.—No lo hagas, Laurie —dijo Amy, mirándola.—Ya lo he hecho. Yo sé muy bien lo que tengo

que hacer.De repente, Amy reaccionó como si se hubiera

convertido en una extraña.—Tengo que irme —señaló, mirando el reloj.Amy se fue y dejó a Laurie sola en la biblioteca.

Las copias de El cotilleo no se habían agotadonunca tan deprisa como aquel día. El instituto enterocomentaba las noticias. Eran muy pocos los queconocían la historia del chico al que habían pegado y

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nadie sabía nada de la carta escrita por el alumnoanónimo. Pero en cuanto todas estas historiasaparecieron en el periódico, empezó a circular másinformación. Se hablaba de amenazas e insultosdirigidos a chicos que, por una u otra razón, se habíanenfrentado a La Ola.

También corrían rumores de que durante toda lamañana había habido un desfile de padres y profesoresque habían ido a quejarse al despacho de Owens, eldirector, y de que los orientadores educativos delinstituto habían empezado a entrevistar a los alumnos.Se respiraba cierto malestar en los pasillos y en lasclases.

En la sala de profesores, Ben Ross dejó suejemplar de El cotilleo y se frotó las sienes con losdedos. De repente, le había entrado un terrible dolor decabeza. Algo había salido mal y algo le hacía sospecharque él tenía la culpa. Que hubieran pegado a ese chicoera espantoso, increíble. ¿Cómo podía justificar unexperimento con semejantes resultados?

También le extrañaba ver que le había molestado lapenosa derrota del equipo de fútbol americano del

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instituto en el partido contra el Clarkstown. Le parecíararo que, aunque no le importaran lo más mínimo losdeportes escolares, esta derrota le hubiera contrariadotanto. ¿Sería por culpa de La Ola? Durante la últimasemana había empezado a creer que un buen resultadoen el partido sería un buen argumento a la hora deexplicar el éxito de La Ola.

Pero, ¿desde cuándo quería él que La Ola fuera unéxito? El éxito o el fracaso de La Ola no era el fin delexperimento. Se suponía que lo que le interesaba era loque los alumnos pudieran aprender de La Ola, no LaOla en sí misma.

Había un botiquín en la sala de profesores provistode todos los remedios y marcas de medicamentosdisponibles en el mercado contra el dolor de cabeza.Un amigo suyo le había comentado una vez que si losmédicos eran el colectivo con la tasa de suicidio másalta, los profesores seguro que tenían la tasa más altade dolores de cabeza. Ben sacó tres comprimidos deun frasco y se dirigió hacia la puerta para ir a buscar unpoco de agua.

Pero cuando ya estaba en la puerta de la sala de

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profesores, se detuvo. Se oían voces en el pasillo. EranNorm Schiller y otra voz masculina que no reconocía.Alguien debía de haber parado a Norm justo cuandoiba a entrar en la sala y ahora estaban hablando al otrolado de la puerta. Ben podía oír lo que decían desdedentro.

—Nada, no sirvió para nada —decía Schiller—.Sí, sirvió para animarles y para hacerles creer quepodían ganar. Pero en cuanto salieron al campo, nodieron una. Todas las olas del mundo no sirven de nadaal lado de un buen quarterback. No hay nada quepueda sustituir el aprendizaje de las malditas jugadas.

—La verdad es que me parece que Ross les hahecho un lavado de cerebro a estos chicos —explicó lavoz masculina sin identificar—. No sé qué demonios sepropone, pero no me gusta. Y tampoco les gusta a losotros profesores con los que he hablado. Pero, ¿qué sehabrá creído?

—Y yo qué sé —respondió Schiller.La puerta de la sala de profesores empezó a abrirse

y Ben retrocedió a toda prisa y se metió en el pequeñocuarto de baño que había al lado de la sala. El corazón

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le latía con fuerza y la cabeza le dolía más que nunca.Se tomó las tres pastillas y no quiso mirarse al espejo.¿Acaso tenía miedo de lo que vería reflejado? ¿Unprofesor de historia de instituto que, sin querer, habíaasumido el papel de dictador?

David Collins seguía sin entenderlo. Para él no teníasentido que hubiera gente que no quisiera formar partede La Ola. Así no se habrían armado todos estosjaleos. Todos habrían podido actuar como iguales,como compañeros de equipo. Ahora se reían y decíanque La Ola no les había servido de nada en el partidodel sábado. Pero, ¿qué esperaba la gente? La Ola noera un bálsamo milagroso. El equipo se había enteradode que existía La Ola cinco días antes del partido. Loque había cambiado era la actitud y el espíritu delequipo.

David estaba fuera, en el césped del jardín delinstituto, con Robert Billings y un grupo de chicos de laclase del señor Ross, leyendo El cotilleo. El artículo deLaurie le había puesto de mal humor. Él no sabía nadade que alguien hubiera amenazado o pegado a nadie y,

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en su opinión, ella y los del periódico se lo habíaninventado todo. Una carta sin firmar y una historiasobre un chico de quince años del que no había oídohablar en su vida. No le gustaba que Laurie no hubieraquerido formar parte de La Ola Pero, ¿por qué ella ylos demás no dejaban en paz a La Ola? ¿Por qué teníanque atacarla?

Robert, que estaba con él, parecía cada vez másindignado con el artículo de Laurie.

—Todo esto son mentiras —refunfuñó—. No se lepuede permitir que diga estas cosas.

—No le des tanta importancia —observó David—.¿A quién le importa lo que escriba Laurie o lo quetenga que decir?

—Pero, ¿qué dices? —exclamó Robert—.Cualquiera que lea esto va a hacerse una ideacompletamente equivocada sobre La Ola.

—Yo ya le dije que no lo publicara —comentóAmy.

—Bueno, calma —dijo David—. No hay ningunaley que diga que la gente tiene que creer en lo queestamos tratando de hacer. Pero si conseguimos que La

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Ola siga funcionando, ya lo verán. Verán todas lascosas buenas que se pueden conseguir.

—Sí, pero si no nos andamos con cuidado, estagente lo echará todo a perder —intervino Eric—.¿Habéis oído lo que andan diciendo por ahí hoy? Mehan dicho que hay padres, profesores y toda clase depersonas quejándose en el despacho de Owens. ¿Quéos parece? A este paso, nadie tendrá ocasión de ver loque se puede conseguir con La Ola.

—Laurie Saunders es una amenaza —afirmóRobert con contundencia—. Hay que detenerla.

A David no le gustó el tono siniestro de la voz deRobert.

—Un momento...Pero Brian no le dejó continuar.—No te preocupes, Robert. David y yo podemos

encargarnos de Laurie. ¿Verdad, Dave?Antes de que pudiera decir nada, David sintió que

Brian le ponía la mano en el hombro y le apartaba delresto del grupo. Robert asintió.

—Escucha, hombre —susurró Brian—. Si alguienpuede parar a Laurie, eres tú.

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—Sí, pero no me gusta la actitud de Robert —musitó David—. Es como si tuviéramos que borrar delmapa a todo el que se nos oponga. Y esto es justo locontrario de lo que tendríamos que hacer.

—Escucha, Dave. Lo que pasa es que Robert aveces se entusiasma demasiado. Pero debes admitirque tiene algo de razón. Si Laurie sigue escribiendocosas así, La Ola no va a tener ninguna posibilidad decontinuar. Lo único que tienes que hacer es decirle quese lo tome con más calma, Dave. Te escuchará.

—No lo sé, Brian.—Mira, la esperaremos esta noche a la salida del

insti. Y luego hablas con ella, ¿eh?—Vale... —asintió David a regañadientes.

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15Aquella tarde, Christy Ross estaba deseando llegar acasa después de la clase de canto. Ben habíadesaparecido del instituto durante el día y tenía laimpresión de que sabía por qué. Al llegar a casa,encontró a su marido enfrascado en la lectura de unlibro sobre las juventudes nazis.

—¿Qué ha sido hoy de ti?—Me marché pronto. No me encontraba bien —

contestó Ben malhumorado, sin levantar la cabeza dellibro—. Pero necesito estar solo, Chris. Tengo queprepararme para mañana.

—Pero es que necesito hablar contigo, cariño —imploró Christy.

—¿Y no puede esperar? —protestó Ben enfadado—. Tengo que terminar esto antes de la clase demañana.

—No —insistió Christy—. Precisamente de estoquiero hablarte. De La Ola esta dichosa. ¿Tienes ideade lo que está pasando en el instituto, Ben? Y no

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hablemos de que la mitad de mi clase se fuga todos losdías para ir a la tuya. ¿Te das cuenta de que esta Olatuya ha trastornado todo el instituto? Hoy me hanparado por lo menos tres profesores para preguntarmequé te propones. Y también se están quejando aldirector.

—Ya lo sé, ya lo sé. Pero es porque no entiendenlo que estoy intentando conseguir —contestó Ben.

—¿Hablas en serio, Ben? ¿Sabías que losorientadores educativos del instituto han empezado aentrevistar a los alumnos de tu clase? ¿Estás seguro desaber lo que estás haciendo? Porque la verdad es queno hay nadie más en el instituto que lo crea.

—¿Te crees que no lo sé? Ya sé lo que dicen demí. Que me he vuelto loco por el poder... y que estoyendiosado.

—¿Y no se te ha ocurrido pensar que quizá tenganrazón? —preguntó Christy—. A ver, recuerda lo que teproponías al principio. ¿Es lo mismo que te proponesahora?

Ben se pasó la mano por el pelo. Ya tenía bastantesproblemas con La Ola.

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—Christy, creía que estabas de mi parte —dijo,aunque sabía que su mujer tenía razón.

—Estoy de tu parte, Ben. Pero estos últimos díasestás irreconocible. Estás tan implicado interpretandoeste nuevo papel en el instituto que estás empezando ainterpretarlo también en casa. No es la primera vez quete obsesionas así con algo, Ben. Pero ahora deberíasdejarlo, cariño.

—Ya lo sé. Seguro que te parece que he llegadodemasiado lejos. Pero ahora no puedo dejarlo —explicó, moviendo la cabeza—. Todavía no.

—Entonces, ¿cuándo? —preguntó Christyenfadada—. ¿Cuando tú o alguno de tus chicos hayáishecho algo de lo que tengáis que lamentaros?

—¿Crees que no soy consciente de eso? ¿Creesque no me preocupa? Pero yo creé este experimento yellos me siguieron. Si ahora lo doy por terminado, losdejaré colgados. Estarán confundidos y no habránaprendido nada.

—Bueno, pues déjales confundidos —dijo Christy.Ben se puso en pie de un salto, furioso y frustrado.—¡No! ¡No voy a hacerlo! ¡No puedo hacerlo! —

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gritó—. Soy su profesor. Soy el responsable dehaberles metido en esto. Reconozco que quizá hayapermitido que dure demasiado. Pero han llegado muylejos para dejarlo ahora sin más. Tengo que seguirhasta que lo entiendan. ¡Quizá sea la lección másimportante de su vida!

Christy no se dejó impresionar.—Pues esperemos que el director opine lo mismo,

Ben. Porque hoy me pilló cuando iba a salir y me dijoque llevaba todo el día buscándote. Quiere que vayas averle mañana a primera hora.

La redacción de El cotilleo se quedó en el institutohasta tarde aquel día para celebrar la victoria. Elnúmero dedicado a La Ola había tenido tanto éxito queera prácticamente imposible encontrar un solo ejemplar.Y no sólo eso. Los profesores, bedeles e inclusoalgunos alumnos les habían dado las gracias por haberrevelado «el otro lado» de La Ola. Ya habían oídodecir que algunos habían decidido alejarse delmovimiento.

Todos en la redacción comprendían que un solo

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número no era suficiente para detener un movimientoque había cobrado tanta fuerza en sólo una semana.Pero, por lo menos, le habían dado un buen batacazo.Carl decía que ponía en duda que hubiera másamenazas contra los que no formaban parte de LaOla... o más peleas.

Laurie, como siempre, fue la última en salir de lasala de publicaciones. Los miembros de El cotilleotenían esta característica: eran un grupo estupendo paraorganizar una fiesta, pero cuando llegaba la hora derecoger, desaparecían todos. Ya antes, ese mismo año,Laurie se había sorprendido al ver lo que significabarealmente ser la directora del periódico: tener que hacertodas las tareas estúpidas que no querían hacer losdemás. Y aquella noche esto quería decir quedarse allía limpiar cuando los demás ya se habían ido a su casa.

Cuando terminó, se percató de que ya habíaoscurecido y de que estaba prácticamente sola en elinstituto. Al cerrar la puerta y apagar las luces de la salade El cotilleo, la inquietud que había sentido durantetoda la semana volvió a emerger. Sin duda, La Ola aúnse resentía de las heridas que le había infligido El

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cotilleo, pero todavía tenía mucha fuerza en el InstitutoGordon y Laurie era consciente de que ella, comodirectora del periódico... No, se dijo a sí misma, nosaques las cosas de quicio. La Ola no era nada serio;era un simple experimento escolar que se habíadesmadrado un poco. No tenía por qué tener miedo.

Los pasillos estaban oscuros cuando Laurie sedirigió a su taquilla para dejar un libro que no iba a leeraquella noche. El silencio del instituto vacío eraescalofriante. Empezó a oír ruidos en los que nunca sehabía fijado: el zumbido de la corriente eléctrica querecorría los cables de las alarmas y los detectores dehumo; un borboteo que salía del laboratorio, dondedebían de haber dejado algún experimentopreparándose para el día siguiente; incluso el ruido desus pasos, fuerte y hueco, que resonaban al andar porel suelo duro del pasillo.

Al llegar casi a su destino, Laurie se quedó helada.En la puerta de su taquilla, con letras rojas, estabaescrita la palabra «enemiga». En aquel momento, elruido más fuerte que se oía en el pasillo era el del latidorápido e insistente de su propio corazón. Intentó

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calmarse y pensar que sólo estaban tratando deasustarla. Hizo un esfuerzo por sobreponerse y seconcentró en la combinación para abrir el armario. Perono pudo terminar. ¿Había oído algo? ¿Pasos?

Se apartó de la taquilla despacio, perdiendogradualmente la batalla contra su creciente miedo. Sedio la vuelta y echó a andar por el pasillo en busca de lasalida. El sonido de las pisadas parecía hacerse másfuerte y Laurie apretó el paso. Se oían cada vez máscerca y, de repente, las luces del fondo del pasillo seapagaron. Laurie, aterrada, se dio la vuelta e intentó veralgo en la oscuridad. ¿Había alguien allí? ¿Había alguienal fondo del pasillo?

Luego, empezó a correr por el pasillo hacia laspuertas de salida que estaban al final. El pasillo se lehizo eterno y cuando por fin llegó a las puertasmetálicas y dio un golpe con las caderas contra unapara abrirla, ¡vio que estaba cerrada!

Horrorizada, Laurie se lanzó sobre la otra puerta.Se abrió, milagrosamente, y salió propulsada haciafuera, donde sintió el aire fresco de la noche mientrascorría y corría sin parar.

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Después de correr durante lo que le pareció muchorato, Laurie se quedó sin aliento y redujo la velocidad;abrazaba los libros contra el pecho y respiraba condificultad. Ahora se sentía más segura.

David estaba sentado en el asiento del pasajero dela furgoneta de Brian. Habían aparcado cerca de laspistas de tenis que estaban abiertas toda la noche;David sabía que cuando Laurie volvía tarde a casasiempre iba por este camino porque, al estar muyiluminado por las potentes luces de las pistas, se sentíamás segura. Llevaban casi una hora esperando en lafurgoneta. Brian estaba en el asiento del conductor,vigilando por el retrovisor exterior si aparecía Laurie, ysilbando una canción de manera tan desafinada que eraimposible adivinar cuál era. David miraba a losjugadores de tenis y escuchaba el sonido monótono delas pelotas que iban de un lado a otro.

—Brian, ¿puedo hacerte una pregunta? —dijoDavid al cabo de un rato.

—Dime.—¿Qué estás silbando?

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Brian parecía sorprendido.—Take me out to the ball game.Se puso a silbar unos cuantos compases más. La

canción que provenía de sus labios era casiirreconocible.

—¿La reconoces ahora?—Sí, Brian, sí —contestó David, volviendo a mirar

a los jugadores.Un momento después, Brian se incorporó en el

asiento.—Ahí viene.David miró en dirección hacia una manzana de

casas que había detrás de ellos. Laurie avanzaba rápidopor la acera. Se dispuso a abrir la portezuela de lafurgoneta.

—Deja que me encargue yo solo.—Bueno, pero que lo entienda, ¿eh? —dijo Brian

—. Que no hemos venido a pasar el rato.—Vale, Brian —contestó David, mientras bajaba

de la furgoneta.Brian estaba empezando a hablar como Robert.David empezó a correr para alcanzarla. No sabía

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muy bien cómo debía enfocar la situación. Lo único quesabía era que sería mejor que no lo hiciese Brian. Alllegar junto a ella, Laurie no quiso pararse y David tuvoque acelerar el paso para no quedarse atrás.

—Laurie, ¿no puedes esperar un momento? Tengoque hablar contigo. Es muy importante.

Laurie empezó a andar un poco más despacio ymiró hacia atrás.

—No te preocupes; no hay nadie más —le aseguróDavid.

Laurie se paró. David vio que respiraba condificultad y que apretaba los libros contra el pecho.

—Vaya, David. No estoy acostumbrada a vertesolo. ¿Dónde están tus tropas?

David sabía que tenía que intentar razonar con ella,tratando de ignorar sus comentarios hostiles.

—Venga, Laurie. ¿Quieres hacer el favor deescucharme un momento?

Pero Laurie no parecía dispuesta a ceder.—David, ya nos dijimos todo lo que teníamos que

decimos el otro día No tengo ganas de repetirlo otravez, así que déjame en paz.

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Aunque no quería, David empezó a enfadarsemucho. Laurie no le quería ni escuchar.

—Laurie, tienes que dejar de escribir esas cosassobre La Ola. Estás causando muchos problemas.

—La que causa problemas es La Ola, David.—No es verdad —insistió David—. Escucha,

Laurie. Te queremos de nuestra parte, no en contra.Laurie movió la cabeza.—Pues no contéis conmigo. Ya te he dicho que lo

dejo. Esto ya no es un juego. Hay gente a quien se le hahecho daño.

Laurie echó a andar, pero David la siguió.—Fue sólo un accidente. Algunos tíos utilizaron La

Ola como excusa para pegar a ese chico. ¿No locomprendes? La Ola sigue siendo buena para todos.¿Por qué no lo quieres ver, Laurie? Podría ser unsistema completamente nuevo. Podríamos hacer quefuncionase.

—Conmigo no, desde luego.David sabía que si no la detenía, se iría. No era

justo que una sola persona lo echase todo a perder.Tenía que convencerla. ¡Tenía que hacerlo! Casi sin

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darse cuenta, la agarró del brazo.—¡Suéltame! —gritó Laurie, intentando escapar.Pero David la tenía bien agarrada.—Laurie, tienes que dejar de hacerlo.No era justo.—¡David, suéltame!—Laurie, ¡deja de escribir estos artículos! ¡No

vuelvas a hablar de La Ola! ¡Lo estás echando todo aperder!

Laurie no quería darse por vencida.—¡Seguiré escribiendo y diciendo todo lo que

quiera, y tú no podrás impedírmelo!David, furioso, la agarró por el otro brazo. ¿Por

qué tenía que ser tan testaruda? ¿Por qué nocomprendía lo buena que podía ser La Ola?

—¡Podemos impedir que lo hagas y lo haremos! —gritó.

Pero Laurie sólo intentaba soltarse aún con másfuerza.

—¡Te odio! ¡Odio La Ola! ¡Os odio a todos!Para David, estas palabras fueron como una

bofetada.

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—¡Cállate! —exclamó descontrolado y lanzándolaal suelo.

Los libros quedaron esparcidos por la hierba.David retrocedió, horrorizado al ver lo que había

hecho. Laurie seguía en el suelo inmóvil, y él, muerto demiedo, se arrodilló y la rodeó con sus brazos.

—Laurie, ¿estás bien?Ella asintió, pero no podía hablar porque estaba

sollozando.David la abrazó con fuerza.—Ostras, lo siento —susurró.David notó que Laurie estaba temblando y no

comprendía cómo podía haber hecho una cosa así.¿Qué podía haberle impulsado a hacer daño a unachica, a la única chica que seguía queriendo? Laurie sereincorporó y se quedó sentada en la hierba, llorando ysin aliento. David no podía creérselo. Se sentía como siacabara de salir de un trance. ¿Qué le había poseídoestos últimos días que le había llevado a comportarsecomo un estúpido? ¡Acababa de afirmar que La Ola nopodía hacer daño a nadie y, a la vez, en nombre de LaOla, acababa de agredir a Laurie, a su propia novia!

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Era una locura, pero David comprendía que sehabía equivocado. Cualquier cosa que le llevara acometer lo que acababa de hacer tenía que ser unaaberración, sin más. Era imposible que no lo fuera.

Mientras los dos estaban allí, la furgoneta de Brianse puso en marcha, pasó despacio por delante de ellosy desapareció en la oscuridad.

Aquella noche, ya tarde, Christy Ross entró en elestudio donde estaba trabajando su marido.

—Ben, siento interrumpirte, pero he estadopensando y tengo que decirte algo importante —intervino con firmeza.

Él se recostó en la silla y miró a su mujer con ciertainquietud.

—Ben, mañana tienes que terminar con esto de LaOla. Ya sé lo que significa para ti y lo importante quecrees que es para tus alumnos. Pero te digo que tienesque ponerle fin.

—¿Cómo puedes decir esto?—Porque estoy convencida de que si tú no lo

haces lo va a hacer el director. Y te aseguro que como

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lo haga él, el experimento va a ser un fracaso. Me hepasado la tarde entera pensando en lo que has estadotratando de conseguir, Ben, y creo que empiezo aentenderlo. ¿Pero no se te ocurrió pensar, cuandoempezaste el experimento, lo que podía suceder si salíamal? ¿No se te pasó por la cabeza que estabasjugándote tu reputación como profesor? Si esto salemal, ¿crees que los padres van a permitir que sus hijosvuelvan a tu clase?

—¿No crees que exageras?—No. ¿Tampoco se te ocurrió pensar que no era

sólo a ti a quien ponías en peligro, sino también a mí?Hay personas que piensan que, porque soy tu mujer, yotambién tengo algo que ver con esta estupidez de LaOla. ¿Te parece justo, Ben? Me da mucha pena pensarque, después de dos años en el Instituto Gordon, estása punto de arruinar tu carrera. Tienes que terminar conesto mañana, Ben. Tienes que ir al despacho de Owensy decirle que se ha acabado.

—Christy, ¿cómo puedes decirme lo que tengo quehacer? ¿Cómo voy a poder acabar con el movimientoen un día y ser justo con mis alumnos?

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—Tienes que pensar en algo, Ben —insistió Christy—. Pero se tiene que acabar.

Ben se pasó la mano por la frente y se puso apensar en la reunión que iba a tener con el director a lamañana siguiente. Owens era un buen hombre, abiertoa nuevas ideas y experimentos, pero le estabanpresionando muchísimo. Por un lado, padres yprofesores estaban todos totalmente en contra de LaOla, y estaban presionando cada vez más a Owenspara que interviniera y pusiera fin al experimento. Y porotro lado estaba Ben Ross, que le rogaba que nointerviniese y trataba de explicarle que acabar derepente con La Ola podía ser un desastre para losalumnos. Se habían esforzado mucho. Acabar con LaOla, sin más, sería como empezar a leer la primeramitad de una novela y no acabarla. Pero Christy teníarazón. Ben sabía que La Ola tenía que terminar. Y loimportante no era cuándo, sino cómo hacerlo. Losalumnos tenían que acabar con el movimiento por sucuenta y debían entender por qué le ponían fin. Si no sehacía así, la lección, el dolor y todo lo que habíanpasado no serviría para nada.

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—Christy, ya sé que hay que ponerle fin, pero nosé cómo.

Su mujer suspiró.—¿Me estás diciendo que mañana vas a ir al

despacho de Owens a decirle esto? ¿Que sabes quedebe terminar, pero que no sabes cómo? Ben, sesupone que el líder de La Ola eres tú. Se supone que esa ti a quien siguen ciegamente.

Ben no apreció el sarcasmo que encerraban laspalabras de su mujer, pero sabía que tenía razón. Losalumnos de La Ola le habían convertido en más líder delo que había querido ser. Pero también era verdad queél no se había opuesto. En realidad, tenía que confesarque antes de que el experimento empezara a ir mal,había disfrutado con aquellos fugaces momentos depoder. Una clase abarrotada de alumnos queobedecían sus órdenes, el símbolo de La Ola que élhabía creado por todo el instituto, incluso unguardaespaldas. Había leído que el poder podía seduciry ahora lo sabía por experiencia. Ben se pasó la manopor el pelo. Los miembros de La Ola no eran los únicosque habían aprendido la lección del poder. Su profesor

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también la había aprendido.—Ben...—Sí, ya lo sé. Estoy pensando.De hecho, más que pensar, estaba preguntándose

qué podía hacer. ¿Y si se pudiera hacer algo al díasiguiente? ¿Y si se pudiera tomar alguna medidarepentina y definitiva? ¿Le seguirían? De pronto, Bencomprendió lo que tenía que hacer.

—Ya está, Christy. Se me ha ocurrido una idea.Su mujer le miró con cierta desconfianza.—¿Y estás seguro de que va a dar resultado?—No, pero espero que sí.Christy movió la cabeza y miró el reloj. Era tarde y

estaba cansada. Dio un beso a su marido en la frente.Estaba sudado.

—¿Vienes a la cama?—Sí, enseguida voy.Después de que Christy se fuera a su cuarto, Ben

volvió a repasar mentalmente el plan que se le habíaocurrido. Parecía sólido; se levantó, dispuesto a irse adormir. Estaba apagando las luces, cuando oyó eltimbre de la puerta. Se frotó los ojos y se dirigió

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penosamente hacia la puerta.—¿Quién es?—Somos David Collins y Laurie Saunders, señor

Ross.Ben, sorprendido, abrió la puerta.—¿Qué hacéis aquí? —preguntó—. Es muy tarde.—Señor Ross, tenemos que hablar con usted —

dijo David—. Es muy importante.—Bueno, pues pasad y sentaos.Cuando David y Laurie entraron en el comedor,

Ben vio que los dos estaban muy nerviosos. ¿Habíapasado algo todavía peor por culpa de La Ola? Ojaláno fuera así. Los chicos se sentaron en el sofá. David seinclinó hacia adelante.

—Señor Ross, tiene que ayudamos —imploró convoz temblorosa.

—¿Qué pasa? ¿Ha ocurrido algo?—Es La Ola —explicó David.—Señor Ross, sabemos lo importante que es para

usted, pero ha llegado demasiado lejos —intervinoLaurie.

Antes de que Ross tuviera tiempo de contestar,

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David prosiguió.—La Ola se ha hecho la dueña de todo, señor

Ross. No se puede decir nada que vaya en contra delmovimiento. La gente tiene miedo de hacerlo.

—Los chicos del instituto están asustados —añadióLaurie—. Tienen mucho miedo. No sólo de decir algoen contra de La Ola, sino también de lo que podríaocurrirles si no siguen la corriente.

Ben asintió. Hasta cierto punto, lo que le estabancontando aliviaba en parte su preocupación por La Ola.Si hacía lo que le había dicho Christy y pensaba denuevo en los fines del experimento, los temores de losque hablaban Laurie y David confirmaban que La Olaera un éxito. Después de todo, la había concebido paramostrar a los chicos cómo pudo haber sido la vida en laAlemania nazi. Parecía que, en cuanto al miedo y a lasumisión forzosa, había tenido un éxito impresionante;incluso demasiado.

—Ya no puedes ni tener una conversación sinpreguntarte si alguien te estará escuchando —comentóLaurie.

Ben asintió de nuevo. Se acordaba de aquellos

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alumnos de su clase de historia que habían criticado alos judíos por no haberse tomado en serio la amenazanazi, y no haber huido de sus casas y sus juderíascuando se enteraron de los primeros rumores sobre lascámaras de gas y los campos de concentración. Claroque, ¿cómo iba a creerse una persona racional unacosa semejante? ¿Y quién se hubiera imaginado que unpuñado de alumnos tan majos como los del InstitutoGordon iban a convertirse en un grupo fascista llamadoLa Ola? ¿Sería una debilidad propia del hombre lo quele hacía ignorar el lado más oscuro de sus semejantes?

David lo sacó de sus pensamientos.—Esta noche casi le hago daño a Laurie por culpa

de La Ola. No sé lo que me ha pasado. Pero sí sé quees lo mismo que les pasa a casi todos los que formanparte de La Ola.

—Tiene que ponerle fin —insistió Laurie.—Ya lo sé —contestó Ben—. Lo haré.—¿Qué va a hacer, señor Ross? —preguntó

David.Ben sabía que no podía revelar su plan a David y a

Laurie. Era esencial que los miembros de La Ola

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decidieran por sí mismos; y para que el experimentofuera un verdadero éxito, Ben tenía que ofrecerlespruebas. Si permitía que David y Laurie fueran al díasiguiente al instituto y explicaran a los demás que elseñor Ross se proponía acabar con La Ola, seproduciría una ruptura en falso. Los alumnos podíanponerle fin sin comprender realmente por qué tenía quedesaparecer. O, lo que sería aún peor, quizá seenfrentaran a él para tratar de mantenerla viva, a pesarde que su destino estuviera ya sentenciado.

—David, Laurie, vosotros habéis descubierto soloslo que los otros miembros de La Ola todavía no hanaprendido. Os prometo que mañana trataré deayudarles para que ellos también descubran lo que hayque aprender. Pero tengo que hacerlo a mi manera y ospido que confiéis en mí. ¿Puedo contar con vosotros?

David y Laurie asintieron sin mucha convicción,mientras Ben se levantaba y les acompañaba a lapuerta.

—Vamos. Es demasiado tarde para que estéisdeambulando por la calle.

Cuando ya iban a salir, se le ocurrió otra idea.

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—¿Conocéis a algún chico que no haya formadonunca parte de La Ola? ¿Dos alumnos a los que noconozcan los miembros de La Ola y a quienes noecharían de menos?

David se puso a pensar. Por asombroso quepareciera, no conocía a casi nadie que no hubieraentrado en La Ola. Pero Laurie sí tenía a dos personasen mente.

—Alex Cooper y Carl Block —respondió—. Sonde la redacción de El cotilleo.

—Muy bien —señaló Ben—. Ahora quiero quevayáis mañana a clase como si no pasara nada. Hacedcomo si no hubiéramos hablado y no digáis a nadie quehabéis estado aquí esta noche ni que hemos hablado.¿Puedo contar con vosotros?

David dijo que sí, pero Laurie no parecía muyconvencida.

—No sé, señor Ross.Pero Ben se mostró tajante.—Laurie, es muy importante que nos comportemos

de esta manera. Tienes que confiar en mí. ¿Deacuerdo?

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Laurie asintió a regañadientes. Ben se despidió deellos y ambos se adentraron en la oscuridad.

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16A la mañana siguiente, en el despacho del director, Bentuvo que sacar el pañuelo del bolsillo y secarse el sudorde la frente. Al otro lado de la mesa, Owens acababade dar un puñetazo sobre la mesa.

—¡Maldita sea, Ben! No me importa nada tuexperimento. Tengo profesores que se quejan, tengopadres que me llaman cada cinco minutos porquequieren saber qué demonios está pasando aquí y quénarices estamos haciendo con sus hijos. ¿Crees quepuedo decirles que es un experimento? Por el amor deDios, hombre. ¿Sabes el chico al que zurraron lasemana pasada? Su rabino estuvo aquí ayer. Esehombre se pasó dos años en Auschwitz. ¿Crees que leimporta tu experimento?

Ben se incorporó en la silla.—Owens, comprendo las presiones a las que estás

sometido. Sé que La Ola ha llegado demasiado lejos...Ben se detuvo y respiró profundamente.—Ahora soy consciente de que he cometido un

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error. Una clase de historia no es un laboratorio deciencia. No pueden hacerse experimentos con sereshumanos y menos aún con alumnos de instituto que noentienden que forman parte del experimento. Pero porun momento olvidémonos de que ha sido un error y deque ha llegado demasiado lejos. Vamos a pensar en loque tenemos ahora. Ahora mismo hay doscientosalumnos que creen que La Ola es genial. Todavía estoya tiempo de darles una lección. Sólo necesito que medejes el resto del día y podré darles una lección quenunca olvidarán.

Owens le miró con escepticismo.—¿Y qué quieres que les diga a los padres y a los

profesores mientras tanto?Ben tuvo que volver a secarse el sudor de la frente

con el pañuelo. Sabía que se lo estaba jugando todo,¿pero qué otra cosa podía hacer? Él les había metidoen este lío y él tenía que solucionar el problema.

—Diles que he prometido que todo habráterminado esta noche.

Owens levantó una ceja.—¿Y cómo piensas hacerlo?

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Ben no necesitó mucho tiempo para exponer suplan. Al otro lado de la mesa, Owens vació su pipa y sequedó pensativo. Siguió un largo y embarazoso silencio.

—Ben, te seré muy sincero. Este asunto de La Olaha perjudicado mucho al Instituto Gordon y estoy muydisgustado. Te concederé el día de hoy. Pero te loadvierto: si no funciona, tendré que pedirte quepresentes tu dimisión.

—Sí, lo comprendo —asintió Ben.Owens se levantó y le dio la mano.—Espero que todo salga bien —dijo con aire

solemne—. Eres un buen profesor y sentiríamos muchoperderte.

Al salir al pasillo, Ben no tuvo tiempo de pensar enlas palabras de Owens. Tenía que encontrar a AlexCooper y a Carl Block, y tenía que actuar deprisa.

En la clase de historia, esperó primero a que loschicos estuvieran atentos.

—Tengo que realizar un anuncio especial sobre LaOla. Esta tarde, a las cinco, habrá una reunión en elauditorio, sólo para miembros de La Ola.

David sonrió y le guiñó el ojo a Laurie.

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—El motivo del encuentro es el siguiente —continuó el señor Ross—. La Ola no es sólo unexperimento escolar. Es mucho, mucho más que eso.Sin que vosotros lo supierais, desde la semana pasada,profesores de todo el país como yo hemos reclutado yentrenado a una brigada juvenil para mostrar al resto dela nación cómo puede conseguirse una sociedad mejor.Como ya sabéis, este país acaba de vivir una década enla que una constante inflación de dos cifras hadebilitado seriamente la economía. El desempleo haaumentado sin parar y tenemos el peor índice decriminalidad de la historia. La moral de los EstadosUnidos nunca había estado tan baja. A menos que serevierta esta tendencia, cada vez habrá más personas,entre ellas los fundadores de La Ola, que creerán quenuestro país está condenado.

David ya no sonreía. Esto no era lo que esperabaoír. El señor Ross no parecía dispuesto a acabar conLa Ola. Al contrario. ¡Parecía estar pontenciándola másque nunca!

—Tenemos que demostrar que mediante disciplina,comunidad y acción podemos transformar totalmente

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este país. Fijaos en lo que hemos conseguido en esteinstituto en sólo unos pocos días. Si podemos cambiarlas cosas aquí, podemos cambiarlas en todas partes.

Laurie lanzó una mirada de terror a David. El señorRoss continuó.

—En fábricas, hospitales, universidades, en todaslas instituciones...

David no pudo aguantar más y se levantó de susilla.

—¡Señor Ross! ¡Señor Ross!—¡Siéntate, David! —ordenó el profesor.—Pero, señor Ross, nos dijo...Ben no le dejó continuar.—He dicho que te sientes, David. No me

interrumpas.David volvió a sentarse, incapaz de creer lo que

estaba oyendo, y el señor Ross continuó.—Bien, escuchad con atención. ¡Esta tarde, en el

encuentro, el fundador y líder nacional de La Olahablará por la televisión para anunciar la formación deun Movimiento Nacional de Juventudes de La Ola!

Se oyó una ovación generalizada de los alumnos.

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Aquello era demasiado para David y Laurie. Selevantaron, esta vez para enfrentarse a la clase.

—Esperad, esperad —imploró David—. No leescuchéis. No le escuchéis. Miente.

—¿Acaso no veis lo que está haciendo? —preguntó Laurie preocupada—. ¿Acaso ya no podéispensar por vosotros mismos?

Poco a poco el silencio inundó la clase y todos sequedaron mirándolos.

Ben sabía que tenía que actuar deprisa, antes deque Laurie y David hablaran más de lo debido. Sabíaque había cometido un error. Les había pedido queconfiaran en él y no había considerado la posibilidad deque le desobedecieran. Pero enseguida vio que iban ahacerlo. Chasqueó los dedos.

—Robert, quiero que te hagas cargo de la clasehasta que yo regrese de acompañar a David y a Laurieal despacho del director.

—¡Señor Ross, sí!El señor Ross abrió enseguida la puerta para que

salieran David y Laurie.Los dos se encaminaron despacio hacia el

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despacho de Owens, seguidos por el señor Ross.Todavía podían oír las voces fuertes y decididas quecoreaban en la clase: «¡Fuerza mediante disciplina!¡Fuerza mediante comunidad! ¡Fuerza medianteacción!».

—Señor Ross, anoche nos engañó —dijo Davidcon amargura.

—No, no lo hice, David. Pero os dije que tendríaisque confiar en mí —contestó el señor Ross.

—¿Y por qué deberíamos hacerlo? —preguntóLaurie—. Usted empezó lo de La Ola.

Era una buena observación; Ben no encontró razónalguna por la que debieran confiar en él. Lo único quesabía era que tenían que hacerlo. Tenía la esperanza deque por la tarde lo comprendieran.

David y Laurie se pasaron casi toda la tardeesperando fuera del despacho de Owens, para poderverle. Estaban tristes, deprimidos y convencidos de queel señor Ross les había engañado para que no leestorbaran en lo que parecía iban a ser las últimas horasantes de que el movimiento de La Ola del Instituto

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Gordon entrara a formar parte del movimiento nacionalde La Ola, que se había desarrollado simultáneamenteen otros institutos de todo el país.

Ni siquiera el señor Owens parecía estar de suparte cuando accedió por fin a verles. Sobre la mesa,tenía una nota del señor Ross y, aunque ninguno de losdos podía leer lo que decía, estaban seguros de que lesacusaba de haber interrumpido la clase. Pidieron aldirector que pusiera fin a La Ola e impidiera elencuentro de las cinco, pero Owens se limitó a decirque todo saldría bien.

Por último, les dijo que volvieran a clase. David yLaurie no se lo podían creer. Estaban tratando de evitarlo más grave que había ocurrido jamás en el instituto yel director parecía no darse cuenta.

Después de salir del despacho, en el pasillo, Davidlanzó los libros en su taquilla y la cerró de un portazo.

—Ni hablar —le dijo indignado a Laurie—. Yo nome quedo más aquí. Me marcho.

—Espera a que guarde mis libros —le pidió Laurie—. Me voy contigo.

Pocos minutos después, cuando iban ya por la

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acera, Laurie se percató de que David estaba cada vezmás deprimido.

—No me puedo creer que haya sido tan tonto,Laurie —repetía David sin parar—. No me puedocreer que me metiera en esto.

Laurie le apretó la mano.—No has sido tonto, David. Has sido idealista. En

La Ola había algunas cosas buenas. Si todo hubierasido malo nadie habría querido entrar en ella. Lo quepasa es que no ven lo que tiene de malo. Creen quecon La Ola todo el mundo es igual, pero nocomprenden que esto no te permite ser independiente.

—Laurie, ¿es posible que estemos equivocadosrespecto a La Ola? —preguntó David.

—No, David. Tenemos razón.—¿Y por qué no lo ven los demás?—No lo sé. Es como si todos estuvieran en trance.

Ya no quieren ni escuchar.David asintió, desesperado.Todavía era pronto y decidieron ir a dar un paseo

por un parque cercano. Ninguno de los dos queríaregresar a casa. David no sabía qué pensar de La Ola y

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del señor Ross. Laurie seguía creyendo que era unamoda y que los chicos no tardarían en cansarse, fueraquien fuera el organizador o el lugar en el que seorganizara. Lo que le daba miedo era lo que podíanhacer los miembros de La Ola antes de hartarse de ella.

—De repente, me siento muy solo —dijo Davidmientras paseaban entre los árboles del parque—. Escomo si todos mis amigos se hubieran vuelto locos y yofuera un proscrito, sólo porque me niego a ser igual queellos.

Laurie sabía muy bien lo que sentía, porque a ella lepasaba lo mismo. Se acercó a él y David le pasó elbrazo por la cintura. Se sentía más unida a David quenunca. ¿No era extraño que vivir algo negativo comoaquello sirviera para unirles más? Laurie se acordó dela noche anterior y de lo deprisa que David se habíaolvidado de La Ola cuando vio que le había hechodaño. De repente, se abrazó a él con fuerza.

—¿Qué te pasa? —preguntó David sorprendido.—Nada.—Ah.

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David miró para otro lado.Laurie volvió a pensar en La Ola. Trató de

imaginarse el auditorio del instituto aquella tarde, llenode miembros de La Ola. Y ese líder que iba a hablarlespor televisión desde algún lugar. ¿Qué les diría? ¿Quequemasen los libros? ¿Que obligaran a todos los que nofueran de La Ola a ponerse bandas en el brazo? Era undisparate que ocurriera algo así... De repente, Laurierecordó algo.

—David, ¿te acuerdas del día en que empezó todoesto?

—¿El día en que el señor Ross nos dio la primeraconsigna?

—No, David; el día anterior. El día en que vimosaquella peli sobre los campos de concentración nazisque me impresionó tanto. ¿Te acuerdas? Nadie podíaentender que los demás alemanes ignoraran lo queestaban haciendo los nazis y pretendieran que no losabían.

—¿Y?—David, ¿te acuerdas de lo que me dijiste cuando

estábamos comiendo? —preguntó Laurie, mirándole.

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David trató de recordarlo, pero movió la cabeza.—Me dijiste que nunca podría volver a suceder.David la miró un momento y sonrió con ironía.—¿Sabes una cosa? Ya sé que esta tarde hay un

encuentro con el líder nacional y ya sé que yo heformado parte del movimiento, pero no acabo decreerme que esté sucediendo. Es demencial.

—Yo estaba pensando lo mismo —dijo Laurie,que de repente tuvo una idea—. David, volvamos alinsti.

—¿Por qué?—Porque quiero verle. Quiero ver a ese líder. Te

juro que no me creeré que esto está sucediendo deverdad hasta que no lo vea con mis propios ojos.

—Pero el señor Ross ha dicho que sólo era paralos miembros de La Ola.

—¿Y qué más da?David se encogió de hombros.—No lo sé, Laurie. No sé si quiero ir. Es que... Ya

he caído en las garras de La Ola una vez y podría caerde nuevo si volvemos.

Laurie se echó a reír.

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—¡Lo dudo mucho!

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17Mientras Ben Ross se dirigía hacia el auditorio, nopodía creer lo que veía. Delante de él, dos de susalumnos sentados junto a una mesita en las puertas delauditorio estaban comprobando las tarjetas de socio.Los miembros de La Ola acudían en tromba y muchosllevaban pancartas e insignias. Ross no pudo evitarpensar que antes de La Ola habría hecho falta unasemana entera para organizar a tantos alumnos. Hoy,con un par de horas había bastado. Suspiró. En cuantoa la disciplina, comunidad y acción, todo era positivo.Se preguntó lo que iban a tardar en aparecer otra vezlos deberes sucios, si conseguía «desprogramar» a susalumnos. Sonrió. ¿Era éste el precio que había quepagar por la libertad?

En ese momento salió Robert del auditorio, vestidocon chaqueta y corbata, e intercambió saludos conBrian y Brad.

—El auditorio está lleno —dijo Robert—. ¿Estánlos guardias en sus puestos?

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—Sí —contestó Brad.Robert parecía satisfecho.—Muy bien. Pues vamos a comprobar todas las

puertas. Asegurémonos de que todas estén cerradas.Ben se frotó las manos, nervioso. Había llegado el

momento de entrar. Fue hacia la entrada del estrado yvio que Christy estaba allí esperándole.

Le dio un beso en la mejilla.—Hola. Quería desearte buena suerte.—Gracias, voy a necesitarla —contestó Ben.Christy le alisó la corbata.—¿Te han dicho alguna vez que estás muy guapo

vestido con traje y corbata?—Pues sí. Owens me lo dijo el otro día —señaló,

suspirando—. Si me veo obligado a buscar otrotrabajo, es posible que tenga que llevarlo mucho.

—No te preocupes. Todo irá bien.Ben intentó sonreír.—Me gustaría tener tanta fe en mí mismo como la

que tienes tú.Christy se echó a reír y lo empujó hacia la puerta

del estrado.

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—¡Vamos! ¡A por ellos, campeón!Ben se encontró de pie al lado del estrado, delante

del auditorio atestado de miembros de La Ola. Actoseguido, Robert se colocó a su lado.

—Señor Ross —dijo, haciendo el saludo—. Todaslas puertas están cerradas y los guardias en sus puestos.

—Gracias, Robert.Había llegado el momento de empezar. Mientras se

dirigía hacia el centro del estrado, Ben echó una ojeadaal telón que tenía detrás y luego a la cabina delproyector que estaba al fondo de la sala, arriba. Sedetuvo entre los dos grandes monitores que habíapedido al departamento de audiovisuales aquel mismodía y los chicos empezaron a corear las consignas deLa Ola de manera espontánea, levantándose de lassillas y haciendo el saludo de La Ola.

—¡Fuerza mediante disciplina!—¡Fuerza mediante comunidad!—¡Fuerza mediante acción!Ben estaba de pie ante ellos, inmóvil. Cuando

terminaron de recitar las consignas, levantó los brazospara pedir silencio. La enorme sala llena de chicos

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quedó en silencio al instante. Qué obediencia, pensóBen con tristeza. Luego volvió a contemplarlos,consciente de que ésta probablemente sería la últimavez que recibiría tanta atención de sus alumnos. Luego,habló.

—Dentro de un momento, nuestro líder nacional sedirigirá a nosotros.

Llamó a su guardaespaldas.—Robert.—Señor Ross, sí.—Enciende los televisores.Robert los encendió y las pantallas brillaron con una

luz fuerte y azulada, pero sin imagen. En el auditorio,cientos de miembros de La Ola se inclinaronimpacientes hacia adelante desde sus asientos, con lamirada puesta en las pantallas de color azul,expectantes.

Afuera, David y Laurie intentaban abrir una puerta,pero estaban todas cerradas. Buscaron otras, perotambién las encontraron cerradas. Como había máspuertas, dieron deprisa la vuelta al auditorio, para ver si

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podían entrar.

Las pantallas de los televisores continuaban sinimagen. Allí no aparecía ninguna cara ni se oía nada delos altavoces. Los chicos empezaban a impacientarse ya murmurar nerviosos. ¿Por qué no pasaba nada?¿Dónde estaba su líder? ¿Qué se suponía que teníanque hacer? A medida que aumentaba la tensión en lasala, la misma pregunta se repetía una y otra vez en lamente de todos: ¿qué se suponía que tenían que hacer?

Desde un lado del estrado, Ben contemplaba todasaquellas caras que le miraban fijamente. ¿Sería verdadque la inclinación natural de la gente era buscar unlíder? ¿Alguien que tomara decisiones por ellos? Laverdad es que aquellas caras con la mirada puesta en éllo corroboraban. Ésta era la terrible responsabilidadque tenía cualquier líder: saber que un grupo como éstele seguiría Ben empezaba a comprender que su«pequeño experimento» era mucho más serio de lo quese había podido imaginar en un principio. Era aterradorver con qué facilidad depositaban su fe en las manos dealguien y con qué facilidad dejaban que ese alguien

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decidiera por ellos. Ben pensó que si la gente estabadestinada a que la guiasen, había algo que los chicosdebían aprender: cuestionarlo todo detenidamente, noponer nunca su fe en manos de otro a ciegas. De locontrario...

En el centro del auditorio, de repente, un chicofrustrado se levantó para dirigirse al señor Ross.

—¡Aquí no hay ningún líder!Todos los demás se volvieron a mirarle, mientras

dos guardias de La Ola sacaban rápidamente alperturbador de la sala. Aprovechando la confusión,David y Laurie se colaron por la puerta que habíanabierto los guardias.

Antes de que los alumnos tuvieran tiempo depensar en lo que había sucedido, Ben se dirigió otra vezhacia el centro del estrado.

—¡Sí, tenéis un líder! —gritó.Ésta era la señal que esperaba Carl Block,

escondido detrás de los bastidores. Descorrió el telóndel fondo del estrado y apareció una gran pantalla deproyección. En el mismo instante, Alex Cooper, queestaba en la sala de proyección, encendió el proyector.

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—¡Ahí está! —gritó Ben, dirigiéndose al auditoriolleno de alumnos—. ¡Ahí está vuestro líder!

Se oyó una exclamación general de asombro,mientras una gigantesca imagen de Adolf Hitler aparecíaen la pantalla.

—¡Eso es! —le susurró Laurie emocionada aDavid—. ¡Es la peli que nos enseñó aquel día!

—¡Ahora, escuchadme todos bien! —gritó Ben—.No hay ningún Movimiento Nacional de Juventudes deLa Ola. No hay ningún líder. Pero si lo hubiera, sería él.¿Veis en qué os habéis convertido? ¿Veis hacia dóndeos dirigís? ¿Veis hasta dónde habríais llegado? ¡Echaduna ojeada a vuestro futuro!

Adolf Hitler desapareció de la pantalla yaparecieron los jóvenes nazis que lucharon por él en laSegunda Guerra Mundial. Muchos eran adolescentes,algunos incluso más jóvenes que los chicos delauditorio.

—¿Os habéis pensado que sois muy especiales,verdad? —preguntó Ben—. Mejores que los que noestán en esta sala. Habéis vendido vuestra libertad porlo que decís que es igualdad. Pero habéis convertido

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vuestra igualdad en superioridad sobre los que no sonde La Ola. Habéis aceptado que la voluntad del grupoprevalezca sobre vuestras propias convicciones, sinimportaros a quién podáis herir para conseguirlo.Algunos de vosotros pensabais que sólo seguíais lacorriente y que podíais alejaros de La Ola en cualquiermomento. Pero, ¿lo habéis hecho? ¿Lo ha intentadoalguien? Sí, todos habríais sido unos buenos nazis. Oshabríais puesto los uniformes, habríais mirado haciaotro lado y habríais permitido que vuestros amigos yvecinos fueran perseguidos y aniquilados. Dijisteis queeso nunca podría volver a ocurrir, pero mirad lo cercaque habéis estado de repetirlo. Habéis amenazado a losque no querían unirse a vosotros, no habéis permitidoque los que no eran de La Ola se sentaran con vosotrosen los partidos de fútbol americano. El fascismo no esalgo que hicieran estas otras personas; está aquí mismo,en todos nosotros. ¿Os preguntáis cómo pudieron losalemanes no hacer nada mientras millones de seresinocentes morían asesinados? ¿Cómo pudieron decirque ellos no habían tenido nada que ver? ¿Qué lleva alos pueblos a negar su propia historia?

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Ben se acercó al borde del estrado y continuó envoz más baja.

—Si la historia se repite, todos vosotros querréisnegar lo que ha ocurrido con La Ola. Pero si nuestroexperimento tiene éxito (y entiendo que así es), habréisaprendido que todos somos responsables de nuestraspropias acciones y que siempre hay que cuestionarse loque se hace, en lugar de seguir a un líder ciegamente, yque jamás, jamás en la vida, permitiréis que la voluntadde un grupo usurpe vuestros derechos individuales.

Ben hizo una pausa. Hasta ese momento, habíahablado como si ellos fueran los culpables. Pero habíaalgo más.

—Escuchadme, por favor. Os debo una disculpa.Sé que ha sido doloroso. Pero, en cierto sentido,ninguno de vosotros es tan culpable como yo, porhaberos metido en este lío. Yo quería que La Ola fuerauna gran lección para vosotros y quizá lo hayaconseguido incluso demasiado bien. Desde luego, meconvertí en más líder de lo que quería. Y espero queme creáis si os digo que para mí también ha sidodoloroso. Todo lo que puedo añadir es que espero que

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ésta sea una lección que compartamos para el resto denuestras vidas. Si somos inteligentes, no nosatreveremos a olvidarla.

El efecto de aquellas palabras en los alumnos fuetremendo. Por todas partes, empezaban a levantarse.Algunos lloraban, otros trataban de no mirar a los quetenían al lado. Todos parecían estar aturdidos por lalección que acababan de aprender. Al salir, tiraban losposters y las pancartas. El suelo se cubrió enseguida detarjetas de socios amarillas; todos salían del auditoriohabiendo olvidado por completo la actitud militar.

David y Laurie echaron a andar lentamente por elpasillo, entre las caras entristecidas de los alumnos queabandonaban la sala. Amy venía hacia ellos, cabizbaja.Al levantar la mirada y ver a Laurie, rompió a llorar ycorrió a abrazar a su amiga.

Detrás de ella, David vio a Eric y a Brian. Los dosparecían impresionados. Se pararon al ver a David ypor un momento los tres se quedaron callados, sinsaber qué decirse.

—¡Menuda experiencia! —exclamó Eric con unhilo de voz.

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David trató de quitarle importancia. Se sentía malpor sus amigos.

—Bueno, ahora ya ha terminado. Vamos a intentarolvidarlo... Bueno, quiero decir que no lo olvidemos,pero a la vez lo olvidemos.

Eric y Brian asintieron. Comprendían lo que queríadecir, aunque no se hubiera expresado bien.

Brian parecía muy triste.—Sí, tendría que haberme dado cuenta —dijo— la

primera vez que el linebacker del Clarkstown mesuperó avanzando quince metros el sábado pasado.Tendría que haber visto que no servía para nada.

Los tres compañeros de equipo se rieron, y Eric yBrian se marcharon. David fue hacia el estrado a buscaral señor Ross. El profesor parecía muy cansado.

—Siento no haber confiado en usted, señor Ross—se disculpó David.

—Me alegro de que no lo hicieras —contestó Ross—. Has demostrado tener buen juicio. Yo sí tendríaque disculparme, David. Debería haberte dicho lo quepensaba hacer.

Laurie se acercó a ellos.

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—Señor Ross, ¿y ahora qué va a pasar?Ben se encogió de hombros y movió la cabeza.—No lo sé exactamente, Laurie. Todavía nos faltan

bastantes lecciones de historia este semestre. Pero esposible que dediquemos una clase más a hablar de loque ha pasado hoy.

—Sí, creo que es una buena idea —observóDavid.

—¿Sabe, señor Ross? —dijo Laurie—. En ciertomodo, me alegro de que esto haya pasado. Quierodecir que siento que haya terminado así, pero me alegrode que funcionase. Creo que todos hemos aprendidomucho.

—Eres muy amable, Laurie. Pero he decidido quevoy a saltarme esta lección el próximo curso.

David y Laurie se miraron y sonrieron. Sedespidieron del profesor y se dirigieron hacia la salida.

Ben esperó a que ellos y los últimos ex miembrosde La Ola salieran de la sala. Cuando ya se habían idoy pensó que estaba solo, suspiró.

—¡Menos mal que ya pasó!Sentía un gran alivio porque todo había terminado

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bien y podía conservar su puesto en el InstitutoGordon. Todavía tendría que aplacar a algunos padresy profesores furibundos, pero sabía que, con el tiempo,lo conseguiría.

Iba a marcharse del estrado cuando oyó un sollozoy vio a Robert apoyado en uno de los televisores, conla cara llena de lágrimas.

Pobre Robert, pensó. Es el que ha salido peorparado de este asunto. Se acercó al tembloroso alumnoy le pasó el brazo por los hombros.

—Robert, ¿sabes que estás muy bien con chaquetay corbata? —intentó animarle—. Deberías vestirte asímás a menudo.

Robert, entre lágrimas, consiguió esbozar unasonrisa.

—Gracias, señor Ross.—¿Qué te parece si salimos a tomar algo? —

propuso Ben, llevándoselo del estrado—. Creo quetenemos que hablar de unas cuantas cosas.

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A modo de epílogo dela editorial

Muchas personas al leer la presentenovela se preguntan si el experimentode La Ola sucedió realmente tal comose relata en la misma. La novela La Olaestá basada en hechos reales quesucedieron en la clase de historia de uncentro de enseñanza secundaria de PaloAlto, California, en 1969. Morton Rhuerecreó de manera novelada el telefilmestadounidense La Tercera Ola,rodado en 1981 y basado en un libroescrito por William Ron Jones. En sulibro el profesor Jones explica lahistoria del experimento protagonizadopor él y sus alumnos. En el año 2008una producción alemana, bajo ladirección de Dennis Gansel, se encargó

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de llevar a las pantallas de cine estahistoria, basándose en la experienciaoriginal.

Un extracto de la entrevista que se le hizo a RonJones, el auténtico «Sr. Ross», puede servir paraaclarar algunas cuestiones. La entrevista fue publicadaen la revista Scholastic Voice el 18 de septiembre de1981 (Este extracto se ha tomado de la versiónalemana de La Ola, publicada por la editorialRavensburger. Traducción del alemán al castellano acargo de Patric de San Pedro).

¿Qué es lo que pasó en realidad en el segundodía?

El caso es que para el primer día lo había previstotodo con exactitud; lo que pretendía era provocar unadiscusión animada y acabar así el experimento. Cuandollegué el segundo día a clase, esperaba que los alumnosestarían como siempre repanchingados en sus sitios.Pero para mi sorpresa, estaban sentados en esa rara

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postura disciplinada ante mí y me estaban pidiendo quecontinuara. Al principio quería dejarlo, pero luegopensé: «Veamos a dónde conduce esto». A partir deeste día todo sucedió de manera espontánea y noplaneada.

¿Se pudo controlar a sí mismo todo el tiempo oa veces se vio superado por su papel?

Ésta es una buena pregunta. Es cierto que hacia elfinal del experimento hubo momentos en que me sentíacomo un dictador y ya no como un profesor o unesposo; seguramente ya se me había escapado de lasmanos. Una vez que uno se mete en un papel es normalvivirlo. En consecuencia, me comporté como undictador y no como una persona normal.

¿La figura de Robert ha existido realmente?

Sí, pero la historia del guardaespaldas sucedió enrealidad de otra manera a como se explica en el libro.Un buen día empezó a seguirme a todas partes, ycuando entré en la Sala de Profesores y un compañero

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mío le dijo que allí no estaba permitida la entrada a losalumnos, entonces Robert contestó: «Yo no soy unalumno, ¡soy su guardaespaldas!». En ese momento meentró bastante miedo, al preguntarme hasta dóndehabrían llegado ya los otros alumnos.

¿Pero cuál es el motivo principal de que sedecidiese a crear La Ola?

Quería que los alumnos experimentaran lo quesucedió por aquel entonces en Alemania. Pero no setrataba sólo de que leyesen algo sobre eso, sino de quevivieran en su propia piel lo que significa, por ejemplo,levantarse todos a la vez de un salto y gritar algo, oestar sentados de una manera muy disciplinada, o serdependientes de una persona que todo el rato te dice loque tienes que hacer.

¿Qué es lo que pasó con los participantes alacabar el experimento? Eso no es algo que sepueda parar, sin más, en un solo día.

Eso es cierto. Me encontré ante un gran dilema.

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Podría haber acabado el experimento de maneraabrupta, lo que habría dejado completamentedescolocado a todos, o podría haber proseguido conél. Pero cuando observaba a Robert, sabía que no lopodía hacer. Así que me comporté como un entrenadorde baloncesto y desarrollé algo así como una nuevaestrategia de juego. Cuando se juega contra un equipomuy superior, se tiene que cambiar de manera drásticael estilo propio de juego. Así que intenté cambiarlotodo en La Ola diciendo simplemente: «Hey, gente,todo esto es realidad». Eso abría toda una nuevadimensión de posibilidades de comportamiento. Paraacabar les dije toda la verdad y me pasé mucho tiempohablando con ellos; resultó muy duro. Así que es cierto,resultó muy, muy complicado ponerle fin a esto.

¿Está usted seguro de que los alumnosaprendieron lo que se proponía?

Sí, ya lo creo. Pero a veces me cruzo con algunode ellos y me lanza un saludo de la ola acompañado deuna sonrisa; en ocasiones no sé muy bien cómo

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interpretar esa sonrisa. ¿Significa: «hey, deberíamosrepetirlo algún día» o «Sí, señor Jones, he aprendidomucho, gracias»? Un programa de la televisión alemanaentrevistó una vez a antiguos miembros de la Ola. Suspuntos de vista eran muy diferentes: desde «Me dejéarrastrar totalmente» hasta «Sólo fue un juego y yo melimité a participar» y «Eso no lo olvidaré nunca»; esdecir, que hubo una gran diversidad de impresiones.

¿Qué sucedió con Robert?

Le pasó como a todas las personas «invisibles»que, un buen día, se hacen muy «visibles» y poderosas,y que luego se ven desposeídas de repente de supoder. Tuve que pasar mucho tiempo hablando con élsobre su valor como ser humano. Insistí repetidamenteen el hecho de que hay muchas maneras de potenciar laautoestima y ser una buena persona; y el instituto no esla única posibilidad. El caso es que acabó por verseque Robert tenía una gran habilidad para el trabajomanual, y pronto empezó a ocuparse del mantenimientode las máquinas de escribir de la clase. Hoy en día es

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mecánico de aviones, y creo que está bastante contentocon ello. [...]

Einstein dijo una vez: «El mundo no se veamenazado por la gente que es mala, sino por aquellasque permiten el mal». Pienso que, en el mismomomento en que empecé con La Ola, alguien tendríaque haberse levantado y decir: «Sr. Jones, yo no piensoseguirle, permita que le diga que está mal lo que estáhaciendo». Entonces podríamos haber empezado adiscutir sobre eso. Pero durante todo el experimento nohubo nadie que se opusiera, ni un alumno, ni unprofesor, ni siquiera un padre o una madre, ni ningúnrepresentante religioso; y esto es lo que me da miedo.

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MORTON RHUE (o Todd Strasser, como es muchomás conocido en el mundo) escribe sus librosbasándose en su propia experiencia y teniendo siempreen mente a sus lectores. Procura observar a los jóvenessiempre que tiene ocasión, y cuando no puede, escuchaa escondidas sus conversaciones allá donde seencuentren. Una de las cosas que le gusta hacer esvisitar escuelas e institutos donde habla de lo quesignifica ser escritor. «Entonces, después de hablar»,dice, «escucho a la audiencia. Puedo aprender tanto deellos como ellos de mí».

Todd nació en 1950 en la ciudad de Nueva York.

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No fue muy brillante en la escuela y cuando acabó lasecundaria empezó a estudiar en la universidad, pero lodejó enseguida y decidió no volver hasta que supiesequé quería hacer de verdad. Los años de su primerajuventud coincidieron con la revolución social de losaños sesenta. Viajó haciendo autoestop por Europa yAmérica, vivió un tiempo en una comuna en Virginia yun tiempo en Europa haciendo de músico de calle.Durante este tiempo escribió canciones y poemas, undiario personal y muchas cartas a sus amigos de losEstados Unidos. Cuando volvió a casa estudió literaturay escritura creativa en la Universidad.

Trabajó como periodista en diferentes diarioslocales de Nueva York. En 1978 vendió su primeranovela y con lo que ganó montó una empresa degalletas de la suerte. En los doce años siguientes Toddvendió muchas más galletas que libros.

Todd es autor de más de 120 libros paraadolescentes y jóvenes, y ha recibido muchos premiospor sus novelas. Muchos de sus libros han sidoadaptados para la televisión y dos de ellos han sidollevados al cine: Drive Me Crazy, 1999 (traducida

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como La chica de al lado) y Die Welle, 2008 (La Ola).Le gustan los temas controvertidos como el nazismo,los sin techo, el bullying y la violencia en las aulas, y lasexualidad. Sus libros han sido traducidos a muchaslenguas y también ha escrito para la televisión y endiferentes periódicos y revistas. Actualmente divide sutiempo entre escribir libros y hablar en escuelas y enconferencias.

Muchas de sus primeros libros eran para jóvenes, yaún le gusta escribir para adolescentes. Pero másrecientemente se ha embarcado en una nueva direcciónmás humorística para lectores de ciclos medio ysuperior de primaria.«Mi objetivo con estos libros eshacer ver a los niños que leer puede ser divertido eincluso hacerles reír bien alto». Todd cree que «lamayoría de los niños quieren libros con personajes queles hagan reír, no que les sermoneen. Intento hacer mislibros divertidos, pero no frívolos». Cree que la gentejoven se encuentra con los mismos dilemas,independientemente de la generación que les hayatocado vivir. «El tipo de música o la manera de vestirpuede cambiar, pero enfrentarse al tema de la

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popularidad, los amigos del otro sexo, cuestiones demoralidad y decencia… estas cosas no cambianrealmente».

Su obra más conocida es La Ola, recreaciónnovelada de un experimento social que tuvo lugar enCalifornia en 1969 y que se convirtió en telefilm en1981. Este libro ha sido traducido a más de docelenguas y se lee en las escuelas de todo el mundo. En elaño 2009 fue llevado a la gran pantalla por el directoralemán Dennis Gansel.